Cantalamessa RCC Corriente de Gracia para Toda La Iglesia

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La Renovación Carismática Católica:

una corriente de gracia para toda la Iglesia


P. Raniero Cantalamessa

Parto de la convicción compartida por todos nosotros, y a menudo repetida


por el papa Francisco, de que la Renovación Carismática Católica (RCC) es «una
corriente de gracia para toda la Iglesia». Si la RCC es una corriente de gracia
para toda la Iglesia, tenemos el deber de explicarnos a nosotros mismos y a la
Iglesia en qué consiste esta corriente de gracia y por qué está destinada y es
necesaria para toda la Iglesia. Explicar, en de�nitiva, qué somos y qué
ofrecemos —mejor, qué ofrece Dios— a la Iglesia con esta corriente de gracia.

De hecho, hasta ahora no hemos sido capaces —ni podíamos serlo— de decir


con claridad qué es la Renovación Carismática. En efecto, es   necesario
experimentar una forma de vida antes de poderla de�nir. Así ha sucedido
siempre en el pasado, con ocasión de la aparición de nuevas formas de
vida   cristiana. Pobres de esos movimientos y órdenes religiosas que nacen
con mucho de regla y de constituciones establecidas minuciosamente de
partida, que hay que poner luego en práctica como un protocolo a seguir. Es la
vida la que, progresando, adquiere una �sonomía y se da una regla, como el
río, al avanzar, se excava su propio lecho. 

Debemos reconocer que hasta ahora hemos dado a la Iglesia ideas y


representaciones de la Renovación Carismática diferentes y a veces
contradictorias. Bastaría hacer una pequeña encuesta entre las personas que
viven fuera de ella, para darnos cuenta de la confusión que reina en torno a la
identidad de la Renovación Carismática. 

Para algunos, es un movimiento de «entusiastas», no distinto de los


movimientos «entusiastas e iluminados» del pasado, el pueblo del Aleluya, de
las manos alzadas, que rezan y cantan en   un lenguaje incomprensible, un
fenómeno, en de�nitiva, emocional y super�cial. Puedo decirlo con
conocimiento de causa porque también yo, durante mucho tiempo, estaba
entre los que pensaban así. Para otros será identi�cado con personas que
realizan oraciones de curación y realizan exorcismos; para otros incluso   se
trata de una «in�ltración» protestante y pentecostal en la Iglesia católica. En el
mejor de los casos la Renovación Carismática es vista como una realidad en la
que se puede con�ar para muchas cosas en la parroquia, pero por la que es
mejor   no dejarse implicar. Como ha dicho alguien, gustan los frutos de la
Renovación, pero no el árbol.

Después de 50 años de vida y de experiencia y con ocasión de la inauguración


del nuevo organismo de servicio que es CHARIS, quizás ha llegado el momento
de intentar hacer una relectura de esta realidad y dar una de�nición, aunque
no sea de�nitiva, pues su camino no está del todo concluido.

Yo creo que la esencia de esta corriente de gracia está providencialmente


encerrada en su nombre «Renovación Carismática», con la condición de
comprender el verdadero signi�cado de estas dos palabras. Es lo que me
propongo hacer, dedicando la primera parte de mi intervención al sustantivo
«Renovación» y la segunda parte al adjetivo «carismática».

PRIMERA PARTE: «RENOVACIÓN»

Es necesario anteponer una premisa de carácter general para entender la


relación que existe entre el sustantivo «renovación» y el adjetivo
«carismática», y qué representa cada uno de ellos.

En la Biblia surgen claramente dos modos de obrar del Espíritu de Dios. Existe,
ante todo, la forma que podemos llamar carismática. Consiste en el hecho de
que el Espíritu de Dios viene sobre algunas personas, en circunstancias
especiales, y les otorga dones y capacidades   por encima de la capacidad
humana para desempeñar la tarea que Dios espera de ellas.[1] La
característica de este modo de obrar del Espíritu de Dios es que se da a una
persona, pero no para la persona misma, para hacerla más agradable ante
Dios, sino para el bien de la comunidad, para el servicio. Algunos de los que en
el Antiguo Testamento reciben estos dones terminarán llevando una vida en
absoluto conforme con el querer de Dios.

Sólo en un segundo momento,   prácticamente   tras el exilio, se empieza a


hablar de un modo distinto de actuar del Espíritu de Dios, un modo que
posteriormente se llamará la acción santi�cadora del Espíritu (2 Tes 2,13). Por
primera vez en el salmo 51 el Espíritu se de�ne como «santo»: «No me quites
tu Santo Espíritu». El testimonio más claro es la profecía de Ezequiel 36,26-27:

Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, os quitaré


el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en
vosotros y haré que os conduzcáis según mis leyes y haré que observéis y
pongáis en práctica mis mandatos.

La novedad de este modo de actuar del Espíritu es que será sobre una
persona y permanece en ella y la transforma desde el interior, dándole un
corazón nuevo  y una capacidad nueva de observar la ley. A continuación, la
teología llamará al primer modo de actuar del Espíritu «gratia gratis data», don
gratuito, y al segundo «gratia gratum faciens»,   gracia   que hace agradables a
Dios.

Pasando del Antiguo al Nuevo Testamento, este doble modo de actuar del
Espíritu se hace incluso más claro. Basta leer   primero el capítulo 12 de la
Primera Carta a los Corintios donde se habla de todo tipo carismas, y luego
pasar al capítulo siguiente, el 13, donde se habla de un don único, igual y
necesario para todos que es la caridad. Esta   caridad es   «el amor de Dios
derramado en los corazones mediante el Espíritu Santo» (Rom 5,5), el amor
—así lo de�ne santo Tomás de Aquino— «con el que Dios nos ama a nosotros
y con el que nos hace capaces de amarle a él y a los hermanos»[2].

La relación entre la obra santi�cadora del Espíritu y su acción carismática es


vista por Pablo como la relación que existe entre el ser y el actuar y como la
relación que existe entre la unidad y la diversidad   en la Iglesia. La acción
santi�cadora se re�ere al ser del cristiano, los carismas se re�eren al actuar, al
servicio; la primera fundamenta la unidad de   la Iglesia, la segunda,
la   variedad   de sus funciones. Sobre esto basta leer Efesios 4,4-13. Allí el
Apóstol expone primero lo que fundamenta el ser del cristiano y la unidad de
todos los creyentes: un solo cuerpo, un solo Espíritu, un solo Señor, una sola
fe, para pasar a hablar de la «gracia dada a cada uno según la medida del don
de Cristo»: apóstoles, evangelistas, maestros…
Es cierto que el carisma no se dado por causa, o de cara a la santidad de una
persona, pero también es cierto que no se mantiene sano e incluso se
corrompe y termina por provocar daños, si no reposa sobre el terreno de una
santidad personal. Recordar la prioridad de la obra santi�cadora del Espíritu
sobre la carismática es la contribución especí�ca que la RCC puede llevar al
movimiento evangélico y pentecostal, los cuales —es útil recordarlo— tuvieron
también ellos entre sus matrices el llamado «movimiento de santidad»
(Holiness Movement).

El Apóstol no se limita a poner de relieve los dos modos de obrar del


Espíritu,   sino que a�rma también la prioridad absoluta de la acción
santi�cadora sobre la acción carismática. El obrar depende del ser (agere
sequitur esse), no   al revés. Pablo pasa revista a la mayoría de los carismas
—hablar todas las lenguas, poseer el don de profecía, conocer todos los
misterios, distribuir todo a los pobres— y concluye que,   sin la caridad,   no
servirían de nada a quien los ejercita, aunque puedan bene�ciar a quien los
recibe.

Todo lo que he dicho de la acción renovadora y santi�cadora del Espíritu se


encierra en el sustantivo «Renovación». ¿Por qué justamente ese término? La
idea de novedad acompaña desde el principio hasta el �nal la revelación de la
acción santi�cadora del Espíritu. Ya en Ezequiel se habla de un «Espíritu
nuevo». Juan habla de un «nacer de nuevo por el agua y del Espíritu» (Jn 3,5).
Pero es sobre todo san Pablo quien ve en la «novedad» lo que caracteriza
a toda la «nueva alianza» (2 Cor 3,6). Él de�ne al creyente como un «hombre
nuevo» (Ef 2,15; 4, 24)   y al bautismo como «un baño de renovación en el
Espíritu Santo» (Tit 3,5).

Lo que hay que poner en claro enseguida es que esta vida nueva es la vida
traída por Cristo. Es   él   quien al resucitar de la muerte nos ha dado la
posibilidad gracias a nuestro bautismo, de «caminar en una vida nueva» (Rom
6,4). Por tanto, es don, antes que deber, y un «hecho», antes que un «tener
que hacer». En este momento se necesita una revolución copernicana en la
mentalidad común del creyente católico (¡no en la doctrina o�cial de la Iglesia!)
y esta es una de las contribuciones más importantes que la Renovación
Carismática puede aportar —y ya ha traído en parte— a la vida de la Iglesia.
Durante siglos se ha insistido mucho sobre la moral, el deber, sobre qué hacer
para ganar la vida eterna, hasta invertir la relación y poner el deber antes que
el don, haciendo de   la gracia   el efecto, en lugar de la causa, de nuestras
buenas obras.

La Renovación Carismática, concretamente el bautismo en el Espíritu, ha


obrado dentro de mí aquella revolución copernicana de la que hablaba y por
eso estoy íntimamente convencido de que puede realizarla en toda la Iglesia. Y
es la revolución de la que depende la posibilidad de evangelizar nuevamente
el mundo post-cristiano. La fe brota en presencia del kerygma, no en presencia
de la didaché, es decir, no en presencia de la teología, de la apologética, de la
moral. Estas cosas son necesarias para «formar» la fe y llevarla a la perfección
de la caridad, pero no soy capaz de generarla. El cristianismo, a diferencia de
cualquier otra religión, no comienza diciendo a los hombres lo que deben
hacer para salvarse; empieza diciendo lo que Dios ha hecho, en Cristo Jesús,
para salvarlos. Es la religión de la gracia.

No hay peligro de que de este modo se caiga en el «quietismo», olvidando el


compromiso por la adquisición de las virtudes. La Escritura y la experiencia no
dejan   escapatoria  sobre este punto: el signo más cierto de la presencia del
Espíritu de Cristo no son los carismas, sino los «frutos del Espíritu». La RC
debe, más bien, cuidarse de otro peligro: lo que san Pablo reprocha a los
Gálatas: «terminar con la carne después de haber comenzado con el Espíritu»
(cf. Gál 3,3), es decir, volver a un viejo legalismo y moralismo que sería
exactamente la antítesis de lo que se entiende por «Renovación».   Existe
también, es cierto, el peligro opuesto de hacer de la libertad «un pretexto para
vivir según la carne» (Gál 5, 13), pero ello es más fácilmente reconocible.

En qué consiste la vida nueva en el Espíritu

Pero ahora ha llegado el momento de bajar más a lo concreto y ver en qué


consiste y cómo se mani�esta la vida nueva en el Espíritu y en qué consiste la
verdadera «Renovación». Nos apoyamos en san Pablo y más concretamente
en su Carta a los Romanos, porque es allí donde, casi programáticamente, se
exponen sus elementos constitutivos.

Una vida vivida en la ley del Espíritu


La vida nueva es, ante todo, una vida vivida «en la ley del Espíritu».

No hay ninguna condena para los que están en Cristo Jesús, porque la ley del
Espíritu, que da vida en Cristo Jesús, te liberó de la ley del pecado y de la
muerte (Rom 8, 1-2).

No se entiende qué signi�ca la expresión «ley del Espíritu» si no es a partir del


acontecimiento de Pentecostés. En el Antiguo Testamento existieron dos
interpretaciones fundamentales de la �esta de Pentecostés. Al comienzo,
Pentecostés era la �esta de la cosecha (cf. Núm 28,26ss), cuando se ofrecía a
Dios la primicia del trigo (cf. Ex 23,16; Dt 16,9). Pero posteriormente, y
ciertamente en el tiempo de Jesús, la �esta se había enriquecido con un nuevo
signi�cado. Era la �esta que recordaba la entrega de la ley sobre el monte
Sinaí y la alianza establecida entre Dios y su pueblo; la �esta, en de�nitiva, que
conmemoraba los acontecimientos descritos en Ex 19-20. «Este día de la �esta
de las semanas —dice un texto de la actual liturgia judía de Pentecostés
(Shavuot)— es el tiempo del don de nuestra Torá».

Parece que san Lucas ha descrito deliberadamente la venida del Espíritu Santo
con los rasgos que marcaron la teofanía del Sinaí; usa, efectivamente,
imágenes que recuerdan las del terremoto y del fuego. La liturgia de la Iglesia
con�rma esta interpretación, desde el momento que inserta Ex 19 entre las
lecturas de la vigilia de Pentecostés.

¿Qué viene a decirnos, de nuestro Pentecostés, esta aproximación? ¿Qué


signi�ca, en otras palabras, el hecho de que el Espíritu Santo desciende sobre
la Iglesia precisamente en el día en que Israel recordaba el don de la ley y de
la alianza? Ya san Agustín se planteaba esta pregunta y daba la siguiente
respuesta. Cincuenta días después de la inmolación del cordero en Egipto, en
el monte Sinaí, el dedo de Dios escribió la ley de Dios sobre tablas de piedra, y
he aquí que cincuenta días después de la inmolación del verdadero Cordero
de Dios que es Cristo, de nuevo el dedo de Dios, el Espíritu Santo, escribe la
ley; pero esta vez no en tablas de piedra, sino sobre las tablas de carne de los
corazones[3].

Esta interpretación se basa sobre la a�rmación de Pablo, que de�ne a la


comunidad de la Nueva Alianza como una «carta de Cristo, compuesta no con
tinta, sino con el Espíritu del Dios viviente, no en tablas de piedra, sino en las
tablas de carne de los corazones» (cf. 2 Cor 3,3).

De golpe, se iluminan las profecías de Jeremías y de Ezequiel sobre la Nueva


Alianza: «Esta será la alianza que yo pactaré con la casa de Israel, después de
aquellos días, dice el Señor: Pondré mi Ley en su alma, la escribiré en su
corazón» (Jer 31,33). No ya sobre tablas de piedra, sino sobre corazones; no ya
una ley exterior, sino una ley interior.

¿Cómo actúa, en concreto, esta nueva ley que es el Espíritu y en qué sentido
se puede llamar «ley»? ¡Actúa mediante el amor! La ley nueva es lo que Jesús
llama el «mandamiento nuevo» (Jn 13,34). El Espíritu Santo ha escrito la nueva
ley en nuestros corazones, infundiendo en ellos el amor: «El amor de Dios ha
sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se
nos ha dado» (Rom 5,5). Este amor, nos ha explicado santo Tomás, es el amor
con el que Dios nos ama y con el que, al mismo tiempo, hace que
nosotros podamos volverlo a amar y amar al prójimo. Es una capacidad nueva
de amar.

Hay dos maneras según las cuales el hombre puede ser inducido a hacer, o a
no hacer, cierta cosa: o por coacción o por atracción; la ley exterior lo induce
del primer modo, por coacción, con la amenaza del castigo; el amor lo induce
del segundo modo, por atracción. De hecho, cada uno es atraído por lo que
ama, sin que sufra ninguna coacción desde el exterior. La vida cristiana debe
ser vivida por atracción, no por coacción, por amor, no por temor.

Una vida de hijos de Dios 

En segundo lugar, la vida nueva en el Espíritu es una vida de hijos de Dios.


Escribe también el Apóstol:

«Todos aquellos que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de
15
Dios.  Y vosotros no habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el
miedo, sino que habéis recibido el Espíritu que hace hijos adoptivos, por
16
medio del cual exclamamos: “¡Abbá! ¡Padre!” El Espíritu mismo, junto a
nuestro espíritu, testi�ca que somos hijos de Dios» (Rom 8,14-16).

Esta es una idea central del mensaje de Jesús y de todo el Nuevo Testamento.
Gracias al bautismo que nos ha injertado en Cristo, hemos sido hechos hijos
en el Hijo. ¿Qué   puede llevar de nuevo a la Renovación Carismática a este
campo? Una cosa importantísima, a saber, el descubrimiento y la toma de
conciencia existencial de la paternidad de Dios que ha hecho que más de uno
rompa a llorar en el momento del bautismo en Espíritu. De derecho nosotros
somos hijos por el bautismo, pero de hecho lo llegamos a ser gracias a una
acción del Espíritu Santo que continúa en la vida.

Nace el sentimiento �lial. Dios, de   amo se convierte en padre. Este es el


momento radiante en el que se exclama, por primera vez, con   todo el
movimiento del corazón:   ¡Abbá, Padre mío!   Es uno de los efectos más
frecuentes del bautismo en el Espíritu. Recuerdo a una señora anciana de
Milán que, recibido el bautismo en el Espíritu, daba vueltas diciendo a todos
los que encontraba de su grupo: «¡Me siento una niña, me siento una niña! ¡He
descubierto que tengo a Dios como papá!». Experimentar la paternidad de
Dios signi�ca hacer la experiencia de su amor in�nito y de su misericordia.

Una vida en el señorío de Cristo

Finalmente, la vida nueva es una vida en el señorío de Cristo.   Escribe el


Apóstol:

Si con tu boca proclamas: «¡Jesús es el Señor!», y con tu corazón crees que


Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvo» (Rom 10,9).

Y de nuevo poco después en la misma Carta:


7
Ninguno de nosotros, en efecto, vive para sí mismo y ninguno muere para sí
8
mismo, porque si vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para
9
el Señor. En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y
resucitó Cristo: para ser el Señor de vivos y muertos (Rom 14,7-9).

Este especial conocimiento de Jesús es obra del Espíritu Santo: «Nadie puede
decir: “¡Jesús es el Señor!”, si no es bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor
12,3). El   don más   evidente   que yo recibí con ocasión de mi   bautismo en el
Espíritu fue el descubrimiento del señorío de Cristo. Hasta entonces yo era un
estudioso de cristología, dictaba cursos y escribía libros sobre las doctrinas
cristológicas antiguas; el Espíritu Santo me   convirtió   desde la cristología a
Cristo. Qué emoción al escuchar en julio de 1977, en el estadio de Kansas City,
a 40 mil creyentes de diversas denominaciones cristianas cantar: «He’s Lord, He
is Lord. He’s risen from the dead and is Lord. Every shall bow every tongue confess
that Jesus Christ is Lord».   Para mí, todavía observador externo de la
Renovación, aquel canto tenía resonancias cósmicas, cuestionaba lo que está
en los cielos, en la tierra y en los abismos. ¿Por qué no repetir, en una ocasión
como esta, aquella experiencia y proclamar juntos, en el canto, el señorío
de Cristo…? Cantémoslo en inglés los que lo sepan…

¿Qué hay de especial, en la proclamación de Jesús como Señor, que la hace


tan distinta y determinante? Que con ella no se hace sólo una profesión de fe,
sino que se toma una decisión personal. Quien la pronuncia, decide el sentido
de su vida. Es como si dijera: «Tú eres mi Señor; yo me someto a ti, yo te
reconozco libremente como mi salvador, mi cabeza, mi maestro, aquel que
tiene todos los derechos sobre mí. Te cedo con alegría las riendas de mi vida».

Este redescubrimiento luminoso de Jesús como Señor es quizás la gracia más


hermosa que, en nuestros tiempos, Dios ha otorgado a su Iglesia a través de la
RC. Al comienzo la proclamación de Jesús como Señor (Kyrios) fue, para la
evangelización, lo que es la reja para el arado: esa especie de espada que
primero surca el terreno y permite que el arado trace el surco. En este punto
intervino lamentablemente   un cambio en el tránsito del ambiente judío al
helénico. En el mundo judío el título Adonai, Señor, por sí solo, bastaba para
proclamar la divinidad de Cristo. Y de hecho, con él, el día de Pentecostés,
Pedro proclama al mundo a Jesucristo: «Sepa con certeza toda la casa de Israel
que Dios ha constituido Señor y Mesías   a aquel Jesús que vosotros habéis
cruci�cado» (Hch 2, 36).

En la predicación a los paganos ese título ya no era su�ciente. Muchos, a partir


del emperador romano, se hacían llamar señores. Lo observa con tristeza el
Apóstol: «Hay muchos dioses y muchos señores, pero para nosotros solo hay
un Señor, Jesucristo» (cf. 1 Cor 8,5-6). Ya en el siglo III el título de Señor no se
comprende en su signi�cado kerigmático; es considerado el título propio de
quien todavía está en el estadio del «siervo» y del miedo, inferior, por tanto, al
título   de Maestro, que es propio del «discípulo« y del amigo[4]. Se sigue
ciertamente hablando de Jesús «Señor», pero se ha convertido en un
título   como los demás, incluso más a menudo uno de los elementos del
nombre completo de Cristo: «Nuestro Señor Jesucristo». Pero una cosa es decir
«nuestro   Señor Jesucristo» y otra decir: «¡Jesucristo es nuestro Señor!»   (con
exclamación).

¿Dónde está, en todo esto, el salto cualitativo que el Espíritu Santo nos hace
hacer en el conocimiento de Cristo? ¡Está en el hecho de que la proclamación
de Jesús Señor es la puerta que introduce en el conocimiento de Cristo
resucitado y vivo! No ya un Cristo personaje, sino persona; no ya un conjunto
de tesis, de dogmas (y de las correspondientes herejías), no ya solo objeto de
culto y de memoria, sino realidad viviente en el Espíritu. Entre este Jesús vivo y
el de los libros y las discusiones doctas sobre él, corre la misma diferencia que
entre el cielo verdadero y un cielo dibujado en una hoja de papel. Si queremos
que la nueva evangelización no quede en un piadoso deseo, debemos poner
la «reja» delante del arado, el kerygma delante de la parénesis.

La común experiencia del señorío de Cristo es también lo que más empuja a la


unidad de los cristianos, como vemos que ocurre también aquí entre
nosotros. Una de las tareas prioritarias de CHARIS, según las indicaciones del
Santo Padre, es precisamente la de promover con todos los medios esta
unidad entre todos los creyentes en Cristo, el respeto recíproco de la propia
identidad.

Una corriente de gracia para toda la Iglesia

Creo que a estas alturas está claro por qué decimos que la Renovación
Carismática es una corriente de gracia para toda la Iglesia. Todo   lo   que la
Palabra de Dios nos ha revelado sobre la vida nueva   en Cristo   —una
vida vivida según la ley del Espíritu, una vida como hijos de Dios y una vida en
el señorío de Cristo—, todo esto no es más que la sustancia de la vida y de la
santidad cristianas. Es la vida bautismal actuada en plenitud, es decir, no sólo
pensada y creída, sino vivida y propuesta, y no a algunas almas privilegiadas
solamente, sino para todo el pueblo santo de Dios. Para muchos millones de
creyentes el bautismo en el Espíritu ha sido la puerta que les ha introducidos a
estos resplandores de la vida cristiana.

Una de las máximas que le gustan al papa Francisco es que «la realidad es
superior a la idea»[5], y que lo vivido es superior a lo pensado. Creo que la
Renovación Carismática puede ser (y en parte ha sido) de gran ayuda para
hacer pasar las grandes verdades de la fe desde lo pensado a lo vivido, para
hacer pasar el Espíritu Santo de los libros de teología de la experiencia de los
creyentes.

San Juan XXIII concibió el Concilio Vaticano como la ocasión para un «nuevo
Pentecostés» para la Iglesia. El Señor ha respondido a esta oración del Papa
más allá de toda expectativa. Pero, ¿qué signi�ca «un nuevo Pentecostés»? No
puede consistir sólo en una nueva �oración de carismas, de ministerios, de
señales y prodigios, en una bocanada de aire fresco en el rostro de la Iglesia.
Estas cosas son el re�ejo y el signo de algo más profundo. Un nuevo
Pentecostés, para ser verdaderamente tal, debe suceder en la
profundidad  que el Apóstol nos ha revelado; debe renovar el corazón de la
Esposa, no sólo su vestido.

Sin embargo, para ser la   corriente de gracia   que hemos descrito,   la


Renovación Carismática necesita renovarse ella misma y a esto quiere
contribuir la creación de CHARIS. «No pienses —escribió Orígenes en el siglo
III— que basta ser renovados una sola vez; hay que renovar la misma
novedad: “Ipsa novitas innovanda est”»[6]. No hay que asombrarse de ello. Es lo
que sucede en cada   proyecto   de Dios en el momento en que se   pone en
manos del hombre.

Inmediatamente después de mi adhesión a la Renovación, un día, en oración,


me impactaron algunos pensamientos. Me parecía intuir lo que el Señor
estaba haciendo de nuevo en la Iglesia; cogí un folio y una pluma y escribí
algunos pensamientos sobre los que yo mismo me asombraba, poco en ellos
era fruto de mi re�exión. Se encuentran impresos en mi libro   La sobria
embriaguez del Espíritu[7], pero me permito compartirlos de nuevo con
vosotros porque me parece que es el punto desde el que debemos volver a
empezar.

El Padre quiere glori�car a su Hijo Jesucristo sobre la tierra de modo nuevo,


con una nueva invención. El Espíritu Santo es encargado de esta glori�cación,
porque está escrito: «Él me glori�cará y tomará de lo mío». Una vida cristiana
consagrada enteramente a Dios, sin fundador, ni regla ni congregación
nuevos. Fundador: ¡Jesús! Regla: ¡El Evangelio vivido en el Espíritu Santo!
Congregación: ¡La Iglesia! No preocuparse del mañana, no querer hacer cosas
que queden, no querer poner en marcha organismos reconocidos que se
perpetúen con sucesores… Jesús es un Fundador que no muere nunca, por
tanto no necesita de sucesores. Hay que dejarle hacer siempre cosas nuevas,
también mañana. ¡El Espíritu Santo estará también mañana en la Iglesia!

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[1] Cf. Ex 31,3; Jue 14,6; 1 Sam 10,6; Is 61, 1.

[2] Cf. Santo Tomás de Aquino, Comentario de la Carta a los Romanos,  cap. V,


lect.1, n. 392.

[3] Cf. San Agustín, De Spiritu et littera, 16,28; Sermo Mai 158,4: PLS 2,525.

[4] Cf. Orígenes, Comentario a Juan, I, 29: SCh 120, 158.

[5] Evangelii gaudium,  231.

[6] Cf. Orígenes, In Rom. 5,8; PG 14, 1042.

[7] R. Cantalamessa, La sobria embriaguez del Espíritu (servicio de publicaciones


de la R.C.C.E., Madrid 2010).

SEGUNDA PARTE: «CARISMÁTICO»

Ahora ha llegado el momento de pasar a la segunda parte de mi discurso que


será mucho más corta: ¿Qué añade el adjetivo «Carismático» al   nombre de
«Renovación».   En primer lugar es importante decir que   «carismático»   debe
seguir siendo un adjetivo y que no se convierta nunca en un sustantivo. En
otras palabras, se debe evitar absolutamente por nuestra parte, el uso de la
expresión «los carismáticos» para indicar a las personas que han hecho la
experiencia de la Renovación. Si acaso empléese la expresión «cristianos
renovados», no carismáticos. El uso de este nombre suscita justamente
resentimiento porque crea discriminación entre los miembros del Cuerpo de
Cristo, como si algunos estuvieran dotados de carismas y otros no. 
Yo no quiero hacer aquí una enseñanza sobre los carismas de los cuales se
tienen muchas ocasiones de hablar. Mi intención es mostrar cómo, incluso en
cuanto realidad carismática, la Renovación es una corriente de gracia
destinada a toda la Iglesia. Para ilustrar esta a�rmación es necesario dirigir
una rápida mirada a la historia de los carismas en la Iglesia.

El redescubrimiento de los carismas en el Vaticano II

¿Qué sucedió, en realidad, a los carismas después de su tumultuosa aparición


en los comienzos de la Iglesia? Los carismas no desaparecieron tanto de
la   vida de la Iglesia, cuanto de su   teología. Si recorremos la historia de la
Iglesia, teniendo en mente las diversas listas de carismas del Nuevo
Testamento, debemos concluir que, a excepción quizá de «hablar en lenguas»
y de la «interpretación de las lenguas», ninguno de los carismas se ha perdido
del todo. 

La historia de la Iglesia está llena de evangelizadores carismáticos, de dones


de sabiduría y de ciencia (baste pensar en los doctores de la Iglesia), de
historias de curaciones milagrosas, de hombres dotados de espíritu de
profecía, o de discernimiento de los espíritus, por no hablar de dones como
visiones, arrebatos, éxtasis, iluminaciones, también ellos enumerados entre
los carismas. 

Entonces, ¿dónde está la novedad que nos permite hablar de un despertar de


los carismas en nuestra época? ¿Qué estaba ausente antes? Los carismas,
desde su marco propio de utilidad común y de la «organización de la Iglesia»,
fueron progresivamente circunscritos al ámbito privado y personal. Ya no
entraban en la constitución de la Iglesia.

En la vida de la primitiva comunidad cristiana los carismas no eran hechos


privados, eran lo que, unidamente a la autoridad apostólica, delineaban la
�sonomía de la comunidad. Apóstoles y profetas eran las dos fuerzas que,
juntamente, dirigían a la comunidad. Muy pronto el equilibrio entre las dos
instancias —la del cargo y la del carisma— se rompe en bene�cio del cargo. El
carisma es otorgado ahora con la ordenación y vive con él. Un elemento
determinante fue el surgimiento de las primeras falsas doctrinas,
especialmente de las gnósticas. Fue este hecho el que inclinó cada vez más la
aguja de la balanza hacia los que detentaban el cargo, los pastores. Otro
hecho fue la crisis del movimiento profético difundido por Montano en Asia
Menor en el siglo II que sirvió para desprestigiar aún más un cierto tipo de
entusiasmo carismático colectivo.

De este hecho fundamental se derivan todas las consecuencias negativas


sobre los carismas. Los carismas marginados de la vida de la Iglesia. Se tiene
noticia, todavía durante algún tiempo, de persistencia, aquí y allá, de algunos
de ellos. San Ireneo, por ejemplo, dice que todavía existen en su tiempo
«muchos hermanos de la Iglesia que tienen carismas proféticos, hablan todas
las lenguas, mani�estan los secretos de los hombres en ventaja propia y
explican los misterios de Dios»[1]. Pero es un fenómeno que se va agotando.
Desaparecen sobre todo aquellos carismas que tenían como terreno de
ejercicio, el culto y la vida de la comunidad: el hablar inspirado y la glosolalia,
los llamados carismas pentecostales. La profecía viene a reducirse al carisma
del magisterio de interpretar la revelación auténtica e infaliblemente. (Esta era
la de�nición de la profecía en los tratados de eclesiología que se estudiaban
en mi época).

Se intenta justi�car esta situación incluso teológicamente. Según una teoría a


menudo repetida desde san Juan Crisóstomo en adelante, hasta la víspera del
Vaticano II, ciertos carismas habrían sido reservados a la Iglesia en su «estado
naciente», pero posteriormente habrían «cesado», como ya no necesarios
para la economía general de la Iglesia[2]. 

Otra consecuencia inevitable es la clericalización de los carismas. Vinculados a


la santidad personal, terminan por estar asociados casi siempre a los
representantes habituales de esta santidad: pastores, monjes, religiosos. Del
ámbito de la eclesiología, los carismas pasan al de la hagiografía, es decir, al
estudio de la vida de los santos. El lugar de los carismas lo toman los «Siete
dones del Espíritu» que al principio (en Isaías 11) y hasta la Escolástica, no
eran más que una categoría   particular de carismas, los prometidos al rey
mesiánico y posteriormente a aquellos que tienen la tarea del gobierno
pastoral.

Esta es la situación que el Concilio Vaticano II quiso remediar. En uno de los


documentos más importantes del Vaticano II leemos el conocido texto: 

«El Espíritu Santo no sólo santi�ca y dirige el Pueblo de Dios mediante los
sacramentos y los misterios y le adorna con virtudes, sino que también
distribuye gracias especiales entre los �eles de cualquier condición,
distribuyendo a cada uno según quiere (1 Cor 12,11) sus dones, con los que
les hace aptos y prontos para ejercer las diversas obras y deberes que sean
útiles para la renovación y la mayor edi�cación de la Iglesia, según aquellas
palabras: «A cada uno… se le otorga la manifestación del Espíritu para común
utilidad» (1 Cor 12,7). Estos carismas, tanto los extraordinarios como los más
comunes y difundidos, deben ser recibidos con gratitud y consuelo» [3].

Este texto no es una nota marginal dentro de la eclesiología del Vaticano II; es
su coronamiento. Es el modo más claro y explícito de a�rmar que junto a la
dimensión jerárquica e institucional, la Iglesia tiene una dimensión neumática
y que la primera está en función y al servicio de la segunda. No es el Espíritu el
que está al servicio de la institución, sino la institución al servicio del Espíritu.
No es cierto, como hacía notar polémicamente, el gran eclesiólogo del siglo
XIX Johannes Adam Moehler que «Dios ha creado la jerarquía y así ha provisto
más que su�cientemente a las necesidades de la Iglesia hasta el �n del
mundo»[4]. Jesús ha con�ado su Iglesia a Pedro y a los demás Apóstoles, pero
la ha con�ado antes todavía al Espíritu Santo: «Él os enseñará, él os guiará a la
verdad, él tomará de lo mío y os lo dará…» (cf. Jn 16, 4-15).

A estas alturas, celebrado el Concilio y recogidos en un volumen sus decretos,


el peligro de marginar los carismas se presentaba bajo otra forma, no menos
peligrosa: la de permanecer como un hermoso documento que los estudiosos
no se cansan de estudiar y los predicadores de citar. El Señor ha obviado,
él mismo, este peligro haciendo ver con los propios ojos, a aquel que había
deseado fuertemente ese texto sobre los carismas, que ellos habían vuelto no
solo a la teología, sino también a la vida del pueblo de Dios. Cuando, por
primera vez, en 1973, el cardinal Leo-Joseph Suenens, oyó hablar de la
Renovación Carismática Católica, aparecida   en los Estados Unidos, estaba
escribiendo un libro titulado El Espíritu Santo, fuente de nuestras esperanzas[5],
y esto es lo que relata en sus memorias:

«Dejé de escribir el libro. Pensé que era una cuestión de la más elemental
coherencia prestar atención a la acción del Espíritu Santo, por lo que ella
pudiera manifestar de manera sorprendente. Estaba particularmente
interesado por la noticia del despertar de los carismas, puesto que el Concilio
había invocado un despertar semejante».

Y esto es lo que escribió después de haber constatado con sus propios ojos lo
que estaba sucediendo en la Iglesia:

«De repente, san Pablo y los Hechos de los apóstoles parecía que se hacía
vivos y se convertían en parte del presente; lo que era auténticamente
verdadero en el pasado, parece suceder de nuevo bajo nuestros ojos. Es un
descubrimiento de la verdadera acción del Espíritu Santo que está siempre a
la obra, como Jesús mismo prometió. Él mantiene su palabra. Es de nuevo una
explosión del Espíritu de Pentecostés, una alegría que se había hecho
desconocida para la Iglesia»[6].

Ahora está claro, creo, por qué digo que también como realidad carismática, la
Renovación es una corriente de gracia destinada y necesaria para toda la
Iglesia. Es la misma Iglesia la que, en el Concilio, lo ha de�nido. Sólo queda
pasar por la de�nición de la actuación, de los documentos a la vida. Y este es
el servicio que CHARIS, en total continuidad con la RCC del pasado, es llamado
a hacer a la Iglesia.

No se trata sólo de �delidad al Concilio, sino de �delidad a la misión misma de


la Iglesia. Los carismas, se lee en el texto conciliar, son «útiles para la
renovación y la mayor expansión de la Iglesia». (Quizás habría sido más
correcto escribir «necesarios», en lugar de «útiles»). La fe, hoy como en el
tiempo de Pablo y de los Apóstoles, no se transmite «con palabras persuasivas
de humana sabiduría, sino con la manifestación del Espíritu y su potencia» (cf.
1 Cor   2,4-5; 1   Tes   1,5). Si un tiempo, en un mundo convertido, al menos
o�cialmente, en «cristiano», se podía pensar que ya no había necesidad de
carismas, de signos y prodigios, como al comienzo de la Iglesia, hoy ya más.
Hemos vuelto a estar más cercanos al tiempo de los apóstoles que al de san
Juan Crisóstomo. Ellos debían anunciar el Evangelio a un mundo pre-cristiano;
nosotros, al menos en Occidente, a un mundo post-cristiano.

He dicho hasta aquí que la RC es una corriente de gracia necesaria para toda
la Iglesia Católica. Debo añadir que lo es doblemente para algunas Iglesias
nacionales que desde hace tiempo asisten a una dolorosa hemorragia de sus
propios �eles hacia otras realidades carismáticas. Es sabido que uno de los
motivos más comunes de dicho éxodo es la necesidad de una expresión de la
fe que responda más a la propia cultura: con más espacio dado a la
espontaneidad, a la alegría y al cuerpo; una vida de fe en la que la religiosidad
popular sea un valor añadido y no un sustituto del señorío de Cristo.

Se hacen análisis pastorales y sociológicas del fenómeno[7] y se proponen


remedios, pero hay di�cultades para darse cuenta de que el Espíritu Santo ya
ha provisto, de forma grandiosa, a esta necesidad. Ya no se puede seguir
viendo la RCC como parte del problema del éxodo de los católicos, en lugar de
la solución del problema. Para que este remedio sea realmente e�caz no
basta, sin embargo, que los pastores aprueben y animen a la RC,
permaneciendo cuidadosamente fuera. Es necesario acoger en la propia vida
la corriente de gracia. A esto nos empuja el ejemplo del Pastor de la Iglesia
universal, también con la creación de CHARIS.

No   pretendo extenderme   más   sobre el tema carismas y evangelización. De


ello nos ha hablado nuestro querido  coordinador Jean-Luc y nos hablará en
breve, Mary Healy que, sobre este tema, además de
una   excelente   formación   teológica, posee también una notable experiencia
madurada en el tajo diario. Termino con una re�exión sobre el ejercicio de los
carismas.

Aludo a algunas de las actitudes o virtudes que más directamente contribuyen


a mantener sano el carisma y a hacer que servir «para la utilidad común». La
primera virtud es la obediencia. Hablamos, en este caso, de obediencia, sobre
todo a la institución, a quien ejerce el servicio de la autoridad. Los verdaderos
profetas y carismáticos,   en la historia de la Iglesia católica   también
recientemente, han sido los que han aceptado morir a sus certezas,
obedeciendo y callando, antes de ver que sus propuestas y críticas eran
acogidas por la institución. Los carismas sin la institución están abocados al
caos; la institución sin los carismas es abocada al inmovilismo.

La institución no morti�ca el carisma, pero es la que asegura al carisma un


futuro y también un… pasado. Es decir, lo preserva de agotarse en un fuego
de paja, y pone a su disposición toda la experiencia del Espíritu acumulada por
las generaciones anteriores. Es una bendición de Dios que el despertar
carismático en la Iglesia católica haya nacido con una fuerte impulso a la
comunión con la jerarquía y que el magisterio ponti�cio haya reconocido en él
«una oportunidad para la Iglesia» y «los primeros signos de una gran
primavera para la cristiandad»[8]. Esta obediencia nos debería ser mucho más
fácil y debida hoy que la autoridad suprema de la Iglesia no se limita a alabar y
animar a la corriente de gracia del RC, sino que ha trasladado con toda
evidencia la causa y la propone con insistencia a toda la Iglesia. 

Otra virtud vital para un uso constructivo de los carismas es la humildad. Los
carismas son operaciones del Espíritu Santo, chispas del fuego mismo de Dios
con�adas a los hombres. ¿Cómo se hace para no quemarse las manos con él?
Esta es la tarea de la humildad. Ella permite a esta gracia de Dios que pase y
circule dentro de la Iglesia y dentro de la humanidad, sin dispersarse o
contaminarse. 

La imagen de la «corriente de gracia» que se dispersa en la masa, se inspira


claramente en al mundo de la electricidad. Pero paralela a la técnica de la
electricidad está la técnica del aislante. Cuanto más alta es la tensión y
potente la corriente eléctrica que pasa a través de un cable, más resistente
debe ser el aislante que impida a la corriente provocar cortocircuitos. La
humildad es, en la RC y en la vida espiritual en general, el gran aislante que
permite que la corriente divina de la gracia pase a través de una persona sin
disiparse, o, peor aún, provocar llamas de orgullo y de rivalidad. Jesús ha
introducido el Espíritu en el mundo humillándose y haciéndose obediente
hasta la muerte; nosotros podremos contribuir a difundir al Espíritu Santo en
la Iglesia del mismo modo: siendo humildes y obedientes hasta la muerte, la
muerte de nuestro «yo» y del hombre viejo que habita en nosotros.

*   *   *

Como asistente eclesiástico, he intentado dar, con esta enseñanza,   mi


contribución para una correcta visión de la RC en la historia y en el presente
de la Iglesia. Sin embargo, serán el moderador y los componentes del Comité
Internacional los que deberán sostener el peso mayor de este nuevo
comienzo. A todos ellos expreso mi amistad fraterna y mi incondicional
colaboración, mientras el Señor me dé aún la fuerza de hacerlo. La carta a los
Hebreos recomendaba a los primeros cristianos: «Acordaos de vuestros jefes,
los cuales os han anunciado la palabra de Dios» (Heb 13,7). Nosotros debemos
hacer lo mismo, recordando con afecto y gratitud a aquellos que vivieron y
promovieron los primeros el nuevo Pentecostés: Patti Mans�eld, Ralph Martin,
Steve Clark, Kevin y Dorothy Ranagan y todos los demás que posteriormente
han servido a la RCC en el ICCRS, en la Catholic Fraternity y en otros órganos
de servicio.

Termino con una palabra profética que proclamé la primera vez que me
encontré predicando  en presencia de san Juan Pablo  II. Es la palabra que el
profeta Ageo dirigió a los jefes y al pueblo de Israel en el momento en que se
disponían a reconstruir el templo:

Ahora, sé valiente, Zorobabel —oráculo del Señor—, se valiente, Josué, hijo de


Josadac, sumo sacerdote; se valiente, pueblo entero del país —oráculo del
Señor— y a trabajar, porque yo estoy con vosotros» (Ag 2,4). 

¡Sed valientes Jean-Luc y miembros del comité, sed valientes pueblo todo de
la RCC, , sed valientes hermanos y hermanas de otras Iglesias cristianas que
estáis con nosotros y a trabajar porque yo estoy con vosotros, dice el Señor!»

©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco

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[1] Cf. S. Ireneo, contra las herejías, V, 6,1.

[2] Cf. F. Lambiasi, Lo Spíritu Santo: mistero e presenza (Bolonia 1987) 278s. 

[3] Lumen gentium, 12.

[4] J. A. Möhler, en Tübinger Theologische Quartalschrift 5 (1823) 497.

[5] Recogido en L.J. Suenens, El Espíritu Santo, aliento vital de la Iglesia


(Edicep, Valencia 2011).

[6] Leo-Joseph Suenens, Memories and Hopes (Veritas, Dublín 1992) 267 [trad.


esp. Recuerdos y esperanzas (Edicep, Valencia 2000)].

[7] Cf. João B. Ferreira de Araújo, La ritualità del Pentecostalismo. Cause di una
crescita imprevedibile in Brasile e nel mondo, Cittadella, Assisi, 2019.

[8] Así, respectivamente, Pablo VI en una alocución del 19 de mayo de 1975


(Insegnamenti di Paolo   VI,   vol. XIII, p. 538) y Juan Pablo II, en L’Osservatore
Romano del 14 noviembre de 1996, p.8.

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