El Concepto de Fascismo - Santley G. Payne
El Concepto de Fascismo - Santley G. Payne
El Concepto de Fascismo - Santley G. Payne
El concepto de fascismo
Stanley G. Payne
Paul E. Gottfried
Fascism. The Career of a Concept
DeKalb, Northern Illinois University Press, 2016. 256 pp. $45.00
David D. Roberts
Fascist Interactions. Proposals for a New Approach to Fascism and its Era, 1919-1945
Nueva York y Oxford, Berghahn, 2016 330 pp. $120.00
Medio siglo largo después del final de la era fascista en 1945, el fascismo sigue estando
presente como término, si bien no como un concepto coherente. Jamás en la historia un
fenómeno político completamente erradicado ha permanecido tan vivo en la
imaginación de sus potenciales adversarios. Durante más de setenta años, periodistas y
comentaristas políticos han buscado asiduamente un resurgimiento de alguna forma de
neofascismo, y posteriormente los historiadores profesionales empezaron a unírseles
en esta empresa perpetuamente decepcionante. La agitación más reciente en este
sentido se produjo durante la campaña presidencial estadounidense de 2016, cuando
los periodistas acosaron a los especialistas académicos, incluido este reseñista, con una
pregunta que no dejaba de repetirse: «¿Es Donald Trump un fascista?» Los resultados
de esta búsqueda constante de un nuevo fascismo han sido sistemáticamente negativos.
Cuando se identifica un nuevo fenómeno político de una cierta importancia, resulta no
ser genuinamente fascista. Si la novedosa entidad guarda algún tipo de genuino
parecido con el fascismo histórico, resulta ser −en parte por ese motivo− nimio e
insignificante.
El fascismo fue difícil de comprender desde sus orígenes en 1919. Ello no se debió a su
radicalismo y su violencia, ya que por aquel entonces Europa estaba plagada de nuevos
fenómenos políticos radicales y violentos, encabezados por el incipiente régimen
soviético. El fascismo, sin embargo, se asemejaba al comunismo en su violencia y su
autoritarismo, pero resultaba, por el contrario, único en su compleja combinación de
características, que no eran claramente ni de izquierdas ni de derechas. Fue el único
tipo de movimiento político genuinamente nuevo que surgió de los escombros de la
Primera Guerra Mundial y no contaba con ningún predecesor claro. Confundió a los
observadores, pero adquirió muy pronto una prominencia histórica mundial y
desencadenó el conflicto individual más destructivo que había conocido la historia. Aun
después de que concluyera del todo, el fascismo siguió resultando difícil de aprehender
como fenómeno y como concepto. A partir de 1945, y durante dos décadas, el estudio
del fascismo se limitó a historias nacionales y trabajos monográficos sobre movimientos
concretos.
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Rosa Borrás, Barcelona, Península, 1967), de Ernst Nolte, el primer estudio
comparado, y el breve Varieties of Fascism, de Eugen Weber, aparecidos ambos
originalmente en 1964. Los dos se mostraron de acuerdo en que existía algo parecido a
un «fascismo genérico» (del que Nolte proporcionó una breve definición filosófica),
pero también que se trataba de un fenómeno político extremadamente pluriforme, con
manifestaciones muy diferentes en diversos países. Nolte, concretamente, concluía que
había definido toda una era, la «era del fascismo», que concluyó en 1945, que había
dependido de fuerzas históricas peculiares de ese período y que no era probable que el
fascismo histórico reapareciese en el futuro. Más que constituir una forma o concepto
recurrente, como el socialismo, por ejemplo, era característico exclusivamente de una
época política determinada.
El debate sobre el fascismo prosiguió hasta los años noventa y luego pareció decaer
brevemente hasta que aparecieron otras obras importantes poco después del cambio
de siglo. Se ocupaban de movimientos y regímenes fascistas concretos, pero también
de problemas relacionados con el concepto «genérico». Durante todo este proceso
cambiaron el entendimiento y la interpretación del fascismo y hubo un acuerdo cada
vez mayor sobre la idea de que el fascismo, o sus movimientos constitutivos, tenía
realmente una ideología específica, que ocupaba su propio espacio político autónomo
(no meramente como el «agente» de alguna otra fuerza), que no era necesariamente
«antimoderno» y que constituía un movimiento revolucionario interclasista. En una
nueva antología que publicó en 1998 (International Fascism. Theories, Causes and the
New Consensus), Roger Griffin, uno de los mejores estudiosos jóvenes de cuantos
surgieron en el curso de esta discusión, pudo presentar confiadamente un «nuevo
consenso», aunque no todo el mundo se mostró de acuerdo. En el nuevo siglo, el debate
se vio renovado por otros estudiosos, con libros tan notables como Fascists (2004), de
Michael Mann, el mejor libro de sociología política en este ámbito, el
extraordinariamente original Fascism and Modernism (2007), del propio Griffin, y la
antología fundamental Comparative Fascist Studies. New Perspectives (2010), de
Constantin Iordachi, con un importante trabajo adicional firmado por el editor. Con la
ayuda de Matthew Feldman, Griffin publicó también, en cinco volúmenes, Fascism
(2004), una voluminosa colección de textos, estudios e interpretaciones fundamentales
para la comprensión del fenómeno.
A finales del siglo XX, los «estudios fascistas» se habían consolidado como un campo
propio de la historia europea y comparada. Para entonces, casi todas las principales
figuras de las tres primeras décadas del debate original bien habían muerto, se habían
jubilado o se habían trasladado a territorios de investigación más novedosos. En el
siglo actual ha surgido otra generación de estudiosos y, después de transcurridos
algunos años, empezaron a buscar su propio nicho, no ofreciendo nuevas obras
importantes que cuestionaran las ideas ya establecidas en este campo y que fueran
equivalentes a las de sus predecesores, sino buscando ángulos concretos de
interpretación novedosos y apelando a «nuevas aproximaciones» a su objeto de estudio.
Defendían que el análisis y la interpretación del fascismo habían pasado a ser
demasiado rígidos y esencialistas, demasiado estrechos y centrados en grandes
movimientos concretos e historias nacionales muy definidas, y reclamaron una mayor
atención a las «interacciones». Estas incluían también en ocasiones los característicos
nuevos énfasis finiseculares en el «giro lingüístico», el análisis de género, los nuevos
modos de estética, etc. Otra demanda importante fue reclamar una mayor atención a
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los «fascismos menores», aunque prácticamente el único crítico nuevo que realizó una
contribución original y decisiva al estudio de uno de estos últimos fue Constantin
Iordachi en su Charisma, Politics and Violence. The Legion of the Archangel Michael in
Interwar Romania (2004). No negaron necesariamente la validez de un concepto de
«fascismo genérico», pero sí que criticaron interpretaciones anteriores no como falsas,
sino como, en diversos sentidos, inadecuadas, aunque sin ofrecer ninguna alternativa
muy convincente o significativa en términos de nuevos estudios comparados
sistemáticos y completos. Estas reivindicaciones fueron particularmente útiles para
justificar nuevas conferencias académicas y para reforzar carreras profesionales.
Los dos libros aquí reseñados de Paul Gottfried y David Roberts constituyen un
refrescante contraste, ya que nos ofrecen los mejores estudios interpretativos sobre el
fascismo que han aparecido hasta el momento en esta segunda década del siglo,
aunque constituyen dos tipos de trabajos muy diferentes. A Gottfried no le preocupa el
campo de los estudios fascistas, sino que acomete un análisis nuevo desde el punto de
vista de la más amplia historia intelectual como una investigación sobre el carácter
político y el concepto de fascismo, cómo se ha entendido y explicado ese concepto, y en
qué términos puede aplicarse con utilidad. El libro de Roberts, por su parte, representa
un intento de expandir el análisis del fascismo comparado en las nuevas direcciones
ensayadas o, más a menudo, simplemente demandadas, por parte de algunos de los
estudiosos que se han ocupado más recientemente de este ámbito. Su formación y su
enfoque son muy diferentes, ya que Roberts ha dedicado una carrera jalonada de éxitos
a la «fascistología», que abarca ambos siglos y que se ha traducido en contribuciones
decisivas al estudio, fundamentalmente, del fascismo italiano y el totalitarismo,
mientras que Gottfried es un distinguido especialista en la moderna historia cultural e
intelectual de Europa Occidental y Estados Unidos.
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La última parte ofrece «Algunas recomendaciones provisionales». Roberts vuelve a
advertir aquí de los peligros de una aproximación teleológica y de interpretar la
historia exclusivamente con el beneficio de una perspectiva a posteriori que no
consigue tener en cuenta la apertura y las alternativas que parecían disponibles en
tiempos de un rápido flujo. También critica a los nuevos estudiosos por llevar a cabo
una reificación continuada y excesiva en algunos casos y por no reconocer plenamente
«la vacuidad, la ilusión y los castillos en el aire» que caracterizan la empresa fascista.
Roberts ofrece a continuación sugerencias para proseguir el análisis del fascismo en
los casos de Italia y de los principales «fascismos menores». Observa que los conceptos
de «hibridación» y «fascistización» para los países en que los principales movimientos
fascistas no consiguieron ser dominantes puede dar lugar simplemente a nuevas
rigideces y potenciales reificaciones sin explicar necesariamente nada. Todo estudio
serio del fascismo genérico, por su propia definición, requiere y acude al análisis
comparado. Cuando los nuevos críticos reclaman mayor atención a los movimientos
menores, deben cuidarse de establecer nuevas categorías de abstracción en lugar de
avanzar en las investigaciones o llevar a cabo análisis más agudos.
Medio capítulo entero se dedica al tema del totalitarismo, sobre el que Roberts ha
escrito uno de los análisis más lúcidos: The Totalitarian Experiment in
Twentieth-Century Europe. Understanding the Poverty of Great Politics (2006).
Subraya que sigue tratándose de una herramienta interpretativa crucial, aunque no en
cuanto reificación del totalitarismo como una «cosa» o una realidad plenamente
completada en cualquier régimen. Roberts defiende más bien que debería concebirse
«como una aspiración novedosa, una dirección para la práctica y una dinámica
característica», aunque nunca como una realidad plenamente consumada. Así, «una
noción apropiadamente reformulada del totalitarismo nos proporciona nuestro mejor
medio para diferenciar entre los nuevos fenómenos en la Derecha», más claro incluso a
este respecto que el concepto o la realidad parcial de revolución.
Paul Gottfried se acerca al fascismo desde la perspectiva crítica de alguien con una
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profunda formación en aspectos fundamentales del pensamiento político moderno. Le
preocupa, en primer lugar, el problema perpetuamente escurridizo de la definición del
término y, a renglón seguido, el concepto o el entendimiento del fascismo por parte de
los seguidores de los movimientos fascistas. El uso y abuso del concepto de fascismo
constituye el centro neurálgico de este estudio, especialmente el modo en que ha sido
comprendido y empleado por los autoproclamados antifascistas. Gottfried defiende que,
en el discurso político contemporáneo y en la referencia histórica popular, la mayor
parte del fascismo histórico ha desaparecido de vista, de modo que cuando se
menciona el fascismo, el término hace referencia casi siempre al nazismo, que sigue
siendo el «otro» más popular en el discurso y el entretenimiento del siglo xx. Los
yihadistas islámicos trabajan con diligencia para conseguir un estatus idéntico, pero no
han alcanzado en su conjunto ese nivel de eminencia, en parte debido al estudiado
intento de los políticamente correctos, de Barack Obama para abajo, de negarles una
posición oficial y equivalente.
En el sentido más amplio, por supuesto, «fascista» es simplemente el término del que
más se abusa popularmente y su uso indica únicamente que, sea lo que sea a lo que
haga referencia, «desagrada» al que lo pronuncia, como dice Gottfried. De ahí que
periodistas y comentaristas hayan recurrido de inmediato a aplicar la palabra que
empieza por «f» a Donald Trump, aunque a veces han admitido que realmente no
sabían qué era lo que podría significar. Al nivel más común del discurso izquierdista,
«fascismo» suele implicar meramente «no lograr estar en consonancia con los cambios
introducidos mucho después de la Segunda Guerra Mundial». La trivialización es
absurda, pero habitual.
El nazismo tuvo una importancia histórica decisiva para Europa y el mundo, mientras
que el fascismo en general tuvo una relevancia muy secundaria, hasta el punto de que,
ausente el nazismo, apenas podría haberse dado una «era fascista». Gottfried prefiere
utilizar el término para referirse a la mayoría de los restantes movimientos (que
raramente fueron regímenes), aunque sin insistir en ninguna definición rígida, y
coincide con otros estudiosos para los que el fascismo fue estrictamente un fenómeno
asociado a una época concreta, confinado esencialmente a la Europa de entreguerras,
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tras lo cual las condiciones se vieron alteradas de una forma tan drástica como para
imposibilitar el desarrollo de cualquier movimiento posterior con las mismas
características, especialmente en Europa. Esto no significa negar la existencia
ocasional de grupos y cultos diminutos, que han existido y seguirán existiendo en
distintos lugares.
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europeas, y el crecimiento del antifascismo fue, en general, mayor. A la izquierda
produjo un pronunciado cambio en la táctica comunista, hacia el Frente Popular, así
como una imitación creciente de la línea de la Comintern, subsumiendo una amplia
variedad de fuerzas políticas en el fascismo. En España, a partir de los meses finales de
1933, la izquierda tildó a todo, desde el centro-derecha y más allá, de sencillamente
«fascista». En 1935, tanto la política soviética como la de la Comintern se habían
envuelto en la bandera del antifascismo, fundamental para la línea comunista a partir
de ese momento, exceptuado el bienio de 1939 a 1941. Durante esos breves años,
Stalin fue un aliado de Hitler y, de acuerdo con la teoría de la propaganda, eximió al
nacionalsocialismo de la categoría de fascismo. Desde 1941, y hasta el final mismo del
régimen soviético, el antifascismo, casi tanto como el marxismo-leninismo, fue el
sustento propagandístico del sovietismo. Fue siempre útil para ganar apoyos para el
sovietismo entre los moderados antifascistas que, de otro modo, no habrían prestado
nunca probablemente su ayuda. Además, el antifascismo en su sentido amplio fue la
base de la más poderosa alianza militar internacional de la historia mundial, de 1941 a
1945, aunque el antifascismo, ya sea como una fuerza genuina o como un argumento
propagandístico, ha recibido mucha menos atención en la historiografía de la que ha
suscitado el fascismo. Esto resulta aún más sorprendente dada la prominencia del
antifascismo en la doctrina y la propaganda políticas desde 1945.
Dentro de esta crítica revestía una importancia fundamental el peligro del «fascismo»,
junto con la tipología que inventaron mediante la creación de una arbitraria «escala F»
para medir algo que bautizaron como «La Personalidad Autoritaria» (TAP, por sus
siglas en inglés), que pretendía valorar hasta qué punto cualquier persona podría
mostrarse literalmente propensa al «fascismo». Estas peligrosas proclividades, según
los teóricos francfortianos, acechaban casi en todas partes. Sólo podían superarse
acabando con el capitalismo avanzado, siempre y cuando eso pudiera conseguirse al
mismo tiempo que la completa liberación sexual, ya que su teoría mantenía que el
fascismo no se basaba simplemente en el capitalismo, sino en la represión sexual.
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Como cuasifreudianos o pseudofreudianos, ignoraron por regla general el
mandamiento freudiano básico de que «la represión y redirección de deseos primarios
eran necesarias para la civilización humana». El hecho de que la crítica TAP se
dirigiera especialmente no a sociedades fascistas o posfascistas, sino «a una sociedad
estadounidense que se pensaba que estaba adoleciendo de un déficit de democracia»
fue algo característico de los teóricos francfortianos. Inmediatamente después de
lograr la total destrucción del fascismo europeo, sostuvieron que la sociedad y la
cultura estadounidenses fueron las generadoras de su propio «fascismo». Estas teorías
han sido ampliamente expresadas y elaboradas en el discurso y las políticas de la
izquierda por todo el mundo occidental durante el último medio siglo, dirigidas no
simplemente contra la sociedad y la cultura de Estados Unidos, sino también contra las
de Europa Occidental.
El antifascismo radical no prendió en ningún lugar con tanta fuerza como en Alemania,
que fue brevemente el escenario del fascismo más radical. La «hermenéutica de la
sospecha» creada por las teorías críticas del antifascismo deslegitimaron la invocación
al patriotismo alemán y dominaron por completo la vida cultural y política en la
República Federal Alemana, mientras que en la República Democrática Alemana el
antifascismo pasó a disfrutar de una posición incluso más predominante. Tras quedar
públicamente desacreditado el estalinismo en 1956, el antifascismo tendió cada vez
más a ocupar el lugar del marxismo-leninismo en la legitimación de la ideología y la
práctica del régimen.
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Stanley G. Payne es historiador y catedrático emérito en la Universidad de
Wisconsin-Madison. Sus últimos libros publicados son ¿Por qué la República perdió la
guerra? (trad. de José Calles, Madrid, Espasa, 2011), Civil War in Europe, 1905-1949
(Nueva York, Cambridge University Press, 2011); La Europa revolucionaria. Las
guerras civiles que marcaron el siglo XX (trad. de Jesús Cuéllar, Madrid, Temas de Hoy,
2011), Franco. Una biografía personal y política (con Jesús Palacios; Madrid, Espasa
Calpe, 2014), El camino al 18 de julio (Barcelona, Espasa, 2016) y Alcalá-Zamora. El
fracaso de la República conservadora (Madrid, Gota a gota, 2016).
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