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LA RAZÓN HISTÓRICA
Revista hispanoamericana de Historia de las Ideas
ISSN 1989-2659
Número 54, Año 2022, páginas 188-192
www.revistalarazonhistorica.com

Un libro ejemplar: Quién es fascista


(Chi è fascista), de Emilio Gentile
Juan Pablo Serra

Traducción: Carlo A. Caranci


Alianza, Madrid, 2021, 222 págs.
ISBN: 978-84-9181-590-7

En su manual de introducción a las ideologías políticas —un texto muy


frecuentado por universitarios angloamericanos desde su aparición en 1992—,
Andrew Heywood delineó con precisión las dos líneas de análisis sobre el futuro de
la ideología que conocemos como fascismo. Para muchos autores,
fundamentalmente historiadores, el fascismo “fue el producto de una combinación
de circunstancias única y dramáticamente combustible que surgieron durante el
período de entreguerras”. Y, como estas circunstancias no pueden replicarse, “el
fascismo es una ideología sin futuro; en efecto, murió en 1945, con la derrota de las
potencias del Eje”. Otros, en cambio, entienden que el fascismo es una amenaza
constante enraizada en la psicología humana. La civilización moderna, diría Erich
Fromm, trae consigo mayores cotas de libertad individual pero también inseguridad
y aislamiento. En épocas de crisis, muchos individuos están dispuestos a sacrificar
su libertad “y a buscar seguridad en la sumisión a un líder todopoderoso o a un
estado totalitario”. El fascismo —concluyen, entonces, no pocos intelectuales,
artistas y filósofos— “podría revivir cada vez que surjan situaciones de crisis,
incertidumbre y desorden, y no sólo cuando coincidan un conjunto específico de
circunstancias” (Political Ideologies. An Introduction, Red Globe Press, Londres, 7ª
ed., 2021, 166-167).
Sin duda, esta segunda línea de análisis es la que resulta más conocida para
el público fuera de la academia. No en vano, permea gran parte de los relatos de
ficción basados en la historia del siglo XX, es un tropo de uso frecuente en el discurso
de los políticos europeos de izquierda y fue, junto con el antisemitismo, uno de los
tabúes que guió la reeducación democrática que Estados Unidos impuso a la

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población alemana en el período inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial


—como Paul Gottfried expuso muy brillantemente en La extraña muerte del
marxismo (Ciudadela, Madrid, 2007, 144-161). Sin embargo, a setenta y cinco años
de la última conflagración mundial, el uso del término fascista arrastra todos los
problemas que genera la inflación semántica de los conceptos políticos —como nos
sucede hoy con la palabra populista. De ahí lo oportuno del título de este librito del
historiador Emilio Gentile (1946), que se propone aclarar quién es fascista
acudiendo al método comparativo en Historia para establecer si hoy en día “existe
realmente una vuelta del fascismo que amenaza a la democracia” (p. 25). Después
de Renzo de Felice, que fue su maestro, Gentile pasa por ser uno de los historiadores
cuya obra ha suscitado las discusiones más ricas sobre el fascismo. Merece la pena,
por tanto, conocer de primera mano su punto de vista sobre un asunto que, con o sin
justificación, desborda la historiografía para dar de lleno en un análisis sociopolítico
del momento presente.
Yendo al grano, la respuesta de Gentile es que no, no hay una vuelta del
fascismo. Pero el autor va más allá: tampoco la ha habido después de 1945. Desde
entonces, en efecto,
se ha definido como ‘fascistas’ al régimen de Perón, en Argentina, la república
presidencial de Charles de Gaulle en Francia, los regímenes de partido único
del Tercer Mundo, la dictadura de los coroneles en Grecia, la presidencia de
Nixon, los regímenes militares de América Latina, pero también las
democracias burguesas y los regímenes comunistas mismos. Además, en
años más recientes, se ha hablado de ‘fascismo rojo’ a propósito de la
izquierda extraparlamentaria y de los grupos terroristas comunistas, y de
involución ‘fascista’ del régimen comunista chino con ocasión de la matanza
de la Plaza de Tiananmen en Pekín (3-4 de junio de 1989). Recientemente se
han acuñado nuevas categorías de fascismo, como la de ‘fascismo del Próximo
Oriente’ para definir a los regímenes de Sadam Husein en Irak y de Ásad en
Siria. Y, para llegar a nuestros días, la lista de los fascistas de hoy, que se alarga
continuamente en las crónicas diarias, enumera entre sus exponentes más
citados a la francesa Marine Le Pen, al húngaro Viktor Orbán, al turco Erdoğan,
al italiano Matteo Salvini, al estadounidense Donald Trump y al brasileño Jair
Bolsonaro (pp. 66-67).

Ahora bien, ¿qué tanto tienen en común personajes, grupos y regímenes


políticos tan disímiles, distantes en el tiempo y en el espacio geográfico y cultural?
Al etiquetarles a todos como fascistas no sólo se desdibujan sus rasgos específicos:
se impide, también, “un conocimiento realista y racional de la realidad en que
vivimos” (p. 27) y hasta puede favorecer “la fascinación por el fascismo de los
jóvenes que poco o nada saben del fascismo histórico pero se dejan sugestionar por
su visión mítica” (p. 12). Para convencer al lector del valor de su punto de vista,
Gentile resume en formato de autoentrevista y en tono divulgativo las muchas

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conclusiones alcanzadas a lo largo de más de cuarenta años de estudio del fenómeno


fascista, que en castellano se pueden leer en obras como Fascismo. Historia e
interpretación (2004), El culto del littorio (2011), El fascismo y la marcha sobre Roma
(2015) o Mussolini contra Lenin (2019).
Por no alargar innecesariamente una reseña que pretendo sea introductoria,
destacaré las tres mejores tesis del libro. La primera y más importante es la que
aboga por una consideración histórica y cultural del fascismo. En segundo lugar,
considero muy lograda la ponderación del papel de Mussolini dentro de este
fenómeno. Por último, cabe señalar el esfuerzo de Gentile por diferenciar la crisis de
la democracia a la que asistimos hoy —de la cual el auge populista sería un
epifenómeno— y la experiencia histórica del fascismo.
En cuanto a lo primero, el autor es fulminante en su refutación de la tesis del
fascismo eterno, popularizada por Umberto Eco en una conferencia de 1995. Para
ello, Gentile acude primeramente a razonamientos lógicos: si el fascismo es algo que
siempre vuelve, “habrá que reconocer entonces que el antifascismo no ha derrotado
realmente al fascismo en 1945” (pp. 15-16). Peor aún, “si existe un fascismo que
vuelve perpetuamente, esto quiere decir que el antifascismo está destinado a una
continua derrota” (p. 22). Obviamente, ningún personaje público que hace sonar la
alerta antifascista pretende con ello decir que la Historia se está repitiendo tal cual.
La idea es, más bien, que el fenómeno vuelve bajo otras formas. Ahora bien, para
Gentile, si queremos entender el impacto de un movimiento político novedoso como
fue el fascismo, son precisamente sus formas originales las que conviene no soslayar.
Como, por ejemplo, que fue un fenómeno de entreguerras, erigido en torno a un
partido milicia, militante y militarizante para la expansión imperial, una religión
política y un régimen totalitario que sirvió de “modelo de otros partidos y regímenes
surgidos en el mismo período en Europa, para acabar luego arrollado y destruido
por la derrota militar en 1945” (p. 29).
Si eliminamos los rasgos históricos del fascismo, lo desfascistizamos y nos
queda un vocablo vacío. “Sería como si, por ejemplo, del comunismo soviético
eliminásemos el bolchevismo, del bolchevismo eliminásemos el partido como
vanguardia de revolucionarios de profesión, o como si del nacionalsocialismo
eliminásemos el antisemitismo y el racismo” (p. 33). Al final del libro, se incluye un
epílogo imprescindible (pp. 206-211) con un mapa conceptual que resume en diez
puntos los aspectos organizativos, culturales e institucionales del fascismo. En todo
caso, para Gentile, lo que hace único al fascismo histórico es que fue un fenómeno
político nuevo, antidemocrático y antiliberal, el primer movimiento nacionalista y
revolucionario organizado por un partido milicia a partir de una ideología basada en
el pensamiento mítico “que afirmaba la primacía absoluta de la nación con intención
de transformarla en una comunidad orgánica étnicamente homogénea, organizada
jerárquicamente en un Estado totalitario” (p. 153). Contrariamente a Hannah Arendt
y también a John Gray, Gentile sostiene que el fascismo sí fue un régimen totalitario
en la medida que buscó una politización integral de la existencia a través de una

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revolución permanente “para regenerar al ser humano y crear un hombre nuevo” (p.
156). Este dato es clave, pues nunca se insistirá lo suficiente en el desprecio de los
líderes fascistas por el pueblo italiano y la obsesión de Mussolini por corregir los
vicios que atribuía a los italianos. Es, además, un apunte definitivo para establecer
la diferencia con el presente, en que abundan los actores políticos que apelan a un
pueblo virtuoso abandonado por una élite corrupta. La distancia con el fascismo
histórico es, en este punto, definitiva:
¿puedes imaginar a cualquier dirigente populista de nuestro tiempo
declarando públicamente que considera al pueblo un cuerpo viciado y
corrupto, que debe ser curado a través de una férrea disciplina, para ser
regenerado y adecuado al modelo humano imaginado por el dirigente
populista, ya sea Berlusconi o Renzi, Salvini o Di Maio, Orbán o Trump? (p.
164)

Hay una segunda idea en este libro que anima a examinar con más detalle la
Historia de Italia así como la biografía de Mussolini. “Desde el punto de vista
organizativo, cultural e institucional, el fascismo era la resultante de muchos
componentes, que en Mussolini tenían, por así decir, su síntesis, pero sin agotarse en
su persona” (p. 40), afirma Gentile. Y así, en efecto, al examinar los años posteriores
al Risorgimento o unificación de Italia, el historiador saca a la luz un abigarrado
conjunto de circunstancias: la violencia de los escuadristas (excombatientes de la
Gran Guerra frustrados por las promesas incumplidas de los gobiernos de Italia); la
constitución de los Fascios de Combate en Partido Nacional Fascista en 1921; la
retirada al Aventino o abandono del Parlamento de liberales, populares católicos y
socialistas reformistas en 1924 como protesta por el asesinato del socialista
Matteoti… Sin embargo, lo que llama la atención es que lo que empezó siendo, por
influencia de Mussolini, un movimiento antiparlamentario de excombatientes que
se reivindicaban como los auténticos representantes de la nación, terminara
transformándose en el partido único, de masas, antidemocrático y racista que ha
pasado a la historia comandado por el mismo hombre que, en 1919, insistía en
dirigir un movimiento democrático, reformista, aristocratizante, libertario y anti-
partido. Gentile no lo expresa de esa forma, pero resulta plausible que el
pragmatismo y la falta de prejuicios que Mussolini atribuía al fascismo en una obrita
de 1920 le llevara a mutar del tipo individualista y anarquista al Duce estatalista y
totalitario aprovechando el crecimiento del escuadrismo como movimiento de
masas y la formación de bandas armadas (pp. 148-150). Por eso, “en los
acontecimientos del fascismo de 1920 hasta la conquista del poder, Mussolini no fue
un Duce que precede, sino más bien un Duce que sigue y se adecúa a la voluntad de
los jefes fascistas del escuadrismo… Sólo después de 1926, ya suprimidos todos los
demás partidos, Mussolini consiguió imponerse definitivamente como Duce
supremo en la cúspide del partido y del régimen fascista” (pp. 151-152).

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Una última idea provechosa del libro se refiere a la actual crisis de la


democracia en el mundo, un asunto que ocupó a Gentile en La mentira del pueblo
soberano en la democracia (2018), igualmente escrita en forma de autoentrevista.
Muchos comentaristas creyeron ver parecidos entre el ascenso del gobierno 5
Estrellas – Liga Norte al poder en 2018 y la llegada de Mussolini en 1922, lo que
activó por enésima vez la alarma por la reencarnación del fascismo. Pero Gentile cree
que sobre las democracias actuales se ciernen peligros muchos más serios, que
podrían resumirse en la transformación de este régimen
en una democracia recitativa, en la que al pueblo soberano se lo llama
periódicamente para que ejerza el derecho al voto, como una comparsa que
entra en escena solo en el momento de las elecciones para volver luego de
nuevo tras los bastidores, mientras que en el escenario dominan castas,
oligarquías y camarillas generadoras de desigualdades y corrupción.
Es lo que sucede cuando el método democrático, es decir, la elección de los
gobernantes por parte de los gobernados, se disocia del ideal democrático, es
decir, de la creación de una sociedad de ciudadanos libres e iguales en la que
cada uno pueda desarrollar su propia personalidad, sin discriminaciones de
ningún tipo y respetando a los demás (p. 198).

Esta idea aparece hacia el final de Quién es fascista y es más un esbozo que un
razonamiento sostenido con argumentos de calado. Sin embargo, en su armazón
remite a algunas regularidades de lo político que el lector interesado reconocerá con
facilidad: la ley de hierro de la oligarquía descrita por Dalmacio Negro, la anaciclosis
enunciada en la Historia de Roma de Polibio... Y también, claro, a cierto idealismo
vinculado a la tradición del liberalismo social o progresista, que no por poco
elaborado resulta menos sugerente.

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