Ur, Asur y Babilonia - Hartmut Schmokel

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Hartmut Schmökel

UR, ASUR Y
BABILONIA
TRES MILENIOS DE
CULTURA EN
MESOPOTAMIA
Este libro fue publicado por
GUSTAV KILPPER VERLAG
con el título UR, ASSUR UND
BABYLON
Lo tradujo al español
VICENTE ROMANO GARCIA
I - SUMER
ARCAICO

Uruk, 2900 a. J. C.
Cuando el corto anochecer se
extiende sobre el país llano del Eufrates
vuelven a casa los rebaños del templo a
los gritos de los pastores morenos y
desnudos. Es primavera y la hierba
recién nacida tiene jugo y fuerza. Las
ovejas y las cabras están gordas y los
corderos siguen ágiles a sus madres, que
marchan pesadamente con las ubres
llenas. Todavía falta tiempo para la
esquila; la piel les cuelga a los animales
y las hilanderas de los patios del templo
tendrán mucho trabajo este año.

La nube de polvo que levantan los


numerosos pies que se arrastran por el
suelo oscurece la entrada cubierta a
través de la puerta de la ciudad de Uruk
y ondea sobre los corrales de Eanna, del
santuario de Inanna. Los vaqueros, que
se ríen de los pobres pastores, los
reciben con insultos. Entre los balidos
del ganado pequeño se mezclan los
mugidos de las vacas recién ordeñadas y
el resoplar de los animales. Esperan la
cebada que sacarán de los graneros del
templo y que les darán, como todas las
tardes. Las cabras y las ovejas han
entrado ya en sus rediles junto a las
murallas del santuario; el trabajo de los
pastores del templo ha terminado por
hoy, y se apelotonan alrededor del
despacho para tomar sus raciones de
cerveza y pan.

Las calles de los barrios de Uruk —


como gargantas entre las murallas de
barro, interrumpidas aquí y allá solo por
las puertas de las casas o por una
pequeña capilla— están ahora llenas de
vida con el fresco del anochecer. Los
carpinteros, los orfebres y herreros,
alfareros, canteros y los elegantes
cortadores de cilindros-sellos salen de
sus talleres instalados en los portales
del templo y se van charlando a su casa.
Las mujeres, con el negro pelo atado
arriba y con blusas de lana remangadas,
traen agua del río en sus grandes
cántaros, viéndoselas pronto trastear en
el hogar o moler aprisa el último grano
para las tortas de la cena. Soldados con
yelmo de bronce, el escudo rectangular
colgado y las picas sobre el hombro,
vuelven a sus cuarteles. Quizá
efectuaron hoy un servicio de zapa y
tuvieron que reparar las defensas del río
arrastradas en la última crecida.
Escribas, sacerdotes y funcionarios, con
sus vestidos de rizadas vedijas pasean
orgullosos, y los muchachos dejaron al
fin los duros bancos de barro de la
escuela del templo. Saltan sacudiendo
sus pizarras de arcilla por las plazas y
serpentean ahora ágiles entre los
cargados asnos de una caravana que,
bajo los golpes de sus arrieros, llevan
pacientemente cestos, sacos y tubos
desde las anchas barcazas del muelle
del Eufrates hasta el almacén. Ahora
suenan órdenes y voces que detienen a
los viandantes y los hacen echarse a un
lado: a lo largo del paso abierto por una
muchedumbre que se inclina, respetuosa,
avanza el príncipe-sacerdote con manto
de pieles y diadema real, de vuelta de
una visita al canal de riegos recién
construido, dirigiéndose hacia la puerta
de Eanna para entrar en su casa situada
dentro del recinto sagrado. Chirriando
en sus piedras angulares se cierran las
puertas de los almacenes y despachos y
suspirando de alivio colocan los
administradores y listeros sus tablas
llenas de cifras en los estantes. El
trabajo ha terminado por hoy, incluso
para los esclavos del jardín, que
colocan ahora las mamparas ante las
acequias de los palmerales y huertos y
cierran los accesos a las plantaciones en
las cercas de adobe.

El viento que llegó con la caída de


la oscuridad mezcla el perfume de las
hierbas en flor de la estepa con el olor
del ganado, los fuegos de leña y el río
que está por cima de la pequeña ciudad
sumeria. Lleva también el aroma áspero
de la mirra y el incienso a los patios y
callejas que rodean el recinto del
templo. Como de costumbre, los
ciudadanos cansados por el trabajo
alzan sus ojos a la terraza que se eleva
por encima de todos los tejados y
murallas y en la que se hallan dos
santuarios. Son el orgullo de la ciudad y
propagan por el país la gloria de sus
arquitectos. Construido totalmente con la
rara y preciosa caliza, en vez de con
adobes, se alza allí el mayor santuario
que construyó el hombre hasta ahora: sus
dimensiones son de 30 por 8o metros;
dentro hay un patio en forma de T, 62
metros de largo por 12 de ancho, a cuyo
alrededor se hallan distribuidas
simétricamente y con los accesos en eje,
11 cámaras. La Cella, el sanctasantorum,
se encuentra en la habitación central de
la cabecera y se entra a ella por el patio.
El santuario está abierto a los fieles por
numerosas entradas. La divinidad invita
a sus adoradores a su casa.

El templo de piedra caliza, con la


preciosa arquitectura de sus murallas
provistas de hornacinas, está orientado
de SO. a NE. Lo completa un segundo
santuario, bonito y erigido sobre la
terraza norte-sur en innumerables
jornadas, de 14 por 18 metros, cuya
belleza se basa en los mosaicos en
colores de su patio —clavos de arcilla
con cabezas de colores empotrados en
las paredes de adobes formando
modelos en zigzag, triángulos y rombos
— y también en el pórtico que le
precede, de 15 por 17 metros. Este
pórtico está constituido por 4 pilares
semirredondos en cada una de las
paredes transversales y 8 pilares
redondos en blanco y negro. Tenemos,
pues, dos templos íntimamente unidos y
en los que viven dos divinidades
estrechamente relacionadas: Inanna, la
Señora de Uruk, y su amante Dumuzi,
divinizado por su elección. Para ellos
son los fuegos sagrados, que lanzan su
resplandor hacia las poderosas murallas
produciendo un efecto ondulante debido
a la colocación de las hornacinas.
También se oye la canción de los dioses
al anochecer, perteneciente a los últimos
sonidos del día, como el último balido
de los rebaños sagrados, como el rumor
del Eufrates... La cantan los sacerdotes y
las vestales, resonando en las paredes
como si llevara a los fieles promesa de
protección divina contra los malos
espíritus para toda la noche.

Esta ciudad de Unuk-Uruk es todavía


joven, y los ancianos recuerdan aún los
relatos de sus padres, según los cuales
el pueblo sumerio se ubicó antiguamente
en la laguna de Eridu, en el borde
occidental del Golfo Pérsico, tras una
larga emigración desde el Oriente. Hace
ya varios siglos que se alza aquí un
templo varias veces reconstruido por los
escasos habitantes del país. El lugar fue
la primera colonia de los inmigrantes y
en el recinto sagrado le debieron aportar
sus ofrendas al dios bueno y sabio Enki,
el «señor de las profundidades del
agua», que les había regalado las artes
de la civilización y los había
encaminado. En Enki tenemos el dios
más antiguo de Sumer, y si confirmamos
que su culto se practicaba también en la
isla Tilmun (la actual Bahrain), situada
en el Golfo Pérsico a unos 700
kilómetros al sureste de Eridu, y que
según los viejos mitos sumerios protegía
el país de Meluchcha —la costa sur del
golfo—, tenemos con ello una prueba
seria del camino seguido por los
inmigrantes, venidos quizá de la India
por tierra y por mar.

Desde Eridu, que jamás alcanzó


importancia política alguna, aunque
conservó su santidad durante milenios,
se colonizó Uruk. Y el mito nos cuenta
cómo Inanna le quitó a su padre Enki,
cautivado por sus encantos, durante un
banquete en que se bebió mucho, las
«fuerzas divinas»— todas las
invenciones celestes, composiciones y
artes en las que se basa la civilización.
El embriagado Enki se las regaló:

«Con todo mi poder, con todas mis


fuerzas quiero regalarle a Inanna, mi
hija pura, el dominio, la divinidad, la
tiara, ... ¡quiero regalarle el trono
real!» Inanna, la pura, lo tomó todo.
«Con todo mi poder, con todas mis
fuerzas quiero regalarle a Inanna, mi
hija pura, el alto cetro ..., el sublime
templo, ¡quiero regalarle los rebaños y
el reino!» Inanna, la pura, lo tomó
todo...
La diosa sabe guardar también su
tesoro después que Enki volvió en sí y
llevárselo a su nuevo santuario de Uruk.
Pero no por eso olvidaron en Uruk a
(LÁMINA 12) Enki y a Eridu. La
primera epopeya, recientemente
conocida, de «Enmerkar y el señor de
Aratta», nos relata que el rey Enmerkar
de Uruk, que aparece también como el
inventor de la escritura, construyó con
todas las fuerzas del país a Enki, en
Eridu, su templo de Eapzû, «casa de la
profundidad del agua». Pero Uruk se
convirtió en la capital del joven Estado
de Sumer, donde se adoraba al lejano y
sublime dios celestial An y —con mucha
más alegría y devoción— se veneraba
en Eanna, la «casa del cielo», a Inanna,
la Gran Madre, diosa del amor y dadora
de la fecundidad.

Ahora, como había llegado la


primavera, la ávida y amorosa diosa no
está (LÁMINA 12) ya sola en su recinto
sagrado. El pastor Dumuzi —quizá uno
de los reyes más antiguos de Uruk— ha
sido sacado por la tenebrosa reina del
infierno, Ereshkigal, de su reino de las
tinieblas, Kurnugea, el «país sin
retorno», para volver al mundo de la luz
y a los brazos de Inanna con los
primeros brotes y flores. Se lo devolvía
a pesar de su ignominiosa traición.
Antiguamente la misma Inanna bajó a
Kurnugea, pero su tenebrosa y enemiga
hermana Ereshkigal la retuvo triunfante y
la castigó con crueles azotes. Para
salvarse y conservar en el mundo el
amor, la fecundidad y el crecimiento —
todo esto había desaparecido durante su
viaje a los infiernos— había entregado a
cambio a su amante. Siete demonios
arrancaron al horrorizado amante de su
trono de Uruk-Kullaba y en la época que
comienza la sequía del verano lo
bajaron al reino de la muerte. Inanna fue
liberada, pero pronto empezó a
consumirla la nostalgia del amado, el
«señor de los rebaños» y heroico
luchador contra los demoníacos
animales de rapiña que diezmaban los
rebaños. Y sucedió que al fin se le
permitió resucitar de los infiernos por
medio año, durante la primavera y
principios del verano. Su vuelta era
celebrada con las grandes fiestas de
Año Nuevo, en las que Inanna y Dumuzi
—al que los babilonios llamarían
después Tannuz y los griegos Adonis—
festejaban la «boda sagrada» en una
capilla del templo, apartada y muy
adornada, para garantizar así todos los
años el crecimiento y la prosperidad de
los campos y huertos, el amor y la
fecundidad de los rebaños y de los
hombres, y el firme y feliz orden del
mundo. Todo el pueblo tomaba parte en
el acontecimiento secreto y bienhechor.
El príncipe-sacerdote tratado con el
título de «Ensi» y la sacerdotisa
superior del templo de Inanna,
representaban públicamente en el
estrado de la Cella del templo este
apogeo del transcurso religioso del año
en forma de un festín sagrado—, rito que
pronto pasaría a todas las parejas de
dioses en Sumer y que viene siempre
(LÁMINA 28) representado como
«symposion» en los relieves e imágenes
de los cilindros. No solo convencía a
los creyentes de la realidad del suceso
sobrenatural, sino que pronto les dio
también una dignidad divina a los dos
protagonistas de los papeles principales
del auto sacramental. Volveremos a
encontrar este círculo de creencias en la
época de la primera dinastía de Ur.

La fe y la vida eran todavía una


misma cosa en este período arcaico de
la historia babilónica; la edificación de
los estados-ciudades sumerios nos
testimonia estos hechos. Pronto se
desarrollaron junto con Eridu y Uruk
otras comunidades independientes y
llenas de vida en Ur, Lagash, Umma,
Nippur, Adab, etc. Era dogma
indiscutible que toda la tierra pertenecía
a los dioses a quienes rezaba el pueblo
sumerio. El señor invisible de la ciudad
y de sus tierras, cuyo santuario empezó
pronto a alzarse por encima de los
tejados de las casas de los ciudadanos,
estaba representado en la tierra por el
príncipe-sacerdote, que era al mismo
tiempo caudillo de las fuerzas militares.
Así, pues, el templo no solo era el lugar
del culto, sino también la sede del
gobierno y de los tribunales. Pronto se
convirtió también en el centro
económico de la creciente colonia. Aquí
se almacenaban las cosechas de grano y
aceite, dátiles y hortalizas; aquí se
concentraban los rebaños, se distribuía
la carne de los animales sacrificados, se
aprovechaban las pieles y pellejos; en
los talleres del templo trabajaban los
artesanos, en los patios se reunían los
comerciantes y tratantes, en otros
aposentos planeaban los arquitectos sus
edificios, y los constructores de los
canales y los entendidos en riegos
diseñaban su sistema para regar el país
con las aguas del Eufrates, sus brazos y
sus afluentes, sistema realizable
únicamente a base de un trabajo común.
Todos eran servidores y fieles de su
dios que, en los despachos del templo,
les daba regularmente a cambio de su
aplicación los alimentos y vestidos
necesarios para vivir, les hacía justicia,
los protegía contra los enemigos
humanos y demoníacos, aceptaba
complacido sus ofrendas y los invitaba a
sus fiestas para que participaran tanto en
las alegrías de la vida como en los
acontecimientos divinos. A esta forma
de vida político-económica se le ha
dado el nombre de «socialismo estatal
religioso». Parece haber imperado hasta
mediados del tercer milenio como
estructura social y estatal del antiguo
Sumer.

Sin la ayuda de los caracteres


escritos no podemos imaginarnos el gran
rendimiento de una economía estatal tan
organizada y cuya base era tanto la
explotación de todas las fuerzas como el
abastecimiento adecuado de todos los
habitantes. Asistimos así al nacimiento
de la escritura más antigua brotada de
los primitivos puntos, rayas y marcas de
las liquidaciones y listas. El barro de
las crecidas, abundante, amasado con
facilidad y endurecido con rapidez,
ofrecía junto con el buril de caña un
material cómodo. Las dotes pictóricas o
aritméticas predestinaban a tal o cual
hombre al oficio de escribano. Los
caracteres aumentaron pronto a un
número aproximado de 2.000. Pero con
la misma rapidez se impuso una
simplificación que los redujo en dos
tercios. Esta simplificación se llevó a
efecto al expresar con la misma imagen
conceptos emparentados, como por
ejemplo «arado» y «labriego», o
también colocando pronto junto a la
imagen su sonido, independiente del
primitivo sentido, obteniéndose así una
cómoda escritura silábica. A ella se unió
la numeración, que empleaba tanto el
sistema decimal como el sexagesimal y
podía expresar valores elevados al igual
que pequeños números quebrados.

Los excavadores alemanes que


desde 1913 investigaron los cúmulos de
ruinas de Uruk (la actual Warka),
descubrieron innumerables tablillas de 4
por 11 centímetros de lado cubiertas de
cifras y escritura arcaica. Representan
exclusivamente (LÁMINA 4)
comprobantes de la economía del
templo y las más antiguas proceden del
nivel Uruk IVa (3.000/2.900). Se trata de
la escritura más antigua de la
humanidad, pues desde aquí llegó a
Egipto la idea de la escritura, para
tomar allí su evolución propia. El arte
de escribir nació, no para gloria de los
reyes, ni para alabanza de los dioses,
sino de las necesidades económicas
cotidianas de un pueblo laborioso e
inteligente que luchaba en el nuevo país
por su existencia. La invención de la
escritura, imposible de apreciar en sus
efectos, fundamental para el desarrollo
de la cultura espiritual de Occidente, es
quizá la mayor hazaña de los sumerios.
II - LA ÉPOCA
DJEMDET-
NASR

Uruk, 2800 a. J. C.
Desde hace unos 300 años se hallan
asentados en el país los súmenos,
pueblo de estatura mediana, cráneo
braquicéfalo, nariz recta y saliente, boca
pequeña, labios finos y mandíbula
inferior corta. La región a la que le
dieron su nombre abarca la mitad
occidental del actual Iraq Arabi y con
sus 20.000 km2 corresponde
aproximadamente a la extensión de
Westfalia. Durante estos primeros siglos
del tercer milenio ha cambiado mucho
su fisonomía. Predominan las comarcas
esteparias, cuyo carácter se asemeja
mucho al desierto en la época de sequía;
mas se han reducido los grandes
pantanos, se aseguraron parcialmente las
orillas de los ríos y de innumerables
corrientes, y grandes franjas de las
proximidades se han convertido en
tierras de labor. El trabajo duro,
enérgicamente reunido y
conscientemente aplicado del pueblo
radicado ahora entre las corrientes, ha
creado un sistema de riegos que contiene
con elevados diques las crecidas de
primavera y otoño ocasionadas por las
lluvias y el deshielo en Armenia.
Mediante canales, elevadores, acequias
y regueras, se lleva el agua de las
corrientes al suelo de las estepas, rara
vez humedecido con las lluvias,
haciendo de él exuberantes jardines y
palmerales datileros, fértiles campos de
cereales y jugosos prados que jamás se
secan por completo. Aquí está el origen
de aquella obra de la que se vanaglorian
a través de los milenios los reyes,
gobernadores y demás potentados de
Mesopotamia. Una obra que garantiza la
alimentación de una población de
millones y que se ha vuelto a emprender
en el Iraq actual con medios modernos y
muy costosos. Este sistema de riegos fue
destruido en primer lugar por el
despótico gobierno romano, la
indolencia parta y las matanzas del
mogol Gengis Kan. Las once doceavas
partes de esta región tan rica en otros
tiempos se transformaron (LÁMINA 1,
118) en desierto.

Por entonces, en la época sumeria


antigua, empieza a florecer el país. Sus
cereales —trigo, cebada y otras
especies inferiores— su aceite y su
ganado —bueyes, ovejas, cabras, asnos,
cerdos y aves—, no solo bastan para el
abastecimiento de la población
creciente, sino que se exportan también
al Norte, Este y Oeste. El producto
permite la importación de la tan
necesitada madera de construcción, de
la roca, de los metales preciosos y de
otras necesidades de la economía y la
civilización cuya elaboración, efectuada
por una industria rápidamente
desarrollada, vuelve a ofrecer nuevas
mercancías para la exportación. Los
admirables vasos de piedras
procedentes del nivel Uruk III deben
haber sido junto con los (LÁMINA 9,
10) cilindros uno de los artículos más
codiciados.
Sobre esta base se desarrolla un
comercio que abarca una esfera de
ventas cada vez más amplia y cuyas
huellas podemos seguir con asombro
hasta el Elam (Persia suroccidental), a
veces hasta la India, y por otro lado
hasta el golfo de Isos y en particular en
Egipto, sobre todo en la llamada cultura
Negade II. El descubrimiento del famoso
mango de marfil de Djebel-el-Arak con
sus relieves (LÁMINA 5) claramente
pertenecientes a la época sumeria de
Djemdet-Nasr marcó la etapa hacia el
conocimiento de que la influencia
cultural y económica de Sumer alcanzó
gran amplitud. En el cúmulo de Tell
Brak, 120 kilómetros al Noroeste de
Messul se descubrió en el llamado
templo Eye un santuario construido
totalmente en el estilo sumerio. La
epopeya ya citada de «Enmerkar y el
señor de Aratta» nos habla de grandes
entregas de cereales en la región al
Norte del Tigris, y no se tardará mucho
hasta que por medio del intercambio
comercial lleguen a Mesopotamia el
marfil indio e incluso cilindros-sellos
procedentes del ámbito de la todavía
enigmática cultura del Indo, de Amri,
Mohendyo-Daro y Harappa (milenios
IV/III). La laboriosidad de sus
habitantes produjo en este país un fruto
realmente inmenso. Del paciente trote de
los asnos alrededor de la noria, del
sudor de los trabajadores en las
acequias, en los canales recién
excavados en los terraplenes y en los
encauzamientos de los ríos arrastrados
con demasiada frecuencia por las
crecidas; del esfuerzo para procurar
agua a los campos sedientos; de la lucha
perenne contra las malas yerbas, la
arena arrastrada por el viento, y los
animales de rapiña que diezmaban los
rebaños, empezó a afluir una corriente
casi inagotable de felicidad a las
ciudades de Sumer.

Aunque a grandes rasgos la cultura


urbana de este período sigue siendo una
continuación de la época Uruk, algunas
observaciones nos aconsejan hacer un
corte en la historia antigua de Sumer. De
esta época, 2800/2700, se exhumó en
toda Asia Anterior una cerámica
hermosa, pintada vivamente en negro y
rojo, denominada Djemdet-Nasr, según
su primer yacimiento situado a unos 40
kilómetros al Noroeste de Babilonia y
que dio nombre a toda la época. En vez
del adobe normal o desmesurado se
emplea ahora casi exclusivamente un
pequeño ladrillo estrecho, el llamado
«remito». Junto con el cilindro vuelven
a aparecer en gran número los sellos
arcaicos, y disminuyen las dimensiones
de los templos. Quizá se hayan hecho
efectivas aquí influencias orientales,
elamitas, que más que transformar el
cuadro general de la antigua cultura
sumeria, fueron elaboradas por ella de
un modo fecundo.

Entre los estados-ciudades de


Sumer, Uruk tuvo en todo tiempo la
primacía. Su fundación y expansión no
sucedió siempre de forma pacífica;
antiguas efigies de cilindros representan
escenas de combates que demuestran la
existencia de (LÁMINA 6) luchas entre
los inmigrantes y los indígenas, así
como entre los mismos estados-ciudades
sumerios. La riqueza de Uruk se refleja
en los templos, que conocemos muy bien
por las excavaciones. Hacia finales de
la época Uruk, 2850 a. J. C.
aproximadamente, podemos confirmar
una planificación totalmente nueva del
santuario de Eanna. Se derribaron
entonces los viejos edificios del culto,
empleando la preciosa caliza del templo
grande para la construcción de una
escalinata, y sobre la nueva terraza se
erigió el «templo C», de 22 por 56 m,
conservado casi por completo en su
planta, y luego, en posición transversal a
él, el gigantesco (LÁMINA 2) «templo
D», de más de 50 por 80 m., cuya cella
mide 7 por 12 m. La planta de este
templo, el mayor de Sumer, corresponde
a la del santuario de caliza, pero lo
rebasa en número de habitaciones y por
las proporciones diferenciadas. El
arquitecto sumerio consiguió resolver
también la pesadez de estas paredes,
probablemente sin ventanas y con un
espesor de 2,5 a 5 m, aumentando el
empleo de la técnica de la hornacina y
transformándola en «sonora ligereza»,
como la llamó el mismo excavador. Las
terrazas sobre las que yacen los
santuarios van subiendo más y más, y el
desarrollo conduce consecuentemente a
la construcción de ziggurats, esa
manifestación de torre por fases en
forma de pirámide que volvemos a
encontrar en Egipto, Polinesia y México.
Un paso importante en este sentido
lo constituye el santuario de An, de la
(LÁMINA 3) época Djemdet Nasr y
exhumado también en Uruk, accesible
por una larga escalinata y que recibió el
nombre de «Templo Blanco» por el
jalbegue parcialmente conservado de
sus paredes y cuyas murallas eran
todavía más altas que un hombre cuando
se desenterraron. Con sus medidas de 17
por 22 m, la arquitectura clásica de
hornacinas y varios aposentos
dispuestos alrededor de una habitación
central, puede considerarse como
templo típico de la época.
Construcciones semejantes se
encontraron en el Diyala, una nueva
esfera de colonización de Sumer
descubierta al norte del Tigris inferior,
donde los montículos de ruinas de Cha-
fadji, Tell Asmar, Ishtshali o Tell Agrab
harán que pronto se hable de ellos.

Durante los siglos xxix y xxviii


habían de producir los sumerios sus
mayores aportaciones artísticas en los
ámbitos del grabado. Tenemos en primer
lugar el fino arte de la glíptica, la
elaboración de sellos y cilindros, que
solo había de florecer (LÁMINA 4, 7)
en la antigua Asia Anterior. En el
período de Uruk son todavía raros, pero
ahora aparecen estas preciosas piezas
cada vez con más frecuencia, con
modelos, emblemas, figuras míticas y
también efigies totalmente realistas, tan
(LÁMINA 6, 7,12) bien grabados que su
impronta en una arcilla blanda nos
ofrece una imagen excelente parecida a
un relieve. Los cilindros-sellos del
antiguo Sumer son todavía gruesos y
frecuentemente de una altura de 7-8 cm,
alcanzando su impronta una superficie
rectangular de hasta 16 cm de longitud.
En ella supo grabar el artista esas
maravillosas escenas que podemos
contemplar hoy llenos de asombro. El
tesoro en motivos de la glíptica es
inmensamente rico en estos siglos y
comprende tanto la escena realista de
caza como los actos del culto, donación
de ofrendas, procesiones, procesos
míticos, representaciones simbólicas y
muchos más. Encontramos al rey en el
combate, triunfando sobre sus enemigos;
vemos a Dumuzi alimentando a los
animales sagrados de los rebaños;
hallamos los bueyes recién bendecidos y
los rebaños sagrados de ovejas. Somos
testigos de las luchas que han de
efectuar los pastores contra los fieros
leones para proteger sus animales;
vemos una procesión en un barco por el
río y hasta podemos acompañar a los
grandes cazadores sumerios en una
cacería por las montañas del Norte.
Ante la contemplación de esta última
efigie de sello, ya famosa, el (LÁMINA
7) lector debe detenerse un instante y
escuchar la historia que nos cuenta...

La noche no había traído ninguna


brisa fresca. El calor yacía como una
pesada cubierta sobre la árida estepa.
Las hierbas ralas del suelo crujían de
puro secas, la maleza extendía sus
brazos hacia el Eufrates. Desde la
crecida de la primavera había
descendido mucho el nivel de las aguas,
aunque no obstante el río seguía
ofreciendo refugio a toda clase de aves
acuáticas. Un chacal ladraba en los
alrededores a la hoz pálida de la luna,
que descansaba en el mar oscuro del
cielo como una barca. La mañana no
estaba ya lejos.

El gran perro de caza, de poderosas


garras, estiraba las orejas y gruñía.
Entonces se despertaban los cazadores
que habían dormido a la orilla del río y
se disponían para el viaje. Volvían de
una larga expedición a las montañas de
más allá del Tigris, en las que habían
cazado ante todo cabras monteses.
Habían bajado en una balsa por la vía
arcaica del Shatt-el-Hai, que unía las
dos corrientes como primitivo canal
natural, y se dirigían ahora por el
Eufrates hacia su ciudad. Otro día, o día
y medio aún, siguiendo la orilla, y
llegarían a Uruk; y con la claridad de la
mañana se vería pronto la silueta del
templo.

De pronto salió el sol. Utu, el dios


solar de Sumer, ascendía de los
infiernos como entre dos montañas. ¿No
estaban allí los dos haces de rayos que
salían de sus hombros? Los viajeros se
detenían en muda actitud de adoración.
Parecía que el dios brillante había
escuchado sus oraciones. Al dirigirse
hacia el Oeste les vino una claridad de
un punto más allá de la estepa —la luz
del sol había alcanzado las altas
murallas del Templo Blanco, y con su
reflejo los dioses de su ciudad natal
saludaban desde lejos a los hijos que
volvían. La gratitud y la dicha llenaban
su corazón, se inclinaban humildes ante
Inanna, la Señora de la ciudad, que
ahora añoraba sola a su amante Dumuzi,
vuelto al reino de Kurnugea. A ella
serían ofrendados los preciosos trofeos
de los cuernos largos y retorcidos que
llevaban en sus zurrones. Y si el
sacerdote estaba satisfecho con su botín
de pieles, astas y cuernos de gamo, botín
que les había costado mucho trabajo
traer, quizá recibiera un grabador de
sellos el encargo de hacerles un
cilindro-sello bienhechor con la efigie
de su gran hazaña cinegética...
Los cazadores marchaban
incansables, y poco a poco se iba
alzando en la estepa la grande y
poderosa Uruk con sus murallas marrón
claro, sus torres, puertas y templos
coronando los mejores edificios. Habían
llegado a la meta y daban gracias a los
dioses que les habían protegido
visiblemente en su aventurera excursión.
Su deseo también se había cumplido.
Entusiasmado con su narración, un
artista del taller del templo creó aquel
sello admirable por su sencillez y que
llevaba siempre el jefe de la expedición
de cazadores atado al cuello con una
cuerda. Presentaba las débiles curvas de
su coto de caza en el río, las cimas que
seguían como una cadena el valle
fluvial, la ascensión de los cazadores y
de su perro. Tampoco se olvidó el árbol
característico en las alturas —visible a
la derecha del grabado— y se fijó por
último el instante en que, tras la muerte
de la hembra (tendida a la derecha del
arquero) y haber cogido el chivato (por
encima del arco a la derecha), el
arquero tensa el arma para lanzar su
último disparo sobre el macho, que
intenta escapar por una colina pelada y
vuelve su poderosa cabeza hacia los
perseguidores; pero una flecha en el
nacimiento del cuello, lo retiene. El
acontecimiento se fijó para siempre en
el pequeño y mágico cilindro, que
representa hoy la escena de caza más
antigua que conocemos después de las
pinturas rupestres de la prehistoria.

El pequeño arte de la glíptica no es


la única manifestación artística del
antiguo (LÁMINA 8) Sumer. Las
excavaciones nos han proporcionado
maravillosas miniaturas de estatuas de
animales que hemos de interpretar como
exvotos o juguetes de niños.

(LÁMINA 9) La artesanía creó


vasijas de piedra adornadas con figuras
en altorrelieve, una de las cuales
presenta leones cazando vacas. Y un
artista trató de representar en relieve la
caza del león, en la que el heroico rey
remata a la fiera con la jabalina
(LÁMINA 6) y con el arco. Junto con
otras muchas piezas hay en particular
dos hallazgos que nos demuestran tanto
la fuerza de la fe como el florecimiento
del grabado en la época Djemdet Nasr:
se trata de un vaso del culto y de una
cabeza de mujer de Uruk. Estas dos
piezas merecen que prestemos algo más
de atención a la época.

El Eanna, templo de Inanna en Uruk,


era ciertamente rico en tesoros; entre
(LÁMINA 10) ellos se debe destacar un
vaso del culto en alabastro, de casi 1 m
de alto, ornado todo él con relieves de
tipo religioso. La vasija era por
entonces vieja y ya no estaba intacta;
presentaba algunas grietas y los cinchos
de cobre le daban mayor estabilidad. Se
supone estaba colocada en el zócalo de
barro al lado de la imagen de la diosa, y
en cualquier asalto o saqueo de la
ciudad fue rota y quedó cubierta por las
murallas del templo al caerse. De todos
modos, los excavadores alemanes la
encontraron hecha quince pedazos. En el
mismo lugar se vació cada uno de los
trozos y en el antiguo museo de Berlín se
pudo componer con ellos la preciosa
alhaja que tenemos otra vez ante
nuestros ojos.
Pero es más que una pieza de
exposición. Los relieves que rodean el
vaso, alto y hermoso de formas,
presentan una especie de credo de la
devoción del antiguo Sumer, que une la
naturaleza, el hombre y la divinidad en
un todo armónico y que por de pronto no
podemos leer más que en semejantes
representaciones de relieves y grabados
de los sellos. Al reproducir las
imágenes en una superficie plana,
podemos reconocer con mayor facilidad
cómo se mueve una procesión hacia el
santuario, yendo de abajo para arriba.
En la banda inferior tenemos el agua
vivificadora, que fecunda y hace crecer
el exuberante cereal. Por encima de ella,
los rebaños sagrados acercándose a los
brotes —símbolo de la vida siempre en
constante renovación—, y que nos
podemos imaginar caminando hacia el
santuario. La banda siguiente presenta a
los hombres, cuyo trabajo asegura el
crecimiento del cereal y cuyo cuidado
hace que prospere el ganado productor
de leche, carne y vestidos. Sin embargo
saben que todos sus esfuerzos son
inútiles sin la bendición divina y por eso
llevan agradecidos a la divinidad sus
ofrendas de frutas, leche, queso,
pescado, pájaros y la carne de los
mejores corderos. Así van subiendo al
recinto sagrado del templo, en donde
entramos en la banda superior de
relieves. El símbolo triple del llamado
haz de juncos nos dice que se (LÁMINA
7, 12) trata de Inanna, la figura más
significativa del panteón sumerio. Y ahí
está la misma diosa en persona, con
larga túnica, y cabello suelto,
levantando clemente una mano, bajo su
bandera santa, y que recibe amistosa las
ofrendas que le son llevadas por los
mejores de sus adoradores. Ante ella
aparece un sacerdote desnudo —la
costumbre más antigua del culto
prescribe la desnudez a los servidores
de los dioses— y le presenta una vasija
cónica llena de frutos. Aunque el relieve
roto (LÁMINA 6) apenas lo revela, le
sigue probablemente el rey-sacerdote en
su túnica de solemnidades, cuya ancha
cola es sostenida por un funcionario de
la corte. Tras la diosa se hallan algunos
requisitos del templo: el altar colocado
en un pedestal con forma de carnero;
detrás, las figuras de dos adoradores
vestidos, ofrendas y vasijas llenas de
regalos —dos de ellas parecidas a
nuestro vaso—, figuras de animales
provistas de pitorro, utilizadas para la
ofrenda del aceite bendito, y otras cosas.
Es indudable que los medios expresivos
del artista de esta tercera esfera superior
y más sagrada son al menos suficientes.
No obstante, el lenguaje gráfico es claro
e impresionante, y la seriedad
consciente —reflejada además con una
excelente acentuación de los músculos
— de los oferentes de la segunda banda
de relieves, es emocionante. Sobre toda
la obra puede colocarse el lema
«Santificación», y considerar como un
símbolo de gratitud a la diosa por la
paz, el bienestar y la prosperidad, este
gran vaso de alabastro del templo de
Inanna.

Pero hay una segunda obra del arte


de Uruk en la época Djemdet Nasr que
(LÁMINA 11) nos atrae, si cabe, con
más fuerza, porque nos transmite un
primer contacto directo con la
humanidad de aquellos tiempos de hace
casi 5.000 años. Se trata de la escultura
humana más antigua: la famosa cabeza
de mármol de la «Dama de Warka», la
reproducción en tamaño natural del
rostro de una mujer, que con su secreta
espiritualidad no tiene igual hasta ahora
en la antigua Asia Anterior. En esta
escultura de efectos modernos halló su
poderosa expresión el primer gran
florecimiento de la cultura humana —la
época clásica de Sumer-.

Aunque una máscara simultánea


procedente de Tell Brak, cerca de
Mossul, ofrece una representación de la
divinidad grotesca y miedosa, en esta
efigie, que no sabemos si reproduce una
diosa o una sacerdotisa, se manifiesta
tanto la secreta belleza femenina como
el recogimiento de la divinidad y la
sabiduría sobrenatural, inasequible al
hombre. De ello dan pruebas la boca
abnegada, la pureza de la frente y los
grandes ojos divinos de la escultura—
incrustados antiguamente igual que las
cejas.

Puede ser que los nobles rasgos de


la obra de arte procedan de una
sacerdotisa suprema de Inanna, de
sangre real, que en la «boda sagrada»
representó a la misma divinidad y se
unió al rey-sacerdote que hacía de
Dumuzi. Su creador supo unir en ella lo
eterno y lo terrenal y sublimarlo en una
manifestación abstracta. Todavía no
sabemos para qué sirvió esta mascarilla
en el templo. ¿Formaba parte de una
estatua del santuario compuesta de
material diverso? Los agujeros de la
cara interior parecen indicarnos que se
podía fijar en ella una peluca. Mas estas
cuestiones parecen muy superficiales
ante la fuerza expresiva que posee este
hermoso rostro, cargado de una seriedad
pesada y abnegada. Suponemos que por
él habla toda la tensión interior de
aquella época, así como de su fe,
encerrada en el misterio que rodeaba a
Inanna y a Dumuzi, girando alrededor
del problema central del eterno «morir y
resucitar».
III - KISH Y
LAS CIUDADES
DEL DIYALA

Kish, 2600 a. J. C.
La fama de Sumer se había
extendido con sus caravanas
comerciales por los cuatro puntos
cardinales; la leyenda de su riqueza iba
de boca en boca. El espejismo del
caluroso desierto les presentaba a los
beduinos ciudades de altas torres,
palmerales exuberantes que hacían
ondear los vientos frescos del atardecer
y lagos brillantes llenos del agua
codiciada. Se sabía que también allí, en
las tierras fértiles, apenas llovía en el
invierno, pero la fama hablaba de la
tupida red de canales y acequias que
daban vida y prosperidad al país durante
todo el año. En el cañaveral de los
pantanos se podían cazar numerosas
aves acuáticas, la pesca se podía
practicar en los ríos y canales, y los
campos, las plantaciones y los huertos
colmaban a sus laboriosos cultivadores
con un rendimiento exuberante. Y si las
noches de invierno eran a veces heladas,
si los meses de estío yacían bajo un
calor opresor y sofocantes tempestades
de arena roja, el otoño y la primavera
reparaban estos daños con sus brotes y
flores.

Por tanto, no puede extrañar que los


vecinos pobres, aunque más combativos,
cedieran a la continua tentación y
entrasen en el vergel apenas defendido
al principio, como nuevos miembros de
una larga serie de conquistadores que en
el curso de milenios se impondrían
como meta de sus correrías la fértil
Mesopotamia. Son semitas —los
primeros empellones de aquellos
acadios que unos siglos después
fundarían un gran imperio bajo Sargón—
y proceden evidentemente de las
regiones fronterizas sirio-arábigas del
Eufrates medio, donde fundaron su
primera colonia en Mari, el actual Tell
Hariri. Marchando por el Eufrates abajo
se acercan a las fronteras de Sumer y se
establecen en el país posterior de
Accad, donde construyen la base de
Kishi-Kish, el actual Tell Oheimir, a
unos 20 km al NE de Babilonia. En poco
tiempo —con las armas o pacíficamente
— parecen haber penetrado en todo
Sumer, cuya base cultural permanece
inalterada en lo esencial, aunque le
imprimen ciertos rasgos determinados,
muy claros y arqueológicamente
demostrados, de su propio ser.

Entre la época Djemdet Nasr y el


período siguiente, se nota efectivamente
una ruptura notable, y el desarrollo
cultural del Sumer antiguo sufre cierta
paralización. Con los invasores viene
también una cerámica más tosca, una
forma nueva de ladrillo que solo puede
calificarse de regresiva. En vez de
construir con los ladrillos normales y de
gran formato del período Uruk o el
«remito» de la época Djemdet-Nasr, se
edifica ahora con el ladrillo plano-
convexo, un ladrillo rectangular cuya
superficie mayor está abombada y que
parece un pastel bien esponjado. Esta
forma de ladrillo poco manejable aporta
una nota extraña en la arquitectura, que
solo se explica por una tradición
constructora, voluntariamente
conservada, de los invasores. Se ha
opinado que representa ofrendas de
panes —y hasta se puede comprobar
todavía el «ombligo», la impresión del
pulgar en el centro— y que se querían
construir a los dioses sus templos y
paredes con panes benditos.

Pero no solo el material, sino


también la forma de construcción del
mismo santuario está sometida ahora a
otras leyes. Como nos muestran
particularmente las excavaciones
americanas efectuadas en los tells de la
región del Diyala (al norte del Tigris
inferior), los cimientos de los edificios
religiosos están ahora metidos en la
tierra y tapados con una capa de arena
pura, que representaría probablemente
con particular acentuación «el suelo
bendito». Y los mismos santuarios no
tienen ya la forma del alto templo
abierto, accesible por varias puertas,
con sus numerosas cámaras alrededor de
un patio rectangular o en forma de T,
sino que se presentan ahora como los
llamados templos-hogar, únicamente
accesibles por una sola puerta situada
lejos del altar, al final de uno de los
laterales de la habitación rectangular del
culto. Una influencia extranjera se
manifiesta también en el arte de los
cilindros y relieves. En lugar del estilo
vivo y realista aparece la tendencia
hacia la representación esquemática y
abstracta que se muestra con mayor
claridad que en ningún otro en el tipo de
cilindro de la llamada «banda
(LÁMINA 13) de figuras».

Pero no es solo la expresión externa


de la vida sumeria la que parece haber
cambiado transitoriamente; también la
estructura social de las ciudades
sumerias es sacudida por nuevas ideas.
La unidad del Estado y Templo dada en
el «socialismo religioso de Estado», de
trono y altar, se separa en una
coexistencia de palacio y santuario,
rodeándose ambos con murallas propias
y entrando en competencia (LÁMINA
16) económica y política el uno con el
otro. Un espíritu guerrero parece suplir
el antiguo pacifismo de Sumer. Los
estados-ciudades, con su población
incrementada por los inmigrantes,
empiezan a disputarse el país, se
vislumbran nuevas sedes reales, como
Chamazi, Adab o Akschak, cuyas
dinastías nos relatará, hacia fines del
milenio, la «lista real de Sumer». El
poder se desplaza claramente hacia el
Norte bajo la influencia de los primeros
acadios, en donde la citada obra
histórica de la época moderna de Sumer
sitúa también la «primera dinastía
después del diluvio», con veinte
soberanos. Se localiza en la ya citada
Kish, a 160 km de Uruk, donde se
adoraba al dios guerrero Zababa, y se
inicia con Etana, que se convirtió más
tarde en mito y subió a los cielos. «El
unió todos los países», se dice allí, y
quizá se esconda en ello un recuerdo
histórico verdadero. Pues por los
informes de un siglo más tarde de los
príncipes Eannadú y Entemena de
Lagash —los documentos históricos más
antiguos que tenemos, en el verdadero
sentido de la palabra—, sabemos que el
rey Mesilim de Kish arregló una vez una
disputa entre Lagash y su vecina ciudad
de Umma y erigió como testimonio
permanente de esta decisión una estela
conmemorativa en las nuevas fronteras
fijadas por él en su calidad de primer
rey supremo del país sumerio. La lista
de reyes sumerios, no siempre fidedigna,
no lo nombra, pero él mismo nos legó el
puño de una maza ornada con relieves y
varias inscripciones —la escritura había
hecho grandes progresos entre tanto—,
en las que podemos percibir por primera
vez la palabra de un príncipe sumerio.
Se trata de textos cortos de consagración
de poco valor histórico para nosotros.
Poco más o menos dicen así:
«Mesilim, rey de Kish, edificador
del templo de Ningirsu, se lo consagró
a Ningirsu. Lugal-shag-engur (era
entonces) Ensi de Adab.»

Lo mismo que la supremacía política


pasa a Kish, en las fronteras con Sumer,
la ciudad de Nippur, a 50 km al sureste
de Kish (la actual Niffer, a 150 km al
sureste de Bagdad), pasa a ocupar el
primer plano con autoridad creciente
como centro religioso. Aquí se alzaba el
templo de Ekur, «casa de la montaña», y
en él se adoraba al originario dios del
viento Enlil, que —como An— subió
hasta convertirse en «Señor de los
países» y en «Rey de los dioses», y que
con An y Enki forma la trinidad sumeria
más antigua. Señor de los destinos,
soberano implacable, aunque dador
también de la vida y de la fertilidad, se
convirtió por una evolución no
explicada todavía —Nippur no
desempeñó jamás ningún papel político
— seguramente gracias a la inteligencia
y energía de sus sacerdotes, en dios del
imperio, cuya sentencia daba después al
potentado correspondiente el dominio de
todo el país. Lo volveremos a encontrar
al tomar en consideración el panteón de
Sumer.

Mesilim, evidentemente el príncipe


más poderoso de su época, nos legó en
su calidad de «soberano secular» el
ejemplo más antiguo de un palacio, en
su residencia. Se trata del llamado
«palacio A» de Kish, que pronto halla
su correspondencia en dos edificios muy
parecidos de Eridu, uno de los cuales
mide 65 por 45 (LÁMINA 16) metros y
parece con ello formar parte de un tipo
normal de los primeros tiempos de
Accad. Una muralla con pilares
sobresalientes y puertas con torres,
rodea esta construcción dinástica
formando un rectángulo. A través de la
puerta se llega a una ancha habitación
transversal. El palacio mismo, un
cuadrado fácil de defender, domina el
patio interior. Contiene pórticos, salas
del trono, de recepción y de justicia, y
también habitaciones para vivir y para
la administración. El techo del palacio
A se apoya en columnas de 1,50 m de
gruesas y mide unos 22 por 8 m. De las
necesidades defensivas de un tiempo
inseguro procede también la
construcción de murallas urbanas,
cuyas huellas encontramos en todas
partes por el país, pero cuyo testimonio
clásico nos lo ofrece la obra enorme de
la corona mural de Uruk. Durante el año
1849 había dado ya con sus restos el
geólogo inglés W. K. Loftus. Mas hasta
80 años más tarde no se lo tomaron en
serio los excavadores alemanes y
dedicaron todo su celo a la
investigación. Tuvieron suerte para
poder identificar casi por completo el
curso de la muralla gracias a la
(LÁMINA 14) humedad del suelo
durante la campaña de 1934/35,
humedad excepcionalmente favorable y
que muy raras veces tiene lugar. De ello
resultó que los arquitectos de la
fortificación de Uruk no solo habían
planeado monumentalmente, sino que
llevaron a cabo su obra con el empleo
despiadado de todas las fuerzas. Una
muralla doble de 9,5 km de longitud
rodeaba no solo los barrios de casas y
los santuarios, sino también los jardines,
tierras de labor y prados, aunque se
interrumpía en dos lugares, al Norte y al
Sur, por dos puertas aseguradas con
torres rectangulares y de 3,5 m de
anchas. 800 torres semicirculares
colocadas a una distancia de 10 m, con
un espesor de muralla de 5 m y una
guarnición inclinada hacia el enemigo,
nos instruyen acerca de la proporción de
los gastos y esfuerzos que se emplearon
aquí para proveer a la ciudad de una
inexpugnable muralla protectora. La
leyenda se apoderó de esta obra que
después parecía casi (LÁMINA 49)
sobrehumana y se la atribuyó a
Gilgamesh, el hombre-dios y rey mítico
de Uruk. El poema épico que lleva su
nombre nos relata en la primera tabla
los trabajos de la construcción:
«El héroe Gilgamesh construyó la
muralla de Uruk,
la poderosa, que se alza como
vaciada de un molde,
tan derechos se han colocado los
ladrillos...

¡Sube a la muralla de Uruk, pasea


por ella,
admirando su omnipotente
construcción!
Los hombres de Uruk se
encolerizaron y riñeron mucho,
las madres y las hijas plañían
llorosas,
pues la mano de su rey se alzaba
pesada sobre ellos,
y su dominio fue duro para Uruk.

Las murallas, famosas en los días


posteriores,
las erigió con penosa prestación
personal.

Los hombres trabajaban aquí día y


noche,
El hijo no podía visitar al padre,
La muchacha no podía ver a su
amigo,
el hombre no podía abrazar a su
mujer:
todo lo que vivía estaba al servicio
de la obra...»
La obra de murallas y palacios no
excluyó en modo alguno la actividad
constructora para el culto durante esta
movida época alrededor del año 2600,
época que se ha denominado de
«Mesilim» según el primer rey histórico
de Kish. Se inicia ahora el propio
desarrollo de la ziggurat, de la torre-
templo de varios cuerpos, nacida de la
construcción de terrazas. Se trata de un
bloque de adobes, a menudo con más de
20 m de altura, que sabían mantener
secos mediante un sistema
cuidadosamente ideado de cañerías de
drenaje y a cuya plataforma superior,
coronada por un pequeño templo, se
sube por una ancha escalinata. Kish y
Nippur pueden vanagloriarse de ser las
primeras en disponer de estas
construcciones. La investigación de los
cúmulos del Diyala efectuada hace dos
decenios nos proporciona pruebas
excelentes de la verdadera edificación
religiosa de la época. En el Tell Asmar,
el antiguo Eshnunna, se exhumó un
santuario que a través de tres fases
constructivas se puede seguir hasta la
época Djemdet-Nasr. En Tell Agrab se
descubrió un templo del dios Shara, y en
Kafadyi se hallaron templos del dios de
la luna Nanna, que figuraba como hijo
de Enlil y de la diosa Nintu. Todos estos
santuarios se representan como templos-
hogares, con patios, celdas para los
sacerdotes, oficinas y almacenes, en
cuyo centro está la cella, o en los que
varios grupos de habitaciones, con su
respectiva cella cada uno, están
agrupados en un gran edificio. A pesar
de tanta acumulación de aposentos, no se
consigue la monumentalidad de los
antiguos templos de Uruk.

El campo de ruinas de Kafadyi (a


unos 25 km al NE de Bagdad) reveló un
templo de configuración distinta. Su
exhumación le ha dado su fama a esta
gran ciudad, en otro tiempo tan rica en
templos, y cuyas ruinas yacen solitarias
en la estepa muerta sin que sepamos
siquiera su antiguo nombre. Queremos
decir el templo oval de Kafadyi, que
presenta una forma totalmente nueva de
construcción (LÁMINA 14, 15)
religiosa. La vista aérea nos muestra
como las viviendas de los ciudadanos
—no se ha excavado más que la parte
delantera— se estrechaban contra las
murallas del recinto sagrado, y nos
permite reconocer en las ruinas
arrancadas a la arena la brillante unidad
del edificio, de una longitud máxima de
8o m. En la reconstrucción de la
izquierda vemos la única puerta de la
muralla exterior, por la que se penetra
en el patio anterior con sus oficinas,
talleres, administraciones y sus verjas
para el ganado. El patio es dominado
por la muralla interior, mucho más
fuerte, que rodea el recinto sagrado en
sentido estricto formando un ovoide.
Adosadas a las murallas tenemos aquí
las habitaciones de los sacerdotes y
sacerdotisas, las cámaras del tesoro y
los aposentos para las necesidades del
culto. Encuadran un patio rectangular
con varios pozos y del que parte una
escalera que conduce al tejado de las
viviendas interiores (izquierda). Un
escalón más arriba se alza una terraza
—a la derecha del cuadro— que lleva el
santuario, al que se llega por una
escalinata. Solo el pequeño templo en
forma de hogar está abierto; en él
residía la efigie de la diosa del amor
Inanna, a quien estaba consagrado el
santuario, según reza la inscripción de
una maza votiva hallada en el lugar. El
templo dominaba el doble anillo de
murallas, atrayendo la mirada de los
fieles de la ciudad. El hermoso templo
debía alzarse ante sus ojos de forma
parecida a la reflejada por nuestra
reconstrucción de todo el edificio.

Los arqueólogos de las ciudades del


Diyala que descubrieron las plantas de
los templos, torturados por el calor,
tormentas de arena y plagas de moscas,
fueron premiados de otro modo por sus
esfuerzos y tenacidad. De los escombros
de las cámaras del templo, de unos
pequeños depósitos empotrados en los
suelos de las habitaciones del culto,
sacaron un gran número de estatuillas
de orantes (LÁMINA 19 y sig.) de 30 a
90 cm de altura, las primeras efigies
completas del arte sumerio. El
asombroso descubrimiento tuvo lugar el
año 1934 en el templo de Abba de Tell
Asmar. Cedamos la palabra por unos
instantes a Seton Lloyd, uno de los
arqueólogos:

«Al seguir la zanja hasta él rincón


norte del altar descubrimos nuestro
mayor hallazgo, un tesoro de estatuas
que estaba enterrado en el suelo... La
artesa en que yacían tenía 8o por 50
cm de grande... Las estatuas pesadas
estaban en el suelo y las restantes
empaquetadas por encima con gran
cuidado.» En un admirable estado de
conservación se le ofrecía al espectador
una colección de doce estatuillas de
alabastro, compuesta de diez figuras
masculinas —todas de pie menos una—
y dos femeninas, también erectas. Todas
tenían en común la actitud y una
conmovedora expresión facial de
orantes, así como el hecho de que sus
formas no se atienen rigurosamente a las
medidas humanas, sino que más bien
recuerdan líneas geométricas. Un estilo
uniforme presta formas casi triangulares
al cabello y a la barba, las narices, los
labios salientes y los codos. Los dedos
de las manos, que aparecen cogidas una
con la otra, y los de los pies, semejan
rectángulos largos y estrechos, el pecho
sobresale como un prisma, las cejas
corren en dos medios arcos regulares y
unidos por encima de la nariz, tal como
vimos ya en la cabeza de Warka, y la
mitad inferior del vestido se divide por
lo general en una serie de rectángulos
iguales terminados en punta.

Es evidente que esta transformación


ha sido consciente y no por incapacidad,
demostrándose también en las efigies de
guerreros en forma de relojes de arena,
que aparecen en la más antigua pintura
sumeria que se ha conservado, el cuadro
de un vaso. El artista ha
«desmaterializado» las figuras creadas
por él para ayudar así a que irrumpa
mejor la idea de su creación, lo que
consigue. Todavía nos habla directa y
elocuentemente el gesto de la adoración
con toda la diversidad de los orantes y
por encima de los límites del tiempo y
de la nacionalidad, Y los rostros vueltos
hacia la divinidad, con los ojos
incrustados, de concha o de lapislázuli,
muestran con una vivacidad insólita,
tanto en éstas como en otras figuras de
orantes exhumadas en los tells del
Diyala, las emociones más diversas de
temor y contrición, recogimiento y fe,
gratitud, bondad y meditación. A veces
nuestra mirada recae también sobre
rasgos alegres e incluso picarescos. Es
evidente que aquí trabajó un artista
inspirado —quizá el director de un
grupo de escultores a los que intentó
instilar su espíritu y su intuición—, cosa
que resulta también de la comparación
de sus creaciones con una estatuilla de
príncipe de Eridu, poco más o menos
contemporánea suya, cuya rigidez
espiritual está muy alejada de la
vivacidad elocuente y espiritualizada de
aquellas figuras.

¿Qué piden estos hombres cuyos


cuerpos se consumieron hace 4.500 años
y cómo llegaron sus imágenes a las
pequeñas tumbas situadas debajo del
suelo bendito de los templos? Queja y
oración, tal como las hallamos
frecuentemente en los textos religiosos
del Sumer moderno, son una necesidad
básica de la devoción sumeria. Los
dioses están lejos, son rigurosos y hay
que pedirles las cosas con insistencia.
En sus manos tienen el destino de lo
terrenal y envían a los mortales, según
les place, alegrías y dolores, la
enfermedad o la muerte, mas también la
vida larga y feliz. Pero la humilde
súplica ablanda su corazón; de ahí que
la oración incesante ayude a acallar a
los dioses, a obtener clemencia y a que
los hombres consigan el goce tranquilo
de los bienes de este mundo: salud,
felicidad y larga vida. Nació así la
curiosa costumbre de que reyes y altos
funcionarios, sacerdotes, princesas y
mujeres del templo de alto rango,
llevaran una estatuilla (LÁMINA 18, 22,
25) representativa al santuario más
sagrado de su dios, donde rezaba
continuamente ante la divinidad en
representación de su retrato vivo. Lo
mismo que los vivos, las imágenes
también tuvieron que ceder el sitio a las
generaciones nuevas. Entonces, puesto
que su santidad prohibía alejarlas del
recinto bendito, eran enterradas en el
suelo de las habitaciones del templo,
hasta que llegaron otras concepciones
religiosas y se perdió la costumbre tan
extendida, gracias a la cual se han
conservado tantas estatuas y cuya
revelación da un sentido claro a su
existencia. Aunque su «tecnificación» de
la oración nos resulte extraña, las
estatuas que creó merecen nuestra total
admiración por la vivacidad
impresionante de la expresión y por la
asombrosa capacidad de su creador para
arrancarle a la piedra muerta una
manifestación espiritual. Tenemos
justificación suficiente para hablar aquí
de un arte expresionista. Y sin embargo,
o precisamente por eso, las figuras de
orantes de la época Mesilim producen
un efecto realista.

A ellas pertenecen también esas


hermosas cabezas de un formato a
menudo (LÁMINA 18) muy pequeño,
que representan mujeres influyentes o
acomodadas como, por ejemplo, la
dama con la gran peluca de Tell Agrab,
o la muchacha con el peinado en corona.
Esculturas éstas que, como se ve, nos
permiten también echar un vistazo a los
peinados de su época. A este grupo
pertenece también ese misterioso orante
arrodillado, de alabastro, que lleva un
amuleto de pez en el cuello y, como un
Laocoonte sumerio, está rodeado todo él
de serpientes. Todas estas piezas,
prescindiendo de su importancia
artística, nos dan a conocer el tipo de la
población sumeria hacia los años 2600,
mezclada ya probablemente con los
primeros acadios. Nos muestran la
forma de llevar el cabello y la barba, y
nos dan también una explicación de sus
vestidos: los hombres, la falda de
vedijas y a veces un manto (LÁMINA
22, 25) de pieles sobre ella; las mujeres,
un vestido, también de vedijas, abierto
en los dos hombros, o una túnica de lana
o lino con varios dobleces, o plisada.

Junto con la estatuilla aparece el


relieve como segunda esfera de la
escultura en la época Mesilim, y a decir
verdad, en contraste con el estilo
redondo del período Djemdet Nasr, se
presenta ahora en su forma plana. Las
necesidades del culto pusieron también
aquí el martillo y el escoplo en las
manos de los canteros, naciendo así las
particulares losas sagradas, de 25 por
30 cm, por lo general, agujereadas
(LÁMINA 28) en el centro —quizá para
colgarlas en las paredes de los templos
—, exhumadas en Tell Asmar, Kafadyi,
Shuruppak, Lagash y Ur, y que
representan escenas religiosas. En la
parte superior vemos, por ejemplo, la
pareja divina (o Ensi y la sacerdotisa
suprema que los encarnan) sentados uno
enfrente de otro, dispuestos para el
symposion, el símbolo de la boda
sagrada, rodeados de escanciadores,
músicos y bailarinas. En la segunda
banda los portadores acarrean vino en
pesadas vasijas, pasa un animal que va a
ser sacrificado, y aparece un tiro de
bestias que acerca las ofrendas, o las
comidas y bebidas. Lo representado
tiene indudablemente gran importancia
religiosa y se ha supuesto que estas
placas ocuparon a menudo en el
sanctasantorum el lugar de la imagen de
la divinidad. Aunque estas efigies no
demuestran a menudo más que una buena
técnica de artesanía, es digna de
admiración la movilidad de las escenas
y el arte de reproducir figuras reales.
Sabemos también por piezas
halladas en Kafadyi que aparte de la
elaboración (LÁMINA 17, 26, 40) de la
piedra, existía también una escultura de
cobre y bronce, pudiendo confirmar de
nuevo una asombrosa capacidad y una
impresionante estilización. Hay
hermosos soportes figurativos con
hombres desnudos, de miembros finos y
en actitud orante. En el templo de la
diosa Nintu se exhumó la figura de unos
10 cm de (LÁMINA 26) altura de una
pareja de luchadores que se sujetan por
las caderas y muestran su arte. Limita
casi con la acrobacia, pues los dos
atletas desnudos (salvo un taparrabos)
(LÁMINA 27) mantienen sobre la
cabeza dos vasijas de barro del tamaño
de medio hombre, y seguramente no
había que dejarlas caer en la lucha.
Probablemente se ha retratado aquí una
representación durante las fiestas del
templo, cuyo sentido religioso
desconocemos todavía. Pero podemos
considerar la pieza con toda seguridad
como una ofrenda.

Dedicaremos por último nuestra


atención a un exvoto que constituye una
prueba más del arte de la elaboración
del metal. Tiene su importancia
especialmente (LÁMINA 17) para la
historia de la técnica. Pues la cuadriga
de cobre de Tell Agrab, de 7,2 cm y
desenterrada en 1936/37, es el
testimonio más antiguo del arte de los
aurigas (LÁMINA 13, 17, 28) en este
mundo, junto con la efigie simultánea de
un cilindro, algunas placas y
representaciones de vasos, así como los
pequeños modelos en arcilla de carros
de dos y cuatro ruedas procedentes de
Kish, a los que se unen también los
hallazgos originales de restos de carros
y arneses descubiertos en las tumbas
reales de Ur. La pequeña obra de arte
muestra un carruaje con dos ruedas
macizas bajas y una frontalera, al que
están uncidos cuatro animales parecidos
a los caballos. Probablemente se trata
de onagros, el «asno-caballo», que por
entonces recorrían en grandes manadas
Mesopotamia y Persia. Un cazador de
Hagenbeck pudo coger una pequeña
manada de estos animales, casi
extinguidos, durante el verano de 1954
en el desierto salado de Desht-Kevir, en
Persia. Los dos animales interiores van
sujetos al yugo, mientras que los dos
exteriores parecen estar sujetos a los
animales de varas con ayuda de una
especie de collera. El conductor tiene
una rienda en la mano izquierda. Por lo
menos al principio los animales se
dirigen con bastante crueldad por medio
de una anilla introducida verticalmente
en el labio superior, asegurándose
contra los bocados mediante una banda
ancha colocada en el hocico como un
bozal. Queremos ser lo bastante
humanos y desear a nuestro auriga que
pudiera sujetar su cuadriga al iniciar el
galope y mantenerse él mismo de pie en
la estrecha plataforma; fue por entonces,
hace 4.500 años, cuando el hombre se
atrevió por primera vez a uncir a un
carruaje los asnos usados solamente
como animales de carga, poniendo así la
primera piedra para el elevado arte del
auriga y también para la técnica fatal de
la aplicación del carro de guerra.

El sencillo modelo de cobre puede


haber sido ofrecido por su dador a la
(LÁMINA 17) divinidad competente —
pues ya empiezan a diferenciarse los
caracteres y deberes de los dioses—
con el ruego de protegerlo de las caídas
peligrosas y otros accidentes del nuevo
deporte. Mas el maestro que creó el
pequeño modelo de cobre vivió con
toda seguridad el mismo instante en que
el joven príncipe se atrevió a hacer el
primer viaje. Después, cuando se le hizo
el encargo, estudió detalladamente todas
las particularidades técnicas de la
reciente invención. Y quizá los globos
de los ojos incrustados con concha
blanca, de los animales del tiro, nos
cuenten algo de la temerosa impresión
que le produjo al tranquilo peatón la
fogosa cuadriga, la primera de su
tiempo.
IV - LA
PRIMERA
DINASTÍA DE
UR Y EL
PREDOMINIO
DE LAGASH

Lagash, 2360 a. J. C.
Cargado con un rico botín se ha
retirado el ejército del gran rey de
Umma. Umma tuvo siempre a su
enemigo y rival en la vecina ciudad de
Lagash. Lleva consigo a su buen
príncipe Urukagina, a Shagshag, su
inteligente mujer, y a la corte, dejando
tras sí la ciudad destruida en su mayor
parte, sobre la que se alzan en una nube
oscura de destrucción, el polvo de las
murallas derrumbadas y el humo de los
incendios. La queja de los sacerdotes
resuena como un solo grito de horror en
los templos profanados, cuya santidad
no respetó esta vez la soldadesca por
orden de su señor. Mujeres, ancianos y
muchachos forman una larga cadena en
el muelle pasándose a toda prisa unos a
otros los cubos de agua para apagar el
fuego. La cogen del ancho brazo de
agua, medio canal y medio río, que
desde antiguamente une el Tigris y el
Eufrates y al que hace unos días apenas
debía su bienestar la rica ciudad
comercial de Lagash. De las casas en
llamas sacan el mobiliario cotidiano que
despreciaron los saqueadores: mesas y
sillones de mimbre, banquillos, camas y
banquetas para los pies, arcas de arcilla
o —como cosa preciosa— de madera,
los pucheros y jarros del hogar y un par
de cántaros del sótano. Y la pequeña
hijita aprieta, sollozando, la ovejita de
arcilla que suena tan bien al sacudirla y
que por poco le hubieran pisado los
mayores con sus prisas. Luego, poco a
poco, al entrar la oscuridad se va
apagando el ruido, los incendios,
chispeando aquí y allá los pequeños
fuegos de los rincones apartados de los
patios, en los que guisan algo de comer
los pocos habitantes que han quedado
con vida y se encuentran agotados.

Los soldados de Lugal-Zaggisi no


descubrieron todas las provisiones. La
guardia que han dejado tiene más que
suficiente y no se preocupa de los
lagashianos derrotados. En el barrio de
Girsu han quedado algunas casas en pie.
Los tiestos de las vasijas rotas llenan la
callejuela y crujen a nuestro paso al
tener que andar a oscuras. En la cabaña
de un solo piso que quedó allí
abandonada y que sobrevivió el día
espantoso, suena la voz de un cantante.
Es una voz quebradiza y al acercarnos
más notamos que un anciano relata a
medio cantar una melodía monótona,
triste y ferviente, a la que se mezclan a
veces los modestos sonidos de las
cuerdas de un arpa. A oscuras
penetramos en el inmueble, pues las
casas de Sumer son todas parecidas y
apenas cambiarán en Mesopotamia para
innumerables (LÁMINA 56)
generaciones. Entramos por una puerta
cuya jamba gira en una piedra angular
firmemente empotrada y llegamos a un
vestíbulo. En él se halla el mortero para
machacar el grano y de aquí sale
también la escalera que conduce a la
azotea o solana. Después alcanzamos el
patio con el hogar y el tubo de desagüe,
y a menudo también con un pozo. A su
alrededor están los aposentos y cámaras,
entre los que destaca la habitación
principal, colocada, generalmente, en el
lado sur. Este es ya el patio. La
monótona declamación se interrumpe y
como las nubes acaban de descubrir la
luna, podemos ver la figura del trovador,
sentado a la entrada del cuarto de estar.
La cabeza calva y barbada dirige a
nosotros sus ojos apagados y una mano
seca aparta a un lado el arpa con un
movimiento inseguro. Ahora sabemos
por qué los guerreros perdonaron su
casa y su persona: el viejo, cuya falda
de pieles deja libre la mitad superior
del cuerpo flaco, está ciego. Lo
tranquilizamos, nos sentamos a su lado y
ahora, desde bien cerca, podemos
reconocerlo. Es un cantor del templo,
del santuario principal de la ciudad, que
pertenece a Ningirsu (al «señor de
Girsu»), y que hoy compartió la suerte
de los otros templos. Al preguntarle por
su relato se coloca el arpa delante y
vuelve a empezar su canto que se le
ocurrió a estas horas de la noche tras el
día terrible y en el que la pregunta y la
queja, la maldición y la sentencia son
una misma cosa: un texto que, escrito
más tarde, habría de sobrevivir miles de
años:

«Los hombres de Umma han


incendiado, prendieron fuego al
Antasurra, robaron plata, robaron
piedras preciosas, ¡vertieron sangre en
Tirash, el palacio! Sí, vertieron sangre
en el templo de Enlil y más sangre en el
santuario de Baba...»

El anciano mueve lentamente la


parte superior del cuerpo de un lado a
otro, la voz palatal sale tenebrosa y nos
llena más y más de una tristeza
desconsoladora. Cita el nombre de otro
santuario que fue profanado hoy, y otro y
otro más; hasta una docena de templos y
capillas de la ciudad enumera el viejo
en su lamentación, se detiene, toca dos
cuerdas del arpa y luego continúa:

«¡Oh dolor, tienden sus manos


hacia el grano
de los campos sagrados de
Ningirsu!
Los hombres de Umma, al castigar
a Lagash,
cometieron desafueros contra
Ningirsu.

Por eso, el poder que tienen


pronto se les acabará y lo perderán.

Pues ningún pecado pudo


encontrársele
a Urukagina, el señor bueno de
Girsu,
pero sí Lugal-Zaggisi, que es el
Ensi
de Umma—que su pecado caiga
sobre la cabeza de Nisaba, su
diosa!»

Este fue el fin de Lagash, que no se


recuperó de este golpe hasta varios
siglos más tarde. La victoria de Lugal-
Zaggisi, que se alzaría pronto en señor
de todo Sumer, puso fin a un siglo y
medio en que Lagash (hoy Tello) había
desempeñado un papel glorioso. Con el
florecimiento del comercio sumerio la
ciudad había llegado a la prosperidad.
Está situada en la orilla oriental del
Shatt-el-Hai, a unos 6o km al NE de
Uruk, y probablemente era importante no
solo para el tráfico Norte-Sur, sino que
mediante un canal directo con el mar lo
era también para el comercio
ultramarino. Quizá sucediera cuando
cambió la dinastía en Kish y una antigua
tabernera llamada Kubaba se erigió en
reina y Lagash se sacudió bajo el
inteligente príncipe (Ur-Naushé) la
autoridad de Kish e hizo política propia.
Las numerosas inscripciones de este
príncipe hablan en su mayor parte
(LÁMINA 52 y sig.) de su gran
actividad construyendo templos y las
ricas ofrendas que hizo al guerrero
Ningirsu y a su esposa Baba, a la diosa
Nanshé —hija de Enki, señora de las
fuentes y los ríos, y también diosa de la
justicia— o a la «madre de la ciudad»
Gutumdug. Pero también nos hablan de
la construcción de canales y empresas
comerciales para la importación de la
madera y la diorita. Las listas y cuentas
de los últimos años de Ur-Naushé, el
incremento considerable de las
empresas de Lagash y (LÁMINA 29) los
«relieves familiares» del activo
príncipe nos lo presentan con todos los
miembros de su familia, citados por sus
nombres, llevando la espuerta de
ladrillos o de argamasa y cooperando
así «oficialmente» a la construcción de
los santuarios. En Eannadú, el hijo de
Ur-Naushé, que pudo construir sobre los
cimientos de su padre, tenemos al
primer soberano de Sumer que se halla a
la luz clara de (LÁMINA 42) la historia.
Su «Estela de los Buitres», por
desgracia incompleta, el documento
histórico más antiguo que encontraron
los afortunados arqueólogos franceses
de Lagash-Tello en la década de los
años ochenta del siglo pasado,
representa en relieve sobre piedra caliza
al dios Ningirsu, apresando a los
enemigos de Eannadú en su red,
luchando ante su falange de guerreros y,
por último, presente en el entierro
solemne de sus soldados. El nombre de
«Estela de los Buitres», dado a este
monumento de 1,60 de altura, rodeado
de relieves e inscripciones, proviene de
un fragmento que nos muestra la
macabra escena de unos buitres que se
pelean en el campo de batalla por las
cabezas cortadas de los vencidos. Él
texto está escrito todavía en los
caracteres de la escritura monumental,
junto a la «cuneiforme», que desde hacía
tiempo se venía empleando para el uso
diario. En este informe de la victoria de
Eannadú es donde aparece aquel rey de
Kish ya nombrado, Mesilim; aquí oímos
hablar del combate victorioso y del
mesurado tratado de paz con Umma y
luego de las ulteriores empresas
guerreras en cuyo transcurso Eannadú
penetró en Elam, «la cordillera
asombrosa», sometió a Ur, Uruk y
Akshak (frente a Seleucia, en el Tigris),
y puso bajo su dependencia a la misma
Kish.

Su nieto Entemena nos legó una


extensa inscripción cónica que cita otra
vez la prehistoria de Lagash y las
hazañas de Eannadú y nos anuncia una
nueva fijación de fronteras con el
peligroso vecino de Umma (hoy Djocha,
a 30 km al NO de Lagash y a 50 km al
norte de Uruk). Inscripciones sagradas,
por ejemplo en las piedras angulares de
las puertas, nos demuestran la
construcción de grandes templos a
Nigirsu, Nanna, Enki, Ninchursang,
Enlil, Gatumdug y otras divinidades.
Con la formación del reino superior los
dioses de los vasallos y vecinos reciben
también sus templos en la capital. En la
inscripción de una plaquita de arcilla
leemos el tratado de fraternidad con el
rey Lugalkinishedudu de Uruk, y en Ur
se descubrió una estatuilla en diorita,
del príncipe, que confirma también su
actividad constructora de templos en
esta ciudad.
Entemena no ahorró tampoco las
ofrendas y fundaciones, aunque los
sacerdotes (LÁMINA 41) empiezan ya a
mirar con envidia la creciente influencia
de palacio, pues la corona se convierte
también ahora en un factor económico.
Los documentos conservados, facturas,
contratos comerciales de todas clases,
demuestran la existencia en esta época
de un sistema administrativo, económico
y comercial bien marcado que discurre
desde hace tiempo por caminos
jurídicos fijos y que por otro lado
conduce rápidamente a fuertes
diferencias de clases y a la explotación
económica. Lugalanda, el cuarto sucesor
de Entemena, impuesto evidentemente en
el trono por la oposición clerical, posee
siete grandes fincas, y su esposa
Baranamtarra —las mujeres inteligentes
y enérgicas eran capaces de
sobreponerse ya a las limitaciones
sociales y jurídicas de entonces— lleva
un sello propio, conservado igual que el
de su marido, y posee 66 Ha. de tierra;
aparte de ello mantiene relaciones
comerciales independientes con la
princesa de Adab. Por su parte los
sacerdotes parecen haber explotado el
poder que disfrutaban sin ningún
escrúpulo en su propio enriquecimiento.

En Lagash tiene lugar, pues, la


primera reforma social de que nos habla
la historia. Urukagina es llevado
evidentemente al poder por el partido
legitimista anticlerical tras nueve años
de gobierno de Lugalanda. De sus textos
—documentos de construcciones,
consagraciones y negocios—, que
además presentan también a la reina
como socio independiente— se destaca
un «Contrato con Nigirsu» en el que
enumera los pecados de los codiciosos
sacerdotes, corta radicalmente sus
ganancias, por ejemplo en los entierros,
suprime el derecho de prioridad de los
superiores, reduce el aparato
administrativo y protege a las viudas y
los huérfanos de los abusos. «... Habló y
liberó así a la gente de Lagash de la
sequía, el robo y el asesinato... él
introdujo la libertad; el poderoso no
debía cometer ningún abuso con la viuda
o la huérfana...» El partido clerical no
se debió alegrar mucho con estas
innovaciones, y quizá tendiera sus hilos
hacia Umma y su ambicioso rey Lugal-
Zaggisi. De todos modos durante el
séptimo año de gobierno de Urukagina
es cuando tiene lugar el choque guerrero
del que ya oímos hablar y que
naturalmente no solo asestó un gran
golpe a Urukagina sino también a la
misma Lagash.

Por las amargas palabras de ajuste


de cuentas que pronunció un lagashiano
refiriéndose a Nisaba, la diosa de Umma
y al «agresor» y que pusimos en boca de
un viejo cantor del templo, sentimos
todavía cuán inaudito fue para los
sometidos el procedimiento de Lugal-
Zaggisi. Los templos y recintos sagrados
figuraban como sacrosantos para los
sumerios incluso en tiempos de guerra.
Y aquí se había sobrepuesto un Ensi, un
«rey-sacerdote» en persona, a los
venerables mandamientos de costumbre
y religión en una forma brutal y
sacrilega, y es evidente que no tuvo
escrúpulo alguno. Pero parece como si
su modo de hacer la guerra, con una
crueldad desconocida hasta entonces,
obedeciera a un reconocimiento
desesperado, como si estuviera al
servicio de un gran objetivo: la presión
de los semitas del Norte se iba
agudizando cada vez más y solo podía
detenerla la reunión de todas las fuerzas
de Sumer. Lugal-Zaggisi se consideraba
el hombre que realizaría esta obra. La
victoria sobre Lagash, la rica vecina del
Este, aseguraba su financiación; la
conquista de Uruk, adonde trasladó
pronto su residencia, aumentó su
reputación, y Ur y Larsa cayeron en sus
manos. Consiguió incluso conquistar
Kish, y cuando después entró también en
Nippur, no dudaron los sacerdotes de
Enlil en otorgarle el título de «Rey de
los países». Ahora podía reunir todas
las dignidades de los templos sumerios
más importantes, llamándose de aquí en
adelante, por ejemplo, «Rey de Uruk,
rey del país, sacerdote de An, profeta de
Nisaba, gran ensi de Enlil, dotado de
entendimiento por Enki, dotado dé
nombres por Utu, proveedor de Inanna,
hijo de Nisaba, amamantado con leche
sagrada por Ninchursang, alumno
principal de Ninabuhadu, de la señora
de Uruk, admirado de los dioses».

Pero su inspiración era fortalecer


también el poder de Sumer en las tierras
alejadas, y el elemento semita del Norte
no podía ofrecerle por lo pronto ninguna
resistencia duradera. La inscripción que
ensalza sus hechos habla de que Enlil
«puso bajo sus pies los países y le
allanó los caminos desde la salida hasta
la puesta del sol, desde el Mar Inferior
hasta el Superior (Mediterráneo),
pasando por el Tigris y el Eufrates».
Esta expansión del poderío sumerio
hasta Siria debe haber fortalecido
extraordinariamente la influencia
cultural de Sumer en estas regiones
occidentales. El mismo texto nos dice
que durante los veinticinco años de
gobierno de Lugal-Zagissi «los países
vivían seguros» y la tierra «era
alimentada con el agua de la alegría». El
destino no accedió naturalmente al
último y más ardiente ruego del
envejecido monarca, y nosotros, que
conocemos el proceso histórico, no lo
leemos sin cierto pesar:

«¡Que Enlil, el rey de los dioses,


exponga a An, su amado padre, mi
ruego de añadirle vida a mi vida! ¡Que
las tierras se habiten con seguridad;
que me dé gentes en abundancia,
numerosas como la hierba! ¡Que haga
correr las «tetas del cielo», que mire el
país con benevolencia! ¡Que los dioses
no cambien el buen destino que me han
asignado! ¡Que siga siempre como
pastor que va a la cabeza!».
¿Se cumplió la maldición de los
dioses de Urukagina, de Lagash? Al
final de la vida de Lugal-Zaggisi tiene
lugar la victoria del acadio Sargón,
quien dice triunfal que hizo clavar el
cuello de Lugal-Zaggisi en una horca y
colocarlo ante el templo de Enlil, en
Nippur, precisamente ante el santuario
del dios que le había dado el dominio de
Sumer y a quien iba dirigida su mayor
oración.

La caída de Lugal-Zaggisi cierra un


segundo período de esplendor de Sumer,
igual que su ascensión había terminado
con la gloria y el esplendor de la ciudad
de Lagash. Su proyecto de unir a todo
Sumer en un gran imperio no era nuevo.
En una época históricamente imprecisa,
al menos antes de la mitad del milenio,
parece haber querido realizarlo ya un
rey, Lugalannemundu, de Adab (hoy
Bismaya, a unos 65 km al norte de
Uruk). Una inscripción nos dice que
venció a trece príncipes y que erigió un
templo pomposo a Nintu, la esposa de
Enlil. Pues de que esta tradición
histórica tenga algo de verdad. En todo
caso, tras la asimilación de aquella
primera ola de inmigración acadia de la
época Mesilim, la supremacía política
volvió a pasar otra vez al Sur.

La lista de reyes súmenos contiene


una primera dinastía de Ur y como
fundador suyo figura el rey
Mesannepadda, conocido también por
las inscripciones sagradas. Pero no
menciona a su hijo Aannepadda, que
alcanzó cierta fama por la construcción
del templo de Ninchursang (hoy ya
desenterrado), cerca de el-Obed,
(LÁMINA 37, 38, 40) con su famoso
relieve en cobre de águila leontocéfala y
sus frisos de caliza. Tampoco habla de
Meskalamdug, reconocido en las tumbas
reales de Ur por el yelmo (LÁMINA 32)
y el sello de oro. En algún momento
consiguió este príncipe adquirir cierto
predominio, apareciendo así por
primera vez a la luz de la historia la tan
nombrada Ur (hoy Muqajjar, a 65 km al
sureste de Uruk, por entonces cerca de
la desembocadura del Eufrates, en la
antigua costa del Golfo Pérsico). Aquí
se adoraba al dios lunar Nanna que
figuraba como hijo de Enlil y Ninlil, y a
su esposa Ningal, la «Gran Señora»; y
aquí se erigió ya durante la primera
dinastía (hacia 2500) una ziggurat, cuyo
tronco fue reconstruido después por
Unammu, con ladrillos (LÁMINA 57)
cocidos, conservándose así hasta
nuestros días.

Lo mismo que Uruk fue excavado


por arqueólogos alemanes, este lugar lo
fue por los ingleses, especialmente
desde 1922 por Sir Leonard Woolley. La
sensación más grande la causó, entre
todos los descubrimientos, la
exhumación del cementerio real de Ur
en los años 1926-1931, pocos años
después del descubrimiento de la tumba
de Tutankamen por Howard Carter y
siendo una especie (LÁMINA 30 y sig.,
39) de pandán sumerio a aquella
sensación egiptológica. Los ricos
hallazgos permiten formarnos una gran
idea de las costumbres, el arte y la fe
del pueblo sumerio hacia mediados del
milenio III.

Al SE del recinto sagrado dedicado


al dios lunar Nanna, dieron los
excavadores con un cementerio
gigantesco, usado durante mucho tiempo,
con más de 1800 sepulcros —simples
fosas y féretros—, cuyo estudio exigió
varias campañas. Dispersas entre ellas
se encontraron a una altura variable
dieciséis tumbas de unos diez metros de
profundidad y un fondo cuidadosamente
alisado, con una o varias cámaras,
hechas de piedra caliza y cubiertas con
bóvedas de cañón o cúpulas. En ellas se
habían sepultado a reyes, princesas y
altas sacerdotisas, con abundantes
ofrendas. Pero el principal enterrado
masculino de la cámara interior faltaba,
pues al parecer fue trasladado después,
abandonando todos los tesoros. En la
cámara principal, en la antecámara y en
la rampa (Dromos) que conducía al
pozo, se encontraron los cadáveres del
séquito, servidores, bailarinas y guardia
personal, con los aurigas en sus
carruajes tirados por asnos o bueyes. Se
pudieron contar hasta ochenta personas
sepultadas en la misma tumba,
creyéndose al principio que se trataba
de sacrificios humanos. Aparecían
guerreros con casco de cobre en la
cabeza y dos lanzas, y un grupo de nueve
muchachas con abundantes adornos para
el pelo, cuello y vestidos, en oro, plata,
carneola y lapislázuli, yacían alrededor
de sus instrumentos de música; la arpista
tenía todavía su mano en las cuerdas.
Todas las sepulturas, invioladas,
ofrecían gran abundancia de valiosas
ofrendas.

(LÁMINA 31, 34) Había vasos de


oro y plata, utensilios de cobre y oro,
liras y arpas con hermosas
incrustaciones, cuyas cajas sonoras
terminaban a menudo en cabezas
(LÁMINA 40, 31) de toro repujadas en
oro y provistas a veces de una barba de
lapislázuli —el toro es un símbolo
arcaico de la fecundidad—; magníficos
puñales y dagas, joyas preciosas,
(LÁMINA 30, 34) juegos de damas con
fichas de incrustaciones y una barquilla
de plata, (LÁMINA 34) con bancos y
remos, en el que el muerto debía
atravesar el río Chubur, que limitaba con
el reino de los muertos, el Styx de los
sumerios. Había también figurillas
(LÁMINA 30, 35) de animales, en oro,
para adornar los cinturones, anillas de
riendas en plata con estatuillas de toros
y mulas, guarniciones de escudos con
relieves y como singular (LÁMINA 39)
tesoro el llamado estandarte de mosaico
de Ur, de 50 cm de largo, más de 20 cm
de alto y 12 cm de espesor en la base,
adelgazándose hacia arriba. El
estandarte muestra en tres bandas del
lado anterior y otras tres del posterior,
en incrustaciones de oro, escenas de
guerra y paz, banquetes, ofrenda de
víctimas, transporte de dádivas, carros
de guerra, escenas de combates y
soldados. Se halló el casco (LÁMINA
32) de oro de Meskalamdug, que imita
las orejas y el peinado, y su sello
también (LÁMINA 33) de oro, vasos de
metal precioso y dos machos cabríos
hechos de oro, plata, concha y
lapislázuli con asfalto sobre un núcleo
de madera. Se levantan sobre las patas
traseras y parecen comer de una planta
con flores. Asimismo aparecen algunas
representaciones en trabajos de
incrustación, símbolos evidentes de la
creencia de los muertos, orientada hacia
los misterios de Inanna-Dumuzi.
El mensaje de estas imágenes que
muestran el symposion, el símbolo de la
boda sagrada, los héroes protectores del
ganado y otros motivos de la esfera de
Dumuzi; la curiosa ruptura de las
bóvedas en las cámaras mortuorias de
los difuntos masculinos y el
descubrimiento de los acompañantes,
junto a los cuales suele hallarse todavía
el pequeño vaso del veneno y que no
presentan huella alguna de muerte
violenta, condujeron a A. Moortgat, en
relación con los resultados de la
investigación de las tumbas de la tercera
dinastía de Ur, hacia 2000 a. J. C, a la
teoría de que los príncipes enterrados en
las tumbas fueron en su vida actores de
la Boda Sagrada del culto, elevándose
así al rango divino de Dumuzi
representado por ellos y siendo
«amantes de Inanna» —representada a
su vez por la sacerdotisa suprema.
Ninshubad, una de las principales
difuntas femeninas enterradas con gran
séquito y muchas ofrendas, puede haber
sido una de esas protagonistas de
Inanna, la diosa del amor. Pero el rey
elevado resucitaría, como Dumuzi,
representándose quizá esta resurrección
simbólicamente, por ejemplo en la
primera fiesta de Año Nuevo después de
la muerte, rompiendo la sepultura y
trasladando el cadáver a otra tumba más
alta o llevándola a un mausoleo
construido encima de la tierra. Quizá se
creyera que junto con él resucitaría
también el séquito inmediato de su vida,
que probablemente había colaborado en
la enmarcación mímica del acto
religioso de la Boda Sagrada. Por eso
iba a la muerte junto con su señor real,
hecho dios, igual que el séquito de la
sacerdotisa suprema Ninshubad, que
había encarnado a Inanna; según el mito,
ésta también vuelve incólume del reino
de los muertos. Así, pues, los hombres y
mujeres más próximos al rey, tras la
última ceremonia fúnebre celebrada en
la sepultura, bebían un vaso de veneno
que al principio solo mareaba, según se
supone, y luego actuaba con mucha
rapidez, para caer al suelo tras su señor
muerto en esa posición de durmientes
que tenían todavía al exhumarlos. ¿Y
quién dirá que la fe, que según la
palabra de la Escritura es capaz de
trasladar montañas, no le regaló a su
parte inmortal ese despertar del sueño
eterno con que soñaba su devoción?

Un par de inscripciones sagradas


halladas en Ur y el-Obed, las tumbas y
sus muertos, la exuberancia de las
ofrendas y, por último, algunos nombres
de la lista de reyes, es todo lo que
sabemos de la Primera dinastía de Ur.
Por ahora desconocemos su relación con
Kish, su disputa con Lagash, a cuyos
poderosos príncipes les niegan los
historiadores el título de reyes y que ni
siquiera cuentan. La arqueología es un
campo lleno de sorpresas. Quizá se alce
también alguna vez mediante hallazgos
imprevistos el velo que se extiende
sobre estos misteriosos reyes, su
actuación política y sus enigmáticas
creencias. Sus tumbas han sucumbido al
proceso ulterior de las excavaciones y
solamente el informe de Woolley nos
habla aún de los antiguos reyes de Ur, la
ciudad de la luna, de donde según la
Biblia partió hacia Occidente Terach, el
padre de Abraham.
La gran cantidad de dioses y templos
que nos nombran las diversas
inscripciones, dan fe de la existencia, a
mediados del III milenio, de un Panteón
sumerio que fue desarrollándose al
principio en la evolución propia de los
estados-ciudades individuales y luego,
ante el nacimiento de grandes
formaciones políticas, alrededor de una
capital. Cierto que el dios de la ciudad,
que antiguamente reunía en sí todas las
fuerzas e incumbencias divinas, sigue
siendo todavía el señor de su colonia y
en quien más fe tienen sus ciudadanos.
Pero allá donde un rey superior ofrecía
en su ciudad un hogar a los dioses de sus
vasallos o donde quería que se adorase
a los soberanos celestiales en los
lugares adecuados, se originó la
necesidad de un orden, de un sistema
religioso-cultural, más fácilmente
asequible con la creación de un esquema
familiar. Los dioses se convirtieron en
padres, hijos e hijas, hermanos y
hermanas, así como en personas
decorativas, criados y doncellas. Las
imágenes del culto del séquito divino
fueron colocadas en nichos y capillas
laterales del Santuario.

La misma diferencia existía también


en el ámbito de su actuación: guerreros y
artesanos, escribas y artistas eligen sus
dioses; la ganadería y la agricultura, la
caza, la pesca, el comercio y la industria
son dedicados a una figura divina
particular o a un círculo de dioses. Los
contrastes del mundo terrenal se reflejan
pronto en el del más allá; los poderes
ctónicos y cósmicos se cortan
mutuamente; las fuerzas de la
destrucción y de las tinieblas se
enfrentan a las de la luz, de la
prosperidad, de la creacción de la vida
y de la sabiduría.

Los grandes dioses como An, Enlil y


Enki se unen y forman una trinidad
superior. A todo esto el dios del sol Utu,
el de la luna Nanna y la diosa del amor
Inanna, están más próximos al hombre y
son más comprensibles para él,
ocupando siempre la primacía el
principio eterno y omnipresente del
amor, la fecundidad (LÁMINA 10, 41) y
la maternidad bajo el nombre de Inanna
o el de Mach («Excelsa»), Ninmach
(«Sublime Señora»), Ningal («Gran
Señora»), Ninsun, Nintu («Señora de los
nacimientos») o Ninchursang («Señora
de la cordillera cósmica»). Umma
venera a su dios Sihara, que también es
adorado en el Diyala, y a su esposa
fraterna Nisaba. En Kish ocupa el
primer plano el dios de la guerra
Zababa, en Lagash predominan de nuevo
Ningirsu y Baba, mientras que el templo
principal de Utu, Ebabbar («Casa
brillante»), se alza en Larsa (hoy
Senkereh, a unos 25 Km al SE de Uruk).
Se les sirve con ofrendas de incienso y
bebidas —agua, aceite, leche de
animales (LÁMINA 38) domésticos y
ciervas. El chivo y la oveja son las
principales víctimas, y quizá hayamos
de interpretar los numerosos exvotos de
ovejas de arcilla como regalo que
recibía de la alfarería del templo el
oferente de una oveja y que luego podía
poner en el altar.

Mas los dioses necesitan también


mesa, cama, sillones y arcas. El mito
cuenta cómo Inanna trasplantó a su
jardín el joven árbol Chuluppu desde la
orilla del Eufrates para cuidarlo y
criarlo y hacerse después el trono y la
cama de su madera. Pero los demonios
se apoderan del árbol recién plantado,
hasta que tiene que intervenir el robusto
Gilgamesh para ayudar a la diosa. Así,
pues, los príncipes y ricos regalan a las
divinidades lo que éstas necesitan, sin
olvidar la oración y la contraoferta que
desean: salud, poder, y una vida larga y
feliz. La costumbre de poner en el
templo estatuillas de orantes sigue en
vigor y gracias a ella hemos recibido
numerosas efigies grandes y pequeñas
de los hombres de aquella época, de las
que recientemente se exhumaron
hermosos ejemplares en Mari, lejana,
pero perteneciente a la esfera cultural de
Sumer.

La historia de Eannadú y Entemena


nos ha demostrado que la época Ur I
practicó también las armas junto con las
obras piadosas, y por las
representaciones (LÁMINA 39, 42) de
la Estela de los Buitres, el estandarte de
mosaico de Ur y otros documentos
estamos en condiciones de decir algo
sobre el ejército y la técnica bélica de
este «Imperio Medio», de Sumer. La
tropa, formada con hombres
semiesclavos o con los procedentes de
una «clase con herencia» obligada a
prestar servicios y provista de un feudo,
disponía de infantería y guerreros que
luchaban en los carros. El armamento de
la infantería lo constituían la lanza y la
espada corta, y quizá también un hacha
de doble filo. Los oficiales llevaban
como distintivo de su dignidad la maza,
mientras que el rey portaba la espada en
forma de hoz. Los guerreros se protegían
con mantos, cascos cónicos y escudos
rectangulares que cubrían todo el
cuerpo, hechos de madera con
guarnición de metal y que presentan
nueve bollos de relieve ordenados en
tres filas. La infantería atacaba
formando una falange impetuosa y
cerrada con las lanzas en ristre, como
aparece (LÁMINA 13, 17, 39)
claramente en la estela de los Buitres.
La guarnición del carro de combate
debía componerse de dos hombres,
auriga y guerrero. Se utilizaba tanto un
tipo de carro ligero de dos ruedas como
uno pesado de cuatro ruedas, tirado al
menos este último por cuatro animales
parecidos al caballo, según el estandarte
de mosaico. Un saliente anterior
protegía ahora la parte inferior de la
guarnición; en esta pared anterior iba un
depósito para las jabalinas, el arma del
combatiente en carro. Los abanderados
precedían al ejército portando símbolos
de campaña en forma de emblemas de
dioses —águilas o buitres—.
No debemos imaginarnos que el
reclutamiento militar de un Eannadú o
incluso de un Lugal-Zaggisi era
pequeño. La tierra bien cultivada
abastecía de alimento a una gran
población y estaba muy poblada. El
número de habitantes de Lagash debía
ascender por entonces a unos 36.000. En
consecuencia hemos de calcular que
empleaban unidades de infantería de
cien y hasta de mil hombres y escuadras
de diez o veinte carros de combate. En
caso de necesidad se llamaba a filas
ciertamente a todos los aptos para la
guerra, además de la casta de los
guerreros. Poseemos matrículas en las
que solo faltan los administradores de
los almacenes, cocineros, cerveceros,
comerciantes y sacerdotes. Los
caudillos no olvidaban hacer las honras
guerreras a los caídos en el campo de
batalla, y así vemos organizar una
ceremonia militar de entierro para los
caídos, dirigida por Eannadú en la
Estela de los Buitres. Sin embargo, el
sistema bélico de Sumer no resistió a la
gran prueba que le esperaba ante la
aparición del acadio Sargón. La nueva
técnica combativa y el superior impulso
guerrero de los jóvenes conquistadores
semitas lo paralizaron rápidamente.
V - EL
IMPERIO DE
ACCAD.

Agade, hacia 2300 a. J. C.


Los súmenos no son hombres de la
estepa. Su patria es el país de las tierras
bajas fluviales. Llegados
enigmáticamente a la costa
noroccidental del Golfo Pérsico, las
colonias urbanas crecen a lo largo de las
dos corrientes, de sus afluentes y pronto
también de los grandes canales
derivados de ellos. El riego artificial
hacen que sean cultivables las tierras
próximas al río, de tal modo que
produce pan y aceite y alimenta en sus
prados los rebaños rápidamente
incrementados. Por el contrario, las
grandes extensiones de la estepa jamás
pertenecieron a los sumerios, y los
desiertos con sus escasos oasis y fuentes
les fueron tan inasequibles como los
fértiles valles de las infinitas y altas
cadenas montañosas del Zabro, al Norte.
Pero precisamente la habitabilidad
condicionada, peligrosa y casi azarosa
de las estepas que rodeaban las tierras
fértiles de las grandes corrientes,
impulsaba hacia éstas a los duros y
parcos habitantes de aquellos distritos.
Así, pues, entre las colonias
amuralladas de los sumerios y sus
campos de cultivo estuvieron siempre
dispersas las tiendas negras de la gente
de la estepa, hasta las que raras veces
llega el poder del señor de la ciudad.
Esta «segunda fuerza» de Mesopotamia
es semita y, como ya hemos visto, al
final de la época Djemdet Nasr había
llegado a ser por primera vez tan
numerosa que llevó a cabo una palpable
irrupción en el desarrollo cultural del
antiguo Sumer. El péndulo volvió a
oscilar para atrás, Ur y Lagash
volvieron a desempeñar sus papeles
sumerios, y el fuerte Lugal-Zaggisi de
Uruk consiguió, a pesar de la aversión y
de las maldiciones de sus compatriotas,
crear un gran reino con los estados
individuales y las federaciones.

En la corte del rey Urzababa de


Kish, un vasallo de Lugal-Zaggisi,
servía en sus últimos años de gobierno,
hacia 2350 a un funcionario de
ascendencia semita, hijo de un tal Laipu,
que gozaba de gran reputación entre los
miembros de su tribu y que
probablemente procedía de una familia
de jefes. Aquí, en el flanco norte del
verdadero Sumer, predominaba la
población semita desde los días de
Mesilim, y el usurpador Lugal-Zaggisi
les era mucho más odiado que los
ciudadanos de los Estados-ciudades de
las tierras bajas. El cortesano de Kish,
tan capaz como ambicioso, tiene que
haber aprovechado este sentimiento
rebelde. Su lema «Todo el poder al
Norte semítico» fue acogido con
entusiasmo, aumentaron sus partidarios,
y pudo así deshacerse en primer lugar de
su débil señor y proclamarse a sí mismo
rey de Kish. Con ello se creó la
plataforma desde la que se inició la
ascensión del gran acadio. Se impuso un
nombre de soberano semita, de
significación programática al hacerse
llamar Sharrukenu, «Soberano justo»;
nosotros lo conocemos por Sargón de
Accad. Pronto fue suyo todo el Norte,
mayormente (LÁMINA 43) semita y le
puso el nombre de su tribu. En un día
fatal emprendió su pueblo, del que había
sacado un ejército a base de dureza y
tenacidad, la batalla definitiva contra
los sumerios de Lugal-Zaggisi.

Este encuentro se decidió a favor de


Sargón gracias también a una nueva
técnica de guerra. Los pesados sumerios
avanzaban con las lanzas y los
gigantescos escudos en apretada falange
y no poseían un arma móvil de ataque
más que en los carros de combate. Los
acadios parecen haber despreciado este
caro y difícil aparato de guerra, cuyo
manejo apenas dominaban. Sus armas
eran las de (LÁMINA 47, 46) la caza y
las propias de ligeras contiendas de la
estepa, a saber, el dardo, la flecha y el
arco. Luchaban con mucha movilidad y
sin escudo, en el orden abierto de los
beduinos, ante el que los sumerios
deberían estar sin saber qué hacer. Los
acadios vencieron, Lugal-Zaggisi cayó
en manos de Sargón y éste se apoderó de
las ciudades de Sumer. Pero reconoció
la grandeza de la obra de su vencido.
Prosiguió consecuentemente y con mano
de hierro la política de Lugal-Zaggisi y
creó un gran Estado centralizado, cuyo
núcleo no se llamó ya naturalmente
Sumer, sino Accad. Fue el primer
soberano de la antigua Asia Anterior
que se construyó una residencia propia,
a la que denominó también Agade-
Akkad, para no irritar así a los
ciudadanos de la «liberada Kish». La
adornó con templos del salvaje Zababa
y de la versión semita de Inanna, de la
guerrera Ichtar Anunitu; se construyó un
palacio y grandes muelles a la orilla del
río, hasta donde, según los informes,
llegaban pronto los barcos marítimos de
Tilmun y Arabia del Sur.

Todavía no sabemos dónde estuvo


situada esta fundación de Sargón. Parece
seguro que no estaba muy lejos de Kish
y de la Babilonia posterior. Y como no
se reconstruyó tras su destrucción por
los Guti —siglo y medio después—,
desaparecieron también sus últimas
huellas. Si alguna vez se descubriera
entre los numerosos tells de aquella
región, los arqueólogos podrían
encontrar allí inauditas aclaraciones
históricas. Pues en el constructor de
Accad tenemos al primer príncipe del
rango de un soberano universal.
Conquistó Elam y Tilmun (Bahrein) al
Este, lo mismo que el país oriental del
Tigris, Asiria y Siria. Y no existe motivo
alguno para dudar de que la epopeya
posterior del «rey de las batallas» —
describe la victoriosa campaña de
Sargón en Asia Menor— contiene el
núcleo histórico de una dominación de
Accad sobre Capadocia. Y se habla de
que el gran conquistador visitó incluso
Chipre.

El «Rey de las cuatro regiones del


mundo» se creó un aparato de
funcionarios, los «hijos del palacio»; en
todas partes salvo en el Sur sumerio,
cuya tradición supo respetar, puso
gobernadores, y la tradición habla de un
ejército permanente de 5.400 hombres
que tenía siempre dispuesto. La
centralización sirvió ciertamente al
nuevo «culto imperial». Sargón y sus
sucesores no se conformaron con la
divinización efectuada a través de los
ritos del servicio de Dumuzi, sino que se
hicieron adorar como reyes-dioses en
vida. Delante de su nombre llevan el
símbolo divino. Esta deificación no
impedía en modo alguno la adoración de
las antiguas divinidades de Sumer y de
los nuevos dioses de los acadios. La
gente de la estepa de otras veces
prefieren, en contraste con los poderes
ctónicos de la fe sumeria, las
divinidades astrales, los «dioses
luminosos». Junto al guerrero Zababa de
Kish vemos destacarse a Istar Anunitu,
representada por Venus y provista
también de aspectos bélicos; y
encontramos además al dios semita
(LÁMINA 64) del sol, Schamasch, que
tiene su templo en Sippar, versión
acadia del dios lunar, llamado Sin, y al
dios soberano Dagan, que pertenece a
Occidente y era conocido de los acadios
antes de entrar en Mesopotamia. Sargón
le ofrendó víctimas a este dios, que
aparece 1000 años después con los
filisteos bíblicos, durante su campaña
del Oeste en Tutul (Hit).

El camino hasta el dominio de un


gran imperio de una extensión superior a
todo lo anterior fue pedregoso. No
faltaron los reveses, y ya anciano tuvo
Sargón que reducir una gran rebelión.
Pero su nombre se hizo pronto
legendario, y conocemos aquella
leyenda transmitida después a Moisés y
según la cual su origen es el siguiente:
su madre, una sacerdotisa comprometida
a no tener hijos, vino a la ciudad de
Azipiranu y dejó a su hijo en el Eufrates
metido en un cestito de mimbre: un
jardinero lo encontró y lo crió hasta que
la diosa Istar se enamoró de él y le
regaló el dominio sobre los «cabezas
negras». Un milenio más tarde juega
todavía un papel en la literatura de los
hittitas como legendario héroe real junto
con su nieto Naramsin. Sus hazañas se
hicieron una parte fija de las crónicas
babilónicas; textos de los augurios —
por ejemplo para los buenos indicios en
la observación del hígado— se referían
a él y contaban particularidades de su
vida, y hasta se ha intentado por primera
vez reproducir su reino en una especie
de mapa.

Sergón, el acadio, pensó en dar


preferencia al idioma de los semitas
respecto al de los sumerios. Así, pues,
sus escribas se vieron ante la difícil
tarea de cambiar ahora a la lengua
acadia la escritura del país adaptada ya
al idioma sumerio. Y lo consiguieron,
naturalmente no sin que los sonidos de
los símbolos silábicos sufriesen
cambios considerables. Y así —aunque
en copias posteriores en su mayoría
precisamente por la destrucción y la
imposibilidad de encontrar Agade—
hallamos junto con los textos históricos
sumerios también textos bilingües y
acadios. Una serie de textos de Sargón
originariamente independientes han sido
recopilados por un escriba de los
primeros tiempos postsumerios en una
gran tabla; leemos en ella:

«Desde el Mar Superior hasta el


Inferior, Enlil no le dio ningún enemigo
a Sargón, el rey del país... Sargón, el
rey del país, reconstruyó Kish, les
regaló su ciudad como lugar de
residencia... Desde el límite del mar
amarraba al muelle de Agade los
barcos de Meluchcha, los barcos de
Magan y los barcos de Tilmun. Sargón,
el rey, adoraba a Dagan en Tutul... El
(Dagan) le dio el País Superior, Mari,
Jarmuti e Ibla hasta el bosque de
cedros (Amanus o Líbano) y las
montañas de plata (Tauro). Enlil no le
dio ningún enemigo a Sargón, el rey.
Ante él toman diariamente su comida
5.400 soldados...»

Una suerte inaudita hizo que se


descubriera en Nínive la magnífica
escultura (LÁMINA 43) en bronce de la
cabeza de un rey, en la que por causas
internas estamos justificados a
reconocer el rostro del gran soberano.
La frente se alza oculta entre la corona
del pelo, la diadema y los rizos
cuidadosamente peinados, las cejas muy
enarcadas y espesas nos hablan de su
fuerza de decisión y de su tenacidad,
mientras que los ojos parecen expresar
agudeza de ingenio y desprecio humano
incluso en su actual estado
semidestruido. Por encima de los
milenios, el primer gran rey —
emperador y dios en una misma persona
— nos contempla majestuosamente y
exigiendo el más profundo respeto.

El gobierno de Sargón debió durar


más de cinco decenios; sus dos hijos
Rimush y Manishtusu, sucesores suyos,
tenían que ser bastante viejos cuando
reinaron. Había que aplastar grandes
levantamientos para mantener la
existencia del imperio. Pero la fidelidad
del ejército acadio se acreditó en
muchas batallas cuyas cifras de caídos y
prisioneros anotó exactamente Rimush
en una especie de diario de guerra: en la
lucha contra Ur y Umma cita 8.040
muertos y 5.460 prisioneros, y en la
batalla de Kazallu, en el país del Tigris
Oriental, contó incluso 12.650 muertos y
5.864 prisioneros —aunque no estamos
seguros en modo alguno de que se trate
siempre de exageraciones. Manishtusu
aseguró el predominio sobre Elam
venciendo a 32 ciudades «allende el
mar», debiendo haber dispuesto, en
consecuencia, de una flota. Se ha
conservado un busto del rey, hecho en
Susa y consagrado por un funcionario
acadio a una divinidad elamita, a quien
le falta naturalmente la poderosa viveza
de la cabeza de Sargón y que testimonia
la amplitud del poderío acadio. Alcanzó
su punto culminante bajo el nieto de
Sargón Naram-Sin, el «dios de Akkad»
o también el «poderoso dios», a quienes
los historiadores babilonios le atribuyen
37 años. Aplastó una gran rebelión
urdida por Kish, celosa de la continua
preferencia de Agade, sometió el país
de Magan (Arabia del Sur) e hizo
prisionero a su rey Mani, y por primera
vez penetró un ejército acadio en la
gigantesca cordillera del Zagro para
civilizar a los pueblos salvajes de las
montañas, alejadas a unos 500 km en
dirección Norte y con una altura
superior a los 4.000 m en los picos de
Kub-i-Ushtaran, el Qal'eh y el Kuh-i-
Karbush.

La famosa estela de Naram-Sin, el


testimonio más brillante del arte del
relieve (LÁMINA 46) en su época,
erigida primeramente en la ciudad de
Sippar, llevada después a Susa como
botín de guerra tras un ataque elamita y
descubierta allí de nuevo, nos habla en
imágenes impresionantes de los
combates en las altas montañas. Otro
monumento de la victoria fue hallado en
el Kurdistán, al lado de un afluente del
Tigris, en Pir Hüssein, al NE de
Diarbekir. Príncipes sirios quedan
sometidos y los sólidos castillos de
Accad aseguran por todas partes el
dominio de la casa real mediante
gobernadores. Entre ellos se destaca en
primer término la gigantesca
construcción de Tell Brak, al NO de
Nínive, a orillas de un afluente del Cha-
bur. Los ladrillos sellados de sus
murallas conservaron hasta nuestros días
el nombre de Naram-Sin, que quizá
tuviera para la posteridad un eco mítico
superior al de Sargón. Inscripciones
reales fingidas encomian la época feliz
dirigida por él; en Chattusa, la capital
del reino hitita de Asia Menor, nos lo
encontramos un milenio más tarde, y los
textos de los augurios de Babilonia
añaden a su nombre el respetuoso
complemento: «a quien el mundo estaba
sometido». Pero en sus tiempos
encontramos también los primeros
indicios de una ciencia histórica exacta
en forma de apuntes cronológicos: se
trata de las llamadas fórmulas anuales
de fechas, con las que se creó una
cronología relativa:

«Año en que Naram-Sin puso los


cimientos del templo de Enlil en Nippur
y del templo de Inanna en Zabalam.»

«Año en que Naram-Sin llevó la


desembocadura del canal E-erinna a
Nippur.»

A la muerte de este gran príncipe


acadio empezó a decaer rápidamente la
fundación de Sargón. Sharkalisharri
(hacia el año 2220) se agotó a pesar de
su nombre altisonante («Rey de todos
los reyes») en difíciles combates que
hubo de efectuar en las «cuatro regiones
del mundo». Venció a los salvajes Guti
en las montañas del Norte, entre el curso
superior del Diala y el gran Zab, y
oímos que consiguió hacer prisionero a
su príncipe Sharlak. Pero luego vinieron
las disputas por el trono; la lista real
sumeria nombra los cortos reinados de
seis reyes y pregunta: ¿Quién era rey?
¿Quién no lo era?» Durante este
interregno parece haber salido de Uruk
una reacción sumeria. Se originó una
lucha de todos contra todos que fue
aprovechada por el ya mencionado
pueblo bárbaro de los Guti para efectuar
un ataque. Esta invasión puso fin al
imperio de Accad hacia el año 2150. Su
capital fue destruida hasta sus cimientos,
y los «dragones de las montañas»
tampoco respetaron Uruk ni Ur. Sobre
Sumer y Accad se extiende un silencio
mortal a lo largo de un siglo, poniendo
fin a un florecimiento cultural único, con
nuevas formas marcadas por las fuerzas
nuevas de los acadios.

La literatura sumeria posterior


expresó las penas de aquellos tiempos
en una serie de cantos fúnebres muy
sentidos sobre la destrucción de las
ciudades más famosas de su país. El más
conocido de todos estos cantos es la
queja acerca de la destrucción de Ur,
puesta en boca de Ningal, la esposa del
dios lunar Nanna. ¡Los dioses de Sumer
abandonan sus ciudades —Ur, Nippur,
Lagash, Isin, Uruk y Eridu están ahora
desamparadas! Ningal llora
amargamente día y noche por el
hundimiento de Ur, pues el viento y la
lluvia pasan ahora por su santuario
derruido... La perdición cayó sobre Ur
en forma de tormenta, huracán, fuego,
tinieblas y calor ardiente; los muertos se
pudren en las murallas de la ciudad; las
puertas están taponadas de cadáveres.
Ningal ya no es reina de la ciudad y
quisiera permanecer entre sus ruinas
como un toro caído y no volverse a
levantar.

¡Oh dolor! clama por su ciudad, ¡oh


dolor! por su casa, en la que se apagó el
canto de su pueblo y a la que ya no
llevan sus ofrendas ningún pescador,
ningún pajarero... Pero Ur, enterrada en
polvo y ceniza, extiende sus manos
como un ser humano hacia Ningal, su
señora, y le implora que vuelva, como
un buey a su establo, como una oveja a
su redil, como un niño a su habitación.

La cultura de Akkad, que sucumbió


ante el ataque de los Guti, se destaca de
la sumeria con rasgos prominentes. Y se
manifiesta ya en lo puramente externo.
El traje de la época es diferente: cuando
el acadio lleva la mitad superior del
cuerpo al descubierto y no viste más que
una falda, ésta no consiste más que en un
paño rectangular tejido, adornado con
flecos en la parte estrecha. Por atrás
(LÁMINA 42, 40) llega hasta las corvas
o hasta media pantorrilla y por delante
solo hasta la rodilla. El traje entero deja
libres el hombro y el brazo derechos, es
cruzado de izquierda a derecha y se
sujeta alrededor de las caderas con un
cinturón. La parte inferior de una estatua
de Manishtusu, en diorita, nos muestra
además un vestido suntuoso que llega
hasta los pies, va adornado con flecos
anudados y denota una animación casi
clásica mediante una reproducción
acentuada del pliegue que va de la
cadera izquierda hacia la derecha. Los
soldados llevaban al parecer un manto
que dejaba libres ambos brazos y les
permitía, por consiguiente, una total
libertad de movimiento. Las mujeres
preferían túnicas plisadas sujetas con un
cinturón, las matronas unos vestidos-
abrigo provistos de un escote puntiagudo
con aberturas para meter las manos.
Para cubrirse la cabeza usaban mucho un
gorro cónico (LÁMINA 42, 44 iz.)
abombado en los bordes, aparte de
boinas y cofias en forma de cojines. El
peinado de los hombres evita tanto el
afeitado de la cabeza como el de la
barba y presenta (LÁMINA 43) el pelo
cortado tanto largo como corto; el
cabello largo era anudado en la nuca. El
artístico y suntuoso peinado de la cabeza
de Sargón lleva una trenza a la frente
sujeta por un aro de metal. Como la
misma escultura muestra, se lleva
además una barba entera corta o larga,
cuidadosamente peinada y ondulada en
los aristócratas. (LÁMINA 44) Las
mujeres recogen su cabello en la nuca en
un nudo alargado que se suelta y se
sujeta con una diadema. Las personas de
esta época —hombres con rasgos bien
marcados y mujeres de un gran encanto a
veces— nos son conocidas por varias
esculturas.

El arte figurativo de la época acadia


alcanza ahora una altura admirable
rechazando (LÁMINA 13, 19 y sig.) la
estilización geométrica, por ejemplo,
período Mesilim, y adoptando el
naturalismo del arte Djemdet Nasr.
Naturalmente también hay aquí
productos (LÁMINA 42)
convencionales y provinciales, como
algunas cabezas y estatuas de Asur,
ahora acadia, y de las ciudades sumerias
del Sur, que al parecer no fueron
capaces de adaptarse a los nuevos
tiempos o que rechazaron lo acadio.
Pero junto a ellos encontramos también
obras maestras de la escultura, como la
cabecita de una muchacha (LÁMINA 43
y sig.) hallada en Asur, semejante a un
retrato, la pequeña cabeza en alabastro
de un Ensi de Adab, o como coronación
de este arte, la efigie de Sargón en cobre
repujado, de tamaño natural.
(LÁMINA 42) Entre los relieves se
destaca una estela de Lagash con la
representación de combates
individuales, y ante todo el ya citado
monumento a la victoria de Naram-Sin,
(LÁMINA 46) de casi 2 m de alto, que
presenta, vivaz, y en una reproducción
magistral, la figura guerrera del rey en el
combate de las montañas. Tenemos aquí
una verdadera composición: Bajo los
emblemas divinos, reproducido en un
tamaño descomunal, está el rey armado,
vencedor de sus enemigos, con el gorro
de cuernos de los dioses en la cabeza, al
pie de un abrupto cono rocoso. Uno de
sus enemigos ha caído, otro se halla en
lucha con la muerte, a un tercero le pone
Naram-Sin el pie en el pecho. Herido
por una flecha cae otro adversario,
mientras que detrás de él hay uno que
implora piedad con los brazos en alto.
Debajo, y todavía con el arma en la
mano, vemos a un guerrero en actitud
semejante —aunque nunca igual— de
entrega, y un piso más abajo se halla
otra variante de este tema. Todos los
enemigos miran fijamente al terrible
luchador Naram-Sin, y hacia él miran
también los seis guerreros acadios
armados de venablos y hacha de guerra,
que lo siguen por la escarpada senda
montañosa en una acometida victoriosa.
El genial artista erigió aquí un
monumento tanto al ímpetu guerrero
como a la gran personalidad de caudillo
de Naram-Sin, pero ha fijado también
algo del ser conquistador de los
acadios, de cuyas fuerzas se nutrió él
asimismo para crear. ¡Qué progreso
desde la Estela de los Buitres de
Eannadú, persistente en la
monumentalidad rígida! No obstante,
nuestro relieve tiene padrino; poseemos
un relieve único de Sargón —por
desgracia mal conservado— que traza la
línea de unión entre ambos monumentos.
Se ha subrayado con toda razón que las
obras de arte del período acadio no son
inferiores a las famosas creaciones del
poco más o menos simultáneo «Imperio
Antiguo» de Egipto.

Los fuertes impulsos que la


victoriosa capa acadia de la población
dio al arte (LÁMINA 48) de su época,
se pueden distinguir con la misma
claridad en los cilindros, en cuyas
imágenes da un fruto maravilloso la
unión de la gran tradición sumeria del
período Djemdet Nasr con la fuerza
representativa de los acadios. En ellos
luchan héroes con leones o toros, leones
hacen presa en búfalos, dioses sentados
en sus tronos reciben a sus adoradores,
dirigidos por la divinidad protectora,
oferentes traen sus animales, seres
fabulosos tiran del carro de guerra de la
divinidad; Utu, rodeado de haces de
rayos, asciende de los infiernos y sale
de las puertas del cielo abiertas por sus
servidores; Etana marcha hacia el cielo,
Dumuzi se mide con el demonio
leontocéfalo, siendo ayudado por
Inanna, y algunos campesinos van tras
sus arados tirados por bueyes. Notemos
aquí como cosa curiosa entre los
cilindros de esta época, una pieza de
importación aparecida en Tell Asmar, en
el Diala, evidentemente de origen indio
—presenta un elefante, un rinoceronte y
un cocodrilo. Los cilindros acadios, que
llevan ahora más a menudo que en la
fase Ur-I una pequeña inscripción, por
ejemplo, el nombre del propietario o un
texto votivo, seducen todos por su
suntuosa composición, la claridad de sus
imágenes y la vivaz riqueza de su
expresión— ventajas que no volverá a
presentar la glíptica hasta pasado un
buen milenio, en el Imperio Medio
asirio.

La arquitectura de Accad casi no nos


es conocida más que por los palacios,
circunstancia que no será casual en este
período de los soberanos divinizados. A
decir verdad, oimos en los textos
sagrados y en las fórmulas anuales, que
Sargón, Naram-Sin y Sharkalisharri se
preocuparon por la construcción de
templos y ziggurats. Y la nueva
costumbre de utilizar en los proyectos
oficiales de construcción ladrillos
provistos con el nombre sellado del
constructor, nos ha aportado en Nippur
incluso uno de estos sellos para
ladrillos de unos 11 cm de longitud y
anchura con la siguiente leyenda en
escritura monumental: «Naram-Sin,
constructor del tempo de Enlil»; un
santuario perteneciente con toda
seguridad al período acadio, pero que
no ha sido exhumado hasta ahora. Los
grandes soberanos preferirían construir
palacios, que al mismo tiempo eran
bases defensivas, en las principales
ciudades de su imperio, y ya hemos
dicho que muy al Norte, en Tell Brak, se
han descubierto los restos de una de
estas construcciones gigantescas de
Naram-Sin con cinco patios y murallas
de 10 m de anchas. Edificado sobre un
templo de la época Djemdet Nasr, este
poderoso palacio poseyó probablemente
una capilla para el culto del «dios»
Naram-Sin. Una residencia principesca
semejante —aunque naturalmente menos
extensa— se alzaba también en
Eshnunna, a orillas del Díala, a la que
no podemos dejar de rendirle una
pequeña visita.

Su entrada —posiblemente por


razones de defensa— solo era accesible
a través de un callejón de 15 m de largo
y apenas 3 m de ancho, limitado por dos
salientes contrapuestos de la muralla,
entre las murallas del palacio y las del
terreno vecino. Por estas razones el
portal de entrada no tenía más que 1,80
m de ancho, mientras que el espesor de
las murallas exteriores llega a los 2 m.
Atravesamos la entrada y nos
encontramos en un patio anterior de 17
por 4 m. A la derecha hay un edificio
con unas 10 habitaciones —la puerta no
tiene más que 1 m de ancha—, en el que
debían albergarse el portero y la
guardia. También había a disposición de
los visitantes un lavabo y un retrete junto
a la puerta de entrada. En el centro de la
muralla longitudinal Sur se abría a la
derecha una puerta de 2 m de ancha, a
través de la cual se pasaba a un gran
patio interior (10 por 12 m) rodeado de
habitaciones para los trabajos de la
casa. Las que se encuentran en la pared
de enfrente, se habrán de considerar
como salas de recibir. De ellas se
pasaba a otro patio rodeado de cinco
cuartos y de 10 por 5 m. Cocina con
hogar (6,5 por 3 m) y comedor (7,5 por
3 m) con pozo de filtro, sobre el que se
lavaban las manos después de comer,
indican que aquí estaban los cuartos de
estar y los comedores de los
funcionarios de la corte. A las
verdaderas viviendas privadas del
príncipe no se llegaba desde los
recibidores más que a través de dos
habitaciones alargadas, parecidas a un
corredor, se atravesaba una sala de 9
por 4 m y se alcanzaba por fin el último
gran patio de palacio (11 por 5 m) a
cuyo alrededor había otras siete
habitaciones, por lo general pequeñas.
Aquí estaban, por fin, el rey y su familia
«entre ellos», y los hogares, vasijas y
cacharros hallados —la época poseía
una cerámica de formas hermosas— y
además utensilios de la casa, así como
peines de marfil y cajitas de coloretes,
demuestran que esta parte del palacio
pertenecía en su mayor parte a las
mujeres. Además, bajo el callejón que
recorría la muralla oriental del palacio,
de 72 m de larga, corría un canal
abovedado de desagüe —hallado en
gran parte intacto durante las
excavaciones—, que recogía una serie
de desagües procedentes de las
habitaciones respectivas. Con ello
vemos que se cuidaba mucho de la
higiene. Para mantener frías las
habitaciones se colocaban en las
ventanas durante el día verjas de arcilla
cuadradas, de 45 cm de lado y provistas
de aberturas circulares triples de 8,5 cm
de diámetro.

Las ruinas del viejo Eshnunna nos


han ilustrado suficientemente la casa
civil. (LÁMINA 56) Estas ruinas
confirman nuestra afirmación anterior de
que la vivienda de la antigua Asia
Anterior no sufrió cambios decisivos. A
través del corredor de la casa y quizá de
un cuarto del portero, se llega al patio a
cuyo alrededor están las habitaciones
para vivir y trabajar y en el que no
faltaba tampoco el retrete —habiéndose
comprobado a veces ¡hasta un asiento
recubierto de asfalto! Filtros de arcilla
recogían el agua sucia; existían, además,
ventanas.

La costumbre, aparecida a mediados


del milenio, de no enterrar a los muertos
en cementerios, sino en el sótano de las
mismas casas —a veces se construían
incluso una pequeña capilla—, parece
haber continuado en uso. Las tumbas de
Ur pertenecientes al período acadio no
presentan ninguna diferencia en la forma
de entierro con respecto a la época
anterior. Se colocaba al muerto en un
féretro de madera, mimbre o barro, y
quien moría como pobre había de
conformarse a menudo con una simple
estera en la que se envolvía su cuerpo
sin alma. Se añadían los utensilios de
diario y quizá alguna joya; el muerto
descansa en cuclillas y echado a un
lado, con los brazos vueltos hacia arriba
por los codos y las manos cerca de la
boca —una posición que le debía
facilitar al muerto tomar su comida.
El ejemplo del cuidado de los
muertos nos muestra cómo lo viejo
seguía vigente en la época nueva: el
pasado no se había separado
bruscamente del presente. Incluso en el
período acadio, tan movido, brillante y
creador de aspectos totalmente nuevos,
el desarrollo apenas afluyó como una
corriente arrolladora, sino más bien
dentro de un cauce ancho y tranquilo. El
poder de la tradición apenas se aprecia
en ningún otro sitio más que en Antiguo
Oriente, y veremos que el secular
domino extranjero de los Guti tampoco
fue capaz de romperla.
VI -
RENACIMIENTO
SUMERIO

Ur, 2050 a. J. C.
«Cuando An y Enlil le dieron a
Nanna el reino de Ur, Ur-Nammu, el
hijo que había parido Ninsum, empezó
sus obras, para su querida madre que
le había regalado la vida...»
El lector alza su voz, una tras otras
resuenan en el oído las hazañas de Ur-
Nammu:

«... Mató a Namchani, el


gobernador de Lagash, y con la fuerza
de Nanna, el soberano de su ciudad,
acompañó el bote Magan de Nanna al
canal límite. Así se hizo famoso en Ur...
Por entonces Ur-Nammu, el poderoso,
el rey de Ur, el rey de Sumer y Accad,
bajo el poder de Nanna, el soberano de
su ciudad, implantó el derecho en el
país y exterminó con la fuerza de las
armas la maldad y la violencia.
Suprimió los impuestos (injustos), quitó
de en medio al «Gran Naviero» y a
todos los que confiscaban bueyes,
ovejas y asnos en Sumer y Accad...
Reguló las siete unidades de medida y
fijó la sila de bronce, la mina, el sekel
de plata y de piedra... Aseguró las
riberas del Tigris, las orillas del
Eufrates... Cuidó de que el presuntuoso
encontrase su maestro. La huérfana no
se entregaba al rico ni la viuda al
potentado; quien no poseía más que un
sekel no era entregado a quien tenía
toda una mina...»

La alabanza termina. El heraldo


respira y comienza luego con la lectura
de las leyes recién promulgadas. Se trata
de la indemnización de un hombre
acusado de hechicería, declarado
inocente por el oráculo del río. O se
estipula de nuevo el premio por la
devolución de un esclavo huido —y
entonces escuchan atentos los
esclavistas:

«Cuando un hombre haya cogido a


un esclavo fugitivo en campo abierto,
traspase los límites de la ciudad y lo
devuelva, el propietario del esclavo
pagará al portador dos sekel de plata.»

Siguen las indemnizaciones por


daños corporales:

«Cuando un hombre le rompa a otro


el pie con un arma, le pagará diez sekel
de plata.

Cuando un hombre le separe con un


arma el hueso a otro le pagará una
mina de plata.

Cuando un hombre le corte la nariz


a otro con un instrumento afilado le
pagará dos tercios de una mina de
plata.»

Artículo por artículo leía el portavoz


real en sumerio clásico la nueva ley
escrita con caracteres pequeños en una
gran tabla, ley con la que Ur-Nammu
cumple hoy su promesa de establecer
una forma de derecho al ser proclamado
rey y con la que espera crear una base
sólida para las relaciones jurídicas,
económicas y sociales de Sumer y
Akkad, en completa anarquía desde el
periodo de los Guti. Los reunidos
alrededor del rey en la sala de justicia
del palacio —los príncipes, los
sacerdotes de todos los templos
importantes, funcionarios, oficiales,
notables, grandes comerciantes y
también los embajadores de los países
aliados— permanecen inmóviles y con
un gesto de aprobación o descontento,
según su posición y temperamento.
Algunos de ellos no pueden reprimir
cierto aburrimiento de incomprensión
durante la larga lectura: son de lengua
acadia y solo pueden seguir
parcialmente la conferencia pronunciada
en el idioma tradicional sumerio. Pero
todos sienten que hoy es un día grande
en la historia de Ur.

Ur-Nammu ha procurado que la


proclamación de la nueva ley se celebre
con toda la pompa tradicional. En cada
uno de los numerosos santuarios,
construidos (LÁMINA 54) en su
mayoría durante los últimos años, se ha
festejado el acontecimiento con víctimas
solemnes, himnos y oraciones; Nanna y
Ningal, la principal pareja divina de la
ciudad, tan arruinada antiguamente por
los Guti y reconstruida ahora por Ur-
Nammu, han recibido magníficas
ofrendas en su templo de Ekishnugal,
reedificado con toda suntuosidad;
también se erigió una estela con
hermosos relieves en varias bandas que
presentan al rey partiendo para el
trabajo sagrado con el pico al hombro y
luego rezando ante las divinidades
sentadas. El pueblo celebra con
cuantiosos regalos de los almacenes
reales su fiesta, en la que los cortesanos
de Ur-Nammu proclaman la nueva ley...
Ahora resuenan en sus oídos las
ovaciones de sus súbditos al abandonar
el rey el palacio y la sala de justicia
bajo el aplauso del impresionante
auditorio, y al mostrarse a los
ciudadanos de Ur en la escalinata
vestido con la túnica solemne, que le
llega hasta los tobillos, con la barba
larga y cuidadosamente peinada, y en la
cabeza el gorro redondo abombado en
los bordes, que conocemos ya por la
cabeza de Bismaya. Puede darse por
satisfecho con el éxito propagandístico
de su acción política, y su mirada
descansa orgullosa en la obra más
grande que creó en su capital, la ziggurat
de Nanna, que se alza brillante y
poderosa más de 20 m por encima de la
residencia, asegurada contra las
inclemencias del tiempo por su
revestimiento a base de ladrillos
cocidos y rodeada por un doble anillo
de murallas.

(LÁMINA 54, 56, 57) El príncipe


constructor, a quien Uruk, Eridu, Lagash
y Nippur también deben la
reconstrucción de sus templos, lleva
metida en la cabeza la medida y los
detalles arquitectónicos que tanto le
interesa: el revestimiento con ladrillos
cocidos bañados en asfalto, y todos con
el sello de Ur-Nammu, tiene un espesor
de 2,5 metros en el escalón inferior, y el
volumen de la torre escalonada asciende
en la base a 62 por 47 m. Las paredes
están divididas aquí por pilares
colocados cada 4,4 m; cada uno tiene
una anchura de 2,6 m y sobresale 0,45
m. Aparte de la capa de ladrillos
cocidos, las inclemencias del tiempo se
combaten también con un cuidadoso
drenaje del núcleo de adobes; unos
pozos de desagüe conducen cualquier
agua de lluvia a los lados NO y SO. Una
escalinata central y dos laterales
constituyen la subida al primer piso del
sagrado edificio, cuyo empedrado está a
11 m por encima del suelo de las
terrazas. El segundo escalón mide 36
por 26 metros y tiene más de 16 de alto,
el tercero sobresale más de 20 m por
encima del patio del templo y tiene
todavía un perímetro de 20 por 11 m. Y
en todo lo alto brilla con sus ladrillos
azules vidriados el aposento nupcial de
Nanna y Ningal, un templo de una
habitación, maravilloso por su
acentuada sencillez, cuyo resplandor
lleva Utu, el dios solar, por todo el país
de Sumer...

Ur-Nammu podía estar orgulloso de


sus hechos como fundador de un nuevo
imperio sumerio, como legislador y
como constructor. La liberación del
dominio extranjero de los Guti no había
sido, naturalmente, obra suya, sino del
patriota Utuchengal de Uruk, a quien
primeramente prestó servicios Ur-
Nammu en calidad de gobernador de Ur.
El fue quien consiguió, evidentemente
con la ayuda de los sacerdotes de Enlil,
de Nippur, salvar las diferencias entre
sumerios y acadios, así como entre las
diversas ciudades, reactivar otra vez la
fuerza combativa del país y reclutar un
ejército bajo los ojos de los señores
Guti, ya debilitados y flojos. Además, en
su corto mandato, se llevan a veces
nombres sumerios y se sacrifican a los
antiguos dioses del país. «Enlil, el rey
del país, encargó a Utuchengal, el
poderoso héroe, rey de Uruk, rey de las
cuatro regiones del mundo, cuya palabra
no tiene igual, destruir a Gutium, el
«Dragón de la Montaña», el enemigo de
los dioses, el que había arrastrado hasta
las montañas el reino de Sumer y había
llenado el país de enemistades, el que
quitó la esposa al marido y los hijos a
los padres, el que sembró odio y
discordia en Sumer, y borrar hasta su
nombre», así habla con material
históricamente verdadero una fingida
inscripción real de comienzos del
segundo período sumerio. Y por ella
sabemos también que las divinidades
Inanna, Ishkur y Dumuzi le prometieron
su ayuda y que Utuchengal, tras la
entrega de numerosas ofrendas, venció
al ejército del rey de los Guti, Tirigán,
haciendo prisionero a éste. Así, pues, el
último príncipe de Gutium tuvo que
inclinar su cabeza a los pies del
vencedor sumerio.

El recuerdo de esta lucha liberadora,


tan gloriosa para Sumer, parece haberse
conservado en un mito parecido a un
himno, que habla de la lucha contra el
dragón y según el cual la guerrera Inanna
decidió en contra del consejo de su
padre An, combatir contra el dios
Ebech, el señor de una parte del Zagro
llamada hoy Djebel Hamrin. Participa a
An sus proyectos contra Ebech, que
aparece también en el papel del
primitivo dragón femenino Kur:

«Lanzaré contra ella la larga lanza,


contra ella dirigiré el venablo, mi
arma,
prenderé fuego a los bosques que la
rodean,
levantaré contra ella el hacha de
bronce!...

Dejaré sus corrientes


secas como el fuego purificador,
quiero reducir su temor
igual que se perdió el miedo del
monte Aratta.

No ha de resucitar jamás
lo mismo que una ciudad maldita de
An.

Como el lugar castigado por Enlil,


¡jamás volverá a resurgir!»

Inanna abre llena de cólera y de ira


la «casa de la batalla» y reúne sus armas
y ayudantes, ataca al enemigo y lo
aniquila. Colocándose sobre el vencido,
canta luego un himno a sí misma: quizá
se creara este himno para las fiestas de
la victoria de Utuchengal en el templo
Eanna de su residencia de Uruk, cuya
señora era Inanna.

Todavía no sabemos cómo se realizó


el traspaso de poderes de Uruk a Ur, de
Utuchengal a Ur-Nammu, aunque hemos
de suponer que el preferente dominio
sumerio no era ya posible en el país y
por eso Ur-Nammu demostró su
inteligencia buscando la unión del
elemento sumerio con el acadio. Bajo
este lema pudo unirse Mesopotamia y
aspirar a una situación de paz y
bienestar largamente deseada, que
consiguió bajo los reyes de la III
Dinastía de Ur durante un siglo. De ahí
que no le fuera muy difícil a Ur-Nammu
fundar su imperio; lo colocó bajo el
lema de una restitución de la antigua
grandeza y magnificencia, aunque
también de las antiguas costumbres y de
la fe tradicional. En la medida en que
progresaron en el país el orden, la
tranquilidad y la seguridad, creció su
bienestar y avanzaron la industria y el
comercio. Una política fiscal, al parecer
moderada, permitía, sin embargo, que
afluyeran cuantiosos medios a la corte
de Ur y colocó a Ur-Numma en situación
de reemprender y llevar a cabo su mayor
deseo: la reconstrucción de los templos
del país. En todos los yacimientos se
encuentran sus documentos de fundación
y clavos de arcilla, en todas las murallas
exhumadas de los santuarios aparecen
los ladrillos con su nombre y con
frecuencia se esconden en ellas las
figuras inaugurales de bronce, de unos
25 cm de altas, que representan a Ur-
Nammu como obrero en la construcción
sagrada del templo, con las dos manos
sujetando la espuerta en la cabeza.
«Ur-Nammu, el poderoso héroe, el
señor de Uruk, el rey de Ur, el rey de
Sumer y Accad, le ha construido su
querida casa, se la ha reconstruido a
Nanna, el hijo predilecto de Enlil, su
rey.»

Así o de forma semejante rezan los


textos fundacionales para el dios lunar
(LÁMINA 54) Nanna en Ur, Inanna y An
en Uruk, Utu en Larsa, Enlil y Ninlil en
Nippur, Enki en Eridu, hallados en los
sitios citados o en otros. Y por muy
cortos y uniformes que sean nos dan
noticia de una obra gigantesca,
separación de escombros, planificación,
reconstrucción; todo estaba dedicado al
resurgimiento de los viejos santuarios, y
sus huellas se han podido confirmar
arqueológicamente por todas partes. De
la noticia de que Ur-Nammu unió Ur con
Eridu mediante canal de 15 Km, hemos
de deducir que a pesar de su obra
favorita no olvidó la economía y el
comercio. La cantidad de documentos
comerciales y los textos económicos de
los tiempos de la III dinastía de Ur, nos
demuestran el volumen y la intensidad
de la vida comercial de aquella época,
que en su exagerada satisfacción por
escribir, anotaba en una tablilla de barro
todo contrato, incluso el más simple, y
depositaba el documento en un depósito
oficial.

Hasta qué punto prosperaron


entonces las empresas comerciales en
las regiones seguras de Asia Anterior,
nos lo prueban las inscripciones de otro
príncipe que, como contemporáneo de
Ur-Nammu y de Shulgi, reinada como
vasallo de Ur-Nammu en Lagash
después de su victoria sobre Namchani,
documentada en el prólogo de su código,
y que evidentemente poseía una
independencia considerable. Nos
referimos a Gudea, en quien tenemos
una de las figuras más amables
(LÁMINA 50 y sig.) de Sumer y quizá
de todo el Oriente Antiguo. También sus
aspiraciones tendían a una restitución de
la cultura y fe sumerias, y quizá la
consonancia ideal con el soberano de Ur
le proporcionó aquella generosidad que
nos sorprende y que le aseguró una
influencia considerable en Uruk. La
soberanía indiscutible de Ur-Nammu fue
la que, como se dice en una de sus
numerosas inscripciones, le «abrió los
caminos desde el Mar Superior al
Inferior» —aunque atribuya también este
hecho a su dios Ningirsu y a las
bendiciones que irradiaban de la
terminación de su templo. Como señor
de la metrópoli comercial más
importante entre el curso bajo del Tigris
y el Eufrates, cerca ya de la
desembocadura, Gudea podía jactarse
de disponer de todos los bienes del
mundo cultural de entonces. Y siempre
encontramos en los extensos textos que
se han conservado de él, grabados en
grandes cilindros de barro, en tonelitos
de arcilla, conos, ofrendas, (LÁMINA
50, 52, 58) numerosas estelas y estatuas,
los informes de estas empresas
comerciales que le aportaron los tan
preciados troncos de cedro del Amanus
sirio, la madera de los plátanos de Ibla
en el Eufrates central, el oro del país
Chachu, otras maderas de Tilmun,
diorita de Magan y muchas cosas más:

«De la ciudad de Ursu, de los


montes Ibla, traía él maderas de
zabalu, grandes maderas de aschuchu,
madera de plátanos, madera de los
montes. Del Umanu, del monte de
Menua, de Basalla, de la montaña de
Amurru traía grandes bloques de
piedra. De Kagalad, de los montes de
Kimash sacaba cobre. de los montes de
Meluchcha importaba madera de
uschu. Traía oro en polvo de los montes
de Chachu, asfalto de Magda, de los
montes a orillas del río. En los montes
de Barshib cargaba grandes barcas con
piedras de nalua.»

Gudea tampoco se asustaba del


lenguaje de las armas y nos habla de la
lucha y la victoria contra el Anshan
elamita, aquella región cuya capital era
Susa y de la que milenio y medio más
tarde saldría el persa Ciro. Como buen
gobernante —un pastor de su pueblo y,
según sus textos, con deseos de
equipararse a la imagen ideal sumeria
de un soberano religioso— Gudea se
preocupó por el bienestar de sus
súbditos, cuyo número ascendía, según
él, a 216.000. Oímos que puso grandes
plantaciones de árboles y expulsó de
Lagash a «los malos hechiceros que
torturaban a su pueblo». Pero su
principal preocupación era el cuidado
del culto y de los templos, y su riqueza
le permitió la realización de
monumentales proyectos culturales, el
mayor de los cuales sería la edificación
del templo de Ningirsu Eninnu («Casa
de los cincuenta»). Gudea nos cuenta en
su «himno a la construcción», grabado
en dos grandes cilindros de barro y cuyo
texto llena 1.365 casillas, cómo
construyó este templo, cómo su dios le
participó en sueños el deseo de tener un
templo nuevo y magnífico, cómo Gudea
intentó varias veces informarse ante la
adivina de los sueños, la divina Nanshé,
sobre las particularidades de esta obra,
cómo se realizaron los trabajos y cómo
todos los súbditos tuvieron que
contribuir a la terminación de la
construcción sagrada no solo con su
trabajo manual sino también con su
devoción y su bondad humana.

Con esta gigantesca poesía, en la que


se mezclan profundas oraciones, Gudea
creó no solamente un monumento
literario único, sino que también
conservó para la posteridad un
testimonio de su devoción verdadera y
entregada incondicionalmente a la fe
tradicional y arraigada de su pueblo,
testimonio que nos proporciona además
preciosas explicaciones sobre las ideas
que en su época se tenía de Dios. Se ha
alcanzado ahora ese nivel en que el
panteón comprende una infinidad de
dioses principales y secundarios. Los
mismos súmenos dan una suma global de
3.600, y ciertamente era una ciencia
teológica, de por sí, conocer la
naturaleza y actividad de todas estas
divinidades grandes y pequeñas,
dominantes y servidoras (LÁMINA 40,
52 y sigs.) inasequibles y caritativas.
Sobre el concepto del Sumer posterior
nos informan en cierto modo algunas
reproducciones de relieves y cilindros,
mientras que faltan estatuas de dioses,
excepción hecha de algunas efigies de
piedra —un hecho válido también para
el primero y segundo período y nada
extraño si lo estudiamos más a fondo.
Las grandes estatuas compuestas de
diferentes materiales preciosos y
colocadas en el sanctasantorum de los
templos famosos, fueron al parecer botín
de la soldadesca desenfrenada o de
reyes y generales avariciosos y sin
escrúpulos.

Tras un gobierno largo, de más de


treinta años —por el que tan a menudo y
con tonos de verdadera devoción había
rezado a su dios— murió este príncipe
conocido hasta en su semblante por las
cabezas de sus numerosas estatuas,
dejando a su hijo, y después a su nieto,
la soberanía de Lagash. Ambos
continuaron vasallos de Ur y pagaban
regularmente sus tributos; se han
conservado las facturas con los sellos
de los controladores reales. El mausoleo
subterráneo de estos descendientes de
Gudea pudo ser desenterrado por los
arqueólogos franceses, que durante
varias generaciones habían trabajado
con éxito en la antigua y rica ciudad
comercial.

En Ur, a Ur-Nammu le sucedió su


hijo Shulgi (hacia 2046-1998), que
como celoso restaurador y constructor
de templos siguió los pasos de su padre
y consiguió ampliar aún más el imperio
de Ur III: desde Susa, en Oriente,
Alalach (hoy Tell Atchana) al norte de
Siria, y desde la colonia comercial de
Kanesh de la antigua Asiria en
Capadocia, los pueblos miran hacia Ur
como centro suyo. En el Zagro, Shulgi
logró varias victorias y pudo volver a
titularse «Rey de las cuatro regiones del
mundo», decidiéndose también a dar
vida otra vez al reinado divino del
período acadio. Su nombre lleva —
aunque no siempre— el símbolo divino,
y en los himnos se le ensalza como
«dios de todos los países»,
comparándosele con el dios solar.
Mediante la consumación de las Bodas
Sagradas se convirtió también en
Dumuzi, el amante divino de Inanna. Y
en calidad de tal hizo construir en el
famoso cementerio real de Ur, para su
padre, su madre y él mismo, aquella
extraordinaria tumba a 10 m bajo tierra
y con bóvedas de cañón, que Sir L.
Woolley pudo exhumar esta vez en
perfecta conservación. Presenta una
construcción rectangular de 30 por 25
metros y sobre ella, ya en la superficie,
los cimientos de un mausoleo en el que
quizá los muertos divinizados eran
sacados en resurrección simbólica y
enterrados durante las fiestas de Año
Nuevo —actos del culto a los muertos y
de los misterios Inanna-Dumuzi que se
manifiestan como rigurosa observancia
de las tradiciones procedentes de la
época de la primera Dinastía de Ur,
hacia 2500. Los sucesores de Shulgi
también lo alabaron y ampliaron la
tumba subterránea con arreglo a sus
necesidades, de tal modo que los cuatro
soberanos de la tercera Dinastía de Ur
muertos en su capital yacen enterrados
—o, como se creía, hasta la segunda
venida— en esta sepultura gigantesca.

Shulgi obtuvo una notable distinción


personal con el inventario de las
tablillas de barro que aparecieron en la
década de los veinte de este siglo y
proceden todas de Puzrish-Dagan
(actualmente Drehem, 10 km al SE de
Nippur). Si este lugar se consideró
antiguamente como una fundación
residencial de Shulgi, comprobóse luego
que había aquí un dominio real, una
especie de estación de cría de animales.
Las existencias, listas de entrada y
salida, conservadas en escritura
cuneiforme, nos permiten echar un
vistazo a la extensa explotación de una
finca dedicada a la selección de razas,
que por un lado había de satisfacer las
necesidades de carne de la cocina de la
corte, con su gran número de comensales
—funcionarios, médicos, satélites,
guardia personal, cantores y cantantes,
músicos y músicas, mujeres del harén y
servicio—, y por otro lado servía
evidentemente a las inclinaciones
ganaderas y zoológicas del soberano. Se
criaban en ella tanto animales
domésticos como salvajes, junto con los
bueyes, asnos, cabras, ovejas y cerdos;
también el uro, bisonte, ciervo y gamo
—la leche de las ciervas era ofrecida a
los dioses como bebida—, una pequeña
especie de mufflon (ovis laris-tancia),
oveja de melena (ammotragus), cabra
montes, cabra sacacorchos (capra
falconeri) y jabalíes. Sorprende la
frecuente citación del oso en su forma
siria y caucásica, que era domesticado y
cuyas crías eran entregadas regularmente
a la cocina de la corte: los sumerios
opinaban, como el antiguo maestro
Brehm, que «la caza del oso joven tenía
un gusto exquisito». Los osos adultos
eran empleados junto con los jabalíes
para la vigilancia de las puertas de la
ciudad, como en la Berna medieval.
Tampoco faltaban gacelas y antílopes
(gazella dorca, marica, subgutturosa),
así como monos y avestruces. La afición
de Shulgi da una idea a los zoólogos y
amantes de los animales de nuestro
tiempo, acerca de la variada fauna
mayor de la antigua Asia Anterior.

La creación imperial de Ur-Nammu


y Shulgi continuó existiendo también
bajo el hijo de este último, Bursin
(leído también Amarsin, hacia 1997-
1989). Las fórmulas anuales de este
príncipe hablan de la destrucción de
Urbilum-Arbela y otras empresas
guerreras, de nombramientos de
sacerdotes supremos en Ur, Uruk y Eridu
y otras acciones religiosas; los
documentos comerciales testimonian el
incesante florecimiento del comercio y
la economía. Bajo Shusin (hacia 1988-
1980, el nombre es ya semita) se divisan
claramente los signos del peligro que
amenaza al país y al pueblo. Para
contrarrestar los avances de tropeles
cada vez mayores de tribus semitas
procedentes del Oeste, este rey se ve
obligado a la característica medida
defensiva de la construcción de un limes
(pared fronteriza), que se erigió en el
Eufrates medio y recibió el nombre de
Muriq Tidnim («el que mantiene alejado
el país de Tidnum»). Estos beduinos del
desierto sirio, denominados cananeos
orientales, amorritas, o mejor, semitas
occidentales, asombran a los portadores
de la refinada y antigua cultura del país,
tanto por su barbarie como por su
sobriedad. Conocemos una narración
mítica de las bodas de una hija del dios
Numushda de Kazallu, en el país del
Tigris oriental, con el dios de los
semitas occidentales Martu, que denota
un antiguo contacto de esta ciudad con
los invasores. Y en esta poesía se habla
del dios Martu —y naturalmente de su
pueblo—, que come carne cruda, no ha
habitado nunca en ninguna casa y que,
cuando muere, no es enterrado.
Es comprensible que ante este
peligro para las costumbres de Sumer y
Akkad se le diera la mayor importancia
a la conservación de las instituciones
religiosas tradicionales, que conferían
protección y felicidad. Se acentúa la
divinidad del soberano, se le construyen
templos propios, y los cilindros-sellos
lo presentan (LÁMINA 49, 55) en
calidad de dios recibiendo en su trono a
un peticionario conducido por una
divinidad protectora. La «Boda
Sagrada» cultual se lleva a cabo con
todo detalle: cadenas de perlas
rotuladas que se han encontrado en Uruk
y pertenecientes a dos sacerdotisas
lukur —una de ellas es la misma reina
Dabbatum— muestran a sus propietarios
como «novias divinas» de este acto
litúrgico, y hasta se ha conservado el
himno de amor dirigido al «dios» Shusin
por una de las altas sacerdotisas del
templo de Baba, cuyo contenido denota
no sólo una participación litúrgica en
este acto, sino también una participación
sentimental y que podemos citar aquí
casi por entero. Tras unas palabras de
ensalzamiento a la reina madre que dio a
luz al «puro» (es decir, Shusin), a la
reina Dabbatum y al mismo rey, dice así:

«Como lo dije, el Señor me dio un


regalo.
Como dije «¡pues bien!», el Señor
me hizo un regalo,
me dio un colgante de oro, un sello
de laspislázuli,
¡el Señor me dio un brazalete de
oro, otro de plata!
Señor, tu regalo es tan bueno, sigue
mirándome...

¡Que la ciudad te extienda la mano,


oh Shusin, como un inválido,
que se eche a tus pies, oh hijo de
Shulgi, como un adolescente!
¡Sabe, oh dios mío, cuán dulce es la
bebida de la camarera,
dulce como su bebida
embriagadora es también su regazo!
Dulce como su palabra es su
regazo, como su bebida...

Shusin, que me agraciaste, ¡cuán


clemente fuiste conmigo,
amado de Enlil, Shusin, mío, rey
mío, dios de tu país!»

También el «divino» de nuestra


poetisa tuvo que morir, siendo enterrado
en la sepultura de sus padres. Pero los
dioses habían fijado otro destino a su
hijo (LÁMINA 49) Ibbisin (1979-195
5), el último soberano de Ur y último
rey de Sumer. Durante un cuarto de siglo
intentó este príncipe resistirse a una
evolución incontenible y salvar a Sumer
y a Accad de los semitas occidentales.
Ya hace mucho tiempo que su pueblo no
es sumerio, ya hace tiempo que el
sumerio murió como lengua hablada, y
ni siquiera los reyes llevan ya nombres
acadios desde hace tres generaciones,
pero se trata de salvar su forma de vida,
la tradición y no sólo su propio trono.
Su influencia llega todavía hasta Asia
Menor, donde se encontró su sello en
Kültepe; su ejército tuvo éxitos en el
Este, Norte y Oeste, y pudo tener a raya
a las avanzadoras hordas de los semitas,
de tal modo que las fórmulas anuales
hablan de que «el resplandor de Enlil ha
dominado los países».
Ibbisin cumplió con todo detalle
todos los deberes cultuales de su cargo y
no ahorró gastos para los santuarios,
practicó conscientemente la
construcción de murallas que debían
proteger contra las unidades errantes de
los semitas, y poseía una visión política
lo bastante amplia como para excluir
una guerra de dos frentes mediante un
tratado de paz con Elam, el antiguo
enemigo del Este. Los nuevos invasores,
cuyo grupo más fuerte se halla a las
órdenes de un tal Isbierra de Mari, son
sospechosos para los mismos elamitas.
Se alían con Ibbisin, que incluso va más
lejos y llega a contratar como
mercenarios un tropel de semitas
occidentales a las órdenes de su
caudillo Naplanum. Pero no puede
medirse en astucia y fuerza combativa
con Isbierra: éste conquista la ciudad de
Isin (hoy Ishan Bahrijat, a 28 km al sur
de Nippur), vence a Naplanum y a los
elamitas en 1967 y un año después al
mismo Ibbisin. Cuando se apodera de
Nippur, los sacerdotes de Enlil, del
templo de Ekur, no dudan ya en
proclamar al nuevo gobernante señor de
Sumer. A estos momentos de mayor
necesidad pertenece una verdadera carta
que se ha conservado de Ibbisin,
dirigida a su vasallo de más allá del
Tigris, Puzurnumushda de Kazallo,
todavía en condiciones de combatir pero
ya dudoso ante la constelación política,
rogándole que ataque—una carta que
expone la confianza en la victoria y la
constancia del rey que lucha ya en
posiciones perdidas. Naturalmente ya no
había más ayuda para él: Ur cayó en 195
5 y fue destruida, Ibbisin huyó y parece
ser que encontró un fiel asilo en Elam.
Una lamentación sumeria, aunque no
contemporánea sí muy sentida, acerca de
la derrota del último soberano de Ur,
canta con luto acerbo el suceso fatal que
cierra la historia de Sumer y en el que el
poeta reconoce conmovido y
desconsolado el fin de su mundo
familiar, el colapso de todos los órdenes
y valores tradicionales—motivados
también por las malas cosechas y el
hambre. Oigamos al menos algunos de
sus versos:

«Se ha desencadenado la mala


borrasca,
el huracán, para recorrer el tiempo
y anular la ley, derribó el viejo
y justo orden de Sumer. ¡Pasó la
época
de los buenos soberanos! Las
ciudades
del país están ahora en ruinas y
vacíos
los apriscos... La madre no cuida ya
ningún niño,
el padre no llama cariñoso a la
esposa,
ni la amada se alegra en el pecho
del marido...

El trono real está en lugar extraño



¿dónde se hallará la sentencia
justa?
¡Oh dolor!, el rey de Sumer partió
de palacio,
Ibbisin marchó al país de los
elamitas,
a tierras lejanas en la frontera de
Anshan,
y como pájaro al que han destruido
el nido...
¡Oh, Sumer, país del miedo porque
los hombres vacilan;
el rey marchó y sus hijos lloran!

Era comprensible el duelo por la


dinastía perdida, pero la preocupación
por la cultura del país era injustificada.
Veremos lo rápidamente que se
adaptaron a las costumbres del país los
invasores victoriosos, aunque sin
tradiciones firmes, y lo pronto que sus
mismos príncipes se convirtieron en
fomentadores del estilo de vida
tradicional en sus nuevas posesiones.
Nada hay que demuestre mejor la
densidad impresionante y el equilibrio
de la cultura sumero-acadia a finales del
milenio. En lo espiritual y religioso,
aunque también en lo económico y
jurídico se había erigido un edificio que
no se podía derribar ni sustituir tan
fácilmente.

En primer término tiene validez


naturalmente para el Derecho, al que
también prestaría sus servicios la ley de
reforma de Ur-Nammu. En él estaba
claramente delineada la posición de
toda capa social y de cada persona. Al
esposo y al padre concede un poder
extraordinario sobre la mujer y los
hijos, como veremos por las «Leyes
sumerias de la familia», conservadas en
una copia posterior, pero perteneciente
quizá a nuestro tiempo. También se
afirma en ellas la posición de la madre
frente al hijo:

«Cuando un hijo diga a su madre


"tú no eres mi madre", se le cortarán
sus bucles como signo de esclavo, se
paseará por la ciudad y será expulsado
de casa!»

La protesta de la madre disolvía el


compromiso matrimonial del hijo, y
hasta en determinadas circunstancias la
madre podía vender a sus hijos como
esclavos. Lo mismo que la familia,
también estaba ordenada la posición de
las clases y la comunidad, el derecho
del hombre libre y por último el del
esclavo. Estos últimos no figuraban
como objetos, sino que pertenecían a la
clase de las personas. Su trato era,
naturalmente, diverso, y abandonado a la
discreción del señor. Los esclavos de
alquiler eran explotados hasta el
máximo, según su fuerza de trabajo. Los
evadidos eran asegurados con cadenas a
los pies cuando se los volvía a coger.
Por otro lado el esclavo parece haber
tenido un derecho de reclamación contra
su señor y podía cambiar de casa
cuando encontraba otro propietario más
amable y éste estaba dispuesto a
efectuar el pago del precio de compra o
el cambio. Incluso se da el caso de que
un esclavo se case con una mujer libre;
evidentemente le estaba permitida
también cierta propiedad privada. Si las
relaciones jurídicas reflejaban el cuadro
de un orden fijado a lo largo de
generaciones, la cultura espiritual de
Sumer había arraigado aún más
profundamente con un crecimiento
orgánico.

Para ello disponía de todo un


sistema escolar que había sido creado
para las clases dirigentes de los
sacerdotes y de los funcionarios
administrativos, de los escribas, jueces
y médicos. Concentrado al principio en
los templos, cambió después y pasó al
menos en parte a ser competencia del
palacio. La instrucción general dada en
las escuelas consistía en primer lugar en
aprender a escribir, leer y calcular.
Desde el período Djemdet Nasr hay en
Uruk, Nippur, la «ciudad del diluvio»
Shuruppak (hoy Fara, a mitad de camino
entre Uruk y Nippur) y en otros lugares,
numerosos «textos escolares» en los que
los aprendices del abecedario de la
escritura cuneiforme hacían ejercicios
de copia, elaboraban grandes listas de
dioses, profesiones o utensilios y otros
deberes escolares más amargos. En la
clase estaban ordenados en fila los
bancos de barro sin respaldo y junto al
pasillo los depósitos para el material de
escribir. La clase tenía ciertamente el
mismo aspecto que el aula 300 años más
joven del palacio de Mari que
descubrieron (LÁMINA 61) intacta los
arqueólogos franceses recientemente.
Con los primeros conocimientos
adquiridos aquí vino el orgullo y el
respeto, fácil de exigir a los «iletrados»,
ante los «hijos de la casa de las tablas»,
como se llamaban los escolares de
Sumer. Su protectora era la diosa
Nisaba, natural de Umma, hermana y
esposa de Shara, que originariamente —
como casi todas las divinidades
femeninas— fue diosa de la fecundidad
y luego señora de los panaderos; el
mismo Shulgi se califica una vez de
«sabio escribano de Nisaba». Han
llegado hasta nosotros poesías escolares
en las que resuena a veces el humor tan
raro en el Antiguo Oriente —o al menos
escrito tan pocas veces—,
introduciéndonos así en la vida y las
penas de los alumnos:

«—¿Adonde fuiste todo el tiempo


escolar?
—A la casa de las tablas. —¿Qué
hiciste?
—Leía la tablilla y tomaba mi
desayuno,
¡escribía la tablilla hasta el borde!
Terminada la escuela, marchaba a
casa
y le contaba al padre lo aprendido,
también le leía la tablilla, estaba
contento.

Por la mañana tenía que


levantarme pronto,
miraba a mi madre y le decía:
—¡Dame el desayuno, que tengo
que ir a la escuela!
Mi madre sacaba dos panes del
horno
y me miraba cuando bebía sediento.

—¡El pan para la escuela! Y ya me


iba.

El vigilante me detenía en la
escuela:
—¿Por qué vienes tan tarde?
Entonces
tenía miedo, mi corazón empezaba
a latir,
iba al maestro. —¡Vete a tu sitio!
Acto seguido veía mi tablilla,
se encolerizaba y entonces me daba
azotes...»

Pero al fin todos sus esfuerzos se


ven premiados, aprueba el examen y la
alegría reina en la casa de los padres así
como en el maestro, que piensa en unos
honorarios especiales:

«El "hijo de la casa de las tablas"


tomó al maestro de la mano y fue
con él ante su padre a mostrarle
todo lo que había aprendido en la
escuela.

Entonces el padre contento dijo al


maestro:
—Ayudaste a mi hijo, lo introdujiste
en las ciencias y le mostraste las
artes
de la escritura, se le enseñó cálculo
y contabilidad, y comprende todas
las cuestiones
difíciles... —Casi como el agua,
vertió
buen aceite en sus recipientes, se le
regaló
un vestido, también un regalo en
dinero
y se le puso un anillo en sus
dedos.»

La instrucción especializada tenía


lugar en el círculo estrecho de un
maestro y sus adeptos, y aquí se
separaban entonces los espíritus. El
futuro sacerdote y el novicio se mudaban
del todo al templo, donde el médico
principiante proseguía también su
formación. El futuro funcionario iba a la
corte o a los gobiernos para recorrer las
oficinas individuales y adquirir así
especiales conocimientos caballerescos,
financieros o administrativos. Y quien
sentía inclinación por las materias
teóricas como historiografía, cronología
o filología, se buscaba su especialista.
Ninguna de estas disciplinas faltaba en
la civilización altamente desarrollada
del milenio, que presenta todas las
características de un renacimiento
cultural. El escriba no debía aprender
solamente el complicado sistema
decimal y sexagesimal con sus grandes
números y elevadas fracciones que
requería la contabilidad de la corona, el
templo y la economía privada; no solo
tenía que dominar la culta escritura
cuneiforme de tal modo que pudiera
escribir fluida y legiblemente sus
caracteres en renglones superpuestos de
solo 3 mm de altura sobre tablas que a
menudo tenían una superficie de 2,5 por
3,5 cm; además tenía que dominar
también la escritura monumental clásica
empleada sobre todo en los documentos
oficiales del Estado y sagrados, con sus
caracteres trazados linealmente, con
frecuencia jeroglíficos todavía, que
aparece en los cilindros-sellos de la
época —en su mayoría muy
convencionales— y con cuyo cultivo y
conservación se quería manifestar la
unión ininterrumpida con el gran pasado
sumerio.

La Medicina de esta época no


parece haber estado sometida en modo
alguno, (LÁMINA 58) como quizá crean
algunos, a aquel ambiente supersticioso
de exorcismos, conjuros y demás
prácticas de la magia, que tan mala fama
dieron a la medicina de los posteriores
tiempos babilónicos («caldeos») y
asirios. Recientemente se encontró entre
los textos cuneiformes exhumados por
los norteamericanos hace unos cincuenta
años en Nippur, una tablilla de barro
pequeña, solo de 5 por 10 cm, que
reproduce un manual de medicina
redactado en sumerio y que procede de
los años 2100 aproximadamente. Las
instrucciones citan en seis apartados un
gran número de ingredientes vegetales y
minerales para fines curativos y
determina el modo en que el paciente ha
de tomar estas mezclas a menudo muy
amargas; por lo general las debe beber
mezcladas con cerveza. Por desgracia
falta la denominación de las
enfermedades para las que se han
pensado las medicinas. Pero lo
sorprendente de este manual médico es
que no contiene ninguna clase de
fórmulas mágicas o conjuros:
evidentemente la alta medicina de Sumer
no estaba sometida a ellas. El médico se
llama a-zu o ia-zu, es decir, el
«entendido en el agua» o el «entendido
en el aceite», el vocablo pasó a la
lengua acadia y no nos parece en modo
alguno imposible que la palabra griega
para «curar», iáomai, proceda de aquí.
El médico sumerio pudo dejar las
huellas de su actividad sobre todo
cuando como corifeo de su especialidad
se convirtió en médico de cámara del
rey. Tenemos un ejemplo de ellos en
Urlugaledinna, que nos ha legado su
tarjeta, en el (LÁMINA 55) mejor
sentido de la palabra. Fue el médico de
corte de aquel príncipe Urningirsu de
Lagash (hacia 1990 antes de J. C), que
conocimos ya como hijo de Gudea y
constructor de un mausoleo subterráneo.
Su hermoso sello presenta a un dios
barbado con alto turbante y larga túnica,
cuya mano derecha sostiene un objeto
que no se puede distinguir con exactitud
(¿quizá una medicina en forma de
pildora?), y además dos agujas de coser
heridas colgadas de un árbol, dos botes
de pomada colocados en pedestales y al
lado una inscripción compuesta en la
escritura monumental: «¡Oh, dios
Edinmugi, visir del dios Gir, que ayuda
a las hembras en parto Urlugaledinna, el
médico, es tu servidor!»

La Filología, practicada
principalmente por sacerdotes
instruidos, se esforzaba ciertamente por
la conservación y la comprensión del
sumerio, olvidado ya por el pueblo, que
fue retrocediendo más y más a los
ámbitos del idioma oficial y aún más de
la lengua del culto. Listas de palabras,
silabarios, vocabularios sumero-
acadios, (LÁMINA 59) textos bilingües
y traducciones caían dentro de su esfera
de trabajo, que se habría de ampliar aún
durante los siglos que siguieron a la
invasión de los semitas occidentales.

La Cronología se preocupaba de
fijar el transcurso del tiempo mediante
el establecimiento de fórmulas oficiales
para los años de gobierno de los reyes y
príncipes, consistentes en titularlos con
un acontecimiento especial del
correspondiente espacio de tiempo.
Estos nombres de años los encontramos
ya en la época acadia; ahora se
convirtieron en una institución fija,
habiéndose conservado los de Gudea,
Urningirsu y Ugme de Lagash y los de
los cinco soberanos de la tercera
Dinastía de Ur. Entre las 46 fórmulas
anuales de Shulgi encontramos, por
ejemplo, las siguientes:

(Año 1) «Año en que Shulgi fue


proclamado rey.»
(Año 16) «Año en que los habitantes
de Ur fueron reclutados como arqueros.»
(Año 23) «Año en que se devastó
Simmurrum.»
(Año 28) «Año en que el Ensi de
Anshan se casó con la hija del rey.»
(Año 32) «Año en que se construyó
el templo de...»

Compiladas en listas semejantes,


estas anotaciones ofrecían la posibilidad
de abrazar de una ojeada grandes
espacios de tiempo del pasado y fijar
sus acontecimientos. A ello iba unida
una especie de ciencia histórica. Por
una parte había de componer las largas
listas de reyes y atender a las grandes
partidas históricas en los a menudo
extensos textos de fundación y
consagración de los príncipes
contemporáneos. Por otro lado convertía
las principales personalidades
históricas de Sumer —hombres como
Lugalannemundu, Lugal-Zaggisi, Sargón,
Naram-Sin, Utuchengal— en objeto de
una exposición glorificante, creando,
además, la llamada literatura Narû, esas
inscripciones reales fingidas y provistas
de maldiciones y bendiciones que siguen
siendo todavía en muchos casos las
únicas fuentes relativas a los citados
soberanos. La fijación de estos textos
tuvo lugar durante la época postsumeria
llamada Isin-Larsa (siglos xix-xviii
antes de nuestra era), aunque los
orígenes de ese género yacen ya en
nuestro período.

Junto a estas ciencias «profanas» se


cultivaban las propiamente teológicas en
los templos, con una intensidad especial.
Y de la doctrina de los augurios, los
oráculos, los conjuros, la astronomía, la
astrología o las materias más sujetas a la
práctica, como el servicio de ofrendas,
recitación, música cultual, etc., se
destacan los esfuerzos por la poesía
religiosa, por la cosmogonía, la doctrina
de los dioses y de la sabiduría, que
condujeron decisivamente a la creación
de una literatura sumeria. Los ya
citados y extensos «Himnos de la
construcción» de Gudea forman su
primer testimonio importante y se les
considera como «una de las
composiciones poéticas más grandes e
instructivas de los sumerios». Pero
también las numerosas obras literarias
que conocemos sobre todo por los textos
de Nippur de la época Isin-Larsa y que
se pueden clasificar en epopeyas, mitos,
himnos, lamentaciones, proverbios y
«sabidurías», hemos de considerar que
se formaron en la época de Ur III,
aunque ciertamente muchas de sus
fijaciones y la mayoría de sus
contenidos —transmitidos oralmente a
lo largo del tiempo— son mucho más
viejos.

Como prueba de la «literatura de


sabiduría» citaremos unos trozos de una
poesía sumeria dada a conocer en 1954,
que merece atención especial por ser un
preludio del Job bíblico. En este texto
(escrito hacia 1700 a. J. C.) se habla de
un hombre devoto y justo, caído en
amarga miseria, y que, aunque se siente
inocente, no maldice a su dios, sino que
lo conmueve con su humilde oración y
es así redimido—pues él sabe muy bien
que «ninguna madre parió todavía un
hijo sin pecado». He aquí algunos
versos de la conmovedora lamentación
del castigado:

«¡Dios mío, que repartes sobre la


tierra
el claro resplandor del día—para
mí es oscuro,
para mí todo son duelos,
lamentaciones y penas!
El dolor me domina como si fuera
uno
que ha sido elegido solo para las
lágrimas...

¡Oh, dios mío, que eres mi padre,


que me engendró, ilumina mi
rostro!
¡Cuánto tiempo voy a estar todavía
abandonado,
cuánto tiempo he de añorar tu
protección!»

La amarga queja del inocente y su


devota oración ablandan el corazón de
la divinidad:
«Así cambió el dolor del hombre en
alegría,
le mandó al buen espíritu por
guardián,
y demonios protectores de cara
bondadosa:
y el hombre no cesó de ensalzar
la magnificencia de su dios,
la que cantaba y comunicaba a
todos.»

Entre todas las creaciones que han


fijado y conservado la fe y la vida
espiritual del tercer milenio sumerio,
ocupan el primer puesto los mitos de
Sumer, por su influencia en los
babilónicos, en los bíblicos y luego en
la literatura clásica, pues en ellos se
explica la primera teoría humana del
origen del mundo y de la creación de los
dioses y de los hombres. Todavía no se
han reunido en un sistema coherente,
sino que se hallan aislados o enfrentados
unos con otros. Pero su abundancia
produce estupor, y sus concordancias
con las mitologías de Babilonia, Siria,
Israel y Grecia son a menudo tan
estrechas que hemos de ver en ellos el
principio y el modelo de todo aquel rico
y exuberante mundo legendario.
Tenemos, por ejemplo, los mitos del
origen, según los cuales lo primero que
existió fue el primitivo mar,
personificado en la figura de la diosa
Nammu. Nammu dio a luz por sí sola,
sin fecundación, a An, el dios masculino
del cielo, y a Ki, la diosa de la tierra.
De la unión de estas dos figuras
primitivas nace el dios del aire Enlil,
que separa ahora a An y a Ki: An se
construye el cielo, y Enlil la tierra como
fortaleza suya. Para iluminar la
oscuridad lapislázuli del cielo, Enlil
creó el dios lunar Nanna, y éste a su vez
al dios del sol Utu, que brilla más que su
padre. Enlil se une a su madre Ki, y de
esta unión nace con la colaboración de
Enki —cuyo origen mítico no se ha
aclarado todavía— la vida vegetal y
animal de la tierra. Los hombres, por
último, son una creación de Enki, en la
que Nammu y Ninmach van de la mano,
creación obtenida «del barro del
primitivo océano»; el bondadoso dios
los instruye también en las artes de la
civilización. Enlil «vuelve a repetir el
buen día, saca la semilla de la tierra,
crea la azada y el arado, convierte a
Enten, el dios de los campesinos, en su
«constante y fiel trabajador de los
campos» y junto con Enki envía a Lahar,
el dios del ganado, y a Ashnan, la diosa
de los cereales, del cielo a la tierra,
para regalarle el favor de los rebaños y
del grano.

Luego tenemos los grandes mitos de


la lucha con el dragón, en los que Kur, el
«Grande de Abajo», es vencido por
Enki, Inanna o el dios de la guerra, de la
caza y de la luz Ninurta (el Nimrod de la
Biblia). Existe también la leyenda del
amor de Enlil hacia la hermosa Ninlil —
precedente de las aventuras amorosas
del griego Zeus—, de la que nacen el
dios lunar Nanna y otras divinidades.
Tenemos noticia del árbol chuluppu que
se plantó Inanna, y de Gilgamesh, que se
lo salvó de los demonios, y sabemos la
bajada de Enkidú a los infiernos, de
donde vuelve a fuerza de mucho rogar su
inconsolable amigo Gilgamesh—y solo
por un corto plazo de tiempo. Gilgamesh
lo aprovecha para preguntarle
febrilmente por la vida de los difuntos...
Shukallituda supera al astuto cuervo en
la plantación de hermosos grupos de
árboles; Inanna se duerme cansada bajo
su sombra, Shukallituda cohabita con la
durmiente, huye, y la enojada, por
vengarse, manda sobre el país una plaga
de sangre semejante a la de Moisés II,
7... Aparece En-merkar, y también Ür-
Nammu se presenta ya como figura
mítica, y siempre volvemos a encontrar
a Inanna y a su amante Dumuzi en la
estepa, donde estando con los rebaños
es muerto por Bilulu y es llorado por
Inanna, en los infiernos, donde tiene que
servir a Ereshkigal, y en Uruk, donde
está sentado en su brillante trono y
espera a Inanna; mas con ella aparecen
los siete demonios galla, que lo
arrastran al reino de los muertos con el
consentimiento de su traidora amada...
Una abundancia casi inagotable de
figuras y sucesos adquieren vida ante
nosotros, encantándonos por el modo
extraño, y sin embargo familiar, en que
se nos presentan. Comprendemos con
todo respeto que se abre ante nuestros
ojos el cuadro más antiguo que pintaron
los hombres de la edad mítica, que con
esta historia entramos en una zona en
que los dioses no se habían despedido
todavía del mundo de los hombres. Fe,
poesía y filosofía —pues no es raro que
ésta se oculte tras la forma mítica de
exposición y se nos presente casi
desnuda en la «poesía de Job» sumeria
— se han reunido aquí por primera vez y
han creado una obra de la que se
alimentarán los milenios. Debemos su
conservación a la ilustración de los
últimos tiempos súmenos y a un devoto
respeto unido a ella por los
tradicionales bienes espirituales de un
gran pasado.
VII - AUGE DE
LOS SEMITAS
OCCIDENTALES

Shubat-Enlil, 1720 a. J. C.
En la segunda mitad del siglo xviii a.
J. C., el rey Samsi-Adad de Asiria,
primero de su nombre, escribió a su hijo
Jasmachadad, gobernador de Mari, un
gran número de cartas que, junto con
otros 20.000 documentos de
correspondencia, se conservaron en el
archivo de Mari-Tell Hariri y que se
conocen desde 1935. He aquí extractos
de algunas de ellas.

«A Jasmachadad: Habla Samsi-


Adad, tu padre. Referente a los hijos de
Wila-num, que están contigo, te había
indicado tenerlos bajo vigilancia para
el caso de que se concertase una
alianza posterior con ellos. La alianza
con Wilanum no se lleva a efecto; por
eso ordeno que sean encarcelados.
Mata en la misma noche a todos los
hijos de Wilanum que estén contigo...
¡Nada de guardia de honor, ni duelo!
Que se preparen sus tumbas, deben
morir y serán enterrados.»

«A Jasmachadad: Habla Samsi-


Adad, tu padre... Me has escrito con
motivo de la correría de saqueos que
han emprendido por el país... También
en Rapiqum han saqueado el país, se
han hecho francamente
inaguantables... Aconséjate de
Tarimshakim y La'um y comunicad a
Bachdi vuestra decisión para que las
tropas se pongan en marcha y sean
arrasadas sus regiones. Luego, en el
tiempo de la recolección, su aliado
caerá sobre ellos como un pesado
puño: bajarán a la orilla del Eufrates y
después, cuando sus ovejas beban en
las ensenadas, se llevará a cabo una
gran expedición punitiva contra ellos.»

«Me has notificado que tomaste la


ciudad de Tillabnim y no mataste a sus
habitantes, sino que los perdonaste y
los dejaste ir. Este proceder que has
elegido es muy bueno y vale un talento
de oro.»

«Referente a mi mensajero de
Tilmun me has escrito que penetró en
la casa de un comerciante, quiso
llevarse un tronco de palmera y fue
golpeado, por eso no me lo has podido
mandar todavía. Esto es lo que me has
comunicado. Se le puede castigar.
¿Pero no puede montar en un burro?
¿Por qué no lo has enviado ya? Según
mis indicaciones debieras haberlo
mandado hace veinte días—¿por qué
no lo haces?... En cuanto a la
explotación del mineral de cobre: todo
en orden. Los cargadores llevarán el
cobre hasta unas diez o veinte horas
dobles y tú encarga entonces a los hijos
de los grandes y a los especialistas que
reúnan el mineral de cobre. Deben
separar cuidadosamente las impurezas
y suciedad ... y el mineral lavado según
la impecable limpieza con ayuda del
agua... Después ha de tener lugar la
trituración y la recogida. Otra cosa
más: Aún queda una carga de sésamo.
Hay que enviármela lo antes posible
para que pueda hacer uso de ella.»

«En cuanto a lo de las barcas,


manda construir sesenta. Te mandaré
inmediatamente al constructor de botes
Silli-Ea; escribe, pues, a Mari para
que te lo envíen, y construye en Tutul
6o barcas. ¡No deben ser negligentes
con ellas!»

«Escribe a Tutul para que te envíen


un agricultor que sepa manejar el
arado (LÁMINA 76) y trazar surcos.
¡Mándalo a Ishkurluti!»

«El próximo mes es Adar, y el día


16 tendrán lugar las fiestas de Año
Nuevo. Estarán presentes los
embajadores de Eshnunna. Tu tiro
solemne de asnos y tus caballos has de
enviarlos para la fiesta de Año Nuevo.
El carro y los arreos tienen que
renovarse. Después que se hayan
uncido aquí durante las fiestas de Año
Nuevo, te los devolveré. El día que leas
esta tablilla tus asnos no vacilarán y se
me enviarán a la mayor brevedad.»

«He inspeccionado a los cocineros;


se han colocado demasiados para el
suministro del wedu. Tienes contigo a
Abdunawir y a Sillimail. Cuando
recibas esta carta prepara una fuerte
tropa de custodia y un hombre de
confianza me los traerá con el portador
de esta tablilla. Si no me mandas a esta
gente, se me marchan los últimos
aprendices de cocinero.»

«En cuanto a ti, ¿cuánto tiempo


hemos de llevarte todavía con
andadores? ¿Eres pequeño, no eres
hombre, no te ha salido todavía vello
en las mejillas? ¿Cuánto tiempo vas a
pasar aún sin saber gobernar tu casa?
¿No ves a tu hermano que manda ya
grandes partes del ejército? Al menos
gobierna bien tu palacio, tu casa.»

«¡Tu hermano ha derrotado aquí a


un caudillo, pero tú estás allí entre las
mujeres! ¡Cuando marches con el
ejército hacia Qatna, sé un hombre! ¡Lo
mismo que tu hermano se ha creado ya
un nombre, hazte tú también famoso en
tu país!»

Las cartas que hemos visto aquí de


Samsi-Adad tratan de política,
estrategia, economía, comercio,
agricultura, representación y educación
de príncipes. Y si nos ocupamos más de
la voluminosa correspondencia de este
príncipe, del que hasta ahora conocemos
129 cartas, nos damos cuenta de que se
preocupó efectivamente de todas y cada
una de las cosas de su Estado. Con el
descubrimiento del archivo de Mari, que
contiene también 100 cartas de los dos
hijos del rey —el príncipe heredero
Ishmedagan era gobernador de
Enkallatum (40 km al sureste de Asur, en
el Tigris), Jasmachadad era virrey de
Mari—, con este descubrimiento, pues,
Samsi-Adad I entra en la serie de las
personalidades mejor conocidas de la
antigua Asia Anterior. En realidad este
importante príncipe merece todo nuestro
interés. Procedía de Terqa (a 50 km de
Mari, Eufrates arriba), donde había un
gran templo de Dagan y su padre
Ilakabkabu era príncipe de la ciudad.
Jachdunlim de Mari lo desterró, pero el
joven Samsi-Adad consiguió por
caminos llenos de peripecias afirmarse
en Ekallatum y desde allí extender su
dominio sobre Asur, sacudida por
disturbios internos: «Samsi-Adad, hijo
de Ilakabkabu, marchó hacia
Karanduniash (Babilonia) en tiempos de
Naram-Sin (de Asur)..., venció a Irishum
(de Asur) y se sentó él mismo en el
trono.»

Es éste el último ejemplo de una


subida al poder por parte de
usurpadores semitas occidentales, de las
que había habido muchas desde los
tiempos de Ish-bierra de Isin y
Naplanum de Larsa. Además, Samsi-
Adad desplazó aquí en Asur a un
miembro de su tribu. Pues desde hace
200 años los semitas occidentales
constituyen la capa principal de la
población al Norte y al Sur, en los
principados sirios de Karkemish,
Aleppo, Charrán y Qatna lo mismo que
en Isin, Larsa, Eshnunna y Babilonia,
que entra ahora en la historia. ¿Cómo
sucedió este desarrollo?

La victoria de Isbierra sobre Ibbisin


en el año 1955 a. J. C. derumbó el
quebradizo edificio del imperio de Ur
III; Mesopotamia del Norte, Accad y
Sumer se desmembraron en numerosos
pequeños estados que, individualmente,
fueron botín fácil de los nuevos
conquistadores. El mismo Ishbierra,
«que no conocía rival», pudo mantener
su posición dominante desde su sede de
Isin, pero en Larsa, 140 km al sureste,
reinaba ya una dinastía que se convirtió
pronto en un serio adversario de Isin. A
través de dos siglos el predominio
político del Sur estaba tan pronto en una
sede principesca como en otra, por eso
se ha denominado este primer período
postsumerio época Isin-Larsa.

Étnicamente los súmenos habían


desaparecido, su idioma se refugiaba en
los templos y en los cuartos de los
sabios, y nuevos dioses eclipsaron a los
viejos, sin desplazarlos por ello.
Tenemos, por ejemplo, el dios sirio de
la tormenta Adad, el antiguo dios-
soberano acadio de Occidente, Dagan,
que quisiera ganar la posición de Enlil,
y el dios de los semitas occidentales
Martu. Encontramos además el dios
solar Shamash, que ocupa el lugar de
Utu, y el lunar Sin, que se pone en el de
Nanna; Istar, con un fuerte manto astral y
con acentuados rasgos guerreros, toma
el papel de Inanna. Isbierra introduce en
la ciudad conquistada por él el culto de
Ninisinna, la «Señora de Isin», y un
nuevo dios que los nómadas del desierto
habían visto en el sol temprano, tan
importante para ellos, llamado Marduk,
se alza en Babilonia y con la
prosperidad de esta ciudad, cuyo
nombre significa «Puerta divina», se
pondrá a la cabeza del panteón.

Por de pronto, la semitización del


país no va más allá, la ambición de
legitimidad de los nuevos gobernantes
garantiza más bien la continuación, en
muchos aspectos, de la cultura
tradicional del país. Isbierra no piensa
más que en meterse dentro de la
tradición del la III dinastía de Ur
suprimida por él, se llama a sí mismo
«Rey de Ur», y sus veintitrés fórmulas
anuales, publicadas recientemente, no se
diferencian en nada de las de los últimos
reyes de Ur: También aquí se trata de
nombramientos de sacerdotes supremos,
construcción de templos, no solo en Isin
sino también en otras ciudades,
dedicados a Enlil, Ninlil, Ninurta e
Inanna, o de campañas contra los
antiguos enemigos del país en Oriente y
Occidente. Sus sucesores son «Reyes de
Sumer y Accad», aceptan pronto la
divinización del soberano y celebran la
«Boda Sagrada». Poseemos un himno a
Iddindagan de Isin (hacia 1900 a. J. C.)
del que se deduce evidentemente que en
las fiestas de Año Nuevo consumó la
boda cultual con la representante de
Inanna:

«Se lava a la Señora para el


sagrado regazo,
se la lava para el regazo de
Iddindagan,
se prepara un baño para la sagrada
Inanna,
se salpica el suelo con perfumada
madera de cedro.

El rey va con la cabeza levantada


al santo regazo, al seno de Inanna,
Ama-ushungal se echa a su lado,
el rey acaricia su cuerpo sagrado.»

Inscripciones sumerias de
consagración documentan a estos
príncipes semitas occidentales con los
honrosos nombres tradicionales de los
santuarios: «Lipi-tistar, el humilde
pastor de Nippur, el santo plantador de
Ur, el que incesantemente cuida de
Eridu, el Señor que adorna Uruk, el rey
de Isin, el rey de Sumer y Accad, el
favorito de Inanna...» Y es característico
que este rey, que reinó hacia 1870 a. J.
C., mandó componer en lengua sumeria
su ley reformadora descubierta hace
pocos años. También cuando un
usurpador de nombre intencionadamente
sumerio, Ur-Ninurta (hacia 1850 a. J.
C.) pone fin a la dinastía de Isbierra en
Isin, sigue la misma tendencia. Y bajo su
biznieto se celebró una costumbre
cultual con cuyo desenlace no se había
contado naturalmente esta vez: Si se
descubrían malos presagios para el rey y
el Estado, se solía colocar en el trono
por un día a un «rey suplente», que tenía
que morir a la noche siguiente y, según
la concepción normal, se llevaba
consigo la esperada desgracia. En
tiempos de Erraimitti tuvo lugar un acto
semejante. Pero cuando este príncipe
murió expresamente el mismo día de la
proclamación del rey suplente, éste supo
mantenerse en el trono y gobernó
tranquilamente durante veinticinco años
—un acontecimiento que a pesar de su
rareza pasaría más de mil años después
a la tradición griega en forma de
leyenda.
Semejante es también el resultado en
Larsa, que ocupa el primer puesto desde
1860 a. J. C. aproximadamente: el
fundador de este ascenso, Gungunum, se
llama «Rey de Sumer y Accad»,
Nuradad (hacia 1790 a. J. C.) restablece
la antigua ciudad cultual de Enki, Eridu
y vuelve a poner en marcha su servicio
divino. Su hijo Siniddinam se vanagloria
en sus inscripciones sumerias de su
preocupación por Utu, Dumuzi, Nanna y
la ciudad Ur. El es el primero que tiene
un conflicto con los gobernantes semitas
occidentales de una nueva ciudad a
orillas del Eufrates, a 200 km al
noroeste en las proximidades de la
antigua Kish, con los señores de
Babilonia. Hacia 1830 había fundado
aquí Sumuabum una dinastía; el quinto
descendiente de este príncipe,
Hammurabi, había de ser elegido por el
destino para ayudar a los semitas a
manifestar su imperio.

Pero el importante siglo xix a. J. C.


contempla todavía la ascensión de otra
potencia, y para encontrarla hemos de
partir de Sumer y Accad, y subir unos
500 km Tigris arriba. Aquí yacía Asur
(hoy Qual'at Sherqat, a 100 km de
Mosul aguas abajo), muy influida por la
cultura del Sur desde mediados del III
milenio y dominada también
directamente por Sargón de Accad y los
soberanos de la III dinastía de Ur. Y
aquí, en el Tigris y el Gran Zab, se
asentaba una población nacida de la
mezcla entre aborígenes —no sumerios
— y semitas, que culturalmente no fue
muy productiva, pero sí muy dura y
acostumbrada a guerrear. Sus tierras se
diferenciaban esencialmente de la seca
estepa y del caluroso país aluvial del
Sur. En el invierno hacía mucho frío, y
mientras apenas se podía encontrar
palmeras, había en las faldas de las
montañas bosques de plátanos,
tamariscos, moreras y encinas, y en los
valles verdes praderas y arroyos que
jamás se secaban. En la primavera se
cubrían los prados de flores, pero
cuando el tiempo estaba despejado se
podían ver al Norte y el Este las altas
montañas del Kurdistán, cuyas cimas
conservaban a menudo sus gorros de
nieve hasta el mes de junio.

A la caída del imperio de Ur III,


Asiria había reconquistado también su
libertad, y su combatividad la preservó
de convertirse en fácil botín de la
invasión de los semitas occidentales. En
contraste con los invasores Asur —lo
mismo que en el extremo meridional el
«país marítimo» situado a las orillas del
Golfo Pérsico —acentuó la tradición
sumero-acadia. Desde ahora tomó por sí
misma la protección otorgada hasta
entonces por los reyes de Ur a aquellas
colonias comerciales fundadas por
comerciantes de Asur, muy avanzadas,
sobre todo en la Kanesh de Asia Menor
(hoy Külpete, a 750 km de Asur en
dirección NO), en cuyas ruinas se
habrían de conservar numerosos
documentos comerciales, participando
así en las considerables ganancias que
proporcionaba el comercio con Asia
Menor.

Asur no cae bajo el dominio de los


semitas occidentales hasta alrededor del
año 1850. Ilushuma no construye
solamente murallas urbanas y un templo
a Istar, sino que alcanza también contra
los potentados meridionales éxitos tan
grandes que tuvo que haber disfrutado
una especie de supremacía sobre ellos.
Con arreglo a un documento encontrado
pudo fijar incluso en Nippur y Ur «la
libertad de los acadios», es decir, dictar
reducciones de impuestos. Su hijo
Irishum I, a quien la recién descubierta
lista de reyes asirios cita como primer
príncipe con los años exactos de
gobierno, nos es conocido por las
numerosas inscripciones de sus
construcciones, una copia de las cuales
se halló en la Kanesh de Asia Menor.

Esta estrecha unión político-


comercial con el noroeste continuó
todavía bajo el nieto de Irishum, Sargón
I de Asur (hacia 1780), pero parece que
se interrumpió poco después de su
muerte por los efectos de la invasión de
los hititas en Asia Menor. El cierre de
las fronteras con los mercados
septentrionales motivó un rápido
descenso de las ganancias con el
comercio de exportación y tránsito, lo
cual tuvo por consecuencia una
reducción del antiguo poder asirio. De
esta forma, el enérgico príncipe de
Esnunna, Naram-Sin, cuyo palacio se ha
desenterrado en Tell Asmar, pudo
extender su dominio sobre los vecinos
asirios del noroeste y proclamarse a sí
mismo Rey de Asur. Las listas reales
citan detrás de él a Irishum II, (hacia
1750 a. J. C.), elevado al trono mediante
una reacción nacional; pero éste era
todavía un niño y no pudo resistir al
gran campeón Samsi-Adad. Ya hemos
conocido el lacónico informe que nos
relata el dominio de este último.

Samsi-Adad y su facción guerrera no


se conformaron con la relativamente
pequeña Asiria (que por entonces se
llamaba todavía Subartu). Al Oeste y al
Suroeste atraía el rico Mari cuya capital
del mismo nombre, por su situación a
orillas (L 60 y sig.) del Eufrates y la ruta
de las caravanas, era el lugar de cambio
más importante del comercio de Siria y
obtenía continuamente grandes ganancias
de él. Un tal Jaggidlim había fundado
allí una dinastía y su hijo Jachdunlim
había gobernado con tanto éxito que por
último dominaba una región de siete
principados. En el curso de esta política
de expansión sucedió que Ilakabkabu
tuvo que marcharse de Terqa, y esta
antigua cuenta pensaba saldarla ahora su
hijo Samsi-Adad. Jachdunlim perdió la
vida en una revolución palaciega, que
debió ser incitada por Samsi-Adad; de
todas formas atacó inmediatamente y se
hizo soberano de la ciudad y del país.
Mientras que las princesas cayeron en
sus manos —después las instruyó en la
música— y mató a los príncipes de que
se pudo apoderar, el joven Zimrilin
consiguió escapar y halló asilo en la
Aleppo siria.

El vencedor convirtió a su hijo


Jasmachadad en gobernador y poco
después en virrey del Estado
conquistado, aunque como muestran sus
cartas, vigüaba continuamente al poco
enérgico príncipe, que no poseía ni las
aptitudes militares ni las técnico-
administrativas de su hermano, el
príncipe heredero Ismedagan, sino que
más bien parece haber considerado el
palacio de Mari como una especie de
Sanssouci. Para Samsi-Adad, Mari era
algo más que un puesto exterior de
segundo orden y una productiva plaza
comercial: de aquí partían los hilos
tendidos hacia los cuatro puntos
cardinales, aquí se abría la puerta del
mundo, y el inteligente rey supo
aprovechar esta circunstancia. Su
ambición se había trazado una gran
meta: como quiera que los vecinos del
Sureste y del Sur —la autónoma
Esnunna y la independiente Babilonia—
le impedían la expansión en este sentido,
se propuso establecer su dominio en el
Oeste y Noroeste. Metió en una red de
alianzas más estrechas o sueltas a los
importantes —que entran con toda
claridad en nuestro campo visual con el
descubrimiento de la correspondencia
de Mari—, Estados del Belich, del
Eufrates medio y de Siria norte,
Charrán, Karkemish, Aleppo, Chamat,
Qatna y otros; con Ishiadad, el rey de
Qatna (hoy Mishrife, en el Orontes),
concertó un matrimonio político uniendo
a su hijo Jasmachadad con una hija de
este príncipe sirio.

Una estela de victoria descubierta


cerca de Mardin, a 300 km al noroeste
de Asur —dentro del estilo de Naram-
Sin de Akkad— muestra la penetración
asiria Tigris arriba, desde donde venía
ahora el tributo del «país superior», y el
«país de Laban, en la costa del gran
mar». Una parte de Siria, con toda
seguridad, estaba sometida a Samsi-
Adad. Con Babilonia se concertó un
pacto de amistad basado en la ayuda
mutua y en el intercambio de noticias
políticas, según el cual la cancillería
asiria enviaba a Hammurabi copias de
las cartas recibidas de otros príncipes.
La construcción de un gran palacio y de
un nuevo y grandioso templo a Enlil en
Asur, la ulterior actividad de
construcciones religiosas para Dagan y
el dios del estado asirio Asur, la
configuración de los títulos, y por último
y sobre todo la fundación de su propia
residencia, llamada Shubat-Enlil
(«Vivienda de Enlil), fuera de Asur,
donde siguió siendo considerado como
un usurpador, explica junto con las
numerosas inscripciones que Samsi-
Adad no quería ser un simple reyezuelo
entre muchos de sus iguales. Igual que
los soberanos de Akkad se llama «Rey
de la Totalidad», y subraya que «An y
Enlil lo han llamado a que su nombre
sea grande entre los reyes que le
precedieron». Así, pues, quiere ser
(LÁMINA 43, 46) un gran soberano
como Sargón o Naram-Sin, un elegido
único de Enlil, el señor de las tablas del
destino.

Los planes de este inteligente


príncipe, que sabía atacar brutalmente y
guardar también la medida, que era tan
buen estratega como administrador,
conocedor de los hombres y padre de
sus soldados, fueron cortados de forma
trágica por el destino. Al mismo tiempo
que él vivían dos potentados en el
espacio relativamente estrecho de
Mesopotamia, que lo igualaban en
aptitudes de gobernante e incluso lo
superaban: en Larsa se había afianzado
una familia de príncipes elamitas que
ganó una gran influencia con Warad-Sin
y sobre todo con su hermano y sucesor
Rim-Sin (1758-1698), y en Babilonia
subió al trono Hammurabi en 1728, el
más grande de todos los príncipes
semitas occidentales.
(LÁMINA 64 y sig.) Pero es notable
que cuando murió Samsi-Adad en 1717,
incluso en Esnunna denominaran un año
con arreglo a este acontecimiento: los
contemporáneos lo tomaron como una
fecha de importancia histórica mundial.
De hecho, a pesar de su manifiesta
capacidad, no pudo mantener el imperio
paterno su hijo y sucesor Isme-Dagan,
que bajo la dirección de su padre se
había acreditado en su puesto de
gobernador de Ekallatum, contra
Esnunna, los pueblos montañeses del
norte y el sur babilónico. Estuvo
siempre en estrecho contacto con
Jasmach-Adad de Mari, a quien después
de su ascensión al trono siguió
aconsejando como lo venía haciendo
hasta entonces el padre. Parece haber
sido vencido por Rimsin de Larsa, y éste
tuvo que ceder a su vez ante Hammurabi.
Mucho menos pudo mantenerse aún
Jasmach-Adad en Mari. El legítimo
heredero del trono de Mari, Zimrilim,
que vivía exilado, vio que había llegado
su hora y recuperó las posesiones del
padre. Isme-Dagan permaneció aún
varios decenios, 1677
aproximadamente, como rey de Asiria
—quizá en calidad de vasallo de
Babilonia, o también como rey
independiente en un resto montañoso de
su país. Acto seguido se hundió la
fundación de Samsi-Adad en la carencia
de historia durante 200 años —
probablemente bajo los efectos de la
invasión de los churritas, que en primer
término había puesto en movimiento
grandes tropeles de pueblos montañeses
bárbaros en dirección a Asiria.

En una coexistencia impresionante,


el primer período postsumerio
manifiesta dos fenómenos
contradictorios que en el fondo debían
excluirse y sin embargo están
estrechamente unidos: la victoria de los
semitas occidentales y el esfuerzo
espiritual por conservar la herencia del
pasado. El archivo del templo de
Nippur, procedente de esta época, que
exhumaron los americanos a comienzos
de siglo, nos muestra que su «casa de las
tablillas» —una especie de academia
sumeria— intenta asegurar para el
presente y el futuro, y conservar fecundo
el conocimiento, la poesía y la fe de
Sumer en un esfuerzo múltiple y digno
de admiración.

Partiendo de estas tendencias la


ciencia alcanza ahora un florecimiento
notable en muchos aspectos. La lista real
sumeria, compuesta de muchas
tradiciones individuales locales y
provistas de notas históricas, que
empieza en la remota antigüedad con
Alulim de Eridu —«cuando el reino
descendió de los cielos estaba éste en
Eridu»— y pasando por primitivos
reyes legendarios, por Uruk y Kish lleva
hasta el último rey de la dinastía Isin,
Damiqilishu (hacia 1750) o a su
antecesor Sinmagir, esta lista es un
meritorio intento de historiografía que
procura dominar un milenio de historia
con sus innumerables nombres de
soberanos. La copia de los antiguos
textos históricos y la consecuente
redacción de las historiadoras
inscripciones reales, que incluyen
bendiciones y maldiciones y tienden a
sacar las enseñanzas del pasado, crean
el tipo de historiografía con el que los
secos o incluso esquemáticos nombres
de los siglos pasados se despertaron a
una vida nueva y propia. Se cultiva el
idioma sumerio, perdido ya en la boca
del pueblo, se comentan los textos
antiguos, se traducen, se establecen
catálogos (LÁMINA 59) enteros para
resumir los tradicionales monumentos
literarios según las necesidades
prácticas, creándose ese trabajo
filológico que, por un lado, recibió la
literatura sumeria en general, y por otro
habría de facilitar tres milenios y medio
más tarde la interpretación del sumerio,
aislado totalmente en la historia
lingüística.
Junto al escriba está el aritmético,
que no solo utiliza las cuatro reglas
funda-damentales, sino que domina
también potencias, raíces, medios
algebraicos, cálculos de superficies y
determinaciones de capacidad. El
llamado texto del problema, descubierto
recientemente en Tell Harmal, la antigua
Shaduppum (en la periferia de Bagdad),
y provisto de un dibujo, demuestra
también que la matemática de esta época
abarcaba, por ejemplo, el tema de un
Euclides, sin penetrar, naturalmente, en
la abstracción de demostración y
teorema. Se cultivan solícitamente la
astronomía y la astrología. Junto a
muchas otras cosas, los signos del
Zodiaco utilizados en la actualidad, son
una herencia de aquellos esfuerzos, de
entre los que despertaron una atención
especial los cálculos impecables de las
fases de Venus, obtenidos solamente
cien años más tarde en los tiempos de
Ammisaduqa de Babilonia. Podemos ver
lo mucho que se apreciaba el arte de la
medicina por dos cartas del archivo de
Mari: Una vez Jasmach-Adad de Mari le
ruega a su padre Samsi-Adad, en interés
de un funcionario enfermo de muerte,
que le ceda el médico Meranum,
teniendo en cuenta que se trata de un
viaje de 240 km y a través de una región
insegura por los asaltos de los beduinos.
Otra vez Isme-Dagan, el príncipe
heredero asirio y gobernador de
Ekallatum, envía un especialista médico
a Mari para la investigación de yerbas
medicinales cuya eficacia se había
experimentado.

«A Jasmach-Adad: te habla Isme-


Dagan, tu hermano... Las yerbas con
las que me ha tratado tu médico son
excelentes. Cuando se inicia cualquier
enfermedad, esta hierba la cura. Aquí
te envío al médico Samsi-Adad-Tukulti.
¡Debe analizar inmediatamente esta
yerba! ¡Después me lo devuelves!».

Entre las artes goza de gran


reputación la música, tanto la religiosa
como la profana. Tiene ya una larga
historia tras sí y utiliza una gran
cantidad de instrumentos, muchos de los
cuales pasarían después a Occidente
para encontrarlos luego en Grecia.
Sellos y placas de inscripción de la
época Mesilim (hacia el 2600a. J.C.),
(LÁMINA 34, 36, 101) hallazgos en las
tumbas reales de Ur I (2500) y
reproducciones en relieve de Gudea
(2000) nos ilustran sobre la existencia
de arpas y liras de distinta forma y
tamaño, atabales con platillos, timbales,
bombos, tambores, a veces de gran
volumen, flautas, pífanos dobles, sistros,
etc. Se cultivaba también la música de
orquesta y el canto a coro. Todavía no
sabemos si lo determinante para la
música del Antiguo Oriente era la escala
de siete o de cinco notas; hemos de
suponer intervalos de quinta, de cuarta y
de segunda.

La rama sacra de la música está


íntimamente unida a una extensa poesía
de himnos en alabanza de los dioses, de
sus santuarios y de los reyes
divinizados, y también en lamentación
de algunas ciudades castigadas
duramente por el destino. Esta poesía
cultual, que imita naturalmente los
antiguos modelos por su forma y su
contenido —ya hemos mencionado el
himno a la construcción de Gudea como
su mayor obra antigua—, encuentra
ahora su forma clásica. En nosotros
produce un efecto extraño su estilo
monótono que a veces se repite
incansablemente, pero nos permite
sospechar la profunda devoción de
Sumer y echar un vistazo a la liturgia de
los primeros tiempos postsumerios.
Muchas cosas son ya mero
convencionalismo, pero podemos estar
seguros de que estos poderosos cantos
no dejaron por ello de impresionar a los
participantes del culto. Oigamos una
canción a Enlil, el señor del mundo, que
transcurre como sigue:

«Sabio Señor ¿quién conoce tu


voluntad? Estás dotado de fuerza, ¡oh
señor de Ekur, nacido en la montaña,
tú, señor del Esharra! ¡Fuerza
poderosa, oh padre Enlil! Dingirmach
te crió, animador del combate, que
dispersas las montañas, como harina,
como cereal segado. Por tu padre
marchaste contra el país de la
indignación y te acercaste a las
montañas. Doblas el país enemigo
como una caña. Sometes todos los
países enemigos bajo un lema: «Soy el
sello de todas las murallas enemigas»
Vences a los poderosos y te apoderas
de la puerta celeste, coges el cerrojo
del cielo, rompes su candado y alejas
de la puerta celestial la cerradura.
Deshaces el país que no se somete, No
dejas que se alcen comarcas enemigas.
Señor, ¿cuándo dejas en paz a un país
enemigo, quién puede aplacarte? Nadie
puede cambiar la orden de tu boca,
nadie se atreve a enfrentarse con ella.
¡Soy el Señor, el león del santo An, sí,
soy el héroe del país sumerio! ¡Alegro
los peces del lejano mar, hago volar los
pájaros, soy también el campesino que
ara los campos, soy Enlil!
Verdaderamente tú eres el Señor, el
héroe de tu padre, y ningún enemigo
escapa a tu derecha, ni ningún malo a
tu izquierda. Cuando sentenciaste a un
país enemigo, jamás se volvió a
levantar, enviaste tu maldición al país
del escándalo. ¡Soberano de Ekur, tu
fuerza llega lejos! Tú, el primero entre
los dioses, el supremo entre los dioses
Anunnaki, Señor Enlil, eres el que
conduce el arado, el supremo entre los
dioses Anunnaki, Señor Enlil, eres el
que lleva el arado!»

He aquí una lamentación de Inanna


por el desaparecido Dumuzi («Estepa»
tiene el sentido de «Infiernos»):

«¡Mi corazón mira con dolor hacia


la estepa!
Soy el miedo del enemigo, la señora
de Eanna,
soy la madre del Señor llamado
Ninsuna,
y también de Geshtinanna,
adolescente!
Mi corazón mira doloroso hacia la
estepa,
hacia el lugar donde está Dumuzi,
va hacia los infiernos, el lugar del
pastor.

Mi corazón mira doloroso hacia la


estepa,
allí donde fue atado el adolescente,
donde fue encadenado Dumuzi,
donde la oveja me daba su cordero.

Mi corazón mira doloroso hacia la


estepa,
donde la cabra me daba el chivito,
hacia los lejanos dioses de este
lugar,
donde el pájaro abriga a su cría.

Mi corazón mira doloroso hacia la


estepa.»

Como tercera prueba citemos aún el


comienzo de un himno a Iddin-Dagan de
Isin (hacia 1900 a. J. C.):

«Iddin-Dagan —An te ha fijado


un gran destino en su templo.

Iluminó la corona, que tan bien te


sienta,
con el claro resplandor de los
rayos,
te hizo el pastor de Sumer,
puso a tus pies el país enemigo;
Enlil te miró con confianza,
te dio, oh Iddin-Dagan,
un lema inmutable:
fortalecer la buena dirección de
Sumer,
establecer la armonía entre los
hombres,
que Sumer y Accad descansen
bajo tu protección y darles
abundante
comida, y agua dulce, a los
hombres.

Esto te encargó Enlil.


Iddin-Dagan, pastor en su corazón,
tú eres quien aseguraste
el lema invariable de Enlil.

Enlil te dio un amplio espíritu,


¡Iddin-Dagan, sabiduría pura!
¡todos los países ensalzan tu
honor!...»

Canciones de este tipo debieron


entonarse, por ejemplo, en las fiestas de
la subida al trono o en la de Año Nuevo
con sus ceremonias de nupcias divinas.
Los himnos a los santuarios ocupaban su
lugar en la liturgia de las fiestas de los
templos, las lamentaciones de Inanna
por su amado en los ritos de aquellas
fiestas otoñales de Dumuzi-Tammuz, que
nos testimonia Ezequiel (8, 14) para el
templo de Jehová en Jerasalén más de
mil años después. Se conservaron a lo
largo de los siglos; pero aquí llegó el
momento de su escritura definitiva, y
aunque todavía no las comprendamos
por completo, nos facilitan sin embargo,
una idea de la lírica religiosa del
período postsumerio. Ante el carácter
conservador de toda la devoción del
antiguo Oriente, podemos terminar con
los cantos más viejos de los templos de
Sumer.

Si la religión conserva también el


respeto por la tradición bajo los
aspectos de los nuevos dioses, el
derecho se manifiesta acentuadamente
reformista en relación con las crecientes
tensiones sociales. Siempre oímos decir
de los reyes de de Isin que
«restablecieron el derecho en Sumer y
Accad» —debiendo interpretar el
concepto «restablecimiento» como
transformación y nueva ordenación. La
jurisprudencia estatal, la ordenación de
los procesos, protocolos, sistema de
testigos, instancias de apelación, están
establecidos ya desde hace tiempo en la
época Ur III, como conocemos por los
innumerables documentos jurídicos, y
aunque la ordenación jurídica más
antigua y conocida sigue siendo todavía
la de Ur-Nammu de Ur, apenas puede
dudarse de que existieron ya códigos
mucho antes.

El período Isin-Larsa nos ha


proporcionado hace poco dos de estos
códices: Durante las excavaciones
iraquíes de 1948/49 se desenterraron las
leyes reformistas de Bilalama de
Esnunna, escritas en acadio,
pertenecientes a mediados del siglo xix
a J. C. y que, según el prólogo,
contienen preferentemente artículos de
derecho civil y comercial —una
ordenación de precios para mercancías
básicas, como cereales y aceite,
estipulación de sueldos e intereses,
derecho de esclavos, indemnizaciones,
penas por heridas corporales—. En
1947 se descubrió el Códice de
Lipitistar de Isin, escrito en sumerio y
cuya parte conservada trata del cultivo
de los huertos, determinaciones de la
responsabilidad, encubrimiento de
esclavos, pérdida de la propiedad de
terrenos, leyes matrimoniales y de
herencia, así como la responsabilidad
por el alquiler de niños. Ambas leyes
atestiguan el cumplimiento de las formas
y normas tradicionales en el derecho,
seducen por su suavidad y dan más
importancia a la indemnización que a la
pena, es decir, que lo más importante es
la reparación.
Entre los documentos procesales de
la época merece consideración especial
el protocolo de una vista por asesinato,
conservada en una tableta de barro
descubierta en Nippur. Procede de los
tiempos de Ur-Ninurta de Isin (hacia
1850 antes de Jesucristo) y nos dice lo
siguiente: Un empleado del templo fue
muerto por tres hombres, y éstos
comunicaron su crimen a la mujer del
asesinado sin que ella presentase
denuncia. El asunto se hizo sospechoso y
fue transferida la causa por el juzgado
real de Isin para su vista en Nippur.
Contra los tres autores del crimen y la
mujer acusada de encubridora
declararon nueve testigos y exigieron la
pena de muerte para los cuatro
acusados, mientras que otros dos
testigos declararon en favor de la mujer
con los argumentos siguientes: ella no
participó en el crimen, cuando su marido
vivía era siempre maltratada, fue
alimentada por él y desde su muerte
sufre necesidades económicas aún
mayores. En consecuencia ya ha sido
bastante castigada. Los tres asesinos
fueron condenados a ser muertos ante la
sede de su víctima, mientras la mujer
parece haber sido puesta en libertad.

La tablilla de barro cocido que nos


cuenta esta historia de un acta judicial
de hace 3800 años solo tiene un tamaño
de 10 por 5 cm. Pero tras el pequeño y
sencillo documento, que se puede rodear
con la mano, se alza invisiblemente toda
la digna grandeza del derecho sumerio
ordenado hasta el último detalle y la
seriedad rigurosa e invariable del
sistema jurídico que como lo ordenaba
la ley, sabía pronunciar la sentencia
justa tras el concienzudo examen y
audición de todos los testigos.
VIII -
HAMMURABI Y
SU ÉPOCA

Babilonia, 1690 a. J. C.
A comienzos del año 1902 los
excavadores franceses encontraron en
las ruinas de la Susa persa (hoy Shush,
200 km al norte de Abadán) una estela
de diorita (LÁMINA 64) de 2,25 m de
alta que procedía de Babilonia y
probablemente fue transportada hasta
allí a principios del siglo xii a. J. C.
como botín de una incursión elamita,
más de 300 km hacia el Este. Por
entonces representaba un famoso trofeo
de 500 años, pero en ella se había
grabado en escritura monumental la obra
jurídica de Hammurabi, el gran rey de
los babilonios, reproducido en relieve
encima del texto ante el dios solar
Shamash. El orgulloso capturador de la
magnífica pieza, que antiguamente
estaba con toda seguridad enclavada en
el lugar adecuado para conocimiento
público del nuevo derecho —por
ejemplo en el patio anterior del templo
de Shamash— no tuvo ningún reparo en
borrar una parte de los artículos para
crear así espacio para su propia
inscripción triunfal. No obstante, la
realización de este plan no se efectuó.
Lo mismo que el monumento a la
victoria de Naram-Sin de Akkad, el gran
código se conservó para la posteridad
gracias a un ataque de los enemigos
jurados de Babilonia, los elamitas; su
descubrimiento le dio a Hammurabi
(1728-1686) en la ciencia moderna a lo
largo de (LÁMINA 65) cincuenta años,
la fama del primer legislador de la
historia —en tal medida que durante
mucho tiempo se nombraban
simultáneamente a este príncipe y su ley.
Desde hace poco sabemos que
Hammurabi no pisaba en modo alguno
tierra virgen con su empresa legislativa,
sino que tuvo antecesores en Ur-Nammu
de Ur, Bilalama de Esnunna y Lipitistar
de Isin, el más viejo de los cuales
gobernó 300 años antes. Mas el
destronamiento de Hammurabi no es
completo. Pues su Código, con sus 300
artículos, cuyas indicaciones no
penetraron en modo alguno en todas
partes, sigue siendo el más extenso y se
diferencia tanto por su contenido,
particularmente en el derecho penal, de
sus antecesores que con él se inicia una
nueva época del derecho. Si juzgamos
con arreglo a los criterios humanitarios
no es «progresiva», pues viene
determinada por aquel principio del
Taitón, que la Biblia describe tan
acertadamente con la frase de «ojo por
ojo, diente por diente», Pero aquí
observamos ni más ni menos que la
irrupción de normas jurídicas semitas,
tal como correspondían a la creciente
«des-sumerización» de esta época y al
joven mundo semita en constitución.

Como en el «libro de la federación»


israelita, 500 años más moderno,
predomina todavía en el derecho penal
la rápida y dura ley del desierto. Sobre
las penas en dinero y propiedades se
halla el azotamiento, luego la mutilación
y por último la ejecución del culpable,
que puede agudizarse aún con el
empalado, quemando o ahogando al reo.
El arquitecto paga con la muerte el
hundimiento de una casa construida sin
la debida solidez cuando perezca en él
un inquilino, y hay una especie de
responsabilidad de clan: en caso de que
los escombros de la casa derrumbada
entierren al hijo del propietario, tiene
que morir también el hijo del arquitecto.
Prescripciones de idéntica rigidez son
empleadas también con el médico al que
se le muera el paciente. Con la pena de
muerte se castiga también el adulterio, la
calumnia grande, el atentado contra la
propiedad. Mas no por ello existe
arbitrariedad alguna; la condena no
puede tener lugar hasta que no haya sido
demostrado impecablemente el delito
del acusado.

Menos evidente, aunque sí


conocible, es también la variable
posición del Código de Hammurabi
respecto al derecho procesal, comercial
y civil. Además, es bien manifiesto que
las leyes de Hammurabi no reflejaban
todo el derecho vigente de su Estado,
sino que solo contenían la parte
reorganizada. Ello quizá sea debido a la
falta de una ordenación sistemática; en
todo caso la echamos de menos, como
podemos comprobar dando un ligero
vistazo al contenido del corpus. En él,
los artículos 1-5 tratan del derecho
procesal (acusación injusta, jueces,
testigos, ordalías); artículos 6-25:
protección a la propiedad (hurto y
robo); artículos 26-41: obligaciones del
cargo y feudos; artículos 42-88
aproximadamente: relaciones de
posesión de otros propietarios de tierras
(laguna de unos 10 artículos) artículos
100-126: negocios monetarios (deuda,
préstamo); artículos 127-177 (!):
derecho familiar; artículos 178-184:
mujeres del templo y concubinas;
artículos 185-195: adopción; artículos
196-227: daños corporales; artículos
228-240: construcción de casas y de
barcos; artículos 241-277: alquiler;
artículos 278-282: sistema de esclavos.
No queremos dejar de citar al menos
algunos artículos de este código clásico
de la antigua Asia Anterior, que fue
copiado en los siglos posteriores y
utilizado siempre como modelo:

Art. 1. «Cuando un hombre acuse a


alguien de homicidio sin poder
demostrarlo, el denunciante será
castigado con la pena de muerte.»
Art. 21. «Cuando un hombre irrumpe
en una casa será muerto y soterrado ante
el lugar de la irrupción.»
Art. 38. «Un gendarme, cazador o
tributario no puede ceder legalmente a
su mujer o hija nada del campo, huerto o
casa en que se base su servicio ni
entregarlo tampoco a cambio de su
deuda.»
Art. 48. «Cuando un hombre esté
sujeto a un préstamo y Adad (el dios de
la lluvia) inunde su campo o lo arrase
una inundación, o cuando debido a la
sequía no haya crecido el cereal en el
campo, entonces no habrá de entregar
ningún grano al propietario del préstamo
en este año; deberá humedecer (?) su
tabla y no entregará los intereses del
cereal.»
Art. 205. «Cuando un esclavo dé
una bofetada al hijo de un libre, se le
cortará la oreja.»
La dureza bárbara de algunas de
estas prescripciones no puede ocultar
sin embargo su sabiduría y su
preocupación por la vida y la propiedad
de los ciudadanos y por su intacta vida
jurídica en general. Y de estos esfuerzos
patrióticos nos dan testimonio también
el prólogo y el epílogo del Código,
según los cuales Enlil le regaló a
Hammurabi los «cabezas negras» (es
decir, los hombres) y Marduk le encargó
que fuera su pastor. Las largas y
tradicionales formulaciones que
anuncian el cuidado de todos los
santuarios del país de un modo
semejante a los himnos reales, termina
poco antes del comienzo de la verdadera
ley con las palabras siguientes:

«Cuando Marduk me envió para


digirir a los hombres y para traer la
felicidad al país, entonces restablecí el
derecho y la justicia en el país y
fomenté el bienestar de los súbditos».

La seriedad con que el gran


soberano se tomó este deber que le
había encomendado su dios, se deduce
también de las 150 instrucciones por
carta de su cancillería que se han
conservado para la posteridad y que
están dirigidas a dos altos funcionarios
de la Administración: el gobernador del
norte de Babilonia, Siniddinam,
residente en Sippar, y al gobernador de
Babilonia del Sur, Shamash-Chasir de
Larsa, así como por las cartas del
ministro Awil-Ninurta. Aquel momento
personal que nos llamó la atención en
los escritos de Samsi-Adad, de Asur,
desaparece aquí por completo. A
cambio de ello encontramos en estas
disposiciones, promulgaciones y
decisiones una abundancia de material
para el esfuerzo realmente grandioso de
Hammurabi por implantar el orden y el
derecho en todo el país. Todo el que se
sentía engañado podía dirigirse a él en
última instancia, o incluso denunciar
contra la corona; el soborno y el
desfalco eran perseguidos
implacablemente. A cada ciudadano se
le garantizaba su propiedad rural; la
confiscación de la propiedad, efectuada
—por ejemplo— por los colonos de
nuevas ciudades sometidas, encontraba
raras veces aprobación y —como última
posibilidad— podía ser devuelta por
vía de gracia. En las empresas guerreras
era un principio dar el mejor trato
posible a los habitantes. El rey se
preocupaba de todo caso particular que
le era conocido y decidía rápida,
escueta y definitivamente en los asuntos
más pequeños:

«A Shamash-Chasir: habla
Hammurabi. Igmilsin me ha
comunicado lo siguiente: Tal como me
había encargado mi señor, he
inspeccionado los huertos que están
confiados a Aplijaum y Sinmagir. En
estos jardines se han contado árboles,
pero nadie los vigila. Esto es lo que me
han comunicado. Cuando leas esta
carta... deberán vigilar los jardines que
se le han encomendado. Y en cuanto a
los árboles talados: ¿han sido talados
por los guardas o por otra mano?
Examina el asunto y envíame
información completa».

El culto y la observancia del


derecho, cuestiones de finanzas y de
impuestos, administración y burocracia,
sistema militar, trabajos públicos,
comercio e industria, agricultura y
ganadería son supervisadas y
fomentadas por Hammurabi siempre con
la misma energía, y no cometemos
ningún error al considerar su Estado
como el mejor administrado de su
tiempo.

¿Quién fue este destacado príncipe


cuya fama duró un milenio y a quien los
reyes caldeos del siglo vi a. J. C.
tomaban todavía por modelo, y cómo
llegó al poder que supo aplicar tan
excelentemente para el bienestar de sus
súbditos? Su familia estaba ya en el
trono de la ciudad desde hacía cinco
generaciones, sin que se sepa más de
ella. Un semita occidental llamado
Sumuabum había podido fundar hacia
1830 —quizá en relación con la
incursión de Ilushuma de Asur en
Babilonia del Sur — un pequeño
dominio en Babilonia (cerca de Hille,
6o kilómetros al sur de Bagdad). Su
sucesor Sumulailu aseguró la nueva
residencia con murallas y destruyó la
vecina Kish, enemiga naturalmente del
nuevo potentado, sometiendo además
Sippar, al noroeste, y Kazallu, más allá
del Tigris. Su hijo (LÁMINA 114)
Sabum construyó al dios de la ciudad,
Marduk, el templo de Esangila, que
alcanzaría después una fama tan grande.
Del nieto de este príncipe se dice en las
fórmulas anuales que participó como
aliado de Rimsin, de Larsa, en la
conquista de Isin y luchó también con
Ur. Gozaba ciertamente una relación de
dependencia bastante suelta con la
poderosa Larsa, apoyada por Elam, y la
ascensión de Samsi-Adad I al trono de
Asur le ofreció la posibilidad de un
juego diplomático entre los dos centros
del poder al Norte y al Sur. No podemos
determinar hasta qué punto la
aprovechó, pero sabemos que su hijo y
sucesor Hammurabi no dejó escapar en
ningún momento la menor oportunidad
de esta clase.
Junto con las aptitudes legisladoras
y políticas, este príncipe, el mayor de
los (LÁMINA 65) soberanos semitas
occidentales, poseía también la
circunspección, la tenacidad y la
paciencia de un político deslumbrador.
Estos dones precisamente eran
indispensables para un príncipe en una
época en que la existencia de pequeños
Estados obligaba a federarse. Estos
dones le ponían en situación de
participar en los sucesos diplomáticos,
incluso desde una posición inicialmente
débil. La correspondencia de Mari nos
muestra la habilidad con que
Hammurabi supo entenderlo. Para ello
tuvo que empezar con muy poco, cosa
que hasta ahora no se sabía: en el primer
decenio de su gobierno se enfrentó al
Noroeste con el poder cerrado del
antiguo imperio asirio, al Norte limitaba
con Esnunna, políticamente enemigo y
protegido por Elam, mientras que todo
el Este y Sureste estaba en manos del
capaz Rim-Sin de Larsa. Las relaciones
diplomáticas eran estrechas no solo
entre estos estados, sino también con los
países de la Alta Mesopotamia y de
Siria, dominados igualmente por los
semitas occidentales. En todas las cortes
estaban los enviados y agentes
extranjeros, que representaban también a
aquellas potencias de Babilonia. La
correspondencia diplomática era muy
numerosa y el espionaje muy activo en
todas partes. En un cambio continuo los
diferentes dinastas contraían alianza
entre sí, según la constelación política
del momento. Poseemos una carta de
Mari escrita en los últimos años de
Rim-Sin, que nos describe la situación
siguiente: diez o quince reyes estaban
con Rim-Sin de Larsa, con Ibalpel de
Esnunna, con Hammurabi de Babilonia y
Amutpiel de Qatna, respectivamente,
mientras que Jarimlim de Jamchad
(Aleppo) se apoyaba hasta en veinte
príncipes.

Hammurabi aprendió a tocar


magistralmente en el teclado de los
mutuos contrastes y ambiciones. A los
cinco años había llegado tan lejos que
pudo desplazar precavidamente su
esfera de influencia hacia el Norte y el
Sur. Sin duda alguna fue una suerte para
él que en 1717 muriese Samsi-Adad de
Asur. Acto seguido Zimrilim volvió de
Aleppo y expulsó de Mari a Jasmach-
Adad, el débil hijo del gran rey. En vez
de enfrentarse con un vecino poderoso
en el Norte, Babilonia tenía ahora dos
Estados enemigos y debilitados.
Hammurabi se apresuró a firmar una
alianza con el nuevo señor de Mari,
asegurándose así Babilonia del Norte y
ciertas regiones hacia la frontera asiria.
Siguen quince años de una alianza triple
Larsa-Mari-Babilonia, en los que no
tuvieron lugar más que pequeñas
disputas de este grupo de potencias con
Esnunna al Norte y Elam al Este. Esta
época relativamente tranquila la
aprovechó Hammurabi para afianzar su
posición y (LÁMINA 60 y sig.)
constituir su ejército, sin que a pesar de
toda la actividad comprobable de los
agentes secretos —conocemos sus
informes a Zimrilim por el archivo de
Mari— sus aliados estuvieran
orientados acerca de sus objetivos
finales.

Hammurabi creyó llegada su hora


hacia 1700 —Rim Sin de Larsa era ya
por entonces un anciano achacoso tras
58 años de gobierno. Uno tras otro
venció a Elam, los pueblos montañeses
del Norte, Esnunna y Asiria, Rim-Sin de
Karsa, otra vez Esnunna y Asur, y ahora
sometió también a su antigua aliado
Zimrilin de Mari. Es atacado y
derrotado en 1697, permanece al
principio en el trono en calidad de
vasallo y es también vencido dos años
más tarde tras una rebelión. Se envió
una guarnición a Mari y se demolió la
muralla. Todavía no se puede determinar
con exactitud si la ciudad fue destruida
entonces ó 150 años después durante la
gran incursión de los hititas en
Babilonia. Pero según el procedimiento
de Hammurabi es probable que actuase
con suavidad, y efectivamente en el
prólogo de su código dice que «perdonó
a la gente de Mari y Tutul». Había
llegado, pues, a la meta de sus deseos:
toda Babilonia estaba unida bajo su
cetro, «le obedecían las cuatro regiones
del mundo», su poder llegaba desde el
Golfo Pérsico hasta bien adentro de
Mesopotamia.

Quizá fue una suerte para él que le


fuera impedida una penetración hacia
Occidente más allá de estas fronteras —
como habían hecho Sargón, Naram-Sin o
los reyes de Ur III— por la aparición de
una potencia nueva en la Mesopotamia
superior: Se trata de los Churritas, que
aparecen en el Irán noroccidental desde
finales del III milenio, avanzan ahora
masivamente hacia el Este de Asia
Menor y las comarcas situadas entre el
Chabur y el Belich, fundan pronto en
todas partes pequeños Estados bajo la
dirección de dinastas indoiranios (arios)
y penetran hasta el sur de Palestina.
Desconocidos étnicamente,
emparentados lingüísticamente con los
posteriores Urarteos de Armenia y
algunas tribus caucásicas, imprimen
rasgos totalmente nuevos a las regiones
occidentales de Asia Anterior, con sus
conceptos caballerescos, sus dioses y su
arte, agotándose a sí mismos por
completo a los pocos siglos.

La inteligente renuncia de
Hammurabi a medirse con los Churritas
—Zim-rilim de Mari había de cruzar ya
las espadas con el nuevo pueblo— le
trajo a los últimos años de su gobierno
la suerte de poder seguir rigiendo en paz
y bienestar su país durante unos cuantos
años más. Y este gobierno había dejado
de ser sumerio conscientemente. Lo
mismo que el rey llevaba un nombre
cananeo —los de sus antecesores eran
ya, en parte, acadios, pero siguieron el
ejemplo de Hammurabi hasta el final de
la dinastía— supo asimismo hacer
agradable al país el carácter de su tribu.
También se impuso oficialmente la
lengua semita, se prescindió de la
divinización del rey y de los ritos de las
Nupcias Sagradas. En vez de la
arbitrariedad en el carácter de los
antiguos dioses se presenta ahora la idea
del derecho como componente
determinativo, y al mismo panteón sufre
un cambio decisivo: Marduk, señor de
Babilonia, es admitido como rey de los
dioses, siendo reconocido como tal
poco después en todas partes gracias a
su carácter filantrópico.

(LÁMINA 64) En el prólogo de su


Código Hammurabi anuncia que Anu y
Enlil transfirieron su soberanía a
Marduk. Y ahora —sin modelo sumerio
— la epopeya acerca de la creación del
mundo describe cómo fue Marduk, y no
Anu, Enlil o Enki-Ea, quien derrotó la
fuerza del caos Thiamat cuando todos
los dioses estaban ya desesperados,
cómo éstos le proclamaron señor suyo y
en agradecimiento a su salvación
trabajaron durante un año en la
construcción del templo de Esangila en
Babilonia —«pues es verdad que
Marduk es el dios que creó todo». Son
de tipo moral las exigencias que
presentan a los mortales y sobre todo a
los soberanos Marduk, el Bueno, a quien
se pueden acercar los hombres sin
miedo alguno con sus ruegos, y
Shamash, el dios solar que todo lo
ilumina y es garante del derecho. El
prólogo y el epílogo de la ley, sus
mismos artículos y L.3 cartas de
Hammurabi, demuestran que el rey
aspiraba a satisfacerlas. Tampoco
descuidó la preocupación tradicional
por el culto y los templos de todas las
divinidades veneradas en su país —
entre ellas aparecen ahora figuras con
cabeza (LÁMINA 67) de Jano o incluso
con cuatro caras, que probablemente
representan embajadores divinos—,
sino que en el prólogo enumera
detalladamente y una tras otra las
múltiples medidas tomadas para su
satisfacción.
Babilonia ha escapado a una
comprobación arqueológica de estos
informes debido a la subida del nivel de
las aguas subterráneas, que impidió se
pudiera penetrar hasta los estratos más
profundos. Así, pues, no sabemos cómo
eran los santuarios de Hammurabi, ni su
ciudad, sus fortificaciones, barrios de
viviendas ni el palacio. Según el
testimonio de su contemporánea
Ishtshali, desenterrada a orillas del
Diyala, los barrios donde vivía la gente
en aquella época eran una estrecha
maraña de calles y callejones, donde se
aprovechaba el espacio hasta lo último y
solo se permitía cierta amplitud a los
templos, palacios y edificios
administrativos.

Conocemos también pocos


ejemplares del arte figurativo de esta
época. Entre ellos tenemos un busto y —
aparte de la estela del Código— otros
relieves que quizá representen al mismo
Hammurabi, algunas estatuillas en
bronce de dioses de cuatro caras, una
figurilla de Larsa y una encantadora y
pequeña escultura (LÁMINA 66-68)
animal en alabastro que representa un
mono sentado.

La joven Babilonia no podía


medirse, ciertamente, lo mismo que la
Asur de Samsi-Adad, por la extensión y
esplendor de sus tesoros artísticos, con
la antigua y rica ciudad real y comercial
de Mari, y así hemos de apreciar como
una circunstancia muy afortunada que las
excavaciones de A. Parrot hayan sacado
a la luz esta importante metrópoli
cultural de 1700 a. J. C. Tanto allí como
aquí reinan semitas occidentales; los
funcionarios y guerreros de Zimrilim
apenas debían (LÁMINA 62)
diferenciarse de los de Hammurabi. La
Istar de Mari con su corona de cuernos,
collares, los rizos caídos sobre los
hombros y la vasija del agua de la vida,
correspondía (L 63) en su calidad de
representante de los dioses de Mari, de
los que una vez se enumeran 26, a la
representación babilónica del aspecto
de las divinidades. Y la escena de
entronización descubierta en el palacio
de Zimrilim, una pintura mural al fresco
conservada en colores brillantes, puede
figurar también como ilustración de
ceremonias semejantes en la residencia
de Hammurabi.

Pero lo que Babilonia no podía


acusar y lo que en general figuraba como
único en toda Asia Anterior, era el
Palacio de Mari, cuya fama llegó hasta
las ciudades (L 60 y sig.)
comerciales sirias, que no eran
ciertamente pobres. El rey de Aleppo,
del mismo nombre que Hammurabi de
Babilonia, y que además podía ocultarse
tras el Amrafel de la historia bíblica de
Moisés I-14, tuvo que dirigirse por carta
a Zimrilim de Mari por ruego del rey de
Ugarit (Ras Shamra en la costa Siria, 10
km al norte de Lattakije) para que a su
colega ugarita le fuera permitido visitar
esta maravilla del mundo —a una
distancia de 500 km en línea recta.

El palacio forma casi un rectángulo


de 200 por 125 m y debió tener más de
300 habitaciones. Se han desenterrado
ya unos cinco sextos y sus paredes
alcanzan en parte una altura de 5 m. Por
desgracia no se ha conservado ningún
techo, aunque sí algunos arcos de
puertas. Al parecer sólo era accesible
por un solo portal monumental, y aparte
de pequeñas plazas poseía un gigantesco
patio principal de unos 50 por 33 m, en
el que se podían celebrar, pues, grandes
asambleas. Junto a un patio más pequeño
de 29 por 26 m, cuyas paredes estaban
adornadas con pinturas al fresco, se
hallaba la gran sala del trono con
estrado y tribuna. Las habitaciones
privadas del rey, entre las que figuraba
también una pequeña capilla, son tan
conocidas como la escuela para la
formación de los futuros cuadros
administrativos, las viviendas de los
servidores y el local de la guardia. Se
desenterraron además una cocina, un
baño, tres archivos, dos de los cuales
contenían la correspondencia y el
otro los documentos, sótanos en los que
los grandes cántaros de barro ocupaban
todavía su lugar, y otras cosas.

El hecho de que Mari no fuese


reconstruida después de su destrucción
en el siglo xvii o xvi a. J. C, dejó la
grandiosa edificación casi intacta a
través de tres milenios y medio y nos da
aún hoy una idea bastante exacta de la
magnificencia y esplendor de las
residencias reales del Antiguo Oriente
en tiempos del gran rey Hammurabi de
Babilonia.
Igual que Hammurabi y Samsi-Adad
con sus hijos, Zimrilim, el señor del
palacio de Mari, legó también gran
cantidad de cartas propias o dirigidas a
él, que nos redondean la imagen de los
potentados de 1700 a. J. C., incluso
desde su aspecto personal. El príncipe
de Mari —que cita además entre las
revoltosas tribus nómadas de su
territorio a los Benjaminitas (sus restos
serían absorbidos por el pueblo de
Israel 500 años más tarde) y a su
caudillo lo llama davidum,
evidentemente el modelo para el nombre
real de aquel Ben Isai que conocemos
como David, Rey de Israel —el príncipe
de Mari, pues, parece haber sido un
amante de la caza y sobre todo de la del
león, por lo que se reservaba el derecho
de matar la caza mayor de rapiña. Con
este decreto un alcalde rural podía a
veces tener disgustos, como se ve por la
siguiente carta dirigida a Zimrilim:

«A mi Señor: Habla Akkim-Adad, tu


siervo. Hace poco comuniqué a mi
señor la noticia siguiente: En el tejado
de una casa de Akkaka se cogió un
león. Que mi señor me escriba si el
león ha de permanecer en el tejado
hasta la llegada de mi señor; y si he de
llevárselo, que me lo comunique. La
respuesta de mi señor se ha retrasado y
el león lleva ya cinco días en el tejado.
Se le ha echado un perro y un cerdo
pero no quiere comer. Entonces pensé:
Este león puede provocar el pánico. Así
que tuve miedo, lo metí en una jaula de
madera, lo cargué en un barco y se lo
envié a mi señor...»

Más privada es aún una carta escrita


al rey mientras estaba de viaje por una
mujer, en la que quizá podamos saludar
a su «fiel ama de llaves» o también a
una cuidadosa amante:

«A mi señor: Así habla Shibtu, tu


sierva. Que se me comunique a vuelta
de correo la buena salud de mi señor.
Además: envío a mi señor un vestido
raqqatum de la mejor tela, un vestido
umlu del paño más fino, un abrigo de la
mejor tela, dos..., tres jarros.»

Observando obligaciones del cargo


y cuidados de la administración,
medidas legislativas, forma de vivir e
inclinaciones de los príncipes, se nos
redondea la imagen de una época y de
sus hombres que, quizá sin tener
conciencia de ello, estaban bajo el sello
de una gran transformación. Nuevos
pueblos, nuevas costumbres, nuevos
dioses, no es de extrañar, pues, que en la
práctica del culto aparezca ahora lo que
apenas existía o incluso no se practicaba
en absoluto. También en este sentido nos
ilustran mucho las cartas de Mari. Ahora
se le da la mayor importancia al
prematuro y exacto estudio de la
voluntad divina, con lo que gana en
relieve toda clase de augurios.

Mas entra ahora en escena otro


modo de recibir los deseos divinos. Lo
conocemos ya por los profetas del
Antiguo Testamento y lo encontramos
también en Mari casi mil años antes. La
devoción semita occidental conocía la
aparición del extático, una capa de
profetas que se presenta en los
santuarios, que creía oír las palabras de
los dioses y que se atrevía a reflejarlas
en lengua humana. Esto sucede en las
cuestiones religiosas tanto como en los
asuntos profanos. Y los gobernadores de
Zimrilim consideran tan importantes las
sentencias de estos profetas que no
tardan en comunicárselo inmediatamente
al rey. En los documentos conservados,
el dios Dagan es varias veces el
inspirador de semejantes sentencias, y
una vez también Adad de Kalassu. Se
trata del deseo de Dagan de ser
informado adecuadamente sobre el
desenlace de una contienda entre
Zimrilim y los Benjaminitas, después de
lo cual quiere entregarle la victoria total
al rey. Otra vez se trata de la
construcción exigida por el dios de una
puerta para la ciudad o de la
consumación de un sacrificio animal
determinado. Luego el dios Adad, que se
atribuye la feliz vuelta de Zimrilim al
trono de sus padres, vuelve a recordar al
rey su obligación de gratitud y le exige a
cambio de ello la transferencia a un
lugar determinado en la posesión de su
templo. Por último oímos hablar de una
ofrenda fúnebre:

«A mi señor: Habla Kibri-Dagan, tu


siervo. Dagan e Ikrubel (otro dios de
Mari) están bien, a la ciudad de Terqa
y al distrito también les va bien.
Además: el día que pensaba enviar esta
carta a mi señor vino el sacerdote
muchchum de Dagan y me dijo lo
siguiente: «Dios me ha enviado.
Escribe urgentemente al rey que le
lleve ofrendas fúnebres al espíritu de
Jachdunlim (el padre de Zimrilim).
Esto es lo que me dijo aquel sacerdote-
muchchum, y se lo escribo a mi Señor.
¡Que él haga lo que le parezca bien!»

Por muy extraños que nos parezcan


estos documentos de la anunciación de
la palabra divina extrabíblica entre los
textos del archivo de Mari procedentes
de la época de Hammurabi, es cierto que
nos encontramos aquí de improviso con
los precursores de los profetas
israelitas, de un Nathan, Ahia, Elías,
Elíseo, Amós, Oseas, Isaías o Jeremías.

Hammurabi, el pacificador y «pastor


de los cabezas negras», como lo
celebraba su pueblo, comparte el
destino trágico de tantos soberanos
verdaderamente grandes, de que sus
sucesores no fueran capaces de
conservar la obra erigida con tanto
esfuerzo. No podemos dudar de que
Hammurabi le diese al heredero al trono
una educación amplia y adecuada.
Últimamente se ha conocido un diálogo
poético entre él y una muchacha y
podemos interpretarlo en el sentido de
que el rey, ya caduco, le había
procurado a su hijo hasta la novia, cuyo
«Si» le interesaba mucho.

A pesar de todas las precauciones,


su muerte se convirtió en una señal para
las rebeliones en todo el país. En la
región fronteriza con Elam, su sucesor
Samsuiluna tuvo que someter tras duros
combates a un falso Rim-Sin, después de
conquistar Ur y Uruk. El Sur, que se
sentía todavía muy sumerio, se separó y
se pudo afirmar con el tiempo, de tal
modo que se constituyó aquí una propia
«dinastía del país del mar» que reinó
durante 200 años. En el Norte se
hicieron notar los primeros grupos del
pueblo montañés de los Kassitas, y en
Occidente subió el poder de los
Churritas. Samsuiluna dice haber
derrotado a 26 reyes rebeldes. Mas bajo
él y sus sucesores el país volvió a
convertirse en un pequeño Estado al que
la historia concedió una vida tranquila
dentro de este humilde marco. De
Ammiditana (1619-1583) poseemos no
menos de 37 fórmulas anuales y oímos
decir que hizo colocar —siguiendo
evidentemente una costumbre cultual
tradicional— siete estatuas de oro en los
templos de los dioses nacionales, es
decir, en el santuario de Marduk
Esangila, en el templo de Shamash en
Ebbabar, en el Enamtila del dios Enlil,
etc., un indicio del no pequeño bienestar
de Babilonia, debido sobre todo a sus
importantes relaciones comerciales. En
la lucha variable con el país del mar la
suerte se puso del lado de Babilonia
bajo Ammisaduqa, quien consiguió crear
una fortaleza en la desembocadura del
Eufrates.

El final llegó de improviso: el


emprendedor y aventurero rey de los
hititas, Mursili I, inició en 1513 a. J. C.,
desde el norte de Siria, una campaña
contra la legendaria Mesopotamia sin
que nadie pudiera detener a sus
ejércitos. Su meta era la famosa
Babilonia que fue incendiada y
saqueada. El último brote de la dinastía
Hammurabi pereció en el ataque. El
hitita se retiró cargado con un rico botín.
Pero en el espacio político vacío
penetraron los belicosos kassitas, que
llevaban ya mucho tiempo esperando
una oportunidad semejante, se
apoderaron de Babilonia y comenzaron
a establecerse en el país.
IX - LOS
KASSITAS

Durkurigalzu, hacia 1320


Cuando los cronólogos oficiales de
Babilonia denominaron el noveno año
de gobierno de Samsuiluna, el hijo de
Hammurabi, con arreglo al primer
encuentro con las «hordas de los
kassitas», no sospechaban por cierto que
estas hordas bárbaras se convertirían
siglo y medio más tarde en señores del
país. Los mismos kassitas, llegados
antiguamente del Cáucaso, sin escritura
y hablando un idioma que no entendían
en ningún sitio, después de haber
cambiado bajo sus propios reyes el
papel de esclavos y cosechadores por el
de combatientes y conquistadores,
pensarían entonces en cualquier cosa
antes que en la posibilidad de que uno
de los suyos, en su calidad de rey de
Babilonia, pudiera preocuparse por los
templos en ruinas de los dioses del país
o incluso construir una residencia propia
con santuarios para estos dioses. Y sin
embargo, sucedió así. Parece como si la
poderosa irrupción de los Churritas, que
lleva a una consecuente invasión de
Mesopotamia del Norte y Siria, hubiera
puesto en movimiento por su flanco
oriental a los kassitas. Estos descienden
de las montañas en una corriente más
bien continua que tempetuosa, y por
último se afirman entre las murallas
derruidas de Babilonia cuando el papel
político de la dinastía de Hammurabi
desaparece de la escena histórica en
1513 con la invasión de los hititas,
mandados por su rey Mursil I.

Esto ocurrió bajo Agum II, llamado


también Agukakrime. Los ocho príncipes
kassitas anteriores, citados por una lista
real babilónica, debían pertenecer a la
precedente época del nomadismo y de la
fundación de pequeños dominios
periféricos en las regiones limítrofes del
Zagro. Por entonces los kassitas entraron
también en contacto con aquellos
dinastas arios (indoiranios) que se
separaron de la gran invasión
indogermánica y desde el siglo xvi
tomaron la dirección de los churritas.
Pero parece evidente que no se
entendieron muy bien con los kassitas:
solo el quinto de la serie de los
primeros príncipes kassitas lleva hacia
el año 1600 a. J. C. el nombre ario de
Albiratta, y por lo demás solo los
nombres de dioses Burija (Bóreas?),
Marut y Surija, conocidos como
pertenecientes a la India antigua, nos
indican el nexo entre kassitas y arios
«churritas».

Los nuevos señores de Babilonia,


carentes de tradición, no resistieron la
cultura superior del país. El primer rey
kassita de Babilonia, Agum II, que lleva
además los títulos de «Rey de los
kassitas y acadios, Rey del ancho país
de Babilonia, Rey de Padan y Alwan,
Rey del país de Gutium», no tiene ya
nada más urgente que hacer que rescatar
mediante el intercambio comercial las
estatuas de Marduk y de su esposa
Sarpanitu robadas por los hititas y
abandonadas en Chana, situada en el
curso alto del Eufrates.
El centro de gravedad de la política
mundial de entonces se había
desplazado a mediados del II milenio
hacia el Norte de Mesopotamia, Egipto
y Asia Menor; y apenas sobrepasan la
escala provincial los acontecimientos
que tienen lugar en Babilonia —o como
se decía en lengua kassita, Karanduniash
— durante los casi cuatrocientos años
del dominio kassita (1530-1160 a. J. C.,
aproximadamente). Se caracterizan por
las contiendas con Asiria al Norte y con
Elam al Este, de las que solo merecen
algún interés la disputa, raras veces
tranquila, con Asur y que volveremos a
tratar durante la consideración del
Estado asirio medio. El enérgico
gobierno de un Hammurabi había cedido
a un lánguido manejo del poder estatal.
La casta kassita de los guerreros se
transformó en una nobleza rural
absolutista con propiedades libres de
tributos, que aspiraba a poseer feudos
cada vez más ricos, a remisiones de
impuestos y moratorias cada vez
mayores. Y lo consiguió, mientras la
monarquía descendía análogamente, sin
que pudiera ocultar su escasa
importancia tras los pomposos títulos
tomados del pasado, como «Rey de
Sumer y Accad», incluso «Rey de la
Totalidad».
Por otro lado, esta capa kassita
relativamente delgada, producía sin
duda alguna inteligentes soldados. Así
pudo un príncipe enérgico como
Ulamburiash (hacia 1450) terminar con
la independencia del «País del Mar»,
donde bajo los sucesores de Hammurabi
se había establecido una dinastía propia.
Su sucesor (LÁMINA 71) Karaindasb
pelea con Asur a fin de regular de un
modo fijo las fronteras —Asur era
entonces vasallo de los príncipes
churritas de Mitani (entre el Chabur y el
Belich)—, y su reputación era a pesar
de todo, tan grande, que el ministerio
egipcio de Asuntos Exteriores de
Amenofis III pidió y recibió, en prueba
de su amistad, una hija del rey kassita
para su harén, pagándosela a Karaidash
en oro. Puede que una parte del dinero
lo emplease éste en la construcción de
aquel templo de Istar que se descubrió
en Uruk y presenta características
propias en su fachada y en su planta.

Naturalmente era muy lisonjero para


el señor de Babilonia el reconocimiento
por Egipto, en la cumbre de su poder
entonces, y cuyo faraón condescendió en
titular «hermano» al rey de los kassitas,
y en dejarse tratar también de la misma
(LÁMINA 72) manera. Pero aquel
archivo de cartas de Amarna (situada a
orillas del Nilo unos 280 km al sur del
Cairo), que demuestra la
correspondencia en escritura cuneiforme
de los faraones Amenofis III y IV (1413-
1358) con los reyes de Siria, Asia
Menor y Mesopotamia, archivo
descubierto en 1887 y que contiene
también la correspondencia entre la
Teba egipcia y Babilonia, no nos hace
albergar duda alguna sobre el papel real
y humilde de los reyes kassitas. Sí, el
hijo de Karaindash, Kadashmancharbe,
se humilla hasta el punto de, no sólo
pedir continuamente oro sino proponer
incluso un pequeño engaño con una
hermosa joven egipcia que le enviará el
faraón como supuesta princesa egipcia
en lugar de la hija del faraón solicitada
y rechazada bruscamente por éste:

«Veo, hermano mío, que no me


permites que me case con una de tus
hijas y escribes: Desde siempre jamás
se ha entregado a nadie la hija de un
rey egipcio. ¿Por qué hablas así? Eres
el rey y puedes hacer lo que quieras.
Cuando me comunicaron tus palabras
escribí a mi hermano: Hay hijas
adultas y también mujeres hermosas.
Mándame cualquier mujer hermosa que
te parezca bien. ¿Quién puede decir
aquí que no es ninguna princesa?».

Parece que Amenofis rechazó


también esta insinuación. No obstante,
las relaciones entre ambas cortes
continuaron siendo buenas. El faraón
pudo recoger los éxitos de esta
inteligente política bajo el siguiente rey
kassita: Kurigalzu I rechazó de plano la
demanda de una federación de ciudades
cananeas en Siria para participar en una
guerra contra Egipto.

Este Kurigalzu, que se llama «Rey


de la totalidad» y «Elegido del señor de
los dioses», parece haber sido un
príncipe inteligente en general.
Conquistó Susa, donde consagró el
palacio de aquella ciudad a la diosa
Ninlil «para toda su vida», y construyó
en el Norte una ciudad fortificada
llamada Durkurigalzu («ciudad de
Kurigalzu»), para asegurar la frontera
contra el vecino asirio, observado con
desconfianza. Se identificó con el
montículo de ruinas Aqarquf, 15 km al
oeste de Bagdad, que había llamado
siempre la atención por las ruinas de su
templo, que se estancaban en la estepa
solitaria. Recientemente las
excavaciones iraquíes hallaron aquí los
fragmentos de una estatua colosal del
citado rey con una inscripción en
sumerio, muy mal escrita. De ella se
deduce la preocupación de Kurigalzu
por los templos del país, ya muy
arruinados, y sus esfuerzos por reanimar
los antiguos cultos, empresa con la que
esperaba volver a «los viejos tiempos»
y a la que corresponde una actividad
cultual testimoniada en otros sitios,
como Uruk, Ur y Eridu. En esa
inscripción llama a Istar su sublime
señora, que marcha a su lado, conserva
su ejército, protege a sus súbditos y
destruye a sus enemigos. Su nueva
ciudad de Durkurigalzu adquiriría otra
vez cierta importancia cincuenta años
más tarde.

Nos encontramos ahora, hacia


mediados del siglo xiv, en aquella
famosa «época Amarna», a la que dieron
su nombre los documentos políticos de
la XVIII dinastía egipcia, compuestos en
escritura cuneiforme, es decir, en la
lengua y en la escritura diplomáticas de
la antigua Asia Anterior. El imperio
hitita de Asia Menor estaba entonces en
la cima de su poder bajo el mayor de sus
soberanos, Suppiluliuma, y la
constelación política aseguró al hábil
príncipe kassita Burna-buriash una
importancia nada despreciable en el
juego de las fuerzas políticas. Si por un
lado, frente al poder de los hititas, que
habían avanzado hasta Siria, necesitó un
apoyo del rival egipcio Chatti, por otro
lado los faraones —en el Nilo subió al
trono el «Rey hereje» Amenofis IV
Echnaton— tuvieron que darle la mayor
importancia al aliado babilónico, y tanto
más cuando que el hasta entonces aliado
de Egipto, el imperio churrita de
Mitanni, en la Mesopotamia Superior,
había traspasado ya el cenit de su
poderío. La falta de interés por la
política exterior del faraón Echnaton,
preocupaba solamente por las reformas
religiosas, redujo naturalmente mucho el
valor del aliado egipcio, y Burnaburiash
no desconocía este hecho. Así, pues, se
permite a veces un tono en las cartas
escritas al «hermano» del Nilo —
conservadas en el archivo de Amarnax
cuya presunción nos asombra. Una vez
se queja de los correspondientes deseos
de salud con motivo de una enfermedad:
«Cuando mi cuerpo no se
encontraba bien y mi hermano..., di
rienda suelta a mi cólera contra mi
hermano: ¿Es que mi hermano no ha
oído que estoy enfermo? ¿Por qué no
ha levantado mi cabeza? ¿Por qué no
ha mandado a su embajador a
informarse de mi estado de salud?»

Otra vez se queja del envío de un


oro inferior o del robo de una caravana
comercial de Babilonia en Palestina,
insegura, pero oficialmente bajo la
soberanía egipcia. Y cuando el faraón,
según la vieja costumbre, pide una
princesa kassita para su harén, accede
solamente a cambio de un rescate
adecuado, haciéndose pagar por la novia
un precio casi de usura. El rey kassita
—y no ha de extrañarnos en una
Babilonia cada vez más comercial— es
también un frío calculador en la política
y una vez se lo hace saber a Echnaton
con una franqueza desconcertante:

«Hermandad, amistad, alianza y


buenas relaciones entre los reyes, solo
persisten mientras sean de relieve las
piedras preciosas, la plata y el oro (de
los regalos).»

Este punto de vista corresponde a su


proceder frente a Asiria, Al protestar
los aliados de Egipto de que Asur sea
vasallo suyo, se justifica ante el faraón
diciendo que al mismo tiempo lo ha
unido más estrechamente a él mediante
un matrimonio político casando a su hijo
con una princesa asiría. Astuto
diplomático, aunque también constructor
de un gran templo a Shamash en Larsa,
encomiado aún 800 años después por el
último rey de Babilonia, Nabonido,
Burnaburiash supo dirigir en paz a su
país a través de los no pequeños
disturbios de su tiempo. Su hábil
política siria dio sus frutos, incluso
después de su muerte: cuando su nieto
pereció más tarde en una revuelta, fue el
rey de los asirios quien salvó el trono
para su dinastía y contribuyó a imponer
un hijo menor de Burnaburiash.

Este fue Kurigalzu II, quien


reconstruyó de nuevo Durkurigalzu.
Aquí estaba realmente por aquellos
tiempos el verdadero centro del poder
kassita, algo más al norte de Babilonia.
Se estableció frente a Asur, que tendía a
incrementar su influencia, y con quien ya
había tenido dificultades a la muerte del
rey Assuruballit. Se llegaron a realizar
combates cuyo desenlace no nos es muy
claro: una exposición histórica
sincrónica, que cita los acontecimientos
en ambos países, atribuye la victoria al
rey asirio, mientras que la llamada
crónica P, probabilónica, afirma que
Kurigalzu pudo derrotar a su adversario
del Norte. Una nueva fijación de
fronteras restableció la paz en el frente
asirio. Esto era necesario, pues tampoco
Elam veía con buenos ojos la
consolidación del poder kassita
alrededor de Babilonia y Durkurigalzu.
Por eso las tropas kassitas tuvieron que
marchar hacia el Este para detener a los
elamitas que habían avanzado hasta
Babilonia y Borsippa, cosa que
consiguieron tras duros combates.

Comenzó de nuevo la guerra


fratricida entre los dos Estados
estrechamente (LÁMINA 69) unidos por
una cultura común. Nazima ruttash de
Babilonia (hacia 1300 a. J. C.), un
príncipe pacífico y con aficiones
literarias, tuvo que encajar una derrota,
pero sus dos sucesores volvieron a
obtener la supremacía cuando el rey
hitita Katusil III se alió con ellos contra
Asur. Las cartas que se han descubierto
del Hitita, muestran, naturalmente, lo
pretencioso que fue hacia su «hermano»
de Babilonia, aunque también prueba
cómo el ministro kassita
Ittimardukbalatu supo engañarle
políticamente. Babilonia no se hundió
hasta que en Asiria el gran Tukultinurta I
se decidió a un ataque radical contra el
eterno foco de disturbios (LÁMINA 74)
en el Sur. Kashtiliash IV (1241-1234) no
pudo hacer frente al ejército asirio,
entrenado ya por los muchos combates,
cayendo él mismo en manos de su
implacable adversario.

Tukultininurta dice así: «En esta


batalla hice prisionero con mis propias
manos a Kashtiliash, el rey de los
kassitas, puse mi pie encima de su
cabeza real como si fuese un escabel, y
prisionero y encadenado lo llevé ante
Assur, mi señor.» La consecuencia de
esta acción brutal e insólita fue una
rebelión. Mas Tukultinni-nurta volvió,
derrumbó las murallas de Babilonia y
deportó a muchos kassitas. La ciudad fue
saqueada, se llevaron los gigantescos
tesoros de los santuarios y se derogó el
culto oficial al llevarse el vencedor a
Asur la estatua de Marduk. Ahora
Tukultininurta se llamó también «Rey de
Babilonia» y estableció en la famosa
metrópoli un gobernador. Los cronistas
babilónicos no olvidaron exponer, como
castigo de Marduk por la horrible
acción, el destino del cruel enemigo,
contra quien estalló después una gran
rebelión en su propio país y fue
asesinado al final por uno de sus hijos.

El asirio no alcanzó su meta. A los


siete años fue expulsado su gobernador,
después que los babilonios consiguieron
rechazar un ataque elamita. Aliado con
el partido que se levantó en Asur contra
Tukultininurta, un hijo del rey deportado
Kashtiliash, pudo hacerse de nuevo con
el trono de Babilonia. Se erigió una
nueva estatua a Marduk —la antigua no
volvió hasta cien años más tarde— y se
restableció el culto. El mismo destino
desagravió en cierto modo al
maltratado: Babilonia alcanzó una
supremacía sorprendente en relación con
la confusión asiría y la caída económica
de Asur tras el hundimiento del imperio
hitita hacia 1200, que paralizó el
productivo comercio occidental. El
restaurador del poder kassita,
Adadshumnasir, fue capaz de poner bajo
su dependencia a los débiles sucesores
de Tukultininurta. En una carta que se ha
conservado, se titula su señor y rey y
llega incluso hasta sermonearlos como
subordinados inferiores, en su calidad
de «Rey de la Totalidad».

Sin embargo, esto no fue más que un


intermedio después del cual se volvió a
recuperar el equilibrio de fuerzas en
Mesopotamia. Tras una batalla en la que
los reyes de ambos estados cruzaron las
espadas y cayeron —quizá en un duelo
—, vinieron unos decenios de paz
durante los cuales el príncipe kassita
Melishipak (1183-1169) pudo disfrutar
su vida de rico señor feudal. Pero el fin
de la dinastía no estaba ya lejano. No
llegó de Asur, sino del Elam. El rey de
este país, Shu-truknachchunte, venció a
los babilonios, penetró hasta Sippar (50
kilómetros al noroeste de Babilonia) y
convirtió a su hijo en rey del país. Por
entonces, entre (LÁMINA 46, 64) el
botín se llevaron también a Susa el
monumento a la victoria de Naram-Sin y
la estela del Código de Hammurabi, y
los canteros elamitas tuvieron que
grabar en la estela de Naram-Sin una
inscripción al dios Inshushinak.

Aún tuvo lugar un contraataque de


Babilonia que por última vez llevó al
trono a un kassita por espacio de cinco
años. Cuando los elamitas se
deshicieron de él, se reunieron las
fuerzas nacionales de tradición
exclusivamente babilónica, alrededor de
un caudillo llamado Marduk-shapikzeri,
que no pertenecía a la dinastía kassita.
Este caudillo consiguió expulsar a los
elamitas. La nueva dinastía no se llamó
según Babilonia, sino con arreglo a la
antigua ciudad de Shamash, Isin. El
elemento kassita de la población, ya
asimilado, no fue expulsado ni
oprimido, sino que más bien continuó
dando buenos soldados, aunque su papel
político desapareció el año 1160 a. J. C.

(L 65) En la figura de Hammurabi y


en su obra el semitismo occidental salió
vencedor frente a la herencia sumeria
aceptada gustosamente en un principio.
Los bárbaros kassitas, que descendieron
de las montañas del Norte bajo un
Gandash, un Agum o un Kashtiliash, en
los tiempos de Samsuiluna o de
Abieshush, no pudieron en cambio
imprimir su sello a la cultura del país
conquistado, sino que más bien se
convirtieron en sus dóciles servidores.
El portador de la cultura continuó
(LÁMINA 71) siendo el elemento
semita, que desde ahora llamaremos
«babilonio». Solo raras veces partieron
nuevos impulsos de los kassitas—en la
edificación religiosa de (LÁMINA 69)
Karaindash, en la configuración de
piedras de investidura, llamadas
kudurru, (LÁMINA 70) en la
ornamentación de los cilindros-sellos.
Fueron muy pobres en comparación con
el papel revolucionario de los churritas
en ciertas esferas del arte y de la
milicia. La significación cultural e
histórica de los kassitas desmerece
totalmente al considerar más a fondo los
efectos del carácter churrita en Asur.
Estos provocan allí una transformación
étnica y una renovación, creando así por
primera vez el asirismo militante como
fenómeno histórico en general. En
efecto, el desarrollo económico de
Babilonia en su tiempo, es al principio
retrógrado, obstruye el talento militar
originariamente existente y apenas
presenta un hecho de verdadera
grandeza e importancia. El florecimiento
espiritual de Babilonia durante la
segunda mitad del milenio segundo es
todo menos kassita: representa
justamente una concentración de
Babilonia en su propio ser y herencia,
como la literatura de la época Isin-Larsa
había dedicado sus esfuerzos al
mantenimiento de la amplitud espiritual
de Sumer en contraste con el nuevo
mundo de los semitas occidentales.

Como ya se ha dicho, la vida durante


la época kassita parece transcurrir con
dureza; Babilonia se convierte ahora en
aquel país feacio de los comerciantes,
tal como lo ve la Biblia. Naturalmente
se manifiesta aquí un despierto interés y
una asombrosa aptitud que parte de las
grandes tradiciones comerciales de los
tiempos de Ur III y de la época
Hammurabi. El comercio se ha
extendido de una forma inaudita y en
consecuencia se ha hecho mucho más
productivo. Se aseguran las rutas de las
caravanas y los ataques de las
expediciones comerciales van seguidos
de firmes intervenciones diplomáticas.
Junto con los cereales, aceite, lino, lana,
ganado y productos industriales, como
vestidos y cilindros, se exportan sobre
todo artículos tan preciados como
lapislázuli, productos de la elaboración
de las piedras y metales preciosos y de
joyería, caballos —de lo que según la
manifestación de un rey hitita abunda en
Babilonia «más que la paja»— y carros,
prefiriéndose como pago «oro bueno».

Las caravanas siguen a las


delegaciones que en esta época de
diplomacia altamente desarrollada van
continuamente de corte en corte y de
estado en estado. La Tebas de las cien
puertas en el Alto Egipto, la residencia
de Echnaton, Amarna, la capital de los
hititas Chattusa en Anatolia, la metrópoli
de Mitanni, Washukkanni en cualquier
parte del alto Chabur, las ciudades
sirias, Asur y Babilonia son los grandes
mercados de este comercio político, en
el que se trata de alianzas y
subvenciones, de tropas auxiliares y de
matrimonios políticos y en el que a
veces entran en juego divinidades
remediadoras, como Istar de Nínive,
para recorrer en calidad de ayuda
amistosa entre reyes, caminos tan largos
como desde la Mesopotamia
septentrional hasta el Alto Egipto.

Los dioses de la medicina y los


médicos de Mesopotamia gozan de
buena fama en los países más lejanos: el
rey kassita Kadashman-Enlil II (hacia
1270) tuvo que enviarle a su aliado, el
hitita Katusil III, y por expreso deseo de
éste, un médico acreditado que, al
parecer, tuvo éxitos tan evidentes y
brillantes en la corte de la lejana
Chattusa que se quedó allí varios años.
Su señor le reclamó varias veces por
carta—aunque desconocemos si el tan
apreciado especialista pudo emprender
efectivamente un viaje de vuelta de unos
1.300 kilómetros y salió con bien de él.
En la corte, los médicos tenían a veces
un puesto difícil. La casualidad nos ha
guardado los boletines que un médico de
cámara había de presentar todos los días
a su señor kassita sobre el estado de
salud de los cantores y (especialmente)
de las cantantes de la escuela real de
música. A una de las muchachas le
dolían los ojos:

«El médico Chusalu la ha


interrogado, la ha reconocido y se ha
informado del estado de su enfermedad;
luego ha hecho que le vuelvan a poner la
venda que le habían quitado.»

Una princesa que se encontraba


también en la academia de música tenía
fiebre; pero ésta desapareció gracias al
vendaje y a las bebidas medicinales. El
médico Mukallim da una vez un informe
resumido:

«A los cantores y cantantes y a la


casa de mi señor les va bien. La Etirtu
ha contraído esta enfermedad. La hija de
Kuri y la hija de Achuni están mejor.
Cuando mi señor escriba podrán
abandonar ya (la habitación de los
enfermos) y reemprender las clases. La
fiebre de la hija de Mushtalu ha
mejorado; así como antes tosía, ahora ya
no tose...»
Si este príncipe tenía evidentemente
preferencias por el ballet, otro lo tenía
por la cría de caballos y el arte de
conducir los carros, que habían
alcanzado su mayor florecimiento con la
aparición de los churritas y sus
príncipes arios. Mas el oro que los
reyes kassitas supieron sacarles siempre
a los faraones egipcios servía también
para finalidades más sublimes, como
por ejemplo la construcción de templos,
a la que se dedicaban celosamente los
kassitas siguiendo el ejemplo de tantas
dinastías anteriores. Encontramos
inscripciones de los principales reyes
kassitas —Karaindash, Burnaburiash,
Kurigalzu— casi en todos los
yacimientos babilónicos. Y parece
haberse llegado aquí a la formación de
una arquitectura original, como ejemplo
de la cual puede servir el ya citado
pequeño templo de (LÁMINA 71) Istar
construido por Karaindash en Uruk, de
22 por 17 m, con una habitación
alargada rodeada por ambos lados de
cuartos más pequeños, un portal y una
fachada con relieves de ladrillo.

Ante el hecho de que apenas se han


conservado estatuas enteras de los
kassitas, en el último de los documentos
citados se trata de un hallazgo
sumamente importante, pues constituye
el punto medio entre escultura y relieve.
Consiste en un friso hecho con las
mismas formas de ladrillos y compuesto
de quince capas, en el que se suceden
siempre las mismas figuras, de pie en un
nicho, de un dios montañés barbado y de
una diosa del río, ambos sosteniendo
ante el pecho una vasija rebosante. La
pared que sobresale entre las figuras
muestra un chorro de agua estilizado. La
verdadera obra de arte, realmente
kassita, fue reconstruida en el antiguo
Museo de Berlín.

Los relieves de la época kassita, en


sentido estricto, de aspecto algo
bárbaro, (LÁMINA 69) se han
conservado exclusivamente en los
llamados kudurrus, típicos de este
período, es decir, en los hitos pensados
como documentos de concesión y
colocados en los patios de los templos o
en los campos cedidos, habiendo
llegado hasta nosotros gran número de
ellos. Sobre las efigies de donación y de
los reyes —el príncipe lleva un turbante
o una tiara alta en la cabeza y va vestido
con una túnica con pliegues
longitudinales y transversales—,
escenas religiosas y planos de los
campos muestran los emblemas de las
divinidades llamadas en calidad de
testigos: la estrella de ocho puntas de
Istar, el cuarto lunar de Sin, el disco
solar de Shamash, el escorpión de
Ishchara, la lámpara de Nusku, etc.

(LÁMINA 70) Los volveremos a


encontrar en los cilindros, que llaman la
atención por su aprovechamiento del
espacio. También aquí tenemos un
campo que quizá presente huellas típicas
de los kassitas. La imagen del sello va
enmarcada arriba y abajo por un fuerte
listón y presenta una leyenda muy
ampliada en relación con las anteriores,
que a veces contiene una oración
completa. La parte gráfica sigue
llevando a veces la escena de
introducción representada tan
frecuentemente en los tiempos de
Hammurabi o la adoración —los
adoradores están a veces arrodillados
—, pero también reproducciones de
animales y caza. A los lados y por
encima del texto y de las imágenes, se
halla la abundancia de emblemas que
representan (LÁMINA 69 y sig.) a los
dioses, conteniendo así un impulso
evidente hacia la abstracción.
Encontramos las formas más diversas de
la cruz, que aparece ahora también en
adornos y colgantes de bronce, plata y
oro, y entre las que nos atrae
especialmente la Cruz de Malta. Hay
rosetones y rombos, y también motivos
concretos como la representación de
abejas, langostas y perros, una selección
del exuberante tesoro simbólico con que
los pueblos montañeses han enriquecido
el arte de la antigua Asia Anterior y que
tan atractiva hace la glíptica de los
kassitas.

Aparte de esta esfera manifiesta,


aunque no siempre clara, apenas
podemos distinguir ninguna influencia
kassita en la religión y en la vida
espiritual de Babilonia. Las viejas
divinidades de este pueblo —el dios
lunar Shipak, el dios guerrero de las
montañas Shuqamuna o su hermana
gemela Shumalia, la «señora de la
montaña luminosa»— se desvanecen
pronto ante los dioses del país cultural,
a la cabeza de los cuales van intactos
Marduk, Shamash e Inanna-Istar. Se les
rendía la debida reverencia, aunque se
practicaba poco la requerida devoción y
teología, como pudimos observar en
Kurigalzu. El dominio siguió siendo de
los babilonios, y en particular de su
clero, compuesto de muchas clases y
jerarquías. Y antes de ocuparnos de su
obra espiritual en la época kassita, quizá
sea éste el lugar adecuado para echar un
ligero vistazo a este grupo —
ciertamente importante por el número —
de la población babilónica.

Con una verdadera tradición y en


muchos aspectos idéntico a sus
antepasados sumerios, el clero
constituye un estado dentro del Estado,
que si no se convierte en la primera
fuerza del país, se debe solamente a los
múltiples intereses e intrigas, a menudo
contrarios. Todos los templos —y cada
ciudad poseía media docena de ellos o
más— tenían sus sacerdotes supremos,
sus numerosos «conservadores de la
casa», conjuradores, adivinos,
sacerdotes para las lamentaciones, las
abluciones y los ungüentos, sin faltar
tampoco los clérigos responsables de la
música y de la escuela donde se
aprendía a escribir. Todos se visten de
lino blanco, que en las ceremonias de
expiación se cambia por el color del
temor, el rojo, con capa y saya. La
cabeza se la cubren con unos gorros
parecidos al fez, o también estrechos y
cónicos, cortados por arriba. Entre el
bajo clero, en particular el de los
templos de Istar, no faltaban,
naturalmente, las prostitutas masculinas.

Las sacerdotisas están subordinadas


igualmente a una sacerdotisa superior,
que con frecuencia procede de la casa
real. También ellas conocen diversas
jerarquías y deberes, entre los que se
destacan servicio de ofrendas,
abluciones rituales, práctica de
adivinación y conjuración, música.
Aunque en público era obligatorio el
recato, entre ellas desempeña
naturalmente un papel importante la
prostitución sagrada en el burdel del
templo, papel que pasa a primer plano
sobre todo en las fiestas cultuales de
Istar, así como en otras ocasiones. Estas
sacerdotisas siempre atractivas en las
reproducciones —tenían el deber de la
esterilidad, cosa que llevó a
deducciones curiosas—, no eran
despreciadas en modo alguno y a
menudo encontraban después un marido,
«como buenos partidos». Entonces
habían de llevar un velo igual que las
mujeres civiles con un pasado menos
agitado. También ante las obscenas
plaquitas de plomo que se han
descubierto y proceden de los templos
más modernos de Istar, en Asur, sería
seguramente falso juzgar este aspecto
del culto del antiguo Oriente según
criterios cristiano-occidentales, nacidos
de la actitud ascética de San Pablo. La
tan ensalzada Hélade tenía también su
prostitución cultual.
Volvamos ahora tras este paréntesis
a la cuestión de la doctrina sacerdotal
de la época kassita, doctrina
cuidadosamente planteada, pues aquí, en
los círculos con formación literaria y
teológica del clero de todas las
«confesiones», brota ahora una creación
espiritual de inapreciable significación.
Igual que, en contraste con el semitismo
occidental, la literatura sumeria se
ordenó, clasificó y formó
definitivamente en los tiempos de la
antigua Babilonia, el kassita, extraño,
bárbaro y falto de espíritu, apremia a los
teólogos devotos y sabios, llenos de
antigua tradición, a que se ocupen de la
propiedad espiritual de Babilonia, como
algo permanente e imborrable, y a que le
den un sentido al tesoro poético
acumulado a lo largo de los siglos desde
la semitización del país.

Los antropomorfismos son


incompatibles con una devoción
refinada y los actos de arbitrariedad
divinos una blasfemia. Se atacan los
textos heredados —y los mismos
problemas— con armas morales,
dogmáticas y filosóficas. Se ordena,
separa, interpreta y crea, por último, una
especie de canon, cuyos componentes,
tras la eliminación de todos los rasgos
humanos en la imagen de los dioses y
con interpretación ética, se presentan
ahora ante la fe como expresión
adecuada de sus concepciones
fundamentales.

El gran poema de Marduk sobre la


creación del mundo, Enuma elish
(«Cuando arriba...»), del que hace poco
hablamos, ocupa naturalmente el primer
plano, aunque también reciben ahora su
forma clásica los otros grandes poemas
de Babilonia. Ahí está aquel victorioso
combate divino que llevó a cabo Lugal-
banda o incluso el mismo Marduk con el
pájaro de la tormenta Zu. Este demonio
en forma de ave le había robado las
tablas del destino a Enlil, dejadas a un
lado mientras realizaba el aseo matutino,
alcanzando así el dominio sobre el cielo
y la tierra. Encontramos también —y en
una copia egipcia del siglo xiv— la
transformación semita del motivo
sumerio sobre el viaje de Istar a los
infiernos en forma de la historia de la
ascensión de Nergal a señor de los
infiernos. Nergal —un primitivo dios
solar, aunque también dios pastor y de
los campos de labor, que representa
luego singularmente los malos aspectos
del ardiente sol oriental, peste, guerra,
destrucción e inundación— fue el único
en despreciar al mensajero de la señora
de los muertos, Ereshkigal; ésta lucha
con él, pero es vencida y le entrega, al
final reconciliada y convertida en su
esposa, la «soberanía real de los
infiernos». El mito de Erra describe los
sufrimientos del país bajo los siete
terribles demonios introducidos por
Erra en nombre de Anu, que han de
castigar los pecados del género humano:
Nippur es destruida; Uruk, devastada, e
incluso aniquilada la Babilonia sin
mancha. Mas al fin se pasa la cólera de
Erra y el mundo se recupera, Babilonia
se reconstruye y obtiene el dominio
sobre el mundo entero.

Otros poemas hablan de los héroes


famosos: la historia de Adapa —
empleada también como libro de lectura
babilónica en el siglo xiv por alumnos
egipcios y conservada allí, y en parte
también en la biblioteca de Asurbanipal,
en Nínive— habla de este primer
hombre e hijo de Ea, que poseía la
sabiduría, pero no la inmortalidad de los
dioses, y en calidad de sacerdote de Ea
le alcanzaba a éste, en Eridu, pan,
bebida, caza y pescado. Con motivo de
una fechoría es citado ante el dios
supremo Anu, y su padre Ea le da toda
una serie de consejos para protegerlo.
Siguiéndolos, deniega el disfrute del
agua y del pan de la vida que le pide
Anu, perdiendo con ello definitivamente
la tan ansiada vida eterna.

Trágicamente acaba también Etana,


que en su búsqueda de una hierba que
(LÁMINA 48) ayude a su mujer en los
dolores del parto le pide ayuda al
águila. Esta le promete llevarlo hasta el
cielo de Istar y ayudarlo allí a conseguir
la hierba del parto. El águila lo sube por
los aires, de tal modo que tiene que
mirar abajo, a las profundidades donde
se encuentran la tierra y el mar. El mar
parece tan pequeño como el estanque de
un jardinero. Así llegan al cielo de Anu,
pero allí no se halla la planta medicinal
deseada. Por eso siguen volando hasta el
cielo de Istar. Entonces la tierra y el mar
se hacen tan pequeños como una torta de
pan en el cesto. Tras dos horas más
desaparecen por completo, y entonces el
terror se apodera de Etana, conjura al
águila para que vuelva, y ambos caen,
por último, en las profundidades...

También la mayor poesía del


Antiguo Oriente, el poema de
Gilgamesh, (LÁMINA 49) es compilado
ahora de las leyendas sumerias y con la
inclusión de la historia del diluvio —
recogida después casi textualmente en la
literatura israelita— bajo el tema de la
búsqueda de la vida. Se forma con él
una obra compacta e impresionante,
impidiendo la grandeza reconocida de la
poesía mayores intervenciones en el
texto. Esta leyenda oriental de Heracles,
esta «primera gran novela de la
literatura universal», se conservó en la
forma original, menos pulida y por ende,
tanto más impresionante.

Al menos, una poesía totalmente


nueva —entre el himno y la epopeya—
nació en esta época, a saber, la
narración escrita en sumerio de la
«Elevación de Istar», que junto con una
loa a la diosa cuenta cómo Istar, a ruego
de los dioses, pasó, de simple sirvienta,
a ser la esposa legítima de Anu y recibió
como regalos de éste vestidos divinos,
joyas magníficas, cetro real y gorro
divino, y por último su santuario de
Eanna.
Los teólogos de Babilonia se
dedicaron también con un celo parecido
a los otros géneros de la literatura
religiosa —la «profana» es desconocida
—, conservaron lo viejo y crearon lo
nuevo. De ello dan testimonio las
colecciones de sentencias, las «poesías
de Job» que tratan el problema de la
teodicea, los salmos individuales,
oraciones de arrepentimiento y los
catálogos de pecados incluidos en las
colecciones de conjuros y dictados por
un verdadero sentimiento ético. La casi
inagotable abundancia de toda esta gran
obra del conocimiento babilónico solo
puede insinuarse en el marco de nuestra
consideración. A pesar de todo
queremos dejar sitio a un himno de
Marduk que seguramente fue cantado
muchas veces en el templo principal de
Babilonia, el de Esangila:

«¡Poderoso, magnífico, señor de


Eridu,
gran príncipe y primogénito de
Nudimmud,
fuerte luchador Marduk, a quien
exulta E'engurra,
oh señor de Esangila, oh confianza
de Babilonia,
guardián de Ezida, donador de la
vida,
príncipe de Emachtila, dador de la
prosperidad,
protector del país, perdonador de la
humanidad,
oh señor único de todas las altas
sedes;
tu nombre suena en boca de todos
los hombres!
¡Oh Marduk, gran Señor, dios de la
clemencia,
tu sublime palabra me da vida,
y salud para que ensalce tu
divinidad;
que logre tal como lo deseo!
¡Oh, haz que mi boca no diga más
que verdad,
que en mi corazón no haya más que
buenos pensamientos,
que solo digan siempre buenas
palabras de mí
el hombre de la corte y el guardia
del portal!
¡Que mi dios protector se ponga a
mi derecha
y mi diosa se coloque a mi
izquierda,
el dios que me mantiene sano debe
estar siempre conmigo!
¡Que mi oración sea justa, escucha,
que la palabra pronunciada halle
satisfacción!
¡Oh, Marduk, gran señor, regálame
prosperidad,
sí, ordena que mi alma siga
viviendo!
¡Deja que me sacie del continuo
camino tuyo!
¡Se alegra Ellil, Ea te exulta,
que los dioses de la totalidad te
bendigan,
que los grandes dioses llenen tu
corazón de alegría!»

No puede extrañar que en la


religiosidad de la época aparezca
también una masiva superstición junto a
los rasgos de una devoción íntima y
espiritualizada. Prosperaba la
quiromancia, y una extensa literatura,
que naturalmente tiene ya sus
antecesores, empieza a desarrollar los
temas de la astrología, interpretación de
signos, observación del hígado y
lecanomancía (observación del aceite en
una jofaina).

Sirva de ilustración un pequeño


texto quiromántico:

«Cuando una oveja para una


gacela (es decir, un cordero parecido a
una gacela), los días del príncipe serán
perfectos con los dioses, o el príncipe
tendrá guerreros valientes. Cuando una
oveja para un ciervo, el hijo del rey se
apoderará del trono de su padre, o
ataque del país Subartu (Asiria), que
quiere someter a la nación
(Babilonia).»
La doctrina de los demonios se
afianza cada vez más, y Marduk y su
padre, (LÁMINA 73, 80 y sigs.) Ea,
figuraban como los señores del arte del
conjuro. La lucha contra la fascinación.
y la brujería con exorcismos y
contramagia, se deposita en
innumerables indicaciones y métodos.
Los conjuros de los sacerdotes de
Babilonia, que conocen todas las tretas
de la defensa contra los demonios y
todas las prácticas de los magos y
brujas, son ya tan famosos que el rey
hitita Muwatalli le pide a su colega
kassita uno de ellos hacia 1300. Y, en
efecto, un experto espiritual de esta
ciencia secreta marchó desde Babilonia
a la corte de Chattusa y actuó allí para
satisfacción de todos.

Gran relieve adquiere también el


arte secreto de la llamada elección de
los días, la predicción de fechas
«buenas» o «malas». Precisamente la
herencia de estos extravíos más o menos
grotescos del espíritu humano, a los que
contribuyó evidentemente la penetración
de los pueblos montañeses en
Mesopotamia —piénsese solamente en
los seres fabulosos del arte churrita—
permanecerían durante (LÁMINA 69,
70) más de mil años y encontrarían su
expresión más tenebrosa en la
tristemente célebre «magia caldea».
X - IMPERIO
ASIRIO MEDIO

Asur, 1080 a. J. C.
Han pasado 300 años desde que el
asirismo despertó a una nueva vida bajo
los reyes Eriba-Adad y Assuruballit
después de casi el mismo tiempo de
letargo completo. La invasión churrita
había cambiado mucho al pueblo, y la
estructura social de Asur, los príncipes
de Mitanni retuvieron largo tiempo al
país bajo su dependencia, y hasta que
este Estado no se hundió no volvió a
estar libre el camino para Asur. La
historia de esta ascensión hasta el gran
imperio de Tiglatpileser I está llena de
vicisitudes, y aunque ya hablamos de
ella ocasionalmente al tratar el período
kassita, hemos de retenerla un momento
ante nuestros ojos.

La hora más aciaga de Asur fue


seguramente cuando tras una rebelión
contra el rey de Mitanni, Shaushshatar,
hacia 1450 a. J. C., Asur fue saqueado y
sus tesoros llevados a la residencia del
vencedor. Pero ya a finales del siglo los
príncipes asirios vasallos reemprenden
la fortificación de su ciudad y logran
ciertas ventajas en las contiendas
fronterizas con los kassitas. Los
disturbios interiores en Mitanni antes de
la subida al trono de Tushratta le
conceden ya a Asur cierta libertad.
Egipto empieza a interesarse por el país
situado en el flanco sureste de la esfera
de influencia hitita, y hacia 1380
Amenofis III envió a Asur 20 talentos de
oro —unos 30 millones de pesetas— en
calidad de subsidio. Los príncipes
asirlos se llamaban hasta entonces «Ensi
de Asur», ahora aparece el nombre de
«Gobernador de Enlil» e incluso el
título de rey, y a la muerte del enérgico
Tushratta (hacia 1360) tienen los asirios
oportunidad de vengarse de sus
opresores. Aliados con una tribu vecina
asolaron Mitanni, recuperaron sus
tesoros y trofeos y el juego de intrigas
políticas de la corrupta camarilla de los
gobernantes churritas les entregó,
incluso, a los partidarios nobles de
Tushratta, que fueron empalados.

La intervención de los hititas pone


fin a este primer avance del asirismo
resucitado, que luego recibe un buen
príncipe en la figura de Asurubalit I
(hacia 1340). Toma contacto con el
faraón Echnaton y se alía mediante un
matrimonio político con el vecino
kassita del Sur, de tal modo que los
cortesanos se atreven a hablarle con el
título de «Rey de la Totalidad», que no
se había vuelto a oír desde Samsi-Adad
I. Su nieto Arikdenilu lucha en las
montañas del alto Tigris y contra los
primeros grupos arameos. Es el primero
que, según el modelo hitita, nos ha
legado un informe de sus campañas —
por desgracia conservado solamente en
fragmentos—, con el que empiezan
después los anales asirios hasta
convertirse en documentos arrogantes y
de mucha importancia. Su sucesor
Adadnarari I (ca. 1297-1266) es famoso
por su guerra contra Chanigalbat, el
Estado sucesor de Mitanni que se
encontraba bajo predominio hitita. Pudo
someter esta región situada entre el
Chabur y el Belich, y que por entonces
se hallaba todavía bajo un príncipe con
nombre ario. Asimismo aplastó con
éxito una rebelión posterior, sin que el
rey hitita Muwatalli se atreviera a
intervenir. Oficialmente lleva el exigente
título de un gran soberano y documenta
también su poderío en la construcción de
palacios, murallas y templos para el
embellecimiento de Asur.

Salmanasar I (ca. 1265-1234)


continúa la obra de su padre, incorpora
totalmente Chanigalbat a su Estado tras
un nuevo intento de rebelión, deporta a
14.000 de sus habitantes y, sobre todo,
sabe vencer un Estado de carácter
churrita llamado Uruatri (Urartu), que se
forma en Armenia. El mismo dice que
han sido conquistadas y saqueadas 51
ciudades, habiendo llevado los
príncipes a su corte para educarlos y
retenerlos en calidad de rehenes. El
ejército asirio empieza a (LÁMINA 86,
87, 92, 100, 107) crear su fama de
instrumento cruel, así como
inmensamente eficaz, en manos de sus
soberanos. Shatuara de Chanigalbat
había colocado estratégicamente a su
ejército, reforzado con hititas y arameos,
en los manantiales y en los vados de los
ríos, poniendo así a los atacantes asirios
en los mayores apuros. El extraordinario
valor de las tropas de Salmanasar,
castigadas por la sed y el calor,
transforma la desesperada situación en
una victoria decisiva. Una guerra
relámpago, con un tercio reunido a toda
prisa, de la tropa de carros de combate,
pone fin a una rebelión en las regiones
del antiguo Gutium, situadas al este de
Asur. De todas partes afluye rico botín a
Asur, donde Salmanasar construye de
nuevo el primitivo templo de Asur,
Echursangkurkurra, destruido por un
incendio, mientras que en Nínive (hoy
Kujundsjik, muy cerca de Mossul, en la
orilla oriental del Tigris) nace otro
santuario de Istar. Evidentemente para la
seguridad del curso del Tigris,
Salmanasar construye, además, a mitad
de camino aproximadamente entre Asur
y Nínive, en un lugar estratégicamente
favorable, la fortaleza de Kalach (hoy
Nimrud) que sería 400 años después la
residencia de Assurnasirpal y cuyas
excavaciones, efectuadas por
arqueólogos ingleses, han dado a la
posteridad tan magníficos tesoros
artísticos.

La ascensión de Asur alcanza el


primer punto de altura bajo
Tukultininurta I (1235-1198), ese
enigmático soberano del que, con el
nombre de Niños, habla aún la leyenda
griega y cuyo destino trágico jamás
podremos escudriñar con los medios
que tenemos a nuestra disposición.
Dentro de los dos primeros años de su
reinado este monarca sabe darle al
Estado que había dejado Salmanasar,
mediante un verdadero vuelo victorioso,
una solidez y amplitud como no había
tenido Asur hasta entonces. La inquieta
frontera occidental es asegurada
mediante el establecimiento de una
colonia de 28.800 «Chatti de más allá
del Eufrates», siendo sometidos de
nuevo los Quti (Guti) al Noroeste,
obligándoseles a efectuar grandes
entregas de madera. Pioneros asirios
construyen grandes calzadas militares en
la región de los lagos de Van y Urmia,
de tal forma que el ejército puede
pacificar el Urartu de Salmanasar,
desmembrado ahora en muchos
pequeños «países-Nairi», y llevar a
Asur 43 cabecillas de estas comarcas.
Después de prestar el juramento de
vasallaje son puestos de nuevo en
libertad. Rompiendo con todas las
tradiciones, Tukultininurta termina al fin
con las rebeldías y las intrigas de
Babilonia, como sabemos ya por la
historia del rey kassita Kashtiliash IV.
Toda Asia Anterior obedece a su voz,
desde la Karkemish siria (Dyerablus,
100 kilómetros al noroeste de Aleppo, a
orillas del Eufrates), Armenia y Gutium
(entre el pequeño Zab y el Diala), hasta
Babilonia, la isla de Bahrain y las
regiones costeras del Golfo Pérsico.

(LÁMINA 74) Había de esperarse


que el triunfador, que se hizo representar
en un zócalo simbólico como orante
arrodillado y de pie, ante Nusku, el visir
de Asur, hubiera cosechado la entusiasta
veneración de sus compatriotas asirios,
pero parece que sucedió todo lo
contrario. Bajo la impresión de la
dominante cultura espiritual y religiosa
de Babilonia, cuyo idioma era preferido
a los dialectos asirios y cuyo clemente
dios Marduk era venerado también en el
Norte, existía ya desde hacía tiempo en
Asiria un partido probabilónico, a cuya
influencia se remonta la política
comedida de Babilonia. Apoyado en el
ejército y en el partido militar, mediante
la conquista de Babilonia, la deposición
del rey y el traslado de la efigie de
Marduk, y por último mediante el acto
oficial con el que se proclamó él mismo
rey de Babilonia, Tukultininurta marcó
esta dirección, y su consecuencia fue
visiblemente un desprestigio cada vez
mayor del rey, al que contribuyó mucho
la activa propaganda del clero de
Marduk.

La cólera y el desengaño
oscurecieron pronto el ánimo del gran
soldado, pero mal político. Ya no lleva
a cabo más guerras, cosa que pronto lo
aleja de sus oficiales, y de nada le sirve
que los poetas de la corte escriban por
deseo suyo un gran poema
propagandístico que ensalza sus
hazañas, su valentía de león y el fanático
espíritu combativo de sus guerreros, y
denuncia públicamente a los kassitas de
Babilonia como agresores y enemigos
eternos de la paz. Su decisión de
construir una residencia propia, a unos
20 km al norte de Asur, en la otra orilla
del Tigris, le hace perder las últimas
simpatías de la capital. Aunque adorna
también Asur con grandes edificios —un
nuevo palacio, brillante restauración de
los templos de Assur y de Istar—, la
construcción de la nueva ciudad provoca
nuevos descontentos. Se llama
Kartukultininurta (hoy Tulul al-Aqr) y va
provista de un santuario dedicado a
Assur, una ziggurat, otros templos y un
fastuoso palacio; posee su
abastecimiento de aguas mediante la
ampliación de un canal que existía ya,
además de su fortificación de murallas y
torres. El apartamiento elegido al
principio deriva, con el tiempo, en un
lugar de Kartukultininurta. Por último, el
odio de los adversarios del amargado y
solitario príncipe, de cuyos últimos años
se ha conservado una desesperada
oración a Assur, su señor, aumentó tanto
que se lleva a cabo una conjuración
contra su vida y el mismo príncipe
heredero, Assurnadinapli, asesina a su
padre. Se abandona su ciudad, se
derrumba el grandioso palacio con sus
pinturas murales—los cronistas
babilónicos tenían razón cuando
atribuían a la maldición del ofendido
Marduk la caída del gran conquistador,
destructor de Babilonia.

Pero más de un rey y más de una


ciudad sucumbieron. El parricida
heredero al trono se mostró incapaz, las
posesiones exteriores se perdieron una
tras otra y el enérgico rey kassita
Adadshumnasir, como ya oímos decir,
estaba en condiciones de tratar del modo
más ignominioso a los otros sucesores
de Tukulti-ninurta, igualmente incapaces,
el último de los cuales pereció en el
campo de batalla luchando contra los
kassitas. Una línea marginal de la
dinastía asiria consiguió subir al trono,
pero sus representantes apenas pudieron
conservar ya el título de rey. Tenemos un
claro símbolo de ello cuando Assurdan I
(aproximadamente 1169-1124) derriba
el templo de Anu-Adad en Asur con la
intención de restaurarlo, y carece de la
fuerza y de los medios para
reconstruirlo. En Mesopotamia el poder
se desplazó al Sur, donde los
inteligentes príncipes de la llamada
segunda Dinastía de Isin crean un
renacimiento del babilonismo y llegan
incluso a colocar en el trono de Asur a
un rey pro-babilónico.

Nabucodonosor I de Babilonia
(aprox. 1128-1105), del que por
desgracia sólo oímos hablar en sus
documentos de investidura, pacifica los
pueblos montañeses del Norte y —con
el calor tórrido del mes de julio—
puede lograr una (LÁMINA 69) victoria
considerable sobre los elamitas a orillas
del río Ulai-Choaspes. En Asiria
encuentra naturalmente un primer
sentimiento nacional, tras el gran
colapso a que había conducido el
asesinato de Tukultininurta.
Assurreshishi restablece el orden y el
bienestar, los obreros vuelven a tener
trabajo en el palacio y en el templo —
símbolo del despertar de la actividad en
política exterior— y construyen también
la fortaleza de Apku, ideada como
puerta de salida hacia el Oeste. La
disputa de Asur con Nabucodonosor I
significa evidentemente el intento de
sacudirse la soberanía babilónica. No
podemos conocer con exactitud el
desenlace de la contienda a base de la
exposición pro-asiria de la llamada
«historia sincrónica». Sin embargo no
hemos de menospreciar las aptitudes y
la significación de Assurreshishi, que
preparó el camino a su gran hijo y
sucesor.

Ahora nos hallamos muy cerca de la


cumbre del despliegue de fuerzas en el
período asirio medio. Con su genio de
general y la inteligencia militar de sus
tropas, Tiglatpileser I (1116-1078) supo
convertir a Asur en la primera potencia
del Oriente Medio. Por primera vez vio
Siria un ejército de asirios. El débil
Egipto de los Ramesidas, arrastrado por
la división entre Tebas y Tanis, estaba
condenado a contemplar la venida de los
acontecimientos y envió al triunfador,
locamente aficionado a los animales, un
cocodrilo vivo como regalo especial.
Asia Menor carece de toda importancia
política tras la caída del imperio hitita,
motivada por los frigios. Los países
Nairi —zonas de retirada churritas en el
sur de Armenia— están humillados, y
Babilonia perdió pronto la reputación
que le creó su brillante rey
Nabucodonosor I.

(LÁMINA 75) Grandes


construcciones de palacios y templos, en
particular la fastuosa ultimación del
santuario doble de Anu y Adad en Asur,
adornado con dos torres-templos,
constituyen la expresión externa de un
poderío como jamás había conocido el
Estado asirio. Siguiendo una costumbre
nueva, adoptada de los hititas,
Tiglatpileser nos ha legado, al menos, de
los cinco primeros años de su actuación,
(L- 73) un relato de sus hechos que hizo
grabar en un prisma de barro de ocho
columnas y 50 cm de altura, que colocó
en los rincones del templo de Anu-
Adad, relato que se complementa, para
los años posteriores de su gobierno, con
otras numerosas inscripciones. Por ellas
conocemos su convicción de que el
dominio del mundo (LÁMINA 88, 104)
le pertenece a su dios Assur; que, en
consecuencia, toda resistencia contra su
ejército significa una falta grande contra
el orden del mundo y por tanto ha de ser
castigada con la mayor dureza en una
guerra al servicio de dios. He aquí la
clave para la comprensión del
imperialismo y militarismo asirios que
se presentan ahora abiertos por primera
vez, así como también del modo cruel de
efectuar la guerra. Detrás de todo se
halla una concepción del mundo, una
ideología, se trata mutatis mutandis de
guerras religiosas en las que la
ejecución de las víctimas era «querida
por dios». La sangre de los sacrificados,
de acuerdo con las palabras de
Tiglatpileser, afluía «en corrientes hacia
el valle», y las cabezas cortadas de los
enemigos se amontonaban en el campo
de batalla como «un montón de
cereales».
La época de los reyes asirios
modernos buscó y halló aquí su ejemplo:
el terror más cruento es ya en este
período uno de los medios combativos
más imitados. El miedo a los
regimientos asirios los precede y
paraliza ya al enemigo antes de que
empiece la batalla. ¡Y qué clases de
tropas son éstas que Tiglatpileser puede
llevar a la lucha en nombre del
implacable Assur, del colérico Ninurta,
del salvaje Adad y de la sangrienta Istar
asiría! Una antigua tradición, la
disciplina más rígida y terribles fatigas
las han templado. Tampoco conocen
dificultades para caminar por las
montañas más abruptas, romper las
murallas más altas y las puertas más
sólidas con escalas de asalto y arietes,
atravesar en una noche sin descanso el
desierto en persecución de las hordas
arameas, siempre evasivas, y con sus
carros de combate vencer distancias
insospechadas, hasta el oasis de
Tadmor-Palmira.

Con semejante instrumento de


guerra, Tiglatpileser puede enfrentarse a
continuación de su subida al trono, con
un peligroso ataque de 20.000 Mushki
tracofrigios, dirigido por cinco reyes.
Para ello atraviesa a marchas forzadas
la cordillera de Kashiari (Tur-Abdin).
Avanza hasta la Kommagene de Asia
Menor, y los innumerables prisioneros
son llevados para trabajar en las
colonias asirias. Arrolla los estados
sucesores de los hititas en el rincón más
oriental de Asia Menor, atraviesa en
carro o a pie dieciséis regiones
montañosas al Norte, en las que, si es
necesario, los prisioneros tienen que
abrirse camino con sus picos, y vence
numerosos cabecillas —una vez son 6o
— de las tierras Nairi, de Armenia del
Sur, hasta el lago Van:

«Tiglatpileser, el poderoso rey, el


rey de la Totalidad, rey de Asur, rey de
todas las cuatro regiones del mundo,
que con la ayuda de Assur y Ninurta,
los grandes dioses, sus señores,
recorrió los países y sometió a sus
enemigos... Por orden de Assur, mi
señor, conquisté la región de más allá
del bajo Zab hasta el Mar Superior en
el ocaso del sol. Tres veces marché a
las tierras Nairi, a los lejanos países
Nairi..., y los conquisté. Sometí a mis
pies a treinta reyes Nairi, recibí sus
rehenes, acepté como tributo sus
caballos, acostumbrados al yugo. Les
impuse tributos e impuestos...»

Siria, de la que atraía en particular


el Líbano, con sus bosques de cedros, es
el próximo objetivo del rey, y las
ciudades fenicias de Biblos, Sidón y
Arwad se apresuran a pagar tributos y a
preparar un viaje triunfal por el mar
desde Arwad (Ruad) hasta Simurrum
(Simyra), incluyendo en él la caza de la
ballena o de la foca.

Para mantener la conexión con


Occidente tiene que efectuarse
naturalmente una pequeña guerra
continua contra la nueva ola semita de
los Arameos, que crean bastante
inseguridad en el país. Tiglatpileser dice
que emprendió 28 campañas contra
ellos. La humillación de Babilonia
corona su obra. Parece ser que la
neutralidad mantenida desde
Tukultininurta es perturbada por
infracciones fronterizas asirlas en la
guerra contra los arameos. Tras unos
éxitos iniciales, el rey babilónico
Marduknadinachche no tiene ya ninguna
probabilidad cuando el mismo
Tiglatpileser marcha para limpiar el Sur.
«Durkurigalzu, Sippar de Shamash,
Sippar de Anunitu, Babilonia y Upi, las
grandes ciudades de Babilonia, las
conquisté junto con sus fortificaciones.
Organicé un gran baño de sangre en
ellas, y me llevé sus numerosos botines.
Tomé los palacios de
Marduknadinachche, rey de Babilonia, y
los incendié y los tesoros de sus
palacios los llevé conmigo. Con
Marduknadinachche, el rey de
Babilonia, llevé a cabo dos batallas con
carros y lo maté.» Pero el vencedor
sabe, instruido por la historia de su
antecesor Tukultininurta, hasta dónde
puede llegar en el Sur. Los templos
permanecen intactos y el trono queda
libre para el pretendiente babilónico,
que ahora —naturalmente en calidad de
vasallo asirio— se hace cargo de la
monarquía.

Este es el informe imponente y


también sobrecogedor de las victorias
de este guerrero, el mayor de los reyes
de Asur hasta ahora, a quien una loa
contemporánea a su lucha contra los
«asnos de la montaña» —una ciudad del
norte llamada Murattash— ha erigido un
monumento homogéneo. Leemos en ella:

«Recorrió un camino de tres días.


Antes de salir el sol ardía su tierra,
desgarró los vientres preñados,
taladró las barrigas débiles,
cortó el cuello a los fuertes,
los hombres murieron en el humo de
su país,
¡un montón de ruinas, para quien
peque contra Asur!
Dejadme cantar la victoria de Asur,
el poderoso, que marcha al
combate,
que alcanza la victoria en todo el
mundo...»
Continuemos en esta cima del
poderío asirio hacia fines del II milenio,
al que le seguiría una nueva decadencia
motivada por la incapacidad de los
sucesores del gran soberano, y
permanezcamos en ella para echar un
vistazo a las manifestaciones que nos
han negado de la civilización y cultura
de la época que acabamos de describir.

El mismo Tiglatpileser I, que era un


guerrero fanático y cruel de su dios
Assur, mas también un regente de amplia
visión para gobernar su país asirio,
Tiglatpileser I nos ha dicho algo al
respecto. Sabemos que se preocupó por
la fabricación incrementada —y es de
suponer que también fueran
perfeccionados técnicamente— de
arados en «toda Asiria», y en esta
preocupación vemos una medida para el
fomento de la agricultura, a la que la
dirección del Estado tenía que darle
mucha importancia en vista de la
creciente población. Herodoto ensalza
todavía hacia el año 450 a. J. C, por
observación propia, el elevado nivel de
la agricultura babilónica, que según
dice producía un fruto doscientas veces
mayor y aun más (LÁMINA 76) y que
con arreglo a la religión sumeria se
hallaba bajo la protección de Enlil y
Enki, del dios de los campesinos Enten y
de la diosa de los cereales, Ashnan. El
año del campesino se iniciaba con la
sementera en noviembre, en que
Babilonia florecía ya en febrero y se
cortaba en marzo/abril, mientras que la
más cruda Asiria no podía recolectar
hasta el mes de Tammuz (junio/julio).
Luego viene la gran muerte de la
naturaleza, simbolizada con la
desaparición de Tammuz, cuando «se
secan los jugosos tallos de las plantas»
y el calor sube hasta 50 grados a la
sombra. La única ayuda es la continua
irrigación de los campos y huertos. Los
dátiles maduran y se recogen en el mes
de Arachsamna (octubre/noviembre).
Mientras tanto ha refrescado algo en el
mes de Elulu (septiembre) y luego
vuelve a comenzar el círculo del año.

Solamente una continua supervisión


estatal del sistema de riegos aseguraba
el mantenimiento de las superficies de
cultivo situadas a orillas de los ríos y
canales, cuya ampliación y completa
explotación —por ejemplo, con mejores
arados— constituyó siempre una de las
principales preocupaciones de todos los
príncipes. La tierra pertenecía en su
inmensa mayoría a los templos, a la
corona y a la nobleza y era trabajada por
esclavos o aparceros. La extensión de
las fincas o campos variables entre el
gran feudo de hasta 1300 yugadas y la
pequeña hacienda campesina de 25 (en
los tiempos de Manishtusu de Akkad
aquél, y en los de Hammurabi ésta), que
después se dividió aún más con el
aumento de población. Con las malas
cosechas los campesinos contraían a
menudo deudas y no podían pagar su
arriendo, que habían de entregar en
especie, por mucho que se esforzasen
con el arado, la sementera, el cavar,
escardar, la lucha contra la langosta, los
riegos y la recolección. Y tanto mayor
era su gratitud a los dioses —entre los
que se destaca Ningirsu, y después
Ninurta— cuando la cebada, el trigo, la
escanda, más fácil de cultivar y utilizada
como comida de los días festivos, el
mijo, el sésamo y las legumbres
producían buenas ganancias.

El que más se acercaba al


campesino era el hortelano, que junto
con las hortalizas cultivaba también en
Babilonia sobre todo las palmeras
datileras —Asiria era demasiado fría
para este fruto de tantos usos. Crudo,
como miel y— como la escanda— para
la preparación de la bebida de
embriaguez, el dátil desempeñaba un
papel considerable en la alimentación
humana, mientras que la viña era un lujo
casi exclusivo de los ricos. Granados,
pistachos, perales, almendros y
algarrobos, y por último las especias,
caracterizan el resto de las plantas que
se cultivaban en Mesopotamia, para la
que el «bosque» (de árboles frutales),
con su aroma y sombra, debió ser
siempre como una especie de paraíso.
De ahí que la plantación de árboles sea
una acción laudable y también de ella
nos ha hablado Tiglatpileser I.

La seguridad de la cosecha, en
particular de cereales para nutrir a la
población y no solo para proveer al
ejército, tenía que ser otra de las
principales preocupaciones de todo
príncipe; las inscripciones de
Tiglatpileser nos hablan de la
construcción de grandes almacenes de
grano. Las ciudades crecían, y con el
incremento de la clase de los artesanos,
soldados y comerciantes, con una
civilización cada vez más diferenciada,
cambió el cuadro de la población. Bajo
las capas dominantes de la casa real, de
los oficiales, los burócratas y los
sacerdotes, estaban los libres y
subordinados a éstos, los semilibres, y
por último, los esclavos. Estos se
renovaban siempre con los prisioneros
de guerra, en tanto se hacían en el curso
del cruel modo asirio de efectuarla. Las
amplias empresas militares, con sus
grandes masas de sometidos, condujeron
a una nueva práctica. Para impedir las
rebeliones de las nuevas conquistas
hechas en territorios alejados —que
brotaban tan pronto como se retiraba el
ejército—, los dinastas asirios del
imperio medio echaron mano por
primera vez en la historia de los medios
de la deportación en masa, empleados a
partir de entonces en las horas oscuras
de la vida de los pueblos. Tribus y
ciudades enteras, decenas de millares de
personas, son trasladados de lugar, y los
espacios vacíos son colonizados con
asirios o deportados procedentes de las
regiones totalmente opuestas. Así se
destruye el nexo étnico y se rompe el
sentimiento nacional, así se adquieren
ciudadanos frescos para las nuevas
fundaciones de ciudades y se puede
disponer a discreción de columnas
infinitas de obreros. Pero con ello se
destruye también la estructura de la
población en el propio país, el
equilibrio del sistema económico y el
sentimiento de patria heredado,
consecuencias que se manifestaron de un
modo destructivo en el imperio nuevo
asirio.

Esta época oculta en general muchos


gérmenes del desarrollo futuro. Se
establecen los cimientos de aquel estado
militar que tendría su expresión más
aguda en tiempos de los Sargónidas. La
milicia, fecundada evidentemente por la
disciplina militar de los churritas,
alcanza ahora un alto nivel. Asalto,
ruptura del frente y persecución, es
asunto de los combatientes en carro, que
disponen de un abundante y bien domado
material de caballos. Se han conservado
—aunque por desgracia muy difíciles de
comprender— los restos de una
introducción al cuidado y adiestramiento
de caballos de combate, que pertenece
al siglo xiii y se remonta ciertamente al
famoso libro sobre la cría de caballos
del churrita Kikkuli, descubierto en la
ciudad hitita de Chattusa. Junto a la
tropa de carros de combate —la
caballería se cita por primera vez con
Nabucodonosor I y no juega un papel
hasta con Assurnasirpal II, hacia el año
850— se halla la infantería, que ha de
vencer al adversario en combate
individual y asegurar el territorio
ganado. Para vencer las obras de
fortificación, para la construcción de
carreteras y la apertura del terreno
montañoso, se dispone de los zapadores,
que han perfeccionado en particular los
instrumentos de asedio. Yelmos,
corazas, escudos y tarjas protegen a los
combatientes, sus armas son la flecha y
el arco, el dardo, la jabalina y la honda,
el hacha, el hacha doble, la maza y la
espada. Con el siglo xii, el hierro
(LÁMINA 86, 107) empieza a desplazar
al bronce en la producción de armas. Su
elaboración había sido el secreto
celosamente guardado de los hititas, los
propietarios de los yacimientos de
hierro de Asia Menor, y hasta la caída
de su poder, hacia 1200 a. J. C, no se
conquista, con el nuevo metal, mucho
más duro, toda Asia Anterior, conquista
que fue fomentada por la consciente
deportación de herreros entendidos.
Sabemos que Tiglatpileser I mataba sus
uros con dardos de hierro.

Aparte de la guerra, una de las


ocupaciones reales era la caza —que en
cuanto (LÁMINA 102 y sigs.) lucha
contra los animales de rapiña o contra la
caza mayor peligrosa y perjudicial para
el campesino, era considerada como un
deber encomendado al soberano piadoso
por Assur y otros dioses, singularmente
Shamash y Ninurta (¡Nimrod!).
Tiglatpileser I nos ha legado un relato de
sus cacerías:

«Por orden de Ninurta, mi


protector, maté cuatro toros salvajes,
fuertes y gigantescos, en la estepa de
Mitanni y de la ciudad de Araziq,
situada antes de llegar al país de los
hititas, con mi arco poderoso, el dardo
de hierro y mis afiladas flechas. Sus
pieles y cuernos los llevé a mi capital
de Asur. Maté diez poderosos elefantes
machos en Charrán y en las riberas del
Chabur cogí cuatro elefantes vivos. Sus
pieles y dientes junto con los elefante?
vivos los traje a mi capital Asur. Por
mandato de Ninurta, mi protector, maté
120 leones de corazón valiente en
heroico combate a pie, y otros 800
leones desde mi carro de combate.
Cacé toda la clase de animales de pelo
y pluma.»

Sabemos que el gran cazador reunía


en un parque los animales que cazaba
vivos para gloria de su nombre y
diversión de la población de la capital.
Aquí se metían también los ejemplares
del mundo animal egipcio enviado por
el faraón.

(LÁMINA 90) Por otra parte, la


investigación de la existencia de los
elefantes sirios, testimoniada también de
vez en cuando por los reyes egipcios, no
está muy clara. Parece que solamente se
daban en la región de los pantanos del
Ghab, al Este del Orontes, región
relativamente pequeña y reservada quizá
como «coto de elefantes» para la
cacerías reales. Y se supone que se trata
únicamente de elefantes enanos. Las
cacerías de Tuglatpileser se hicieron tan
famosas, que su nieto Assurbelkala
habla todavía de ellas en el llamado
«Obelisco roto».

Seríamos injustos con Tiglatpileser


si no mencionásemos más que su fama
de guerrero y cazador y sus medidas en
el sector agrícola de la economía. Este
polifacético príncipe atendió también a
la vida espiritual de su tiempo. Quizá
fuese el primer asirio en establecer en
su palacio una biblioteca, y fomentó el
arte, la ciencia y la literatura. Hace ya
tiempo que Asur ha desarrollado una
especie propia de la escritura
cuneiforme, muy clara y de formas que
difieren de la babilónica. Su caligrafía
creó hermosos documentos escritos,
aunque en el idioma se prefería, desde
Salmanasar I, el babilónico. Aún más,
Tiglatpileser se esfuerza incluso por
asentar en Asur las obras clásicas de la
literatura cultivadas por Babilonia, de
tal modo que se desarrolla aquí una
propia tradición de escuela.

El ejemplo ya citado del himno a


Tiglatpileser y de la epopeya también
mencionada de Tukultininurta, demuestra
que el asirismo podía ser también
creador en la poesía. Describe la
valentía guerrera del rey, cómo Assur
lanza un fuego destructor contra los
enemigos, cómo Anu precede a las
tropas asirias y emplea su arma
implacable contra los malhechores,
describe cómo el radiante Sin los
paraliza, cómo Shamash oscurece sus
ojos, Ninurta rompe sus armas e Istar
toca el tambor para ensordecerlos. De
esta forma los guerreros asirios caen en
un vértigo de locura combativa:

«Impetuosos, coléricos, como el


dios de la tormenta, se lanzan al
combate con el pecho descubierto,
examinan los cordones, se rasgan los
vestidos, atan el pelo, hacen bailar en
círculo las espadas. Saltaban, tenían en
las manos las armas afiladas, los
guerreros salvajes, los hombres
combativos, asaltaban como si los
mordieran los leones...»

Lo mismo que la poesía describe la


epopeya heroica de las guerras asirias,
una ciencia histórica anota fielmente los
sucesos a menudo precipitados, de su
tiempo. Se elaboran listas de reyes;
según la costumbre iniciada en Asur de
denominar los años de gobierno de los
soberanos no ya por los
acontecimientos, sino el primer año por
el rey y los demás por un alto
funcionario, respectivamente, se
establecen listas limu (epónimas). Una
historiografía sincrónica, formada en las
crónicas de Babilonia, describe las
variables relaciones entre Asur y
Babilonia, y los historiógrafos se
disponen a escribir los relatos de
campaña, canales y obras construidas
por los reyes: había sonado la hora del
nacimiento de la analística.
También trabajan los jurisconsultos.
Poseemos una colección de leyes asirias
del imperio medio que constituye un
manual para el uso práctico del juez y
que se hallaron en la llamada «Puerta
del Juicio» en Asur. Aquí vuelve a
asombrarnos de nuevo la bárbara dureza
de las penas, así como la baja posición
que se le asigna a la mujer en la
sociedad asiria. Una mujer que se lleve
algo de la casa del marido enfermo o
muerto, es considerada como una
ladrona y será muerta, lo mismo que el
receptor. Si ha entregado algo a un
esclavo o esclava, se les cortará la nariz
a los partícipes. En caso de divorcio, es
decir, en el caso en que el hombre
quiera abandonar a su mujer, no está
obligado a darle nada. Si el marido
desaparece en la guerra, la mujer tiene
que esperarlo cinco años, incluso
aunque carezca de seguridad económica.
Por otro lado, hemos de tener en cuenta
que se cuida de la viuda mediante el
matrimonio entre cuñados. El adulterio
es castigado, para ambas partes, con la
pena de muerte; si un hombre abusa de
una mujer, es también condenado a
muerte. Entre los crueles castigos
corporales tenemos, por ejemplo, el
taladro de las orejas, el corte del labio
inferior, las orejas o los dedos, la
destrucción del rostro, vertiendo, por
ejemplo, asfalto ardiendo, y la
castración. Estos pocos ejemplos nos
bastan para conocer la actitud general de
las leyes asirias durante el imperio
medio. Dan la sensación de un gran
atraso frente al derecho de influencia
sumeria de Esnunna o Isin (cf. pág. 75) e
incluso frente al Código de Hammurabi,
pero muestran con toda claridad la
dureza implacable de la vida social
asiria, sobre la que extendía su sombra
la férrea disciplina del ejército. Es
evidente que al mismo tiempo constituía
la fuerza de Asur.

El modo brutal de hacer la guerra,


las despiadadas deportaciones, los
dioses sanguinarios —ahora
comprendemos por qué el bondadoso
Marduk tenía también en Asur tantos
adoradores—, un derecho cruel: ¿no se
había establecido aquí realmente un
«imperio de los demonios»? Uno está
tentado de ceder a estos pensamientos,
tanto más cuanto que los hombres de
aquella misma época creían en verdad
estar siempre amenazados por los malos
espíritus. Es evidente el L. 78, 81
enorme crecimiento que toma la «magia
negra», el encantamiento y la brujería
en este período próximo todavía al
carácter churrita. Echemos pues un
vistazo a ese mundo fabuloso, lleno de
miedos, tan bien descrito en los textos
mágicos de la biblioteca de
Assurbanipal y en algunas estatuas,
sobre todo del período asirio moderno.

Desgracia y enfermedad eran obra


de los malos espíritus o de magos y
brujas que ponían a los demonios a su
servicio y efectuaban crueles
manipulaciones (LÁMINA 80, 82, 85,
96) con pequeñas figuras
complementarias del aludido. A decir
verdad, hay también
espíritus buenos que ayudan a los
hombres, pero predominan los malos, de
los que están llenos el cielo, la tierra y
el infierno —hijos del dios supremo An,
enemigo de los hombres, engendros de
los infiernos o espíritus de los muertos,
que incluso pueden hacer daño a los
grandes dioses, y salen por las noches
de los terrones, ruinas, tumbas o del
desierto y realizan sus fechorías por
todas partes, escapando por la menor
fisura de la pared y salvando los más
altos muros. Se llaman «Fantasmas»,
«Acechador», «Destino mortal»,
«Dragón», «Hombrecillo nocturno»,
«Mujercilla nocturna», o Pazuzu
(«Atrapador»), que «pinta de amarillo
(LÁMINA 81) el vientre del hombre, su
cara de amarillo y negro e incluso la
raíz de su lengua de negro», o llevan los
nombres temidos de Lamashtu, la que
devora los niños pequeños o de la
Lilitu, que en la tradición talmúdica se
convertiría en la primera mujer de Adán
y que como tal aparece aún en el
«Fausto» de Goethe, en la escena de la
noche de Walpurgi. Solos, en tríos o
como los «siete malos», los demonios
martirizan y atemorizan hombres y
animales, y el miedo a ellos y a los
magos que pueden mandarlos se cernía
como una pesadilla eterna sobre los
hombres de aquella época. Ni la pena de
muerte para los magos y brujas ni el arte
de los sacerdotes conjuradores, la
«magia blanca», aportaban una ayuda
segura.

No obstante nace una extensa


literatura de textos de conjuros, que
había de garantizar el texto original
exacto y la transmisión precisa de las
fórmulas —unida por lo general a
determinadas acciones. En dichos textos
se menciona en primer término al
demonio que se ha de combatir —y para
que se acierte con el verdadero, nacen
listas enteras de espíritus—, luego sigue
la demanda de abandonar al torturado, y
el nombre del conjurado. Ea y Marduk
han dado este arte a los hombres, por
eso expone el aludido su dolor a
Marduk. Este se dirige entonces a su
padre Ea, le pide consejo y obtiene las
indicaciones precisas. Se han
conservado en grandes series cientos de
estos textos que tratan por lo general, de
enfermedades. Se llaman Utukki
Limnuti («malos espíritus»), «malos
demonios Asakke», «Engaño», «Lavado
de boca», «Para romper el
encantamiento», «Para deshacer el mal
con agua de harina», «Enfermedad de la
cabeza», «Una embarazada que está
atada», «Para reparar un mal sueño»; y
dos obras famosas sobre las brujas que
se llaman Shurpu («Combustión») y
Maqlu («Consumición»).

Como prueba de la expulsión de un


demonio damos la descripción de un
exorcismo que se utilizaba cuando el
sacerdote había comprobado que el
demonio femenino Labartu era culpable
de una enfermedad. Se fabricaba una
figurilla de barro de este espíritu
femenino, se colocaba junto al enfermo y
se intentaba sacar el demonio del cuerpo
del enfermo y atraerlo hacia la figurilla
de barro, vistiendo la muñeca con
hermosos tejidos, colocando a su lado
buenas comidas, aceites y pomadas. Si
con arreglo al curso de la enfermedad,
no se obtenía éxito alguno, se colocaba
como bocado exquisito el corazón de un
cochinillo en la boca de la figura.
Ningún espíritu, por malo que fuese,
podía resistir a semejante seducción. A
los tres días se podía considerar ya
como efectuado el traslado y acto
seguido se «mataba» a la muñeca. Se le
cortaba el cuello, se la enterraba, se
amarraba a las espinas y zarzas del
desierto o, como medio más seguro, se
colocaba con dos figurillas blancas de
perros y otras dos negras en un barco
que se enviaba mediante exorcismos al
mar... He aquí aún el texto íntegro de un
conjuro:

«Conjuro. Encantadora, asesina,


íncubo...
conjuradora y sacerdotisa maga,
conjuradora de la serpiente,
ramera,
prostituta, consagrada a Istar,
que caza en la noche, todo el día,
que ensucia el cielo y ofende la
tierra,
capaz de cerrar la boca de los
dioses,
y puede atar la rodilla de las
diosas,
que mata a los hombres, no perdona
a las mujeres,
es destructora y espíritu malo,
y nadie resiste a su magia—
Ahora te vieron, te agarraron,
ahora te atacaron, te sacudieron.

Ea y Marduk, te entregaron
al dios del fuego Girra, ¡al héroe!
Que Girra, el héroe desate tus
nudos
¡Y que sufras tú, bruja, lo que nos
has mandado!»

Es un contraste curioso, aunque


repetido bajo los soberanos del imperio
medio asirio, entre estos aspectos
oscuros se halla el hecho de que Asur ha
producido ya en estos tiempos
creaciones de asombrosa belleza en los
ámbitos del arte. La arquitectura da
pruebas de un alto nivel en el
monumental santuario (LÁMINA 75)
doble para Anu y Adad, cuya
reconstrucción nos permite hacernos una
idea de su grandeza y fastuosidad, y en
los santuarios, en las fortalezas y los
palacios reales adornados con pinturas
de ladrillos esmaltados muy ricas en
colores. El relieve y la escultura parece
tomar nuevos caminos según el
testimonio de (LÁMINA 74) los pocos
documentos conservados, un pedestal
simbólico de Tukultinimurta, un disco de
relieves conservados únicamente en
fragmentos, y el torso del cuerpo
desnudo de una mujer descubierto en
Nínive.

(LÁMINA 76, 77) Pero ante todo es


la imagen del cilindro la que se trabaja
con gran amor y en
la que ha creado admirables obras
pequeñas en la elección del tema, la
composición y la ejecución. Creemos
sentir que los artistas buscaban refugio
en ellas ante la dureza cruel de su
tiempo y la oscuridad de su miedo a los
demonios, cuando modelaban las
escenas tradicionales de introducción y
adoración, las luchas de animales o los
motivos del árbol de la vida, y aún más
cuando cultivaban la reproducción
realista de los animales, olvidada desde
la época Djemdet-Nasr hacia 2800 —
ciervos en el bosque, escenas de caza, el
avestruz de la estepa, que Tiglatpileser
había conocido en sus campañas a
través del desierto, el caballo
introducido ahora también en el mundo
mítico y representado a menudo con
arando. Mas con la misma realidad y
alas—, o cuando eternizan al campesino
plasticidad aparece también el ser mixto
de procedencia churrita, el centauro
alado o el hombre-escorpión en la
imagen de los sellos y cilindros, así
como la celosa actividad constructora
de los reyes, que se refleja en una copia
de la fachada del templo o de la
construcción de una ziggurat. Es un
pensamiento consolador que la luz del
arte, aunque solo sea en los humildes
cuadros de la glíptica, haya brillado
también en estos tiempos oscuros y que
los duros monarcas (LÁMINA 74) del
Asur medio se inclinaran ante él.
XI - IMPERIO
ASIRLO
NUEVO

Nínive, 635 a. J. C.
La escritura cuneiforme, a la que
debemos la apertura de la cultura de la
antigua Asia Anterior, solo ha podido
resolver su tarea de un modo tan
sorprendente gracias a dos raras
circunstancias afortunadas. Son éstas la
pasión de coleccionista literario del
último gran rey asirio y el
descubrimiento de la biblioteca
establecida por él, hecho ya en los
primeros años de la investigación asiria,
a la que llegó en 1854 el iraquí
Hormuzd Rassam, colocado al servicio
de los ingleses. La serie de hallazgos de
archivos no se ha interrumpido desde
entonces en los últimos cien años, y con
los descubrimientos en Tello (1877),
Amarna (1887), Nippur (1889),
Boghazkoei (1906/08), Ras Shamra
(1929), Mari (1933) y Sultantepe (1951)
se han incrementado las existencias de
textos en escritura cuneiforme a un
cuarto de millón de documentos —
aunque nueve décimas partes de su
contenido son textos comerciales. La
colección de tablillas de Assurbanipal
en su palacio de Nínive supera todos
estos yacimientos en importancia, por su
carácter. No era ninguna acumulación de
textos determinada, limitada a informes
económicos, políticos o religiosos, sino
que desde un principio se proyectó
como «museo de libros», en donde su
creador quería coleccionar en copias
limpias todos los documentos escritos y
obras literarias importantes del mundo
sumerio-acadio.

Asurbanipal nos dice personalmente


cómo escribió en las tablas «la
sabiduría de Nebo (dios de los escribas)
depositada en los caracteres ordenados
de la escritura cuneiforme», cómo
examinó y comparó el texto y puso luego
los documentos en su palacio, para
poder «contemplarnos y volverlos a leer
siempre». Aunque su biblioteca sufrió
grandes daños en la destrucción de
Nínive en el año 612 —los soldados
hicieron añicos la mayoría de las tablas
—, el resto encontrado, 20.000 piezas,
es lo bastante importante para darle una
base segura después de 2500 años a la
investigación asiriológica y de golpe y
porrazo dar a conocer la literatura, y con
ella la historia y civilización de Asur-
Babilonia.
Las inclinaciones arqueológicas e
histórico-literarias del rey Asurbanipal,
(L 102 103, 106) que gobernó de 668-
626 (?), extrañan menos cuando
conocemos su desarrollo.

Él mismo nos lo ha descrito de una


forma vivaz. Destinado en un principio
para un alto cargo sacerdotal, fue
proclamado sucesor al trono de Asur
por su padre, a la muerte temprana del
príncipe heredero durante una Dieta
asiria del año 672, probablemente por
iniciativa del partido militar y
seguramente también del clero, mientras
que su hermano, con más derechos que
él, ocupó el trono de Babilonia.

En cuanto sacerdote, Asurbanipal se


había de ocupar, naturalmente, de la
erudición de su tiempo: «Conseguí
adquirir el tesoro secreto de todo el arte
de escribir tablillas, comprendo los
signos del cielo y de la tierra, discuto en
el círculo de los sabios... puedo
resolver difíciles ejemplos de división y
multiplicación, releo siempre los textos
artísticamente escritos en la difícil
lengua sumeria, me he formado una idea
de las piedras de escritura totalmente
incomprensibles de antes del
diluvio...,entiendo el oficio de todos los
sabios...«El joven príncipe tampoco
olvidó la instrucción en los deportes y
en las armas, de tal modo que los
(LÁMINA 102 y sigs.) principales
círculos gobernantes —y no solo su
enérgica abuela Naqia, la viuda de
Sanherib— prestaron pronto su atención
a este hijo del rey, polifacético y bien
dotado, aunque también muy vanidoso.

Como soberano no decepcionó a


quienes habían puesto en él sus
esperanzas. Sus inclinaciones eruditas
se unieron a la energía y la visión de
conjunto, de tal modo que los 40 años
aproximadamente de su gobierno —
desconocemos su final— significan un
último florecimiento del imperio asirio
moderno. Igual que sus antecesores,
Assurnasirpal II, Tiglatpileser III,
Sargón II y Sanherib, fomentó el arte del
relieve, que había alcanzado ya un alto
nivel, con cuyas obras adornó
(LÁMINA 100 y sig. 109) las paredes
de su gran palacio de Nínive. Sus
escenas de guerra, caza, y sobre todo las
excelentes reproducciones de animales,
poseen un realismo inaudito y a veces
una belleza única. Assurbanipal se
sometía conscientemente a sus deberes
religiosos, se hizo representar según la
antigua costumbre como acarreador de
ladrillos en las construcciones de los
templos de Babilonia y tomó muy mal
que su hermano Shamash-Shumukin (en
griego Saosduchin) quisiera impedirle
la (LÁMINA 105) ejecución de las
víctimas en los santuarios babilónicos.
Parece ser que fomentó mucho la
agricultura, al menos se vanagloria de
que en su tiempo el cereal alcanzase dos
metros de altura, de que el bosque y el
cañaveral creciesen con exuberancia y
de que las existencias de ganado
aumentaran considerablemente. Y
cuando oímos que concertó con el
príncipe de la ciudad fenicia de Arwad
la construcción de un puerto libre asirio
con muelles propios, hemos de deducir
de ello su interés por el incremento del
tráfico comercial.
Su política sabía adaptarse a los
acontecimientos, y una prueba de su
amplia visión es que abandonó el
dominio sobre el lejano Egipto,
establecido por Asar-haddon y él mismo
en sus primeros años de gobierno,
cuando los sacrificios a cambio de esta
soberanía eran demasiado grandes. A
pesar de todo, le cabe la gloria de que
sus tropas conquistasen y saquearan
Tebas, en el Alto Egipto. Sin embargo,
empleó todas sus energías en tareas más
cercanas: venció a las tribus salvajes de
los árabes e hizo reproducir en relieves
estas acciones bélicas. Los esclavos
(LÁMINA 100) y los camellos —la
cabalgadura de la gente del desierto,
casi desconocida hasta entonces en el
país civilizado— afluyeron en tal
número a Asiria que, como se dice, se
convirtieron en el medio normal de
pago. Cuando la regulación introducida
por Asarhaddon, según la cual Shamash-
Shumukin ocupó el trono de Babilonia
bajo la soberanía de Asur, fracasó ante
la rebeldía de éste, Asurbanipal atacó
con toda dureza. Tras mostrar al
principio una actitud leal, aquél se alió
con los enemigos de Asur —Elam,
Gutium, las tribus arameas que se habían
asentado en toda Mesopotamia, los
Árabes y los Egipcios. Y en el año 652
tuvo lugar un gran levantamiento que
puso en peligro la existencia del
imperio. Tras una cruel guerra civil de
cuatro años, se impuso Asurbanipal y
conquistó Babilonia, debilitada por el
hambre y la peste, después de un asedio
de dos años y vencer un ejército de
socorro árabe en el año 648. El
«hermano traidor» pereció en el
incendio de su palacio y Asurbanipal
suavizó un poco a sus soldados tras los
desenfrenos iniciales y puso sobre el
trono de Marduk un pretendiente adicto
a él.

Pero su mayor victoria, que hizo


reproducir en muchos relieves, la
consiguió Asurbanipal contra Elam, el
viejo intrigante de Oriente. Pudo
abandonarse a la poderosa protección
de su amigo el gobernador Belibni,
conocido por varias cartas, que
administraba el país del mar. Tras
varios años de vaivenes, el ejército
asirio pudo ganar por tierra y por mar la
supremacía en las lagunas del Golfo
Pérsico, penetró dentro del país enemigo
devastándolo y destruyendo Susa. Con
ello Elam recibe el golpe mortal y
desaparece desde entonces de la
historia.

Desde el año 639 no sabemos nada


del futuro, aunque hemos de suponer que
Asurbanipal se dedicara ahora a
disfrutar de los frutos de sus victorias y
consagrarse con relativa tranquilidad al
gobierno del país, así como a sus
inclinaciones (LÁMINA 102 y sigs.)
artísticas y literarias. Gran amante de la
caza, como tantos de sus antecesores,
tenía una predilección especial por la
del león, animal que al parecer era ya
bastante raro. Los leones eran cogidos
por sus guardas forestales y soltados
luego para las cacerías reales. Otra caza
mayor muy apreciada era la de los
ciervos, antílopes y asnos salvajes. En
muchos relieves se han conservado para
la posteridad los detalles de estas
cacerías representados de un modo muy
adulador para el rey.
Otra vez se manifiesta con gran
brillantez el poderío de Asur y su
monarquía, en la abundancia de sus
tradiciones celosamente cultivadas, de
su arte y literatura, pero también en toda
su dureza —sabemos que Asurbanipal
no dudaba, en caso de necesidad, de
echar mano de las medidas
disciplinarias más crueles. Ataba a los
rebeldes con una cuerda a través de las
taladradas mandíbulas y los trasladaba
así en paseo triunfal; ordenaba clavar en
palos los cuerpos de los ciudadanos
renegados y colocarlos en la ciudad
conquistada; u obligaba a los hijos de un
rebelde a «quebrantar los huesos de su
padre» ante la puerta de Nínive. Asur se
halla en los últimos días de su destino,
que acabaría implacablemente apenas
dos decenios después de la muerte de
Asurbanipal. En los documentos
históricos descubiertos entre los textos
de su biblioteca que sobrevivieron al
infierno de la destrucción, se nos
descubre la imagen de una ascensión
bicentenaria que condujo a este punto
culminante. Solo podemos describir
aquí a grandes trazos este camino lleno
de tanta crueldad y desprecio humano,
aunque también de una admirable
firmeza para conseguir sus objetivos.

El gran imperio de Tiglatpileser I,


cuya existencia estaba basada
únicamente en las sobresalientes
aptitudes de gobernante del rey y en el
rigor de las armas asirias, se desmoronó
pronto cuando sus sucesores no
emplearon la misma energía brutal para
su mantenimiento. Assurbelkala (1076-
1058), cuya tumba y sarcófago en caliza
negra han sido descubiertos, tuvo que
llevar a cabo duros combates con Urartu
y los arameos. Estos últimos avanzan
tanto, que uno de sus cabecillas sube una
vez al trono de Babilonia y da a su hija
al rey asirio en matrimonio.
Assurbelkala trabajó en los palacios de
Asur y Nínive y legó un obelisco con un
informe de su actuación en el que se ha
incluido una enumeración de los hechos
de su abuelo.

Assurnasirpal I (1052-1033), un
hombre enfermo, nos sorprende por el
reconocimiento de sus pecados, presente
en sus oraciones a Istar pidiéndole que
lo cure. Estas opiniones se habían
extendido mucho por entonces, como
podemos ver, por ejemplo, en el
simultáneo sermón disciplinario del
profeta israelita Nathan al rey David
(Libro II de Samuel, Cap. 12). Oímos
decir que Istar le ordenó la
reconstrucción de los templos
destruidos, el restablecimiento de las
efigies divinas destrozadas y la
sustitución de las estatuas quemadas.
Por este mandato podemos hacernos una
idea de la situación de Asiría y
Babilonia en su tiempo, cuando los
invencibles —porque jamás se podían
apresar— grupos de arameos se
convirtieron en los señores efectivos del
país. Hacia el año 1000 a. J. C. se
perdieron las colonias asirias del
Eufrates medio en favor de los arameos
— de ese pueblo curioso que no fue
capaz de crear una cultura propia,
aunque su lengua y escritura de letras se
convertiría, en el milenio I, en el
principal medio de entendimiento de
Asia Anterior.

Tras un largo silencio vuelven a


empezar los anales asirios hacia finales
del siglo x, bajo Assurdan II. Y aunque
este príncipe tuvo que limitarse también
en lo esencial a simples combates
defensivos, reemprende sin embargo la
renovación económica organizadora y
militar de su Estado. E inmediatamente
volvemos a enfrentarnos con la cruel
dureza de las medidas asirias. El rey de
Katmuchi, situada al norte, es hecho
prisionero y degollado vivo por
«haberse rebelado contra Asur».
Assurdam llamó a su hijo Adadnirari,
según sus gloriosos antepasados. El
segundo portador de este nombre, con el
que comienza su nueva enumeración la
lista epónima de la biblioteca de
Asurbanipal y al que señala como
verdadero fundador del imperio asirio
moderno, imitó en realidad a su gran
antecesor, luchó con éxito al Este de
Asia Menor y Armenia, obligó a que
Babilonia reconociera su supremacía, y
sobre todo sometió en siete campañas el
país de Chanigalbat, ahora totalmente
arameizado, con su capital Nisibis
(Nesibin, 125 km al sureste de
Diarbekir). Para su conquista, hubo que
cercar esta ciudad protegida por una
fosa de nueve varas de ancha, asegurada
por un muro y por siete baluartes. Con
Babilonia se llega a un acuerdo, según
el cual los dos príncipes han de tomar
por mujer a una hija de su aliado,
«viviendo ahora la gente de Asiria y de
Accad como buenos hermanos». Pero el
peligro arameo sigue amenazando. El
mérito de su supresión corresponde a
Assurnasirpal II L. 83, 84, 86 (884-859
a. J. C), hijo de aquel Tukultininurta II
que murió tan joven y que se hizo
famoso por su gran marcha de
exploración armada a través de toda
Asiria y Mesopotamia. Año tras año, en
el campo de batalla y sin descansar
hasta haber logrado la sumisión
completa del adversario, este príncipe,
el más cruel de todos los reyes asirios,
volvió a llevar las fronteras del imperio
al estado de Tiglatpileser I. Va
acompañado de todas las atrocidades
apocalípticas. Sus verdugos empalan y
desuellan, extienden las pieles humanas
en tablados que colocan ante la puerta
de la ciudad que se combate, van
cortando por separado los distintos
miembros de las víctimas, y realizan
otras crueldades semejantes. Por
primera vez en la historia emplea en
gran proporción el arma nueva de la
caballería; ejércitos de deportados
marchan a lo incierto; las facciones de
la población cambian aún más.

Assurnasirpal persigue los mismos


fines en la Administración, para la que
se instruye una clase apta de
funcionarios, sometida a su ministro
Gabbiilanieresh. Si su padre gustaba de
vivir en Nínive, Assurnasirpal fija su
residencia en Kalach. Era la fundación
de Salmanasar I, y este rey parece haber
sido su modelo, puesto (LÁMINA 85)
que le impuso su nombre al príncipe
heredero. Aquí, sobre una ciudad
poblada con deportados, mayormente
artesanos, funcionarios y soldados, se
alza ahora un palacio gigantesco, cuyas
puertas son guardadas por poderosos
toros, leones y seres fabulosos, y cuyas
salas presentan en todas sus paredes
grandes relieves—representaciones
religiosas tradicionales, efigies del rey,
escenas de guerra y caza. Pues este
soberano tan inhumano es un gran
mecenas que sabe entusiasmar a sus
escultores y tallistas de marfil traídos de
Fenicia e inducirlos a crear grandes
obras.

Las excavaciones inglesas


reemprendidas después de la Segunda
Guerra (LÁMINA 84) Mundial en
Nimrud, el lugar de la antigua Kalach,
aportaron en 1951 una hermosa estela de
piedra arenisca, casi cuadrada y de 1,26
m de alta, con una larga inscripción y
una imagen del rey. Bajo los emblemas
de sus dioses —el sol alado de Asur, el
cuarto lunar de Sin, la estrella de Istar,
etc.— se halla Assurnasirpal con tiara,
cetro y báculo de soberano, vestido con
abrigo de flecos de varios pliegues. El
texto, del año 879 aproximadamente,
habla de las campañas, las cacerías y la
caza de animales vivos, construcción de
canales y cultivo de los campos,
menciona su preocupación por los
templos de numerosos dioses y por la
reconstrucción de las ciudades en
ruinas, e informa asimismo del
establecimiento de almacenes y de la
erección de una estatua de oro en
tamaño natural del rey ante Ninurta. Con
placentera minuciosidad habla luego
Assurnasirpal de la fiesta que dio con
motivo de la inauguración de su nuevo
palacio en Kalach: 5.000 huéspedes de
honor extranjeros, 65.000 obreros,
funcionarios y personas de ambos sexos
fueron invitados. Tampoco faltan los
datos acerca de la cantidad enorme de
alimentos necesitados para dar de comer
a estas masas, junto con las especias y
bebidas. Nos damos una idea de los
medios que tenía a su disposición la
administración de la corte, cuando nos
enteramos de que se consumieron en tal
ocasión, entre otras cosas, 2.000 vacas,
16.000 ovejas y 10.000 pellejos de
vino.

Para gloria del rey hemos de decir


que, aparte de su gusto por el arte, posee
también otros intereses espirituales. Con
arreglo a su voluntad, Kalach debe
convertirse en un nuevo centro cultural,
y parece que prestó particular interés
por un observatorio y la investigación
astronómica relacionada con él. A su
muerte, su hijo Salmanasar III le
preparó la última morada en la gruta del
«Palacio Viejo» de Asur, que pudieron
descubrir los arqueólogos alemanes y en
la que todavía estaban los restos
totalmente destrozados del sarcófago de
basalto destinado a Assurnasirpal.

El nuevo rey prosigue tenazmente la


obra de su padre al afirmar tras duros
combates la hegemonía asiria sobre
Siria —Palestina— manteniendo la paz
con Babilonia. A pesar de los inauditos
esfuerzos, fracasa la conquista de la
misma metrópolis aramea, Damasco.
Las estelas de la victoria indican los
puntos finales de sus expediciones; su
famoso «Obelisco Negro», en cuyos
relieves aparece (LÁMINA 90) Jehu de
Israel como tributario, y la puerta de
bronce de Balawat (Imgurellil, al
(LÁMINA 92) noroeste de Nínive), de
7 m de alta, han guardado los relatos
gráficos de sus hazañas. Hacia finales
de su gobierno, una crisis amenaza la
existencia del Imperio, ya que se alían
27 ciudades para una gran rebelión.
Salmanasar no pudo ya hacerse dueño
de ellas, e incluso su hijo Samsi-Adad V
solo puede imponerse a su hermano
(LÁMINA 91) rebelde con la ayuda de
Babilonia. Esta circunstancia aporta
cierta supremacía al rey de Babilonia
Marduk-zakirshum, y como en la región
del lago Urmia se afirman los nuevos
invasores medos, se evidencia con toda
claridad una reducción del poder de
Asur. Hasta finales de su reinado no
pudo Samsi-Adad someter a Babilonia
con grandes combates en la región del
Tigris oriental y obligar a pagar tributos
también a los jóvenes Estados arameos
del Golfo Pérsico. Estos
acontecimientos nos los relata ya la
mencionada «historia sincrónica».

Al morir todavía bastante joven —su


tumba fue descubierta igual que la de su
padre en Asur—, su esposa
Shammuramat (Semíramis), procedente
de Babilonia, se hace cargo del
gobierno, por ser el heredero menor de
edad aún. Y gobierna, tanto en política
interior como exterior, con tanto éxito,
que incluso la leyenda griega conservó
el recuerdo de esta primera y única
soberana en el trono de Asur, que se
erigió también su propia estela,
llamativa por su altura. Creó los
«Jardines Colgantes» y emprendió
campañas, tanto contra Abisinia como
contra la India. Desde el punto de vista
histórico, en su regencia fue incorporado
Guzana, en la alta Mesopotamia (Tell
Halaf, un centro de poder y cultural
arameo).

A los cinco años toma el poder


Adadnirari III (810-782), para dirigir
las tropas de Asur contra los elamitas,
los medos y contra Palestina. Amurru,
Tiro, Sidón, Israel, Edom, Filistea e
incluso Damasco pagan tributos.
Solamente el Norte, donde renació un
Urartu fuerte, escapa a la influencia de
Asur, mientras que Babilonia se
subordina totalmente. Aquí ganó una
gran importancia el culto de Nebo, el
dios de Borsippa (Birs Nimrud, la
ciudad hermana de Babilonia), y bajo la
influencia de su madre se dedica
Adadnirari a su servicio, en tan gran
medida, que en una de sus inscripciones
leemos: «Solo confío en Nebo, en los
otros dioses no tengo confianza alguna.»

La autonomía cada vez mayor de los


gobernadores asirios, administradores
de regiones muy extensas, entre los que
se destaca el inteligente general de Asur,
Samsi-ilu, gobernador de Til Barsib (a
orillas del Eufrates, al sur de
Karkemish), el crecimiento del poderío
del Urartu armenio con su capital
Tushpa (Vam) en el lago del mismo
nombre, y por último la irrupción de
epidemias largas y terribles que
diezmaron la población del propio país,
llevan otra vez a una decadencia del
poderío asirio, que no termina hasta la
subida al trono de Tiglatpileser III (745-
727 a. J. C).

A la muerte del general Samsi-ilu


este enérgico príncipe es llevado al
trono después de una revuelta militar,
sin que sepamos si pertenecía o no a la
familia real. En él tenemos al verdadero
fundador del gran imperio asirio
moderno, que deshizo el poder de los
gobernadores cambiando la división
provincial y centralizando el poder del
gobierno, reorganizó la política fiscal y
suprimió los privilegios de las grandes
ciudades, como Asur y Charrán, rearmó
el ejército con (LÁMINA 87) potentes
carros de combate y máquinas de
asedio, y fomentó la clase de los
campesinos. Combatió en Media,
Cilicia, Siria y Palestina, pudo vencer
por fin tras duras luchas al poderoso
rival de Asur en el Norte, Sardur II de
Urartu —por entonces penetraron las
tropas asirias bajo el mando del general
Assurdanninanni hasta la cordillera de
Demawend, en el Irán septentrional,
cerca del Mar Caspio— y en el año 740
a. J. C. celebró en la ciudad conquistada
de Arpad (entre Aleppo y Karkemish)
una gran parada de vasallos en la que se
reunieron para rendirle homenaje y
tributos todos los príncipes
mesopotámicos, sirios y palestinos que
Tiglatpileser había dejado en el trono
después de someterlos oportunamente.
En el Libro II de los Reyes, capítulo 16,
la Biblia ha guardado para la posteridad
el informe de su intervención en favor
del joven Aha de Judá, que le había
pedido ayuda contra Israel y Damasco.

Con más fuerza aún que sus


antecesores aplicó las medidas de
deportación, para hacer su imperio «de
una sola lengua». Entre otros, se
deportaron entonces 30.000 habitantes
de Asia Menor, del golfo de Isos a la
conquistada provincia de Armenia,
mientras que los habitantes de Urartu
emigraron a Cilicia. Se calcula en
general un trasplante de cientos de
miles, y poco a poco se va constituyendo
una población mixta, cuya lengua
habitual pasó a ser el idioma del grupo
étnico más importante, el arameo, y del
que dependía naturalmente todo
sentimiento nacional.

Árameos fueron también los que


ayudaron a Tiglatpileser a establecerse
en Babilonia. En este país tuvieron lugar
grandes disturbios que no pudo dominar
el débil rey Nabunasir de Babilonia.
Tras someter los levantamientos,
Tiglatpileser puso fin al dilema
colocándose él mismo en el trono de
Babilonia bajo el nombre de Pulu y
volviendo regularmente a la ciudad para
cumplir sus obligaciones del culto en las
fiestas de Año Nuevo en Marduk. Su
residencia volvió a ser Kalach, donde
extendió con gran magnificencia el
palacio de Salmanasar III —del que por
desgracia solo se han conservado
algunos restos— y lo adornó (LÁMINA
87) con relieves. Estos ilustran en
particular sus hazañas bélicas, que lo
presentan quizá como el soberano más
importante de Asur.

Esforzándose por continuar


invariablemente la política de su padre,
Salmanasar V se hizo coronar también
con un nombre propio en Babilonia. Los
disturbios sirio-palestinos lo retuvieron
al parecer alejado de Asiría bastante
tiempo, de tal modo que el partido
contrario —partidario de la dinastía
legítima destronada por Tiglatpileser,
así como los sacerdotes y las ciudades
que se sentían perjudicadas con la
política fiscal unitaria de Tiglatpileser
— pudo realizar sus intrigas sin ser
molestado. Ocupado precisamente en el
sitio de la capital israelita de Samaria,
cayó víctima de un atentado; según se
dice, fue Asur quien lo mató, castigando
así su incredulidad.

El candidato del partido contrario se


llamó Sargón («soberano justo»)—lo
(LÁMINA 93) mismo que el gran
monarca de Accad. Con él se inicia la
última época del asirismo, la era de los
Sargónidas, que conocemos muy bien
por numerosas cartas y documentos de
toda clase. Sargón tenía prisa en pagar
el tributo debido a sus partidarios.
Restituyó los privilegios suprimidos a
las ciudades asirias y babilónicas, en
especial la liberación de la prestación
personal y el derecho a la
administración propia, y satisfizo
asimismo los deseos del clero.
Prudentemente restableció la disputa con
los arameos de Babilonia meridional
bajo su caudillo caldeo
Mardukapaliddin (en la Biblia
Merodachbaladan) después de una
derrota para asegurar en primer lugar el
Oeste. Aquí conquistó Karkemish, que
conservaba todavía tradiciones hititas,
aunque estaba ya muy arameizada;
después, Samaria, desde donde fueron
deportados casi 30.000 israelitas,
derrotó un ejército egipcio cerca de
Rafia, al sur de Palestina, se dirigió
luego contra Urartu, que fue tomada con
dificultad y poco después cayó en manos
de los Kimmerios indogermánicos,
combatió con éxito a los medos y por
último pudo poner orden también en
Babilonia. Se conquistó Babilonia y
Merodachbaladan escapó. Sargón tuvo
la precaución de no tomar el título de
rey, y sí solo el de «gobernador»,
enorgulleciéndose de haber fomentado
los templos y cleros babilónicos, como
lo demuestra la trinidad divina preferida
por él, que se componía de Asur y de las
dos divinidades babilónicas Marduk y
Nebo.

A todo esto, el vencedor, de quien


nos informan bien los extensos anales,
no se hallaba muy satisfecho de su vida.
A decir verdad, las deportaciones, y a
veces las crueles intervenciones,
aseguran la existencia de su imperio.
Una extensa actividad de espionaje y
una información objetiva le tenían
siempre al corriente de la situación. Mas
no mantenía buenas relaciones con su
hijo Sanherib, genial, pero muy egoísta e
inmoderado —en efecto, este último
jamás se llama hijo de Sargón, en contra
de toda piedad—. Y como instigador o
al menos consabidor del asesinato de
Salmanasar V, parece haber temido cada
vez más por su propia vida.

Tampoco le devolvió la alegría la


ejecución de su plan favorito: crearse
para seguridad suya una residencia
fastuosa, una especie de santuario. Esta
se alzó en el lugar de la actual
Jorsabad, a unos 20 km al noroeste de
Nínive, en un terreno (LÁMINA 95 y
sigs,99) accidentado, rico en
manantiales, y recibió el nombre de
Dursharrukin («Castillo de Sargón»).
De construcción monumental, rodeado
de una muralla doble de grandes
proporciones y abarcando una zona de
casi 3 km cuadrados, tenía como centro
el palacio real, que al mismo tiempo
comprendía los templos, y según la
tradición estaba adornado con
mumerosos colosos en forma de toros,
relieves (LÁMINA 88 y sigs., 116) en
piedra caliza, pinturas de hermosos
colores y ornamentos de ladrillos
vidriados. Encontramos aquí, en la
llamada sala de la justicia, las atroces
imágenes de aquellos actos oficiales
terribles, pero muy ceremoniosos, en los
que el rey, con todo su ornato, y en su
calidad de representante de Asur, el dios
ofendido, les saltaba con su propia mano
los ojos a los vasallos rebeldes o les
hacía desollar vivos. El gigantesco
edificio jamás se llegó a terminar; el
solitario y desconfiado rey cayó en una
audaz empresa bélica en las montañas
del Irán occidental, y ni siquiera fue
posible enterrar su cadáver. Las
investigaciones sacerdotales ordenadas
por su familia para averiguar la causa de
este ignominioso fin, lejos de Asur,
parecen haber indicado la fundación de
Dursharrukin como motivo de la cólera
de los dioses. De todas formas se hundió
pronto la grandiosa edificación urbana,
en gran parte ya desenterrada. El
sucesor, enemistado con el padre, la
abandonó poco a poco y trasladó de
nuevo la residencia a Asur, para fijar
luego definitivamente su nueva capital
en Nínive.

(LÁMINA 100, 101) En Sanherib


(705-681 a. J. C.) tenemos el fenómeno
más interesante de los reyes de Asur.
Interesado en múltiples aspectos de la
vida, inteligente y lleno de ocurrencias
(LÁMINA 94) geniales, es un estratega
de vastos planes —aunque no con mucho
éxito—, un constructor audaz, y un
inventor técnico que perfecciona el
vaciado de bronce, construye nuevos
elevadores de agua y cambia el curso de
ríos enteros; un celoso agricultor, el
primero en introducir en Asiria el
cultivo del algodón, hortelano y
jardinero apasionado, cazador y amante
de los animales. Pero junto a estos
rasgos positivos aparece también una
conciencia bastarda de sí mismo que le
mueve a despreciar los viejos derechos
de Babilonia, una inmoderación
ilimitada y un terrible despotismo. Su
voluntad de convertir a Nínive en la
primera ciudad del país, provoca una
actividad constructora que supera todo
lo hecho hasta entonces. Se emplean
ejércitos gigantescos de trabajadores
forzados, reclutados por lo general entre
los prisioneros de guerra, se rodea la
ciudad de una muralla doble de 25 m de
alta, con 15 puertas, nace un suntuoso
paseo con un puente de piedra,
construido por primera vez; para el
cuantioso abastecimiento de aguas se
crea un canal de 50 km de largo y se
lleva por un acueducto de 280 m de
largo y 22 de ancho, cuyos restos son
aún visibles, pasando incluso por una
hondonada. El rey hace instalar parques
con árboles frutales exóticos y zoos,
regular los canales, desecar grandes
superficies. Por último se levanta su
nuevo palacio, que pretende sea único
en el mundo: los preciosos materiales
procedentes de todas las partes del
imperio son empleados en su erección y
adorno; con la utilización implacable de
fuerzas de trabajo y vidas humanas, son
arrastrados los colosos sin elaborar,
gigantescos, de hasta 30 toneladas de
peso, desde las canteras hasta el Tigris,
se cargan allí en barcazas y son
transportados luego desde el muelle de
Nínive al lugar de la construcción. Es un
éxito técnico, cuyo dominio, fijado
gráficamente, solo puede provocar
nuestra admiración. Cientos de
suntuosos (LÁMINA 100, 101) relieves
adornan vestíbulos y salas del palacio.
Otra construcción, que como la
residencia real «no tenía igual», era el
Bit akiti, «la casa de la fiesta de Año
Nuevo», situada fuera de las murallas de
Asur, con sus jardines y árboles que
crecían en fosos excavados
artificialmente en el estéril suelo rocoso
y rellenados después con tierra.

Igual que en la construcción,


Sanherib emplea también en el modo de
hacer la guerra medios insospechados
hasta entonces. Para poder castigar al
aliado de Babilonia, Elam, en su
contienda con aquel país, contrata
marineros fenicios y griegos, ordena
construir en Til Barsib, a orillas del
Eufrates, y en Nínive, barcos de guerra y
de transporte, los lleva río abajo hasta
el Golfo Pérsico y presenta a los
elamitas sus batallas navales. Las
consecuentes maniobras de desembarco
terminan naturalmente con un fiasco del
ejército rápidamente cercado, que con
grandes esfuerzos tiene que abrirse paso
y dirigirse luego contra los enemigos,
que mientras tanto habían avanzado
desde hacía tiempo hasta Babilonia.
También fracasa el sitio de Jerusalén,
que llevó a cabo el año 701 con los
mayores gastos (LÁMINA 100) y del
que nos habla el Antiguo Testamento
(Reyes II, 18, 13 y sig.; Isaías 36 y sig.).
Una peste amenaza la existencia misma
del ejército, y Sanherib tiene que
conformarse con el tributo de Hiskias de
Judá y no es capaz de tocar, como había
profetizado Isaías, la ciudad de Jehová.

Enorme es, por último, la venganza


del rey al final de la lucha contra
Babilonia, mantenida a lo largo de
varios años con muchas pérdidas y un
éxito variable. Cuando cae por fin el
año 689, la venerable ciudad es
saqueada y devastada totalmente, el
enfurecido vencedor abre las
compuertas del Eufrates y sepulta bajo
las aguas barrios enteros de la ciudad,
destruye los templos y se lleva las
imágenes de los dioses a Nínive. El rey
crea ahora un poema mítico adecuado a
las nuevas circunstancias. Marduk ha
pecado y por eso ha sido hecho
prisionero por los dioses y llevado ante
un tribunal. Por indicación de Sanherib
se borra el nombre de Marduk de la
epopeya de la creación del mundo y en
la liturgia de la fiesta de Año Nuevo,
siendo sustituido por el de Asur. Dureza,
despilfarro e (LÁMINA 88, 104)
inmoderación, y, por último, el trato
brutal dado a Babilonia, además del
sacrilegio cometido con Marduk,
minaron al fin la posición de Sanherib
ante la corte y el pueblo. «En el mes de
Tebetu (diciembre-enero), el día 20,
Sanherib, rey de Asiría, mató a su hijo
en un levantamiento», así habla la
Crónica Babilónica. Y la Biblia dice en
Reyes II, 19, 35 y sig. (= Isaías 37, 37 y
sig.): «Estando una vez rezando en el
templo de su dios "Nisroch" le mataron
sus hijos Adrammelech y Sarezer con la
espada.»

En atención a los sucesos de


anteriores cambios de trono, Sanherib
hizo todo por asegurar la sucesión. Por
iniciativa de su esposa palestina, Naqia,
Asarhaddon había sido designado para
ocupar el trono. Y hoy día parece como
si este príncipe, que se apoyaba en el
partido babilónico, hubiera organizado
él mismo su asesinato ante el temor de
que Sanherib pudiera ceder al empuje de
la dirección nacional-asiria y cambiar
este edicto. Tras el aplastamiento de una
rebelión de los hermanos perjudicados
en la sucesión al trono, el nuevo
soberano ordenó la brillante
reconstrucción de Babilonia y la realizó
efectivamente en un trabajo que duró
varios años, conformándose por su parte
con el título de gobernador, lo mismo
que su abuelo. Se renuevan el templo de
Marduk y su torre escalonada, se
restablecen las murallas de la ciudad y
las calles y se vuelve a poner en marcha
el productivo comercio babilónico.
Asarhaddon aspira a «abrir sus
carreteras a los cuatro puntos
cardinales, para que los babilonios
puedan dirigir sus anhelos a traficar con
todos los países».

Generales extraordinariamente
inteligentes, de los que solo conocemos
por su nombre a Shanabushu, permiten al
rey, poco enérgico y poco capaz, la
realización de grandes empresas
militares. Se dirigen contra los
kimmerios, mirados siempre con
manifiesto temor, logrando rechazarlos
hacia Asia Menor. Después de consultar
los oráculos, Asarhaddon se asegura
también casando una hija suya con el rey
bárbaro de los escitas Bartatua
(Protothyas), enemigo encarnizado de
los kimmerios. Sus ataques van
asimismo contra los príncipes medos del
Irán, y las tropas asirías avanzan hasta la
región de la actual Teherán y hasta los
desiertos salinos de Desht-Kevir; contra
Sidón y Tiro, y sobre todo contra Egipto,
donde el imperialismo asirio alcanza
ahora su tan ansiado objetivo. Alentado
por un oráculo recibido en Charrán y
liberado de las malas consecuencias de
tres eclipses lunares consecutivos
mediante el sacrificio de un «rey
suplementario», y aislado por la muerte
de su esposa, el soberano emprende en
el año 671 el ataque definitivo contra el
país del Nilo tras haber fracasado unas
operaciones anteriores. Las conexiones
de retaguardia en el camino de llegada,
de una longitud mínima de 1.300 km, son
aseguradas con operaciones
preliminares. La ciudad de Tiro,
rebelada a pesar de los tratados
anteriores, es eliminada tras un asedio, y
Shanabushu dirige, incontenible, hacia el
Sur, el ejército asirio reforzado con los
contingentes de los vasallos y con los
mercenarios, cada vez más numerosos
desde los tiempos de Sanherib. El
faraón «nubio» Taharka, a quien la
información en escritura cuneiforme
llama Tarqu y la Biblia Thirhaqa, pierde
tres batallas y tiene que huir; cae
Menfis, la capital del Bajo Egipto, y la
corte entera marcha con todos los
tesoros de aquel palacio a Nínive. La
administración de los territorios
conquistados pasa —según el principio
de Divide et impera— a veintidós
príncipes cantonales egipcios
controlados por gobernadores asirios.
Con motivo de este triunfo, el mayor del
poder asirio, se erigen estelas, que se
colocan en varios lugares de Siria y la
Alta Mesopotamia. Muestran a
Asarhaddon, en tamaño superior al
natural, (LÁMINA 98) sujetando con
una cuerda atada a la nariz al enemigo
sirio y egipcio, vencido ahora de pie o
de rodillas ante él con los brazos en
actitud de súplica. Además, se cincela
en la roca un relato de la victoria
obtenida cerca de Nahr-el-Kelb (en la
costa siria que rodea Beirut).
Las empresas desarrolladas tan lejos
y naturalmente causantes de gastos y
esfuerzos enormes para la metrópoli
asiria, no encuentran en la patria la
aprobación esperada. El país,
desequilibrado por la política de las
deportaciones, en evidente decadencia
económica y desangrado, parece haberse
hallado al borde de una sublevación; al
menos se dice que Asarhaddon ejecutó a
muchos nobles. Quizá contribuyera
también al descontento el arreglo de la
sucesión al trono dispuesto por
Asarhaddon, arreglo en el que intervino
por última vez su enérgica madre Naqia.
El rey, envejecido y ya bastante enfermo
—conocemos los partes de su médico de
cámara Aradnanna—, se decide sin
embargo a dirigir personalmente una
campaña, cuando una rebelión que brota
en Egipto hace necesaria una nueva
expedición. Pero el destino no le
consiente pisar la tierra humillada de los
faraones. A pesar de los oráculos
consultados en el camino y que siempre
predecían lo mejor, Asarhaddon tiene
que interrumpir su viaje en Charrán y
muere allí en octubre del año 669. La
campaña egipcia se terminó con éxito
bajo su hijo Asurbanipal. Un palacio de
Asurbanipal descubierto casualmente en
el otoño de 1954, encerraba estatuas de
faraones que se llevaron entonces a
Nínive como botín.

Los anales e inscripciones solemnes,


cada vez más claros y detallados, de los
reyes del imperio asirio moderno, y la
abundancia de relieves, nos transmiten
preferentemente el conocimiento de sus
empresas militares, mientras que las
numerosas cartas de la época de los
Sargónidas iluminan la administración y
la economía, aunque de vez en cuando
permiten también echar un vistazo a la
vida civil. Intentemos ahora formarnos
idea de una gran ciudad asiria del siglo
vii, y acompañemos al visitante de Asur
en un paseo por las calles de la
metrópolis, tal como lo describió una
vez Andrae a través de sus completos y
objetivos conocimientos.

Desde la alta meseta rocosa del


Norte, el viajero divisa ya varias horas
antes, (LÁMINA 94) hacia el Sur, la
silueta destacada y con muchas torres de
la ciudad que se alza sobre una plancha
de piedra arenisca, por encima del
ancho curso del Tigris, ciudad que se
disuelve al acercarnos en varias
murallas y templos superpuestos. Como
un cabo saliente se destaca en el ángulo
oriental el edificio ancho y chato del
santuario de Assur en la llanura del
valle, siendo superado por la
construcción más alta de Asur, la
ziggurat del dios de la ciudad, que forma
una torre de varios pisos. A ella se une
la muralla compacta y coronada por
algunas torres, del «Palacio Antiguo»,
de la vieja residencia real que ahora
sirve casi exclusivamente de mausoleo
real. Solo en momentos determinados
hay todavía vida en su puerta situada al
lado de la «Plaza de los Pueblos»,
donde el rey o su representante suele
administrar justicia en la «Puerta del
Tribunal». Desde el «Palacio Antiguo»
vuelve a subir la línea de contornos: la
fachada occidental del frente norte está
dominada por dos torres-templos del
santuario doble del señor del cielo, Anu,
(LÁMINA 75) y del dios del tiempo,
Adad, cuyas habitaciones del culto se
hallan entre estas dos construcciones.
Después vienen los barrios de
viviendas, y por último, el ángulo
occidental está determinado por la
construcción de la puerta principal,
armado de dos poderosas murallas.

Dejamos a un lado el artístico


parque y santuario de la casa para la
fiesta de (LÁMINA 94) Año Nuevo y
pasamos el foso vertical por una rampa
ascendente de piedra para cruzar las
murallas de adobes, enormemente
gruesas, con las almenas esmaltadas en
colores, a través de una puerta formada
por dos anchos espacios entre tres
portales. La guardia de la ciudad, con el
burdo manto de los soldados que le
llega hasta las rodillas, el peto y el
yelmo de cobre terminado en punta,
espada y lanza, nos deja entrar y
echamos un vistazo a las dos estatuas
reales de basalto y caliza que están
colocadas en la puerta. Hay que cruzar
todavía otra muralla, de un trazado tan
irregular como la primera. La puerta
posee un patio anterior protegido de
murallas, desde donde otra puerta
fortificada conduce a un brazo del
Tigris.

Después de abandonar el pasadizo


de la puerta llegamos a una plaza abierta
como la que encontraríamos también en
la Puerta Sur y Oeste. Asur se permite el
lujo de plazas libres en la parte
meridional de la ciudad vieja, así como
en la ciudad nueva que hay delante de
ella, mientras que el resto del anillo de
murallas abraza los templos, palacios,
casas de los ricos y la estrecha maraña
de callejas donde habitan los
ciudadanos y pobres. Aquí, en las
plazas, tienen lugar los encuentros, el
mercado y el comercio donde se sigue
pesando y comprando con las primitivas
unidades todavía válidas: el sekel, de
8,4 g; la mina, de 0,5 kg, dividida en 6o
sekel; el talento, de 30 kg, compuesto de
6o minas, y la medida de capacidad, el
sila, de 0,4 litros. Aquí se sientan los
escribas que fijan el cierre de los
negocios, pasean al atardecer los
jóvenes, holgazanean los soldados libres
de guardia y lloriquean los mendigos.
Las calles, en cambio, son estrechas y
sucias, tristes, con los muros sin
ventanas de las fincas, tórridas durante
el día y que solo sirven para el animado
tráfico de los cargadores, para los mulos
y asnos que transportan leña seca para la
cocina, comestibles y mercancías, y que
tienen que apretarse contra los nichos de
las casas cuando viene dando tumbos
una carreta de dos ruedas tirada por
bueyes, pasa corriendo un carro de
combate tirado por caballos o cuando un
oficial montado pide sitio. El aire de
estas callejas es sofocante, y apesta
porque los habitantes suelen verter
simplemente en la calle el agua sucia y
las basuras, pues solo las fincas de los
propietarios tienen canalización.

Todavía no existe la organización de


los bazares, en los que los artesanos se
amontonan en calles determinadas,
según su oficio, y faltan los escaparates.
El artesano trabaja en sus habitaciones
con arreglo al pedido de su cliente, que
lo busca para esto, o trabaja para el
palacio, que monopoliza su arte, en la
producción de vasijas de alabastro o
talla del marfil, grabación de las losas,
escrituración y conservación de las
tablas. Solo los obreros de la
construcción y los canteros trabajan,
naturalmente, en público. El visitante
oye los golpes del cincel y los gritos de
los capataces antes de llegar a ellos y en
un cruce de calles tropieza con
prisioneros de guerra que trotan en fila
con espuertas de ladrillos, con pequeñas
caravanas de asnos que llevan toneles
de asfalto, con carros que transportan
postes de madera y planchas de relieves
para la construcción del gran templo de
Asur, donde se están efectuando
renovaciones. Los arquitectos dan
órdenes y comparan sus planos rayados
en grandes tablas de barro; los látigos
restallan en las espaldas de esclavos
desnudos...

Pero sobre este ruido y laboriosidad


de hormigas se alza la muralla de
nichos, (LÁMINA 94) coronada de
almenas, del santuario, con su portal
flanqueado por dos torres,
sobresaliendo entre todo la torre-
templo. Sus escaleras, pilares y pilastras
se elevan en una arquitectura
impresionante, siendo coronados por la
capilla de la terraza superior, radiante,
con su colorido en el vidriado. Del
marrón-amarillo que domina todo, se
destaca el blanco, azul y rojo del
esmalte de los ladrillos, cuyos
ornamentos adornan bandas y caballetes.
Si se nos autoriza la entrada a las
habitaciones interiores del templo, tras
el amplio patio anterior provisto de
fuentes y estanques, tendremos una
excelente panorámica sobre el Tigris,
animado por las gabarras, barcas y botes
de pesca, sobre la ancha llanura, y a la
izquierda, a la espalda de la ciudad,
sobre las murallas que la protegen, los
tejados planos de las casas y palacios,
contemplaremos también las torres
gemelas del templo de Anu-Adad que,
algo más bajas que la ziggurat de Assur,
se levantan unánimes en el cielo azul
asirio.
Justamente por debajo de la torre
escalonada se puede mirar el saliente de
(LÁMINA 94) un templo que llega
directamente hasta el agua: aquí atracan
las barcas sagradas cuando en las fiestas
de Año Nuevo las estatuas de los dioses
abandonan la ciudad y son llevadas en
procesión solemne a la Casa de la Fiesta
de Año Nuevo, delante de las murallas.
Para ello se ha construido una calle
procesional que desde todos los
santuarios conduce al Tigris; desde aquí
arriba se puede seguir bien su curso. De
esta forma llegamos a la «Plaza de los
Pueblos», donde se hallan no sólo el
«Palacio Antiguo», sino también el
templo de Anu-Adad y el de Istar. Este
último, ya derruido, es un gran edificio
de una sola habitación de aquel «tipo de
casa-hogar», en el que el altar y la
estatua del culto están en uno de los
lados estrechos, mientras que la entrada
se halla en el ángulo del lado
longitudinal.

Pasamos al lado de sacerdotes


silenciosos vestidos con largas túnicas
blancas y volvemos a subir al patio del
templo, donde recibimos de cara el
aroma del incienso, oímos la melodía de
los himnos que acaban de entonar los
sacerdotes cantores, canto que sale del
sanctasanctórum observamos de paso, en
las paredes de los patios y pasillos, los
relieves y pinturas de ladrillos
esmaltados que representan reyes,
espíritus benignos, actos del culto y
hazañas bélicas, que en parte proceden
todavía de los tiempos de Tiglatpileser
I, y, después de haber entregado nuestro
óbolo al sacerdote de la puerta, nos
dirigimos a la derecha para atravesar la
«Plaza de los Pueblos» y alcanzar la
ciudad vieja.

El patio anterior del templo de Istar


está inanimado y las puertas se hallan
cerradas. Todavía es temprano, las
mujeres del templo no se mueven aún en
sus habitaciones y hasta la tarde no se
abre tampoco la tienda que vende los
símbolos y recuerdos, algo sucios, de la
tan visitada diosa. Nuestra meta es otra:
queremos visitar la famosa fila de
estelas que se encuentra en una plaza al
sur de la ciudad vieja, un monumento de
historia asiria y que al mismo tiempo
recuerda la transitoriedad de todo lo
terreno. Desde Eriba-Adad (hacia
1370), los reyes de Asur fueron
colocando aquí en su calidad de
epónimos correspondientes al primer
año de reinado, sus monumentos de
piedra, a veces de tres metros y medio
de altura, e hicieron cincelar su nombre
en el pequeño rectángulo de la parte
superior de estas piedras parecidas a
menhires. Con el tiempo se fue
originando así una larga fila, dispuesta
en sentido Este-Oeste, de monumentos
de diversa forma. Nuestra mirada se
clava en la grandiosa estela de calcita
de la única mujer aquí representada, de
Shammuramat. Paralela a esta fila corre
otra galería menor de pilares semejantes
de piedra, en la que se eternizaron los
epónimos más ricos y poderosos de los
posteriores años de gobierno del
soberano correspondiente, en su mayoría
altos funcionarios. El conjunto es una
especie de calendario estatal sobre el
que miran clementes los dioses de Asur
desde lo alto de las torres-templos...
Una vez cumplido su deber de
admirar las curiosidades, el visitante es
invitado a una casa hospitalaria de la
ciudad, abriéndosele aquí el interior de
la vida asiria. (LÁMINA 111) El señor
de la casa nos recibe en el vestíbulo, al
que llegamos a través de la puerta y del
patio anterior con pozo y cámaras del
servicio. El recibidor se halla en el
patio interior y contiene en los nichos de
las paredes los altares domésticos —
planchas de alabastro con una cavidad
plana en el centro— para los pequeños
dioses protectores y familiares de barro
cocido, a quienes se ofrece incienso y
bebidas. (LÁMINA 97) Sillones de
respaldo con cojines, rígidos y poco
cómodos para nuestro gusto, taburetes y
sillas de tijera están ya dispuestos. Las
paredes pintadas de marrón, rojo y
blanco, están cubiertas de tapices, y en
parte también pintadas; el suelo de
piedra, que gustan regar con agua para
refrescar la habitación, está cubierto de
esteras trenzadas. Los esclavos traen
refrescos —la señora de la casa no se
muestra, sino que permanece con los
niños en la parte posterior de la
vivienda, más allá del patio interior— y
ofrecen fruta, tortas de pan, queso, leche
y un puré de trigo dulce como la miel.
Después quizá haya asado de cordero o
vaca, aves y verduras, acompañado de
cerveza u otra bebida alcohólica, y en
las casas bien acomodadas, también un
vaso de vino. El fresco de la noche se
toma en la terraza, mientras que en el
invierno se cierran cuidadosamente las
puertas, las gentes visten pieles de oveja
y se reúnen, alrededor del brasero. Si le
somos simpáticos a nuestro huésped,
quizá podamos demostrar nuestro
respeto a sus antepasados (LÁMINA
108) y descendamos por un pozo con
algunos escalones a la tumba del sótano.
La lámpara colocada en una hornacina
de la pared frontal ilumina los ataúdes
de arcilla o departamentos abiertos en
los que descansan los difuntos. Joyas,
armas, (LÁMINA 79) jarritas de aceite
y botes de alabastro rodean el cadáver,
cuya mano derecha descansa con una
escudilla en el pecho, mientras que la
izquierda yace estirada sobre el vientre.
Pues los muertos pertenecen a la casa y
ésta sigue siendo la suya. Cuando ya no
quedaba más familia, se tapaba la casa y
seguía existiendo durante algún tiempo
como humilde mausoleo.

Estas o semejantes serían las


impresiones que esperaban al visitante
en las ciudades de Asiria y que por
nuestra parte solo podemos insinuar.
Desconocemos las leyes que regulaban
la vida cotidiana de esta época. Pero
hemos de suponer que serían algo más
suaves que las del período precedente.
Mujeres de posición elevada, como
Shammuramat o Naqia, tenían su sello
propio, correspondencia también propia
y considerable influencia. Suprimieron
con toda certeza muchas de las trabas
tradicionales. Los despóticos reyes
asirios soportan, y a menudo incluso
exigen, la opinión libremente expresada
de sus consejeros. Los encuentros con
los mundos extraños de los Medos,
Urarteos, habitantes de Asia Menor,
Sirios, Palestinos y Egipcios, ampliaron
la visión de los inteligentes y se suavizó
un poco la dureza de la vida asiria. La
mezcla de la población, con las
deportaciones y colonizaciones, condujo
a una nivelación de las ideas y las
costumbres.

Los sabios de todas las disciplinas,


sobre todo en Babilonia, prosiguen su
trabajo y crean verdaderos compendios
de sus respectivas ramas del saber, de
contenido filológico, histórico,
nigromántico y mágico. Así, por
ejemplo, en los tiempos de Sargón II se
compuso la gran lista real asiria, que va
desde la más remota antigüedad, cuando
los príncipes de Asur «vivían todavía en
tiendas» hasta Salmanasar V, y que fue
descubierta en 1932/33 por los
americanos en Dursharrukin—en 1953
apareció un texto casi idéntico en
circunstancias llenas de peripecias. Los
escribas emplean ahora junto con las
tablas de arcilla también las placas de
marfil o madera recubiertas de cera,
varias de las cuales podían reunirse en
pequeños «libros» con correas. En un
pozo de Kalach, de 23 m de hondo,
descubrieron los ingleses a principios
de 1954 una serie de estas tablas
procedentes de los tiempos de Sargón II,
una de las cuales estaba destinada a
«envolver» una gran obra astronómica.
Los médicos escriben, entre otras cosas,
grandes colecciones de recetas, en las
que por ejemplo se dice:

«Machacar raíz de palo dulce como


medicamento para la tos y beberlo con
aceite y bebida alcohólica... Aplicar
sobre la muela raíz de tornasol como
curativo del dolor de muelas.»

Para la práctica matemática se


utilizan cuadros de multiplicar y dividir
o tablas con raíces cuadradas y cúbicas.

Los agrimensores y constructores de


ciudades diseñaban sus planos con tal
(LÁMINA 110) exactitud que
concuerdan de un modo sorprendente
con las excavaciones modernas.

En el ámbito del arte la arquitectura


se dedica en primer término a la
construcción (LÁMINA 84 y sigs.) de
palacios y ciudades y luego a la de
santuarios. La escultura se preocupa en
particular de los relieves, que en un
claro desarrollo que va desde
Assurnasirpal II, Tiglatpileser III,
Sargón y Sanherib hasta Asurbanipal,
presenta siempre (LÁMINA 112)
posibilidades ulteriores de estilo y
expresión y alcanza sus creaciones más
bellas en los cuadros de la vida diaria y
animal. La glíptica y la talla del marfil
importada (LÁMINA 99) de Siria nos
han legado obras encantadoras. El arte
se libera ahora de la motivación
(LÁMINA 84, 91, 98, 105, 106)
religiosa, aunque vea en el rey al
representante agraciado de los grandes
dioses y en particular del dios del
imperio, Asur.

¿Cómo andan en estos últimos siglos


del imperio asirio en general, la fe y la
(LÁMINA 86, 88) práctica religiosa?
Los textos y las imágenes no nos dan,
naturalmente, más que el aspecto oficial
del culto y la devoción. En el Tigris y en
el Eufrates siguen vigentes los viejos
dioses, a cuya innumerable serie
tampoco añade nuevas figuras la
creciente arameización del país. Pero su
preferencia cambia y muchas de las
divinidades veneradas antiguamente ven
cómo se arruinan y quedan desiertos sus
templos. La lucha de rivalidad dirigida
por lo general ocultamente, aunque a
veces también con medios políticos y
para fines políticos, entre Asur y
Marduk, llevó a grandes derrotas al
señor de Babilonia, y al final, a su
victoria. Cada vez gana más partidarios,
incluso en el Norte, y muchos reyes
asirios lo citan junto con el señor divino
de su Estado.

Aparte de estos dos dioses de


primera categoría, aparecen de vez en
cuando en primer plano, a lo largo de
los siglos, esta o aquella figura del
ejército celeste que se identifica con las
constelaciones. Assurnasirpal I se cree
elegido por Istar y se acerca a ella con
la oración y la confesión. Adadnirari III,
en actitud casi monoteísta, confía
solamente en el dios de la escritura, la
sabiduría y la fecundidad, en el hijo de
Marduk, Nebo (en Babilonia Nabu).
Sargón menciona conjuntamente a Asur,
Nebo y Marduk. En una ocasión, todavía
en los tiempos medios de Asiria, el
hallazgo casual de un pequeño archivo
de correspondencia privada, nos
instruye acerca de las divinidades que
estaban de moda en la corte por
entonces, entre las que tenemos, aparte
del dios lunar Sin, la Istar de Arbela, la
«Istar del cielo», la diosa-madre Sherua,
a veces calificada también como esposa
de Marduk, la diosa de los remedios,
Gula, y otras. Además, la costumbre de
los teólogos de interpretar los nombres y
fuerzas de diversos dioses para
aumentar la fama de las divinidades
ensalzadas por ellos, conduce a una
amplia nivelación:

«Nergal es el Marduk del combate,


Zababa es el Marduk de la batalla,
Enlil el Marduk del dominio, del
consejo...»

La gente sencilla no se atrevía a


dirigirse a esta primera guarnición de la
(L:41, 49, 53, 55) jerarquía celestial,
sino que preferían hacerlo a dioses de
rango inferior, que existían en gran
cantidad y con quienes podían tener una
relación personal. El creyente disponía
de oraciones ya formuladas y fijas en las
que podía introducir a discreción el
nombre del dios deseado. Esta oración,
llamada «conjuración», tenía poco más
o menos el texto siguiente:

«¡Oh Dios, no sé cuán grande es tu


castigo!
A menudo pronuncié con ligereza tu
augusto nombre,
menosprecié también el dogma que
diste...

¡Cometí muchos pecados en todas


partes!
¡Dios mío, anula, suaviza tu cólera,
y menosprecia mi falta, acepta mi
ruego!
¡Cambia, oh Dios, en bueno mi
error!
pues tu mano es pesada, conozco tu
castigo.

¡Quien no venere a su dios,


desprecie a su diosa,
que tome en mí ejemplo!
¡Dios mío, concíliate, sé buena,
diosa,
y aceptad mi oración!
Tranquilizad vuestro corazón,
encolerizado conmigo...»
En la devoción de la esfera oficial y
privada juega también, junto con la
magia, un papel importante la
adivinación, oráculos e interpretación
de signos. La ominosa significación de
los sucesos terrenales la hallamos
reunida en la gigantesca obra en
escritura cuneiforme, que quizá abarcase
originariamente 100 tablillas, titulada
«Cuando una ciudad yace en lo alto».
Había un método acerca del sentido
simbólico de partos raros en las mujeres
y en los animales, otros sobre los
agüeros de todas clases introducidos
artificialmente. Con la sensación —solo
sospechada por nosotros— de pisar
terreno inseguro, con el silencioso
miedo ante las exigencias de un Estado
gigantesco, ante los enemigos
desconocidos y las complicaciones
terribles, más de un rey asirio a quien
oprimía la dignidad de su cargo, sobre
todo Asarhaddon, parece haber buscado
refugio continuamente en toda
adivinación del futuro. Los sacerdotes
de los oráculos, interpretadores de los
augurios, observadores del hígado,
astrólogos, entendidos en el aceite, el
fuego y el vuelo de las aves, tenían la
difícil tarea de responder con habilidad
y la mayor certeza posible al curso de
una epidemia, las probabilidades de una
campaña o de un asedio, la posibilidad
de un ataque enemigo —a menudo en
una situación muy especial— o también
las perspectivas de la fundación de una
ciudad, de la construcción de un templo,
de una alianza o de un matrimonio
político. Es evidente que una actitud
semejante tenía que paralizar con
demasiada frecuencia las decisiones
políticas y estratégicas sin permitir
apenas una clara línea política.

Pero los últimos monarcas asirios


tenían razón en el fondo con sus temores.
La fuerza de su Estado se había
consumido, pueblos y tribus jóvenes se
atrevían a asaltar los castillos del
odiado déspota. A la muerte de
Asurbanipal se aproxima el fin a pasos
agigantados. Sus dos débiles sucesores
pierden el Occidente del imperio tras el
gran ataque de los escitas, con la
proclamación de la dinastía caldea de
los arameos de Nabupalasar. Este último
se alía con Ciaxares, fundador del poder
medo. Y aunque las tropas de
Sinsharishkun (620-612) consiguen al
principio algunos triunfos, aunque los
escitas, en cuanto enemigos de los
medos, y el faraón saíta Psamético I, al
reconocer la cambiada situación
mundial, envían ejércitos de socorro, los
contingentes caldeos-medos unidos
logran conquistar Asmen el año 614 y
Nínive en el 612, que se defendió
valientemente. Sinsharishkun perece en
las llamas de su palacio. Un general de
sangre real recoge los últimos
regimientos asirios y se afianza en
Charran, cuya caída en el año 608 a. J.
C. pone fin a la historia asiría.

La venganza de los tanto tiempo


esclavizados, fue terrible: no quedó
ninguna ciudad asiría sin destruir y
matanzas atroces exterminaron a los
habitantes, de tal modo que el país se
transformó en un desierto. Así lo
encontró 200 años después Jenofonte y
así la describió en su «Anábasis».
XII - LOS
REYES
CALDEOS Y
NABONIDO

Babilonia, 570 a. J. C.
Pisemos ahora el escenario del
último acto de la historia sumero-
acadia, cuando aparece otra vez
Babilonia, sin olvidar que Sanherib
había destruido totalmente en el año 689
este lugar, de una tradición de 1200
años. La reconstrucción fue obra de los
arquitectos y constructores de
Asarhaddon, y la planificación tuvo
naturalmente muy en cuenta la
disposición anterior, y sobre todo, los
lugares sagrados de los antiguos
templos. Según sus propios datos el
príncipe pro-babilónico devolvió a la
nueva Babilonia doscientas estatuas de
dioses. Las excavaciones que se
llevaron a efecto aquí en 1899-1914 por
parte de la Deutsche Orientgesellschaft
(Sociedad Alemana del Oriente)
facilitan hoy una amplia reconstrucción
de la resistencia caldea con ayuda de la
descripción clásica y en escritura
cuneiforme.

La Babilonia de Nabucodonosor II,


situada a orillas del Eufrates y dos
grandes (LÁMINA 114 y sigs.) canales,
formaba con una extensión de 8 km un
cuadrilátero oblongo inclinado de 2,6
por 1,5 km de lado, una tercera parte del
cual yacía como ciudad nueva al Oeste
del río y estaba unida a la ciudad vieja
por medio de un puente admirado
todavía por Herodoto. Se hallaba
protegida por una muralla doble y un
foso; la muralla principal, interior y más
alta, se llamaba Imgurenlil («Enlil
atendido») y la exterior Nemettienlil
(«Asiento de Enlil»). Nabucodonosor II
construyó otra muralla de fortificación
de mayor amplitud, de unos 18 km de
Noreste a Sur, tras la cual podría
refugiarse la población campesina en
tiempos de emergencia y que debía
asegurar su recién construido «Palacio
de Verano» o el templo de la fiesta de
Año Nuevo al Norte. Ocho grandes
puertas conducían a la ciudad, cuya
santidad se expresaba ya en su mismo
nombre: todas ellas se llamaban lo
mismo que las calles rectilíneas que
conducían a las sedes de los grandes
dioses del país.

En el centro de la muralla norte se


hallaba emplazada la obra suntuosa de
(LÁMINA 114, 115) Nabucodonosor, la
puerta de Istar, adornada con relieves de
leones, toros y serpientes y con el brillo
azul de ladrillos vidriados. Cerca de
ella, la puerta de Sin, en la muralla
oriental, la de Marduk y Zababa, en el
Sur el portal de Enlil, Urash y Shamash
y por último, en la muralla occidental
que encerraba la ciudad nueva, la puerta
sagrada a Adad.

En el centro de la ciudad en la orilla


oriental del Eufrates, se alzaba el
santuario central del país con el nombre
sumerio de Esangila («Casa de la
Ascensión (LÁMINA 114) principal»)
y su torre escalonada Etemenanki
(«Casa de la Creación del cielo y la
tierra») con la «Puerta Sagrada», que
daba entrada desde el Este en la calle de
Marduk-Nergal al patio anterior de la
ziggurat. Esangila tenia como núcleo —
en una extensión de 8o por 8o m— dos
terrazas y seis capillas dispuestas
alrededor de un patio central. La más
oriental era el sanctasanctórum, la más
occidental contenía el trono y la cámara
de oro de Marduk, mientras que las
demás estaban destinadas a las
divinidades, muy relacionadas con el
señor divino de la casa, por ejemplo, a
su hijo Nabu y a su esposa Tashmetu.
Otras dos terrazas con capillas para
Istar, Zababa, etc., iban unidas a este
complejo interior. Al lado, en dirección
Norte, se alzaba tras varios portales y
una muralla de 400 m de largo en un
patio gigantesco, Etemenanki, la
legendaria «Torre de Babel», una
maravilla de sus tiempos, cuyas medidas
conocemos bien por las descripciones
clásicas y en escritura cuneiforme. Se
componía de cinco plantas cuadradas de
90, 78, 6o, 51 y 42 m de lado
respectivamente; las alturas
correspondientes ascendían a 3 3,18, 6,
6 y 6 m, de tal modo que la ziggurat
tenía una altura total de 69 metros. En su
plataforma superior se alzaba un templo
de dos pisos, revestido de ladrillos
vidriados azules, el «cuarto de nupcias»
de Marduk y Sarpanitu, cuya estructura
inferior, con una altura de 6 m, medía 33
por 33 m, mientras que la habitación
superior tenía una extensión de 24 por
21 m, elevándose otros 15 más. La
altura total de la construcción,
aproximadamente la misma que la de las
pirámides, ascendían, pues, a 90 m, con
una superficie en la base de la misma
longitud de lado. Desde el Sureste se
subía a la cima por una gran escalinata,
mientras que las plantas individuales
estaban unidas por escaleras aisladas
adosadas a sus paredes.

Alrededor suyo se alzaban en la


ciudad sagrada los templos de los
«grandes dioses», cifrados en 5 3 por la
descripción de Babilonia y construidos
todos ellos en una forma rectangular casi
cuadrada, según el principio de los
grupos de habitaciones dispuestas en
torno a uno o varios patios. En todas las
esquinas de las calles o plazas había
celdas en las que se colocaban las
efigies de los dioses durante las
procesiones —55 para Marduk, 300
para los Igigi, los dioses del cielo, y
600 para los Anunnaki, las divinidades
de los infiernos. Innumerables eran
además los altares colocados en los
patios de los templos, o distribuidos
también por la ciudad, donde los
creyentes podían rezar y hacer ofrendas
cómodamente y a cualquier hora. Se
citan 180 de ellos solamente para Istar y
otros tantos para Adad y Nergal juntos.

También a orillas del Eufrates,


separado de los barrios de viviendas
por el (LÁMINA 115 y sigs.) canal de
Banitu y al lado de la calle de las
procesiones y de la puerta de Istar, se
levantaba el palacio urbano, gigantesco
y fortificado, de los reyes caldeos, con
sus numerosas salas, naves, pasillos y
cámaras y, además, aquel «museo», en
donde Nabucodonosor y sus
descendientes, según la moda de la
época, habían reunido una cantidad de
monumentos del pasado, desde los días
de Shulgi de Ur, y cuya visita era libre
para los babilonios. El castillo del
Norte se destacaba por encima de las
murallas de la ciudad hasta un recodo
del Eufrates. Nabucodonosor se hizo
construir fuera de la ciudad, tres
kilómetros más al Norte, otro palacio de
verano, cuyas ruinas llevan hoy el
nombre de Babil. Pero no solo el rey,
sino también la población rebasaba las
murallas: muchos de los suburbios se
fueron uniendo en círculo a la ciudad.

Esta era Babilonia, la «Puerta de


Dios», el ombligo del mundo según el
mapa de los babilonios y desde hace un
milenio, la capital de su religión. Y en
sus murallas seguía transcurriendo
todavía la vida cotidiana año tras año,
dentro de las formas tradicionales,
apenas variadas.

Cuando comenzaba el día, se bebía


un trago de agua fresca del cántaro de
barro colgado a la intemperie, los
miembros de la familia se besaban y
tomaban el desayuno de papilla de
harina o tortas y frutas. La nodriza daba
el pecho al lactante, que quizá pudiera
sacudir ya una carraca de barro. La
mujer acomodada no alimentaba ella
misma al niño, sino que después de
lavarse las manos y la cara se entregaba
a los arcaicos quehaceres femeninos de
cuidarse el cutis, peinarse y pintarse.
Los hijos mayores tenían que ir a la
escuela o, cuando tenían tiempo libre, se
dedicaban a sus juegos o al deporte
(entre los que se nombran las carreras,
la lucha, el boxeo y el tiro al blanco) en
el patio y en las plazas, en el muelle o
en el jardín. Los más tranquilos se
sentaban a jugar al ajedrez, juego al que
tenían que dedicarse también los
espíritus inquietos en los días de lluvia.
Los esclavos domésticos limpiaban las
habitaciones y el patio, traían agua y
movían el molino de trigo, y el día de
las mujeres humildes transcurría entre
lavar, tejer, coser, comprar y cocinar,
mientras que sus sirvientas le quitaban
estos trabajos a las damas ricas, que
preferían hacerse visitas o buscar una
nueva joya, por (LÁMINA 79) ejemplo.
Las comidas eran abundantes, pero
sencillas; platos a base de harina,
pepinos y cebollas desempeñaban un
gran papel, junto con el queso y la fruta.
La carne, en cambio, no solía comerse
por lo general más que en los días
festivos, cinco o seis veces al año. El
señor de la casa, después de haber
ofrendado a los dioses familiares o, si
era tiempo, a los «grandes» dioses, en
los altares de las calles (LÁMINA 111)
o incluso en el mismo templo, marchaba
a sus negocios y deberes de
comerciante, artesano, escriba,
funcionario, maestro de obras o
agricultor, se reunía con sus socios ante
los escribas en las plazas o en el patio
de los templos o tenía que presentarse
en el juzgado para actuar de testigo. En
el trato se era muy cortés, se saludaba
llevándose la mano a la frente,
inclinándose y preguntando por la salud,
mientras que ante los príncipes era
costumbre arrodillarse y besar los pies.

Los jóvenes pensaban en sus amores


y en un rincón tranquilo de la casa
encontramos a un adolescente —visita
de fuera— que ha escrito una carta a la
muchacha de su corazón:
«Escribo para saber de ti. Dime
cómo te va. He venido a Babilonia,
pero no te he encontrado, cosa que me
apena mucho. Dime por qué te has ido,
para que vuelva a ser feliz.»

El matrimonio era por lo común


monógamo, aunque las esclavas jóvenes
se prestaban de buena o mala gana a
tener pequeñas atenciones con el señor.
Y cuando la señora de la casa era estéril
o por razones de enfermedad no podía
cumplir sus deberes matrimoniales,
aceptaba naturalmente la existencia de
una concubina. Cuando el día declinaba
—sobre todo en la primavera y en el
parque que había a orillas del río o del
canal— se organizaban grandes
diversiones Los hombres se reunían a
echar un trago entre frecuentes brindis;
la juventud bailaba y cantaba: «Juega y
baila día y noche» o «Cantar es más
dulce que la miel y el vino» Aumentaba
la alegría y pronto «bailaban los viejos
y los jóvenes cantaban». A veces el
jaleo no terminaba bien y había que
llamar al médico; conocemos el
principio de una indicación médica para
estos casos:

«Cuando un hombre haya bebido


vino demasiado fuerte, su cabeza esté
confusa, olvide sus palabras y no
pronuncie bien, cuando se le escapen
los pensamientos y sus ojos se pongan
vidriosos, entonces se ha de efectuar la
siguiente cura...»

El pobre, ya fuese esclavo o


semilibre, no podía permitirse
naturalmente el lujo de la embriaguez.
Pero en las grandes fiestas tenía también
su parte de alegría, y muy a disgusto de
su mujer tomaba al anochecer, lo mismo
que la Jeunesse dorée o los señores
patricios, el camino del templo de Istar
más cercano, con sus ahorros en el
bolsillo, para cambiar en él, para honra
de la diosa, sus monedas de plata por un
poco del arte del amor...
Mas también entonces la mayor
felicidad de los hombres era la paz, y se
estaba muy agradecido al soberano que
sabía conservarla y a los dioses que la
enviaban. Babilonia podía estar segura
de su simpatía.

Babilonia no era solamente la


«ciudad santa». Con el trabajo de los
ciudadanos se había convertido en una
metrópolis económica que acumulaba
riquezas cada vez mayores. Era la
«ciudad comercial del país de los
mercaderes» como la llama el profeta y
deportado judío Ezequiel. Pues más que
la corte y quizá incluso que el clero,
juegan aquí un papel decisivo los
comerciantes en el «dar y toman), como
se denominaba el comercio, papel
acerca del cual nos informan
suficientemente los documentos
neobabilónicos. El comercio al por
mayor y al detall, venta de ganado y de
esclavos, negocio de inmuebles y un
animado tráfico de préstamos, en
particular en el mercado de los cereales,
y monetario, que cobraba por término
medio el 20 por 100 de interés en el oro
y el 30 por 100 en los cereales,
producían altas ganancias aseguradas
con documentos, testigos, garantía y ley.
Estas ganancias se acumulaban en la
cámara del tesoro en trozos de plata,
dinero en aros de plata o «monedas»
acuñadas, a veces también en oro según
las unidades de peso sekel, mina y
talento. Florecía el comercio de
cereales con Persia, y desde la época de
los caldeos se han constituido aquí
marcadas formas capitalistas. Lo mismo
que en Nippur la firma Murashu, nace
aquí en Babilonia la Banca «Egibi
Hijos», que florece todavía en el primer
período persa, disponiendo de una gran
fortuna y de extensas relaciones.

El arte de esta época no corrió


parejo a tal ascensión mercantil: los
toros, (LÁMINA 116 y sigs.) los leones
y los relieves de serpientes
(«Dragones») especialmente sagrados
para Marduk, grabados en los relieves
de ladrillos de la calle de la procesión y
de la Puerta de Istar, dan una sensación
de monotonía, a pesar del dominio
absoluto de la técnica del ladrillo
vidriado. Los cilindros-sellos poseen
raras veces el brío (LÁMINA 116) de
sus paralelos del imperio nuevo asirio, y
la arquitectura impresiona más por
(LÁMINA 113) sus medidas
monumentales que por el espíritu que le
es inherente. El país y la dinastía
(LÁMINA 114) son ya arameos, e
incluso en la correspondencia oficial el
arameo reemplaza cada vez más a la
escritura cuneiforme y a la lengua
acadia. Según un papiro descubierto
recientemente, hasta el príncipe de
Palestina del Sur, Askalón, escribe en
arameo su solicitud de ayuda al faraón
contra el avance de Nabucodonosor
hacia el año 600. Pero este pueblo no
posee ninguna fuerza creadora para el
arte. La poesía y las ciencias parecen
fascinadas por el pasado. Sus
portadores se sienten herederos suyos a
pesar de la sangre extraña que late en
ellos, y sus sucesores aspiraban a
conservar tan larga tradición. Esta
obligación se toma, naturalmente, en
serio, y es muy característico que
Nabucodonosor busque en sus
construcciones los arcaicos documentos
de fundación de templos y cite
(LÁMINA 47, 54) expresamente el
hallazgo de una de Naram-Sin de Accad,
que Nabonido anuncie lo mismo o que,
por ejemplo, haga consagrar a su hija
como «novia divina» de Nanna-Sin,
siguiendo la antigua costumbre.

Acaba aquí una Edad, mas hemos de


admitir con todo respeto que un Nabo-
polasar, Nabucodonosor II e incluso el
misterioso Nabonido, anduvieron los
últimos tiempos de su época con gran
dignidad humana, precisamente porque
creían poder empezar otra vez. No
quieren ya ser monarcas mundiales, ni
siquiera conquistadores, sino
simplemente mantener y conservar el
reino babilónico que les ha caído en
suerte a lo largo de la historia, y con
gran devoción se esfuerzan por alcanzar
el gran ideal real de Hammurabi, ser un
«pastor de (LÁMINA 64 y sigs.) los
pueblos». Este hecho da un final
satisfactorio —al contrario que en Asur
— a los dos mil quinientos años de
historia sumero-acadia. Se manifiesta
también en que la ciudad de Marduk, es
tratada con respeto por los nuevos
señores persas.

La tribu aramea de los caldeos,


asentada en el sur de Babilonia a finales
del siglo vii, había extendido ya varias
veces la mano para hacerse con el poder
en Babilonia. Su cabeza más capaz es,
hacia el año 630, cierto Nabopolasar
que, en contraste con las dinastías
mórbidas y cargadas de tradición de
Asur y Babilonia, se llama «hijo de
nadie, a quien Marduk eligió entre el
pueblo», aunque procedía del clan de
los cabecillas caldeos. Al mismo tiempo
se considera un buen babilonio que ama
a su patria y está dispuesto a
sacrificarse y a combatir por el
restablecimiento de su antigua
magnificencia. Marduk y su hijo Nabu,
cuyo santuario principal de Ezida está
en Borsippa, le llaman a la lucha contra
Asur.
Nabopolasar obedece a esta llamada
como caudillo del ejército, pero busca
en Ciaxares de Media el aliado
apropiado para luchar contra las todavía
terribles divisiones de Nínive.

Conocemos con todo detalle los


sucesos que siguieron, gracias al
descubrimiento de la llamada crónica de
Nabopolasar, realizado hace unos 30
años y completados por los
descubrimientos totalmente nuevos de
1954. Estos sucesores se desarrollan de
un modo muy favorable a Babilonia.
Ciaxares quiere el Norte y Asiria hasta
Charrán y los caldeos pueden darse por
satisfechos con la parte restante de Asia
Anterior, a saber, Babilonia y Siria. A
pesar de los éxitos iniciales de
Sinshariskun, las tropas aliadas
consiguen someter al tirano. El que los
oficiales caldeos prohibieran a sus
tropas que tocasen los santuarios, como
dice Nabonido, se debe, sin duda, al
modo de pensar de Nabopolasar. El
envío de su hijo Nabucodonosor con el
núcleo principal del ejército a Siria, da
fe de su amplia visión política: había
que mantener contra Egipto las
provincias occidentales asirias, ahora
sin dueño, y la batalla de Karkemish en
el año 605 se decidió en favor de Babel.
Con la retirada del faraón Neco se
aseguró el imperio «neo-babilónico».
En su propio país Nabopolasar
dedicó todas sus fuerzas desde los
primeros días de su poder a la gran obra
de la restauración. Cuatro inscripciones
de construcción conservadas, cuentan
cómo mediante una regulación del
Eufrates dio nueva vida a la arruinada
Sippar, la ciudad de Shamash,
construyendo en Babilonia un puente de
piedra sobre el río, en unión de sus dos
hijos Nabucodonosor y Na-bushumlishir,
ayudando personalmente según la vieja
costumbre en la construcción de los
templos y comenzando la reedificación
del santuario de Marduk. Sus textos de
inauguración terminan a menudo con una
oración cuya piedad nos conmueve:

«¡Oh, señor mío Marduk, mira


complaciente mis hechos,
para que según tu mandato sublime
e invariable
dure para siempre la obra de mis
manos!
Igual que los ladrillos de
Etemenanki se han creado para
siempre,
¡afirma los cimientos de mi trono
para tiempos eternos!»

Los dioses abrigan sus propios


pensamientos y Nabopolasar no pudo
gozar los frutos de la victoria de
Karkemish. Pero su hijo Nabucodonosor
(605-562), que según la transformación
bíblica del nombre babilónico, Nabu-
kudurri-ussur, se debería llamar mejor
Nebukadrezar, tomó el poder con el
espíritu de su padre y realizó sus ideas
en el curso de un largo y feliz gobierno
de cuatro decenios. El nombre que le
había dado Nabopolasar debía
recordarle la renovación de Babel
después de la monarquía kassita y la
llamada no fue desoída. Como aquel rey
babilonio de hace 500 años, el más
grande de los príncipes caldeos no nos
ha legado tampoco relato bélico alguno
y despreció claramente esta clase de
auto-glorificación sangrienta. Su pasión
no es la guerra, sino la construcción, y
en consecuencia las extensas
inscripciones que se han conservado de
él son casi exclusivamente relatos de su
obra en los santuarios de Babilonia.

Solo una repetida fórmula usual


habla de campañas «en tierras y
montañas lejanas, desde el Mar Superior
al Inferior», para mantener la existencia
del imperio e incluso la inscripción
doble de Wadi Brisa, en el Líbano,
escrita hacia el año 586, únicamente
habla en general de los combates sirios.
La sumisión de Tiro, transmitida por
Josephus, tras un sitio de trece años, la
absorción de Judá y la destrucción de
Jerusalén en el año 587, conocida por el
relato de la Biblia y precedida de un
primer castigo disciplinario, así como
una deportación parcial de la población
en el año 598 —la fecha ha sido
confirmada por un hallazgo hecho en
1954 en el Museo de Londres—,
demuestran la enérgica intervención de
Nabucodonosor en Siria y en la lejana
frontera egipcia.

En cambio oímos hablar mucho de


su actividad restauradora en todos los
(LÁMINA 114 y sigs.) templos del país,
y ante todo en la misma Babilonia, de la
reconstrucción de Esangila y
Etemenanki, de la construcción de
murallas y canales, del trazado de la
calle procesional y su coronación por la
Puerta de Istar. Mas no sólo cambiaron
rápidamente la imagen externa de la
metrópolis y de las ciudades del país;
también floreció de nuevo la nación, su
agricultura, su comercio y su economía
bajo las manos de este príncipe de la
paz. Y la construcción de la llamada
muralla meda, un poderoso limes que
iba entre el Tigris y el Eufrates desde
Sippar a Akshak al norte de Babilonia,
da a la población el sentimiento de la
seguridad. Esta celebraba a
Nabucodonosor como al soberano justo
que devolvió al pueblo los tiempos
felices y su reputación era tan grande en
el mundo de entonces que pudo hacer de
indiscutible mediador en la disputa
medo-lidia y crear la paz. Otra vez
brilla el esplendor de Babilonia y la
gloria de sus grandes dioses, a quienes
el piadoso soberano creía haber erigido
un monumento eterno en sus gigantescas
construcciones: «Todas mis obras, que
he escrito en las tablas, deben leerlas
los sabios y recordar la gloria de los
grandes dioses».

A la muerte de Nabucodonosor II en
el año 562 cambia la hoja. La fuerza de
su familia se consumió claramente en el
padre y en el hijo: Amelmarduk (561-
560), el hijo del gran soberano, y al que
solo conocemos por la lista real
babilónica y el comunicado bíblico por
perdonar en el 598 al deportado rey de
Judá Jeconías, no puede hacer frente a
su ambicioso cuñado Nergalsharussur
(Neriglisar, 559-556) y es desplazado
por él con la ayuda del clero de Marduk.
En su época parecen haberse agudizado
extraordinariamente las contradicciones
de los diferentes cleros. Los sacerdotes
de Esangila, en su mayor parte
babilonios, aliados estrechamente con la
capa caldea, se oponen a los de Sin y
Shamash, cuyos santuarios principales
se levantan en Ur, Larsa, Sippar y la
ciudad siria de Charrán, y que
simpatizan abiertamente con los grupos
arameos no caldeos.

De todos modos el partido de Sin-


Shamash se mete en el juego político de
las intrigas a la pronta muerte de
Neriglisar, elimina al hijo menor de
edad del rey y puede colocar a uno de
los suyos, el sacerdote Nabonido
(Nabunaid, 555-539), en el trono de
Babel. El partido Marduk tuvo que
aceptar al principio este Estado sin
oponer gran resistencia. Mas desde
ahora se decide a dar el paso, tan lleno
de consecuencias, de contraer relaciones
con el nuevo potentado de Oriente, con
el persa Kurash (Ciro) de Anshan, que
subió al trono al mismo tiempo que
Neriglisar. Las fronteras del imperio
neobabilónico se han debilitado tanto
que el nuevo señor de Babilonia,
procedente de Charrán y descendiente
quizá de la familia real asiria, se ve ante
una tarea casi insoluble. Mas parece que
tuvo suerte: Ciro, cuya victoriosa
rebelión contra el soberano medo había
apoyado Nabonido y que tras la victoria
sobre Astiages preparaba ya la lucha
contra Creso de Lidia, permite por ahora
la existencia de una Babilonia neutral y
cede a Nabonido la ciudad meda de
Charrán, patria del rey.

No obstante, Nabonido parece


haberse dado cuenta del peligro de los
persas. Su preferencia por aquella
metrópolis septentrional, donde se
reconstruye suntuosamente con todos los
medios disponibles el templo de Sin, su
estancia —de otro modo inexplicable—
durante ocho años en la ciudad del
desierto árabe Tema (Teima, alejada de
Babilonia a 1.000 km de caravana a lo
largo del gran desierto de Nefud) y su
abierta declaración de guerra al clero de
Marduk —suprime durante varios años
la arcaica fiesta sagrada de Año Nuevo
en Babilonia y protege del modo más
generoso los templos de Sin y Shamash
en el país— denotan que Nabonido
intentó establecer su Estado sobre bases
totalmente nuevas. Parece que pensó en
el establecimiento de una base de
defensa arameo-arábiga en Charrán y
Tema contra el poder incontenible de los
persas. El culto a la luna, muy extendido
también entre las tribus árabes, y los
grupos arameos de Babilonia y Siria,
constituyen otros ladrillos de un plan
genial, aunque menospreciador de las
realidades políticas, que tendía a la
disolución de la clase que hasta ahora
ostentaba el poder, considerada en el
país como corrupta y traidora.

Sea como sea, la política de


Nabonido fracasó. El mismo tuvo que
admitirlo así y se decidió a volver a
Babilonia, donde con toda solemnidad
se preparó la fiesta de Año Nuevo de
539. En la ciudad tuvo que ser recibido
naturalmente con una negativa y
desprecio glaciares. Durante su ausencia
la ciudad de los sacerdotes y
comerciantes siguió sus propios caminos
políticos. Se tomaron acuerdos con
Ciro; el gobernador de la región del
Tigris Oriental vecina de Persia, un iraní
llamado Gobryas, se une a Ciro, dando
así la señal para el ataque contra
Babilonia, con cuya incorporación
quería redondear su imperio el rey de
los persas.

Ni siquiera en esta desesperada


situación se da Nabonido por vencido.
Promulga el decreto, parcialmente
obedecido, de que lleven a la capital
todas las estatuas de los dioses —una
medida con la que intenta favorecer el
sentimiento nacional del país. Su hijo
Belsharussur (Belsazar) toma el mando
del ejército, mientras que él permanece
en Babilonia. El desenlace se decide
pronto. En un encuentro cerca de Sippar
vencen los persas, huyen los soldados
babilónicos, las ciudades abren sus
puertas y la misma Babilonia se entrega
pronto. Belsazar perece en el combate,
Nabonido es hecho prisionero, pero no
tiene lugar ni saqueos ni desafueros de
ninguna clase. El 29 de octubre del año
539 realiza Ciro, el rey de los persas, su
entrada triunfal en Babilonia y es
saludado por los sacerdotes de Marduk
como libertador. Ofrece su favor a su
ciudad y a su dios y mantiene su
promesa. Babilonia queda intacta, el
culto a Marduk y a los otros dioses
puede continuar tranquilo, y el vencedor,
devoto del clemente dios Ahura Mazda,
que envía a su país a los judíos
deportados, es suave incluso con el
último rey de Babilonia, a quien le había
quitado el trono, dándosele un pequeño
dominio en el Irán oriental.

La vida en la ciudad y el campo


continúa invariable a pesar de la
dominación persa. Tomando en
consideración la vanidad de los
babilonios, Ciro lleva también, aparte
de sus otros títulos, los de «rey de
Babilonia, rey de Sumer y Accad» y
«constructor de Esangila y Ezida».
Jerjes suprimió este título después de
varios levantamientos de los
nacionalistas babilónicos, destruyó
Etemenanki y la estatua de Marduk en el
año 478 y con ello puso fin al reino
babilónico. El plan de Alejandro Magno
de hacer de Babilonia la capital de su
nuevo imperio desapareció con su
pronta muerte. En otro lugar sagrado, en
la antigua Uruk, brotó por última vez un
renacimiento tardío del babilonismo
cuando los Seléucidas erigen aquí
grandes templos para Anu y su esposa
Antu —que se identifican con Zeus y
Hera— e incluso quieren dar vida a la
escritura cuneiforme y a la lengua
sumeria.

Pero las fuerzas de la antigua Asia


Anterior se habían consumido. Siglo tras
siglo y a través de numerosos canales, la
civilización material y la creación
espiritual de los sumerios y acadios
había influido a la humanidad
occidental. Encontramos esta herencia
casi inagotable en cosas tan triviales
como medidas, pesas, medios de pago y
calendario, en progresos técnicos como
construcción de bóvedas, drenaje,
canalización, elevadores de agua o
vaciado de bronce, y también en la cría
de caballos, el arte de la guerra y sitio,
la sistemática de las bibliotecas o la
música. Lo mismo ocurre en las esferas
espirituales de la ciencia— anales,
matemáticas, astronomía, filología,
medicina—, en la legislación, derecho
mercantil y económico, diplomacia y
culto, en los ámbitos del arte —
arquitectura, escultura y pintura al fresco
hasta el mundo de la poesía religiosa,
cuyos mitos de la creación, leyendas
divinas, narraciones heroicas,
sabidurías y textos filosóficos tuvieron
eco durante mucho tiempo. Apenas hay
una esfera de la vida humana de nuestros
días en la que no choquemos con las
repercusiones de la cultura del Antiguo
Oriente. Era abierta y no se cerró a lo
extraño, como en Egipto. A través de los
Hititas, Fenicios, Creta y la Biblia, a
través de Grecia, Roma, los Árabes y
Bizancio, llegó el rendimiento del
Antiguo Oriente al mundo europeo
moderno.

Mas es obvio que la casa misma en


que había sido creado no podía ya
apuntalarse. Con los Persas
indogermanos llegó ya otro espíritu al
país, que no podía entrar en una relación
duradera y sobre todo fértil con las
formas envejecidas y rígidas. Berossus,
originariamente un sacerdote de Marduk
que enseño después en Kos y hacia el
año 340 a. J. C., escribió en lengua
griega tres libros de una historia
babilónica —se la dedicó al Seléucida
Antioco I—, habla de un mundo en
verdad desaparecido desde hacía
tiempo, a pesar de que de vez en cuando
se escuchase en los templos algún
vocablo sumerio o se pintasen algunos
caracteres de la escritura cuneiforme.
Luego desaparecieron hasta estos
últimos recuerdos, vinieron los
Romanos y los Partos, los Árabes...;
después aparecieron los Mogoles, que
diezmaron a los habitantes del país en
matanzas terribles y dejaron tras sí un
desierto.

El año 1165 d. J. C. el peregrino


español Benjamín de Tudela, procedente
de Navarra, pasó por el lugar de la
antigua Babilonia y habla del destruido
palacio de Nabucodonosor, que ningún
hombre se atrevía a pisar por miedo a
las serpientes y escorpiones. Hacia el
año 1400 el caballero bávaro
Schiltberger, prisionero de guerra, visita
las ruinas y nos cuenta lo que vio y vivió
allí: «He estado también en el reino de
Babilonia..., la muralla tiene 200 varas
de alta y 50 de ancha. El agua del
Eufrates corre por en medio de la
ciudad, que ahora se halla toda destruida
y sin ninguna vivienda...»
Los canales se habían secado hacía
mucho, las altas torres de los templos se
habían hundido y habían sido demolidas,
puesto que a lo largo de muchas
generaciones se utilizaron como
canteras. La arena que sopló
incesantemente durante milenios
procedente de los desiertos del Sur y
que no detenía ya ninguna defensa
(LÁMINA 1, 118) del hombre, tapó las
ciudades arruinadas y desiertas hasta
convertirlas en colinas mudas y planas
repartidas por el mar de la estepa. Bajo
ellas desaparecieron los testimonios de
una gran Edad, para salir de nuevo a la
luz hace cien años y aportar a la
asombrada posteridad las noticias del
capítulo más antiguo de la historia y
civilización humana.
ACLARACIONES
Y ORIGEN DE
LAS
ILUSTRACIONES

El autor y el editor están muy


agradecidos por los consejos,
informaciones y ayuda prestada en la
procuración de las ilustraciones, a los
sabios siguientes: W. Andrae (Berlin),
A. Dupont-Sommer (París), O. Eissfeldt
(Halle), A. Falkenstein (Heidelberg), E.
Gjerstad (Lund), A. Haller (Berlin), S.
N. Kra-mer (Filadelfia), H. Lenzen
(Berlin), M. E. L. Mallowan (Londres),
A. Moortgat (Berlín),]. Nou-gayrol
(París), A. Parrot (París), A. Pohl
(Roma), C. Preusser (Rendsburg), H.
Seyrig (Beyrouth), W. Freiherr von
Soden (Viena), E. Weidner (Graz), Sir L.
Woolley (Shaftesbury).

Los siguientes Museos e Institutos


pusieron fotos a nuestra disposición:
Museo Británica (Londres), El Louvre
(París), Musée National Syrien d'Alep,
Oriental Institute Chicago, University
Museum Philadelphia, Museo de Asia
Anterior (Berlín).
1

Vista desde lo alto de la ziggurat


Eanna de Uruk-Warka sobre una parte
del recinto de los templos hacia el
Suroeste.—Foto de la Deutschen
Warka-Expedition, núm. W. 5511.
2
El llamado templo D de Uruk, hacia
2900. Reconstrucción de Hellmuth
Schuber Northeim, y planta (cf. pág.
14). La reconstrucción da una idea del
efecto asombroso de la arquitectura de
hornacinas.—Planta según Lenzen,
Zeitschr. f. Assyriologie (Revista de
Asiriología), NF 15, 1950, lám. 1 en
pág. 8.
3
Templo sobre la terraza del
santuario de An en Iruk, llamado
Templo Blanco (hacia 2800), subida e
interior con altar (cf. pág. 14). Los
muros tenían una altura superior a la
estatura de un hombre.—Según el
octavo informe provisional de las
excavaciones efectuadas en Uruk-
Warka por la Deutsche
Forschungsgemeinschaft (UVB 8),
lámina 40 b y 41 a.
4
Arriba: tablilla arcaica de los
tiempos de Uruk (Lista de la economía
del templo), con caracteres todavía
jeroglíficos. 4x6 cm. Museo de Asia
Anterior, Berlín.—Según Falkenstein,
Archaische Texte aus Uruk, lám. 27,
núm. 323.
Abajo: Cilindro del período Uruk:
rebaño de ovejas con dos pastores
desnudos que llevan látigo y cayado.
Cilindro de caliza amarilla de 5,7 cm.
de alto y 5 cm. de espesor. Antes,
propiedad de los Museos del Estado,
Berlín.—Según Moortgat, Vorderasia-
tische Rollsiegel, lám. 1, núm. 4.
5
Puño de marfil con relieves de un
cuchillo de pedernal con motivos del
período Djemdet Nasr. Izquierda:
Dumuzi con dos leones; perros, ovejas
salvajes, cabra montes; león saltando
sobre un buey; pastor con un perro tras
una vaca. Derecha: escenas de combate
a tierra; barcas adornadas; combate en
el agua. Hallado en Djebel-el Arak, al
sur de Abydos, en el Alto Egipto; junto
con otros documentos prueba de la
influencia cultural sumeria en Egipto
en los tiempos arcaicos. 9,3 cm. de
alto, Louvre.—Según Revista de
Egiptología, 71, 1935, cuaderno 1, lám.
1.
6
Arriba: Dibujo de una impronta de
cilindro del período Djemdet Nasr. Ante
el príncipe-sacerdote barbado, con
diadema y vestido con una túnica que
le llega hasta las rodillas, se halla un
sacerdote que se apoya en una lanza
vuelta, desnudo, que donduce tres
prisioneros en cuclillas atados por los
brazos. Detrás de ellos, dos guardias
con mazas, igualmente desnudos.—
Según Lenzen, Revista de Asiriología
NF 15, pág. 9, lám. 3, ilustrac. 5.
Abajo: Detalle de la llamada Estela
de la Caza de Uruk: el rey, con
cinturón y diadema, copete y barba,
dispara su flecha contra un león en
salto. Altura de toda la estela, unos 8o
cm. Iraq Museum, Bagdad.—Según
UVB 5, lám. 12 c.
7
Reproducciones de cilindros de los
períodos Uruk y Djemdet Nasr. Arriba:
«Caza en la montaña» (cf. pág. 14 y
sig.). Cilindro-sello de calcila, de 5 cm.
de altura y 4,4 cm. de ancho. Abajo
«Procesión en barco». En una barca
servida por dos marineros y adornada
con flores; en la roda se halla en pie un
sacerdote con las manos cruzadas, con
diadema y «falda de red», tras él, un
caballete para el culto, y delante un
altar escalonado, sujeto sobre el lomo
de una figura de toro, provisto de dos
coronas de juncos, el emblema de
Inanna. Cilindro-sello de lapislázuli,
4,3 cm. de alto y 3,5 de ancho. Antes en
los Museos del Estado, Berlín.—Según
Moortgat, Rollsiegel, lám. 1, núm. 1, y
lám. 6, número 30.
8
Figurillas del período Djemdet
Nasr. Arriba: ternera en reposo con la
piel manchada, con incrustaciones de
lapislázuli en forma de hojas de trébol.
Masa de concha, de 5,8 centímetros de
longitud. Museo de Asia Anterior,
Berlín.—Según UVB 7, lám. 23 f.
Abajo: carnero acostado, pedestal del
culto con bastón de plata incrustado,
para sostener un símbolo divino. Ojos
originariamente incrustados. Piedra
negra, 10 cm. de altura. Museo de Asia
Anterior, Berlín.—Según Heinrich,
Kleinfunde aus den archais-chen
Tempelschichten von Uruk, lám. 6.
9
Vaso de libaciones del período
Djemdet Nasr. Arenisca amarilla, con
figuras de león en el pitorro y
reproducciones de leones y toros en
altorrelieve. Las cabezas de los
animales son muy realistas y se salen
de la superficie de la efigie formando
casi una escultura. 20 cm. de altura.
Iraq Museum, Bagdad.—Según
Heinrich, Kleinfunde, lám. 22.
10
Relieves del «Vaso de Uruk»,
impronta (cf. pág. 16 y sig.). Alabastro.
Altura de todo el vaso: 1 metro; altura
de toda la impronta: 74 cm.
aproximadamente. Iraq Museum,
Bagdad.—Según Heinrich, Kleinfunde,
lám. 38.
11
Cabeza femenina, en tamaño
natural, del período Djemdet Nasr.
Uruk (cf. pág. 17 y sig.). Ojos y cejas
antes incrustados, nariz rota; sobre el
pelo, quizá una peluca de oro, como el
«casco» de Meskalmdug (lám. 32).
Como la escultura no representa más
que la parte anterior de la cabeza,
podría tratarse de la pieza parcial de
una estatua hecha de material diverso.
Mármol traslúcido, 22 cm. de altura.
Iraq Museum, Bagdad.—Según Revista
de Asiriología, NF 11, 1939, lám. 8.
12
Improntas de cilindros, del período
Djemdet Nasr. Arriba: el «buen
pastor». Dumuzi con diadema, copete,
barba y falda hasta la rodilla, ofrece en
cada mano una rama con flores de ocho
hojas en forma de rosetones a dos
carneros. Haces de juncos y vasijas del
culto (izquierda) parecidas al vaso de
Uruk (lám. 10), encima, un cordero.
Cilindro-sello de mármol; 5,4 cm. de
altura y 4,5 cm. de espesor. Antes, en
los Museos del Estado, Berlín.—Según
Moortgat, Rollsiegel, lám. 5, núm. 29 b.
Abajo: reproducción de dos cabras en
estilo ornamental, técnica de taladro
esférico. Líneas ornamentales rectas y
curvas, entre ellas, «ojo con ceja».
Cilindro-sello de mármol gris, 5,8 cm.
de alto y 2,7 cm. de ancho. El mismo
yacimiento.—Según Moortgat,
Rollsiegel, lám. 11, núm. 67.
13
Cilindros del período Mesilim.
Arriba: «Banda de figuras», una fila de
hombres-toros, bueyes, leones y héroes
esquematizados y erectos. En la parte
inferior, tres veces una espada corta
(cf. pág. 20). Cilindro-sello de calcita
gris, 3,1 cm. de altura y 2,4 cm. de
espesor. Antes, en los Museos Oficiales
del Estado, Berlín.
Abajo: tiro y carro de dos ruedas,
auriga con trenza y falda de flecos,
probablemente el documento más viejo
del motivo gráfico «Caballo y carro».
Ejecución en el «estilo
desnaturalizado» de la época Mesilim.
Cilindro-sello de concha, 1,7 cm. de
alto por 0,9 de esperor. Antes, en los
Museos del Estado, Berlín.—Según
Moortgat, Rollsiegel, lám. 11, núm. 57,
y una foto facilitada por el Prof. Dr. A.
Moortgat.
14
Arriba: huellas de la muralla
urbana de Uruk, que debido a la
humedad excepcionalmente favorable
del suelo durante las excavaciones
alemanas de 1934-35, se hicieron bien
visibles (cf. pág. 23).—Según UVB 7,
lám. 35 b.
Abajo: puerta de entrada al ovoide
del templo de Chafadji, visto desde el
Noroeste.— Según Delougaz, The
Tempel Oval at Khafajah, fig. 4,
facilitado por el Oriental Insti-tute,
University of Chicago.
15
Arriba: vista aérea del campo de
excavaciones de Kafadyi con el ovoide
del templo, tomada después de la
campaña 1932-33 de los excavadores
americanos (cf. pág. 23).— Según
Delougaz, Ibidem, fig. 4. Abajo: ovoide
del templo de Kafadyi. Reconstrucción.
—Delougaz, Ibidem, portada.
16
Reconstrucción parcial y planta del
llamado Palacio «A» de Kish, período
Mesilim (cf. pág 21 y sig.). El plano
muestra, arriba, la parte más antigua
del edificio, de unos 40 x 73 metros de
extensión, con la Puerta Este (lado
derecho del gráfico), que da paso a un
amplio espacio y está flanqueado por
dos torres, las viviendas y —en la parte
oeste— los almacenes dispuestos
alrededor de un patio. Todo ello
rodeado de una fuerte muralla que
presenta en dos lados pilares
ligeramente salientes y dentro de la
cual el verdadero palacio constituye un
rectángulo cerrado en sí mismo y fácil
de defender. Al Sur hay una
construcción más reciente, de la que
destacan las dos habitaciones de la
izquierda: la sala más occidental
parece haber tenido ornamentos
murales; la de al lado, del mismo
tamaño (21,7 x 7,6 metros), poseía en el
centro cuatro columnas de 1,5 metros
de diámetro para soporte del tejado.—
Según Mackay, A Sumerian Palace,
etc., Chicago, 1929, lám. 34; Christian,
Altertumskunde, lám. 151, 2.
17
Arriba: cuadriga de cobre de Tell
Agrab, reproducción de un carro de dos
ruedas tirado por asnos (cf. pág. 27).
Los ojos del auriga y los de los
animales estaban incrustados,
conservándose aún el relleno de
concha en uno de los asnos. Ejecución
plástica más antigua del motivo
«Caballo y carro». 7,2 cm. de altura.
Iraq Museum, Bagdad.— Foto del
Oriental Institute, University of
Chicago.
Abajo: maqueta en arcilla de un
carro de dos ruedas, y otro de cuatro.
Kish, período Mesilim, unos 10 cm. de
altura.—Según Mackay, Ibidem, Pl. 46.
18
Arriba: mujer sumeria con peinado
de corona, parte de una estatuilla de
orante procedente del templo Sin de
Chafadji. El pelo estaba teñido con
asfalto, los ojos incrustados con
concha y lapislázuli. Calcita, 8 cm. de
altura. Oriental Institute Museum,
Chicago.—Según Frankfort, Sculpture
of the Third Millenium, Pl. 82 A,
facilitada por el Oriental Institute,
University of Chicago.
Abajo: «La dama de Tell Agrab»
con gran peluca y pendientes, época
Mesilim. La peluca estaba teñida de
negro con asfalto. Calcita blanca, 12
cm. de alta. Iraq Museum, Bagdad.—
Foto del Oriental Institute, University
of Chicago.
19

El tesoro de figurillas del templo


Abba de Tell Asmar, con doce orantes,
diez masculinos y dos femeninos (cf.
pág. 23 y sig.). Alabastro, parcialmente
complementado, 20-72 centímetros de
tamaño. Oriental Institute Museum,
Chicago, y Iraq Museum Bagdad.—
Foto del Oriental Institute, University
of Chicago.
20
Orante con vaso de libaciones de
Tell Asmar. Pelo y barba en grandes
ondas, globos de los ojos de pasta
amarilla incrustados en asfalto. La
figura de alabastro está sujeta con
asfalto a un pedestal blanco de calcita.
48,5 dm. de altura. Iraq Museum,
Bagdad.—, Según Frankfort, Sculpture,
lám. 7.
21
Cabeza del orante mayor de la
lámina 19. Globos de los ojos de
concha, pupilas de asfalto, el pelo
totalmente ondulado de la cabeza y la
barba estaba teñido con asfalto. Altura
total de la estatuilla: 72 cm. Iraq
Museum, Bagdad.—Según Frankfort,
Sculpture, lámina 3.
22
Mujer orante de la época Mesilim,
con diadema y túnica que deja libre el
hombro derecho y largas aplicaciones
de flecos. Mármol blanco, 22,8 cm. de
alta. Museo Británico.— Según Hall,
Babylonian and Assyrian Sculpture,
lám. 6.
23
Orante calvo con falda de flecos,
procedente del templo de Nintu en
Chafadji, afeitado (¿sacerdote?).
Globos de los ojos y pupilas
incrustados de concha y lapislázuli.
Altura: 23 cm. University Museum,
Philadelphia.—Foto del mismo museo.
24
Orante calvo de Tell Asmar,
afeitado (¿sacerdote?). Ojos de concha
y calcita negra incrustados con asfalto.
40 cm. de alto. Oriental Institute
Museum, Chicago.—Según Frankfort,
Ibídem, lám. 23 A.
25
Mujer orante de Chafadji, con
turbante y abrigo de flecos, calcita,
41,5 cm, de altura. Oriental Institute
Museum, Chicago.—Según Frankfort,
Ibídem, lám. 72.
26
Soporte de cuatro patas procedente
del oval del templo de Chafadji, con la
figura de un orante desnudo con barba
y dos rizos laterales, empleado, por
ejemplo, para llevar un vaso de
libaciones o un incensario. 55,5 cm. de
altura. Iraq Museum, Bagdad.— Según
Frankfort, Ibídem, lám. 98.
27
Estatuilla en cobre de dos
acróbatas luchando, procedente del
templo de Nintu Kafadyi (cf. pág. 26).
Los luchadores, con la cabeza afeitada,
no están vestidos más que con un
taparrabos y llevan grandes vasijas en
la cabeza. Constituían un número del
programa de las fiestas populares del
culto. La pequeña escultura representa
probablemente su ofrenda a la diosa.
10,2 cm. de altura. Iraq Museum,
Bagdad.—Según Frankfort, More
Sculpture, Pl. 54 A.
28
Plaquita del oval del templo de
Kafadyi (cf. pág. 26). Escenas del
banquete cultual, representando las
«Nupcias Sagradas»; colocada en el
templo como imagen del culto. El
agujero del centro servía para fijarla a
la red. 28 cm. de lado.—Iraq Museum,
Bag-. dad.—Según Ur Excavations, II,
lám. 181.
29
El llamado relieve familiar de Ur-
Nanshe de Lagash, colgado como
ofrenda en el templo. Arriba, el rey con
falda de flecos en el acto oficial de
llevar el mortero para la construcción
del templo, seguido de una hija y
cuatro hijos, mencionados todos ellos
por sus nombres. Abajo, Ur-Nanshé
bebiendo en el sillón; a la derecha, su
escanciador; delante, el visir
informando y otros funcionarios,
también designados por sus nombres.
Con arreglo a la tradición, el rey se
representa mayor que los hijos y
servidores. Altura, unos 40 cm. Louvre,
París.—Foto del Louvre.
30
Arriba: aro en oro para las riendas,
con escultura de mula, para colocar en
el pértigo. Procedente de las tumbas
reales de Ur, unos 15 cm. de alto.
Museo Británico.—Según Ur
Excavations II, Pl. 166.
Abajo: juego de ajedrez con fichas,
procedente de las tumbas reales de Ur.
Incrustaciones a base de plaquitas de
concha con lapislázuli y calcita roja.
Unos 27 cm. de longitud. Museo
Británico.—Según Ur Excavations II,
lám. 95 f.
31
Izquierda: incrustaciones en la
parte frontal de un arpa. Tumbas reales
de Ur. Las reproducciones presentan,
de arriba a abajo: Dumuzi con dos
hombres-toros; leopardo (?) y león
sirviendo comidas y bebidas; orquesta
de animales con asno tocando el arpa,
oso sujetándola y zorro con el sistro;
hombre-escorpión y gacela con vasos
ante el gran cántaro de arcilla.
Derecha: espada corta (arma
solemne) de las tumbas reales de Ur,
con vaina de oro y puño de lapislázuli.
36 cm. de longitud. Iraq Museum,
Bagdad.—Según Ur Excavations II
lám. 105 y 151.
32
El llamado casco de oro de
Meskalamdug, una peluca de oro
repujado para utilizarla, por ejemplo,
en ocasiones solemnes. Unos 22,5 cm.
de altura. Iraq Museum, Bagdad.—
Según Ur Excavations II, portada.
33
Macho cabrío en un árbol
estilizado con flores en forma de
rosetón, procedente de las tumbas
reales de Ur (cf. pág. 34). Documento
admirable del arte de la orfebrería,
hecho de oro (electro), plata y
lapislázuli sobre núcleo de asfalto.
47,5 cm. de altura, reconstruido.
Museo Británico.—Según Ur
Excavations II, lám. 88.
34
Arriba: maqueta en plata de un
bote. Tumbas reales de Ur; ofrecida al
difunto para cruzar el río de los
infiernos (cf. pág. 34). Unos 65 cm. de
longitud. Museo Británico.— Según Ur
Excavations II, lám. 169 a.
Abajo: arpa de las tumbas reales de
Ur, con once cuerdas y cabeza de
carnero al final de la caja,
reconstruida. Altura y longitud: i metro
aproximadamente. Museo Británico.
Según Ur Excavations II, lám. 109.
35
Joyas de las tumbas reales de Ur:
arriba, figurilla de ciervo y bisonte en
ejecución doble, utilizadas como
hebillas de cinturón. Casi de tamaño
natural. Abajo: alfiler del pelo,
pendientes, collares y brazalete de oro,
lapislázuli y carneóla, propiedad de la
princesa Ninshubad. University
Museum, Philadelphia.—Según Ur
Excavations II, láms. 129 y 141 b.
36
Ur-Nanshé, un miembro del coro de
sacerdotes de Mari, hacia 2500,
famoso por su canto. El pelo rizado en
mechones está teñido de negro; vestido
con la llamada falda kaunakesia.
Alabastro, 26 cm. de alta, hallada en el
templo de Istar, Mari, en noviembre de
1952.—Según Parrot, Mari, lám. 45.
37
Efigie de un sumerio sentado,
período Ur I, en actitud de orante, con
línea de labios voluntariosa y, en
contra de lo usual, sin las cejas
incrustadas. Traquita, 40 cm. de altura.
Museo Británico.—Según Ur
Excavations I, lám. 10.
38
Arriba: exvoto de terracota, con
huelks de la pintura originaria (cf. pág.
36). 9 cm. de longitud. De la colección
del autor.—Foto propia.
Abajo: friso de calcita procedente
de El-Obed (cf. pág. 33): pastores
elaborando la leche y ordeñando;
arriba, a la derecha, dos terneros a la
puerta del aprisco. Altura del friso:
unos 20 cm. Iraq Museum, Bagdad.—
Según Ur Excavations I, lám. 31.
39
Cara anterior y posterior del
llamado estandarte de Mosaico de Ur
(cf. pág. 36). Representaciones de
guerra y fiesta de la victoria de un rey
de la I dinastía de Ur, llevado
probablemente en las procesiones
cultuales. Leyendo de abajo para
arriba la obra, en incrustaciones
(concha, parcialmente grabada, y
piedra arenisca sobre fondo de
lapislázuli), presenta: salida y entrada
en acción de los carros de combate de
cuatro ruedas, tirados por cuatro
asnos; ataque de los lanceros; pelea y
presentación de los prisioneros al rey,
reproducido en tamaño destacado, y a
su séquito (¿junto al hijo pequeño?); en
la fotografía superior: transporte de
piezas de botín, robo de asnos, entrega
de pescado, ovejas y vacas para el
banquete; por último, músicos,
servidores y la orgía ante el rey
victorioso. 22 X 47 cm., copia. Museo
Británico.—Según Ur Ese. II, lám. 92.
40
Arriba: toro en bronce (símbolo de
la fecundidad), procedente de El-Obed.
Altura de frente: unos 47 cm. Museo
Británico.—Según Ur Exc. I, lám. 17, 3.
Abajo: águila leontocéfala (Imdugud)
sobre dos ciervos. Relieve en cobre del
portal del templo de Ninshursang de
Aannepadda de Ur, en El-Obed, en
parte completado (las cabezas rotas de
los ciervos y los cuernos se
encontraron junto a la plancha del
relieve). 200 x 90 cm. Museo Británico.
—Según Ur Exc. I, lám. 6.
41
Diosa de la vegetación, relieve en
un vaso cultual de Entemena, de
Lagash. La diosa sentada, cuyo cabello
rizado por encima de la frente le cae en
cuatro trenzas sobre el pecho y los
hombros, lleva una corona de flores
con cuernos y en la mano derecha un
racimo de dátiles, mientras que de los
hombros brotan seis amapolas. Basalto,
25 centímetros de altura. Museo de
Asia Anterior, Berlín.—Foto del citado
museo.
42
Fragmento principal de la
denominada Estela de los Buitres, de
Eannadú, de Lagash (cf. pág. 30 y sig.).
El rey luchando a pie delante de la
falange de sus tropas armadas de casco
cónico, escudo rectangular y lanza;
con la lanza en alto montado en el
carro de combate. Arriba y abajo, a la
derecha, una parte de la inscripción en
escritura monumental. Altura media:
unos 6o cm. Louvre.—Foto del museo.
Abajo: detalle de la denominada
Estela del Combate de Lagash (período
acadio). Un guerrero con casco cónico
y túnica, que le llega por delante hasta
las rodillas y por detrás a la
pantorrilla, y con faja, golpea con su
maza a un enemigo desnudo que retiene
por la barba. Su compañero, en túnica
larga hasta los pies, de pliegues
longitudinales, y con carcaj
ornamentado a la espalda, ha
derribado ya a otro adversario y tensa
el arco. 15 cm. de altura. Louvre.—
Foto del museo.
43
Cabeza de cobre, procedente de
Nínive, probablemente representa a
Sargón de Accad (cf. pág. 41). 35 cm.
de alto. Iraq Museum, Bagdad.—Foto
del Museo de Asia Anterior, Berlín, con
arreglo a aquel vaciado.
44
Cabeza de muchacha procedente de
Asur (período acadio). Ojos y cejas
originariamente incrustados, cabello
atado a la nuca en un nudo y sujeto con
una diadema, quizá completado sobre
la cabeza con asfalto. Parte de un
estatuilla de orante. 7 cm. de alta.
Museo de Asia Anterior, Berlín.—Foto
del museo.
45
Príncipe-sacerdote del período
acadio, procedente de Adab, tipo
acadio, con gorro redondo. Parte del
mentón y de la barba, destruidos,
globos oculares de marfil, pupilas
sustituidas. Parte desuna estatuilla de
orante, 9,5 cm. de alto. Oriental
Institute Museum, Chicago.—Foto del
museo.
46
Estela de Naram-Sin de Agade, en
piedra arenisca roja, manchada de
amarillo hacia el centro (véase pág.
44). 2 metros escasos de altura. Louvre.
—Foto del mismo museo.
47
León en bronce de Urkish. El león,
erecto, representado únicamente en su
parte anterior, cubre con sus garras
una plancha de bronce escrita, y
mantiene las fauces abiertas
amenazadoramente. Debajo, una
tablilla de piedra blanca de 11 cm. de
lado, que lleva la inscripción
fundacional del pequeño príncipe
Tishari de Urkish. La admirable
escultura hay que atribuirla al arte de
Accad. Texto de la inscripción:
«Tishari, rey de Urkish, ha construido
el templo de Pirigal. ¡ Que el templo de
este dios sea protegido por Lubadaga!
¡Quien lo destruya debe ser aniquilado
por Lubadaga; que Armo escuche su
ruego, que Ninnaga, Sinuga e Iskur
maldigan die2 mil veces diez mil a
quien lo destruya!» Altura de la figura
del león: 12 cm.—Louvre.—Foto del
museo.
48
Cilindros del período acadio.
Arriba: Dumuzi, protegido por Innana,
luchando con el león. Dumuzi, desnudo
y barbado, esgrime, arrodillado, el
hacha de punta contra el animal de
rapiña erecto, sujeto de la cola por
Innana, con el gorro de cuernos, túnica
plisada y rayos en los hombros. A la
derecha, la divinidad intercesora, y a
su lado, la leyenda: «Girnunne, escriba
de Nigin»; debajo, águila bicéfala con
las alas extendidas. Cilindro-sello de
lapislázuli, de 2,7 cm. de altura.
Abajo: viaje celestial de Etana (v.
pág. 44 y 97). Etana, montado en el
águila, a la izquierda y entre los dos
perros ladrando, más abajo, una
pequeña divinidad sentada. Un hombre
en pie lleva asombrado la mano a la
boca; otro testigo ocular, corre
espantado. A la izquierda, un pastor
que saca del redil una cabra
sacacorchos y dos ovejas con melena,
todas mirando hacia adelante; por
encima, un tablado y un hombre
sentado con cántaros de barro,
elaborando la leche. Cuarto lunar,
espada y otros emblemas. Cilindro-
sello de serpentín, de 4 cm. de alto.
Ambos sellos, antes en los Museos del
Estado, Berlín.—Según Moortgat,
Rollsiegel, lám 33, núm. 243, y lám. 32,
núm. 234.
49
Cilindro del período Ur-III. Arriba:
Gilgamésh y Enkidu luchando con
bisonte y búfalo Arni; dos caracteres
de escritura. Descubierto en 1952 en
Mari.—Según Parrot, Mari, fig. 129.
Abajo: la denominada escena de
introducción. El orante, dirigido por el
dios protector (falda de rollos), se
presenta con la mano derecha
levantada como intercesor ante el
divinizado rey Ibbisin, sentado en el
trono, que mantiene un objeto en alto
con la mano derecha. Encima, el
frecuente emblema del cuarto lunar con
el disco estrellado; entre el dios
protector y el orante, el escorpión.
Inscripción: «Ibbisin, el rey poderoso,
rey de Ur — Ursakkud... Tu siervo».
Cilindro-sello de esteatita negra, de
2,5 cm. de alto. Pierpont Morgan
Library.—Según Porada, Corpus of
Ancient Near Easterr Seáis, Pl. 45,
núm. 292.
50
Efigie sentada de Gudea de Lagash,
consagrada a la diosa Gatumdug, con
incripción a todo su alrededor y plano
del templo en el regazo. Diorita azul.
86 cm. de alta. Louvre. Foto del museo.
51
Gudea con turbante, la estatua
mejor conservada del tan representado
príncipe. Cejas en forma de espina de
pescado. Diorita. 10 cm. de altura.
University Museum, Fila-delfia.—Foto
del museo.
52
Fragmento de una pila cultual de
Gudea —que servía para las
abluciones rituales—, procedente del
santuario de Ningirsu Eninnu. El
relieve presenta una serie cerrada de
diosas con simple corona de cuernos y
túnica de pliegues verticales, imitando
chorros de agua, que llevan vasijas con
el agua de la vida y que debían
simbolizar la fertilidad de la tierra. La
pila medía (según el intento de
reconstrucción de E. Unger) unos 118
por 5 7 cm. y 66 de altura. El hueco en
forma de artesa no llegaba más que
hasta media altura. Calcita. Los
fragmentos están, en parte, en el
Museo de Antigüedades de Estambul, y
en parte, en el Louvre.—Según Zervos,
L'Art de la Mésopotamie, lám. 215.
53
Diosa de largos bucles, procedente
de Ur, con corona de cuernos y vaso,
del que brotan dos chorros del agua de
k vida. También la túnica presenta
chorros de agua estilizados.
Descubierta en el barrio de viviendas
de Ur en 1931 y colocado allí,
seguramente, en una capilla de la
calle. ¿Es Nanshé, la diosa de las
fuentes y los pozos? Relieve de
terracota, 75 cm. de altura.—Según
foto facilitada por el excavador, Sir
Leonardo Woolley.
54
Arriba: figura fundacional de Ur-
Nammu de Ur (portador de espuerta),
en bronce, y con inscripción
fundacional (cara anterior): «A
Inanna, la señora de Eanna, su señora,
le ha construido su casa Ur-Nammu, el
gran héroe, rey de Ur, rey de Sumer y
Accad». Figura (27,3 cm.) y tabla (11,6
cm.) metidas en los rincones de la
construcción, dentro de la llamada
cápsula de fundación. Museo de Asia
Anterior, Berlín.—Según UVB 5, lámina
17.
Abajo:Ur-Nammu presentando
ofrendas a Nanna (derecha) y a su
esposa divina Ningal (izquierda), parte
de una estela de tres metros de alto con
reproducciones de los hechos del rey en
guerra y en la paz. Ur-Nammu, con
gorro y abrigo largo, vierte agua en un
jarro adornado con hoja de palmera y
dos racimos de dátiles, orando
seguramente por la fertilidad. Ambas
divinidades llevan corona de cuernos y
túnica plisada; Nanna, barbado igual
que el rey, está sentado en un taburete
sobre un doble estrado, y tiene en la
izquierda un hacha de pico, en la
derecha, los símbolos de soberanía,
anillo y báculo, y además la cuerda de
la plomada (posible insinuación a la
actividad constructora de Ur-Nammu).
Ningal, en la misma posición, alza la
mano izquierda en actitud de
bendición. Una figura femenina (diosa
protectora) se halla respectivamente
detrás del príncipe orante. Altura de la
banda, unos 32 cm. University
Museum, Filadelfia.—Foto del museo.
55
Cilindros del período Ur III.
Arriba: sello del médico Urlugaledinna
de Lagash (véase página 59 y sig.).
Louvre.—Foto del museo.
Abajo: escena de introducción. Rey-
dios sentado en el trono bajo el cuarto
lunar con vasija en la mano derecha;
ante él un orante con la cabeza
afeitada, dirigido por la diosa
protectora con un vestido muy plisado
en pliegues horizontales. Cilindro-sello
de piedra ferrosa, 2,9 cm. de altura.
Antes, en los Museos del Estado,
Berlín.—Según Moortgat, Rollsiegel,
lám. 34, núm. 256.
56
Arriba: Ziggurat del Eanna de
Uruk, santuario dedicado a Inanna,
estado actual, visto desde el Este.
Restos de la escalinata que conducía al
piso superior y en la que se pueden
reconocer todavía algunos
descansillos.—Foto de la Deutsche
Warka-Expedition, núm. W 5508.
Abajo: planta de una vieja casa
acadia en Asur, con vestíbulo y ocho
habitaciones agrupadas alrededor de
un patio interior de 7 X 14,6 metros de
altura; aproximadamente, el tipo
normal de casa en el Antiguo Oriente
(v. pág. 28, 48 y sig.).—Según Andrae,
Das wiedererstandene Assur, ilust. 40.
57

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IMAGEN NO ESTÁ DISPONIBLE

Ziggurat del santuario de Nanna en


Ur. Estado actual, vista desde el
Nordeste, y reconstrucción (v. pág, 48 y
sig.). Según Ur Exc. V, lám. 41 y 86.
58
Vaso cultual de Gudea con la
reproducción de dos anillos de
serpientes coronadas y dos serpientes
alrededor de un bastón, símbolo del
dios de la medicina Ningishzida;
documento más antiguo del «bastón de
Esculapio». Esteatita. Unos 25 cm. de
altura. Louvre.—Foto del museo.
59
Silabario sumerio del período Isin-
Larsa (copia posterior). Dos columnas
divididas en cuatro secciones cada
una: Sec. i, reproduce fonéticamente la
palabra sumeria; Sec. 2, el signo en
escritura cuneiforme, con el que se
representa ideográficamente; Sec 3, el
nombre del signo; Sec. 4, la traducción
acadia. Oriental Institute Museum,
Chicago.—Según Kramer, Sumerian
Mythology, lám. 5.
60
Vista aérea y planta del palacio de
Mari (v. pág. 83 y sig.). Las dos
superficies claras de la foto aérea son
patios. Las habitaciones privadas del
rey, dispuestas en torno al «Patio Azul»
(a la izquierda del plano de abajo),
llamado así por el color de sus
decoraciones.— Según Parrot, Mari,
lám. 81, y Syria 19, 1938, lám. 4.
61
Arriba: Sala de la Audiencia del
palacio de Mari; al fondo, el estrado
sobre el que se hallaba el trono. Vista
desde una tribuna elevada a la que se
llega por una ancha escalera. Altura de
la muralla, 5 metros; medidas, 25 por
11 metros, aproximadamente. En el
plano, la segunda habitación de la
derecha, junto al patio anterior central
(inferior).—Según Parrot, Mari, lám.
102.
Abajo: clase de la escuela del
palacio de Mari, con bancos de barro y
recipientes para el material de escribir.
Medidas, 13 por 8 metros,
aproximadamente. En el plano se
encuentra esta habitación a la
izquierda de la construcción central,
pegada al muro exterior, fácil de
distinguir por los bancos dibujados.—
Según Syria 17, 1936, lám. 3.
62
Cabeza de guerrero, procedente de
Mari, con casco y carrillera, parte de
una estatua de alabastro. Tipo de
semita occidental. 20 cm. de altura.—
Según Syria, 19, 1928, lámina 8.
63
Diosa de Mari, uno de los aspectos
de Istar, con corona simple de cuernos,
cabello trenzado, teñido de rojo,
cayendo sobre los hombros y collar de
perlas de siete vueltas. La figura tiene
en las manos una vasija de la que brota
agua. Altura total, 149 cm. Piedra
blanca.—Según Parrot, Mari, lám. 123.
64
Parte superior de la Estela del
Código de Hammurabi (v. pág. 82). El
relieve presenta a Hammurabi,
barbado, con gorro y abrigo largo,
alzando la mano en oración ante el
dios solar Shamash, garantizador de su
ley. Shamash lleva una alta corona de
cuernos, de los hombros le salen rayos
solares. Le da al rey los símbolos de la
monarquía, el anillo y el bastón.
Debajo, principio del texto legislativo
en escritura monumental. Basalto
negro, altura total: 2,25 metros.—Foto
del Louvre.
65
Cabeza de hombre barbado.
Diorita. Probablemente perteneciente a
una estatua del rey Hammurabi. La
delgada cara de anciano con la piel
arrugada y bolsas en los ojos lleva el
sello de la preocupación y la
resignación. Llevado como pieza de
botín a Susa y descubierto allí. 15 cm.
de altura. Louvre.—Foto del museo.
66
Estatuilla de orante procedente de
Larsa, consagrada para Hammurabi al
dios semita Martu, sobre un pedestal
con escena de adoración e incensario.
Bronce. 20 cm. de alto. Louvre.—Foto
del museo.
67
Estatuilla, en bronce, de un dios de
cuatro caras (un mensajero divino) con
gorra y espada curva (?), poniendo el
pie al andar en la cabeza de un
pequeño carnero tumbado. La túnica,
doblada en muchos pliegues como los
vestidos de los dioses, en las láminas
54, 5 5 y 64, cubre también el brazo
izquierdo doblado, y acentúa con su
impulso el fino estudio del movimiento.
La pequeña obra es, quizá, típica del
arte semita occidental de la época de
Hammurabi. 16,2 cm. de alto. Oriental
Institute Museum, Chicago.— Foto del
museo.
68
Mono en cuclillas, pequeña
escultura de la época de Hammurabi,
procedente de Ishtshali. Ojos
incrustados originariamente con
concha y asfalto, huecos de los
carrillos rellenos de lapislázuli. La
figura podía colocarse en una vara —
para llevarla en las procesiones, por
ejemplo—; refleja acertadamente la
posición típica del animal. Alabastro, 8
cm. de alto. Iraq. Museum, Bagdad.—
Foto del Oriental Institute, University
of Chicago.
69
Piedras kassitas de investidura
(kudurru) con texto sobre las
donaciones de tierras libres de
impuestos y los emblemas de los dioses
que garantizan la dotación y castigan
su infracción. A la izquierda, kudurru
de Nabucodonosor I (v. pág. 103), de
calcita blanca, 56 cm. de alta. A la
derecha, kudurru de Nazimaruttash (v.
pág. 95), de calcita, 5 o cm. de alto.
Entre los emblemas encontramos como
símbolos de la diosa de la medicina
Gula, la divinidad sentada con perro,
el escorpión de Ischara, el disco solar,
cuarto lunar y estrella de Istar, el
cuervo en la barra, el hombre-
escorpión disparando el arco, etc.—
Según Hall, Babylonian and Assyrian
Sculpture in the British Museum,
lámina 10, y de Morgan, Délégation en
Perse, t. I, lám. 14.
70
Cilindros kassitas. Arriba: escena
de adoración. Orante arrodillado —
junto a él, un perro sentado— ante un
dios de lungas barbas en su trono, con
gorra, copete y mano larga fina.
Encima, dos toros tocándose con los
cuernos, y planta de tallo triple. Como
emblemas, mosca, cruz, rosetón y ojo.
Inscripción sumeria: «Kidinmarduk,
hijo de Shailu-damqa, Grande de
Burraburiash, del rey de la totalidad. ¡
Que sea poderoso mientras viva!»
Cilindro-sello de ágata, de 4 cm. de
altura. Abajo: dos toros erectos frente a
un árbol estilizado; cuarto lunar y ojo;
debajo, esfinge y toro, atados también
en el árbol estilizado. Borde, arriba y
abajo, formando un dibujo de
triángulos. Cilindro-sello de mineral
de cobre, de 7,3 cm. de altura. Ambos
antes en los Museos del Estado, Berlín.
—Según fotos facilitadas por el
profesor doctor A. Pohl (Roma) y el
profesor doctor A. Moortgat (Berlín).
71
Relieve de ladrillos en un friso del
zócalo de la pared. Templo de Inanna
de Karaindash en Uruk (v. pág. 94).
Muestra alternativamente un dios
barbado y una diosa del río. 2, 10
metros de altura. Antes, parcialmente
reconstruido en los Museos del Estado,
Berlín.—Foto del Museo de Asia
Anterior, Berlín.
Arriba: Dos demonios protectores
alados y con cabeza de águila, en
manto de flecos, fecundan una palma
datilera exuberante y estilizada, con
flores masculinas, llevando en la mano
izquierda un acetre de asa. 109 cm. de
altura. Museo Británico.—Foto del
museo.
72
Carta-tablilla de barro de la
correspondencia de Amarna (hacia
1350 a. J. C.), escrita por el pequeño
príncipe de Jerusalén Abdichepa al
faraón egipcio (Knutzon, Die
Amarnatafeln, núm. 286), Arcilla clara,
15 por 9 cm. Museo de Asia Anterior,
Berlín.— Según Schmókel, Die ersten
Arier, lám. 1.
73

LAMENTABLEMENTE, ESTA
IMAGEN NO SE ENCUENTRA
DISPONIBLE

Prisma en arcilla, de ocho lados, de


Tiglatpileser I de Asur (hacia 1100 a. J.
C.), con el relato de sus campañas,
construcciones y medidas
administrativas, procedente de un
ángulo del nuevo templo de Anu-Adad,
construido por él en Asur. 50 cm. de
alto. Museo de Asia Anterior, Berlín.—
Según WVDOG 10, lám. 16.
74
Arriba: cilindro del período asirio
medio: sacerdote en la construcción de
una ziggurat de cinco plantas. Delante,
línea ondulada (río); a la izquierda, un
zorro del desierto husmeando un pez.
Cilindro sello, de ágata, de 7,4 cm. de
alto. Antes, en los Museos del Estado,
Berlín.—Según foto facilitada por el
Prof. Dr. A. Moortgat, Berlín. Abajo:
zócalo simbólico (base de piedra para
emblemas divinos) de Tukultininurta I
de Asur (hacia 1230 a. J. C.). La
reproducción en relieve presenta al rey,
barbado y con túnica de vueltas
provista de flecos, en pie y arrodillado
ante un correspondiente pedestal
simbólico, con remate. En la mano
izquierda tiene el cetro, mientras que el
brazo derecho está levantado y señala
con el índice el objeto de veneración,
para ahuyentar la irradiación de lo
divino, tan peligroso para los hombres
(v. lám. 88, 91 y 98). La inscripción
reza: «Zócalo de Nusku, el visir de
Ekur, portador del cetro del santuario,
ayudante de Asur y Enlil, que repite
diariamente ante Asur y Enlil la
oración de Tukultininurta, su rey
amado, así como la historia del
Universo en Ekur...» Yeso gris verdoso,
altura media: 51,5 cm. Museo de Asia
Anterior, Berlín.—Según WVDOG 54,
lám. 30.
75
Templo de Anu-Adad en Asur,
ensayos de reconstrucción. Arriba,
edificio completo de Tiglatpileser I
(hacia 1100 a. J. C.); abajo, el patio del
santuario en tiempos de Salmanasar III
(hacia 830 a. J. C.). Medidas de las
torres del templo en la base, unos 36
por 35 metros.—Según Andrae, Das
wiedererstandene Assur, ilust. 55, págs.
132 y 25, pág. 45.
76
Arriba: campesinos arando, con
dispositivos para la siembra, período
asirio medio (v. pág. 112 y sig.), según
la efigie de un cilindro. Reconstrucción
(maqueta).—Según Chiera, Sie
schrieben auf Ton, ilust. 24.
Abajo: efigie de cilindro: héroe
alado, esgrimiendo una espada con la
mano derecha, agarra con la izquierda
a un avestruz por las plumas de la cola.
Motivo típico de la época de
Tiglatpileser I. Cilindro-sello de
mármol gris, 3,1 cm. de alto. Pierpont
Morgan Library.—Según Porada,
Corpus of Ancient Near Eastern Seáis,
núm. 606.
77
Cilindros del período asirio medio:
gamo comiendo de las hojas de un
árbol de fronda. Texto: «Sello de
Assurremanni, hijo de Shumetirassur.»
Cilindro-sello de calcedonia gris, 2,8
cm. de alto.—Según Delaporte,
Catalogue des cylindres orientaux de la
Biblio-théque nationale, núm. 307.
Abajo: caballo alado disponiéndose
a defender a un potro contra el ataque
de un león. Composición en forma de
escudo, técnica de taladro esférico.
Cilindro-sello de ágata roja, 4,5 cm. de
alto. Museo Británico.—Según
Southesk, The Catalogue of the Collec-
tion of Antique Gems, t. II, lám. 8, Qc.
35.
78
Campana perteneciente al
instrumentario de un sacerdote
conjurador asirio; su tañido debía
ahuyentar a los malos espíritus. Su
finalidad era asegurada con la
reproducción en relieve en la pared
exterior de la campana de
conjuradores levantando
amenazadoramente la mano y, salvo
uno, escondidos en máscaras de león y
pez. Museo de Asia Anterior, Berlín.—
Foto del museo.
79
Joyas femeninas de una tumba
asiria media, descubierta intacta en
1908 en Asur, en la que se enterraron
sacerdotisas de Istar. Adornos de la
frente y colgantes de una cadena de
lapislázuli, ónice, malaquita, jaspe y
oro; testimonios de una orfebrería
altamente desarrollada. Altura de las
piezas, unos 3,5 cm. por término medio.
Antes, en los Museos del Estado,
Berlín.—Según WVDOG 65, lám. 34.
80
Cabeza de un demonio amigo de los
hombres, el demonio Lamassu, barbado
y con una tiara con cuerno, adornada
con flores en el borde superior (v. pág.
110). Museo de Asia Anterior, Berlín.—
Foto del museo.
81
Estatuilla del demonio Pazuzu, el
«Atrapador» (v. pág. 110). Bronce, 15
cm. de alta. Louvre.—Según Perrot-
Chipiez, Histoire de l'Art, vol. II, lám.
469.
82
Reproducción en relieve de dos
demonios protectores como guardianes
de la puerta del palacio de Sanherib en
Nínive. El primero, en forma humana y
con casco de tres cuernos y falda,
levanta en actitud protectora el brazo;
el segundo, con cabeza de león, garras
de águila y falda de tirante, tiene una
maza y esgrime, con las fauces
abiertas, un puñal.—Museo Británico.
—Foto del museo.
83
Estela de Tukultininurta II de Asur
(hacia 885 a. J. C), hallada en las
proximidades de Terqa (hoy Tell
Aschara, a orillas del Eufrates), en un
estilo que ya no es asirio y sí hitita-
arameo. A la izquierda, el dios del
tiempo Adad, con gorro cónico provisto
de cuernos y larga borla, túnica de
abertura a cuadros y cinturón ancho,
barbado y con tirabuzones. Con la
mano derecha levanta un hacha de un
solo filo para cortar con ella la cabeza
de una serpiente con cuernos —según
la inscripción, símbolo de la vencida
ciudad aramea de Laqe—, que tiene
sujeta del cuello. Sobre la cabeza de la
serpiente, el comienzo de la
inscripción. A la derecha, el padre del
rey, Adadnirari II, con la cabeza vuelta
hacia la serpiente vencida, en larga
túnica con cinturón ancho: está
representado con la cabeza
descubierta, barbado y caballo espeso
y ondulado, apoyándose con la mano
derecha en un bastón, mientras que en
la izquierda lleva tres espigas —
símbolo del bienestar pacífico ahora
asegurado—. Basalto, 90 cm. de altura.
Musée National Syrien d'Alep.—Según
foto facilitada amablemente por la
dirección del museo.
84
La nueva estela de Asurnasirpal II
(v. pág. 118), descubierta en 1951 en
Kalach-Nimrud. 1,26 metros de altura.
Iraq Museum, Bagdad.—Según foto
facilitada amablemente por el
excavador, Prof. M. E. L. Mallowan,
Universidad de Londres.
85
León androcéfalo alado con tiara
de tres cuernos, cinco patas (v. lám.
96), colocado en la puerta como
guardián. Modelo de los querubes de la
religión israelita de Jehová. Del
palacio de Asurnasirpal II en Kalach.
3,50 metros de altura. Museo
Británico. Según Hall, Babylonian and
Assyrian Sculpture, lám. 20.
86
Relieves de Asurnasirpal II. Abajo:
escena de sitio. A la derecha, el rey,
representado en tamaño superior y
protegido por un escudero, tensando el
arco para disparar. En la cintura lleva
una espada larga. Al fondo, la torre de
asedio. 91 cm. de alto. Museo
Británico. Según Hall, ibídem, lám. 15
b.
Arriba: Dos demonios protectores
alados y con cabeza de águila, en
manto de flecos, fecundan una palma
datilera exuberante y estilizada, con
flores masculinas, llevando en la mano
izquierda un acetre de asa. 109 cm. de
altura. Museo Británico.—Foto del
museo.
87
Relieves de Tiglatpileser III (hacia
730 a. J. C). Abajo: caballería
entrando en acción contra rebeldes
sirios. Los jinetes —con la musculatura
de las piernas acentuada— llevan la
barba y el pelo ondulados
reglamentariamente y van armados de
casco terminado en punta, coraza.,
lanza, y espada. Un buitre, emblema de
Ninurta, vuela tras ellos; en las garras
lleva entrañas humanas, cuyo extremo
retiene por el pico. Procedente de
Kalach. Medidas, 1,47 x 1,26 metros.
Museo Británico. — Según Hall,
ibídem, lám. 26. Arriba: Escena de la
conquista de una ciudad enemiga.
Muralla urbana, palma datilera con
fruto, anotación del botín por dos
escribas, conducción de los rebaños y
transporte de las mujeres y niños en
carros tirados por bueyes. Un metro
aproximadamente de altura. Museo
Británico. — Foto del museo.
88
Pintura de ladrillo esmaltado,
conservada en las ruinas de una
pequeña casa particular de los últimos
tiempos asirios, llevada allí
seguramente para ponerla a seguro.
Grande asirio orando ante Asur. El
dios, representado en estatura humana,
con barba y copete igual que el orante,
se halla sobre un estrado y lleva la
corona divina con cuernos y
aplicaciones de plumas, sosteniendo en
la mano izquierda los símbolos de la
soberanía, el anillo y el báculo,
mientras levanta la derecha
condescendiente; por encima de él
cuatro emblemas. El orante, con la
cabeza descubierta, alza la mano
derecha con la misma posición de los
dedos descrita en la lám. 74 y extiende
la izquierda en actitud de recibir. La
langosta que se halla sobre él indica
quizá el contenido de su ruego de
defensa contra una plaga de langosta.
Colores desvanecidos, preferentemente
azul, amarillo y blanco. 5 6 cm. de
altura. Museo de Asia Anterior, Berlín.
— Según Andrae, Farbige Keramik aus
Assur, lám. 10.
89
Vasijas neoasirias con pintura en
colores esmaltados, Asur, procedentes
quizá del templo de Anu-Adad. Unos 22
cm. de altura. Museo de Asia Anterior,
Berlín. — Según Andrae, Farbige
Keramik aus Assur, lám. 14.
90
El «Obelisco Negro» de
Salmanasar III de Asur (hacia 830 a. J.
C.), procedente de Kalach, con texto y
relieves de la campaña siria del rey (v.
pág. 119), dividido en cinco bandas
circulares con cuatro escenas cada
una. Aquí: tributos, entre los que
figuran camellos, un elefante enano y
dos monos — mal logrados por los
canteros—. Unos 2 metros de altura. La
terminación, arriba, imitando una torre
escalonada. Museo Británico. — Foto
del museo.
91
Estela de Samsi-Adad V de Asur
(hacia 820 a. J. C.), en calcita blanca.
El rey, con el peinado estereotipado de
la barba y el pelo, va vestido con una
tiara de cintas, camisa de medias
mangas y falda larga sujeta por dos
tirantes. Alrededor del cuello una
«Orden» colgada de una cinta: la
apotropeica «Cruz de Malta», puesta
de moda desde los tiempos kassitas. La
mano derecha — con la típica actitud
defensiva del dedo índice — se alza en
oración, y la izquierda sostiene el
cetro. Encima de él cinco emblemas: la
corona de tres cuernos de Anu, el sol
alado de Asur, el cuarto lunar de Sin en
el disco, el relámpago de Adud y la
estrella de ocho puntas de Istar, 2.18
metros de altura. Museo Británico.—
Foto del museo.
92
Escena de la campaña contra los
Fenicios de Salmanasar III en la
puerta de bronce de Balawat
(Imgurelli). Arriba: arqueros, jinetes,
combatientes en carro. Abajo, a la
izquierda, sitio de una fortificación, en
el centro matanza de prisioneros. A la
derecha guerreros saludando ante un
oficial montado en un carro de
combate. Unos 27 cm. de altura. Museo
Británico.—Foto del museo.
93
Sargón II de Asur (hacia 720 a. J.
C.), relieve de Turín. La impresionante
escultura, que recuerda la cabeza de
cobre de Accad, muestra al soberano
como verdadero tipo asirio con el gorro
real neoasirio terminado en un cono
truncado, semejante a un fez, del que
caen cintas a la espalda, con cuidadoso
peinado del pelo y la barba, y
pendientes. Calcita, 89 cm. Museo de
Turín. — Según foto facilitada
amablemente por el Prof. Dr. Weidner,
Graz.
94
Arriba: Asur vista desde la vega del
Tigris, con el santuario de Asur y (a la
derecha del cuadro) una de las torres
escalonadas del templo de Anu-Adad.
En primer plano la puerta cultual a la
orilla del Tigris, con barcas divinas en
el río (v. pág. 125 y sig.). Ensayo de
reconstrucción.—Según Andrae, Das
wiedererstandene Assur, ilust. 16.
Abajo: Uno de los bastiones de sillería
semielípticos: Sanherib a los pies de
las murallas de Asur, después de las
excavaciones. Estos amurallamientos
no ofrecían ningún punto de apoyo a
los arietes de posibles atacantes,
aseguraban las verdaderas torres
defensivas y ofrecían a los defensores
mejores posibilidades de lucha. —
Según Andrae, Das wiedererstandene
Assur, lám. 72.
95
Arriba: Fachada del templo de Sin
en Dursharrukin, ensayo de
reconstrucción. — Según Loud-Altman,
Khorsabad I, fig. 99, con autorización
del Oriental Institute, Chicago. Abajo:
Dursharrukin, reconstrucción (v. pág.
122 y sig.). El frente anterior de la
muralla urbana con sus 20 torres — sin
incluir la puerta — tenía una longitud
de 630 metros. Al fondo, el palacio
propiamente dicho, sobre una
plataforma artificial de 14 metros de
altura, con ziggurat. Extensión
máxima: 314 X 244 metros. A la
derecha, delante, edificio
administrativo, a la izquierda templos
de Sin, Ningal, Nebo y Shamash, así
como capillas para Adad, Ea y Ninurta.
— Según Loud-Altman, Khorsabad II,
pl. 1.
96
Toro alado androcéfalo con tiara de
dos cuernos y genio alado con los
atributos de Asur como guardián de la
puerta en el palacio de Sargón II, en
Dursharrukin. El coloso tiene 5 patas
para que se vea «bien» de frente y de
lado. 4,42 metros de alto. Museo
Británico. — Según Hall, Babylonian
and Assyrian Sculpture, lám. 28.
97
Dos criados del palacio de Sargón
en Dursharrukin, llevando una
preciosa silla de respaldo. Los lacayos
llevan copete, pero no barba,
pendientes, una túnica larga con ribete
y flecos y un vestido semilargo de
mangas cortas y pliegues verticales. El
sillón que llevan, con sus adornos
figurativos en el brazo y respaldo y la
abundante talla, es un hermoso
documento de la artesanía neoasiria.
Iraq Museum, Bagdad. Foto del
Oriental Institute, University of
Chicago.
98
El rey Asarhaddon vencedor de
Egipto y Fenicia, con pendientes y
brazaletes, túnica de media manga y
falda de volantes sujeta con tirantes,
manteniendo en la mano derecha un
vaso de libaciones y en la izquierda el
cetro y una cuerda, a la que están
atados por la nariz los reyes de Egipto
y Tiro, representados en tamaño menor,
arrodillados y pidiendo clemencia.
Sobre él emblemas y figuras divinas, de
pie sobre animales andando. 3,46
metros de alto. Museo de Asia Anterior,
Berlín. — Según Luschan, Aus-
grabungen in Sendjirli, I, lám. 1.
99

LAMENTABLEMENTE, ESTA
IMAGEN NO SE ENCUENTRA
DISPONIBLE

Cabeza de marfil del templo de


Nebo en Durshrrukin, probable
reproducción de la cabeza de una
esfinge. Aspecto egipcio; ¿importación
siria? Época de Sargón II. Oriental
Institute Museum Chicago.—Foto del
Oriental Institute.
100
Relieves neoasirios. Arriba: Judíos
de la ciudad de Lachish, al Sur de
Palestina, huyendo de las tropas de
Sanherib (Reyes II, 18). Mujeres con
abrigo de capucha, sus utensilios de
cocina en la mano y sus efectos metidos
en sacos, que llevan a la espalda,
seguidas de muchachas reproducidas
de idéntico modo. Niños pequeños
subidos a un carro tirado por dos
bueyes y conducido por un hombre. El
camino pasa por donde hay abundante
hierba. Longitud del detalle, 1 metro.
Museo Británico. — Según Hall,
Babylonian and Assyrian Sculpture,
lám. 35.
Abajo: Guerreros de Asurbanipal
luchando en el desierto contra árabes
montados en camellos. Lancero con
escudo y casco de penacho
(¿mercenario jónico?) y arquero con
gorro, aljaba y espada corta. Los
rasgos faciales, el pelo y la barba de
los árabes están caracterizados
excelentemente. El camello galopando
denota un admirable estudio del
movimiento. Detalle de un relieve en
tres bandas. Unos 50 cm. de altura.
Museo Británico.—Foto del museo.
101
Músicos prisioneros, escoltados
por un soldado asirio, en medio de un
paisaje de montañas y bosques.
Procedente del palacio de Sanherib en
Nínive. Museo Británico — Según
Gadd, The Stones of Assyria, lám. 20.
102
Relieves de caza de Asurbanipal.
Arriba: Acoso de asnos salvajes; una
escena de asombrosa animación.
Onagros huyendo o cayendo heridos,
flechas silbantes que alcanzan su
objetivo, mastines de caza saltando. En
primer plano una yegua que se vuelve
hacia su potro, casi alcanzado por uno
de los perros. Jenofonte describe 250
años después, en la Anábasis (I, 4, 2),
el onagro mesopotámico del modo
siguiente: «No había nin-nún árbol,
pero sí algunos animales, en su
mayoría asnos salvajes... A veces los
cazaban los jinetes. Cuando se los
perseguían, se alejaban un poco y se
paraban — pues corrían más que los
caballos —, y cuando éstos se
acercaban volvían a hacer lo mismo.
No se podían coger, salvo que los
jinetes se relevaran en la persecución.
Su carne era parecida a la del ciervo,
pero más tierna...» Medidas, 120 x 51
cm. Museo Británico.— Según Hall,
Babylonian and Assyrian Sculpture,
lám. 53. Abajo: El rey seguido de un
escudero que prepara las flechas de
repuesto, con capucha y túnica de
flecos bordada, montado en un corcel
lleno de adornos, cazando el león. Una
de las reproducciones de jinetes más
hermosas del arte asirio. Alabastro, 53
cm. de alto. Museo Británico.—Foto
del museo.
103
Leones de Asurbanipal. Arriba: El
león herido por las flechas se vuelve en
la caída hacia sus perseguidores.
Reproducción insuperada. Museo
Británico.—Foto del museo. Abajo:
León muerto, llevado por seis
cazadores de Asurbanipal. Altura de las
figuras, unos 35 cm. Museo Británico.
— Según Gadd, The Stones of Assyria,
lám. 45.
104
Dios asirio (Asur o Shamash) en la
actitud descrita en la lámina 88 y con
el mismo sombrero, abrigo doble, cetro
y espada (?), andando sobre un animal
fabuloso con alas, cuerpo de león y
cuerno. Del cuerpo salen cuatro
formaciones de rayos. Encima, a
derecha e izquierda, emblemas divinos:
sol alado de Asur, cuarto lunar de Sin,
los siete círculos de la divinidad
séptuple, la estrella de Istar. El relieve
pertenecía con toda seguridad a uno de
los principales santuarios. Unos 48 cm.
de altura. Museo de Asia Anterior,
Berlín. — Según Preusser, WVDOG 64,
lám. 15 a.
105
Asurbanipal como rey de Babilonia
y «esportillero», en túnica de sacerdote
con cin-turón de cuerda. Piedra
arenisca, 42 cm. de altura. Museo
Británico.—Foto del museo.
106
Asurbanipal en el carro solemne
bajo la sombrilla, símbolo del
soberano y de la protección
garantizada por él. Junto al rey,
representado en tamaño sobrenatural,
el auriga y detrás de el un escudero.
Dos criados con mosqueros siguen el
coche. En primer plano un guardia de
Corps y un funcionario. El relieve,
cuidadosamente trabajado, muestra la
talla del carro e insinúa el estudio del
peinado y de los vestidos. Detalle de un
ortostato de alabastro del palacio del
Nínive. 8o cm. de alto. Louvre.— Foto
del museo.
107
Soldados asirios con lanza, espada
y escudo redondo terminado en punta
vestidos con una túnica que llega hasta
las rodillas, o a mitad del muslo (en el
guerrero que va delante, único también
que lleva botas y medias). Museo
Británico. — Según Paterson, The
Palace of Sinacherib, lám. 99.
108
Cámara fúnebre amurallada del
período neoasirio (con prolongación),
de 3,25 X 2,10 metros y 2,05 de altura
con un nicho en cada una de las
paredes frontales (fondo derecho de
arriba). Paredes enlucidas de yeso y
pintadas con asfalto. Suelo con
empedrado irregular de ladrillos y
pavimento de asfalto. Restos de varios
entierros en la prolongación, en los dos
sarcófagos-pilas visibles a la izquierda
y la derecha de la foto y entre ellos en
el suelo. El ataúd de la derecha
contenía al menos los restos de una
mujer y dos hombres. Ofrendas de
vasos, botellitas de arcilla, perlas de
cristal y brazaletes. Algunos sellos de
Tukultininurta I se volvieron a utilizar
en la nueva disposición de la tumba. —
Según WVODG 65, lám. 26 c.
109
Relieve del suelo del palacio de
Asurbanipal, en Nínive; reproduce una
alfombra con tres dibujos y borde de
flecos. Medidas, 120 por 51 cm. Museo
Británico.—Según Hall, Babylonian
and Assyrian Sculpture, lám. 56.
110
Situación de las excavaciones y
plano en escritura cuneiforme de la
ciudad de Nippur. La situación de los
edificios y el curso de las murallas
concuerdan casi por completo.— Según
Chiera, Sie schrieben auf Ton, ilust. 61.
111
De una casa civil neoasiria (v. pág.
128). Arriba, casita de pozo en el patio,
y abajo, principal cuarto de estar con
nicho para el culto, incensario, sofá,
taburetes y esterillas. Reconstrucción
de W. Andrae.—Según Preusser,
WVDOG 64, lám. 18 c, y Andrae, das
wiedererstandene Assur, ilust. 6.
112
Cilindros del período neoasirio.
Abajo: león atacando una vaca recién
parida. Águila tirándose hacia su
presa, plantas, emblemas. Bordes de
arriba y abajo cortados. Figura y
movimientos de gran realismo.
Cilindro-sello de calcedonia, de 2,8
cm. de alto. Arriba: Caza de la cabra
montes. El cazador alcanza a la
carrera a una cabra montes que se
vuelve hacia el perro (?) que la asalta.
Estrella y cuarto lunar; debajo de la
cabra, un pez. Impresionante estudio de
movimiento. Cilindro-sello de
calcedonia, 2,4 cm. de altura. Antes, en
los Museos del Estado, Berlín.—Según
Moortgat, Rollsiegel, lám. 75, núm.
630, y lám. 87, núm. 747.
113
Cilindros del período caldeo.
Arriba: adorante ante dos altares con
cuarto lunar (¿en zócalo de piedra?) y
perro sentado. Cilindro-sello de
lapislázuli, 3,9 cm. de alto.
Abajo: héroe alado con espada
curva que defiende a una vaca muerta
contra un demonio-león. Inscripción:
«Propiedad de Nabunadinshumi, hijo
de Asur... ¡Que Nebo le dé vida!»
Cilindro-sello de carneóla, 3,8 cm. de
alto. Pierpont Morgan Li-brary.—
Según Porada, Corpus of Ancient Near
Eastern Seals, núms. 781 y 747.
114
Arriba: el santuario de Marduk de
Babilonia en tiempos de los reyes
caldeos, visto desde el Sudeste.
Reconstrucción (maqueta), véase pág.
139. Izquierda, «Templo de Aparición»,
Esangila con sus patios, a la derecha
de la torre escalonada Etemenanki con
la «Capilla de las Nupcias» en su
cúspide, el gran patio del templo
rodeado de murallas y el portal
«Puerta de Dios». Al fondo, el
Eufrates.
Abajo: calle de la procesión y
Puerta de Istar con adornos de relieves
en colores, serpientes, leones y toros.
Ambas maquetas en el Museo de Asia
Anterior, Berlín.—Según WVODG 59,
lám. 17 b, y según foto del museo.
115
Babilonia en tiempos de
Nabucodonosor II, vista desde el
Noroeste por encima de la Puerta de
Istar (v. pág. 134 y sig.). En primer
plano la calle de la procesión, a la
derecha, una parte del palacio real con
los «Jardines colgantes»; detrás, a lo
lejos, Etemenanki, y a su izquierda,
Esangila. Reconstrucción. — (Según
cuadro de Herbert Anger).—Atlantis,
1929, pág. 700.
116
Pintura mural de ladrillos
esmaltados en marrón-amarillento,
blanco, y azul claro sobre fondo azul
cobalto, de la sala del trono de
Nabucodonosor II, en Babilonia. El
león andando pertenece, junto con el
toro y la serpiente, a los motivos
estereotipados del arte caldeo, que no
utilizó evidentemente los relieves de
Asur como ornamento mural. Antes, en
los Muscos del Estado, Berlín.—Según
WVDOG 54, lám. 38.
117
León de basalto de Nabucodonosor
II, alzándose sobre enemigos vencidos.
En su primitivo lugar del ángulo
noroeste del palacio real de Babilonia
(sin terminar). Uno de los raros
testimonios de escultura neobabilónica
en el estilo hitita tardío-arameo.—
Foto Staatliche Museen, Berlín.
118
La colina de ruinas de Warka, vista
desde el Norte. Foto de la Deutsche
Warka-Expedition, núm. W 5300.
TABLA
CRONOLÓGICA

Contiene los nombres de los


príncipes más importantes.

Las fechas se refieren a la llamada


«Cronología corta» (Albright-
Cornelius); en el II milenio pueden
adelantarse posiblemente unos cincuenta
años

Período de Uruk: aprox. 3000-


2800 a. J. C.
Período Djemdet Nasr: 2800-2700
Periodo Mesilim: 2600
¿Lugalannemundu de Adab?

Periodo Ur I: 2500-2360
Lagash
Ur Ur-Nanshé
Mesannepadda Eannadú
Aannepadda Entemena
Lugallanda Urukagina
Lugal-Zaggisi de Ur, hacia 2360

Período acadio: 2350-2150


Sargón
Rimush
Manistusu
Naram-Sin
Sharkalisharri

Época Gudea: hacia 2150-2070


Utuchengal de Uruk . 2070

Período Ur III: 2065-1955


Ur-Nammu
Gudea de Lagash
Shulgí
Bursin
Shusin
Isbierra de Isin
Ibbisin

Período Isin-Larsa: 1955-1700


Lipitistar de Isin: 1875-1865
Sargón I de Asur: 1780
Rimsin de Larsa: 1757-1735
Samsi-Adad de Asur: 1748-1716

Dinastía de Hammurabi: 1830-


1530
(VI rey) Hammurabi: 1728-1686
Samsuiluna:1685-1648
Abieshuch: 1647-1620
Ammiditana: 1619-1583
Ammisaduqa: 1582-1562
Samsuditana: 1561-1530

Periodo kassita: 1530-1160


Agum II: 1530
Ulamburish: 1450
Karaindash: 1420
Kurigalzu I: 1380
Burnaburiash: 1350
Kurigalzu II: 1336-1314
Nazimaruttash: 1313-1288
Melishipak: 1283-1269

Imperio asiria medio: 1380-1078


Assuruballit I: 1356-1320
Adadnarari I: 1297-1266
Salmanasar I: 1265-1235
Tukultininurta I: 1255-1198
Nabucodonosor I de Babilonia:
1128-?
Tiglatpileser I: 1116-1078

Imperio asiria nuevo: 909-612


Adadnirari II: 909-889
Tkultininurta II: 888-884
Asurnasirpal II: 883-859
Salmanasar III: 858-824
Samsi-Adad V: 823-810
Adadnirari III: 809-782
Tiglatpileser III: 745-727
Salmanasar V: 726-722
Sargón II: 721-705
Sanherib: 704-681
Asarhaddon: 680-669
Asurbanipal: 668-626 (?)
Asuretililani: 625-621
Sinsharishkun: 620-612

Imperio caldeo: 625-539


Nabupolasar: 625-605
Nabucodonosor II: 604-562
Amelmarduk: 561-560
Nergalsharusur: 559-556
Nabonido: 555-559

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