1-2 Pedro PDF
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Portada
Dedicatoria
Contenido
Prólogo
Introducción a 1 Pedro
1. Los elementos de la elección
2. La herencia eterna del creyente
3. El gozo de la salvación
4. La grandeza de la salvación
5. Respuesta del creyente a la salvación
6. La maravilla de la redención
7. El amor sobrenatural
8. Desear con ganas la Palabra
9. Privilegios espirituales. Primera parte: Unión con Cristo y acceso a Dios
10. Privilegios espirituales. Segunda parte: Seguridad en Cristo, afecto por Cristo, decisión por
Cristo y gobierno con Cristo
11. Privilegios espirituales. Tercera parte: Separación para Cristo, adquisición por parte de
Cristo, iluminación en Cristo, compasión de Cristo y proclamación de Cristo
12. La vida cristiana ejemplar
13. Sometimiento a la autoridad civil
14. Sometimiento en el lugar de trabajo
15. El Jesús sufriente
16. Cómo ganar a un cónyuge no salvo
17. Vivamos y amemos la buena vida
18. Valores contra un mundo hostil
19. El triunfo del sufrimiento de Cristo
20. Cómo armarse contra el sufrimiento injusto
21. Deber espiritual en un mundo hostil
22. La prueba de fuego
23. El pastoreo del rebaño
24. Actitudes fundamentales de la mente cristiana
Introducción a 2 Pedro
25. La fe preciosa del creyente. Primera parte: Origen, sustancia y suficiencia
26. La fe preciosa del creyente. Segunda parte: Su seguridad
27. Declaración del legado de Pedro
28. La Palabra segura
29. Una descripción de los falsos maestros
30. Juicio divino sobre los falsos maestros
31. Criaturas nacidas para ser asesinadas
32. La certeza de la Segunda Venida
33. Cómo vivir en la anticipación del regreso de Cristo
Bibliografía
Créditos
Tomos del Comentario al Nuevo Testamento de John -MacArthur
Editorial Portavoz
Dedicatorias
1 Pedro
A Louis Herwaldt, con gratitud por su liderazgo excepcional y generosidad al transmitir
visión y fidelidad perdurables, a través de todos los años de lucha y sacrificio, hasta las
actuales alegrías de su realización en el derramamiento de la gracia de Dios en The
Master’s College and Seminary. ¡No habríamos llegado hasta aquí sin su ayuda!
2 Pedro
A Rick Holland, mi consiervo pastor en Grace Community Church, quien me anima siempre
con su amistad leal, su servicio fiel, su liderazgo entusiasta, y su excepcional predicación
expositiva.
Contenido
Cubierta
Portada
Dedicatoria
Prólogo
Introducción a 1 Pedro
1. Los elementos de la elección
2. La herencia eterna del creyente
3. El gozo de la salvación
4. La grandeza de la salvación
5. Respuesta del creyente a la salvación
6. La maravilla de la redención
7. El amor sobrenatural
8. Desear con ganas la Palabra
9. Privilegios espirituales. Primera parte: Unión con Cristo y acceso a Dios
10. Privilegios espirituales. Segunda parte: Seguridad en Cristo, afecto por Cristo, decisión por Cristo
y gobierno con Cristo
11. Privilegios espirituales. Tercera parte: Separación para Cristo, adquisición por parte de Cristo,
iluminación en Cristo, compasión de Cristo y proclamación de Cristo
12. La vida cristiana ejemplar
13. Sometimiento a la autoridad civil
14. Sometimiento en el lugar de trabajo
15. El Jesús sufriente
16. Cómo ganar a un cónyuge no salvo
17. Vivamos y amemos la buena vida
18. Valores contra un mundo hostil
19. El triunfo del sufrimiento de Cristo
20. Cómo armarse contra el sufrimiento injusto
21. Deber espiritual en un mundo hostil
22. La prueba de fuego
23. El pastoreo del rebaño
24. Actitudes fundamentales de la mente cristiana
Introducción a 2 Pedro
25. La fe preciosa del creyente. Primera parte: Origen, sustancia y suficiencia
26. La fe preciosa del creyente. Segunda parte: Su seguridad
27. Declaración del legado de Pedro
28. La Palabra segura
29. Una descripción de los falsos maestros
30. Juicio divino sobre los falsos maestros
31. Criaturas nacidas para ser asesinadas
32. La certeza de la Segunda Venida
33. Cómo vivir en la anticipación del regreso de Cristo
Bibliografía
Créditos
Tomos del Comentario al Nuevo Testamento de John -MacArthur
Editorial Portavoz
Prólogo
Para mí sigue siendo una experiencia gratificante de comunión divina predicar de manera expositiva
a través del Nuevo Testamento. Mi meta es tener siempre un profundo compañerismo con el Señor
en el entendimiento de su Palabra, y a partir de esa experiencia explicar a su pueblo lo que un pasaje
bíblico significa. En las palabras de Nehemías 8:8, me esfuerzo por poner “el sentido” en las
Escrituras para que las personas puedan oír realmente a Dios hablando, y que al hacerlo puedan a su
vez contestarle.
Es evidente que el pueblo de Dios debe entenderle, lo cual exige conocer su Palabra de verdad (2 Ti.
2:15) y permitir que more en abundancia en nosotros (Col. 3:16). De ahí que la idea central de mi
ministerio sea ayudar a hacer viva la Palabra de Dios a su pueblo. Se trata de una aventura
reconfortante.
Esta serie de comentarios del Nuevo Testamento refleja el propósito de explicar y aplicar las
Escrituras. Algunos comentarios son sobre todo lingüísticos, otros teológicos, y otros tienen que ver
más con la homilética. En esencia este comentario es explicativo o expositivo. No es
lingüísticamente técnico, pero tiene que ver con la lingüística cuando eso parece ayudar a la
adecuada interpretación. No es teológicamente extenso, pero se enfoca en las principales doctrinas de
cada texto y en cómo estas se relacionan con toda la Biblia. Ante todo, no es homilético, aunque por
lo general a cada unidad de pensamiento se la trata como un capítulo, con un claro esquema y flujo
lógico de pensamiento. La mayoría de las verdades se ilustran y se aplican con otras Escrituras.
Después de establecer el contexto de un pasaje, he tratado de seguir de cerca el desarrollo y el
razonamiento del escritor.
Oro pidiendo que cada lector comprenda bien lo que el Espíritu Santo está diciendo a través de este
segmento de su Palabra, de modo que su revelación pueda alojarse en las mentes de los creyentes y
así lograr una mayor obediencia y fidelidad para la gloria de nuestro gran Dios.
Introducción a 1 Pedro
A lo largo de sus casi dos milenios de existencia, la Iglesia de Jesucristo ha estado habituada al
sufrimiento. El choque de la verdad con el error, del reino de la luz con el de las tinieblas, y de los
hijos de Dios con los del diablo produce inevitablemente un conflicto grave. A través de los siglos la
realidad frecuente de los creyentes ha sido la de oposición, rechazo, ostracismo, desprecio, maltrato y
hasta martirio. Que el diabólico sistema mundial descargue su furia sobre la Iglesia no debería
sorprender a nadie, porque así es cómo trató al Señor Jesucristo. Al describir la persecución que sus
seguidores experimentarían, Jesús señaló esta indiscutible verdad: “El discípulo no es más que su
maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su
señor. Si al padre de familia llamaron Beelzebú, ¿cuánto más a los de su casa?” (Mt. 10:24-25).
Siglos antes de su nacimiento, Isaías predijo que Cristo sería “despreciado y desechado entre los
hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto” (Is. 53:3). El apóstol Juan indicó el rechazo
hacia el Señor por parte del mundo pecador: “En el mundo estaba, y el mundo por él fue hecho; pero
el mundo no le conoció. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron” (Jn. 1:10-11). Jesús dijo
claramente a sus discípulos que iría a padecer y a morir. Mateo 16:21 expresa que “desde entonces
comenzó Jesús a declarar a sus discípulos que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los
ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto, y resucitar al tercer día” (cp.
17:12; Mr. 8:31; 9:12; Lc. 9:22; 17:25; 22:15; 24:26, 46; Hch. 1:3; 3:18; 17:3; 26:23; He. 2:10, 18;
5:8; 13:12; 1 P. 1:11; 2:21, 23; 4:1; 5:1).
Al no poder atacar a Jesús después de la resurrección, los enemigos de la verdad agredieron a los
seguidores de Cristo. Incómodas por el crecimiento fenomenal de los discípulos, las autoridades
judías intentaron desesperadamente y en vano acabar con la recién formada iglesia. Hechos 4:1-3
registra que
Hablando ellos [Pedro y Juan] al pueblo, vinieron sobre ellos los sacerdotes con el jefe de la
guardia del templo, y los saduceos, resentidos de que enseñasen al pueblo, y anunciasen en Jesús
la resurrección de entre los muertos. Y les echaron mano, y los pusieron en la cárcel hasta el día
siguiente, porque era ya tarde.
Al día siguiente el concilio les ordenó dejar de predicar en el nombre de Jesús (4:5-21). Sin
desanimarse, los apóstoles siguieron predicando el evangelio, y como resultado, “levantándose el
sumo sacerdote y todos los que estaban con él, esto es, la secta de los saduceos, se llenaron de celos;
y echaron mano a los apóstoles y los pusieron en la cárcel pública” (5:17-18). Milagrosamente
liberados de la cárcel, Pedro y Juan fueron al templo y reanudaron la predicación del evangelio (5:19-
25). Arrastrados ante el concilio por segunda vez, a los apóstoles les ordenaron de nuevo que dejaran
de predicar en el nombre de Jesús, amenaza reforzada esta vez con latigazos (5:26-40). Esteban, un
predicador elocuente y audaz, enfrentó oposición (6:9-11), arresto, juicio ante el concilio (6:12—
7:56), y martirio (7:57-60). La primera persecución dirigida a la Iglesia como un todo estalló tras el
martirio de Esteban (8:1-4; 9:1-2; 11:19). Esta fue encabezada por Saulo de Tarso, un joven y celoso
judío, quien se convertiría en el apóstol Pablo. Más tarde el malvado rey Herodes mandó matar a
Santiago el hermano de Juan y arrestó a Pedro, solo para ver a este último liberado milagrosamente
de la cárcel por parte de un ángel (12:1-11).
Después de su dramática conversión mientras se dirigía a Damasco (9:3-18), Pablo, anteriormente el
más feroz perseguidor de la Iglesia, se convirtió en su más celoso misionero. El Señor estableció el
curso del ministerio de Pablo cuando le manifestó a Ananías: “Yo le mostraré cuánto le es necesario
padecer por mi nombre” (Hch. 9:16). Y padeció, casi desde el mismo instante de su conversión (cp.
Hch. 9:20-25). Mientras viajaba por todo el Imperio Romano proclamando con valor la fe que una
vez intentó destruir (Gá. 1:23), Pablo enfrentó continua aflicción e implacable oposición (Hch. 14:5-
6, 19-20; 16:16-40; 17:5-9, 13-14, 18, 32; 18:12-17; 19:9, 21-41; 20:3, 22-23; 21:27-36; 23:12—
24:9; 25:10-11; 27:1—28:28; cp. 1 Ts. 2:2; 2 Ti. 1:12; 2:9-10; 3:11). No sorprende que el sufrimiento
fuera un tema importante en sus epístolas (p. ej., Ro. 8:17-18; 2 Co. 1:5-7; Fil. 1:29; 3:8-10; 1 Ts.
2:14; 2 Ts. 1:5; 2 Ti. 1:8; 2:3).
Con el paso del tiempo, la persecución de la iglesia se volvió más organizada, generalizada y
sanguinaria. Lo que comenzó como sucesos aislados de las autoridades judías, o de turbas judías y
gentiles, poco a poco se desarrolló dentro de la política oficial del gobierno romano, que veía el
rechazo de los cristianos a participar en la religión estatal como una forma de rebelión. Tres siglos de
persecuciones cada vez más crueles y generalizadas culminaron a principios del siglo IV en el intento
sin cuartel del emperador Diocleciano de acabar con la Iglesia. En un cambio sorprendente de este
acoso, en el año 313 d.C., el emperador Constantino, junto con Licinio, el gobernador de la parte
oriental del imperio, publicó el edicto de Milán, que concedía total tolerancia para la fe cristiana.
Bajo la Iglesia Católica Romana que reemplazó a la Roma imperial como la potencia dominante en
la Edad Media, la persecución se desató de nuevo. Los horrores de la Inquisición, la Masacre de San
Bartolomé, y los martirios de -hombres como Jan Hus, Hugh Latimer, Nicholas Ridley, Thomas
Cranmer y William Tyndale personificaron el esfuerzo de la Iglesia Romana por exterminar el
evangelio de Jesucristo. Más recientemente, cristianos han sido brutalmente reprimidos por
regímenes comunistas e islámicos en todo el mundo.
Mientras Pedro escribía esta epístola, ya se estaban acumulando los siniestros nubarrones del primer
gran estallido de persecución oficial instigada por el demente emperador Nerón. Como necesitaba
chivos expiatorios para desviar las sospechas de los habitantes de que él había iniciado el gran
incendio de julio del 64 d.C. que devastó a Roma, Nerón culpó a los cristianos, a quienes ya había
percibido como enemigos de Roma debido a que no adorarían sino a Cristo. Como resultado los
recubrieron de cera y los quemaron en la hoguera, los crucificaron, y los arrojaron a bestias salvajes.
Aunque según parece la persecución oficial estaba confinada a la vecindad de Roma, los ataques a
los cristianos sin duda alguna se extendieron sin control de las autoridades a otras partes del imperio.
Fue a consecuencia de la persecución de Nerón que tanto Pedro como Pablo murieron martirizados.
Sin embargo, antes de morir, Pedro escribió esta magnífica epístola para los creyentes que cuyo
sufrimiento se intensificaría pronto. A lo largo de los siglos los cristianos asediados se han
beneficiado del consejo sabio y de las amables y alentadoras palabras de consuelo del apóstol.
AUTOR
Pedro era el líder y portavoz reconocido de los Doce; su nombre encabeza las cuatro listas de los
apóstoles en el Nuevo Testamento (Mt. 10:2-4; Mr. 3:16-19; Lc. 6:13-16; Hch. 1:13). Pedro y su
hermano Andrés (quien le llevó a Jesús [Jn. 1:40-42]) se dedicaban al negocio de la pesca en el lago
de Galilea (Mt. 4:18; Lc. 5:1-3). Originalmente eran de la aldea de Betsaida (Jn. 1:44), pero más
tarde se mudaron a la ciudad cercana más grande de Capernaúm (Mr. 1:21, 29). El negocio de los
hermanos era próspero, y les permitió poseer una casa espaciosa en esta ciudad (Mr. 1:29, 32-33; Lc.
4:38). Pedro era casado; Jesús sanó a su suegra (Lc. 4:38-39); además su esposa lo acompañaba en
sus viajes misioneros (1 Co. 9:5).
El nombre de pila de Pedro era Simón, nombre común en la Palestina del siglo I. (En el Nuevo
Testamento se mencionan otros ocho Simón: Simón el zelote o cananista [Mt. 10:4]; Simón el medio
hermano del Señor [Mt. 13:55]; Simón el leproso [Mt. 26:6]; Simón de Cirene, a quien escogieron
para llevar la cruz de Jesús [Mt. 27:32]; Simón el fariseo, en cuya casa Jesús cenó [Lc. 7:36-40];
Simón el padre de Judas Iscariote [Jn. 6:71]; Simón el mago [Hch. 8:9-24]; y Simón el curtidor, con
quien Pedro se quedó en Jope [Hch. 9:43].) El nombre completo de Pedro era Simón Barjonás (Mt.
16:17), literalmente “Simón hijo de Jonás” (o Juan; cp. Jn. 1:42). En su primer encuentro, Jesús lo
llamó Cefas (Jn. 1:42; cp. 1 Co. 1:12; 3:22; 9:5; 15:5; Gá. 1:18; 2:9, 11, 14), que es el nombre
arameo para “roca”; “Pedro” es su equivalente griego (Jn. 1:42).
En ocasiones a Pedro se le llamó “Simón” en ambientes seculares o neutrales (p. ej. en referencia a
su casa [Mr. 1:29; Lc. 4:38], a su suegra [Mr. 1:30; Lc. 4:38], o su negocio [Lc. 5:3, 10]). En tales
momentos el uso del nombre no tenía insinuaciones espirituales. Pedro fue llamado “Simón” para
resaltar los errores clave en su vida, aquellos momentos en que actuaba como su ego no regenerado.
En Mateo 17:24-25, Pedro confiadamente aseguró a los recaudadores de impuestos que Jesús
pagaría el gravamen de dos dracmas para el mantenimiento del templo. Recordándole que como Hijo
de Dios, Él estaba exento de pagar el impuesto, Jesús se dirigió a Pedro como “Simón” (v. 25).
Afligido por la incapacidad de Pedro de mantenerse despierto con Él durante la agonía en Getsemaní,
Jesús le dijo: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” (Mr. 14:37). Después de usar la
barca de Pedro como plataforma desde la cual enseñó a las multitudes, Jesús le dijo: “Boga mar
adentro, y echad vuestras redes para pescar” (Lc. 5:4). Pedro se mostró escéptico y reacio para seguir
el consejo del Señor; después de todo, Jesús era rabino, no pescador. Sin duda de alguna manera
exasperado, dijo: “Maestro, toda la noche hemos estado trabajando, y nada hemos pescado; mas en tu
palabra echaré la red” (v. 5). La asombrosa redada de peces que resultaron de su obediencia (vv. 6-7)
abrió los ojos de Pedro a la realidad de la deidad de Jesús, por tanto Lucas lo llamó por su nuevo
nombre: “Simón Pedro, cayó de rodillas ante Jesús, diciendo: Apártate de mí, Señor, porque soy
hombre pecador” (v. 8). Tras un acalorado debate entre los Doce sobre cuál de ellos era el más
grande, Jesús advirtió al orgulloso y presumido Pedro su traición inminente: “Simón, Simón, he aquí
Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lc. 22:31).
Después de la resurrección, Jesús llamó “Simón” a Pedro por última vez. Cansado de esperar que el
Señor se apareciera (Mt. 28:7), Pedro anunció de manera impulsiva: “Voy a pescar” (Jn. 21:3). En
obediencia a su líder, el resto de los discípulos dijeron: “Vamos nosotros también contigo” (v. 3).
Pero aquellos a quienes Jesús llamó a ser pescadores de hombres (Mt. 4:19) no se les permitió volver
a ser recogedores de peces, “y aquella noche no pescaron nada” (v. 3). A la mañana siguiente Jesús
se reunió con el frustrado equipo en la playa, donde les preparó desayuno. Después Jesús preguntó
tres veces a Pedro: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” (Jn. 21:15-17), y en todas las tres ocasiones
este reafirmó su amor por el Señor.
Unas semanas después, el Espíritu Santo descendió sobre Pedro y el resto de los apóstoles, y de ahí
en adelante la “Roca” vivió a la altura de su nombre. El apóstol tomó la iniciativa en buscar un
reemplazo para Judas Iscariote (Hch. 1:15-26), valientemente predicó el evangelio (2:14-40; 3:12-
26), realizó sanidades milagrosas (3:1-9; 5:12-16), confrontó audazmente a las autoridades judías
(4:8-20), y sin vacilación alguna disciplinó a miembros pecadores de la Iglesia (5:1-11). Fue Pedro
quien confrontó a Simón el mago, diciéndole sin rodeos: “Tu dinero perezca contigo, porque has
pensado que el don de Dios se obtiene con dinero” (Hch. 8:20). Fue a través del ministerio de Pedro
que las puertas de la Iglesia se abrieron a los gentiles (Hch. 10:1-11:18).
Después de su aparición ante el concilio en Jerusalén (Hch. 15:7-12), Pedro casi desaparece del
registro histórico del Nuevo Testamento hasta que escribió sus epístolas. Por el relato de Pablo
acerca de la confrontación que tuvieron, es evidente que Pedro visitó Antioquía (Gá. 2:11-21), y la
referencia a la disensión de Pedro en Corinto (1 Co. 1:12) sugiere que también pudo haber visitado
esa ciudad. Como ya se registró, Pablo hizo alusión a los viajes misioneros de Pedro en 1 Corintios
9:5, pero la extensión de tales viajes no se conoce. Que el apóstol dirigiera 1 Pedro a iglesias en
regiones específicas de Asia Menor (véase el análisis posterior bajo “Destino y lectores”) podría
indicar que había predicado en esas regiones.
La fuerte tradición de la iglesia primitiva ubica a Pedro en Roma al final de su vida. Es evidente que
Pedro no estaba allí cuando Pablo escribió a los romanos (aprox. 57 d.C.), puesto que su nombre no
aparece en la lista de personas a las que Pablo saludó (Ro. 16:1-15). Tampoco es probable que Pedro
estuviera en Roma durante el primer encarcelamiento de Pablo, ya que no se lo menciona en las
Epístolas de la Prisión (Efesios, Filipenses, Colosenses, Filemón), que fueron escritas en ese tiempo.
Lo más probable es que Pedro llegara a Roma después que Pablo fuera liberado de su primer arresto
romano. Fue allí que Pedro, al igual que Pablo, sufrió el martirio relacionado con la persecución de
Nerón. Puesto que Nerón murió en el 68 d.C., la crucifixión cabeza abajo de Pedro, como sostiene la
tradición, debió producirse sin duda antes de esa fecha.
A pesar de la circulación de falsificaciones que afirman ser escritas por Pedro (p. ej. el Evangelio de
Pedro, Los Hechos de Pedro, y el Apocalipsis de Pedro), la iglesia primitiva nunca dudó que el
apóstol escribiera 1 Pedro. La primera afirmación de eso viene en 2 Pedro, que él mismo describió
como la segunda carta que había dirigido a sus lectores (2 P. 3:1). Hay comentarios acerca de que las
palabras y las frases de 1 Pedro en tales escritos de fines del siglo I e inicios del siglo II pertenecen a
la Epístola de Bernabé, la Primera Epístola de Clemente (que usa varias palabras griegas que no se
encuentran en ninguna parte del Nuevo Testamento excepto en 1 Pedro), el Pastor de Hermas, y las
Cartas de Ignacio. La obra antigua existente que en realidad cita de 1 Pedro es la Epístola de
Policarpo a los Filipenses, probablemente escrita en la segunda década del siglo II. A mediados del
siglo II, Justino Mártir pudo haber sabido de 1 Pedro; a finales de los siglos II y III, Ireneo,
Tertuliano y Clemente de Alejandría definitivamente atribuyeron 1 Pedro al apóstol Pedro. Al
resumir el punto de vista de la iglesia primitiva sobre la autenticidad de 1 Pedro, el historiador del
siglo IV Eusebio de Cesarea escribió: “Las obras que se llaman de Pedro, de las que sólo una epístola
se conoce como auténtica y admitida entre los antiguos ancianos, son las ya mencionadas” (Historia
Eclesiástica 3.3).
No obstante, a pesar del claro testimonio de la iglesia primitiva, incrédulos modernos escépticos,
niegan la autenticidad de 1 Pedro, igual que hacen con la mayoría de los otros libros del Nuevo
Testamento. Algunos ven en el libro una dependencia servil en los escritos de Pablo, y sostienen que
no pudo haber caracterizado un verdadero escrito de Pedro, quien en sí era un eminente apóstol. Es
cierto que Pedro conocía al menos algunos de los escritos de Pablo, puesto que se refiere a ellos en
2 Pedro 3:16. Sin embargo, las semejanzas entre 1 Pedro y las epístolas de Pablo no son tan grandes
como para exigir dependencia literaria, en especial entre dos hombres que enseñaron la misma
verdad apostólica (cp. Hch. 2:42). E.G. Selwyn advierte sabiamente:
El vocabulario del N. T. no es muy amplio; y es limitada la cantidad de palabras disponibles para
expresar una idea en particular. Por consiguiente, a menudo los paralelismos verbales no tienen
otra razón que el hecho de que la palabra en cuestión era la obvia y natural para ser usada en las
circunstancias. Las ideas en sí no son infinitamente numerosas; debido a que forman parte, o se
derivan de, un evangelio definido… que era la razón de ser de la Iglesia Cristiana y de su fe (The
First Epistle of St. Peter [Londres: Macmillan, 1961], p. 8).
Otros sostienen que Pedro, un compañero de Jesús, habría incluido más recuerdos personales del
Señor en su epístola. Pero es precisamente la presencia de tales recuerdos en 2 Pedro lo que hace que
los críticos rechacen su autenticidad (cp. 2 P. 1:16-18; 3:2). Ellos no pueden tocar en dos pianos a la
vez. Tampoco tales recuerdos faltan por completo en 1 Pedro (5:1; cp. 5:2 con Jn. 21:16; 5:5 con Jn.
13:3-5). En un tema relacionado, 1 Pedro contiene paralelismos sorprendentes con sermones de
Pedro registrados en Hechos (cp. 1:10-12 con Hch. 3:18; 1:17 con Hch. 10:34; 1:20 con Hch. 2:23;
1:21 con Hch. 2:32; 2:4, 7 con Hch. 4:11; 3:22 con Hch. 2:33; 4:5 con Hch. 10:42; el uso de xulon
[“cruz”; lit., “madero”] en 2:24 y Hch. 5:30 y 10:39).
Otro argumento esgrimido por quienes rechazan la autoría petrina es que la persecución a la vista en
1 Pedro se realizó bajo el emperador Trajano (98-117 d.C.). Eso, por supuesto, fue mucho después de
la vida del apóstol y, por tanto, él no pudo ser el autor de esta epístola. Señalan que Plinio,
gobernador romano de Bitinia, escribió al emperador Trajano preguntándole en parte “si el nombre
mismo [cristiano], aunque inocente de delito, debería castigarse, o únicamente los delitos vinculados
a ese nombre” (citado en Henry Bettenson, Documents of the Christian Church [Londres: Oxford
Univ., 1967], p. 3). Los críticos ven eso como el trasfondo para la amonestación de Pedro de que “si
alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino glorifique a Dios por ello” (4:16). Sin
embargo, el concepto de sufrir por el nombre de Cristo no era nuevo a 1 Pedro, y fue presentado por
el mismo Jesús. En Marcos 13:13 Él advirtió a sus seguidores: “Y seréis aborrecidos de todos por
causa de mi nombre”. Después de ser golpeado por el concilio, los apóstoles “salieron de la presencia
del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer afrenta por causa del Nombre”
(Hch. 5:41; cp. 9:16; Mt. 5:11; 10:22; 24:9).
Pero el argumento más elocuente para quienes rechazan la autenticidad de 1 Pedro es el lingüístico.
Insisten en que un simple pescador galileo cuya lengua nativa era el arameo no pudo haber escrito el
griego fluido y pulido de 1 Pedro, sobre todo siendo un hombre descrito en Hechos 4:13 como “sin
letras y del vulgo”. Un argumento consecuente es que Pedro, no hablante griego nativo, no habría
citado de la Septuaginta, como lo hace el escritor de 1 Pedro.
Existen buenas respuestas para cada uno de esos argumentos. Primera, algunos han exagerado las
afinidades clásicas del griego de 1 Pedro. Segunda, la epístola contiene expresiones semíticas
coherentes con la educación judía de Pedro. Tercera, Pedro era de Galilea, que incluso en la época de
Isaías era conocida como “Galilea de los gentiles” (Is. 9:1). El griego, junto con el arameo y el
hebreo, se hablaba comúnmente en toda Palestina (Robert L. Thomas y Stanley N. Gundry, A
Harmony of the Gospels [Chicago: Moody, 1979], pp. 309ss.). Eso era específicamente cierto en
Galilea, donde la influencia griega era fuerte, y cuyo territorio estaba cerca de la región gentil
conocida como Decápolis. Siendo hombre de negocios en Galilea, casi con seguridad Pedro conocía
el griego. Además, Pedro (Hch. 15:14) y sus compañeros galileos Andrés y Felipe tenían nombres
griegos. Mateo y Santiago, también galileos, escribieron libros del Nuevo Testamento en excelente
griego. Cuarta, Pedro escribió esta epístola después de tres décadas de viajar y ministrar entre
personas en gran medida de habla griega, lo que le habría dado una mayor habilidad con el idioma
griego. Quinta, para Pedro era natural citar la Septuaginta, ya que esa era la versión más conocida de
sus lectores. Sexta, la frase “sin letras y del vulgo” en Hechos 4:13 no significa que Pedro fuera
iletrado, sino más bien que era un laico, sin preparación rabínica (cp. Jn. 7:15). Tampoco son los
eruditos los únicos que pueden producir grandes obras literarias; por ejemplo, John Bunyan, autor de
una de las obras más fabulosas, El progreso del peregrino, era un humilde hojalatero (alguien que
reparaba utensilios caseros). Por último, era común que escritores antiguos usaran amanuenses, o
secretarios, para que les ayudaran a escribir sus libros. Aunque Pablo era un erudito muy bien
educado (Hch. 26:24), hizo uso de uno de tales amanuenses (Ro. 16:22; cp. 1 Co. 16:21; Col. 4:18;
2 Ts. 3:17). Pedro también usó uno para escribir 1 Pedro, dictando su carta a Silvano (5:12), quien
pudo pulir, bajo la supervisión de Pedro, el estilo literario del apóstol.
Quienes niegan la autoría de Pedro alegan que 1 Pedro o era una carta anónima a la que de alguna
manera se relacionó su nombre, o más la obra apócrifa de un “falsificador piadoso” que anexó el
nombre de Pedro a su carta en un intento de investirla con autoridad apostólica. Pero tales
afirmaciones engañosas están llenas de abrumadores inconvenientes. Quienes afirman que
originalmente la carta fue anónima sostienen que la introducción y la conclusión fueron añadidas más
tarde para hacerla aparecer como si Pedro la hubiera escrito. Pero es difícil imaginar cómo una carta
que había estado circulando anónimamente de repente pudo haber tenido el nombre de Pedro
agregado a ella sin levantar sospechas en las iglesias a las que fue dirigida. Tampoco hay evidencia
en algún manuscrito antiguo de que 1 Pedro circulara sin introducción ni conclusión.
Otra versión del punto de vista del “falsificador piadoso” sostiene que un individuo utilizó el
nombre de Pedro, no para engañar, sino como un inofensivo recurso literario que sus lectores habrían
entendido. Pero a esa teoría no le va mejor, como señala Donald Guthrie:
Es imposible elaborar un caso inteligible para el uso de pseudónimo en 1 Pedro. El hecho de que
el propósito del autor fuera alentar significa que las relaciones personales entre lectores y escritor
jugarían una parte mucho más importante que la autoridad apostólica. ¿Por qué el autor, si no fue
Pedro, no publicó sus estímulos en su propio nombre? Parece no haber respuesta satisfactoria a
esta pregunta. La epístola no trata con alguna herejía que podría haber requerido autoridad
apostólica para refutarla. Por otra parte, la mención de Silas y Marcos no puede considerarse
como parte de la maquinaria para atribución de un nombre falso, porque un falso Pedro sin duda
evitaría asociar tan de cerca con Pedro a aquellos que, según Hechos y las epístolas paulinas, eran
asociados de Pablo (New Testament Introduction [4 edición revisada; Downers Grove, Ill.:
a
DESTINO Y LECTORES
Pedro dirigió su epístola a los cristianos residentes en “Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia”
(1:1), regiones dentro del Imperio Romano que hoy día forman parte de Turquía. El orden en que se
nombran podría reflejar la ruta que el portador de la carta (Silvano, 5:12) siguió cuando la entregó.
No se sabe a ciencia cierta cómo se extendió el evangelio a esas regiones. Pablo ministró en al menos
parte de Galacia y Asia, pero no hay constancia de su obra evangelizadora en Ponto, Capadocia o
Bitinia. Es más, el Espíritu Santo le prohibió entrar a Bitinia (Hch. 16:7). Podría ser que los
convertidos por Pablo fundaran algunas de las iglesias (cp. Hch. 19:10, 26); y otras las podrían haber
fundado aquellos que se convirtieron el día de Pentecostés (cp. Hch. 2:9). Pedro también pudo haber
ministrado en esas regiones, aunque no hay registro de eso en Hechos. Las congregaciones consistían
sobre todo de gentiles (cp. 1:14, 18; 2:9-10; 4:3-4), pero indudablemente también incluían a algunos
judíos -cristianos.
TEMA Y PROPÓSITO
El propósito expresado de Pedro para escribir su epístola fue que sus lectores estuvieran firmes en la
verdadera gracia de Dios (5:12) frente a la escalada de persecución y sufrimiento. Para ese fin les
recordó la decisión que tomaron y la esperanza segura de su herencia celestial, les delineó los
privilegios y las bendiciones de conocer a Cristo; además el apóstol les dio instrucciones sobre cómo
comportarse en un mundo hostil, y les señaló el ejemplo del padecimiento de Cristo. Pedro quería
que sus lectores vivieran de manera triunfal en medio de la hostilidad, sin abandonar la esperanza, sin
amargarse, sin perder la fe en Cristo, y sin olvidar la Segunda Venida. Al obedecer la Palabra de Dios
a pesar del antagonismo del mundo, las vidas cristianas testificarán de la verdad del evangelio (2:12;
3:1, 13-17).
BOSQUEJO
Saludo (1:1-2)
I. Los cristianos que sufren deben recordar su gran salvación (1:3—2:10)
A. La seguridad de la salvación (1:3-12)
1. Está preservada por el poder de Dios (1:3-5)
2. Está probada por los sufrimientos de Dios (1:6-9)
3. Fue predicha por los profetas de Dios (1:10-12)
B. Las consecuencias de la salvación (1:13—2:10)
1. La prioridad de la santidad (1:13-23)
2. El poder de la Palabra (1:24—2:3)
3. El sacerdocio de los creyentes (2:4-10)
II. Los cristianos que sufren deben recordar su ejemplo delante de los hombres (2:11—4:6)
A. Al vivir con honor delante de incrédulos (2:11—3:7)
1. Sumisión en el ámbito cívico (2:11-17)
2. Sumisión en el lugar de trabajo (2:18-25)
3. Sumisión en la familia (3:1-7)
B. Al vivir con honor delante de creyentes (3:8-12)
C. Al vivir con honor en medio del sufrimiento (3:13—4:6)
1. El principio de sufrir por la justicia (3:13-17)
2. El modelo de sufrir por la justicia (3:18-22)
3. El propósito de sufrir por la justicia (4:1-6)
III. Los cristianos que sufren deben recordar que su Señor regresará (4:7—5:11)
A. Las responsabilidades de la vida cristiana (4:7-11)
B. La realidad del padecimiento cristiano (4:12-19)
C. Requisitos para el liderazgo cristiano (5:1-4)
D. Consecución de la victoria cristiana (5:5-11)
Conclusión (5:12-14)
LA CONDICIÓN DE LA ELECCIÓN
Pedro, apóstol de Jesucristo, a los expatriados de la dispersión en el Ponto, Galacia, Capadocia,
Asia y Bitinia, (1:1)
Pedro, el autor inspirado, se identifica como apóstol de Jesucristo. Otros versículos del Nuevo
Testamento también identifican a Pedro como un apóstol y, al poner su nombre a la cabeza de todas
las listas de los apóstoles de Jesús (Mt. 10:2; Mr. 3:16; Lc. 6:14; Hch. 1:13), destacan que él era el
líder de los Doce.
La intención de Pedro en esta primera parte de su saludo no solo fue identificar a sus lectores en
cuanto a su origen celestial, como escogidos de Dios, sino también en cuanto al estado que tenían
como residentes terrenales. El apóstol describe a sus lectores en esta condición terrenal como
expatriados. Parepidēmois (expatriados) puede designar a quienes son residentes temporales, o a
quienes son extranjeros o refugiados (cp. Gn. 23:4; Éx. 2:22; 22:21; Sal. 119:19; Hch. 7:29; He.
11:13). El apóstol los identifica además como personas que pertenecían a la dispersión en varios
lugares. Dispersión se traduce de diáspora, de donde se deriva otro término castellano: dispersos.
Comentarios, obras teológicas, y escritos sobre historia bíblica a menudo transcriben diáspora y la
usan de forma intercambiable con dispersión. En sus otras dos apariciones en el Nuevo Testamento,
diáspora es un término técnico que se refiere a la diseminación de los judíos a través del mundo a
causa de los cautiverios asirio y babilonio. En ambos casos la palabra tiene el artículo definido (Jn.
7:35; Stg. 1:1). Sin embargo, aunque Pedro sí incluye aquí el artículo definido, es mejor interpretar el
término como una referencia no técnica a creyentes muy dispersos geográficamente.
Aunque Dios llamó a Pedro a ser el apóstol a los judíos (Gá. 2:7), la ausencia del artículo definido
con la diáspora argumenta que en su saludo Pedro no se estaba dirigiendo como tal a judíos. Otro
pasaje apoya esa interpretación. En 2:11 identifica a sus lectores, no de manera racial o nacional sino
espiritual: “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos
carnales que batallan contra el alma”. Por tanto, el apóstol no solamente se dirigió a judíos que
estaban dispersos de su tierra natal, sino a creyentes gentiles, quienes espiritualmente eran
expatriados en el mundo.
La Iglesia está compuesta de extranjeros y peregrinos esparcidos por todo el planeta, lejos de su
verdadero hogar en el cielo (cp. Fil. 3:20; He. 11:13-16; 13:14). Específicamente, Pedro se estaba
dirigiendo a las iglesias en Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, todas provincias de Asia
Menor (la moderna Turquía) en esa época. Ponto se hallaba en el extremo norte, y algunos de sus
peregrinos judíos estuvieron en Jerusalén durante los acontecimientos extraordinarios de Pentecostés
(Hch. 2:9). La provincia también era el hogar de Aquila (Hch. 18:2), el judío que junto con su esposa
Priscila se hicieron cristianos en Roma y después ministraron al lado de Pablo (Hch. 18:18). Galacia
estaba en Asia Menor central y contenía las poblaciones de Derbe, Listra e Iconio, donde Pablo
ministró varias veces (Hch. 14:1-13; 16:1-5; 18:23). Capadocia estaba ubicada en la sección este de
Asia Menor, al norte de Cilicia, y también se la menciona en relación con los peregrinos de Hechos
2:9. Asia incluía la mayor parte del occidente de Asia Menor y contenía tales divisiones como Misia,
Lidia, Caria y gran parte de Frigia. La provincia fue el sitio de un ministerio extenso de Pablo en su
tercer viaje: “Todos los que habitaban en Asia, judíos y griegos, oyeron la palabra del Señor Jesús”
(Hch. 19:10) y se mencionan otros doce lugares en Hechos. Bitinia se localizaba en el noroeste de
Asia Menor cerca del Bósforo, el estrecho que separa las secciones europea y asiática de la moderna
Turquía. A esta provincia se alude solo en otro sitio en el Nuevo Testamento, cuando el Espíritu
Santo, durante el segundo viaje misionero de Pablo, le prohibió entrar en ella (Hch. 16:7).
Según indican las regiones geográficas que Pedro menciona en su saludo, esta carta tuvo amplia
circulación. Sin duda, en cada una de esas regiones las iglesias recibieron y leyeron la epístola. Por
ejemplo, había al menos siete iglesias en Asia Menor (Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis,
Filadelfia y Laodicea) que treinta años más tarde recibieron revelación especial del mismo Cristo
resucitado (Ap. 1:11; capítulos 2—3). Y había otros lugares notables en Asia Menor, como Colosas,
que Pedro ni siquiera menciona. Así que él estaba escribiendo a una gran cantidad de creyentes
diseminados como extranjeros espirituales a través de una región pagana y hostil.
Pedro se dirigió a tan amplia audiencia debido a que la persecución romana de cristianos se había
extendido a todo el imperio. Los creyentes en todas partes iban a sufrir (cp. Lc. 21:12; Fil. 1:29; Stg.
1:1-3). El apóstol quería que esos cristianos recordaran que en medio de sufrimiento y dificultades
potencialmente enormes aún eran los escogidos de Dios, y que como tales podían enfrentar
persecución con esperanza triunfante (cp. 4:13, 16, 19; Ro. 8:35-39; 2 Ti. 3:11; He. 10:34-36).
NATURALEZA DE LA ELECCIÓN
elegidos (1:2a)
Como expatriados espirituales, lo más importante para los lectores de Pedro no era su relación con la
tierra sino su relación con el cielo. Al describir la esperanza de Abraham, el escritor de Hebreos
declaró: “Esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios” (11:10;
cp. vv. 13-16; Jn. 14:1-3; Fil. 3:20).
Con la comprensión de esa verdad, Pedro identifica a sus lectores como elegidos (eklektos). El
apóstol reitera esta idea en 2:9: “Vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable”. Las alusiones de Pedro al Antiguo Testamento en ese versículo dejan en claro su
comprensión de que Dios había escogido soberanamente a Israel: “Tú eres pueblo santo para Jehová
tu Dios; Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que
están sobre la tierra” (Dt. 7:6; cp. 14:2; Sal. 105:43; 135:4).
El amor soberano de Dios también dio lugar a su elección de la Iglesia. El apóstol Pablo informó a
la iglesia en Éfeso: “En él asimismo tuvimos herencia, habiendo sido predestinados conforme al
propósito del que hace todas las cosas según el designio de su voluntad” (Ef. 1:11). A los
tesalonicenses declaró: “Nosotros debemos dar siempre gracias a Dios respecto a vosotros, hermanos
amados por el Señor, de que Dios os haya escogido desde el principio para salvación, mediante la
santificación por el Espíritu y la fe en la verdad” (2 Ts. 2:13; cp. Jn. 15:16; Ro. 8:29-30; 1 Co. 1:27;
Ef. 1:4-5; 2:10; Col. 3:12; 1 Ts. 1:4; Tit. 1:1).
Jesús tampoco dudó en enseñar sin ambigüedades ni complejos la verdad de la elección: “Ninguno
puede venir a mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero” (Jn.
6:44); “no hablo de todos vosotros; yo sé a quienes he elegido” (13:18; cp. Lc. 10:20; 18:7; Jn. 17:6,
9). El Señor supuso la verdad de la elección divina en su discurso del Monte de los Olivos, haciendo
referencia indirecta a esta en tres ocasiones: “Y si aquellos días no fuesen acortados, nadie sería
salvo; mas por causa de los escogidos, aquellos días serán acortados” (Mt. 24:22; véase también
vv. 24, 31; Mr. 13:20).
Dios ha escogido personas de todo el mundo (Ap. 5:9; 7:9; cp. Jn. 10:16; Hch. 15:14) para que le
pertenezcan, y la Iglesia son esas personas (cp. Ro. 8:29; Ef. 5:27). A lo largo del Nuevo Testamento
esta verdad se presenta claramente (2:8-9; Mt. 24:22, 24, 31; Lc. 18:7; Col. 3:12; Tit. 1:1-2; Stg. 2:5).
El apóstol Juan cita reiteradamente a Jesús diciendo que el Padre da el Hijo a quien Él escoge:
Todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera. Porque he
descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y esta es la
voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo
resucite en el día postrero. Y esta es la voluntad del que me ha enviado: Que todo aquél que ve al
Hijo, y cree en él, tenga vida eterna; y yo le resucitaré en el día postrero. Murmuraban entonces
de él los judíos, porque había dicho: Yo soy el pan que descendió del cielo. Y decían: ¿No es éste
Jesús, el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo, pues, dice éste: Del cielo
he descendido? Jesús respondió y les dijo: No murmuréis entre vosotros. Ninguno puede venir a
mí, si el Padre que me envió no le trajere; y yo le resucitaré en el día postrero. Escrito está en los
profetas: Y serán todos enseñados por Dios. Así que, todo aquel que oyó al Padre, y aprendió de
él, viene a mí (Jn. 6:37-45).
He manifestado tu nombre a los hombres que del mundo me diste; tuyos eran, y me los diste, y
han guardado tu palabra… Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los guardaba en tu nombre;
a los que me diste, yo los guardé, y ninguno de ellos se perdió, sino el hijo de perdición, para que
la Escritura se cumpliese… Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también
ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde
antes de la fundación del mundo (17:6, 12, 24).
Los escogidos son expresiones del amor del Padre por el Hijo. Todos los que el Padre da, el Hijo
recibe; y el Hijo los protege y los resucita a vida eterna. En principio, Jesús reveló esto a sus
discípulos en el aposento alto: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os
he puesto para que vayáis y llevéis fruto, y vuestro fruto permanezca; para que todo lo que pidiereis
al Padre en mi nombre, él os lo dé” (Jn. 15:16). Juan 5:21 afirma: “Porque como el Padre levanta a
los muertos, y les da vida, así también el Hijo a los que quiere da vida”. Lucas narra la elección
soberana que Dios hizo de la iglesia en Pisidia durante el primer viaje misionero de Pablo:
Entonces Pablo y Bernabé, hablando con denuedo, dijeron: A vosotros a la verdad era necesario
que se os hablase primero la palabra de Dios; mas puesto que la desecháis, y no os juzgáis
dignos de la vida eterna, he aquí, nos volvemos a los gentiles. Porque así nos ha mandado el
Señor, diciendo: Te he puesto para luz de los gentiles, a fin de que seas para salvación hasta lo
último de la tierra. Los gentiles, oyendo esto, se regocijaban y glorificaban la palabra del Señor,
y creyeron todos los que estaban ordenados para vida eterna. Y la palabra del Señor se difundía
por toda aquella provincia (Hch. 13:46-49).
Pablo escribió con claridad la verdad de que la elección es totalmente consecuencia del propósito
soberano y de la gracia de Dios, “quien nos salvó y llamó con llamamiento santo, no conforme a
nuestras obras, sino según el propósito suyo y la gracia que nos fue dada en Cristo Jesús antes de los
tiempos de los siglos” (2 Ti. 1:9). El gran apóstol define más adelante esta verdad en Romanos 8:28-
30:
Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que
conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó
para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre
muchos hermanos. Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos
también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó.
Juan destaca además lo eterno de la elección al final del Nuevo Testamento cuando observa que el
libro de la vida existió desde antes de la fundación del mundo (Ap. 13:8; 17:8; cp. 3:5; 20:12, 15;
21:27). Desde la eternidad pasada, Dios ha tenido en mente un enorme cuerpo de creyentes a los que
decidió amar (1 Jn. 4:10; cp. Ro. 10:20), para salvarlos de su pecado (Ef. 2:1-5; Col. 2:13), y
conformarlos a la imagen de su Hijo (Ro. 8:29; 1 Co. 1:7-9; 2 Co. 3:18; Jud. 24-25). Y cada uno de
esos nombres, de toda nacionalidad y época de la historia, Dios lo aseguró específicamente en
propósito eterno antes de que el mundo comenzara.
EL ORIGEN DE LA ELECCIÓN
según la presciencia de Dios Padre (1:2a)
Una explicación popular para la elección de parte de aquellos que no pueden aceptar la decisión
soberana de Dios basada en nada más que su propia voluntad, se deriva de una mala comprensión de
la presciencia. Según esa comprensión, el término simplemente significa adivinación o conocimiento
sobrenatural del futuro. Los proponentes afirman que Dios en su omnisciencia miró los corredores
del tiempo y vio quién creería el evangelio y quién no lo creería. Entonces eligió para la salvación a
todos aquellos que Él sabía que decidirían creer, y les garantizó que llegarían al cielo. Sin embargo,
hay por lo menos tres razones de que tal interpretación de presciencia no es bíblica. Primera, hace al
hombre soberano en la salvación en lugar de Dios, aunque Jesús afirmó la soberanía suya y del Padre
cuando les dijo a sus discípulos: “No me elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros”
(Jn. 15:16; cp. Ro. 9:11-13, 16). Segunda, esta interpretación da al hombre un mérito excesivo por su
propia salvación, lo que le permite participar de la gloria que pertenece solo a Dios. El conocido
pasaje de la salvación, Efesios 2:8-9, acaba con esa noción: “Porque por gracia sois salvos por medio
de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe” (cursivas
añadidas; cp. 1 Co. 1:29, 31). Tercera, supone que el hombre caído puede buscar a Dios. Romanos
3:11, citando de Salmos 14:1-3 y 53:1-3, declara sin ambages: “No hay quien entienda, no hay quien
busque a Dios” (cp. Ef. 2:1). El apóstol Juan define con exactitud la iniciativa salvadora de Dios: “En
esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros,
y envió a su Hijo en propiciación por nuestros pecados” (1 Jn. 4:10; cp. Ro. 5:8).
Cualquier tipo de definición de la presciencia centrada en el hombre es incompatible con la absoluta
soberanía de Dios sobre todas las cosas: “Acordaos de las cosas pasadas desde los tiempos antiguos;
porque yo soy Dios, y no hay otro Dios, y nada hay semejante a mí, que anuncio lo por venir desde el
principio, y desde la antigüedad lo que aún no era hecho; que digo: Mi consejo permanecerá, y haré
todo lo que quiero” (Is. 46:9-10; cp. 14:24, 27; Job 42:1-2; Sal. 115:3; 135:6; Jer. 32:17).
El uso de la palabra griega traducida presciencia en el versículo 2 también prueba que no puede
significar simplemente conocimiento de acontecimientos y actitudes futuras. Prognōsis (presciencia)
se refiere a intención eterna, predeterminada, amorosa y salvadora. En 1:20, Pedro usa el verbo
relacionado “ya destinado”, una forma de proginōskō, en referencia al conocimiento de Dios de la
eternidad pasada de que enviaría a su Hijo para redimir a pecadores. El uso de este verbo no puede
significar que Dios mirara dentro de la historia futura y viera que Jesús elegiría morir, por lo que lo
hizo el Salvador. De la misma manera que Dios Padre conoció de antemano su plan para la
crucifixión de Cristo desde antes de la fundación del mundo (Hch. 2:23; cp. 1 P. 2:6), también
conoció de antemano a los elegidos. En ningún caso se trató de un asunto de simple información
previa acerca de lo que iba a acontecer. Por tanto, presciencia implica determinación de parte de
Dios de tener una relación con algunos individuos, basado en su plan eterno. Es el propósito divino el
que lleva al cumplimiento de la salvación para los pecadores, conseguida por medio de la muerte de
Jesucristo en la cruz, no simplemente es un conocimiento anticipado que observa cómo las personas
responderán a la oferta de salvación que Dios haría.
En el Antiguo Testamento, “conocer” a alguien podía indicar una relación sexual (Nm. 31:18, 35;
Jue. 21:12; cp. Gn. 19:8). Mucho antes de que Pedro articulara la naturaleza del conocimiento previo
de Dios, “Jehová dijo a Moisés: También haré esto que has dicho, por cuanto has hallado gracia en
mis ojos, y te he conocido por tu nombre” (Éx. 33:17). En relación con Cristo el Siervo, Isaías 49:1-2
declara: “Oídme, costas, y escuchad, pueblos lejanos. Jehová me llamó desde el vientre, desde las
entrañas de mi madre tuvo mi nombre en memoria. Y puso mi boca como espada aguda, me cubrió
con la sombra de su mano; y me puso por saeta bruñida, me guardó en su aljaba”. Dios tuvo una
relación predeterminada con el profeta Jeremías: “Antes que te formase en el vientre te conocí, y
antes que nacieses te santifiqué, te di por profeta a las naciones” (Jer. 1:5). Amós escribió acerca del
conocimiento previo de Dios en cuanto a Israel: “A vosotros solamente he conocido de todas las
familias de la tierra” (Am. 3:2). En todas las referencias anteriores no se habla tan solo de que Dios
tenga información respecto de alguien, sino que Él quería establecer una relación con alguien. Y la
presciencia nos dice que Dios estableció eso por decreto divino antes del inicio del tiempo.
De acuerdo con la continuidad de las Escrituras, la comprensión del conocimiento previo en el
Antiguo Testamento aparece otra vez en los evangelios. Jesús, aclarando la verdadera naturaleza de
la salvación en su Sermón del Monte, declaró esto acerca de los falsos elegidos: “Muchos me dirán
en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios,
y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de
mí, hacedores de maldad” (Mt. 7:22-23). Sin duda, Jesús sabía quiénes eran tales individuos, pero no
los “conocía” en el sentido de que hubiera predeterminado una relación salvadora con ellos. Esa clase
de relación está reservada para sus ovejas: “Yo soy el buen pastor; y conozco mis ovejas, y las mías
me conocen” (Jn. 10:14; cp. vv. 16, 26-28; 17:9-10, 20-21). La presciencia de salvación entonces
implica que Dios decide conocer a alguien para tener una relación íntima de salvación, escogiéndolo
por consiguiente desde la eternidad pasada para que reciba su amor redentor.
LA ESFERA DE LA ELECCIÓN
en santificación del Espíritu, (1:2b)
La manifestación exterior de la elección de los elegidos hecha por Dios en la eternidad comienza a
tiempo en santificación del Espíritu. La santificación abarca todo lo que el Espíritu produce en la
salvación: fe (Ef. 2:8), arrepentimiento (Hch. 11:15-18), regeneración (Tit. 3:5) y adopción (Ro.
8:16-17). Por tanto, la elección, el plan de Dios, se convierte en una realidad en la vida del creyente a
través de la salvación, la obra de Dios, que el Espíritu Santo lleva a cabo.
La santificación (hagiasmō) se refiere a separación, consagración y santidad. Primera de Pedro 2:9-
10 ilustra el principio: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo
adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en
otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia”. En la
salvación, la santificación del Espíritu aparta del pecado a los creyentes para Dios, los separa de la
oscuridad y los lleva a la luz, los aparta de la incredulidad y los lleva a la fe, y los aísla
misericordiosamente del amor al pecado y los lleva al amor de la justicia (Jn. 3:3-8; Ro.8:2; 2 Co.
5:17; cp. 1 Co. 2:10-16; Ef. 2:1-5; 5:8; Col. 2:13).
Años antes, ante el concilio de Jerusalén, Pedro expresó el mismo principio:
Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo: Varones hermanos, vosotros sabéis
cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles oyesen por mi boca la palabra del
evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les dio testimonio, dándoles el Espíritu
Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo entre nosotros y ellos, purificando por
la fe sus corazones (Hch. 15:7-9).
El Espíritu Santo limpió por fe los corazones de los gentiles convertidos. Eso pone de relieve una
vez más que la salvación es obra del Espíritu (Jn. 3:3-8; cp. Ro. 15:16; 1 Co. 6:11; 1 Ts. 1:4-6; 2 Ts.
2:13; Tit. 3:5).
Una vez que el Espíritu Santo separa en la salvación a los creyentes del pecado, continúa para
hacerlos más y más santos (cp. Fil. 1:6) en el proceso progresivo de separación y santificación de por
vida (Ro. 12:1-2; 2 Co. 7:1; 1 Ts. 5:23-24; He. 12:14; cp. Ef. 4:24, 30; 2 Ti. 4:18). Pablo dice que
Dios eligió a creyentes “para que fuésemos santos y sin mancha delante de él” (Ef. 1:4). Tal situación
empieza en la salvación y se completa en la glorificación. El proceso de santificación es la manera en
que el propósito redentor de Dios obra en la vida terrenal de los cristianos (cp. Ro. 6:22; Gá. 4:6; Fil.
2:12-13; 2 Ts. 2:13; He. 12:14).
EL EFECTO DE LA ELECCIÓN
para obedecer (1:2c)
La obediencia a Jesucristo es el efecto o subproducto de la elección divina. Efesios 2:10 declara:
“Porque somos hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios preparó de
antemano para que anduviésemos en ellas”. Obedecer a Jesucristo es entonces equivalente a ser
salvos. Pablo lo denominó “la obediencia a la fe” (Ro. 1:5). Los creyentes no obedecen perfecta y
totalmente (1 Jn. 1:8-10; cp. Ro. 7:14-25), pero sin embargo existe un patrón de obediencia en sus
vidas, mientras por medio de Cristo se vuelven siervos de la justicia (Ro. 6:17-18; cp. Ro. 8:1-2;
2 Co. 10:5b).
Pablo estaba agradecido por los creyentes tesalonicenses porque vio en sus vidas muchos ejemplos
de obediencia a Cristo.
Damos siempre gracias a Dios por todos vosotros, haciendo memoria de vosotros en nuestras
oraciones, acordándonos sin cesar delante del Dios y Padre nuestro de la obra de vuestra fe, del
trabajo de vuestro amor y de vuestra constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo.
Porque conocemos, hermanos amados de Dios, vuestra elección; pues nuestro evangelio no llegó
a vosotros en palabras solamente, sino también en poder, en el Espíritu Santo y en plena
certidumbre, como bien sabéis cuáles fuimos entre vosotros por amor de vosotros. Y vosotros
vinisteis a ser imitadores de nosotros y del Señor, recibiendo la palabra en medio de gran
tribulación, con gozo del Espíritu Santo, de tal manera que habéis sido ejemplo a todos los de
Macedonia y de Acaya que han creído. Porque partiendo de vosotros ha sido divulgada la
palabra del Señor, no sólo en Macedonia y Acaya, sino que también en todo lugar vuestra fe en
Dios se ha extendido, de modo que nosotros no tenemos necesidad de hablar nada; porque ellos
mismos cuentan de nosotros la manera en que nos recibisteis, y cómo os convertisteis de los
ídolos a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y esperar de los cielos a su Hijo, al cual
resucitó de los muertos, a Jesús, quien nos libra de la ira venidera (1 Ts. 1:2-10).
Todos esos ejemplos (su fe, amor y esperanza en Cristo; la imitación de Pablo y el Señor; su
conducta ejemplar delante de los demás; su proclamación de la Palabra; volverse de los ídolos;
esperar a Cristo) demostraba verdadera regeneración de los tesalonicenses. (La primera epístola de
Juan narra un caso aún más extenso de verdadera salvación como resultado de la obediencia a Cristo
[2:3-5; 3:6-10, 24; 5:2-3].)
En la glorificación viene el cumplimiento del propósito de la elección y de la obra final de
santificación, cuando los creyentes sean totalmente conformados a Cristo (Ro. 8:29; 1 Jn. 3:2). Hasta
entonces, la obediencia es el efecto de la elección.
LA SEGURIDAD DE LA ELECCIÓN
y ser rociados con la sangre de Jesucristo: (1:2d)
Otro componente muy importante y práctico de la elección es la seguridad para el creyente. Esto se
afirma en el pasaje citado antes (Jn. 6:37-40), en que Jesús dijo que no echaría fuera a quienes
confían verdaderamente en Él, sino que los resucitaría en el día postrero. Dios indica esa seguridad
en que los elegidos son rociados con la sangre de Jesucristo. La metáfora de Pedro aquí mira hacia
atrás a la época del Antiguo Testamento en que se rociaba sangre sobre el pueblo de Israel. Ese
acontecimiento es tan importante que la carta a los Hebreos lo menciona una vez específicamente y
otra por alusión (9:19-20; 12:24). El siguiente pasaje en Éxodo describe el extraordinario suceso:
Y Moisés vino y contó al pueblo todas las palabras de Jehová, y todas las leyes; y todo el pueblo
respondió a una voz, y dijo: Haremos todas las palabras que Jehová ha dicho. Y Moisés escribió
todas las palabras de Jehová, y levantándose de mañana edificó un altar al pie del monte, y doce
columnas, según las doce tribus de Israel. Y envió jóvenes de los hijos de Israel, los cuales
ofrecieron holocaustos y becerros como sacrificios de paz a Jehová. Y Moisés tomó la mitad de la
sangre, y la puso en tazones, y esparció la otra mitad de la sangre sobre el altar. Y tomó el libro
del pacto y lo leyó a oídos del pueblo, el cual dijo: Haremos todas las cosas que Jehová ha dicho,
y obedeceremos. Entonces Moisés tomó la sangre y roció sobre el pueblo, y dijo: He aquí la
sangre del pacto que Jehová ha hecho con vosotros sobre todas estas cosas (24:3-8).
Moisés acababa de regresar del monte Sinaí y oralmente revisó la ley para el pueblo de Dios
recibida allí. Según afirma el texto, los israelitas respondieron con sumisión comprometiéndose a
obedecer todo lo que Dios requería. Esto inició el acuerdo del pacto de decisiones entre Dios y su
pueblo (cp. Éx. 19:3—20:17). Bajo la inspiración del Espíritu, Moisés escribió todas las palabras de
la ley que acababa de recitar. Cuando terminó, a la mañana siguiente construyó un altar al pie del
monte para simbolizar la ratificación del pacto entre Dios y el pueblo. A fin de representar la
participación de toda la nación, el altar consistía de doce montones de piedras (columnas), una por
cada una de las doce tribus. Para facilitar al pueblo una oportunidad adicional de expresar su
determinación de obedecer la ley, Moisés ofreció holocaustos y becerros como ofrendas de paz.
Moisés puso la mitad de la sangre de los animales sacrificados en grandes tazones, y la otra mitad la
esparció sobre el altar de Dios. Entonces Moisés leyó al pueblo las palabras de la ley que había
escrito la noche anterior y los israelitas comenzaron a jurar obediencia. Después de eso, Moisés
salpicó al pueblo con la sangre restante de los tazones, y de este modo oficializó de manera visual y
ceremonial la promesa y el compromiso de obediencia por parte del pueblo. La sangre derramada era
una demostración tangible de que dos partes habían hecho un compromiso vinculante (cp. Gn. 15:9-
18; Jer. 34:18-19). Israel hizo una promesa de obediencia a Dios, mediada a través de un sacrificio.
La sangre esparcida sobre el altar representaba el pacto de Dios para revelar su ley, y la sangre
esparcida sobre el pueblo significaba la aceptación de obedecer por parte del pueblo.
El Espíritu Santo compara ese compromiso excepcional con el pacto inherente en la fe salvadora en
Jesucristo, la cual conlleva una promesa similar de obedecer la Palabra del Señor. Cuando los
creyentes confían en el sacrificio expiatorio de Cristo por ellos, no solo aceptan el beneficio de su
muerte a su favor, también se están sometiendo a su señorío soberano (cp. Mt. 7:24-27; 1 Ts. 1:9;
2:13; Stg. 1:21-23). Y la sangre de Cristo derramada en la cruz actúa como un sello para ese pacto.
Es más, la noche antes de su muerte, cuando instituyó la Cena del Señor, Jesús repitió las palabras de
Moisés en Éxodo 24:8: “Y tomando la copa, y habiendo dado gracias, les dio, diciendo: Bebed de
ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de
los pecados” (Mt. 26:27-28). Intrínseca en el nuevo pacto estaba la promesa de que el Señor vendría
y redimiría a los pecadores, y estos responderían cumpliendo la Palabra de Dios.
Pedro afirma que cuando los creyentes fueran espiritualmente rociados con la sangre de
Jesucristo, entrarían en un pacto de obediencia. Años antes, Pedro y los demás apóstoles se
refirieron a la verdad de obediencia cuando declararon a los líderes judíos: “A éste, Dios ha exaltado
con su diestra por Príncipe y Salvador, para dar a Israel arrepentimiento y perdón de pecados. Y
nosotros somos testigos suyos de estas cosas, y también el Espíritu Santo, el cual ha dado Dios a los
que le obedecen” (Hch. 5:31-32).
Para recapitular la analogía del Antiguo Testamento: la sangre rociada sobre el altar de Dios
simbolizaba su compromiso de perdonar (cumplido por completo en la muerte expiatoria de Cristo),
y la sangre rociada sobre el pueblo simbolizaba su intención de obedecer la ley de Dios (más
plenamente cumplido cuando los cristianos andan en el Espíritu y obedecen la Palabra). Primera de
Juan 2:3-6 es inequívoca en cuanto a esta sumisión:
Y en esto sabemos que nosotros le conocemos, si guardamos sus mandamientos. El que dice: Yo
le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él; pero el
que guarda su palabra, en éste verdaderamente el amor de Dios se ha perfeccionado; por esto
sabemos que estamos en él. El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo.
Así como una moneda tiene dos caras, el nuevo pacto tiene dos lados: salvación y obediencia. Como
resultado de la elección divina, los hijos de Dios reciben salvación del pecado y tienen el afán de
obedecerle; y Él promete perdonarlos cuando no lo hacen. La misma sangre de Jesucristo que selló el
nuevo pacto sigue limpiando espiritualmente los pecados de los cristianos cuando estos desobedecen
(cp. He. 7:25; 9:11-15; 10:12-18; 1 Jn. 1:7).
Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo
renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una
herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros,
que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está
preparada para ser manifestada en el tiempo postrero. (1:3-5)
El apóstol Pedro sigue la introducción de su primera carta con una profunda doxología respecto a la
maravilla de la salvación. Consideró esencial comenzar el cuerpo de la carta con este himno gozoso
de alabanza, ya que los creyentes a los que la dirigió se enfrentaban a una severa persecución de parte
de Roma. El pasaje es un himno de adoración que tiene el propósito de animar a los cristianos que
viven en un mundo hostil a mirar más allá de sus problemas temporales y disfrutar de su herencia
eterna.
La doxología de Pedro tiene componentes que ayudan a todos los creyentes a alabar a Dios de
manera más inteligente. A fin de ayudar a la Iglesia a captar su herencia eterna, a bendecir y a adorar
a Dios con mayor plenitud, Pedro establece cinco características relevantes: el origen, el motivo, la
apropiación, la naturaleza, y la seguridad de la herencia del creyente.
3. El gozo de la salvación
En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis
que ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más
preciosa que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza,
gloria y honra cuando sea manifestado Jesucristo, a quien amáis sin haberle visto, en quien
creyendo, aunque ahora no lo veáis, os alegráis con gozo inefable y glorioso; obteniendo el fin
de vuestra fe, que es la salvación de vuestras almas. (1:6-9)
Uno de los capítulos más apreciados en los evangelios es Lucas 15. Allí Cristo narra tres parábolas
memorables: la de la oveja perdida (vv. 4-7), la moneda perdida (vv. 8-10), y la del hijo perdido
(pródigo) (vv. 11-32). Cada parábola representa la salvación, cada una describe un alma perdida
perdonada y reconciliada con Dios. Además, cada parábola concluye con una celebración de
tremendo júbilo por la recuperación de lo que se había perdido, que ilustra la respuesta del cielo ante
la salvación de un pecador (15:6, 9, 32).
La salvación genuina y el gozo verdadero van de la mano y no se limitan a los habitantes celestiales.
La meta de Pedro en este texto es lograr que, a la luz de la salvación eterna, los creyentes entiendan
que el gozo debería ser para ellos una expresión constante. Este gozo refleja lo que sin duda Pedro
conocía de la revelación del Antiguo Testamento. El salmista tenía mucho que decir acerca del gozo
y el creyente: “Envía tu luz y tu verdad; éstas me guiarán; me conducirán a tu santo monte, y a tus
moradas. Entraré al altar de Dios, al Dios de mi alegría y de mi gozo; y te alabaré con arpa, oh Dios,
Dios mío” (Sal. 43:3-4; cp. 4:7; 5:11; 9:2; 32:11; 37:4; 51:12). El profeta Isaías escribió: “Y los
redimidos de Jehová volverán, y vendrán a Sion con alegría; y gozo perpetuo será sobre sus cabezas;
y tendrán gozo y alegría, y huirán la tristeza y el gemido” (Is. 35:10; cp. 61:10). El Evangelio de
Lucas llama al nacimiento de Cristo “nuevas de gran gozo” (2:10), y Pablo elogió a los creyentes
tesalonicenses por recibir “con gozo del Espíritu Santo” (1 Ts. 1:6; cp. Fil. 4:4; 1 Ts. 5:16) el
mensaje del evangelio que les ofreció.
Pedro escribió con anticipación sobre el tema del gozo y el creyente porque sus lectores necesitaban
el recordatorio y el ánimo cuando enfrentaran severa persecución. Más adelante, en 2:12, los exhortó:
“Manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles; para que en lo que murmuran de
vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras
buenas obras”. La clara sugerencia es que aunque los destinatarios de esta carta estuvieran sufriendo
injustamente, debían esperar tal maltrato y soportarlo con gozo y paciencia (cp. 2:18-21; 3:9, 14-15,
17; 4:1, 12, 14, 16, 19; 5:10). A la luz de la bendición de la salvación, ninguna dificultad terrenal
debía disminuirles el gozo (cp. Hab. 3:17-18; Mt. 5:11-12; Stg. 1:2).
El gozo de la salvación no es una emoción breve, superficial o circunstancial, sino más bien algo
permanente y profundo (Ro. 5:11; 14:17; Gá. 5:22; Fil. 1:25; 4:4; cp. 1 Cr. 16:27; 29:17; Esd. 3:12;
Neh. 8:10; Job 8:19; Sal. 5:11; 16:11; 43:4; Is. 35:10; 51:11; Mt. 13:44; 25:21; Lc. 24:52; Jn. 16:24;
Hch. 13:52; Jud. 24), ligado estrechamente a las bendiciones espirituales de fe, esperanza y amor (cp.
Ro. 5:2; 12:12; 15:13; He. 12:2), y otorgado por Dios a través de su Hijo y el Espíritu Santo (Lc.
2:10-11, 29-32, 38; 24:52; Jn. 15:11; 16:22; 17:13; 1 Ts. 1:6; cp. Jn. 10:10; 14:26-27; 16:33). La
simple felicidad viene de acontecimientos positivos externos, pero el gozo de la salvación resulta de
la confianza profundamente arraigada de que se posee vida eterna de parte del Dios vivo mediante el
Cristo crucificado y resucitado (cp. Fil. 3:7-11; He. 6:19-20; 10:19-22; 1 Jn. 5:13-14), gozo que se
comprenderá totalmente en la gloria del cielo.
Pedro brinda cinco perspectivas sobre el gozo para que los creyentes puedan triunfar incluso en las
circunstancias más adversas. Él destaca la realidad de que el gozo se deriva de la confianza en una
herencia protegida, en una fe probada, en una honra prometida, en una comunión personal con Cristo,
y en una liberación presente.
4. La grandeza de la salvación
Por tanto, ceñid los lomos de vuestro entendimiento, sed sobrios, y esperad por completo en la
gracia que se os traerá cuando Jesucristo sea manifestado; como hijos obedientes, no os
conforméis a los deseos que antes teníais estando en vuestra ignorancia; sino, como aquel que
os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir; porque escrito
está: Sed santos, porque yo soy santo. Y si invocáis por Padre a aquel que sin acepción de
personas juzga según la obra de cada uno, conducíos en temor todo el tiempo de vuestra
peregrinación; (1:13-17)
En su parábola del siervo fiel, Jesús dijo a sus oyentes: “A todo aquel a quien se haya dado mucho,
mucho se le demandará” (Lc. 12:48). Sin duda ese principio también se relaciona con la respuesta de
los cristianos a su salvación. Ya que ningún regalo es más grande que el del perdón de Dios y la
salvación en Jesucristo, nada puede demandar una mayor respuesta.
En los versículos 1-12, el apóstol Pedro describió el lugar supremo de la salvación en el plan
predestinado de Dios, explicó la maravillosa promesa de la herencia eterna, y proclamó su grandeza
intrínseca. Entonces en el versículo 13 Pedro cambia al modo imperativo. Pasa de describir y explicar
la naturaleza de la salvación, a indicar qué obligaciones y responsabilidades la salvación divina pone
en todos aquellos que la han recibido. Estas obligaciones se pueden resumir en tres palabras:
esperanza, santidad y honra.
6. La maravilla de la redención
sabiendo que fuisteis rescatados de vuestra vana manera de vivir, la cual recibisteis de vuestros
padres, no con cosas corruptibles, como oro o plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, como
de un cordero sin mancha y sin contaminación, ya destinado desde antes de la fundación del
mundo, pero manifestado en los postreros tiempos por amor de vosotros, y mediante el cual
creéis en Dios, quien le resucitó de los muertos y le ha dado gloria, para que vuestra fe y
esperanza sean en Dios. (1:18-21)
El puritano Thomas Watson observó correctamente que la redención fue la obra más grandiosa de
Dios: “Grande fue la obra de la creación, pero más grande es la obra de la redención; costó más
redimirnos que crearnos; en la primera solo se necesitó hablar una Palabra, en la otra hubo que
derramar sangre. Lucas 1:51. La creación no fue más que la obra de los dedos de Dios. Salmo 8:3. La
redención es la obra de su brazo” (Body of Divinity [reimpresión; Grand Rapids: Baker, 1979], p.
146).
Redención es un término que describe una de las características esenciales de la salvación. Trata
específicamente con el costo de la salvación y el medio por el cual Dios recibió el pago. Ya que
todos los seres humanos son esclavos indefensos del pecado y están condenados por la ley, si se les
ha de perdonar y de reconciliar con Dios, Él tiene que rescatarlos de su condición. Solo entonces
puede liberarlos de la esclavitud y de la maldición del pecado.
Rescatados es la palabra clave en este pasaje. Este término (lutroō) significa “comprar la libertad
mediante el pago de una redención”, o “liberar por medio del pago de un precio”. Para los griegos la
palabra también era un término técnico para pagar dinero con el fin de recuperar un prisionero de
guerra.
En lugar del sentido griego típico de la palabra para referirse a esclavos y prisioneros, las imágenes
del apóstol Pedro para describir a los rescatados se deriva de varios pasajes del Antiguo Testamento.
Sin duda uno de los principales fue la narración de la primera Pascua:
Habló Jehová a Moisés y a Aarón en la tierra de Egipto, diciendo: Este mes os será principio de
los meses; para vosotros será éste el primero en los meses del año. Hablad a toda la
congregación de Israel, diciendo: En el diez de este mes tómese cada uno un cordero según las
familias de los padres, un cordero por familia. Mas si la familia fuere tan pequeña que no baste
para comer el cordero, entonces él y su vecino inmediato a su casa tomarán uno según el número
de las personas; conforme al comer de cada hombre, haréis la cuenta sobre el cordero. El animal
será sin defecto, macho de un año; lo tomaréis de las ovejas o de las cabras. Y lo guardaréis
hasta el día catorce de este mes, y lo inmolará toda la congregación del pueblo de Israel entre las
dos tardes. Y tomarán de la sangre, y la pondrán en los dos postes y en el dintel de las casas en
que lo han de comer. Y aquella noche comerán la carne asada al fuego, y panes sin levadura; con
hierbas amargas lo comerán. Ninguna cosa comeréis de él cruda, ni cocida en agua, sino asada
al fuego; su cabeza con sus pies y sus entrañas. Ninguna cosa dejaréis de él hasta la mañana; y
lo que quedare hasta la mañana, lo quemaréis en el fuego. Y lo comeréis así: ceñidos vuestros
lomos, vuestro calzado en vuestros pies, y vuestro bordón en vuestra mano; y lo comeréis
apresuradamente; es la Pascua de Jehová. Pues yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto,
y heriré a todo primogénito en la tierra de Egipto, así de los hombres como de las bestias; y
ejecutaré mis juicios en todos los dioses de Egipto. Yo Jehová. Y la sangre os será por señal en
las casas donde vosotros estéis; y veré la sangre y pasaré de vosotros, y no habrá en vosotros
plaga de mortandad cuando hiera la tierra de Egipto (Éx. 12:1-13).
La vida del cordero fue el precio requerido para salvar la vida de los primogénitos de las familias de
Israel. El cordero fue una ilustración divinamente ordenada, y su sacrificio tipificó la muerte
expiatoria de un sustituto inocente que redimía a quienes estaban en esclavitud. Este evento de la
Pascua se convirtió inmediatamente en símbolo de redención sustitutiva (1 Co. 5:7-8). Dios decretó
además que Israel celebrara anualmente la Pascua a fin de recordar perpetuamente a la nación la
poderosa liberación que Dios les hiciera de Egipto (Dt. 16:2-3, 5-7), y para señalar al pueblo hacia el
verdadero Cordero que un día iba a morir y a resucitar como sacrificio sustitutivo perfecto y
definitivo por pecadores redimidos con su sangre (cp. Mt. 26:28; Jn. 1:29; 1 Co. 11:25-26; He. 9:11-
12, 28).
Los israelitas recordaban la primera Pascua como la más grande demostración divina de poder
redentor hasta ese momento: “Por tu gran amor guías al pueblo que has rescatado; por tu fuerza los
llevas a tu santa morada” (Éx. 15:13, NVI; cp. Dt. 7:8; 2 S. 7:23; Sal. 78:35; 106:10-11; Is. 63:9). Pero
por grandiosa que fuera esa redención, aquella de la cual escribió Pedro la sobrepasó infinitamente.
Como para dar un nuevo énfasis a la grandeza de la salvación de Dios (cp. 1:1-12), este pasaje
proporciona a los creyentes una teología de redención al contestar cuatro preguntas cruciales: ¿De
qué redimió Dios a los creyentes? ¿Con qué los redimió? ¿Para quién los redimió? y ¿Para qué los
redimió?
7. El amor sobrenatural
Habiendo purificado vuestras almas por la obediencia a la verdad, mediante el Espíritu, para el
amor fraternal no fingido, amaos unos a otros entrañablemente, de corazón puro; siendo
renacidos, no de simiente corruptible, sino de incorruptible, por la palabra de Dios que vive y
permanece para siempre. Porque: Toda carne es como hierba, y toda la gloria del hombre
como flor de la hierba. La hierba se seca, y la flor se cae; mas la palabra del Señor permanece
para siempre. Y esta es la palabra que por el evangelio os ha sido anunciada. (1:22-25)
Una anécdota de principios del siglo XX ilustra muy bien cómo los cristianos deben estar
agradecidos por lo que Cristo ha hecho por ellos. Un día, mientras se hallaba sobre un andamio en un
tercer piso, un ingeniero de la construcción tropezó y cayó a tierra en lo que pareció ser una fatal
caída en picado. Justo debajo del andamio, un obrero levantó la mirada mientras el hombre caía, se
dio cuenta de que estaba parado exactamente donde iba a caer el ingeniero, se apuntaló, y absorbió
todo el impacto de la caída del otro hombre. El golpe hirió levemente al ingeniero, pero gravemente
al obrero. La brutal colisión le fracturó casi todos los huesos de su cuerpo, y después de recuperarse
de esas heridas quedó gravemente discapacitado.
Años más tarde, un periodista preguntó al antiguo obrero de la construcción cómo le había tratado el
ingeniero desde el accidente. El discapacitado contestó: “Me dio la mitad de todo lo que posee,
incluso una participación en su negocio. Constantemente se preocupa por mis necesidades y nunca
permite que yo carezca de algo. Casi todos los días me da alguna muestra de agradecimiento o
recuerdo”.
A menudo los creyentes, a diferencia del agradecido ingeniero de la historia, olvidan que en el
Calvario hubo un sustituto que sufrió todo el impacto de su peso pecador y que los rescató cuando se
precipitaban hacia una eternidad en el infierno. Dios derramó su ira sobre el Sacrificio perfecto (1:19;
cp. He. 4:15; 7:26-27), su Hijo sin pecado que “herido fue por nuestras rebeliones, molido por
nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados” (Is.
53:5; cp. 2 Co. 5:21; Gá. 1:3-4; He. 10:9-10; 1 P. 2:24). Cristo se sacrificó por todos los que creen, y
cada uno de ellos sin duda debería estar consumido con gratitud demostrable hacia Él debido a ese
amor, motivados a manifestarle amor superior a lo que es natural. Más allá de ese amor por el
Salvador está el amor mutuo participado con todos los demás que han sido rescatados de la muerte
eterna. El apóstol Pedro lo llama amor fraternal no fingido.
En este pasaje se plantean cuatro preguntas básicas que el texto contesta para explicar este amor
sobrenatural: ¿Cuándo están habilitados los creyentes para amar? ¿A quiénes deben amar los
creyentes? ¿Cómo deben amar los creyentes? y ¿Por qué deben amar los creyentes?
Desechando, pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las detracciones,
desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis
para salvación, si es que habéis gustado la benignidad del Señor. (2:1-3)
El amor por la Palabra de Dios y deleitarse en ella distingue siempre a los que son de verdad salvos.
Jesús manifestó: “Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y
conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn. 8:31-32). El apóstol Pablo repitió esos
principios cuando afirmó: “Porque según el hombre interior, me deleito en la ley de Dios” (Ro. 7:22).
Los santos del Antiguo Testamento también expresaron un gran anhelo por la Palabra de Dios. Job
declaró: “Guardé las palabras de su boca más que mi comida” (Job 23:12). El Salmo 1 declara que el
hombre de Dios “en la ley de Jehová está su delicia, y en su ley medita de día y de noche” (Sal. 1:2;
cp. 19:9-10; 40:8). El profeta Jeremías valoró la revelación de Dios en una época difícil: “Fueron
halladas tus palabras, y yo las comí; y tu palabra me fue por gozo y por alegría de mi corazón” (Jer.
15:16).
El placer del creyente en la Palabra de Dios es el tema principal del capítulo más largo de la Biblia,
el Salmo 119. Aproximadamente en la mitad del capítulo, el salmista resume así su deleite en la
Palabra y su dependencia de ella:
¡Oh, cuánto amo yo tu ley! Todo el día es ella mi meditación. Me has hecho más sabio que mis
enemigos con tus mandamientos, porque siempre están conmigo. Más que todos mis enseñadores
he entendido, porque tus testimonios son mi meditación. Más que los viejos he entendido, porque
he guardado tus mandamientos; de todo mal camino contuve mis pies, para guardar tu palabra.
No me aparté de tus juicios, porque tú me enseñaste. ¡Cuán dulces son a mi paladar tus palabras!
Más que la miel a mi boca. De tus mandamientos he adquirido inteligencia; por tanto, he
aborrecido todo camino de mentira (Sal. 119:97-104; cp. vv. 16, 24, 35, 47-48, 72, 92, 111, 113,
127, 159, 167, 174).
Pedro quería que los cristianos fueran fieles a ese mismo anhelo hacia la Palabra de Dios, motivado
por el Espíritu. De ahí que este pasaje sugiera cinco perspectivas que, si se siguen, llevarán a un
deseo más fuerte y constante por la Palabra: los creyentes deben recordar su fuente de vida, deben
eliminar sus pecados, deben admitir su necesidad, deben buscar su crecimiento espiritual, y deben
reconocer sus bendiciones.
ADMITIR SU NECESIDAD
desead, como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, (2:2a)
Los creyentes necesitan la verdad de Dios igual que un bebé necesita leche. Pedro compara la
fortaleza de ese anhelo por la revelación divina con el deseo singular y dominante de los niños
recién nacidos (artigennēta brephē) por la leche de la madre. Pedro pudo haber planteado el asunto
solo con el término brephē, pero para resaltarlo añadió el adjetivo artigennēta, que literalmente
significa “acabado de nacer”. Las dos palabras identifican a un infante que acaba de salir del vientre
de su madre y que con llanto pide la leche del seno materno. Esa única y desesperada ansia por leche
es el primer anhelo expresado del recién nacido, diseñado por Dios para responder a la mayor
necesidad del niño, e ilustra cuán fuertemente los creyentes deben desear la Palabra. Este anhelo es
singular e implacable porque la vida depende de ello.
Desead (epipothēsate) es un verbo imperativo que manda a los creyentes a desear o apetecer algo
fuertemente. El apóstol Pablo usa la palabra siete veces (Ro. 1:11; 2 Co. 5:2; 9:14; Fil. 1:8; 2:26;
1 Ts. 3:6; 2 Ti. 1:4), y en cada caso expresa intenso, periódico e insaciable deseo o pasión (cp. Sal.
42:1 y 119:174; Stg. 4:5). Su significado abarca tales aspectos como el fuerte deseo que un esposo o
esposa sienten por su cónyuge, la fuerte ansiedad física que acompaña al hambre extrema, el anhelo
conmovedor que se tiene por un ser querido muerto, el intenso deseo de un padre cristiano porque un
hijo espiritualmente caprichoso se arrepienta y regrese a la obediencia, y los fuertes deseos que los
creyentes tienen por la salvación de un familiar incrédulo o un amigo íntimo. Cada una de esas
definiciones ilustra la clase de ansia fuerte e incontenible que Pedro quería que sus lectores tuvieran
por la Biblia. Sin embargo, nada es más fuerte que el deseo que un bebé tiene por leche.
Pedro compara el objeto de sus ansias con la leche espiritual no adulterada. No adulterada
(adolos) significa pura o no contaminada, y a menudo se refiere a productos agrícolas como cereales,
vino, aceite vegetal, o en este caso leche. Los creyentes tienen que ansiar lo que es sin mezcla y puro,
lo que proporciona verdadero sustento, es decir, la leche espiritual. Espiritual se traduce de logikos;
que es la transcripción normal del término. En Romanos 12:1 muchas versiones utilizan “racional”
para traducir logikos. Otras versiones castellanas traducen en ese versículo la palabra logikos como
“agradable” (cp. NTV; NVI), un hecho que demuestra que no se debe ser excesivamente intolerantes
con relación al significado de la palabra. Originalmente, logikos significaba “perteneciente al habla”,
o “perteneciente a la razón”, que transmitía una sensación de racionalidad o razonabilidad. Si ese
significado se aplicara al uso que Pedro hace de la palabra, los traductores habrían traducido la frase
como “leche racional pura”, o “leche razonablemente pura”. Aquí los traductores de la RVR-60
decidieron traducir logikos como espiritual, porque la palabra transmite bien el intento de Pedro para
guiar a sus lectores hacia la Biblia. Los rabinos tradicionalmente se referían a la ley de Dios como
leche, y el Salmo 19:8-9 y 119:140 afirman que el precepto de Dios es puro y limpio. Por tanto, la
traducción leche espiritual es una opción legítima y justa que describe a la Palabra como la fuente de
leche espiritual no adulterada para los creyentes.
El contexto más amplio del versículo 2 apoya la traducción de logikos. Pedro concluye el capítulo 1
con un enfoque en que “la palabra del Señor permanece para siempre”, es decir que es la fuente de la
nueva vida para los creyentes. Por eso la referencia del apóstol a leche espiritual se relaciona
contextualmente otra vez con la Palabra de Dios. Tal leche es por tanto sinónimo de la Biblia.
Es extraordinario que Pedro no mandara. No encargó a los creyentes que leyeran la Palabra, que
estudiaran la Palabra, que meditaran en la Palabra, que enseñaran la Palabra, que predicaran la
Palabra, que investigaran la Palabra, o que memorizaran la Palabra. Todos esos aspectos son
esenciales, y otros pasajes sí mandan a que los creyentes que lo realicen (cp. Jos. 1:8; Sal. 119:11;
Hch. 17:11; 1 Ti. 4:11, 13; 2 Ti. 2:15; 4:2). Sin embargo, Pedro se enfocó en el elemento más básico
(que los creyentes necesitaban antes de ir tras alguno de los otros aspectos): un profundo y continuo
anhelo por la Palabra de verdad (cp. 2 Ts. 2:10b).
Sea que se trate de creyentes recién convertidos o más maduros en la fe, desear la Palabra de Dios
(cp. Neh. 8:1-3; Sal. 119:97, 103, 159, 167; Jer. 15:16; Hch. 17:11) siempre es esencial para la
nutrición y el crecimiento espiritual (Job 23:12). Jesús afirmó esto cuando confrontó a Satanás en el
desierto: “Escrito está: No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de
Dios” (Mt. 4:4; cp. Dt. 8:3; Lc. 4:4). En vista de la incesante producción de la cultura posmoderna de
comida chatarra informativa a través de radio, televisión, cine, Internet, juegos por computadora,
libros, periódicos, e incluso supuestos púlpitos cristianos (todo lo cual ocasiona desnutrición
espiritual y embota los apetitos por el verdadero alimento espiritual) los creyentes deben
comprometerse a nutrirse con regularidad de la Palabra de Dios.
Acercándoos a él, piedra viva, desechada ciertamente por los hombres, mas para Dios escogida
y preciosa, vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de
Jesucristo. (2:4-5)
El diccionario define privilegio como “derecho o inmunidad otorgada como beneficio, ventaja o
favor peculiar”, que puede estar “unido específicamente a una posición o cargo”. Se trata de una
bendición o libertad disfrutada por algunas personas, pero de la que otras no pueden beneficiarse. Los
cristianos son una clase especial de personas que disfrutan exclusivos y eternos favores espirituales,
otorgados por Dios a causa de la posición que tienen en Cristo. En este fragmento de su primera
epístola, Pedro examina continuamente el variado y diverso conjunto de privilegios cristianos, y
reorganiza las mismas verdades básicas en variadas imágenes para que sus lectores puedan ver la
multifacética gloria de lo que significa ser hijos de Dios.
Muchos creyentes ven la vida cristiana más desde el punto de vista del deber espiritual que como un
privilegio espiritual. Tienden a preocuparse con las presiones temporales de ese punto de vista como
obligaciones y no aprecian las prerrogativas perdurables que Dios les ha dado para que disfruten. A
menudo creen que esas bendiciones están reservadas para el cielo, para ser apreciadas únicamente en
la presencia de Dios y de Cristo en ese lugar de perfecta alegría, paz, armonía, unidad, descanso,
conocimiento y sabiduría. Puesto que no habrá enfermedad, dolor o muerte, el cielo parece ser el
reino donde todo es privilegio y nada es deber. Sin embargo, los privilegios del cielo no excluirán el
deber sino que lo combinarán perfectamente con una eternidad de adorar, honrar, servir y exaltar al
Señor. Por tanto, el privilegio y los deberes espirituales no son mutuamente exclusivos de los
creyentes, sea en esta vida o en la vida venidera. En este pasaje, el apóstol resalta la riqueza de los
privilegios que los cristianos ya poseen en Cristo.
Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del
ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. Para vosotros, pues, los
que creéis, él es precioso; pero para los que no creen, la piedra que los edificadores desecharon,
ha venido a ser la cabeza del ángulo; y: piedra de tropiezo, y roca que hace caer, porque
tropiezan en la palabra, siendo desobedientes; a lo cual fueron también destinados. Mas
vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, (2:6-9b)
En cierta ocasión un estudiante universitario acudió a un pastor.
—He decidido no creer en Dios — le dijo.
—Muy bien — replicó el pastor—, ¿podrías describirme por favor el Dios en el que no crees?
El estudiante procedió a esbozar un estereotipo de Dios, una representación que es totalmente
injusta y carente de bondad esencial.
—Bueno, estamos en el mismo barco — comentó el pastor—. Yo tampoco creo en ese Dios.
Por desgracia, no todos los cristianos darían una respuesta tan acertada como hizo el pastor.
Algunos individuos, incluso creyentes profesos, ven las circunstancias generales plagadas de pecado
de la humanidad y, sin una verdadera comprensión del pecado, deciden que Dios es menos que
bueno, interesado en nosotros, o capaz. Pero cuando alguien ve constantemente las cosas desde una
perspectiva bíblica, es claro y convincente que Dios en realidad es bueno, misericordioso, compasivo
y benevolente. Ese es el Dios que describe la Biblia, como el salmista escribiera: “La misericordia de
Dios es continua” (Sal. 52:1; cp. Nah. 1:7). El significado original de la palabra Dios era “el bueno”,
e indica que desde hace muchos siglos el nombre de Dios era sinónimo de bondad.
Dios sigue siendo la fuente infinita e inagotable de toda bondad, visible en las bellezas de la
creación y experimentada en su misericordia hacia los pecadores (cp. Stg. 1:17). Su bondad suprema
y más generosa es el regalo de la redención del pecado, que culmina con vida eterna. El apóstol
Pedro quería que sus lectores siguieran enfocándose en la bondad de Dios, quien ha concedido todos
los privilegios espirituales. En 2:4-5 afirmó los dos primeros privilegios como unión con Cristo y
acceso a Cristo… comunión esta expresada a través de creyentes que realizan un sacerdocio santo
que a su vez brinda sacrificios espirituales. En los versículos 6-9b el apóstol presenta cuatro
privilegios espirituales más para que los creyentes examinen: seguridad en Cristo, afecto por Cristo,
elección por parte de Cristo y gobierno con Cristo.
SEGURIDAD EN CRISTO
Por lo cual también contiene la Escritura: He aquí, pongo en Sion la principal piedra del
ángulo, escogida, preciosa; y el que creyere en él, no será avergonzado. (2:6)
Pedro añade a la lista de privilegios espirituales mencionando Isaías 28:16 con la frase lo cual
también contiene la Escritura, dando testimonio de la inspiración y autoridad del libro profético.
Ese versículo constituye una importante declaración mesiánica (cp. la referencia de Pablo al mismo
versículo en Ro. 9:33) con la promesa de que cuando Cristo viniera sería la piedra angular de la
nueva casa espiritual de Dios, la cual está formada por creyentes (cp. Mt. 21:42; Hch. 4:11; Ef. 2:19-
22).
Por medio del profeta, Dios llamó la atención de su pueblo con las palabras he aquí para que vieran
al Mesías como la piedra especial que el Padre mismo puso en Sion, Israel, y más específicamente el
monte en Jerusalén (cp. 2 S. 5:7; 1 R. 8:1; Sal. 48:2; 51:18; 102:21; Is. 2:3; 4:3; 10:12; 24:23; 30:19;
52:2; Jer. 26:18; Am. 1:2; Mi. 3:12; Sof. 3:16; Zac. 1:17). El Mesías iba a venir a esa ciudad a
establecer su reino espiritual entre quienes habrían de creer en Él. Cristo vino a Israel, a Jerusalén, y
a pesar de que su gobierno terrenal fue rechazado y postergado hasta el milenio futuro (Ap. 20:1-7),
sí estableció su gobierno espiritual en los corazones de todos los que creen en Él (cp. Lc. 17:20-21).
En sentido figurado, Sion puede referirse al nuevo pacto, igual que Sinaí corresponde al antiguo
pacto (cp. Gá. 4:24-25) o a bendiciones celestiales al igual que Sinaí representa juicio (cp. He. 12:18-
23).
Cristo está equipado de manera única para su tarea y por tanto es una -piedra escogida, elegida de
Dios. Los lectores judíos creyentes de Pedro habrían recordado que durante la construcción del
templo de Salomón los trabajadores prepararon las piedras por adelantado y las llevaron al lugar
(1 R. 6:7). Con la ayuda de un meticuloso plano del templo, los artesanos cortaron y moldearon cada
piedra a su tamaño perfecto y determinaron el lugar exacto en que cada una calzaba. Con solo ajustes
menores en el sitio, esas piedras del templo fueron colocadas con exactitud como partes de un
enorme rompecabezas. Esa descripción es análoga a la elección que Dios hiciera de Cristo como el
fundamento sobre el cual construir su templo espiritual (cp. Jn. 10:16; 1 Co. 3:9, 16-17; 1 Ti. 3:15;
He. 3:6) conformado de creyentes en el Mesías Jesús, divinamente preparado (elegido) desde antes
de la creación del mundo (2 Ti. 1:9; Ap. 13:8; 17:8).
Cristo no solo es una piedra viva y escogida, sino también una piedra preciosa. La palabra griega
traducida preciosa (entimon) significa “inigualable en valor”, “costosa” o “irremplazable”. Cristo es
irremplazable porque Él es la piedra angular, la piedra más importante en cualquier construcción. La
palabra traducida piedra del ángulo (akrogōniaios) indica una piedra angular principal y describe la
piedra que establece todos los ángulos adecuados para el edificio. Es como la plomada de la
edificación en que se establecen las líneas horizontal y vertical del resto de la construcción; también
establece la simetría exacta de toda la edificación. A fin de asegurar la perfecta precisión de la casa
espiritual de Dios, la piedra angular principal tenía que ser sin tacha alguna. El único que podía
establecer todos los ángulos de la casa de Dios era la piedra del ángulo perfectamente escogida,
Jesucristo (Mt. 21:42; 1 Co. 3:11; Ef. 1:22; Col. 1:18; cp. Jn. 1:14; Fil. 2:9; Col. 1:15; He. 1:3; 7:26-
28; 8:6).
De esta realidad fluye uno de los grandes privilegios para todo el que cree: cuando pone su
confianza en Cristo, no será avergonzado. La palabra traducida avergonzado (kataischunthē) indica
ser engañado en alguna confidencia, o poner la esperanza en alguien y que esa persona defraude esa
esperanza. Quienes creen sinceramente en Cristo como Señor y Salvador nunca serán decepcionados
por Él (Ro. 10:11-13; cp. Jer. 17:7-8). Al contrario, para siempre estarán seguros en Él (Jn. 10:3-4,
14, 27-28; Ro. 8:16; Ef. 1:13-14; Fil. 1:6; 2 Ti. 1:12; Stg. 1:12; 1 Jn. 5:20; cp. He. 4:15-16).
Puesto que Jesucristo es el Ser perfecto, exacto y preciso sobre quien Dios ha construido su Iglesia,
todas las líneas que vienen de Él en toda dirección completan el perfecto templo de Dios. Nadie está
nunca desalineado. Nadie cae de la estructura. Todo encaja de manera exacta y permanente (cp. Ef.
4:16). Por tanto, esta es la analogía que ilustra adecuadamente la seguridad de los -creyentes.
Siglos antes de la encarnación de Cristo el profeta Isaías declaró que Israel podía tener suprema
confianza en la seguridad que Dios proporcionaba:
No temas, pues no serás confundida; y no te avergüences, porque no serás afrentada, sino que te
olvidarás de la vergüenza de tu juventud, y de la afrenta de tu viudez no tendrás más memoria.
Porque tu marido es tu Hacedor; Jehová de los ejércitos es su nombre; y tu Redentor, el Santo de
Israel; Dios de toda la tierra será llamado… Porque los montes se moverán, y los collados
temblarán, pero no se apartará de ti mi misericordia, ni el pacto de mi paz se quebrantará, dijo
Jehová, el que tiene misericordia de ti. (Is. 54:4-5, 10; cp. 50:7; 54:1-3)
El apóstol Pablo expresó a los romanos esa misma clase de confianza. En vista de la decisión de los
creyentes (Ro. 8:28-30) planteó una serie de preguntas retóricas (vv. 31-35) y resumió su respuesta a
esas preguntas con esta majestuosa y poética expresión de alabanza a Dios por la seguridad de los
creyentes:
Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó. Por lo
cual estoy seguro de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo
presente, ni lo por venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá
separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro. (vv. 37-39)
La traducción que el historiador e himnólogo de la iglesia del siglo XIX, John Mason Neale, hace de
las palabras de un himno latino del siglo VII resume de manera majestuosa y sucinta la esencia del
versículo 6:
Seguro cimiento Cristo ha sido hecho, Cristo la cabeza y piedra angular, escogido del Señor y
precioso, une a toda la Iglesia en una sola, la ayuda eterna de la santa Sion, y su única confianza.
nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó
de las tinieblas a su luz admirable; vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora
sois pueblo de Dios; que en otro tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis
alcanzado misericordia. (2:9c-10)
En repetidas ocasiones los relatos evangélicos hacen hincapié en el costo de seguir a Jesucristo. En
Lucas 9:23-26, Jesús declaró a todos los que serían sus discípulos:
Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame.
Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá; y todo el que pierda su vida por causa de
mí, éste la salvará. Pues ¿qué aprovecha al hombre, si gana todo el mundo, y se destruye o se
pierde a sí mismo? Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras, de éste se avergonzará
el Hijo del Hombre cuando venga en su gloria, y en la del Padre, y de los santos ángeles (cp. Mt.
5:19-20; 7:13-14, 21; Jn. 6:53-58, 60).
Los regenerados entienden que vivir una vida cristiana conlleva sacrificios y costos. Jesús
proporcionó dos analogías del discipulado que ilustran la necesidad de evaluar el costo:
Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo. Porque ¿quién de
vosotros, queriendo edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo
que necesita para acabarla? No sea que después que haya puesto el cimiento, y no pueda
acabarla, todos los que lo vean comiencen a hacer burla de él, diciendo: Este hombre comenzó a
edificar, y no pudo acabar. ¿O qué rey, al marchar a la guerra contra otro rey, no se sienta
primero y considera si puede hacer frente con diez mil al que viene contra él con veinte mil? Y si
no puede, cuando el otro está todavía lejos, le envía una embajada y le pide condiciones de paz.
Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo
(Lc. 14:27-33).
Varios pasajes más en las epístolas también resaltan el costo del discipulado (5:8-9; Ro. 12:1-2; 1 Co.
9:24-27; Ef. 6:10-18; Fil. 3:7-14; 1 Ti. 6:11-12; 2 Ti. 2:1-10; He. 12:1-2, 7-11; Stg. 1:21-25; 1 Jn.
2:15-17; cp. Ro. 13:11-14; Gá. 6:1-2; Ef. 5:15-21).
Sin embargo, en 2:4-10 el apóstol Pedro no mira el costo y el deber de seguir a Cristo sino el rico
caleidoscopio de privilegios espirituales que Él proporciona a quienes han aceptado ese costo. Pedro
sostiene las joyas de la redención a la luz de la gracia de Dios y revela maravillosos patrones de
bendiciones espirituales que pertenecen a todos los que están en Cristo. El tema del privilegio
espiritual, desde unión con Cristo hasta gobernar con Él, es un énfasis conocido del Nuevo
Testamento. En Romanos 9:22, Pablo escribió que Dios quería demostrar su ira y manifestar su
poder, por eso pacientemente soportó a los vasos de ira (incrédulos). El versículo 23 explica después
la razón para el enfoque de Dios: “Y para hacer notorias las riquezas de su gloria, las mostró para con
los vasos de misericordia que él preparó de antemano para gloria”. Dios quería derramar sobre los
creyentes las riquezas de su gloria (2 Co. 4:6; cp. Ef. 1:12; Fil. 2:11), todos los privilegios que
acompañan a la salvación. Tales riquezas espirituales están prometidas tanto para el día de hoy como
para el futuro (cp. Ro. 11:12; Ef. 1:7-8; 2:7; 3:8,16; Fil. 4:19).
Cuando Pedro concluyó su investigación de las glorias de los privilegios espirituales de los
creyentes, enumeró cinco ventajas adicionales que los cristianos poseen: separación para Cristo,
adquisición por parte de Cristo, iluminación en Cristo, compasión de Cristo, y proclamación de
Cristo.
ILUMINACIÓN EN CRISTO
de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable; (2:9f)
A lo largo de la historia, el mundo no regenerado ha enfrentado dos clases de oscuridad: intelectual y
moral. La oscuridad intelectual es ignorancia: -incapacidad para ver y conocer la verdad; mientras la
oscuridad moral es inmoralidad: -incapacidad para ver y hacer lo que es recto (Sal. 58:3; Jer. 17:9;
Ro. 8:7-8; 1 Co. 2:14; Ef. 4:17-19). Las tinieblas a las que Pedro se refiere aquí corresponden al
segundo tipo: el estado pecaminoso de los incrédulos que están atrapados en la oscuridad espiritual
de Satanás (Ef. 2:1-2; 2 Ti. 2:25-26; 1 Jn. 5:19), el príncipe de las tinieblas. Tal oscuridad moral es
generalizada en su extensión y honda en su profundidad (Sal. 143:2; Ec. 7:20; Is. 53:6; Ro. 3:9-12).
Los incrédulos son hijos nacidos en la oscuridad. No solo andan en tinieblas, sino que aman las
tinieblas. Según Jesús:
Y esta es la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que
la luz, porque sus obras eran malas. Porque todo aquel que hace lo malo, aborrece la luz y no
viene a la luz, para que sus obras no sean reprendidas. (Jn. 3:19-20)
No obstante, Pedro recuerda a sus lectores que Cristo, de manera soberana, poderosa y eficaz, los
llamó de las tinieblas a su luz admirable. Casi siempre en las epístolas cuando kaleō (llamó), o las
palabras relacionadas klēsis y klētos aparecen, indican el llamamiento eficaz de Dios a la salvación
(p. ej., 1:15; 2:21; 5:10; Ro. 1:6-7; 8:28, 30; 9:24; 1 Co. 1:9, 24; Gá. 1:6, 15; Ef. 4:4; 2 Ti. 1:9; 2 P.
1:3; Jud. 1). Ese llamado salvador es un tema repetitivo, cercano al corazón del apóstol en esta carta
(cp. 1:1, 15; 2:21; 3:9; 5:10).
El lado positivo del llamado de Cristo para que los pecadores salgan de las tinieblas es que también
de este modo los llama a su luz admirable. Pablo expresó este privilegio espiritual a los colosenses:
“[Dios] nos ha librado de la potestad de las tinieblas, y trasladado al reino de su amado Hijo” (Col.
1:13). Cuando los creyentes reciben la luz de Cristo, Él les ilumina la mente para que puedan
discernir la verdad, y les cambia las almas para que puedan aplicar esa verdad (cp. Sal. 119:105, 130;
1 Co. 2:15-16; 2 Co. 4:4; 2 P. 1:19). Reciben tanto la luz intelectual de la verdad de Dios como los
deseos justos para obedecerla, ninguno de los cuales tenían ellos antes de la conversión.
COMPASIÓN DE CRISTO
vosotros que en otro tiempo no erais pueblo, pero que ahora sois pueblo de Dios; que en otro
tiempo no habíais alcanzado misericordia, pero ahora habéis alcanzado misericordia. (2:10)
Pedro sacó una analogía del profeta Oseas cuando presentó el siguiente privilegio espiritual para los
creyentes: la compasión de Cristo:
Concibió ella otra vez, y dio a luz una hija. Y le dijo Dios: Ponle por nombre Lo-ruhama, porque
no me compadeceré más de la casa de Israel, sino que los -quitaré del todo. Mas de la casa de
Judá tendré misericordia, y los salvaré por Jehová su Dios; y no los salvaré con arco, ni con
espada, ni con batalla, ni con caballos ni jinetes. Después de haber destetado a Lo-ruhama,
concibió y dio a luz un hijo. Y dijo Dios: Ponle por nombre Lo-ammi, porque vosotros no sois mi
pueblo, ni yo seré vuestro Dios. Con todo, será el número de los hijos de Israel como la arena del
mar, que no se puede medir ni contar. Y en el lugar en donde les fue dicho: Vosotros no sois
pueblo mío, les será dicho: Sois hijos del Dios viviente. (Os. 1:6-10)
Según este pasaje, habría de venir un tiempo en que los judíos ya no recibirían misericordia de Dios.
Esto se cumplió directamente en el juicio que vino sobre el reino del norte a manos de los asirios
(722 a.C.). Pero también habrá un tiempo futuro (v. 10), durante el milenio, en que Él tendrá
compasión de “los hijos de Israel” y de Judá al salvar incontable cantidad de ellos (cp. Is. 61:4-6; Jer.
16:14-15; Ez. 37:20-22; Ro. 11:26-27).
En principio, Pedro aplicó a la iglesia, particularmente a sus miembros gentiles, las palabras del
profeta relacionadas con los judíos (cp. Os. 2:23; Ro. 9:22-26). Como no creyentes, los gentiles no
conocían ninguna misericordia de parte de Cristo, pues en otro tiempo no [eran] pueblo. Pero ahora
ellos se habían convertido en el pueblo de Dios, porque habían alcanzado misericordia divina.
Misericordia es sinónimo de compasión y esencialmente involucra la conmiseración de Dios junto
con la miseria de los pecadores y el hecho de retenerles el justo castigo por sus pecados.
La Biblia habla de dos tipos de misericordia divina. Primero está la misericordia general de Dios
(cp. Sal. 145:9; Lm. 3:22), que es evidente en su compasión providencial hacia toda la creación (Sal.
36:7; 65:9-13; Mt. 5:44-45; Hch. 14:14-17; 17:23-28; cp. Ro. 1:20). La misericordia común muestra
la paciente piedad de Dios y la tolerante compasión hacia los pecadores (3:20; Sal. 86:15; 103:8; 2 P.
3:9; cp. Lc. 13:6-9) porque Él tenía todo el derecho, en vista del pecado de ellos, de destruirlos a
todos. En vez de eso, en el momento actual Dios decide en forma compasiva no desatar todas las
desastrosas consecuencias que la pecaminosidad de la humanidad merece (cp. Gn. 9:8-11). Pero
finalmente la misericordia general de Dios expirará y las personas sentirán las plenas consecuencias
del pecado (Mt. 24:4-22; Ap. 6:7-8; 8:7—9:19; 14:14-19; 16:1-21; 18:1-24; 19:17-21; 20:7-15; cp.
Gn. 6:3; Is. 27:11; Jer. 44:22).
En segundo lugar está la clemencia divina y salvadora mostrada hacia los elegidos, que es la
misericordia a la que Pedro se refirió. Ellos no solo reciben la misericordia común de Dios en esta
vida, sino también su misericordia redentora para la vida venidera (Dn. 7:18; Jn. 14:2; 2 Ti. 4:8; Ap.
2:7; 7:16-17; 21:1-7). Los elegidos, aunque sin merecer más intrínsecamente que todos los demás,
reciben el perdón de Dios por sus pecados y su liberación de la condenación eterna, todo según los
propósitos soberanos y amorosos de Dios (Ro. 8:28-30; Ef. 1:4; 2 Ti. 1:9; Tit. 1:2; cp. Sal. 65:4; Ro.
9:15-16; Stg. 2:5).
La compasión de Cristo, o misericordia hacia los creyentes es un privilegio espiritual que excede
los límites del lenguaje (cp. Sal. 57:10; 59:16-17; 103:11; 136:1-9). Rescata a los creyentes del juicio
en el infierno y les concede una herencia eterna en el cielo (1:4; Sal. 37:18; Hch. 20:32; 26:18; Ef.
1:11, 14, 18; Col. 1:12; 3:24; He. 9:15), por lo que Pablo llamó a Dios como “Padre de
misericordias” (2 Co. 1:3; cp. Ro. 9:23; Tit. 3:5). Las palabras de un escritor expresan de manera
apropiada cómo todos los cristianos se deberían sentir hacia tan divina compasión:
Cuando tus misericordias todas, oh mi Dios,
Mi resurgida alma examina,
Embelesado con la escena absorto quedo,
En asombro, amor y alabanza.
PROCLAMACIÓN DE CRISTO
para que anunciéis las virtudes (2:9e)
Por último, Dios ha provisto su caleidoscopio de privilegios espirituales para los creyentes por un
propósito general: que anuncien las virtudes de Cristo. No existe mayor privilegio que ser un
heraldo para el evangelio.
Anunciéis (exangeilēte) viene de una palabra griega que aparece solo aquí en el Nuevo Testamento.
Significa “publicar”, o “divulgar” y hacerlo en el sentido de decir algo de otro modo desconocido.
Aquello que generalmente se desconoce y que Pedro anima a que los creyentes divulguen son las
virtudes de Cristo, el Salvador. Virtudes (aretas) puede implicar la capacidad de realizar actos
poderosos y heroicos. Contrario a lo que podría indicar en castellano, el término se refiere más a esas
clases de acciones que a algunos atributos o cualidades reales intrínsecas. Los cristianos tienen el
gran privilegio de decir al mundo que Cristo tiene el poder para llevar a cabo la obra extraordinaria
de redención (Hch. 1:8; 2:22; 4:20; 5:31-32; Ap. 15:3; cp. Sal. 66:3, 5, 16; 71:17; 73:28; 77:12, 14;
104:24; 107:22; 111:6-7; 118:17; 119:46; 145:4; Jn. 5:36; 10:25 con relación a los actos maravillosos
de Dios).
Que Dios elija pecadores indignos como representantes suyos y los use para atraer hacia sí a otros
pecadores es un privilegio más allá de toda expectativa. Esto hizo que Pablo escribiera:
Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel,
poniéndome en el ministerio, habiendo yo sido antes blasfemo, perseguidor e injuriador; mas fui
recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro
Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús. Palabra fiel y digna de ser
recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo
soy el primero. Pero por esto fui recibido a misericordia, para que Jesucristo mostrase en mí el
primero toda su clemencia, para ejemplo de los que habrían de creer en él para vida eterna. Por
tanto, al Rey de los siglos, inmortal, invisible, al único y sabio Dios, sea honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén (1 Ti. 1:12-17).
Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales
que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles;
para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de
la visitación, al considerar vuestras buenas obras. (2:11-12)
En un aspecto importante, la cultura moderna es parecida a la de la época de Pedro: incrédulos en
todas partes atacan y critican constantemente al cristianismo. Tales oponentes del evangelio suelen
ser ruidosos en sus críticas y muchos han tenido éxito en conquistar las principales instituciones
económicas, sociales y educativas de la sociedad occidental. El apologista cristiano Wilbur M. Smith
al final de la Segunda Guerra Mundial observó correctamente que el mundo se ha opuesto al
cristianismo incluso desde los días de Jesús, y que los creyentes no deberían esperar que hoy la
situación sea diferente:
Al principio se pensaría que una religión que exalta y trata de seguir al único hombre perfecto y
justo que ha vivido sobre esta tierra; que nunca dañó a nadie; cuyas palabras liberaron de la
superstición y del temor; cuyas obras redimieron del dolor, de los demonios, de la muerte y del
hambre; cuya vida fue un gran rayo de luz disparado en la tenebrosa oscuridad del mundo romano
en ese siglo sensual y escéptico; quien murió porque nos amó, y que siempre trató de llevar a los
hombres a la comunión con Dios para otorgarles vida eterna y un hogar en el cielo, tendría
aceptación. Pues cualquiera habría creído que tal personaje, y la religión que su vida y su obra
establecieron en la tierra, habrían sido recibidos con brazos abiertos desde el primer momento en
que fueran anunciados. Además, se habría creído que por su mismo mensaje y por las buenas
obras que fluyeron de él, y la esperanza que estableció, nunca recibiría oposición, ataque o
denuncia, excepto por parte de los demonios del infierno y de Satanás, quien es mentiroso y
asesino desde el principio. Sin embargo, esa no ha sido la marcha de los acontecimientos. Es más,
según los registros desde el nacimiento de nuestro Señor hasta el final de la visión de San Juan
acerca del tiempo de anarquía y persecución por venir, el mismo Nuevo Testamento da testimonio
en la manera más sorprendente del hecho de que Cristo mismo fue atacado de la forma más brutal
y constante, de que sus apóstoles padecieron la misma oposición, y de que esos mismos apóstoles
profetizarían que el cristianismo seguiría sufriendo hasta el final de esta era (Therefore, Stand
[Grand Rapids: Baker, 1945], p. 1).
A menudo es la conducta escandalosa de los supuestos cristianos la que proporciona combustible
para las crueles acusaciones de críticos y escépticos, mientras que la rectitud de los verdaderos
cristianos hace lo posible por acallar a los oponentes del cristianismo. El comentarista Robert
Leighton escribió:
Cuando un cristiano anda de manera irreprochable, sus enemigos no tienen dónde hincarle los
dientes, sino que se ven obligados a roerse sus propias lenguas perversas. Así lo garantiza el
piadoso, a fin de cerrar las bocas mentirosas de hombres insensatos, pues a estos les es doloroso
ser así detenidos, como la mordaza es a las bestias, y esto castiga la malicia que poseen. Este es el
camino de un cristiano sabio, que en vez de preocuparse impacientemente por los errores o las
malas censuras intencionales de los hombres, se mantiene quieto mediante su espíritu apacible, su
vida recta, y su inocente silencio; esto, como una roca, rompe las olas dentro de la espuma que
ruge molesta (Commentary on First Peter [reimpresión; Grand Rapids: Kregel, 1972], p. 195).
Alexander MacLaren, el predicador escocés del siglo XIX, comentó: “El mundo saca sus ideas
acerca de Dios principalmente de las personas que afirman pertenecer a la familia de Dios. Nos
interpretan mucho más de lo que leen la Biblia. Pues a nosotros nos ven, mientras solo oyen acerca
de Jesucristo” (First and Second Peter and First John [Nueva York: Eaton and Maines, 1910], p.
105). En el Sermón del Monte, Jesús declaró a todos los que habrían de seguirlo en serio: “Así
alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a
vuestro Padre que está en los cielos” (Mt. 5:16). Esa es la esencia de lo que en este pasaje Pedro
exhortó a que sus lectores hicieran: llevar vidas ejemplares, lo cual es la base más eficaz para hacer
atractivo y creíble el evangelio.
Los destinatarios de la carta del apóstol necesitaban un poco de motivación para perseverar en su
evangelización en medio de los difíciles sufrimientos y persecuciones que estaban enfrentando. Pedro
invitó a sus lectores a fortificar sus testimonios con dos aspectos cruciales de la vida justa: una
disciplina personal ejemplar que es interior y privada, y una conducta personal que es exterior y
pública.
Por causa del Señor someteos a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a
los gobernadores, como por él enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que
hacen bien. Porque esta es la voluntad de Dios: que haciendo bien, hagáis callar la ignorancia
de los hombres insensatos; como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto
para hacer lo malo, sino como siervos de Dios. Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a
Dios. Honrad al rey. (2:13-17)
Como ciudadanos del cielo, los cristianos se someten por completo a la autoridad divina, pero la
posibilidad de la aplicación errónea de esa verdad es que estos se pueden volver indiferentes y hasta
despectivos hacia el mundo en que viven, perdiendo así muchas oportunidades de dar un testimonio
positivo. La separación que los creyentes hagan del mundo debe ser equilibrada mediante el
adecuado respeto y la humilde sumisión a todas las instituciones legítimas de autoridad humana.
Esteban, el primer mártir cristiano, es un modelo convincente de sumisión correcta a los mandatos
de la autoridad terrenal. El Nuevo Testamento lo presenta como un “varón lleno de fe y del Espíritu
Santo” (Hch. 6:5). Hechos 6:8-14 describe el trasfondo de los sucesos que llevaron a su gran
enfrentamiento con las autoridades judías:
Esteban, lleno de gracia y de poder, hacía grandes prodigios y señales entre el pueblo. Entonces
se levantaron unos de la sinagoga llamada de los libertos, y de los de Cirene, de Alejandría, de
Cilicia y de Asia, disputando con Esteban. Pero no podían resistir a la sabiduría y al Espíritu con
que hablaba. Entonces sobornaron a unos para que dijesen que le habían oído hablar palabras
blasfemas contra Moisés y contra Dios. Y soliviantaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas;
y arremetiendo, le arrebataron, y le trajeron al concilio. Y pusieron testigos falsos que decían:
Este hombre no cesa de hablar palabras blasfemas contra este lugar santo y contra la ley; pues le
hemos oído decir que ese Jesús de Nazaret destruirá este lugar, y cambiará las costumbres que
nos dio Moisés.
Esteban tuvo una asombrosa reacción ante esas acusaciones injustas y distorsionadas: “Todos los
que estaban sentados en el concilio, al fijar los ojos en él, vieron su rostro como el rostro de un
ángel” (6:15). Esteban entonces respondió a la breve pregunta del sumo sacerdote: “¿Es esto así?”
(7:1), con un mensaje evangelizador amplio e inspirado por el Espíritu Santo (7:2-53). Sus
convincentes palabras enfurecieron a los líderes judíos, pero la reacción de él al violento rechazo
hacia su persona y su predicación fue de sumisión piadosa y humilde, y de fe inquebrantable:
Oyendo estas cosas, se enfurecían en sus corazones, y crujían los dientes contra él. Pero Esteban,
lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a Jesús que estaba a
la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la
diestra de Dios. Entonces ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos, y arremetieron a una
contra él. Y echándole fuera de la ciudad, le apedrearon; y los testigos pusieron sus ropas a los
pies de un joven que se llamaba Saulo. Y apedreaban a Esteban, mientras él invocaba y decía:
Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: Señor, no les tomes en
cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió. Y Saulo consentía en su muerte. En aquel día
hubo una gran persecución contra la iglesia que estaba en Jerusalén; y todos fueron esparcidos
por las tierras de Judea y de Samaria, salvo los apóstoles (Hch. 7:54—8:1).
La forma humilde en que Esteban se sometió a la injusticia y la persecución contribuyó sin duda
alguna a la transformación de Saulo de Tarso de ser un odioso perseguidor a ser un apóstol fiel de
Jesucristo.
En este pasaje, lleno de imperativos, emergen seis elementos de sumisión cristiana a la autoridad: el
mandato de sumisión, el motivo para la sumisión, el grado de sumisión, la razón para la sumisión, la
actitud de la sumisión, y la aplicación de la sumisión.
EL MANDATO DE SUMISIÓN
someteos (2:13b)
Aunque a fin de cuentas los creyentes no están bajo autoridad humana, Dios sin embargo espera que
se sometan a las instituciones humanas que Él ha ordenado. Quiere que demuestren cualidades de un
carácter fiel (cp. 2 P. 1:5-7) y un verdadero interés por la sociedad; es decir, una preocupación que
busca la paz (3:11; cp. Sal. 34:14; Mt. 5:9; Ro. 14:19; Stg. 3:18) y que desea evitar tribulaciones y
delitos (cp. Ro. 12:14-21). Con esa finalidad, los cristianos deben obedecer las leyes y respetar toda
autoridad, a menos que sean llamados a hacer algo que Dios prohíbe, o a no hacer algo que Él ordena
(Hch. 4:19; 5:27-29).
Someteos (hupotassō) es una expresión militar que literalmente significa “ordenar en formación
bajo la autoridad del comandante”. El Antiguo Testamento apoya el principio de sumisión a la
autoridad (cp. Dt. 17:14-15; 1 S. 10:24; 2 R. 11:12; 1 Cr. 29:24). Proverbios 24:21-22 declara:
“Teme a Jehová, hijo mío, y al rey; no te entremetas con los veleidosos; porque su quebrantamiento
vendrá de repente; y el quebrantamiento de ambos, ¿quién lo comprende?” La sumisión a los
gobernantes es correcta porque es Dios quien los designa; por tanto, no hay lugar para apoyar a “los
veleidosos”, a rebeldes que tratan de derrocar al gobierno.
Por medio del profeta Jeremías, el Espíritu Santo declaró lo siguiente:
Así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los de la cautividad que hice
transportar de Jerusalén a Babilonia: Edificad casas, y habitadlas; y plantad huertos, y comed
del fruto de ellos. Casaos, y engendrad hijos e hijas; dad mujeres a vuestros hijos, y dad maridos
a vuestras hijas, para que tengan hijos e hijas; y multiplicaos ahí, y no os disminuyáis. Y
procurad la paz de la ciudad a la cual os hice transportar, y rogad por ella a Jehová; porque en
su paz tendréis vosotros paz. Porque así ha dicho Jehová de los ejércitos, Dios de Israel: No os
engañen vuestros profetas que están entre vosotros, ni vuestros adivinos; ni atendáis a los sueños
que soñáis. Porque falsamente os profetizan ellos en mi nombre; no los envié, ha dicho Jehová.
Porque así dijo Jehová: Cuando en Babilonia se cumplan los setenta años, yo os visitaré, y
despertaré sobre vosotros mi buena palabra, para haceros volver a este lugar. Porque yo sé los
pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para
daros el fin que esperáis. Entonces me invocaréis, y vendréis y oraréis a mí, y yo os oiré; y me
buscaréis y me hallaréis, porque me buscaréis de todo vuestro corazón. Y seré hallado por
vosotros, dice Jehová, y haré volver vuestra cautividad, y os reuniré de todas las naciones y de
todos los lugares adonde os arrojé, dice Jehová; y os haré volver al lugar de donde os hice llevar
(Jer. 29:4-14).
Aunque ese pasaje fue sobre todo un mensaje para los judíos con relación a su conducta mientras
estaban cautivos en Babilonia, tiene connotaciones para los cristianos, quienes deben promover el
bienestar de la sociedad y su gobierno mientras ponen la esperanza en su hogar eterno (cp. Jn. 14:2-3;
He. 4:9-10; 11:13-16; Ap. 21:1-4).
Casi una década antes de que Pedro escribiera su carta, el apóstol Pablo ya había enseñado acerca de
la sumisión al gobierno:
Sométase toda persona a las autoridades superiores; porque no hay autoridad sino de parte de
Dios, y las que hay, por Dios han sido establecidas. De modo que quien se opone a la autoridad,
a lo establecido por Dios resiste; y los que resisten, acarrean condenación para sí mismos.
Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres,
pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de
Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es
servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo (Ro. 13:1-4).
Aunque tanto Pedro como Pablo vivieron en el abiertamente pecador y decadente Imperio Romano,
una sociedad tristemente célebre por la maldad (homosexualidad, infanticidio, corrupción
gubernamental, maltrato de la mujer, inmoralidad, violencia), ninguno de los apóstoles ofreció
alguna exención por medio de la cual los creyentes fueran libres para desafiar a la autoridad civil.
Jesús mismo había ordenado: “Dad, pues, a César lo que es de César” (Mt. 22:21).
A lo largo de la historia y en la actualidad ha habido varias transgresiones a ordenanzas, hechos de
desobediencia civil, insurrecciones, revoluciones, y diferentes intentos subversivos de derrocar
gobiernos, todo ello en nombre del cristianismo. La Biblia de ninguna manera absuelve tales
acciones. Al contrario, la orden bíblica es sencilla: someteos a la autoridad civil, sea cual sea su
naturaleza (véase el estudio de 2:18 en el siguiente capítulo de esta obra). Incluso gobernantes
perversos y crueles, y sistemas opresores son mucho mejor que la anarquía. Además, todas las
formas de gobierno, desde dictaduras hasta democracias, están llenas de maldad porque las dirigen
pecadores caídos. No obstante, la autoridad civil es de parte de Dios, aunque los gobernantes
individuales sean impíos.
EL GRADO DE SUMISIÓN
a toda institución humana, ya sea al rey, como a superior, ya a los gobernadores, como por él
enviados para castigo de los malhechores y alabanza de los que hacen bien. (2:13c-14)
Al revisar la enseñanza fundamental y detallada de la responsabilidad de los creyentes a la autoridad
civil, se pueden ver tres propósitos esenciales para el gobierno:
Porque los magistrados no están para infundir temor al que hace el bien, sino al malo. ¿Quieres,
pues, no temer la autoridad? Haz lo bueno, y tendrás alabanza de ella; porque es servidor de
Dios para tu bien. Pero si haces lo malo, teme; porque no en vano lleva la espada, pues es
servidor de Dios, vengador para castigar al que hace lo malo (Ro. 13:3-4).
Tales propósitos — restringir al mal, promover el bien público y castigar la maldad — se derivan de
la verdad general de que Dios establece toda autoridad (Ro. 13:1), y explican por qué la orden de
Pedro se extiende a toda institución humana. Para mantener la paz y el orden en la sociedad, Dios
las ha ordenado todas; por tanto, limitar o hacer excepción a la orden de someterse a toda autoridad
aprobaría la desobediencia y la falta de respeto al plan de Dios. (Para un análisis más completo y
bíblico de los propósitos del gobierno, véase el capítulo 3 de mi libro: Why Government Can’t Save
You [Nashville: Word, 2000]).
La palabra griega ktisis (“cimiento”), de la que se deriva institución, siempre aparece en el Nuevo
Testamento en relación con las actividades creativas de Dios (cp. Ro. 1:20, 25; 8:39; 2 Co. 5:17; Gá
6:15; Col. 1:15, 23; 2 P. 3:4). (Es, más, el segundo significado léxico que por lo general se da a ktisis
es “la acción de crear” o “creación”). Dios ha creado todos los fundamentos de la sociedad humana:
trabajo, familia y gobierno. Pedro designó a la sociedad humana no en relación con su origen sino
con su función o esfera de operación. La intención del apóstol fue, por tanto, ordenar sometimiento a
toda institución humana porque cada una es ordenada por Dios. Los creyentes deben someterse a
las autoridades civiles, a empleadores (2:18; Ef. 6:5; Col. 3:22), y en la familia (Ef. 5:21-6:2). En los
dos últimos ámbitos, el motivo también es a causa de Señor (Ef. 5:22; 6:1, 5-6; Col. 3:18, 20, 22-24).
Esa orden no excluye a autoridades que toman decisiones malas o injustas. El Antiguo Testamento
reconoce la existencia de gobernantes corruptos (cp. Dn. 9:11-12; Mi. 7:2-3) pero también reconoce
que Dios tiene la prerrogativa de juzgarlos. A pesar del mal que ocurre debido a que las autoridades
son caídas y las instituciones son imperfectas, los creyentes deben confiar en que Dios aún ejerce un
gobierno soberano y perfectamente sabio sobre las sociedades y las naciones (cp. Gn. 18:25).
Pedro explica en detalle la sumisión de los creyentes al hacer ver que esto se aplica a todos los
niveles de autoridad. Al desglosar la autoridad en categorías específicas, él habla del nivel más alto
de quien está en autoridad: el rey, como a superior. Obviamente esto reconoce la legitimidad del
gobierno de un hombre como una forma de gobierno ordenada por Dios. La monarquía, o su paralelo
la dictadura, es una forma que Dios usa en el mundo. Fue en especial un reto para los creyentes en la
época de Pedro obedecer esta parte de la orden porque el rey (el César) era un tirano demente: el
emperador romano Nerón. Pero hasta él era divinamente ordenado para su papel de liderazgo de
llevar a cabo los propósitos fundamentales del gobierno. Gobernadores es un término que se refiere
a un nivel más bajo de autoridad (cp. Lc. 2:1-2; 3:1; Hch. 7:10): funcionarios debajo del rey que por
él podían ser enviados.
Pedro imitó a Pablo cuando dijo que los funcionarios de gobierno han sido designados para castigo
de los malhechores. Años antes, cuando lo traicionaron y lo arrestaron, Jesús enseñó a Pedro la
lección de que se requiere y se reserva al gobierno la responsabilidad de la pena capital (Gn. 9:5-6):
Entonces se acercaron y echaron mano a Jesús, y le prendieron. Pero uno de los que estaban con
Jesús, extendiendo la mano, sacó su espada, e hiriendo a un siervo del sumo sacerdote, le quitó la
oreja. Entonces Jesús le dijo: Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a
espada perecerán. ¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría
más de doce legiones de ángeles? (Mt. 26:50-53; cp. Jn. 18:10-11).
Jesús estaba afirmando el derecho del gobierno romano de usar la espada contra Pedro si este la
usaba contra alguien. Solo a los gobernantes se les ha dado ese derecho de llevar la espada para
castigar a los transgresores (Ro. 13:4). Por tanto, los creyentes nunca deben participar en actos de
justicia por mano propia.
Por otra parte, Dios ha establecido a los funcionarios civiles para la alabanza de los que hacen
bien. Por lo general las autoridades premian a buenos ciudadanos con trato justo y favorable (Ro.
13:3; cp. Gn. 39:2-4; 41:37-41; Pr. 14:35; Dn. 1:18-21). La función del gobierno es clara: crear temor
que refrene el mal, castigar a quienes hacen lo malo, y proteger a quienes hacen el bien.
LA ACTITUD DE SUMISIÓN
como libres, pero no como los que tienen la libertad como pretexto para hacer lo malo, sino
como siervos de Dios. (2:16)
La actitud correcta es necesaria para que los cristianos sumisos mantengan su credibilidad entre los
no creyentes. Muestran la actitud correcta cuando actúan como libres. Ellos deben comprender que,
como consecuencia de la obra redentora de Cristo (cp. 1:18-19), están libres de la condenación del
pecado (Ro. 6:7, 18; 8:1-2), de la maldición de la ley (Gá 3:13), de la esclavitud a Satanás (cp. Ro.
16:20; Col. 1:13; He. 2:14; 1 Jn. 2:13; 4:4), del control del mundo (cp. 1 Co. 9:19; Gá 4:3-5; 5:1; Col.
2:20), y del poder de la muerte (Ro. 8:38-39; 1 Co. 15:54-56).
Sin embargo, Pedro advierte que quienes son libres en Cristo no tienen esa libertad espiritual como
pretexto para hacer lo malo de no someterse a las autoridades (cp. 1 Co. 8:9; 10:32; Gá 5:13).
Pretexto indica poner una máscara o velo sobre algo, malo (kakias) es un término que significa
“bajeza” y resulta de la venganza, la amargura, la hostilidad y la desobediencia (Gn. 6:5; 8:21; Pr.
6:14; Is. 13:11; Mt. 12:35; 15:19; Jn. 3:19-20; 7:7; Ro. 1:29-30; Gá 1:4).
Una verdadera actitud justa hará que los cristianos usen su libertad como siervos de Dios. Pablo
exhortó a los corintios: “Porque el que en el Señor fue llamado siendo esclavo, liberto es del Señor;
asimismo el que fue llamado siendo libre, esclavo es de Cristo” (1 Co. 7:22). Esa libertad los ha
llevado de la esclavitud de servir al pecado al privilegio de ser esclavos de la justicia.
¿No sabéis que si os sometéis a alguien como esclavos para obedecerle, sois esclavos de aquel a
quien obedecéis, sea del pecado para muerte, o sea de la obediencia para justicia? Pero gracias
a Dios, que aunque erais esclavos del pecado, habéis obedecido de corazón a aquella forma de
doctrina a la cual fuisteis entregados; y libertados del pecado, vinisteis a ser siervos de la
justicia. Hablo como humano, por vuestra humana debilidad; que así como para iniquidad
presentasteis vuestros miembros para servir a la inmundicia y a la iniquidad, así ahora para
santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia. Porque cuando erais esclavos
del pecado, erais libres acerca de la justicia. ¿Pero qué fruto teníais de aquellas cosas de las
cuales ahora os avergonzáis? Porque el fin de ellas es muerte. Mas ahora que habéis sido
libertados del pecado y hechos siervos de Dios, tenéis por vuestro fruto la santificación, y como
fin, la vida eterna (Ro. 6:16-22).
Siervos (de la misma palabra para esclavos) definía al nivel más bajo de servidumbre en el mundo
greco romano, pero para los creyentes describió la gozosa libertad de ser siervos de Cristo y de hacer
lo recto en vez de lo malo (cp. Jn. 15:15; Gá 5:13; Ef. 6:6; Tit. 2:14). La libertad en Cristo y la
ciudadanía en el reino de Dios de ninguna manera permiten a los creyentes abusar o ignorar las
normas de conducta que Dios ha establecido para ellos en la tierra.
LA APLICACIÓN DE LA SUMISIÓN
Honrad a todos. Amad a los hermanos. Temed a Dios. Honrad al rey. (2:17)
Pedro resumió su mandato de sumisión a toda autoridad — su teología de ciudadanía — en cuatro
dimensiones prácticas y aplicables de vida. Primera, los creyentes deben honrar a todos. Toda
persona fue creada a imagen de Dios (Gn. 1:26; 9:6b; Stg. 3:9b; cp. Sal. 100:3a) y, por tanto, se le
debe algún grado de respeto. En el siglo I la mayoría de la gente creía que los esclavos no eran
personas y que no tenían derechos. Pero Pedro dijo a sus lectores que ya no debían tratarlos de esa
manera (cp. Col. 4:1). Los cristianos no deben discriminar a ninguna clase de individuo a causa de
raza, nacionalidad o posición económica (cp. Ro. 2:11; Ef. 6:8-9; Stg. 2:1-9). Eso no significa que
ignoren los diferentes niveles de autoridad y estructura social, o que participen en una tolerancia sin
sentido por la conducta de cualquiera, sino quiere decir que deben mostrar respeto por todos como
individuos creados a imagen de Dios.
La segunda aplicación es que los creyentes amen a los hermanos. Deben mostrar al mundo que
aman a sus compañeros cristianos. El apóstol Juan también escribió en varias ocasiones acerca de
este principio:
Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también
os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los
unos con los otros (Jn. 13:34-35; cp. 15:12).
Y este es su mandamiento: Que creamos en el nombre de su Hijo Jesucristo, y nos amemos unos
a otros como nos lo ha mandado (1 Jn. 3:23; cp. 4:7, 21).
Todo aquel que cree que Jesús es el Cristo, es nacido de Dios; y todo aquel que ama al que
engendró, ama también al que ha sido engendrado por él (1 Jn. 5:1).
Tercera, los creyentes deben temer a Dios (Dt. 13:4; Sal. 111:10; Pr. 9:10; Ec. 12:13; He. 12:9, 28;
Ap. 15:4), lo cual incluye confiar en Él en toda circunstancia (Sal. 36:7; Pr. 3:5; 14:26; 16:20; Is.
26:4), por difícil que sea (cp. 5:7; Sal. 34:22; Pr. 29:25; Nah. 1:7; 2 Co. 1:10; 2 Ti. 1:12). Los
cristianos deben adorarlo como Único soberano (Mt. 6:33-34; Ro. 8:28; 11:33) y como quien
organiza todo según su perfecta voluntad (1 S. 2:7-8; Sal. 145:9; Pr. 19:21). Tal temor también anima
a los creyentes a someterse a toda autoridad terrenal, porque tienen el mayor respeto por Aquel que
les ha mandado hacerlo.
Por último, los creyentes deben honrar al rey, lo que lleva el tema al punto de partida, de nuevo al
mandato básico del versículo 13. Esta aplicación vuelve a repetir la enseñanza de Pablo en Romanos
13, en particular el versículo 7: “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto,
impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra”. Como agente de Dios para llevar a cabo los
propósitos del gobierno, el monarca, presidente o primer ministro es digno del respeto que ordena
Dios.
Cuando los creyentes obedecen los principios de este pasaje, esto da verdadera credibilidad a su fe.
La sumisión a la autoridad civil es la realización de lo que se podría llamar “ciudadanía evangélica”,
a lo largo de las líneas de la declaración de Jesús en el Sermón del Monte:
Vosotros sois la luz del mundo; una ciudad asentada sobre un monte no se puede esconder. Ni se
enciende una luz y se pone debajo de un almud, sino sobre el candelero, y alumbra a todos los
que están en casa. Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras
buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos (Mt. 5:14-16).
Criados, estad sujetos con todo respeto a vuestros amos; no solamente a los buenos y afables,
sino también a los difíciles de soportar. Porque esto merece aprobación, si alguno a causa de la
conciencia delante de Dios, sufre molestias padeciendo injustamente. Pues ¿qué gloria es, si
pecando sois abofeteados, y lo soportáis? Mas si haciendo lo bueno sufrís, y lo soportáis, esto
ciertamente es aprobado delante de Dios. Pues para esto fuisteis llamados; (2:18-21a)
Hoy día la cultura posmoderna parece aferrarse a una sola obligación moral básica: el sagrado deber
de garantizar la igualdad de derechos para todo el mundo. Ya nadie habla de sacrificio o privilegio,
sino solo de derechos, tales como derechos étnicos, derechos reproductivos, derechos de inmigrantes,
derechos de homosexuales, y derechos en el lugar de trabajo.
Si las personas no reciben la libertad personal que creen que se les debería dar, expresan sus quejas
en forma de paros, huelgas, boicoteo y rebeliones políticas. A tales manifestantes por lo general los
motiva la creencia de que todos son iguales en toda forma y con derecho exactamente a las mismas
cosas que todos los demás.
En el lugar de trabajo, los empleados expresan sus quejas por una falta de “derechos” a través de
bajo rendimiento, “enfermedades”, protestas o huelgas generales que impiden a la administración
realizar la tarea de la empresa. En ocasiones la administración responde con cierres patronales o
incluso con el despido de los empleados en huelga. A veces las acciones laborales resultan en
aumentos de salarios y en mejoras de beneficios para los empleados, o quizás en un acuerdo de
compromiso que a la larga beneficia a ambas partes.
Sin embargo, el enfoque en los “derechos” en el lugar de trabajo, cualesquiera que sean los
resultados, es incongruente con la vida cristiana. En vez de eso, los creyentes deben preocuparse de
la obediencia y la sumisión a la voluntad de Dios. Cuando obedecen y se someten a sus superiores,
como Él manda, demuestran que su verdadera esperanza está en el mundo venidero. David -provee
una excelente ilustración de la actitud sumisa que Dios busca en el contexto de servir bajo la
autoridad de alguien. Una vez que Dios lo eligió para reemplazar a Saúl como rey, Saúl intentó matar
a David. Primera de Samuel describe la razón fundamental del odio de Saúl:
Aconteció que cuando volvían ellos, cuando David volvió de matar al filisteo, salieron las
mujeres de todas las ciudades de Israel cantando y danzando, para recibir al rey Saúl, con
panderos, con cánticos de alegría y con instrumentos de música. Y cantaban las mujeres que
danzaban, y decían: Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles. Y se enojó Saúl en gran
manera, y le desagradó este dicho, y dijo: A David dieron diez miles, y a mí miles; no le falta más
que el reino. Y desde aquel día Saúl no miró con buenos ojos a David. Aconteció al otro día, que
un espíritu malo de parte de Dios tomó a Saúl, y él desvariaba en medio de la casa. David tocaba
con su mano como los otros días; y tenía Saúl la lanza en la mano. Y arrojó Saúl la lanza,
diciendo: Enclavaré a David a la pared. Pero David lo evadió dos veces (1 S. 18:6-11; cp. 19:9-
10).
Frente a tal hostilidad, David descansó en la promesa divina de que sería rey. Por tanto, no necesitó
exigir su derecho a gobernar; tampoco insistió en vengarse del rey Saúl. Sin embargo, el monarca
siguió tratando de quitarle la vida a David.
Y tomando Saúl tres mil hombres escogidos de todo Israel, fue en busca de David y de sus
hombres, por las cumbres de los peñascos de las cabras monteses. Y cuando llegó a un redil de
ovejas en el camino, donde había una cueva, entró Saúl en ella para cubrir sus pies; y David y
sus hombres estaban sentados en los rincones de la cueva. Entonces los hombres de David le
dijeron: He aquí el día de que te dijo Jehová: He aquí que entrego a tu enemigo en tu mano, y
harás con él como te pareciere. Y se levantó David, y calladamente cortó la orilla del manto de
Saúl. Después de esto se turbó el corazón de David, porque había cortado la orilla del manto de
Saúl. Y dijo a sus hombres: Jehová me guarde de hacer tal cosa contra mi señor, el ungido de
Jehová, que yo extienda mi mano contra él; porque es el ungido de Jehová. Así reprimió David a
sus hombres con palabras, y no les permitió que se levantasen contra Saúl. Y Saúl, saliendo de la
cueva, siguió su camino. También David se levantó después, y saliendo de la cueva dio voces
detrás de Saúl, diciendo: ¡Mi señor el rey! Y cuando Saúl miró hacia atrás, David inclinó su
rostro a tierra, e hizo reverencia. Y dijo David a Saúl: ¿Por qué oyes las palabras de los que
dicen: Mira que David procura tu mal? He aquí han visto hoy tus ojos cómo Jehová te ha puesto
hoy en mis manos en la cueva; y me dijeron que te matase, pero te perdoné, porque dije: No
extenderé mi mano contra mi señor, porque es el ungido de Jehová. Y mira, padre mío, mira la
orilla de tu manto en mi mano; porque yo corté la orilla de tu manto, y no te maté. Conoce, pues,
y ve que no hay mal ni traición en mi mano, ni he pecado contra ti; sin embargo, tú andas a caza
de mi vida para quitármela. Juzgue Jehová entre tú y yo, y véngueme de ti Jehová; pero mi mano
no será contra ti (1 S. 24:2-12).
Increíblemente, desde un punto de vista humano, otra vez David no quiso hacer daño a Saúl, aunque
tuvo otra oportunidad de contraatacar al rey. Primera de Samuel 26:6-12 narra lo que aconteció:
Entonces David dijo a Ahimelec heteo y a Abisai hijo de Sarvia, hermano de Joab: ¿Quién
descenderá conmigo a Saúl en el campamento? Y dijo Abisai: Yo descenderé contigo. David,
pues, y Abisai fueron de noche al ejército; y he aquí que Saúl estaba tendido durmiendo en el
campamento, y su lanza clavada en tierra a su cabecera; y Abner y el ejército estaban tendidos
alrededor de él. Entonces dijo Abisai a David: Hoy ha entregado Dios a tu enemigo en tu mano;
ahora, pues, déjame que le hiera con la lanza, y lo enclavaré en la tierra de un golpe, y no le daré
segundo golpe. Y David respondió a Abisai: No le mates; porque ¿quién extenderá su mano
contra el ungido de Jehová, y será inocente? Dijo además David: Vive Jehová, que si Jehová no
lo hiriere, o su día llegue para que muera, o descendiendo en batalla perezca, guárdeme Jehová
de extender mi mano contra el ungido de Jehová. Pero toma ahora la lanza que está a su
cabecera, y la vasija de agua, y vámonos. Se llevó, pues, David la lanza y la vasija de agua de la
cabecera de Saúl, y se fueron; y no hubo nadie que viese, ni entendiese, ni velase, pues todos
dormían; porque un profundo sueño enviado de Jehová había caído sobre ellos.
El apóstol Pablo expresó más específicamente el principio divino de conceder respeto y no buscar
retaliación: “No paguéis a nadie mal por mal; procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es
posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres. No os venguéis vosotros
mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo
pagaré, dice el Señor” (Ro. 12:17-19; cp. Lc. 6:32-35; 1 Co. 7:20-21, 24). Como estudiamos en el
capítulo anterior de esta obra, ni Pedro, ni Pablo, ni ninguno de los demás escritores del Nuevo
Testamento defendió alguna vez que los subordinados se levantaran contra sus superiores.
En esta sección Pedro pasa de la política al trabajo, y manda a los creyentes que son siervos o
esclavos que se sometan a sus amos. En términos más amplios, eso significa que los empleados
cristianos deben respetar y obedecer a sus empleadores. El apóstol emitió su orden no solo como un
mandato sino también como un motivo de sumisión.
porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas;
el cual no hizo pecado, ni se halló engaño en su boca; quien cuando le maldecían, no respondía
con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga
justamente; quien llevó él mismo nuestros pecados en su cuerpo sobre el madero, para que
nosotros, estando muertos a los pecados, vivamos a la justicia; y por cuya herida fuisteis
sanados. Porque vosotros erais como ovejas descarriadas, pero ahora habéis vuelto al Pastor y
Obispo de vuestras almas. (2:21b-25)
Si fuéramos a obtener una muestra representativa de cómo las personas en la sociedad occidental
vislumbran quién fue Jesús, las respuestas sin duda incluirían las siguientes precisiones: Él fue el
niño de Navidad en el pesebre de Belén (Lc. 2:15-16); fue el joven carpintero de Nazaret que en una
ocasión confundió a los maestros religiosos en Jerusalén (Lc. 2:45-47); fue un maestro humilde y
amoroso (Mt. 5:1-12); Jesús fue un sanador compasivo y poderoso que curó enfermedades (Mt. 8:14-
17) y resucitó muertos (Jn. 11:1-44); fue un predicador valiente y perspicaz que entusiasmó a las
multitudes mientras explicaba la voluntad de Dios (Mt. 7:28-29); y fue el ejemplo perfecto y el
modelo ideal de masculinidad (Lc. 2:52; cp. Mt. 4:1-11; Fil. 2:7; He. 4:15).
Cada una de las anteriores imágenes de Cristo es verdadera e instructiva hasta cierto punto. Pero
podemos afirmar que todas ellas no captan por completo su vida y ministerio. Una imagen del Hijo
de Dios reemplaza a todas las demás en importancia, y es crucial para el propósito de su encarnación.
Se trata de la de Jesús como Siervo sufriente y Salvador crucificado. En la cruz Él mostró claramente
su deidad y su humanidad juntas, y concluyó su obra redentora: la expiación por el pecado, la razón
para que viniera al mundo. El apóstol Pablo resumió así la suprema importancia de la muerte y
resurrección de Cristo: “Me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste
crucificado” (1 Co. 2:2).
Este pasaje final de 1 Pedro 2 presenta al Mesías sufriente y revela tres aspectos de su sufrimiento:
Él fue para los creyentes el ejemplo perfecto para el sufrimiento, el substituto perfecto de los
creyentes en el sufrimiento, y se convirtió en el perfecto pastor de los creyentes a través del
sufrimiento.
Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no
creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando
vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos,
de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible
ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así
también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando
sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras
habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza. Vosotros, maridos,
igualmente, vivid con ellas sabiamente, dando honor a la mujer como a vaso más frágil, y como
a coherederas de la gracia de la vida, para que vuestras oraciones no tengan estorbo. (3:1-7)
Para que los creyentes mantengan un testimonio ejemplar en este mundo incrédulo deben vivir con
integridad en las cuatro áreas principales de interacción social, ordenadas por Dios, que Pedro trata:
la sociedad (2:13-17), el lugar de trabajo (2:18-25), la familia (3:1-7), y la iglesia (3:8-9). Con
relación a las tres dimensiones seculares de vida, el apóstol manda a los creyentes ser un testimonio
del bien positivo del evangelio (2:9), y también negativamente para acallar a los críticos de la fe
(2:12-15).
Esta sección de apertura del capítulo 3 trata con la tercera y la más pequeña unidad de la estructura
social ordenada por Dios: la familia. En las otras dos categorías se requiere sometimiento a la
autoridad civil (2:13-14) y a los empleadores (2:18). El asunto de la sumisión también es crucial en la
familia, comenzando con la esposa al esposo. Pedro dirige aquí seis versículos a la sumisión de las
esposas a los esposos y uno al servicio de los esposos a las necesidades de las esposas, una división
que a primera vista podría parecer desequilibrada. Pero en la época de Pedro, cuando una esposa se
volvía cristiana el potencial para la dificultad era mucho mayor del que resultaba si el esposo se
convertía primero en creyente. En esa sociedad, cuando las mujeres, a quienes se les veía como
inferiores a los hombres, se hacían cristianas sin que sus esposos también fueran salvos, era
previsible la probabilidad de ser avergonzadas por lo que se veía como un acto de desafío por parte
de la esposa, como era el conflicto generado posteriormente.
LA RESPONSABILIDAD DE LA ESPOSA
Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no
creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando
vuestra conducta casta y respetuosa. Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos,
de adornos de oro o de vestidos lujosos, sino el interno, el del corazón, en el incorruptible
ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios. Porque así
también se ataviaban en otro tiempo aquellas santas mujeres que esperaban en Dios, estando
sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras
habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin temer ninguna amenaza. (3:1-6)
En la cultura grecorromana de siglo I las mujeres recibían poco o ningún respeto. Mientras vivían en
la casa de su padre estaban sujetas a la ley romana de la patria potestas (“el poder del padre”), que
concedía a los padres autoridad final de vida y muerte sobre sus hijos. Los esposos tenían una clase
parecida de autoridad legal sobre sus esposas. La sociedad relacionaba a las mujeres como simples
siervas que debían quedarse en casa y obedecer a sus esposos. Si una mujer decidía obedecer el
evangelio, esa decisión de cambiar de religión por su cuenta podía resultar en grave maltrato por
parte de su marido no salvo. Cuando ocurría tal conversión, una esposa debía saber cómo responder a
su esposo a fin de que pudiera ganarlo para el evangelio. El deber esencial de ella era ser sumisa,
como en el caso de las relaciones civiles y en el lugar de trabajo.
Primero, la esposa creyente tiene la responsabilidad de permanecer con su esposo incrédulo. Si él
desea mantener la unión, ella no debe divorciarse: “Si una mujer tiene marido que no sea creyente, y
él consiente en vivir con ella, no lo abandone” (1 Co. 7:13; cp. v. 39; Ro. 7:2-3). Pablo continuó
diciendo que los cónyuges no salvos se benefician de las bendiciones divinas que sus cónyuges
salvos reciben de parte de Dios: “Porque el marido incrédulo es santificado en la mujer, y la mujer
incrédula en el marido” (1 Co. 7:14). Sin embargo, si un esposo incrédulo no quiere permanecer con
su esposa creyente, ella no tiene que obligarlo a quedarse porque tal intento solo podría producir
perturbación, y los creyentes están llamados a la paz: “Pero si el incrédulo se separa, sepárese; pues
no está el hermano o la hermana sujeto a servidumbre en semejante caso, sino que a paz nos llamó
Dios” (v. 15). Cuando el vínculo se rompe bajo tales condiciones, el creyente es libre para volver a
casarse en el Señor, igual que en el caso de muerte (v. 39).
Que las mujeres cristianas son espiritualmente iguales a los hombres en Cristo está claro en Gálatas
3:27-28: “Porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos. Ya no
hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en
Cristo Jesús”. Sin embargo, Dios ha mandado a las mujeres tener ciertas obligaciones con sus
esposos, lo que Pedro identifica como sumisión, fidelidad y modestia.
ELLA DEBE SER SUMISA Y FIEL
Asimismo vosotras, mujeres, estad sujetas a vuestros maridos; para que también los que no
creen a la palabra, sean ganados sin palabra por la conducta de sus esposas, considerando
vuestra conducta casta y respetuosa. (3:1-2)
La expresión asimismo se remite a los dos ejemplos antes mencionados de sumisión: los ciudadanos
a las autoridades civiles (2:13) y los siervos a sus amos (2:18). El mismo verbo (hupotassō),
traducido estad sujetas y considerado en relación con esas dos referencias, aparece únicamente aquí
y es una forma presente intermedia, que resalta acción reflexiva (“sométete”). El uso en el Nuevo
Testamento de esta palabra, que significa “bajar la cabeza”, “estar sujeto a”, o “bajo rango”, es
común (cp. 2:18; 3:5; 5:5; Lc. 2:51; 10:17, 20; Ro. 8:7; 10:3; 13:1, 5; 1 Co. 14:32, 34; 15:27; 16:16;
Ef. 1:22; 5:21, 24; Fil. 3:21; Tit. 2:9; 3:1; He. 2:5, 8; 12:9; Stg. 4:7). Bajo inspiración del Espíritu, el
apóstol Pablo también enseñó que las esposas deben someterse al liderazgo de sus esposos (Ef. 5:22-
23; Col. 3:18; Tit. 2:4-5). Sumisión no implica inferioridad moral, intelectual o espiritual en la
familia, en el lugar de trabajo o en la sociedad en general; pero es el diseño de Dios para las
funciones necesarias para el bienestar de la humanidad. En la misma línea, un oficial al mando no
necesariamente es superior en carácter a las tropas que dirige, pero su autoridad es vital para el
apropiado funcionamiento de la unidad. Que Pedro se refiriera específicamente a vuestros maridos
(cursivas apropiadas añadidas) indica la intimidad matrimonial y señala que el apóstol no estaba
mandando a las mujeres ser serviles a todos los hombres en todo contexto. Pablo también establece el
diseño de Dios para la autoridad y la sumisión en las funciones de hombres y mujeres dentro de la
Iglesia (1 Co. 11:3,8-9; 1 Ti. 2:11-14; cp. 1 Co. 14:34).
La frase los que no creen a la palabra describe la condición del esposo incrédulo como alguien
que rechaza el evangelio (cp. 2 Ts. 1:8-9; He. 4:2). Es asombroso que a pesar de la enemistad del
alma de este individuo hacia el Señor, si su esposa cristiana sigue sometiéndose al marido ella podría
ser el instrumento que Dios use a fin de ganarlo para Cristo sin palabra. Esa expresión no se refiere
a la Palabra de Dios sino a las palabras de la esposa. Ya antes en esta carta Pedro dejó en claro que la
Biblia es esencial para la salvación de todos: “Siendo renacidos, no de simiente corruptible, sino de
incorruptible, por la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23; cp. Ro. 10:17). El
punto de Pedro aquí es que la conducta santa de la esposa es el testimonio más valioso para abrir el
corazón del esposo al evangelio. Él necesitará oír las palabras de salvación, quizás de parte de su
esposa; pero esto ocurrirá si él puede ver que ella es sumisa como una mujer fiel que realmente
recomienda el evangelio al esposo. Cómo vive un creyente en esa relación tan íntima ayuda a que la
gracia de Cristo sea algo creíble (cp. Mt. 5:16).
Una actitud encantadora, amable y sumisa es la herramienta de evangelización más eficaz que tiene
la esposa creyente (cp. Pr. 31:26; Mt. 5:16; Fil. 2:15; Tit. 2:3-5). Relacionado con eso se encuentra la
responsabilidad de ellas de mostrar una conducta casta y respetuosa, manifestando su santificación
a través de Cristo por medio de una vida compuesta de comportamiento irreprochable y puro hacia
Dios y hacia sus esposos. La palabra respetuosa viene de phobos (“temor”), usada en 2:17 para
definir la actitud requerida de aquellos que dan honra al mismo Dios (cp. Pr. 24:21). Esto es
precisamente lo que se manda a las esposas en Efesios 5:22: “Las casadas estén sujetas a sus propios
maridos, como al Señor”. Eso significa que ellas deben mostrar honra y respeto a sus esposos como
al Señor. El tema se desarrollará y se ilustrará más en el estudio del versículo 6, bajo el siguiente
título.
ELLA HA DE SER MODESTA
Vuestro atavío no sea el externo de peinados ostentosos, de adornos de oro o de vestidos lujosos,
sino el interno, el del corazón, en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, que es
de grande estima delante de Dios. Porque así también se ataviaban en otro tiempo aquellas
santas mujeres que esperaban en Dios, estando sujetas a sus maridos; como Sara obedecía a
Abraham, llamándole señor; de la cual vosotras habéis venido a ser hijas, si hacéis el bien, sin
temer ninguna amenaza. (3:3-6)
Este texto no prohíbe a las esposas peinarse el cabello ni usar joyas o ropa bonita; por eso algunas
traducciones bíblicas (NTV, BLPH) añaden la palabra tanto. La esposa en Cantar de los cantares
estaba hermosamente adornada, como por ejemplo en Cantares 1:10; 4:11; 7:1. Lo importante es que
esto no debía constituir la preocupación o el interés principal en el asunto de atraer a un esposo
incrédulo hacia Cristo. En la cultura grecorromana las mujeres se dedicaban a su atavío superficial,
usando a menudo los mejores cosméticos, tinturando el cabello con colores extravagantes, usando
peinados ostentosos, y portando (especialmente en la cabeza) costosas joyas para coronar su
vestimenta elegante. Pero los peinados ostentosos, los adornos de oro o los vestidos lujosos no
hacían ninguna contribución a la transformación espiritual. Tales preocupaciones frívolas aún
consumen a las mujeres en la cultura actual dominada por los medios de comunicación. Sin embargo,
las mujeres cristianas, en especial aquellas cuyos esposos no son salvos, aún están bajo este mandato.
Mucho tiempo antes de la época de Pedro, Dios pronunció juicio a través del profeta Isaías con
relación a las mujeres que prestan atención obsesiva y ostentosa a los adornos externos:
Asimismo dice Jehová: Por cuanto las hijas de Sion se ensoberbecen, y andan con cuello erguido
y con ojos desvergonzados; cuando andan van danzando, y haciendo son con los pies; por tanto,
el Señor raerá la cabeza de las hijas de Sion, y Jehová descubrirá sus vergüenzas. Aquel día
quitará el Señor el atavío del calzado, las redecillas, las lunetas, los collares, los pendientes y los
brazaletes, las cofias, los atavíos de las piernas, los partidores del pelo, los pomitos de olor y los
zarcillos, los anillos, y los joyeles de las narices, las ropas de gala, los mantoncillos, los velos,
las bolsas, los espejos, el lino fino, las gasas y los tocados. Y en lugar de los perfumes aromáticos
vendrá hediondez; y cuerda en lugar de cinturón, y cabeza rapada en lugar de la compostura del
cabello; en lugar de ropa de gala ceñimiento de cilicio, y quemadura en vez de hermosura. (Is.
3:16-24; cp. Jer. 2:32)
En lugar de estar consumidas por su apariencia externa, las esposas cristianas deben estar dedicadas
a embellecer lo interno, lo del corazón. La Nueva Biblia Latinoamericana de Hoy pone esta nota al
pie de página: Lit. la persona oculta en el corazón. (Persona viene de anthrōpos, “hombre”, que
demuestra el uso bíblico del género masculino para describir incluso a una mujer). Ellas deberían
manifestar la belleza interna de la virtud espiritual. Pablo ordenó a las mujeres creyentes que “se
atavíen de ropa decorosa, con pudor y modestia; no con peinado ostentoso, ni oro, ni perlas, ni
vestidos costosos, sino con buenas obras, como corresponde a mujeres que profesan piedad” (1 Ti.
2:9-10; para una observación acerca de estos versículos, véase John MacArthur, Comentario
MacArthur del Nuevo Testamento: Primera Timoteo [Grand Rapids: Portavoz, 2004], pp. 93-94).
En particular, la esposa creyente debe caracterizarse no por modas terrenales pasajeras, que hoy
están aquí y mañana habrán desaparecido, sino literalmente por lo incorruptible (la calidad está
implícita), que describe la herencia eterna del creyente en el cielo. Las esposas cristianas deben ser
devotas, no a la belleza temporal sino a los adornos encantadores de la piedad. Afable viene de una
palabra que se refiere a una actitud humilde y dócil, expresada en sumisión paciente; apacible
significa “tranquilo” o “calmado”. Tal carácter en el espíritu de una esposa creyente constituye la
verdadera belleza interior que es de grande estima delante de Dios, y que resulta eficaz en
presentarla no solo valiosa y atractiva ante su esposo, sino en demostrar la belleza y el valor de la
regeneración.
Sin duda, es posible que la apariencia de una mujer sea tan desaliñada y sin adornos como para
avergonzar y desalentar a su marido, a quien tal indiferencia en el nombre de Cristo haría ofensivo el
evangelio y sería tan perjudicial espiritualmente como prestar demasiada atención a lo externo. El
Señor se agrada más cuando el adorno modesto de una mujer cristiana, aunque considerado y
encantador, refleja la belleza interior que Cristo ha conformado en ella.
En otro tiempo (en los días del Antiguo Testamento) muchas mujeres creyentes (santas mujeres)
ejemplificaban estos principios de sumisión y piedad modesta (cp. Rt. 3:11; Pr. 31:10-31). Pedro
afirma que ellas así también se ataviaban, estando sujetas a sus maridos. Por tanto, su llamado a
tal comportamiento tiene precedentes, y como ejemplo el apóstol cita específicamente a Sara,
observando que ella obedecía a Abraham, llamándole señor (amo). Llamándole (kalousa) es un
participio presente que indica la actitud continua de Sara de respeto hacia su esposo Abraham: lo
trataba como su señor o amo.
Cuando Pablo escribió que por fe todos los santos son hijos de Abraham, estaba diciendo que todos
los creyentes han seguido el mismo camino que tomó Abraham. Él es el modelo del Antiguo
Testamento para creer la Palabra de Dios, y todos después de él y que hacen lo mismo pertenecen a
la familia de la fe (Ro. 4:1-16; Gá 3:7-29). De igual modo, todas las esposas de los creyentes que
siguen el ejemplo de Sara de sumisión y modestia han venido a ser hijas suyas en ese sentido. Las
esposas que siguen el modelo de Sara se han comprometido a hacer el bien o lo que es correcto,
aunque sin embargo pudieran tener algunos temores serios en cuando a dónde pudiera llevar tal
sumisión a un esposo incrédulo. La palabra griega para temer es ptoēsis, una expresión fuerte que
significa “aterrador” o “pavoroso”. En lugar de sucumbir a tales temores (cp. Sal. 27:1; Pr. 1:33;
29:25; 2 Ti. 1:7; 1 Jn. 4:18), aquellas que son fieles a someterse puesto que esto es correcto o está
bien, pueden ser usadas por el Señor en la salvación de sus esposos.
¿Y quién es aquel que os podrá hacer daño, si vosotros seguís el bien? Mas también si alguna
cosa padecéis por causa de la justicia, bienaventurados sois. Por tanto, no os amedrentéis por
temor de ellos, ni os conturbéis, sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, y estad
siempre preparados para presentar defensa con mansedumbre y reverencia ante todo el que os
demande razón de la esperanza que hay en vosotros; teniendo buena conciencia, para que en lo
que murmuran de vosotros como de malhechores, sean avergonzados los que calumnian
vuestra buena conducta en Cristo. Porque mejor es que padezcáis haciendo el bien, si la
voluntad de Dios así lo quiere, que haciendo el mal. (3:13-17)
Hoy día hay una creciente hostilidad hacia el cristianismo bíblico en toda la cultura occidental. Pero
las raíces de esa hostilidad tienen décadas, incluso siglos, de antigüedad. Francis Schaeffer
proporcionó el siguiente análisis en la década de los setenta:
En el antiguo Israel, cuando la nación se había apartado de Dios y de su verdad y sus mandatos
como se dan en las Escrituras, el profeta Jeremías gritó que había muerte en la ciudad. Estaba
hablando no solo de muerte física en Jerusalén sino también de una muerte más amplia. Debido a
que la sociedad judía de esa época se había alejado de lo que Dios les había dado en la Biblia,
había muerte en la polis, es decir muerte en toda la cultura y en toda la sociedad.
En nuestra época, sociológicamente el hombre destruyó la base que le daba la posibilidad de
libertad sin anarquía. Los humanistas han estado decididos a darle muerte al conocimiento de
Dios y al conocimiento de que Dios no ha guardado silencio, sino que ha hablado en la Biblia y
por medio de Cristo; ellos han estado decididos a hacer esto a pesar de que la muerte de los
valores ha llegado con la muerte de ese conocimiento.
Vemos dos efectos de nuestra pérdida de significado y de valores. El primero es degeneración.
Piense en el Times Square de la ciudad de Nueva York, en la cuarenta y dos y Broadway. Si
vamos a lo que solía ser la encantadora Kalverstraat en Ámsterdam, ¡descubriremos también que
se ha vuelto igual de repugnante! Lo mismo se puede decir de encantadoras calles antiguas en
Copenhagen. ¡Pompeya ha regresado! Las marcas de la antigua Roma nos dejan una cicatriz:
degeneración, decadencia, depravación, amor a la violencia sin ninguna justificación. La situación
es clara. Si nos fijamos, la vemos. Si la vemos, nos preocupamos.
Sin embargo, debemos notar que hay un segundo resultado de la pérdida moderna de significado
y de valores que es más inquietante, y que muchas personas no ven. Este segundo resultado es que
existirá la élite. La sociedad no puede soportar el caos. Algún grupo o individuo llenará el vacío.
Una élite nos ofrecerá absolutos arbitrarios, ¿y quién se interpondrá en su camino? (How Should
We then Live? [Westchester, Ill.: Crossway, 1976], pp. 226-27; cursivas en el original).
Los creyentes de la época de Pedro vivían en el Imperio Romano al que se refirió Schaeffer,
enfrentando la misma clase de degeneración y depravación que asaltan a la Iglesia hoy. No obstante,
ellos enfrentaron hostilidad y persecución más abierta y con mayor frecuencia de la que enfrentan los
creyentes en la cultura moderna. Sin embargo, en algunos lugares del mundo existe persecución
directa a creyentes, y es probable que en los años venideros los cristianos en todas partes enfrenten
creciente hostilidad, tanto de parte de autoridades civiles como de incrédulos a nivel personal. Este
pasaje habla a todos los que viven de manera santa en medio de una cultura hostil e impía. El apóstol
Pedro ofrece cinco principios que los creyentes deben comprender para equiparse y defenderse contra
las amenazas de un mundo incrédulo y hostil: pasión por la bondad, disposición a sufrir… por lo
bueno y lo malo, devoción a Cristo, preparación para defender la fe, y buena conciencia.
DEVOCIÓN A CRISTO
sino santificad a Dios el Señor en vuestros corazones, (3:15a)
Aquí el apóstol vuelve a aludir a Isaías 8:13: “A Jehová de los ejércitos, a él santificad”. Cuando los
creyentes santifican al Señor en sus corazones afirman su sujeción al control, a la instrucción y a la
guía de Dios. Al hacerlo también declaran la majestad soberana de Dios, se someten a ella (cp. Dt.
4:35; 32:4; 1 R. 8:27; Sal. 90:2; 92:15; 99:9; 145:3,5; Is. 43:10; Ro. 8:28; 11:33) y demuestran que
solamente lo temen a Él (Jos. 24:22-24; Sal. 22:23; 27:1; 34:9; 111:10; 119:46, 63; Pr. 14:26; Mt.
4:10).
Santificad (hagiasate) significa “apartarse” o “consagrarse”. Pero en este contexto también
conlleva dar el principal lugar de adoración, exaltación y adoración al Señor. Los creyentes que
santifican al Señor lo apartan de todos los demás como el único objeto de su amor, reverencia,
lealtad y obediencia (cp. Ro. 13:14; Fil. 2:5-11; 3:14; Col. 3:4; 2 P. 1:10-11). Reconocen la
perfección de Él (He. 7:26-28), magnifican su gloria (Hch. 7:55-56; cp. Ap. 1:12-18), exaltan su
preeminencia (Col. 1:18), y se someten a la voluntad divina (Mr. 3:35; Ro. 12:2; Ef. 6:6; He. 10:36;
1 Jn. 2:17), con la comprensión de que en ocasiones esa sumisión incluye sufrimiento.
Esta honra a Cristo como Señor no es algo externo, sino que sucede en los corazones de los
verdaderos adoradores, aunque deban enfrentar sufrimiento injusto. Ese sometimiento y confianza en
los propósitos perfectos del Señor soberano producen valor, audacia y fortaleza para triunfar en
medio de las situaciones más adversas.
Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevarnos a Dios, siendo a la verdad muerto en la carne, pero vivificado en espíritu; en el cual
también fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron,
cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca,
en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua. El bautismo que
corresponde a esto ahora nos salva (no quitando las inmundicias de la carne, sino como la
aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo, quien
habiendo subido al cielo está a la diestra de Dios; y a él están sujetos ángeles, autoridades y
potestades. (3:18-22)
Pedro termina su sección sobre el sufrimiento injusto de los creyentes con el ejemplo de cómo el
padecimiento injusto de Cristo logró el propósito triunfal de Dios. En el corazón del evangelio está el
hecho de que Jesucristo, quien era perfectamente justo, murió por individuos absolutamente injustos.
Triunfó a través de ese sufrimiento injusto, según Dios había predeterminado, proveyendo redención
para el mundo. En ese hecho único, Dios cumplió sus intenciones y los hombres perversos también
cumplieron las suyas (Hch. 2:23-24; 4:27-28; cp. Gn. 50:19-20). El misterio de la providencia divina
es que Dios es absolutamente soberano, pero su gobierno y su predeterminación no están separados
de la responsabilidad humana. Y la maldad del hombre no reduce a Cristo a una causa secundaria.
Dios es primordial en llevar a cabo providencialmente todos los elementos de su plan y voluntad
perennes. El ejemplo perfecto de Cristo de padecer injustamente y a través de eso lograr el glorioso
propósito salvador de Dios debería brindar a los creyentes esperanza y confianza para el triunfo del
propósito divino en medio de sus propios sufrimientos (cp. Ro. 8:17; 2 Co. 2:14; Fil. 1:29). A fin de
darles un entendimiento más enriquecedor del bendito resultado de la injusticia en la cruz, Pedro
insta a sus lectores a considerar cuatro elementos de la victoria del Señor: Su victoriosa carga del
pecado, su victorioso sermón, su victoriosa salvación, y su victoriosa supremacía.
SU VICTORIOSA CARGA DEL PECADO
Porque también Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para
llevarnos a Dios, (3:18a)
Las conjunciones también y por hacen volver a los lectores de Pedro al pasaje anterior (3:13-17) y
les recuerda que no se deberían sorprender o desanimar por el padecimiento, ya que Cristo triunfó en
su sufrimiento aunque padeció una muerte muy dolorosa, y del tipo más horrible: la crucifixión. En
contraste, el autor de la carta a los hebreos recuerda a sus lectores que sufrían, que ellos “aún no
[habían] resistido hasta la sangre” (12:4). La mayoría de creyentes no morirá como mártires, pero
incluso cuando lo hacen, esa muerte es la paga por sus pecados (Ro. 6:23). Todas las personas
mueren porque son pecadoras, lo que en un sentido convierte en una muerte justa incluso a la muerte
por causa de la justicia. El hombre merece morir; Jesús no lo merecía.
Algunas versiones (p. ej. LBLA, BLPH, NBLH, TLA, NVI) traducen en este versículo a la palabra
padeció como “murió”, una interpretación basada en diferentes manuscritos griegos. Pero las
distintas traducciones no cambian el significado: Cristo padeció al morir por los pecados. El pecado
ocasionó la muerte del Cristo inmaculado. Este es el ejemplo supremo de sufrimiento por causa de la
justicia (v. 18), y Él estuvo dispuesto a soportarlo para beneficio de los pecadores (Is. 53:4-6, 8-12;
Mt. 26:26-28; Jn. 1:29; 10:11, 15; Ro. 5:8-11; 8:32; 1 Co. 15:3; 2 Co. 5:15, 18-19; Gá 1:4; Ef. 2:13-
16; Col. 1:20-22; 1 Ts. 1:10; 1 Ti. 2:5-6; He. 2:9, 17; 7:27; 9:12, 24-28; 10:10; 13:12; 1 Jn. 1:7; 2:2;
4:10; Ap. 1:5; 5:9). Ya antes en esta carta Pedro afirmó que Cristo “no hizo pecado” (2:22). Nunca
tuvo un solo pensamiento, palabra o acción que no agradara por completo a Dios; más bien su
conducta en todo aspecto fue perfectamente santa (Is. 53:11; Lc. 1:35; 2 Co. 5:21; He. 4:15; 7:26; cp.
Jn. 5:30; He. 1:9).
Por tanto Cristo padeció por los pecados porque “fue ofrecido una sola vez para llevar los pecados
de muchos” (He. 9:28; cp. Ro. 8:3; He. 10:5-10). En la economía del Antiguo Testamento, Dios
requería sacrificios de animales para simbolizar la necesidad de expiar el pecado por medio de la
muerte de un sustituto inocente (Éx. 29:31-33, 36; Lv. 1:4-5; 8:34; 16:2-16; 17:11; 23:26-27; Nm.
15:25; 1 Cr. 6:49); el Nuevo Testamento presenta a Cristo como el sacrificio perfecto que cumplió
todos los símbolos en la realidad de expiar por todos los pecadores que alguna vez creerían (Jn. 3:14-
15; Ro. 5:6-11; 1 Co. 5:7; He. 9:11-14, 24, 28; 12:24; 13:11-12).
La frase una sola vez se traduce de la palabra hápax, que significa “de validez perpetua, que no
requiere repetición”. Para los judíos tan familiarizados con su sistema de sacrificios, este era un
concepto totalmente nuevo. A fin de expiar por el pecado habían matado millones de animales a lo
largo de los siglos. Durante su celebración anual de la Pascua se sacrificaba hasta un cuarto de millón
de ovejas. Pero la única muerte expiatoria de Jesucristo acabó con ese desfile insuficiente de
animales hacia el altar de una vez y para siempre (He. 1:3; 7:26-27; 9:24-28; 10:10-12), cuando llevó
el castigo que los elegidos debían pagar y lo soportó por ellos, cumpliendo así a satisfacción el justo
juicio de Dios.
Por consiguiente, en la muerte sustitutoria de Cristo padeció el justo por los injustos. Como la
ofrenda perfecta por el pecado, Él voluntariamente (Jn. 10:15-18) y de acuerdo con el propósito
redentor del Padre desde antes de la fundación del mundo (Hch. 2:23; 4:27-28; 13:27-29; cp. 2 Ti.
1:9; Ap. 13:8) llevó sobre sí todo el castigo que los injustos debían pagar (2:24). Ningún texto lo
declara de manera más concisa que 2 Corintios 5:21: “Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. Mucho más se puede decir
acerca del pecado y la imputación, como dice en otra parte (cp. Ro. 3—6), pero aquí Pedro dirige sus
declaraciones a lo práctico, refiriéndose al sufrimiento sustitutorio de Jesús como una ilustración de
cómo la más extrema aflicción e injusticia dio como resultado el triunfo singularmente supremo de la
salvación. Esto debería ser eminentemente alentador para los creyentes que sufren de manera injusta.
El triunfo en la muerte de Cristo se expresa en la frase para llevarnos [a los creyentes] a Dios. El
rasgado divino del velo del templo de arriba hacia abajo (Mt. 27:51) demostró simbólicamente la
realidad de que Él había abierto el camino hacia Dios. El lugar santísimo celestial, el “trono de la
gracia” (He. 4:16), fue hecho disponible para el inmediato acceso de todos los verdaderos creyentes.
Como sacerdotes reales (2:9), todos los creyentes son bienvenidos a la presencia de Dios (He. 4:16;
10:19-22).
El verbo traducido para llevarnos (prosagō) expresa el propósito específico de las acciones de
Jesús. A menudo describe a alguien a quien se está haciendo pasar o a quien se le da acceso hacia
otra persona. En el griego clásico la forma del pronombre tácito se refiere a quien hace pasar. En los
tribunales antiguos ciertos funcionarios controlaban el acceso al rey. Verificaban el derecho de
alguien de verlo y luego hacían pasar a esa persona a donde estaba el monarca. Cristo ahora realiza
esa función para los creyentes. Hebreos 6:20 dice con relación al atrio interior del cielo que Él “entró
por [los creyentes] como precursor, hecho sumo sacerdote para siempre”. Cristo entró para llevar a
los elegidos a la comunión con Dios (cp. Sal. 110:4; He. 2:17-18; 3:1-2; 4:14—15; 5:4-6; 7:17, 21-
22, 25; 8:1-2, 6; 9:13-14).
Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo
pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, para no vivir el
tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres, sino conforme a
la voluntad de Dios. Baste ya el tiempo pasado para haber hecho lo que agrada a los gentiles,
andando en lascivias, concupiscencias, embriagueces, orgías, disipación y abominables
idolatrías. A éstos les parece cosa extraña que vosotros no corráis con ellos en el mismo
desenfreno de disolución, y os ultrajan; pero ellos darán cuenta al que está preparado para
juzgar a los vivos y a los muertos. Porque por esto también ha sido predicado el evangelio a los
muertos, para que sean juzgados en carne según los hombres, pero vivan en espíritu según
Dios. (4:1-6)
Todo lo que conduce a este pasaje desde los versículos anteriores (3:8-22) se ha enfocado en los
creyentes esparcidos que sufren persecución por parte del mundo, y que incluso enfrentan la
posibilidad de morir. Sufrir injustamente por ser justo también está en la mente de Pedro en 1:6-9;
2:19-23; 4:14-19; 5:6-10. Saber cómo enfrentar esas pruebas es esencial para el crecimiento y el gozo
de los cristianos.
En esta sección el apóstol invita a los creyentes a estar dispuestos a enfrentar persecución a causa de
la justicia, e incluso martirio por Cristo. Su invitación es un llamado a la fortaleza, a la decisión, y a
la firmeza inquebrantable igual que un soldado que va a la batalla.
El verbo clave en todo este párrafo es el mandato de armaos, de lo cual surgen todas las
motivaciones para obedecer la orden. El verbo, empleado solo aquí en el Nuevo Testamento, viene
de hoplizō, un imperativo indefinido medio, que literalmente significa “protegerse con armas” o
“ponerse como armadura”. La forma sustantiva hoplon significa “armas” y se usa en seis pasajes
como p. ej., Juan 18:3; 2 Corintios 6:7; 10a. La imagen es de preparación para la batalla.
El apóstol Pedro proporciona a los creyentes cuatro perspectivas que los motivan a ser fuertes
cuando la rectitud conlleva sufrimiento y quizás martirio. Los creyentes fortalecen su determinación
en medio de la persecución cuando están armados con una comprensión de la actitud de Cristo, de la
voluntad de Dios, de la transformación del pasado, y de la esperanza de vida eterna.
LA ACTITUD DE CRISTO
Puesto que Cristo ha padecido por nosotros en la carne, vosotros también armaos del mismo
pensamiento; pues quien ha padecido en la carne, terminó con el pecado, (4:1)
Puesto que obviamente señala de nuevo a lo que Pedro escribió en el pasaje precedente, que Cristo
soportó en la cruz su mayor sufrimiento, muriendo bajo el juicio divino como el justo por los
injustos; pero Él también logró allí para los creyentes el más grande triunfo sobre el pecado y su
poder condenador, sobre las fuerzas del infierno, y sobre el poder de la muerte. La cruz de Jesucristo
es la prueba definitiva de que el sufrimiento puede llevar a la victoria sobre las fuerzas del mal.
Puesto que Cristo ha padecido en la carne, los creyentes deben armarse del mismo pensamiento.
Cuando Jesús padeció en la carne, murió (3:18; cp. Is. 53:10; Mt. 27:50; Hch. 2:23) en
cumplimiento del plan divino de redención. Cuando Él fue a la cruz, el Padre lo hizo pecado y
maldición por todo aquel que cree; como dijera Pablo: “Cristo nos redimió de la maldición de la ley,
hecho por nosotros maldición (porque está escrito: Maldito todo el que es colgado en un madero)”
(Gá 3:13; cp. Dt. 21:23). Él vino “en semejanza de carne de pecado y a causa del pecado” (Ro. 8:3;
cp. 2 Co. 5:21; 1 P. 2:24). Por tanto, sintió injustamente toda la fuerza de la maldad del pecado, pero
al hacerlo ganó para sus santos la salvación y para sí mismo el eterno honor y la alabanza de todos
los que vivirán en el cielo (cp. Ap. 5:8-14).
El recurso principal que Pedro pide para armar a los creyentes es el mismo pensamiento que se
manifestó a través del sufrimiento y la muerte de Cristo. Tal pensamiento (“actitud”, “propósito” o
“principio”) es una disposición a morir, debido a que los cristianos saben que la muerte produce la
más grande victoria (cp. 1 Co. 15:26, 54-55; 2 Ti. 1:10; Ap. 21:4). El mismo Pedro tendría esa misma
oportunidad cuando enfrentó el martirio y fue fiel hasta la muerte (cp. Jn. 21:18-19).
El apóstol no estaba expresando una idea nueva a sus lectores. Jesús había enseñado positivamente:
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lc.
9:23), y negativamente: “El que no toma su cruz y sigue en pos de mí, no es digno de mí. El que halla
su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mt. 10:38-39). Tomar la cruz
no tiene ninguna connotación mística y significa algo más que solo un poco de dedicación espiritual
adicional. Cuando Jesús habló de tomar la cruz, sus oyentes sabían que se estaba refiriendo a ser
ejecutado en una cruz. Sabían exactamente lo que Él quería decir, que debían confesar a Jesús como
Señor, a cualquier precio, aunque esto significara morir físicamente por causa de Cristo. El apóstol
Pablo entendió bien el principio de tomar la cruz:
estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados; perseguidos,
mas no desamparados; derribados, pero no destruidos; llevando en el cuerpo siempre por todas
partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestros cuerpos.
Porque nosotros que vivimos, siempre estamos entregados a muerte por causa de Jesús, para que
también la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal. De manera que la muerte actúa
en nosotros, y en vosotros la vida (2 Co. 4:8-12; cp. 1 Co. 15:31; 2 Ti. 4:6).
Miles de mártires a lo largo de la historia de la Iglesia han estado dispuestos a morir (cp. He. 11:13-
16, 35-38) porque se armaron del mismo pensamiento que tenía Jesucristo: ser fiel al Padre a
cualquier costo, sabiendo que la cruz precede a la corona. Cuanto mayor sea el sufrimiento justo,
mayor es la recompensa. Y los mártires de la historia comprendieron que el mayor triunfo de todos
está en la muerte, porque los creyentes que han muerto han terminado con el pecado. El verbo en
tiempo perfecto resalta una condición de libertad permanente del pecado. Por supuesto, esto fue
eterno para Cristo. Él llevó la maldición del pecado solo una vez y para siempre (He. 7:27; 9:12;
10:10, 12, 14). Los creyentes pueden enfrentar la muerte con la misma actitud que su Señor tuvo, de
modo que cuando esta venga ellos habrán entrado en una condición eterna de perfección santa, libres
de las influencias y los efectos de todo pecado (cp. 1 Co. 15:42-43; 2 Co. 5:1; Ap. 21:4; 22:14-15).
Jesús es el precursor que aseguró victoria total sobre el pecado y la muerte. Después de morir y
resucitar de la tumba, Él obtuvo un cuerpo glorificado (Mr. 16:9-14; Lc. 24:36-43; Jn. 20:19-29; cp.
Fil. 3:21) y fue liberado de los poderes pecaminosos (demonios y hombres malvados) a los que se
había expuesto de manera voluntaria (Mt. 4:1-11) en su encarnación (Jn. 1:9-11, 14-16; Fil. 2:6-8) y
al cargar con el pecado (Is. 53:4-5; Mt. 20:28; Jn. 1:29; 2 Co. 5:21; He. 2:17; 1 Jn. 2:1-2). Jesús
enfrentó voluntariamente la muerte “por el gozo puesto delante de él” (He. 12:2). Saber que en su
muerte conquistaría el pecado para siempre constituyó un gozo que compensó cualquier sufrimiento
que debió soportar en este mundo. Lo peor que le puede ocurrir a un creyente que padece
injustamente es la muerte, y en realidad eso es lo mejor que le puede suceder porque significa el final
definitivo y eterno del pecado. Si el cristiano está armado con el objetivo de ser liberado del pecado,
y se logra por medio de la muerte, -desaparece la terrible amenaza de la muerte y esta incluso se
convierte en preciosa (cp. Fil. 1:21; 2 Ti. 4:18).
Los cristianos pueden animarse aún más cuando recuerdan lo que el pecado les ha hecho toda su
vida en la tierra. El pecado siempre está presente en la carne no redimida y asalta a los creyentes
mientras estén vivos (Sal. 38:18; Ro. 7:5; He. 12:1), levantándose constantemente dentro de ellos
para extender sus perjudiciales efectos (cp. Stg. 1:14-15). El conflicto constante con el pecado les
hace desear más y más escapar de él (Ro. 7:18, 23-24; cp. 8:20-22; 2 Ti. 2:19), y comprender la
esperanza que Pablo ofreció cuando le afirmó a Tito que “Jesucristo… se dio a sí mismo por [los
creyentes] para [redimirlos] de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas
obras” (Tit. 2:13-14). Así como Cristo resucitó a una nueva vida y a la libertad del pecado, Dios ha
prometido lo mismo para los creyentes después que mueran: “Así también es la resurrección de los
muertos. Se siembra en corrupción, resucitará en incorrupción. Se siembra en deshonra, resucitará en
gloria; se siembra en debilidad, resucitará en poder” (1 Co. 15:42-43; cp. vv. 44, 49).
En las siguientes palabras culminantes relacionadas con la resurrección Pablo resume muy bien el
triunfo que los creyentes tienen sobre el pecado y la muerte:
Y cuando esto corruptible se haya vestido de incorrupción, y esto mortal se haya vestido de
inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: Sorbida es la muerte en victoria.
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria? ya que el aguijón de la
muerte es el pecado, y el poder del pecado, la ley. Mas gracias sean dadas a Dios, que nos da la
victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo (1 Co. 15:54-57).
LA VOLUNTAD DE DIOS
para no vivir el tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres,
sino conforme a la voluntad de Dios. (4:2)
Todo pecado es desobediencia a la voluntad de Dios. En ese sentido todo pecado es un acto personal
de rebelión por parte de los creyentes en contra de Él (cp. Sal. 51:4). El Nuevo Testamento contiene
muchas exhortaciones a la obediencia que resaltan este hecho. Por ejemplo, al concluir su Sermón del
Monte, Jesús advirtió a sus oyentes en términos muy personales acerca de la desobediencia. Llamó
suyas “estas palabras”:
Cualquiera, pues, que me oye estas palabras, y las hace, le compararé a un hombre prudente, que
edificó su casa sobre la roca. Descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y golpearon
contra aquella casa; y no cayó, porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que me
oye estas palabras y no las hace, le compararé a un hombre insensato, que edificó su casa sobre
la arena; y descendió lluvia, y vinieron ríos, y soplaron vientos, y dieron con ímpetu contra
aquella casa; y cayó, y fue grande su ruina (Mt. 7:24-27).
Al final la condenación vendrá sobre quienes no obedecieron la voluntad de Dios (Mt. 25:41-46; Jud.
15), inclusive sobre quienes profesaron ser obedientes: “No todo el que me dice: Señor, Señor,
entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt.
7:21).
Pablo manda a los creyentes: “No os conforméis a este siglo, sino transformaos por medio de la
renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál sea la buena voluntad de Dios,
agradable y perfecta” (Ro. 12:2; cp. Ef. 6:5-6; Col. 4:12). Por otra parte, el pecado es una expresión
de desobediencia (cp. Neh. 9:26; 1 Jn. 3:4) y una negativa a hacer lo que Dios ha mandado (Sal.
106:24-25; 107:11; cp. Jer. 22:21; 35:14b).
La esperanza de los cristianos es dejar de pecar algún día en el cielo. Ya que esa es la meta, el
propósito para su salvación, tiene fuertes implicaciones para ellos hoy día, así que deben no vivir el
tiempo que resta en la carne, conforme a las concupiscencias de los hombres. Puesto que
avanzan hacia la santidad en la eternidad venidera, los santos deben vivir (bioō; una referencia a la
vida terrenal) el resto del tiempo que Dios les da en la tierra en busca de esa santidad, cualquiera que
sea el costo físico. Ellos deben estar armados para la victoria de vivir según la voluntad de Dios, no
para los deseos pecaminosos de los hombres. Pedro llama concupiscencias a esos deseos, una
palabra fuerte (epithumia) que significa “anhelo apasionado”, y en este contexto sugiere malos
deseos. El apóstol insta a los creyentes a rehuir el pecado, a no vivir ya impulsados por los deseos
humanos (2 Ti. 2:22) que están arraigados en la carne no redimida (Ro. 7:17-18; Gá 5:17) y que
caracteriza el estado no regenerado de las personas (Ef. 2:1-3) y la vida en este mundo (1 Jn. 2:15-
17).
Pedro está diciéndoles a los creyentes que se armen con un compromiso de hacer la voluntad de
Dios y de abandonar sus antiguos pecados. Esto es precisamente lo que el apóstol Pablo pide en
Romanos 6:8-12:
Y si morimos con Cristo, creemos que también viviremos con él; sabiendo que Cristo, habiendo
resucitado de los muertos, ya no muere; la muerte no se enseñorea más de él. Porque en cuanto
murió, al pecado murió una vez por todas; mas en cuanto vive, para Dios vive. Así también
vosotros consideraos muertos al pecado, pero vivos para Dios en Cristo Jesús, Señor nuestro. No
reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal, de modo que lo obedezcáis en sus
concupiscencias.
Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y velad en oración. Y ante todo, tened
entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados. Hospedaos los
unos a los otros sin murmuraciones. Cada uno según el don que ha recibido, minístrelo a los
otros, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios. Si alguno habla, hable
conforme a las palabras de Dios; si alguno ministra, ministre conforme al poder que Dios da,
para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el imperio
por los siglos de los siglos. Amén. (4:7-11)
Comenzando a finales de la década de los sesenta y extendiéndose en la mayor parte de la de los
setenta, la iglesia evangélica en América del Norte experimentó un avivamiento y una expansión por
medio del llamado movimiento Jesús. Esto destacó un renovado interés en el estudio bíblico, y en
consecuencia en la evangelización y el discipulado, especialmente en los campus universitarios.
Nuevas traducciones y paráfrasis de la Biblia aparecieron (p. ej., The Living Bible, Good News Bible,
New International Version), y otras traducciones modernas obtuvieron mayor aceptación (p. ej.,
Revised Standard Version, New American Standard Bible, New English Bible). Al mismo tiempo se
extendieron rápidamente ministerios de radiodifusión evangélica y de publicación de libros y música.
En todo el continente aparecieron muchas iglesias independientes nuevas y, junto con algunas
iglesias evangélicas existentes, experimentaron un rápido crecimiento numérico. Algunas
construyeron auditorios y otras instalaciones más grandes, y hasta cierto punto aquellas
congregaciones fueron precursoras de las mega iglesias de hoy día.
Sin embargo, las tendencias actuales en algunos sectores se han desviado en gran manera de esos
días bíblicamente impulsados de avivamiento y renovación. La filosofía del buscador sensible en el
crecimiento de la iglesia, con su espíritu de inclusividad y de reducción del énfasis en la claridad
doctrinal y en el amor por la verdad, ha asimilado la estrategia de mercadeo del mundo y ha
desarrollado una clase de evangelio popular que hoy domina el paisaje eclesiástico. A medida que se
sigue eliminando de su comunicación todo lo que puede parecer ofensivo, y por ende se va perdiendo
el control sobre el verdadero contenido del mensaje bíblico, la Iglesia presenta cada vez más un
egocentrismo cimentado en la psicología secular, en el pragmatismo, y en realidad un afán por hacer
de los “expertos” incrédulos los asesores más influyentes de la Iglesia. (Para un análisis mucho más
amplio y profundo de este fenómeno, véase John MacArthur, El evangelio según Jesucristo, ed.
revisada y expandida [El Paso: Casa Bautista de Publicaciones, 1991; The Gospel According to the
Apostles [Nashville: Word, 1993, 2000]; ¿Por qué un único camino? [Grand Rapids: Portavoz,
2004]; y Difícil de creer [Nashville: Grupo Nelson, 2011]).
Más que el liberalismo teológico, el cual está claramente definido y es más fácil de reconocer y
confrontar, la búsqueda de aceptación social y cultural constituye una amenaza sutil e insidiosa para
la salud espiritual de la Iglesia. Ese movimiento evangélico mundano pretende adherirse a la verdad,
pero calladamente la socava. Esa ideología ofrece experiencia musical estilo pop, emoción
sentimental, atención a necesidades autodefinidas, y técnicas de solución práctica de problemas (a
menudo derivada de encuestas de mercado) en lugar de respuestas bíblicas con relación a la ley de
Dios, al pecado, al perdón y a la justicia.
La Iglesia contemporánea necesita urgentemente renovación espiritual, y eso ocurrirá solo cuando
los creyentes vayan más allá de los deseos personales y anhelen pensar, hablar y vivir en la manera
que la Biblia enseña. Cuando lo hagan, la Iglesia será más que una multitud; se volverá
espiritualmente poderosa ante un mundo hostil. Para tal fin, en este pasaje el apóstol Pedro instruye a
los cristianos con relación a tres aspectos muy básicos de nuestro deber: el incentivo para nuestro
deber espiritual, las instrucciones para nuestro deber, y la intención de nuestro deber.
Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa
extraña os aconteciese, sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de
Cristo, para que también en la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois
vituperados por el nombre de Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios
reposa sobre vosotros. Ciertamente, de parte de ellos, él es blasfemado, pero por vosotros es
glorificado. Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por
entremeterse en lo ajeno; pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino
glorifique a Dios por ello. Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si
primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de
Dios? Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿En dónde aparecerá el impío y el pecador? De
modo que los que padecen según la voluntad de Dios, encomienden sus almas al fiel Creador, y
hagan el bien. (4:12-19)
Por nueve días durante el verano del 64 d.C., un enorme incendio rugió en la ciudad de Roma. Las
llamas se extendieron rápidamente a través de las estrechas calles de la ciudad y de las muchas
viviendas de madera muy apiñadas y, por lo general, abarrotadas de gente. Debido al conocido deseo
de renovar a Roma por cualquier medio, la población creía que el emperador Nerón fue el
responsable de iniciar el incendio. A medida que el fuego destruía la mayor parte de los distritos de la
ciudad, él observaba con regocijo desde la Torre de Mecenas. Las tropas romanas evitaron que las
personas extinguieran el incendio, e incluso iniciaron algunos fuegos más. El desastre desmoralizó en
gran manera a los romanos debido a que muchos perdieron casi todos sus bienes terrenales, y
también vieron quemado su orgullo cívico. Con la gente resentida contra Nerón en un nivel elevado,
este desvió la atención de sí mismo y convirtió a la comunidad cristiana en el chivo expiatorio por el
incendio.
El ardid de Nerón fue ingenioso porque los cristianos en el Imperio Romano ya eran blancos
injustos de mucho odio y calumnias. Los incrédulos informaron falsamente que los cristianos
consumían carne y sangre humana durante la Cena del Señor (cp. Mr. 14:22-25; 1 Co. 11:23-26), y
que el beso santo (cp. 5:14; Ro. 16:16; 1 Co. 16:20; 2 Co. 13:12; 1 Ts. 5:26) en realidad era una señal
de lujuria incontrolada. Además, los romanos veían al cristianismo como una secta del judaísmo. Con
el aumento del antisemitismo en esos días, la población fácilmente adoptó también una actitud
anticristiana. El cristianismo también había causado estrés dentro de las familias cuando uno de los
cónyuges (en particular mujeres) llegaba a creer pero el otro no. Tal situación generó más
resentimiento hacia los santos.
Tras el incendio de Roma, Nerón se aprovechó de ese sentimiento anticristiano y castigó a los
creyentes usándolos como antorchas humanas para iluminar sus fiestas en el jardín, cosiéndolos
dentro de pieles de animales para ser devorados por depredadores, crucificándolos, y sometiéndolos a
torturas atroces e injustas.
Es probable que el apóstol Pedro escribiera esta carta justo antes del inicio de la persecución de
Nerón. Por eso, según se analizó antes en esta obra (1:6-7; 2:11-12, 19-20; 3:8-9, 14, 17; 4:1), el
principal tema repetitivo del apóstol es cómo sus lectores debían responder al tratamiento injusto.
Hoy va en aumento la hostilidad hacia los cristianos que hablan contra los pecados de la cultura y en
defensa de la exclusividad del evangelio. Por tanto, a fin de soportar tanto la hostilidad actual como
la que podría venir en el futuro, los creyentes deben prestar atención a las instrucciones de este pasaje
sobre cómo soportar las graves pruebas. Estos versículos llevan a los creyentes a esperar sufrimiento,
a regocijarse en medio del sufrimiento, a evaluar el sufrimiento, y a encomendar el sufrimiento a
Dios. (Para un trato más amplio de todo el tema del sufrimiento, véase John MacArthur, El poder del
sufrimiento [Grand Rapids: Portavoz, 2005]).
ESPERAR SUFRIMIENTO
Amados, no os sorprendáis del fuego de prueba que os ha sobrevenido, como si alguna cosa
extraña os aconteciese, (4:12)
Al no esperar que los persiguieran de manera tan infame, era comprensible que los creyentes a los
que Pedro escribió estuvieran sorprendidos, atribulados y confundidos por su padecimiento. Quizás
esperaban que la vida estuviera llena de bendiciones, beneficios y protección divina. Sin embargo, la
expectación de sufrimiento por parte de los creyentes está ligada a las palabras de Jesús, quien
escribió a los apóstoles: “Si el mundo os aborrece, sabed que a mí me ha aborrecido antes que a
vosotros” (Jn. 15:18), la amonestación de Pablo a Timoteo: “Todos los que quieren vivir
piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Ti. 3:12), y la advertencia del apóstol Juan:
“Hermanos míos, no os extrañéis si el mundo os aborrece” (1 Jn. 3:13). Para los cristianos, la
confrontación con el pecado y el mundo a menudo resulta en sufrimiento, lo cual es parte del costo
prometido del discipulado (cp. Mt. 10:38-39; 16:24-26; Jn. 12:24-26). Tener en cuenta el precio es
algo que se halla detrás de las palabras de Jesús de que nadie construye una torre o entra en batalla
sin primero calcular el costo (Lc. 14:28-32).
Amados (agapētos, cp. 2:11) es una palabra pastoral común que comunica ternura, compasión,
afecto y cuidado (cp. 1 Co. 4:14; 1 Ts. 2:8). Tal amor proporciona un dulce acolchado para que las
agotadas almas de los creyentes reposen en medio de las pruebas y persecuciones. El padecimiento
severo puede tentarlos a dudar del amor de Dios y permitir que entre a sus mentes el mismo
pensamiento que una vez motivó a la esposa de Job a pronunciar las despreciables palabras: “¿Aún
retienes tu integridad? Maldice a Dios, y muérete” (Job 2:9). Por eso el apóstol intentó tranquilizar a
sus lectores acerca del amor constante tanto de él como de Dios.
La frase no os sorprendáis informa que los creyentes deben esperar que el evangelio de Cristo sea
ofensivo para muchos, y que esto provocará persecución. El original griego es zenizō, que significa
“estar asombrado o extrañado” por la novedad de algo. Los cristianos nunca deberían sorprenderse
por la persecución. Más adelante en el versículo, Pedro usa el sustantivo relacionado zenos, traducido
como alguna cosa extraña, pero eso también se podría traducir como “algo sorprendente”, que
enfatiza aún más lo que dice Pedro sobre esperar persecución. Ya que los santos son obedientes a
Dios y eficaces en proclamar el evangelio, la animosidad entre los incrédulos es inevitable. “Somos
grato olor de Cristo en los que se salvan, y en los que se pierden; a éstos ciertamente olor de muerte
para muerte, y a aquéllos olor de vida para vida. Y para estas cosas, ¿quién es suficiente?” (2 Co.
2:15-16; cp. 4:3; 1 Co. 1:18). Como dice el adagio probado por el tiempo: “El sol que derrite la cera
también endurece la arcilla”, y “el evangelio salva y mata” (cp. Ro. 9:15-24). Trátese de hostilidad
hacia su mensaje exclusivo, de sus esfuerzos por evangelizar, o de su piadoso estilo de vida, los
creyentes deben recordar que la dificultad es un corolario de la fe bíblica (Mr. 10:30; Jn. 16:33; 1 Ts.
3:4; 2 Ti. 2:3-4; 3:12; cp. Mt. 7:13-14).
A pesar de que el término traducido fuego de prueba (purōsis) describe figuradamente una
dolorosa experiencia de persecución, también se usa para un horno de fundición que purga de
impurezas (cp. Sal. 66:10; Pr. 17:3; véase también el estudio de 1:6-7 en el capítulo 3 de esta obra).
Puede ser que aquí Pedro esté usando su conocimiento de la profecía de Malaquías:
He aquí, yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí; y vendrá súbitamente
a su templo el Señor a quien vosotros buscáis, y el ángel del pacto, a quien deseáis vosotros. He
aquí viene, ha dicho Jehová de los ejércitos. ¿Y quién podrá soportar el tiempo de su venida? ¿O
quién podrá estar en pie cuando él se manifieste? Porque él es como fuego purificador, y como
jabón de lavadores. Y se sentará para afinar y limpiar la plata; porque limpiará a los hijos de
Leví, los afinará como a oro y como a plata, y traerán a Jehová ofrenda en justicia. (Mal. 3:1-3)
Ese texto habla de fuego purificador, en contraste con el fuego consumidor en Malaquías 4:1:
“Porque he aquí, viene el día ardiente como un horno, y todos los soberbios y todos los que hacen
maldad serán estopa; aquel día que vendrá los abrasará, ha dicho Jehová de los ejércitos, y no les
dejará ni raíz ni rama”. La evidencia de que Pedro estaba pensando en las palabras de Malaquías se
ve reforzada por la referencia del apóstol a “la casa de Dios” (v. 17), donde tal juicio purificador
debe venir. Pedro está diciendo que la persecución constituye la purga que el Señor hace de su
templo: su pueblo.
El maltrato que ha sobrevenido sobre los creyentes también es como una prueba para comprobar
la autenticidad de su fe (cp. Job 23:10; Ro. 5:3; 2 Co. 1:10; 2 Ti. 3:11; Stg. 1:3-12). Sufrir por causa
de la justicia no solo refina sino que, incluso antes que eso, revela si las personas son verdaderos
creyentes. Jesús ilustró esta verdad en la parábola de los suelos: “Parte [de la semilla] cayó en
pedregales, donde no había mucha tierra; y brotó pronto, porque no tenía profundidad de tierra; pero
salido el sol, se quemó; y porque no tenía raíz, se secó” (Mt. 13:5-6). El Señor describió una
respuesta superficial e inadecuada a la predicación del evangelio. Algunas personas no permitieron
que la semilla de la Palabra penetrara el suelo duro de sus corazones, y pronto la persecución reveló
que su reacción al evangelio no fue más que una profesión superficial y falsa (vv. 20-21).
El verbo traducido os aconteciese (sumbainontos) podría significar “caer por casualidad”, y exige
que los cristianos entiendan que las experiencias del sufrimiento injusto por Cristo no son
accidentales sino inevitables porque el mensaje del pecado, de la salvación y del juicio ofende.
Además, estos incidentes ocurren por diseño de Dios y revelan si la fe de los creyentes profesantes
está realmente regenerada (cp. Job 5:17; Pr. 3:11-12; He. 12:5-11; Ap. 3:19).
GLORIARSE EN EL SUFRIMIENTO
sino gozaos por cuanto sois participantes de los padecimientos de Cristo, para que también en
la revelación de su gloria os gocéis con gran alegría. Si sois vituperados por el nombre de
Cristo, sois bienaventurados, porque el glorioso Espíritu de Dios reposa sobre vosotros.
Ciertamente, de parte de ellos, él es blasfemado, pero por vosotros es glorificado. (4:13-14)
Por cuanto es una manera generosa de traducir katho (“mientras”, “según lo cual”) y por
consiguiente muestra que la recompensa eterna de los cristianos es proporcional al sufrimiento
terrenal que sufren (cp. Ro. 8:18; 2 Co. 4:16-18; He. 11:26; 2 Jn. 8; Ap. 2:10). Se trata de una
relación razonable ya que el sufrimiento revela fidelidad al Señor Jesucristo, quien observó esta
relación entre la prueba y la recompensa, diciendo:
Bienaventurados seréis cuando los hombres os aborrezcan, y cuando os aparten de sí, y os
vituperen, y desechen vuestro nombre como malo, por causa del Hijo del Hombre. Gozaos en
aquel día, y alegraos, porque he aquí vuestro galardón es grande en los cielos; porque así hacían
sus padres con los profetas. (Lc. 6:22-23)
Pedro enriquece aún más la resistencia de quienes son perseguidos al declarar que ellos son
participantes de los padecimientos de Cristo. Eso no tiene ningún sentido redentor; ni se refiere
únicamente a la unión espiritual con Él, como Pablo lo describe en Romanos 6; se refiere a que los
creyentes experimentan el mismo tipo de sufrimiento que Cristo soportó: padecer por lo que es justo.
R. C. H. Lenski detalla correctamente el significado del dicho de Pedro:
Los lectores [de 1 Pedro] están solo en comunión con los padecimientos de Cristo. Este es un
pensamiento que Pablo sostiene de manera total y prominente en Romanos 8:17; 2 Corintios 1:7;
4:10; Filipenses 1:29; 3:10; Colosenses 1:24. El tema se remonta al mensaje de Cristo (Jn. 15:20,
21).
Participamos en los padecimientos de Cristo cuando sufrimos por causa de su nombre, cuando el
odio que lo golpeó nos golpea también a causa de Él. No hay una idea de tener comunión en la
expiación del padecimiento de Cristo, y en que nuestro sufrimiento también sea expiatorio. En
Mateo 5:12 la persecución nos coloca en la compañía de los profetas perseguidos (en realidad una
gran exaltación); aquí nos pone en la compañía de Cristo mismo, en una comunión incluso mayor,
o [koinōnia]. ¿Es esa una “cosa extraña” o la debemos considerar extraña? Persecución es lo que
debemos considerar adecuado y natural esperar, sí, como Pedro afirma (siguiendo a Mt. 5:12), es
una causa de gozo (The Interpretation of the Epistles of St. Pedro, St. John and St. Jude
[reimpresión; Minneapolis: Augsburg, 1966], p. 203).
El Cristo que padeció a manos de hombres malvados, aunque nunca tuvo pecado (Is. 53:9; Mt.
26:67; 27:12, 26, 29-31, 39-44; Jn. 10:31, 33; 11:8; Hch. 2:23), prometió a los creyentes que sería un
privilegio sufrir de la misma forma cuando manifestó: “Acordaos de la palabra que yo os he dicho: El
siervo no es mayor que su señor. Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán; si
han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn. 15:20).
A medida que los creyentes sufren injustamente deberían gozarse, como lo hizo su Señor, un
sentimiento totalmente inaceptable para aquellos que no tienen esperanza de recompensa eterna, pero
afirmado por el Señor cuando declaró:
Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque de ellos es el reino
de los cielos. Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda
clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande
en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros (Mt. 5:10-12).
La revelación de su gloria llegará “el día en que el Hijo del Hombre se manifieste” (Lc. 17:30), lo
cual se refiere al regreso de Cristo. El Señor reanudó la total experiencia de su gloria después de
ascender al cielo, pero aún no la ha revelado en la tierra para que todos vean (cp. Mt. 24:30; Fil. 2:9-
11; Ap. 19:11-16). (Pedro, Santiago y Juan obtuvieron un vislumbre de esa gloria cuando
presenciaron la transfiguración de Cristo [Mr. 9:2-3; cp. 2 P. 1:16-18]).
El segundo uso que Pedro hace de gocéis (chairō) en el versículo 13 está calificado por gran
alegría (agalliaō), una referencia a un gozo delirante. Cuando Cristo regrese, los creyentes se
gozarán con gran alegría (cp. el estudio de gozo en el capítulo 3 de esta obra), y lo harán
proporcionalmente a su participación en los padecimientos de Él en esta vida. Quienes participan de
los sufrimientos del Señor también comunicarán su gloria (5:1; cp. Mt. 20:20-23). El padecimiento
de los santos por la justicia los prueba, los refina, y hace que obtengan un “excelente y eterno peso de
gloria” (2 Co. 4:17), para que mientras más grande sea su sufrimiento mayor sea su esperanza, y la
riqueza de su gozo (cp. 2 Co. 4:16-18; Stg. 1:2).
El nombre de Cristo es la causa del odio malévolo dirigido hacia los creyentes (Mt. 10:22; 24:9).
En los primeros días de la iglesia, el nombre de Cristo se convirtió primero en sinónimo del
Salvador mismo y de todo lo que Él representa (cp. Lc. 24:47; Jn. 1:12; Hch. 2:38; 4:17, 30; 9:15;
19:17). Pedro aseveró en su sermón ante el concilio: “En ningún otro hay salvación; porque no hay
otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hch. 4:12). Más tarde los
apóstoles “salieron de la presencia del concilio, gozosos de haber sido tenidos por dignos de padecer
afrenta por causa del Nombre” (5:41). En la visión de Jesús relacionada con la conversión de Saulo
de Tarso y su posterior predicación como el apóstol Pablo, Cristo le dijo a Ananías de Damasco: “Yo
le mostraré cuánto le es necesario padecer por mi nombre” (9:16). No es el nombre “Cristo” lo que
ofende a los impíos, sino más bien quién es Él y lo que dijo e hizo lo que causa hostilidad de parte de
ellos.
Esa animosidad se resume en la palabra vituperados (oneidizō), que significa “acusar” o “lanzar
insultos sobre”. En la Septuaginta describe hostilidad acumulada para con Dios y su pueblo por parte
de los paganos (Sal. 42:10; 44:16; 74:10, 18; cp. Is. 51:7; Sof. 2:8). En el Nuevo Testamento se
refiere a las indignidades y maltratos que Cristo soportó por parte de los pecadores (Mt. 27:44; Mr.
15:32; Ro. 15:3). En el siglo I, a menudo los incrédulos se exasperaban y se enfurecían porque con
mucha frecuencia los creyentes hablaban de Cristo, y cuya acusación hacia los pecadores ellos
despreciaban (cp. Hch. 4:17-18; 17:1-7).
Sin embargo, todo el odio y la violencia del mundo contra los cristianos no reducen el hecho de que
sean bienaventurados. En realidad son más bienaventurados por ese sufrimiento, no solo por el
premio eterno que recibirán sino por la bendición actual, porque el glorioso Espíritu de Dios
reposa sobre ellos. No es tan solo debido al sufrimiento que el Espíritu Santo reposa sobre los
creyentes, como cuando Él llegaba y salía de un profeta del Antiguo Testamento, sino más bien que
Él ya está de manera permanente en los creyentes (Ro. 8:9; 1 Co. 6:19-20; 12:13), concediéndoles
alivio sobrenatural en medio de su sufrimiento. Puesto que el Espíritu es Dios, la gloria divina define
su naturaleza (cp. Sal. 93:1; 104:1; 138:5). Glorioso rememora a la Shejiná, que en el Antiguo
Testamento simbolizaba la presencia terrenal de Dios (Éx. 24:16-17; 34:5-8; 40:34-38; Hab. 3:3-4).
Cuando el tabernáculo y el arca del pacto fueron llevados al recién dedicado templo de Salomón, “la
gloria de Jehová [llenó] la casa de Jehová” (1 R. 8:11). Así como la brillante nube de la Shejiná
reposaba en el tabernáculo y el templo, así el Espíritu Santo vive y ministra hoy día a los creyentes.
Reposa (del tiempo presente de anapauō) significa “dar descanso, refrigerio e interrupción del
trabajo duro” (cp. Mt. 11:28-29; Mr. 6:31), y describe uno de los ministerios del Espíritu.
“Refrigerio” viene sobre esos creyentes que padecen por causa del Salvador y del evangelio. El
Espíritu les da gracia al impartirles resistencia, comprensión y todo el fruto que viene en el abanico
de su bondad: “El fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gá 5:22-23).
Ese tipo de refrigerio y poder divinos llegaron sobre Esteban, un líder de la iglesia en Jerusalén y su
primer mártir conocido. Cuando comenzó a defender su fe ante los dirigentes judíos, estos “vieron su
rostro como el rostro de un ángel” (Hch. 6:15). La conducta de Esteban expresaba serenidad,
tranquilidad y gozo, todo el fruto del Espíritu, no disminuido sino incluso ampliado por el
sufrimiento y la gracia del Consolador sobre él. Los miembros del concilio se enfurecieron cuando
Esteban les hizo un recuento de la historia redentora desde el Antiguo Testamento, relato que
culminó con la obra expiatoria de Jesús el Mesías. La paz de Esteban controlada por el Espíritu se
hizo evidente cuando “lleno del Espíritu Santo, puestos los ojos en el cielo, vio la gloria de Dios, y a
Jesús que estaba a la diestra de Dios, y dijo: He aquí, veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre
que está a la diestra de Dios” (Hch. 7:55-56). Mientras sus enemigos intentaban matarlo a pedradas,
Esteban “invocaba y decía: Señor Jesús, recibe mi espíritu. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz:
Señor, no les tomes en cuenta este pecado. Y habiendo dicho esto, durmió” (vv. 59-60). Realmente,
el Espíritu de gloria lo elevó por sobre el sufrimiento hasta un dulce descanso. Esa obra poderosa del
Espíritu fue la causa del testimonio posterior de Pablo en 2 Corintios 12:9-10: “Y me ha dicho:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me
gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual, por
amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en
angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte”.
EVALUAR EL SUFRIMIENTO
Así que, ninguno de vosotros padezca como homicida, o ladrón, o malhechor, o por
entremeterse en lo ajeno; pero si alguno padece como cristiano, no se avergüence, sino
glorifique a Dios por ello. Porque es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios; y si
primero comienza por nosotros, ¿cuál será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de
Dios? Y: Si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá el impío y el pecador? (4:15-
18)
No todo sufrimiento trae el alivio del Espíritu Santo. Las dificultades generadas por acciones fuera de
la ley obviamente no representan sufrir por la justicia. Si algún creyente es homicida, o ladrón
(delitos capitales en el mundo antiguo), no tiene derecho de quejarse por ser castigado, ni ningún
derecho de esperar la gracia del Espíritu. Lo mismo se aplica a cualquiera que padece como
malhechor (kakopoios), un término más general que abarca todos los delitos sin excepción (cp. 2:14;
3 Jn. 11).
La sorprendente inclusión del término traducido entremeterse en lo ajeno (allotriepiskopos), usado
solo aquí en el Nuevo Testamento, y en principio al parecer de menor importancia en comparación
con los términos anteriores de Pedro, muestra que todos los pecados, no solamente los delitos, hacen
perder el consuelo y el reposo del Espíritu Santo. La palabra literalmente significa “alguien que se
mete en cosas ajenas a su llamado”, “agitador” o “buscapleitos”. Las exhortaciones de Pablo a los
tesalonicenses ilustran el significado de la palabra:
Y que procuréis tener tranquilidad, y ocuparos en vuestros negocios, y trabajar con vuestras
manos de la manera que os hemos mandado (1 Ts. 4:11).
Porque oímos que algunos de entre vosotros andan desordenadamente, no trabajando en nada,
sino entremetiéndose en lo ajeno. A los tales mandamos y exhortamos por nuestro Señor
Jesucristo, que trabajando sosegadamente, coman su propio pan (2 Ts. 3:11-12).
Los cristianos nunca deben ser alborotadores o agitadores en la sociedad o en sus lugares de trabajo
(cp. 1 Ti. 2:1-3; Tit. 3:1-5). Pueden confrontar los pecados en las vidas de otros creyentes, ayudar a
administrar disciplina en la iglesia, estimular a los incrédulos con el evangelio, y animar a los santos
compañeros a mayores niveles de piedad; pero con relación a los asuntos privados de otros que no
nos incumben, los creyentes nunca deben entrometerse de manera inapropiada. Más específicamente,
Pedro se estaba refiriendo al activismo político y a la agitación civil, que son actividades
perjudiciales o ilegales que interfieren con el buen funcionamiento de la sociedad y el gobierno.
Tales actividades obligan a las autoridades a imponer castigo (Ro. 13:2-4; para un estudio más
amplio de estos temas, véase el capítulo 13 de esta obra). Está mal que los creyentes vean tal castigo
como persecución por su fe. Si se salen de la fe y esto les trae problemas, hostilidad, resentimiento o
percusión, no tienen más derecho de esperar el reposo del Espíritu Santo del que esperarían si fueran
asesinos. El hecho de que Pedro incluya aquí allotriepiskopos en su lista de pecados podría significar
que algunos discípulos, en su celo por la verdad y su resentimiento por el paganismo, estaban
causando problemas en la sociedad por razones más allá de una preocupación sincera y legítima por
el evangelio.
Recuerdo una conversación que tuve una vez con un pastor ruso que había sufrido en gran manera
bajo el comunismo soviético. Le pregunté si él o sus compañeros cristianos se rebelaron alguna vez
contra el gobierno. Replicó que todos estaban convencidos de que, si alguna vez eran ofendidos o
perseguidos por las autoridades civiles, sería únicamente por causa del evangelio. La iglesia rusa en
realidad se fortaleció en ese ambiente, y el hombre se preguntaba cómo los pastores en Estados
Unidos podían contar con personas santas sin que padecieran por el evangelio.
Si alguno padece como cristiano, su sufrimiento califica para la bendición del Espíritu Santo. Que
no se avergüence (aischunō, “no sentirse deshonrado”), sino más bien que a causa de esta bendición
de consuelo sobrenatural glorifique a Dios por ello. Los creyentes del siglo I se referían unos a otros
como “hermanos” (Hch. 1:15-16; 6:3; 9:30; 12:17; 15:13), “santos” (Hch. 9:13; Ro. 8:27; 15:25;
1 Co. 16:1), y los “de este Camino” (Hch. 9:2; 19:9, 23; 22:4; 24:14, 22). Sin embargo, es irónico
que el término cristiano no fue un nombre que los creyentes asumieron al principio para sí mismos;
al contrario, debido a que originalmente fue una designación despectiva que el mundo les dio, el
nombre se asociaba con odio y persecución (cp. Hch. 11:26; 26:28). Este se ha convertido en, y
debería seguir siéndolo, el nombre dominante y amado por el que se conoce a los creyentes, esto es
los que pertenecen a Cristo.
Sino glorifique a Dios en este contexto significa alabarlo por el privilegio y el honor de sufrir por
ello, debido a todo lo que Él ha hecho, está haciendo y hará para siempre por sus santos. Este tipo de
sufrimiento no solo produce gozo por la recompensa celestial y la bendición de Dios, sino que
también purifica a la Iglesia. Aquí el pensamiento de Pedro vuelve a las imágenes de Malaquías 3:1-3
(véase comentario sobre el v. 12, antes en este capítulo). El Señor purgará su templo: su pueblo. Es
tiempo (kairos) en este contexto designa un momento decisivo y crucial para que el juicio
comience. La palabra griega para juicio es krima y se refiere a un proceso judicial que toma una
decisión sobre el pecado de alguien. El término identifica una cuestión de sentencia judicial (cp.
1 Co. 6:7) y se usa específicamente para juicio divino (cp. Ro. 2:5; 5:16; 11:33). El juicio divino
sobre los creyentes es la decisión que Dios toma sobre los pecados de ellos, lo que incluye disciplinar
y lleva a la limpieza (cp. 5:9-10) a la casa de Dios, pero no a condenación eterna:
Ahora, pues, ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús (Ro. 8:1).
Mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el
mundo (1 Co. 11:32).
Casa es la referencia de Pedro a la Iglesia; otros versículos del Nuevo Testamento también clarifican
ese significado (cp. 2:5; Gá 6:10; Ef. 2:19; 1 Ti. 3:15; He. 3:6; 10:21).
Pedro plantea la pregunta comparativa: si primero [el juicio] comienza por [los creyentes], ¿cuál
será el fin de aquellos que no obedecen al evangelio de Dios? La respuesta es clara: el juicio
concluye con la condenación final que Cristo hará de los impíos en el gran trono blanco (Ap. 20:11-
15; cp. Mt. 7:21-23; 25:44-46). Aunque Dios disciplina ahora a su propio pueblo, el juicio futuro
para los perdidos será infinitamente más devastador (cp. Dn. 12:2; Mt. 13:41-42, 49-50; 22:11-14;
25:41; Mr. 9:44-49; Lc. 13:23-28; 16:23-24; Ap. 14:10-11).
Es muchísimo mejor para la gente soportar el sufrimiento con gozo ahora como creyentes que son
purificados por el testimonio eficaz y la gloria eterna, que soportar después tormento eterno como
incrédulos (cp. Lc. 16:19-31). Pedro reforzó ese punto para sus lectores con una cita de la
Septuaginta tomada de Proverbios 11:31: Si el justo con dificultad se salva, ¿en dónde aparecerá
el impío y el pecador? Con dificultad viene del adverbio molis (relacionado con molos,
“difícilmente”), que significa “a duras penas” o “apenas” (véase usos en Hch. 14:18; 27:7, 8, 16) y
que manifiesta la dificultad con que los creyentes son llevados a la salvación final a través de los
fuegos del sufrimiento injusto, la purga divina, y la disciplina ordenada por Dios:
Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre
no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces
sois bastardos, y no hijos (He. 12:7-8).
Pablo afirmó esta necesidad en respuesta a su propio sufrimiento intenso a manos de los judíos
malvados que lo apedrearon en Listra. Lucas ofrece el relato del sufrimiento y la respuesta de Pablo
en Hechos 14:19-22:
Entonces vinieron unos judíos de Antioquía y de Iconio, que persuadieron a la multitud, y
habiendo apedreado a Pablo, le arrastraron fuera de la ciudad, pensando que estaba muerto.
Pero rodeándole los discípulos, se levantó y entró en la ciudad; y al día siguiente salió con
Bernabé para Derbe. Y después de anunciar el evangelio a aquella ciudad y de hacer muchos
discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, confirmando los ánimos de los discípulos,
exhortándoles a que permaneciesen en la fe, y diciéndoles: Es necesario que a través de muchas
tribulaciones entremos en el reino de Dios.
Ese fue tan solo un incidente en una larga lista de pruebas injustas que el apóstol soportó, registradas
especialmente en 2 Corintios 1:3-11; 4:7-18; 6:4-11; 7:5; 11:23-33, y que concluyeron en 12:7-10, en
que Pablo demuestra que su sufrimiento fue para doblegarlo y así fortalecerlo:
Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un
aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca
sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me
gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual,
por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en
angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.
Jesús dijo que los creyentes tendrían aflicción en este mundo, que incluye ser perseguidos hasta la
muerte (Jn. 16:2-3, 33), y que tal sufrimiento les vendría por causa de Él (Mt. 10:24-25) a fin de que
“perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos” (He. 2:10; cp. 1 P. 1:11). Fue difícil
para Jesús ser el Salvador debido al inconmensurable dolor que soportó por la exposición a este
mundo pecaminoso y por tener que estar bajo la maldición de Dios por todos los pecados de todos
aquellos que alguna vez creerían. Si fue con dificultad que Él se entregó para redimir a los
pecadores, y con dolorosa dificultad que los redimidos soportan para su gloria final, ¿piensa alguien
que el impío y el pecador, que han vivido sin padecer por la justicia (porque son injustos),
simplemente morirán y dejarán de existir, o que se les dará un lugar en el cielo porque Dios no es
nada más que amor y perdón? Esa es una idea ridícula. Pedro está diciendo que el sufrimiento eterno
de los impíos, comparado con el padecimiento temporal de los piadosos, es mucho más grande. Pablo
distingue de esta manera los sufrimientos terrenales de los santos y el castigo sin fin de los perdidos:
Esto es demostración del justo juicio de Dios, para que seáis tenidos por dignos del reino de
Dios, por el cual asimismo padecéis. Porque es justo delante de Dios pagar con tribulación a los
que os atribulan, y a vosotros que sois atribulados, daros reposo con nosotros, cuando se
manifieste el Señor Jesús desde el cielo con los ángeles de su poder, en llama de fuego, para dar
retribución a los que no conocieron a Dios, ni obedecen al evangelio de nuestro Señor
Jesucristo; los cuales sufrirán pena de eterna perdición, excluidos de la presencia del Señor y de
la gloria de su poder (2 Ts. 1:5-9).
Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los
padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que será revelada:
Apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino
voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo
señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando
aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria. (5:1-
4)
W. Phillip Keller escribió: “No es por accidente que Dios nos haya elegido como ovejas. El
comportamiento de las ovejas y de los seres humanos se parece en muchos aspectos… Las ovejas no
‘se ocupan simplemente de ellas mismas’ como alguien podría suponer. Más que cualquier otro tipo
de rebaño, ellas requieren atención sin fin y un cuidado meticuloso” (A Shepherd Looks at Psalm 23
[Grand Rapids: Zondervan, 1979], pp. 20-21).
Por ejemplo, Dios ha creado a la mayoría de animales con un misterioso instinto para encontrar su
camino a casa. Pero si una oveja se extravía en territorio desconocido, se desorienta por completo y
no puede hallar su camino de vuelta, como en la conmovedora parábola del Señor acerca de la oveja
perdida (Lc. 15:3-7). Las ovejas necesitan un pastor que las guíe, las atienda, las proteja, y que a
veces las rescate del peligro.
Las ovejas pasan la mayor parte de su tiempo comiendo y bebiendo. Pero si se pierden son
incapaces de hallar alimento adecuado y agua. Abandonadas a su suerte, comen indiscriminadamente
plantas tanto saludables como venenosas, o arrasan y arruinan su propio pasto. Además, es necesario
guiarlas hasta cierta agua que no sea impura, que no esté estancada, que no esté muy caliente ni muy
fría, ni demasiado borrascosa. Por eso es que el salmista se refiere a “aguas de reposo” en el Salmo
23:2.
Las ovejas también tienen mucha necesidad de ayuda por parte de alguien más. Debido a que su
lana segrega una gran cantidad de lanolina aceitosa que impregna su vellón, se les adhiere mucho
polvo, pasto y suciedad traída por el viento. Ya que estos animales no tienen habilidad para
limpiarse, permanecen sucias hasta que los pastores las esquilan. Entre esquilada y esquilada es
necesario cortarles esa sucia y pegajosa acumulación debajo de sus colas, porque de lo contrario no
eliminan adecuadamente los desperdicios y pueden enfermar o incluso morir. Como las ovejas
también son por naturaleza pasivas y prácticamente indefensas contra los depredadores, y cuando son
atacadas su único recurso es huir llenas de pánico, el pastor debe estar siempre alerta para
defenderlas y rescatarlas de ataques.
No es de extrañar entonces que Jesús comparara a las multitudes desorientadas, confundidas,
impuras y espiritualmente perdidas con rebaños de ovejas sin pastores (Mt. 9:36; Mr. 6:34). Estas no
podían alimentarse espiritualmente por su cuenta y no tenían a nadie que las guiara y las protegiera.
El profeta Isaías también comparó la condición de la humanidad perdida con las ovejas extraviadas:
“Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino” (Is. 53:6).
Todas las imágenes anteriores acerca de ovejas y pastores eran conocidas por los miembros de la
sociedad principalmente agrícola del siglo I, pero aun hoy día se deben tener en cuenta si hemos de
entender la riqueza de este pasaje. Sin duda Pedro comprendía las imágenes cuando llamó a los
creyentes la grey de Dios, y cuando mandó a los ancianos que la apacentaran. Puesto que incluso los
creyentes son propensos a errar, a aceptar lo que les perjudica, a volverse inmundos, y a ser muy
vulnerables e indefensos por cuenta propia, y a menudo ingenuos, es apremiante la demanda de
pastores que sean fieles y responsables. Y cuando la Iglesia está bajo severa persecución, como
ocurría en el tiempo de Pedro, es aún más vulnerable y está en gran necesidad de pastores fuertes,
santos y eficaces. El apóstol, escribiéndoles a los ancianos de varias iglesias en Asia Menor (1:1) y a
los ancianos de la Iglesia en todas las épocas, les dio varios mandatos fundamentales y cruciales con
relación al pastoreo. Tales disposiciones se pueden entender mejor haciendo cuatro preguntas básicas
respecto a este pasaje: ¿A quiénes se envían a pastorear? ¿A quiénes se debe pastorear? ¿Cómo se
debe pastorear? ¿Por qué razón deben servir los pastores?
Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de
humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes. Humillaos, pues,
bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda
vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros. Sed sobrios, y velad; porque
vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar; al
cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en
vuestros hermanos en todo el mundo. Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria
eterna en Jesucristo, después que hayáis padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione,
afirme, fortalezca y establezca. A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén.
Por conducto de Silvano, a quien tengo por hermano fiel, os he escrito brevemente,
amonestándoos, y testificando que ésta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estáis. La
iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos mi hijo, os saludan.
Saludaos unos a otros con ósculo de amor. Paz sea con todos vosotros los que estáis en
Jesucristo. Amén. (5:5-14)
El espíritu de esta época en la sociedad occidental es de antiintelectualismo. El pensamiento de la
Nueva Era, una fuente importante de tal insensatez, ha influido en muchas maneras en la religión y la
filosofía. En el espíritu del misticismo hindú, la filosofía de la Nueva Era cree todo y nada al mismo
tiempo. Las distinciones entre lo natural y lo sobrenatural tienden a mezclarse en una confusión
nebulosa. El énfasis está en experiencias místicas en lugar de contenido racional.
A través de los tiempos, especialmente en el siglo pasado, esa clase de perspectiva se ha abierto
paso de manera gradual pero firme dentro de la cristiandad. La Iglesia Católica Romana siempre ha
estado muy involucrada en misticismo, con rituales y ceremonias que suplantan la adoración bíblica
y la predicación del verdadero evangelio. Los protestantes neoortodoxos promueven un tipo diferente
de antiintelectualismo, al que el finado Francis Schaeffer llamó “un salto de fe” dentro del reino
irracional. El movimiento carismático es tal vez el abastecedor más patente de antiintelectualismo
místico y subjetivismo espiritual. Agreguemos posmodernismo, la idea de que no hay verdad
absoluta y de que cada persona puede desarrollar su propio punto de vista basado en la intuición y la
experiencia, y obtendremos un concepto adicional del grado en que este antiintelectualismo ha
invadido el mundo de hoy.
Los anteriores sistemas reducen a Dios a un ser aislado, trascendente, accesible y conocible solo por
medio de experiencia o sensación mística, en lugar de ser revelado a través de la verdad
proposicional. A la Biblia no se la ve como la única revelación inspirada de Dios, sino como no
infalible ni acreditada. En consecuencia, a la verdad divina se le hace caso omiso, los absolutos
morales de lo bueno y lo malo desaparecen, y el engaño acerca de la condición espiritual del ser
humano prevalece.
Tal insensatez mística es la antítesis de cómo se debe conocer a Dios, quien nunca pretendió que su
pueblo se relacionara con Él sin que las personas pusieran sus mentes en la revelación divina. La
comunión y adoración verdaderas se deben basar en un entendimiento claro y preciso de la verdad
bíblica. Por medio del salmista David, Dios declaró: “Te haré entender, y te enseñaré el camino en
que debes andar; sobre ti fijaré mis ojos. No seáis como el caballo, o como el mulo, sin
entendimiento” (Sal. 32:8-9; cp. 25:8). El profeta Isaías escribió estas conocidas palabras: “Venid
luego, dice Jehová, y estemos a cuenta” (Is. 1:18). En Jeremías, Dios reprendió a su pueblo por su
terrible falta de comprensión espiritual: “Mi pueblo es necio, no me conocieron; son hijos ignorantes
y no son entendidos” (Jer. 4:22; cp. Os 4:6).
Dios siempre se ha preocupado de que los creyentes usen sus mentes redimidas para escudriñar las
Escrituras con el fin de conocerlo (cp. Mt. 13:23; Jn. 17:17; Hch. 17:11; 1 Co. 14:15; Ef. 4:14; Col.
1:9; 2 Ti. 2:15; He. 5:12-14) y de llegar a conformarse a la imagen de su Hijo. El apóstol Pablo les
dijo a los filipenses: “Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aun más y más en ciencia y
en todo conocimiento, para que aprobéis lo mejor, a fin de que seáis sinceros e irreprensibles para el
día de Cristo” (Fil. 1:9-10). Pedro también requirió de los creyentes que usaran sus mentes para
entender la verdad de Dios y aplicarla a sus vidas: “Vosotros también, poniendo toda diligencia por
esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la virtud, conocimiento” (2 P. 1:5; cp. Ro. 12:1-2; 1 Co.
2:16; 2 Ti. 1:7).
El Señor también se preocupa por la condición de la mente no regenerada. Pablo escribió a los
romanos: “Y como ellos no aprobaron tener en cuenta a Dios, Dios los entregó a una mente
reprobada, para hacer cosas que no convienen” (Ro. 1:28). A los corintios les explicó: “El dios de
este siglo cegó el entendimiento de los incrédulos, para que no les resplandezca la luz del evangelio
de la gloria de Cristo, el cual es la imagen de Dios” (2 Co. 4:4). El apóstol instruyó a los efesios:
“Esto, pues, digo y requiero en el Señor: que ya no andéis como los otros gentiles [no redimidos],
que andan en la vanidad de su mente” (Ef. 4:17), y a los colosenses les recordó: “Vosotros también…
erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente” (Col. 1:21). En Romanos 8:5-8, Pablo
ofreció quizás el mejor resumen del contraste entre el pensamiento no regenerado y la mente
regenerada:
Porque los que son de la carne piensan en las cosas de la carne; pero los que son del Espíritu, en
las cosas del Espíritu. Porque el ocuparse de la carne es muerte, pero el ocuparse del Espíritu es
vida y paz. Por cuanto los designios de la carne son enemistad contra Dios; porque no se sujetan
a la ley de Dios, ni tampoco pueden; y los que viven según la carne no pueden agradar a Dios
(cp. 1 Co. 2:14; 2 Co. 10:5; Gá 5:19-25; Ef. 2:1).
Si los elegidos tienen un enfoque descuidado y superficial de la verdad de la Biblia, sus mentes no
pueden estar llenas con los pensamientos divinos que deben conformar y controlar sus conductas (cp.
Dt. 6:5; Pr. 15:14; 18:15; 22:17; Mt. 22:37; Ef. 4:23; 5:15-17; He. 10:16). Es crucial que el creyente
adopte continuamente la verdad, “porque cual es su pensamiento en su corazón, tal es él” (Pr. 23:7).
Dicho todo esto, todavía existe el peligro de suponer que el pensamiento espiritual es tan solo
procesar información a fin de comprender la doctrina de manera intelectual, cuando por el contrario
el pensamiento espiritual implica mucho más. Incluye todas las actitudes, convicciones y
motivaciones que llevan a poner en práctica la verdad doctrinal.
En la última sección de esta carta, Pedro enfoca las actitudes piadosas tan necesarias para producir
una mente espiritual. En una letanía final de exhortaciones y algunas palabras finales, el apóstol lleva
a sus lectores a considerar las actitudes cristianas esenciales: sujeción, humildad, confianza, dominio
propio, vigilancia, fortaleza, esperanza, adoración, fidelidad y amor.
SUJECIÓN
Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; (5:5a)
Así como hizo antes en la carta (3:1, 7), Pedro usa homoiōs (igualmente) como un vocablo de
transición. En 3:1, la versión Reina-Valera de 1960 traduce la palabra como “asimismo”. En todos
los tres casos en que la usa, la expresión marca un cambio de enfoque de un grupo a otro. En 5:1-4
Pedro se dirigió a líderes de la iglesia; ahora se vuelve a la congregación. Así como los pastores se
sujetan al Gran Pastor, así también el rebaño se sujeta a sus pastores.
La actitud fundamental en la vida de los santos debe ser la sumisión, un tema relativamente
conocido ya en esta epístola. En 2:13-20 y 3:1-7 Pedro manda que los creyentes se sometan a
empleadores, autoridades civiles, y también dentro del matrimonio. No se requiere menos de quienes
están bajo el liderazgo del cargo divinamente instituido de pastor en la entidad más importante sobre
la tierra: la propia Iglesia de Cristo.
Aunque nadie está exento de la exhortación de Pedro de que todos deben sujetarse a los ancianos, él
se dirige específicamente a los jóvenes. A pesar de que no se indica en el contexto por qué los
escogió, es probable que lo haya hecho porque es obvio que ellos por lo general tienden a ser los
miembros más agresivos y testarudos de cualquier grupo. No hay razón para verlos como alguna
facción reconocida o como una asociación fija en la iglesia. Es probable que el asunto de la sumisión
no haya sido un gran problema para las mujeres o las personas mayores en la iglesia, que eran más
experimentadas y maduras espiritualmente (cp. Sal. 119:100; Pr. 16:31; 20:29).
Al llamar a los jóvenes a estar sujetos a quienes son mayores en el Señor, Pedro volvió a utilizar el
término militar hupotassō, “alinearse bajo rango”. El apóstol llama a todos en la iglesia a dejar a un
lado el orgullo de promoción personal y colocarse de manera voluntaria y respetuosa bajo el
liderazgo de sus pastores (cp. 1 Ti. 5:17; He. 13:7). Está claro que, dado el contexto anterior (vv. 1-
4), ancianos se refiere a los líderes espirituales, los pastores y ancianos, no simplemente a los santos
de mayor edad. El hecho de que toda la iglesia tenga la obligación de someterse a aquellos que Dios
ha puesto en autoridad sobre esta es un tema en las cartas de Pablo:
Hermanos, ya sabéis que la familia de Estéfanas es las primicias de Acaya, y que ellos se han
dedicado al servicio de los santos. Os ruego que os sujetéis a personas como ellos, y a todos los
que ayudan y trabajan (1 Co. 16:15-16).
Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el
Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra. Tened
paz entre vosotros (1 Ts. 5:12-13).
Como puede verse en el contexto más amplio, los cristianos deben estar sujetos a todo aquel en
autoridad, pero especialmente en la iglesia. El proceso de crecimiento espiritual florece entre
aquellos que han tenido una actitud de sumisión. Un rebaño no sumiso, por otra parte, dificulta el
ministerio de los pastores y pierde una característica clave en la santificación: “Obedeced a vuestros
pastores, y sujetaos a ellos; porque ellos velan por vuestras almas, como quienes han de dar cuenta;
para que lo hagan con alegría, y no quejándose, porque esto no os es provechoso” (He. 13:17).
HUMILDAD
y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, y da
gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte
cuando fuere tiempo; (5:5b-6)
Inseparablemente ligada a una actitud subyacente y sumisa está una mente entregada a la humildad
(cp. Sal. 25:9; Dn. 10:12; Mi. 6:8; Mt. 5:3-5; Ef. 4:1-2; Stg. 4:10). Puesto que el que es de verdad
humilde — y solo el humilde — siempre se somete, los dos mandatos de Pedro abarcan a todos los
creyentes.
Revestíos (egkomboomai) literalmente significa “atarse algo encima”, como un delantal de trabajo
usado por los siervos. Aquí se describe de manera figurada el hecho de que la persona se cubra con
una actitud de humildad mientras se somete a las autoridades que tiene sobre sí. La palabra para
humildad aquí es tapeinophrosunēn, “de poca importancia mental”, o “autodegradación”. Describe
la actitud de quien sirve voluntariamente, incluso en las tareas más bajas (cp. 1 Co. 4:1-5; 2 Co. 4:7;
Fil. 2:5-7). Tal vez incluso más que hoy, la humildad no era una característica admirada en el mundo
pagano del siglo I. Las personas la veían como un distintivo de debilidad o cobardía, para ser tolerada
únicamente en la involuntaria sumisión de los esclavos.
Es probable que cuando Pedro escribió este versículo haya recordado la ocasión en que Cristo se
ciñó una toalla y lavó los pies de los discípulos, incluso los del mismo apóstol, como está registrado
en Juan 13:3-11 y aplicado por Jesús en los vehículos 12-17, como sigue:
Así que, después que les hubo lavado los pies, tomó su manto, volvió a la mesa, y les dijo:
¿Sabéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien, porque lo soy.
Pues si yo, el Señor y el Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los
pies los unos a los otros. Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros
también hagáis. De cierto, de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es
mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis (cp. Sal.
131:1-2; Mt. 25:37-40; Lc. 22:24-27; Ro. 12:3, 10, 16; Fil. 2:3-11).
A fin de reforzar su exhortación acerca de la humildad, Pedro citó de Proverbios 3:34, Dios resiste
a los soberbios, y da gracia a los humildes (cp. Stg. 4:6). La cita del apóstol difiere ligeramente de
la Septuaginta al sustituir Dios por “Señor” en la Septuaginta, pero es obvio que los nombres son
sinónimos. Sin duda, el hecho de que el Señor resista a los soberbios (cp. Pr. 6:16-17a; 8:13) es la
mayor motivación para que los santos adopten una actitud de humildad. El orgullo pone a alguien
contra Dios y viceversa. Por otra parte, Dios bendice y da gracia a los humildes (cp. Job 22:29; Sal.
37:11; Pr. 22:4; 29:23; Mt. 11:29; Lc. 10:21; 18:13-14; 1 Co. 1:28-29; 2 Co. 4:7-18). El profeta Isaías
estableció bien el principio: “Porque así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo
nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu,
para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Is.
57:15; cp. 66:2).
El apóstol Pablo conocía la gracia que viene a los humildes:
Y para que la grandeza de las revelaciones no me exaltase desmedidamente, me fue dado un
aguijón en mi carne, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca
sobremanera; respecto a lo cual tres veces he rogado al Señor, que lo quite de mí. Y me ha dicho:
Bástate mi gracia; porque mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, de buena gana me
gloriaré más bien en mis debilidades, para que repose sobre mí el poder de Cristo. Por lo cual,
por amor a Cristo me gozo en las debilidades, en afrentas, en necesidades, en persecuciones, en
angustias; porque cuando soy débil, entonces soy fuerte. (2 Co. 12:7-10)
Basado en el versículo anterior de Proverbios que Pedro mencionara, este mandato viene con
énfasis: Humillaos en sumisión, no solo para evitar la oposición divina y recibir la gracia divina,
sino porque la autoridad sobre todos los creyentes en la Iglesia no es otra cosa que la poderosa
mano de Dios. O como Santiago lo estableció: “Humillaos delante del Señor” (4:10a).
La poderosa mano de Dios describe el poder soberano de Dios en acción, en y a través de los
ancianos de la iglesia, así como en la experiencia de vida de su pueblo (cp. Is. 48:13; Ez. 20:33-34;
Sof. 1:4; 2:13; Lc. 1:49-51). Ya sea para liberación (Éx. 3:19-20; 13:3-16), prueba (Job 30:20-21) o
castigo (Ez. 20:33-38), el poder de Dios siempre está cumpliendo sus propósitos eternos en beneficio
de los suyos (cp. Sal. 57:2; 138:8; Is. 14:24-27; 46:10; 55:11; Jer. 51:12; Hch. 2:23; Ro. 8:28; 9:11,
17; Ef. 3:11; Fil. 2:13). Durante su tiempo de persecución, sufrimientos y pruebas, esa garantía sin
duda animó a la audiencia de Pedro a perseverar (cp. Sal. 37:24; Pr. 4:18; Mt. 10:22; 24:13; Ro. 8:30-
39; He. 12:2-3; Stg. 1:4, 12; Ap. 3:5), al saber que todo el sufrimiento es solo para que él los exalte
cuando fuere tiempo (cp. 5:10). A pesar de que Jesucristo nació en el tiempo apropiado (Gá 4:4; Tit.
1:3) y padeció una muerte sustitutiva en el tiempo exacto que Dios designó (1 Ti. 2:6), Dios exaltará
(hupsoō, “alzará o levantará”) o librará a los creyentes de sus pruebas, tribulaciones y sufrimientos en
el tiempo sabiamente determinado por Él. Algunos han sugerido que esta exaltación podría ser una
referencia a la gloria final escatológica que viene a los creyentes en la Segunda Venida, “el tiempo
postrero” al que Pedro se refirió en 1:5 (cp. 2:12); pero la frase griega en kairō es literalmente “a
tiempo” (cp. Hch. 19:23; Ro. 9:9) y no se trata de un término escatológico. Es mejor ver esto como el
tiempo señalado en que el Señor libra de la dificultad a los creyentes humildes y sumisos.
Si la actitud fundamental para el crecimiento espiritual es la sumisión, la humildad constituye, pues,
la base a la que se ancla el fundamento. Volverse orgullosamente rebelde, pelear contra los
propósitos del Señor, o juzgar su providencia como cruel o injusta, es perderse la dulce gracia de su
exaltación cuando el sufrimiento haya cumplido el propósito (cp. Stg. 1:2-4). Es el Señor Jesús
mismo quien prometió: “Cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será
enaltecido” (Lc. 14:11).
CONFIANZA
echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros. (5:7)
Cuando los creyentes soportan con humildad y sumisión encuentran su fortaleza en medio de las
pruebas por medio de la plena confianza en el propósito perfecto de Dios. Sin duda el salmista David
es la fuente de Pedro, debido que esta confianza era suya, y a que el apóstol debió haber conocido
muy bien sus palabras: “Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará; no dejará para siempre caído
al justo” (Sal. 55:22). La ansiedad de David provenía de los ataques de un amigo similar a Judas
(véase vv. 12-14), una prueba más difícil de soportar porque viene de alguien amado y en quien se
confiaba. Pedro extrajo de ese texto para instruir a todos los creyentes en todo tipo de tribulación, a
fin de seguir el ejemplo de David y entregarse por completo al cuidado del Señor (cp. 2:23; 4:19).
Echando (de epiriptō) significa lanzar algo sobre algo o alguien más. Por ejemplo, en Lucas 19:35
se usa en referencia a lanzar un manto sobre un animal. Pedro exhorta a los creyentes a echar sobre
el Señor toda ansiedad, palabra esta que puede incluir todo desagrado, desánimo, desesperación,
duda, dolor, sufrimiento y cualquier otra prueba que estén enfrentando (cp. 2 S. 22:3; Sal. 9:10; 13:5;
23:4; 36:7; 37:5; 55:22; Pr. 3:5-6; Is. 26:4; Nah. 1:7; Mt. 6:25-34; 2 Co. 1:10; Fil. 4:6-7,19; He. 13:6)
porque pueden confiar en el amor, la fidelidad, el poder y la sabiduría de Dios.
DOMINIO PROPIO
Sed sobrios, (5:8a)
Este mandato requiere otro elemento básico de pensamiento según Dios, el cual Pedro ya mencionó
(véanse los estudios anteriores sobre 1:13 y 4:7 en los capítulos 5 y 21 de esta obra). En un nivel
físico, sobrios (nēphō) se refiere al autocontrol con relación a la embriaguez. Sin embargo, aquí
como en sus otros usos en el Nuevo Testamento, tiene una connotación más metafórica (cp. 1 Ti.
2:15; 3:2, 11; Tit. 2:2). Incluye ordenar y equilibrar asuntos importantes de la vida, lo que requiere la
disciplina de la mente y el cuerpo, y evita las atracciones embriagadoras del mundo (cp. 2:11; Lc.
21:34; Ro. 12:1-2; 13:14; Fil. 4:8; Col. 3:2; 1 Ts. 5:6-8; Tit. 2:12; Stg. 1:27; 4:4; 1 Jn. 2:15-16).
VIGILANCIA
y velad; porque vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda alrededor buscando a
quien devorar; (5:8b)
La razón de que los cristianos deban cultivar las anteriores actitudes de sumisión, humildad,
confianza y dominio propio es que enfrentan la oposición espiritual feroz e implacable de parte de
Satanás y sus demonios. Los creyentes no deben ser indiferentes a esa realidad (cp. Pr. 15:19; He.
6:12) ni complacientes con el pecado (1 Co. 5:6; He. 3:13), mucho menos deben volverse víctimas
del enemigo (2 Co. 2:11; Ef. 6:11; cp. 1 Ts. 3:5). En lugar de eso, las realidades de la guerra
espiritual requieren vigilancia. Pedro insta a los creyentes: velad (grēgorēsate), una orden imperativa
que significa “estar vigilante”, o “permanecer despierto”. Las fuerzas espirituales que asaltan a los
cristianos, no solo directamente (cp. Gn. 3:1-7; Mr. 1:13; 2 Co. 12:7; 1 Ts. 2:18) sino a menudo de
manera muy sutil (2 Co. 11:14), requieren que quienes aman a Cristo mantengan tal vigilancia. El
Señor advirtió a sus discípulos: “Velad y orad, para que no entréis en tentación; el espíritu a la verdad
está dispuesto, pero la carne es débil” (Mt. 26:41).
Pedro identifica a Satanás como vuestro adversario el diablo; el pronombre vuestro hace muy
personal tal designación. Satanás no solo es el adversario de Dios y sus santos ángeles, sino que es el
enemigo cruel e implacable de todo el pueblo de Dios (cp. Job 1:6-8; 2:1-6; Zac. 3:1). Adversario
(antidikos) se usaba como un término técnico con el significado de “oponente legal”, así como de
todo tipo de enemigo que sea seria y agresivamente hostil. El término traducido diablo (diabolos)
lleva esta oposición al nivel de un “enemigo malicioso que calumnia o ataca”. Jesús lo llamó tres
veces el príncipe de este mundo (Jn. 12:31; 14:30; 16:11; cp. Ef. 2:2), lo cual muestra la formidable
plataforma desde la que lanza sus malévolos asaltos.
El diablo controla el reino demoníaco y administra el sistema del mundo humano y caído. En
persona y a través de sus representantes los demonios que, al igual que él, nunca duermen ni
descansan, tenazmente y como un depredador en medio de su propia oscuridad malvada, Satanás
caza para matar. Él como león rugiente, anda alrededor buscando a quien devorar (cp. Job 1:6-
12; 2:1-7). La imagen que Pedro ofrece de un león rugiente se deriva del Antiguo Testamento (Sal.
7:2; 10:9-10; 17:12; 22:13-21; 35:17; 58:6; 104:21; Ez. 22:25) y describe la crueldad de este cazador
cuando persigue a su presa. Devorar tiene el sentido de “tragar”, haciendo hincapié en el objetivo
final, no para herir sino para destruir. A diferencia de la mayoría de creyentes modernos, Pedro no
habría tenido la experiencia de ver leones en un zoológico. Sin embargo, pudo haber presenciado el
sangriento espectáculo de leones matando víctimas para el entretenimiento de los romanos. Sin duda
él estaba consciente de tales sucesos.
La oposición de Satanás a Dios y a los creyentes se halla detrás de los enemigos humanos de Dios y
su Palabra. Apocalipsis 12 es el pasaje crucial que traza las líneas de batalla en la prolongada guerra
con los enemigos del reino de Dios (vv. 3-4; cp. Is. 14:12-16; Ez. 28:1-19). Aquellos demonios que
no están atados (véase el estudio de 3:19-20 en el capítulo 19 de esta obra) son las fuerzas siniestras y
diabólicas detrás del sistema mundial. Los hijos de Dios, en su lucha contra el engaño y la tentación
que viene del mundo a su carne, en realidad están batallando con estrategias demoníacas y
contendiendo con estas (Ef. 6:11-12; cp. 2 Co. 10:3-5).
Satanás y los demonios se ocultan invisibles en el mundo espiritual, pero hacen su obra a través de
agentes humanos (cp. 1 Ti. 4:1-2; 2 P. 2:1-22; Jud. 3-16). Apocalipsis 12:4 declara que “el dragón se
paró frente a la mujer que estaba para dar a luz, a fin de devorar a su hijo tan pronto como naciese”.
El dragón es Satanás, la mujer es Israel, y el hijo es Cristo. La dramática imagen es la del Mesías a
punto de salir de Israel, el pueblo escogido de Dios, y de Satanás a punto de devorarlo. El enemigo
intentó implementar ese plan a través del horrible asesinato de todos los niños varones menores de
dos años en Belén y sus alrededores por parte de Herodes el Grande (Mt. 2:13-18). Intentó derrotar a
Cristo dándole los reinos del mundo sin ningún sufrimiento (Mt. 4:1-11; Lc. 4:1-12). Judas Iscariote
también fue un instrumento de Satanás, usado para traicionar al Señor en un esfuerzo mal concebido
por frustrar de algún modo el plan de Dios (Lc. 22:3; Jn. 13:27; cp. Mt. 26:47-56). Satanás también
usó a los dirigentes judíos en un esfuerzo por obstaculizar la misión redentora de Cristo (cp. Mt.
12:14; 21:46; 22:15-16; 26:1-5; 27:20-23; Lc. 6:7; Jn. 5:16; 7:1-13, 32; 8:44, 59; 11:8, 47-48, 53,
57). El enemigo continúa incansable en sus esfuerzos por oponerse a Cristo, tratando de torcer el
evangelio salvador (cp. Gá 1:6-9; 1 Jn. 4:1-4) e intentando arruinar el plan redentor de Dios (cp. Mt.
13:38-39; 2 Co. 2:11; 4:3-4).
Además de oponerse directamente a Jesucristo, a lo largo de los siglos Satanás ha tratado de destruir
a la nación de Israel (cp. Est. 3:1—4:3), el pueblo del cual vendría el Mesías. En su visión, a Juan se
le dio una mirada en el tiempo futuro de tribulación al final de la era, y vio que “la mujer huyó al
desierto, donde tiene lugar preparado por Dios, para que allí la sustenten por mil doscientos sesenta
días” (Ap. 12:6). Dios preservará a Israel (“la mujer”) durante la última mitad (“mil doscientos
sesenta días”) del período de tribulación de siete años en que Satanás, a través del anticristo, intente
de nuevo y sin éxito destruir a los judíos. Estos serán protegidos y salvados (Zac. 12:10; 13:1; Ro.
11:11-12, 25-29), y a ellos se les dará el reino prometido (Zac. 14:4-9, 16-21; Ap. 20:1-6).
Tercero, la estrategia de Satanás ha sido oponerse a los ángeles santos: “Después hubo una gran
batalla en el cielo: Miguel y sus ángeles luchaban contra el dragón; y luchaban el dragón y sus
ángeles; pero no prevalecieron, ni se halló ya lugar para ellos en el cielo” (Ap. 12:7-8). Cuando
Satanás cayó la primera vez del cielo, aquellos ángeles que se le unieron en su rebelión lo
acompañaron en la guerra contra el arcángel Miguel, (cp. Dn. 10:13, 21; 12:1), y contra sus legiones
de ángeles santos.
Los creyentes son el cuarto objetivo en la estrategia cósmica de guerra contra Dios, y el principal
enfoque de la amonestación de Pedro en este pasaje. El apóstol Juan describe esa parte de la visión:
“Entonces el dragón se llenó de ira contra la mujer; y se fue a hacer guerra contra el resto de la
descendencia de ella, los que guardan los mandamientos de Dios y tienen el testimonio de Jesucristo”
(Ap. 12:17). Tras ser expulsados del cielo, el diablo (“el dragón”) y sus demonios comenzaron su
asalto contra “el resto de la descendencia de ella” (los creyentes), aquellos que obedecen los
mandamientos de Dios y confían en Cristo para su salvación. No contento con engañar a los no
creyentes (Ap. 12:9; 2 Co. 4:3-4) y esclavizarlos a su sistema mundial de ignorancia, incredulidad,
falsa religión, y pecado, Satanás también enfoca sus esfuerzos en oponerse a los santos.
Satanás intenta devorar a los creyentes de varias maneras. Primera, Dios le puede permitir atacarlos
directamente. La historia de la experiencia penosa de Job y el triunfo final de su fe ilustra esto muy
bien. En el Nuevo Testamento, Pedro mismo experimentó el ataque violento de Satanás (Lc. 22:31-
34) cuando el enemigo hizo que negara tres veces a Cristo (vv. 54-62). Sin embargo, el Señor usó ese
incidente para fortalecer la fe del apóstol y darle mayor habilidad para instruir a otros (cp. Jn. 21:15-
22). El apóstol Pablo también tuvo que lidiar con el asalto de un agente demoníaco que guió el ataque
de falsos maestros sobre la iglesia en Corinto (2 Co. 12:7-10). Algunos de los miembros de la iglesia
en Esmirna padecieron como resultado de persecución satánica (Ap. 2:10), y otros en Tiatira
experimentaron las dolorosas consecuencias de enseñanza demoníaca en su iglesia (Ap. 2:18-24). El
quinto sello revela los miles de asesinados por Satanás a través del anticristo durante la gran
tribulación cuando piden que la justicia divina llegue rápidamente contra los perversos enemigos
(Ap. 6:9-11). Finalmente, Dios incluso usa a Satanás como agente de castigo para quienes profesan
predicar a Cristo, pero, en realidad, extravían a otros con falsa doctrina (1 Ti. 1:18-20), y para
aquellos que no están dispuestos a arrepentirse de su pecado (1 Co. 5:1-5).
En general, Satanás y sus demonios lanzan constantemente ataques sobre creyentes individuales a
través del omnipresentemente pecaminoso y seductor sistema mundial. Juan condensa la batalla
espiritual a tres puntos en que la condición caída de los creyentes es susceptible a la tentación:
No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del
Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los
ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus
deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre (1 Jn. 2:15-17; cp. Hch.
5:3).
Segundo, Pablo reconoce los ataques de Satanás a los creyentes en el reino más íntimo de las
relaciones humanas: el matrimonio y la familia. Por eso el apóstol encargó a los corintios:
El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y asimismo la mujer con el marido. La mujer
no tiene potestad sobre su propio cuerpo, sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad
sobre su propio cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por algún tiempo de
mutuo consentimiento, para ocuparos sosegadamente en la oración; y volved a juntaros en uno,
para que no os tiente Satanás a causa de vuestra incontinencia (1 Co. 7:3-5).
Cuando un cónyuge niega la relación física al otro, Satanás tentará al privado a que peque,
acelerando así actitudes que a menudo traen la destrucción de ese matrimonio y esa familia.
Tercero, los creyentes — tanto los dirigentes como los miembros de la congregación — son
susceptibles a los ataques de Satanás dentro de la iglesia. Pablo dio instrucciones a Timoteo de elegir
a hombres bien calificados como pastores (1 Ti. 3:1-6), a fin de que no estén sujetos a “la
condenación del diablo” (v. 7). Satanás también trata de destruir la unidad de la iglesia, de hacer
ineficaz su poder espiritual y de confundir su propósito (cp. 1 Co. 1:10-13; 6:1-6; 11:17-34; 14:20-
38; Ap. 2—3).
La primera línea de defensa de Pedro para la protección contra las estrategias de Satanás es sencilla
y directa: Sed sobrios, y velad. Si Satanás engañó tan fácilmente a Eva en el perfecto ambiente del
Edén (Gn. 3:1-13; 1 Ti. 2:14; cp. 2 Co. 11:3), cuánto más susceptibles a la astucia y al engaño del
diablo son los pecadores redimidos que viven en un mundo pecador y caído (2 Co. 11:3).
Contrario a lo que algunos enseñan, la Biblia en ninguna parte manda a los creyentes atacar al
diablo o a los demonios con oraciones o fórmulas, ni a “atar al diablo”. Quienes neciamente
participan en inútiles esfuerzos de hablarle a Satanás (quien de todos modos no es omnipresente), de
ordenarle, o -rechazarlo a él o a otros demonios están confundidos y equivocados en cuanto a sus
poderes como cristianos. Ya que los santos no son apóstoles de Cristo, no tienen autoridad sobre los
demonios (cp. Mt. 10:1; Lc. 9:1; 2 Co. 12:12). Sólo el mismo Cristo, enviando a un ángel santo y
poderoso, puede atar a Satanás:
Vi a un ángel que descendía del cielo, con la llave del abismo, y una gran cadena en la mano. Y
prendió al dragón, la serpiente antigua, que es el diablo y Satanás, y lo ató por mil años; y lo
arrojó al abismo, y lo encerró, y puso su sello sobre él, para que no engañase más a las naciones,
hasta que fuesen cumplidos mil años; y después de esto debe ser desatado por un poco de tiempo
(Ap. 20:1-3).
Satanás ya ha sido derrotado por Cristo (cp. Ro. 16:20), y por medio de la fe en la verdad y la oración
también puede ser derrotado en las vidas de los creyentes. Es por la Palabra de Dios, creída y
obedecida, que los cristianos pueden vencer a Satanás:
Os escribo a vosotros, hijitos, porque vuestros pecados os han sido perdonados por su nombre.
Os escribo a vosotros, padres, porque conocéis al que es desde el principio. Os escribo a
vosotros, jóvenes, porque habéis vencido al maligno. Os escribo a vosotros, hijitos, porque
habéis conocido al Padre (1 Jn. 2:12-13; cp. 4:4-6).
Los creyentes saldrán victoriosos si espiritualmente están alerta a cualquier influencia satánica que
se manifieste en su entorno y sus relaciones, y si evalúan potenciales tentaciones y huyen de ellas (Pr.
1:10-17; 4:14-15; Mt. 18:8-9; 26:41; 1 Co. 6:18; 10:13-14; 2 Co. 2:11; 1 Ti. 6:11; 2 Ti. 2:22; Stg.
1:13-16).
FORTALEZA
al cual resistid firmes en la fe, sabiendo que los mismos padecimientos se van cumpliendo en
vuestros hermanos en todo el mundo. (5:9)
Pedro ordena a los cristianos tener una mente que sea resuelta con la cual resistir firmes en la fe a
Satanás. Tal resistencia hace que el diablo huya (Stg. 4:7). Resistid significa “tomar posición en
contra”, y estar firmes es hacer de esa posición algo sólido (el griego es stereos, de donde viene el
vocablo estéreo, que significa “sólido”, o equilibrado en ambos extremos). Esto se logra al estar
sólidamente fijos en la fe (tē pistei), lo cual constituye la revelación bíblica que se halla en todo el
cuerpo de verdad revelada contenida en las Escrituras (cp. Gá 1:23; Ef. 4:5,13; Fil. 1:27; 1 Ti. 4:1).
Este es un llamado a conocer y creer la sana doctrina, a ser exigentes en distinguir la verdad del error,
y a estar dispuestos a defender la verdad y poner al descubierto el error. El pedido de Judas es más
apropiado en este vínculo: “Amados, por la gran solicitud que tenía de escribiros acerca de nuestra
común salvación, me ha sido necesario escribiros exhortándoos que contendáis ardientemente por la
fe que ha sido una vez dada a los santos” (Jud. 3). Es esa fe de “una vez por todas” la que es la
revelación escrita de Dios y constituye la fe en la cual los creyentes se afirman sólidamente, y con la
cual resisten constantemente a Satanás. Esta firme posición es el resultado de la fiel dirección de los
pastores en la iglesia, como Pablo lo indica en Efesios 4:11-14:
Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores
y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del
cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de
Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no
seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de
hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error.
Ya que Satanás es un mentiroso (Jn. 8:44; cp. Gn. 3:1; 2 Ts. 2:9) y un engañador (Ap. 20:7-8), la
única manera segura de resistirlo es mediante la fiel obediencia a la verdad bíblica. La batalla es
espiritual, en el reino sobrenatural, según Pablo observa:
Pues aunque andamos en la carne, no militamos según la carne; porque las armas de nuestra
milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando
argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo
pensamiento a la obediencia a Cristo (2 Co. 10:3-5).
Los “argumentos” son ideologías, ideas, teorías, filosofías religiosas y sistemas satánicos de
pensamiento “que se [levantan] contra el conocimiento de Dios”; es decir, son puntos de vista
antibíblicos que mantienen cautivas a las personas como si estuvieran recluidas en una gran fortaleza.
Los cristianos no pueden destruir esas ideas con ingenio humano, sino solo con la verdad bíblica:
“Llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo”. Solo cuando alguien tiene la mente de
Cristo sobre un tema en particular es que es rescatado de tales ideas.
Pedro concluye esta sección con un mensaje de confianza para sus lectores, de que no están solos
mientras perseveran con humildad y sumisión, de manera vigilante y valiente en medio de muchas
persecuciones, sufrimientos y pruebas. Él les recuerda que los mismos padecimientos se van
cumpliendo en sus hermanos en todo el mundo. Los cristianos en otros lugares pueden tener
afinidad con ellos porque todo segmento de la comunidad cristiana ha experimentado o
experimentará ataque de parte del enemigo (cp. He. 13:3). Dios permite esta forma de pruebas
dolorosas para lograr su perfecta obra en las vidas de sus elegidos (cp. 1:6-7; 4:19; 5:10; Mt.5:10-12;
Jn. 15:18-21; 2 Co.1:6-7; Stg. 5:11).
ESPERANZA
Mas el Dios de toda gracia, que nos llamó a su gloria eterna en Jesucristo, después que hayáis
padecido un poco de tiempo, él mismo os perfeccione, afirme, fortalezca y establezca. (5:10)
La esperanza proporciona a los creyentes un ambiente de confianza en que después de la tribulación
y la dificultad de esta vida pueden contar con que Dios los glorificará en el cielo. Y durante esta vida
pueden contar con la obra continua del Señor de santificarlos por medio del sufrimiento (cp. Sal.
33:18; Pr. 10:28; Ro. 4:18-21; 5:5; Gá. 5:5; Tit. 1:2; 2:13; He. 3:6; 6:19; véase también el estudio de
1:3, 13, 21 con relación a la esperanza, en los capítulos 2, 5 y 6 de esta obra). Para apreciar
plenamente ese futuro, los creyentes deben comprender que esto solo puede venir después que hayan
padecido un poco de tiempo (cp. Ro. 8:18; véase también el estudio de 1:6 en el capítulo 3 de esta
obra). Los cristianos no deben temer el sufrimiento, pues saben que nada los puede separar del amor
de Cristo (Ro. 8:31-39).
Pedro llama a Dios el Dios de toda gracia, lo que recuerda el título que Pablo le da de el “Dios de
toda consolación” (2 Co. 1:3). Dios ya ha prometido gracia para la eternidad; aquí se provee gracia
para el presente (cp. 4:10; 5:5; Ro. 12:3; 16:20; 1 Co. 3:10; 15:10; 2 Co. 1:12; 9:8; 12:9; Ef. 3:7; 4:7;
Fil. 1:7; 2 Ti. 2:1; He. 4:16; 12:15; 13:9; Stg. 4:6; 2 P. 3:18), a fin de fortalecer a los creyentes y
hacer de su carácter cristiano lo que este debería ser.
El apóstol observa además que Dios llamó a los creyentes (una referencia al llamado eficaz y
salvador del Señor; cp. 1:15; 2:9, 21; 3:9) a su gloria eterna en Jesucristo (1:4-7; 4:13; 5:1, 4). La
gloria a la que los santos son llamados la describió Pablo en Filipenses 3:11-14:
Si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos. No que lo haya alcanzado ya,
ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también
asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa
hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a
la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.
El apóstol Juan también describió esto en 1 Juan 3:2-3:
Amados, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que hemos de ser; pero
sabemos que cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es.
Y todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro.
La gloria de los santos será ser semejantes a Jesucristo (Fil. 3:20-21). Debido a ese objetivo, Dios
mismo (personalmente), mientras ellos aún están aquí (y aunque el diablo los ataque) usa el
padecimiento de los creyentes para moldearlos a la imagen de Cristo (cp. 2 Ts. 3:3). Pedro describe
de forma concisa la promesa de ese proceso santificador de maduración espiritual por parte de Dios
con cuatro palabras sinónimas: perfeccione (llevar a la plenitud; cp. Fil. 1:6; He. 2:10; 10:1; Stg.
1:4); afirme (conformar; cp. Sal. 90:17; 119:106; Ro. 15:8; 1 Co. 1:8); fortalezca (robustecer; cp.
Lc. 22:32; 1 Ts. 3:2; 2 Ts. 2:17; 3:3; Stg. 5:8); y establezca (poner como fundamento; cp. Sal. 7:9;
89:2; Is. 9:7; Ro. 16:25; 1 Ts. 3:13). Todos estos términos connotan fuerza e inamovilidad, que Dios
quiere para todos los creyentes mientras enfrentan la batalla espiritual (1 Co. 15:58; 16:13; Ef. 6:10;
2 Ti. 2:1). Él los establece firmemente en la verdad de la revelación divina, donde permanecen en fe
y confianza hasta que comprendan su gloria eterna.
La oración de Pablo por los efesios es coherente con la promesa que Pedro hace aquí:
Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en
amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la
longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo
conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios (Ef. 3:17-19).
ADORACION
A él sea la gloria y el imperio por los siglos de los siglos. Amén. (5:11)
Al contemplar toda la gracia divina mencionada, y abrumado tanto por la idea de santificación y
glorificación como por el deseo de ilustrar una mentalidad de adoración, Pedro irrumpe en una corta
doxología de regocijo porque Dios tiene el imperio sobre todas las cosas por los siglos de los siglos
(cp. 4:11). Aunque ya no da mandatos en esta sección del capítulo, el apóstol sigue ideando el
pensamiento cristiano y una disposición santa, que somete a sus lectores a los líderes espirituales y
los hace humildes delante de Dios para cuando sean exaltados a su debido tiempo. Tal actitud
también echa toda preocupación sobre Dios; ejerce dominio propio, vigilancia y fortaleza contra el
enemigo; manteniendo al mismo tiempo la esperanza de que el proceso de sufrimiento perfeccionará
a los creyentes en la tierra y les producirá recompensa celestial. Además de todas las exhortaciones
de Pedro, y en respuesta a las promesas adheridas a ellas, las mentes de los creyentes deben estar
constantemente llenas con una actitud de alabanza y adoración hacia Dios (1:3-4; 2:9; Sal. 50:23;
96:2; 138:5; 148:13; Is. 24:14; 42:12; 43:21; He. 13:15; Jud. 25; Ap. 4:10-11).
Imperio (kratos) en realidad significa fortaleza, y aquí denota la capacidad de Dios de dominar, de
tener todo en el universo bajo su control soberano e inatacable (cp. Éx. 15:11-12; Job 38:1—41:34;
Sal. 8:3; 66:7; 89:13; 102:25; 103:19; 136:12; Is. 48:13; Jer. 23:24; Mt. 19:26; Ro. 9:21). Ya que Él
tiene todo poder, sabiduría, autoridad y soberanía, es digno de toda la alabanza y de la adoración que
los santos le puedan rendir.
FIDELIDAD
Por conducto de Silvano, a quien tengo por hermano fiel, os he escrito brevemente,
amonestándoos, y testificando que ésta es la verdadera gracia de Dios, en la cual estáis. (5:12)
Esta sección constituye los saludos finales que ilustran varias actitudes más de la mente cristiana.
Aunque Pedro no manda específicamente que sus lectores las exhiban, son evidentes en sus
referencias a otros creyentes.
La lealtad de un compañero siervo de Cristo estaba en la mente del apóstol cuando mencionó a
Silvano, otro nombre para Silas, quien viajó con Pablo (Hch. 15:40; 16:25) y a veces aparece en sus
cartas (2 Co. 1:19; 1 Ts. 1:1; 2 Ts. 1:1). Silas era profeta (Hch. 15:32, 40) y ciudadano romano
(16:37) que fue amanuense o secretario de Pedro para esta carta. Silvano registró las palabras del
apóstol y más tarde entregó la epístola a sus destinatarios (véase el estudio en la introducción). Pedro
lo llama hermano fiel, un modelo de fidelidad en cuanto a la verdad y a la Iglesia, y a Pedro mismo,
como lo indica él mismo en la referencia personal: a quien tengo por hermano fiel.
Pedro también inserta en una frase secundaria un resumen de su propósito: Os he escrito
brevemente, amonestándoos, y testificando que ésta es la verdadera gracia de Dios. ¿Qué puede
él querer decir con esto que no sea referirse a la propia carta, con toda la verdad del evangelio
viniendo a sus lectores y a todos los demás que aman la verdadera, salvadora, santificadora y
glorificadora gracia de Dios? Este es un reconocimiento a la inspiración que en un sentido anticipa
la declaración del apóstol en 2 Pedro 1:20-21: “Entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la
Escritura es de interpretación privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino
que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo”. Allí el apóstol
afirma la inspiración del Antiguo Testamento; aquí habla de su primera carta como la verdad
relacionada con la salvación que Dios proporciona. Pedro escribió como un autor inspirado y
autorizado de “la palabra de Dios que vive y permanece para siempre” (1:23; cp. 2 P. 3:2). Ya que
esto es verdadero, el apóstol exhorta a los creyentes a ser fieles a la verdad de su carta, exclamando:
en la cual estáis. Esto reitera el llamado 5:9 a permanecer firmes en la fe (cp. Ro. 5:1-2).
AMOR
La iglesia que está en Babilonia, elegida juntamente con vosotros, y Marcos mi hijo, os saludan.
Saludaos unos a otros con ósculo de amor. Paz sea con todos vosotros los que estáis en
Jesucristo. Amén. (5:13-14)
Pedro terminó la epístola no mandando la actitud de amor sino ilustrándola personalmente. Su amor
por los creyentes en Roma, desde donde él escribió, se ve en la designación de la iglesia que está en
Babilonia, que es una referencia indirecta a la iglesia en la capital del imperio. Según se observó en
la introducción, Babilonia es posiblemente la palabra de código o nombre alternativo para Roma (cp.
Ap. 14:8 donde Juan usa Babilonia para representar a todo el sistema mundial controlado por el
anticristo; véase también 16:19; 17:5; 18:2, 10, 21). Algunos comentaristas sugieren que Babilonia
resume el vínculo de Roma con las falsas religiones. Pero podría ser mejor entender que al estar
intensificándose la persecución, Pedro fue cuidadoso en no poner en peligro a los cristianos romanos.
Al haber escrito esta carta desde Roma, el apóstol no quiso que el manuscrito se descubriera y que la
iglesia fuera perseguida aún más. Por tanto, no hizo mención a Roma, dejando en ignorancia a
cualquier autoridad curiosa y hostil de que esta carta se originó en la capital imperial.
Los creyentes en Roma demostraron verdadero amor y afecto al enviar sus saludos, como lo hizo
Marcos, a quien Pedro llamó mi hijo, una designación que indica que era el hijo espiritual del
apóstol (como Timoteo lo fue de Pablo). Este es el Juan Marcos mencionado en Hechos 12:12, que
era primo de Bernabé, y quien lo acompañó junto con Pablo a Antioquía y Chipre (12:25; 13:4-5).
Más tarde los abandonó en Perge (13:13), lo que hizo que Pablo se negara a llevarlo en el segundo
viaje misionero del apóstol (15:36-41). Luego Pablo manifestó que Juan Marcos le era útil (2 Ti.
4:11). Marcos también fue el autor del evangelio que lleva su nombre.
Saludaos unos a otros con ósculo de amor es obviamente otro indicador del afecto que los
creyentes deben tener unos por otros. El ósculo santo — hombres a hombres y mujeres a mujeres —
era una señal externa habitual de afecto entre los creyentes en la iglesia primitiva (Ro. 16:16; 1 Co.
16:20; 2 Co. 13:12; 1 Ts. 5:26; cp. Lc. 7:45; 22:47-48).
Pedro terminó su carta con la sencilla declaración: Paz sea con todos vosotros los que estáis en
Jesucristo (cp. Mr. 9:50; Lc. 2:14; Jn. 14:27; 20:19, 21, 26; Ro. 1:7; 5:1; 1 Co. 14:33; 2 Co. 13:11;
Ef. 4:3; Fil. 4:7; Col. 3:15; 2 Ts. 3:16; He. 13:20; Ap. 1:4).
No hay atajo para que una mente cristiana posea las actitudes y los motivos santos que Pedro
esbozó. Estas se perfeccionarán únicamente cuando de manera regular y fiel los creyentes se ponen
bajo la influencia de la predicación, la enseñanza y el estudio de la verdad de Dios, y permiten con
obediencia que su Palabra les cambie los corazones y conforme sus caracteres (Lc. 11:28; Stg. 1:22-
25; cp. Sal.19:7; 119:105; Pr. 6:23; Mr. 4:20; Lc. 6:46-48; Jn. 14:21; 17:17; Ro. 15:4; Col. 3:16; 2 P.
1:2-8; véase también el comentario sobre 2:1-3 en el capítulo 8 de esta obra).
Introducción a 2 Pedro
Algunos ven a 2 Pedro (junto con Judas) como el “rincón sombrío” del Nuevo Testamento. En
consecuencia, esta carta no se predica, estudia, analiza o cita a menudo. Incluso se la ha rechazado en
algunos círculos académicos donde los críticos la descartan como una carta seudónima (falsificada),
indigna de un estudio serio.
Sin embargo, la Iglesia de Jesucristo ignora a esta epístola a su propio riesgo. Después de todo,
Pedro la escribió para ayudar a los creyentes a enfrentar un mundo repleto de engaño espiritual sutil.
Como sabía que su muerte era inminente (1:14), el apóstol quiso recordar a sus lectores las verdades
que ya les había enseñado, de modo que esas verdades siguieran protegiéndoles después de su partida
(v. 15). Pedro también estaba consciente de que la amenaza de los falsos maestros se cernía en el
horizonte, y quiso poner al descubierto a los apóstatas con el fin de expulsar de la iglesia sus
doctrinas demoníacas.
La advertencia de Pedro nunca ha sido más oportuna de lo que es hoy. El rápido avance de los
medios masivos de comunicación, junto con la falta de discernimiento de la Iglesia, han permitido
que el error doctrinal se extienda como reguero de pólvora. Los falsos maestros propagan sus herejías
por medio de televisión, radio, internet, libros, revistas y seminarios, haciendo todo lo posible por
promoverse a sí mismos. En el proceso, sus carnadas atraen multitudes que cambian la verdad por
mentiras arbitrarias (cp. 1 Ti. 1:19; 2 Ti. 2:16-18). Para colmo de males, algunos en la Iglesia
moderna, motivados por el miedo cobarde al rechazo o por ideas equivocadas acerca del amor, son
renuentes a desenmascarar a los apóstatas de la actualidad. En lugar de contrarrestar el error, o bien
lo aceptan o le hacen caso omiso en nombre de la tolerancia.
No obstante, el apóstol Pedro no tuvo reparos en denunciar a los engañadores que amenazaban a su
amada grey. Los reconoció por lo que eran: lobos disfrazados de ovejas (Mt. 7:15; Hch. 20:29) que
se hallan al acecho para devorar a los ignorantes con sus seductoras mentiras. Pedro comprendió que
los falsos maestros son emisarios del infierno y títeres de Satanás, motivados por amor al dinero,
poder, prestigio y protagonismo. Debido a que son maestros del engaño, pregonan con éxito
doctrinas de demonios a almas desprevenidas, comercializando ruina eterna como si fuera vida
eterna.
La única defensa segura contra las tácticas de estos engañadores se encuentra en la verdad de la
Palabra de Dios. Por supuesto que Pedro sabía esto, razón por la cual escribió esta epístola. Como un
verdadero hombre de Dios, le preocupaba mucho proteger a quienes estaban bajo su cuidado
espiritual.
OCASIÓN
Pedro escribió su primera epístola con el fin de consolar e instruir a los creyentes que se enfrentaban
a la amenaza externa de persecución. El apóstol se refiere en esta segunda carta a la amenaza aún
más mortal de los falsos maestros que surgirían dentro de la iglesia. Advirtió a los creyentes que
estuvieran alerta contra las mentiras engañosas de los falsos maestros. La vívida e incisiva
descripción de los herejes y apóstatas que él hace solo es comparable a la de Judas.
Pedro no identificó una herejía específica. Según se indicó antes en “Autor” en la introducción a
1 Pedro, a esta herejía le faltaban las características del gnosticismo del siglo II. Fueran quienes
fueran estos herejes, eran como muchos otros que han negado a Cristo (2:1); que han retorcido las
Escrituras, incluso los escritos de Pablo (3:15-16); que se han ido tras “fábulas artificiosas” (1:16) de
“herejías destructoras” (2:1); que se han burlado de la segunda venida de Cristo (3:4) y del juicio
venidero (3:5-7); que han practicado inmoralidad (2:2, 13-14, 19); que han despreciado la autoridad
(2:10); que han sido arrogantes y vanos (2:18); y que han buscado ganancia material (2:3, 14).
Segunda de Pedro no solo sirve como un reproche muy necesario hacia los falsos maestros de la
época del apóstol, sino que también presenta características comunes a los falsos maestros de todos
los tiempos. A causa de la maldad de vida que fluye de la doctrina hereje, Pedro se enfocó más en la
conducta piadosa que en las enseñanzas específicas que los herejes propagaban. El Señor Jesucristo
manifestó estas palabras:
Por sus frutos los conoceréis. ¿Acaso se recogen uvas de los espinos, o higos de los abrojos? Así,
todo buen árbol da buenos frutos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar
malos frutos, ni el árbol malo dar frutos buenos. Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y
echado en el fuego. Así que, por sus frutos los conoceréis (Mt. 7:16-20).
BOSQUEJO
Saludo (1:1-2)
I. Evitemos la falsa enseñanza comprendiendo la salvación (1:3-11)
A. La salvación la sustenta el poder de Dios (1:3-4)
B. La confirman las gracias cristianas (1:5-7)
C. Resulta en abundante recompensa (1:8-11)
II. Evitemos la falsa enseñanza comprendiendo las Escrituras (1:12-21)
A. Estas se confirman por el testimonio apostólico (1:12-18)
B. Son inspiradas por el Espíritu Santo (1:19-21)
III. Evitemos la falsa enseñanza descubriendo a los falsos maestros (2:1-22)
A. Su infiltración (2:1-3)
B. Su juicio (2:4-10a)
C. Su atrevimiento (2:10b-13a)
D. Su impureza (2:13b-17)
E. Su influencia (2:18-22)
IV. Evitemos la falsa enseñanza comprendiendo el futuro (3:1-18)
A. La certeza del día del Señor (3:1-10)
B. Las implicaciones prácticas del día del Señor (3:11-18)
25. La fe preciosa del creyente. Primera parte:
Origen, sustancia y suficiencia
Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de
nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra: Gracia y paz os
sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús. Como todas las cosas
que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino poder, mediante el
conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio de las cuales nos ha
dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser participantes de la
naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a causa de la
concupiscencia; (1:1-4)
John Murray, uno de los principales teólogos reformados del siglo XX, escribió lo siguiente acerca
del profundo y superlativo significado de la expiación:
El Padre no escatimó a su propio Hijo. No perdonó nada que exigieran los dictados de la rectitud
constante. Y es el trasfondo del consentimiento de su Hijo lo que oímos cuando Él declara: “Pero
no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22:42). ¿Por qué? Fue para que el amor eterno e
invencible pudiera hallar la plena comprensión de su deseo y propósito en la redención por medio
del precio y del poder. El espíritu del Calvario es el amor eterno, y la base de la justicia eterna. Es
el mismo amor manifestado en el misterio de la agonía en Getsemaní y el árbol maldito del
Calvario que envuelven seguridad eterna alrededor del pueblo de Dios. “El que no escatimó ni a
su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas
las cosas?” (Ro. 8:32). “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o
persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada?” (Ro. 8:35). “Por lo cual estoy seguro de
que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo por
venir, ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios,
que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro. 8:38, 39). Esa es la seguridad que una perfecta
expiación ratifica, y es la perfección de la expiación la que la afirma (Redemption—Accomplished
and Applied [Grand Rapids: Eerdmans, 955], p. 78).
Sin lugar a dudas, la redención divina de los pecadores, a fin de dar vida eterna por medio de la obra
expiatoria de su Hijo Jesucristo, es el regalo más precioso de Dios para todos los que creen. Con la
certeza de la salvación a la vista, Pedro empieza su segunda carta enriqueciendo a sus lectores
respecto a tres grandes verdades acerca de la salvación: su origen, su sustancia y su suficiencia.
ORIGEN DE LA SALVACIÓN
Simón Pedro, siervo y apóstol de Jesucristo, a los que habéis alcanzado, por la justicia de
nuestro Dios y Salvador Jesucristo, una fe igualmente preciosa que la nuestra: (1:1)
Según la costumbre de la época, el apóstol empezó su epístola con un saludo tradicional,
identificándose adecuadamente como el autor. Simón, la forma griega del hebreo “Simeón”, el padre
de una de las doce tribus de Israel, era un nombre judío común (cp. Mt. 13:55; 26:6; 27:32; Hch.
1:13; 8:9; 9:43). Pedro es la forma de una palabra griega que significa “roca” (Cefas es su
equivalente arameo; véase Jn. 1:42; 1 Co. 1:12; 3:22; 9:5; 15:5; Gá. 1:18; 2:9, 11, 14). El apóstol usó
ambos nombres con el fin de asegurarse que los destinatarios de la carta supieran exactamente de
parte de quién venía el escrito.
Al identificarse como siervo, Pedro se puso con humildad y gratitud en la posición de sumisión,
deber y obediencia. Algunos de los más grandes líderes en la historia de la redención usaron el título
de siervo (p. ej., Moisés, Dt. 34:5; Sal. 105:26; Mal. 4:4; Josué, Jos. 24:29; David, 2 S. 3:18; Sal.
78:70; todos los profetas, Jer. 44:4; Am. 3:7; Pablo, Ro. 1:1; Fil. 1:1; Tit. 1:1; Santiago, Stg. 1:1;
Judas, Jud. 1), y con el tiempo se convirtió en una designación adecuada para todo creyente (cp.
1 Co. 7:22; Ef. 6:6; Col. 4:12; 2 Ti. 2:24). En los días de Pedro, llamarse por voluntad propia siervo
(doulos, “esclavo”) era rebajarse gravemente en medio de una cultura en la que a los esclavos se les
consideraba no mejores que los animales. Aunque esa práctica podría haber sido socialmente
humillante, era espiritualmente honorable. Era reconocer que se tenía el deber de obedecer al amo,
sin importar el costo. Del sentido en que esto se aplica a los cristianos, William Barclay explica:
(i) Llamar al cristiano [doulos] de Dios quiere decir que es su posesión inalienable. En el mundo
antiguo el amo poseía sus esclavos de la misma manera que poseía sus herramientas. Un siervo
podía cambiar de amo; pero un esclavo no. El cristiano pertenece inalienablemente a Dios.
(ii) El llamar al cristiano [doulos] de Dios quiere decir que está incondicionalmente a su
disposición. En el mundo antiguo, el amo podía hacer lo que quisiera con su esclavo; tenía hasta
poder de vida o muerte sobre él. El cristiano no tiene derechos propios porque se los ha rendido a
Dios.
[(iii)] Llamar al cristiano el doulos de Dios quiere decir que le debe una incuestionable
obediencia. La ley antigua era tal que la orden de un amo era la única ley del esclavo. Incluso si a
un esclavo se le ordenaba hacer algo que violaba la ley, no podía protestar, porque en cuanto a él
se refería, la orden de su amo era la ley. En cualquier situación, el cristiano solo tiene una
pregunta para hacer: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?” La orden de Dios es su única ley.
[(iv)] El llamar al cristiano [doulos] de Dios quiere decir que debe estar constantemente a su
servicio. En el mundo antiguo el esclavo no tenía literalmente tiempo propio, ni vacaciones, ni
ocio. Todo su tiempo pertenecía a su amo. El cristiano no puede, ni deliberada ni
inconscientemente, programar su vida con las horas y las actividades que pertenecen a Dios, y las
horas y actividades en las que puede hacer lo que quiera. El cristiano es necesariamente una
persona cuyos momentos todos está al servicio de Dios (William Barclay, Comentario al Nuevo
Testamento [Barcelona: Editorial Clie, 1999], p. 1015; cursivas en el original).
Aunque Pedro se veía humildemente como siervo, también se presentó con nobleza como un
apóstol de Jesucristo, alguien oficialmente enviado por el mismo Cristo como testigo divinamente
comisionado del Señor resucitado, con autoridad para proclamar la verdad de Cristo (Mt. 10:1; Mr.
3:13; 16:20; Lc. 6:13; Hch. 1:2-9, 22; 1 Co. 9:1; 1 Jn. 1:1; cp. Mt. 28:19-20; Jn. 14:26; 16:13). Al
presentarse en estos términos, Pedro establece un modelo para todos aquellos en el liderazgo
espiritual: el anonimato sumiso y sacrificial de un esclavo, combinado con la dignidad, el significado
y la autoridad de un apóstol.
El apóstol envió esta carta a los mismos cristianos que recibieron la primera. Ellos formaban parte
de los elegidos de Dios esparcidos en las regiones gentiles de “Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y
Bitinia” (1 P. 1:1). Tales creyentes eran gentiles en su mayoría, pero sin duda alguna también había
judíos cristianos entre los destinatarios de la epístola, la cual es muy probable que Pedro escribiera en
el año 67 o 68 d.C., casi un año después de escribir su primera carta (para más detalles, véase la
introducción a 2 Pedro).
La manera en que Pedro describió a sus lectores es teológicamente rica, aunque breve, y señala
hacia la fuente divina de salvación. Habéis alcanzado implica que la salvación de los creyentes es un
regalo. El verbo (lagchanō) significa “obtenido por voluntad divina” o “entregado por medio de
asignación” (como en la práctica bíblica de echar suertes para conocer la voluntad de Dios; cp. Lv.
16:8-10; Jos. 7:14; 1 S. 14:38-43; 1 Cr. 25:8-31; Pr. 16:33; 18:18; Jon. 1:7; Hch. 1:16-26). Es
evidente que se refiere a algo que no se consigue por esfuerzo humano o que se basa en la dignidad
personal, sino que emana del propósito soberano de Dios. Los lectores de Pedro recibieron fe debido
a que Dios en su gracia se la había querido dar (cp. Hch. 11:15-17; Gá. 3:14; Ef. 1:13; Fil. 1:29).
Una fe podría significar aquí la fe objetiva, como en las doctrinas de la fe cristiana, o podría denotar
creencia subjetiva. Pero lo mejor es entenderla en este contexto sin el artículo definido (en contraste a
Judas 3) como fe subjetiva, el poder del cristiano para creer el evangelio de salvación. Aunque creer
en el evangelio se ordena a todos, de modo que todos son responsables por su obediencia o
desobediencia (y en ese sentido este es el lado humano de la salvación), Dios aún debe conceder
sobrenaturalmente a los pecadores la habilidad y el poder de creer para salvación (Ef. 2:8-9; cp. 6:23;
Ro. 12:3; 1 Co. 2:5). Pedro comenzó su primera epístola escribiendo acerca de la decisión y la
elección divina en la salvación, mientras que aquí se refiere a la respuesta humana de fe. La
soberanía de Dios y la responsabilidad humana forman los elementos esenciales de la salvación. Solo
cuando el Espíritu Santo aviva el alma muerta de alguien en respuesta a escuchar o leer el evangelio,
a esto se llama fe salvadora iniciada de modo que el pecador pueda aceptar la redención (cp. Hch.
11:21; 16:14).
Otra evidencia de que la fe aquí es subjetiva viene de la descripción que Pedro hace de la fe de sus
lectores como igualmente preciosa que la nuestra. La palabra traducida igualmente (isotimon)
significa “del mismo valor”, o “de igual privilegio”. Designa aquello que es igual en rango, posición,
honor, prestigio, precio o valor. Esto no tendría sentido si se refiriera al objeto de la verdad del
evangelio, ya que esa verdad no tiene igual. Cada creyente ha recibido fe como un don personal, una
fe que es la misma en naturaleza, el precioso regalo de Dios que produce iguales privilegios
espirituales en salvación para todos los que la reciben (cp. Jn. 17:20; Hch. 11:15-17; 13:39). Dentro
de los fieles, Dios no ve distinciones entre cristianos; como Pablo escribió: “Ya no hay judío ni
griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo
Jesús” (Gá. 3:28; cp. v. 26; Ro. 10:12-13).
Todos los elegidos han recibido como un don la fe que salva. Efesios 2:8-9 declara: “Porque por
gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para
que nadie se gloríe”. Estos versículos tienen profundo significado y aplicación trascendental.
Nuestra respuesta en la salvación es la fe, pero ni siquiera esto es de nosotros, pues es don de
Dios. La fe no es algo que ejercemos en nuestro propio poder o con nuestros propios recursos. En
primer lugar, no tenemos poder ni recursos adecuados para ello. Además de esto, Dios preferiría
que no confiásemos en tales cosas aun si las tuviéramos. De otro modo la salvación sería en parte
por nuestras propias obras, y tendríamos alguna razón para jactarnos de nosotros mismos. Pablo
se propone hacer énfasis en que hasta la fe es ajena para nosotros mientras no sea dada por Dios.
Algunos han objetado esta interpretación diciendo que la fe (pistis) tiene declinación femenina,
mientras que esto (touto) es neutro. Lo cierto es que no hay problema en ello mientras se entienda
que la palabra esto no se refiere con exactitud al sustantivo fe sino al acto de creer. Además, esta
interpretación pone el mejor sentido al texto porque si esto se refiere a por gracia sois salvos (es
decir, a la declaración completa), la adición de y esto no de vosotros, pues es don de Dios sería
redundante, porque gracia se define como un acto que Dios realiza a nuestro favor sin merecerlo.
Si la salvación es por gracia, tiene que ser un regalo inmerecido de Dios. La fe es presentada
como un regalo de Dios en 2 Pedro 1:1, Filipenses 1:29 y Hechos 3:16…
Al aceptar la obra consumada de Cristo a nuestro favor, actuamos por la fe suministrada por la
gracia de Dios. Ese es el acto supremo de fe humana, el acto que a pesar de ser nuestro, tiene su
razón de ser en Dios porque es su don dado a nosotros por gracia. Cuando una persona se ahoga
y deja de respirar, no hay nada que pueda hacer en absoluto. Para que pueda respirar de nuevo es
indispensable que otra persona le inicie la respiración. Una persona que está muerta
espiritualmente no puede tan siquiera tomar una decisión de fe a no ser que Dios primero le
infunda el aliento de vida espiritual. La fe es el simple acto de respirar el oxígeno suministrado
por la gracia de Dios. Por esa razón somos responsables de ejercerla y también de las
consecuencias que trae el no hacerlo (cp. Jn. 5:40) (John MacArthur, Comentario MacArthur del
Nuevo Testamento: Gálatas, Efesios [Grand Rapids: Portavoz, 2010], pp. 86-87).
Lo más probable es que Pedro usa el pronombre nuestra porque tenía en mente el conflicto entre
judíos y gentiles en la Iglesia. El libro de Hechos registra que el apóstol estaba muy relacionado con
ese tema en los primeros días de la Iglesia. Él explicó a hermanos judíos separatistas su encuentro
con la casa del gentil Cornelio:
Entonces comenzó Pedro a contarles por orden lo sucedido, diciendo: Estaba yo en la ciudad de
Jope orando, y vi en éxtasis una visión; algo semejante a un gran lienzo que descendía, que por
las cuatro puntas era bajado del cielo y venía hasta mí. Cuando fijé en él los ojos, consideré y vi
cuadrúpedos terrestres, y fieras, y reptiles, y aves del cielo. Y oí una voz que me decía: Levántate,
Pedro, mata y come. Y dije: Señor, no; porque ninguna cosa común o inmunda entró jamás en mi
boca. Entonces la voz me respondió del cielo por segunda vez: Lo que Dios limpió, no lo llames
tú común. Y esto se hizo tres veces, y volvió todo a ser llevado arriba al cielo. Y he aquí, luego
llegaron tres hombres a la casa donde yo estaba, enviados a mí desde Cesarea. Y el Espíritu me
dijo que fuese con ellos sin dudar. Fueron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en
casa de un varón, quien nos contó cómo había visto en su casa un ángel, que se puso en pie y le
dijo: Envía hombres a Jope, y haz venir a Simón, el que tiene por sobrenombre Pedro; él te
hablará palabras por las cuales serás salvo tú, y toda tu casa. Y cuando comencé a hablar, cayó
el Espíritu Santo sobre ellos también, como sobre nosotros al principio. Entonces me acordé de
lo dicho por el Señor, cuando dijo: Juan ciertamente bautizó en agua, mas vosotros seréis
bautizados con el Espíritu Santo. Si Dios, pues, les concedió también el mismo don que a
nosotros que hemos creído en el Señor Jesucristo, ¿quién era yo que pudiese estorbar a Dios?
(Hch. 11:4-17; cp. 10:1-48).
Pedro reiteró en el concilio de Jerusalén la verdad de que Dios no tiene favoritos en cuanto a la
salvación y a los privilegios espirituales de judíos y gentiles:
Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían creído, se levantaron diciendo: Es necesario
circuncidarlos, y mandarles que guarden la ley de Moisés. Y se reunieron los apóstoles y los
ancianos para conocer de este asunto. Y después de mucha discusión, Pedro se levantó y les dijo:
Varones hermanos, vosotros sabéis cómo ya hace algún tiempo que Dios escogió que los gentiles
oyesen por mi boca la palabra del evangelio y creyesen. Y Dios, que conoce los corazones, les
dio testimonio, dándoles el Espíritu Santo lo mismo que a nosotros; y ninguna diferencia hizo
entre nosotros y ellos, purificando por la fe sus corazones. Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios,
poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos
podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo
que ellos (Hch. 15:5-11).
Por tanto, no debería sorprender que Pedro se refiriera aquí a esa misma verdad. Entre sus elegidos
Dios no tiene favoritismos basados en origen étnico; Él brinda a todos los cristianos la misma fe
salvadora con todos sus privilegios (cp. Ef. 2:11-18; 4:5).
La fe salvadora de los creyentes está disponible debido a la justicia de… Jesucristo. Los pecadores
reciben vida eterna porque el Salvador les atribuye su justicia perfecta (2 Co. 5:21; Fil. 3:8-9; 1 P.
2:24), cubriéndoles sus pecados y haciéndolos aceptables ante Él. Romanos 4:4-8 declara:
Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra,
sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia. Como también David
habla de la bienaventuranza del hombre a quien Dios atribuye justicia sin obras, diciendo:
Bienaventurados aquellos cuyas iniquidades son perdonadas, y cuyos pecados son cubiertos.
Bienaventurado el varón a quien el Señor no inculpa de pecado (cp. Hch. 13:38-39).
Esta doctrina tan importante de la justicia atribuida está en el mismo corazón del evangelio cristiano.
La salvación es un regalo de parte de Dios en todos los aspectos. Tanto la fe para creer como la
justicia para satisfacer la santidad de Dios provienen de Él. Cristo llevó en la cruz la ira de Dios
contra todos los pecados de aquellos que habrían de creer (2 Co. 5:18-19). Tales pecados fueron
imputados a Cristo para que Dios pudiera imputar a los creyentes toda la justicia que era de Él. Su
justicia cubre por completo a los redimidos, tal como lo expresó de manera hermosa el profeta Isaías:
“En gran manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me vistió con
vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia, como a novio me atavió, y como a novia
adornada con sus joyas” (Is. 61:10).
Cabe señalar que Pedro no se refiere aquí a Dios nuestro Padre sino a nuestro Dios y Salvador
Jesucristo. Aquí la justicia procede del Padre, pero alcanza a todo creyente a través del Hijo,
Jesucristo (cp. Gá. 3:8-11; Fil. 3:8-9). La construcción griega pone un solo artículo antes de la frase
Dios y Salvador, lo cual hace que ambos términos se refieran a la misma persona. Por tanto, Pedro
identifica a Jesús, no solo como Salvador sino también como Dios (cp. 1:11; 2:20; 3:2, 18; Is. 43:3,
11; 45:15, 21; 60:16; Ro. 9:5; Col. 2:9; Tit. 2:13; He. 1:8), el autor e instrumento de la salvación. El
apóstol clarificó la misma relación en su sermón de Pentecostés en que tomó la verdad de Dios del
Antiguo Testamento y la aplicó a Jesús (Hch. 2:21-36; cp. Mt. 1:21; Hch. 4:12; 5:31).
SUSTANCIA DE LA SALVACIÓN
Gracia y paz os sean multiplicadas, en el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús. (1:2)
En la versión de Pedro de este saludo familiar recuerda a sus lectores que los verdaderos santos viven
en el reino de gracia y paz, tal como el apóstol Pablo enseñó a los cristianos romanos: “Justificados,
pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo; por quien también
tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos gloriamos en la esperanza de
la gloria de Dios” (Ro. 5:1-2). Dios quiere que la sustancia de la salvación de gracia y paz sean
multiplicadas, es decir, que llegue a sus hijos en raudales interminables y abundantes. Declaraciones
similares llenan las epístolas (p. ej., 1 Co. 1:3; 2 Co. 1:2; Gá. 1:3; Ef. 1:2). La gracia (charis) es un
favor gratuito e inmerecido de parte de Dios hacia los pecadores, que otorga a quienes creen en el
evangelio perdón total y eterno a través del Señor Jesucristo (Ro. 3:24; Ef. 1:7; Tit. 3:7). Paz (eirēnē)
con Dios y de parte de Él en todas las circunstancias de la vida es el efecto de la gracia (Ef. 2:14-15;
Col. 1:20), que se deriva del perdón que Dios ha concedido a todos los elegidos (cp. Sal. 85:8; Is.
26:12; 2 Ts. 3:16). “Gracia sobre gracia” (Jn. 1:16) es una expresión que define el flujo ilimitado de
favor divino, mientras que la paz viene con tal plenitud que es divina y está más allá del
entendimiento humano (Jn. 14:27; Fil. 4:7). Los creyentes reciben gracia incomparable por cada
pecado (Sal. 84:11; Hch. 4:33; 2 Co. 9:8; 12:9; He. 4:16) y paz abundante por cada prueba (Jn.
14:27; 16:33).
Toda esta gracia y paz vienen en (a través de) el conocimiento de Dios y de nuestro Señor Jesús.
Estos elementos no están disponibles para quienes no conocen ni aceptan de todo corazón el
evangelio. Conocimiento (epignōsis; cp. 1:8; 2:20) es una forma reforzada de la palabra griega
básica para “conocimiento” (gnōsis; cp. 1:5, 6; 3:18). Transmite la idea de una sabiduría plena y
abundante a través del conocimiento en que participa cierto grado de entendimiento íntimo acerca de
un tema específico (cp. Ro.3:20; 10:2; Ef. 1:17). La sustancia de la salvación de alguien es este tipo
de conocimiento racional y objetivo de Dios por medio de su Palabra (cp. Jn. 8:32; 14:6; 17:17; 2 Jn.
2). Este concepto fundamental del conocimiento pertenecía ante todo al Antiguo Testamento (cp. Éx.
5:2; Jue. 2:10; 1 S. 2:12; Pr. 2:5; Os. 2:20; 5:4). Pablo usó a menudo la misma palabra en relación
con la verdad divina (Ef. 1:17; 4:13; Fil. 1:9; Col. 1:9, 10; 2:2; 3:10; 1 Ti. 2:4; 2 Ti. 2:25; 3:7; Tit.
1:1). El conocimiento que produce salvación no se deriva de sentimientos, intuición, emoción o
experiencia personal sino únicamente de la verdad revelada y basada en el evangelio predicado en la
Palabra y procedente de ella: “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Ro. 10:17;
cp. v. 14).
La salvación requiere un conocimiento verdadero de la persona y la obra de Jesucristo (cp. Gá. 2:20;
Fil. 3:10). Involucra no el simple conocimiento de la verdad acerca de Él sino conocerlo de veras por
medio de la verdad de su Palabra (cp. Jn. 20:30-31; 21:24; 2 Ti. 3:15-17; 1 Jn. 5:11-13). De ahí que
Pedro concluyera esta carta exhortando a sus lectores creyentes, quienes ya poseían tal conocimiento
salvador para crecer “en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo” (3:18).
Conocer al Señor al ser salvos es el punto de partida. El resto de la vida del creyente es una búsqueda
de mayor conocimiento de la gloria y la gracia del Señor. Pablo manifestó que esa era su búsqueda
apasionada, “a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus
padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:10). El apóstol también dejó en
claro que estar consumido con la gloria de su Señor era el medio por el cual el Espíritu Santo lo
transformó en la semejanza a Cristo (2 Co. 3:18).
SUFICIENCIA DE LA SALVACIÓN
Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad nos han sido dadas por su divino
poder, mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, por medio
de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas llegaseis a ser
participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay en el mundo a
causa de la concupiscencia; (1:3-4)
En 2 Corintios 9:8 el apóstol Pablo hace una asombrosa declaración acerca de la abrumadora y
generosa suficiencia de la salvación de Dios: “Poderoso es Dios para hacer que abunde en vosotros
toda gracia, a fin de que, teniendo siempre en todas las cosas todo lo suficiente, abundéis para toda
buena obra”. La palabra traducida “suficiente” (autarkeia) se refiere a autosuficiencia, lo que
significa tener todo lo necesario. Además significa ser independiente de circunstancias externas y de
lo que las fuentes externas pueden proveer. Los recursos espirituales de los creyentes,
proporcionados generosamente por la gracia divina, son suficientes para satisfacer las demandas de la
vida (Fil. 4:19; cp. 2 Cr. 31:10).
Pero a pesar de la revelación de Dios en cuanto a su tremenda generosidad (cp. 1 Cr. 29:10-14), a
menudo los cristianos creen que de alguna manera Él fue tacaño en la dispensación de su gracia. Dios
puede haberles dado suficiente gracia para permitirles la justificación (Ro. 3:24), pero no suficiente
para la santificación. O a su vez a algunos creyentes les han enseñado que recibieron suficiente gracia
para la justificación y la santificación, pero no suficiente para la glorificación, y por tanto temen
perder la salvación. Incluso si creen que hay suficiente gracia para la glorificación final, muchos
cristianos aún sienten que no hay suficiente para poder tratar con los problemas y pruebas de sus
vidas. Sin embargo, no existe razón alguna para que algún creyente dude de la suficiencia de la
gracia de Dios o para que busque recursos espirituales en otra parte (cp. Éx. 34:6; Sal. 42:8; 84:11;
103:11; 107:8; 121:1-8; Lm. 3:22-23; Jn. 1:16; 10:10; Ro. 5:15, 20-21; 8:16-17, 32; 1 Co. 2:9; 3:21-
23; Ef. 1:3-8; 2:4-7; 3:17-19; 1 P. 5:7). Pablo amonestó a los colosenses:
Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías y huecas sutilezas, según las tradiciones de
los hombres, conforme a los rudimentos del mundo, y no según Cristo. Porque en él habita
corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza
de todo principado y potestad (Col. 2:8-10).
Jesús comparó a la salvación con una fiesta de bodas: “El reino de los cielos es semejante a un rey
que hizo fiesta de bodas a su hijo… He aquí, he preparado mi comida; mis toros y animales
engordados han sido muertos, y todo está dispuesto; venid a las bodas” (Mt. 22:2, 4; cp. Lc. 15:17-
24; Ap. 19:6-9). Él usó esa analogía porque en la cultura judía del siglo I la fiesta de bodas
representaba una celebración generosa. De igual manera, cuando Jesús redimió a los suyos Dios
dispensó con generosidad a través de la morada del Espíritu Santo toda la gracia y recursos
espirituales (Ro. 12:5-8; 1 Co. 12:8-10; Ef. 3:20-21) que los creyentes necesitarían. Pedro recordó a
sus lectores cuatro componentes esenciales de la realidad de la salvación suficiente a su disposición:
poder divino, provisión divina, adquisición divina y promesas divinas.
PODER DIVINO
nos han sido dadas por su divino poder, (1:3b)
Cualquiera que sea la suficiencia espiritual que tengan los creyentes, esta no se debe a ningún poder
que posean dentro de sí mismos (cp. Mt. 19:26; Ro. 9:20-21; Ef. 1:19; Fil. 3:7-11; 1 Ti. 1:12-16; Tit.
3:5) sino que se deriva del divino poder. Pablo lo expresó de esta manera: “Al que puede hacer
muchísimo más que todo lo que podamos imaginarnos o pedir, por el poder que obra eficazmente en
nosotros” (Ef. 3:20, NVI). El poder que actúa en los creyentes es de la misma naturaleza divina del
que resucitó a Cristo (cp. Ro. 1:4; 1 Co. 6:14; 15:16-17; 2 Co. 13:4; Col. 2:12). Ese poder permite a
los santos hacer obras que agradan y glorifican a Dios (cp. 1 Co. 3:6-8; Ef. 3:7), así como lograr
propósitos espirituales que ellos ni siquiera pueden imaginarse (véase otra vez Ef. 3:20).
El pronombre posesivo su se refiere al Señor Jesús. Si el pronombre personal modificara a Dios, es
probable que Pedro no hubiera usado la palabra descriptiva divino, ya que la deidad está intrínseca
en el nombre de Dios. El uso que el apóstol hace de divino con relación al Hijo resalta que Jesús es
verdaderamente Dios (cp. Jn. 10:30; 12:45; Fil. 2:6; Col. 1:16; 2:9; He. 1:3) y además refuta
cualquier duda persistente que algunos lectores puedan haber tenido respecto a esa realidad (cp. 1 Jn.
5:20). Pedro mismo había sido testigo del poder divino de Cristo (1:16; cp. Mr. 5:30; Lc. 4:14; 5:17).
La provisión de poder espiritual (bendiciones espirituales) que Dios hace a los creyentes nunca se
corta. Ellos podrían distanciarse de la fuente divina por medio del pecado, o no ministrar y no utilizar
lo que está disponible, pero desde el momento en que experimentan fe en Jesucristo, tales
bendiciones espirituales les han sido dadas por parte de Dios para fortalecerlos. Han sido dadas
(dedōrēmenēs) es un pasivo perfecto, que significa que en el pasado, con -resultados continuos en el
presente, Dios otorgó de manera permanente su poder a los creyentes.
PROVISIÓN DIVINA
Como todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad (1:3a)
A causa de sus constantes pecados y fracasos como cristianos, a muchos de ellos les resulta difícil no
pensar en que incluso después de la salvación se ha perdido algo en el proceso de santificación. Esta
incorrecta idea hace que los creyentes busquen “segundas bendiciones”, “bautismos espirituales”,
lenguas, experiencias místicas, visiones psicológicas especiales, revelaciones privadas,
“autocrucifixión”, la “vida más profunda”, emociones aumentadas, ataduras de demonios, y
combinaciones de varias de estas características en un intento por lograr lo que supuestamente se ha
perdido de sus recursos espirituales. Toda clase de ignorancia y tergiversación de las Escrituras
acompaña a esas actividades insensatas, que en sus raíces corruptas son fallas en entender
exactamente lo que Pedro afirma aquí. Los cristianos han recibido todas las cosas en forma del poder
divino que se necesita con el fin de prepararlos para la santificación, no les falta nada en absoluto. En
vista de tal realidad, el Señor responsabiliza a todos los creyentes por obedecer todos los mandatos de
la Biblia. Los cristianos no pueden afirmar que sus pecados y fracasos son consecuencia de la
provisión limitada de Dios. No hay tentación ni asalto de Satanás y sus demonios que esté más allá
de los recursos que los cristianos poseen para vencer (1 Co. 10:13; 12:13; 1 P. 5:10). A fin de resaltar
la magnitud del poder divino dado a cada creyente, Pedro hace la asombrosa declaración de que los
santos han recibido de parte de Dios todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad.
Sintácticamente, el término todas las cosas está en la posición enfática porque el Espíritu Santo está
resaltando a través de Pedro la magnitud de la autosuficiencia de los creyentes.
El gran poder que dio vida espiritual a los cristianos sustentará esa vida en toda su plenitud. Sin
pedir más, ellos ya tienen todos los recursos espirituales que necesitan para perseverar en una vida
santa. La vida y la piedad definen el ámbito de la santificación, la vivencia de la vida cristiana para
la gloria de Dios: que se halla entre la salvación inicial y la glorificación final. Con la dádiva de la
nueva vida en Cristo (Jn. 3:15-16; 5:24; 6:47; Tit. 3:7; 1 Jn. 2:25) vino todo lo relacionado para la
conservación de esa vida, todo el trayecto hacia la glorificación. Es por eso que los creyentes están
eternamente seguros (Jn. 6:35-40; 10:28-29; 2 Co. 5:1; 1 Jn. 5:13; Jud. 1, 24-25) y se les puede
asegurar que Dios les dará poder para perseverar hasta el final (Mt. 24:13; Jn. 8:31; He. 3:6, 14;
Ap. 2:10), a través de toda tentación, pecado, fracaso, vicisitud, lucha y pruebas de la vida.
La palabra traducida piedad (eusebeia) engloba tanto la verdadera reverencia en adoración como su
compañía, la obediencia activa. Los santos nunca deberían cuestionar la suficiencia de Dios, porque
su gracia que es tan poderosa para salvar es igualmente poderosa para sustentarlos y darles la
posibilidad de llevar una conducta recta (Ro. 8:29-30; Fil. 1:6).
ADQUISICIÓN DIVINA
mediante el conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia, (1:3c)
Después de tener en cuenta el poder divino y la provisión divina a disposición de los cristianos, surge
entonces la pregunta: “¿Cómo se experimentan esas verdades en toda plenitud?” El apóstol indica
que esto se hace mediante el conocimiento de Jesús. Conocimiento (epignōsis) se refiere al
discernimiento que es profundo y verdadero. La palabra se usa a veces de manera intercambiable con
el término más básico gnōsis, que simplemente significa conocimiento. Pero Pedro se está refiriendo
a algo más que a un conocimiento superficial de la vida, muerte y resurrección de Jesús. Cristo
mismo advirtió del peligro de un conocimiento inadecuado de Él, incluso por parte de quienes
ministran en su nombre:
No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la
voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no
profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos
muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de
maldad (Mt. 7:21-23; cp. Lc. 6:46).
El conocimiento salvador personal del Señor es el punto de partida obvio para los creyentes, y al
igual que ocurre con todo en la vida cristiana, viene de aquel que los llamó (Jn. 3:27; Ro. 2:4; 1 Co.
4:7; cp. Jon. 2:9). Teológicamente, el llamado de Dios comprende dos aspectos: el llamado general y
el llamado eficaz. El teólogo Charles M. Horne define así estos dos aspectos de manera resumida:
El llamado general es una invitación que viene por medio de la predicación del evangelio: es un
llamado que incita a los pecadores a aceptar la salvación. “En el último y gran día de la
fiesta, Jesús se puso en pie y alzó la voz, diciendo: Si alguno tiene sed, venga a mí y beba” (Jn
7:37; cp. Mt 11:28; Is 45:22; etc.).
Este mensaje (kerygma), que debe ser proclamado con autoridad — no debatido de forma
opcional — contiene tres elementos esenciales: (1) Es un relato de hechos históricos, una
proclama histórica: Cristo murió, fue enterrado, y resucitó (1 Co 15:3-4). (2) Es una interpretación
confiable de esos eventos, una evaluación teológica. Cristo murió por nuestros pecados. (3) Es
una oferta de salvación para todo el que la desee, una convocatoria ética. ¡Arrepiéntanse! ¡Crean!
El llamado general se debe ofrecer de manera gratuita y universal. “Jesús se acercó… diciendo:
Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las
naciones” (Mt 28:18-19).
El llamado eficaz es activo; es decir, siempre resulta en salvación. Se trata de una invitación
creativa que acompaña a la predicación externa del evangelio; está investida con el poder para
entregar el destino divinamente previsto. “Llama poderosamente la atención que en el Nuevo
Testamento el término para llamado, cuando se usa de modo específico con referencia a la
salvación, se aplica de manera casi uniforme, no a la invitación universal del evangelio sino al
llamamiento que lleva a los hombres a un estado de salvación y que, por tanto, es eficaz” (John
Murray, Redemption—Accomplished and Applied [Grand Rapids: Eerdmans, 1955], p. 88).
Quizás el pasaje clásico sobre el llamado eficaz se encuentra en Romanos 8:30: “Y a los que
predestinó, a éstos también llamó”. Otras referencias pertinentes incluyen: Romanos 1:6-7;
1 Corintios 1:9, 26; 2 Pedro 1:10.
El llamado eficaz es inmutable, asegurando así nuestra perseverancia. “Porque irrevocables son
los dones y el llamamiento de Dios” (Ro 11:29). (Salvation [Chicago: Moody, 1971], pp. 47-48;
cursivas en el original. Véase también estas otras referencias del Nuevo Testamento: Jn. 1:12-13;
3:3-8; 6:37, 44-45, 64-65; Hch. 16:14; Ef. 2:1, 5, 10; Col. 2:13; 1 Ts. 1:4-5; 2 Ti. 1:9; Tit. 3:5).
Como en todos los aspectos de este llamado en las epístolas, el uso que Pedro hace aquí de llamó se
refiere claramente al llamado eficaz e irresistible hacia la salvación.
Dios lleva a cabo su llamado salvador por medio de la majestad revelada de su propio Hijo. Los
pecadores son atraídos por la gloria y la excelencia de Jesucristo. En la Biblia gloria siempre
pertenece solo a Dios (cp. Éx. 15:11; Dt. 28:58; Sal. 8:1; 19:1; 57:5; 93:1; 104:1; 138:5; 145:5; Is.
6:3; 42:8, 12; 48:11; 59:19; He. 1:3; Ap. 21:11, 23). Por eso cuando los pecadores ven la gloria de
Cristo están presenciando la deidad de Él (cp. Lc. 9:27-36; Jn. 1:3-5, 14). A menos que a -través de la
predicación del evangelio (Ro. 10:14-17) comprendan quién es Cristo (el glorioso Hijo de Dios que
es Salvador; cp. Jn. 20:30-31; 2 P. 1:16-18), y que entiendan la necesidad que tienen de
arrepentimiento, a fin de llegar a Jesús en fe, suplicando salvación, los pecadores no pueden escapar
al infierno y entrar al cielo.
Por tanto, cuando Dios atrae a los pecadores hacia sí mismo, ellos no solo ven la gloria de Cristo
como Dios, sino también su excelencia como hombre. Eso se refiere a la vida moralmente virtuosa
de Jesús y a su perfecta humanidad (cp. Mt. 20:28; Lc. 2:52; 22:27; 2 Co. 8:9; Fil. 2:7; He. 2:17;
4:15; 7:26; 1 P. 2:21-23; 1 Jn. 3:3). Todas las bendiciones de la salvación, el poder y la provisión
llegan solo a quienes ven y creen las palabras y los hechos del inmaculado Hombre/Dios (cp. Jn.
14:7-10; Hch. 2:22; 1 Co. 15:47; 1 Jn. 1:1-2; 5:20).
PROMESAS DIVINAS
por medio de las cuales nos ha dado preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas
llegaseis a ser participantes de la naturaleza divina, habiendo huido de la corrupción que hay
en el mundo a causa de la concupiscencia; (1:4)
La gloria de Cristo como Dios y su excelencia como el Hombre perfecto atraen a las personas a una
relación salvadora con Él. Por medio de estos atributos de gloria y excelencia Jesús ha logrado todo
lo que es necesario para la salvación de los creyentes, por lo que Él también les ha dado sus
preciosas y grandísimas promesas. El término traducido ha dado viene del mismo verbo
(dōreomai) que aparece en el versículo 3, de nuevo en el tiempo perfecto, describiendo acción pasada
con efectos continuos.
Pedro describe todas las promesas de la salvación en Cristo como preciosas (timios) y grandísimas
(megistos), que respectivamente significan “valiosas” y “más grandes”. Estas palabras incluyen todas
las promesas divinas para los propios hijos de Dios contenidas tanto en el Antiguo Testamento como
en el Nuevo (cp. 2 Co. 7:1), tales como: la vida espiritual (Ro. 8:9-13), la vida de resurrección (Jn.
11:25; 1 Co. 15:21-23), el Espíritu Santo (Hch. 2:33; Ef. 1:13), gracia abundante (Jn. 10:10; Ro.
5:15, 20; Ef. 1:7), gozo (Sal. 132:16; Gá. 5:22), fortaleza (Sal. 18:32; Is. 40:31), guía (Jn. 16:13),
ayuda (Is. 41:10, 13-14), instrucción (Sal. 32:8; Jn. 14:26), sabiduría (Pr. 2:6-8; Ef. 1:17-18; Stg. 1:5;
3:17), cielo (Jn. 14:1-3; 2 P. 3:13), recompensas eternas (1 Ti. 4:8; Stg. 1:12).
El Señor concede todas estas promesas para que por medio de ellas los creyentes lleguen a ser
totalmente participantes de la naturaleza divina. En primer lugar, el hecho de llegar a ser no está
concebido para presentar simplemente una posibilidad futura, sino una certeza actual. El verbo se
basa en todo lo que Pedro ha escrito. Él ha declarado que en la salvación los santos son -llamados
eficazmente por parte de Dios mediante el verdadero conocimiento de la gloria y la excelencia de
Cristo, y por tanto los creyentes reciben todo lo relacionado con la vida y la bondad, así como
promesas espirituales de valor incalculable. Es por todo eso que ellos pueden llegar a ser, aquí y
ahora, poseedores de la propia vida eterna de Dios (cp. Jn. 1:12; Ro. 8:9; Gá. 2:20; Col. 1:27). A
menudo participantes (koinōnos) se traduce “comunión”, y significa “partícipe” o “socio”. Los
creyentes son en esta vida socios de la misma vida que le pertenece a Dios (Col. 3:3; 1 Jn. 5:11; cp.
Jn. 6:48-51).
De aquello en que los creyentes participan Pedro cambia a aquello en que no forman parte: la
corrupción que hay en el mundo a causa de la concupiscencia. Quienes participan de la vida
eterna de Dios y Cristo han huido completamente de los efectos del pecado (Fil. 3:20-21; 1 Jn. 3:2-3;
cp. Tit. 1:2; Stg. 1:12; 1 Jn. 2:25; Ap. 2:10b-11). Corrupción (phthora) denota un organismo en
descomposición o putrefacción, con su hedor acompañante. La descomposición moral del mundo
está motivada por la concupiscencia (epithumia), o “deseos de la carne” (1 Jn. 2:16; cp. Ef. 2:3;
4:22). Habiendo huido describe una lucha triunfante del peligro, en este caso los efectos de la propia
naturaleza, la pecaminosidad del mundo en decadencia, y su destrucción final (cp. Fil. 3:20-21; 1 Ts.
5:4, 9-10; Ap. 20:6). En la glorificación los creyentes serán redimidos totalmente, por lo que tienen
vida eterna en santidad perfecta en un nuevo cielo y una nueva tierra donde ningún pecado o ninguna
corrupción existirán alguna vez (cp. Ap. 21:1-4; 22:1-5).
Cabe señalar que Pedro toma de la terminología de la religión mística panteísta que pide a sus
adherentes reconocer la naturaleza divina dentro de ellos y perderse entre la esencia de los dioses.
Los falsos maestros antiguos (los gnósticos) y los más recientes (místicos orientales y todo tipo de
gurús de la Nueva Era) a menudo han resaltado la importancia de obtener personalmente
conocimiento trascendental. Sin embargo, el apóstol Pedro destacó a sus lectores la necesidad de
reconocer que solo naciendo espiritualmente de nuevo (Jn. 3:3; Stg. 1:18; 1 P. 1:23) se puede obtener
el verdadero conocimiento divino, vivir de forma justa como hijos de Dios (Ro. 8:11-15; Gá. 2:20), y
así participar de la naturaleza de Dios (cp. 2 Co. 5:17). Los falsos profetas de la época de Pedro
creían que el conocimiento trascendental elevaba a las personas por encima de cualquier necesidad
de moral. Pedro el apóstol respondió a esa idea asegurando que el verdadero conocimiento de Dios
por medio de Cristo da a los creyentes todo lo que necesitan para llevar vidas como Dios manda (cp.
2 Ti. 3:16-17).
vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a vuestra fe virtud; a la
virtud, conocimiento; al conocimiento, dominio propio; al dominio propio, paciencia; a la
paciencia, piedad; a la piedad, afecto fraternal; y al afecto fraternal, amor. Porque si estas
cosas están en vosotros, y abundan, no os dejarán estar ociosos ni sin fruto en cuanto al
conocimiento de nuestro Señor Jesucristo. Pero el que no tiene estas cosas tiene la vista muy
corta; es ciego, habiendo olvidado la purificación de sus antiguos pecados. Por lo cual,
hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas
cosas, no caeréis jamás. Porque de esta manera os será otorgada amplia y generosa entrada en
el reino eterno de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. (1:5-11)
La doctrina de la seguridad, preservación o perseverancia eternas de los santos es el hecho objetivo,
revelado por el Espíritu, de que la salvación es perpetua, mientras que la convicción es la confianza
subjetiva de los creyentes, dada por el Espíritu, de que poseen realmente dicha salvación eterna.
Aunque tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento hablan mucho sobre la seguridad (p. ej., Job
19:25; Is. 32:17; Col. 2:2; 1 Ts. 1:4-5; He. 6:11; 10:22), muchos que profesan a Jesucristo luchan por
experimentarla. Eso hace surgir la obvia pregunta de por qué algunos cristianos no tienen seguridad.
Parece que hay una combinación de varias razones por las cuales los creyentes dudan de su
salvación. Aunque en cierto modo esta división es artificial, debido a que las razones se superponen,
sigue siendo útil revisarlas.
Primera, algunos no tienen seguridad porque se hallan bajo una predicación exigente, de
confrontación y condenatoria de la ley que mantiene un elevado nivel de justicia, obliga a las
personas a reconocer sus pecados, y les hace sentir el peso de su pecado y del desagrado de Dios. Tal
predicación podría alterar en gran manera a algunos oyentes y les haría vacilar en cuanto a su
condición -espiritual. El púlpito que cuenta con fuerte confrontación no siempre equilibra ese aspecto
con la predicación que transmite intenso consuelo a quienes están bajo la gracia, lo cual produce
convicción verdadera.
Segunda, algunas personas sienten que son demasiado pecadoras para ser salvas, y por eso tienen
dificultad en aceptar el perdón. Podría haber dos causas básicas para esto. Primera, la conciencia
humana puede ser implacable en algunas almas sensibles, y de manera natural brinda poco perdón y
poca gracia y misericordia para aliviar la condenación y la culpa (cp. Sal. 58:3; Pr. 20:9). Segunda, la
santidad, la ley de Dios, y la justicia divina hablan fuertemente contra el pecado (cp. Is. 35:8; 52:11;
Ro. 6:13, 19); la propia ley no contiene nada de perdón (Dt. 27:26; Gá. 3:21; He. 10:28; Stg. 2:10;
cp. Jer. 9:13-16; Hch. 13:39).
Una tercera razón para la falta de seguridad es que algunos no comprenden con exactitud el
evangelio. Tienen una idea errónea (arminiana) que sostiene que la salvación exige tanto el esfuerzo
de ellos como el de Dios. Creen que la salvación está segura mientras el creyente continúe creyendo
y evite conductas pecaminosas. Pero la seguridad de la salvación eterna puede ser muy difícil de
alcanzar para el individuo que cree que esta depende en parte de su propio “libre albedrío” en
cooperación con Dios. Tales personas necesitan una verdadera comprensión del evangelio, es decir
que la salvación es una actividad totalmente soberana y divina en la que la redención del pecador (de
la justificación a la glorificación) depende únicamente de Dios (Jn. 6:37, 44-45, 64-65; 15:16; Ro.
8:31-39; Fil. 1:6; 1 Ts. 1:4-5; 2 Ts. 2:13-14; 2 Ti. 1:9; Jud. 24-25).
Algunos creen que Dios perdonó solamente los pecados cometidos hasta el momento de la
salvación, y que las transgresiones cometidas después permanecen sin perdón a menos que se
confiesen; esto significa que un individuo debe estar confesando conscientemente durante toda su
vida cristiana para continuar recibiendo perdón. Sin embargo, contrario a tal manera de pensar la
Biblia enseña que Dios envió a su Hijo al mundo con el fin de pagar por completo el precio de todos
los pecados pasados, presentes y futuros de todos los que creen (Is. 43:25; 44:22; 53:5, 8, 11; 61:10;
Jn. 1:29; Ro. 3:25; 5:8-11; Ef. 1:7; 1 Jn. 1:7; 2:2; 4:10; cp. Is. 1:18). Además, la resurrección de
Cristo afirmó la aceptación de Dios de ese pago total (Ro. 4:25; 8:34; 1 Co. 15:17). Una comprensión
exacta de la totalidad del perdón es fundamental para la seguridad de los creyentes.
Cuarta, algunas personas carecen de seguridad porque no pueden recordar el momento exacto de su
salvación. El evangelicalismo y el fundamentalismo han puesto erróneamente demasiado énfasis en
un acontecimiento dramático: la denominada decisión por Cristo. Han hecho tanto hincapié en hacer
una oración, en levantar una mano, en recorrer un pasillo, o en firmar una tarjeta, que cuando las
personas no pueden recordar tal suceso podrían preguntarse si su salvación es verdadera. La única
base legítima para la seguridad no tiene nada que ver con un hecho pasado en que se “tomó una
decisión”, sino que se basa en la realidad de la confianza actual de la obra expiatoria de Cristo, como
lo evidencia el patrón actual de fe, obediencia, justicia y amor por el Señor (cp. 1 Jn. 1:6-7; 2:6) que
el creyente muestra.
Quinta, algunos creyentes siguen sintiendo la fuerte influencia de su carne o humanidad no
redimida, y se preguntan si son realmente nuevas criaturas en Cristo (2 Co. 5:17). Un día todos los
santos experimentarán liberación total de la carne cuando entren al reino celestial (Ro. 8:23; 1 Jn.
3:2; cp. 1 Co. 15:52-57). Pero mientras sientan que el poder de la carne se rebela contra ellos (Ro.
7:14-25; Gá. 5:17) podrían dudar que en realidad sean de Cristo.
No obstante, es necesario leer Romanos 7:14-25 de forma equilibrada. El pasaje no explica la
realidad y el poder de la carne, pero sí habla del deseo de creyente de hacer lo que es correcto
(vv. 15, 19, 21), de su odio por el pecado (vv. 23-24), y de su deleite en la ley de Dios (v. 22). La
batalla a la que Pablo se refiere es un indicativo del espíritu regenerado en lucha contra la carne (cp.
Ro. 8:5-6), y por tanto es una razón para que los santos tengan confianza en que poseen nueva vida
en Cristo. Los incrédulos no tienen esa lucha (Ro. 3:10-20) ni confianza en Cristo.
Sexta, otros cristianos pueden carecer de seguridad porque no ven la mano de Dios en todas las
pruebas que padecen. Por tanto, se pierden la prueba más fuerte de seguridad, la cual es una fe
comprobada. Pablo instruyó a los -romanos:
Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo;
por quien también tenemos entrada por la fe a esta gracia en la cual estamos firmes, y nos
gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Y no sólo esto, sino que también nos gloriamos
en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia; y la paciencia, prueba; y la
prueba, esperanza; y la esperanza no avergüenza; porque el amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos fue dado (Ro. 5:1-5; cp. He. 6:10-12; Stg. 1:2-
4).
Pedro escribió antes:
En lo cual vosotros os alegráis, aunque ahora por un poco de tiempo, si es necesario, tengáis que
ser afligidos en diversas pruebas, para que sometida a prueba vuestra fe, mucho más preciosa
que el oro, el cual aunque perecedero se prueba con fuego, sea hallada en alabanza, gloria y
honra cuando sea manifestado Jesucristo (1 P. 1:6-7).
Los sufrimientos prueban la fe de los creyentes, no para el bien de Dios sino del de ellos. El Señor
sabe que la fe de los cristianos es verdadera fe salvadora porque Él se las otorgó (Ef. 2:8-9); sin
embargo, ellos reconocen que su fe es real porque triunfa en medio de las pruebas que experimentan.
En la providencia soberana de Dios, Él ordenó que los sufrimientos de los creyentes constituyeran el
crisol del que se deriva la seguridad que tienen (cp. Job 23:10; Ro.8:35-39).
Séptima, otros carecen de seguridad porque no conocen ni obedecen la Biblia, y por tanto no andan
en el Espíritu, cuyo ministerio es dar certeza a los cristianos sumisos (Ro. 8:14-17). Lo hace primero
iluminándoles las Escrituras (1 Co. 2:9-10). El mismo proceso de iluminación significa que el
Espíritu Santo está confirmando a los creyentes que son hijos de Dios. Segundo, el Espíritu da
testimonio a través de la salvación misma, a medida que revela a los santos que Jesucristo es en
realidad quien los salva (1 Jn. 4:13-14). La obra del Espíritu en los corazones de los elegidos les hace
amar a Cristo y vivir en el amor de Dios (Gá. 4:6). Tercero, el testimonio del Espíritu atrae a los
creyentes hacia la comunión con Dios, como lo indica la expresión “¡Abba, Padre!” en Romanos
8:15 y en Gálatas 4:6. Ese término de intimidad connota una petición de alabanza y adoración
generada por el Espíritu y ofrecida al Padre.
Por último, y quizás mezclado en todos los puntos anteriores, algunos creyentes carecen de
seguridad porque pecan intencionalmente. Está claro que quien camina en la carne y satisface sus
deseos (Gá. 5:16-21) no conocerá la bendición del fruto espiritual del gozo de la seguridad (vv. 22-
23). La pureza y la seguridad van de la mano, como señala Hebreos 10:22: “Acerquémonos con
corazón sincero, en plena certidumbre de fe, purificados los corazones de mala conciencia, y lavados
los cuerpos con agua pura”. Cuando los creyentes caen en pecado les pueden venir dudas, al igual
que ocurrió incluso al salmista en varias ocasiones (p. ej., Sal. 31:22; 32:3-4; 77:1-4, 7). Cualesquiera
que sean las causas de la falta o pérdida de seguridad, la cura fiable es caminar en el Espíritu y por
tanto obedecer los mandamientos de Dios (Ez. 36:27; Jn. 14:26; 16:13; 1 Co. 2:12-13).
La seguridad de la posición de gracia delante de Dios no es un asunto de menor importancia, sino
que en realidad es la suprema bendición de la experiencia cristiana (Ro. 5:1; 8:38-39; cp. Sal. 3:8; Is.
12:2). Esto es así porque quien duda pierde el gozo de todas las demás bendiciones de la vida en
Cristo (cp. Ef. 1:3-14). Primero, la seguridad hace que el corazón viva al más alto nivel de gozo. Con
relación al propósito de su primera epístola, el apóstol Juan dijo a sus lectores: “Estas cosas os
escribimos, para que vuestro gozo sea cumplido” (1 Jn. 1:4).
Segundo, la bendición de la seguridad levanta el alma para buscar los propósitos de Dios por sobre
todo lo demás. Las conocidas palabras iniciales del Padrenuestro sugieren esto: “Padre nuestro que
estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo,
así también en la tierra” (Mt. 6:9-10; cp. v. 33).
Tercero, la seguridad también llena de gratitud y alabanza al corazón. El salmista demostró esto:
“Mas yo esperaré siempre, y te alabaré más y más. Mi boca publicará tu justicia y tus hechos de
salvación todo el día, aunque no sé su número” (Sal. 71:14-15; cp. 103:1-5).
Una cuarta bendición de la seguridad es que fortalece el alma contra tentaciones y pruebas. Pablo
exhortó a los efesios:
Por tanto, tomad toda la armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo
acabado todo, estar firmes… Sobre todo, tomad el escudo de la fe, con que podáis apagar todos
los dardos de fuego del maligno. Y tomad el yelmo de la salvación, y la espada del Espíritu, que
es la palabra de Dios (Ef. 6:13, 16-17).
El yelmo se entiende mejor no como la salvación misma sino como Pablo lo identifica en
1 Tesalonicenses 5:8: “La esperanza de salvación”. Cuando las pruebas y las tentaciones asaltan a los
creyentes, Dios los protege de la pérdida de esperanza.
Quinto, la seguridad también obliga a los cristianos a amar la obediencia. El salmista declaró: “Tu
salvación he esperado, oh Jehová, y tus mandamientos he puesto por obra” (Sal. 119:166). En
cambio, la inseguridad de no saber si la salvación es segura puede hacer que las personas caigan más
profundamente en los pecados de temor y duda, los cuales llevan consigo algunas transgresiones
más.
Sexto, la bienaventuranza de la seguridad tranquiliza el alma con paz perfecta y reposo en medio de
las tormentas de la vida. Independientemente de las circunstancias que azotan a los creyentes, hay un
ancla divina de seguridad (He. 6:19).
Séptimo, la seguridad permite a los creyentes esperar con paciencia la misericordia necesaria en el
tiempo perfecto de Dios. Si su esperanza descansa firmemente en la certeza de la salvación, entonces
pueden perseverar en esperar que se cumpla esa esperanza (Ro. 8:25; cp. Sal. 130).
Por último, la bienaventuranza de la seguridad purifica el corazón. Juan escribió: “Sabemos que
cuando él se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que
tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro” (1 Jn. 3:2b-3). Si los creyentes
están conscientes de que pasarán la eternidad con el Señor, disfrutando sus recompensas por el
servicio terrenal a Él, esto cambiará la manera en que viven (cp. 2 Co. 5:9-10).
Las promesas de confiabilidad y suficiencia de la Palabra de Dios proporcionan un fundamento
firme para una fuerte seguridad acerca de la salvación. La Confesión Bautista de 1689 (también
conocida como la Antigua Confesión de Londres) resume bien la doctrina de la seguridad:
Aunque los creyentes que lo son por un tiempo y otras personas no regeneradas vanamente se
engañen a sí mismos con esperanzas falsas y presunciones carnales de que cuentan con el favor de
Dios y que están en estado de salvación (pero la esperanza de ellos perecerá ), los que creen
1
verdaderamente en el Señor Jesús y le aman con sinceridad, esforzándose por andar con toda
sinceridad delante de él, pueden en esta vida estar absolutamente seguros de hallarse en el estado
de gracia, y pueden regocijarse en la esperanza de la gloria de Dios; y tal esperanza nunca les
avergonzará. 2
1. Jer. 17:9; Mt. 7:21-23; Lc. 18:10-14; Jn. 8:41; Ef. 5:6, 7; Gá. 6:3, 7-9.
2. Ro. 5:2, 5; 8:16; 1 Jn. 2:3; 3:14, 18, 19, 24; 5:13; 2 P. 1:10.
Esta certeza no es un mero convencimiento conjetural y probable, basada en una esperanza
falible, sino que es una seguridad infalible de fe basada en la sangre y la justicia de Cristo
1
reveladas en el evangelio; y también en la evidencia interna de aquellas virtudes del Espíritu a las
2
cuales éste les hace promesas, y en el testimonio del Espíritu de adopción testificando con
3
nuestro espíritu que somos hijos de Dios; y, como fruto suyo, mantiene el corazón humilde y
4
santo.5
1. Ro. 5:2, 5; He. 6:11, 19, 20; 1 Jn. 3:2, 14; 4:16; 5:13, 19, 20.
2. He. 6:17, 18; 7:22; 10:14, 19.
3. Mt. 3:7-10; Mr. 1:15; 2 P. 1:4-11; 1 Jn. 2:3; 3:14, 18, 19, 24; 5:13.
4. Ro. 8:15, 16; 1 Co. 2:12; Gá. 4:6, 7.
5. 1 Jn. 3:1-3.
(Confesión Bautista de Fe de 1689 [Pensacola, Florida: Chapel Library, 2009], p. 17)
Todo ese estudio lleva al texto para este capítulo, en el cual Pedro (1:5-11) llega a la conclusión de
su análisis inicial de la soteriología al darle una mirada detallada a este tema de la seguridad. El don
divino de vida eterna conlleva la posibilidad y la intención de que sus receptores vayan a disfrutar los
beneficios plenos de la verdadera seguridad (Jn. 10:10; Ro.8:16; Col. 2:2; He. 6:11; 10:22; 1 Jn. 3:19;
cp. Sal. 3:8; Is. 12:2). Los creyentes que están dudosos o confundidos acerca de su salvación, que
sucumben al temor y no experimentan la anticipación de las promesas de Dios o los beneficios
plenos de una fe vital, están fuera de la voluntad de Dios. Un estudio de la seguridad revela además
que los cristianos que disfrutan esta certeza no se vuelven presas fáciles de falsos maestros (como los
herejes a los que el apóstol analiza en el capítulo 2 de esta carta), y están preparados para resistir sus
engaños y errores (cp. Ef. 6:10-11; Jud. 20-23). Pedro examina las bendiciones de la seguridad
identificando cuatro aspectos: el esfuerzo prescrito, las virtudes buscadas, las opciones presentadas y
los beneficios prometidos.
EL ESFUERZO PRESCRITO
vosotros también, poniendo toda diligencia por esto mismo, añadid a (1:5a)
Debido a todas las “preciosas y grandísimas promesas” (v. 4) que Dios ha entregado a los creyentes,
y a que han recibido “todas las cosas que pertenecen a la vida y a la piedad” (v. 3), por esto mismo
ellos deben responder con el máximo esfuerzo para vivir por Cristo. Esta prescripción repite la
exhortación de Pablo a los filipenses:
Por tanto, amados míos, como siempre habéis obedecido, no como en mi presencia solamente,
sino mucho más ahora en mi ausencia, ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor, porque
Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer, por su buena voluntad (Fil. 2:12-
13).
Por medio de Cristo, Dios concedió a los creyentes una salvación perfecta y plena (cp. Ef. 1:7; 3:17-
21; Col. 2:10; Tit. 2:14; 1 P. 2:9); sin embargo, paradójicamente les exige que la expresen poniendo
toda diligencia (cp. Col. 1:28-29). Poniendo (pareispherō) significa “traer”, o “suministrar además”
e implica hacer un gran esfuerzo para proveer algo necesario. En vista del esfuerzo de Dios en
proporcionar salvación, y paralelo a ese esfuerzo, los creyentes están obligados a recurrir a todas sus
facultades regeneradas para llevar vidas piadosas (3:14; cp. Ro. 6:22; Gá. 6:9; Ef. 5:7-9; He. 6:10-
12). Ellos deben desempeñar ese esfuerzo con toda diligencia (spoudē, “celo y entusiasmo”),
acompañada por una sensación de urgencia (cp. 2 Co. 8:7).
La fe salvadora es el terreno en que crece el fruto de la santificación cristiana (cp. Ro. 15:13; Ef.
2:10; 5:9; Gá. 5:22-23; 2 Ts. 2:13-15; He. 6:11-12, 19-20; 1 Jn. 5:13). Sin embargo, esa fe batalla con
la carne y no producirá una sensación firme de seguridad a menos que los santos busquen
santificación (cp. Fil. 3:12-16). La palabra que se traduce añadid (epichorēgeō) se deriva del término
que significa “director de coro”. En los antiguos grupos corales, el director era responsable por
suministrar todo lo necesario para su grupo, y por tanto el término para “director de coro” llegó a
referirse a un proveedor. William Barclay proporciona este trasfondo adicional:
[El verbo griego] viene del nombre [choregōs], que quiere decir literalmente el director de un
coro. Tal vez la mayor contribución que hizo Grecia, y especialmente Atenas, al mundo fueron
los grandes dramas de hombres como Esquilo, Sófocles y Eurípides, que todavía figuran entre
nuestras más apreciadas posesiones. Todos estos dramas necesitaban coros numerosos y era, por
tanto, muy caro montarlos.
En los grandes días de Atenas había ciudadanos pudientes y generosos que asumían
voluntariamente el deber de reunir, mantener, entrenar y equipar tales coros a sus propias
expensas. Estos dramas se representaban en las grandes fiestas religiosas. Por ejemplo, en la
ciudad de Dionysia se ponían tres tragedias, cinco comedias y cinco ditirambos. Había que
encontrar personas que proveyeran los coros para todo esto, lo que podía elevarse a 3.000
dracmas. Los que se hacían cargo de esa empresa a costa de su propio bolsillo y por amor a sus
ciudades se llamaban [chorēgoi]…
La palabra sugiere hasta un cierto derroche. No quería decir equipar a lo pobre o
miserablemente, sino aportando generosamente todo lo necesario para una representación
noble. [Epichorēgein] salió al ancho mundo y amplió su significado, no solamente al
equipamiento de un coro, sino a asumir responsabilidad por cualquier clase de equipamiento.
Puede querer decir equipar a un ejército con las provisiones necesarias; o equipar a un alma con
todas las virtudes necesarias para la vida. (William Barclay, Comentario al Nuevo Testamento
[Barcelona: Editorial Clie, 1999], p. 1017).
Los creyentes deben suministrar (“proveer pródiga o generosamente”), junto con todo lo que Cristo
ha provisto, todas las virtudes requeridas para mantener la seguridad de la salvación (cp. Lc. 10:20;
Ro. 5:11; 14:17).
Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, aunque vosotros las sepáis, y estéis
confirmados en la verdad presente. Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el
despertaros con amonestación; sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro
Señor Jesucristo me ha declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi
partida vosotros podáis en todo momento tener memoria de estas cosas. (1:12-15)
Todo buen maestro se da cuenta del valor de la repetición. Las investigaciones han mostrado que una
hora después de oír un mensaje hablado, las personas olvidan hasta el 90 por ciento de lo que oyeron.
Con seguridad Dios sabía eso cuando le dijo a Israel:
Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón,
y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu
corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el
camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán
como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas (Dt. 6:4-9;
cp. v. 12; 7:18; 8:2, 18-20; 9:7; 2 R. 17:38; 1 Cr. 16:12; Sal. 78:7, 11, 42; 103:2; 106:7, 13;
119:16, 153; Is. 51:13-15; Mr. 12:29-30, 32-33).
A pesar de todas las advertencias y los avisos a lo largo de los siglos, los israelitas han tenido gran
retentiva para las cosas malas y poca retentiva para la verdad de Dios, por lo que Isaías les acusó:
“Te olvidaste del Dios de tu salvación, y no te acordaste de la roca de tu refugio” (Is. 17:10a; cp.
51:13a; Os. 8:7-14). De igual modo, el Señor dio la Pascua como un recordatorio anual de la
redención, gracia y misericordia, juicio y justicia, y pacto con Israel (Éx. 13:3-10). Sin embargo, hoy
día cuando los judíos observan la Pascua están recordando la salida de Egipto, aun mientras rechazan
al Dios que los liberó (cp. Ro. 2:28-29; 10:2-4).
Incluso los creyentes tienden a recordar las cosas que es mejor olvidarlas y a olvidar las que
deberían recordarse (cp. Ro. 7:15, 18-19; He. 12:5). Por eso Pedro escribe las palabras en este texto y
más adelante les dice a sus lectores: “Amados, esta es la segunda carta que os escribo, y en ambas
despierto con exhortación vuestro limpio entendimiento” (3:1). Y no mucho después que Pedro
escribiera esto, Judas exhortó a sus lectores: “Vosotros, amados, tened memoria de las palabras que
antes fueron dichas por los apóstoles de nuestro Señor Jesucristo” (Jud. 17; cp. Hch. 20:35; 2 Ti. 2:8;
Stg. 1:25). Puesto que su carta es muy parecida a 2 Pedro, Judas debió haber tenido en mente la
epístola de Pedro. Ambos estaban siguiendo el ejemplo del Señor cuando amonestó a los apóstoles:
“Acordaos de la palabra que yo os he dicho” (Jn. 15:20).
En este pasaje Pedro se desvía de su tema de la salvación y deja caer una declaración acerca de la
importancia de que las personas recuerden la verdad esencial. Cristo había llamado a Pedro a
pastorear (Jn. 21:15-19), y las palabras del apóstol revelan su pasión pastoral en cuatro motivaciones:
urgencia, bondad, fidelidad y brevedad.
URGENCIA
Por esto, yo no dejaré de recordaros siempre estas cosas, (1:12a)
Por esto se remite de nuevo a la grandeza de la salvación (1:1-4) y a la dicha de la seguridad (1:5-
11), temas tan cruciales que nunca deben olvidarse. Pedro no quiere que sus lectores olviden que
fueron salvados (v. 9), ni las bendiciones de su salvación (v. 3). Cuando el apóstol usa el tiempo
futuro, no dejaré de, estaba primero indicando que recordaría a sus oyentes la verdad siempre que
tuviera la oportunidad, incluso al escribir esta epístola inspirada por el Espíritu. Pero también
anticipó a todos que en las épocas venideras leerían esta carta y se les recordaría estas grandes cosas
que Dios le había encomendado decir.
El apóstol Pablo, al igual que Pedro, sabía la necesidad de repetir la verdad: “Por lo demás,
hermanos, gozaos en el Señor. A mí no me es molesto el escribiros las mismas cosas, y para vosotros
es seguro” (Fil. 3:1; cp. Ro. 15:15; 2 Ts. 2:5). Judas también trató de recordar a sus lectores lo que ya
sabían (v. 5).
Al contrario de lo que algunos creen, no existe tal cosa como la verdad espiritual nueva, sino tan
solo un entendimiento más claro de las verdades eternas (Is. 40:8; 1 P. 1:23-25; cp. Mt. 5:18) que la
Palabra de Dios enseña. Las personas no siempre conocen las verdades de la Biblia, ni siempre
escuchan interpretaciones verdaderas y precisas de ellas. Por tanto, hay quienes en esa condición
pueden creer que cierta verdad es nueva, y lo es para ellos. Pero no hay nueva revelación de parte de
Dios (cp. Jud. 3). Todos los que predican y enseñan las Escrituras están recordando a las personas de
modo tan constante lo que Dios ha dicho en su Palabra que tanto la repetición de Él como la de ellos
hace que la verdad se asimile.
Sin duda alguna 2 Pedro 2 y la carta de Judas ilustran vívidamente este principio de la repetición
divina en la Biblia. Las epístolas del Nuevo Testamento tratan con el mismo evangelio y toda su
riqueza, revelándolo en diferentes términos y analogías. Los evangelios sinópticos narran la misma
historia de tres maneras. Jesús repitió su mensaje en sermones, parábolas y lecciones objetivas
adondequiera que iba, exponiendo a sus seguidores a la verdad una y otra vez. Tal repetición fue
clave en la capacitación de los doce.
Incluso los mensajes de los profetas del Antiguo Testamento son básicamente los mismos, ya que
predican ley, justicia y perdón. Los Salmos repiten los atributos y las obras de Dios. Los libros de
Crónicas repasan material de 1 y 2 Samuel y de 1 y 2 Reyes. Deuteronomio 5:1-22 es una segunda
entrega de la ley en el Sinaí (Éx. 20), que hacía que el pueblo la recordara y se preparara para entrar a
la tierra prometida.
BONDAD
aunque vosotros las sepáis, y estéis confirmados en la verdad presente. (1:12b)
Pedro fue un pastor amable que entendió y mostró sensibilidad por su rebaño. La Biblia encomia la
bondad (cp. 2 Co. 10:1; Gá. 5:23; 6:1; 1 Ts. 2:7; 2 Ti. 2:25), la humildad (cp. Mt. 5:5; 1 Ti. 6:11; Stg.
3:13) y la ternura (cp. Ef. 4:32), características que Pedro demostró cuando reconoció que sus
lectores ya poseían virtudes piadosas. Los estaba animando, sin ser condescendiente o indiferente a la
devoción que tenían hacia Cristo (cp. 1 P. 5:2-3).
Sin duda los destinatarios de esta carta habían oído otras cartas inspiradas del Nuevo Testamento
que les fueron leídas y predicadas (cp. 3:15-16), por lo que conocían y creían la verdad, y ahora
estaban siendo confirmados en ella. El verbo traducido confirmados (stērizō), que significa
“establecer firmemente”, o “fortalecer”, es participio pasivo perfecto que indica una condición
establecida. A través de su fidelidad los destinatarios de la carta habían mostrado evidencia de que el
verdadero evangelio estaba firmemente presente en ellos. Sin lugar a dudas Pedro los afirmó como
creyentes verdaderos y maduros. Él pudo haber hecho eco de las palabras de Pablo a los colosenses:
“Ya habéis oído por la palabra verdadera del evangelio, que ha llegado hasta vosotros, así como a
todo el mundo, y lleva fruto y crece también en vosotros, desde el día que oísteis y conocisteis la
gracia de Dios en verdad” (Col. 1:5b-6; cp. 1 Ts. 2:13; 1 Jn. 2:27; 2 Jn. 2). Cuando alguien llega a
conocer a Cristo, la verdad mora en esa persona (2 P. 1:12; 1 Jn. 2:14, 27; 2 Jn. 2; cp. Jn. 17:19;
2 Co. 11:10; Ef. 4:24; 6:14). Todavía era indispensable que los lectores de Pedro recibieran este
recordatorio, en vista de la amenaza que enfrentaban por la poderosa infiltración de falsos maestros
(capítulo 2 de esta carta).
FIDELIDAD
Pues tengo por justo, en tanto que estoy en este cuerpo, el despertaros con amonestación; (1:13)
Al haber sido un confidente íntimo de Jesús como el líder reconocido de los doce, más que cualquier
otro hombre el apóstol Pedro vivió en proximidad estrecha y constante a la verdad divina. Sin
embargo, él y sus compañeros apóstoles aún no entendían o apreciaban esa verdad, incluso al final
del ministerio terrenal de Cristo, como indica la pregunta que el Señor les hiciera: “¿Tanto tiempo
hace que estoy con vosotros, y no me [habéis] conocido?” (Jn. 14:9).
Pedro le falló tremendamente a su Maestro por un tiempo, a pesar de la advertencia de Jesús (véase
Lc. 22:31-34, 54-62). Por tanto, el apóstol supo de primera mano que aunque los creyentes estén
cimentados en la verdad necesitan pastoreo constante para impedir que merodeen hacia el pecado. El
pastor bíblico exhibe fidelidad en enseñar al pueblo lo que Dios le ha entregado.
No solo se trata de que tal instrucción leal sea beneficiosa, útil y fortalecedora, aunque sin duda lo
es. Más allá de los beneficios, Pedro tiene por justo (dikaios), es decir que consideraba correcto
reprender a los creyentes. Su devoción como pastor lo hacía fiel a su pueblo porque él era leal a su
Señor en hacer lo que era justo, en tanto que estuviera morando en este cuerpo terrenal. El término
traducido este cuerpo (skēnōma) es la palabra usada para “tienda de campaña”, sacado de la
conocida imagen de los nómadas de Oriente Medio en tiendas de campaña portátiles. Pedro también
estaba en una morada temporal y sabía que un día Dios plegaría esa tienda de campaña con el fin de
liberarle el alma eterna y así darle entrada al cielo.
Mientras Dios le diera vida terrenal, Pedro sería fiel para despertar con amonestación a quienes el
Señor pusiera en su vida. Despertaros es una forma compuesta del verbo diegeirō, que quiere decir
“activar completamente”, o “estimular a fondo” una condición de letargo, somnolencia o sueño.
Nada menor al estado de alerta espiritual satisfaría a este pastor leal, pues los creyentes pueden
volverse haraganes (cp. Mr. 13:35-37; Ro. 13:11; 1 Ts. 5:6; He. 6:12), y no estar alerta y lúcidos
respecto a asuntos espirituales u otros deberes (cp. Pr. 13:4; 24:30-31). Esa palabra pudo haber hecho
que Pedro recordara su propia incapacidad para permanecer despierto en Getsemaní la noche antes de
la muerte de Jesús (Mt. 26:36-46).
El pastor como Dios manda alienta a su rebaño principalmente con amonestación. De manera
constante e incansable se mantiene enseñando y revisando todos los importantes temas, doctrinas y
mandamientos de la Biblia. No importa cuánta verdad divina hayan oído los creyentes o cuán
espiritualmente maduros sean, todavía necesitan recordatorios para aplicar esa verdad (cp. Ro. 12:1-
13:10; 1 Co. 3:5-23; Gá. 5:1-6; Ef. 4:11-16). Al querer que el rebaño recuerde, el verdadero pastor lo
alimenta constantemente con toda la dieta bíblica. Como se da cuenta de que la familiaridad puede
generar menosprecio, emplea todos los pasajes sobre cada tema, de modo que haya frescura en vez
de familiaridad.
BREVEDAD
sabiendo que en breve debo abandonar el cuerpo, como nuestro Señor Jesucristo me ha
declarado. También yo procuraré con diligencia que después de mi partida vosotros podáis en
todo momento tener memoria de estas cosas. (1:14-15)
Por último, la pasión y la motivación de Pedro por el ministerio incluyen una clara comprensión de la
brevedad de su vida misma (cp. Job 7:6-7; 9:25-26; 14:1-2; Sal. 39:5; 89:47a; 90:5-6, 10; Stg. 4:13-
17). Por eso escribió que sabía con certeza que en breve debía abandonar el cuerpo. Es evidente
que Pedro creía que su muerte estaba cerca, y la describió en la analogía de abandonar su tienda de
campaña, la misma imagen que Pablo usó en su segunda carta a los corintios:
Porque sabemos que si nuestra morada terrestre, este tabernáculo, se deshiciere, tenemos de
Dios un edificio, una casa no hecha de manos, eterna, en los cielos. Y por esto también gemimos,
deseando ser revestidos de aquella nuestra habitación celestial (2 Co. 5:1-2).
La expresión en breve conlleva un doble significado en que puede denotar “prontitud” o “rapidez”.
Quizás aquí transmite ambas cosas. Cuando Pedro escribió esto ya tenía más de setenta años; por
tanto era razonable que esperara que su muerte no estuviera muy lejos. También sabía que su muerte
sería repentina o rápida, como nuestro Señor Jesucristo se lo había declarado. El Señor Jesús había
indicado claramente como cuarenta años antes, durante la restauración del apóstol en que volvió a
comisionarlo entre el tiempo de la resurrección y la ascensión del Señor, que la muerte del apóstol
sería más bien repentina:
De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde querías; mas
cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras. Esto
dijo, dando a entender con qué muerte había de glorificar a Dios. Y dicho esto, añadió: Sígueme
(Jn. 21:18-19).
Las palabras de Jesús fueron una predicción del martirio de Pedro. El hecho de que predijera que el
apóstol sería ejecutado, específicamente por crucifixión, se evidencia por la expresión “extenderás
tus manos”. Por tanto, Pedro había vivido otras cuatro décadas, o más, siendo fiel en apacentar las
ovejas del Señor, sabiendo todo el tiempo que en cualquier momento su vida terminaría rápidamente.
(La tradición, registrada por Eusebio [Historia eclesiástica, 3:1, 30], atestigua que Pedro fue
crucificado cabeza abajo a petición de él mismo porque se sentía indigno de morir igual que había
muerto Cristo).
En vista de la brevedad de su vida y ministerio, Pedro intentaba con gran diligencia recordar la
verdad a los creyentes, de modo que después de su partida ellos pudieran en todo momento tener
memoria de estas cosas. No hay razón para limitar las palabras del apóstol, estas cosas, a lo que
escribió exactamente antes (vv. 1-11), como algunos hacen. Todo lo que se encuentra en esta carta es
parte de la doctrina esencial, para ser insertado de manera inolvidable en las mentes de los creyentes.
El apóstol usó el término partida (exodos) para referirse a su muerte porque la palabra connota la
salida de un lugar (tierra) para ir a otro (cielo), el éxodo que todo creyente disfrutará (1 Co. 15:50-57;
He. 4:9-10). A Pedro, al igual que a Pablo (Hch. 20:24), no le interesaba que los miembros de su
audiencia lo recordaran a él o a su muerte, sino que recordaran la verdad que les había enseñado.
Que Pedro entendía muy bien la urgencia, la bondad, la fidelidad y la brevedad de su ministerio se
evidencia en esta epístola, especialmente como se resume en la declaración del legado en este pasaje.
El líder de los doce quería que los creyentes evitaran los peligros de la negligencia espiritual; por
tanto, trabajó con diligencia a través de su predicación y escritos para reiterar los asuntos
importantes. Él deseaba dejar su última voluntad fin y su testamento a fin de recordar a los santos la
grandeza de la salvación y la bendición de la seguridad, y asegurarse de que la falsa doctrina no les
robara su rica herencia espiritual.
Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo
fábulas artificiosas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad. Pues
cuando él recibió de Dios Padre honra y gloria, le fue enviada desde la magnífica gloria una voz
que decía: Este es mi Hijo amado, en el cual tengo complacencia. Y nosotros oímos esta voz
enviada del cielo, cuando estábamos con él en el monte santo. Tenemos también la palabra
profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una antorcha que alumbra
en lugar oscuro, hasta que el día esclarezca y el lucero de la mañana salga en vuestros
corazones; entendiendo primero esto, que ninguna profecía de la Escritura es de interpretación
privada, porque nunca la profecía fue traída por voluntad humana, sino que los santos
hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo. (1:16-21)
A través de los siglos la Biblia ha tenido muchos y tremendos críticos y detractores. Los ataques a la
veracidad bíblica posiblemente alcanzaron su momento decisivo durante la época de la iluminación.
Hayden V. White articuló de la siguiente manera el ambiente de ese período:
La actitud mental en la iluminación era internamente compleja y variada, pero más o menos
puede caracterizarse como una dedicación de la razón, la ciencia y la educación humana como el
mejor medio para levantar una sociedad estable de hombres libres en la tierra. Esto significó que
la iluminación era básicamente desconfiada de la religión, hostil a la tradición, y resentida de
cualquier autoridad basada solo en la costumbre o la fe. A fin de cuentas, esta época no fue nada
más que secular en su orientación; ofreció el primer programa en la historia de la humanidad para
la construcción de una comunidad humana constituida únicamente de material natural (“Editor’s
Introduction”, en Robert Anchor, The Enlightenment Tradition [New York: Harper & Row,
1967], ix; citado en Norman L. Geisler y William E. Nix, A General Introduction to the Bible,
revisada y aumentada [Chicago: Moody, 1968, 1986], p. 139).
A través de sus escritos y la promoción de sus ideas seculares, filósofos tales como Thomas Hobbes
(1588-1679; materialismo), Benedict de Spinoza (1632-1677; panteísmo racionalista y naturalismo),
David Hume (1711-1776; escepticismo y súpernaturalismo), Immanuel Kant (1724-1804;
agnosticismo filosófico), Friedrich Schleiermacher (1768-1834; romanticismo y teología positiva), y
Georg W. F. Hegel (1770-1831; el idealismo filosófico y el proceso dialéctico [tesis, antítesis y
síntesis]) hicieron mucho por socavar y destruir la confianza en la infalibilidad de la Biblia y el
entendimiento bíblico de la naturaleza de la verdad. Tales filosofías de la iluminación también
allanaron el camino para el liberalismo teológico (Albrecht Ritschl, 1822-1899; Adolf von Harnack,
1851-1930), el existencialismo y el relativismo posmoderno de la actualidad (Soren Kierkegaard,
1813-1855; Friedrich W. Nietzsche, 1844-1900; Rudolf Bultmann, 1884-1976; Martin Heidegger,
1889-1976); y la alta crítica (F. C. Baur, 1792-1860; Julius Wellhausen, 1844-1918).
Sin embargo, eruditos conservadores, ortodoxos y evangélicos tales como Francis Turretin (1623-
1687), Jonathan Edwards (1703-1758), Charles Hodge (1797-1878), Benjamin B. Warfield (1851-
1921), y J. Gresham Machen (1881-1937) defendieron de modo incansable y constante la suficiencia
y la confiabilidad de la Biblia. Esos hombres y otros maestros que honran a Dios apoyaron
firmemente el punto de vista de la Reforma de la supremacía de la Palabra de Dios, que Bush y
Nettles la resumen así:
Los reformadores creían en la Biblia como el mensaje escrito de parte de Dios. Era confiable, sin
duda alguna. Se la estudiaba, se le tenía en cuenta. Se la tomaba como la autoridad definitiva con
relación a tales temas sobre los que habla o hace afirmaciones. Dios no había revelado todo. La
Biblia no contenía expresamente toda la verdad que podía conocerse. Pero lo que enseñaba se
creía que era totalmente confiable. La verdad en cualquier otra rama no contradecía la verdad
bíblica. A partir de la Biblia se podía encontrar el verdadero conocimiento de la realidad (L. Russ
Bush y Tom J. Nettles, Baptists and the Bible [Chicago: Moody, 1980], p. 175).
Lo que el apóstol Pedro escribió en 2 Pedro 1:16-21 es fundamental para el entendimiento que los
reformadores tenían de las Escrituras, y expresa claramente que en la Biblia los creyentes disponen
de una revelación escrita y precisa de la verdad de Dios. Pedro repitió la declaración del salmista: “El
testimonio de Jehová es fiel, que hace sabio al sencillo” (Sal. 19:7b; cp. 93:5; 111:7). Dios, por
medio del profeta Isaías, reveló esto con relación a la confiabilidad y al efecto de su Palabra:
Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra,
y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi
palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será
prosperada en aquello para que la envié (Is. 55:10-11; cp. 40:8; Sal. 119:89; Mt. 5:18; 24:35;
Jn. 10:35b; 2 Ti. 2:19a).
Pedro escribió en su segunda epístola a creyentes bombardeados por falsa enseñanza que intentaba
socavarles la confianza en la Biblia y, por tanto, destruir la fe cristiana. En el capítulo 2 describe en
términos vívidos a los proponentes de tales errores con el fin de que los creyentes pudieran entender
y reconocer mejor el peligro que tales proponentes representaban. Sin embargo, no basta
simplemente con estar conscientes de los falsos maestros; los creyentes deben saber cómo defenderse
contra esos errores. El arma en esa defensa es la segura Palabra de Dios (cp. 2 Co. 10:3-5). En el
presente pasaje el apóstol hace referencia a su propia experiencia de testigo de la revelación, y a la
revelación sobrenatural y escrita de Dios.
Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros,
que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aun negarán al Señor que los
rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina. Y muchos seguirán sus disoluciones,
por causa de los cuales el camino de la verdad será blasfemado, y por avaricia harán
mercadería de vosotros con palabras fingidas. (2:1-3a)
No hay nada más ofensivo para Dios que la distorsión de su Palabra (cp. Ap. 22:18-19). Falsificar los
hechos acerca de Dios y de lo que dijo, promocionando incluso las mentiras de Satanás como si
fueran la verdad de Dios, es la forma más vil de hipocresía. Con la eternidad en juego es difícil creer
que alguien pudiera engañar de manera intencional a otras personas, enseñándoles algo que
espiritualmente es catastrófico. Sin embargo, tal arrogancia atroz es exactamente lo que caracteriza a
los falsos ministerios de los falsos maestros.
Como el padre de las mentiras (Jn. 8:44), Satanás está constantemente usando el engaño y la falsa
doctrina para atacar a la Iglesia, empleando falsos maestros para infiltrarse en el verdadero rebaño.
Cuando afirman que enseñan verdad, estos proveedores del error demoniaco se disfrazan como
ángeles de luz (cp. 2 Co. 11:14) e intentan entrar sin ser vistos al redil. Como resultado, a lo largo de
la historia redentora Dios ha advertido en muchas ocasiones a los creyentes de estar alerta contra
tales hombres (y mujeres).
Deuteronomio 13, por ejemplo, contiene una advertencia anticipada de Moisés contra los falsos
profetas. Se prescribe un grave castigo para estos hombres, junto con todos los que apoyan su
falsedad:
Cuando se levantare en medio de ti profeta, o soñador de sueños, y te anunciare señal o
prodigios, y si se cumpliere la señal o prodigio que él te anunció, diciendo: Vamos en pos de
dioses ajenos, que no conociste, y sirvámosles; no darás oído a las palabras de tal profeta, ni al
tal soñador de sueños; porque Jehová vuestro Dios os está probando, para saber si amáis a
Jehová vuestro Dios con todo vuestro corazón, y con toda vuestra alma. En pos de Jehová
vuestro Dios andaréis; a él temeréis, guardaréis sus mandamientos y escucharéis su voz, a él
serviréis, y a él seguiréis. Tal profeta o soñador de sueños ha de ser muerto, por cuanto aconsejó
rebelión contra Jehová vuestro Dios que te sacó de tierra de Egipto y te rescató de casa de
servidumbre, y trató de apartarte del camino por el cual Jehová tu Dios te mandó que
anduvieses; y así quitarás el mal de en medio de ti (Dt. 13:1-5; cp. 18:20-22).
Esta misma solemnidad se repite en el Nuevo Testamento por parte de Cristo y los apóstoles, que
cuidadosamente advierten a los creyentes en cuanto a los falsos maestros y sus engaños (Mt. 24:11;
Lc. 6:26; 2 Co. 11:13-15). A la luz de esta amenaza satánica, los escritores del Nuevo Testamento
hacen hincapié en la importancia de estar armados con la verdad (cp. Ef. 6:14-17) con el propósito de
discernir (1 Ts.5:20-22). Para ellos la pureza doctrinal era una prioridad muy elevada (1 Jn. 4:1) y
una preocupación sincera (2 Co. 11:28). Es más, los apóstoles reservaron sus críticas más duras para
quienes distorsionan la verdad (cp. Gá. 1:9; Fil. 3:2).
El punto de vista del Antiguo y del Nuevo Testamento es inequívoco: Dios no tolera los falsos
profetas (cp. Is. 9:15; Mi. 3:5-7; Mt. 7:15-20; 1 Ti. 6:3-5; 2 Ti. 3:1-9; 1 Jn. 4:1-3; 2 Jn. 7-11). Es
irónico que muchos en la iglesia de hoy día hacen exactamente lo contrario: toleran a cualquier
maestro que afirma ser cristiano, sin importar el contenido de su enseñanza. Tan irreflexiva
aceptación, en el nombre del amor y la unidad, ha producido una descuidada indiferencia hacia la
verdad. En consecuencia, algunos cristianos ven los absolutos bíblicos como una vergüenza,
prefiriendo aceptar falsos maestros a pesar de la clara protesta de la Biblia (Jer. 28:15-17; 29:21, 32;
Hch. 13:6-12; 1 Ti. 1:18-20; 3 Jn. 9-11).
Sin lugar a dudas, los ataques de Satanás a menudo son externos, por medio de la propagación de
falsas religiones y sectas. Pero también utiliza tácticas internas, tratando de destruir al pueblo de Dios
desde el interior. Por tanto, sus siervos, como lobos vestidos de ovejas (Mt. 7:15), hacen todo lo
posible para infectar al rebaño con la doctrina de demonios (1 Ti. 4:1). Debido a que esta falsa
enseñanza viene en formas sutiles, los que no tienen discernimiento son a menudo engañados y no
puedan distinguir el error de la verdad.
Pedro entendía el peligro que la falsa doctrina representaba para sus lectores. En su primera epístola
ya les había advertido que estuvieran alerta contra las tácticas del diablo (1 P. 5:8). En este pasaje
vuelve a hablar de las estrategias del maligno, exponiendo a los siervos de Satanás por lo que en
realidad son. Es más, el apóstol nos da una clara descripción de los falsos maestros, analizando
específicamente su esfera de acción, el sigilo, el sacrilegio, el éxito, la sensualidad, el estigma, y el
motivo que sustenta sus operaciones. Como resultado, las perspectivas de Pedro son tan aplicables
hoy día como lo fueron hace dos milenios, ya que abordan un problema que sigue afectando a la
Iglesia contemporánea (cp. 2 Jn. 7).
SU ESFERA DE ACCIÓN
Pero hubo también falsos profetas entre el pueblo, como habrá entre vosotros falsos maestros,
(2:1a)
Después que acababa de analizar la segura palabra de verdad (1:19-21), Pedro cambia ahora su
enfoque a las palabras engañosas de los falsos profetas (capítulo 2). La conjunción coordenada pero
caracteriza esta transición contrastante. Por medio de verdaderos profetas, Dios ha hablado la verdad
a su pueblo, pero a través de falsos profetas Satanás siempre ha tratado de ensombrecer o contaminar
el mensaje divino. Como siervos del engañador, los falsos profetas propagan mentiras y falsedades
en su ataque sistemático a la verdad.
A lo largo de la historia estos mercenarios espirituales siempre han asediado a la grey de Dios.
Incluso en tiempos del Antiguo Testamento hubo también falsos profetas entre el pueblo de Israel
que propagaron sus engaños y causaron devastación (1 R. 22:1-28; Jer. 5:30-31; 6:13-15; 23:14-16,
21, 25-27; 28:1-17; Ez. 13:1-7, 15-19). Ese Israel del Antiguo Testamento se ve evidenciado aquí
tanto por la terminología de Pedro (cp. Mt. 2:4; Lc. 22:66; Hch. 7:17; 13:17; 26:17, 23, donde usos
similares de la expresión el pueblo se refieren claramente al pueblo judío), como por sus
ilustraciones del Antiguo Testamento (Noé, 2:5; Sodoma y Gomorra, 2:6; Lot, 2:7; y Balaam, 2:15).
Incluso durante el ministerio de Jesús los falsos profetas seguían siendo un grave problema para el
pueblo judío (Mt. 7:15-20). Por eso todo el sistema religioso era corrupto, con los fariseos
proveyendo el ejemplo principal de la falsa religión. He aquí la acusación que Cristo hace a estos
embaucadores espirituales:
Pero el Señor le dijo: Ahora bien, vosotros los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato,
pero por dentro estáis llenos de rapacidad y de maldad. Necios, ¿el que hizo lo de fuera, no hizo
también lo de adentro? Pero dad limosna de lo que tenéis, y entonces todo os será limpio. Mas
¡ay de vosotros, fariseos! que diezmáis la menta, y la ruda, y toda hortaliza, y pasáis por alto la
justicia y el amor de Dios. Esto os era necesario hacer, sin dejar aquello. ¡Ay de vosotros,
fariseos! que amáis las primeras sillas en las sinagogas, y las salutaciones en las plazas. ¡Ay de
vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! que sois como sepulcros que no se ven, y los hombres
que andan encima no lo saben. Respondiendo uno de los intérpretes de la ley, le dijo: Maestro,
cuando dices esto, también nos afrentas a nosotros. Y él dijo: ¡Ay de vosotros también,
intérpretes de la ley! porque cargáis a los hombres con cargas que no pueden llevar, pero
vosotros ni aun con un dedo las tocáis. ¡Ay de vosotros, que edificáis los sepulcros de los profetas
a quienes mataron vuestros padres! De modo que sois testigos y consentidores de los hechos de
vuestros padres; porque a la verdad ellos los mataron, y vosotros edificáis sus sepulcros. Por eso
la sabiduría de Dios también dijo: Les enviaré profetas y apóstoles; y de ellos, a unos matarán y
a otros perseguirán, para que se demande de esta generación la sangre de todos los profetas que
se ha derramado desde la fundación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de
Zacarías, que murió entre el altar y el templo; sí, os digo que será demandada de esta
generación. ¡Ay de vosotros, intérpretes de la ley! porque habéis quitado la llave de la ciencia;
vosotros mismos no entrasteis, y a los que entraban se lo impedisteis (Lc. 11:39-52; cp. 12:1; Mt.
23:13-36; Mr. 12:38-40).
Así como Pedro sabía que falsos profetas habían asaltado a Israel, también tenía la certeza de que
habrá entre la Iglesia falsos maestros. Años atrás Jesús había profetizado que en los últimos días la
Iglesia tendría que soportar gran variedad de falsos maestros: “Mirad que nadie os engañe. Porque
vendrán muchos en mi nombre, diciendo: Yo soy el Cristo; y a muchos engañarán” (Mt. 24:4-5; cp.
vv. 11, 24).
De igual manera, Pablo advirtió a Timoteo:
Que prediques la palabra… Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que
teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y
apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas (2 Ti. 4:2-4; cp. Hch. 15:24; 20:29-30;
Ro. 16:17-18; Gá. 1:6-9; 1 Ti. 4:1-3; 2 Ti. 3:1-9; Jud. 4, 12-13).
Los falsos maestros se presentan cuando la Iglesia comienza a aceptar la cultura mundana que la
rodea. En consecuencia, las congregaciones ya no desean sufrir (aferrarse a) la sana (saludable)
doctrina. La adoración y la predicación centradas en Dios se sustituyen por payasadas y
entretenimiento centrado en el hombre. Un énfasis bíblico en el pecado, el arrepentimiento y la
santidad se reemplaza con un hincapié en la autoestima y las necesidades que se perciben. Las
personas buscan maestros que solo prediquen ideas agradables y positivas “conforme a sus propias
concupiscencias” porque tienen “comezón de oír”. Como resultado, esos maestros populares (que se
“amontonarán”) “apartarán de la verdad” a las mentes de las personas, dejándolas sensibles a la
influencia engañosa de Satanás.
La advertencia de la Biblia es clara: en la Iglesia surgirán falsos maestros. Es más, la Iglesia es uno
de los principales campos de acción de Satanás. Por eso todo verdadero pastor debe estar
continuamente alerta, estudiando, -proclamando y defendiendo constantemente la verdad, “para que
también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tit. 1:9b).
SU ARROGANCIA
y desprecian el señorío. Atrevidos y contumaces, no temen decir mal de las potestades
superiores, mientras que los ángeles, que son mayores en fuerza y en potencia, no pronuncian
juicio de maldición contra ellas delante del Señor. Pero éstos, hablando mal de cosas que no
entienden, como animales irracionales, nacidos para presa y destrucción, perecerán en su
propia perdición, recibiendo el galardón de su injusticia, (2:10b-13a)
Desde la rebelión inicial de Satanás (cp. Ez. 28:17), el descaro ha sido la característica principal de
los enemigos de Dios (cp. 1 Ti. 3:6). Los falsos maestros, por supuesto, no pueden ser la excepción a
esta regla. Sus palabras y sus acciones revelan actitudes de arrogancia egocéntrica; son atrevidos e
insolentes, como es típico de los no regenerados que son hijos del diablo. Son audaces y contumaces
(tolmētai, literalmente “desafiadores” o “insensatos”) para desafiar a Dios exaltándose ellos mismos,
sin importarles las consecuencias (p. ej., 2 Cr. 32:25; Est. 3:5; Dn. 4:30; 5:20, 22-23; Hch. 12:21-23).
Están decididos a seguir su propio camino a cualquier precio, siendo tercos y atrevidos (authadeis),
un término que connota engreimiento vanidoso y obstinación.
Para ilustrar el alcance de la arrogancia inquebrantable de tales individuos, Pedro observa que no
temen decir mal de las potestades superiores. Decir mal (blasphēmeō), vocablo del que la palabra
blasfemia es una transliteración, significa “calumniar” o “hablar de manera ligera o profana de
asuntos sagrados” (cp. 2 R. 19:4, 22; Sal. 74:18; 1 Ti. 1:20; Ap. 16:10-11). Y potestades superiores
en este contexto se refiere a demonios (cp. Jud. 8), que son potestades (doxa, “glorias”) que poseen
una existencia trascendental y sobrenatural, más allá del nivel humano (Ef. 6:12). Aunque estos
falsos maestros eran simples mortales, que por naturaleza son “un poco menor que los ángeles” (Sal.
8:5), con gran arrogancia se consideran a sí mismos superiores a los seres angelicales.
La Biblia muestra que los ángeles caídos conservan aún la huella de la majestad divina, una sombra
de la gloria que tenían antes de la caída. En este sentido son como los hombres pecadores — que
siguen conservando la imagen divina (Gn. 1:26; Sal. 8:5) y creación posterior a la caída — lo que
evidencia su magnificencia dada por Dios (1 Co. 15:40-41). Por tanto, sigue habiendo una cantidad
transcendente de dignidad para los demonios, a pesar de estar caídos. El apóstol Pablo sugiere esto
cuando se refiere a los demonios como principados, poderes y gobernadores (cp. 2 Co. 10:3-5)
delineando al menos tres niveles de majestad y autoridad dentro del reino demoníaco. Aunque no hay
duda de que están subordinados a Dios, los ángeles caídos (bajo el liderazgo de Satanás) ejercen gran
influencia y poder en este mundo (Jn. 12:31; cp. Ef. 2:2). Durante veintiún días un demonio poderoso
impidió al valiente ángel Gabriel hacer la obra de Dios hasta que el arcángel Miguel y poderosos
ángeles llegaron para ayudarle (Dn. 10:13). Sin embargo, sin ningún temor los falsos maestros de la
época de Pedro simplemente se burlaron de los demonios, suponiendo que ellos (como hombres
caídos) eran de alguna manera superiores a los ángeles caídos.
Es necesario reconocer que muchos falsos profetas modernos en los sectores extremos del
movimiento carismático hacen con ligereza sus fortunas supuestamente atando y condenando a los
demonios, como si tuvieran verdadero poder sobre tales demonios. En realidad, se trata de falsos
exorcistas como los “hijos de un tal Esceva” (Hch. 19:13-16) que calzan perfectamente en la
descripción de Pedro. Los paganos desarrollan elaborados ardides para apaciguar a sus dioses
demoníacos. No obstante, los maestros y predicadores que son falsos cristianos declaran
descaradamente su autoridad sobre las fuerzas del infierno.
En contraste, incluso los ángeles justos, que son mayores en fuerza y en potencia, no pronuncian
juicio de maldición contra ellas (las potestades superiores del v. 10) delante del Señor. Ya que no
hay modificador, el término ángeles se refiere a los santos que sin duda son mayores en fuerza y en
potencia que los hombres caídos o los demonios. Pero incluso desde su exaltada posición, los
ángeles santos no irrespetan a sus homólogos caídos como hacen los falsos maestros. Por ejemplo, el
poderoso arcángel Miguel, que “contendía con el diablo, disputando con él por el cuerpo de
Moisés, no se atrevió a proferir juicio de maldición contra él, sino que dijo: El Señor te reprenda”
(Jud. 9). Al igual que Miguel, los creyentes no deberían confrontar solos a Satanás y sus secuaces. En
vez de eso deberían buscar los poderes de intervención de Dios contra los demonios. Sin embargo,
los falsos maestros, en marcado contraste, se muestran tan seguros de sí mismos, tan descarados y
temerarios que hacen lo que ni siquiera Miguel “se atrevió a” hacer: injuriar directamente a las
potestades superiores como si tuvieran autoridad sobre ellas. (Para más información sobre la lucha
entre Miguel y Satanás, véase el análisis de Jud. 8-9 en el capítulo 3 de mi comentario de Judas).
Las imprudentes blasfemias a Dios y a los ángeles por parte de los falsos maestros demuestran que
estos son como animales irracionales (cp. Jud. 10). Se les puede comparar a bestias que no tienen
capacidad racional, que actúan únicamente por auto indulgencia y pasión irreflexiva. Los animales
nacen como criaturas de instinto, lo que significa que sus reacciones al estímulo están programadas
de antemano, insertadas por Dios en su composición genética (cp. Gn. 1:30). Puesto que actúan por
instinto, los animales no son racionales; por tanto, no hacen contribuciones intelectuales a la
sociedad. Es más, la mayoría de ellos tienen como papel principal en el sistema ecológico servir para
presa y destrucción, proporcionando de este modo carne para otros miembros de la cadena
alimentaria.
Los embaucadores espirituales, presentándose fraudulentamente como verdaderos maestros,
exhiben ignorancia como la del animal, hablando mal de cosas que no entienden. Ridiculizan la
verdad divina y la autoridad celestial, expresando cosas que ni siquiera entienden. Al igual que los
animales, no hacen ninguna contribución positiva y en realidad servirían mejor a los demás estando
muertos. De ahí que al final del versículo 12 se predice que ellos perecerán en su propia perdición.
No escaparán a la futura ira de Dios. Cuando el fuego de Dios consuma al mundo entero con todas
sus criaturas (3:7, 12), los falsos maestros también serán finalmente destinados para presa y
destrucción al igual que las demás criaturas. Judas agrega que los malignos programas instintivos de
estos falsos maestros serán destruidos (v. 11). Como enemigos de Dios, tras haber distorsionado
intencionalmente el mensaje de la Palabra, enfrentarán castigo eterno en el lago de fuego (Ap. 20:9-
15).
En realidad, el lago de fuego es donde los falsos maestros sufrirán para siempre la furia de la ira de
Dios, recibiendo el galardón de su injusticia. (Esta frase no es la mejor traducción, ya que podría
malinterpretarse que está mal que Dios los juzgue. El griego para recibiendo es adikoumenoi, un
presente medio o forma verbal pasiva mejor entendida como significado “resultar perjudicado”, “ser
dañado” o “ser ofendido” [cp. Ap. 2:11]). De ese modo personifican la ley de la siembra y la
cosecha: “No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso
también segará” (Gá. 6:7; cp. Os. 10:12-13). Los que se dedican a la falsa doctrina, exhibiendo un
enfoque fanfarrón hacia las cosas espirituales, serán castigados eternamente por sus transgresiones
(cp. Jer. 8:1-2; 14:15; 29:32).
SUS COSTUMBRES
ya que tienen por delicia el gozar de deleites cada día. Estos son inmundicias y manchas,
quienes aun mientras comen con vosotros, se recrean en sus errores. Tienen los ojos llenos de
adulterio, no se sacian de pecar, seducen a las almas inconstantes, tienen el corazón habituado
a la codicia, y son hijos de maldición. (2:13b-14)
Como regla general, los pecadores tienden a cometer actos depravados en la noche: “Los que
duermen, de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan” (1 Ts. 5:7). Según los
historiadores, la pagana sociedad romana toleraba la disipación y la juerga, siempre y cuando se
limitaran discretamente al amparo de las tinieblas. Pero el libertinaje era mal visto y desaprobado
durante el día cuando todos lo podían presenciar. Debido a su naturaleza pública, tal comportamiento
se consideraba inapropiado, incluso por parte de incrédulos romanos. No obstante, los falsos
maestros de la época de Pedro estaban tan consumidos por la lujuria, la codicia y el vicio que
consideraban delicia el gozar de deleites cada día, sin querer esperar hasta el anochecer.
A consecuencia de la pasión que mostraban por la perversión, Pedro comparó a estos charlatanes
espirituales con inmundicias y manchas, dos términos que hablan de lugares sucios, defectos, sarna
y cosas enfermas. Como llagas malignas, los falsos maestros se recrean en sus errores y disfrutan
abiertamente del fruto de su pecado. Al mismo tiempo engañan a quienes caen bajo la influencia de
su enseñanza (Ro. 16:18; 2 Ti. 3:13; Jud. 16-19; cp. Jer. 23:26; 2 Co. 11:13; 2 Ts. 2:10),
promoviendo activamente la maldad en las vidas de sus seguidores.
Para empeorar las cosas, los falsos maestros introducen su lascivia en la Iglesia, y de manera
resuelta comen con los santos. Comen (suneuōcheomai) significa también “estar de parranda” o
“entretenerse juntos”, como en una comida pública. Aquí podría referirse a una fiesta de amor de la
iglesia que acompañaba a la Santa Cena (cp. el análisis sobre Jud. 12a en el capítulo 3 de mi
comentario de Judas). Fingiendo fe en Cristo, los falsos maestros deseaban tener un lugar legítimo en
la mesa. Pero en realidad eran una influencia contaminante. En otra parte del Nuevo Testamento,
como una protección contra tales intromisiones, el Espíritu Santo advierte a los creyentes que
efectúen comidas especiales en la iglesia con propiedad (1 Co. 11:20-22), a cuidarse de falsos
maestros que podrían querer infiltrarlos (Mt. 7:15; cp. Hch. 20:28-31; 1 Co. 16:13), y a que se alejen
de tales individuos (2 Jn. 9-11).
En el versículo 14 Pedro cambia el enfoque de la conducta pública de los falsos maestros a sus
pensamientos y acciones en privado. Tienen los ojos llenos de adulterio indica que estos farsantes
espirituales ya no poseían ninguna disciplina moral; ni siquiera podían mirar a una mujer sin verla
como un objeto potencial de su adulterio o fornicación (cp. Mt. 5:28). En pocas palabras, la lujuria
que exhibían era insoportable e insaciable, una forma atroz de lascivia que estaba llena de deseos
pecaminosos.
No obstante, incluso como depredadores amenazantes, los falsos maestros siguen ganando adeptos
dentro de la Iglesia. Como agentes de Satanás, seducen a las almas inconstantes, ensañándose con
los débiles espirituales (cp. Stg. 1:6), convenciéndolos de creer mentiras doctrinales, y atrayéndolos
hacia estilos libertinos de vida. La palabra seducen (deleazō) literalmente significa “atrapar con un
cebo”, y la imagen de la palabra es inconfundible. Los falsos maestros, al igual que los pescadores
con el uso de un señuelo, engañan a sus víctimas haciéndoles creer engaños. Bajo el disfraz de
ministerio auténtico apuntan hacia los incautos (cp. 2 Ti. 3:6-8) espiritualmente inmaduros, sin
discernimiento o incrédulos. Pedro sabía que solamente un fundamento firme en la Palabra de Dios
constituía una defensa segura contra las tácticas de estos farsantes (1 P. 2: 1-3; cp. Ef. 4:14; 1 Jn.
2:13).
Más allá de los favores sexuales, los falsos maestros de la época de Pedro también estaban
interesados en acumular riqueza. La frase tienen el corazón habituado a la codicia indica que su
inmoralidad siempre estaba acompañada por avaricia. Habituado (gumnazō), de donde se deriva la
palabra gimnasio en español, es un término atlético que significa “ejercicio” o “disciplina”. Como
verbo presenta una inquietante descripción de los falsos maestros. William Barclay explica:
El cuadro es terrible. La palabra que usa para entrenado se usa de los atletas que se ejercitan para
los juegos. Aquellas personas han entrenado sus mentes de hecho para que no se concentren más
que en deseos prohibidos. Han peleado deliberadamente con su conciencia hasta destruirla; [han
luchado intencionadamente con sus mejores sentimientos hasta conseguir estrangularlos; han
luchado deliberadamente con Dios hasta echarlo de la vida; han luchado deliberadamente con sus
sentimientos más finos hasta que los han estrangulado; se han entrenado deliberadamente para
concentrarse en las cosas prohibidas. Sus vidas han sido una batalla terrible para destruir la virtud
y capacitarse en las técnicas del pecado] (William Barclay, Comentario al Nuevo Testamento
[Barcelona: Editorial Clie, 1999], p. 1024; cursivas en el original).
Sin lugar a dudas, Pedro entendía que las acciones de estos individuos no eran accidentales. Sus
infracciones eran delitos premeditados, no lapsos momentáneos de juicio. Como autores intelectuales
del pecado, los falsos maestros habían planeado sus ataques y habían motivado sus corazones hacia
fines sensuales y materialistas.
Con disgusto comprensible, el apóstol responde con un apelativo cortante pero apropiado: hijos de
maldición. Como mentirosos e hipócritas, los falsos maestros personifican a aquellos a quienes Dios
ha maldecido al infierno. La frase de Pedro es un hebraísmo que expresa la idea de que los seres
humanos son “hijos” de cualquier influencia que tenga dominio en sus vidas (cp. Gá. 3:10, 13; Ef.
2:1-3; 1 P. 1:14). Como siervos de Satanás y esclavos del pecado fueron correctamente denunciados
como hijos de la maldición del infierno.
SU COMPENSACIÓN
Han dejado el camino recto, y se han extraviado siguiendo el camino de Balaam hijo de Beor, el
cual amó el premio de la maldad, y fue reprendido por su iniquidad; pues una muda bestia de
carga, hablando con voz de hombre, refrenó la locura del profeta. (2:15-16)
El diccionario define compensación como un incentivo para hacer algo, o como un motivador para
realizar una tarea. En el caso de los falsos maestros, Pedro reveló que el principal incentivo de ellos
era y es el beneficio personal. En pocas palabras, su compensación era realmente una etiqueta de
precio: los motivaba el dinero, como ya se había observado en los versículos 3 y 14. A fin de ilustrar
más este punto, Pedro compara a los falsos maestros con el falso profeta Balaam del Antiguo
Testamento (Nm. 22-24; cp. Jud. 11).
Los falsos maestros, al igual que Balaam antes que ellos, han dejado el camino recto. El camino
recto es una metáfora del Antiguo Testamento que indica obediencia a la Palabra de Dios (Gn.
18:19; 1 S. 12:23; Job 8:19; Sal. 18:30; 25:9; 119:14, 33; Pr. 8:20, 22; cp. Hch. 13:10). Dejado
describe una rebelión directa y deliberada contra las Escrituras. Al rechazar la Palabra de Dios, los
falsos maestros de la época de Pedro se negaron a andar en obediencia, eligiendo a su vez extraviarse
del rumbo a pesar de las consecuencias eternas (cp. Jud. 13). Al hacer eso estaban siguiendo
insensatamente el camino de Balaam hijo de Beor.
La historia de Balaam es un ejemplo clásico de un profeta que estaba motivado por el beneficio
económico. Después de ser contratado por Balac, el rey de Moab, Balaam intentó maldecir al pueblo
de Israel cuando vagaban por el desierto (Nm. 22:1-6). Balac veía a los israelitas como una amenaza
militar y esperaba derrotarlos con la ayuda de Balaam. Este individuo se había ganado una reputación
como profeta a sueldo, y era de una ciudad junto al río Éufrates donde eruditos han encontrado
evidencia de una secta de profetas cuyas actividades se asemejaban a las costumbres de Balaam.
En la primera mitad de Números 22, Balaam parece ser un profeta fiel (vv. 7-21). Sin embargo,
incluso en este pasaje sus tácticas parecen sugerir que esperaba negociar un pago mayor de parte de
Balac antes de realizar su servicio profético (v. 13). Por supuesto, al final Balaam no maldijo a Israel
sino que lo bendijo. A pesar de todo, estaba más que dispuesto a aceptar las riquezas de Balac
(vv. 18, 40; 24:13) porque amó el premio de la maldad (cp. Pr. 11:18). Si Dios no hubiera
intervenido a favor de Israel, Balaam habría pecado voluntariamente para su propio beneficio
material (cp. Dt. 23:4-5).
Aunque Balaam afirmó hablar solamente las palabras de Dios, el Señor sabía que deseaba maldecir
a Israel a cambio de dinero. A causa de su codicia, Balaam fue reprendido por su iniquidad.
Mientras el falso profeta cabalgaba sobre su muda bestia de carga, el Señor hizo milagrosamente
que el animal hablara con voz de hombre (Nm. 22:22-35) lo cual refrenó la locura del profeta. El
término traducido locura (paraphronia) literalmente significa “al lado de la propia mente”. En otras
palabras, Balaam era tan codicioso que estaba “al lado de sí mismo”. Su amor por el dinero lo había
llevado a actuar de manera irracional (cp. 2 Co. 11:23).
Además de la codicia, Balaam también estaba motivado por la inmoralidad sexual. Cuando su
intento de maldecir a Israel falló, el profeta trató de arruinar a los hebreos por medio de corrupción
moral. Usó su influencia para promover relaciones que Dios había prohibido estrictamente (Éx.
34:12-16; Dt. 7:1-4; Jos. 23:11-13; Esd. 9:12; cp. Éx. 23:32), es decir, matrimonios entre los
israelitas y sus vecinos paganos, los moabitas y los madianitas (Nm. 25; 31:9-20). En Números
31:16, Moisés identifica a Balaam como una importante influencia corruptora: “He aquí, por consejo
de Balaam [las mujeres paganas] fueron causa de que los hijos de Israel prevaricasen contra Jehová
en lo tocante a Baal-peor, por lo que hubo mortandad en la congregación de Jehová” (cp. Nm. 25:1-
3). Balaam animó a los israelitas a practicar idolatría, inmoralidad y matrimonios mixtos en un
segundo intento por destruirlos, esta vez mediante la asimilación dentro de la sociedad cananea
pagana. La apostasía del profeta no solo atacó la santidad de Dios, sino que también amenazó la
misma existencia de su pueblo elegido. Aunque Balaam lo sabía muy bien, permitió que los impulsos
carnales guiaran sus decisiones. Y como resultado padeció la definitiva pena de muerte (Nm. 31:8;
cp. Pr. 13:15).
SUS PROFECÍAS
Estos son fuentes sin agua, y nubes empujadas por la tormenta; para los cuales la más densa
oscuridad está reservada para siempre. Pues hablando palabras infladas y vanas, seducen con
concupiscencias de la carne y disoluciones a los que verdaderamente habían huido de los que
viven en error. Les prometen libertad, y son ellos mismos esclavos de corrupción. Porque el que
es vencido por alguno es hecho esclavo del que lo venció. (2:17-19)
Tres características principales siempre han marcado el estilo de ministerio de los falsos maestros.
Primera, son autoritarios (Jer. 5:31), gobernando invariablemente a sus iglesias de una manera
dominante (cp. 3 Jn. 9-10), y denunciando con firmeza a quienes les cuestionan su autoridad. Para
empeorar las cosas, siempre les falta capacitación formal u ordenación reconocida, y actúan más allá
de cualquier responsabilidad bíblica o teológica legítima.
Segunda, los falsos maestros ministran en una forma centrada en el -hombre (Jer. 23:16, 26; Ez.
13:2), satisfaciendo lo que creen que las personas quieren oír y aceptar (cp. Is. 30:10; 2 Ti. 4:3-4). En
consecuencia, predican sus propias visiones (Lm. 2:14; Ez. 13:9; Zac. 10:2; Col. 2:18) de salud,
riqueza, prosperidad y falsa paz (Jer. 6:14; 23:17; Ez. 13:10, 16). El verdadero maestro resalta la
santidad de Dios, la pecaminosidad del hombre, y la desesperada condición resultante. Sin embargo,
los falsos maestros prefieren mensajes de su propia elaboración: melosos engaños que apelan a los
apetitos carnales de sus oyentes.
Tercera, los falsos maestros tratan con desprecio a las doctrinas históricas de la Iglesia basadas en
las Escrituras (cp. Jer. 6:16). En lugar de predicar la ortodoxia bíblica, promocionan sus propias y
autoproclamadas novedades, metodologías y doctrinas. A propósito, se distancian del pasado,
refrendando con arrogancia algún enfoque recién inventado para ministrar, y a menudo afirman
revelación privada de parte de Dios en defensa de sus tesis humanas.
Sin lugar a dudas, todas estas tres características correspondían a los falsos maestros de la época de
Pedro. Pero el apóstol no resultó engañado por el carisma o los trucos de los farsantes. Él los conocía
por lo que realmente eran: fuentes sin agua, y nubes empujadas por la tormenta (cp. Jud. 12b).
Al describir a los falsos maestros Pedro eligió dos metáforas que representan agua, el elemento
natural más esencial en el árido Oriente Medio. Debido a su relativa escasez y su vital importancia, el
agua proporcionaba el ejemplo perfecto de sustento espiritual. Es más, el Señor Jesucristo había
usado esta misma metáfora años antes cuando prometió a sus discípulos: “Si alguno tiene sed, venga
a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior correrán ríos de agua viva” (Jn.
7:37-38).
Por tanto, como espejismos en el cálido desierto arenoso, Pedro describe a los falsos maestros como
aquellos que prometen lo que no cumplen. Son fuentes sin agua que no ofrecen nada más que falsas
esperanzas de alivio a los sedientos espirituales. También los trata como nubes empujadas por la
tormenta. En la región mediterránea oriental la brisa marina trae periódicamente niebla que parece
indicar lluvia. Pero a veces la humedad atmosférica se mantiene solo brevemente y no produce
lluvias importantes. La tierra queda reseca y árida; los habitantes quedan desilusionados. Al igual que
esas nubes, los falsos maestros no tienen sustancia ni proveen refrigerio transformador de vida (cp.
Jud. 12).
Sin titubear, Pedro volvió a anunciar el terrible juicio que espera a los falsos maestros: para los
cuales la más densa oscuridad está reservada para siempre (cp. Jud. 13). La densa oscuridad
mencionada aquí se refiere al infierno, el lugar de castigo eterno donde coexisten el fuego (Mt.
13:42; 25:41) y las tinieblas (Mt. 8:12; 22:13).
A pesar del hecho de que no tienen sustancia espiritual para ofrecer, los falsos maestros
invariablemente afirman tener gran sabiduría y conocimiento, hablando palabras infladas y vanas.
Engañan a sus seguidores a través de su extravagante verborrea y su rimbombante retórica,
haciéndolos creer que poseen profunda erudición teológica, insondable visión espiritual, e incluso
revelaciones de parte de Dios. Con tales “verdades” deslumbran a sus víctimas (Judas llamó
“estrellas errantes” a tales individuos, v. 13), aunque en realidad no dicen nada que sea
verdaderamente divino y, como un meteorito, se desvanecen en la oscuridad (cp. Jud. 13b). En la
Iglesia de hoy estas palabras infladas y vanas (cp. 1 Ti. 1:5-6; 6:3-5; 2 Ti. 2:14-18; Tit. 3:9)
incluyen el vocabulario florido del ritualismo religioso, las complicadas doctrinas de las sectas
pseudocristianas, y los razonamientos académicos del liberalismo dominante.
Igual que en la época de Pedro, los falsos maestros contemporáneos seducen a sus oyentes con
concupiscencias de la carne y disoluciones, usando su vocabulario vacío y arrogante. No se
preocupan por llevar la verdad a la mente de las personas; en cambio apuntan a sus lujurias,
ofreciéndoles un mensaje carnal orientado en sensaciones que alimentan los instintos sensuales de los
oyentes. A menudo tales maestros poseen un encanto personal y un atractivo carismático que otras
personas, especialmente mujeres susceptibles, encuentran encantador (cp. 2 Ti. 3:1-6; 4:3-4).
Los individuos que siguen a los falsos maestros son los que verdaderamente habían huido de los
que viven en error. En otras palabras, son hombres y mujeres que a través de determinación moral
están tratando de mejorar su situación. Incluyen a personas que batallan con relaciones destrozadas,
que luchan con “necesidades emocionales sentidas”, y que desesperadamente anhelan alivio de la
culpa, la ansiedad y el estrés. Están insatisfechas con el estilo de vida de los que viven en error (la
multitud promedio de humanidad no regenerada) y buscan una mejor manera de vivir (cp. Mr. 10:17-
22) o alguna forma de experiencia religiosa (cp. Hch. 8:18-24). Pero eso no significa que sean
verdaderamente redimidos. Es más, en medio de su desesperación, soledad e intentos de
mejoramiento personal son sumamente susceptibles a las explotaciones seductoras de los falsos
maestros.
Cuando atraen a estas personas, los falsos maestros les prometen libertad y victoria mientras son
ellos mismos esclavos de corrupción. Sus vacías promesas incluyen liberación, propósito,
prosperidad, paz y felicidad. Sin embargo, ellos mismos ni siquiera poseen tales bendiciones. En
realidad, son esclavos de su lujuria, porque el que es vencido por alguno es hecho esclavo del que
lo venció. Se encuentran tan rematadamente dominados y controlados por su naturaleza pecaminosa
(Jn. 8:34; Ro. 6:16) que su enseñanza es vacía de cualquier poder divino. A pesar de que ofrecen
libertad, son esclavos del pecado y totalmente incapaces de otorgar verdadera libertad espiritual
porque rechazan a Jesucristo, el único que puede liberar realmente el alma (Jn. 8:31-32, 36; Ro. 8:2;
Gá. 5:1; He. 2:14-15; cp. Stg. 1:25).
SU PERVERSIÓN
Ciertamente, si habiéndose ellos escapado de las contaminaciones del mundo, por el
conocimiento del Señor y Salvador Jesucristo, enredándose otra vez en ellas son vencidos, su
postrer estado viene a ser peor que el primero. Porque mejor les hubiera sido no haber
conocido el camino de la justicia, que después de haberlo conocido, volverse atrás del santo
mandamiento que les fue dado. Pero les ha acontecido lo del verdadero proverbio: El perro
vuelve a su vómito, y la puerca lavada a revolcarse en el cieno. (2:20-22)
Sin lugar a dudas, los falsos maestros de la época de Pedro eran individuos externamente religiosos.
Habían profesado fe en Jesucristo y tal vez convencían a otros de que sabían mucho más acerca de Él
de lo que en realidad era cierto. De otro modo no habrían podido infiltrarse de forma tan eficaz en la
iglesia.
En la búsqueda de la religión, específicamente el cristianismo, ciertamente ellos escaparon de las
contaminaciones del mundo. Contaminaciones, o “poluciones”, es miasma, una palabra cuya
transliteración al español transmite el mismo significado que en el griego: “Volátil exhalación que
antiguamente se creía que causaba enfermedad… influencia o ambiente que tiende a agotar o
corromper”. El sistema depravado del mundo produce, por así decirlo, vapores venenosos, males
infecciosos y vicios morales en todas las formas imaginables. La humanidad perdida está muy
contaminada por la inmoralidad y la vanidad del mundo, y algunos, como aquellos que se convierten
en falsos maestros, tratan de escapar a él. Lo hacen por el conocimiento del Señor y Salvador
Jesucristo, hallando refugio temporal en la iglesia. Tal conocimiento constituye una acertada
sensibilización acerca de Cristo, pero de ninguna manera un conocimiento salvador de Él (Mt. 7:21-
23; He. 6:4-6; 10:26-29). Por tanto, los esfuerzos de estas personas a la larga resultan en nada más
que reforma moral temporal y superficial a través de religión, la religión del cristianismo nominal,
vacío de fe y arrepentimiento verdaderos.
Es evidente que los falsos maestros no están realmente en Cristo porque enredándose otra vez en
las contaminaciones del mundo son vencidos. No son los vencedores de los que el apóstol Juan
escribió en su primera epístola (1 Jn. 5:4-5) o en el libro del Apocalipsis (2:7, 11, 17, 26; 3:5, 12, 21).
Puesto que no hay verdadera salvación para ellos, ni han recibido gracia para vencer el poder del
pecado (Ef. 1:7), para andar en el Espíritu Santo (1 Co. 2:12-13; Ef. 2:8-10), y para perseverar en la
fe (Fil. 2:12-13; 2 Ts. 1:11-12), se hunden de nuevo en la contaminación del mundo y rechazan por
completo el evangelio de la salvación. Este postrer estado viene a ser muchísimo peor que el
primero. Después de todo, aquellos que entienden la verdad y, sin embargo, la -abandonan
-enfrentarán mucho mayor juicio que quienes nunca la han oído (cp. Mt. 10:14-15; 11:22-24; Mr.
6:11; Lc. 12:47-48).
En consecuencia, mejor les hubiera sido no haber conocido el camino de la justicia, que después de
haberlo conocido, volverse atrás del santo mandamiento que les fue dado (cp. Mt. 26:24). El camino
de la justicia es la fe cristiana (véase el estudio de 2:2 en el capítulo 29 de esta obra). Debido a la
mayor condenación que enfrentan, a los falsos maestros les vendría mejor no haber oído acerca de la
Biblia y la doctrina que, después de considerarla, haberla rechazado. Su insincera consideración del
evangelio les proporciona acceso a la enseñanza divina en la Palabra de Dios, el santo mandamiento
(cp. Éx. 24:12; Dt. 6:1, 25; Jos. 22:5; 2 R. 17:37; Sal. 19:8; 119:96; Pr. 6:23; Mt. 15:3; Jn. 12:50; Ro.
7:12; 16:26; 1 Jn. 2:7). Pero en última instancia renuncian a Cristo y su fe salvadora. Por tanto,
desprecian el único camino verdadero de salvación y en consecuencia quedan sin ninguna esperanza
de vida eterna. El escritor de Hebreos ofrece una advertencia parecida contra la apostasía:
Porque es imposible que los que una vez fueron iluminados y gustaron del don celestial, y fueron
hechos partícipes del Espíritu Santo, y asimismo gustaron de la buena palabra de Dios y los
poderes del siglo venidero, y recayeron, sean otra vez renovados para arrepentimiento,
crucificando de nuevo para sí mismos al Hijo de Dios y exponiéndole a vituperio (He. 6:4-6; cp.
Mt. 13:3-7; Jn. 6:60-66).
Más adelante en esa carta, el escrito reitera la misma verdad en diferentes palabras:
Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya
no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de
fuego que ha de devorar a los adversarios. El que viola la ley de Moisés, por el testimonio de dos
o de tres testigos muere irremisiblemente. ¿Cuánto mayor castigo pensáis que merecerá el que
pisoteare al Hijo de Dios, y tuviere por inmunda la sangre del pacto en la cual fue santificado, e
hiciere afrenta al Espíritu de gracia? Pues conocemos al que dijo: Mía es la venganza, yo daré el
pago, dice el Señor. Y otra vez: El Señor juzgará a su pueblo. ¡Horrenda cosa es caer en manos
del Dios vivo! (He. 10:26-31).
(Para un comentario sobre los pasajes de Hebreos, véase Comentario MacArthur del Nuevo
Testamento: Hebreos y Santiago, [Grand Rapids: Portavoz, 2014], pp. 165-168, 287-291).
Los maestros apóstatas, como Pedro los describe, en realidad se desarrollan dentro de la iglesia
donde en parte exhumados del fango de la maldad en la sociedad, oyen la verdad pero al final la
rechazan. Así como Judas Iscariote, se reproducen en proximidad a Jesucristo y su Palabra,
cubriéndose en la fingida justicia de la hipocresía. En última instancia usan a la iglesia únicamente
para sus propios fines egoístas, como parásitos espirituales, tratando seductoramente de arrastrar con
ellos a tantos como sea posible, para malvada satisfacción de las huestes de Satanás (cp. 1 Ti. 4:1-2).
En una última imagen de la despreciable naturaleza de los falsos maestros, Pedro los describe
usando representaciones gráficas del reino animal. Su primera analogía de lo que les ha acontecido a
ellos es lo que dice el verdadero proverbio (Proverbios 26:11): El perro vuelve a su vómito. La
segunda tal vez la tomó prestada de un antiguo adagio secular: la puerca lavada vuelve a revolcarse
en el cieno. En tiempos bíblicos los perros y los cerdos eran animales despreciables (cp. Job 30:1;
Sal. 22:16; Mt. 7:6; Lc. 16:21). A los perros, por ejemplo, casi nunca los tenían como mascotas
domésticas porque por lo general eran animales callejeros semisalvajes, a menudo sucios, enfermos y
peligrosos (cp. 1 R. 14:11; 21:19, 23-24; Is. 56:11; Ap. 22:15). Vivían en los basureros y estaban
dispuestos a comerse su propio vómito. No sorprende entonces que los judíos trataran a los perros
con desprecio y disgusto. Los cerdos de igual modo representaban la suciedad, siendo los seres más
bajos en inmundicia para los judíos (cp. Lc. 15:15-16). Esto principalmente se debía a que la ley
mosaica los declaraba ceremonialmente inmundos (Lv. 11:7; Dt. 14:8). La comparación de Pedro es
entonces inconfundible: Los falsos maestros son la personificación de la inmundicia y de la
obscenidad espiritual.
Tristemente el cristianismo contemporáneo cuenta con muchos individuos como los que Pedro
describe en este pasaje. Estos han ido tras mejoramiento personal y reforma moral en su búsqueda de
experiencias espirituales y religiosas. Muchos de ellos se han convertido en maestros, predicadores y
profetas designados por sí mismos dentro de la iglesia profesante. Por desgracia, igual que perros
sucios o cerdos inmundos, finalmente regresan a sus antiguos estilos de vida, rechazando así al Único
que puede reformarlos de veras. Quienes se convierten en líderes espirituales son en realidad falsos
maestros motivados por sus propios intereses egoístas y sus deseos sensuales. Al considerarles el
carácter abominable y la condenatoria influencia, la advertencia de Pedro es clara: ¡Aléjense de los
falsos maestros y desenmascárenlos! Los creyentes genuinos deben escuchar a los verdaderos
apóstoles y profetas, no a los falsos (3:1-2).
Amados, esta es la segunda carta que os escribo, y en ambas despierto con exhortación vuestro
limpio entendimiento, para que tengáis memoria de las palabras que antes han sido dichas por
los santos profetas, y del mandamiento del Señor y Salvador dado por vuestros apóstoles;
sabiendo primero esto, que en los postreros días vendrán burladores, andando según sus
propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque
desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen así como desde el
principio de la creación. Estos ignoran voluntariamente, que en el tiempo antiguo fueron
hechos por la palabra de Dios los cielos, y también la tierra, que proviene del agua y por el
agua subsiste, por lo cual el mundo de entonces pereció anegado en agua; pero los cielos y la
tierra que existen ahora, están reservados por la misma palabra, guardados para el fuego en el
día del juicio y de la perdición de los hombres impíos. Mas, oh amados, no ignoréis esto: que
para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no retarda su
promesa, según algunos la tienen por tardanza, sino que es paciente para con nosotros, no
queriendo que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento. Pero el día del
Señor vendrá como ladrón en la noche; en el cual los cielos pasarán con grande estruendo, y los
elementos ardiendo serán deshechos, y la tierra y las obras que en ella hay serán quemadas.
(3:1-10)
Jesucristo va a regresar.
A lo largo de los siglos, la realidad de esa maravillosa promesa ha conformado el meollo de la
expectativa cristiana. Esa es la esperanza bendita de la Iglesia (Tit. 2:11-14), su máximo anhelo (cp.
Ro. 8:23), y el gran clímax de la historia salvadora (Mt. 25:31-46), un tiempo de redención para los
creyentes (Ef. 4:30) y el momento de juicio para los enemigos de Dios (2 Ts. 2:1-12). También
marca el inicio del reino terrenal de Cristo (Ap. 20:6), durante el cual los santos reinarán con Él en
santidad (2 Ti. 2:12; Ap. 5:10). La esperanza de -resurrección corporal (1 Ts. 4:13-18), la
recompensa espiritual (cp. Mt. 25:21, 23), y un sistema mundial justo (Is. 9:6-7) están todos
vinculados al regreso de Jesús. No es de extrañar entonces que la iglesia primitiva encontrara gran
consuelo en la Segunda Venida. Después de todo, los lectores de esta epístola ya habían soportado
mucha persecución fuera de la iglesia (cp. 1 P. 4:12-14). Ahora estaban experimentando problemas
internos por parte de los falsos maestros. Por tanto, anhelaban el regreso de su Salvador, el Juez que
enderezaría todas las cosas (cp. 2 Ti. 4:7-8). Según explica un escritor:
La esperanza de la venida de Cristo era de gran importancia para la iglesia primitiva. En realidad,
su certeza era tan real que los creyentes del siglo I se saludaban entre sí con el término
“Maranata”, que significa “el Señor viene”. En lugar de estar asustados por tal posibilidad, se
aferraban a ella como a la culminación de todos sus sufrimientos. Como es lógico, el Nuevo
Testamento refleja esta intensa expectativa refiriéndose al regreso de Jesús, sea directa o
indirectamente, en cada libro del Nuevo Testamento excepto Filemón y 3 Juan (Nathan Busenitz,
Living a Life of Hope [Ulrichsville, Ohio: Barbour Books, 2003], p. 122).
Desde luego, el diablo también reconoce cuán importante es esta doctrina para la Iglesia. Cuando los
cristianos viven en la expectativa del regreso prometido de Cristo demuestran celo y entusiasmo
espiritual, reconociendo que pronto darán cuenta a su Maestro (Ro. 13:11; 1 Ti. 6:14; 2 Ti. 4:5).
Como escribiera el apóstol Juan, se trata de una esperanza purificadora (1 Jn. 3:3). Sin embargo,
cuando los creyentes se olvidan de la Segunda Venida y en su lugar empiezan a enfocarse en las
cosas de este mundo, se absorben en lo temporal y se vuelven apáticos y fríos hacia lo eterno.
Satanás sabe que si logra que la Iglesia subestime la importancia del regreso de Cristo, o incluso que
niegue por completo su realidad, puede quitar una fuente muy significativa de esperanza y
motivación cristiana. Para tal fin el diablo instala continuamente escépticos y falsos maestros dentro
de la iglesia, hombres que rechazan, minimizan o alteran la promesa de Jesús. Tales cínicos que hoy
día plagan la cristiandad también estaban alrededor en la época de Pedro. (Para un enfoque más
detallado de la venida del Señor y de quienes la niegan, véase John MacArthur, La Segunda Venida
[Grand Rapids: Portavoz, 1999]).
En 3:1-10, Pedro responde directamente a los ataques de los falsos maestros. En primer lugar,
considera los argumentos falaces que hacían contra la Segunda Venida. A continuación, contesta esas
acusaciones, proporcionando argumentos opuestos que apoyan el regreso de Cristo. Por último, el
apóstol finaliza asegurando a sus lectores que, a pesar de lo que digan los herejes, el juicio futuro de
Dios es seguro.
Puesto que todas estas cosas han de ser deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y
piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual
los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero
nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la
justicia. Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser
hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz. Y tened entendido que la paciencia de
nuestro Señor es para salvación; como también nuestro amado hermano Pablo, según la
sabiduría que le ha sido dada, os ha escrito, casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de
estas cosas; entre las cuales hay algunas difíciles de entender, las cuales los indoctos e
inconstantes tuercen, como también las otras Escrituras, para su propia perdición. Así que
vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano, guardaos, no sea que arrastrados por el error de
los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de
nuestro Señor y Salvador Jesucristo. A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén.
(3:11-18)
Un día, en el futuro relativamente cercano, este universo será totalmente destruido. Bajo el peso de la
ira consumidora de Dios, en el castigo final, se derretirá en un holocausto definitivo de inimaginable
intensidad.
Para los enemigos de Dios ese juicio futuro será una pesadilla ineludible. Pero para los hijos de Dios
significará el cumplimiento de la esperanza de los cristianos, un sueño hecho realidad, en los albores
del reinado de Cristo en la tierra, seguido por la creación de nuevos cielos y nueva tierra. Y para Dios
mismo, esto marcará su triunfo total sobre todos los que se le oponen, e incluye la destrucción final
de la muerte y la total erradicación del pecado (1 Co. 15:24-28).
Este último segmento contiene la exhortación que Pedro hace a sus lectores para que reaccionen
correctamente ante el regreso del Señor y el juicio final. Después de todo, la conducta diaria de estos
debe ser coherente con la -esperanza que tienen (cp. Ro. 15:13; Col. 1:23; He. 6:11; 1 Jn. 3:3)
mientras piensan en la realidad de la recompensa divina y la promesa de la gloria eterna.
La frase puesto que todas estas cosas han de ser deshechas se refiere al pasaje anterior (3:7-10),
en el que se predice la destrucción de este universo. Hasta el momento en que todo sea reemplazado
finalmente por un estado eterno glorioso, Pedro se dirige así al modo en que sus lectores deberían
actuar: cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir. Esta declaración
parece una pregunta en algunas traducciones, pero en realidad es una exclamación de asombro, un
recurso retórico que no espera una respuesta. La frase cómo no debéis vosotros se traduce del
exclusivo término griego potapous, que también se podría traducir “cuán asombrosamente excelentes
deberían ser”. A la luz del juicio prometido de Dios, Pedro retó a sus lectores a vivir en consonancia
con su esperanza cristiana, permitiendo así que sus expectativas del regreso de Cristo influyan en su
comportamiento diario.
Como extranjeros y peregrinos, los creyentes no forman parte del sistema del mundo (Fil. 3:20; He.
11:10-11, 16; 1 P. 1:1; 1 Jn. 2:15-17). Por tanto, deben vivir teniendo en cuenta las bendiciones
eternas que recibirán cuando Jesucristo se revele finalmente en toda su gloria (cp. Mt. 5:48; Col. 3:2;
1 P. 1:13-15). El apóstol Pablo, por ejemplo, mostró ese tipo de actitud.
Por tanto procuramos también, o ausentes o presentes, serle agradables. Porque es necesario
que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo
que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo (2 Co. 5:9-10; cp. 1 Co.
4:5b).
Es evidente que el pensamiento de la recompensa futura y la rendición de cuentas a Dios transformó
la perspectiva de Pablo sobre cómo vivía. Saber que un día iba a estar delante de Cristo, su Rey, fue
una gran motivación para andar “como es digno” (Ef. 4:1).
A medida que Pedro extraía sus implicaciones prácticas de la verdad escatológica, exhortaba a sus
lectores a llevar también vidas dignas, caracterizadas por una santa (acciones y comportamientos
externos) y piadosa (actitudes internas del corazón y reverencia) manera de vivir. La complejidad
del mandato que el apóstol les entregó, vivir teniendo en cuenta la Segunda Venida, se teje de siete
hilos distintos: perspectiva eterna, paz interior, pureza práctica, predicación fiel, percepción
doctrinal, progreso espiritual, y alabanza continua.
PERSPECTIVA ETERNA
¡esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios, en el cual los cielos, encendiéndose,
serán deshechos, y los elementos, siendo quemados, se fundirán! Pero nosotros esperamos,
según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia. (3:12-13)
Si los creyentes están esperando y apresurándose para la venida del día de Dios, tal vehemente
expectativa no permite que se preocupen o teman ese día. Más bien, como Pablo escribió a Tito,
estarán gozosamente “aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro
gran Dios y Salvador Jesucristo” (Tit. 2:13; cp. 2 Ti. 4:8; Ap. 22:20).
Esperando expresa una actitud de esperanza, una perspectiva de la vida que anhela vigilante la
llegada del Señor. El uso que Pedro hace de apresurándose solo fortalece tal concepto. En lugar de
temer la desaparición inminente del mundo, los cristianos la anhelan, sabiendo que tienen mucho que
esperar y nada que temer del Padre que los ama (1 Jn. 4:18). Por eso, al igual que Pablo, fácilmente
pueden decir Maran-ata, “el Señor viene” (1 Co. 16:22; cp. 1 Jn. 2:28; Ap. 22:20).
La venida se traduce del término conocido parousia, que literalmente significa “la presencia”. En el
Nuevo Testamento no se describe ante todo un lugar o suceso. En vez de eso, se resalta la llegada
personal y corporal de Jesucristo.
Algunos comentaristas comparan el día de Dios con el “día del Señor”, pero estas no son
expresiones sinónimas. El día de Dios se refiere al estado eterno en que Dios someterá
permanentemente a todos sus enemigos (cp. Sal. 110:1; Hch. 2:33-35; 1 Co. 15:28; Fil. 2:10-11;
3:21; He. 10:13). Sin embargo, el “día del Señor”, según se analizó en el capítulo anterior de esta
obra, se refiere a los hechos finales y turbulentos que acompañan al juicio final de los incrédulos.
Aunque sin duda los cristianos anhelan el día de Dios, su actitud hacia la agitación que lo precede es
más sobria. La experiencia de la visión en que el apóstol Juan comía un pequeño libro y lo
encontraba dulce al paladar pero difícil de tragar (Ap. 10:9-10), ejemplifica de modo dramático esos
sentimientos dobles. El librito representa el juicio venidero: dulce para los creyentes a causa del día
de Dios, pero amargo debido al “día del Señor”.
En el cual, refiriéndose al día de Dios, indica que algunos otros acaecimientos seguros se deben
realizar primero para que este ocurra. En preparación para ese día, Pedro reiteró que Dios destruirá el
universo actual maldito por el pecado: ¡los cielos, encendiéndose, serán deshechos, y los
elementos, siendo quemados, se fundirán! (Para un estudio de comentarios parecidos de Pedro en
los vv. 7, 10, véase el comentario sobre esos versículos en el capítulo anterior de esta obra.) Hay
varios pasajes en el libro del Apocalipsis que, aunque describen los sucesos de la tribulación mil años
antes, ofrecen vívidos anticipos del tipo de poder que Dios exhibirá en la destrucción final:
El primer ángel tocó la trompeta, y hubo granizo y fuego mezclados con sangre, que fueron
lanzados sobre la tierra; y la tercera parte de los árboles se quemó, y se quemó toda la hierba
verde. El segundo ángel tocó la trompeta, y como una gran montaña ardiendo en fuego fue
precipitada en el mar; y la tercera parte del mar se convirtió en sangre. Y murió la tercera parte
de los seres vivientes que estaban en el mar, y la tercera parte de las naves fue destruida. El
tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y
cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la
estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres
murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas (Ap. 8:7-11).
El séptimo ángel derramó su copa por el aire; y salió una gran voz del templo del cielo, del
trono, diciendo: Hecho está. Entonces hubo relámpagos y voces y truenos, y un gran temblor de
tierra, un terremoto tan grande, cual no lo hubo jamás desde que los hombres han estado sobre
la tierra. Y la gran ciudad fue dividida en tres partes, y las ciudades de las naciones cayeron; y
la gran Babilonia vino en memoria delante de Dios, para darle el cáliz del vino del ardor de su
ira. Y toda isla huyó, y los montes no fueron hallados. Y cayó del cielo sobre los hombres un
enorme granizo como del peso de un talento; y los hombres blasfemaron contra Dios por la
plaga del granizo; porque su plaga fue sobremanera grande (16:17-21).
Por lo cual en un solo día vendrán sus plagas; muerte, llanto y hambre, y será quemada con
fuego; porque poderoso es Dios el Señor, que la juzga. Y los reyes de la tierra que han fornicado
con ella, y con ella han vivido en deleites, llorarán y harán lamentación sobre ella, cuando vean
el humo de su incendio, parándose lejos por el temor de su tormento, diciendo: ¡Ay, ay, de la
gran ciudad de Babilonia, la ciudad fuerte; porque en una hora vino tu juicio! (18:8-10).
Después de la destrucción final del universo llegará el día de Dios, y este corrupto sistema mundial
será abolido para siempre (Ro. 8:18-23; 1 Jn. 2:16). Según sus promesas, ese nuevo día presentará
cielos nuevos y tierra nueva, lo que significa que Dios creará un universo totalmente distinto (cp.
Sal. 102:25-26; Is. 65:17; 66:22).
La palabra traducida nuevos (kainos) significa “novedoso en calidad”, “diferente” o “distinto a todo
lo conocido anteriormente”. Por tanto, los cielos nuevos y la tierra nueva serán más que simplemente
nuevos en tiempo o cronología; también serán nuevos en carácter: reinos en los cuales mora la
justicia. Mora (katoikeō) quiere decir “establecerse y estar en casa”, o “instaurar residencia
permanente y cómoda”. En el nuevo orden de Dios la justicia disfrutará una existencia permanente y
perfecta. El apóstol Juan describió además lo maravilloso de ese nuevo universo:
Vi un cielo nuevo y una tierra nueva; porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar
ya no existía más. Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de
Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía:
He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y
Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya
no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron…
Y no vi en ella templo; porque el Señor Dios Todopoderoso es el templo de ella, y el Cordero. La
ciudad no tiene necesidad de sol ni de luna que brillen en ella; porque la gloria de Dios la
ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Y las naciones que hubieren sido salvas andarán a la luz de
ella; y los reyes de la tierra traerán su gloria y honor a ella. Sus puertas nunca serán cerradas de
día, pues allí no habrá noche. Y llevarán la gloria y la honra de las naciones a ella. No entrará
en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira, sino solamente los que están
inscritos en el libro de la vida del Cordero (Ap. 21:1-4, 22-27).
Basándose en todo lo que Dios les tiene preparado, los creyentes deberían vivir en expectativa
constante: estando pendientes siempre del regreso de Cristo y viendo todo en esta vida a la luz del
destino eterno que les espera.
PAZ INTERIOR
Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con diligencia ser hallados
por él… en paz (3:14a)
Como quienes están en espera de estas cosas (el día de Dios, los nuevos cielos y la nueva tierra, el
estado eterno, y el glorioso reino eterno), los creyentes fieles están motivados a vivir en un modo que
refleje su perspectiva eterna. Eso requiere que esperen con diligencia (Sal. 34:14; 2 Co. 13:11; 2 Ti.
2:22; Stg. 3:18) para que cuando Cristo regrese sean hallados por él… en paz. La frase ser hallados
es un aleccionador recordatorio de que nadie podrá esconderse de Cristo cuando regrese. A Él no se
le pasará nada, sino que “aclarará también lo oculto de las tinieblas, y manifestará las intenciones de
los corazones” (1 Co. 4:5; cp. 2 Co. 5:9-10).
Paz (eirēnē) podría referirse a una relación de salvación con Dios y a estar en paz con Él (cp. Ro.
5:1; Ef. 2:14). Sin embargo, el apóstol se dirige a sus lectores como amados, lo que indica que ya
eran cristianos (cp. Ro. 1:7; 12:19; 1 Co. 4:14; 15:58; Ef. 5:1; Col. 3:12; 2 Ts. 2:13; Stg. 2:5; 1 Jn.
3:2; Jud. 1). Paz también podría aplicarse a personas no salvas pero que tienen inclinación por la
iglesia. Quizás Pedro las estaba exhortando a ser diligentes para ir tras la auténtica paz de la
salvación, a fin de que cuando Cristo aparezca las encuentre verdaderamente salvas. Pero eso tal vez
constituye solo un entendimiento secundario de la expresión, como lo es la idea de estar en paz con
otros creyentes.
En este contexto, paz se refiere principalmente a la verdadera paz mental que acompaña una fe
confiada en el Señor. Esta es una repetición de la amonestación de Pablo a los filipenses: “Por nada
estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con
acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones
y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Fil. 4:6-7; cp. Jn. 16:33; Ro. 14:17; 15:13; Col. 3:15; 1 P.
5:14). Pedro está hablando de la clase de paz que destierra tanto las preocupaciones terrenales como
los temores cósmicos, una paz que llega al saber con toda seguridad que los pecados están
perdonados. Por terribles que se pongan las cosas a medida que la historia humana se dirige hacia la
destrucción final, los creyentes que viven en esperanza gozan de continua y asentada paz, la cual el
Señor ha planificado para aquellos que lo aman (1 Co. 2:9).
PUREZA PRÁCTICA
sin mancha e irreprensibles, (3:14b)
En marcado contraste con los falsos maestros, que son “inmundicias y manchas” (2:13), Pedro
exhortó a sus lectores a permanecer sin mancha e irreprensibles. Sin mancha puede denotar
carácter cristiano, el tipo de personas que los creyentes en realidad son; e irreprensibles denota
reputación cristiana, la clase de individuos justos y virtuosos que otros perciben que los creyentes
son… debido a lo que son.
Obviamente, dentro de la iglesia hay aquellos cuyas vidas no son ni sin mancha ni irreprensibles.
Tales sujetos, caracterizados por estilos pecaminosos de vida, podrían ser cristianos o no (Mt. 13:20-
22; Gá. 5:19-21; Ef. 5:5; 1 Jn. 1:6, 8, 10; 2:9-11; 3:10-12; cp. Jn. 8:34; Ro.6:16).
Hay quienes no son lo uno ni lo otro, y otros que en público parecen irreprensibles, pero cuyas
vidas privadas en realidad están lejos de ser sin mancha. Al igual que los fariseos de hoy día, estos
se esfuerzan por parecer buenos, pero no cultivan de veras un corazón de justicia (cp. Mt. 15:7-8;
23:25, 27). Aunque por fuera conservan una reputación honorable, lo hacen tan solo por ocultar
hipócritamente el pecado del que no se han arrepentido.
En contraste, Pedro exhortó a sus lectores a mantenerse sin mancha e irreprensibles. Como
verdaderos creyentes les ordena manifestar los más elevados niveles de integridad y santidad
personal (Sal. 15:1-5; 24:3-4; 37:18; 119:1; Pr. 11:3, 5; Mi. 6:8; Jn. 14:23; Hch. 24:16; Ef. 1:4; Fil.
2:15; 4:8; 1 Ti. 3:9; 1 Jn. 2:3-6; 3:1-3; Jud. 24; cp. Gn. 6:9; Nm. 14:24; Esd. 7:10; Job 1:1). Cuando
el mundo que está observando presencia su buena conducta, la reputación sin mancha de tales
cristianos sirve como un testimonio esencial para la esperanza transformadora en el evangelio.
Entonces para los creyentes la promesa del regreso de Cristo sirve como un poderoso incentivo para
vivir en santidad. Después de todo, la rendición futura de cuentas y la recompensa celestial son
motivaciones convincentes que animan a los creyentes a abandonar continuamente el pecado y a
practicar con diligencia los medios de gracia (tales como la oración y la alabanza, Fil. 4:6; la
asimilación de la Biblia, Stg. 1:21-23; 1 P. 2:2; la adoración, Jn. 4:23-24; la Cena del Señor, 1 Co.
11:23-28, y el compañerismo, He. 10:25).
PREDICACIÓN FIEL
Y tened entendido que la paciencia de nuestro Señor es para salvación; (3:15a)
Sin lugar a dudas, Pedro deseaba que sus oyentes esperaran con anhelo el regreso de Cristo. Al
mismo tiempo no quería que permanecieran ociosos ni se desligaran de la sociedad, estando
consumidos de tal manera por pensamientos acerca del futuro que se olvidaran de sus apremiantes
responsabilidades espirituales en el presente. El juicio de Dios aún no había llegado; su ira aún no se
había derramado. Aún había tiempo para predicar las buenas nuevas a los perdidos. Por eso Pablo les
recordó que continuaran con el ministerio de la reconciliación (2 Co. 5:18-20), tratando de alcanzar a
otros con la verdad vivificante del evangelio.
Según se observó en 3:8-9 (véase el estudio de esos versículos en el capítulo anterior de esta obra),
el Señor retarda su regreso para salvar al resto de sus elegidos. Por tanto los cristianos deberían
considerar la paciencia de Dios con alegría, sabiendo que Él está añadiendo todos los días otros a su
familia hasta que esté completa.
En la parábola del hijo pródigo (Lc. 15:11-32), Jesús ilustró de modo eficaz la realidad de la
paciencia misericordiosa de Dios hacia los pecadores. La historia nos habla de un hijo rebelde que
abandonó a su familia para llevar una vida de inmoralidad y disipación. Por mucho tiempo
desperdició su oportunidad, desaprovechando el privilegio de servir a su padre. Pero un día entró en
razón, se arrepintió de su estilo pecador de vida, y regresó a casa. En lugar de ser rechazado o
desheredado por su padre, o recibido de mala gana, el padre aceptó al hijo con amor y compasión.
Ese padre representa a Dios que responde a los pecadores penitentes con misericordia y gracia,
derramadas pródiga, jubilosa y generosamente sobre los que se arrepienten y llegan a Él en fe. Y todo
el cielo se regocija, como lo describe la fiesta que el padre dio en honor de su hijo.
Cuando los cristianos anticipan el día de Dios, que para ellos significa bendición eterna, también
deben recordar el día del Señor, que para los perdidos significará castigo eterno. Con eso en mente, la
oportunidad de la actual paciencia de Dios únicamente debería aumentar el celo evangelizador de la
Iglesia (cp. Fil. 2:15; Col. 4:6; 2 Ti. 4:5).
PERCEPCIÓN DOCTRINAL
como también nuestro amado hermano Pablo, según la sabiduría que le ha sido dada, os ha
escrito, casi en todas sus epístolas, hablando en ellas de estas cosas; entre las cuales hay algunas
difíciles de entender, las cuales los indoctos e inconstantes tuercen, como también las otras
Escrituras, para su propia perdición. Así que vosotros, oh amados, sabiéndolo de antemano,
guardaos, no sea que arrastrados por el error de los inicuos, caigáis de vuestra firmeza. (3:15b-
17)
Con la frase como también, Pedro se estaba refiriendo a advertencias similares que el apóstol Pablo
había hecho con relación a la falsa enseñanza.
Pedro habló con cariño de su compañero apóstol como nuestro amado hermano Pablo,
acentuando su vida y su misión común. Como los dos líderes principales de la iglesia primitiva, sin
duda Pedro y Pablo estaban muy conscientes cada uno del ministerio del otro. Es más, ambos habían
estado presentes en el fundamental concilio de Jerusalén (Hch. 15:6-21), y habían ministrado con
Silas (cp. Hch. 15:40 con 1 P. 5:12). Más de veinte años antes, Pedro había sido confrontado por
Pablo cuando erróneamente se negó a comer con cristianos gentiles (Gá. 2:11-21; cp. vv. 8-9; 1 Co.
1:12; 3:22). Como portavoz principal de la iglesia primitiva, Pedro quedó sin duda avergonzado por
la amonestación pública de Pablo; no obstante, aceptó con buena actitud el reproche y respondió con
arrepentimiento. Su respeto por Pablo no había disminuido.
Aquí Pedro busca apoyo en las cartas inspiradas de Pablo, recordándoles a sus lectores que rechacen
a los falsos maestros y recuerden lo que Pablo ha escrito, según la sabiduría que le ha sido dada.
Curiosamente, Pedro no especifica una o varias cartas paulinas. En lugar de eso ofrece un apoyo
general a estos escritos inspirados, demostrando el origen divino de la revelación entregada a Pablo.
Se puede asumir que Pedro envió esta carta a las mismas regiones de Asia Menor que su primera
epístola (cp. 1 P. 1:1; 2 P. 3:1). De ser así, sus lectores tal vez conocían muy bien varias de las
epístolas de Pablo, ya que escribió varias de ellas a esa misma región (p. ej., Gálatas, Efesios,
Colosenses). Por eso la referencia de Pedro a casi todas las epístolas de Pablo sugiere que los
lectores de Pedro conocían mucha de la correspondencia de Pablo. Debido a que Pablo estaba
hablando en sus cartas acerca de estas mismas cosas (es decir, acontecimientos escatológicos), tiene
sentido que Pedro citara aquí las obras de Pablo.
Sin embargo, en los escritos de Pablo acerca del día del Señor, el regreso de Cristo, y las glorias de
la eternidad, Pedro reconoció que algunas de esas cosas son difíciles de entender, como por ejemplo
el arrebatamiento de la Iglesia (1 Ts. 4:15-17), la aparición del hombre de pecado (2 Ts. 2:1-4), el
regreso de Cristo en juicio (1 Ts. 5:1-11; 2 Ts. 1:3-10), y las glorias del cielo (2 Co. 5:1; 12:2-4). La
palabra traducida difíciles de entender (dusnoētos) conlleva la connotación adicional de
“complicado de interpretar”. Al usar dicho término Pedro no estaba sugiriendo que las enseñanzas de
Pablo fueran imposibles de entender; solo está reconociendo que son más complejas que otras,
especialmente la revelación profética (cp. 1 P. 1:1-12).
Tales complejidades abrieron la puerta para que los indoctos e inconstantes, es decir, los falsos
maestros, distorsionaran lo que Pablo enseñaba acerca del futuro. Indoctos denota falta de
información, e inconstantes un carácter espiritual vacilante. Tuercen se refiere a retorcer el cuerpo
de alguien en un potro de tortura. El término describe vívidamente cómo los falsos maestros
manipulaban ciertos asuntos proféticos, distorsionándolos para confundir y engañar a los faltos de
juicio. Tal desviación a menudo continúa en la actualidad respecto a la revelación profética.
Como es lógico, los falsos maestros no se detuvieron con la profecía, sino que también
distorsionaron las otras Escrituras, incluso la enseñanza bíblica sobre la ley de Dios, la justificación
por fe y la santificación. El hecho de que Pedro pusiera los escritos de Pablo a la par con las otras
Escrituras afirma claramente que Pablo escribió verdad inspirada divinamente (cp. 1:20-21; 1 Ts.
2:13; 2 Ti. 3:16-17). Los escritores del Nuevo Testamento estaban conscientes de que redactaban la
Palabra de Dios, como sin duda lo estuvieron los profetas del Antiguo Testamento. La expresión
traducida Escrituras es graphas, del verbo graphō (“escribir”) que aparece ciento ochenta veces en
el Nuevo Testamento, de las cuales la mitad se refieren a la Biblia como la “palabra escrita”. El
sustantivo graphē se usa cerca de cincuenta veces, exclusivamente respecto a la Biblia e inclusive al
Antiguo Testamento (p. ej., Mr. 12:10) y al Nuevo Testamento, según lo clarifica esta referencia (cp.
1 Co. 15:3).
Al distorsionar las Escrituras, los falsos maestros estaban al mismo tiempo asegurando su propia
perdición (cp. 2:1, 3-12; 3:7; Jud. 10, 13; Ap. 22:18-19), así como la muerte espiritual de sus
seguidores. Por eso Pedro advierte a sus amados lectores de antemano, para que ellos puedan
guardarse contra el error de los inicuos (Fil. 3:2; 1 Ti. 4:1-7; 6:20-21; 2 Ti. 2:15-19; Tit. 1:10-16;
3:10). Inicuos (athesmōn) tiene el significado literal de “sin ley o costumbre”, y llegó a significar
“moralmente corruptos”, el rasgo esencial de carácter de los engañadores espirituales.
De acuerdo con la advertencia de Pedro, los creyentes no deben ser arrastrados por las mentiras
antibíblicas de los falsos maestros (cp. 1 Ti. 1:18-19). Al contrario, deben estar alerta y discernir, no
sea que caigan de su firmeza. Firmeza (stērigmos) indica seguridad, o pie firme; es todo lo
contrario a ser inestable. La preocupación de Pedro no era que sus lectores perdieran la salvación,
sino que pudieran deslizarse de la estabilidad doctrinal y perder su confianza en la verdad (cp. 1 Co.
16:13; Ef. 4:14; 1 Ts. 5:21). Por esto el apóstol los instó a ser espiritualmente perceptivos, o tener
discernimiento, para que su recompensa eterna no disminuyera (2 Jn. 8).
PROGRESO ESPIRITUAL
Antes bien, creced en la gracia y el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.
(3:18a)
En lugar de caer presa de las maquinaciones de los falsos maestros, Pedro animó a sus lectores a
buscar la semejanza de Cristo y el crecimiento espiritual, una meta que todo creyente debería tener.
El apóstol Pablo dio instrucción similar a los efesios.
Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por
estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que
siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo, de
quien todo el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se ayudan
mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su crecimiento para ir
edificándose en amor (Ef. 4:14-16).
Creced (auxanō) significa “progreso o aumento en la esfera de”. Debemos crecer en la gracia por
medio del conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Debido a su gracia, Dios
perdona los pecados de sus hijos (Ro. 3:25; Ef. 1:7; 2:5, 8; cp. Hch. 15:11). Ellos a su vez se
alimentan de la Biblia (Hch. 17:11; 2 Ti. 2:15) y se comunican con Cristo (Jn. 15:1-11), lo que en
consecuencia aumenta el conocimiento que tienen de Él (Ef. 4:13; Col. 1:9-10; 3:10). En su carta
anterior, Pedro había comentado acerca de este mismo proceso, exhortando a sus lectores: “Desead,
como niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por ella crezcáis para
salvación” (1 P. 2:2). A medida que aumentan en conocimiento y madurez, los cristianos están mejor
preparados para defenderse de doctrinas destructivas y engaños espirituales.
Es fundamental señalar que Pedro llamó a Jesús Señor y Salvador. Buscar un entendimiento más
profundo de la plenitud de la persona de Cristo, tanto en su obra de salvación como en su señorío
(Ro. 5:1-5; Ef. 4:15-16; Fil. 2:12-14; 3:10, 12-14), proporciona a los creyentes la estabilidad
doctrinal que necesitan para evitar que los engañen.
ALABANZA CONTINUA
A él sea gloria ahora y hasta el día de la eternidad. Amén. (3:18b)
Pedro terminó la carta con una doxología, llamando a los creyentes a alabar y adorar a Dios (cp. Sal.
95:1-6; 105:1-5; 113:1-6; 148; 150; Ro. 11:36; 1 Co. 10:31; 2 Co. 1:20; Ef. 1:12; 3:20-21; 1 Ti. 1:17;
Jud. 25). Debían darle a Él toda la gloria tanto ahora, en el presente, como hasta el día de la
eternidad.
Es claro que el pronombre Él se refiere de nuevo a Cristo y es una afirmación segura de su deidad e
igualdad con Dios. Después de todo, el Antiguo Testamento declara que la gloria divina pertenece
únicamente a Dios: “Yo Jehová; este es mi nombre; y a otro no daré mi gloria, ni mi alabanza a
esculturas” (Is. 42:8; cp. 48:11; Dt. 5:24; 28:58; Neh. 9:5; Sal. 93:1-2; 104:31; 138:5; Ez. 11:23). Sin
embargo, varios lugares en los evangelios atribuyen esa misma gloria a Jesucristo: “Y aquel Verbo
fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre),
lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:14; cp. Mt. 16:27; 25:31; Jn. 17:24). La única conclusión posible
entonces es que Cristo es digno de la gloria del Padre porque Él mismo es Dios (cp. Jn. 5:23; Ap.
1:5-6). Pedro comenzó esta epístola con una afirmación de la deidad de Cristo en 1:1, y ahora
termina con la misma aseveración.
Después de consolar a sus lectores con la seguridad del regreso de Cristo (en 3:1-10), Pedro
concluyó con una exhortación para vivir a la luz de esa realidad (en vv. 11-18). En consecuencia,
repitió uno de los temas más destacados del Nuevo Testamento. En palabras del apóstol Pablo:
Si, pues, habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la
diestra de Dios. Poned la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra. Porque habéis
muerto, y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios. Cuando Cristo, vuestra vida, se
manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria (Col. 3:1-4).
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Título del original: The MacArthur New Testament Commentary: Luke 11-17
© 2013 por John MacArthur y publicado por Moody Publishers, 820 N. LaSalle Boulevard, Chicago, IL 60610.
Traducido con permiso.
Título del original: The MacArthur New Testament Commentary: Luke 18-24
© 2014 por John MacArthur y publicado por Moody Publishers, 820 N.
LaSalle Boulevard, Chicago, IL 60610. Traducido con permiso.
Edición en castellano: Comentario MacArthur del Nuevo Testamento: Lucas
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Traducción: Ricardo Acosta
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Tomos del Comentario al Nuevo Testamento de John -MacArthur
Mateo
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Lucas
Juan
Hechos
Romanos
1 y 2 Corintios
Gálatas, Efesios
Filipenses, Colosenses y Filemón
1 y 2 Tesalonicenses, 1 y 2 Timoteo, Tito
Hebreos y Santiago
1 Pedro a Judas
Apocalipsis