Magallón Anaya

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Diccionario de Filosof�a Latinoamericana

Extraido de:

http://www.cialc.unam.mx/pensamientoycultura/biblioteca
%20virtual/diccionario/index.htm
Presentaci�n

�ndice de T�rminos

Finalmente, despu�s de m�s de quince a�os de acariciar la idea e intentar


concretarla, se puede llevar
ahora a feliz t�rmino esta primera etapa del presente proyecto. Consiste en un
volumen que recoge
t�rminos, los delimita, los examina en su g�nesis y sugiere una bibliograf�a para
acceder a las fuentes y
a algunos de los estudios m�s recientes sobre el tema. En etapas ulteriores se
espera ampliar el n�mero
de los t�rminos y adem�s preparar vol�menes dedicados a autores y libros.

�Por qu� un diccionario de Filosof�a latinoamericana? Porque pareciera


indispensable un
instrumento auxiliar al cual acudir para poder internarse con fecundidad te�rica en
un campo tan
complejo y repleto de confusiones.

El modo como hemos procedido para organizarlo podr�a describirse como sigue:
enlistamos
t�rminos que la propia experiencia de investigaci�n dentro de nuestras tradiciones
intelectuales nos han
se�alado como relevantes y reiterados, solicitamos a aquellos/as colegas que
trabajan en esas �reas que
los delimitaran, definieran y caracterizaran en un primer momento para examinar
luego con algo m�s de
detalle la peripecia del t�rmino, su g�nesis, c�mo fue inventado, adoptado-adaptado
o reconceptualizado
y hasta deformado. Finalmente, solicitamos una sugerencia bibliogr�fica que pudiera
servir para acceder
a las principales fuentes y para actualizar la discusi�n. En principio, no quisimos
que nadie se pusiera a
investigar para redactar el t�rmino a su cargo, sino que apelamos al conocimiento
ya adquirido sobre el
tema. En otras palabras, se ha tratado de compartir el resultado de investigaciones
largamente elaboradas
por los/as autores/as.

Los/as colaboradores/as han aceptado, con loable actitud, cooperar para una labor
com�n
efectuada en equipo y con m�stica de equipo a partir de la convicci�n de que el
trabajo excede a cualquier
investigador/a individual, por capaz que sea, y que compartir o socializar lo
investigado no s�lo beneficia
a los/as dem�s, sino al/la mismo/a investigador/a y enriquece la tarea com�n.
Integran este equipo
investigadores/as provenientes de diversas generaciones y tambi�n con muy distinto
grado de
experiencia y entrenamiento intelectual. Aqu�llos/as que tienen una larga y
prol�fica carrera acad�mica
han accedido a colaborar con j�venes que cuentan con todo el �mpetu de la edad y el
deseo de aprehender.
El conjunto muestra, me parece, un robusto entramado generacional con fortaleza
intelectual y con alto
rigor. Quiz� no sea exagerado advertir que estamos en presencia de una muestra del
vigor del esfuerzo
de reflexi�n filos�fica que se desarrolla en nuestro medio en este momento. Est�
dem�s se�alar que cada
autor/a se hace responsable de su texto y que sus opiniones no se asumen como del
conjunto de la obra.

Por otra parte, la cr�tica y la autocr�tica se han ejercido implacablemente durante


las
interminables y luminosas sesiones de nuestro seminario de los lunes, durante el
segundo semestre de
1996, en cuyo seno se han discutido las veces que fueron necesarias distintas
versiones de cada una de
las entradas que integran este texto, en di�logos y debates de rigor e intensidad
no despreciables y �
para quienes han podido juzgarlos compar�ndolos con otras regiones del mundo�
seguramente de
excelencia. Adem�s de las discusiones sobre los t�rminos, en este seminario se
presentan y sustentan
avances de investigaci�n con destino a tesis de licenciatura, maestr�a y doctorado,
textos en grado
diverso de realizaci�n, se discuten lecturas previamente seleccionadas, todo con el
fin de ir formando y
profesionalizando m�s y mejores investigadores/as de la historia de las ideas
filos�ficas en Nuestra
Am�rica.

Por supuesto, aqu� topamos con una primera dificultad que exige atenci�n de inicio.
Diccionario de
Filosof�a Latinoamericana... �qu� podr�a entenderse por tal? No es el lugar de
hacer una discusi�n
completa de todos los meandros que presenta esta cuesti�n tan peliaguda. Para los
fines presentes, apelo
a la bonhom�a del/la lector/a para se�alar con alto grado de provisoriedad (tanta
como el texto deje en
suspenso) que por tal hemos entendido la reflexi�n filos�fica elaborada con una
perspectiva
latinoamericanista expl�cita. Vale decir �para no trasladar sentidos no aclarados
de una palabra a otra�
la de aquel filosofar ocupado y preocupado por dar cuenta de la propia experiencia
hist�rica y cultural
situada en la realidad latinoamericana. Si se vale apelar a lo que me dicta mi
propia aproximaci�n: al
esfuerzo de pensar la realidad a partir de la propia historia cr�tica y
creativamente. Es esta tradici�n la
que hemos querido relevar aqu�. Lo cual no implica, por el momento, abrir o reabrir
ning�n juicio de
valor sobre toda otra forma de practicar la filosof�a en Nuestra Am�rica.

La misma naturaleza de esta filosof�a, de este estilo, modo y tradici�n de


filosofar ha exigido un
abordaje interdisciplinario. Entre nuestros/as colaboradores/as se encuentran, por
supuesto, fil�sofos/as.
Pero, adem�s, historiadores/as, soci�logos/as, te�logos/as, poetas, literatos/as,
antrop�logos/as, juristas,
psic�logos/as, pedagogos/as, etc., todos/as con inquietudes y entrenamiento
filos�fico profesional.

Hay una impronta mexicanista ineludible en este texto. No ha sido buscada. Se ha


dado en esta
primera etapa como fruto de las exigencias y urgencias editoriales. Aspiramos a que
en etapas ulteriores
la red de colaboradores/as se ampl�e hasta abarcar con m�s justicia a un conjunto
de autores/as en plena
producci�n en toda la extensi�n de Nuestra Am�rica.

Este esfuerzo ha servido para entrenar tambi�n a un eficiente equipo de trabajo.


Para trabajar en
equipo, para concebir, dise�ar y ejecutar esta obra colectiva y para apreciar en
todo lo que vale el
di�logo, el intercambio y la cr�tica. Hay autores a los que hemos debido convencer
de la necesidad de
dejar de lado falsos pudores y, a�n en contra de su natural modestia, los hemos
casi forzado a escribir
sobre su propia obra. Esto por la relevancia de sus aportes y porque a veces los
mismos no han logrado
la difusi�n que merecen como para que otros especialistas hayan elaborado estas
pertinentes entradas.

Entre los resultados no buscados pero sumamente apreciables se podr� advertir sobre
grupos
terminol�gicos obsoletos y que deber�an ser abandonados. Porque han dado ya de s�
lo que podr�an dar,
porque se han sobrecargado con sentidos y matices distorsionantes, porque quiz�
nunca tuvieron la
pertinencia que se les atribuy�. Hemos buscado afanosamente la cr�tica, pero no ha
sido posible
expresar�a adecuadamente en todos los casos.

�Es menester subrayar que no se ha pretendido organizar ning�n canon? No s�lo no se


trata de
canonizar terminolog�as, sino que la intenci�n ha sido claramente abrir avenidas al
debate. La extensi�n
de las entradas ha procurado ser semejante, aunque lo hemos hecho con flexibilidad.
Con ciertos
t�rminos ha sido suficiente un espacio menor para cumplir los objetivos propuestos.
En otros casos, ha
convenido ampliar un tanto el espacio disponible, sin afectar por ello el dise�o
editorial. No solamente
se encontrar�n aqu� palabras, sino expresiones acu�adas y con valor adquirido. Por
supuesto, �sta es una
primera aproximaci�n. Este primer agrupamiento de t�rminos no agota, ni mucho menos
los que deber�n
quedar incluidos en etapas ulteriores. Hay muchos t�rminos que faltan y que esperan
una segunda
edici�n o una etapa ulterior de este proyecto. Entre otros cabe mencionar los
siguientes: criminolog�a
cr�tica, descolonizaci�n, democracia radical, derecho alternativo, dial�ctica
interrupta, espiritualismo,
facticidad, filosof�a primera, hermen�utica de la cultura latinoamericana,
hispanismo, historia de las
ciencias, idea, idola, ilusi�n de la transparencia, ilustraci�n, imperialismo
cultural, independencia,
invenci�n, Manifiesto Salte�o, mismo, ontologicismo, opci�n, oprimido, otro,
pedagog�a del oprimido,
prejuicios, presencia, rechazo, ruptura, sujeto, tecnolog�a, tradici�n,
transculturaci�n, unidad, vitalismo,
etc�tera.

El objetivo estar� cumplido si somos capaces de impulsar esas etapas faltantes, si


suscitamos otros
trabajos, si estimulamos m�s y mejores investigaciones en este campo, si este
Diccionario se constituye
en un instrumento �til como base o punto de partida de futuras investigaciones a
modo de proped�utica
o introducci�n. La intenci�n impl�cita busca reconstruir una tradici�n para quedar
en mejores
condiciones de prolongarla, cuestionarla o romper con ella con conocimiento de
causa.

Es propio de la filosof�a no conformarse ni siquiera con la propia tradici�n. Pero,


esto no autoriza a
ignorarla. Sobre todo, porque esa ignorancia le quitar�a al esfuerzo iconocl�sico
fuerza epist�mica y al
pensar autonom�a. Incluir t�rminos del pensamiento precolombino no supone afirmar
ninguna
continuidad en la historia de la filosof�a en la regi�n o abrir juicio en cuanto a
las caracter�sticas de esa
producci�n intelectual. Se le reconoce, como m�nimo y dejando abierta toda la
discusi�n te�rica que
comporta, como un antecedente valioso que merece ser reivindicado como tal y,
cuando menos,
conocido. Es de desear que en futuras etapas de este proyecto se puedan incorporar
elementos de otras
�reas culturales: guaran�, maya, inca, mapuche, etc., adem�s de expresiones del
pensamiento ind�gena y
afro vigente.

En general, se ha tratado de remitir los t�rminos a los/as autores/as que los han
propuesto o
utilizado m�s frecuentemente. Esto no quiere decir que sean los/as �nicos/as en
ponerlos en circulaci�n,
pero s� los/as autores/as m�s relevantes en cuanto a los usos estudiados.

Esperamos que as� este primer resultado colectivo permita apreciar a la filosof�a
en su esfuerzo por
recoger la experiencia cultural espec�ficamente latinoamericana en la teor�a.
Estamos seguros de que
una difusi�n amplia de esta obra permitir� su enriquecimiento y su correcci�n
progresivos. Por ello,
gestionaremos tambi�n ediciones en otros idiomas: portugu�s, ingl�s, franc�s y
alem�n, adem�s de una
versi�n en CD Room.

Es el momento de agradecer. Primero, a todos los que han participado haciendo


posible este
Diccionario. A M�nica Lobat�n, quien nos dio la confianza necesaria para echarlo a
andar. Al apoyo
mecanogr�fico de Elvia Mu�iz Fortuna, que permiti� reunir en computadora las
diversas versiones y
sus modificaciones. A los/as colegas que hicieron la correcci�n de estilo para
unificar, en lo posible, el
texto general: Guadalupe Elizalde, Den� Ram�rez Losada y Carlos de la Sierra de la
Vega. A quienes me
ayudaron en la coordinaci�n de este proyecto: Mario Magall�n Anaya, Isa�as Palacios
Contreras y Mar�a
del Rayo Ram�rez Fierro, con la invalorable asistencia de Sandra Escutia D�az. A
Cecilia P�rez Medina
(Cecy), quien con su constancia, iniciativa y capacidad de administraci�n nos ha
permitido en �ste, como
en tantos otros proyectos, que nos organiz�ramos eficientemente y aprovech�ramos
mejor nuestras
fuerzas. En fin, a Miguel �ngel Sobrino, quien �adem�s de entusiasta colaborador�
supo interesar a
la Coordinaci�n General de Investigaci�n y Estudios Avanzados de la Universidad
Aut�noma del Estado
de M�xico para que apreciara en su momento lo que s�lo era un sue�o, un viejo sue�o
acariciado durante
varios a�os por algunos de nosotros y que nos brinda la oportunidad de verlo
editado. A los/as
lectores/as, por anticipado, porque ser�n ellos/as �a quienes les va dirigido
(particularmente estudiantes
y estudiosos/as del campo)� los/as m�s confiables e inapelables evaluadores/as y
cr�ticos/as del
esfuerzo realizado.

Horacio Cerutti Guldberg


Acerca de los Autores

OAA Ag�ero, �scar Alfredo. Argentino, Doctor en Antropolog�a por la


Universidad de Uppsala, Suecia. Profesor invitado por el Consejo
Nacional de Desenvolvimiento Cient�fico e Tecnol�gico de Brasil en el
Programa de Antropolog�a de la Universidade Federal de R�o Grande do
Sul. Ha publicado: El milenio en la Amazonia: mito-utop�a tup� guaran�-
cocama, Lima-Quito, Centro Amaz�nico de Antropolog�a y Aplicaci�n
Pr�ctica-Abya-Yala, 1994; �El pensamiento ind�gena en Am�rica Latina.
Desde el mito a la utop�a�, enUtop�a y Nuestra Am�rica (Memorias del
Simposio presentado en el 48 Congreso Internacional de Americanistas,
Estocolmo, 1994), Quito, Abya-Yala, 1996.

HGAL Alfaro L�pez, H�ctor Guillermo. Mexicano, Doctor en Estudios


Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Profesor de asignatura en el Colegio de Estudios Latinoamericanos y de
Letras Hisp�nicas de la misma Facultad. Publicaciones: �El Hombre y la
t�cnica�, en Memorias del Congreso �Hombre-Naturaleza. Un destino
Com�n�, Toluca, Universidad Aut�noma del Estado de M�xico,
1996; Identidad n�mada.

MBP Beuchot Puente, Mauricio. Mexicano, Doctor en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a de la Universidad Iberoamericana. Investigador del
Instituto de Investigaciones Filol�gicas de la UNAM. Profesor de la
Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Ha publicado: Estudios de
historia de la Filosof�a en M�xico colonial, M�xico, UNAM,
1991; Homenaje a Fray Alonso de la Veracruz en el IV Centenario de su
muerte (1584-1984), M�xico, UNAM, 1996.

OMB Buend�a Moreno, �scar. Mexicano, Pasante de licenciatura en


Filosof�a en la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.

FCT Carrera Testa, Fernando. Mexicano, Licenciado en Psicolog�a por la


Escuela Nacional de Estudios Profesionales-Iztacala. Profesor del
Instituto Mexicano de Ciencias de la Educaci�n, Morelia Michoac�n.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �Hacia una Historia de la Psicolog�a en Am�rica Latina�,
en Filosof�a de la Educaci�n. Hacia una Pedagog�a para Am�rica
Latina, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. Panoramas de Nuestra
Am�rica, num. 7, 1993

SMLCB Carreto Blanco, Sonia Myrna Lenina. Mexicana, Licenciada


en Filosof�a por la Universidad Veracruzana. Profesora de
Telesecundaria, Jalapa. Becaria de Maestr�a por CONACYT.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�.

SCG Castro G�mez, Santiago. Colombiano, Maestro en Filosof�a por la


Universidad de T�bingen, Alemania. Director de la RevistaDissens.
Revista Internacional de Pensamiento Latinoamericano. Ha publicado:
�Modernidad, modernizaci�n y submodernidad en Am�rica Latina�,
en Memorias del Primer Encuentro Latinoamericano sobre �Educaci�n,
marginaci�n urbana y modernizaci�n�,M�xico, Universidad Pedag�gica
Nacional, 1991; Cr�tica de la raz�n latinoamericana, Barcelona, Puvill
Libros S.A., 1996.

MJCC Corral Corral, Manuel de Jes�s. Mexicano, Licenciado en Periodismo


por la Escuela de Periodismo �Carlos Septi�n Garc�a�, en Filosof�a por
el Instituto Libre de Estudios Filos�ficos y en Periodismo y
Comunicaci�n Colectiva en la UNAM, Doctor en Estudios
Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Profesor de asignatura del Colegio de Ciencias y Humanidades Plantel
Sur. Ha publicado: La ciencia de la Comunicaci�n en M�xico, M�xico,
CECSA; Producci�n alternativa y democracia en Am�rica
Latina�, Grupo Editorial Miguel �ngel Porr�a, M�xico, 1997.

HCG Cerutti Guldberg, Horacio. Mexicano, Doctor en Filosof�a por la


Universidad de Cuenca, Ecuador. Investigador del Centro Coordinador y
Difusor de Estudios Latinoamericanos. Profesor de la Facultad de
Filosof�a y Letras de la UNAM. Responsable del Proyecto de
Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas
Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha publicado:Lecturas Cr�ticas,
Morelia, IMCED, 1996; Memoria Comprometida, Heredia, Costa Rica,
Departamento de Filosof�a de la Universidad Nacional, 1996.

GEG Elizalde Gallegos, Guadalupe. Mexicana, Poeta, Narradora y


Periodista, Premio Nacional de Periodismo 1991, ex Directora del
Suplemento Cultural de Ovaciones y de las Agencias informativas
Notipress (nacional) y Asociaci�n Nacional de Informaci�n
(internacional). Ha publicado: Si te labra prisi�n, mi fantas�a (Premio
Nacional de Poes�a), M�xico, Variarte, 1988; A tiempo en la
palabra, Aguascalientes, Patriota, 1990.

GEV Escobar Valenzuela, Gustavo. Mexicano, Doctor en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de la Escuela
Nacional Preparatoria y del Colegio de Bachilleres, ex Presidente del
C�rculo Mexicano de Profesores de Filosof�a, A.C. Ha publicado: El
liberalismo ilustrado del Doctor Jos� Mar�a Luis Mora, M�xico,
UNAM, 1974; La Ilustraci�n en la Filosof�a Latinoamericana, M�xico,
Trillas, 1990.

SED Escutia D�az, Sandra. Mexicana, Pasante de Licenciatura en Filosof�a


de la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Asistente de
Investigador en el Colegio de M�xico. Participante en el Proyecto de
Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas
Filos�ficas en Am�rica Latina�.

MAEB Esquivel Bustamante, Miguel �ngel. Mexicano, Pasante de Maestr�a


en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM. Profesor de Est�tica del Colegio de Estudios Latinoamericanos
en la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Participante en el
Taller de Arte e Ideolog�a de la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM.

VFG Flores Garc�a, V�ctor. Salvadore�o, Maestro en Communication Policy


Studies, City University, School of Social Sciences, Londres, Inglaterra.
Profesor de Carrera de las Universidades Intercontinental e
Iberoamericana. Coordinador del Departamento de Investigaciones de la
Universidad Hebraica. Coautor de: Universidad y Cambio Social: Los
Jesuitas en El Salvador, M�xico, Magna Terra, 1990; El Salvador:
testigos de la guerra, M�xico, Planeta, 1991.

ECF Frost, Elsa Cecilia. Mexicana, Doctora en Filosof�a por la Facultad de


Filosof�a y Letras de la UNAM. Investigadora en el Centro Coordinador
y Difusor de Estudios Latinoamericanos. Miembro del Sistema Nacional
de Investigadores desde su fundaci�n. Dirige el Seminario sobre
Historiograf�a Mexicana del siglo XVI en la Facultad de Filosof�a y
Letras de la UNAM. Ha publicado: El arte de la traici�n, M�xico,
1986; Este nuevo Orbe, M�xico, 1996.

RGC Garc�a Clarck, Rub�n. Mexicano, Licenciado en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de carrera de la
Universidad Aut�noma Metropolitana-Iztapalapa. Ha publicado: �El
problema de la ense�anza de la Filosof�a en Jos� Gaos�, en Varios
autores, 50 a�os del exilio espa�ol en M�xico, M�xico, Embajada de
Espa�a-Universidad Aut�noma de Tlaxcala, 1991; �El ensayo pol�tico
en M�xico (Descifrar la pol�tica desde la historia)�, en Varios autores, El
Ensayo Iberoamericano. Perspectivas,M�xico, CCYDEL, UNAM, Col.
El Ensayo Iberoamericano, n�m. 4, 1995.

FGC Gargallo C., Francesca. Italiana, Doctora en Estudios Latinoamericanos


por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Novelista y feminista.
Profesora de la Universidad Hebraica. Ha publicado: �El ensayo
feminista latinoamericano�, en Varios autores, El Ensayo
Iberoamericano. Perspectivas, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. El
Ensayo Iberoamericano, n�m. 4, 1995; �El ensayo feminista en M�xico:
an�lisis de la revista Debate como heredera culta de FEM�, en Varios
autores, El Ensayo en Nuestra Am�rica. Para una
reconceptualizaci�n, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. El Ensayo
Iberoamericano, n�m. l, 1993.

LFGC Gayt�n Castillo, Luis Fernando. Mexicano, Pasante de Licenciatura en


Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y L-tras de la
UNAM. Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por
CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica
Latina�.

JGM G�mez Mor�n, Jes�s. Mexicano, Licenciado en Letras por la Facultad


de Filosof�a y Letras de la UNAM, Primer lugar en el XXV Concurso de
Punto de Partida en el G�nero Ensayo, 1992. Coordinador editorial de la
Revista Calambur de la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Miembro del Comit� Editorial de Ediciones Arlequinas. Becario del
Centro de Estudios Literarios del Instituto de Investigaciones Filol�gicas
de la UNAM. Ha publicado en los suplementos de los peri�dicos: El Sol
de M�xico, UNO m�s UNO yAcontecer.

MKM Kande Mutsaku, Maurice. Zaire�o, Licenciado en Filosof�a por la


Universidad Gregoriana de Roma, Italia. Maestro en Estudios
Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �Le mort dans la philosophie de Max Scheler et la mort
africaine�, en Raison Ardente, Kinshasa/GGombe, Zaire, Institut Saint
Pierre Coanisius, 1990; �Peutil y avoir une philosophie a partir de
l�oralit�, en Raison Ardente, Kinshasa/Gombe, Zaire, Institut Saint
Pierre Coanisius, 1990.

ALS Labrador S�nchez, Alejandro. Mexicano, Licenciado en Sociolog�a


por la Facultad de Ciencias Pol�ticas y Sociales de la UNAM. Profesor
de asignatura en la misma Facultad, Secretario T�cnico del Centro de
Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias Sociales y Humanidades
de la UNAM. Ha publicado: �La teor�a cr�tica de J�rgen Habermas�,
en Acta Sociol�gica, M�xico, Facultad de Ciencias Pol�ticas y Sociales,
1991.

CLP Lope Pineda, Carlos. Mexicano, Licenciado en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de Filosof�a en
M�xico e Historia de las Ideas en Am�rica Latina en el siglo XIX en la
misma Facultad. Coautor de la obra Historia de las Ideas Filos�ficas en
el Siglo XIX y primera mitad del XX (en prensa).
ALG L�pez Gonz�lez, Aralia. Cubana, Doctora en Literatura Hisp�nica por
el Colegio de M�xico, poeta y ensayista. Profesora de carrera de la
Universidad Aut�noma Metropolitana-Iztapalapa. Participante en el
Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de
las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha publicado: La intimidad de
la acci�n, M�xico, Universidad Aut�noma Metropolitana-Iztapalapa,
1985; (Coordinadora) Sin im�genes falsas, sin falsos espejos, M�xico,
Colegio de M�xico, 1996.

MMA Magall�n Anaya, Mario. Mexicano, Maestro en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Investigador del Centro
Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos. Profesor de la
Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Ha publicado:Dial�ctica de
la Filosof�a Latinoamericana. Una filosof�a en la Historia, M�xico,
CCYDEL-UNAM, 1991; Filosof�a Pol�tica de la educaci�n en Am�rica
Latina, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. Nuestra Am�rica, n�m. 7,
1993.

EMO Mart�nez Ortiz, Elsa. Mexicana, Maestra en Filosof�a por la Facultad


de Filosof�a y Letras de la UNAM. Premio Universidad Nacional para
J�venes Acad�micos, 1990. Profesora del Colegio de Ciencias y
Humanidades de la UNAM. Ha publicado: (Coordinadora) Clasificaci�n
de la Filosof�a, M�xico; Liberalismo y Neoliberalismo, M�xico.

RMB Melgar Bao, Ricardo. Mexicano, Doctor en Estudios Latinoamericanos


por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de la
Escuela Nacional de Antropolog�a e Historia. Ha publicado:
(Coeditor) El Per� contempor�neo. El espejo de las identidades,M�xico,
CCYDEL-UNAM, 1995; Mari�tegui, Indoam�rica y las Crisis
Civilizatorias de Occidente, Amauta, Lima, 1963.

SMM Mendiola Mejia, Salvador. Mexicano, Maestro en Comunicaci�n por


la Facultad de Ciencias Pol�ticas y Sociales de la UNAM. Feminista.
Profesor de asignatura en la misma Facultad. Investigador en el
Programa Universitario de Estudios de G�nero sobre el tema �An�lisis
de la mirada�. Ha publicado con Adela Hern�ndez Ramos: Manual de
apreciaci�n cinematogr�fica, M�xico, ENEP-Arag�n, 1993; Apuntes
para una Teor�a de la Comunicaci�n, M�xico, Textos de Ciencias
Pol�ticas, n�m. 6, 1995.

DMN Mihailovic Nikoiajevic, Dejan. Servio (Yugoslavo), Maestro en


Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM, Profesor del Instituto Tecnol�gico de Estudios Superiores de
Monterrey, Campus Estado de M�xico. Ha publicado: �El mundo como
ensayo�, en Varios autores, El ensayo en Nuestra Am�rica. Para una
Reconceptualizaci�n, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. El Ensayo
Iberoamericano, n�m. l, 1993; �Enrique Ubieta. Ensayos de Identidad en
Cuba�, en Varios autores, El Ensayo Iberoamericano.
Perspectivas, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. El Ensayo
Iberoamericano, n�m. 4, 1995.

MNMA Mogrovejo Aquise, Mar�a Norma. Peruana, Maestra en


Sociolog�a por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales.
Feminista. Doctora en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de
Filosof�a y Letras de la UNAM. Ha publicado: El amor es b x h / 2. Una
propuesta de an�lisis hist�rico-metodol�gico del movimiento l�sbico y
sus amores con los movimientos homosexual y feminista en Am�rica
Latina, M�xico, CEDAHL, 1996; Un amor que se atrevi� a decir su
nombre. La lucha de las lesbianas y su relaci�n con los movimientos
homosexual y feminista en Am�rica Latina, M�xico, UNAM (en prensa).

EMG Moncada Gonz�lez, Eizayad�. Mexicana, Licenciada en Filosof�a por


la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesora del Colegio de
Bachilleres. Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por
CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica
Latina�. Ha publicado: �Lugar y funci�n de la filosof�a en la sociedad y
en la Escuela Nacional Preparatoria�, en Gaceta ENP, M�xico, ENP-
UNAM, n�m. 216, mayo 1993; �Vigencia de las ideas educativas de
Samuel Ramos�, en May�utica,M�xico, n�m. 19, 1993.

RMM Mora Mart�nez, Roberto. Mexicano, Maestro en Estudios


Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Profesor de asignatura del Colegio de Estudios Latinoamericanos en la
misma Facultad. Coordinador del Seminario permanente de
investigadores y becarios del Proyecto de Investigaci�n apoyado por
CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica
Latina�. Ha publicado: �Confirmaci�n hist�rica del latinoamericano.
Acciones sociales para la conservaci�n de la libertad�,
en Quadrivium, Toluca, Universidad Aut�noma del Estado de M�xico,
n�m. 8; �Enrique Ubieta. Ensayos de Identidad en Cuba�, en El Ensayo
Iberoamericano. Perspectivas, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. El
Ensayo Iberoamericano, n�m. 4, 1995.

SMP Morales P�rez, Salvador. Cubano, Maestro en Historia por la Escuela


de Historia de la Universidad de La Habana, Periodista. Ex vicedirector
del Instituto de Historia de la Academia de Ciencias de Cuba, dirigi� de
1972 a 1978 el Anuario Martiano. Profesor de la asignatura Historia de
la Cultura Cubana en el Instituto Superior de Arte de 1978 a 1992.
Investigador del Centro de Investigaci�n Cient�fica �Ing. Jorge L.
Tamayo� del sistema SEP-CONACYT. Coeditor de la revista Nuestra
Historia. Vocal ejecutivo de la Asociaci�n de Historiadores de Am�rica
Latina y el Caribe. Ha publicado: Primera Conferencia Panamericana.
Ra�ces del modelo hegemonista de integraci�n, M�xico, Centro de
Investigaci�n Cient�fica �Jorge L. Tamayo, A.C�, 1994; Entre el oro y la
plata. La cuesti�n monetaria y el proyecto de integraci�n
panamericano, M�xico, Centro de Investigaci�n Cient�fica �Jorge L.
Tamayo, A.C.�, 1996.

LMS Mues de Schrenk, Laura. Mexicana, Doctora en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a de la Universidad de Tubinga, Alemania. Profesora
de Filosof�a en distintas Universidades. Miembro de la Academia
Mexicana de Derechos Humanos. Ha publicadoInterpretaci�n del
concepto experiencia en los proleg�menos, M�xico, UNAM, 1983; El
Ciudadano, El Estado y La Democracia,M�xico, Academia Mexicana de
Derechos Humanos, Serie Derechos Pol�ticos, 1997.

VMR Mu�oz Rosales, Vict�rico. Mexicano, Licenciado en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Jefe del Colegio de
Profesores de Filosof�a del Colegio de Bachilleres. Profesor de la
Escuela Nacional Preparatoria de la UNAM. Secretario del C�rculo
Mexicano de Profesores de Filosof�a, A. C. Ha publicado: �En torno al
problema previo de la ense�anza de la Filosof�a�, enMay�utica, Mexico,
ENP-UNAM, a�o 2, n�m. 3, mayo-junio 1987; �Filosof�a y sociedad, el
car�cter p�blico del quehacer filos�fico�, en UNO m�s UNO, n�m. 524.

RNN Nava Nemesio, Ricardo. Mexicano, Pasante de Licenciatura en


Filosof�a en la Universidad Pontificia de M�xico. Profesor del Centro de
Integraci�n Educativa y del Instituto Filos�fico Teol�gico San Lucas.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �La educaci�n personalista en Emanuel Mounier�, en El
Agora. Revista de filosof�a, M�xico, Universidad Pontificia de M�xico,
n�m. 3, febrero de 1994.

GEOB Ogarrio Badillo, Gustavo Edson. Mexicano, Pasante de Licenciatura


en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y Le-tras de la
UNAM y en Derecho en la Universidad del Valle de M�xico. Profesor
de asignatura en la Escuela Nacional de Antropolog�a e Historia.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �Historia y sentido: dos aproximaciones�, en Memoria del
XIX Congreso Nacional de Estudiantes de Historia,Jalapa, Universidad
Veracruzana, en prensa; �Trasfiguraci�n del deseo� (poes�a), en Hotel
cultura de paso, M�xico, n�m. l, 1996.

COM Oliva Mendoza, Carlos. Mexicano, Licenciado en Filosof�a en la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Participante en el Proyecto
de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas
Filos�ficas en Am�rica Latina�. Profesor en la Facultad de Filosof�a y
Letras de la UNAM.

IOC Ortiz Castro, Ignacio. Mexicano, Licenciado en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de asignatura de la
Universidad Tecnol�gica de la Mixteca, Huajuapan de Le�n, Oaxaca.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �El anarquismo y la escuela racionalista en M�xico: algunas
propuestas para una filosof�a de la educaci�n en Latinoam�rica�,
en Filosof�a de la Educaci�n. Hacia una pedagog�a para Am�rica
Latina, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. Panoramas de Nuestra
Am�rica, n�m. 5, 1992; �El pensamiento latinoamericanista�, en
Filosof�a de la Educaci�n. Hacia una pedagog�a para Am�rica
Latina, M�xico, CCYDEL, UNAM, Col. Panoramas de Nuestra
Am�rica, n�m. 7, M�xico, CCYDEL-UNAM, 1993.

IPC Palacios Contreras, Isa�as. Mexicano, Licenciado en Filosof�a por la


Universidad del Valle de Atemajac, Jalisco. Asesor Acad�mico de
Metodolog�a y Filosof�a del Colegio de Bachilleres, Participante en el
Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de
las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha publicado: �Filosof�a y
Teolog�a de la Liberaci�n�, en Panoramas de Nuestra Am�rica.
Filosof�a de la Educaci�n. Hacia una pedagog�a para Am�rica
Latina, M�xico, CCYDEL-UNAM, Col. Panoramas de Nuestra
Am�rica, n�m. 7, 1993; Introducci�n a la Filosof�a, M�xico, Colegio de
Bachilleres, 1994.

AR Ram�rez, Axel. Mexicano, Doctor en Estudios Latinoamericanos por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Jefe del Departamento de
Estudios Chicanos en el Centro de Estudios para Extranjeros de la
UNAM. Profesor de Posgrado en Estudios Latinoamericanos en la
Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Participante en el Proyecto
de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas
Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha publicado: �Identity and movility:
toward a definition of remigration�, en Voices of Mexico, M�xico,
CISAN-UNAM, n�m. 35, abril-junio 1996; �Hacia una filosof�a del
movimiento chicano�, en Cuadernos Americanos, M�xico, UNAM,
nueva �poca, a�o X, vol. 5, n�m. 59, septiembre-octubre 1996.

MRRF Ram�rez Fierro, Mar�a del Rayo. Mexicana, Licenciada en Filosof�a


por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesora de
asignatura de la Universidad Intercontinental. Participante en el Proyecto
de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas
Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha publicado: Sim�n Rodr�guez y su
Utop�a para Am�rica Latina, M�xico, CCYDEL-UNAM, Col. El
Ensayo Iberoamericano, n�m. 2, 1994; �Sim�n Rodr�guez y la Utop�a
latinoamericana�, en Utop�a y Nuestra Am�rica(Memorias del Simposio
presentado en el 48 Congreso Internacional de Americanistas,
Estocolmo, 1994), Quito, Abya-Yala, 1996.

DRL Ram�rez Losada, Deni. Mexicana, Maestra en Antropolog�a por la


Escuela Nacional de Antropolog�a e Historia. Profesora e investigadora
de la Benem�rita Universidad Aut�noma de Puebla. Participante en el
Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de
las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�.

ARB Rico Bovio, Arturo. Mexicano, Licenciado en Derecho, Filosof�a y


Lenguas Espa�olas por la Universidad Aut�noma de Chihuahua. Poeta.
Maestro en Derecho Social por la misma Universidad. Doctor en
Filosof�a del Derecho por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Profesor de carrera de las Facultades de Filosof�a y Letras y de Derecho
en la misma Universidad Aut�noma de Chihuahua. Ha publicado: Las
fronteras del cuerpo, cr�tica de la corporeidad, M�xico, Joaqu�n Mortiz,
1990; Las horas del desierto. Germinario,M�xico, 1991.

MRG Romero Griego, Miguel. Mexicano, Maestro en Pedagog�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de Posgrado en
Dise�o Industrial en la Facultad de Arquitectura de la UNAM y del
Colegio de Bachilleres. Ha publicado: �Algunas relaciones entre ciencia
y filosof�a�, en Memorias del IV Coloquio Nacional sobre la Ense�anza
de la Filosof�a, M�xico, Instituto Polit�cnico Nacional-C�rculo
Mexicano de Profesores de Filosof�a A. C., 1992. Coautor de la
obra Bibliograf�a Mexicana Filos�fica y Pol�mica, primera mitad del
siglo X1X, M�xico, UNAM, 1993.

CRG Rovira Gaspar, Mar�a del Carmen. Mexicana, Maestra en Filosof�a


por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesora de carrera
en la misma Facultad. Ha publicado y dirigido: Bibliograf�a Mexicana,
Filos�fica y Pol�mica, primera mitad del siglo XIX,M�xico, UNAM,
1992; Historia de las Ideas Filos�ficas en M�xico en el siglo XIX y
primera mitad del XX, M�xico, UNAM.
BRG Ruiz Gayt�n, Beatriz. Mexicana. Maestra en Historia por la Facultad
de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesora de carrera en la misma
Facultad, Premio Universidad Nacional 1994 en Docencia en
Humanidades. Condecorada por el Gobierno Espa�ol al M�rito Civil en
grado de Encomienda. Ha publicado: Latinoam�rica, variaciones sobre
un mismo tema, M�xico, CCYDEL-UNAM, 1994; �Tlatelolco. Un caso
de integraci�n temprana�, en Historia de Tlatelolco, M�xico, Secretaria
de Relaciones Exteriores, 1996.

MGSJ S�nchez Jim�nez, Mar�a Guadalupe. Mexicana, Licenciada en


Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM. Profesora de asignatura en el Sistema de Universidad Abierta de
la Facultad de Ciencias Pol�ticas y Sociales de la UNAM. Ha publicado:
�El ensayo pol�tico de la �Regionalizaci�n� en el Per�: 1985-1990�,
en El ensayo Iberoamericano, perspectivas, M�xico, CCYDEL-UNAM,
Col. El Ensayo Iberoamericano. n�m. 4, 1995.

JSM S�nchez McGr�gor, Joaqu�n. Mexicano, Doctor en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Investigador del Centro
Coordinador y Difusor de Estudios Latinoamericanos. Profesor de la
Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Ha publicado: Col�n y Las
Casas, M�xico, FFyL, UNAM, 1991; Tiempo de Bol�var. Una Filosof�a
de la Historia Latinoamericana,M�xico, Grupo Editorial Porr�a, Col. La
Filosof�a de Nuestra Am�rica (en prensa).

MJSM S�nchez Meneses, Mar�a de Jes�s. Mexicana, Pasante de Licenciatura


en Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM. Investigadora sobre �Las reformas universitarias del Virrey
Toledo, Imaginario y Poder en Lima 1569-1584�. Participante en el
proyecto de investigaci�n �Comunidades dom�sticas en la Nueva
Espa�a, siglo XVIII�. Labora en el Instituto Polit�cnico Nacional.

JMSM Serna Moreno, Jes�s Mar�a. Mexicano, Maestro en Teor�as Cr�ticas


del Derecho en Iberoam�rica por la Universidad Internacional de
Andaluc�a, La R�bida. T�cnico Acad�mico del Centro Coordinador y
Difusor de Estudios Latinoamericanos. Profesor de asignatura en la
Escuela Nacional de Antropolog�a e Historia y en el Colegio de Estudios
Latinoamericanos de la UNAM. Ha publicado: �El ensayo antropol�gico
de Darcy Ribeiro�, en El ensayo Iberoamericano, perspectivas, M�xico,
CCYDEL-UNAM, Col. El Ensayo Iberoamericano, n�m. 4, 1995.

CASV Sierra de la Vega, Carlos Antonio de la. Mexicano, Licenciado en


Estudios Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM. Narrador. Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado
por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica
Latina�. Ha publicado: Cuentos de Cuarto de Ba�o (cuento),
Cuernavaca, Ayuntamiento de Cuernavaca-Eternos Malabares, 1995; �El
archipi�lago latinoamericano�, en Mala Vida, Cuernavaca, vol. 1, n�m.
6, febrero 1996.

MASO Sobrino Ord��ez, Miguel �ngel. Mexicano, Pasante de Doctorado en


Estudios Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y Letras de la
UNAM. Coordinador de Investigaci�n de la Facultad de Humanidades
de la Universidad Aut�noma del Estado de M�xico, Toluca. Becario de
Doctorado por CONACYT. Participante en el Proyecto de Investigaci�n
apoyado por CONACYT 4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en
Am�rica Latina�. Ha publicado: �Fray Pedro de C�rdoba, vida y obra,
precursor de Bartolom� de Las Casas�, en Quadrivium, Toluca,
CICSyH, n�m. 8, 1997; La subjetividad negada. La disoluci�n de la
subjetividad en la antropolog�a estructural de Claude L�ui-
Strauss, Toluca, CICSyH-UAEM, 1997.

SUM Ugalde Mart�nez, Sergio. Mexicano, Licenciado en Estudios


Latinoamericanos en la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Participante en el Curso de Formaci�n de Profesores de la UNAM.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�.

GVM Vargas Mart�nez, Gustavo. Colombiano, Doctor en Historia por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor de carrera en la
Escuela Nacional de Antropolog�a e Historia y en la Facultad de
Filosof�a y Letras de la UNAM. Ha publicado: Bol�var y el
Poder, M�xico, UNAM, Col. 500 a�os, 1991; Am�rica en un mapa de
1489, M�xico, Taller Abierto ENAH, 1996

JVD Vel�zquez Delgado, Jorge. Mexicano, Doctor en Filosof�a por la


Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM. Profesor del Departamento
de Filosof�a en la Universidad Aut�noma Metropolitana-Iztapalapa. Ha
publicado: La tolerancia en el Ethos plurisecular del mundo
moderno, M�xico, UNAM, 1995; Democracia, Neoconservadurismo y
Modernidad, M�xico, Universidad Aut�noma Metropolitana-Iztapalapa
(en prensa).

MZ Zietara, Maciej. Polaco, Maestro en Filolog�a Espa�ola por la


Universidad de Varsovia, Polonia. Maestro en Estudios
Latinoamericanos por la Facultad de Filosof�a y Letras de la UNAM.
Participante en el Proyecto de Investigaci�n apoyado por CONACYT
4380-H �Historia de las Ideas Filos�ficas en Am�rica Latina�. Ha
publicado: �El arte de inquietar: el seudoensayo de Borges�,
en Itinerarios, Varsovia, C�tedra de Estudios Ib�ricos, 1995; �Paz
zmeczony�, en Literatura na Swiecie, Varsovia, n�m. 7, 1996.
A priori antropol�gico

El a priori antropol�gico hace referencia a la problem�tica del sujeto y a los


criterios que de ello se derivan.
Noci�n con la que se indica la condici�n y posibilidad de la filosof�a
latinoamericana tanto retrospectiva como
prospectivamente. Connota el reconocimiento y autorreconocimiento del sujeto como
sujeto radicalmente hist�rico
y social: la temporalidad y la contingencia definen el proceso en el que el ser
humano se afirma o se niega en
funci�n de su praxis. Supone una decisi�n de naturaleza axiol�gica: el acto
mediante el cual el sujeto se pone a s�
mismo como objeto de reflexi�n.

El sujeto que realiza esta acci�n no es un �yo� sino un �nosotros� en un doble


sentido: los discursos
posibles de esta autovaloraci�n son por su emisi�n individuales y por su
significaci�n sociales. Un comienzo y los
recomienzos de la filosof�a latinoamericana se han dado de hecho cuando el
�nosotros los latinoamericanos� ha
intentado la b�squeda de su identidad a partir del reconocimiento de alteridad,
�nica forma de lograr una
afirmaci�n leg�tima de s�.

El a priori antropol�gico est� inscrito en el a priori hist�rico, la aparici�n del


primero es indefectible dentro
de una cierta visi�n del mundo determinada hist�ricamente. El espacio donde se
resuelve el a priori antropol�gico
leg�timo es la cotidianeidad que se constituye en el punto de partida y de llegada
del quehacer filos�fico.

Es una de las herramientas conceptuales utilizada por el fil�sofo argentino Arturo


Andr�s Roig (Mendoza,
1922), quien pretende fundamentar su argumentaci�n en favor de una filosof�a
latinoamericana entendida como
�saber de vida�. Retomando cr�ticamente la idea de Hegel desarrolla la definici�n
apuntada.

En La introducci�n a la historia de la filosof�a, el fil�sofo alem�n sostiene que


el comienzo de la
�verdadera filosof�a� tiene lugar en Occidente, espec�ficamente con los griegos, en
el momento en que el Esp�ritu
se muestra a s� mismo en las determinaciones hist�ricas concretas. Ligado a esto,
est�n las condicionantes de la
existencia de constituciones libres y de un Estado en donde prive la libertad
pol�tica.

El individuo es libre cuando se piensa y se conoce como universal; el enunciado


�en tanto que me pongo
para m� y valgo sencillamente para m� resume el movimiento de ponerse como objeto
de conocimiento y de
conocerse como tal. En el despliegue de la conciencia este momento es denominado
�para s�. Los se�alamientos
valiosos de Hegel respecto al a priori antropol�gico se disuelven por considerar
finalmente al sujeto hist�rico como
una medici�n de un sujeto absoluto, fundamento y esencia de todo acontecer.
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El replanteamiento sint�tico del a priori antropol�gico hegeliano, pero basado en
el mismo Hegel, es seg�n
Roig: ��querernos a nosotros mismos como valiosos�... �tener como valioso el
conocernos a nosotros
mismos��. Con base en este sentido, las formas concretas en que ha tenido lugar la
conformaci�n del sujeto
hist�rico y sus manifestaciones permiten incluir como un tipo de saber el
pensamiento prehisp�nico, para el caso
espec�fico del comienzo de la filosof�a latinoamericana est�n en principio las
declaraciones de Juan Bautista
Alberdi en El fragmento preliminar al estudio del derecho (1838), acerca de la
necesidad de una filosof�a
americana.

Cerutti, Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, FCE, col. Tierra


Firme, M�xico, 1983. Hegel,
Georg. Introducci�n a la historia de la filosof�a, Sarpe, col. Los Grandes
Pensadores, Espa�a, 1983. Roig,
Arturo. Teor�a y critica del pensamiento latinoamericano, FCE, col. Tierra Firme,
M�xico, 198 1. Roig, Arturo. El
pensamiento social de Juan Montalvo. Sus lecciones al pueblo, Corporaci�n Editora
Nacional, Universidad Andina
Sim�n Bol�var, Subsede Ecuador, 1995. Schutte, Ofelia. �De la conciencia para s� a
la solidaridad latinoamericana:
reflexiones sobre el pensamiento te�rico de Arturo Andr�s Roig�, en Arturo Andr�s
Roig, Fil�sofo e historiador de
las ideas, M�xico, Universidad de Guadalajara, 1989.

(V�ase: A priori hist�rico, Sistema de conexiones).

(SMLCB)
A priori hist�rico

Designa una estructura epocal determinada y determinante que condiciona y


posibilita la forma como se capta la
facticidad hist�rico-social, punto de arranque para el filosofar. La historicidad
del a priori hist�rico, es decir, su
transformaci�n depende de la �conciencia social� cuya funci�n es de tipo causal; el
paso de un a priori hist�rico a
otro est� supeditado al surgimiento de la �conciencia social�, cuya a prioridad,
esto es, lo que hace posible su
aparici�n, no es de car�cter necesario sino a posteriori en cuanto se conforma una
nueva �poca o generaci�n.

El a priori hist�rico est� constituido tanto por �categor�as intelectuales� como


por �estados de �nimo�, lo
que imprime significado a la producci�n teor�tica y a la manera en que se conducen
los individuos en su contexto
social. La concepci�n que se tenga del mundo y de la vida funciona como a priori
hist�rico; el modo de
comprender el mundo y la vida condiciona los alcances y limitaciones te�rico-
pr�cticas de la forma como se
resuelva esa comprensi�n.

El t�rmino es usado por primera vez, en el contexto latinoamericano, por el


fil�sofo argentino Arturo
Andr�s Roig (Mendoza, 1922) en una ponencia le�da durante el Congreso de Morelia,
M�xico, en 1975. La
expresi�n la toma de Michel Foucault y advierte de los riesgos que ello puede traer
consigo. De este eufemismo se
deriva que el significado del �a priori hist�rico�, manejado por ambos autores, es
diferente, aunque tambi�n hay
puntos de coincidencia.

Estos �ltimos residen en el uso de la palabra a priori conforme a un significado


de raigambre kantiana:
aquello que es condici�n y fundamento de algo. Tanto Roig como Foucault indican que
el �a priori hist�rico� no es
de car�cter formal, dicen respectivamente: �lo a priori no lo es respecto de lo
hist�rico, como algo que determina a
lo temporal desde afuera, sino que es asimismo hist�rico�, �frente a unos a priori
formales cuya jurisdicci�n se
extiende sin contingencia, �el a priori hist�rico� es una figura puramente
emp�rica... este a priori no escapa a la
historicidad�.

La diferencia estriba en que para Foucault el a priori hist�rico se reduce al


campo del lenguaje, ya que lo
define como �el conjunto de reglas que caracterizan una pr�ctica discursiva�,
asign�ndole, adem�s un papel
condicionante en relaci�n con el surgimiento de teor�as opuestas o contrarias, una
funci�n que establece la forma
de comportamiento de las pr�cticas extradiscursivas. Esas �reglas de formaci�n�,
que permiten hablar de una
multiplicidad de objetos, conceptos, funciones del sujeto y opciones te�ricas, son
las que no est�n dadas desde el
exterior de un campo discursivo determinado y en ese sentido son no formales. Son
hist�ricas en cuanto que
fundadas en la experiencia son transformables y porque, en virtud de ello, pueden
dar cuenta de la dispersi�n de los
enunciados: �el discurso... tiene... una historia espec�fica que no lo lleva a
depender de las leyes de un devenir
ajeno�.
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En tanto la redefinici�n de Roig apunta m�s all� de lo meramente conceptual. El
dominio del a priori
hist�rico incluye tambi�n la �disposici�n afectiva y valorativa ante un objeto�,
existen sentimientos y emociones
de tipo social que condicionan la manera en que el individuo responde ante cierta
situaci�n. La utilizaci�n de este
vocablo por parte de Roig obedece a la necesidad de subrayar que la facticidad, la
existencia misma, est�n
mediadas por una �comprensi�n y una valoraci�n�: no existen los fen�menos puros e
inmaculados a los que el
fil�sofo pudiera arribar con un af�n de explicarlos �objetivamente�, es decir, sin
emitir juicios valorativos. El
conjunto de creencias, actitudes, conocimientos, etc�tera, de una �poca hacen
posible y condicionan las ideas y la
posici�n que se tenga respecto a ese corte hist�rico.

El a priori hist�rico de Foucault lo es respecto al mundo de los discursos. El a


priori hist�rico de Roig lo es
respecto a la historia misma.

Cerutti, Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, FCE, col. Tierra


Firme, M�xico, 1983.
Foucault, Michael. La arqueolog�a del saber, Siglo XXI, M�xico, 1970. Roig, Arturo.
Filosof�a, universidad y
fil�sofos en Am�rica Latina, UNAM, col. Nuestra Am�rica, M�xico, 1981. Roig,
Arturo. Teor�a y critica del
pensamiento latinoamericano, FCE, col. Tierra Firme, M�xico, 1981. V�zquez,
Francisco. Foucault. La historia
como cr�tica de la raz�n, Montesinos, Biblioteca de Divulgaci�n Tem�tica, Espa�a,
1995.

(V�ase: A priori antropol�gico, Sistema de conexiones).

(SMLCB)
ALTERIDAD.

Este t�rmino se aplica al descubrimiento que el �yo� hace del �otro�, lo que hace
surgir una amplia gama de
im�genes del �otro, del �nosotros�, as� como visiones del �yo�. Tales im�genes, m�s
all� de m�ltiples diferencias,
coinciden todas en ser representaciones �m�s o menos inventadas� de gentes antes
insospechadas, radicalmente
diferentes, que viven en mundos distintos dentro del mismo planeta.

El hombre percibe su finitud, entre otras cosas, porque depende del encuentro con
lo otro, con lo que no es
�l. El yo en cuanto yo se topa con su vaciedad o falta de contenido. Sin contacto
con los objetos, con lo que se
enfrenta y opone, no pasar�a de ser una autorrealizaci�n vac�a que ser�a
ciertamente capaz de pensarse, pero a la
que tendr�amos que designar como un pensamiento vac�o. En esta perspectiva la
m�xima oposici�n se da en el
encuentro con el �otro�, que es la forma suprema y m�s apropiada de participaci�n
del hombre en lo otro, la
relaci�n �intersubjetiva� o �interpersonal�. El enorme influjo de la relaci�n
intersubjetiva en la formaci�n del yo
podr�a mostrarse en el fen�meno del lenguaje, la tradici�n, el trabajo, etc�tera.
Lo que nosotros hacemos a los otros
y �stos nos hacen a nosotros, eso es lo que somos.

Uno de los problemas fundamentales que surgen ante la presencia de la alteridad es


que seg�n el �yo� se
imagina o concibiera a esas gentes, antes radicalmente desconocidas, as� habr�a
luego que comportarse con ellas;
hasta el grado que al �otro� se le puede negar su propia realidad subjetiva,
cultural, idiom�tica, etc�tera. Surge as�
el problema del otro o de la alteridad. En el caso concreto de Am�rica Latina, al
encontrarse por vez primera
hombres que radicalmente se desconoc�an entre s�, tuvieron que forjarse, unos y
otros, im�genes mutuas. Era
necesario comprender o inventar, en medio del asombro y la duda, qui�nes eran esos
que as�, de pronto, se les
tornaban presentes. Surge as� una amplia gama de im�genes mutuas que se forjaron
europeos y amerindios y, m�s
tarde, africanos y asi�ticos. El dominico Diego Dur�n expres� en forma elocuente y
concisa este hecho:
�hall�ndose los unos con los otros, no se entend�an ni sab�an qu� se responder�. El
problema del otro o de la
alteridad ha sido tratado de forma preferente y esmerada por la filosof�a
latinoamericana, que ha tomado sus
elementos de la filosof�a moderna y contempor�nea. Entre los fil�sofos que han
influenciado en pensamiento
latinoamericano hay que nombrar a Ortega, Zubiri, Aranguren y Pedro La�n Entralgo,
quienes pusieron de relieve
la importancia de la alteridad en la significaci�n de la persona y de la sociedad.
El intento de redefinici�n del
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hombre en el pensamiento latinoamericano como sujeto metaf�sico y �tico
fundamentado en el concepto de
alteridad, supone todo un enfrentamiento con el humanismo cl�sico occidental en el
que el hombre es concebido
como conciencia de s� y libertad. La alteridad �tica del otro da paso a una
comunidad �tica que �sta constituida no
por una suma de egos aut�nomos e intercambiables, sino por un �nosotros�. Las
aportaciones surgidas de este
campo se pueden formular de la siguiente forma: lo rec�proco es un elemento
constitutivo del ser de la persona; es
un elemento originario en la constituci�n del sujeto moral y, por tanto, de la
conciencia moral y, finalmente, es un
elemento que est� indisolublemente vinculado a su madurez y a su desarrollo
integral. Importancia fundamental
han tenido en el tratamiento del problema del �otro� t�rminos como �di�logo�,
�comprensi�n�, �encuentro� y otros
similares, que resumen de alguna manera la filosof�a y la praxis de la alteridad.
El pensamiento latinoamericano al
proponer la alteridad como mediaci�n �tico-antropol�gica para la �tica no cae en
una redundancia del personalismo
moral, ni tampoco en los peligros de una ideolog�a alienadora del sujeto real
concreto; se considera que la alteridad
puede ser un correctivo y la complementariedad tanto del solo personalismo como de
la sola politicidad.

Levinas, Emmanuel. Totalidad e Infinito. Ensayo sobre la exterioridad, S�gueme,


Salamanca, 1987.
Scannone, Juan Carlos. �Racionalidad �tica, comunidad de comunicaci�n y alteridad�,
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Espa�a, 1992-1995. Todorov, Tzvetan. La conquista de Am�rica: el problema del otro,
Siglo XXI, M�xico, 1995
(6a ed.).

(V�ase: Anal�ctico, Analog�a, Contrapoder, Exterioridad, Pobre, Pueblos indios,


Utop�a).

(MASO)
AM�RICA

. El territorio y los oc�anos que hoy constituyen el llamado hemisferio occidental


ha tenido cerca de cuarenta
nombres a lo largo de su historia, a partir del momento en que se dedujo su
existencia por estudios astron�micos en
la antig�edad griega o por viajes mar�timos en la China cl�sica.

Fue llamado India Orientalis y Catigara desde antes de Claudio Ptolomeo


Alejandrino y Fusangguo por los
chinos y otros asi�ticos. Los nativos de la actual Am�rica tambi�n le ten�an
nombres, algunos registrados por la
historia: Zuania es el primero, de extracci�n caribe�a, que se conoce para todo el
continente, y as� lo consign� el 5
de noviembre de 1493 Hernando Col�n en la biograf�a de su padre. Abya-Yala, Anahuac
y Tawantinsuyu son otros
tantos nombres prehist�ricos para el continente, pero de uso regional.

Desde el siglo XVI se usaron muchos top�nimos, algunos de utilidad local, que se
fueron generalizando
poco a poco: Tierra Firme, Paria, Caribana. Pedro M�rtir de Angler�a acu�� la
expresi�n Mundus Novus en sus
D�cadas, y en los croquis de Bartolom� Col�n y Alejandro Zorzi se us� Novo Mondo.

Crist�bal Col�n propuso llamar al continente Tierra Santa o Tierra de Gracia,


seg�n asienta fray Bartolom�
de las Casas en Historia de las Indias (parte II, cap. XL). El propio dominico
propuso en 1527 llamar Colombia al
Nuevo Mundo; pero �l mismo utiliz� la palabra Indias en su libro. Los alemanes
acu�aron otro nombre, Behaimia
e incluso Bohemia Occidental, en homenaje a Mart�n Behaim, pero casi nadie se
enter� de esa idea.

La palabra Am�rica fue propuesta por otros alemanes: el can�nigo impresor Gaultier
Ludd, el cart�grafo
Mart�n Waldseem�ller y el joven humanista y poeta Mat�as Ringman, todos ellos del
Gimnasio de Saint-Di� (o San
Deodato), quienes el 25 de abril de 1507 propusieron con �xito el nombre del
continente, en un c�lebre y raro
texto, la Cosmographiae Introductio cum quibusdam Geometriae ac Astronomiae
Princip�s ad eam rem
Necesariis; insuper quatuor Americi Vespucii Navigationes (Introducci�n con
aquellos principios de Geometr�a y
Astronom�a necesarios a este fin, adem�s de las cuatro navegaciones de Americo
Vespucci), peque�o folleto de
escasas 52 p�ginas y del que hoy existe un solo ejemplar, donde asentaron, al
reverso de la p�gina 15:

Ahora que estas (tres) partes de la tierra (Europa, Asia y �frica) han sido
verdadera y ampliamente descritas, como
en seguida se ver�, y que otra cuarta parte ha sido descubierta por Americum
Vesputium, no veo con qu� derecho
alguien podr�a negar que por su descubridor Americo, hombre de ingenio sagaz, se la
llame Amerigen o mejor
Americi que es como decir Americam, as� como Europa y Asia tomaron nombres de
mujeres.
Al margen izquierdo del folleto, en apostilla, se escribi� por vez primera, con la
actual ortograf�a espa�ola,
la palabra Am�rica, con tilde, nombre euf�nico y multilingual que facilit� su
r�pida difusi�n.

Tuvo tanto �xito este folleto, que la segunda edici�n hecha por el mismo Ludd
apareci� apenas cuatro
meses despu�s, el 29 de agosto del mismo a�o. Y en otras obras, como la publicada
en 1507, Speculum Orbis y en
el Globus Mundi Declaratio (1509, Strasburg), se llama al continente Am�rica, sin
dar mayores razones. La nueva
palabra fue acogida casi de inmediato por los sabios de la �poca, Stobnicza,
Sch�ner, Apianus, Boulenguer,
Leonardo da Vinci, etc.

En 1520 Petrus Apianus public� la Polyhistoria de Solio y all� incluy� un


mapamundi con el nombre de
Am�rica para las tierras del Orbe Novo, Alter Mundus o Mundus Novus, como se empez�
a llamar este
hemisferio. El top�nimo Am�rica no fue bien recibido por los espa�oles sino hasta
mediados del siglo XVIII, e
incluso se prohibi� y pen� su uso porque se le consider� contrario a la gloria de
Col�n, nombre de uso protestante
y contrario a la nomenclatura oficial, Indias Occidentales. Juan Sol�rzano Pereira
(1575-1654) propuso otro
nombre que no fue aceptado, Orbe Carolino, en adulaci�n a Carlos II quien hab�a
ordenado publicar su
Recopilaci�n de las Leyes de los Reinos de Indias. Tambi�n propuso sin �xito que se
llamara Orbe Nuevo, Colonia
o Columbania, siguiendo a de Las Casas. Mart�n Fern�ndez de Enciso en la Suma de
Geographia (Sevilla, 1519) tal
vez fue el primer espa�ol en aceptar el top�nimo, aunque poco despu�s fuera
prohibido.

En los siglos XVI a XVIII se generaliz� el nombre de Indias Occidentales, tanto


para distinguirlas de las
Orientales como para radicarlas en este hemisferio. Pero tambi�n se us� Costa Firme
y Tierra Firme.

Romualdo Mercator fue el primero en extender el nombre de Am�rica para todo el


hemisferio en un
Ptolomeo que public� en 1540. Miguel Mercator imprimi� en 1630 un mapa de Am�rica
dividida en dos
hemisferios, norte y sur, con el t�tulo de �America sive India Nova� (Am�rica o
India Nueva).

Abraham Ortelius, en el Theatrum Orbis Terrarum publicado en mayo de 1570, utiliz�


la palabra Am�rica
para identificar en el planisferio universal (Typus Orbis Terrarum) el norte del
continente, donde, para aprovechar
el espacio vac�o del mapa, a�adi� en el muy conocido �Americae sivi Novi Orbis Nova
Descriptio� del mismo a�o,
la nueva nomenclatura, esta vez para referirse a todo el continente. Ortelius
tambi�n propuso llamar al continente
Amazonia u Orellana, as� como la India tomaba nombre del Indus.
Estados Unidos incorpor� el nombre del continente a su propio nombre de naci�n
cuando en 1776 �en el
Congreso Continental de las Colonias Brit�nicas llevado a cabo en Filadelfia�
aprob�, a propuesta de Thomas
Jefferson, el Common Sense; addressed to the inhabitants of America, escrito por
Thomas Paine. Anteriormente
era usual, no oficial, el uso de la expresi�n British America para referirse a la
regi�n septentrional y atl�ntica del
continente. El 4 de julio e 1776 se proclam� solemnemente por 12 de las 13 colonias
originales (faltaba Nueva
York), la independencia formal con la Declaraci�n de los representantes de los
Estados Unidos de Am�rica, fijando
as�, por vez primera, el nombre completo de la nueva naci�n.

A su vez la palabra Colombia fue recogida por Francisco de Miranda en 1806 y por
Sim�n Bol�var desde
1813, y se oficializ� en 1819 cuando fue creada la Rep�blica de Colombia. Desde sus
comienzos el uso de la
palabra Colombia tuvo una proyecci�n continental.

A mediados del siglo XIX se emplearon otros t�rminos, generalmente con intenci�n
pol�tica:
Hispanocolombia (J. M. Samper), Hispanoam�rica, Am�rica Espa�ola y, con mayor
�xito, Am�rica Latina (J. M.
Torres Caicedo).

Ya en el siglo XX surgieron otros usos: Indoam�rica (V. R. Haya de la Torre),


Amerindia, Iberoam�rica,
Eurindia (en M�xico, hacia 1930) y otros, que no han cuajado porque discriminan a
importantes contingentes de
americanos que no son ni latinos ni europeos: los negros de origen africano, los
chinos y dem�s asi�ticos, los
�rabes. Y porque no han incorporado las mayor�as de criollos-mestizos habitantes
del continente.

Ardao, Arturo. G�nesis de la idea y el nombre de Am�rica, Centro de Estudios


Latinoamericanos R�mulo
Gallegos/Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 1980. Carrillo y Angona,
Crescencio. Estudio filos�fico sobre el
nombre de Am�rica y el de Yucat�n, Imprenta Mercantil, M�rida, M�xico, 1890. Col�n,
Hernando. Vida del
Almirante, Biblioteca Americana, FCE, M�xico, 1947. Ibarra Grasso, Dick Edgar.
Ilustraci�n a la Amer�stica.
Cr�tica y teor�a, Universitaria, Universidad de San Sim�n, Cochabamba, Bolivia,
1967. Leviller, Roberto. Am�rica
la bien llamada, Ed. Kraft, Buenos Aires, 1948. Am�rico Vespucio. El Nuevo Mundo,
Cartas relativas a sus viajes
y descubrimientos, Ed. Nova, Buenos Aires, 1951. Sol�rzano Pereyra, Juan. Pol�tica
Indiana, Libro I, Cap. II,
1646. Tib�n, Gutierre. Am�rica, setenta siglos de la historia de un nombre, M�xico,
1945.

(V�ase: Amer�stica, Am�rica Latina, Confederaci�n, Indoam�rica, Panamericanismo).

(GVM)
AM�RICA LATINA.

. Es un neologismo que, como sustantivo compuesto alude a una parte del continente
americano; geogr�ficamente
comprende desde el R�o Bravo (M�xico) hasta la Tierra del Fuego, e incluye las
islas del Caribe. En el plano
sociopol�tico y cultural latinoamericanista esta expresi�n refiere a una entidad
aut�noma en relaci�n con la
Am�rica de habla inglesa (Sajona). Como acepci�n a esta definici�n, Arturo Ardao
dice que la expresi�n Am�rica
Latina designa al conjunto de las Am�ricas de lengua espa�ola, portuguesa y
francesa y ha pasado a ser la
preferente denominaci�n pol�tico-cultural de un continente, resultando subsidiaria
de ella la expresi�n Am�rica del
Sur o Sudam�rica y Am�rica Central o Centroam�rica.

Debemos al fil�sofo e historiador de las ideas uruguayo, Arturo Ardao (Montevideo,


1912), el mejor
estudio sobre este tema. Lo que sigue aspira a ser un modesto resumen de su obra
citada en la bibliograf�a y de
lectura indispensable para todo latinoamericanista.

El neologismo Am�rica Latina fue el resultado del obligado desenlace de contextos


hist�rico-culturales y
situaciones pol�tico-econ�micas muy complejas, entre las que cabe destacar el
avance de los Estados Unidos de
Norte Am�rica con su anexi�n de m�s de la mitad del territorio mexicano y sus
intrusiones en el Istmo
Centroamericano, as� como del marcado racismo y la divisi�n �tnico-cultural.

Para llegar a la concepci�n que hoy se tiene sobre la idea y el nombre de Am�rica
Latina el tiempo ha
resultado considerable, pues en su etapa de gestaci�n se le denomin� de muchas
maneras. A este respecto, Ardao
anota que �la idea y el nombre de Am�rica Latina pasa por un proceso de g�nesis que
recorre las mismas tres
etapas que la idea y el nombre de Am�rica. En el caso de Am�rica lo constituy� el
descubrimiento; en el de
Am�rica Latina el proceso fue m�s lento y doloroso�.

Dado que se est� analizando el nombre de Am�rica Latina, s�lo se dice respecto de
Am�rica que este
t�rmino fue propuesto para designar al continente por el can�nigo impresor Gaultier
Ludd, el cart�grafo Mart�n
Waldsee M�ller y por el humanista y poeta Mat�as Ringman, los tres del Gimnasio de
San Deodato, el 25 de abril
de 1507, en un folleto de 52 p�ginas de nombre Introducci�n a aquellos principios
de Geometr�a y Astronom�a
necesarios a este fin, adem�s de las cuatro navegaciones de Am�rico Vespuccio.
(v�ase: Am�rica).
Como se anot� en la definici�n, el t�rmino Am�rica Latina s�lo se explica en su
origen, en relaci�n con la
Am�rica Sajona; aunque es prudente advertir que el t�rmino Am�rica Latina no surgi�
como nombre, sino
evolucion� primero como idea a partir del an�lisis de la latinidad. Ardao dice que
esta idea tiene dos grandes
acepciones: la primera �alude al orbe cultural del lat�n en tanto oper� como idioma
vivo en la antig�edad y
comienzos del Medioevo, con todas sus variantes internas desde la alta a la baja
latinidad�. En una segunda,

...alude al arte cultural generado por los idiomas llamados neolatinos o latinos a
secas, que surgen en la Europa
Medieval para expandirse, despu�s del Renacimiento por todos los continentes (...)
como su correspondiente
lengua ep�nima la primera es una latinidad muerta. Como sus correspondientes
lenguas de expresi�n y
significaci�n, tambi�n con todas sus variantes internas, desde las originarias
europeas a las ultramarinas, la
segunda es una latinidad viva pero no por ello deja de existir una estricta
continuidad hist�rica. (Ardao, 1965).

Esta segunda empez� a partir de un centro geogr�fico cubriendo �reas cada vez m�s
extensas, siendo la
primera, la joven Roma, le sigui� Italia, el Mediterr�neo, Europa y despu�s el
mundo, las cinco partes en �pocas
que abarcan desde la antig�edad hasta el siglo XX.

As� como se empez� a extender la idea de latinidad en el mundo, �sta no se acept�


totalmente, pues las
diferentes regiones conservaron n�cleos de procedencia no latina. A este respecto,
Ardao dice a manera de
ejemplo: �Tres de ellas, Espa�a, Francia y Portugal, engendrar�an a su turno
Am�rica Latina. La latinidad de �sta
�regida siempre por el fen�meno ling��stico-cultural� tiene m�ltiples diferencias
de grado con las de sus
naciones madres. No mayores, empero, que la que mantiene la latinidad de la Roma
Cl�sica, comprendida la propia
Italia, con la paradigm�tico latinidad de la Roma Cl�sica. Bajo un aspecto
significativo, la mitad de los pa�ses
latinoamericanos �M�xico, Guatemala, Nicaragua, Panam�, Cuba, Hait�, Per�, Chile,
Paraguay, Uruguay�
ostentan un nombre de origen idiom�tico no latino� (aunque se anota que lo mismo
sucede con Francia cuyo
nombre es de ra�z germ�nica).

El mismo Ardao indica en Am�rica Latina y la latinidad que

la primera idea �como idea� de una Am�rica Latina, debi� esperar a mediados del
siglo XIX para surgir. Fue as�
porque la idea matriz de una Europa Latina pese a mentar una realidad mucho m�s
antigua, fue s�lo en el mismo
siglo, en forma pr�cticamente simult�nea, que a su vez surgi�. Queremos decir que
fue entonces que por primera
vez se manifest� en su literal enunciaci�n, la idea de latinidad �en la moderna
acepci�n� y uso de concepto
historiogr�fico, a la vez que de categor�a de la filosof�a de la historia, de la
filosof�a de la cultura y hasta de la
filosof�a pol�tica (Ardao, 1993).

Con el surgimiento de la expresi�n Europa latino dio comienzo a una transformaci�n


y valoraci�n
ling��stica de la antigua Romania, esta transformaci�n estaba destinada a llevar el
concepto de latinidad a todos los
continentes. Aunque cabe aclarar que la idea org�nica de Europa latina no se
sosten�a del todo hacia principios del
siglo XIX, mucho menos en esa �poca se defin�a la idea de una Am�rica Latina, y aun
cuando algunos
historiadores han querido ver en los humanistas cl�sicos la idea de la latinidad no
se puede afirmar que sea as�. Tal
es el caso de Alexis de Tocqueville, quien en su libro La democracia en Am�rica de
1835 habla de Am�rica del
Norte y Am�rica del Sur, pero no de Am�rica Latina: �La Am�rica del Sur es
cristiana como nosotros; tiene
nuestra leyes y nuestros usos; encierra todos los g�rmenes de la civilizaci�n que
se desarrollaron en el seno de las
naciones europeas y de sus descendientes; Am�rica del Sur tiene, adem�s, nuestro
propio ejemplo: �porqu� habr�a
de permanecer siempre atrasada?�.

Con la cita anterior se puede decir que de haber existido la idea de latinidad en
y para nuestro continente no
se habr�a dejado de lado. De la misma manera que se ha rastreado a Tocqueville se
pueden hacer observaciones en
otro de los grandes viajeros que llegaron a la regi�n hispanoamericana: Alexander
von Humbolt (1769-1859), en su
obra Viajes a las regiones equinocciales del Nuevo Continente, t. X, cap�tulo XXVI,
publicada en 1825 (p. 140),
hace referencia a Europa Latina, no as� a una Am�rica Latina:

Resulta, pues, que si en las investigaciones de econom�a pol�tica, se acostumbra a


no considerar sino masas,
no se podr�a desconocer que el continente americano no est� repartido, hablando
propiamente, m�s que en tres
grandes naciones de raza inglesa, espa�ola y portuguesa, (...) Hoy, a la parte
continental del Nuevo Mundo se
encuentra como repartida entre tres pueblos de origen europeo: uno, y el m�s
poderoso, es de raza germ�nica; los
otros pertenecen por su lengua, su literatura y sus costumbres, a la Europa Latina.

Asimismo y s�lo para no dejar de lado al c�lebre Hegel (1770-1831), pues este
t�rmino parecer�a manco,
se puede observar que en su ya cl�sico: Lecciones sobre filosof�a de la historia
universal (producto de sus lecciones
dictadas entre 1822-1830) hace uso de los hombres de Am�rica refiri�ndose a �sta
como: �Nuevo Mundo�,
�Am�rica del Norte�, �Am�rica del Sur�, aunque s�lo fuese para dejarlos fuera de su
teor�a sobre la evoluci�n del
esp�ritu. En el citado texto dice: �Am�rica debe apartarse del suelo en que, hasta
hoy, se ha desarrollado la historia
universal. Lo que hasta ahora acontece aqu� no es m�s que el eco del viejo mundo y
el reflejo de ajena vida, (...)
Esta masa de esclavos se ha establecido junto a los germanos; pero este elemento
aun no figura en la serie de la
evoluci�n del esp�ritu y no necesitamos detenernos en �l�.

Como se ve, la idea de Am�rica y sus otras denominaciones ya estaban en ciernes en


los principios del siglo
pasado. No fue sino hasta 1836, cuando Michel Chevalier (1806-1879), en la
introducci�n de su libro Cartas sobre
la Am�rica del Norte empieza a bosquejar la idea de Am�rica Latina, anotando que no
es en las cartas (escritas
entre 1833-1835) donde se plasma la idea, sino en la introducci�n de la citada
obra. En �sta se puede observar
c�mo la idea de Am�rica Latina, aunque de forma embrionario, se�ala la ruta de esta
idea que desembocar� en la
denominaci�n del �continente del sur�.
Nuestra civilizaci�n procede de un doble origen de los Romanos y de los pueblos
germ�nicos. ...As� hay la
Europa Latina y la Europa teut�nica; la primera comprende los pueblos del Mediod�a,
la segunda, los pueblos
continentales del norte de Inglaterra. �sta es protestante, la otra es cat�lica.
Una se sirve de idiomas en los que
domina el lat�n, la otra habla lenguas germanas. Las dos ramas latina y germana se
han reproducido en el Nuevo
Mundo. Am�rica del Sur es, como la Europa meridional cat�lica y latina. La Am�rica
del Norte pertenece a una
poblaci�n protestante y anglosajona... Unos y otros ocupan en Europa y en Am�rica,
sobre la tierra y en medio de
los mares, admirables puntos avanzados y excelentes posiciones alrededor de esa
inm�vil Asia en la que se trata de
penetrar.

Se observa c�mo la idea de Am�rica Latina empieza a hacer revuelo en la mente de


otros escritores viajeros
contempor�neos de Chevalier. As� vemos a Benjam�n Poucel, quien en sus op�sculos de
1849 y 1850
denominados: De las emigraciones Europeas en la Am�rica del Sur y Estudios de los
intereses rec�procos de la
Europa y la Am�rica, Francia y la Am�rica del Sur, dice:

En presencia de los acontecimientos tan importantes para el porvenir de las


relaciones pol�ticas y
comerciales de Europa con Am�rica �Qu� hace Francia? �Nada! Hace aun algo peor,
porque su pol�tica en el R�o
de la Plata (ese campo cerrado donde deber� resolverse la gran cuesti�n de las
razas en Am�rica), en lugar de
favorecer a la raza latina de la cual ella es protectora nata contra la doble
invasi�n de la raza anglosajona por el
norte y por el sur, favorece gracias a su inacci�n irreflexivo, las usurpaciones y
la dominaci�n futura de la raza
anglosajona. (...) �No es claro, en efecto, que la uni�n m�s estrecha deber�a
confundir los intereses franceses y el
inter�s de Am�rica del Sur en un mismo fin, a saber: conservar a la raza latina la
posesi�n soberana de esta
magn�fica parte del continente Americano?

Al lado de los nombres de Chevalier y Poucel, se puede agregar el del dominicano


Francisco Mu�oz del
Monte, quien al igual que los franceses, se le puede ubicar entre los genetistas de
la idea de latinidad de nuestro
continente, no as� del nombre, pues �ste fue sustantivado y adjetivado por el
bogotano Jos� Mar�a Torres Caicedo
(30 de marzo de 1827 � 1830 al 24 de septiembre de 1889). A este respecto, Arturo
Ardao afirma:

Abstracci�n hecha del lejano antecedente del franc�s Michel Chevalier, de 1836,
Torres Caicedo es, en
efecto, en cuanto hemos podido verificar, el hispanoamericano que con m�s temprana
conciencia de su porvenir
hist�rico, aplic� a nuestra Am�rica �en espa�ol� �el calificativo de latina�, para
repetir aqu� sus propias palabras
de 1875; aplicaci�n convertida r�pidamente por el mismo, en el nombre de Am�rica
Latina. S�lo que, tambi�n en
cuanto hemos podido verificar lo hizo por primera vez en 1856, no en 1851, como por
error �o acaso por errata
tipogr�fica� en aquellas mismas palabras se expresa.

Esta fecha se puede constatar si se analizan los escritos de Torres Caicedo entre
1851 y 1855, pues en estas
fecha utiliza Am�rica o Am�rica Espa�ola, incluso el 5 de junio de 1856 en su
art�culo �Agresiones de los Estados
Unidos� publicado en el Correo de Ultramar, expresa: �Jam�s se hab�a sentido con
m�s imperio que hoy la
necesidad de llevar a cabo el gran pensamiento de Bol�var: la confederaci�n de las
naciones de la Am�rica
Espa�ola�. En el mes de junio, motivado por las mismas razones que Caicedo, el
chileno Francisco Bilbao da un
paso m�s al hablar de la raza latinoamericana: �Hoy las guerrillas avanzadas
despiertan el Istmo... He ah� un
peligro. El que no lo vea, renuncie al porvenir. �Habr� tan poca conciencia de
nosotros mismos, tan poca fe en los
destinos de la raza latinoamericana?�. Empero, si bien en este escrito Bilbao
empieza a adjetivar a la raza de
nuestra Am�rica no da el paso definitivo. Y fue hasta el 26 de septiembre de 1856,
que en el poema titulado �Las
dos Am�ricas�, publicado en Venecia por Torres Caicedo, que en su primera estrofa,
parte IX, se lee: �La raza de
la Am�rica Latina al frente tiene la sajona raza�.

Con esta sustantivaci�n y adjetivaci�n de Am�rica ahora s� Latina empieza una


ardua labor de valorar
pol�tica y culturalmente el nombre de Am�rica Latina, pues a este nombre el mismo
Torres Caicedo lo tomaba en
un principio como equivalente de Am�rica Espa�ola. Esto se puede observar en el
art�culo del 1 5 de junio de 1858
del Correo de Ultramar:

Amantes sinceros de la Am�rica espa�ola, le deseamos todo bien, mucha prosperidad,


grande honor; pero por
desgracia, nadie puede impedir que los hechos no sean como son; y al cronista no es
dado presentar los
acontecimientos bajo un falso aspecto, ni tampoco callarlos. Acogemos con sumo
placer y nos apresuramos a
registrar en esas hojas cuantos sucesos dignos de alabanza tienen lugar en las
regiones hispanoamericanas; pero
nuestro deber con este peri�dico es el hacer una rese�a exacta de cuanto pasa en
los Estados de la Am�rica Latina,
sin tener en consideraci�n nuestros deseos y aspiraciones personales como amigos de
esas rep�blicas.

Esta reiterada menci�n del nombre de Am�rica Latina se hace en virtud de que a
partir de 1860 se extendi�
la falsa creencia de que la denominaci�n �Am�rica Latina� fue acu�ada por los
ide�logos de Napole�n III, con el
fin de justificar su intrusi�n en M�xico. En relaci�n con esto, Ardao anota: �Tal
equivocada creencia tiene por
fuente un estudio publicado en 1968 por el investigador norteamericano John L.
Phelan, bajo el t�tulo de
Panlatinismo, la intervenci�n francesa en M�xico y el origen de la idea de
Latinoam�rica�.

Se puede seguir buscando y rastreando el origen del nombre de Am�rica Latina; sin
embargo, para el
prop�sito del presente trabajo s�lo resta anotar que la primera etapa del nombre de
nuestra Am�rica se cierra en
1870, fecha en que la denominaci�n Am�rica Latina es aceptada por propios y
extra�os
Ardao, Arturo. Am�rica latina y la latinidad, UNAM-CCyDEL, M�xico, 1993. Ardao,
Arturo. �La idea de
la Magna Colombia de Miranda a Hostos�, en Ideas en torno de Latinoam�rica, vol. I,
UNAM-UDUAL, M�xico,
1986. G�mez Robledo, Antonio. Idea y experiencia de Am�rica, FCE, M�xico, 1958.
Hegel Wilhelm, Georg
Friederich. Lecciones sobre filosof�a de la historia universal, trad. Jos� Gaos, 4�
ed. Revista de Occidente, Madrid,
1974. Phelan L., John. �El origen de la idea Latinoam�rica�, en Ideas en tomo de
Latinoam�rica, vol. I, UNAM-
UDUAL, M�xico, 1986. Thierry, Agust�n. Consideraciones sobre la historia de
Francia, trad. Jos� Luis Romero,
Ed. Nova, Buenos Aires, 1974. Toqueville, Alexis de. La democracia en Am�rica, 2�
ed. FCE, 1963.
UNAM.Conciencia y autenticidad hist�rica. (Escritos en homenaje a Edmundo
O�Gorman), M�xico, 1968.

(V�ase: Am�rica, Amer�stica, Confederaci�n, Indoam�rica, Panamericanismo).

(IPP)

AMER�STICA.

. Neologismo que se refiere al estudio cient�fico de lo americano. Es, a su vez,


una contracci�n de american�stica,
con dos s�labas y cuatro letras menos, pero m�s auf�nico. Amer�stica, est�
compuesto de la ra�z amer, abreviatura
geohist�rica de Am�rica (v�ase: Am�rica); el afijo is, ap�cope de ismo, inaplicable
por estar en medio de la palabra
y que significa ser partidario o seguidor; el infijo t, necesario para dar fluidez
y armon�a a la palabra, y el sufijo ica,
que significa ciencia. Es, pues, la ciencia propia de los estudios de la
americanidad.

La amer�stica estudia la formaci�n de la idea de Am�rica desde sus m�s remotos


or�genes, cuando en la
cultura cl�sica grecolatina se dedujo por v�a astron�mica y geom�trica la
esfericidad de la Tierra, hasta la actual
incorporaci�n americana a los estudios c�smicos. La g�nesis del espacio americano,
la formaci�n de un lenguaje
exclusivo para referirse a lo propio de Am�rica, esto es, una lexicograf�a
americana, el estudio documental del
nombre de Am�rica y sus homolog�as y analog�as, la toponom�a usual en el
continente, la noticia de la recepci�n
hist�rica y rec�proca de Am�rica en otros continentes y, en fin, la formaci�n de la
conciencia y de la identidad
americanas, ata�en al ser y quehacer de la amer�stica.
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Se diferencia del americanismo y del latinoamericanismo porque estas disciplinas se
aplican al estudio
filos�fico, literario o exclusivamente hist�rico del ente americano, as� como de
aquella parte de la ciencia pol�tico-
social que se aplica al an�lisis y discusi�n de la cotidianidad y su circunstancia
antropol�gica.

Ardao, Arturo. G�nesis de la idea y el nombre de Am�rica, Centro de Estudios


Latinoamericanos R�mulo
Gallegos/Consejo Nacional de la Cultura, Caracas, 1980. Carrillo y Angona,
Crescencio. Estudio filos�fico sobre el
nombre de Am�rica y el de Yucat�n, Imprenta Mercantil, M�rida, M�xico, 1890. Col�n,
Hernando. Vida del
Almirante, Biblioteca Americana, FCE, M�xico, 1947. Ibarra Grasso, Dick Edgar.
Ilustraci�n a la Amer�stica.
Cr�tica y teor�a, Universitaria, Universidad de San Sim�n, Cochabamba, Bolivia,
1967. Leviller, Roberto. Am�rica
la bien llamada, Ed. Kraft, Buenos Aires, 1948. Am�rico Vespucio. El Nuevo Mundo,
Cartas relativas a sus viajes
y descubrimientos, Ed. Nova, Buenos Aires, 1951. Sol�rzano Pereyra, Juan. Pol�tica
Indiana, Libro 1, Cap. II,
1646. Tib�n, Gutierre. Am�rica, setenta siglos de la historia de un nombre, M�xico,
1945.

(V�ase: Am�rica, Am�rica Latina, Confederaci�n, Indoam�rica, Panamericanismo).

(GVM)
ANAL�CTICO.

. El t�rmino anal�ctico fue acu�ado por el argentino Juan Carlos Scannonne;


despu�s fue desarrollado y
difundido por el tambi�n argentino Enrique Dussel, quien, en su Filosof�a de la
liberaci�n, lo define como �el
hecho real humano por el que todo hombre, todo grupo o pueblo se sit�a siempre m�s
all� (an�-) del horizonte de
la totalidad�.

Dussel argumenta que la dial�ctica ya no es suficiente: �el momento anal�ctico nos


abre as� al �mbito
metaf�sico (que no es el �ntico de las ciencias f�cticas ni el ontol�gico de la
dial�ctica), refiri�ndose
sem�nticamente al otro�, en su exterioridad, esto es, en su separaci�n y distinci�n
(Dussel, 1977b: 166).

Dussel propone el enfoque anal�ctico como resultado de su intento por continuar y


superar la cr�tica de
Mart�n Heidegger y de Emmanuel Levinas a la filosof�a moderna. Del primero conserva
la v�a extracient�fica del
filosofar y del segundo su concepci�n de la alteridad. A Heidegger lo cuestiona
desde la filosof�a de la exterioridad
de Levinas y a �ste desde la contraposici�n entre centro y periferia, vista en el
plano del pensamiento filos�fico
mundial.

El momento anal�ctico es el punto de partida de la �tica metaf�sica de la


alteridad, que consiste en la
aceptaci�n del otro como otro, lo cual significa una opci�n, una elecci�n y un
compromiso moral, para negarse
como totalidad, afirmarse como finito y ser ateo del fundamento como identidad. En
este sentido, el momento
anal�ctico es intr�nsecamente �tico y la �tica-metafisica de la liberaci�n es
originariamente anal�ctica.

Desde esta perspectiva, el fil�sofo mismo es anal�ctico cuando asume una posici�n
�tica que le lleve a
descender del elitismo acad�mico para saber o�r la voz que viene desde la
exterioridad de la dominaci�n.

Asimismo, la adopci�n del enfoque anal�ctico marca para Dussel el inicio del
filosofar aut�ntico en
Am�rica Latina y un nuevo momento en la historia de la filosof�a mundial, en la
medida en que supera la imitaci�n
del pensamiento de la totalidad �que incluye a los cr�ticos europeos de la
dial�ctica�, para convertirse en
filosof�a de los pueblos pobres, en filosof�a de la liberaci�n humana.

Cerutti G., Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, FCE, M�xico,


1983. Dussel, Enrique. La
dial�ctica hegeliana: supuestos y superaci�n o del inicio originario del filosofar,
Ser y Tiempo, Mendoza,
Argentina, 1972. Dussel, Enrique. �Filosof�a de la liberaci�n y m�todo anal�ctico�,
en Latinoam�rica, n�m. 6,
1973, este texto reaparece en Filosof�a �tica Latinoamericana, t. II, Edicol,
M�xico, 1977�. Dussel, Enrique. �La
filosof�a de la liberaci�n en Argentina: irrupci�n de una nueva generaci�n
filos�fica�, en Ardao, Arturo et al., La
filosof�a actual en Am�rica Latina, Grijalbo, M�xico, 1976. Dussel, Enrique.
Filosof�a de la liberaci�n, Edicol,
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M�xico, 1977b. Scannonne, Juan Carlos. �El itinerario filos�fico hacia el Dios
vivo. Reflexiones sobre su historia,
su planteo actual y su relectura desde la situaci�n latinoamericana�, en Stromata,
(Buenos Aires), A�o XXX, n�m.
3, julio-septiembre de 1974.

(V�ase: Analog�a, Alteridad, Exterioridad).

(RGC)
ANALOG�A

. La l�gica y la sem�ntica tradicionales distinguen entre la predicaci�n (y


significaci�n) un�voca, equ�voca y
an�loga o anal�gica. T�rmino un�voco es el que se predica de sus inferiores (o los
significa) de manera
completamente igual, por ejemplo �hombre�, predicado de todos los hombres. T�rmino
equ�voco es el que se
predica de sus inferiores (o los significa) de manera completamente diferente, por
ejemplo �osa�, predicado del
animal y de la constelaci�n. En cambio, el t�rmino an�logo se predica de sus
inferiores (o los significa) en parte
igual y en parte diferente, por ejemplo �sano� predicado del organismo, del
alimento, de la medicina y de la orina,
ya que se predica del organismo de manera principal, como del sujeto propio de la
salud, del alimento como
aquello que la conserva, de la medicina como aquello que la devuelve y de la orina
como aquello que la manifiesta.

La analog�a tiene diversas clases, que oscilan entre la univocidad y la


equivocidad. Cercana a la univocidad
est� la analog�a de simple desigualdad, como la que se da en �vida�, pues se puede
tratar de la vida vegetativa, de
la vida sensitiva o de la vida racional. Sigue la analog�a de atribuci�n, que
corresponde al t�rmino �sano�, que ya
hemos ejemplificado. Sigue la analog�a de proporcionalidad propia, por ejemplo en
�el instinto es al animal lo que
la raz�n al hombre�, donde hay una proporci�n compuesta entre una y otra cosa.
Pr�xima a la equivocidad est� la
analog�a de proporcionalidad impropia o metaf�rico, por ejemplo �las flores son al
prado lo que la risa al hombre�,
proporci�n por la que podemos decir la met�fora �el prado r�e�. Como se ve, la
analog�a nos hace ver que hay
diversas maneras de decir una cosa, y que entre todas esas maneras hay una
comunidad y una diferencia, un
margen de unidad y un margen de diversidad. Eso permite abrir el abanico del
conocimiento, para evitar
simplismos y llegar a un cierto pluralismo.

En Am�rica Latina han habido intentos recientes de teorizar que toman como
vertebraci�n un paradigma
anal�gico del conocimiento. Tales han sido los argentinos Juan Carlos Scannone y
Enrique Dussel, el colombiano
Germ�n Marqu�nez Argote y el mexicano Mauricio Beuchot Puente. Tanto Scannone como
Dussel hablan de la
analog�a en forma anal�ctica, esto es, un m�todo que integra la analog�a tomista a
la dial�ctica, pero tratando de
superar la dial�ctica hegeliano-marxista e incluso la heideggeriana. Va m�s all� de
la dial�ctica de la totalidad,
hacia la consideraci�n de las diferencias particulares. De esta manera se podr� dar
lugar a las diferencias culturales
latinoamericanas y, sobre todo, liberar al pobre y oprimido. Ayudar� a romper las
hegemon�as, en las que hay
centro y periferia, descentr�ndolas para que haya relaciones m�s equitativas.

Marqu�nez Argote trata de plantearse c�mo se puede utilizar la doctrina de la


analog�a desde Am�rica
Latina. Encuentra que no puede preferirse la analog�a de atribuci�n, porque implica
una jerarqu�a, con la cual se
puede propiciar una desigualdad injusta, en la que hay un analogado principal y
otros secundarios. Por eso elige la
analog�a de proporcionalidad, que es m�s igualitario.

A m� me parece que la analogicidad puede quitar muchos simplismos al pensamiento.


La aplicaci�n de la
analog�a ayudar� a dejar un espacio de variaci�n a los significados de los t�rminos
y, por ende, a los mismos
juicios. Una epistemolog�a anal�gica permitir� que haya una apertura de la verdad,
pero con l�mites. Puede haber
m�s de una interpretaci�n verdadera de la realidad, pero no todas lo ser�n. Hay un
margen de diferencia, pero tiene
l�mites. La misma aplicaci�n del bien com�n requiere proporci�n, proporcionalidad,
analog�a. La prudencia y las
dem�s virtudes a no caer ni en el universalismo ni en el relativismo, sino buscar
un pluralismo moderado.

La modernidad fue univocista, y ahora la postmodernidad es equivocista. Es muy


necesaria la analog�a, y es
algo muy acorde con nuestra historia latinoamericana. De hecho, el mestizaje �tnico
y cultural, sobre todo durante
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el siglo XVII, y el barroco mismo, grandes aportaciones latinoamericanas, fueron
fen�menos o acontecimientos de
analogicidad. �sta se aplica al hacer reuni�n en cierta universalidad, sin perder
la particularidad completamente, es
decir, haciendo referencia a las diferencias particulares. Los l�mites de la
analog�a restringen tanto la universalidad
como la particularidad, de modo que no se caiga ni en el universalismo totalitario
u homogeneizador ni en el
particularismo relativista fragmentador. Esa puede ser una aportaci�n de la
experiencia y del pensamiento
latinoamericano, que ha tenido que engendrar un pluralismo acendrado.

Beuchot, M. �Los m�rgenes de la interpretaci�n; hacia un modelo anal�gico de la


hermen�utica�, en M.
Aguilar Rivero (coord.). Di�logos sobre filosofia contempor�nea, Asociaci�n
Filos�fica de M�xico-UNAM,
M�xico, 1995. Dussel, E. D. �El m�todo anal�ctico y la filosof�a latinoamericana�,
en R. Ardiles et al. Hacia una
filosofia de la liberaci�n latinoamericana, Bonuni, Buenos Aires, 1973. Marqu�nez
Argote, G. Metafisica desde
Latinoam�rica, Universidad Santo Tom�s, Bogot�, 1977. Scannone, J. C. �La
liberaci�n latinoamericana.
Ontolog�a del proceso aut�nticamente liberador�, en Stromata, 27 (1972).

(V�ase: Anal�ctico).

(MBM)
ANARQUISMO

. Filosof�a pol�tica y social que postula al individuo concreto como ��nica�


realidad, concedi�ndole un alto
valor; aunque no puede autorrealizarse porque se halla generalmente subordinado. La
realizaci�n de sus
potencialidades s�lo es posible en libertad; por lo tanto, debe ser libre, pues
toda constricci�n ejercida sobre el ser
humano es ileg�tima.

Anarqu�a, etimol�gicamente significa sin gobierno; no obstante, los sustentadores


latinoamericanos no han
tomado rigurosamente su sentido literal, ni mucho menos han concebido el sentido
peyorativo (caos, desorden) con
que se le ha reducido y hasta anatematizado.

Plotino C. Rhodakanaty (1832-1885), principal introductor del anarquismo en


M�xico, al inmigrar en los
primeros a�os de 1860 (a nivel del subcontinente bien podr�a ser pionero), sostiene
contra los detractores que tal
idea les causaba espanto, pues cre�an ver en su �pr�ctica el germen de todos los
horrores y des�rdenes que suponen
en la anarqu�a; otros la creen impracticable porque no se ha ensayado�. Adem�s,
concibe que la felicidad de los
pueblos es factible en �la anarqu�a bien entendida y sistematizado�, que no en la
�f�rula tir�nica de los
gobiernos...� (Rhodakanaty, 1877: 2 y 3).

La anarqu�a bien entendida y sistematizado de Rhodakanaty implica,


fundamentalmente, ausencia de
coerci�n y de autoritarismo. El anarquismo latinoamericano es radicalmente
antiautoritario: �las leyes y las
constituciones que por la violencia gobiernan a los pueblos son falsas�. (Rafael
Barret, 1910). Todo aquello que
constri�a y doblegue a la especie humana debe ser socavado, as� sea Dios, el
Estado, la Ley... Al respecto, el
mexicano Enrique Flores Mag�n afirmaba: �nosotros no negamos que nuestros ideales
sean destructores de las
presentes instituciones (...) son el ariete (...) contra los muros del castillo
feudal de la propiedad privada donde los
sostenedores de �sta: el capital, la iglesia y la autoridad, est�n atrincherados
�(Flores Mag�n, 1914: 21).

La exacerbada apropiaci�n del capitalismo salvaje decimon�nico har� que el


anarquismo latinoamericano
no s�lo pretenda liberar al hombre concreto, sino que adquiera un matiz
nacionalista y se reafirmen el
internacionalismo y el antiimperialismo propios de tal doctrina. Am�rica Latina
nac�a al mundo occidental bajo el
signo de la dependencia, y nuevas potencias a fines del siglo XIX pretend�an, de
alg�n modo, suplantar al casi
extinto imperio espa�ol; por ello, el anarquismo tuvo tanta aceptaci�n, d�ndose su
auge en el �ltimo cuarto del
siglo pasado y en las dos primeras d�cadas del presente. Aceptaci�n que se divergi�
en ideal de lucha de la
naciente clase obrera, artesanos y campesinos. Los trabajadores, sometidos tanto al
dominio interno de oligarqu�as
locales como al externo del imperialismo capitalista, vieron en tal doctrina, antes
que en ninguna otra, una opci�n
de libertad; as�, el anarquismo dio un impulso importante al desarrollo del
movimiento de trabajadores del campo y
la ciudad de la lucha de clases.

La propagaci�n del mismo se dio combinada con matices liberales, religiosos,


nacionalistas; incluso, hubo
casos de confusi�n al utilizar indistintamente el t�rmino socialismo, o sea, se
emplearon t�rminos como �libertario�
para el anarquista, o �de estado� o �autoritarios� para marxistas. No obstante, el
anarcosindicalismo y el
anarcocomunismo fueron predominantes.

El principal exponente del anarcocomunismo fue Enrique Malatesta, su influencia es


importante y
comienza desde su arribo a la Argentina en 1885; de hecho, la inmigraci�n europea
constituye una afluencia
importante para el desarrollo del anarquismo latinoamericano.

En M�xico, es indiscutible la acci�n anarcocomunista; a trav�s de una lucha bien


orquestada, precurs�
(1906) y sostuvo activa en los a�os cruciales (1910-1914) la primera revoluci�n del
siglo XX: la Revoluci�n
Mexicana de 1910. El lema de la misma: �Tierra y libertad� proven�a del anarquismo
ruso; aqu� tambi�n fue
crucial la influencia de Kropotkin y Bakunin. Otros autores favoritos fueron:
Proudhon, Faur�, Antonio Lorenzo y
El�seo Reclus.

El anarcocomunismo embon� de manera natural en este subcontinente agrario. Al


anarcosindicalismo
correspondi� organizar al incipiente obrero y al artesano; adem�s, tuvo el
privilegio de haber sido el iniciador de la
sindicalizaci�n de los campesinos.

Desde el R�o Bravo hasta Tierra de Fuego y el Caribe, la presencia de la teor�a


libertario ya
�latinoamericanizada� se har� patente oponi�ndose al �darwinismo social� y a la
filosof�a positivista, justificadores
de reg�menes dictatoriales y excluyentes como el porfiriato en M�xico o el del
general Roca en la Argentina. En
oposici�n al rubenismno afrancesado o modernismo surge una prol�fica literatura
anarquista. La mentalidad
libertario produjo al menos tres grandes adalides: Ricardo Flores Mag�n (M�xico),
Manuel Gonz�lez Prada (Per�)
y Rafael Barrett (Uruguay, Paraguay y Argentina).

Aguirre B., Gonzalo. Ricardo Flores Mag�n. Antolog�a, UNAM, M�xico, 1972. Barret,
Rafael. �Mi
Anarquismo�, en Vi�as, David, Anarquistas en Am�rica Latina, Ed. Kat�n, M�xico,
1983. Cappeletti, Jos�
�ngel.Hechos y Figuras del Anarquismo Hispanoamericano, Ed. Madre Tierra, Madrid,
1990. Flores M. Enrique.
�Por qu� somos anarquistas�, en Frente al enemigo, Antorcha, M�xico, 1988. Ortiz
Castro, Ignacio. Pensamiento y
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obra de Plotino C. Rhodakanaty, Tesis de licenciatura en Filosof�a, UNAM, M�xico,
1983. Rhodakanaty, C.
Plotino.�Regeneraci�n social�, en El Combate, (M�xico), n�m. 484, 8 de agosto 1877.

(V�ase: Antiutop�a y Anarquismo mexicano, Dignificaci�n, Ego�smo consciente,


Eutopia, Utop�a y
Anarquismo mexicano, Utopista y Anarquismo mexicano).

(IOC)
ANTIARIELISMO

. T�rmino derivado de la expresi�n sugerida por Arturo Ardao en 1977. Mito Anti-
Ariel. Tendencia te�rica que
consiste en realizar una interpretaci�n equivocada del Ariel de Jos� Enrique Rod�,
tergiversando el mensaje de esta
obra con diversosfines.

La expresi�n mito Anti-Ariel apareci� por primera vez en el texto: Del mito Ariel
al mito Anti-Ariel de
Arturo Ardao. La intenci�n de �ste es denunciar las lecturas (e interpretaciones)
m�ticas del Ariel de Rod� que han
sido realizadas por diversos autores (y constituyen una expresi�n del
antiarielismo). Para Ardao, el mito es una
�ficci�n imaginativa dinamizada por el sentimiento, a fin de orientar en alg�n
sentido las inteligencias y las
voluntades�. Es decir, el mito Anti-Ariel surge por motivos particulares y en
funci�n de objetivos espec�ficos,
dependiendo del autor. Se trata de una especie de manipulaci�n del Ariel, en la
cual la deformaci�n del sentido de
la obra sirve para afianzar las tesis del autor en cuesti�n.

En este sentido, cabe se�alar que las lecturas m�ticas del Ariel no aparecen como
estudios particulares
dedicados a la obra de Rod�. Al contrario, es en el contexto de estudios de la m�s
diversa �ndole donde se rese�a
elAriel y se proporciona una interpretaci�n tergiversada de su sentido y mensaje.

En su texto, Ardao muestra la exposici�n defectuosa de algunos puntos del Ariel


que Carlos Rangel realiza
en su libro Del buen salvaje al buen revolucionario. Ardao opone a las afirmaciones
de Rangel una rigurosa
argumentaci�n en torno al recto sentido del mensaje del Ariel y de la
interpretaci�n correcta de diversos temas y
pasajes de esta obra.

M�s adelante, Ardao indica una caracter�stica com�n a las diversas


interpretaciones antiarielistas:

En este punto llegamos a lo que es la clave de b�veda del mito Anti-Ariel en todas
sus versiones: la equivocada
creencia de que para Rod� Am�rica Latina es Ariel o la residencia de Ariel o est�
representada o simbolizada por
Ariel; con el a�adido, a la vez, de que Ariel mismo, para Rod�, representa o
simboliza el sue�o o el ensue�o. Ello,
en contraste con Estados Unidos, ciertamente simbolizado en su obra por Calib�n,
desde que es en efecto, a su
juicio, �la encarnaci�n del verbo utilitario� (Ardao, 1968: 133).

As�, el mito Anti-Ariel tiene como caracter�stica m�s propia el sugerir que Rod�
quiso representar a
Am�rica Latina con la figura de Ariel, deseando indicar con ello una �naturaleza
espiritual� de nuestro Continente.

De hecho, y un tanto parad�jicamente, esta interpretaci�n, nos indica Ardao, no


s�lo ha sido afirmada por
los antiarielistas, sino que, m�s o menos frecuentemente, puede encontrarse en
algunos arielistas que carecen de
una comprensi�n adecuada de la obra:

Tal desenfoque, largamente reiterado no s�lo por los antiarielistas, sino tambi�n
por muchos arielistas, se
origina en la b�sica incomprensi�n de esta circunstancia: la intenci�n de Rod� en
el Ariel se dirige primariamente a
combatir lo calibanesco �en el sentido que �l le daba� de Latinoam�rica, y s�lo
secundariamente, por lo que
ten�a de ejemplo paradigm�tico a la vez que de pernicioso modelo, lo calibanesco de
Norteam�rica (Ardao, 1968:
133).
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De este modo, el antiarielismo consiste, concretamente, en una tergiversaci�n del
mensaje del Ariel de
Rod�, e incluso en una minusvaloraci�n de esta obra, motivada por una lectura
defectuosa o por una interpretaci�n
deficiente, la cual se inscribir�a dentro del conjunto que Ardao denomina mito
Anti-Ariel.

Ardao, Arturo. �Del mito Ariel al mito Anti-Ariel�, en Nuestra Am�rica Latina,
Ediciones de la Banda
Oriental, Montevideo, 1968. Rangel, Carlos. Del buen salvaje al buen
revolucionario, 1976. O�Gorman,
Edmundo.M�xico. El trauma de su historia, UNAM, M�xico, 1977.

(V�ase: Calib�n, Calibanismo).

(CLP)
ANTIUTOP�A Y ANARQUISMO MEXICANO
. Es la reacci�n, consciente o inconsciente, que tiene como objeto la conservaci�n
y reproducci�n del sistema
econ�mico-pol�tico-social. En su analog�a entre el campesino y el utopista, Flores
Mag�n, simult�neamente,
detecta la antiutop�a o contrautopia:

La tierra recibe con cari�o. El cerebro de las masas humanas reh�sa recibir los
ideales que en �l pone el sembrador.
La mala yerba, las malezas representadas por los ideales viejos, por las
preocupaciones, las tradiciones, los
prejuicios, han arraigado tanto, han profundizado sus ra�ces de tal modo y se han
entremezclado a tal grado, que no
es f�cil extirparlas sin resistencia, sin hacer sufrir al paciente. (Flores Mag�n,
1910: 18 y 19).

�A qu� se debe que �La simiente-ideal� o utop�a no se desarrolle exuberante? Lo


atribuye a �la mala
yerba�, a �las malezas�. Respecto al campesino, ser�a la maleza con que se
encuentra plagada la tierra antes de
echar la semilla y el yerbajo que crecer� despu�s y quitar�a a la planta
substancias para su desarrollo. Para el
utopista, la antiutop�a son las malezas que est�n representadas por los �ideales
viejos�, costumbres, prejuicios,
instituciones, etc�tera, que no es f�cil �arrancar� por estar tan enraizadas
incluso, tales ra�ces se han entremezclado
y se vuelven m�s resistentes y por lo mismo la tarea de �desyerbar� o de
�desenraizar� la �mala yerba� es m�s
dif�cil y no sin riesgo de �hacer sufrir al paciente�. Es decir, arrancar la
antiutop�a del cerebro de los seres humanos
es labor pesada y penosa.

�Esas �malezas� son las diversas ideolog�as que hay en la sociedad y esa �mala
yerba� es la ideolog�a
dominante o superideolog�a? Podr�a aceptarse as�. Contra las ideolog�as y la �gran�
ideolog�a tendr� que
enfrentarse �la simiente-ideal� o la utop�a, en un medio de antemano desfavorable
para su sembrado, su cuidado y
cosecha. Y, si �la simiente-ideal est� dotada� de gran �vitalidad�, de �vigorosa
potencia� que logra �brotar�, las
malezas est�n ah� para aprovechar �los jugos�, las substancias ben�ficas, por ello
logran enraizar con mucho
trabajo �las ideas nuevas�.

Los ideales nuevos no arraigan f�cilmente, de ello habr� que estar consciente,
para asumir una actitud
realista. Ese realismo que hay en el pensamiento anarquista mexicano lo aleja de
caer en la ingenuidad; la
contrafuerza de la antiutop�a hace que la concretizaci�n de la utop�a sea relativa
y no absoluta; en este sentido,
podemos hablar de un relativismo ut�pico.

Esa antiutop�a: las diversas ideolog�as (las malezas) y esa gran ideolog�a (la
�mala yerba�) est�n plasmadas
en �las instituciones que son conservadoras�. Se manifiestan en �el cerebro de las
masas� que se resisten por lo
general a los nuevos ideales y por eso son �conservadoras� tambi�n; de tal manera,
hay una �actitud conservadora�
de la misma sociedad; as�, puede verse que antiutop�a es conservadurismo.
Para Flores Mag�n, el movimiento hist�rico de la sociedad siempre ha sido acci�n-
reacci�n, revoluci�n-
contrarrevoluci�n o utop�a-antiutop�a o bien utopistas-antiutopistas. La utop�a una
vez concretizada, con el tiempo,
se vuelve status quo (antiutop�a), el cual es defendido por �los hombres serios�
(antiutopistas) de ese momento
hist�rico; a tal antiutop�a emerge otra utop�a (con sus utopistas) cuestion�ndola y
present�ndola como alternativa
posible.... De tal modo, si la antiutop�a es conservaci�n, la utop�a es irrupci�n
que se torna conservaci�n o
antiutop�a... As�, Flores Mag�n afirma: �los hombres �serios� (antiutopistas) se
escandalizan al o�r nuestras
palabras; los timoratos y los hombres �serios� (antiutopistas) de ma�ana las
aplaudir�n...� (Flores Mag�n, 1910: 8).
Visto as�, la historia humana se mueve de modo dicot�mico: utop�a-antiutop�a; de
ah� que acepte la tesis de Carlos
Malato: �Todo hombre es a la vez el reaccionario de otro hombre y el revolucionario
de otro tambi�n� (Flores
Mag�n, 1889: 8).

La antiutop�a representa obst�culos ideol�gicos, dif�ciles si se quiere, pero al


fin escollos salvables. En este
sentido, la antiutop�a no parte exclusivamente, como se ha observado, de las clases
dominantes o pudientes de la
sociedad; la inconsciencia, la indiferencia, el oportunismo, etc�tera, de los
oprimidos pasan a reforzarla y/o son
elementos que la constituyen. Para Flores Mag�n la historia humana no se mueve
maniqueamente: como una
lucha exclusiva entre polos antag�nicos, pues pueden surgir utopistas y
conservadores tanto de un lado como de
otro; en cualquier clase social se encuentran inconscientes, oportunistas,
esquiroles, actitudes lacayas,
conformismo, pasividad, rebeld�a, deserciones, traiciones, etc�tera.

Pueden existir simult�neamente varias utop�as, pero llega el momento en que sea
una la �representativa�,
por ser la que mejor plasme los intereses y aspiraciones de la gran mayor�a de la
poblaci�n (consenso), hasta
rechazar a la minor�a dominante. A esa acci�n �representativa� (utop�a) le surge
una reacci�n tambi�n
representativa (antiutop�a): �El miedo a lo desconocido entra con mucho en la
resistencia... a los ideales nuevos...�
implementada por la frase que �anda de boca en boca�: �vale m�s malo por conocido
que bueno por conocer�. Son
amargos los frutos de las viejas ideas (1910).

Flores Mag�n, Ricardo. �Sembrando�, en Art�culos pol�ticos 1910, Antorcha, M�xico,


1988. Malato,
Carlos. Filosof�a del anarquismo, Ediciones Jucar, Espa�a, 1978.

(V�ase: Utop�a y anarquismo mexicano, Utopista y anarquismo mexicano).


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(IOC)

ANTROPOFAGIA

. . Es el acto que plantea una corriente del modernismo brasile�o a partir de la


segunda d�cada del siglo XX de
asimilaci�n, ritual y simb�lica, de la cultura occidental. Es la incorporaci�n de
la alteridad, en este caso la cultura
del conquistador, a trav�s de la met�fora del comer, a la cultura brasile�a
mediante lo que se postula hist�rica y
literariamente como la propia tradici�n del Brasil.

El modernismo en Brasil, a diferencia de los pueblos hispanos, es el per�odo en el


cual se desarrollan
diversas vanguardias pl�sticas, literarias y musicales. Mientras en los pueblos
hispanoparlantes el modernismo es
un movimiento que acent�a los lazos con la tradici�n europea y hace hincapi� en la
forma de la obra, en el Brasil
se resalta la ruptura con la tradici�n y se buscan conexiones con las
manifestaciones art�sticas que tengan las
mismas inclinaciones en Europa. El modernismo brasile�o tiene una importante
conexi�n con el futurismo italiano,
el surrealismo, el dada�smo y el cubismo. Este particular modernismo, llamado as�
por su ruptura con las formas
del idealismo simbolista y el naturalismo, que representan en Brasil su per�odo
post-rom�ntico, es un movimiento
de renovaci�n no solamente literario sino en general pol�tico y cultural.

El per�odo de 1892 a 1930, considerado por la cr�tica como la fase de


consolidaci�n del modernismo, est�
inmerso en importantes acontecimientos pol�ticos y sociales en el Brasil. Entre los
a�os 1917 y 1920 estallan las
grandes huelgas en S�o Paulo y R�o de Janeiro, en 1922 se forma el Partido
Comunista. En ese mismo a�o
empiezan los levantamientos de grupos de la burgues�a brasile�a que culminan con la
llamada revoluci�n de 1924.
Mundialmente, las l�neas que m�s destacan en ese momento son los movimientos
art�sticos de vanguardia en
Europa y la situaci�n econ�mica y pol�tica resultante de la primera guerra mundial.
En medio de todo acontece la
Semana de Arte Moderno en S�o Paulo el a�o de 1922, virtual acta de nacimiento del
movimiento modernista. En
ella se da a conocer la obra de los creadores m�s importantes del Brasil, as� como
la de algunos j�venes a�n
desconocidos. Se encuentran por ejemplo, Guilherme de Almeida, Ronald de Carvalho,
Menotti del Picchia, Mario
de Andrade, Oswald de Andrade, Sergio Millet, Sergio Buarque de Hollanda y Gra�a
Aranha.

El problema que enfrenta Brasil es el de su formaci�n como pa�s, y una l�nea


fundamental de los
movimientos modernistas son las ideas y prefiguraciones que se tienen del propio
Brasil. As� se dan dentro del
movimiento, por un lado, las tendencias hacia el nacionalismo metaf�sico que
intenta demarcar las esencias de la
naci�n y el nacionalismo pr�ctico verdeamarelo ligado al espiritualismo cat�lico y,
por el otro, el grupo que
propondr� la antropofagia. Divididos b�sicamente en dos tendencias, Antonio Candido
ve en la propuesta
antropof�gica �la vocaci�n dionisiaca� de Oswald de Andrade, Ra�l Bopp y Mario de
Andrade y en los
manifiestos Pau Brasil (1924) y Antropof�gico (1928) del mismo Oswald de Andrade,
�la actitud de devoraci�n
frente a los valores europeos; y la manifestaci�n de un lirismo tel�rico al mismo
tiempo que cr�tico, hundido en un
inconsciente individual y colectivo, del cual Macuna�ma ser�a su m�s alta
expresi�n� (Andrade, 1979: 223 y 224).

El t�rmino se va construyendo en una compleja relaci�n, mediante las herramientas


de las vanguardias,
entre la necesidad de un pasado propio y de un presente del Brasil. La met�fora de
la antropofagia no puede ser
equiparada a la idea del buen salvaje ni propone un regreso al estado de naturaleza
de los pueblos originarios en el
Brasil. Para entenderla cabalmente, es necesario considerar la misma met�fora.
Se�ala Luiz Costa Lima:

Parece, em primeiro lugar, �til ressaltar que, na antropofagia, o inimigo n�o �


identificado com algo impuro ou
com um corpo polu�do, cujo contato ent�o se interditasse. Esta antes seria uma
concep��o pr�pia aos puritanos.
Deste modo, a nega��o do inimigo, sua condena��o ao completo esquecimento
representa o avesso do que postula
o Manifeto. Em segundo lugar, conv�m destacar que a antropofagia, tanto no sentido
literal como no metaf�rico,
n�o recusa a exist�n�ia do conflito, sen�o que implica a necesssidade da luta.
Recusa sim confundir o nimigo com
o puro ato de vingan�a. A antropofagia � uma experi�ncia cujo oposto significar�a a
crenca em um limpio e m�tico
conjunto de tragos, do qual a vida presente de um povo haveria de ser contru�da
(Costa Lima, 1991: 26).

(Parece, en primer lugar, �til resaltar que, en la antropofagia, el enemigo no es


identificado con algo impuro
o con un cuerpo contaminado, cuyo contacto entonces se interfiriera. �sta ser�a
antes una concepci�n propia a los
puritanos. De este modo, la negaci�n del enemigo, su condenaci�n al completo olvido
representa lo contrario de lo
que postula el Manifiesto. En segundo lugar, conviene destacar que la antropofagia,
tanto en el sentido literal como
en el metaf�rico, no reh�sa la existencia del conflicto, sino que implica la
necesidad de la lucha. Reh�sa s�
confundir al enemigo con el puro acto de venganza. La antropofagia es una
experiencia cuyo opuesto significar�a la
creencia en un limpio y m�tico conjunto de trazos, del cual la vida presente de un
pueblo habr�a de ser construida).

Metaf�ricamente, es al deglutir las formas del arte de Europa que estos escritores
brasile�os figuran su
pasado. El modernismo libera entonces de una manera aleg�rica una serie de datos
hist�ricos, sociales y �tnicos, en
forma de im�genes y s�mbolos que dan gran fuerza a sus obras y a su lenguaje. Como
se�ala Antonio Candido, en
el proceso antropof�gico existe un sentimiento de triunfo y de encuentro profundo
del mestizo que por un momento
rompe la ambig�edad fundamental: �de ser un pueblo latino, de herencia cultural
europea, pero �tnicamente
mestizo, situado en el tr�pico e influenciado por las culturas primitivas,
amerindias y africanas� (Candido, 1991:
220). Sin embargo, ese primer resultado de la antropofagia no deja de mantener un
alto grado de humor e iron�a
como lo ve Luiz Costa: �Associando agudeza e humor. 0 Manifiesto antrop�fago tem
como base uma quest�o
existencial: a de ajustar a experi�ncia brasielira da vida com a tradi��o que
heredamos. 0 problema era como
alcan��lo. Provavelmente, a quest�o encontra sua melhor formula��o na glosa
tropical da frase shakespeariana:
Tupi, or not tupi that is the question� (Costa, 1991: 26). (Asociando agudeza y
humor. El Manifiesto antrop�fago
tiene como base una cuesti�n existencial: la de ajustar la experiencia brasile�a de
la vida con una tradici�n que
heredamos. El problema era c�mo alcanzarlo. Probablemente, la cuesti�n encuentra su
mejor formulaci�n en la
glosa tropical de la frase schakesperiana: Tupi, or not tupi that is the question).

El hecho resulta de algo que tambi�n sucede, por ejemplo, en la obra de Lezama
Lima. Existe una
ingenuidad que se troca confianza en uno mismo, en el paisaje y en el pasado, el
cual se est� dispuesto a reconstruir
con plena certeza en su fuerza constitutiva presente. Oswald de Andrade escribi� en
su Manifiesto Antrop�fago:
�N�nca fomos catequizados. Vivemos atrav�s de um direito son�mbulo. Fizemos Cristo
nascer na Bahia. Ou em
Bel�m do Par�. (Nunca fuimos catequizados. Vivimos a trav�s de un derecho
son�mbulo. Hicimos nacer a Cristo
en Bah�a. 0 en Bel�m de Par�) y m�s adelante, �Contra as historias do homen que
come�am no Cabo Finisterre. 0
mundo n�o datado. N�o rubricado. Sem Napole�o. Sem C�sar�. (Contra las historias
del hombre que comienzan
en el Cabo Finisterra. El mundo no fechado. No firmado. Sin Napole�n. Sin C�sar).
Para de ah� pugnar por la
memoria propia, con la que se juega y se dispone a engullir todas las lenguas del
mundo. �Contra o mundo
revers�vel e as id�ias objetivadas. Cadaverizadas. 0 stop do pensamento que �
din�mico. 0 individuo v�tima do
sistema. Fonte das injusti�as cl�ssicas. Das injusti�as rom�nticas. E o
esquecimento das conquistas interiores�.
(Contra el mundo reversible y las ideas objetivadas. Cadaverizadas. El stop del
pensamiento que es din�mico. El
individuo v�ctima del sistema. Fuente de las injusticias cl�sicas. De las
injusticias rom�nticas. Y del olvido de las
conquistas interiores).
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Andrade, Mario de. Macuna�ma, (la. ed. 1928), Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1979.
0 movimento
modernista, Casa do Estudante do Brasil, R�o de Janeiro, 1942. Andrade, Oswald de.
�Manifiesto Antrop�fago�
(1a. ed, Maio de 1928), en Revista de Antropofagia, S�o Paulo, Ponta de langa,
1945. Obras Completas, t.V,
Editora Civilizac�o Brasileira, R�o de Janeiro, 1971. Bopp, Raul. Movimentos
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R�o de Janeiro, 1966. Candido, Antonio. �Literatura y cultura de 1900 a 1945�, en
Cr�tica Radical, 1a. ed., 1950,
Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1991. Costa Lima, Luiz, �Antropof�gia e Controle do
Imaginario�, en Pensando
nos tropicos, Editora Rocco, Brasil, 1991. Gomes, Roberto. Cr�tica da raz�o
Tupiniquim, Criar edi��es, Ciritiba,
1986. Nunes, Benedito. �Antropof�gia ao Alcance de Todos�, en Andrade, Oswald de.
�Do Pau-Brasil et
Antropofagia e �s Utopias�, Obras Completas, t. VI, Editora Civilizacao Brasileira,
Brasil, 1978.

(COM)
ARIELISMO

. Derivado de la obra Ariel del pensador uruguayo Jos� Enrique Rod� (1871-1917). El
arielismo expresa una visi�n
idealista de la cultura latinoamericana como modelo de nobleza y elevaci�n
espiritual en contraposici�n a la
cultura de los Estados Unidos como ejemplo de sensualismo y groser�a materialista.
El arielismo rodoniano est�
fundado en una concepci�n elitista: la minor�a selecta de los mejores debe guiar a
la sociedad siguiendo un ideal
desinteresado, lo que redunda en una mayor unidad latinoamericana.

El simbolismo de la obra de Rod� est� directamente tomado de la comedia de William


Shakespeare La
tempestad. En ella se presentan los personajes de Ariel, Calib�n y Pr�spero, los
cuales han sido objeto de m�ltiples
interpretaciones, manipulaciones y sobrevaloraciones ideol�gicas, teniendo por ello
una honda y prolongada
presencia en la cultura y el pensamiento de Am�rica Latina durante el siglo XX. El
simbolismo e ideologizaci�n
que de esos personajes hizo Rod� fue antecedido por el intelectual conservador
franc�s Ernest Renan y por el
cr�tico literario brasile�o Jos� Verissimo. Renan, en su drama filos�fico Calib�n,
suite de La Temp�te, simboliza a
la cultura aristocr�tica en la figura de Pr�spero que es derrocado cuando Calib�n,
sin�nimo de las masas, asciende
al poder. El ascenso de las masas y de la democracia hace sucumbir a Ariel,
esp�ritu de aristocracia. Verissimo, a
partir de sus reflexiones sobre la educaci�n en su pa�s, atac� a la cultura y a la
ciencia estadounidenses,
consider�ndolas mediocres y utilitaristas en contraposici�n a un ideal identidad
nacional brasile�a. Rod� retom� el
uso simb�lico de Renan, pero, d�ndole a los personajes shakespereanos otra
orientaci�n, y de Verissimo asumi� el
esquema dualista, maniqueo, ampli�ndolo al �mbito hispanoamericano.

Ariel, concebido en 1898 fue publicado en 1900, se constituy� en un libro cl�sico


y fundamental, porque en
�l quedaba claramente delineado un programa para la cultura latinoamericana del
presente siglo. Ante la expansi�n
continental de los Estados Unidos y el �xito de sus valores pragm�ticos y
materialistas, Rod� subray� que Am�rica
Latina deb�a desarrollar sus propios valores espirituales, �el genio de su raza�,
para ello propuso como s�mbolo de
semejante proyecto al personaje Ariel, contrapunto de Calib�n (anagrama de can�bal)
que simboliza al craso
utilitarismo estadounidense. El pensador uruguayo estimaba que la espiritualidad de
Ariel no la pose�a la cultura
del pa�s norteamericano. Tal espiritualidad hund�a sus ra�ces en el ideal
grecolatino de belleza y el ideal cristiano
de caridad, componentes indispensables para forjar una sociedad moderna valiosa no
sensualista. Pero una
sociedad as� deb�a basarse en un sistema democr�tico, que capacitar�a a los mejores
para ubicarse como dirigentes
lo cual, por a�adidura, dar�a lugar a una cultura superior. Por el contrario, una
sociedad s�lo preocupada por
valores materiales se condena irremediablemente a la mediocridad. Contra esto, la
salvaci�n es la que procura la
elite de los mejores, encarnada en los j�venes intelectuales que contribuir�an a
elevar a su sociedad sobre el
materialismo. Rod� crey� encontrar as� una soluci�n cultural a la profunda
problem�tica econ�mico-pol�tica de
Am�rica Latina. A diferencia de Renan y su concepto aristocratizante de la cultura,
Rod� no negaba que una
democracia funcional deb�a basarse en un nivel de vida adecuado y en igualdad de
oportunidades educativas para
todos. Ello era el proleg�meno para algo m�s grandioso, la constituci�n de un ideal
supranacional que ten�a que
conducir a la unidad de las fragmentadas naciones latinoamericanas, inspirando as�
a los pueblos y a los individuos
un alto sentido de acci�n m�s all� de los meros fines nacionales. En tanto que un
s�lo pa�s pod�a tener poca
tradici�n cultural, Am�rica Latina, considerada como una totalidad, pose�a una
vasta y profunda tradici�n. Rod�
descubri� que entre las naciones latinoamericanas preexist�a unidad cultural por
encima de las diferencias que las
separaban. El concepto arielista de integraci�n y unidad cultural latinoamericana,
probablemente fue la
contribuci�n m�s importante de Rod� a la ideolog�a nacionalista burguesa de su
tiempo. Al ensayista uruguayo
empero no se le ocultaban los efectos del impacto y acelerada penetraci�n de la
cultura estadounidense en Am�rica
Latina, por lo que la cruzada arielista ten�a igualmente como objeto combatir la
nordoman�a que padec�an los
latinoamericanos. Nordoman�a consiste en la b�squeda a toda costa de asimilarse a
los valores pragm�ticos y
materialistas de Estados Unidos, perdiendo en consecuencia los valores del
esp�ritu. Deb�a evitarse que el Ariel
latinoamericano se transformara en el Calib�n estadounidense. Para ello, Rod�
promovi� la reivindicaci�n de todo
nuestro pasado, aunque en particular el hisp�nico.

El idealismo arielista tuvo influencia afirmativa y negativa. En el aspecto


afirmativo contribuy� a valorizar
el poder de los ideales y las ideas en la confirmaci�n de la sociedad, que por
extensi�n deb�an impulsar la teor�a
educativa y su reforma para gradualmente transformar la vida social y pol�tica de
Am�rica Latina. Asimismo, el
idealismo latinoamericanista proporcion� a la actuaci�n de los intelectuales, mayor
sentido del que podr�an lograr
los nacionalismos estrechos, capacit�ndolos a la vez para ver por encima de sus
frustrantes y limitadoras
situaciones regionales o nacionales, lo que fue una inspiraci�n para pensadores
como Manuel Ugarte (Argentina,
1878-1951) y Jos� Vasconcelos (M�xico, 1882-1959). En su aspecto negativo Ariel
consolid� un mito maniqueo
en el que la parte mala la llevaban los Estados Unidos, al considerar a ese pa�s
como carente de cultura y a su
pueblo, pose�do por la insana posesi�n materialista. Esta visi�n de los Estados
Unidos fue repetida hasta el
cansancio por intelectuales como Arturo Torres (Colombia, 1867-1911) y Rufino
Blanco-Fombona (Venezuela,
1874-1944).

Arciniegas, Germ�n. El continente de siete colores. Historia de la cultura en


Am�rica Latina, Aguilar,
Colombia, 1985. Ardao, Arturo. Rod� y su americanismo, Biblioteca de Marcha, col.
Los Nuestros, Montevideo,
1970. Franco, Jean. La cultura moderna en Am�rica Latina, Joaqu�n Mortiz, M�xico,
1971. Henr�quez Ure�a,
Pedro. �Ariel�, en Selecci�n de ensayos, Casa de las Am�ricas, Cuba, 1965. Moreno
Dur�n, Rafael Humberto. De
la barbarie a la imaginaci�n. La experiencia le�da, Tercer Mundo Editores,
Colombia, 1988. Villegas,
Abelardo,Panorama de la filosof�a iberoamericana actual, EUDEBA, Buenos Aires,
1963. Villegas,
Abelardo. Pr�logo a Ariel de J. E. Rod� y Calib�n de R. F. Retamar, SEP/UNAM,
M�xico, 1971. Zea, Leopoldo
(selecci�n, pr�logo y notas). Precursores del pensamiento latinoamericano
contempor�neo, SEPSETENTAS,
M�xico, 1971.
(V�ase: Antiarielismo, Calib�n, Calibanismo).
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(HGAL)

ARRAIGO

. Com�nmente se entiende por �arraigo� la cualidad de permanecer, de establecer


ra�ces en el lugar de origen, de
conservar, afianzar tradiciones y valores propios. El �descastamiento� se ha visto
como lo contrario: el negar o
renegar de lo propio.

En el contexto latinoamericanista y en el especial de Alfonso Reyes (1889-1959),


autor en quien nos
basaremos para tratar este concepto, la noci�n de �arraigo� debe relacionarse con
otras categor�as fundamentales
para la filosof�a latinoamericanista, tales como universalidad y descastamiento.

Los t�rminos aludidos forman parte de las reflexiones que Reyes, como ensayista y
fil�sofo de la cultura,
dedica a los temas americanos, sobre todo en sus a�os de madurez y finales de 1930
a 1959.

En �ltima Tule (1942), Reyes describe el sentido de Am�rica y de su historia bajo


un sentido ut�pico que
preside toda su trayectoria, sentido que la hace ser presentida antes que ser
descubierta. En su relaci�n con Europa,
Am�rica se postula como una imperiosa necesidad, se da a imaginar en el orden
te�rico a manera de utop�a, de
rep�blicas perfectas, a las que �pudieran servir de asilo las nuevas regiones
promisorias�, y se da, asimismo, en el
orden pr�ctico, al plantear empresas de ensanchamiento pol�tico y religioso, que no
cab�an ya en los l�mites de la
vieja Europa (1942, t. XI: 57-62).

De esta manera, Am�rica adquiere el valor de una esperanza. Su mismo origen


colonial la dot�,
tempranamente, de un sentido internacional, de una elasticidad envidiable para
concebir el vasto panorama humano
en especie de unidad y conjunto. La cultura americana, a juicio de Reyes, es la
�nica que podr� ignorar, en
principio, las murallas nacionales y �tnicas. Las naciones americanas no son, entre
s�, tan extranjeras como las
naciones de otros continentes. Tres siglos de elaboraci�n, un siglo de azarosos
tanteos, desatados por las
independencias y las nuevas organizaciones; medio siglo m�s de coherencias y
cooperaci�n. Tal es para Alfonso
Reyes, en sus l�neas generales, la senda que ha recorrido Nuestra Am�rica. De este
modo, en �ltima Tule, ya se
prefigura el tema de la universalidad de Am�rica muy cercanamente a los
planteamientos de Jos� Vasconcelos.

Respecto al problema de la universalidad, que trae consigo la discusi�n en torno a


la originalidad de nuestra
cultura y filosof�a por un lado, y del descastamiento y la imitaci�n extral�gica
por otro; Reyes se refiere a la libre
creaci�n como alternativa pertinaz. Seg�n el humanista mexicano, �la naturaleza
est� hecha de vasos
comunicantes, y no hay que temer al libre cambio en el orden del esp�ritu�.

Las �nicas leyes para crear algo realmente original �deben ser la seriedad del
trabajo� y �la sinceridad
frente a s� mismo�. Para Reyes, lo universal no implica el descastamiento o
desarraigo de lo nuestro. As�, el arraigo
a lo nacional no desemboca �en el pensar de Reyes� en un nacionalismo estrecho o
�jicarismo�. �Lo que yo
haga pertenece a mi tierra en el mismo grado en que yo le pertenezco. Nada m�s
equivocado que escribir en vista
de una idea preconcebida sobre lo que sea el esp�ritu nacional�.

Para Alfonso Reyes, las obras de arte, la filosof�a misma, no son coordenadas
geom�tricas destinadas a fijar
el domicilio de su creador. �Creer que s�lo es mexicano lo que expresa y
sistem�ticamente acent�a su aspecto
exterior del mexicanismo es una verdadera puerilidad�. De acuerdo con un
nacionalismo estrecho, en M�xico no
podr�amos trabar conocimiento con las matem�ticas, porque no hay una manera
mexicana de multiplicar el dos por
dos, ni puede sacarse otro producto que el universal de cuatro.

El universalismo, en cuanto apertura hacia todas las creaciones humanas, no ri�e


con un genuino
nacionalismo o arraigo, ni mucho menos conduce al descastamiento. Alfonso Reyes
pensaba que, ante la serie de
disyuntivas que se le proponen, el pensador latinoamericano afirma su repugnancia
por las segregaciones �tnicas,
su afinidad con Europa y su universalidad humana, equilibrando naturalmente este
internacionalismo con un
poderoso arraigo en la tierra y en los problemas inmediatos (1942: 132-133).
Cuando en 1936 se reuni� en Buenos Aires un grupo de pensadores para establecer un
intercambio de ideas
acerca de las relaciones entre las culturas de Europa y Am�rica Latina, Alfonso
Reyes retoma el tema de la
universalidad y del arraigo. Hablar de �civilizaciones americanas� o de �cultura
americana� resulta equ�voco, ya
que nos plantea una idea de subordinaci�n respecto a la cultura occidental, por lo
que es preferible hablar de
inteligencia americana, as� como de su visi�n y su acci�n en la vida. Llegada tarde
al banquete de la civilizaci�n
europea, Am�rica vive saltando etapas, apresurando el paso y corriendo de una forma
a otra, sin haber dado tiempo
a que madure del todo la forma precedente (1978).

El secreto de nuestra historia, de nuestra pol�tica, de nuestra vida, est�n


presididos por una consigna de
improvisaci�n. En esta azarosa historia surgen choques de sangre, problemas de
mestizaje, esfuerzos de adaptaci�n
y absorci�n. Pese a todo, la laboriosa entra�a de Am�rica va poco a poco mezclando
su sustancia heterog�neo y de
esta manera existe, actualmente, una humanidad y un esp�ritu americano que se hace
expreso en su peculiar
inteligencia. Esta inteligencia americana va operando sobre una serie de
disyuntivas que la misma historia le
presenta. Una de ellas es optar entre lo aut�ctono o lo espa�ol; otra es escoger
entre lo americanista (criollo) y lo
hispanista; y otra m�s entre lo europeo y lo norteamericano, pues las sirenas de
Europa y las de Norteam�rica
cantan a la vez para nosotros. De un modo general, la inteligencia de Nuestra
Am�rica parece que encuentra,
finalmente, en Europa una visi�n de lo humano m�s universal y conforme con su
propio sentir.

Si bien la inteligencia americana tiene sus peculiaridades, o matices propios,


ella est� llamada a vincularse
con Europa desempe�ando la m�s noble funci�n complementaria: ir estableciendo
s�ntesis, aunque sean
necesariamente provisionales; aplicar prontamente los resultados, verificando el
valor de la teor�a en la carne viva
de la acci�n. Por este camino, si la econom�a de Europa ya necesita de nosotros,
tambi�n acabar� por necesitarnos
la misma inteligencia europea. Para el logro de esta tarea, la inteligencia
americana posee una facilidad singular,
porque nuestra mentalidad, a la vez tan arraigada a nuestras tierras, es
naturalmente internacionalista.

En virtud de estos rasgos, �nuestra Am�rica debe vivir como si se preparase


siempre a realizar el sue�o que
su descubrimiento provoc� entre los pensadores de Europa; el sue�o de la utop�a, de
la rep�blica feliz, que
presentaba singular calor a las p�ginas de Montaigne, cuando se acercaba a
contemplar las sorpresas y las
maravillas del nuevo mundo�.

Para el autor de �ltima Tule la inmediata generaci�n todav�a viv�a encerrada en


fatales concepciones acerca
de nuestra situaci�n y destino agobiada por un prurito de universalidad. Nuestros
abuelos, seg�n Reyes, se
lamentaban de ser americanos, de estar arraigados en un suelo que no era el foco
actual de civilizaci�n y
universalismo sino una mera sucursal del mundo. Sin embargo esta perspectiva,
afortunadamente, ha
cambiado. �Hace tiempo que entre Espa�a y nosotros existe un sentimiento de
nivelaci�n y de igualdad. Y ahora
yo digo ante el tribunal de pensadores internacionales que me escucha: reconocemos
el derecho a la ciudadan�a
universal que ya hemos conquistado. Hemos alcanzado la mayor�a de edad. Muy pronto
os habituar�is a contar con
nosotros�.
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Gaos, Jos�. En tomo a la filosof�a mexicana, Porr�a y Obreg�n, 2 t., M�xico, 1952 y
1953. Guti�rrez,
Rafael. La imagen de Am�rica en Alfonso Reyes, Instituto Iberoamericano,
Gotemburgo, Suecia, Madrid, 1955.
Reyes, Alfonso. �Notas sobre la inteligencia americana�, en Latinoam�rica.
Cuadernos de cultura
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General, Prol. de Jos�
Luis Mart�nez, SEP/UNAM, M�xico, 1981. Reyes, Alfonso. Obras Completas, FCE,
M�xico, 1980. Reyes,
Alfonso. ��ltima Tule�, �Tentativas y orientaciones�, �No hay tal lugar�, en Obras
completas, FCE, M�xico,
1960. Reyes, Alfonso. Antolog�a, introducci�n y selecci�n de Ernesto Mej�a S�nchez.
Reyes, Alicia. Biograf�a.
M�xico, Promexa Editores, 1979. Varios autores. Alfonso Reyes, Homenaje de la
Facultad de Filosof�a y Letras,
UNAM, M�xico, 19 8 1.

(V�ase: Bovarismo nacional).

(GEV)
AUTONOM�A

Ra�ces etimol�gicas: auto nomo: darme mi propia ley. La autonom�a es siempre un


planteamiento pol�tico. Se trata
de la autodeterminaci�n de los pueblos no a nivel internacional sino a nivel
nacional. As� surge el concepto de
Autonom�a entre los pueblos indios, quienes han ido demandando en las diversas
regiones de Am�rica Latina
autonom�as internas; es decir, que no son un Estado; est�n de apuestos al estado
etnocr�tico (R. Stavenhagen) o
contra la llamada �patria del criollo� (Severo Mart�nez Pel�ez).

Se relaciona con el indigenismo, en el sentido de que �ste es por definici�n


negador de la autonom�a
ind�gena; por definici�n, implica control, implica paternalismo, implica
autoritarismo. La autonom�a por el
contrario, implica el reverso, lo contrario al indigenismo. La autonom�a implica
desechar el indigenismo como
teor�a y como pr�ctica; implica asumir una nueva forma en la que el indio es el
verdadero protagonista de su propia
situaci�n y por eso autonom�a no s�lo implica autogobierno, sino otros elementos
(D�az Polanco, 1995).

Anteriormente se pensaba que la autonom�a, as� entendida, era un invento de los


intelectuales. Pero no. La
autonom�a era algo que se encontraba contenida en forma no articulada en los
objetivos de las luchas ind�genas. Se
trataba de descubrirla. Estaba ah� (D�az Polanco, 1991).

Los pueblos indios encuentran el fundamento pol�tico de sus derechos hist�ricos en


la autonom�a; es decir,
el r�gimen pol�tico que les permita autogobernarse con autonom�a pol�tica,
econ�mica y cultural. La condici�n
para la realizaci�n de la autonom�a es la cancelaci�n del Estado excluyente y, al
mismo tiempo, la edificaci�n de
uno nuevo, descentralizado, democr�tico, incluyente y respetuoso de la pluralidad.
Por otra parte, el autogobierno
les permitir�a manejar sus asuntos y, al mismo tiempo, participar en las decisiones
nacionales que les ata�en.

Los postulados de la autonom�a, en breve s�ntesis, son: que el r�gimen de


autonom�a no es una f�rmula
m�gica ni promesa de privilegio para unos en perjuicio de otros, es tan s�lo la
soluci�n que una sociedad puede
adoptar en un momento de su desarrollo concreto para resolver el conflicto �tnico-
nacional. La autonom�a en s�
misma se refiere a un r�gimen especial, que configura un gobierno propio
(autogobierno) para ciertas comunidades
integrantes, las cuales escogen as� autoridades que son parte de la colectividad,
ejercen competencias legalmente
atribuidas y tienen facultades m�nimas para legislar acerca de su vida interna y
para la administraci�n de sus
asuntos. La autonom�a sintetiza y articula pol�ticamente el conjunto de
reivindicaciones que plantean los grupos
�tnicos. En tal virtud, puede decirse que la autonom�a es la demanda madre de esos
conglomerados. Sus rasgos
espec�ficos estar�n determinados, de una parte por la naturaleza hist�rica de la
colectividad que la ejercer�, en tanto
que �sta ser� el sujeto social; y de otra, por el car�cter sociopol�tico del
r�gimen estatal nacional en que cobrar�
existencia institucional y pr�ctica, en suma, el grado de autogobierno trae
reconocido, en su despliegue concreto
que depender� en gran medida de la orientaci�n pol�tica y el sistema democr�tico
vigentes. En ese sentido, s�lo en
las sociedades en donde ha surgido y se ha desarrollado un proceso democr�tico las
regiones auton�micas han
funcionado; y all� donde la sociedad nacional ha experimentado un proceso
antidemocr�tico o de reversi�n
democr�tica, el r�gimen auton�mico se ha malogrado o no ha funcionado. Para D�az
Polanco el proceso
auton�mico tiene tres puntos b�sicos: 1) Resulta de un pacto entre la sociedad
nacional (cuya representaci�n asume
el Estado-naci�n) y los grupos socioculturales que reclaman el reconocimiento de
sus particulares derechos
hist�ricos. Este acuerdo se construye a lo largo de un complejo proceso. 2) El
proceso auton�mico, pues, tiene
lugar durante un lapso relativamente prolongado que var�a de un pa�s a otro. En
rigor, el proceso auton�mico no
concluye con el establecimiento legal de los gobiernos aut�nomos, sino que se
prolonga durante su fase de
consolidaci�n y ajuste en el marco de la estructura pol�tica administrativa. 3) Se
requiere cubrir ciertos requisitos
que resultan pasos previos a la aprobaci�n del r�gimen de autonom�a por los �rganos
legislativos de los respectivos
pa�ses. Con ello se logra que las poblaciones se identifiquen con su
correspondiente sistema de autonom�a,
consider�ndolo no una mera concesi�n sino una conquista. Esto es, el fruto de un
tratado entre partes iguales y
libres. �ste es un punto fundamental: la autonom�a no puede ser el producto de una
decisi�n unilateral o de una
imposici�n, especialmente por parte de los gobiernos. Por su parte, Luis Villoro,
prestigiado analista de las
pol�ticas indigenistas, considera que el Estado moderno nace a la vez del
reconocimiento de la autonom�a de los
individuos y de la represi�n de las comunidades o etnias a las que los individuos
pertenecen. Villoro (1996)
propone que cualquier asociaci�n, si es libremente concertada, supone el
reconocimiento de los otros como sujetos,
lo cual incluye: 1) respeto a la vida del otro; 2) la aceptaci�n de su autonom�a,
en el doble sentido de capacidad de
elecci�n conforme a sus propios valores y facultad de ejercer esa elecci�n; 3) la
aceptaci�n de una igualdad de
condiciones en el di�logo que conduzca al convenio, lo cual incluye el
reconocimiento por cada quien de que los
otros pueden guiar sus decisiones por los fines y valores que les son propios; 4)
por �ltimo, para que se den esas
circunstancias, es necesario la ausencia de toda coacci�n entre las partes
(Villoro, 1994: 41-48). El debate sobre
estas cuestiones se inici� en las reuniones de Barbados (1971 y 1976) y de UNESCO
(San Jos� de Costa Rica),
siendo uno de sus impulsores m�s importantes Rodolfo Stavenhagen (1988, 1989,
1992), quien particip� en las
discusiones de Ginebra de la OIT. All� propuso su aporte te�rico sobre el
etnodesarrollo, como un modelo posible
de desarrollo alternativo, surge de una cr�tica a las teor�as del desarrollo
econ�mico pr�cticamente hegem�nicas en
el mundo moderno; profundamente perversas cuando son aplicables en determinadas
situaciones del llamado
Tercer Mundo, notoriamente en aqu�llas en las que se involucran los pueblos
ind�genas.

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(V�ase: Indigenismo, Pol�ticas indigenistas, Pueblos indios).

(JMSM)
BOLIVARISMO

. Esta palabra establece una sutil distinci�n entre los bolivarianos, calidad
pasiva que, bien puede representar a los
habitantes de los actuales seis pa�ses liberados por Bol�var, como son Bolivia,
Colombia, Ecuador, Panam�, Per� y
Venezuela, o a los temas de investigaci�n o estudios relativos al Libertador. Por
otra parte, la palabra bolivaristas
califica a quienes han hecho del ideario y pensamiento de Bol�var un plan pol�tico
y una militancia integracionista.

Bolivarianos son los intelectuales, seguidores y estudiosos de la Patria Grande


(�para nosotros la Patria es
Am�rica�, le dice Bol�var a Urdaneta en 1814), que defienden el legado bolivariano
como proyecto pol�tico viable,
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�til e imperecedero. En esencia, el bolivarismo se propone mantener siempre vivo el
proyecto de confederaci�n
grancolombiano, estrechar los v�nculos de intercambio cultural y econ�mico entre
los pa�ses bolivarianos al punto
de confundir sus fronteras en una aut�ntica mancomunidad de pa�ses, aunque se
demore y posponga muchas veces
la realizaci�n del sue�o de Bol�var, la �naci�n de rep�blicas�, o en otras palabras
la pluralidad de naciones
existentes en Am�rica.

En detalle, el bolivarismo encarna varios proyectos hist�ricos: la colombianidad o


reconstrucci�n de la
antigua alianza entre Colombia, Ecuador, Panam� y Venezuela; la confederaci�n
andina, que incluye a Bolivia y al
Per� en colaboraci�n estrecha con la Gran Colombia en un sistema coligado; la
anfiction�a o congreso general
americano, encaminado a vincular entre si a todos los pa�ses del �rea
hispanoamericana; y en fin, la doctrina sobre
el equilibrio pol�tico del mundo, vieja aspiraci�n bolivariana que ha tenido cierto
cumplimiento desde la fundaci�n
de los organismos internacionales como la Universidad Panamericana, la Organizaci�n
de las Naciones Unidas, la
Organizaci�n de Estados Americanos, etc�tera.

Bela�nde, V�ctor Andr�s. Bol�var y el pensamiento pol�tico de la Revoluci�n


Hispanoamericana, 2a. ed,
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Mart�nez, Ricardo A. El panamericanismo, doctrina y pr�ctica imperialista, Ed.
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Pividal Padr�n, Francisco. Primeros pasos hacia la universalidad, Gente Nueva, La
Habana, 1981. Shulgovski,
Anatoli. El proyecto pol�tico del Libertador, CEIS, Bogot�, 1983. Vargas Mart�nez,
Gustavo. Bol�var y Marx. Otro
debate sobre la ideolog�a del Libertador, Dom�s, M�xico, 1983; Reflexiones sobre el
sue�o bolivariano de la
Patria Grande, Dom�s, M�xico, 1985; Bol�var y el poder, CCyDEL/UNAM, Col. 500 a�os
despu�s, n�m. 2,
M�xico, 1991.

(V�ase: Confederaci�n, Panamericanismo, Eutop�a).

(GUM)
BOVARISMO NACIONAL

. . El bovarismo nacional es un t�rmino inventado por el fil�sofo mexicano Antonio


Caso (1883-1946), en el cual
resume la idea clave de la interpretaci�n sobre la realidad nacional y
latinoamericana. Bovarismo es � la facultad
de concebirse diferente de lo que se es�. As�, lo que esta afirmaci�n dice del
individuo se puede hacer extensivo a
algunos pueblos como el mexicano y los latinoamericanos. Bovaristas ser�an aquellas
naciones que se han
empe�ado, a trav�s de la historia, en negar lo que son y han sido para afirmar lo
que no son. Preocupados en ser
algo distinto de s� mismos, terminan por no ser nada en concreto. Se mantienen en
una especie de utop�a para ir de
la imitaci�n de un modelo a otro, sin que �stos coincidan con la propia realidad.

El bovarismo es una facultad com�n de hombres y pueblos, no s�lo de los


latinoamericanos. Esta
humanidad idealista �va por la vida con el se�uelo de lo que quiere ser y descuida
la realidad que posee y el mundo
que podr�a disputar por la consecuci�n de un mundo imposible de una vana realidad
de leyenda� (Caso, 1976: 23).
Empero, los bovaristas pueden trascender el sue�o y llegar a ser lo que no son,
siempre y cuando no sacrifiquen su
ser por el no ser.

El fil�sofo franc�s Jules de Gaultier escribe un texto intitulado Le bovarisme


(1902), posteriormente otro
llamado Le g�nie de Flaubert (1913). Cr�tico literario y fil�sofo, elabora toda una
teor�a bovarista la cual consiste
en suponer que existe un poder concebirse distinto de como se es, constituyendo
esta imagen distinta en un
verdadero principio de hipnosis. La idea le fue sugerida por la lectura de la
novela Madame Bovary, del escritor
franc�s Gustav Flaubert. La protagonista de la obra, la se�ora Bovary, representa
la negaci�n de la unidad del yo,
pues considera como normal lo que es propiamente una alteraci�n morbosa.
El bovarismo aparece, en su esencia, como un instrumento de movimiento y un medio
de producci�n de lo
real. Propone llamar bov�rico o bovarista a todo poder que permite al hombre
apropiarse y asimilarse a los
resultados de un esfuerzo que no ha realizado �l mismo. Es ante todo, la psicolog�a
de la ficci�n, del ensue�o, lo
que nos puede ilustrar sobre el car�cter consciente o inconsciente, real o
ficticio, normal o patol�gico de aquella
facultad o disposici�n humana.

El maestro Caso retorna la idea del bovariano de Jules de Gaultier, pero la hace
extensiva a los pueblos, a
sus leyes y a sus constituciones; as� lo vemos expresado en sus escritos como �El
conflicto interno de nuestra
democracia� (1913); �La doctrina de Wilson, sin Wilson� (1914); �Jacobinismo y
positivismo� (1915) y �El
bovarismo nacional� (1917). Caso descubre que los pueblos de nuestra Am�rica han
sido bovaristas, al igual que
otros pueblos. As� como el genio y el snob son dos bovaristas, lo son tambi�n
aquellos hombres que han logrado
modificar las condiciones de la historia para imponer a las masas sus sue�os. Los
d�biles, los ni�os, las mujeres,
los hombres, los h�roes, los m�rtires, todos, todos vamos imponiendo a la vida
nuestro ideal. �Los pueblos como
los individuos tambi�n son bovaristas. A veces piensan que son diversos de como son
en realidad. Pero si se creen
libres llegar�n a serlo alg�n d�a... La vida es, en suma, m�s tolerable con
bovarismo que sin �l. Constre�idos en
nuestra individualidad, nos devorar�a la desesperaci�n de no salir nunca de nuestra
propia miseria� (Caso, 1976:
70).

El bovarismo es bueno pero insuficiente. Hay que ir m�s all� del bovarismo, del
so�ar, del vivir dentro de
los sue�os. Por desgracia, la historia de M�xico y de Hispanoam�rica es la historia
de un infecundo bovarismo
nacional.

Antonio Caso en diversos trabajos sobre M�xico y Latinoam�rica nos muestra el


abismo entre los ideales y
la realidad. Aparece el bovarismo como el s�mbolo de un sue�o perseguido, una y
otra vez fracasado. El ideal
latinoamericano �... estriba en acometer empresas desmesuradas, desproporcionadas,
en el sentido caballeresco y
absurdo de la vida, en donquijotismo generoso en verdad, il�gico, sin tendencia
cr�tica ni ponderaci�n filos�fica�
(Caso, 1973: 190). Caso quiere ir m�s all� del idealismo bovarista, irreal, propone
combinar el ideal con lo real.
Busca prever los problemas, nos sugiere la frase metaf�sica de Bacon de �Alas y
plomo�, para apuntar que a los
hombres y los pueblos les precisa, ante todo, saber que el ensue�o m�s puro ser�
solo eso si no se afianza en la
realidad y con ella se integra. Porque �sin aspirar a algo mejor se retrocede sin
remedio; pero sin saber con
precisi�n a donde se va se fracasa� (Caso, 1976: 87).

El empe�o por copiar modelos sociales, pol�ticos, jur�dicos o filos�ficos ha


obstruido la realizaci�n del
propio modelo. Al referirse a M�xico, a su Revoluci�n constitucionalista y a sus
principios y leyes dir�:

...ni jacobinismo ni positivismo. Ni donquijotismo irrealista, ni sanchismo


positivista. Ni ideales irrealizables, ni
subordinaci�n indiscrepante a la realidad imperfecta, sino alas y plomo...; fuerza
para vencer las causas
contrariantes del ideal, e ideales amplios y humanos que no se vean negados al
ponerse en contacto con la vida...
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Comb�nese, en suma, el bovarismo de la ley con el consejo discreto de la raz�n; y
que la verdad, el cl�sico justo
medio aristot�lico, esplenda al fin sobre los viejos sistemas, sobre las ideas
derrotadas en la dial�ctica de nuestra
historia: el jacobinismo fan�tico y el positivismo indiferente (Caso, 1973: 198).

Caso, Antonio. �El bovarismo de la ley�, en Obras completas, t. II, UNAM, M�xico,
1973. Caso, Antonio.
�El bovarismo nacional; M�xico: alas y plomo�, en Obras completas, t. IX, UNAM,
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Dependencia y liberaci�n en la cultura
latinoamericana, Cuadernos de Joaqu�n Mortiz, M�xico, 1974.

(V�ase: Arraigo).

(MMA)
CALIB�N

..
Personaje de la obra dram�tica de William Shakespeare (1564-1616) La Tempestad
(1611), caracterizado por el
autor como �un salvaje y deforme esclavo y cuya imagen ha sido retornada por la
intelectualidad latinoamericana
como met�fora de Am�rica Latina.

En La Tempestad Calib�n es un monstruo rojo y horrible que est� bajo la


subordinaci�n de Pr�spero, duque
leg�timo de Mil�n, quien es usurpado por su hermano Antonio y desterrado junto con
su hija Miranda a una isla
desconocida, lugar donde vive Calib�n con su madre, la bruja Sycorax. Pr�spero
destierra a su vez a Sycorax y
somete a Calib�n, haci�ndolo su esclavo. Despu�s de un intento de sublevaci�n,
Calib�n es nuevamente sojuzgado
por los poderes m�gicos de Pr�spero y abandonado en su isla. El tema principal de
La Tempestad es la marcada
oposici�n entre el arte de Pr�spero y la naturaleza de Calib�n, as� como la
disoluci�n de los personajes en la
naturaleza.

El origen del nombre de Calib�n ha sido sumamente estudiado y la tesis m�s


aceptada ha sido �calib�n�
como una deformaci�n de la palabra �can�bal�. Una de las pocas influencias
comprobadas que tuvo Shakespeare al
escribir La Tempestad remite a Montaigne y su ensayo �De los Can�bales�, del cual
el poeta ingl�s recupera textual
un apartado que pone en boca de Gonzalo, el llamado armonioso humanista de la obra.

La palabra �can�bal�, proviene de �caribe�, apelativo con el que Crist�bal Col�n


nombr� a la presunta tribu
antrop�faga del mar Caribe. �Can�bal� es una deformaci�n de �caribe� y es una
palabra que se articul� gracias a la
idea de que esos pueblos eran habitantes del reino del Gran Kan, lugar del que
hablaba Marco Polo en sus Viajes.
Es un hecho la afinidad fon�tica y gr�fica entre caribe-can�bal-calib�n; sin
embargo, lo m�s probable es que
Shakespeare haya tomado su Calib�n exclusivamente de la palabra �can�bal�. La
discusi�n relacionada con si
Shakespeare, a trav�s de su Calib�n, hac�a referencia expl�cita a la Am�rica
recientemente descubierta ha sido larga
y pedregosa, de tal forma que algunos intelectuales han recurrido a su imagen para
realizar una analog�a con
Am�rica Latina.

En La Tempestad, Calib�n es tierra humanizada; es el �nico personaje de la obra


que sufre una
transformaci�n an�mica e intelectual; es la criatura originaria que se quedar� en
la isla al final de la comedia, un
espacio terrenal que nunca ser� como antes de la llegada de Pr�spero y Miranda. El
desarrollo intelectual de
Calib�n est� delimitado por la posibilidad de aparici�n del vicio, pero al hablar
en verso se muestra ante los ojos
del lector como un ser humano que condensa ideas, im�genes y sentimientos y no un
personaje vulgar ni prosaico
(en los dos sentidos de la palabra) sino noble e incluso refinado. Shakespeare s�lo
hacia hablar en prosa a
personajes grotescos y soeces.
La intelligentsia de Am�rica Latina ha retornado la imagen de Calib�n como una
met�fora de la realidad
latinoamericana. Algunos autores, al darse cuenta de que en nuestra literatura no
ha existido un modelo que refleje
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con consistencia y nitidez nuestra realidad, han recurrido a La Tempestad de
William Shakespeare para crear un
modelo de identidad que se asemeje a lo que cada uno considera como dial�ctica
latinoamericana.

Calib�n es un s�mbolo que, aun siendo recurrente en los autores latinoamericanos,


es importado del Viejo
Mundo. Calib�n mismo sufre una transportaci�n y una metamorfosis. La afinidad podr�
ser con los ind�genas o
habitantes de Nuestra Am�rica, pero finalmente Calib�n es una creaci�n europea y no
tanto de Am�rica Latina. La
cultura latinoamericana es m�s calibanesca (v�ase �Calibanismo�) por las
interpretaciones y por la creaci�n de
Calib�n como arquetipo, que por la esencia misma del personaje shakespereano.
Algunos autores que han
retornado la imagen de Calib�n como met�fora de Nuestra Am�rica son, entre otros,
el argentino An�bal Ponce
enHumanismo burgu�s y humanismo proletario (1938), el escritor barbadense George
Lamming en su libro de
ensayos The pleasures of exile (1960), el martinique�o Aim� Ces�ire en su obra de
teatro Una tempestad (1969) y,
m�s adelante, el cubano Roberto Fern�ndez Retamar en su ensayo Calib�n. Apuntes
sobre la cultura en Nuestra
Am�rica (1971).

Mart�nez Estrada, Ezequiel. �Estudio preliminar�, en William Shakespeare,


Comedias, Tr. Jaime Clark,
Cumbre, M�xico, 1982. Ortega y Medina, Jos�. Imagolog�a del buen y mal salvaje,
UNAM, M�xico, 1987.
Rodr�guez Monegal, Emir. �Las met�foras de Calib�n�, en Vuelta, n�m. 25, diciembre,
1978, vol. 3. Shakespeare,
William. The Tempest, ed. Frank Kermode, Mathuen and Co. LTD., London, 1954.
Shakespeare, William. Obras
completas, Notas, estudio preliminar y traducci�n de Luis Astrana Mar�n, Aguilar,
M�xico, 1991, 2 t.

(V�ase: Antiarielismo, Arielismo, Calibanismo).

(CASV)
CALIBANISMO

. Sentimiento de subordinaci�n manifestado por algunos intelectuales


latinoamericanos, que han visto en La
Tempestad (1611) de William Shakespeare (1564-1616) una alegor�a de la relaci�n
entre Am�rica Latina y el
llamado mundo occidental.

El primer escritor latinoamericano que recupera los personajes de La Tempestad y


los traslada a una
realidad propia es el nicarag�ense Rub�n Dar�o (1867-1916), quien en sus ensayos
�El triunfo de Calib�n� (1898),
�El crep�sculo de Espa�a� (1898) y �Edgar Allan Poe� (1905) identifica a Calib�n
con la civilizaci�n, caso
concreto los Estados Unidos, y reivindica la espiritualidad de Ariel, otro de los
personajes de la obra, como
met�fora de Nuestra Am�rica.

Despu�s de Dar�o, el uruguayo Jos� Enrique Rod� publica en 1900 su ensayo Ariel,
en el que polariza
.como el nicarag�ense. la simbolog�a Ariel-Calib�n. En Rod�, Ariel es el genio del
aire que representa la parte
noble y alada del esp�ritu; es �el imperio de la raz�n y el sentimiento sobre los
bajos est�mulos de la
irracionalidad�; Calib�n, por su lado, es �la sensualidad y la torpeza, con el
cincel perseverante de la vida�. La
mayor�a de las interpretaciones sobre el Ariel han tendido a afirmar que Rod�
identifica su �calibanismo� con el
naciente imperialismo norteamericano y el esp�ritu noble de Ariel con las
aspiraciones de la cultura
latinoamericana. Trabajos posteriores, como son los ensayos del argentino Emir
Rodr�guez Monegal, �Las
metamorfosis de Calib�n� (1977) y del uruguayo Arturo Ardao, �Del mito Ariel al
mito Anti-Ariel� (1986),
demuestran que no hay una sola cita en el Ariel donde aparezca Am�rica Latina como
residencia de Ariel. El mito
Ariel, que orientaba las inteligencias y voluntades de Latinoam�rica hacia el
idealismo y romanticismo, se
convierte en Ardao en el mito Anti-Ariel, es decir, que la propuesta de Am�rica
Latina como Calib�n parte desde
Rod�, desde Ariel: �La intenci�n de Rod� en el Ariel se dirige primeramente a
combatir lo calibanesco .en el
sentido que �l le daba. de Latinoam�rica, y s�lo secundariamente, por lo que ten�a
de ejemplo paradigm�tico a la
vez de pernicioso modelo, lo calibanesco de Norteam�rica�. Ardao concluye,
��Calibanesca Am�rica Latina para
Rod�? Si� (Ardao, 1986: 140). De ah� que sea sintom�tico que Rod� haya firmado
art�culos con el seud�nimo de
�Calib�n�, como es el caso de �Nuestro desprestigio�, publicado en 1912.

La analog�a entre Calib�n y las condiciones coyunturales son continuadas por el


argentino An�bal Ponce en
su libro Humanismo burgu�s y humanismo proletario (1938) y es el primero que ve en
La Tempestad una
expresi�n de lucha de clases y en Calib�n y Ariel a dos potenciales
revolucionarios; en 1960, el escritor barbadense
George Lamming publica su ensayo The pleasures of exile; se trata del primer
intento de un escritor caribe�o por
defender a Calib�n a manera de redenci�n del pasado, argumentando que su historia
pertenece al futuro; otro
martinique�o, el poeta y dramaturgo Aim� C�saire, en su obra de teatro Una
Tempestad (1969), reivindica la
imagen de Calib�n como s�mbolo de negritud. C�saire trata de desmitificar la obra
de Shakespeare y su Calib�n
representa la negaci�n de la dial�ctica del colonialismo y construye una nueva
s�ntesis de la libertad como
categor�a. El primer autor latinoamericano que marca expl�citamente la apropiaci�n
de Calib�n como s�mbolo de
Latinoam�rica es el cubano Roberto Fern�ndez Retamar en su ensayo Calib�n. Apuntes
sobre la cultura en
Nuestra Am�rica (1917). Para Retamar, en La Tempestad se marca una expresi�n
externa de lucha de clases, en la
que Calib�n (Am�rica Latina) es el explotado y Prospero (Estados Unidos) el
explotador. Fern�ndez Retamar
abandonar� su tesis planteada en 1971, en dos art�culos posteriores, �Calib�n
revisitado� (1986) y �Adi�s a
Calib�n� (1993), pr�logo a la edici�n japonesa de Calib�n, aduciendo que la
met�fora de Nuestra Am�rica puede
ser otra, pero que el estatus colonial de nuestra cultura subsiste todav�a. El
Calib�n latinoamericano no es in
extremis el personaje sugerido por Shakespeare; el car�cter calibanesco de Am�rica
Latina toma forma y sustancia
de la tormenta de tinta que ha cubierto su imagen y nace a partir de las
oscilaciones turbulentas de la discusi�n y la
ex�gesis.

Ardao, Arturo. Nuestra Am�rica Latina, Ediciones de la Banda Oriental, Temas


Latinoamericanos,
Uruguay, 1986. Moreno Dur�n, R. H. De la barbarie a la imaginaci�n. La experiencia
le�da, Tercer Mundo
Editores, Colombia, 1988. Saldivar, Jos� David. The dialectics of Our America.
Genealogy, cultural critique, and
literary history, Duke University Press, USA, 1991. Zea, Leopoldo. Discurso desde
la marginaci�n y la barbarie,
Anthropos, Barcelona, 1988. De la Sierra, Carlos Antonio. La otra tempestad, Tesis
de Licenciatura, FFyL-
UNAM, M�xico, 1996.

(V�ase: Antiarielismo, Arielismo, Calib�n).


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(CASV)

CARACTEROLOG�A DEL MEXICANO

Estudio de los caracteres propios del mexicano. Fue Ezequiel A. Ch�vez, fil�sofo
mexicano (1868-1946), uno de
los primeros que estudi� la caracterolog�a del mexicano. Su �Ensayo sobre los
rasgos distintivos de la sensibilidad
como factor del car�cter del mexicano� ha servido, indudablemente, como base e
inspiraci�n a estudios posteriores
sobre el tema. De las referencias que en �l realiza Ch�vez a algunos de sus
contempor�neos puede deducirse que
Bulnes, Miguel S. Macedo y el Dr. Macouzet hab�an realizado, tambi�n, ciertas
observaciones sobre el car�cter del
mexicano.

Ch�vez se concreta en su �Ensayo...� a se�alar los rasgos t�picos de la


sensibilidad del mexicano. Sin
embargo, desde un principio advierte que �sta var�a por la heterogeneidad al
interior de la poblaci�n mexicana: el
ind�gena, el criollo y el mestizo; en este �ltimo distingue �el mestizo de buena
cuna� y �el mestizo vulgar�. En
cada uno de ellos el fen�meno de la sensibilidad presenta distintas formas. A este
problema dedica principalmente
su reflexi�n. El m�todo empleado en su estudio consta de los siguientes momentos:
observaci�n del nacimiento del
fen�meno, caracterizaci�n, permanencia, efectos y t�rmino. Concluye que por la
heterogeneidad existente y ya
se�alada ser�n diversas

...las observaciones que pueden hacerse en cuanto a los componentes demogr�ficos


de M�xico... en tanto que en
otros lugares los pueblos constitutivos han sido machacados por el mortero de los
siglos, hasta llegar a formar un
solo cuerpo con cierta homogeneidad com�n, esto no ha pasado a�n en el nuestro,
pues el viejo sedimento
ind�gena, a pesar de que han transcurrido ya cerca de cuatro centurias del
principio de la conquista, rige a�n en
varios millones de individuos, independiente, refractario y con car�cter propio;
as� mismo con car�cter propio se
presenta el grupo de los descendientes directos y sin mezcla de los extranjeros y
por �ltimo forman otros dos
grupos irreductibles los individuos de razas mezcladas; dos grupos digo y no uno
como siempre se afirma; dos
porque son bien diversos: por una parte el descendiente de razas mezcladas que
secularmente ha tenido antecesores
constituidos en familias estables; ese es el resistente nervio del pueblo mexicano;
y por otra parte el tambi�n
descendiente de razas mezcladas pero que, en vez de tener un �rbol geneal�gico de
familias constituidas que le
hayan dado una educaci�n social... ha tenido por lo contrario... como antecesores
individuos fortuitamente unidos...
el que tiene as� la desgracia de ser hijo, nieto y bisnieto de ef�meros azares, el
que al nacer se encontr� rota o
deshecha a su familia, como rota la hab�an encontrado sus progenitores... forma el
bajo fondo de la sociedad, es la
hez de la misma... forma el elemento... destructor, el disolvente (Ch�vez, 1900: 83
y 84).

Ch�vez se dedica al estudio de la sensibilidad en cada uno de estos grupos y


concluye que en el ind�gena la

sensibilidad se despierta con trabajo... es proverbial la flema imperturbable del


indio, su estoica taciturnidad, su
impasible inercia... los descendientes puros de los europeos que han venido al pa�s
como los individuos de razas
mezcladas tienen facilidad mayor para experimentar emociones... Excitabilidad
menor... pueden advertirse en los
hijos de familias mezcladas y regularmente establecidas... En cambio, la clase sin
ra�ces, la de los mezclados sin
�rbol geneal�gico fijo, tiene una sensibilidad variable: f�cil en sumo grado para
lo que estimula sus apetitos; inerte
para las comodidades de la vida: as� se explica la prodigiosa facilidad con que el
mestizo del que hablo se enreda
en relaciones amorosas y funda hogares que nunca duran m�s que ef�meros tiempos...
as� se explica adem�s que no
le importe vivir desgarrado... Queda de ese modo se�alado el primer rasgo
distintivo de la sensibilidad mexicana
por lo que se refiere a su modo de producci�n: superabundantemente f�cil en el
europeo y en el criollo,
relativamente moderada en el mestizo de buena cuna, casi imposible en el indio;
variable pero a menudo r�pida en
el mestizo vulgar (Ch�vez, 1900: 85 y 86).

Ch�vez realiza un acucioso an�lisis sobre la permanencia, efectos y t�rmino del


fen�meno de la
sensibilidad del mexicano. Su estudio lo proyecta a la pr�ctica, concretamente a la
�consonancia (que debe existir)
entre las instituciones educativas de los pueblos y su car�cter�. Relaciona,
h�bilmente, los aspectos filos�ficos,
psicol�gicos y pedag�gicos en una importante advertencia en cuanto al proyecto
educativo: �... por no tener en
cuenta la cardinal observaci�n de que el car�cter, o lo que es lo mismo, la
resultante de todas las condiciones
ps�quicas de los individuos, var�an con los pueblos, se incide a veces en el
absurdo de querer trasplantar, lisa y
llanamente, a un pa�s instituciones educativas, represivas o pol�ticas que han
florecido en otro, sin reflexionar en
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que acaso no sean aclimatables en el intelecto, en los sentimientos y en la
voluntad de los pueblos a quienes se trata
de mejorar�.

Bejar Navarro, Ra�l. El mexicano. Aspectos culturales y psicosociales, UNAM,


Coordinaci�n de
Humanidades, M�xico, 1981, 2 ed. Ch�vez, A. Ezequiel. �Ensayo sobre los rasgos
distintivos de la sensibilidad
como factor del car�cter del mexicano�, en Memorias del concurso cient�fico
nacional, Sociedad Positivista de
M�xico, 13 de diciembre, 1900. Guerra, Ricardo. �Ramos y sus disc�pulos�, en
Revista de la Facultad de Filosof�a
y Letras, n�ms. 66-69, enero-diciembre, M�xico, 1958. Portilla, Jorge.
Fenomenolog�a del relajo, FCE, Mexico,
1984. Ram�rez, Santiago. El mexicano. Psicolog�a de sus motivaciones, Pax-
M�xico/Asociaci�n Psicoanal�tica
Mexicana, 1972, 8a. ed. Ramos, Samuel. El perfil del hombre y la cultura en M�xico,
Espasa Calpe Mexicana, Col.
Austral, M�xico, 1972, 5 ed. Reyes Narv�ez, Salvador. El amor y la amistad en el
mexicano. Porr�a y Obreg�n,
M�xico, 1952. Uranga, Emilio. An�lisis del ser del mexicano, Porr�a y Obreg�n,
M�xico, 1952; �Ensayo de una
ontolog�a del mexicano�, en Cuadernos Americanos, A�o VIII, vol. XLIV, marzo-abril,
M�xico, 1949. Villegas,
Abelardo. La filosof�a de lo mexicano, UNAM, M�xico, 1988, 3 ed.

(V�ase: Sentimiento de inferioridad).


CHICANADIAN (adj.)
. Canadiense de ascendencia chicana que conserva pautas culturales comunes,
autoidentificaci�n de grupo y
conciencia �tnico-pol�tica compartidas, que lo ligan espiritual e ideol�gicamente a
un ancestro com�n.

Tradicionalmente los canadienses han preferido mantener relaciones con Europa y


los Estados Unidos, en
detrimento de sus vecinos del sur: Am�rica Latina. Todo parece indicar que Canad�
ha negado a M�xico su lugar
en Am�rica del Norte, �tan absortos han estado en su propio desarrollo y el poder e
influencia de su vecino
inmediato, los Estados Unidos� (Ogelsby, 1989: 1) que puede ser muy dif�cil para
ellos imaginarse que un grupo
considerable de descendientes de chicanos, autoidentificados como chicanadians, ya
forman parte ineludible del
paisaje canadiense.

Los chicanadians y otros grupos que intentan construir una nueva identidad �tnica
en Canad�, nos conduce
a considerar que la �b�squeda como un proceso de selecci�n, exclusi�n y represi�n
llevada a cabo por grupos de
elite, cercanamente identificados con el proyecto central de naci�n, intenta
desviar la atenci�n sobre dichos
grupos� (Bruce-Novoa, 1990: 23) para vender la ilusi�n de un Canad� unido,
indisoluble y sin fricciones �tnico-
raciales.

En este contexto, los chicanadians pueden ser vistos �como parte de una lucha
hist�rica entre fuerzas
centralizantes y descentralizantes, entre grupos mayoritarios y minoritarios, y
entre las imposiciones de un
gobierno central y una resistencia perif�rica� (Bruce-Novoa, 1990: 23).

No est� muy distante el d�a en que la cultura chicanadian utilice el t�rmino con
un nuevo orgullo, al igual
que lo hicieron los chicanos en Estados Unidos en los a�os sesenta, porque la
cultura chicanadian es un nuevo caso
de identidad que debe ser revalorizado, ponderado y aceptado como una instancia que
representa una resistencia a
un proceso de aculturaci�n, as� como una nueva s�ntesis cultural en pleno auge de
desarrollo entre Canad�, Estados
Unidos y M�xico.

Bruce-Novoa, Juan. Retrospace: Collected Essays on Chicano Literature, Houston,


Arte P�blico Press,
1990. Ogelsby, J. C. M. Gringos del lejano norte, M�xico, Instituto Panamericano de
Geograf�a y Estad�stica,
1989. Ram�rez, Axel. �Chicanos, Canadienses o Chicanadians: un nuevo nombre o una
nueva identidad?,
M�xico, UNAM, Mecanoscrito, 1997.
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(V�ase: Chicanismo, Chicano).

(AR)

CHICANISMO

. La filosof�a del Movimiento Chicano sustentada en el nacionalismo, entendido �ste


como el punto aglutinador
que trasciende todas las facciones de clase, pol�ticas, econ�micas y religiosas, en
favor de un com�n denominador
que permita amalgamar a todos los miembros de la comunidad.

Una de las demandas prioritarias de los chicanos, en la d�cada de los sesenta, fue
la del acceso a los
espacios educativos en todos los niveles, mismos que se abrieron merced a una lucha
basada en el radicalismo
cultural que tomaron como bandera de lucha y como causa, y que tuvo una repercusi�n
muy profunda en la
comunidad.

El nacionalismo cultural que usaron para defenderse del sistema tuvo efectos
negativos y positivos, sobre
todo en la capa intelectual chicana, ya que dicho nacionalismo cre� �un contexto
opresivo que restringi� la
habilidad para responder a cuestionamientos sociales, sobre todo respecto a un
movimiento nacionalista y a ellos
mismos� (Villanueva, 1985: 17).

El problema principal fue que precisamente en este contexto se forj� el discurso


intelectual chicano,
fracasando en su deseo de propiciar una critica profunda, porque el excesivo
nacionalismo cultural se los impidi�
(V�squez, 1984).

Dicho nacionalismo lleg� a ser el punto de partida filos�fico que se apoy�, en un


inicio, en Kant, Marx,
Weber, Mannheim, y otros m�s. El idealismo, el materialismo, el subjetivismo y la
utop�a permearon el espacio
filos�fico chicana. Lo interesante fue que en la corriente idealista brincaron de
un Kant a un John Dewey, mientras
que en el materialismo se recurri� a Marcuse y a su enfoque del marxismo
bidimensional; Max Weber proporcion�
varias herramientas para comprender la cultura del hombre (Verstehen), as� como la
universalidad de la
experiencia humana. Sin embargo, la filosof�a del pensamiento chicano se remiti� a
la influencia de pensadores
mexicanos como: Jos� Vasconcelos, Miguel Le�n Portilla, Leopoldo Zea, David Alfaro
Siqueiros, Diego Rivera,
Mart�n Luis Guzm�n, Mariano Azuela, Juan Rulfo, etc�tera.

Lo que si queda claro es que la filosof�a del Movimiento Chicano tuvo que ser
nacionalista por necesidad,
ya que buscaba una identidad como mecanismo de defensa frente a la sociedad
estadounidense dominante. El
concepto de cultura para los chicanos fue importante, pues s�lo ella pudo
proporcionarles esa herramienta b�sica
que los lig� a su �herencia mexicana� en el contexto de los Estados Unidos, a
partir de un sentimiento genuino de
orgullo y solidaridad, originando una comunidad de activistas pol�ticos e
intelectuales.

V�squez, Carlos. �Hacia un nuevo comienzo: valoraci�n critica del movimiento


chicano, 1965-1975�,
enPrimer Seminario sobre la situaci�n de las comunidades negra chicana, cubana y
puertorrique�a en Estados
Unidos, La Habana, 1984. Villanueva, Tino. Chicanos (Selecci�n), M�xico, FCE-SEP,
1985 (Col. Lecturas
Mexicanas, n�m. 89).

(V�ase: Chicanadian, Chicano).

(AR)
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CHICANO/A (adj.)

. Estadounidense de ascendencia mexicana cuya ideolog�a se sustenta en una herencia


cultural opuesta a lo
angloamericano. Chicanada. Conjunto de chicanos Chicanismo. La filosof�a del
movimiento pol�tico-cultural
chicana.

Genealog�a. A principios de siglo, aproximadamente en 1911 en el Estado de Texas,


chicano ten�a un
significado peyorativo, ya que se refer�a al mexicano de �clase inferior�,
entendiendo por �ste a un ciudadano
estadounidense de origen mexicano, oriundo de los Estados Unidos o ciudadano ya
naturalizado (Villanueva, 1980:
7).

Desde el punto de vista filol�gico, se menciona que el vocablo chicano se genera


por un proceso de
af�resis: (mexikano > mechikano > chicano), que ha sido la explicaci�n m�s
satisfactoria entre el ambiente
acad�mico chicano. �De un tiempo a esta parte, la tesis ha sido la siguiente: que
chicano llega a esta forma por
af�resis a base del gentilicio �mexicano�, admitido� (Villanueva, 1980: 25).

Por otro lado, se maneja tambi�n la hip�tesis de que chicano viene, por met�tesis,
de la voz (xinaca >
chinaca) que posiblemente se formara de la siguiente forma: (sinako > chinako >
chicano) (Villanueva, 1980: 25).

De igual manera, el autor antes citado consigna la hip�tesis de que chicano es un


derivado de �chico�
(chiko) con una carga fuertemente peyorativa. �En este caso, �chico� equivale a boy
usado por el anglosaj�n sure�o
para dirigirse a los negros de cualquier edad� (Villanueva, 1980: 33). Mencionando,
adem�s, que de ese chico,
utilizado de forma negativa, repulsiva y denigrante por los estadounidenses, se
deduce chicano, con un valor
pr�ctico, pragm�tico y utilitario.

Por lo que concierne a la definici�n de chicano, Francisco J. Santamar�a, en su


Diccionario de
Mexicanismos (M�xico, Porr�a, 1959), acata que chicano es un: �Bracero mejicano que
cruza la frontera hacia
Estados Unidos en busca de trabajo y, en general, mejicano nacido en M�jico, para
los nacidos en la Uni�n
Americana. La denominaci�n es propiamente norte�a.� (citado en Villanueva, 1980:
14). A su vez, Mar�a Luisa
Melo de Remes, en su novela La dulce patria (M�xico, Uni�n Gr�fica, 1958), dice:
�Ellos son chicanos, reci�n
llegaditos de M�jico�, y se define, en nota a pie de p�gina: �Los mejicanos nacidos
en Estados Unidos de Am�rica
llaman chicanos a los mejicanos nacidos en M�jico� (Villanueva, 1980: 33).

Sin embargo, para otros autores m�s recientes, chicano �es cualquier persona de
ascendencia mexicana que
reside permanentemente en los Estados Unidos quiera o no usar el t�rmino� (Bruce-
Novoa, 1987: 221).

Chicano abarca todo un universo ideol�gico que sugiere no s�lo la audaz postura de
autodefinici�n y
desaf�o, sino tambi�n el empuje regenerativo de autovoluntad y de
autodeterminaci�n, potenciado todo ello por el
latido vital de una conciencia de cr�tica social; de orgullo �tnico-cultural; de
concientizaci�n de clase y de pol�tica
(Villanueva, 1980: 11).

A lo que podr�a a�adirse que: �Chicana/ana, es un estadounidense de ascendencia


mexicana cuya ideolog�a
se sustenta en una herencia cultural opuesta a lo angloamericano� (Ram�rez, 1992).

Bruce-Novoa, Juan. �Testimonio, como M�xico, se escribe mejor con X�, en Encuentro
Chicano M�xico
1987. Memorias, editor Axel Ram�rez, CEPE-UNAM, M�xico, 1987, pp. 279-289. Ram�rez,
Axel
(comp.).Encuentro Chicano M�xico 1988, CEPE-UNAM, M�xico, 1992. Ram�rez, Axel
(coord.). Chicanos: el
orgullo de ser. Memoria del Encuentro Chicano M�xico 1990, CEPE-UNAM, M�xico, 1992.
Ram�rez, Axel. La
comunidad chicana en Estados Unidos: Retrospectiva Hist�rica, Ediciones La Viga,
Biblioteca Preparatoria 7,
M�xico, 1992, n�m. 4. Villanueva, Tino (Compilador). Chicanos: Antolog�a hist�rica
y literaria, FCE, Col. Tierra
Firme, M�xico, 1980.

(V�ase: Chicanadian, Chicanismo).


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(AR)

CIENCIA BARROCA

Categor�a heur�stica proveniente de las constelaciones discursivas de la historia


y la cr�tica de la cultura;
representa una teor�a y un m�todo de reflexi�n filos�fica de marcada caracter�stica
latinoamericana, una figura
radical del sincretismo cultural de la regi�n. Integra una suma creativa de
historiograf�a e historia del arte y de las
ideas, para realizar el estudio de los comportamientos sociales espec�ficos en la
civilizaci�n capitalista, con la
intenci�n de proyectar estrategias de mestizaje de las formas culturales y la
invenci�n de modelos alternativos de
resistencia a los excesos actuales de la modernidad establecida en tanto
racionalidad instrumental administrativa.

Ciencia barroca es un enunciado espec�fico de la actividad del mestizaje cultural


de la regi�n
latinoamericana actual. Deviene concepto filos�fico, en tanto forma generadora de
autoconciencia y autoestima
sobre la condici�n latinoamericana misma: estar dentro de Occidente por accidente y
en tanto que accidente. Ser,
estar y conocer de modo barroco, de forma ontol�gicamente mestiza. Y as� es y sigue
siendo desde los tiempos de
santa Mariana de Jes�s (1618-1645) en el Per� y de sor Juana In�s de la Cruz (1651-
1695) en la Nueva Espa�a.

La ciencia barroca es un aporte espec�fico de la condici�n cultural


latinoamericana, expresa la voluntad de
identificaci�n filos�fica del arte, la ciencia y la critica de la vida cotidiana.
Es una traducci�n desconstructora de
los cautiverios capitalistas que mantienen a la regi�n en la pobreza por programa.
Deshace las ilusiones
modernizadoras y los complejos subdesarrollantes mediante la proliferaci�n de
discursos diferentes, de nuevas
reflexiones puestas a pendular entre literatura y filosof�a, entre arte y ciencia.
Un ejemplo trascendental de ello son
las novelas Paradiso (1966) de Jos� Lezama Lima (1910-1976) y Cien a�os de soledad
(1967) de Gabriel Garc�a
M�rquez (1928).

La condici�n barroca de Am�rica Latina significa vivir un proceso cultural


transhist�rico, donde es posible
experimentar al mismo tiempo el renacimiento y la postmodernidad m�s todos sus
intermedios y entreveros, pues
s�lo de este modo exc�ntrico y atemporal es factible construir una imagen hist�rica
realmente capaz de realizar la
cr�tica del capitalismo y su �tica protestante anglosajona. El orden barroco es una
marca epist�mica esencial o
sobredeterminaci�n civilizatoria y cultural de la regi�n, reconocerlo en s� y en
sus actuales figuras neobarrocas
genera una aut�ntica forma diferente de hacer filosof�a latinoamericana.

En tanto esquema te�rico, la ciencia barroca es una forma generalizada de pensar


c�mo debe ser la
existencia cr�tica latinoamericana, dentro del principio de realidad para el modo
de producci�n capitalista; una
marca de diferencia en el uso e intercambio del conocimiento, dictada en gran parte
por la procedencia cat�lica
ecl�ctica de la regi�n. Una actitud distinta ante la ciencia y la t�cnica de la
modernidad, una actitud
voluntariamente diferente del impulso ego�sta de la �tica protestante burguesa, y
por ello mismo, una actitud que es
fuente de m�ltiples resistencias ante el embate de las aguas heladas del
individualismo posesivo. Implica como
base �tica de operaci�n, el reconocimiento del conocimiento latinoamericano como
lugar compuesto de lugares
comunes, de todos los lugares comunes del pensar y hacer del planeta. Y como
m�todo, la ciencia barroca busca la
puesta en escena de una sensibilidad compuesta de mil y una sensibilidades, una
aut�ntica sensibilidad mestiza.
Una manera de ser y estar que permite vivir la destrucci�n de lo cualitativo
(crisis tardocapitalista), al convertirla
en acceso permanente a la creaci�n de otra dimensi�n, retadoramente imaginaria de
lo cualitativo del ser (�tica de
la liberaci�n).

Frente a la nueva inestabilidad epistemol�gica de las ciencias y la filosof�a


postmodernas, la ciencia barroca
latinoamericana piensa y act�a de modo libre, diferente, mediante operaciones
heur�sticas interdisciplinarias, para
configurar un conocimiento vivencial humanista del mestizaje generalizado como
proyecto real de libertad
universal.

Echeverr�a, Bol�var (comp.), Modernidad, mestizaje cultural, ethos barroco,


UNAM/El Equilibrista,
M�xico, 1994. Lezama Lima, Jos�. La expresi�n latinoamericana, FCE, M�xico, 1993.
Sarduy, Severo. Barroco,
Sudamericana, Buenos Aires, 1974. Sobrevilla, David. Repensando la tradici�n
occidental, Amaru, Lima, 1986.
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Trabulse, El�as. El c�rculo roto, FCE, M�xico, 1984. Paz, Octavio. Sor Juana In�s
de la Cruz o Las Trampas de la
Fe, FCE, M�xico, 1982.

(SM)

CIRCUNSTANCIALISMO

Doctrina de la concepci�n de circunstancia utilizada por Jos� Ortega y Gasset,


quien a partir de su visi�n
historicista de la vida plantea que el hombre desde el momento preciso de su
nacimiento est� interactuando con las
cosas y su mundo circundante para crear un espacio vital de coexistencia. Todo
aquello que rodea al individuo es la
circunstancia. Este espacio es susceptible de ser transformado a partir de las
necesidades y la particular perspectiva
que el hombre tiene de su entorno.

El t�rmino �circunstancia� no es nuevo, se empleaba en la antig�edad latina para


designar todo lo que se
halla alrededor de la tierra, derredor, circuito o contorno de una cosa. El alem�n
Jacobo von Uexkul, a partir de su
filosof�a biol�gica, utiliz� la idea de circunstancia. La consideraba como un medio
vital donde los seres vivientes
influidos por su entorno van generando un plan estructural Bauplan. Es Husserl el
que logra los m�s acabados
desarrollos en la idea de circunstancia. Para �l el mundo circundante se despoja de
su creaci�n f�sica asumiendo
una organizaci�n abstracta, ideal. Para Uexkul la circunstancia es una identidad
biol�gica, mientras que en Husserl
es s�lo un acto intencional de la ciencia. En cambio, en Ortega el t�rmino asume un
car�cter estrictamente real,
hist�rico porque �lo caracter�stico de la vida es encontrarse en el mundo
concreto�, oponiendo as� una nueva
alternativa al idealismo y al realismo filos�fico. El hombre al nacer pasa a formar
parte de una circunstancia
especifica: geogr�fica, temporal, etc�tera, que es su destino vital, a partir del
cual moldea su vida. La circunstancia
es el lugar en donde el hombre concreta su propia vida. �El mundo es para mi y yo
soy para el mundo�. La
circunstancia est� permeada por un movimiento dial�ctico en donde espacio y tiempo
conviven para dar lugar a la
realidad. Pensamiento y realidad son unificados por el hombre, dando lugar a la
raz�n. Pensamiento y realidad se
postulan como totalidad dando lugar a la perspectiva, que es desde donde y como se
mira la existencia de la
compleja y multivariable circunstancia. Para Ortega y Gasset el hombre despliega su
pensamiento subjetivo sobre
la realidad para seleccionar el aspecto que le es necesario e indispensable para
realizar sus intereses vitales. Este
proceso del pensamiento, �l lo denomina perspectiva; por tanto, la perspectiva ser�
siempre individual.

Ahora bien, el pensamiento de Ortega se difunde con fuerza y amplitud en Am�rica


Latina a trav�s de las
editoriales Revista de Occidente y Sudamericana, las cuales tuvieron una influencia
relevante y decisiva en la
b�squeda y transformaci�n del pensamiento latinoamericano. El concepto
circunstancia fue adoptado en t�rminos
te�ricos para hablar de interpretar la compleja realidad americana. Ello es posible
cuando diversos grupos de
intelectuales coinciden en la necesidad de recuperar el pensamiento de su historia
pasada como premisa para llegar
a plantearse una �verdadera identidad nacional�.

El circunstancialismo se convierte en una doctrina que est� dirigida a plantear un


distanciamiento
intelectual y cultural de Europa, cuando se propone dar relevancia a las propias
condiciones e ideas de cada naci�n
de Am�rica Latina, el hombre americano se confronta con su circunstancia y a partir
de ella interpreta la singular
realidad de la que forma parte. La doctrina circunstancialista cobr� importancia y
vigencia a partir de 1938, gracias
al aporte del transterrado Jos� Gaos, quien impulsa un importante proyecto
recuperativo de las ideas de los
hombres de Am�rica Latina e interpreta la circunstancia americana como �nica y
original. Para Gaos existe un
pensamiento no metaf�sico, sino aplicado a esta vida y a este mundo. Por eso el
pensamiento latinoamericano lleva
inherente la fe en su potencial hist�rico cultural. Es asimismo una fe en la virtud
pol�tica de la �tica y la est�tica
que caracteriza las creaciones intelectuales de Am�rica Latina. De esta forma el
desarrollo del pensamiento dej� de
ser estudiado como una extensi�n del pensamiento europeo. Se le analiz� en sus
or�genes y particularidades
culturales en medio de su propia circunstancia. As� pues, el circunstancialismo y
el perspectivismo orteguianos se
vieron enriquecidos al ser canalizados en su vertiente gaosiana hacia la historia
de las ideas en Am�rica Latina.
Tambi�n es de observarse que en M�xico exist�a un antecedente importante en la
utilizaci�n del circunstancialismo
de Ortega.
Samuel Ramos en su aguda y cr�tica obra El perfil del hombre y la cultura en
M�xico, emple� de manera
sistem�tica la doctrina del fil�sofo espa�ol. En el Per� Antenor Orrego tambi�n
reivindic� la circunstancia
americana. Quien profundizo sobre la obra realizada por Ramos y Gaos para continuar
haciendo preclaro uso del
circunstancialismo es el conocido fil�sofo mexicano Leopoldo Zea. De hecho el
circunstancialismo es el eje rector
que ha permitido articular las diversas partes que integran la filosof�a de Zea; es
la bisagra que le ha permitido
transitar de una historia de las ideas a una filosof�a de la historia americana. En
esta �ltima se denota con claridad
c�mo Zea instrumenta el circunstancialismo en su an�lisis de la problem�tica sobre
la dependencia cultural y la
identidad en el pensamiento hispanoamericano. El mensaje que se desprende de la
obra de este fil�sofo mexicano
es n�tido. Los americanos han tratado de adaptarse a la cultura europea en lugar de
adaptar �sta a la circunstancia
americana. El circunstancialismo fue tambi�n fundamental en la obra de diversos
fil�sofos a lo largo de Am�rica
Latina. El peruano Augusto Salazar Bondy y la puertorrique�a Monelissa P�rez
Merchand, bajo la ense�anza de
Jos� Gaos, asimilaron la doctrina orteguiana, sirvi�ndoles el circunstancialismo
para interpretar su propia realidad.
Otras aportaciones importantes en las d�cadas de los cuarenta y cincuenta sobre la
circunstancia y el ser americano
se pueden encontrar en las obras del chileno F�lix Schwartzman con El sentimiento
de lo humano en Am�rica, el
venezolano Ernesto Mayz Vallenilla con El problema de Am�rica, y los argentinos H.
A. Murena con El pecado
original de Am�rica y Alberto Canturelli con Am�rica bifronte.

En resumen, se puede decir que el circunstancialismo en Am�rica Latina reivindica


la individualidad
nacional manifest�ndose en contra del imperialismo cultural. Y a trav�s de tal
doctrina el hombre americano
reconoce que tiene una circunstancia que le es entra�ablemente propia, lo cual
contiene una particularidad
diferenciadora respecto a la circunstancia de otros hombres.

Alfaro L�pez H. Guillermo. La filosof�a de Ortega y Gasset y Jos� Gaos: una


vertiente del pensamiento
hispanoamericano. UNAM/CCYDEL, M�xico, 1992. Ferrater Mora, Jos�. Ortega y Gasset:
etapas de una
filosof�a. Seix Barral, Madrid, 1981. Medin Tzvi. Ortega y Gasset en la cultura
hispanoamericana. FCE, M�xico,
1994. Romero, Francisco. La filosof�a hispanoamericana. Porr�a, M�xico, 1986.

(V�ase: Historicismo, Yuxtaposici�n).

(MJSM)
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CIVILIZACI�N Y BARBARIE

Conceptos que en su conjunci�n encierran una problem�tica de m�ltiples niveles que


cruza la historia y la cultura
americanas desde el momento de la conquista. Los conceptos fueron fijados en la
tradici�n latinoamericana de
forma antin�mica por el pr�cer argentino Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) en
su pol�mico
libroCivilizaci�n y Barbarie: vida de Juan Facundo Quiroga (1845). En �l queda
claramente establecido el
conflicto entre la cultura europea y estadounidense consideradas culmen de la
civilizaci�n opuesta a la cultura
americana, entendida como sin�nimo de barbarie. La preferencia de Sarmiento fue en
favor de la civilizaci�n
occidental que estim� como modelo a imitar.

La formulaci�n de la antinomia tiene su antecedente en la propia historia de


Occidente. Fernand Braudel,
desde una �ptica eurocentrista, rastre� los or�genes de ambos t�rminos
especificando que la

�civilizaci�n� �un neologismo� aparece tard�a y casi furtivamente en Francia en el


siglo XVII. Fue fabricado a
partir de las palabras �civilizado� y �civilizar� que exist�an desde hacia mucho
tiempo y que eran frecuentemente
utilizadas en el siglo XVI. Al cobrar sentido, civilizaci�n se opone, grosso modo,
a barbarie. Por un lado est�n los
pueblos civilizados; por el otro, los pueblos salvajes, primitivos o b�rbaros
(Braudel, 1991: 12-13).

Es evidente que la fijaci�n terminol�gica europea result� el punto conclusivo de


un largo proceso hist�rico
de la construcci�n imaginaria de dos figuras: el civilizado y el b�rbaro. Tales
figuras aparecen dentro del marco
cultural hel�nico cl�sico. Es de observarse que entre los griegos el sentido de
b�rbaro no ten�a connotaciones
racistas, s�lo de distinci�n, por lo que inclusive hablaban de las �sabidur�as
b�rbaras�. La cristiandad medieval
reelabor� la visi�n del b�rbaro legada por la antig�edad cl�sica, envolvi�ndola con
todos aquellos enunciados
propios de la cultura medieval. Para el siglo XVI Europa o m�s espec�ficamente
espa�oles y portugueses
emplearon la compleja figura del b�rbaro como clave de interpretaci�n sobre los
indios de Am�rica, con lo que se
inicia el proceso de barbarizaci�n del negro y posteriormente del indio. El indio
en algunos momentos fue visto
como el buen salvaje viviendo en la simplicidad de la naturaleza, pero en otros fue
considerado un ser presa de sus
instintos, degradado y corrompido. El hombre americano fue, pues, construido como
ant�tesis del hombre
civilizado por excelencia, el europeo. Semejante pol�mica atraviesa la �poca
colonial hasta desembocar en el
per�odo independiente.

Las figuras del civilizado y del b�rbaro alcanzaron en Am�rica Latina su


formulaci�n definitiva en la obra
de Sarmiento. La antinomia por un lado expresaba las aspiraciones de la clase
burguesa argentina, y m�s
ampliamente latinoamericana, en ascenso durante la centuria pasada. Y, por otro, la
prevalencia de las ideas
ilustradas y positivistas, que buscaban la consolidaci�n de un status favorable a
los intereses de la burgues�a. Bajo
tal orientaci�n los conceptos de civilizaci�n y barbarie nunca llegaron a ser
criticados a fondo para constatar si
respond�an aut�nticamente a la problem�tica de la identidad y la cultura
latinoamericanas. Fueron aceptados como
inevitable alternativa a ser resuelta por el camino de la elecci�n de uno de ellos.
Sarmiento concibi� inicialmente
su libro como un esquema para comprender la inestable estructura cultural de la
Argentina sometida a la dictadura
gaucha de Juan Manuel de Rosas, pero el libro desbord� esta intenci�n acabando por
convertirse en un an�lisis
global de la propia naturaleza de Am�rica Latina. En la visi�n sarmentiana el
continente se encontraba en la
encrucijada de la barbarie ind�gena y de la civilizaci�n occidental o, con otras
palabras, naturaleza contra cultura,
donde no cab�a la asunci�n simult�nea de ambos extremos. La civilizaci�n no es otra
cosa que la alternativa
asociada a Europa y los Estados Unidos, alternativa que incuestionablemente
conduc�a al desarrollo y al progreso.

Esta comprensi�n unilateral impidi� al pr�cer argentino ver y denunciar lo que


tambi�n tiene de negativo la
civilizaci�n occidental, cuyo otro rostro es el del salvajismo, el primitivismo y
la violencia. La ciudad, en especial
la �culta Buenos Aires�, fue sin discusi�n considerada por Sarmiento el asiento
propio de la civilizaci�n,
depositaria de orden y progreso; heredera del cosmopolitismo europeo y escenario
inseparable de los hombres
civilizados. La ciudad era la muralla que deten�a la embestida del campo. La
barbarie ten�a su �mbito natural y
pavoroso en el campo. En el insondable espacio rural los instintos del b�rbaro, el
gaucho y el indio, cabalgaban sin
freno. En suma, Sarmiento apost� por lo moderno en contra de la tradici�n; por el
hombre cultivado y letrado
contra el b�rbaro ignorante; por la idea occidental de civilizaci�n contra el
localismo centr�fugo del espacio rural.
Pero, en su cruzada civilizatoria Sarmiento no estuvo solo.

Empero, la antinomia civilizaci�n y barbarie con el paso del tiempo fue


difuminando los perfiles con que la
cincel� Sarmiento para ser sublimada o desplazada hacia otros esquemas simb�licos,
con lo que al civilizado y al
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b�rbaro se le otorgaron nuevas representaciones. Como fue el caso de Jos� Enrique
Rod� en el que la civilizaci�n
pas� a ser sin�nimo de espiritualidad e inteligencia encarnada en la figura et�rea
de Ariel (v�ase: Arielismo), cuya
antinomia es la barbarie materialista de Calib�n. As�, la figura del civilizado y
su contraparte el b�rbaro resurgir�n
con distinto vestuario en el amplio espectro de la cultura y el pensamiento
latinoamericanos desde fines del siglo
pasado hasta el presente.

Bartra, Roger. El salvaje en el espejo, ERA, M�xico, 1992. Franco, Jean. La


cultura moderna en Am�rica
Latina, Joaqu�n Mortiz, M�xico, 1971. Braudel, Fernand. Las civilizaciones
actuales, REI, M�xico, 1991. Gracia,
Jorge y Jaksic, Iv�n. Filosof�a e identidad cultural en Am�rica Latina, Monte
�vila, Venezuela, 1988. Hurbon,
La�nnec. El b�rbaro imaginario, FCE, M�xico, 1993. Moreno Dur�n, Rafael Humberto.
De la barbarie a la
imaginaci�n. La experiencia le�da, Tercer Mundo Editores, Colombia, 1988. Ortega
Medina, Juan A. Imaginolog�a
del bueno y del mal salvaje, UNAM, M�xico, 1987. Sarmiento, Domingo Faustino.
Facundo. Civilizaci�n y
barbarie, Biblioteca Ayacucho, Venezuela, 1977. Zea, Leopoldo. Discurso desde la
marginaci�n y la barbarie,
Anthropos, Barcelona, 1988.

(HGAL)
COLIBR�

Met�fora propuesta por Horacio Cerutti para explicar la funci�n de la filosof�a en


Am�rica Latina, que se
contrapone a dos met�foras que marcan tradiciones y posiciones diferentes. Tales
son los casos de la met�fora del
�b�ho de Minerva�, propuesta por Hegel, y de la �calandria�, propuesta por el
fil�sofo argentino Arturo Andr�s
Roig. Con ella se quiere recuperar la funci�n cr�tica de la filosof�a respecto de
la realidad social e indicar tambi�n
su car�cter abierto desde el punto de vista epistemol�gico.

Es en los Fundamentos de la filosof�a del derecho donde aparece el c�lebre texto


referido al b�ho de
Minerva en Hegel. All� se lee:

Por lo dem�s, para decir a�n una palabra sobre su pretensi�n de ense�ar c�mo debe
ser el mundo, la filosof�a llega
siempre demasiado tarde. Como pensamiento del mundo s�lo aparece en el tiempo
despu�s de que la realidad ha
cumplido su proceso de formaci�n y se ha terminado. Lo que ense�a el concepto lo
muestra necesariamente igual
la historia, de modo que s�lo en la madurez de la realidad aparece lo ideal frente
a lo real y se hace cargo de este
mundo mismo en su sustancia, erigido en la figura de un reino intelectual. Cuando
la filosof�a pinta su gris sobre
gris, entonces ha envejecido una figura de la vida y, con gris sobre gris, no se
deja rejuvenecer, sino s�lo conocer;
el b�ho de Minerva s�lo levanta su vuelo al romper el crep�sculo (Hegel, 1993: 61).

Desde una obra temprana como la Fenomenolog�a del esp�ritu, Hegel marca su postura
respecto a dos
puntos centrales; por un lado, �la filosof�a debe guardarse de pretender ser
edificante� (Hegel, 1981: 11); y, por el
otro, �sta es el producto �ltimo y acabado del desenvolvimiento del Esp�ritu
Absoluto. Augusto Salazar Bondy,
Arturo Andr�s Roig y Horacio Cerutti, fil�sofos latinoamericanistas, han
reaccionado con severas cr�ticas frente a
esta posici�n.

Salazar Bondy en 1968 ya reaccionaba frente a la met�fora de la filosof�a como el


b�ho de Minerva. As�
dice:

Contra el veredicto del gran fil�sofo alem�n, nosotros creemos que la filosof�a
puede ser y en m�s de una ocasi�n
hist�rica ha tenido que ser la mensajera del alba, principio de una mutaci�n
hist�rica por una toma de conciencia
radical de la existencia proyectada al futuro. Cabe hablar de su sentido pr�ctico
de la filosof�a en cuanto el pensar
totalizador se proyecta al esclarecimiento de la existencia y a la apertura de
horizontes in�ditos de la historia. La
cr�tica se hace as� constructiva de mundos nuevos despu�s de haber cancelado todos
los fantasmas de la ilusi�n
hist�rica (Bondy, 1968: 125).

Para este autor, la filosof�a es la mensajera del alba pero sigue siendo el pensar
totalizador y producto
�ltimo de la historia.

La contrapropuesta de Roig aparece publicada por primera vez en 1973. Dice respecto
a la visi�n hegeliana
de la filosof�a, que en realidad se trata de un �discurso conservador que no
expresa lo que ha de realizarse sino lo
realizado, y esto porque la estructura real es vista como un �resultado�, y sobre
todo porque la filosof�a se ha
declarado impotente en cuanto poder rejuvenecedor, es decir, en cuanto saber de
denuncia.� Y agrega que la
filosof�a de la liberaci�n latinoamericana en contraposici�n a la filosof�a
hegeliana, no es un �pensar crepuscular�
sino un �pensar matinal�, �su s�mbolo, no es el b�ho que levanta su vuelo al
atardecer, sino la calandria que eleva
sus cantos a la madrugada� (Roig, 1973: 223 y 230).

Cerutti, continuando con esta reflexi�n, dice en un texto temprano que

La filosof�a, seg�n el modelo europeo hegeliano es filosof�a crepuscular. Llega a


las sobras del proceso hist�rico.
En realidad es filosof�a conservadora, ideolog�a negativa justificatoria que se
conecta con la instancia pasada de la
temporalidad. Un pensamiento matinal o auroral como propone Roig se nos presenta
ligado a la instancia futura de
la temporalidad. Nosotros creemos en la necesidad de incorporar a esta filosof�a
matinal prof�tica, que es aut�ntica
filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, un nivel ligado al �xtasis presente de
la temporalidad. Ser� el nivel de la
filosof�a pr�ctica o pr�xica, filosof�a pol�tica, si se nos permite seguir con la
met�fora: filosof�a cenital cuyo
s�mbolo no ser� ya el b�ho ni la calandria sino el colibr�. Ave americana que vive
en zonas t�rridas, donde las
flores se abren todo el a�o con el calor. Rompe con su pico la clausura de la flor.
As� tambi�n el fil�sofo pol�tico
debe romper la clausura del ente en la praxis misma donde adquiere su sentido y
debe dejar o�r su voz
comprometida en el proceso hist�rico presente. Debe pensar el proceso mismo de
quiebra, apertura y cierre de las
totalidades dial�cticas en el alumbramiento de una nueva etapa antropol�gica
(Cerutti, 1975: 58).

Estas met�foras han sido retornadas recientemente por David Crocker, se refiere a
ellas con el t�rmino
�ornitolog�a de la liberaci�n� (Crocker, 1993:77). En respuesta a esta expresi�n,
Cerutti aclara que:

En un uso de los t�rminos que el contexto hace verdaderamente peyorativo, el texto


habla por referencia a la obra
de Roig de su �ornitolog�a de la liberaci�n� sin apertura para captar el valioso
poder sugeridor de las met�foras del
b�ho, la calandria y el colibr�. Met�foras que funcionan como verdaderas matrices
semi�ticas y que deb�an ser
recolocadas... en el contexto de las tradiciones en que operaron. Es curioso que
despu�s de esa afirmaci�n
intempestiva, el texto analice con mucha precisi�n de qu� trata la propuesta del
colibr� y parezca valorarla
positivamente (Cerutti, 1995: 87).

En un texto reciente, Roig, en debate con los fil�sofos de la postmodernidad,


vuelve a tratar el asunto; y
retomando las aportaciones de Cerutti al debate, afirma que la filosof�a
latinoamericana �Es un filosofar matinal de
un proceso abierto y su s�mbolo es cualquiera de las aves canoras que pueblan
nuestros campos y nos saludan cada
ma�ana al despuntar el sol.� (Roig, 1993: l 14).
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C:\Users\Alex G%C3%B3mez\Desktop\retorno.gif
Cerutti Guldberg, Horacio. �Propuesta para una filosof�a pol�tica latinoamericana�,
en Revista de Filosof�a
Latinoamericana: Liberaci�n y Cultura, t. I. enero-junio, 1975, n�m. 1. Cerutti
Guldberg, Horacio. ��Cr�tica a la
metacr�tica o dificultades de interpretaci�n? Respuesta provisoria a David
Crocker�, Cuadernos de Filosof�a,
n�ms. 7 y 8. Universidad de San Carlos Guatemala, 1995. Crocker, D. A. �La
metacr�tica de Horacio Cerutti a las
filosof�as latinoamericanas de la liberaci�n�, en Cuadernos de Filosof�a, n�m. 6.
Universidad de San Carlos.
Guatemala, 1993. Hegel, G. W. F. Fenomenolog�a del esp�ritu, FCE, M�xico, 1981.
Hegel, G. W. F. Fundamentos
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�Bases ideol�gicas para el tratamiento
de las ideolog�as�, en Hacia una filosof�a de la liberaci�n latinoamericana,
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Roig, A. A. ��Qu� hacer con los relatos, la ma�ana, la sospecha y la historia?
Respuestas a los post-modernos�,
enRostro y filosof�a de Am�rica Latina, EDIUNC, Mendoza, Argentina, 1993. Salazar
Bondy, A. �Existe una
filosof�a de nuestra Am�rica?, Siglo XXI, M�xico, 1968.

(MRRF)

Comit� Editorial

Horacio Cerutti Guldberg


Director

Mario Magall�n Anaya


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Isa�as Palacios Contreras

Mar�a del Rayo Ram�rez Fierro

Coordinadores

EDICI�N ELECTR�NICA

Omer Buatu

David G�mez

Carlos Mondrag�n

Roberto Mora

Digitalizaci�n

Carlos Guevara

Hipertexto
COMPA��A DE JES�S (LABOR FILOS�FICA EN AM�RICA)

Las primeras misiones de la Compa��a de Jes�s al Nuevo Mundo llegaron al Brasil en


1549, al Per� y a la Florida
en 1566 y, finalmente, a la Nueva Espa�a en 1572. Cuba, a pesar de ser el paso
obligado hacia la Nueva Espa�a, no
cont� con establecimiento jesuita sino hasta 1722, aunque desde 1705 exist�a una
ermita atendida por miembros de
la Compa��a. Un siglo antes, la pujante provincia mexicana hab�a fundado en
Colombia (1603) y en Guatemala
(1606).

Es posible que los muchos a�os transcurridos desde el desembarco de Col�n basten
para explicar una de las
caracter�sticas m�s desconcertantes de las obras jesuitas. No hay en ellas ning�n
interrogante teol�gico ni filos�fico
respecto a la aparici�n de un nuevo continente; el problema del origen de los
indios les es totalmente ajeno y
tampoco les atormenta el hecho de que los indios hayan vivido m�s de quince siglos
sin conocer el Evangelio. Su
actitud no puede ser m�s pragm�tica: existen unas tierras nuevas, pobladas por
gente diferente, y la tarea que la
Compa��a ha aceptado es incorporar a este continente y a sus habitantes a la
civilizaci�n. Pero no hay
cuestionamiento alguno acerca del porqu� de las diferencias o semejanzas entre unos
hombres y otros. Las escasas
noticias que sobre los indios ofrecen estas primeras relaciones lo mismo podr�an
aplicarse a cualquier otro pueblo
de misi�n. Son verdaderos clich�s, menciones hechas de paso que, desde luego, no
hacen referencia a ning�n tipo
de experiencia. Aceptan sencillamente la visi�n providencialista de la historia y
no intentan explicar el sentido de
los ocultos designios de Dios a los hechos. Por ello puede decirse que los jesuitas
no se enfrentaron a una
problem�tica nueva, sino que su quehacer filos�fico transcurri� por la usual v�a
acad�mica, es decir, desarrollaron
su labor filos�fica principalmente como maestros de filosof�a en su colegio y s�lo
a�os despu�s en la universidad,
de Lima o de M�xico.

Por otra parte, el Papa hab�a concebido a los colegios de la Compa��a c�tedras de
facultades mayores, aun
en los lugares en que hubiera universidad. Esto llev�, cuando menos en la ciudad de
M�xico, a un enfrentamiento
entre los jesuitas y la universidad que se rehusaba a reconocer los estudios hechos
en tales colegios. Finalmente, en
1579, una orden de Felipe II puso fin al conflicto entre ambos establecimientos.
Sin embargo, a pesar de que sus
miembros tomaban parte en los actos p�blicos organizados por la universidad y de
que los dos fil�sofos jesuitas
que m�s fama alcanzaron �Rubio y Ortigosa� recibieron el grado de doctor en la
universidad, la Compa��a no
acept� tener c�tedra en ella, �por temor �seg�n dice un historiador moderno� de que
se introdujeran en los suyos la
ambici�n o las competencias en la oposici�n de c�tedras� (Decarme, 1941: 140). De
hecho, en M�xico, los jesuitas
no pertenecieron al claustro universitario sino hasta 1723 cuando se cre� una
c�tedra Su�rez que deb�a ser le�da por
uno de ellos.

En consecuencia, su labor filos�fica, en cuanto a la ense�anza, se limit� a los


Colegios M�ximos de Lima y
M�xico. Recu�rdese adem�s que la Ratio Studiorum, cuya versi�n definitiva se aprob�
en 1599, obligaba a todos
los colegios a ense�ar las mismas doctrinas siguiendo los mismos m�todos. As�, las
diferencias que pueden
encontrarse en los distintos tratados filos�ficos que los jesuitas escribieron para
sus cursos se deben a la mayor o
menor pericia del autor para exponer los problemas. Tambi�n debe tenerse en cuenta
que por entonces era poco
frecuente hacer de la filosof�a una carrera o especialidad, ya que se estudiaba
como introducci�n a la teolog�a
durante tres a�os (curso de Artes) y no pasaba de ser una ense�anza elemental. La
profundizaci�n de los temas se
dejaba para el curso de teolog�a.

Es importantes hacer notar que la escol�stica que lleg� al Nuevo Mundo fue una
escol�stica renovada que
no hab�a echado en saco roto los trabajos de Erasmo y Vives en cuanto a la
fidelidad de los textos, ni las criticas a
la escol�stica decadente. Sus ediciones y traducciones corrigieron una gran parte
de la tradici�n y adem�s, dado
que muchos de los pensadores empe�ados en esta revisi�n eran espa�oles (Vitoria,
Cano, Soto, B��ez y, m�s
adelante, V�zquez y Su�rez), lo que se estudiaba tanto en la universidad como en
los colegios era una metaf�sica
renovada de la cual, sin embargo, se exclu�an las �nuevas ciencias�.

En consecuencia, los profesores jesuitas repensaron a Santo Tom�s y con �l a


Arist�teles. Se afanaron
porque el curso sobre Aquitense fuera un verdadero comentario que �declare [su]
sentido... y en el cual se
defiendan y apoyen sus opiniones... y se concuerden los diversos lugares�
(Monumenta mexicana, V: 194). Desde
luego, hab�a que evitar nuevas opiniones o inventar nuevas doctrinas. La ense�anza
deb�a ajustarse al �Sentido y
tradiciones de la Iglesia� y de ninguna manera menoscabar �la fuerza de la fe y de
la verdadera y s�lida piedad�
(Monumenta mexicana, IV: 213). A pesar de esta aparente cortapisa (o quiz�
precisamente por ella) el curso
completo de filosof�a aristot�lica, escrito por Antonio Rubio en la Nueva Espa�a e
impreso en Europa (1605-
1615), se convirti� en el texto usado en los colegios y universidades europeos de
los territorios cat�licos.

Quiz� la mejor prueba de la situaci�n inferior que guardaba la filosof�a sea el


prefacio que el propio Rubio
puso a la reimpresi�n de su L�gica (hecha en Colonia en 1605 con el titulo de
L�gica mexicana por el lugar en que
fue escrita): �se me ocurri� volverme ni�o, por as� decirlo, y volver a ocuparme de
las materias que ordinariamente
son la iniciaci�n y aprendizaje de las dem�s� (Osorio Romero, 1988: 95). A lo que
agrega que quienes lo rodean no
han podido menos que extra�arse de que un hombre maduro, �ocupado en estudios m�s
importantes�, repitiera los
cursos de filosof�a. Como puede verse por la aceptaci�n general de este texto, La
Compa��a manten�a en sus cursos
de artes una plena uniformidad y un apego total a la filosof�a aristot�lica.
Para mediados del siglo XVII, la situaci�n cambiar�a un tanto, pues la influencia
de Gabriel V�zquez y
Francisco Su�rez se hizo sentir en toda la Compa��a. Con ellos entr� tanto el
probabilismo como el congruismo en
todos los colegios. A�n as�, existen cartas del prop�sito general, Claudio
Acquaviva, al provincial del Per�,
recomend�ndole que los cursos de los colegios sigan fielmente la doctrina suarista.

La reforma verdadera de los estudios s�lo habr�a de iniciarse en el siglo XVIII.


Esta renovaci�n �t�rmino
quiz� m�s conveniente que el de reforma� empez� por promover el estudio de algunas
lenguas modernas, en
especial del italiano y del franc�s. En filosof�a se estimul� la vuelta a los
grandes autores antiguos, a los que se
deb�a a�adir el estudio de las ciencias como tema aparte, ya que fueron muchos los
jesuitas convencidos de que
con ello no se tocaba la verdad de la fe. As�, se dieron a la lectura de Descartes,
Gassendi, Newton y Leibniz, si
bien no dictaron cursos sobre ellos, a no ser alguno sobre la f�sica de Descartes,
una vez expurgada de las
composiciones que se consideraron err�neas. El propio Lorenzo Ricci, en carta del 6
de agosto de 1764 a todas las
provincias espa�olas, insist�a en que los jesuitas deb�an entregarse al estudio de
las matem�ticas, la f�sica
experimental y la historia. Con ello, se hacia una distinci�n clara y especifica
entre la filosof�a propiamente dicha y
las ciencias. Y en ello estaban cuando Carlos III los expuls� de todos los reinos
(1767), siguiendo el ejemplo de
Portugal (1759) y Francia (1762).

En resumen, puede decirse que la labor filos�fica de la Compa��a conoci� tres


momentos: la exposici�n de
la escol�stica renovada del siglo XVI que dar� paso, a partir de las Disputationes
metaphysicae de Su�rez, a una
interpretaci�n jesuita de la tradici�n filos�fica cristiana, opuesta tanto a la
tomista como a la scotista, y finalmente
a la aceptaci�n de una separaci�n clara entre el quehacer filos�fico y el
cient�fico. La supresi�n de la Compa��a
(1773-1814) y la consiguiente dispersi�n de sus miembros hacen imposible decir qu�
frutos hubiera podido dar
esta nueva postura.

Astr�in, A. Historia de la Compa��a de Jes�s en la asistencia de Espa�a, Raz�n y


Fe, Madrid, 1916.
Decorme, G. La obra de los jesuitas mexicanos durante la �poca colonial, Robredo,
M�xico, 1941. Gallegos
Rocaful, Jos� M. El pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII, UNAM, M�xico,
1951. Meneses, Ernesto. El
c�digo educativo de la Compa��a de Jes�s, Universidad Iberoamericana, M�xico, 1988.
Monumenta mexicana,
(ed. De F. Zubillaga), Instituto de Historia S. I., Roma, 1956-1981. Monumenta
peruana, (ed. De A. de Ega�a),
Instituto de Historia S. I., Roma, 1954-1981. Osorio Romero, I. Antonio Rubio en la
filosof�a novohispana,
UNAM, M�xico, 1988.
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(V�ase: Escol�stica, Filosof�a colonial, Filosof�a cristiana, L�gica colonial,
Milenarismo,Providencialismo).

(ECF)

COMUNICACI�N ALTERNATIVA

No hay acuerdo que permita ofrecer una definici�n sobre lo que ha de entenderse
por comunicaci�n alternativa. La
situaci�n se complica, sobre todo, cuando se trata de precisar lo espec�fico de lo
alternativo. �Est� esto
determinado por los contenidos, los instrumentos, la emisi�n, la voluntad de
cambio, la oposici�n al poder,
etc�tera?

Con todo, se puede decir que la comunicaci�n alternativa lleva consigo algunas
marcas o rasgos que le son
propias: lo alternativo del proceso en relaci�n con la comunicaci�n dominante, su
inserci�n en lo pol�tico con
objetivos democr�ticos y su voluntad de cambio social. Desde ah�, y en forma por
dem�s provisional, podr�a
adoptarse como definici�n aqu�lla que la refiere a todo �proceso animado por la
acci�n de los comunicadores que,
a partir de una opci�n definida dentro del espacio de los conflictos sociales,
emerge como espiral, desde el polo
nacional popular, conformando respuestas diversas ante las formas dominantes
creadas por el capitalismo en su
fase transnacional� (Reyes Matta, 1983: 240) y ahora en su nueva fase globalizada.

Una comprensi�n m�s cabal del t�rmino es posible si se rastrea su g�nesis. Los
llamados medios de
comunicaci�n aparecen en los pa�ses del norte industrializado y fueron
conform�ndose, desde sus or�genes, como
monopolios. Su avance vertiginoso se consolid� en la d�cada de los sesenta. La
sociedad de masas hab�a cobrado
ya carta de ciudadan�a. Surgi� entonces la llamada industria cultural denunciada,
entre otros, por los te�ricos de la
Escuela de Frankfurt: Adorno y Horkheimer.

Los cr�ticos del esquema de Harold D. Lasswell, al que se ce��an la elaboraci�n y


la emisi�n de los
mensajes, consideraban que los primeros eran mensajes-mercanc�a y los segundos
imped�an la participaci�n y la
interacci�n por su verticalidad y unidireccionalidad. Con esto, los medios en poder
de la industria cultural eran
considerados como instrumentos para la manipulaci�n de las conciencias y el control
de los comportamientos. En
ellos no cab�an todas las voces. Amplios sectores de la sociedad se sent�an
excluidos: los grupos cr�ticos y
antiautoritarios de los pa�ses del norte y las amplias mayor�as en los pa�ses del
sur.

La denuncia del modo de operar de los medios se concret� en una corriente te�rica,
nunca unitaria por lo
dem�s, y en numerosas experiencias de comunicaci�n �otra�. Se buscaban v�as
te�ricas, modos pr�cticos y medios
eficaces para romper con el esquema autoritario y crear otro de corte democr�tico,
que propiciara la participaci�n y
la interacci�n de los sujetos involucrados en procesos de comunicaci�n.

Bajo la denominaci�n de comunicaci�n alternativa se esconden otras que no por


menos usadas pueden
considerarse menos convincentes: comunicaci�n �otra�, participativa, horizontal,
democr�tica, liberadora y aun la
que se ha dado en llamar comunicaci�n popular. Sin ser exactamente lo mismo, cada
una de estas formas de
comunicaci�n se entrecruzan y se separan en algunos puntos, pero todas ofrecen una
alternativa al modelo de
comunicaci�n dominante que priva en los medios. El zamizdat en los pa�ses del este
europeo, el dazibao en China,
las radios libres en Europa occidental, la producci�n underground en Estados
Unidos, son ejemplos, entre otros, de
comunicaci�n alternativa.

En nuestra Am�rica, la comunicaci�n alternativa va m�s all� de lo contracultural;


expresa, m�s bien, la
concreta situaci�n hist�rica de estos pa�ses y la diversidad de sus culturas
populares. De ah�, la importancia que
cobr� en la gran mayor�a de los estudios sobre comunicaci�n alternativa la
categor�a de clase social. La propuesta
que subyace en cada una de las anteriores denominaciones manifiesta que aqu� lo
alternativo ha expresado la
voluntad de, en palabras de Armand Mattelart, �devolver el habla al pueblo�. Han
estado vinculadas al movimiento
popular a trav�s de la Educaci�n-Comunicaci�n Popular a partir de la pedagog�a de
Paulo Freire o de la
metodolog�a del ver, pensar y actuar. La prensa, el cine, la radio y �ltimamente el
video y la computadora han sido
instrumentos utilizados con maestr�a por los sectores populares. Una m�s de las
utop�as justicieras de esta parte del
mundo.

La imprecisi�n conceptual sobre la comunicaci�n alternativa ha propiciado que en


muchas ocasiones se
haya hablado no con el pueblo y desde el pueblo, sino para el pueblo; se ha
repetido as� el esquema autoritario con
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rasgos paternalistas. Por otra parte, la ausencia de organicidad de estas
experiencias, al menos en Nuestra Am�rica,
les ha restado fuerza y eficacia.

Los cambios radicales, con nuevos sujetos sociales, surgidos a partir de la


segunda mitad de los ochenta,
han llevado a algunos te�ricos a buscar nuevas estrategias y v�as de estudio sobre
la comunicaci�n. �sta es, sobre
todo, un hecho cultural y, por tanto, toda pr�ctica comunicativa ha de vincularse
con los movimientos sociales. No
s�lo existe el medio, sino tambi�n las mediaciones que influyen en el modo de
recepci�n. Esto hace que en el polo
de la recepci�n haya resistencia a los mensajes, pero tambi�n complicidad.

Asociaci�n de Comunicadores Sociales. Entre p�blicos y ciudadanos, Ed. Calandria,


Lima, 1994.
CLACSO. Comunicaci�n y culturas populares en Latinoam�rica, FELAFACS-GG, M�xico,
1987. Barbero, Jes�s
M. De los medios a las mediaciones: comunicaci�n, cultura y hegemon�a, Ed. G. Gil�,
M�xico, 1987. Beneyto,
Juan V. Alternativas populares a las comunicaciones de masas, Centro de
Investigaciones Sociol�gicas, Madrid,
1979. Kapl�n, Mario. El comunicador popular, Ed. Humanitas, Buenos Aires, 1987.
N��ez Gorn�s, Luis y Sol�s
Leree, Beatriz (comp.). Comunicaci�n, identidad e integraci�n latinoamericana,
CONEICC-UIA-FELAFACS,
M�xico, 1994. Prieto Castillo, Daniel. Discurso autoritario y comunicaci�n
alternativa, Edicol, M�xico, 1980.
Reyes Matta, Fernando. Comunicaci�n alternativa y b�squedas democr�ticas, ILET-
Fund, Friedrich Ebert,
M�xico, 1983. Simpson Grinberg, M�ximo (comp.). Comunicaci�n alternativa y cambio
social I, Am�rica Latina,
UNAM, M�xico, 1981.

(V�ase: Democracia, Resistencia, Utop�a, Neoliberalismo).


CONFEDERACI�N
Tal como se us� en el siglo XIX, la palabra Confederaci�n se refer�a a la uni�n de
rep�blicas conformadas a su
vez por entidades federativas, donde algunos poderes de la uni�n como defensa,
relaciones exteriores o incluso
hacienda, podr�an ser supranacionales. Ejemplo de confederaciones fueron los
Estados Unidos de Am�rica (1886-
1787), la Confederaci�n Suiza, entre 1291 y 1721, integrada por 22 peque�as
rep�blicas aut�nomas llamadas
cantones; la Confederaci�n Germ�nica (Der Deutsche Bund), entre 1815 y 1866 y la
Confederaci�n Argentina de
mediados del siglo XIX.

D. F. O�Leary, amigo y secretario de Bol�var, escribi� que el Libertador �pens� en


confederar los nuevos
estados en una rep�blica que se defendiera de Europa, sirviera de contrapeso a
Brasil y a los Estados Unidos y
pesara en las decisiones pol�ticas del mundo�. �Seg�n este plan, cada una de las
rep�blicas confederadas
conservar�a su independencia en cuanto a su administraci�n, y s�lo la direcci�n de
las relaciones exteriores y la
defensa del pa�s seria de la peculiar incumbencia del Gobierno Federal. Consideraba
que la parte de soberan�a que
cada Estado ced�a en favor del bien general quedaba ampliamente compensada con la
mayor respetabilidad y
fuerza que derivar�a de la Uni�n�.

Bol�var mismo, en carta a Sucre del 12 de mayo de 1826, le dice: �el gobierno de
los estados particulares
quedar� al presidente y vicepresidente con sus c�maras, con todo lo relativo a
religi�n, justicia, administraci�n
civil, econ�mica y, en fin, todo lo que no sea relaciones, guerra y hacienda
nacional�.

Bol�var propuso muchas veces la confederaci�n de Am�rica antes espa�ola. Menciono


el t�rmino por vez
primera en 1815 en la c�lebre Carta de Jamaica. As� como ve�a su factibilidad,
tambi�n se�al� las dificultades
inherentes a la estructura multinacional, por la diversidad de costumbres y
rivalidades provincianas. Su proyecto
consist�a en confederar las relaciones exteriores y el ministerio de la guerra para
enfrentar enemigos de dentro y
fuera del continente, pero m�s adelante rescat� la idea de la afictionia o Congreso
Americano para discutir
conjuntamente los convenios multinacionales para hacer la guerra o establecer la
paz. El ideal confederativo
bolivariano nada tiene de com�n con el panamericanismo ni con el concepto, muy
usado hoga�o, de unidad
iberoamericana.

En pocos textos se explic� m�s claramente Bol�var que en las instrucciones que dio
en 1822 a Pedro Gual:

Nada interesa tanto al gobierno de Colombia como la formaci�n de una liga


verdaderamente
americana. La confederaci�n proyectada no debe fundarse �nicamente en el principio
de una
alianza defensiva u ofensiva ordinaria: debe en cambio ser m�s estrecha que la que
se ha
formado recientemente en Europa contra la libertad de los pueblos. Es necesario que
la nuestra
sea una sociedad de naciones hermanas, separadas por ahora en el ejercicio de su
soberan�a por
el curso de los acontecimientos humanos, pero unidas, fuertes y poderosas, para
sostenerse
contra las agresiones del poder extranjero.

En 1836, bajo la influencia del general peruano Andr�s de Santa Cruz, se cre� la
Confederaci�n Peruano-
Boliviana, de ef�mera existencia porque los habitantes del sur del Per� s�lo la
quer�an con Bolivia, mientras Chile
y Argentina, que hostilizaban a la Confederaci�n, le declararon la guerra.
Derrotado Santa Cruz en Yngay (1839)
por los chilenos, Bolivia se separ� de la Confederaci�n y �sta qued� disuelta.

Juan Bautista Alberdi propuso en 1844 un Congreso General Americano con la idea de
iniciar una
confederaci�n; en 1848 se suscribi� en Lima un tratado concreto para hacer la
uni�n, y en 1856, en Santiago, se
repiti� el tratado. Mientras tanto, en Par�s, Francisco Bilbao le�a a un grupo
interesado en la integraci�n americana
su proyecto de 18 puntos, y en Bogot�, Nueva Granada, Jos� Mar�a Samper y Gonzalo
Tavera presentaban ante las
c�maras el Proyecto de ley para el restablecimiento de la Rep�blica de Colombia.
Jos� Victorino Lastarria en Chile
y Justo Arosemena en Panam� propugnaban, en la d�cada de los sesenta, por la
confederaci�n. En 1865, el
colombiano Jos� Mar�a Torres Caicedo public� su libro Uni�n Latinoamericana,
pensamiento de Bol�var para
formar una Liga Americana, seguido de muchos art�culos alusivos en la prensa
europea. Augusto C�sar Sandino,
en 1935 propon�a abiertamente la erecci�n de una gran alianza republicana
latinoamericana para realizar el sue�o
de Bol�var.

En el siglo XX se ha utilizado la palabra confederaci�n especialmente para


organizaciones sindicales
transnacionales, o en los casos de uso nacional, para incluir sindicatos de muy
heterog�nea extracci�n laboral,
como la Confederaci�n de Trabajadores Mexicanos (CTM) y la Confederaci�n Regional
de Obreros Mexicanos
(CROM) (mexicanas), la Confederaci�n General de Trabajadores (CGT) (argentina) y la
Confederaci�n de
Trabajadores Cubanos (CTC) (cubana). La palabra confederaci�n tiene tradici�n
espa�ola desde el siglo XV,
aunque hoy se prefiere federaci�n a confederaci�n.

Bol�var, Sim�n. Doctrinas del Libertador, Biblioteca Ayacucho, t. I, Caracas,


1979. Casta�eda Delgado,
Paulino. Diccionario Tem�tico Abreviado 1beroamericano, Ed. J. R. Castillejo, S.
A., Sevilla, 1989. O�Leary,
Daniel F. El Congreso Internacional de Panam� en 1826. Desgobierno y anarqu�a en la
Gran Colombia, Ed.
Ayacucho, Madrid, 1920. Osma�czyk, Edmund J. Enciclopedia Mundial de Relaciones
Internacionales y Naciones
Unidas, FCE, M�xico, 1976. Vargas Mart�nez, Gustavo. Bol�var y el poder. Or�genes
de la Revoluci�n en las
rep�blicas entecas de Am�rica, CCyDEL/UNAM, M�xico, 1991.
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(V�ase: Bolivarismo, Panamericanismo, Eutop�a).

(GVM)

CONFESI�N

En Am�rica Latina, el principal instrumento de la implantaci�n de la moral


cristiana y de un nuevo modelo de
ejercicio de s�.

En el Nuevo Mundo, la confesi�n aparece como uno de los principales instrumentos


de la cristianizaci�n e
introducci�n de la moral cristiana. A trav�s de la penitencia, los ind�genas van a
convertirse en un verdadero
pueblo de Dios, entran al corral del Se�or (Motolin�a, 1971: 129). A partir de los
a�os sesenta del siglo XVI surgen
los confesionarios hispanoamericanos, redactados en lat�n, castellano y lenguas
ind�genas. Sus destinatarios son los
confesores y los penitentes ind�genas. Basados en la teolog�a moral europea e
hispanoamericana, los confesionarios
pretenden abarcar la totalidad de la vida de los ind�genas; desde los residuos de
los cultos prehisp�nicos hasta los
pormenores de la actividad econ�mica.
Seg�n Serge Gruzinski �que sigue la interpretaci�n de Foucault�, la confesi�n
plantea un nuevo modelo de
la relaci�n del individuo consigo mismo (Gruzinski, 1985). �Es muy necesario
conocerte y tenerte por pecador, si
quieres que se use contigo de misericordia� (Motolin�a, 1972: fs.3v�-4). El
reconocerse como pecador lleva a la
angustia por haber ofendido a Dios, que s�lo puede ser curada por la autoacusaci�n,
el perd�n y los actos de
penitencia (Gruzinski, 1985: 204-207). Seg�n Gruzinski, en Am�rica Latina la
confesi�n particip� en el proceso de
la aculturaci�n; en cambio, para Eduardo Subirats, el sacramento de la penitencia
destruy� la esfera aut�noma de la
vida de los ind�genas; sin embargo, no logr� implantar eficazmente el nuevo modelo
de la subjetividad (Subirats,
1994: 155-174).

Las interpretaciones de Gruzinski y Subirats prescinden del an�lisis de la


pr�ctica y del verdadero alcance
del sacramento de la penitencia; ignoran, tambi�n, el contexto teol�gico. A fines
del siglo XVI, Juan Bautista
(1555 ca.-1613) denuncia el fracaso de la confesi�n en la Nueva Espa�a: los indios,
a ra�z de su �ignorancia
invencible�, no son capaces de un examen de conciencia preciso ni del verdadero
arrepentimiento; no saben
discernir entre pecados veniales y mortales (Juan Bautista, 1600. fs. 1-5). El
discurso en torno a la confesi�n,
surgido de la pr�ctica pastoral, produce un saber particular sobre el indio; un
�saber menor� distinto de los saberes
teol�gico y �etnol�gico�. El estudio del sacramento de la penitencia permitir�a
replantear el problema de la
cristianizaci�n en t�rminos de cambio de la �tecnolog�a del yo�; permitir�a,
tambi�n, averiguar hasta qu� punto el
examen de la conciencia cristiana penetr� en el alma ind�gena.

En este momento es conveniente hacer un an�lisis gen�tico del t�rmino confesi�n,


pues su origen se
remonta a los inicios del cristianismo. La confesi�n auricular surgi� originalmente
en el cristianismo mon�stico
como una de las formas de la ascesis cristiana. En los siglos VII y VIII fue
adoptada por todo el Occidente
cristiano. En 1215, el Concilio IV de Letr�n instaura la obligaci�n de la confesi�n
anual para todos los fieles.
Seg�n Tom�s de Aquino, este precepto ten�a tres objetivos: �procurar que cada cual
se reconozca pecador, pues
�todos pecaron y necesitan la gracia de Dios�, y que se reciba la Eucarist�a con
mayor reverencia, y, finalmente,
que los superiores eclesi�sticos conozcan a sus s�bditos, no sea que entre las
ovejas se esconda alg�n lobo� (Tom�s
de Aquino, 1957: 274). En el concepto tomista, la confesi�n aparece como un
instrumento de control de la grey, as�
como tambi�n el lugar de la constituci�n del �yo�. El penitente se ve obligado a
una constante dilucidaci�n de su
pasado a trav�s de una red interpretativa impuesta por la pastoral: �La vida pasada
y mortal del hombre constituye
el objeto de la penitencia, no bajo raz�n de pena, sino por la raz�n de culpa que
lleva a�eja� (Tom�s de Aquino,
1957: 34). Tom�s subraya tambi�n la afinidad de la confesi�n con el proceso
jur�dico (Tom�s de Aquino, 1957:
276). El sacramento de la penitencia es definido como una especie de justicia en
tres sentidos: primero, la justicia
que ejerce el penitente sobre s� mismo; segundo, la justicia divina que act�a a
trav�s de la Iglesia; finalmente, se
trata de la justicia ejercida por la Iglesia mediante su poder eclesi�stico sobre
los fieles.

Seg�n Michel Foucault, la introducci�n de la confesi�n anual estaba ligada a un


proceso m�s amplio: en el
siglo XIII los procedimientos jur�dicos del juicio de Dios quedan sustituidos por
las pr�cticas de interrogaci�n
(Foucault, 1992: 79-88). La confesi�n se encuentra en el coraz�n de nuevas
pr�cticas para establecer la verdad.
Foucault entiende la confesi�n como la �tecnolog�a del yo� m�s importante del
cristianismo (Foucault, 1991: 45-
94), el ejercicio de s� se dirige hacia el desciframiento de la parte oculta de la
conciencia, fuente posible del
pecado. Mediante la interpretaci�n de los pecados y de la autoacusaci�n, el
penitente rechaza a su propio �yo�.
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Foucault analiza tambi�n la confesi�n como el lugar de emergencia del saber sobre
el sexo (Foucault, 1995: 25-
92).

A partir del siglo XVI, y particularmente en el siglo XVII, la confesi�n es un


espacio fecundo de la teolog�a
moral (Delumeau, 1992); las controversias se refieren a la forma v�lida del
arrepentimiento (atrici�n y contrici�n),
al aplazamiento de la absoluci�n y a la posibilidad de seguir una opini�n moral
menos probable (el probabilismo).

Aquino, Tom�s de. Suma Teol�gica, t. XIV, Biblioteca de Autores Cristianos,


Madrid, 1957. Delumeau,
Jean. La confesi�n y el perd�n, Alianza, Madrid, 1992. Foucault, Michel. La verdad
y las formas jur�dicas, Gedisa,
Barcelona, 1992. Foucault, Michel. La voluntad de saber, Siglo XXI, M�xico, 1995.
Foucault, Michel. Tecnolog�a
del yo, Paid�s, Barcelona, 1991. Gruzinski, Serge. �Confesi�n, alianza y sexualidad
entre los indios de Nueva
Espa�a�, en El placer de pecar y el af�n de normar, J. Mortiz, M�xico, 1988, pp.
171-215. Juan
Bautista.Advertencias para los confesores de los Naturales, Melchor Ocharte, 1600
M�xico. Molina, Alonso
de.Confesionario mayor en la lengua mexicana y castellana, suplementos al Bolet�n
del Instituto de
Investigaciones Bibliogr�ficas, n�m. 7, M�xico, 1972. Motolinia, Toribio de
Benavente. Memoriales, Instituto de
Investigaciones Hist�ricas, UNAM, M�xico, 1971. Subirats, Eduardo. El continente
vac�o. La conquista del Nuevo
Mundo y la conciencia moderna, Siglo XXI, M�xico, 1994.

(MZ)
CONTRAPODER
. El t�rmino debe entenderse, para los fines de la nueva filosof�a de la historia
latinoamericana, con el significado
cr�tico de enjuiciamiento sistem�tico del fen�meno del poder en el marco de las
luchas sociales por la libertad, la
justicia y los derechos humanos.

Al comenzar recientemente el uso informal del t�rmino, hasta en el t�tulo de una


obra de Florestan
Fernandes, se presenta como una de las categor�as dobles, en uni�n con su opuesto
aparente, que se inserta en el
curso/discurso para tratar de esclarecerlo.

Lo que se pone en juego, en el duplo poder/contrapoder, son los aspectos


represivos del poder, ya que en
las restantes acepciones puede desempe�ar una funci�n positiva �como factor interno
del desarrollo social�, en
cualesquiera de los �referentes conocidos del poder, sea familiar, religioso,
pol�tico o econ�mico�
(Galbraith,Anatom�a del poder).

Con lo anterior, se matiza bastante la contraposici�n poder/contrapoder, lo cual


ocurre tambi�n con los
duplos restantes, con ello se evita la tendencia a convertirla en una polaridad
absoluta. En mi libro Tiempo de
Bol�var, un enfoque metodol�gico de esta naturaleza sirve para justipreciar a
Bol�var, a pesar de la dictadura, como
un hombre de contrapoder al igual que Las Casas.

Esto produce un rendimiento elevado respecto a los problemas de mayor envergadura


en la actualidad,
sobre todo en relaci�n con la dupla moral/pol�tica.

A partir de la modernidad, la maquiav�lica Raz�n de Estado integr� el sistema de


la raz�n instrumental
cuyas piezas han servido para la configuraci�n de nuestra �poca, pero no son todas
igualmente legitimables. Una
de �stas es la raz�n de estado que conduce directamente a la problem�tica de
poder/contrapoder y moral/pol�tica,
categor�as dobles que se dan en la �rbita de las ideas, mientras que la raz�n de
estado es un hecho que asumiera
Maquiavelo con toda tranquilidad para el orden de las ideas.

Su mejor expresi�n se encuentra en el famoso apotegma �el fin justifica los


medios�, que se ufana de su
car�cter contrario a los principios �ticos y no s�lo al moral. Esto se percibe al
recordar el papel �tico (v�lido para la
moral p�blica y la privada) del respeto a los dem�s y la insistencia kantiana en
tratarlos como fin en s� mismos y no
como medios para obtener algo, lo cual es negado sistem�ticamente por la pr�ctica
inspirada en el apotegma. �ste
da lugar a una relaci�n de poder pol�tico que establece entre destinadores y
destinatarios (o sea, entre gobernantes y
gobernados) una comunicaci�n unilateral, desigual, asim�trica, deficiente, no s�lo
como relaci�n comunicativa
sino tambi�n como relaci�n humana, ya sea en el plano institucional o en cualquier
otro.
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El apotegma no resiste la evaluaci�n, con miras a un balance �tico, de una
filosof�a de la historia aguda y
perspicaz; atenta, por consiguiente, al desarrollo de una filosof�a del contrapoder
nutrida en las mejores tradiciones
democr�ticas para culminar en la teor�a y la pr�ctica de la defensa popular no-
violenta.

Para cumplir con este objetivo, en Latinoam�rica, el locus cl�sico puede


encontrarse en el indicio del
p�rrafo d�cimo del bolivariano �Discurso de Angostura� (1819), del cual se
entresacan las siguientes l�neas: �...
casi toda la tierra ha sido, y a�n es, victima de sus gobiernos. Observar�is muchos
sistemas de manejar hombres,
mas todos para oprimirlos ...�.

La importancia de la declaraci�n anterior aumenta por el hecho de que la hizo


Bol�var, quien conoci� a
fondo los entresijos del poder.

S�nchez M., Joaqu�n. Tiempo de Bol�var. Una filosof�a de la historia


latinoamericana 2. (In�dito). S�nchez
M., Joaqu�n. Col�n y Las Casas. Poder y contrapoder en la filosof�a de la historia
latinoamericana. UNAM/FFyL,
M�xico, 1991.

(V�ase: Filosof�a de la Historia).

(JSM)
CREENCIA
.. El fil�sofo mexicano Luis Villoro (1922- ) utiliza el t�rmino creencia como �un
concepto epist�mico� que define
como �un estado disposicional adquirido, que causa un conjunto coherente de
respuestas y que est� determinado
por un objeto y situaci�n objetiva aprehendidos�. Villoro distingue dos tipos de
creencias: las �creencias b�sicas�
que conforman el trasfondo y el supuesto de nuestro entendimiento del mundo y las
creencias de las que damos
razones y que se adquieren por otras creencias o por nuestra experiencia en el
mundo.

En su libro Creer, saber, conocer, Villoro analiza un conjunto de nociones


fundamentales en la teor�a del
conocimiento y en el estudio de las relaciones entre pensamiento y las formas de
dominaci�n. Sistematiza el
estudio de conceptos como �creencia�, �saber� y �conocimiento�, relacion�ndolos
mediante motivos, causas y
razones. Rastrea el significado de estos conceptos a trav�s de su uso cotidiano,
pasando por las teor�as
psicol�gicas, hasta precisarlos como �conceptos epist�micos�. En su sentido m�s
general, �creer� significar�a
�tener un enunciado por verdadero� o �tener un hecho por existente�. El autor
buscar� el significado de creencia
m�s all� de su definici�n general. Al distinguir la creencia de la �ocurrencia
mental�, encuentra que t�rminos como
�actitud�, �creencia�, �intenci�n� se refieren a estados internos del sujeto (1982:
56). Para dar cuenta de ese �estado
interno� del sujeto, era necesario �no buscar la creencia en el interior de la
conciencia, sino en las relaciones del
hombre concreto con su mundo en torno� (1982: 31), ya que la concepci�n de creencia
como ocurrencia mental
imped�a su an�lisis al enunciarla como �un sentimiento o un acto de una cualidad
especifica que ocurre en la mente
de un sujeto; por tan s�lo es accesible a este sujeto� (1982: 27). Define a la
creencia como �un estado disposicional
adquirido, que causa un conjunto coherente de respuestas y que est� determinado por
un objeto o situaci�n objetiva
aprehendidos� (1982: 71), considera el saber y el conocer como formas de creencia,
es decir, �estados
disposicionales adquiridos� que orientan la pr�ctica del sujeto ante el mundo.
Saber y conocer, formas
fundamentales del conocimiento en general, se distinguir�an de la creencia por ser
�estados disposicionales� que
estar�an determinados por lo que realmente existe y no por lo que �simplemente
creemos que existe�.

�Por qu� se cree? Villoro responde de tres maneras. Por antecedentes, que son
aquellos hechos sociales,
culturales, psicol�gicos que colocan a los sujetos en posici�n de aprehender. Por
motivos, que es �todo aquello que
mueve o induce a una persona a actuar de cierta manera para lograr un fin� (1982:
103). Por razones, es decir, por
argumentos que pudieran explicar l�gicamente la creencia.

Villoro distingue dos tipos de creencia: aqu�lla que Ortega llama �ideas�, que
�son las opiniones de las que
podemos dar razones y que podr�amos abandonar si �stas dejaran de convencernos�
(1995: 138) y ��las creencias
propiamente dichas� ...aquellas de las que no solemos dar razones expl�citas pero
est�n supuestas en todas las
opiniones que tenemos� (1995: 138). Estas �ltimas son creencias latentes en los
sujetos sin que necesariamente se
manifiesten expl�citamente, �son condiciones b�sicas de cualquier pensar sobre el
mundo� (1984: 48). Villoro
denominar�a a las creencias latentes �creencias b�sicas�, que ser�an aquellas
creencias evidentes, herederas de la
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sociedad en la que vive y compartidas por todos sus miembros. Para Villoro, la
manera de ver el mundo y de
situarse ante �l estar�a condicionado por un �n�cleo de creencias b�sicas�, las
cuales constituir�an el �trasfondo
incuestionable� y el �supuesto colectivo� sobre el que se levanta nuestro
entendimiento en una �poca determinada
o una cultura, y que condensar�an lo que denomina la �figura del mundo�. Contrario
a Ortega, argumenta que las
�creencias b�sicas�, aunque no son orientadas por razones expl�citas, pudieran
justificarse racionalmente en un
momento dado, pudiendo alterarse si no se encontraran razones suficientes para
seguir creyendo en ellas. Respecto
al concepto de ideolog�a, piensa que �es necesario trazar una l�nea de demarcaci�n
en las creencias no cient�ficas,
entre las justificadas en argumentos que acuden a razones practicas y las que est�n
distorsionadas por motivaciones
particulares� (1993: 338-339), ya que �si ambas clases de creencias forman parte de
las �ideolog�as� ya no servir�a
ese concepto para orientarnos en la critica de las creencias que funcionan como
instrumento de dominio� (1993:
339).

Al final del texto Creer, saber, conocer, el autor postula una ��tica de las
creencias� fundada en la
realizaci�n de una vida libre y racional, apoyada en la liberaci�n de sujeciones
hist�ricas a las cuales se enfrenta el
conocimiento y el ser humano.

Villoro, Luis. Creer, saber, conocer, Siglo XXI, M�xico, 1982; El concepto de
ideolog�a y otros ensayos,
FCE, M�xico, 1985; �Octavio Paz: Sor Juana y su �figura del mundo��, en En M�xico,
entre libros, FCE, M�xico,
1995; �La noci�n de creencia en Ortega�, en Jos� Ortega y Gasset, FCE, M�xico,
1984; �Respuesta a
discrepancias y objeciones�, en Epistemolog�a y cultura. En torno a la obra de Luis
Villoro, IIF, UNAM, M�xico,
1993.

(V�ase: Figura del mundo).

(GEOB)
CRIOLLO

Se dice del nacido en Am�rica de padres espa�oles. Asimismo, el adjetivo criollo


se aplica tambi�n al hijo de
europeo nacido en Am�rica y a su descendencia. Sin embargo, �El concepto (criollo)
no se limita s�lo a esa
endeble circunstancia del nacimiento, sino que se refiere a un hecho de cultura, de
actitud y de conciencia. Criollo
es el que se siente novohispano, americano, y que por tanto no se siente europeo�
(Manrique, 1987: 649).

La problem�tica del criollo es varia, brevemente pasamos a enfocar sus aspectos


principales: a) socio-
econ�mico-pol�tico y b) cultural-filos�fico.

a) Socio-econ�mico-pol�tico

Ya desde los siglos XVI y XVII comienzan en Am�rica los problemas entre criollos y
peninsulares. En
general, el criollo estaba descontento en relaci�n con la administraci�n de la
riqueza y de los cargos p�blicos que
llevaban a cabo los espa�oles. El criollo se sent�a con capacidad suficiente para
desempe�ar dichos cargos, a los
que dif�cilmente ten�a acceso. Varios son los testimonios referentes a este
problema: la famosa pol�mica sobre la
�alternativa� es un claro ejemplo. La �alternativa� dispon�a que en el gobierno de
las comunidades religiosas
�alternasen� los frailes criollos y los peninsulares. Sin embargo, esto no se
cumpl�a, la mayor�a de las veces.

Algunos espa�oles de la �poca reaccionaron positivamente en relaci�n con las


solicitudes del grupo criollo.
Como ejemplo concreto puede citarse a Fray Tom�s Mercado (nacido en Sevilla pero
que llega a M�xico muy
joven, profesando en esta ciudad en 1553). Mercado, con una gran visi�n de la
importancia que para Espa�a pod�a
llegar a tener el descontento del grupo criollo, escribi� la Suma de tratos y
contratos en la que expon�a algunos de
los abusos que en el aspecto econ�mico y administrativo se comet�an con la
poblaci�n de Am�rica. Se bas�,
primordialmente, en las �disputas y argumentos� que se encontraban en el convento
de Santo Domingo en M�xico.
Es necesario advertir que en dicha casa se gestaba ya, desde finales del siglo XVI,
un inquieto esp�ritu criollo, que
se desarroll� en el XVII; esp�ritu y situaci�n que fueron inteligentemente captados
por Mercado.
Por otra parte, el testimonio de Lucas Alam�n (1792-1853), criollo mexicano,
conservador en sus ideas es
al respecto por dem�s significativo:

Aunque las leyes no establec�an diferencia alguna entre estas dos clases de
espa�oles... vino a haberlas de hecho, y
con ella se fue creando una rivalidad declarada entre ellas... casi todos los altos
empleos, tanto porque as� lo exig�a
la pol�tica, cuanto por la mayor oportunidad que ten�an de solicitarlos y
obtenerlos... los criollos los obten�an rara
vez... a pesar de haberse mandado por el rey que ocupasen (los criollos) por mitad
los coros de las catedrales...
hab�a prevalecido la insinuaci�n del arzobispo Don Alonso N��ez de Haro... para que
s�lo se 1es confirieran
empleos inferiores, a fin de que permaneciesen sumisos y rendidos (Alam�n, 1985-
I:18).

Ahora bien, el grupo criollo se encontraba dividido: criollo oligarca,


conservador, poseedor de gran riqueza
y criollo medio, descontento e inquieto que m�s tarde pasar� a conformar el grupo
criollo ilustrado iniciador del
movimiento independiente.

Es as� como la estructura en el M�xico colonial dar� lugar a dos �ideolog�as�


diferentes al interior del grupo
criollo. Una clara referencia a lo anterior la encontramos en el peri�dico
insurgente El Despertador Americano,
escrito y publicado en Guadalajara por el sacerdote Francisco Severo Maldonado
(1775-1832). En el n�mero del
jueves 20 de diciembre de 1810, realiza un emotivo llamado a los criollos
reticentes a unirse al movimiento de
independencia: �Nobles Americanos �Virtuosos Criollos!... despertad al ruido de las
cadenas que arrastr�is ha tres
siglos: abrid los ojos a vuestros verdaderos intereses�, y en el n�mero del jueves
3 de enero de 1811, dirigi�ndose a
los criollos que peleaban al lado de las fuerzas espa�olas, contra la insurgencia,
les argumenta:

�Pele�is por vuestra Patria? Pero �Ay! qu� vuestra Patria, la Am�rica, la Madre
leg�tima que os concibi� en su
seno, y os alimenta con su subsistencia, no tiene hasta ahora m�s, que motivo de
quexa (sic) contra vosotros, a
quienes mira como hijos desnaturalizados y rebeldes que han tomado las armas contra
ella (Severo, 1964: 1).

b) Cultural-filos�fico

En este aspecto el criollo realiza aportaciones de singular importancia. Lleva a


cabo un movimiento cultural
y pedag�gico, la mayor�a de las veces a trav�s de una apertura a la filosof�a
moderna. Logra una �identidad� en
funci�n de la autoconciencia de un �valer� como mexicano y americano y ya no como
espa�ol de Am�rica. El
discurso filos�fico y pedag�gico de Fray Benito D�az de Gamarra (1745-1783),
principal introductor de la filosof�a
moderna en M�xico, es por dem�s significativo. Desde la dedicatoria (�A la juventud
americana�), que aparece en
la primera p�gina de sus Elementos de Filosof�a Moderna hasta las continuas
referencias a M�xico y a �nuestra
Am�rica� en su texto de �tica, puede advertirse un sentimiento de identidad no s�lo
nacional sino americanista en
cuanto tal.

Por otra parte, el fil�sofo ecuatoriano Francisco Javier de Santa Cruz y Espejo en
su obra El nuevo Luciano
de Quito (1779) se refiere ir�nicamente al criterio espa�ol de la �poca, sobre
Am�rica: �...saliendo de Espa�a,
Se�or m�o no hay cosa buena�, aclarando que su frase debe entenderse como una burla
�contra los espa�oles
vulgares que niegan a los criollos doctri-a, el que puedan adquirirla y a�n la
nobleza de los talentos� (Santacruz,
1779: 55).

Alam�n, Lucas. Historia de M�xico, vol. I, Libros del Bachiller Sans�n Carrasco,
M�xico, 1985, 3 vol.
D�az de Gamarra y D�valos, Fray Juan Benito. Elementa Recentioris Philosophiae,
(Elementos de Filosof�a
Moderna), vol. I, trad. y notas de Bernab� Navarro, UNAM, Centro de Estudios
Filos�ficos, M�xico, 1963. L�pez
C�mara, Francisco. La g�nesis de la conciencia liberal en M�xico, 2a. ed., UNAM,
Facultad de Ciencias Pol�ticas
y Sociales, Serie Estudios, M�xico, 1969. Manrique, Jos� Alberto. �Del barroco a la
Ilustraci�n: el mundo
barroco�, en Historia General de M�xico, El Colegio de M�xico, vol. 1, 1987. Rovira
G., Ma. del
Carmen.Ecl�cticos portugueses del siglo XVIII y algunas de sus influencias en
Am�rica, 2a. reimp., UNAM, FFyL,
Seminario de Filosof�a Moderna, M�xico, 1979. Santa Cruz y Espejo, Francisco Javier
de. El Nuevo Luciano de
Quito, Cl�sicos Ecuatorianos, Quito, 1943. Severo Maldonado, Francisco. El
Despertador Americano. Primer
peri�dico insurgente, Introducci�n Antonio Pompa y Pompa, INAH, M�xico, 1964. Tanck
de Estrada, Dorothy. La
Ilustraci�n y la Educaci�n en la Nueva Espa�a, Antolog�a, El Caballito, SEP,
M�xico, 1985. Villoro, Luis. El
proceso ideol�gico de la revoluci�n de Independencia, 4a. ed. UNAM, Coordinaci�n de
Humanidades, M�xico,
1984.

(V�ase: Emancipadores mentales, Filosof�a colonial, Mestizaje, Raza c�smica,


Utilidad, Progreso).

(CRG)

(GEOB)
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DEMOCRACIA

En Am�rica Latina m�s que una novedad hist�rica siempre ha sido una vieja
aspiraci�n. Desde la �poca de la
Independencia hasta nuestros d�as los pa�ses latinoamericanos no han podido
esquivar el desaf�o democr�tico. En
Am�rica Latina, la democracia ha mostrado a lo largo de este siglo una fragilidad
continua y desde ah� surgi� una
serie de problemas en torno a la ingobernabilidad, legalidad, legitimidad, derechos
humanos, etc�tera. Hoy en d�a,
la cuesti�n democr�tica se ha vuelto una de las preocupaciones centrales de la
filosof�a pol�tica latinoamericana.

Es conveniente hacer un rastreo hasta los or�genes del t�rmino democracia (del
griego demokratia).
Originalmente se refer�a a una condici�n especifica pol�tico-social creada por los
griegos donde los ciudadanos
deber�an disfrutar de la igualdad pol�tica para poder ser libres al gobernar y ser,
a su vez, gobernados. La palabra,
por primera vez utilizada por Herodoto, sugiere un demos constituido por los
ciudadanos libres de la polis que, en
realidad, era una comunidad (Gemeinschaft) y significaba �poder popular�. El
concepto aristot�lico de koinonia
politike se refer�a al t�rmino de una asociaci�n de sujetos aut�nomos libres de
dominaci�n, capaces de establecer
comunicativamente sus objetivos y normas que regulan sus interacciones por
intermedio de padrones de la justicia.
As�, la propuesta aristot�lica entend�a la pol�tica como la doctrina de la vida
buena y justa (la pol�tica como
continuaci�n de la �tica) relacionada con la praxis, ya que su fin era organizar la
polis de tal modo que se diera un
orden de relaciones virtuosas entre sus ciudadanos. En la �poca moderna la
democracia ha sufrido muchas
modificaciones con la intenci�n de ampliar su contenido te�rico y normativo. El
significado anal�tico-pragm�tica
de la democracia se ha ido desarrollando a trav�s de diferentes modelos de la
democracia (Held, 1992). Sin
embargo, fuera de las severas divergencias te�ricas entre diferentes tendencias,
ramas y escuelas del pensamiento,
existe un habitual consenso acerca de los factores que hacen (re)producir un orden
democr�tico de la sociedad. En
primer lugar, est�n las instituciones y principios democr�ticos constitucionalmente
establecidos y garantizados
como elementos formales del orden democr�tico tales como: el ciudadano, sufragio
universal, sistema
multipartidista, Estado fuertemente fundado en derecho y la divisi�n del poder,
instituciones parlamentarias, la
prensa y medios de comunicaci�n libres, etc�tera. En segundo lugar, se encuentran
las ideas-valores de la
democracia de la gran �poca moderna como elemento esencial del orden democr�tico,
que tiene principalmente un
papel regulativo (en el sentido kantiano). Estas ideas son: el papel, la dignidad y
(auto)respeto del individuo, la
protecci�n de su prevac�a, libertad, igualdad, justicia social, solidaridad,
tolerancia, seguridad, bienestar, etc�tera.
Y finalmente, un orden democr�tico de la sociedad comprende una praxis democr�tica
(como una s�ntesis de los
elementos esenciales y formales de la democracia), praxis de la gente como
ciudadanos y como poblaci�n en toma
de decisiones en todos los niveles de la sociedad y todas las esferas de la misma,
de manera directa o indirecta.
Estos tres factores marcan por lo menos tres v�as de democratizaci�n: la del
Estado, la de la sociedad civil y la que
se refiere a la relaci�n entre ambos.

En las discusiones actuales a menudo se confunden dos planos alrededor de la


democracia. El primero,
relativo al terreno pragm�tica del realismo pol�tico, plantea la democracia como
algo inmediatamente posible en el
proceso de transici�n negociada despu�s de los reg�menes autoritarios (una
democracia restringida con veto militar
y severas limitaciones externas). El segundo, es el que pudiera ser la reflexi�n
sobre la democracia como horizonte
ut�pico; o lo que ser�an las caracter�sticas de una sociedad determinada por una
dimensi�n ut�pica autolimitada de
la realidad hist�rica sin que se hayan completado los procesos de democratizaci�n
en todas sus dimensiones, sobre
todo en la pol�tica. Las tareas de superar las herencias institucionales del
autoritarismo, asegurar el control civil de
los militares, resolver adecuadamente la cuesti�n de los derechos humanos
permanecer�n como desaf�os en un
futuro incalculable. Por otro lado, para que las democracias latinoamericanas sean
realmente efectivas habr�a que
tomar en cuenta la intenci�n de generar y extender los cauces de participaci�n
masiva particularmente para
sectores postergados como las masas marginadas, los grupos �tnicos, las mujeres y
la juventud. Por supuesto, que
esta consolidaci�n democr�tica, paralela a las tareas de completar la transici�n
desde un r�gimen autoritario, no
puede hacerse sin una reconstrucci�n del Estado, contra todos los mitos que hoy
buscan su privatizaci�n,
desarticulaci�n o desaparici�n. Pero reconstruir y fortalecer el Estado exige, al
mismo tiempo, reforzar la sociedad
civil, la autonom�a y la capacidad de expresi�n y participaci�n de los actores
sociales. La institucionalizaci�n de la
sociedad civil es un factor indiscutible para la consolidaci�n de la democracia.
Pero la sociedad civil no s�lo es una
instituci�n, se trata por supuesto de una serie de movimientos, iniciativas y
formas de movilizaci�n de la sociedad.
Hay que subrayar que la democracia no se refiere exclusivamente a lo pol�tico-
institucional, sino tambi�n a otras
esferas como tecnolog�as, conocimientos, diversidad cultural, autonom�a, etc�tera.
Abrir la democracia como un
horizonte ut�pico capaz de orientar la acci�n colectiva hacia un futuro mejor,
har�a que la misma no acabe en una
simple existencia de gobiernos civiles que se suceden unos a otros por la v�a
electoral.
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C:\Users\Alex G%C3%B3mez\Desktop\retorno.gif
Barba, Carlos, Jos� Luis Barros y Javier Hurtado (eds.). Transiciones a la
democracia en Europa y
Am�rica Latina, FLACSO, Miguel �ngel Porr�a, Universidad de Guadalajara, M�xico,
1991. Hinkelammert,
Franz J. Democracia y totalitarismo, Editorial DEI, San Jos�, 1990. O�Donnell,
Guillermo, Philippe C. Schmitter
(eds.). Transiciones desde un gobierno autoritario. Am�rica Latina, t. II, Paid�s,
Buenos Aires, 1986. Przeworski,
Adam. Democracia y mercado. Reformas pol�ticas y econ�micas en la Europa del Este y
Am�rica Latina,
Cambridge University Press, New York, 1991.

(V�ase: Comunicaci�n alternativa).

(DMN)

DEPENDENCIA

La connotaci�n del concepto de dependencia al cual expl�citamente nos queremos


referir, apunta al car�cter
hist�ricamente dependiente de Am�rica Latina respecto a los centros hegem�nicos en
la historia del capitalismo
mundial, del cual han dado testimonio, desde la d�cada de los sesenta, un conjunto
de cient�ficos sociales de la
regi�n, y cuyas obras han sido en conjunto denominadas, no siempre socorridamente,
como �teor�a� de la
dependencia, o �dependentismo�, que es el t�rmino utilizado por el Diccionario
UNESCO de Ciencias Sociales,
para explicar el uso del t�rmino dependencia en las Ciencias Sociales
latinoamericanas.
Para rastrear sus antecedentes conviene efectuar un breve examen. Seg�n el
Diccionario UNESCO de
Ciencias Sociales el t�rmino �Dependencia�, etimol�gicamente, deriva del lat�n
dependeo, y significa pender o
estar colgado de. El uso vulgar de la palabra refiere a las relaciones de
subordinaci�n y sometimiento m�s o menos
voluntarias. Por lo que corresponde a las Ciencias Sociales, el citado Diccionario
hace referencia: a) al �mbito
�Ps�quico-fisiol�gico� como sin�nimo de habituaci�n; b) al �Ps�quico-sociol�gico�,
referido a la necesidad de
relaciones sociales que existen en los infantes, y su importancia en el estado
inicial de dependencia en los mismos,
seg�n T. Parsons; c) al econ�mico, que supone la dependencia de las personas
carentes de medios que son asistidas
a trav�s de la seguridad publica o privada, a la norma que regula la patria
potestad o la tutela y, finalmente, a la
situaci�n de la cual proviene la llamada �raz�n de dependencia� en la senectud. Por
otra parte, es tambi�n
considerada la dependencia que deriva de la propiedad privada de los medios de
producci�n, y que genera una
relaci�n de dependencia rec�proca entre el trabajo asalariado y el capital.
Igualmente, se habla de dependencia o
subordinaci�n, respecto a las relaciones se�oriales cuando los estudiosos
(historiadores y soci�logos) se refieren al
Medioevo; o en los estudios del esclavismo antiguo o patriarcal de los siglos XVII
Y XVIII en Norteam�rica.
Desde luego que el t�rmino dependencia, tambi�n se ha utilizado en el
esclarecimiento de las relaciones entre
metr�polis y pa�ses coloniales, que no s�lo se observa en el plano econ�mico,
habi�ndose extendido al pol�tico,
cultural y militar, y que inciden en el problema de la soberan�a interior y
exterior de los estados nacionales de
Am�rica Latina, �frica y Asia, y tambi�n en el nivel de la soberan�a de los pueblos
frente al Estado (soberan�a
popular). Finalmente, el Diccionario citado explica la connotaci�n que la palabra
dependencia tiene en la esfera
L�gico-filos�fica, mediante un ep�grafe de �aragueta que a la letra dice: �la
condici�n de un ser o de un valor
determinado por otro�, y que define la situaci�n en la que un ser puede �estar� con
dependencia �formal�.

Una buena parte de las criticas vertidas al uso del t�rmino dependencia en la
definici�n sociol�gica,
econ�mica, pol�tica y cultural de la historia de Am�rica Latina ha echado mano de
recursos filol�gicos y
precisiones sem�nticas, con el fin, ya sea de comprender o desmontar el significado
preciso del t�rmino en los
enfoques dependentistas. Ejemplo de ello es la critica de Jorge Casta�eda y Enrique
Hett, en su obra: El
economismo dependentista, en la que se cuestionan, desde una �ptica influida por el
marxismo estructuralista, los
supuestos epistemol�gicos impl�citos en el dependentismo y que, seg�n los autores,
el uso recurrente e
indiscriminado del concepto, en ausencia de una definici�n previa del mismo,
produce un efecto de lectura a trav�s
del cual las estructuras que dan origen y reproducen la dependencia latinoamericana
generan un c�rculo
eternamente repetitivo que termina por negar la historicidad de la regi�n.
Por ello, vamos a referirnos al contexto, la g�nesis y uso del concepto en los
principales representantes del
dependentismo, as� como a las objeciones y el debate que tal vertiente de
pensamiento produjo en la reflexi�n de
las formaciones econ�mico-sociales latinoamericanas.
En el horizonte del pensamiento latinoamericano, destacan la Comisi�n Econ�mica
para Am�rica Latina
(CEPAL) que emerge en 1948, y una vertiente dentro del marxismo que surge en los
a�os sesenta estimulada por el
triunfo de la revoluci�n Cubana, como las principales visiones que, a lo largo de
tres d�cadas, orientaron el debate
en el an�lisis de las sociedades latinoamericanas.

Los temas convergentes de ambas vertientes de pensamiento fueron: la idea de que


el capitalismo es un
sistema mundial y que tiene una innegable incidencia en la reflexi�n sobre Am�rica
Latina; el desarrollo y el
subdesarrollo como las caras invertidas de un mismo proceso: la acumulaci�n
capitalista a escala mundial, y
finalmente, la especificidad del capitalismo latinoamericano frente a otras
latitudes del capitalismo mundial.

Originalmente, las investigaciones de la CEPAL sobre el comercio internacional,


particularmente aqu�llas
que se refieren al per�odo de la llamada econom�a �primario exportadora�, o de
�desarrollo hacia afuera�, desde
mediados del siglo XIX hasta los a�os treinta del XX, redefinieron las ideas
predominantes respecto a las
transacciones internacionales. En ese marco, destac� el �nfasis en los efectos
negativos que para la regi�n gener� el
llamado proceso de �deterioro de los t�rminos del intercambio�. Por entonces,
autores como el brasile�o Celso
Furtado y el chileno An�bal Pinto hablaban ya de �dependencia� externa. Sobre la
base de ese elemento critico, la
CEPAL desarroll� toda una estrategia encaminada a lograr, por la v�a de la
industrializaci�n observada en la regi�n
a partir de los a�os treinta y cuarenta, una transformaci�n estructural de las
sociedades latinoamericanas que, al
transformar las tradicionales estructuras agrarias, produjeran el desarrollo de un
capitalismo industrial moderno,
aut�nomo y autosostenido.

A partir de los a�os sesenta, cuando los resultados arrojados por el proceso de
industrializaci�n de nuestras
econom�as no fueron los esperados, apareciendo nuevos problemas como por ejemplo el
de la marginalidad, la
CEPAL pasar� a considerar, como aspecto central de sus propuestas, la cuesti�n de
las reformas y f�rmulas que
coadyuvaran a romper los cuellos de botella que obstru�an el crecimiento y la
distribuci�n equitativa del ingreso.

Sin embargo, el triunfo de la revoluci�n Cubana pondr� en la mesa de discusi�n una


nueva f�rmula para
resolver los problemas de creaci�n y reparto de la riqueza, teniendo en su momento
un gran impacto en las esferas
pol�ticas, t�cnicas e intelectuales de los pa�ses latinoamericanos.

Fue as� que el encuentro del desarrollismo y el marxismo en torno a los problemas
descritos, estaban
motivados por intereses cognoscitivos y orientaciones pol�ticas diferentes, lo que
a la postre producir� conclusiones
no s�lo distintas, sino en momentos contrapuestas.
Ahora bien, junto al impacto de la revoluci�n Cubana, el golpe de Estado dado por
las fuerzas armadas en
el Brasil de 1964, y la contrainsurgencia golpista que se generaliza a lo largo de
la d�cada de los setenta en la
mayor parte de los pa�ses del cono sur, orient� a los intelectuales, sobre todo de
orientaci�n marxista, a
confrontarse no en forma exclusiva con las tesis de la CEPAL, sino a producir
tambi�n una enconada discusi�n al
interior de la intelectualidad vinculada a la izquierda latinoamericana; sobre todo
respecto a los problemas
derivados de la crisis del capitalismo y sus secuelas: el fracaso de las pol�ticas
desarrollistas, la crisis de la
estrategia planteada por los partidos comunistas en la regi�n, la inviabilidad del
nacionalismo burgu�s y, como
resultado de todas esas estrategias fallidas, los procesos de contrainsurgencia en
buena parte del subcontinente.
Antecedentes pr�cticos de tales replanteamientos fueron: el surgimiento de nuevas
organizaciones de izquierda
influidas por la revoluci�n Cubana, cuyos planteamientos eran abiertamente
radicales; la difusi�n en tales
organizaciones de la obra del Che Guevara; la exaltaci�n de la lucha armada como
�nica v�a para fundamentar el
principio maximalista del derrocamiento del capitalismo y la instauraci�n del
socialismo; la cr�tica de la t�ctica y
estrategia de los partidos comunistas (llamados por muchos voceros del
dependentismo marxista como izquierda
tradicional), cuyas tesis se basaban en un colaboracionismo de clases con los
sectores nacionalistas de la burgues�a,
y que se expresaban en el apoyo dado a buena parte de los reg�menes populistas
instaurados en algunos pa�ses del
subcontinente.

Al interior del marxismo, los t�rminos de la discusi�n se centraron en reflexiones


confrontadas respecto a la
caracterizaci�n del capitalismo en Am�rica Latina. En las tesis de los partidos
comunistas predominaba la idea de
interpretar �se dec�a� dogm�ticamente el desarrollo hist�rico de Am�rica Latina,
sobre la base de la visi�n cl�sica
del marxismo acerca de la transici�n del feudalismo al capitalismo en Europa y su
necesaria mediaci�n: la
revoluci�n democr�tico-burguesa. Contrariamente, el dependentismo marxista sosten�a
que, en Am�rica Latina, la
revoluci�n democr�tico-burguesa �antifeudal� no era una mediaci�n necesaria para la
ulterior realizaci�n del
socialismo. Por tanto, se afirmaba que en aquellos pa�ses en los que se habr�
entronizado el nacionalismo burgu�s,
�ste estaba condenado desde el principio al fracaso, dado el car�cter
integracionista de las burgues�as nativas al
imperialismo norteamericano a partir de los a�os sesenta; de tal suerte, reformismo
y colaboracionismo eran vistos
como resultado de una concepci�n err�nea de las condiciones concretas bajo las
cuales se habr� desarrollado el
capitalismo latinoamericano, y las formas espec�ficas en las que por entonces se
expresaba la lucha de clases en los
pa�ses dependientes.

El primer autor que, sin ser militante de izquierda ni formado en el marxismo,


intent� dotar de una expresi�n
te�rica a tales planteamientos pol�ticos fue Andre Gunder Frank. Recurriendo al
concepto de �excedente
econ�mico� desarrollado por Paul A. Baran, Frank pretendi� demostrar que, desde la
conquista hasta la segunda
mitad del siglo XX, pasando por el per�odo colonial y �neocolonial�, el capitalismo
existe desde entonces en
Am�rica Latina, toda vez que el �sistema de explotaci�n capitalista� es una unidad
mundial y, en consecuencia,
dicha unidad mundial y sus expresiones nacionales han producido simult�neamente el
desarrollo y el subdesarrollo.
Las tesis de Frank negaban as� dos ideas que habr�n predominado en los partidos
comunistas y en los te�ricos
desarrollistas, respectivamente: los argumentos de quienes sosten�an la existencia
de un supuesto tr�nsito del
feudalismo al capitalismo en Am�rica Latina y la imposibilidad de que las
burgues�as nativas �por su propia
naturaleza de burgues�as subordinadas� eran incapaces de sostener un proyecto
�nacionalista-democr�tico-
burgu�s�, dada la integraci�n dependiente entre centro-periferia.

Posteriormente, los autores m�s sobresalientes que se ocuparon de la reflexi�n


sobre los problemas del
capitalismo dependiente fueron: Fernando Henrique Cardoso, Enzo Faletto, Theotonio
Dos Santos, Vania
Bambirra y Ruy Mauro Marini, entre otros. Cardoso y Faletto en su obra Dependencia
y desarrollo en Am�rica
Latina, publicada en 1969, no obstante de ser un intento importante en la
construcci�n de un modelo que explicara
las determinantes fundamentales de la dependencia latinoamericana, acusaba un tinte
inclinado,
predominantemente, a la explicaci�n sociol�gica y carente de una concepci�n
rigurosa del imperialismo
norteamericano y, simult�neamente, un marcado eclecticismo delatado por la
utilizaci�n desmedida del lenguaje
desarrollista. As�, para los m�s radicales dependentistas de la �poca, el trabajo
de Cardoso y Faletto representa un
claro retroceso respecto a las tendencias cr�ticas que, por entonces, ya mostraban
las Ciencias Sociales en Am�rica
Latina. Ejemplo de ello son las primeras tesis de Frank, publicadas en 1967, y el
ensayo de Marini Subdesarrollo y
revoluci�n, que vio por primera vez la luz en 1968, textos publicados con
anterioridad al trabajo de Cardoso y
Faletto.

En 1967, Theotonio Dos Santos en su ensayo El nuevo car�cter de la dependencia, y


en Cr�tica de los
supuestos de la teor�a del desarrollo, publicada en 1969, mostraba �a nivel
estricto del an�lisis econ�mico� la
importancia que, despu�s de la segunda posguerra, revest�a el proceso de
monopolizaci�n de la econom�a
norteamericana y la incidencia que ese proceso ten�a en las econom�as
latinoamericanas a trav�s de las empresas
multinacionales. Tal an�lisis permit�a as� adelantar nuevos aportes para la
clarificaci�n del concepto de
dependencia.

Por su parte, Vania Bambirra en su libro: El capitalismo dependiente


latinoamericano, publicado en 1975,
propuso un an�lisis tipol�gico para la caracterizaci�n del proceso de
industrializaci�n en Am�rica Latina. En un
primer tipo, Bambirra agrupaba a aquellos pa�ses cuya industrializaci�n habr� sido
producto del crecimiento y
diversificaci�n del sector agrario-exportador. En un segundo tipo, se consideraba a
los pa�ses cuya
industrializaci�n se habr� dado sobre la base del proceso de integraci�n
imperialista despu�s de la segunda
posguerra. Para tal efecto, la autora recurri� al concepto de dependencia propuesto
por Dos Santos y al de
subimperialismo, utilizado por Marini en su caracterizaci�n del capitalismo
brasile�o de fines de los a�os sesenta y
a lo largo de los setenta.

Sin embargo, fue Ruy Mauro Marini quien plante�, por primera vez, desde una �ptica
estrictamente
marxista, los elementos para la construcci�n de una teor�a marxista de la
dependencia, en la cual analiz� la forma
en que se especifican las leyes tendenciales del desarrollo capitalista en la
regi�n. As�, las leyes del capitalismo
dependiente expuestas por Marini en Dial�ctica de la dependencia, texto publicado
en 1974, son las siguientes:
1. Am�rica Latina se integro plenamente al mercado mundial despu�s de los
movimientos de
independencia. Ese per�odo corresponde al desarrollo de la revoluci�n industrial en
Inglaterra, consolid�ndose, a
partir de entonces y sobre bases s�lidas, la divisi�n internacional del trabajo, en
la cual Inglaterra se especializa en
la producci�n manufacturera, y los pa�ses dependientes en la producci�n de materias
primas y alimentos. Tal
integraci�n de Am�rica Latina al mercado mundial configurar� una estructura
productiva particular en la regi�n
que se consolid� en la etapa de la econom�a primario-exportadora, propiciando desde
entonces un intercambio
desigual entre los pa�ses dependientes y los industriales.

2. En ese horizonte, la contribuci�n de Am�rica Latina al desarrollo del


capitalismo europeo, y la
dilaceraci�n resultante del intercambio desigual, oblig� a las clases dominantes de
los pa�ses dependientes a buscar
mecanismos compensatorios. Pero incapaces de poder hacerlo a trav�s del mercado
mundial, o mediante el
aumento de la productividad del trabajo, lo hicieron por medio de la explotaci�n
extensiva e intensiva de la fuerza
de trabajo en nuestras econom�as (superexplotaci�n) ; de tal suerte que en Am�rica
Latina el trabajador ha contado
como productor y, secundariamente, como consumidor. Con ello se fueron creando dos
esferas de consumo: la
esfera alta que se conecta con el comercio de importaci�n de manufacturas, y cuyo
consumo suntuario est�
constituido por las clases dominantes; y la esfera baja, constituida por el consumo
de los trabajadores.

3. Con la industrializaci�n de las econom�as dependientes se reprodujo la misma


forma de circulaci�n que
caracteriz� a la econom�a exportadora (esfera alta y esfera baja), pero con la
diferencia de que ahora las dos esferas
se centraron en la existencia de sectores internos, reproduci�ndose as� en una
forma especifica la superexplotaci�n
del trabajador y acentu�ndose al m�ximo las contradicciones inherentes al r�gimen
capitalista de producci�n.

4. La redefinici�n de la divisi�n internacional del trabajo, despu�s de la Segunda


Guerra Mundial, en cuyo
marco se transferir�n a los pa�ses dependientes etapas anteriores de la producci�n
industrial, reserv�ndose los
centros imperialistas, las etapas m�s avanzadas y el monopolio de la tecnolog�a
correspondiente, propiciar� que las
nuevas tecnolog�as se concentren en los sectores que producen bienes suntuarios y
sea desestimada la producci�n
de bienes-salarios. Ello propiciar� que la econom�a latinoamericana comience a
experimentar problemas de
realizaci�n, y la consecuente compresi�n de los salarios, con el fin de transferir
poder de compra de la esfera baja
hacia la esfera alta.

Como podr� observarse, en la d�cada de los sesenta y setenta, el tema predominante


del debate pol�tico-
intelectual en Am�rica Latina fue el de la revoluci�n. La problem�tica de la regi�n
caracterizada entonces por un
profundo estancamiento en el marco de una estructura social tradicional y,
simult�neamente, una creciente
movilizaci�n popular, fue interpretada como una situaci�n pre-revolucionaria. El
debate pol�tico-intelectual giraba
entonces en torno a la cuesti�n de la dependencia, sea en una interpretaci�n
hist�rico-estructural de aqu�lla y de las
constelaciones socio-pol�ticas en los diversos pa�ses (Cardoso y Faletto); sea en
las versiones program�ticas que
planteaban la ahora falsa disyuntiva �socialismo o fascismo�, como la alternativa
de las sociedades
latinoamericanas (Theotonio Dos Santos), o finalmente, a trav�s de una rigurosa
teor�a marxista de la dependencia
(Marini) que desestim� el potencial critico y racionalizador de la sociolog�a
acad�mica, en su lucha por abrir
espacios democr�ticos sin rupturas radicales, dentro del universo contingente del
autoritarismo militar que en esos
a�os prevalec�a en la regi�n.

Amin, Samir. La acumulaci�n a escala mundial: cr�tica de la teor�a del


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Madrid, 1974. Ar�ujo, Fernando. Observaciones en torno a �Dial�ctica de la
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(ALS)

DERECHO NATURAL

. Por derecho natural se entiende una realidad (o verdad) eid�tica abstracta que,
en el plano ontol�gico, le antecede
a todo derecho positivo y que es v�lido independientemente del derecho ejercido por
la costumbre y/o la voluntad
humana. El derecho natural es cognoscible o bien por la revelaci�n o brucen por la
raz�n natural humana. Dicho
derecho expresa su realidad, por ejemplo, en los Diez Mandamientos. Seg�n algunos
te�logos y juristas, la
condici�n de posibilidad para conocer la verdad de la fe cristiana, y por ella, el
derecho natural, es tener alma. Por
eso, en nuestra historia se apel� al derecho natural para proteger a los indios y
m�s tarde a todos los marginados, de
la prepotencia y arbitrariedad del poder social, pol�tico y b�lico.
El concepto de derecho natural fue acu�ado en la antig�edad por Cicer�n, aunque
como noci�n tiene
antecedentes en los cl�sicos griegos. Siglos m�s tarde fue asumido y elaborado por
la filosof�a Escol�stica. Pero
mientras que Cicer�n lo deriv� de la naturaleza y el Logos del Cosmos, los
escol�sticos lo fundamentaron en la
raz�n y/o voluntad divina del Dios cristiano.

En nuestra Am�rica el debate acerca del derecho natural se inicia en relaci�n con
los indios, especialmente
ante la crueldad de los conquistadores, y con los problemas de la evangelizaci�n.
Algunos misioneros (Las Casas,
Vasco de Quiroga, p. ej.) apelaron al derecho natural para defender la vida, la
seguridad, la libertad (no ser
esclavos), cierta formas de propiedad y lazos de familia de los indios. Dichos
autores argumentaron partiendo del
reconocimiento de que los indios son seres humanos dotados de alma, de raz�n y de
la capacidad para la virtud
para conocer el derecho natural. Ya Las Casas sosten�a que los indios gozan de
raz�n, de capacidad moral y
pol�tica, habilidad mec�nica y buena disposici�n. Observa que muchos indios pueden
gobernar bien a los espa�oles
en la vida econ�mica y pol�tica, y en la vida mon�stica, ense�arles buenas
costumbres, pues los indios no carecen
de raz�n para gobernar sus casas y sus aldeas. De ellos no se puede decir que no
sean humanos, pues eso
significar�a un error en la creaci�n divina. �Todas las naciones del mundo son
humanas�. Con esto, los frailes
iniciaron en Am�rica Latina una tendencia filos�fica que seguir� siendo vigente
hasta nuestros d�as.

Sin embargo, la noci�n del derecho natural tambi�n sirvi� como ideolog�a para
justificar la matanza y la
esclavitud de los indios. Varios autores aplicaron la doctrina del derecho natural
a la realidad social f�ctica
siguiendo el argumento de Arist�teles, seg�n el cual algunos hombres son �esclavos
por naturaleza�, y otros lo son
por �convenci�n humana�. Por ejemplo, Sep�lveda sostiene, bas�ndose en el derecho
natural, que lo imperfecto
debe ser sometido a lo perfecto, implicando que el espa�ol es m�s perfecto que los
indios porque tiene uso de
raz�n, justificando as� �la inferioridad y la servidumbre natural� de los indios. Y
bas�ndose en Tom�s de Aquino,
argumenta que es �til al siervo ser regido por el m�s sabio. Tambi�n Juan Maior,
invocando a Arist�teles, sostiene
que los salvajes de Am�rica son siervos por naturaleza. Desde el siglo XVI se
presenta as� la problem�tica entre la
�prudencia/civilizaci�n y la barbarie�.

Algunos pensadores contempor�neos prefieren usar la expresi�n derecho natural en


vez de Derechos
Humanos. En Am�rica, sin embargo, ambos t�rminos tienen un significado diferente.
La idea del derecho natural
significa, aun entre los misioneros m�s compasivos, que la libertad de los indios
es un derecho natural siempre y
cuando est� bajo la tutela civilizatoria del cristianismo. A�n la Recopilaci�n de
las Leyes de Indias (1680) dicta
�que no se puede hacer ni se haga guerra a los indios de ninguna provincia para que
reciban la santa fe cat�lica o
nos den la obediencia, ni para otro ning�n efecto�. Dichas leyes reconocieron el
derecho a la libertad de la
esclavitud personal y a las propiedades. Se conservaron derecho natural los
cacicazgos y el respeto a las
costumbres de los indios siempre y cuando no fuesen contrar�as a la fe. El problema
que confrontaron los
misioneros fue la pr�ctica de los sacrificios humanos. La contradicci�n entre
doctrina y pr�ctica sigue vigente hasta
nuestros d�as.
Las Casas, Bartolom� de. Doctrina, Pr�logo y Selecci�n de Agust�n Y��ez. M�xico,
1941. Zavala,
Silvio.Servidumbre natural y libertad cristiana seg�n los tratadistas espa�oles de
los siglos XVI y XVII, Buenos
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Aires, 1944. Zavala, Silvio. La defensa de los derechos del hombre en Am�rica
Latina (siglos XVI-XVII1), UNAM
y UNESCO, M�xico, 1982.

(V�ase: Derechos Humanos).

DERECHOS HUMANOS

El t�rmino derechos humanos es un concepto te�rico, perteneciente a la �tica y a la


teor�a jur�dica. Esta noci�n
implica que los seres humanos existen siempre ya en un mundo social. Por eso, dicho
t�rmino s�lo tiene sentido si
se le piensa en un contexto social. El nombre se refiere a una idea regulativa
v�lida y aplicable a todos los seres
humanos por igual. En un primer momento, es una exigencia subjetiva dirigida a
todos los otros. Est� basada en la
conciencia moral y en la raz�n de los individuos, de que su vida, libertad y
dignidad sean respetadas. Por ello, se
sostiene que los derechos humanos son inalienables, ya que es impensable que alguna
persona renunciar�a a ellos
por su propia voluntad.

En nuestra Am�rica la noci�n derechos humanos empez� a usarse siguiendo la


terminolog�a actual de la
�Declaraci�n Universal de los Derechos Humanos� de las Naciones Unidas (1948). Sin
embargo, dicha noci�n,
con un significado semejante al de nuestros d�as, aunque con el nombre de derecho
natural, fue introducido a
nuestra Am�rica desde principios del siglo XVI para proteger y defender algunos de
los derechos humanos de los
Indios.
La idea derechos humanos implica necesariamente la idea correlativa de obligaci�n.
Un Derecho Humano
se cumple si, y solo si, la sociedad y cada individuo cumple con la obligaci�n de
reconocer a todos y a cada uno de
ellos como sujetos de derecho, y en su conducta cumplen con la obligaci�n de
respetarlos. Para que los derechos
humanos sean vigentes y hagan posible la formaci�n de un estado de derecho, es
necesario que su reconocimiento
sea universal. Cuando no se cumple dicha obligaci�n, esa sociedad existir� en un
estado de guerra de todos contra
todos. Por eso se piensa que los derechos humanos son el supuesto b�sico y
necesario para que existan los Estados
y la ley positiva, y en ellos, el estado de derecho. Su opuesto es la anomia.

La teor�a de los derechos humanos se basa en tres supuestos te�ricos b�sicos: la


igualdad formal entre los
seres humanos, la facultad de pensar y reflexionar, la conciencia de necesidades,
de intereses y de sufrimiento
propio, y la facultad de ejercer la libre voluntad. Dichas facultades son la
condici�n para que los seres humanos
puedan reclamar sus derechos.

Los derechos humanos se pueden clasificar en b�sicos y derivados. B�sicos son


aquellos derechos que
deben ser respetados para que, para empezar, los individuos puedan existir como
personas. Son �stos el derecho a
la vida y a la salud f�sica y mental, as� como a todos los medios necesarios para
sostener vida y salud; el derecho a
la seguridad ante la agresi�n y la codicia de otros, y el derecho a la libertad en
todos los modos de su ejercicio.

De los derechos humanos b�sicos se derivan otros. Del derecho a la vida se deriva
el derecho al alimento,
vivienda, educaci�n, trabajo, recreo, etc�tera. Del derecho a la libertad se deriva
el derecho a elegir un grupo
pol�tico y afiliarse a �l, a elegir el modo de vida a seguir, la libertad de
creencias, de expresi�n, de movimiento,
etc�tera.

Sin embargo, el derecho a la libertad no puede ser irrestricto, ya que el


ejercicio de la libertad de un
individuo puede transgredir o da�ar los derechos humanos de otros. El derecho a la
libertad s�lo puede ser
garantizado y protegido si, y s�lo si, se le impone un limite, ya sea que provenga
de la sociedad o del sistema
jur�dico, o que el individuo se lo imponga a si mismo porque reconoce la validez de
los derechos humanos de los
otros. Nadie como Kant describi� con mayor claridad lo que dicho l�mite dicta.
Parafrase�ndolo, el imperativo
derivado de la idea de limite dir�a que: �act�a de tal manera que nunca lesiones
los derechos humanos de otros, i.e.
aquellos derechos cuyo respeto exiges para ti mismo�.

El origen de la idea de los derechos humanos es la raz�n pr�ctica. En la reflexi�n


acerca de nuestra
conducta ante otros, y buscando las causas de la guerra entre los seres humanos,
descubrimos que en todos los
casos ellas se generan cuando un individuo o naci�n viola o lesiona los derechos
humanos de otros. La idea de
l�mite y el dictado para la conducta implican una regla o ley para las acciones de
los individuos en sociedad. Por
eso, la idea de derechos humanos es una idea moral regulativa y normativa.
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Beuchot, Mauricio. Filosof�a y Derechos Humanos, Siglo XXI, M�xico, 1993. Mues de
Schrenk, Laura.�El
Problema de la Fundamentaci�n de los Derechos Humanos�, en Dianoia, a�o XXXI, n�m.
31, UNAM, M�xico,
1985. Mues de Schrenk, Laura. �Los Salvajes de Am�rica y de Europa�, en Teor�a,
(UNAM, M�xico), 1982. Nino,
Carlos Santiago. Introducci�n de la filosof�a de la acci�n humana, EUDEBA, Buenos
Aires, 1987.

(V�ase: Derecho natural).

(LMS)

DIGNIFICACI�N

. T�rmino empleado por Ricardo Flores Mag�n (1873-1922) para sustentar parte de su
teor�a filos�fico-social, en la
cual sostiene que la especie humana lograr� cabalmente aquello que se ha denominado
dignidad humana, siempre y
cuando la existencia del hombre concreto est� fincada en el bienestar de la
libertad.
Hasta ahora, afirm� Flores Mag�n, �es triste reconocerlo, pero es verdad. La
dignidad humana y el humano
orgullo... palabras, palabras, palabras, para emplear las expresiones del personaje
shakespereano� (Flores Mag�n,
1920: 81).
�Qu� entiende por bienestar y libertad, con los cuales se logra la dignificaci�n
del ser humano? Flores
Mag�n entend�a la �dignidad humana� no como una declaraci�n de principios
abstractos, no como asunto formal
sino real y concreto; por ello es que sostiene un principio universal fundamental:
�el derecho a la vida�. El derecho
a la vida es tener acceso al bienestar y bienestar debe entenderse como la
participaci�n inalienable del ser humano
a una vida material e intelectual para poder desarrollar todas sus facultades
potenciales. Por el mero hecho de
�venir a la vida� es suficiente para tener �derecho a vivir�, �sin m�s obligaci�n
que la de permitir a los dem�s seres
humanos que hagan lo mismo, dedic�ndose todos a la conservaci�n y fomento de la
riqueza social� (1910: 51).
Pero este �derecho a la vida�, como puede observarse, no es gratuito, el trabajo
ser�a parte fundamental en la
producci�n de riqueza de la sociedad y la participaci�n de todos es definitiva.

Derecho a la vida, entonces, debe entenderse como bienestar; as�, �el bienestar
dignifica� al ser humano; sin
embargo, el bienestar es s�lo una parte de la dignificaci�n humana, la
complementar�a es �la libertad�. Libertad
entendida en su m�s amplio sentido en relaci�n con su pensar y actuar. Por ello,
afirm� en 1911 lo siguiente: �...la
necesidad social m�s urgente en M�xico es la dignificaci�n de la raza por el
bienestar y la libertad� (Flores Mag�n,
1911: 38); por supuesto, esta reflexi�n que proviene de un anarquista no se
circunscribe a fronteras geogr�ficas,
sino que se extiende a cualquier lugar y tiempo donde haya opresi�n y miseria.

Para el magonismo (o floresmagonismo, si as� se quiere), �derecho a vivir� es


principio universal fundado
�ticamente; no es s�lo un existir biol�gico sino eminentemente humano; es el primer
derecho humano por su
fundamentalidad, pues en �l estriba la dignificaci�n del ser humano:

El derecho a la vida... el derecho a vivir, es... el primero de todos... sin el


cual no puede existir la especie humana,
derecho que debe ser gozado en toda su plenitud, en toda su extensi�n, sin m�s
obst�culos que el que oponga la
naturaleza en los casos en que la inteligencia y los brazos del hombre no puedan
dominarla: derecho que en ning�n
caso debe ser restringido, menguado o negado... pues... es tanto como atentar a la
existencia de la especie humana
(Flores Mag�n, 1914: 48).

La dignificaci�n asentada en el derecho a vivir significa tener acceso a una


existencia humana en el sentido
de vivir dignamente y vivir la vida con dignidad. Vivir dignamente es comer, tener
casa, salud, educaci�n, etc�tera;
y vivirla con dignidad significa no tener que existir en la afrenta, en la
humillaci�n o la ignominia a causa de la
pauperizaci�n como efecto de la explotaci�n y la opresi�n o la tiran�a. Para Flores
Mag�n, ambos aspectos de la
dignificaci�n humana se complementan y no puede concebirse uno sin el otro, pues se
traducen respectivamente en
bienestar y libertad. En relaci�n con el segundo aspecto, podemos observar un
v�nculo entre moral y existencia,
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pues para el pensamiento anarquista mexicano el bienestar tiene influencia ben�fica
�en la moralidad del
individuo� (Flores Mag�n, 1910: 35), ya que al tener satisfechas sus necesidades
materiales es m�s dif�cil que
caiga en la abyecci�n o en la degradaci�n moral al tener menos posibilidad el robo,
el crimen por hambre, actitudes
esquiroles, el ego�smo exacerbado, el oportunismo, etc�tera, y simult�neamente, se
da m�s apertura a los actos
morales positivos. Desde luego, hay que recalcar que el bienestar es fundamental,
mas no panacea absoluta en la
moralidad del individuo concreto.

Concretizar la dignificaci�n humana resulta impostergable necesidad para Flores


Mag�n; es imposible que
para nuestro fin de milenio ocurra lo mismo con la reivindicaci�n que se ha hecho
de los llamados �derechos
humanos�, en los cuales la �dignidad de la persona humana� es crucial, como bien lo
expresa un documento
religioso en torno a tal tem�tica: �Creyentes y no creyentes est�n generalmente de
acuerdo en este punto: todos los
bienes de la tierra deben ordenarse en funci�n del hombre, centro y cima de todos
ellos� (1975).

Flores Mag�n, Ricardo. �Carta de Ellen White�, en Ricardo Flores Mag�n. Su vida.
Su obra y 42
cartas.Editores Mexicanos Unidos, M�xico, 1976. Flores Mag�n, Ricardo. �La cadena
de los libres�, en Art�culos
pol�ticos 1910, Editorial Antorcha, M�xico, 1983. Flores Mag�n, Ricardo. �La
verdadera revoluci�n�, Art�culos
pol�ticos 1911. Editorial Antorcha, M�xico, 1986. Flores Mag�n, Ricardo. �Por el
derecho a vivir�, en Art�culos
pol�ticos 1914, Editorial Antorcha, M�xico, 1982. Flores Mag�n, Ricardo. �En pos de
la libertad�,
en Discursos.Editorial Antorcha, M�xico, 1979. �La dignidad de la persona humana�,
en Documentos del Concilio
Vaticano II,La Editorial Cat�lica (BAC), Madrid, 1975.

(V�ase: Anarquismo, Antiutop�a y anarquismo mexicano, Utop�a y Anarquismo


mexicano, Utopista y
Anarquismo mexicano, Ego�smo consciente).

(IOC)
ECLECTICISMO O FILOSOF�A ELECTIVA

. El t�rmino eclecticismo surge durante la �poca de los grandes fil�sofos griegos y


en la acepci�n latina se
denomina electivismo. En Am�rica Latina, ambos vocablos constituyen una variante de
la filosof�a en cuyos
principios de �verdad la autoridad carece de valores absolutos y se invita al
individuo a realizar razonamientos
reflexivos, profundos y coherentes sobre su estado actual, para retornar aquellas
corrientes filos�ficas que le son
propias e inherentes a su realidad natural y as� permitir al individuo conocer una
verdad absoluta de su
circunstancia e historia presente.

En Europa, la corriente ecl�ctica es divulgada a partir de la segunda mitad del


siglo XVI y sus m�ximos
representantes son: Bacon, Boyle, Wilkins, Byle, Descartes y Newton, quienes
proponen un �nuevo m�todo� para
la ense�anza y divulgaci�n de la filosof�a y de las ciencias exactas, el cual
consiste en la observaci�n continua del
fen�meno y su probaci�n como hecho tangible y susceptible en el entendimiento. Si
el saber es el entendimiento de
la �verdad�, entonces �sta debe tener una explicaci�n l�gica con base en el uso y
criterio de la raz�n. Este m�todo
se opone a los c�nones establecidos, principalmente escol�sticos, para dar lugar al
surgimiento de la filosof�a
moderna. Aunado a esto, logra una conciliaci�n entre las nuevas ideas y las
creencias religiosas de la �poca.

En Am�rica Latina, el eclecticismo surge en la segunda mitad del siglo XVII; se


utiliza y ampl�a en los
albores del siglo XIX. Desde la introducci�n de la filosof�a moderna en Am�rica al
proceso de emancipaci�n
pol�tica y mental, aparecen en la regi�n grandes pensadores electivos: Juan Benito
D�az de Gamarra y Francisco
Javier Clavijero, en M�xico; Jos� Agust�n Caballero y F�lix Varela, en Cuba;
Francisco Javier de Santa Cruz y
Espejo, en Ecuador, y Cayetano Rodr�guez y El�as del Carmen Pereyra, en Argentina,
quienes a trav�s de su
postura filos�fica electiva contribuyeron a la creaci�n de una identidad com�n en
el habitante novohispano.

Estos autores utilizan la filosof�a ecl�ctica en dos niveles: a) como m�todo de


apertura para la ense�anza y
divulgaci�n de las nuevas teor�as cient�ficas y filos�ficas. Esto signific� una
apertura para la realizaci�n de las
reformas educativas en las distintas universidades de la regi�n, en cuyo interior
es notoria la presencia de la
filosof�a moderna de la Ilustraci�n, el cartesianismo y el experimentalismo
cient�fico, y b) el ideol�gico, este nivel
es el de mayor trascendencia en Latinoam�rica. En el mismo siglo XVIII se sientan
las bases para realizar la
formulaci�n de la toma de conciencia del racionalismo nacional. Cabe destacar que
durante esta �poca, el ecl�ctico
mantiene un amor entra�able a su patria y �ste es tan grande que le hace destacar
las virtudes de sus habitantes a
trav�s del pasado hist�rico. De esta manera, los escritos electivos se
circunscriben en el terreno filos�fico bajo los
principios de fe, experiencia y raz�n y en el socio-pol�tico, en el reconocimiento
de las virtudes humanas, donde se
enaltece a la patria, se valora al ind�gena y se engrandece al criollo. Dichas
aportaciones sirven de fundamento para
el desarrollo de lo que posteriormente ser� conocido como el �movimiento
independentista�.

Si bien, el pensamiento escol�stico y dogm�tico del dominio espa�ol est� protegido


por el criterio del
autoritarismo, en el eclecticismo la propuesta filos�fica se desenvuelve y busca ir
m�s all� de la autoridad, a partir
de la observaci�n y el razonamiento de los hechos hist�rico-sociales. Es decir, la
escisi�n de la unidad colonial es
considerada como el factor end�geno que rechaza el sistema autoritario del dominio
espa�ol. As�, �la misma
reforma de los estudios y la nueva idea de la filosof�a tienen por objeto crear en
el hombre americano una
inteligencia que no mereciendo ya el t�tulo de b�rbara, lo capacite para lograr su
felicidad terrenal� (Moreno, 1973:
201).

Caballero, Jos� Agust�n. Filosof�a electiva, Universidad de La Habana, La Habana,


Cuba, 1944. Caso,
Antonio. �Don Juan Benito D�az de Gamarra, en Obras Completas, t. IX, UNAM, M�xico,
1976. Cousin,
V�ctor.Necesidad de la filosof�a, Espasa-Calpe, Buenos Aires, Argentina, 1947. D�az
de G., Juan
Benito. Elementos de filosof�a moderna, UNAM, M�xico, 1963, col. Nueva Biblioteca
Mexicana, t. I. Lertora M.,
Celina. �Filosof�a Rioplatense durante el per�odo hispano�, en Revista de historia
de las ideas, n�m. 10, Casa de la
Cultura Ecuatoriana-Centro de Estudios Latinoamericanos de la Pontificia
Universidad Cat�lica del Ecuador,
Ecuador, 1990. Mir� Q., Francisco. Despertar y proyecto latinoamericano, FCE,
M�xico, 1974. Moreno, Rafael.
�La filosof�a moderna en la Nueva Espa�a�, en Estudios de la filosof�a en M�xico,
Facultad de Filosof�a y Letras,
UNAM, M�xico, 1973. Narro, Bernab�. La introducci�n de la filosof�a moderna en
M�xico, El Colegio de M�xico,
M�xico, 1948; Ramos, Samuel. Historia de la filosof�a en M�xico, CONACULTA, M�xico,
1973. Rovira, Mar�a
del Carmen. Ecl�cticos portugueses del siglo XVIII y algunas de sus influencias en
Am�rica, Facultad de Filosof�a
y Letras, UNAM, M�xico, 1979. Vitier, Medardo. La filosof�a en Cuba, FCE, M�xico,
1948, col. Tierra Firme,
n�m. 35. Zea, Leopoldo. La filosof�a en M�xico, Libro-Mex, M�xico, 1953.

(MGSJ)
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EGO�SMO CONSCIENTE.

Concepto creado por Pr�xedis G. Guerrero (1882-1910), con implicaci�n �tico-


pol�tico-social, en el cual el
verdadero inter�s del individuo concreto radica en pensar y obrar racionalmente,
con el objeto de tomar conciencia
de su verdadero inter�s como perteneciente a una clase social y en el plano
individual.

Guerrero afirma que bajo el sistema capitalista, al buscar la felicidad, muchos


individuos pasan el tiempo
dedicando sus fuerzas a la defensa de intereses falsos, alej�ndose con ello del que
debiera ser objetivo de todos sus
afanes y aspiraciones: �el mejoramiento individual�, y convierten �la lucha por la
vida� en una �guerra feroz con el
semejante� (Guerrero, 1910: 95). A nivel clase social ocurre lo mismo: los
privilegiados se oponen a los intereses y
emancipaci�n de los trabajadores y se concibe como un peligro que debe ser
combatido con todas las armas de la
astucia y de la violencia. Es as� porque no logran comprender �sus intereses
verdaderos, que son los mismos para
cada entidad h imana. Robar a otro el pan es poner en peligro cierto el propio
sustento. Arrebatar a otros la
felicidad, es echarse cadenas... pretender levantar la dicha propia sobre la
miseria y el dolor de los dem�s, es igual
a querer fortificar un edificio, comenzando por destruir sus cimientos� (Guerrero,
1910: 95). As� camina la mayor�a
de la gente por el mundo, conduci�ndose por el principio absurdo: hacer da�o para
obtener provecho. Esto �ltimo
podr�a calificarse como lo contrario: un ego�smo inconsciente.

En la satisfacci�n completa de necesidades morales, f�sicas, intelectuales, as�


como en el disfrute de la vida
(sin amenazas ni cargas que la amarguen) �est�n radicados tanto el inter�s
particular de los individuos como el de
la colectividad. Los que se opongan a ello, no s�lo rompen lazos de solidaridad
establecidos por la naturaleza entre
la especie, sino operan en contra de s� mismos� (Guerrero, 1910: 96). Esquilmando a
los otros se hace imposible el
bienestar, que no puede ser duradero ni cierto en una sociedad llena de zozobra; y
es as� porque una sociedad que
toca los extremos es desequilibrada: paup�rrima ampliamente en uno de sus extremos
y privilegiada
minoritariamente en el otro.

En tales circunstancias, el concepto de justicia tiene inicua representaci�n, pues


se mantienen y reproducen
instituciones para perseguir inconformes y para reproducir el sistema establecido.

Entre burgueses y proletarios, seg�n Pr�xedis G. Guerrero, una ley natural los
mantiene ligados a una sola
tendencia: �el mejoramiento individual�; ah� estriba el verdadero inter�s de cada
ser humano; tomando conciencia
de esto, precisa obrar racionalmente, sobreponi�ndose a los prejuicios de clase y
dar la espalda a romanticismos,
pues �Ni la Caridad, ni el Humanismo, ni la Abnegaci�n� tienen suficiente poder
como para �emancipar a la
humanidad, como lo tiene el Ego�smo Consciente� (Guerrero, 1910: 96). Las clases
dominantes deben entender
que en momentos coyunturales cr�ticos, la transformaci�n del sistema es inevitable
y que vale m�s para sus propios
intereses facilitar esa transformaci�n que oponerle resistencia reacia; as�, la
problem�tica social que agite en todos
los momentos en todos los rincones del mundo perder�a su aspecto de tragedia y se
resolver�a suavemente en
beneficio para todos: expoliados y marginados obtendr�an bienestar y felicidad, los
privilegiados perder�an con lo
superfluo el temor a perderlo todo y, sin duda, son estos �ltimos los que mejor
parte obtienen.

Ricardo Flores Mag�n afirm� en 1911 que Pr�xedis G. Guerrero fue �el alma del
movimiento libertario� en
M�xico. Efectivamente, labor� tanto con la pluma como con la acci�n.
Internacionalmente, en 1910, fund� la
�Liga Panamericana del Trabajo� que �(...) toma como campo de acci�n el Nuevo
Continente y las Islas que le
rodean, sin perjuicio de apoyar y contribuir solidariamente a los movimientos
obreros de otras partes del mundo
(...)� (Guerrero, 1910: 123).

Como anarquista, admite el concepto de individualidad fundamento �tico de tal


doctrina. �El mejoramiento
individual�, al que hace referencia, bien puede relacionarse con el �ego�smo
individualista� que expone Max
Stirner en El �nico y su propiedad (1845). Tambi�n con �individualismo� expuesto
por �scar Wilde en su ensayo
libertario: El alma del hombre bajo el socialismo (1891). Pr�xedis G. Guerrero,
casualmente, coincide con Wilde.
Dir� que ni altruismo ni caridad ni humanismo... son suficientes; lo �nico que
cuenta es la individualidad, que halla
su fuente en el �ego�smo consciente�. Esto viene a ser una introspecci�n necesaria
sobre lo conveniente al
individuo concreto y como miembro de una clase social. Hab�a que tomar conciencia
del ser del hombre y sus
necesidades, aspiraciones, etc�tera, pero el camino deb�a iniciarse desde el mismo
individuo o el �yo�. Su ego�smo
consciente apunta a la extrema y excluyente sociedad mexicana de principios del
siglo XX, as� como a la situaci�n
latinoamericana y mundial por el expoliante y explotador capitalista imperialista
de esos a�os.

Tal concepto tambi�n es aceptado por Ricardo Flores Mag�n, quien afirma en 1922:
�(...) la individualidad,
lo �nico que entra en la construcci�n de la grandeza y esplendor del Universo�
(Flores Mag�n, 1922: 184).
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Guerrero G., Pr�xedis. Art�culos de combate, Ed. Antorcha, M�xico, 1984. Stirner,
Max. El �nico y su
propiedad,Ediciones Orbis, Espa�a, 1985. Wilde, Oscar. El alma del hombre bajo el
socialismo, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1989. Flores Mag�n, Ricardo. �Carta a Ellen White�, en Su vida.
Su obra, Editores
Mexicanos Unidos, M�xico, 1976.

(V�ase: Anarquismo, Antiutop�a y anarquismo mexicano, Dignificaci�n, Utop�a y


Anarquismo mexicano).

(IOC)

EMANCIPADORES MENTALES

Es el t�rmino acu�ado por el fil�sofo mexicano Leopoldo Zea (1912), con el cual
define a un grupo de pensadores
latinoamericanos que se ocupan de hacer tomar plena conciencia de la necesidad de
libertad a los pueblos de
nuestra Am�rica, reci�n emancipados. Vali�ndose, para tal tarea, de una educaci�n
centralizada, generada por el
Estado, con miras a formarles una personalidad de tipo nacionalista.
Desde la perspectiva de estos pensadores, las revoluciones de independencia
llevadas a cabo en el
continente s�lo hab�an logrado una emancipaci�n pol�tica, mas no una emancipaci�n
mental. En otras palabras:
los pueblos emancipados a trav�s de las armas segu�an atados espiritualmente a las
viejas costumbres de la
Colonia; esto es, a la servidumbre y al vasallaje. Era necesario formar a los
hombres en la libertad, hacerlos
conscientes de que ya no ten�an ning�n yugo, para que as� se despojaran de las
nuevas tiran�as y del abuso de poder
surgidos en toda Latinoam�rica.

Seg�n Leopoldo Zea, el per�odo hist�rico que abarca el movimiento ideol�gico-


filos�fico llevado a cabo
por los emancipadores mentales, se encuentra ubicado aproximadamente entre los a�os
de 1826 �a�o en el que
culmina la Batalla de Ayacucho� y 1867. Este per�odo est� infestado de intensas
guerras intestinas en todo el
continente americano. Guerras promovidas por ciertos grupos sociales, con el af�n
de ocupar los sitios de m�ximo
poder dejados por los peninsulares al momento de su derrota y salida del continente
americano.

Entre los m�s importantes emancipadores mentales podemos nombrar a: Esteban


Echeverr�a (1805-1851),
Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) y Juan Bautista Alberdi (1810-1884), en
Argentina; Andr�s Bello
(1781-1865), en Venezuela; Juan Montalvo (1833-1889), en Ecuador; Manuel Gonz�lez
Prada (1844-1918), en
Per�; Francisco Bilbao (1823-1865) y Jos� Victorino Lastarr�a (1817-1888), en
Chile; Jos� de la Luz y Caballero
(1800-1862), en Cuba; y Jos� Mar�a Luis Mora (1794-1850), en M�xico. Si atendemos a
las fechas de nacimiento,
la mayor�a de ellos eran a�n muy j�venes cuando se iniciaron los movimientos de
independencia en sus pa�ses.
Este hecho les dejar� una profunda impresi�n de la liberaci�n de los pueblos. Sin
embargo, con el paso del tiempo,
�sta cambi� dr�sticamente. Donde los pueblos se hab�an emancipado de las fuerzas
coloniales opresoras, ahora se
impon�an nuevas tiran�as.

As� pues, la libertad de los pueblos � el ideal m�s alto de las gestas
revolucionarias � no hab�a sido
alcanzada; al contrario, �stos segu�an sufriendo un sinf�n de injusticias en manos
de los distintos dictadores a lo
largo de toda Hispanoam�rica. Hab�a que acabar con esto definitivamente. Era el
momento de aprovechar la
oportunidad para emanciparse, de no hacerlo as�, se seguir�a en un estado de
servidumbre a la sombra de
extranjeros y de los mismos hispanoamericanos que impon�an su poder de gobernantes
absolutos.

Es en esta encrucijada, la de escoger entre la libertad o la servidumbre, donde se


levantan las voces de
losemancipadores mentales, quienes optan por la primera. Proclamaron en c�tedras,
congresos, revistas,
peri�dicos, etc�tera, la necesidad de hacerse conscientes de la propia libertad,
para dejar atr�s el pasado colonial y,
de esta forma, entrar en las fuerzas mundiales del progreso.

Hab�a que cumplir tal tarea con un claro proyecto educativo, que respondiera a la
problem�tica concreta de
los pueblos latinoamericanos. Se podr�a prescindir de todo tipo de conocimiento que
no estuviese relacionado con
el proyecto emancipador de educaci�n.
La educaci�n era entendida como una �herramienta� de transformaci�n de la realidad
(a partir de un cabal
conocimiento de ella), con miras a alcanzar la realizaci�n plena de la libertad de
los seres humanos de nuestra
Am�rica.

La emancipaci�n mental, tendiente a la realizaci�n de la libertad, ser� llevada a


cabo por los
mismosemancipadores, vali�ndose de sus ideas inspiradas en una filosof�a de origen
liberal, difundi�ndolas a
trav�s de las instituciones que el Estado creaba.

La filosof�a adoptada por estos pensadores tiene como premisa considerar que: todo
ser humano, por el
simple hecho de serlo, es libre, y por tanto, se encuentra en pleno derecho de
ejercer su propia libertad. Cualquier
sujeci�n a un amo o se�or es inconcebible desde esta perspectiva. El pueblo, como
representaci�n del conjunto de
libertades individuales, es el soberano, y no, por el contrario, un s�lo hombre
(monarqu�a) o un grupo de hombres
(oligarqu�a).

Esta filosof�a es considerada consecuente con las fuerzas de progreso, que se


ven�an manifestando en
algunos pa�ses de Europa (Francia e Inglaterra, principalmente), y de las cuales no
participaban activamente los
pa�ses de Latinoam�rica, �stos segu�an unidos a las fuerzas de retroceso debido al
poder ejercido por las dictaduras.

El progreso europeo hab�a sido generado, seg�n los emancipadores, por las fuerzas
democr�tico-liberales
que representaban el fortalecimiento de la libertad humana y, en consecuencia, iban
desplazando, con gran �xito, a
las viejas costumbres medievales: la tiran�a, la esclavitud y el vasallaje.

Si esto se hab�a logrado en Europa, pod�a ocurrir tambi�n en Am�rica. Hab�a que
apostar todas las ideas y
las acciones a la realizaci�n del proyecto liberal, de esta forma se acabar�a con
la pugna emprendida hacia ya m�s
de treinta a�os contra las fuerzas retr�gradas del pasado colonial por los
insurgentes de los movimientos
independentistas.

Zea, Leopoldo. El pensamiento latinoamericano, Ariel Seix Barral, M�xico, 1976.


Zea, Leopoldo. Am�rica
como conciencia, M�xico, 1983, pp. 86-96. Zea, Leopoldo. El positivismo y la
circunstancia mexicana, Fondo de
Cultura Econ�mica/SEP, M�xico, 1985. Zea, Leopoldo. Filosof�a de la historia
americana, Fondo de Cultura
Econ�mica, col. Tierra Firme, M�xico, 1987. Zea, Leopoldo. Filosof�a
latinoamericana, Editorial Trillas, 2� ed.,
M�xico, 1987. Zea, Leopoldo. El positivismo en M�xico: nacimiento, apogeo y
decadencia, Fondo de Cultura
Econ�mica, 2� ed., M�xico, 1990.
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(OBM)

ENCUENTRO DE DOS MUNDOS.

Se refiere al hecho de lo que com�nmente se denomin�, por m�s de cuatro siglos y


sin suscitar problemas,
Descubrimiento de Am�rica.

Algunos a�os antes de que se cumpliera medio milenio del arribo de Crist�bal Col�n
a nuestro hemisferio,
las instituciones espa�olas de cultura comunicaron y convocaron a las del resto del
mundo, especialmente a las
luso e hispano parlantes, la decisi�n de, y la invitaci�n a mover por todos los
medios (reuniones cient�ficas,
conferencias, publicaciones, seminarios, cursos, investigaciones, radio y
televisi�n culturales y noticiosas, etc�tera)
el inter�s por estudiar y valorar, en suma por reflexionar con seriedad y hondura y
a la luz del presente, acerca de
aquel memorable acontecimiento que al ensanchar la geograf�a abri� paso a la
formaci�n de grupos humanos
nuevos, criollos y mestizos que constitu�an lo que son hoy Angloam�rica y
Latinoam�rica. Esta ultima bien
llamada as�, ya que otras denominaciones como Iberoam�rica, Hispanoam�rica,
Euroam�rica, Indoam�rica y m�s,
no engloban aquello que, sin apelaci�n, es com�n a los pueblos del sur del R�o
Bravo y a las grandes islas del
Caribe, esto es, la herencia cultural de ra�z latina. Con razonable anticipaci�n se
aprestaron a la tarea convocada,
Espa�a, varios pa�ses latinoamericanos y otros de habla distinta, ya que el famoso
periplo de 1492 tuvo mucho que
ver con trascendentales acontecimientos ineludibles en la Historia del mundo
moderno y contempor�neo,
verbigracia: la aparici�n de los Estados Unidos de Am�rica, la apertura de las
rutas del Pacifico y la inclusi�n de
sus culturas isle�as al �mbito de la Historia universal, la posibilidad de conocer
c�mo es la Tierra en su totalidad;
adem�s, los viajes ib�ricos fueron acicate para impulsar otros muchos, lo que
aceler� la competitividad mercantil,
los avances t�cnicos navieros, la carrera armamentista, el aumento de la riqueza
alimenticia, y por fin la dilataci�n
del espacio hacia las luces y sombras de la modernidad. En raz�n directa de la
universalidad del hecho se pens� la
conmemoraci�n del mismo y su finalidad concreta: ensanchar en forma simult�nea el
conocimiento hist�rico
cr�tico y m�s justo de los pueblos involucrados, y el entendimiento, la solidaridad
y el respeto mutuo entre todos
ellos. El asunto no fue f�cil; surgieron discrepancias desde las primeras reuniones
� 9 al 13 de julio de 1984 �
efectuadas en Santo Domingo, Rep�blica Dominicana, a las que acudieron las
Comisiones Nacionales de los pa�ses
de Am�rica y Espa�a, entre otras, para exponer y discutir sus puntos de vista en
torno a la recordaci�n del
acontecimiento. Desde ya, aparecieron las diferencias, una de las primeras y m�s
ac�rrimas fue la que present� la
delegaci�n mexicana, formada por Miguel Le�n Portilla, Jos� Mar�a Muri� y Alberto
Lozoya, quienes propusieron
no hablar del descubrimiento de Am�rica, sino del encuentro de dos mundos. No se
pretend�a una simple
sustituci�n de t�rminos, sin �(...) una transformaci�n del contenido ideol�gico que
se encuentra amparado por cada
vocablo� (1988, n�m. 2: 186).

Se buscaba demostrar que descubrimiento es palabra impropia, equivocada e injusta,


porque de alg�n modo
hace a un lado la importancia de las culturas americanas prehist�ricas y su
evidente herencia en el �orbe entero�.
�(...) insistir en el concepto de una Am�rica descubierta implica recaer en el
a�ejo vicio de proyectar la Historia
desde un punto de vista europeo �e m�s bien eurocentrista�, (...)� (1988, n�m. 2:
186). La representaci�n mexicana
exhort� a que: �(...) con un enfoque orientado por la equidad (...) demos entrada a
la idea de que m�s que hablar de
descubrimiento (...) suprimamos el etnocentrismo y reconozcamos que en 1492 se
inici� en realidad un encuentro
(...)� (1988, n�m. 2: 187).

En los siglos anteriores varias veces se us� en referencias al descubrimiento de


Am�rica el t�rmino
�encuentro�, como una palabra m�s, inofensiva, sin cargas conceptuales; pero ahora,
la ponencia se�alada fue
piedra de toque para que, al amparo de posturas historiogr�ficas, de ideas
filos�ficas y de cierta susceptibilidad
latinoamericana, saltaran resentimientos, agravios, dudas, pasiones, odio,
admiraci�n, miseria y grandeza del
asunto en cuesti�n junto a sesudas, ponderadas y originales consideraciones. Para
aprehender la complejidad del
problema que se suscit�, creo que es m�s operante citar algunas autorizadas
opiniones al respeto.

Edmundo O�Gorman �historiador mexicano� opin� que la �precipitada propuesta�


resulta superficial, ya
que no calaba en el verdadero sentido del suceso, al que se ve�a como una �especie
de confrontaci�n y choque
entre dos entidades que se resuelve en una fusi�n de toma y daca�, y no como lo que
fue: �una entra�able
asimilaci�n ontol�gica de la realidad americana a la realidad universal� (1988,
n�m. 2: 192-213). Alejandro
Gonz�lez Acosta, de la Academia Cubana de la Lengua, public� en el Diario Unom�sUno
(3 de octubre de 1991:
Secc. Ciencia, cultura...) un articulo: �Encuentro, descubrimiento, confrontaci�n y
lucha� en el que trat� de
equilibrar todos los contenidos de aquel 12 de octubre: �se trata de ver entre las
brumas de la pasi�n qu� hay de
cada ingrediente en este caldo espeso�. Y contin�a: �No hay ciertamente en la
historia de la humanidad, muchas
transformaciones que no vengan acompa�adas de sangre... Es el desgarr�n doloroso
que avisa el parto, mas que
nos pese�.
El espa�ol Jos� Luis L�pez Sch�mmer, Presidente de la Asociaci�n de Investigaci�n
y Especializaci�n
sobre Temas Iberoamericanos (AIETI), y nombrado tambi�n Presidente de la Sociedad
Estatal encargada de
ejecutar los programas conmemorativos del Quinto Centenario del Descubrimiento de
Am�rica, afirma que:
�aunque pueda hablarse de un encuentro entre dos mundos en 1492, lo realmente
significativo es el
redescubrimiento de Am�rica, la recreaci�n del Mundo Nuevo, la renovaci�n del mito
de la unidad del mundo�
(1988, n�m. 9: 26).

El mexicano Silvio Zavala corrigi� la idea de que el encuentro se considerara s�lo


de dos mundos, ya que
esto ser�a ignorar �frica y Asia �continentes e islas� alcanzados por las rutas
oce�nicas de las navegaciones
ib�ricas. Encarec�a, adem�s, que no se deb�a �recortar el recuerdo de esa acci�n
hist�rica disputando la
terminolog�a� (1988, n�m. 9: 17). Infortunadamente esto sucedi�, ya que en Am�rica
Latina el resultado de los
estudios al respecto fue pobre.

Leopoldo Zea, ejemplo ineludible de inter�s latinoamericanista, se pronunci� por


la idea de una Am�rica
Latina que siga y alcance su preocupaci�n de integrar lo que no debe estar
separado, sin detenerse especialmente
en los vocablos, pod�a reflexionar sobre los hechos y llamaba a apoyarse en el
Quinto Centenario para iniciar el
futuro: �No nos preguntemos ya �Quinientos A�os... de qu�? Sino �Quinientos A�os...
para qu�?� (1988, n�m. 9: l
l-13).

Vemos que el asunto fue tra�do y llevado para bien o para mal, en verdad la
discusi�n no termin� jam�s;
corri� tinta para defender e imponer o para atacar y no permitir el cambio
sugerido, lo cierto es que cada cual
sigui� usando la denominaci�n de lo que pas� en 1492 de acuerdo a lo que m�s
cuadraba a sus intereses
intelectuales, a sus tradiciones, a sus conocimientos, fueran �stos hist�ricos,
filos�ficos, antropol�gicos,
filol�gicos, o a sus ignorancias; el apoyo o la desaprobaci�n de lo sugerido se
lig� tambi�n a convicciones pol�ticas
y a simples simpat�as o antipat�as. En este pa�s �M�xico� se realizaron programas
al respecto, pero fueron siempre
acciones sueltas, no se conform� nunca en plan nacional coordinado. Muchas de las
actividades realizadas
resultaron encasilladas, de poca difusi�n y trascendencia, de poca movilidad para
ser entendidas por todos los
sectores. Actos hubo en la conmemoraci�n que fueron chispazos luminosos y hasta
geniales unos, y baldes de agua
fr�a otros, seg�n de quien proven�an. Para referirse a lo que pas� el 12 de octubre
de 1492, se usaron t�rminos de
toda laya: rid�culos, chuscos, peyorativos y a veces laudatorios, en todos los
casos in�tiles, por ejemplo: tropez�n,
encontronazo, choque, principio de genocidio y la violaci�n, o bien glorioso,
santificador, excelso, etc�tera. En
todo caso �encuentro y/o descubrimiento� la pol�mica fue una sacudida, a querer o
no, hizo volver los ojos y el
�nimo hacia el principio de todo, de todo lo que es hoy nuestra Am�rica para, por
fin, entenderla en su
esencialidad, como lo que es y no otra cosa.
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junio 1988.

(BRG)
ENSAYO
. El ensayo es un g�nero literario y de reflexi�n, por eso h�brido, esquivo a las
definiciones. Se reconoce como tal a
partir de Essais (1580), textos del pensador franc�s Michel de Montaigne (1533-
1592), cuyo t�tulo dio nombre al
g�nero.

El humanismo renacentista de Montaigne se caracteriz� por un acendrado


subjetivismo y un moderado
escepticismo que, seg�n una perspectiva relativista y existencial, mostraba
reservas respecto a las posibilidades
humanas de conocimiento lo mismo que hacia la universalidad de los valores. El
ensayo es un g�nero
eminentemente moderno que surge bajo la demanda de libertad de pensamiento,
consecuentemente con el trastorno
de los l�mites geogr�ficos y naturales a ra�z de la impactante confrontaci�n
europea con la novedad de Am�rica. El
mismo Montaigne, por la necesidad de adaptarse �a la hora�, declara su
incertidumbre para fijar los l�mites de su
pensamiento y de su experiencia �con la que autoriza su reflexi�n y se compromete
individualmente como autor�,
para abordar su objeto u objetos de estudio, tanto como la vacilante modalidad
discursiva que inaugura �
conscientemente� para tratarlo. As�, apuntan algunas caracter�sticas del g�nero
ensay�stico: su obligatoria
contemporaneidad y fundamental subjetivismo; la diseminaci�n del pensamiento en
distintas direcciones, en
contraste con el intento de sistematizaci�n del pensamiento l�gico conceptual
riguroso; el car�cter de b�squeda y
experimentaci�n intelectual y expresiva sin pretensi�n exhaustiva, m�s a manera de
comentarios, para tratar un
tema o temas de particular inter�s a partir de la personal necesidad de encontrar
respuestas, nunca conclusivas, que
precisamente por eso apela a la recepci�n �ntercomunicativa y al di�logo, en el
interior y hacia el exterior del texto,
para completarse. Otra vertiente de lo que es el inicio de la tradici�n europea del
g�nero, menos expresiva y m�s
formal, es la inglesa, que corresponde a los Essays (1597) de Francis Bacon (1561-
1626). Desde entonces, con
amplios m�rgenes de conceptualizaci�n, comenz� a usarse el t�rmino Ensayo para
designar gen�ricamente un tipo
de discurso y un discurrir libres, relativamente, de normatividad tem�tica y
formal.

En el ensayo se combina la argumentaci�n l�gica de las ideas con las


intervenciones subjetivas, que en
cierta forma la desv�a, tales como la proyecci�n ideol�gica y a veces emotiva de la
voluntad expresiva y de estilo.
A la manera de un juego de espejos, en ocasiones tambi�n l�dica y placentera, surge
en el ensayo la conjunci�n
disyuntiva entre diversos lenguajes o discursos, particularmente entre la prosa
art�stica y la conceptual. Esta
interacci�n de lenguajes y la indeterminaci�n de l�mites entre los procesos
imaginativos, intuitivos, intelectuales y
sensibles, no obstante el predominio expositivo del juicio cr�tico aunque sin
desde�ar los procedimientos est�ticos
del lenguaje literario, no implica propiamente que el ensayo sea tributario de
otros g�neros. Por el contrario, tal
como lo dice Pedro Aull�n, su especificidad consiste en su indeterminaci�n: o en el
hecho de que es un �g�nero no
marcado�. Por esto, adem�s de comportarse aut�noma y creativamente como un fin en
si mismo, debe
diferenciarse de otras figuras gen�rico-reflexivas como el Tratado, la Monograf�a,
el Art�culo, el Estudio Critico u
otras formas estrictamente intelectuales o acad�micas; e igualmente de los g�neros
espec�ficamente literarios como
el drama, la poes�a, el cuento o la novela. Sin embargo, es necesario aclarar que
los g�neros literarios tradicionales
han venido manifestando hist�ricamente un hibridismo creciente, un debilitamiento
de la normatividad can�nica
que permite hablar de novela ensay�stica y filos�fica o de poema en prosa te�rico y
filos�fico sin que estas
modalidades, como tampoco la de los Manifiestos literarios o pol�ticos, deban
confundirse con el ensayo.

Si bien este g�nero y su denominaci�n se desarroll� tempranamente �no sin


dificultades� en la mayor�a de
los pa�ses europeos, su aceptaci�n en Espa�a fue bastante tard�a debido,
evidentemente, a la libertad individual y
de pensamiento procedente de fuentes renacentistas e ilustradas que fundamentaban
su creaci�n. Libertad que
entraba en conflicto con el autoritarismo eclesi�stico y pol�tico espa�ol. A pesar
de esto, el monje Benito Jer�nimo
Feij�o (1676-1764) fue su gran precursor en la Pen�nsula. Pero no seria sino hasta
fines del siglo XIX y principios
del XX, con la llamada Generaci�n del �98 (Ganivet, Unamuno, D�Ors, Azor�n y
otros), que en Espa�a se
consolidar�a el cultivo de este g�nero. En cuanto a su desarrollo en Nuestra
Am�rica, algunos estudiosos
consideran, en sentido extenso, que muchos de los textos de �descubridores� como
los de Col�n; los de los
conquistadores como Las Cartas de Relaci�n de Hern�n Cort�s; los de los cronistas;
Comentarios reales (1609-
1617) del Inca Garcilaso de la Vega o Respuesta a Sor Filotea de la Cruz (1691) de
Sor Juana In�s de la Cruz,
entran ya en la categor�a del ensayo. Sin embargo, en sentido estricto
hist�ricamente, el cultivo del g�nero se sit�a
en las postrimer�as del siglo XVIII con el arribo de las ideas enciclopedistas de
la Ilustraci�n Francesa, que
transformaron el ejercicio literario colonial en ejercicio de reflexi�n
americanista libertaria. As� pues, a partir de la
conciencia diferenciadora entre Espa�a y la singularidad de sus colonias, que
gener� el impulso emancipatorio en
lo pol�tico, econ�mico y cultural, el ensayo comenz� a ser el g�nero por excelencia
para sentir y pensar nuestra
Am�rica. En forma epistolar, un caso paradigm�tico de expresi�n ensay�stica es la
Carta de Jamaica (1815) de
Sim�n Bol�var, en la cual el Libertador hace un emotivo an�lisis cr�tico de la
circunstancia americana, as� como de
su peculiaridad social e incluso antropol�gica, y dice: �Nosotros somos un peque�o
g�nero humano; poseemos un
mundo aparte; (...) no somos indios ni europeos, sino una especie media entre los
leg�timos propietarios del pa�s y
los usurpadores espa�oles�.

Desde entonces hasta el presente, de acuerdo con los matices est�ticos del
Romanticismo, el Realismo de
tintes positivistas, el desva�do Naturalismo, el original Modernismo, los
Vanguardistas y los Posvanguardistas, la
n�mina de nuestros pensadores y ensayistas ha ido ampli�ndose sin detenciones.
Baste citar unos pocos nombres:
Andr�s Bello, Sim�n Rodr�guez, Esteban Echeverr�a, Domingo F. Sarmiento, Jos�
Victorino Lastarr�a, Francisco
Bilbao, Jos� Mar�a Luis Mora, Juan Mar�a Montalvo, Eugenio Mar�a de Hostos, Manuel
Gonz�lez Prada, Jos�
Mart�, Jos� Enrique Rod�, Jos� Carlos Mari�tegui, Jos� Vasconcelos, Ricardo Rojas,
Pedro Henr�quez Ure�a,
Alfonso Reyes y muchos y eminent�simos m�s, que construyeron la tradici�n
intelectual de nuestra Am�rica. En la
inmediata contemporaneidad baste citar textos como El Laberinto de la Soledad
(1950) de Octavio Paz; Las venas
abiertas de Am�rica Latina (1971) de Eduardo Galeano; o el anticipo posmoderno de
reflexi�n ensay�stica, en
M�xico, que es La jaula de la melancol�a (1987) de Roger Bartra, todos en este caso
de gran extensi�n.
Como es sabido, los pensadores de Hispanoam�rica, Iberoam�rica, Latinoam�rica �sin
agotar nuestras muy
diferentes nominaciones�, y hoy ya fijada designaci�n de Am�rica Latina y El
Caribe, han compartido su quehacer
intelectual, profesional y literario con el periodismo cultural y pol�tico, con
cargos p�blicos, incluso presidenciales,
con actividades revolucionarias en bastantes casos y con la docencia. Este
ejercicio diverso de pr�cticas y
discursos, especialmente en el siglo XIX, resultaba contrario a la estricta figura
de la especializaci�n. Por otra
parte, en un contexto hist�rico-social m�s occidentalizado que propiamente
Occidental, surgieron nuestras
vacilantes y pobr�simas naciones m�s del deseo y de la Letra del sector criollo que
de la voluntad institucional
mayoritaria y de la pr�ctica ciudadana socialmente articulada. Desde su
�descubrimiento�, su largo per�odo
colonial y su penoso y siempre obstaculizado proceso independiente, �Am�rica es un
Ensayo�, titulo de un trabajo
de Germ�n Arciniegas. A pesar de su importancia intelectual y literaria, nuestro
ensayo no ha sido suficientemente
explorado ni estudiado en sus correspondientes temas disciplinarios. El inicio de
los estudios sobre nuestra
producci�n ensay�stica �investigaci�n que sigue siendo muy pobremente abordada� fue
el que realiz� el cubano
Medardo Vitier (1886-1960) con el t�tulo Del ensayo americano, publicado en 1945.

Por todo lo anterior y por la frecuentaci�n del ensayo para desarrollar el


quehacer reflexivo, no pocas veces
se ha descalificado nuestra producci�n intelectual con base en su realizaci�n y
expresi�n poco sistem�ticas,
identificadas con falta de rigor; sin considerar, adem�s, que la misma se inserta
en la tradici�n occidental hisp�nica
y no en la vertiente occidental finalmente hegem�nica del liberalismo capitalista
protestante y pragm�tico. As�
pues, seg�n nuestro vivir, sentir y pensar a saltos y urgencias existenciales e
hist�ricas, el ensayo result� la forma
id�nea para plasmar la peculiaridad del desarrollo del trabajo reflexivo y cr�tico
latinoamericano. A�n hoy, el
sobresalto y la violencia siguen estando �a la hora�; consecuentemente, tambi�n lo
que puede llamarsepensamiento
y letra de urgencias. El ensayo en Am�rica Latina y el Caribe evolucion� en �ntima
relaci�n con la Literatura y
otros discursos sociales, al modo en que hoy se dir�a interdisciplinario. Es
paradigm�tico el caso deFacundo (1845)
de Domingo F. Sarmiento. Si como S�sifo, nuestra Am�rica insiste en la tentativa o
en el �ensayo� de su plena
realizaci�n, siempre en la encrucijada de la cima y el despe�adero, se explica que
sus pensadores hayan practicado
y sigan practicando este g�nero h�brido, hoy con carta de naturalizaci�n en la gran
crisis de la racionalidad
moderna e industrial; tambi�n ecl�ctico � sin reservas peyorativas �, porque su
poder epist�mico y su ejercicio se
adaptan a las urgencias de una reflexi�n que se nutre en la fuente afectiva e
imaginativa del deseo de ser y de
permanecer.
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(ALG)
ESCOL�STICA

. La escol�stica designa el gran movimiento de escuelas que se da en la Edad Media,


sobre todo en los siglos XIII
y XIV. Tiene sus antecedentes en las escuelas monacales, sobre todo las del siglo
XI, donde el maestro era llamado
�scholasticus�, escol�stico. Esas escuelas monacales dieron origen, todav�a en el
siglo XII, a las escuelas
catedralicias, y �stas a las universidades. De hecho la universidad era la
universitas scholarum, el conjunto de las
escuelas, as� como el gremio de los profesores y los estudiantes. La escol�stica
era la filosof�a que se cultivaba en
esas escuelas, sobre todo en la famosa universidad de Par�s.

En el siglo XII hab�a escol�sticos c�lebres, como Roscelino, Pedro Abelardo y San
Anselmo, y las escuelas
se distribu�an en torno a la pol�mica de los universales. Despu�s, en la segunda
mitad del siglo XIII y en la primera
del XIV, se da la madurez de este movimiento. En el �mbito de los dominicos, junto
con cierto grupo de seguidores
de San Alberto Magno, se da la escuela tomista de Santo Tom�s de Aquino, que, tras
algunas oposiciones y
suspicacias, se coloc� como la oficial de la orden. Por ese tiempo los franciscanos
hab�an tenido como principal
escolarca a San Buenaventura, pero tuvo un seguimiento m�s fuerte Juan Duns Escoto,
quien fue cr�tico de Santo
Tom�s y de todos los anteriores. En la misma orden franciscana surgi� Guillermo de
Ockham, que fue cr�tico
tambi�n con Escoto, y fund� una fuerte escuela nominalista. Por eso a partir del
siglo XIV se deline� una triple
escuela, dos de reales o realistas y una de nominales o nominalistas. Las dos
reales eran la de Santo Tom�s, para
quien los universales ten�an fundamento en las cosas, pero s�lo potencial, dado que
se pon�an en acto s�lo por la
acci�n del intelecto; y la de Escoto, que era m�s realista, ya que dec�a que los
universales ten�an fundamento en las
cosas ya en acto, aun cuando un acto diminuto. Y la nominalista era la de Ockham,
para quien los universales no
ten�an fundamento en la realidad sino solo en el entendimiento. En el siglo XVII,
la escuela ockhamista decae y es
suplantada por la del jesuita Francisco Su�rez, que ten�a no pocos rasgos de
nominalismo.

As�, en la Am�rica Latina de la Colonia se dan tres escuelas rivales, ellas son
las que configuran
laescol�stica latinoamericana: la tomista, seguida por los dominicos, mercedarios,
agustinos, carmelitas y la mayor
parte de los cl�rigos diocesanos; la escotista, seguida por los franciscanos, y la
suareciana, seguida por los jesuitas.
Ejemplos de estas escuelas en Am�rica Latina son: tomistas, Alonso de la Vera Cruz
y Tom�s de Mercado;
escotista, Alfonso Brise�o y Francisco Acevedo; suarecianos, Diego Jos, Abad y
Francisco Xavier Alegre. Entre
ellos se dan, igual que en Europa, acres pol�micas, a veces por cuestiones de
detalle. La degeneraci�n de las
discusiones hizo que la escol�stica se hundiera en una decadencia muy fuerte, sobre
todo cuando llega la filosof�a
moderna.

A finales del siglo XIX, con el papa Le�n XIII, surge la neoescol�stica, sobre
todo el neotomismo. Por
ejemplo, neotomistas en el M�xico del siglo XX fueron Oswaldo Robles, J. M.
Gallegos Rocafull, I. Guzm�n
Valdivia, R. Preciado Hern�ndez y Fernando Sodi Pallares; escotistas, Fidel de
Jes�s Chauvet y Santiago Campero;
suarecianos, Julio D�vila y J. G. Mor�n. Tomistas fueron, adem�s, en Argentina,
Mons. O. N. Derisi, J. E. Bolz�n,
Celina Lertora, Carlos I. Massini y H�ctor Hern�ndez.
Beuchot, Mauricio. El tomismo en el M�xico del siglo XX, M�xico, UNAM, 1996.
Robles, Oswaldo. �El
movimiento filos�fico neoescol�stico en M�xico�, Filosof�a y Letras, n�m. 24, 1946.
Sanabria, Jos� Rub�n.
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Beuchot, Mauricio. Historia de la filosof�a cristiana en M�xico, Universidad
Iberoamericana, M�xico, 1994. Zahar
Vergara, Alfonso. �El tomismo en el M�xico contempor�neo�, Filosof�a y Letras, n�m.
36, 1949.

(V�ase: Filosof�a colonial, Filosof�a cristiana, Neotomismo).

(MBP)

EST�TICA

. Teor�a cuyo objeto de explicaci�n es la sensibilidad. Por extensi�n, teor�a que


explica la producci�n art�stica
habida en una sociedad y cultura y que da cuenta de su especificidad y no
distinci�n ante otras pr�cticas igualmente
sociales y culturales.

Alexander Gotlieb Baumgarten (1714-1762), profesor en la Universidad de Francfort,


es quien acu�a por
primera vez el t�rmino al publicar Aesthetica en 1750. Es la primera vez que el
t�rmino se acu�a como tal.
Baumgarten lo hace en raz�n de la necesidad de dar constituci�n a un saber que
advierta, bajo principios
cient�ficos, las relaciones que el hombre guarda con la belleza, y en extensi�n,
con el arte. Para Baumgarten la
teor�a del conocimiento se divide en dos partes: l�gica y est�tica; esta ultima
tendr�a que ver, por supuesto, con el
conocimiento sensible (etimol�gicamente, aisth�sis, en griego, significa
sensibilidad), que ocupa un grado inferior
aunque perfectible.
Pero quien tiene la virtud de deslindar a la est�tica como teor�a con estatus
propio y necesario es Kant. El
sentido riguroso y sistem�tico de su Cr�tica del juicio (1790) prolonga
geneal�gicamente la diversidad de
planteamientos est�ticos de los empiristas ingleses (Hume y Burke, sobre todo), e
influye sobre el otro gran
sistematizador de la ciencia del arte, Hegel. La data hist�rica importa al ser,
piedra de toque de toda
consideraci�nest�tica actual.

A prop�sito, el fil�sofo mexicano Alberto H�jar (1935) ha acotado que, en lo


concerniente a tal virtud
kantiana, se requiere historificar y vivificar los planteamientos te�ricos de la
est�tica como ciencia especifica y
superarla como tal. En este orden, la est�tica en Am�rica Latina tiene, igualmente,
data hist�rica. El car�cter
nominal de ella como comunidad socio-cultural, incluso, se debe a una necesidad
est�tica que, en definitiva,
marcha con la pol�tica.

En la primera mitad del siglo XIX, Michel Chevalier agente de Napole�n III, en una
serie de viajes a
Am�rica, distingue sociedades distintas. Una, la del sur, cat�lica y latina, y
otra, al norte, protestante y anglosajona.
La distinci�n sirvi� para los afanes panlatinistas de Napole�n III y,
parad�jicamente, si no se habl� nunca de una
Europa latina, si ocurri� lo propio con la Am�rica latina que hoy en d�a, como
nombre compuesto, ha sustantivado
el adjetivo y da nombre a un conjunto de sociedades heterog�neas como naciones.
S�lo que esta dimensi�n pol�tica
viene acompa�ada de la correspondiente est�tica. Jos� Mar�a Torres Caicedo,
colombiano, historiador literario y
amigo de Chevalier, ante la necesidad de dar nombre preciso a sus trabajos cr�ticos
sobre la literatura de las
sociedades de la Am�rica no protestante ni anglosajona, resuelve esto a partir de
un criterio est�tico que es el de
intitular a uno de ellos como La literatura de la Am�rica Latina (1789).

La est�tica en Am�rica Latina, como dir�a el fil�sofo argentino Francisco Romero,


no ha sido objeto de una
profesionalizaci�n que d� cuenta de sus implicaciones dentro de la unidad cultural
latinoamericana. La riqueza de
la est�tica en Am�rica Latina, si no bajo estas premisas, sin embargo, es notable.

Juan Acha, peruano, te�rico del arte, a la par que ha apelado a la construcci�n de
una est�tica propia de
Am�rica Latina, ha se�alado genealog�as hist�ricas procedentes para la advertencia
de las artes latinoamericanas:
de Pream�rica a la Colonia (1530), de la Colonia a la Rep�blica (1810-1850) y de
Am�rica Republicana a la
tercermundista (1950-1990). De tal genealog�a, Juan Acha, a su vez, desprende
criterios relacional-axiol�gicos de
consideraci�n critica: vinculaci�n, de la religi�n con las est�ticas nacionales;
relaci�n de las
culturas est�ticaspropias con la idea de la identidad de lo nacional y
latinoamericano, y valoraciones de las artes
latinoamericanas en contraposici�n con las europeas.
La est�tica como teor�a y Am�rica Latina como comunidad sociocultural son
recientes, hist�ricamente
hablando. La pertenencia de su relaci�n supone un car�cter de consideraci�n
indisoluble, de modo tal que lo que
Miguel Rojas Mix ha llamado �convivencia discr�nica� (1986), refiri�ndose a la
coexistencia de valores propios y
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ajenos en las artes de Am�rica Latina, conduce a advertir el proceso hist�rico que
Am�rica Latina guarda en com�n
respecto a las naciones que, am�n de un centralismo econ�mico y pol�tico, imponen
c�nones est�ticos bajo la
legitimante de una invariabilidad cultural protestada como universalismo y que
niega, por supuesto, los valores
social/concretos de las artes latinoamericanas. Tal invariabilidad cultural es la
del eurocentrismo, que como
culturalismo, afecta en definitiva no s�lo a la resoluci�n de c�digos art�sticos
latinoamericanos, sino a la
particularidad de sus axiolog�as constituyentes, a la construcci�n de sus
categor�as de cr�tica te�rica y a su
consiguiente desarrollo conceptual de correspondencia social y cultural necesarias.

Acha, Juan. Arte y sociedad: Latinoam�rica. Sistema de producci�n, Fondo de


Cultura Econ�mica,
M�xico, 1979. Acha, Juan. Las culturas est�ticas de Am�rica Latina. Reflexiones,
UNAM, M�xico, 1994. Acha,
Juan. Hacia una teor�a americana del arte, Ediciones del Sol, Buenos Aires, 1991.
Ardao, Arturo. Am�rica Latina
y la latinidad, CCyDEL-UNAM, M�xico, 1993. Hijar, Alberto. �La est�tica de Kant hoy
y para M�xico
(apunte)�,Thesis, (4), 13, abril, 1982. Rojas Mix, Miguel y Barreiro Saguier,
Rub�n. �La expresi�n est�tica: arte
popular y folklore. Arte culto�, en Zea, Leopoldo (coord.). Am�rica Latina en sus
ideas, Siglo XXI, M�xico, 1986.

(V�ase: Antropofagia, Jeito, Ritmo, Verso libre).

(MAEB)
�TICA DEL DESARROLLO

. La �tica del desarrollo determina los fines y normas del desarrollo econ�mico y
social, para hacer de �l algo
integral, que ayude a la �ascensi�n de todos los hombres hacia lo m�s humano en
todas sus dimensiones,
econ�mica, biol�gica, psicol�gica, social, cultural, ideol�gica, espiritual,
m�stica, trascendente�. Una de sus
principales tareas es la valoraci�n critica de los unes y medidas fundamentales de
los modelos alternativos abiertos
para el desarrollo de una naci�n especifica. Adem�s, busca determinar los supuestos
�ticos de un desarrollo
sostenido, justo y equitativo, cuyos valores fundamentales se orientan a satisfacer
las necesidades humanas b�sicas,
la democracia participativa, el respeto por el medio ambiente y la oportunidad
igual para el desarrollo personal.

En la medida en que un pueblo o un conjunto de pueblos, en el marco de una naci�n


o de un conjunto
viable de naciones-Estado, empiezan a recuperar su identidad o su din�mica
estructurante, se hace posible una
pol�tica de desarrollo, es decir, de auto-reestructuraci�n; la colectividad puede
formular entonces un proyecto de
sociedad y fijar los medios para realizarlo: poderes, planes, organizaciones,
etc�tera; en esta perspectiva de un
desarrollo a trav�s de la recuperaci�n del dominio colectivo sobre los procesos
sociales y las estructuras en que
�stos se organizan, se inscriben los problemas �ticos del desarrollo. Entre las
premisas de la �tica del desarrollo se
pueden mencionar las siguientes:

a) La solidaridad humana es indivisible: el desarrollo total del hombre �nicamente


puede realizarse en un
desarrollo solidario de la humanidad. Ning�n Estado puede perseguir sus intereses
ni desarrollarse aisladamente,
pues la prosperidad y el progreso de un Estado son en parte efecto y en parte causa
de la prosperidad y el progreso
de los otros. La participaci�n de todos es tan necesaria como la aceptaci�n de la
responsabilidad social en pro de un
mundo basado en el reconocimiento rec�proco de los hombres.

b) Establecer los mejores presupuestos asequibles para que el mayor n�mero posible
de hombres y de
pueblos goce de una vida humana digna exige una distribuci�n proporcionada del
bienestar y la aplicaci�n de la no
reciprocidad y de la asistencia en caso de ineficacia de otros m�todos.

c) La libertad como condici�n previa de decisiones realmente humanas y


responsables �sin opresi�n,
dominaci�n ni alienaci�n� requiere el derecho ilimitado de autodeterminaci�n de los
pueblos, la soberana
posibilidad de elegir el sistema econ�mico y social, la actividad econ�mica y los
recursos naturales.

d) La justicia y la paz en las relaciones estructurales internacionales comprenden


derechos y deberes en
orden a establecer una igualdad de oportunidades materiales y humanas mediante la
satisfacci�n de las necesidades
elementales de todos; implican igualmente una equilibrada distribuci�n de los
bienes materiales, culturales y
espirituales, as� como el acceso a la utilizaci�n de los recursos disponibles. La
creciente interdependencia de los
pueblos hace que las desigualdades resulten intolerables.

e) El postulado de la seguridad exige la inviolabilidad territorial y la no


injerencia en los asuntos internos,
al igual que un sistema que provea con seguridad a las generaciones presentes y
futuras de los bienes necesarios
para la vida, como son los alimentos y las materias primas.

f) La justicia y la solidaridad son valores fundamentales para una nueva


ordenaci�n de las relaciones
econ�micas internacionales. Justicia quiere decir la creaci�n de una ordenaci�n
jur�dica eficaz que garantice la
igualdad y la independencia. El libre intercambio de bienes s�lo es aut�nticamente
justo y equitativo cuando existe
igualdad de derechos en materia econ�mica; sin la igualdad la cooperaci�n solidaria
no pasar� de ser una palabra
vac�a. Solidaridad significa participaci�n en las deliberaciones y decisiones,
f�cil acceso a los conocimientos y a la
tecnolog�a y ayuda especial a los pa�ses pobres.

Entre los principales representantes de la �tica del desarrollo se puede mencionar


a David A. Crocker y
Denis Goulet. La �tica del desarrollo aborda, adem�s, el conjunto de problemas
morales que la llamada ayuda al
desarrollo a los pa�ses en v�as de desarrollo otorgan los pa�ses industrializados,
as� como se�alar los valores
resultantes de la posibilidad de su autodeterminaci�n pol�tica, social y econ�mica.
Adem�s, tiene como uno de sus
principales objetivos clarificar los problemas que la ayuda al desarrollo suscita
en el denominado conflicto Norte-
Sur, es decir, en la tensi�n entre pa�ses industrializados y pa�ses en v�as de
desarrollo, as� como la transferencia de
tecnolog�a, de sistemas sociales y educativos a los pa�ses del Tercer Mundo, la
cual �seg�n el inter�s de los pa�ses
occidentales� deber�a contribuir a una estabilizaci�n pol�tica, pero hace aparecer
la ayuda para el desarrollo como
un esfuerzo dominado por una ideolog�a imperialista y colonialista. Recordemos que
es una problem�tica moral la
ayuda para el desarrollo que identifica los criterios del Tercer Mundo con las
normas de civilizaci�n y progreso de
los pa�ses industrializados. Cuando el desarrollo no vincula el crecimiento
econ�mico con la justicia social,
propicia una mayor dependencia del Tercer Mundo respecto a los pa�ses
industrializados y no la
autodeterminaci�n. Como pol�tica social internacional y como estrategia de justicia
mundial, el desarrollo debe
contribuir a garantizar la paz, y como condici�n b�sica para tal fin debe
contribuir a crear en el Tercer Mundo las
exigencias m�nimas de una vida humana digna.

Bairoch, Paul. El tercer Mundo en la encrucijada, Alianza, Madrid, 1986. Crocker,


David. �Hacia una �tica
del desarrollo�, en Revista de Filosof�a de la Universidad de Costa Rica. 25 (1987)
129-141. De Silva,
Leelananda.Ayuda al desarrollo. Datos y problemas, Coordinadora de Organizaciones
no Gubernamentales para el
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Desarrollo, Iepala, Madrid, 1985. Gracia, R. Justicia social y desarrollo, Zyx,
Madrid, 1966. Goulet, Denis. �tica
del desarrollo, Estela-Iepal, Barcelona 1965.

(V�ase: Dependencia).

(MASO)

�TICA M�NIMA

. Con este t�rmino se hace referencia a la reflexi�n dentro del �mbito de la


filosof�a pr�ctica que pretende la
construcci�n de una moral, la cual partiendo de las propias tradiciones, de los
condicionamientos pol�ticos y
econ�micos concretos, y desde la propia praxis y reflexi�n de los individuos
involucrados, proporciona respuesta a
las exigencias de la sociedad secular, proponiendo los m�nimos axiol�gicos y
normativos compartidos por la
conciencia de una sociedad pluralista, desde los que cada quien debe tener plena
libertad para hacer sus ofertas de
m�ximos y desde los que los miembros de esa sociedad pueden tomar decisiones
morales compartidas en
cuestiones de �tica aplicada; en otras palabras, es una �tica que basada en la
comunicabilidad interpersonal y en el
consenso sobre unos m�nimos exigibles trata de hacer funcionar �ticamente una
sociedad plural.

La �tica m�nima �que no hay que confundir con un reduccionismo minimalista de la


�tica� en su proceso
reflexivo tiene en cuenta la dimensi�n aut�noma y dial�gica del hombre, y a partir
del reconocimiento mutuo y la
aceptaci�n del derecho de autolegislaci�n que tienen todos los seres humanos,
pretende establecer un m�nimo
moral en el cual s�lo se consideren normas justas aqu�llas que han sido queridas
por los afectados, tras un di�logo
celebrado en condiciones de simetr�a; as� se va constituyendo, poco a poco, ese
cuerpo de normas acordadas, ese
m�nimo de leyes consensuadas, plasmadas en normas positivas, que constituyen las
reglas de juego de la vida
ciudadana. La �tica m�nima parte de una m�nima confianza en que el consenso,
entendido como estrategia y no
como concordia, es el �nico procedimiento leg�timo para acceder a valores morales
en la vida cotidiana; en este
sentido la racionalidad moral que sostiene es una racionalidad dial�gica que,
precaria e hist�ricamente, va
materializando esos m�nimos, y en este sentido se puede afirmar que la �tica m�nima
pertenece al �mbito de las
�ticas discursivas y se opone en cierta forma a la �tica de m�ximos que es una
�tica conciliatoria. As�, para los que
sustentan la ��tica de m�nimos�, sin este m�nimo deseo original de resolver
problemas comunes carece de sentido
toda discusi�n en torno a la legitimidad de las normas. Este m�nimo com�n debe ser
planteado formando parte de
proyectos concretos, de tradiciones concretas y en virtudes concretas. Por otra
parte, en la literatura actual, el
problema de si hay principios �ticos absolutos, por tanto previos a la autonom�a
emp�rica de las personas, se
conoce con el nombre de debate de las ��ticas de m�nimos-�ticas de m�ximos�. La
cuesti�n surgi� en Alemania en
los a�os del III Reich. Entonces la autonom�a de la inmensa mayor�a del pueblo
alem�n opt� por un modelo de
sociedad que a otros les apareci� sencillamente inmoral. De acuerdo con el binomio
autonom�a-beneficencia, no
parece que se le pudieran poner objeciones. Theodor W. Adorno pudo escribir una
obra titulada M�nima moralia,en
el que abogaba por un nivel m�nimo de moralidad, por debajo del cual lo que reina
es la inmoralidad, por las que lo
acepte todo el mundo. �ste es un tema muy europeo, quiz� por la propia historia de
los �ltimos cien a�os. Los
m�nimos morales est�n constituidos por los principios de no-maleficiencia y de
justicia. El primero surge de la
aplicaci�n de la ley general de que todos somos iguales y merecemos igual
consideraci�n y respeto al orden de la
vida biol�gica, y el segundo, el de justicia, al de la vida social. Cuando se
discrimina a los hombres en su vida
social no trat�ndolos con igual consideraci�n y respeto, decimos que se comete una
injusticia, y cuando la
discriminaci�n o el da�o se realiza en el orden de la vida biol�gica y no en el de
la vida social, decimos que se
conculca el principio de no-maleficiencia. Ambos son expresi�n del principio
general de que todos los hombres
somos b�sicamente iguales y merecemos igual consideraci�n y respeto. Este principio
es tan b�sico en la vida
social, que los dem�s pueden obligarnos a que lo cumplamos aun en contra de nuestra
voluntad. Tal es la raz�n de
ser del Derecho penal, en el caso del principio de no-maleficencia, y del Derecho
civil y pol�tico, en el de justicia.
En tal sentido, cabe decir que esos dos principios obligan, con independencia de la
voluntad de las personas.
Cortina, Adela. �tica m�nima. Introducci�n a la filosof�a pr�ctica, Tecnos,
Madrid, 1986. Thiebaut, C.
�Morales m�nimas�, en Raz�n y Fe, 218, (1988) 199-207. Galindo Garc�a, �ngel (ed.).
La pregunta por la �tica.
�tica religiosa en di�logo con la �tica civil, Universidad Pontificia Salamanca,
Salamanca, 1993.
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(MASO)

ETNIA

. .

Del griego ethnos: pueblo. Agrupaci�n natural de individuos de igual idioma y


cultura. Durante mucho tiempo se
le utiliz� como sin�nimo de tribu. Las anteriores formulaciones de diccionario nos
ayudan a aproximarnos a una
noci�n b�sica de lo que es una etnia; sin embargo, cuando se hace referencia a lo
�tnico nos encontramos
definiciones como la siguiente: perteneciente a una naci�n o raza, problem�tica por
la dificultad que representa el
t�rmino �raza� para conceptualizarlo de manera cient�fica.

Una Etnia expresa la m�s grande unidad tradicional de conciencia de especie en


sentido de encuentro de lo
biol�gico, de lo social y de lo cultural: comunidad ling��stica y religiosa,
relativa unidad territorial, tradici�n
m�tico-hist�rica (descendencia bilateral a trav�s de un antepasado real o
imaginario) y tipo com�n de ocupaci�n del
espacio. Un grupo cuyos miembros proclaman su unidad sobre la base de la concepci�n
que ellos hacen de su
cultura com�n especifica. La noci�n de etnia es dif�cil de precisar, porque la
realidad sociocultural que ella expresa
no es est�tica (se hace o se deshace); pero en un momento dado de la historia
ofrece rasgos m�s o menos
coherentes.

�Lo �tnico� suele confundirse con �lo cultural�: lo propio de un grupo dotado de
identidad. Esta acepci�n,
adem�s de autorreferente, implica que la identidad de un grupo era un datum
inmutable y no problem�tico. En
cambio, en otros autores, la tematizaci�n de la etnicidad implica referentes
m�ltiples y problem�ticos. Por ejemplo:
1) los miembros de un grupo �tnico o etnia comparten la creencia de que tienen un
origen com�n (un ancestro
com�n, o un lugar donde nacieron todos sus ancestros...). Esta creencia no
necesariamente se funda en �hechos�. 2)
El grupo �tnico suele tener ciertos rasgos distintivos �lenguaje, religi�n,
vestido, artes, costumbres alimenticias,
instituciones...� que pueden ser �nicos o no: lo importante es que los perciban
como propios. 3) No tiene sentido
hablar de etnicidad si no existen �otros� �los que no forman parte del grupo pero
con �l interact�an�; por ello, la
etnia es siempre parte de una totalidad social que la trasciende: la sociedad
pol�tica. 4) Sin embargo, lo �tnico no es
reducible a lo familiar o vecinal, en el sentido que no implica un contacto
continuo entre los miembros de la etnia.
5) La etnia no se constituye necesariamente en un autor colectivo. 6) Por todo lo
anterior, el contenido de las
categor�as �tnicas sufre variaciones situacionales, aunque, 7) las categor�as
mismas (los nombres colectivos) son
emblem�ticos: identifican a las personas y a las colectividades (Pe�a 1995: 87-88).

�ltimamente se le suele definir en relaci�n con el Estado y la naci�n. En cuanto


al primero, las definiciones
habituales, aunque confusas, coinciden por lo general en describirlo como una
unidad territorial controlada por un
poder soberano. Se nos dice, a lo m�s, que debe poseer tres caracter�sticas
fundamentales: un conjunto de
instituciones que disponen de medios de coerci�n y de violencia, el control de un
territorio definido por unas
fronteras y la capacidad de mantener el monopolio de la elaboraci�n de reglas
dentro de este territorio. Se trata, por
lo tanto, de la acepci�n territorial y pol�tica de la palabra estado. En lo que
hace a la naci�n, resulta a�n m�s dif�cil
su definici�n; de la inmensa bibliograf�a que existe sobre ello y que crece mucho
�ltimamente, no se pueden
deducir unos rasgos comunes que permitan llegar a una concepci�n generalmente
aceptada. Con mucha frecuencia
se confunde la naci�n con el estado, lo cual ocurr�a ya en la voz �naci�n� de la
Encyclopedie, donde se la describe
como �una considerable cantidad de gente que habita una extensi�n de pa�s cerrada
dentro de ciertos l�mites y que
obedece a un mismo gobierno�. En una enciclopedia moderna de las ciencias sociales
se le elude definir y a ella se
refiere con vaguedades del tipo de �una cierta cultura com�n es indispensable y una
lengua compartida muy
deseable�. Ya Turgot hab�a se�alado en 1751 a la lengua como un elemento esencial
de identidad, al sostener que
un estado es un conjunto de hombres que comparten la misma lengua materna (lo cual
no es muy claro si vemos,
por ejemplo, que Suiza tiene cuatro lenguas oficiales, tres de las cuales las
comparte con los estados vecinos).
Como quiera que sea, hay casos en que la etnia ha sido un fundamento de la lucha
nacional, como ha sucedido en
la mayor�a de los pa�ses colonizados. Pero en algunos casos de emancipaciones
coloniales ha sucedido que no
todos los emancipados eran de la misma etnia, como en Sri Lanka (con cingaleses y
tamiles) o en Ruanda
(contutsis y hutus), lo cual ha tra�do nuevos y graves problemas despu�s de la
independencia. En los pa�ses
latinoamericanos la nacionalidad es por definici�n pluri�tnica, o, seg�n algunos,
�supra�tnica� (Fontana, 1996: 1-
5).

Hay tambi�n quien contrapone �grupo �tnico� con la �naci�n�, lo que en realidad
implica una impugnaci�n
del Estado nacional vigente. El antrop�logo Andr�s Medina (1993) ha hecho notar que
al hablar de �grupo �tnico�
se considera a la lengua como aquello que lo caracteriza (criterio censal manejado
sobre todo por las agencias
gubernamentales), y se le ha definido como �una comunidad de lengua, de cultura y
tradici�n, de organizaci�n
corporativa interna; puede contar con una base territorial...� (Guerrero, J. y G.
L�pez y Rivas, 1982: 40). Pero
donde el concepto adquiere una elaboraci�n te�rica extrema, con un formalismo muy
grande, es en una propuesta
�te�rico-metodol�gica� que establece una tipolog�a universal; en ella el grupo
�tnico es un sistema sociocultural
basado en una estructura de organizaci�n comunal, �...estos grupos �tnicos existen
objetivamente como un
archipi�lago de unidades comunales o de pueblos que poseen los elementos
socioculturales comunes�; y,
finalmente, �los �grupos nacionales� o nacionalidades presentan �un complejo
clasista fuertemente diferenciado� y
se orientan a constituirse como Estado-naci�n aut�nomo y soberano� (D�az Polanco,
1984). En otra l�nea de
an�lisis se ha buscado fundar un discurso y ciertas reivindicaciones a partir de lo
que se ha dado en llamar
�comunalidad�; es decir, el espacio significativo en t�rminos de la reproducci�n de
las identidades �tnicas de los
pueblos indios es el de la comunidad cuyas caracter�sticas se definen en �la
comunalidad�, la que tiene cuatro
referentes fundamentales: la tenencia de la tierra, el trabajo, el gobierno y la
fiesta comunales. Tambi�n se
consideran importantes, aunque en otro nivel, la lengua y la cosmovisi�n.
Interesante esta propuesta porque nace
del propio movimiento indio (v�ase a Rend�n, J. J., Dom�nguez, M., 1988; D�az
Floriberto, 1992). A ello habr�a
que agregar que la antigua comunidad agraria en Am�rica Latina ha cambiado
radicalmente con los crecientes
movimientos migratorios hacia los centros urbanos. Se ha convertido �ltimamente en
una entidad social y cultural
mucho m�s sensible a las vicisitudes pol�ticas y econ�micas nacionales. En Ribeiro
(1971, 1988, 1996) la etnia
aparece como una identidad din�mica extremadamente sensible a las transformaciones
hist�ricas y en un
movimiento de g�nesis, transfiguraci�n y muerte o desaparici�n que permite
recuperar la riqueza y complejidad del
fen�meno �tnico. Llega a decir: �La unidad esencial del fen�meno humano es la
comunidad �tnica, que es el lugar
en que el hombre se produce� (Ribeiro, 1996: 237). La evoluci�n terminol�gica ha
sido importante. Hasta hace no
mucho tiempo a�n para los antrop�logos los ind�genas eran poblaciones, sociedades y
culturas, pero nunca pueblos
y comunidades. La palabra comunidad se ha empezado a emplear recientemente. En un
an�lisis lexicol�gico del
t�rmino comunidad frente a la marginaci�n que produce la modernidad como fuerza no
organizada y un capital
global omnipotente, ser marginal significa hoy ser comunitario (P�rez, 1996: 7-15).
En este orden de ideas, ahora,
m�s que hablar de etnias o grupos �tnicos se hace referencia a los pueblos indios.

(V�ase: Pueblos indios).

(JMSM)
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EUTOP�A

. Palabra usada por Tom�s Moro en 1516, en De optimo reip. Statu, deque nova �nsula
utop�a, libellus uere aurens,
donde su protagonista Rafael Hitlodeo propone una salida decorosa para el Estado
inhumano, de modo que
�deber�an en justicia llamarme eutop�a�, eutopia merito sum vocanda nomine.
Curiosamente se ha generalizado
m�s la palabra utop�a que es la parte cr�tica y negativa del contenido de su famoso
op�sculo.

El texto completo de los seis versos que encabezan la Utop�a de Moro dicen as�:

Utop�a me llamaron por rara los antiguos,

�mula victoriosa de aquella ciudad plat�nica;

puesto que all� nada m�s hab�a palabras

y no, como aqu�, donde he adquirido tal imagen

en todo superior en hechos, hombres y riqueza

de manera que en justicia deber�an llamarme eutop�a.

Utopia priscis dicta, ob infrecuentiam,

Nunc civitatis aemula Platonicae,

Fortasse victrix (nam quod illa literis

Delineavit hoc ego una proestiti


Miris & opibus, optimis que legibus)

Eutopia merco sum vocanda nomine.

Las dos palabras latinas, construidas con elementos griegos, no aparec�an en los
Diccionarios de la
Academia de la Lengua Espa�ola antes de 1884.
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Temeroso Bol�var de intentar una rep�blica excesivamente generosa en sus principios
sociales, en 1815,
cuando aun estaba distante en tiempo y espacio la victoria, escribi� con toda
intenci�n: �Es �sta una vana
especulaci�n, estoy resucitando inoportunamente los sue�os de Moro y Fenel�n?

Pero despu�s, desde 1819, cuando defin�a el objeto del Estado moderno que se
acababa de fundar, pensaba
abiertamente en t�rminos de Estado Feliz, estado eut�pico. En el Discurso de
Angostura acu�� una de sus m�ximas
m�s celebradas: �El sistema de gobierno m�s perfecto es aquel que produce mayor
suma de felicidad posible,
mayor suma de seguridad social, y mayor suma de estabilidad pol�tica (...) Son
derechos del hombre: la libertad, la
seguridad y la igualdad. La felicidad general, que es el objeto de la sociedad,
consiste en el perfecto goce de estos
derechos�. Pero cuando Bol�var empez� a percibir los desastres de una mala
administraci�n us� el
vocablo utop�aen una carta a F. de P. Santander del 8 de octubre de 1826:

��Qu� debo yo hacer? �Y qu� debe hacer Colombia? Yo, por servir a la patria,
debiera destruir el magnifico
edificio de las leyes y el romance ideal de nuestra utop�a. Colombia no puede hacer
otra cosa, fallida como est�,
sino disolver la sociedad con que ha enga�ado al mundo, y darse por insolvente�.

Bol�var, Sim�n. Obras Completas, (3 T.), Lex, La Habana, 1950. Hildebrandt,


Martha. La lengua de
Bol�var,L�xico, Caracas, 1974. Moro, Tom�s. Utop�a, Alianza Editorial, Madrid,
1985.

(V�ase: Bolivarismo, Confederaci�n, Panamericanismo, Utop�a).

(GVM)
EXTERIORIDAD

. La categor�a de exterioridad es para el fil�sofo argentino Enrique Dussel, la m�s


importante de la filosof�a de la
liberaci�n. Tal categor�a fue tomada par Dussel de la obra de Emmanuel Levinas,
quien le asigna el sentido de
alteridad. En la perspectiva levinasiana, et ser es exterioridad, no por oposici�n
a la interioridad sino porque se
revela en el cara-a-cara, y en el rostro donde se presenta la esencia infinita del
hombre, es decir su irreductibilidad
frente al pensamiento totalizador fundado en la Mismo. �La exterioridad, como
esencia del ser, significa la
resistencia de la multiplicidad social a la l�gica que totaliza lo m�ltiple�
(Levinas, 1977: 296).

Dussel asume estos planteamientos y trata de ir m�s all� de ellos mediante la


asignaci�n de referentes
concretos a la noci�n de exterioridad:

Levinas habla siempre que el Otro es absolutamente otro. Tiende entonces a la


equivocidad. Por otra parte, nunca
ha pensado que el otro pudiera ser un indio, un africano, un asi�tico. El otro para
nosotros es Am�rica Latina con
respecto a la totalidad europea; es el pueblo pobre y oprimido latinoamericano con
respecto a las oligarqu�as
dominadoras y sin embargo dependientes (Dussel, 1977b-II: 161).

De esta manera, Dussel trata de dar concreci�n hist�rica y pol�tica a la noci�n


levinasiana de exterioridad.
Esta concepci�n del otro en las dimensiones concretas de su alteridad es la base
para dar sentido pr�ctico a la �tica
de la liberaci�n que propone Dussel.

Desde el punto de vista metodol�gico, la exterioridad no puede pensarse


dial�cticamente sino que debe
asumirse anal�cticamente, pasando de la dominaci�n de la totalidad desde si a la
alteridad desde el otro para
servirle creativamente.

A partir de estas premisas, Dussel analiza las distintas formas que adopta la
exterioridad en contraposici�n
con la totalidad dominadora, en los niveles geopol�tico y geoecon�mico (periferia-
centro), econ�mico (trabajo
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vivo-trabajo muerto), pol�tico (pueblo-oligarqu�a), religioso (posici�n
infraestructural-posici�n superestructural),
er�tico (mujer oprimida-varon dominador) y pedag�gico (cultural popular-cultura
imperialista y de masas).

Es as� corno la categor�a de exterioridad permite, anal�gicamente, identificar los


distintos niveles de la
dominaci�n y contribuir a superarlos como tareas centrales de la filosof�a de la
liberaci�n.

Cerutti Guldberg, Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, Fondo de


Cultura Econ�mica,
M�xico, 1983. Dussel, Enrique. La dial�ctica hegeliana, Ser y Tiempo, Mendoza,
1972. En su 2� edici�n la obra se
llam�: M�todo para una filosof�a de la liberaci�n. Superaci�n anal�ctica de la
dial�ctica hegeliana, S�gueme,
Salamanca, 1974. Dussel, Enrique; Guillot, Daniel E. Liberaci�n latinoamericana y
Emmanuel Levinas, Bonum,
Buenos Aires, 1975. Dussel, Enrique. Filosof�a de la liberaci�n, Edicol, M�xico,
1977a. Dussel, Enrique. Filosof�a
�tica latinoamericana, t. I, II y III, Edicol, M�xico, 1977b. Dussel, Enrique.
Religi�n, Edicol, M�xico, 1977c.
Dussel, Enrique. Filosof�a �tica latinoamericana, t. IV y V, Universidad de Santo
Tom�s-Centro de Ense�anza
Desescolarizada, 1980, Bogot�. Dussel, Enrique. La producci�n te�rica de Marx,
Siglo XXI, M�xico, 1985.
Levinas, Emmanuel. Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, S�gueme,
Salamanca, 1977.

(V�ase: Alteridad, Anal�ctico, Filosof�a de la liberaci�n, Pobre).

(RGC)
FEMINISMO

. Movimiento social y pol�tico de las mujeres para la transformaci�n de las


relaciones interhumanas. En Am�rica
Latina, la ola despertada por las liberales brit�nicas se manifest� como movimiento
sufragista a finales del siglo
XIX. Retomando una corriente internacional, a mediados del siglo XX, se expres�
como movimiento de liberaci�n
de las mujeres.

Filos�ficamente, el feminismo pone el acento en la creatividad, �tica y l�gica


femeninas, cuestiona la
neutralidad de las ciencias y al hombre como ser mod�lico. El feminismo es �el
camino racional que recorre una
mujer con conciencia pol�tica sobre la subalternidad femenina y en lucha contra
ello para acercarse el
conocimiento de cualquier aspecto de la realidad� (Bartra, 1994: 8).

Para el pensamiento feminista latinoamericano, que desde 1981, en Bogot�, se ha


forjado a lo largo de siete
encuentros latinoamericanos y del Caribe, �la definici�n feminista de la mujer no
es la que se elabora con base en
la relaci�n con el hombre; as� tampoco �ste es el modelo de adecuaci�n. La mujer
como un ser otro distinto del
hombre, no puede confundirse nuevamente con la lucha por la supuesta igualdad, pues
no hay tal� (Hierro, 1985:
131).

La participaci�n de las mujeres en las transformaciones sociopol�ticas de Am�rica


Latina, desde la �poca de
las guerras de Independencia, ha otorgado un car�cter espec�fico al feminismo
latinoamericano: su referencia al
�mbito publico para transformarlo.

Las primeras manifestaciones del movimiento feminista latinoamericano fueron


liberales y exigieron la
igualdad con el hombre y el derecho al voto, como en todo el resto del mundo. Sin
embargo, tuvo un muy
temprano acercamiento al anarquismo y al socialismo. En 1896, el Partido Socialista
Argentino era su decidido
defensor; y en 1916, en M�xico, el general revolucionario y socialista Salvador
Alvarado apoy� el Primer
Congreso Feminista de Yucat�n (Lavrin, 1985).

El feminismo sufragista fue emancipacionista, luch� para que las mujeres


obtuvieran derechos
patrimoniales, educaci�n, de patria potestad, as� como derecho al voto, para
�convertirse en miembros �tiles de la
sociedad�. Afirmaba que las mujeres estaban dotadas de las mismas capacidades que
los hombres y ten�an mentes
aptas para el cultivo de las artes y las ciencias, adem�s de una moral y una
religiosidad superiores. Por ello exig�an
el derecho a votar y ser votadas. En 1876, en Chile, las sufragistas se
inscribieron al padr�n de las elecciones
presidenciales; en 1891 el Congreso Constituyente Brasile�o debati� sobre el
sufragio femenino. Y en 1922 la
legislatura del estado de Yucat�n (M�xico) otorg� a las mujeres el derecho al voto.
Otra caracter�stica del feminismo latinoamericano fue su vocaci�n regional. En
1910 se fund� en Chile la
Federaci�n Femenina Panamericana, a la vez que en Buenos Aires el primer Congreso
Feminista Internacional
exig�a �una moral para los dos sexos�. En 1920, las feministas peruanas se
adhirieron al �marxismo
latinoamericano� de Mari�tegui (Vitale, 1981).

El feminismo actual no es un movimiento emancipatorio sino de liberaci�n. Desde


finales de los a�os
sesenta las mujeres en diversos encuentros exigieron la autonom�a de sus espacios
en un mundo f�sica y
simb�licamente dominado por los hombres, y el reconocimiento de las demandas
elaboradas por ellas en colectivo.

M�s all� de la igualdad formal, manifestaron el anhelo de crear una cultura


sexuada. Resimbolizaron, en
femenino, el lenguaje mediante la pr�ctica de la autoconciencia o reflexi�n
dialogante sobre los usos de las
palabras y el significado que adquir�an en sus vidas. Asimismo, afirmaron una
corporalidad libre y una sexualidad
no coital desligada de la reproducci�n y de la obligatoriedad de la pareja
heterosexual.

Los golpes de estado en Chile, Bolivia, Uruguay y Argentina y las revoluciones


centroamericanas,
obligaron a muchas feministas a enlazar el elemento �ntimo y personal del feminismo
con reivindicaciones
pol�ticas. La demanda de �democracia en el pa�s, la casa y la cama� de las chilenas
Julieta Kirkwood y Margarita
Pisano sintetiza el sentir de las latinoamericanas.

En la d�cada de los ochenta, el feminismo se organiz� aprovechando financiamientos


internacionales y se
ampli� en organismos y actividades de apoyo a mujeres en lo legal, educativo y
sindical. Asimismo, las posiciones
feministas fueron absorbidas por la academia. No obstante, el movimiento dej� de
producir un pensamiento que lo
cohesionara y le diera sentido.

Esta crisis, en los a�os 1990-1996, ha provocado la fractura del feminismo en por
lo menos tres corrientes:
la reformista que busca el acceso al poder de las mujeres en la estructura social
vigente; la progresista que
cuestiona la tendencia pol�tica de la regi�n y exige beneficios para las mujeres.
Ambas reconocen al Estado como
un interlocutor. La corriente radical sigue una pol�tica aut�noma centrada en la
idea de que es necesaria la
transformaci�n civilizatoria del mundo por las mujeres.

Bartra, Eli. Frida Kahlo; mujer, ideolog�a y arte, 2� ed., Icaria, Barcelona,
1994. Bedregal, Ximena et
al.�tica feminista, La Correa Feminista, M�xico, 1994. Barbieri, Teresita de.
Movimientos feministas. Grandes
tendencias pol�ticas contempor�neas, Universidad Nacional Aut�noma de M�xico,
M�xico, 1986. Hierro, Graciela
(comp.). La naturaleza femenina, Universidad Nacional Aut�noma de M�xico, M�xico,
1985. Lavr�n,
Asunci�n.Las mujeres latinoamericanas; perspectivas hist�ricas, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1985,
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colecci�n Tierra Firme. Vitale, Luis. Historia y sociolog�a de la mujer
latinoamericana, Fontamara, Barcelona,
1981, colecci�n Ensayo Contempor�neo.

(V�ase: Diferencia sexual, G�nero, Movimiento l�sbico homosexual, Sexismo).

(FGC)

FIGURA DEL MUNDO

. T�rmino acu�ado por el fil�sofo mexicano Luis Villoro, la �figura del mundo�
funciona como el �supuesto
colectivo� y �trasfondo incuestionable� que sostiene la mentalidad de una �poca o
de una cultura y sobre la cual se
levantan las dem�s creencias colectivas, actitudes, valoraciones y programas de
vida. La figura del mundo es un
concepto que condensa el n�cleo de creencias b�sicas comunes a una �poca o cultura.

En su ensayo �Sobre el concepto de revoluci�n�, Luis Villoro cuestiona la vigencia


hermen�utica de dicho
concepto. Para Villoro, el t�rmino revoluci�n estar�a en duda como modelo
explicativo, ya que �se pone en
cuesti�n que las revoluciones hayan introducido transformaciones econ�micas y
sociales tajantes� (Villoro, 1993a:
71). Villoro se�ala c�mo el concepto de revoluci�n dejaba de ser un referente
explicativo de los cambios sociales,
en funci�n de la idea de ruptura, rebasado por los an�lisis realizados desde la
perspectiva de per�odos m�s largos.
La crisis de un t�rmino fundamental para entender a las sociedades modernas pon�a
en duda el criterio para
determinar un cambio de �poca, ya que los limites entre �poca estaban dados por las
supuestas rupturas originadas
a partir de acontecimientos como las revoluciones. Dice Villoro: �el fin del
Imperio Romano, la ca�da de
Constantinopla, los inicias del capitalismo, por ejemplo, han sido se�alados como
lindes entre �pocas� (Villoro,
1993b: 43), pero no son evidencias de un cambio radical en el trasfondo de una
sociedad, �son signos externos,
elegidos de un modo arbitrario, para indicar transformaciones lentas y difusas cuya
maduraci�n toma mucho
tiempo� (Villoro, 1993b: 43). Dar cuenta de este proceso de transformaci�n
implicar�a contar con un t�rmino
explicativo de mayor amplitud, que pudiera captar el proceso de transformaci�n
epocal con mayor profundidad.
Villoro propone el t�rmino �figura del mundo� como alternativa para rastrear la
aparici�n y el desarrollo de
nuevas formas de ver el mundo y de situarse ante �l. Villoro observa c�mo la
transformaci�n que lleva de una
�poca a otra se manifiesta en un �n�cleo de creencias b�sicas� que cada �poca
porta, determinando en ellas sus
ideas, actitudes y programas de vida. En su ensayo El pensamiento moderno.
Filosof�a del Renacimiento, Villoro
analiza c�mo surge el n�cleo de creencias b�sicas que dar�a origen a la �poca
hist�rica que hoy denominamos
moderna. Para Villoro, la ruptura paulatina con la figura del mundo medieval
iniciar�a en el Renacimiento, ya que
es en ese momento en el que ciertos supuestos incuestionables para el mundo
medieval comenzar�an a �agrietarse�,
surgiendo lenta y difusamente nuevas im�genes sobre el cosmos, el hombre, la
cultura y la naturaleza. El
t�rminofigura del mundo condensa el n�cleo de creencias b�sicas comunes a una �poca
y que determinan en ese
lapso hist�rico la manera como el mundo se configura ante el hombre. La figura del
mundo es un �marco
restringido de conceptos y actitudes comunes que delimitan las diversas
concepciones de una �poca� (Villoro,
1993b: 43), es el �supuesto colectivo� y �Trasfondo incuestionable� que sostiene la
mentalidad de una �poca y
sobre la que se levantan las dem�s creencias colectivas, actitudes, valoraciones y
programas de vida. La duraci�n y
permanencia de una figura del mundo determinada marca tambi�n el criterio para
determinar un cambio de �poca,
�Porque una �poca hist�rica dura lo que la primac�a de su figura del mundo�
(Villoro, 1992: 9). Un cambio epocal
puede ser captado en la medida en que el n�cleo de creencias b�sicas de una �poca
se transforma. Dice Villoro:
�Un cambio de �poca es, ante todo, una transformaci�n en la manera en que los
hombre ven al mundo y se sit�an
en �l� (Villoro, 1993b: 43). La transformaci�n epocal interpretada mediante la
figura del mundo no pod�a ser una
transformaci�n radical como la supuesta por las revoluciones, porque �la nueva
figura no reemplaza abruptamente
a la antigua� (Villoro, 1992: 10), ya que como �una �poca no presenta fronteras
precisas� (Villoro, 1992: 10) s�lo
es posible dar cuenta de su transformaci�n mediante el an�lisis del proceso de
cambio de sus creencias b�sicas,
proceso que comprende un lapso muy amplio. En el caso del pensamiento moderno, �ste
se �construir�,
consolidar� y diversificar� en los cuatro siglos posteriores� (Villoro, 1992: 84)
al inicio de la ruptura con el mundo
medieval gestada en el Renacimiento. El t�rmino figura del mundo sirve tambi�n para
captar las formas de vida y
las creencias b�sicas que detenta toda cultura, argumentando en favor de una
�integraci�n efectiva� que permita la
aceptaci�n del �derecho de las comunidades minoritarias a la diferencia� (Villoro,
1993c: 153), y que permita
incorporar a su propia figura del mundo los valores y t�cnicas de la cultura
hegem�nica de manera aut�noma.
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Villoro, Luis. �Sobre el concepto de revoluci�n�, en Teor�a, Facultad de Filosof�a


y Letras, UNAM, n�m.
1, julio, 1993a. Villoro, Luis. �Filosof�a para un fin de �poca�, en Nexos, n�m.
185, mayo 1993b. Villoro, Luis.
�Aproximaciones a una �tica de la cultura�, en �tica y diversidad cultural, Le�n
Oliv� (comp.), Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1993c. Villoro, Luis. El pensamiento moderno. Filosof�a del
Renacimiento, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1992. Villoro, Luis. En M�xico, entre libros, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1995.

(V�ase: Creencia).

(GEOB)

FILOSOFEMA

. .

. El filosofema es una proposici�n filos�fica. Como tal, forma parte de las


argumentaciones filos�ficas y constituye
la unidad de sentido de los discursos filos�ficos.

Cuando estas unidades de sentido filos�fico o filosofemas se encuentran en un


texto escrito en verso, como
los poemas filos�ficos presocr�ticos o de la Xochitl in Cuicatl (Flor y canto)
n�huatl, constituyen �estrofas
filos�ficas�; Juan David Garc�a Bacca las define como conjunto de palabras centrado
o cristalizado alrededor de
una idea; por su parte, Miguel Le�n Portilla se�ala que depende de la m�trica y la
estil�stica la presentaci�n del
sentido filos�fico del poema. Aunque el t�rmino se emplea desde la antig�edad en un
sentido positivo para
referirse a las afirmaciones hechas por los fil�sofos, se le ha incorporado tambi�n
un sentido negativo o peyorativo
en el cual constituye una afirmaci�n con pretensiones filos�ficas, pero que en
realidad est� muy alejada de ella,
incluso puede constituir un abuso de la filosof�a, por ejemplo la sofistica; en
este sentido peyorativo es preferible
utilizar el concepto �filosofismo�. En la historia de la filosof�a se utiliza el
t�rmino cuando alg�n fil�sofo diserta o
reflexiona sobre su propio quehacer; sin embargo, su uso no indica mayor sentido
sem�ntico que el de ser parte de
las argumentaciones en los discursos filos�ficos, de ser proposiciones filos�ficas,
integradas a su vez por conceptos
filos�ficos. De tal forma que se ha utilizado el t�rmino �filosofema�, pero sin
pasar a analizarlo detenidamente;
excepto cuando se elabora intencionadamente filosof�a de la Filosof�a. Filosofemas
como los siguientes: �Yo s�lo
se que no s� nada�, �Yo soy yo y mi circunstancia, si salvo mi circunstancia, me
salvo yo�, �Todo lo real es
racional y todo lo racional es real�, �Lo importante es filosofar, que lo americano
se dar� por a�adidura�; son
proposiciones constituyentes de argumentaciones filos�ficas que se pueden encontrar
en los discursos filos�ficos
sean orales o escritos. Otra es la historia del filosofema cuando en un cruce o
choque ideol�gico se enfrentan
discursos diferentes. En estos casos el filosofema es el reducto que posibilita la
identificaci�n de lo filos�fico para
mostrar que el discurso en su conjunto es la expresi�n de un pensamiento de
profunda reflexi�n y con sentido
ontol�gico, epistemol�gico, �tico, etc�tera. Para el caso americano son destacados
los momentos de la conquista en
el siglo XVI, de la independencia en el XIX y para la Filosof�a latinoamericana en
el presente para comprender la
importancia del filosofema; en todos ellos se ha discutido la validez de la
filosof�a en esta parte del continente,
desde la duda de Sahag�n, que pon�a al margen un texto, si la descripci�n del
tlamatini era la de un sabio o un
fil�sofo, hasta la negaci�n de un filosofar aut�nticamente latinoamericanista en el
di�logo mundial de pleno siglo
XX. En estas cr�ticas y defensas el filosofema tiene un lugar preponderante, pues
en �l se cifra la unidad y
diversidad de la filosof�a y la posibilidad de fundamentar su universalismo y
peculiaridad. Por ejemplo, Jos� Gaos
produce trabajos que lo llevan a desarrollar una fenomenolog�a de la expresi�n.
Para Gaos la pluralidad de la
filosof�a se encuentra en los pensamientos notificados en los filosofemas, pero su
unidad se encuentra en los
conceptos integrantes de aquellos. Los conceptos son comunes al discurso
filos�fico; sin embargo, cambian su
sentido o significado dentro de los filosofemas que de un fil�sofo a otro
hist�ricamente se expresan. Desde el punto
de vista de la filosof�a de la Filosof�a gaosiana el an�lisis de los filosofemas es
primordial para conocer aspectos
del desarrollo de la propia historia de la filosof�a. Por una parte, lo filos�fico
se encuentra desde los conceptos
integrantes de los filosofemas, ah� est� la unidad de la filosof�a; por ejemplo los
conceptos de �ser� o �ente�,
�entidad� o �sustancia�, �Dios�, �hombre� y que al dominar el discurso filos�fico
determina el g�nero de �ste o de
sus partes, como L�gica, Ontolog�a, Antropolog�a, Est�tica, etc�tera. Adem�s, los
conceptos por un procedimiento
de �engarce� o �encabalgamiento� entre problem�ticas y obras tienen continuidad a
lo largo de la historia: �El
t�rmino aristot�lico ciencia de lo ente y el hegeliano preguntar por el ser son
sin�nimos de ontolog�a, que designa
una parte de la disciplina denominada con el termino Metaf�sica en Kant...� (Gaos,
1962: 408). Por otra parte, las
argumentaciones filos�ficas est�n dirigidas a fundamentar, a dar razones de los
problemas que los hombres
encuentran en su particular circunstancia y desde su perspectiva ontol�gica, de tal
forma que sus filosofemas
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expresan pensamientos diferentes, aun de los mismos objetos objetivados por tales
pensamientos o de las
emociones y nociones significadas por las mismas expresiones. As�, lo com�n en
filosof�a es la pluralidad de �sta
en sus filosofemas: �(...) Arist�teles afirma la existencia de la Ontolog�a y
Heidegger su necesidad, mientras que
Kant pregunta por la posibilidad de las otras partes de la disciplina� (Gaos, 1962:
408-409). Es decir, la
divergencia existe en el sentido que se expresa en los filosofemas, en el car�cter
con que son expresados. El sentido
comportado por el conjunto de los filosofemas expresa de manera m�s completa las
peculiaridades, estilos,
circunstancias, modos de ser y pensar los propios problemas de donde se infiere que
un an�lisis de los filosofemas
no es simple acrobacia mental. Adem�s, se debe tomar en cuenta que los filosofemas
constituyen el sentido que da
unidad a las argumentaciones filos�ficas y que en todo el proceso de argumentaci�n
que despliegan los fil�sofos,
van puliendo, construyendo el horizonte de sentido que se concatena o sintetiza en
ellos. Adolfo P. Carpio se�ala
que el filosofema explica, no por s� mismo, sino por el sentido que se le ha
incorporado, por el horizonte de sentido
en que se ha ido colocando; es entonces este sentido el que explica y del cual el
filosofema es la expresi�n
sint�tica. En el caso de los filosofemas que estructuran los discursos de la
filosof�a latinoamericana, �stos hacen
referencia a la realidad, la identidad y la cultura latinoamericana como contenido
y a la liberaci�n como forma. Se
trata de un filosofar que busca el di�logo mundial para modificar las relaciones de
dominaci�n y dependencia en
que es mantenida. Filosofemas que buscan dar respuesta a los problemas de los
hombres de esta parte de Am�rica.

Carpio, Adolfo P. El sentido de la Historia de la filosof�a, Bs. As., EUDEBA,


1977. Gaos, Jos�. De la
filosof�a, Curso de 1960, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1962. Gaos, Jos�.
Filosof�a de la filosof�a e
Historia de la filosof�a, Ed. Stylo, M�xico, 1947. Gaos, Jos�. Dos ideas de la
filosof�a, La Casa de Espa�a en
M�xico, M�xico, 1940. Garc�a Bacca, Juan David. Los presocr�ticos, Fondo de Cultura
Econ�mica, col. Popular,
n�m. 177, M�xico, 1993. Garibay K., �ngel Mar�a. Historia de la literatura N�huatl,
Porr�a, M�xico, 1953. Le�n
Portilla, Miguel. Trece poetas del mundo azteca, UNAM, M�xico, 1984. Le�n Portilla,
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N�huatl, estudiada en sus fuentes, UNAM, M�xico, 1983. Trejo Res�ndiz, Wonfilio. El
problema de la filosof�a
americana, Universidad de Nuevo Le�n, Secc. de Estudios Latinoamericanos, M�xico,
1965.

(VMR)
FILOSOF�A AFROAMERICANA

Es toda filosof�a que tiene como punto de partida la cultura americana que en
alguna de sus manifestaciones est�
te�ida por la rica presencia cultural de �frica. El t�rmino afroamericano no debe
hacernos pensar en un enclave
aut�nomo. Con ello no se est� se�alando una divisi�n en la que quedan por un lado
lo africano, lo indio y lo
europeo. Lo americano, en realidad, es la fusi�n de lo indio, lo europeo, lo
africano y mucho m�s. Por eso, la
llamada Latinoam�rica podr�a ser denominada Afrolatinoam�rica, ya que desde el
momento del encuentro ente el
latino y el americano est� presente tambi�n el africano. Los movimientos culturales
de estos �ltimos tiempos en
Am�rica han inducido a los americanos a asumir todas sus tradiciones, pues en la
medida que conocemos m�s
nuestra identidad somos, a un tiempo, m�s espec�ficos y m�s universales.

Las culturas africanas fueron vertidas por fuerza en las culturas americanas. Sin
embargo, por aut�noma
que parezca, cada cultura es inseparable del campo cultural global con el que se
relaciona y que la configura,
aunque tambi�n se desarrolla de manera particular y original. Pero, no es posible
borrar de un plumazo todo un
legado hist�rico afro que la realidad revela diariamente. Este legado aunque fuera
�vergonzoso� es parte de la
identidad americana y debe ser tomado en cuenta en el momento de elaborar la
llamada filosof�a latinoamericana.
De este modo, lo afroamericano es una de las formas espec�ficas que configura la
cultura global americana.

Los esclavos africanos tuvieron la oportunidad de disfrutar de estas tierras


americanas y de dar una
respuesta positiva o negativa a la nueva realidad en la que se encontraban. Las
preguntas acerca de la vida y de la
realidad, as� como las respuestas dadas desde una cierta situacionalidad ser�an
elementos constitutivos de
estafilosof�a afroamericana. Horacio Cerutti sugiere, adem�s del an�lisis de la
parte econ�mica y social de los
estudios afroamericanos, �un estudio del entramado cultural que no puede reducirse
a las lenguas criollas, las
religiones y la as� llamada �magia� tal como lo ha hecho hasta ahora la
antropolog�a� (Cerutti, 1994: 6). La cultura
estructura los sistemas de pensamiento y la concepci�n del mundo, los cuales
incluyen un enfoque problematizador
que articula las preocupaciones sistem�ticas � siempre en presente � con las
dimensiones hist�ricas, la sincron�a
con la diacron�a, el hoy hacia el futuro con la memoria y las tradiciones. Como
dec�a Jos� Gaos, filosofar es dar
raz�n de; y �sta no se hace en una generalidad abstracta y vaga sino en la
concreci�n real de su historia. Cerutti por
su parte afirma que la filosof�a debe ser a posteriori; y Paul Ricoeur propone que
la filosof�a es une reconqu�te a
partir d�un d�j�-l� que es la tradici�n y la cultura; la historia que se hace desde
la vivencia concreta de cada d�a.
En esta vivencia concreta, el americano no puede cerrar los ojos a la presencia
f�sica y cultural del aporte africano.
No hay que buscar lo negro en esta sociedad como si fuera algo aparte. De ah� que
se insista en que toda forma de
cultura o subcultura, se inscribe en un sistema de intercambio en el que se
efect�an las relaciones de asimilaci�n,
influencia y oposici�n.

Desde la conquista hasta hoy, los pa�ses americanos han estado orientados hacia la
asimilaci�n de los
valores de la cultura occidental pero, por otra parte, la b�squeda de la identidad
de las poblaciones mestizas es hoy
d�a un prop�sito vital. La historia es, en estos �ltimos tiempos, la de las
dificultades o logros para consolidar un
proyecto de cultura nacional que tome en cuenta lo multi�tnico y lo pluricultural
del continente. Para eso se
necesita una relectura de la historia que vuelva a dar a cada grupo su valor real,
lectura hecha desde la base de la
pir�mide y no a partir de los vencedores. La afirmaci�n del patrimonio colectivo
mediante el reconocimiento de
otras nociones que se derivan de �l, como es la cultura popular, permitir� la
incorporaci�n de la parte afro a lo
latinoamericano y dar� raz�n del mestizaje al hacerlo m�s comprensible,
conceptualiz�ndolo como un proceso
global que produjo una multitud de bienes culturales como las lenguas criollas,
tradiciones orales, religiones
sincr�ticas, m�sica y bailes que hacen parte fundamental del ser del
afrolatinoamericano.

Sin embargo, la situaci�n de los pueblos afrolatinoamericanos no est� determinada


�nicamente por esta
presencia sino en, mayor grado, por el desarrollo econ�mico y social de las
sociedades que habitan y se incluyen en
el continente. Aun en el aspecto econ�mico, la mano de obra africana contribuy�
considerablemente a la econom�a
de Am�rica. Adem�s, la amplia distribuci�n y diversidad de los pueblos africanos y
su contribuci�n cultural y
est�tica a la riqueza de las tradiciones de Am�rica, constituyen el producto final
de largos siglos de cambio,
durante los cuales los afroamericanos no fueron simplemente sujetos pasivos e
inconscientes de procesos externos
sino, por el contrario, agentes activos de las propias transformaciones. Por
razones extra cient�ficas se ha negado
incorporar lo afro a lo latinoamericano. �Hasta cu�ndo seguir� esta negaci�n!
�Hasta cu�ndo la ciencia en Am�rica
seguir� siendo presa de la pol�tica, de la econom�a y c�mplice de la alienaci�n! Si
es la de una de las tareas de la
filosof�a recuperar en la historia la acci�n y el pensamiento de un sujeto negado y
olvidado a prop�sito: �he aqu� un
desaf�o para la filosof�a �latinoamericana�!

Aguirre Beltr�n, Gonzalo. Proceso de aculturaci�n, Fondo de Cultura Econ�mica,


M�xico, 1992. Cerutti
Guldberg, Horacio. �Africanness: A Lat�n american philosophical perspective�, en
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Report,vol, 10, n�m. 2, 1994. Delafosse, Maurice. Los negros, Editorial Labor,
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Ribeiro, Darcy. Las Am�ricas y la civilizaci�n, Ed. Extempor�neos, M�xico, 1977.
Tannenbaum, Frank. El negro
en las Am�ricas, esclavo y ciudadano, Paid�s, Buenos Aires, 1968. UNESCO. �frica en
Am�rica Latina, Siglo
XXI, M�xico, 1977.

(V�ase: Filosof�a latinoamericana, Mestizaje, Negritud, Racismo).

(MKM)

FILOSOF�A COLONIAL

. La filosof�a colonial fue la que surgi� en Am�rica con la llegada de ideas y


corrientes europeas a estas tierras. En
muchos casos trasciende la mera importaci�n y se logra aplicar esa filosof�a a los
problemas concretos y candentes
de la situaci�n del nuevo mundo. De manera natural, fue siguiendo las vicisitudes
hist�ricas de la filosof�a europea,
pero recibiendo en muchas ocasiones de manera creativa y transformadora esos
contenidos. En la base fue
preponderantemente una filosof�a escol�stica, pero integraba elementos de las
corrientes que predominaban en
Europa. Por eso podemos marcar tres etapas en esta filosof�a: la �poca humanista,
la �poca barroca y la �poca
moderna. Tomaremos como ejemplo de esta filosof�a colonial el caso de la Nueva
Espa�a, para mostrar sus
principales aspectos.
La �poca humanista abarca el siglo XVI y principios del XVII. En ella, la
escol�stica imperante se deja
impregnar de elementos propios del humanismo renacentista, se defiende la dignidad
del hombre y se compara el
humanismo europeo con el humanismo ind�gena, para aceptar al menos algo de este
�ltimo, como lo hicieron
Bartolom� de las Casas, Alonso de la Vera Cruz y Tom�s de Mercado. Inclusive puede
hablarse de autores
notoriamente humanistas, m�s que escol�sticos, como Juli�n Garc�s y Vasco de
Quiroga. Y eso llega hasta
principios del siglo XVII, como en las reformas de la l�gica que hace Antonio Rubio
o las teor�as de la justicia de
Juan Zapata Sandoval.

La �poca barroca se da en el siglo XVII y alcanza hasta principios del XVIII, ya


que en Am�rica tuvo
mucha m�s persistencia que en Europa. Tambi�n tuvo m�s vigor. Se hizo visible m�s
bien en el arte pero tambi�n
se puede detectar en el pensamiento filos�fico. De este tipo de pensamiento se
muestran las especulaciones del P.
Diego Mar�n de Alc�zar, manifiestamente culteranas y recargadas. Y tambi�n las de
Fray Francisco Naranjo, no
s�lo por lo cargada de conceptos sino por los motivos y ejemplos que usa en su
exposici�n, t�picamente barrocos,
como los espejos, la luz que se refleja en ellos y las cosas que se fingen como
sombras a partir de los mismos.
Puede decirse que esta situaci�n se prolonga hasta bien entrado el siglo XVIII,
como se aprecia en el caso de Juan
Jos� de Eguiara y Eguren. Pero sobre todo se ve en el tipo de ciencia que se
cultiva en esta �poca, muy permeada
de hermetismo, especialmente a partir de las lecturas del padre jesuita Atanasio
Kircher, que ven�an de Europa. De
hecho, Kircher mantuvo correspondencia con algunos mexicanos. Su influencia es muy
clara en Carlos de
Sig�enza y G�ngora, fil�sofo, matem�tico y astr�nomo, as� como en Sor Juana In�s de
la Cruz, que en sus obras
literarias revela un notable conocimiento de esos temas cient�ficos, filos�ficos y
hasta teol�gicos.

La �poca moderna se cierne desde finales del siglo XVII, pasa por el XVIII y llega
a la Independencia, a
principios del siglo XIX. En las postrimer�as del XVII se ve en autores como
Sig�enza, que ya hacen una
utilizaci�n decidida de Descartes, Gassendi y otros racionalistas. Los empiristas
llegan m�s despacio y son
incorporados m�s lentamente. Por ejemplo, se ve esto en los jesuitas, en la segunda
mitad del siglo XVIII. Jos�
Campoy, Diego Jos� Abad, Francisco Xavier Clavijero y Francisco Xavier Alegre son
muestras de ello. Cuando
los jesuitas son expulsados, en 1767, otras �rdenes los sustituyen, como los
oratorianos, entre los cuales descuella
Juan Benito D�az de Gamarra y D�valos. En el mismo exilio, y ya a principios del
siglo XIX, siguen los jesuitas su
proceso de modernizaci�n, e incluso influyen en Europa, como lo hizo Andr�s de
Guevara y Basoaz�bal. Por ese
tiempo, muchos de los pensadores de la independencia supieron combinar su formaci�n
escol�stica con las ideas
modernas, y hasta hubo algunos completamente modernos. Con ello se apoy� las ideas
de emancipaci�n y termin�
la era colonial.
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Beuchot, Mauricio. Historia de la filosof�a en el M�xico colonial, Herder,
Barcelona, 1996. Gallegos
Rocafull, Jos� Manuel. El pensamiento mexicano en los siglos XVI y XVII, UNAM,
M�xico, 1951 (2� ed. 1974).
Navarro, Bernab�. La introducci�n de la filosof�a moderna en M�xico, El Colegio de
M�xico, M�xico, 1948.

(V�ase: Filosof�a cristiana, Escol�stica, Ciencia barroca, Compa��a de


Jes�s, Confesi�n, Criollo,Eclecticismo, Filosof�a latinoamericana, L�gica
colonial, Poscolonialismo, Providencialismo).

(MBP)

FILOSOF�A CRISTIANA

. El concepto de filosof�a cristiana se encuentra ya en la �poca patr�stica


(Clemente de Alejandr�a y San Agust�n),
en la Edad Media (Escoto Eri�gena, San Buenaventura) y en el Renacimiento (Erasmo,
Cris�stomo Javelli); pero
cobra fuerza sobre todo al final del siglo XIX, con el papa Le�n XIII, y a
principios de este siglo. A fines de los
a�os veinte y principios de los treinta, se debati� acremente. La existencia de la
filosof�a cristiana fue cuestionada
por E. Br�hier, quien dec�a que el cristianismo no hab�a hecho progresar la
filosof�a, ni siquiera con San Agust�n y
Santo Tom�s. En el fondo estaba la tesis de que una filosof�a no puede estar atada
a dogma alguno. Hablar de
filosof�a cristiana seria como hablar de matem�tica cristiana o f�sica cristiana. L
Brunschvicg apoy� a Br�hier en
un debate contra J. Maritain y E. Gilson, que defend�an la posibilidad y
legitimidad de una filosof�a cristiana.

Tal vez quien dio la respuesta m�s sensata y aceptable fue Gilson, quien dec�a
que, m�s que una filosof�a
cristiana propiamente tal, lo que hay son cristianos que hacen filosof�a. Pero el
filosofar, tomando en consideraci�n
la religi�n cristiana, no implica que la revelaci�n le servir� de norma positiva,
de modo que asertos de ella le sirvan
de premisas sino de norma negativa, en el sentido de que no puede ir en contra de
ella, y eso le marca limites.

Por ejemplo, no puede llegar a ciertas conclusiones sin tomar en cuenta la


existencia de Dios, pero no por
eso se usar� a Dios como argumento para probar asertos filos�ficos. Tambi�n la
revelaci�n influye en la elecci�n
de ciertos problemas con preferencia a otros. Por ejemplo, los que pongan en
cuesti�n los dogmas de la fe, y aun se
filosof� para aclarar algunos dogmas, como el de la Trinidad, el de la encarnaci�n
del Verbo de Dios, el de las dos
naturalezas (divina y humana) en la persona de Cristo, el de la transubstanciaci�n,
etc�tera, y eso llev� inclusive a
descubrimientos en el campo puramente filos�fico, tales como nuevos conceptos
metaf�sicos o precisiones de los
mismos. Tambi�n la revelaci�n condujo a ciertas conclusiones, aunque no de manera
directa sino por su mismo ser
de norma negativa o limite. Por ejemplo, problemas como el de la �tica del aborto,
la eutanasia o de los
experimentos gen�ticos, estar�n vistos a la luz de la dignidad de la persona y del
valor de la vida como creaciones
de Dios. Posiblemente se pueda llegar a posturas parecidas independientemente de la
revelaci�n cristiana, pero con
ella se llega de manera m�s segura. Aunque, en este caso, la iluminaci�n no
dispensa del esfuerzo argumentativo
por apoyar en la raz�n estas tesis.

En Europa, uno de los que trat� expl�citamente de hacer una filosof�a cristiana
fue el pensador italiano
Michele Federico Sciacca. En Am�rica Latina han defendido esta idea de filosof�a
cristiana Alberto Caturelli,
Agust�n Basave y Jos� Rub�n Sanabria. El primero, argentino, sigue muy de cerca a
Sciacca y se inspira en muchas
de las tesis de este autor. El segundo, mexicano, pertenece a la corriente de San
Agust�n, m�s que a la de Santo
Tom�s, en la l�nea de Sciacca. El tercero, tambi�n mexicano, gran conocedor del
pensamiento de Sciacca, mantuvo
una relaci�n muy cercana a �l y difundi� sus ideas; asimismo, dirigi� la
elaboraci�n de una historia de la filosof�a
cristiana en M�xico.

Basave, Agust�n. ��ntica antropol�gica de M. F. Sciacca�, en Revista de Filosof�a,


(Universidad
Iberoamericana), num. 23, 1975. Caturelli, Alberto. �Derrota y victoria del
esp�ritu en la vida y en el pensamiento
de Sciacca�, en Revista de Filosof�a, (Universidad Iberoamericana), n�m. 23 (1975).
Sanabria, Juan Rub�n.
�Aproximaci�n al pensamiento de M. F. Sciacca�, en Revista de Filosof�a,
(Universidad Iberoamericana), n�m. 23,
1975. Sanabria J. R. y Beuchot, Mauricio. Historia de la filosof�a cristiana en
M�xico, Universidad
Iberoamericana, M�xico, 1994. Steenberghen, Fernand van. �Filosof�a y cristianismo.
Ep�logo de un debate
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antiguo�, en Revista de Filosof�a, (Universidad Iberoamericana), n�m. 62, M�xico,
1988; �Filosof�a y cristianismo.
Nota complementar�a�, en Revista de Filosof�a, (Universidad Iberoamericana), n�m.
62, M�xico, 1988, n�ms. 47-
48, M�xico, 1992.

(V�ase: Escol�stica).

(MBP)

FILOSOF�A DE LA HISTORIA

. Nada m�s apremiante, para el futuro promisorio del pensamiento latinoamericano,


que intentar una definici�n
precisa del concepto �filosof�a de la Historia�. �Por qu�? Porque en el
planteamiento adecuado se pondr� en juego
la identidad propia: nacional, �internacional� y, tambi�n, la individual, ya que el
individuo mismo protagoniza el
curso hist�rico, aun cuando no lo sepa.

En efecto, �filosof�a de la historia�, en general, intenta responder a la triple


pregunta temporal, en relaci�n
con el acontecer social: �de d�nde venimos, qu� somos, a donde vamos? Esto se da en
su definici�n esencial, que
se desentiende de la multitud de definiciones inesenciales cuya abundancia s�lo
ocasiona confusiones.
Cada una de las preguntas anteriores se mueve en los l�mites de una de las
dimensiones temporales: la
primera en el pasado; la segunda en el presente y la �ltima en el futuro. Se est�
pues ante la estructura temporal de
cualquier historia, sea personal o comunitaria. La filosof�a de la historia,
precisamente, reflexiona acerca del
acontecer social (el cual incluye las diferentes formas de cultura) en el pasado,
el presente y el futuro de los
pueblos.

Ya se habr� comprendido que el futuro, como dimensi�n temporal, no es m�s que el


dominio de los
proyectos que, en el caso de los pueblos y naciones, definir� nada menos que su
identidad. Esto �ltimo lo ha
advertido Luis Villoro en uno de los art�culos importantes que integran el homenaje
a Leopoldo Zea por sus 80
a�os.

Tiene raz�n Villoro. Un proyecto es, ante todo, el �mbito donde se libra la
contienda por la identidad. De
modo semejante, los individuos buscan encontrarse en la realizaci�n de sus
proyectos que ponen en obra sus
prioridades, preferencias, valores. No pod�a ser de otra manera: la comunidad se
establece por analog�a con los
destinos individuales. Y viceversa. He aqu� una de las cuestiones a dilucidar por
la nueva filosof�a de la historia
latinoamericana cuya consolidaci�n est� a�n por verse, sin menoscabo de aprovechar
siempre las investigaciones
de punta, como son las de la ontolog�a heideggeriana sobre la estructura temporal
del �ser-ah�.

Una definici�n de filosof�a de la historia que asuma la cuesti�n ontol�gica de la


temporalidad reviste una
triple importancia: 1) servir� de cauce adecuado o idea regulativa en diversas
actividades te�ricas y pr�cticas; 2)
estar� en condiciones de rendir �ptimos frutos al atender el enfoque
�antropol�gico�, seminal, de Kant en la
c�lebre introducci�n a sus Lecciones de L�gica, donde refunde los problemas
cl�sicos de la filosof�a en la cuesti�n
��qu� es el hombre?�; 3) la definici�n es un indicador para distinguir qu� es y qu�
no es la filosof�a de la historia,
lo cual le confiere un valioso uso acad�mico al enfrentar textos con el m�todo
conveniente. Pi�nsese, por ejemplo,
en lo que gana el g�nero utopista considerado bajo esta luz, g�nero en el cual
entran muchos marxistas
latinoamericanos, desde luego, pero tambi�n las filosof�as de la liberaci�n, e
incluso, La raza c�smica de Jos�
Vasconcelos.

Al generarse la propuesta como un producto de la reflexi�n acerca de la historia


latinoamericana, siguen
sum�ndose las ventajas. En efecto, las filosof�as de la historia acostumbradas,
tanto en Occidente como en el
Oriente, han tenido un car�cter especulativo, en lo fundamental. Incluso las
marxistas, a despecho de su enga�oso
economicismo, o quiz� por �ste, precisamente, no respetaban sus referentes, o sea
la unidad de teor�a y praxis,
someti�ndolos al lecho de Procusto de un supuesto dogma formulado para mantener el
dominio totalitario. Una
propuesta de esta clase contribuir� a desbrozar el terreno que se hizo
intransitable.

El enfoque de temporalidad suministra las condiciones para el desarrollo de una


filosof�a de la historia
concreta, emp�rica, sustentada en la matriz �curso/discurso� que genera categor�as
fundamentales como
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poder/contrapoder. Por curso se entiende el de la historia con las �pocas o tramos
necesarios. En el caso de la
latinoamericana, v. gr., descubrimiento (si se acepta que antes hay historia, pero
no latinoamericana), Conquista,
Colonia, Independencia, etc�tera. Discurso es el de los decisores con las
sociedades correspondientes que moldean
y los moldean. El an�lisis ce�ido de tal discurso ha comenzado a intentarse en mis
libros, para las �pocas de
descubrimiento, Conquista e Independencia, constituyendo una buena forma de
documentar las propuestas de una
filosof�a de la historia latinoamericana de base emp�rica.

Cerutti Guldberg, Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, Fondo de


Cultura Econ�mica,
M�xico, 1992. Dussel, Enrique. Filosof�a de la liberaci�n, Asociaci�n de Filosof�a
de la Liberaci�n, M�xico, 1989.
Mires, Fernando. El discurso de la indianidad, DEI, San Jos� de Costa Rica, 1991.
S�nchez McGr�gor,
Joaqu�n.Col�n y Las Casas. Poder y contrapoder en la filosof�a de la historia
latinoamericana. UNAM/FFyL,
M�xico, 1991. S�nchez McGr�gor, Joaqu�n. Tiempo de Bol�var. Una filosof�a de la
historia latinoamericana 2, en
prensa. Vasconcelos, Jos�. �La raza c�smica, Misi�n de la raza iberoamericana�, en
Obras Completas, Libreros
Mexicanos Unidos, M�xico, 1958, t. 2. Vasconcelos, Jos�. �Indolog�a (una
interpretaci�n de la cultura
iberoamericana)�, Op. cit., t. 2. Zea, Leopoldo. Discurso desde la marginaci�n y la
barbarie. Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1990. Zea, Leopoldo. Filosof�a de la historia americana, Fondo
de Cultura Econ�mica,
M�xico, 1978.

(V�ase: Contrapoder).

(JSM)
FILOSOF�A DE LA LIBERACI�N

Es un movimiento filos�fico que se desarrolla en Am�rica Latina durante los a�os


setenta, tiene su punto de
partida en la conciencia filos�fica de la situaci�n de dominaci�n y alienaci�n que
viven los pa�ses de la regi�n
latinoamericana y de otras regiones del mundo, como �frica y Asia. La filosof�a de
la liberaci�n aparece vinculada
con otras expresiones de una reflexi�n m�s amplia sobre la realidad
latinoamericana, como son los desarrollos de
la historia de las ideas, la filosof�a de la historia, la sociolog�a de la
dependencia y la teolog�a de la liberaci�n en
Am�rica Latina.

La filosof�a de la liberaci�n surge oficialmente en Argentina, en el II Congreso


Nacional de Filosof�a,
celebrado en C�rdoba, en 1972, mientras que su lanzamiento a nivel latinoamericano
se hizo en Morelia, M�xico,
durante la realizaci�n del I Coloquio Nacional de Filosof�a, en 1975. La filosof�a
de la liberaci�n fue propuesta
como una v�a de afirmaci�n en Am�rica Latina en su diferencia y alteridad, que han
sido negadas por el sistema de
dominaci�n mundial. Tambi�n fue planteada en contraposici�n con la filosof�a de la
dominaci�n, como una
filosof�a empe�ada en contribuir con el proceso real de liberaci�n de las naciones
latinoamericanas. Esta filosof�a
presupone, para algunos autores, una reflexi�n aut�ntica, liberada del mimetismo o
de la alienaci�n cultural que
han sido caracter�sticas del pensamiento inaut�ntico en Am�rica Latina.

Aunque surge como un movimiento generacional, en su desarrollo toma distintos


derroteros y en su
expansi�n en Am�rica Latina adquiere matices diversos. Un primer contraste se da
entre quienes re-conocen
antecedentes de la filosof�a de la liberaci�n en algunos momentos de la historia de
la filosof�a en Am�rica Latina,
quienes niegan tales antecedentes y declaran que con su, propia reflexi�n empieza
la filosof�a latinoamericana
aut�ntica y una nueva etapa de la historia de la filosof�a mundial. Tambi�n resulta
contrastante el enfoque
metaf�sico, formulado a partir de la critica y �superaci�n� de Heidegger y Levinas,
y con el que se aborda el tema
de la alteridad desde una filosof�a fundante y al margen de las ciencias, frente a
los enfoques que, desde la cr�tica
historicista o desde la problematizaci�n de las categor�as � a la luz de cierto
marxismo � plantean una filosof�a
antidogm�tica y cercana a las ciencias humanas y sociales para buscar la
recuperaci�n de la alteridad
latinoamericana.
Desde distintos posicionamientos te�rico-metodol�gicos y pol�ticos, este
movimiento filos�fico se sum� a
los procesos de liberaci�n en Am�rica Latina. Estos procesos marcaron una �poca en
la realidad y en la conciencia
latinoamericanas y llegaron a constituir la se�a de identidad de una filosof�a
comprometida con su tiempo.
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Ardao, Arturo, varios autores. La filosof�a en Am�rica latina, Grijalbo, M�xico,


1976. Ardiles, Osvaldo,
varios autores. Hacia una filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, Bonum, Buenos
Aires, 1973; Cultura popular
y filosof�a de la liberaci�n, Fdo. Garc�a Cambeiro, Buenos Aires, 1975. Cerutti
Guldberg, Horacio. Filosof�a de la
liberaci�n latinoamericana, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1983. Dussel,
Enrique. Filosof�a de la
liberaci�n, Edicol, M�xico, 1977. Salazar Bondy, Augusto et al. Am�rica Latina:
filosof�a y liberaci�n. Simposio
de filosof�a latinoamericana, Bonum, Buenos Aires, 1974. Zea, Leopoldo.
�Dependencia y liberaci�n en la
Filosof�a Latinoamericana�, en Dianoia. Anuario de Filosof�a, A�o XX, n�m. 20,
UNAM-Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1974, pp. 172-188. Zea, Leopoldo. �La filosof�a como dominaci�n
y como liberaci�n�, en El
pensamiento latinoamericano, Ariel, Barcelona, 1976, 3� ed.

(V�ase: Alteridad, Anal�ctica, Analog�a, Colibr�, Dependencia, Exterioridad,


Mayor�as
populares, Pobre, Poscolonialismo, Realidad hist�rica, Objeto de la filosof�a,
Praxis hist�rica).

(RGC)
FILOSOF�A DEL CUERPO
. Con este nombre se designa una corriente del filosofar latinoamericano que surgi�
alrededor de los a�os ochenta,
propone construir una reflexi�n te�rica en torno al cuerpo como la categor�a
central de un discurso filos�fico que
retorne los temas centrales de la Filosof�a (Antropolog�a Filos�fica, �tica,
Metaf�sica, Epistemolog�a, Filosof�a de
la Historia y la Cultura, entre otros) y los repiense en la perspectiva de la
corporeidad.

El primero en plantear el tema del cuerpo en Latinoam�rica fue el desaparecido


fil�sofo colombiano Fabio
Lozano en el seno del Congreso Internacional de Filosof�a Latinoamericana,
celebrado en Bogot� en el a�o de
1982. A partir de ese evento el mexicano Arturo Rico Bovio se erigi� en el fil�sofo
de la corporeidad. El desarrollo
te�rico del tema se encuentra en varios ensayos y trabajos publicados en revistas
nacionales e internacionales,
destaca su libro Las Fronteras del Cuerpo. Cr�tica de la Corporeidad, como una
exposici�n sistem�tica y general
de su pensamiento.

Propone una ruptura sem�ntica con la noci�n tradicional del cuerpo en tanto que
dimensi�n f�sica del ser
humano. En su lugar presenta una visi�n hol�stica que incorpora los aspectos
perceptibles e imperceptibles del
Hombre bajo dicho concepto. El ser humano es un cuerpo, no tiene un cuerpo. Rechaza
por igual las nociones
dualistas y materialistas. Para evitar las adherencias ideol�gicas de ambos tipos
de doctrinas sugiere la categor�a de
�valencias corporales�, propiedades naturales del cuerpo humano que se expresan
paralelamente como
�necesidades� y �capacidades�. Las dos se dividen en tres subniveles
interrelacionados en orden ascendente:
biog�nicas, sociog�nicas y noog�nicas o personalizantes.

En el orden de las necesidades, impulsos cong�nitos que requieren del concurso de


�satisfactores�, las
fisicobiol�gicas promueven la supervivencia individual; las sociales las relaciones
de comunicaci�n, afecto,
amorosas y de intercambio cultural; y las personales incitan a la realizaci�n plena
de cada humano en tanto que ser
�nico y creativo que aporta al grupo su singularidad. Las tres son indispensables
para el desarrollo humano
completo, y de su insatisfacci�n o satisfacci�n inadecuada provienen los problemas
que aquejan a nuestra especie.

La conciencia reflexiva es la capacidad bio-socio-personal que rige el proceso


individual y colectivo para la
estimaci�n de las valencias corporales, a fin de buscar su satisfacci�n y ejercicio
a trav�s de la actividad humana.
El error en el conocimiento de nuestra naturaleza corporal genera las estructuras
de la alienaci�n manifiestas en el
consumismo y dem�s formas de la dominaci�n y la dependencia. La Conquista de
Am�rica es un claro ejemplo del
vasallaje corporal de un grupo humano por otro, mediante la imposici�n de un modelo
extra�o de interpretaci�n
del cuerpo.
En �tica, se plantea la posibilidad de fundamentar el Bien a partir de las mismas
necesidades corporales.
�Bueno� es la satisfacci�n adecuada de cada uno de sus niveles, en la medida en que
permita acceder al m�s alto de
la personalizaci�n. De manera que no hay una medida de lo valioso para el individuo
y otra para el grupo. El
objetivo axiol�gico �tico-pol�tico reside en la misma utop�a latinoamericana: la
construcci�n de una sociedad que
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haga posible el crecimiento integral de todos sus integrantes. Coincide as� con los
planteamientos b�sicos de la
Filosof�a de la Liberaci�n.

Otros t�picos son examinados desde esta categor�a integradora. Entre los m�s
interesantes se encuentran las
nociones de espacio y tiempo, as� como la cultura, en tanto que extensiones
interpretativas del cuerpo.

Lugar especial ocupa el concepto de Derecho. Rico Bovio cuestiona las tesis
normativistas, sociol�gicas y
axiol�gicas que ofrecen distintas respuestas en torno a su naturaleza y presenta la
alternativa de concebir al
Derecho como un macrosistema comunicacional que establece las estructuras para
garantizar la estabilidad social.

Los antecedentes de la Filosof�a del Cuerpo pueden rastrearse a lo largo de la


Filosof�a Occidental. Tienen
un importante expositor en Federico Nietzsche, pero sus m�s pulidas expresiones se
encuentran en las filosof�as de
Gabriel Marcel, Jean Paul Sartre, Maurice Merleau-Ponty y Michel Foucault,
particularmente en este �ltimo.

Denis, Daniel. El Cuerpo Ense�ado, Paid�s Ib�rica, Barcelona, 1980. Foucault,


Michel. Vigilar y Castigar.
Nacimiento de la Prisi�n, (col. Nueva Criminolog�a), Siglo XXI, M�xico, 1991.
Marcel, Gabriel. El misterio del
Ser, (col. Piragua), Sudamericana, Buenos Aires, 1964. Merleau-Ponty, Maurice.
�Fenomenolog�a de la
Percepci�n�, v. francesa: Ph�nomenologie de la Perception, Librairie Gallimard,
Par�s, 1963. Rico Bovio,
Arturo.Las Fronteras del Cuerpo. Cr�tica de la Corporeidad, Ed. Joaqu�n Mortiz,
M�xico, 1989. Sartre, Jean
Paul. El Ser y la Nada, Biblioteca Filos�fica, Losada, Buenos Aires, 1972. Turner,
Bryan S. El Cuerpo y la
Sociedad. Exploraciones en teor�a social, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1989.
Body and Space. Symbolic
Models of Unity and Division in African Cosmology and Experience, Uppsala Studies
in Cultural Anthropology 18,
Acta Universitatis Upsaliensis, Stockholm, Sweden, 1991.

(V�ase: Filosof�a de la liberaci�n).

(ARB)
FILOSOF�A LATINOAMERICANA

. .

. Nombre gen�rico can que se conoce la producci�n filos�fica elaborada con una
perspectiva latinoamericanista
expl�cita. La expresi�n remite al resultado del esfuerzo por filosofar desde las
necesidades � prioritariamente
sociales y pol�ticas � de esta regi�n geocultural y con el horizonte del proyecto
que lleva por nombre m�s
abarcador y aceptable: Nuestra Am�rica.

Con el fin de aclarar mejor sus alcances, es menester comenzar desbrozando el


campo por medio de la v�a
negativa. La filosof�a latinoamericana no puede ser considerada literalmente, como
si fuera equivalente a
expresiones de sentido tan insostenible como f�sica peruana o matem�ticas
paraguaya. No puede entenderse como
una adjetivaci�n particularizante de un sustantivo con pretensi�n universal. Si
estas interpretaciones deben ser
repudiadas, �cu�les ser�an sentidos v�lidos? Por de pronto, uno alusivo y
program�tico. Se hace referencia con esta
expresi�n a una filosof�a aut�nticamente tal elaborada desde una determinada
situaci�n hist�rico-cultural
espec�fica, la cual es expl�citamente asumida en el nivel conceptual. Seg�n las
premisas de este programa, esta
particularidad inicial no afectar�a en nada al car�cter universalizable del
resultado. Adem�s, se usa la expresi�n con
cierta cercan�a, no total, a las difundidas denominaciones decimon�nicas de las
filosof�as nacionales, las cuales
mostrar�an en su producci�n ciertas caracter�sticas identificables, casi
idiosincr�ticas. En el caso latinoamericano,
la expresi�n apunta m�s bien a un proyecto de unidad subcontinental (que abarca por
cierto al Caribe) y al
programa de una filosof�a que acompa�ar�a legitim�ndolo a ese proyecto. En ese
sentido, las objeciones que
apuntan al car�cter permanentemente program�tico y nunca efectivizado de tal
reflexi�n, a su reduccionismo
geogr�fico o a la suposici�n de una unidad cultural latinoamericana abusivamente
homogeneizada en sus bases
carecen de fundamento, aunque tengan validez frente a ciertas manifestaciones poco
fundadas y menos rigurosas
que se autodenominan como filosof�a latinoamericana y que no pasan de ser glosas
m�s o menos deformadas del
pensamiento acu�ado por autores latinoamericanos.

La filosof�a latinoamericana tiene muchas tareas te�ricas pendientes en su ya


larga historia. Quiz� valga la
pena enumerar r�pidamente a continuaci�n algunas de las m�s relevantes, con el fin
de estimular la reflexi�n futura
todav�a pendiente. Reconstrucci�n cabal de su memoria hist�rica, lo que implica una
cuidadosa reconfiguraci�n de
la metodolog�a de tal historia, incluyendo objeto a historiar, periodizaciones,
relaciones con otros �mbitos o series
hist�ricas. Conceptualizaci�n adecuada de las relaciones entre la producci�n
filos�fica y el Estado, lo que incluye
una reflexi�n sobre la naturaleza p�blica del filosofar, su forma de manifestarse
no sistem�tica y si ensay�stica, m�s
cercana a la filosof�a aplicada que a la filosof�a pretendidamente �pura�. Examen
de las relaciones y/o paralelismos
entre la producci�n filos�fica latinoamericana y otras producciones intelectuales
de gran inter�s y creatividad a
nivel mundial, como por ejemplo: el pensamiento de las mujeres (lo que hasta cierto
punto y no sin muchos reparos
me atrever�a a enunciar como epistemolog�a feminista), la filosof�a africana
(entendiendo por tal, principal aunque
no exclusivamente, la producida con posterioridad a la Segunda Guerra Mundial por
africanos y africanistas), el
pensamiento de los pueblos indios, el postcolonialismo y el postorientalismo, el
desconstruccionismo, etc�tera.
Finalmente, un aspecto que permanece todav�a bastante enigm�tico desde un punto de
vista te�rico: las relaciones
entre filosofar, democracia y utop�a. Las posibles fecundaciones mutuas entre
filosof�a y nuevos sujetos colectivos
y/.o movimientos sociales.

La g�nesis de la filosof�a latinoamericana podr�a remontarse muy atr�s en el


tiempo. Para ello habr�a que
hacer una serie de precisiones imposibles de incluir aqu�. Sin embargo, no cabe
duda que a lo largo de este siglo, y
particularmente a partir de la reacci�n antipositivista, se va consolidando en la
regi�n un esfuerzo reflexivo
aut�nomo, que trata de dar cuenta de problemas y demandas te�ricas espec�ficamente
latinoamericanas. En los
a�os cuarenta y cincuenta la articulaci�n fecunda entre historicismo,
circunstancialismo y existencialismo dar�
lugar a la institucionalizaci�n de la historia de las ideas como disciplina,
reforzada y reforzante en el debate sobre
la existencia o no de una filosof�a de Nuestra Am�rica. En los sesenta los aportes
y desaf�os del marxismo y la
filosof�a anal�tica proporcionar�n nuevo vigor a este planteamiento. En los setenta
la experiencia de la alteridad
ser� un decisivo catalizador para el surgimiento de filosof�as para la liberaci�n
complementar�as y en interlocuci�n
con el pensamiento de la liberaci�n en sus diversas manifestaciones: pedagog�a del
oprimido, teatro popular,
teor�as de la dependencia, teolog�a de la liberaci�n. En las �ltimas dos d�cadas,
la hegemon�a del pensamiento
pretendidamente �nico neoliberal, con sus componentes neoanarquistas y francamente
conservadores, ha colocado
en tremendo desaf�o te�rico al filosofar latinoamericanista, que va concretando su
programa mientras defiende la
especificidad de su quehacer y justifica epistemol�gicamente la legitimidad de su
campo o recorte conceptual.

Cerutti Guldberg, Horacio. Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, M�xico,


Fondo de Cultura
Econ�mica, 2� ed., 1992. Cerutti Guldberg, Horacio. Memoria comprometida, Heredia,
Costa Rica, Universidad
Nacional, 1996, 170 p�gs. Gaos, Jos�. En torno a la filosof�a mexicana, M�xico,
Alianza Editorial Mexicana, 1980.
Mir� Quesada, Francisco. Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano.
M�xico, Fondo de Cultura
Econ�mica, 1974. Roig, Arturo Andr�s. Teor�a y cr�tica del pensamiento
latinoamericano, M�xico, Fondo de
Cultura Econ�mica, .1981. Salazar Bondy, Augusto. �Existe una filosof�a de nuestra
Am�rica?, M�xico, Siglo
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XXI, 3� ed., 1975. Schutte, Ofelia. Cultural Identity and Social Liberation in
Latin American Thought, Albany,
State University of New York Press, 1993. Zea, Leopoldo. El pensamiento
latinoamericano, Barcelona, Ariel, 3�
ed, 1976.

(V�ase: Am�rica, Amer�stica, Colibr�, Emancipadores mentales, Ensayo, Filosof�a


afroamericana, Filosof�a
sin m�s, Fundadores, Historia de las ideas, Historicismo, Identidad, Imperialismo
de las categor�as, Importaci�n
desde dentro e importaci�n desde fuera, Influencia, Inventamos o erramos,
Normalidad
filos�fica, Originalidad,Paralelismo, Patriarcas, Pensamiento
latinoamericano, Poscolonialismo, Posmodernidad, Sistema de conexiones).

(HCG)

FUNDADORES

..

. T�tulo con el que Francisco Romero denota a algunos fil�sofos latinoamericanos


como hombres que vivieron
espont�neamente el pensamiento de la �poca, incluso que lo fueron forjando,
pensadores quienes llevaron a cabo el
complejo movimiento de renovaci�n y restauraci�n filos�fica, bases del actual
quehacer filos�fico en
Latinoam�rica.
Para el argentino Francisco Romero (1891-1962) los Fundadores �pertenecen, salvo
casos aislados, a la
etapa positivista y al subsiguiente impulso antipositivista� (1942: 11). Los casos
aislados son pensadores que
filosofaron e influyeron en Am�rica Latina desde la �poca de la Colonia. Empero,
fue el positivismo la primera
tendencia filos�fica que se difunde a las masas. Sin embargo, Romero concede mayor
inter�s a los pensadores que
cuestionaron al positivismo, como teor�a apoyada en una filosof�a de lo permanente,
de orden inalterable, seguro,
p�treo, demasiado sistem�tico y definitivo para no equivocarse. Los Fundadores
se�alaron que la ciencia, al tratar
de explicar el universo y destino del hombre, hab�a tomado de los sistemas
metaf�sicos todos sus aspectos.
Caracter�stica de los Fundadores es que reivindican la metaf�sica, liberaci�n de
las capacidades creadoras del
hombre, como gu�a para problematizar toda realidad y todo saber. Los Fundadores
consolidan la �normalidad
filos�fica�. Los pensadores postpositivistas, citados con mayor frecuencia por
Romero como Fundadores, son el
dominicano Pedro Henr�quez Ure�a (1884-1946), los mexicanos Antonio Caso (1883-
1946) y Jos� Vasconcelos
(1882-1946), el peruano Alejandro O. De�stua (1849-1945), el uruguayo Carlos Vaz
Ferreira (1872-1959), los
argentinos Jos� Ingenieros (1877-1925) y Alejandro Korn (1860-1936). Hombres
quienes, en opini�n de Romero,
comprenden que el estudio y cultivo de la filosof�a no es ya una pl�cida faena,
sino un esfuerzo serio de
ahondamiento y apropiaci�n del designio de pensar los problemas cada vez con mayor
autonom�a. Romero, en un
escrito en memoria de Alejandro Korn, se�ala la importancia y caracter�sticas
concurrentes en los Fundadores:

viven espont�neamente el pensamiento de la �poca, los que lo van forjando. Son unas
pocas cabezas (...) No
reciben el impulso ajeno y si lo reciben, no lo necesitan. La corriente central del
tiempo pasa por ellos, su voz es la
voz del instante. Son los protagonistas del drama. En el momento en que act�an no
es siempre f�cil identificarlos,
porque coexisten con los continuadores del momento anterior, que tienen a su favor
representar ideas ya admitidas
y habituales, y con los que encarnan nociones nuevas pero, como luego se advirti�,
no eran la expresi�n de la
conciencia filos�fica del tiempo (1936: 34).

Pero, Romero en su exposici�n no aborda autores como el uruguayo Jos� Enrique Rod�
(1871-1917), quien
desde la literatura cre� una teor�a y filosof�a de la cultura latinoamericana, el
arielismo. Por tal motivo otros
autores han agregado m�s nombres al t�rmino Fundadores (Varios autores, 1970).

La relaci�n del t�rmino �Fundadores� con la �Normalidad Filos�fica� es destacada


por el uruguayo Arturo
Ardao (1912). Para �l los Fundadores fueron �los iniciadores, no de la filosof�a
latinoamericana en cuanto tal, sino
del entonces presente filos�fico� (1982: 23). Comienzo o ra�z de los movimientos
filos�ficos actuales en nuestros
pa�ses. Destaca Ardao que de acuerdo con Romero los Fundadores existieron ya desde
la �poca de la Colonia. A
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t�tulo de ejemplo, menciona a pensadores como el venezolano Andr�s Bello (1781-
1865) y a los cubanos F�lix
Varela (1787-1853) y Jos� de la Luz y Caballero (1800-1862).

El peruano Francisco Mir� Quesada (1918) utiliza el t�rmino Fundadores para


categorizar y periodizar una
interpretaci�n sobre el desarrollo de las ideas en Latinoam�rica. Sin embargo, este
autor emplea el t�rmino
Patriarcas m�s que el de Fundadores, usando ambos en gran n�mero de ocasiones como
sin�nimos. Su
interpretaci�n inicia en una primera generaci�n de Patriarcas, la segunda de
Forjadores, la tercera generaci�n
dividida en dos grupos: a) Regionalistas y b) Universalistas y una cuarta
generaci�n de disc�pulos de la tercera.

Se debe indicar que el uso de Fundadores y Patriarcas como sin�nimos, no permite


comprender algunas
peque�as diferencias, por tal motivo proponemos al lector se sirva consultar el
t�rmino �Patriarcas�.

Ardao, Arturo. �Bello y el concepto de �fundadores� de la filosof�a


latinoamericana�, en Revista de historia
de las ideas, Casa de la Cultura Ecuatoriana-CELA de la PUCE, 1982, 2� �poca, n�m.
3. Mir� Quezada,
Francisco.Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1974.
Romero, Francisco, �ngel Vassallo y Luis Aznar. Alejandro Korn, Editorial Losada,
Buenos Aires, 1940. Romero,
Francisco. �Tendencias contempor�neas en el pensamiento hispanoamericano� (1941),
en Sobre la filosof�a en
Am�rica, Editorial Raigal, Buenos Aires, 1952. Varios Autores. Los fundadores en la
filosof�a de Am�rica
Latina,Secretaria General de la ORA, Washington, D.C., 1970.

(V�ase: Normalidad filos�fica).

(RMM)
GENERACI�N

. El concepto generaci�n alcanz� difusi�n en Am�rica Latina a partir de la obra de


Jos� Ortega y Gasset, que
defini� una generaci�n como el conjunto de hombres que comparten un mismo espacio y
tiempo hist�rico, tienen
(casi) la misma edad, son coet�neos y mantienen alg�n contacto vital. La generaci�n
es adem�s una minor�a, culta
y sensible a los cambios de las circunstancias que la rodean en un momento
espec�fico. El concepto se articula con
base en una teor�a y un m�todo en vistas a comprender y explicar el cambio
hist�rico.

Sin embargo, es de observarse que Ortega y Gasset no fue el primero que us� el
concepto de generaci�n, de
hecho tiene una larga historia. Estaba ya presente en los fil�sofos presocr�ticos
como Emp�docles, Anax�goras y
Dem�crito; pero fue Arist�teles el que lo desarroll� con mayor precisi�n. Para el
estagirita la generaci�n es el
cambio del no ser al ser; el cambio absoluto implica una generaci�n absoluta y el
cambio relativo implica una
generaci�n relativa. Tal interpretaci�n fue aceptada por los escol�sticos
medievales. Tom�s de Aquino, siguiendo a
Arist�teles, consideraba que una generaci�n es un �llegar a ser�. A lo largo de la
historia del pensamiento
occidental el concepto generaci�n se ha ramificado y refinado adquiriendo, incluso,
derivaciones l�gicas y
biol�gicas. Pero fue Ortega el que dot� al concepto de una nueva vitalidad y
sentido: propone una teor�a de las
generaciones como instrumento d� investigaci�n hist�rica, el cual permite acceder a
la comprensi�n de la historia,
a su investigaci�n y estudio desde una perspectiva vital y din�mica.

Ello bajo el supuesto de que la historia no es un �haber sido�, sino un estar


�siendo�; es decir, en la historia
se manifiestan hechos que el hombre realiza, a los que el hombre imprime sus ideas,
pensamientos, anhelos,
pasiones... La misi�n de la historia es, entonces, descubrir la aut�ntica �realidad
de la vida humana� y �comprender
las variaciones del esp�ritu humano�. En la realidad hist�rica los hechos y los
acontecimientos se mueven en
m�ltiples direcciones, repercuten en distinta intensidad y magnitud en ella. Estos
cambios o variaciones tienen
diferentes rangos y jerarqu�as que se manifiestan por conducto de un fen�meno
primario que Ortega
denominasensibilidad vital.
Por medio de la sensibilidad vital la generaci�n mantiene una estrecha vinculaci�n
con las circunstancias,
esto es, con la ideolog�a del gusto, la moralidad, etc�tera, de una �poca
hist�rica. En la realidad hist�rica
encu�ntranse unidad y en permanente comunicaci�n distintas generaciones, que
entablan relaciones de
coincidencia o desacuerdo en los diversos terrenos: ideol�gico, pol�tico,
est�tico... Cuando la circunstancia
hist�rica es trastocada por cambios profundos y decisivos que transforman el �mbito
local o universal, son las
vanguardias generacionales quienes perciben las primeras se�ales de cambio,
estableciendo un compromiso activo
entre individuos y masa. El m�todo de las generaciones para su aplicaci�n toma en
cuenta que:

1) En per�odos de quince a�os cambia el cariz de la vida y var�a la tonalidad


hist�rica.

2) Una generaci�n se encuentra entre dos generaciones: cada gene-raci�n representa


un �trozo vital�, �nico
e intransferible del tiempo hist�rico, por eso el hombre es �sustancialmente
hist�rico�.

3) La realidad hist�rica est� constituida por la vida de los hombres entre 30 y 60


a�os, per�odo de plena
actividad hist�rica.

4) De 30 a 45 a�os el hombre combate a favor de ciertos ideales o, mejor dicho, a


favor de su ideolog�a.

5) Entre los 45 y 60 a�os la generaci�n llega al pleno desarrollo de sus


aspiraciones, accede al poder y
posteriormente las nuevas generaciones asimilar�n sus experiencias, aciertos y
errores para continuar
transformando la realidad hist�rica.

6) Cada generaci�n posee su propia sensibilidad vital, que le permite asumir el


compromiso con la
circunstancia que le rodea, de no hacerlo estar�a traicionando su rol hist�rico.

La influencia cultural y filos�fica de Ortega y Gasset fue grande y profunda, y


por lo mismo es dif�cil de
cuantificar.

Algunas de sus propuestas fueron aceptadas, adaptadas, criticadas y otras


simplemente desechadas. Pero
han cobrado vigencia e intensidad en diferentes momentos. En Am�rica Latina la
teor�a de las generaciones fue
conocida inicialmente entre los a�os 1921-1929 gracias a su libro El tema de
nuestro tiempo; la tem�tica de las
generaciones en �l esbozada fue ampliada y perfeccionada en una conferencia que
dict� en Madrid en 1933, luego
fue publicada en 1974 bajo el t�tulo En torno a Galileo, e inmediatamente fue
estudiada en el orbe iberoamericano.
La teor�a de las generaciones, si bien es cierto no tuvo el mismo impacto que otros
aspectos de la filosof�a
orteguiana, a�n as� influy� en varios pensadores latinoamericanos que
interpret�ndola o adapt�ndola a sus propios
requerimientos la emplearon para comprender el cambio hist�rico de sus respectivas
circunstancias. Lo que a la
vez les ayudaba a profundizar en la reflexi�n que ya de tiempo atr�s ven�an
realizando acerca del �ser
latinoamericano�, del �qui�nes somos y hacia d�nde vamos�.

Empero, pueden ubicarse los pa�ses donde la teor�a de las generaciones fue
mayormente desarrollada o
parcialmente utilizada: Argentina, Per� y M�xico. En Argentina el fil�sofo e
historiador de las ideas Arturo Andr�s
Roig la utiliz� para fundar su concepci�n de las etapas intelectuales de su pa�s en
sus libros Breve historia
intelectual de Mendoza (1966) y La filosof�a de las luces en la ciudad agr�cola
(1967). De forma m�s ce�ida al
esp�ritu orteguiano, Jaime Perrioux la implement� en su obra Las generaciones
argentinas (1970). En el Per� la
teor�a de las generaciones fue principalmente aplicada en el terreno literario como
se muestra en los libros de los
siguientes destacados cr�ticos literarios: Jorge Pucinelli, en Esquema de las
generaciones literarias
peruanas(1951); Augusto Tamayo, en Literatura peruana (1965); Luis Alberto S�nchez,
en La literatura
peruana (1966). Por su parte, en M�xico la teor�a orteguiana fue instrumentalizada
por algunos historiadores para
hacer luz sobre sucesivas generaciones pol�ticas e intelectuales que configuraron
al pa�s desde la centuria pasada,
como puede observarse en las obras de Luis Gonz�lez y Gonz�lez: Los artificios del
cardenismo (1979) y La ronda
de las generaciones (1984). Finalmente, Enrique Krause hace algo semejante en sus
textos: Caudillos culturales de
la Revoluci�n mexicana (1976) y Daniel Cos�o Villegas: una biograf�a intelectual
(1980), en los cuales aplica de
manera acertada y original el m�todo de las generaciones.

Al margen de los diversos grados de influencia cultural y la variaci�n y


adaptaci�n que el concepto
generacional de Ortega y Gasset fue adquiriendo en los diversos pa�ses
latinoamericanos, este fil�sofo espa�ol
quedar� anclado en la historia y memoria latinoamericana, ya que su aportaci�n
intelectual en ese terreno abri�
nuevos horizontes y dio importantes y decisivas banderas de lucha a nuevas
generaciones de j�venes pensadores en
Am�rica Latina, lo que de una u otra forma fue un estimulo en su camino hacia la
autoconciencia.

Ferrater Mora, Jos�. Ortega y Gasset: etapas de una filosof�a, Seix Barral,
Barcelona, 1973. Ortega y
Gasset, Jos�. El tema de nuestro tiempo, 1981, Alianza, Madrid; En torno a Galileo
(Esquema de la crisis),
Alianza, Madrid, 1982. Tzvi Medin. Ortega y Gasset en la cultura hispanoamericana,
Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1984.

(V�ase: Circunstancialismo).
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(MJSMJ)

G�NERO.

Para entender la cuesti�n de la naturaleza y g�nesis de la opresi�n y la


subordinaci�n social de las mujeres, la
antrop�loga estadounidense Gayle Rubin expres� la idea de que �stas se construyen
sobre un sistema social que
desarrolla una �econom�a pol�tica� del sexo, erigida sobre la heterosexualidad
obligatoria y la apropiaci�n de la
fertilidad femenina por parte de los hombres. Dicho pol�tica fija un orden
jer�rquico basado en los g�neros,
genders, �stos representan a la vez, una divisi�n de los sexos socialmente impuesta
y el sistema de relaciones entre
ellos (Rubin, 1976).

Las antrop�logas, soci�logas, ling�istas e historiadoras feministas


latinoamericanas han traducido y
reelaborado el t�rmino gender (en ingl�s), para afirmar, que el g�nero es una
categor�a explicativa del porqu� lo
femenino y lo masculino no son hechos naturales, sino construcciones sociales. El
g�nero se convierte, as�, en el
conjunto de representaciones simb�licas sobre el cual una cultura determinada
construye los sujetos hist�ricos
�mujer� y �hombre�, sus identidades y relaciones. El g�nero permite diferenciar a
las mujeres entre s�, sin limitar a
una �nica diferencia sexual la diversidad de manifestaciones hist�ricas, �tnicas y
de clase de la inferiorizaci�n de la
naturaleza femenina. Por ejemplo, el g�nero femenino de la mayor parte de las
culturas prehisp�nicas estaba
oprimido de una manera diferente al g�nero femenino de la cultura hisp�nica
dominante, aunque an�loga, lo cual
permiti� que se sumaran elementos gen�ricos de opresi�n a las mujeres en la
conformaci�n de los g�neros mestizos
de Am�rica.

En castellano el g�nero se refiere a la clase, especie o tipo a la que pertenecen


las cosas, a los art�culos o
mercanc�as que son objeto de comercio y a las telas. En castellano no hace
referencia directamente a los sexos, s�lo
en funci�n del g�nero gramatical se hace referencia a lo masculino y a lo femenino.
En la gram�tica espa�ola, el
g�nero es el accidente .gramatical por el cual los sustantivos, adjetivos,
art�culos o pronombres pueden ser
femeninos, masculinos o �s�lo los art�culos y pronombres� neutros. Lo que realmente
crea dificultades es la
traducci�n del t�rmino gender, que en ingl�s hace referencia a los sexos.

Lo que define al g�nero es la acci�n simb�lica colectiva. Mediante el proceso de


constituci�n del orden
simb�lico en una sociedad se fabrican las ideas de lo que deben ser los hombres y
las mujeres.

El g�nero, o los g�neros, no son un en s�, sino el producto de c�mo las culturas
masculinas han determinado
la diferencia sexual. Asimismo, explican las distinciones gen�rico-sexuales por las
cuales las dimensiones
negativas de la vida son atribuidas a lo femenino, cuya devaluaci�n es �una de las
caracter�sticas esenciales de la
producci�n cultural originada dentro de una estructura de car�cter patriarcal que
tambi�n se destaca como
organizaci�n dominante en la mayor�a de las culturas� (Guerra, 1994: 11).

La academia ha recogido la categor�a g�nero para poner de manifiesto en cada


disciplina las tareas
asignadas hist�ricamente a las mujeres y a los hombres, la jerarquizaci�n de los
sexos y la divisi�n sexista del
trabajo. En la mayor parte de las universidades latinoamericanas, salvo aqu�llas
donde antes de 1990 hab�a cursos
o carreras de estudios feministas o estudios de la mujer, se han abierto espacios
para los estudios de g�nero, aunque
en los programas de algunos de ellos es expl�cito el objetivo de superar la visi�n
feminista de la diferencia sexual.

La introducci�n de los estudios de g�nero, desde una perspectiva feminista, supone


una redefinici�n de los
grandes temas de las ciencias sociales. El g�nero se torna en una categor�a de
an�lisis que recorre todos los �mbitos
y niveles de las sociedades, develando los mecanismos de poder m�s profundos en los
discursos te�ricos que
legitiman las culturas masculinas. Fuera del feminismo, la categor�a de g�nero en
su uso descriptivo no comporta
una declaraci�n necesaria de desigualdad o poder. Esta acepci�n es utilizada por
los organismos gubernamentales e
internacionales en sus pol�ticas de control de la fertilidad femenina y de
incorporaci�n de las mujeres al trabajo
para abaratar sus costos.

Amor�s, Celia. 10 palabras clave sobre mujer, Estella, Verbo Divino. 1995. Guerra,
Lucia. La mujer
fragmentada: Historia de un signo, Casa de las Am�ricas, La Habana, Cuba, 1994.
Lamas, Marta. El g�nero: la
construcci�n cultural de la diferencia sexual, Miguel �ngel Porr�a-PUEG/UNAM,
M�xico, 1996. Rubin, Gayle.
�El tr�fico de mujeres: notas sobre la econom�a pol�tica del sexo�, en Nueva
Antropolog�a, vol. VIII, n�m. 30,
M�xico, noviembre de 1986, Scott, Joan W. �El g�nero: una categor�a �til para el
an�lisis hist�rico�, en Lamas,
Marta. El G�nero: la construcci�n cultural de la diferencia sexual.
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(V�ase: Diferencia sexual, Feminismo, Movimiento l�sbico homosexual, Sexismo).

(FGC)

HERMEN�UTICA

. El estudio de los principios generales para la interpretaci�n de los textos


b�blicos. El prop�sito importante y
primario de la hermen�utica y de los m�todos exeg�ticos empleados en la
interpretaci�n, han sido el
descubrimiento de la verdad y los valores de la Biblia.

Han surgido cuatro tipos de hermen�utica a modo de interpretaci�n: la literal, la


moral, la aleg�rica y la
anag�gica o m�stica.

1) La interpretaci�n literaria afirma que un texto b�blico se debe interpretar de


acuerdo con el �significado
literal� encontrado expl�citamente en la construcci�n gramatical y en el contexto
hist�rico.

2) La interpretaci�n moral es aqu�lla que busca establecer los principios


exeg�ticos por los cuales se
pueden dar a entender lecciones �ticas a partir de los textos b�blicos.
3) La interpretaci�n aleg�rica explica las narraciones b�blicas como teniendo un
segundo nivel de
referencia que va m�s all� de aquellas personas, cosas y eventos mencionados
expl�citamente en el texto.

4) La interpretaci�n anag�gica o m�stica busca explicar los eventos b�blicos de


acuerdo a su relaci�n con la
vida despu�s de la muerte.

En la �poca moderna, como en otras �pocas, se han observado giros en el �nfasis


hermen�utico que reflejan
tendencias acad�micas y filos�ficas. Algunas de �stas son: la interpretaci�n
hist�rica, la cr�tica, la existencial y la
estructural. Todas �stas han figurado, prominentemente, a lo largo del siglo XX.

Originalmente, la hermen�utica es la interpretaci�n de s�mbolos, de las


Escrituras. La relaci�n entre el
s�mbolo y el significado se supon�an universales. La hermen�utica contempor�nea
gira en torno a la reflexi�n sobre
Nietzsche y Heidegger, ubicada .en el fin de la modernidad y la posmodernidad.
Supone la superaci�n de la
metaf�sica propuesta por Heidegger y la idea nietzscheana del eterno retorno, en
una nueva religiosidad cuasi-atea
contempor�nea, aunada a una cr�tica de la cultura desde el inicio del siglo XX. En
la hermen�utica contempor�nea,
el s�mbolo abre una multiplicidad de interpretaciones. La modernidad se puede
caracterizar como un fen�meno
dominado por la idea de la historia del pensamiento, entendido como una progresiva
iluminaci�n que se desarrolla
sobre la base de un proceso cada vez m�s pleno de apropiaci�n y re-apropiaci�n de
los �fundamentos�, los cuales a
menudo se conciben como los or�genes, de suerte que este �ltimo trate de pensar el
prefijo �pos�, es precisamente la
actitud que, en diferentes t�rminos pero, seg�n nuestra interpretaci�n,
profundamente afines, Nietzsche y
Heidegger trataron de establecer al considerar la herencia del pensamiento europeo,
que ambos pusieron
radicalmente en �tela de juicio�, por lo cual se negaron a proponer una superaci�n
cr�tica de los fundamentos, para
no caer presos de la l�gica del desarrollo propio de ese mismo pensamiento
(Vattimo, 1990: 14).

La modernidad se caracteriza por la idea de progreso, supone un tiempo lineal,


evolutivo; la
postmodernidad concibe un tiempo de ideas y retrocesos, un tiempo no lineal, no
evolutivo.

La filosof�a de los siglos XIX y XX se caracteriza por una negaci�n de las


estructuras estables del ser. Este
proceso se inicia desde el Renacimiento, con la ruptura de los principios y
categor�as absolutos derivados de la
religi�n. En el cristianismo, Dios es el centro, el eje de la cosmovisi�n. En el
Renacimiento y en el Humanismo se
substituye a Dios por el Hombre y as� se inicia el relativismo que aparece en el
siglo XVIII como historicismo,
portador de verdades relativas derivadas de su momento hist�rico, de su
historicidad y que en el siglo XX derivan
en relativismo extremo y nihilismo.
A partir de la ca�da del muro de Berl�n y la crisis del marxismo sovi�tico, el
historicismo marxista entra en
la �ltima de las crisis de las estructuras estables: la historia, la historicidad,
entrando en su fase m�s extrema y
feroz de relativismo: el nihilismo.

La posmodernidad se caracteriza no como novedad respecto de lo moderno, esto seria


ser moderno, en una
serie progresiva de novedades, en la avidez de novedades, sino en la disoluci�n de
lo nuevo. El fin de la historia.

Es �nicamente la modernidad a la que, desarrollando y elaborando en t�rminos


puramente terrenales la
herencia judeocristiana (la idea de la historia como historia de la salvaci�n
articulada en creaci�n, pecado,
redenci�n espera del juicio final), confiere dimensi�n ontol�gica a la historia y
da significado determinante a
nuestra colocaci�n en el curso de la historia.

El fin de la historicidad presupone una distinci�n entre historia como proceso


objetivo dentro del cual
estamos muertos y la historicidad como un determinado modo de tener conciencia de
que formamos parte de ese
proceso.

La postmodernidad, el mundo postindustrial tecnol�gico computarizado, digital, con


fax e Internet, hornos
de microondas, autom�viles que hablan y piden agua y gasolina, personas aut�matas
que se cruzan asc�ticos,
as�pticos, esc�pticos, sin pasiones, sin sentimientos, caminadores que sustituyen
la Vereda Tropical, bicicletas fijas
que seleccionan un paisaje computarizado, nos ofrecen un mundo, en plexo
referencial de �tiles que los escritores
de ciencia ficci�n, a menudo, expresan su temor a la reducci�n de la experiencia de
la realidad a la experiencia de
la realidad virtual, �en el silencio algodonado y climatizado en el que trabajan
las computadoras� (Vattimo, 1990:
14).

La lectura de los diarios como una oraci�n matutina del hombre moderno, impecable
hombre de cuello
blanco, perfumado, asc�tico y esterilizado.

La cultura global de lo humano televisado. El dolor de los habitantes de Biafra


que mueren de hambre sin
que la televisi�n nos transmita el sentimiento.

La realidad virtual y el nihilismo como �nica posibilidad. �El proceso en el cual,


al final del ser como tal,
ya no queda nada�.

El nihilismo nietzscheano se sintetiza en la muerte de Dios. El nihilismo


heideggeriano radica en la p�rdida
de sentido, el sin sentido del modo de ser del �ser ah� en su andar en la
inautenticidad, en el mundanal mundo.
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El �ser ah� es una totalidad hermen�utica, int�rprete de s�mbolos, s�lo porque
tiene la posibilidad de no ser
m�s ah�;

El �ser ah� en su condici�n anticipadora de la muerte es la condici�n de su


autenticidad. El nihilismo es
como una revoluci�n copernicana, el hombre se aparta del centro hacia la X.

Seg�n Vattimo, lo que libera es el salto al abismo de la mortalidad recuperando la


experiencia est�tica,
como vivencia de la experiencia vivida, puntual, moment�nea y en el fondo
epif�nica.

Ortiz-Ases, Andr�s. La Nueva Filosof�a Hermen�utica, Antropos, Barcelona, 1990.


Paul, Edward (editor in
chef). The Encyclopedia of Philosophy, The MacMillan Company & the Free Press, New
York Collier-MacMilla
Limited, London, 1967. Ricoeur, Paul. The Hermeneutic Tradition: from Ast to
Ricoeur, New York State
University Press, Alvany, 1990. Ricoeur, Paul. The Narrative Path: The Later Works
of Paul Ricoeur, Cambridge,
Massachussetts, 1990. Ricoeur, Paul. Le Conflit des Interpr�tations Essais de
Herm�neutique, Seuil, Paris,
1969.Ricoeur, Paul. Finitud y Culpabilidad, Taurus, Barcelona, 1980. Vattimo,
Gianni. El Fin De La Modernidad:
nihilismo y hermen�utica en la cultura postmoderna, Gedisa, Barcelona, 1990.
Vattimo, Gianni. La Secularizaci�n
de la filosof�a, Gedisa, Barcelona, 1990.

(EMO)
HIPERI�N
. Hiperi�n es el nombre de un grupo de fil�sofos mexicanos que se propusieron
situar la filosof�a en lo concreto y
con ello crear una filosof�a mexicana aut�ntica. El grupo naci� con la preocupaci�n
de ligar lo concreto con lo
universal, para elevar a universal la propia realidad. Este prop�sito queda
simbolizado en el mito griego de
Hiperi�n, hijo de la Tierra y el Cielo, lo Concreto y lo Universal.

El grupo Hiperi�n, integrado centralmente por Emilio Uranga, Luis Villoro, Jorge
Portilla, Ricardo Guerra,
Joaqu�n S�nchez McGr�gor, Salvador Reyes Nevares y Fausto Vega, fue impulsado
directamente por Leopoldo
Zea e indirectamente por Jos� Gaos. El grupo dio a conocer en M�xico el
existencialismo franc�s en un ciclo de
conferencias realizado en 1947. Tambi�n organiz�, dos a�os despu�s, otro ciclo de
conferencias titulado �Qu� es el
mexicano?

Influidos por las filosof�as, del compromiso y acaso por esa nostalgia de la
propia tierra que H�lderin
atribuye a Hiperi�n, los integrantes del grupo se dieron a la tarea de esclarecer
filos�ficamente su circunstancia
nacional para comprenderse en ella. Para lo cual, intentaron comprender la historia
y cultura mexicanas con
categor�as filos�ficas propias.

El grupo Hiperi�n estaba animado por un proyecto consciente de auto-conocimiento


que sirviera de base
para una posterior autotransformaci�n. La reflexi�n propuesta transit� de la
investigaci�n psicol�gica e hist�rica a
la inquisici�n ontol�gica de la propia realidad, apoyada b�sicamente en la
filosof�a existencial, aunque tambi�n en
cierto hegelianismo y en el marxismo.

El proyecto del grupo se tradujo en importantes obras individuales que


enriquecieron el corpus de la
llamada filosof�a de lo mexicano. No obstante las diferencias en la manera de
abordar la tem�tica y en los aspectos
de la misma destacados por cada autor, los integrantes del grupo compartieron una
actitud notable de compromiso
filos�fico con su realidad nacional.

D�az Ruanova, Oswaldo. Los existencialistas mexicanos, Rafael Jim�nez Siles,


M�xico, 1982. Guerra,
Ricardo. �Jean Paul Sartre: fil�sofo de la libertad�, en Filosof�a y Letras, n�m.
30, 1948. Larroyo, Francisco. El
existencialismo: sus fuentes y direcciones, Stylo, M�xico, 1951. Portilla, Jorge.
Fenomenolog�a del relajo, FCE-
CREA, M�xico, 1984. Reyes Nevares, Salvador. El amor y la amistad en el mexicano,
Porr�a y Obreg�n, M�xico,
1952. S�nchez McGregor, Joaqu�n. ��Hay una moral existencialista?�, en Filosof�a y
Letras, n�m. 30, 1948.
S�nchez Uranga, Emilio. An�lisis del ser del mexicano, Porr�a y Obreg�n, M�xico,
1952. Villoro, Luis. �G�nesis y
proyecto del existencialismo en M�xico�, en Filosof�a y Letras, n�m. 36, octubre-
diciembre de 1949, pp. 233-
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244;Los grandes momentos del indigenismo en M�xico, El Colegio de M�xico, M�xico,
1950. Zea,
Leopoldo,Conciencia y posibilidad del mexicano. El Occidente y la conciencia de
M�xico, dos ensayos sobre
M�xico y lo Mexicano, Porr�a, M�xico, 1952.

(RGC)

HISTORIA DE LAS IDEAS.

Esta disciplina con larga prosapia en el �mbito internacional adquiere


caracter�sticas espec�ficas, en el caso
latinoamericano. Lo principal, en una primera aproximaci�n, es su esfuerzo por
contextualizar el proceso que
siguen las ideas, principalmente las filos�ficas, en la regi�n. Por ese esfuerzo de
relacionar la producci�n filos�fica
con las situaciones en las que se produce y, adem�s, por la relevancia de las ideas
filos�ficas y sus virtualidades de
sentido, se ha llegado a identificar esa historia de las ideas con la historia de
filosof�a en Nuestra Am�rica.

Los antecedentes de esta disciplina se remontan al siglo pasado, pero ser� en


�ste, y particularmente a partir
de los a�os cuarenta, que la disciplina se desarrolle configurando una tradici�n
identificable que se sigue
ampliando, redise�ando y modificando hasta el d�a de hoy.
Entre los textos que constituyen hitos en esta tradici�n habr�a que mencionar la
introducci�n que Ortega y
Gasset escribieron para la historia de la filosof�a de Emile Br�hier. En ese texto
Ortega resumi�, echando mano
abundante a bellas e incisivas met�foras, la demanda por una renovada historia de
la filosof�a que mostrara a las
�ideas� como aut�nticas ideas, es decir, operando en situaci�n, en su �funci�n
social�. En Nuestra Am�rica un
doble movimiento de est�mulo al trabajo historiogr�fico tendr� lugar en forma de
pinza desde dos polos: M�xico y
Buenos Aires, encabezados por Jos� Gaos y Francisco Romero, respectivamente. Arturo
Ardao aclarar� bien, en un
texto ya cl�sico de 1956, de qu� trataba para cada uno la historia de las ideas
(Ardao, 1963). Dem�s est� decir que
la interpretaci�n de Gaos terminar� por imponerse, impulsada por la noci�n de
�pensamiento� que �l elaborara
precisamente para delimitar el objeto de una historia de las ideas filos�ficas en
Hispanoam�rica (Gaos, 1944).

Los disc�pulos de Gaos y Romero har�n obra perdurable bajo la gu�a audaz de los
maestros. Paradigm�tica,
como expresi�n del modo inicial de elaborar esta historia de las ideas, ser� la
tesis de Zea, elaborada bajo la
direcci�n de Gaos, sobre el positivismo en M�xico. Ah� quedar�n delineadas las
modalidades de trabajo que har�n
fortuna posteriormente. Una historia de las ideas enlazada con una reflexi�n sobre
la naturaleza y destino de la
filosof�a en Nuestra Am�rica, la cual, para Zea, se expresar� como filosof�a de la
historia americana.

A�os m�s tarde, el paname�o Ricaurte Soler, en un breve pero sustancial trabajo,
indicar� la necesidad de
articular los m�ritos de la tradici�n de la historia de las ideas con los aportes
de la teor�a de la dependencia (Soler,
1975); Intentaba potenciar los aportes de ambas vertientes del trabajo intelectual
latinoamericano para avanzar
cualitativamente. Es importante a�adir, en un art�culo editado en 1977, algunas
sugerencias procedimentales en
relaci�n con la periodizaci�n, la ideolog�a, las series, etc�tera. (Cerutti
Guldberg, 1986). Arturo Roig, por su parte,
ven�a planteando desde esos a�os la necesidad de una ampliaci�n metodol�gica de la
historia de las ideas, la cual
tomara en cuenta un estatuto epistemol�gico com�n entre la experiencia de la
alteridad y la historiograf�a, adem�s
de desolidarizar a la historia de las ideas de la filosof�a de la historia, viendo
en �sta una v�a interesante pero no la
�nica ni exclusiva para el desarrollo te�rico de la regi�n (Roig, 1991). Por lo
dem�s, elementos de la semi�tica, de
la teor�a del discurso pol�tico, del psicoan�lisis, de la hermen�utica, etc�tera,
han ido enriqueciendo los aportes de
la historia de las ideas. Quiz� convenga distinguirla de otras tradiciones
disciplinar�as, porque lamentablemente su
denominaci�n no ayuda mucho y confunde cuando se trata de considerar los aportes de
la arqueolog�a del saber, de
la intellectual history, de histoire des mentalit�s, etc�tera, sin que
necesariamente el campo quede deslegitimado
por estas propuestas. La distinci�n espec�fica de la historia latinoamericana de
las ideas proviene justamente de
aquellos rasgos que subrayan la importancia del sujeto colectivo de las ideas, la
historicidad ineludible de la
producci�n intelectual, el modo de contextualizar, la materialidad de la inserci�n
institucional de las ideas, su
conexi�n inicial con los procesos de constituci�n y consolidaci�n de los estados
nacionales, sus relaciones con lo
pol�tico y el estado, etc�tera. Queda mucho por hacer en este campo,
particularmente correlacionar ideas filos�ficas
con historia de las ciencias y la tecnolog�a, religiones, econom�a, literatura,
etc�tera.

Parece atinado distinguir grupos de investigadores que comparten rasgos m�s o


menos generacionales en su
quehacer. En una primera aproximaci�n, y mencionando algunos nombres a t�tulo
indicativo, se pueden establecer
tres. El integrado por: Arturo Ardao, Joao Cruz Costa, Francisco Mir� Quesada,
Medardo Vitier, Gregorio
Weinberg y Leopoldo Zea. El que representan: Jaime Jaramillo Uribe, Javier Ocampo
L�pez, Mar�a Luisa Rivara
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de Tuesta, Arturo Roig, Augusto Salazar Bondy, Ricaurte Soler y Abelardo Villegas.
Y el que incluye a: Hugo
Biagini, Horacio Cerutti Guldberg, Santiago Castro G�mez, Carlos Guilherme Mota,
Pablo Guadarrama, Jaime
Rubio Angulo y Enrique Ubieta G�mez.

Ardao, Arturo �Sobre el concepto de historia de las ideas�, en Filosof�a de lengua


espa�ola (ensayos),
Montevideo, Alfa, 1963. Cerutti Guldberg, Horacio. �Aproximaci�n a la
historiograf�a del pensamiento
ecuatoriano�, en Hacia una metodolog�a de la historia de las ideas (filos�ficas) en
Am�rica latina, Guadalajara,
Universidad de Guadalajara, 1986 (segunda edici�n de Grupo Editorial Miguel �ngel
Porr�a, 1998). Gaos, Jos�.
�El pensamiento hispanoamericano�, en Jornadas. M�xico, Centro de Estudios
Sociales, El Colegio de M�xico,
n�m. 12, 1944. La Capra, Dominick. Rethinking intellectual history: texts,
contexts, language, New York, Cornell
University Press, 1987. Ortega y Gasset, Jos�. �Pr�logo (Ideas para una historia de
la filosof�a)�, en Emile
Br�hier.Historia de la filosof�a, Buenos Aires, Sudamericana, 4 ed., 1956, 3 tomos.
Roig, Arturo Andr�s. �Historia
de las ideas, teor�a del discurso y pensamiento latinoamericano�, en An�lisis,
Bogota, Universidad Santo Tom�s,
vol. XXVIII, enero-diciembre 1991, n�ms. 53-54. Soler, Ricaurte. �Consideraciones
sobre la historia de la filosof�a
y de la sociedad latinoamericanas�, en Tareas, Panam�, septiembre-noviembre 1975,
n�m. 33. Villegas,
Abelardo.Autognosis. El pensamiento mexicano en el siglo XX. M�xico, Instituto
Panamericano de Geograf�a e
Historia, 1985.

(V�ase: A priori antropol�gico, A priori hist�rico, Circunstancialismo,


Civilizaci�n y barbarie, Figura del
mundo, Fundadores, Generaci�n, Historicismo, Imperialismo de las categor�as,
Importaci�n desde dentro e
importaci�n desde fuera, Influencia, Normalidad filos�fica, Originalidad,
Paralelismo, Patriarcas, Pensamiento
latinoamericano, Sistema de conexiones).

(HCG)
HISTORICISMO

. Tendencia filos�fica europea que considera al hombre y la realidad como historia


y, por extensi�n, a todo
conocimiento como hist�rico. A tal definici�n debe agregarse la importante
reflexi�n de Heidegger que precisa al
historicismo como una posici�n donde la historicidad, la temporalidad, del hombre
es fundamento de lo hist�rico.
El historicismo tuvo profunda repercusi�n en nuestra Am�rica; fue el instrumento
que ayud� por conducto del
conocimiento del pasado a forjar un filosofar aut�ntico latinoamericano.

El fil�sofo uruguayo Arturo Ardao (1912) dibuj� con claridad los perfiles del
historicismo a partir de su
influencia en Am�rica:

El historicismo, en su esencia, proclama, la originalidad, las circunstancias de


tiempo y lugar; y
refiere a esas mismas circunstancias el proceso de su actividad constituyente. Por
esa v�a Am�rica se
descubre a s� misma como objeto filos�fico. Se descubre en la realidad concreta de
su historia y de
su cultura, y a�n de su naturaleza f�sica en cuanto sost�n, contorno y condici�n de
su espiritualidad
(Ardao, 1968: 124).

La asimilaci�n que en Am�rica Latina se hizo del historicismo no obedeci� a una


moda intelectual fortuita,
sino a la necesidad del hombre de esta regi�n para comprenderse y revalorizar sus
productos culturales e
intelectuales, ello a partir de verlos como resultado de su peculiar
desenvolvimiento hist�rico, lo cual permiti�
apreciar que, pese a la yuxtaposici�n de factores for�neos, en ese desenvolvimiento
hist�rico preexiste una
dimensi�n propia y de originalidad en su hacer espiritual. El historicismo
conlleva, por tanto, un proceso de
reconstrucci�n de la trayectoria y sentido cultural del continente. Y dada la
�ndole filos�fica de esta tendencia se
hace hincapi� especialmente en la reconstrucci�n de la evoluci�n filos�fica
latinoamericana. El historicismo tiene
como supuesto primordial el que la historicidad del hombre, y con �l su pensamiento
filos�fico, tiene una estrecha
unidad con las estructuras hist�rico-sociales que lo enmarcan. As�, las ideas
filos�ficas tienen una textura hist�rica
a la que puede accederse desde la comprensi�n de la circunstancia concreta que en
su gestaci�n o adopci�n las han
rodeado. Cada idea filos�fica manifiesta una vivencia humana que tiene un valor
particular e intransferible dentro
del devenir cultural de las sociedades. Este supuesto del historicismo que remarca
la conexi�n de hombre,
pensamiento y circunstancia fue el basamento sobre el que erigi� el proyecto
continental de la historia de las ideas.

Los antecedentes del historicismo pueden rastrearse desde la centuria pasada en el


momento que el
argentino Juan Bautista Alberdi (1810-1884) se plante� el problema sobre el
car�cter y autenticidad de la filosof�a
americana en sus �Ideas para un curso de filosof�a contempor�nea�, curso impartido
en Montevideo (1840). Del
romanticismo alem�n, Alberdi recuper� la exaltaci�n de lo concreto e individual, el
acentuamiento en los
particularismos y la valoraci�n de la experiencia hist�rica en su originalidad
irrepetible. A partir de esto Alberdi
hizo el primer llamado a formular la autonom�a filos�fica americana. El
historicismo germano en su vertiente
hegeliana sirvi� al ide�logo cubano Rafael Montoro (1852-1933) para vislumbrar una
gradual independencia de
Cuba respecto a Espa�a. Montoro afirmaba que ning�n esfuerzo violento podr�a
conducir a la liberaci�n de la isla,
�sta tendr�a m�s bien que realizarse sin precipitaciones, sujet�ndose a las leyes
dial�cticas de la historia que
encarnaban en el Estado espa�ol que seria el encargado de la superaci�n. Otro canal
de difusi�n del historicismo
fue el marxismo, el cual fundido en las ascendentes tendencias socialistas e,
incluso, como en Argentina con el
evolucionismo spenceriano alcanz� notable influencia entre algunos sectores
trabajadores e intelectuales. Desde
una posici�n opuesta el historicismo de Oswald Spengler, plasmado en su famoso
libro La decadencia de
Occidente (1917-1922), tuvo notable impacto en Am�rica Latina despu�s de la Primera
Guerra Mundial. El
mensaje historicista de la obra spengleriana subrayaba que la cultura occidental
era igual y una m�s entre otras,
pero esa cultura hab�a llegado a la fase de su decadencia. Tal mensaje coincide con
el emergente ideal universalista
de la cultura latinoamericana expresado en el libro de Jos� Vasconcelos (1882-1959)
La raza c�smica (1948). De
importancia crucial en el periplo americano del historicismo es la obra de Jos�
Ortega y Gasset, as� como su labor
de difusi�n de la cultura europea y, muy en particular, alemana. La raz�n hist�rica
orteguiana legitimaba una
reflexi�n filos�fica con base en la circunstancia especifica propia. Asimismo, la
editorial Revista de Occidente
fundada por Ortega dio a conocer en todo el �mbito hispanoamericano las nuevas
corrientes historicistas alemanas,
representadas por Dilthey, Scheler, Mannheim, Simmel, as� como las primeras
avanzadas del existencialismo con
Heidegger y Jaspers, que modificaron de ra�z el panorama filos�fico americano. A lo
anterior se agregaron los
conocimientos historicistas que de primera mano tra�an los latinoamericanos que
ven�an de estudiar en Europa.
Quienes redondearon esta etapa del historicismo, d�ndole a la vez un renovado
impulso a partir de 1936, fueron los
exiliados (o transterrados) espa�oles, principalmente en M�xico. Varios de ellos
hab�an sido disc�pulos de Ortega y
de algunos historicistas alemanes. Finalmente, despu�s de la Segunda Guerra Mundial
el historicismo de cu�o
franc�s fue el que alcanz� mayor repercusi�n, y de forma m�s limitada la obra del
fil�sofo de la historia ingl�s,
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Arnold Toynbee. Estas sucesivas etapas del historicismo se significaron como pasos
en la toma de conciencia del
hombre latinoamericano de su pasado con vistas a legitimar su reflexi�n filos�fica
presente y por venir.

Alfaro L�pez, H�ctor Guillermo. La filosof�a de Jos� Ortega y Gasset y Jos� Gaos.
Una vertiente del
pensamiento latinoamericano, UNAM, M�xico, 1992. Ardao, Arturo. �El historicismo y
la filosof�a americana�,
en Zea, Leopoldo (compilador). Antolog�a de la filosof�a americana contempor�nea,
Costa Amic, M�xico, 1968.
Magall�n Anaya, Mario. Dial�ctica de la filosof�a latinoamericana, UNAM, M�xico,
1991. Mir� Quesada,
Francisco. Despertar y proyecto del filosofar latinoamericano, FCE, M�xico, 1974.
Nicol, Eduardo. Historicismo y
existencialismo, FCE, M�xico, 1960. Nicol, Eduardo. El problema de la filosof�a
hisp�nica, Tecnos, Madrid, 1964.
Roig, Arturo Andr�s. Teor�a y cr�tica del pensamiento latinoamericano, FCE, M�xico,
1981. Zea,
Leopoldo.Esquema para una historia de las ideas en Iberoam�rica, UNAM, M�xico,
1956.

(V�ase: Circunstancialismo).

(HGAL)
IDENTIDAD
. B�squeda y expresi�n de lo propio. La identidad constituye la piedra angular del
pensamiento filos�fico
latinoamericano. Sin embargo, por parad�jico que resulte, la escasa precisi�n
conceptual del t�rmino dificulta el
an�lisis del tema. Esta noci�n, tan indefinible como imprescindible, fusiona
componentes objetivos y subjetivos.
Establece un v�nculo entre lo dado y el imaginario colectivo.

La reflexi�n en torno a la existencia de una identidad latinoamericana hunde sus


ra�ces en los movimientos
de independencia del siglo XIX. La asunci�n, por parte de los criollos, de una
alternativa pol�tica propia frente a la
metr�poli, fija los antecedentes de la problem�tica. Ya en 1815, Sim�n Bol�var en
su Carta de Jamaica se
preguntaba: �qu� somos: indios, europeos, americanos? Preocupaci�n que denota las
expresiones encontradas de la
identidad latinoamericana.

Estos movimientos dieron como resultado nuevos estados nacionales, los cuales,
desde ese tiempo,
concibieron la idea de sus nacionalidades. Mas la invenci�n de la naci�n implicaba,
necesariamente, un problema
educativo cuyo objetivo era dotar de significado al ciudadano. Las formas como las
nuevas rep�blicas llevaron a
cabo la transformaci�n social requerida para dotar de contenidos espec�ficos la
idea de naci�n, no fueron an�logas.
En Argentina, Juan Bautista Alberdi (1810-1884) propuso el traslado masivo de
europeos, principalmente
anglosajones, para eliminar aquellos rasgos culturales propios que imped�an acceder
al afamado desarrollo
industrial.

Para el tambi�n argentino, Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), el camino que


deb�a seguir Am�rica
del Sur para no extraviarse de la civilizaci�n moderna era alcanzar a Estados
Unidos, m�s preciso: ser Estados
Unidos. En M�xico, Justo Sierra (1848-1912) mostraba que el fondo de todo problema
social o pol�tico era
pedag�gico; un problema de educaci�n enfocado a la unificaci�n de la patria.

En las postrimer�as del siglo XIX, el cubano Jos� Mart� (1853-1895) y el uruguayo
Jos� Enrique Rod�
(1872-1917) se�alaron de nueva cuenta las viejas interrogantes sobre la unidad
continental o la cultura
latinoamericana respectivamente. La oposici�n a la industrializaci�n, a su modelo
social y pol�tico, es el trasfondo
de sus disertaciones. Sin embargo, las poblaciones indias y negras del continente
siguieron excluidas de las
m�ltiples reflexiones sobre la latinidad.

El mexicano Jos� Vasconcelos (1882-1959) inicia la reflexi�n en torno al problema


del mestizaje en
Am�rica Latina. La propuesta de una �raza c�smica� no era m�s que la b�squeda de la
unidad cultural del
continente basada en la s�ntesis de las distintas razas y culturas del mismo. La
afirmaci�n prof�tica de una nueva
raza concatena con la necesidad de constituir una filosof�a propia.
A principios de este siglo, con la cr�tica al positivismo en Am�rica, numerosos
pensadores, atra�dos por las
ideas de Vasconcelos, replantean el problema de la identidad desde otros �ngulos.
Samuel Ramos (1897-1959), en
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el M�xico posrevolucionario, inaugura el estudio del pensar filos�fico desde una
perspectiva nacional y aut�ctona.
La anhelada b�squeda de la identidad adquiere tintes nacionalistas llenos de
esperanzas para un M�xico nuevo.

As�, descubrir la esencia nacional o latinoamericana constituye en las primeras


d�cadas del presente siglo
elleit motiv del pensamiento, no s�lo filos�fico, de Nuestra Am�rica. Este enfoque
esencializante supone un actor
est�tico, ahist�rico, anclado en el pasado, libre de toda contaminaci�n externa; un
argonauta de un tiempo
homog�neo, vac�o. Por supuesto, es una noci�n de identidad excluyente que anula la
diversidad.

En los a�os cuarenta, con la crisis de los valores culturales de Occidente, la


a�eja pregunta sobre nuestra
identidad modifica sus preocupaciones. Hab�a que dotar de significado hist�rico las
permanentes interrogantes
sobre la existencia de una filosof�a, una literatura y una cultura
latinoamericanas. Esta noci�n hist�rica entiende la
identidad como un proceso abierto, en constante cambio, donde se incluyen las
diversidades. Sin duda, ambos
enfoques no pretenden ser caracterizaciones fijas. Son, a grandes rasgos, pautas
para mostrar la complejidad del
tema. No obstante, el problema de la identidad en Am�rica Latina sigue siendo una
tarea postergada de dif�cil
asunci�n.

Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la


difusi�n del
nacionalismo,FCE, M�xico, 1993. Gracia, Jorge J. E. y Jaksic, Iv�n. Filosof�a e
identidad cultural en Am�rica
Latina, Monte �vila Editores, Venezuela, 1983. Varios autores. El problema de la
identidad
latinoamericana, UNAM, M�xico, 1985. Varios autores. Ideas en torno de
Latinoam�rica, UNAM, M�xico, 1986.

(V�ase: Mestizaje, Negritud, Pueblos indios, Racismo, Raza c�smica, Trasterrados).

(DRL)
IMPERIALISMO DE LAS CATEGOR�AS

. En general, se entiende por categor�as, dentro de la filosof�a y en especial


partiendo de Kant, los conceptos
fundamentales que nos posibilitan conocer y ordenar la complicada realidad
fenom�nica. Todo fil�sofo que
establece una teor�a o concepci�n del mundo, del hombre y de la historia crea sus
propias categor�as o retama otras
existentes en la historia de la filosof�a y en distintas corrientes filos�ficas. En
el caso latinoamericano y en especial
mexicano, Jos� Gaos (1900-1969) se preocup� por la creaci�n de categor�as propias,
concebidas como
herramientas pertinentes para la articulaci�n de una historia de las ideas como
base o fundamento para descubrir e
impulsar la filosof�a mexicana.

El t�rmino imperialismo de las categor�as alude, justamente, al imperio o


dominaci�n que han ejercido las
categor�as de cu�o occidental en nuestra cultura, favoreciendo a la postre una
dependencia cultural. La
implantaci�n de este concepto nos remite a una primera etapa del pensamiento de
Jos� Gaos, en la cual se interesa
en promover el estudio y conocimiento del pensamiento filos�fico mexicano y en
general el de habla espa�ola. Su
disc�pulo Leopoldo Zea reconoce que el notable fil�sofo transterrado apenas llegado
a M�xico en 1938, al
encontrarse con la obra de Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en
M�xico (1934), ve un esfuerzo
semejante al realizado en la Espa�a de la que fuera expresi�n Jos� Ortega y Gasset
y �l mismo. La obra de Ramos
daba carta de naturalizaci�n a un filosofar propio �que no tiene por qu� seguir
glosando filosofemas surgidos de
circunstancias ajenas a esta concreta realidad americana� (Zea, 1980: 10).

Seg�n el propio Leopoldo Zea, Gaos estimular� una serie de investigaciones que, a
partir de una Historia de
las Ideas, se har� patente la anhelada identidad de nuestros pueblos. Entre los
libros que Gaos dedica a esta
problem�tica figuran: El Pensamiento Hispanoamericano (1944), Antolog�a del
Pensamiento de Lengua espa�ola
en la Edad Contempor�nea (1945), Filosof�a mexicana de nuestros d�as (1954),
Pensamiento de lengua
espa�ola(1947) y En torno a la filosof�a Mexicana (1952). Es precisamente, en esta
�ltima obra y en su primera
parte intitulada: �La historia de las ideas en M�xico�, donde Gaos desarrolla el
concepto de imperialismo de las
categor�as.
Seg�n Gaos, la historia de la filosof�a en M�xico deber�a formar parte de la
historia de la filosof�a general,
historia que se ha concebido, universalmente, como aqu�lla que se refiere a las
filosof�as y fil�sofos originales por
antonomasia; pero si consideramos que en nuestra historia no hay tal
originalidad .como a menudo se ha dicho.
entonces �sta no parece poder ser parte alguna de la historia de la filosof�a
general. Gaos piensa que semejante
conclusi�n es absurda, por lo que es necesario hacer una revisi�n critica de estas
ideas y forma de pensar. Tal
revisi�n revela a Gaos que si en la historia de las ideas prescindios de la
circunstancia que la provoca y del
designio que la ha inspirado, entonces tendremos de ella s�lo un perfil vago y
completamente abstracto. De esta
manera, las ideas est�n adscritas, seg�n Gaos, irremediablemente a la situaci�n o
circunstancia frente a la cual
representan su activo papel y ejercitan su funci�n.

De estos an�lisis emprendidos por Gaos se concluye que no hay una historia de las
ideas abstractas sino de
ideas concretas y circunstanciales. Pero esta historia de las ideas no es sino una
parte de la �nica historia que hay
en vigor, a saber; la de la historia humana en su totalidad, en su propia
integridad.

Por otra parte, para Gaos, la historia tiene una estructura din�mica, una
articulaci�n. El historiador necesita
reconstruir, rearticular la historia, prescindiendo de lo omitido al hacer sus
selecciones, soldando directamente los
cabos de lo seleccionado. Estas articulaciones se efect�an a partir de categor�as.
Ahora bien, las categor�as
hist�ricas son propias o aut�ctonas de un territorio determinado. Sin embargo, el
esp�ritu humano viene mostrando,
a lo largo de la historia, una tendencia a extender las categor�as aut�ctonas de un
territorio a otro. As�, �en los
dominios de la Historia se presenta aquella tendencia como imperialismo de las
categor�as aut�ctonas de una parte
de la historia sobre otras partes de �sta, incluso sobre todas las dem�s de la
historia universal� (Gaos, 1980: 34).

Un ejemplo de este imperialismo de las categor�as se encuentra en las divisiones


hist�ricas o periodizaci�n
que lleva a concebir la historia del propio pa�s como paralela de una cultura
considerada como universal, vi�ndose
aquella historia carente de sustantividad y de originalidad, al adoptar categor�as
que no le pertenecen. De ah� se
derivan desniveles manifiestos en los distintos pa�ses en relaci�n a grados de
sustantividad y de originalidad, as�
como a interpretaciones, conceptuaciones y valoraciones que revelan una dependencia
respecto a ideas
preconcebidas.

Para Gaos, el imperialismo de las categor�as ha sido ejercido por la


historiograf�a europea y por los
coloniales mentales de los europeos; un ejemplo de ello es la divisi�n de la
historia de nuestra filosof�a practicada
de acuerdo con las principales importaciones de la escol�stica, el humanismo, el
utopismo renacentista, la
introducci�n de la filosof�a moderna en M�xico, el positivismo en la segunda mitad
del siglo XIX, etc�tera.

Este tipo de procedimiento en la aplicaci�n de categor�as, esta ejercitaci�n del


imperialismo de categor�as,
tan frecuente, trae como consecuencia una doble falta de originalidad: no s�lo de
la filosof�a, del pensamiento
mexicano, sino adem�s de la historia del pensamiento, de las ideas en M�xico, el
sentido de no contar con una
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articulaci�n diferente de la misma historia en otros pa�ses, principalmente en los
de Europa. Sin embargo, agrega
Gaos que la historia de las ideas en M�xico presenta peculiaridades estructurales y
din�micas suficientes para
reivindicar la originalidad relativa, �nica, que puede tratarse en esta cuesti�n de
grados, y para requerir que se la
articule mediante categor�as propias de �sta. M�s adelante, en otra parte de su En
torno a la filosof�a
mexicana,Gaos ensayar� la aplicaci�n de lo que para �l ser�an estas categor�as
aut�ctonas, oriundas de nuestro
devenir hist�rico, mas el examen de �stas nos llevar�a a rebasar los l�mites de
este art�culo.

Frost, Elsa Cecilia. Las categor�as de la cultura mexicana, UNAM, Facultad de


Filosof�a y Letras, M�xico,
1972. Gaos, Jos�. Obras Completas, UNAM, M�xico, 1990. Gaos, Jos�. En torno a la
filosof�a mexicana, Alianza
Editorial Mexicana, M�xico, 1980. Gaos, Jos�. Pensamiento de Lengua espa�ola,
Stylo, M�xico, 1945. Gaos,
Jos�.Filosof�a mexicana de nuestros d�as, Imprenta universitaria, M�xico, 1954.
Villegas Abelardo y Gustavo
Escobar.Filosof�a espa�ola e hispanoamericana contempor�neas (Antolog�a), v�ase:
�Jos� Gaos (1890-1969)�,
Extempor�neos, M�xico, 1983, pp. 170-185. Zea, Leopoldo. �Gaos, espa�ol
transterrado�, en Gaos, Jos�. En torno
a la filosof�a mexicana, M�xico, 1980.

(V�ase: Importaci�n desde dentro e importaci�n desde fuera, Historia de las ideas,
Pensamiento
latinoamericano).

(GEV)
IMPORTACI�N DESDE DENTRO E IMPORTACI�N DESDE FUERA

. En su obra En torno a la Filosof�a Mexicana (1952) el fil�sofo espa�ol Jos� Gaos


(1900-1969) �transterrado� en
M�xico a ra�z de la guerra civil espa�ola, realiza una revisi6n critica de la
historia de la filosofia en M�xico en
relaci�n con la suposici�n de la falta de originalidad en dicha filosofia. Gaos
recurre a lo que �l denomina
�categor�as aut�ctonas�, entre ellas est� la categor�a de �importaci�n� en sus dos
aspectos, �desde fuera� y �desde
dentro�. Gracias a esta �ltima demostrar� la originalidad de la filosofia mexicana.

La idea de la falta de originalidad de la historia de la filosof�a, del


pensamiento, de las ideas en M�xico,
estaba en los or�genes de la divisi�n que viene haci�ndose en general de esta
historia. Una divisi�n de la
historia de la filosof�a en M�xico, articulada mediante categor�as aut�ctonas de
ella, que partir�n de la
impl�cita en la idea de la falta de originalidad de la filosof�a habida en M�xico,
la categor�a de importaci�n,
demostrar� la creciente originalidad relativa de la filosof�a mexicana, como no
habr� razones para no decir
en adelante. La categor�a de importaci�n mueve a examinar las importaciones en
cuanto tales, y este
examen mueve a su vez a dar a la historia de la filosof�a en M�xico una
articulaci�n mediante categor�as
que demuestran c�mo esta historia ha venido siendo la de una filosof�a
crecientemente calificable de
mexicana (Gaos, 1952, V. I: 53-54).

Gaos nos habla de dos tipos de �importaci�n�, la �importaci�n desde dentro� y la


�importaci�n desde
fuera�; ambas categor�as guardan una estrecha relaci�n y no puede comprenderse una
sin recurrir a la otra. Con
ellas se refiere, primordialmente al pensamiento filos�fico mexicano del siglo
XVIII, �poca que juzga de gran
importancia al interior de la historia de la filosof�a en M�xico, ya que en este
per�odo se dio la clara divisi�n entre
�importaci�n desde fuera� e �importaci�n desde dentro�: �Esta divisi�n de per�odos
de importaci�n desde fuera y
de importaci�n desde dentro, no es una divisi�n geogr�fica, sino de �Historia del
Esp�ritu� (Gaos, 1952, V. I: 55).

Seg�n Gaos existe una gran diferencia entre el importar ideas filos�ficas con
esp�ritu de metropolitano (esto
es, de espa�ol que viene a la colonia o bien mexicano que tiene un �esp�ritu de
colonial� o lo que es lo mismo, que
acepta los dictados filos�ficos y los valores de Espa�a) y esto seria el �importar
desde fuera� y el mexicano con
esp�ritu de �espontaneidad, independencia y personalidad nacional y patri�tica�,
que importa �desde dentro�,
sintiendo la aut�ntica realidad mexicana, aquellas teor�as filos�ficas que
aplicadas a su circunstancia pueden lograr
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una praxis transformadora; en este segundo grupo �predominan ideas y valores
espec�ficamente mexicanos� (Gaos,
1952, V. I: 56), est� formado por aqu�llos �que tienen plena conciencia de la
personalidad nacional y la voluntad
patri�tica de lograr su independencia� (Gaos, 1952, V. I: 56). En este grupo se
sit�an Gamarra, Espejo, los jesuitas
mexicanos Alegre, Clavijero, Abad, M�rquez, Teresa de Mier, Francisco Severo
Maldonado, Hidalgo, en su
c�lebre Disertaci�n... y tantos otros.

Como puede advertirse,

el �desde fuera� y el �desde dentro� no quiere decir desde fuera o desde dentro de
las tierras de la colonia, no se
refieren al espacio; quieren decir desde fuera y desde dentro del esp�ritu
mexicano, fuera del cual est� no s�lo el
esp�ritu de metropolitano, sino tambi�n el esp�ritu de colonial, mientras que
dentro de �l est� �nicamente el esp�ritu
de espontaneidad, independencia y personalidad nacional y patri�tica; se trata de
una nueva categor�a puramente
humana de la Historia (Gaos, 1952, V. I: 56).

Frost, Elsa Cecilia. Las categor�as de la cultura mexicana, UNAM, Seminario de


Filosof�a en M�xico,
FFyL, M�xico, 1972. Gaos, Jos�. En torno a la filosof�a mexicana, vol. 2, Porr�a y
Obreg�n, M�xico, 1952. Gaos,
Jos�. Filosof�a mexicana en nuestros d�as, UNAM, M�xico. Gaos, Jos�. M�xico y lo
mexicano, M�xico, 1954.
Gaos, Jos�. Pensamiento de lengua espa�ola, Stylo, M�xico, 1945. Villegas,
Abelardo. La filosof�a de lo
mexicano, 3 ed., UNAM, M�xico, 1988. Yamuni, Vera. Jos� Gaos. El hombre y su
pensamiento, UNAN, FFyL,
Seminario del Conocimiento, M�xico, 19SO. Zea, Leopoldo. La filosof�a americana
como filosof�a sin m�s. Siglo
XXI, col. M�nima, M�xico, 1969. Zea, Leopoldo. Conciencia y posibilidad del
mexicano, Porr�a, M�xico, 1987.
Zea, Leopoldo. �Jos� Gaos y la filosof�a mexicana�, en Cuadernos Americanos, n�m.
4, vol. CXLVI, Ed. Libros
de M�xico, septiembre-octubre, M�xico, 1969.

(V�ase: Imperialismo de las categor�as, Historia de las ideas, Pensamiento


latinoamericano).

(CRG)
IN IXTLI IN Y�LLOTL

. Difrasismo n�huatl cuyo significado literal es �rostro y coraz�n�. Simboliza el


concepto de �personalidad�, lo que
es exclusivo del hombre.

Debido a que el ser humano nace sin el rostro y el coraz�n definidos, de ah� que
el ideal supremo de la
educaci�n sea la Ixtlamachiliztli, �acci�n de dar sabidur�a a los rostros� y la
Yolmelahualiztli, �acci�n de enderezar
los corazones�, y esto es tarea de los tlamatinime (v�ase) y de los padres el
�hacer sabios los rostros y firmes los
corazones� a trav�s de la educaci�n para conquistar el supremo ideal del hombre y
la mujer n�huas de �ser due�os
de un rostro y de un coraz�n�. �El hombre maduro: coraz�n firme como la piedra,
coraz�n resistente como el
tronco de un �rbol; rostro sabio, due�o de un rostro y un coraz�n... La mujer ya
lograda... la femineidad est� en su
rostro� (C�dice Matritense de la Real Academia, fol. 109 v).

Ixtli o rostro connota la fisonom�a moral del ser humano, es la manifestaci�n de


un yo que se ha adquirido
por la educaci�n y caracteriza la naturaleza m�s �ntima del yo original de cada
persona. Y�llotl o coraz�n, �la
movilidad de cada qui�n�, es el principio din�mico de la acci�n del hombre, que
busca y desea: �Por esto das tu
coraz�n a cada cosa� y a veces se pierde: �Sin rumbo lo llevas: vas destruyendo tu
coraz�n. �Sobre la tierra, acaso
puedes ir en pos de algo?, pero se encuentra cuando da con �lo �nico verdadero en
la tierra�: la poes�a: �Ladr�n de
cantares, coraz�n m�o... toma bien lo negro y rojo (el saber). Y as� tal vez dejes
de ser indigente� (Cantares
Mexicanos, fol. 2 v y 68 r), tambi�n es concebido como un libro de pinturas en el
que puede leerse, despu�s de
dialogar consigo mismo, el mensaje de la Voz y el canto: �Libro de pinturas es tu
coraz�n. Has venido a cantar...
En el interior de la casa de la primavera das deleite a la gente� (Romances de los
Se�ores de la Nueva Espa�a, fol.
19 r).
Respecto al ideal educativo de �rostros sabios y coraz�n firme�, aunque hubo
diferencias entre los que
participaban de la visi�n m�stico-guerrera del mundo y los que pretend�an un
renacimiento de los antiguos ideales
toltecas simbolizados por Quetzalc�atl, jam�s se perdieron las hondas ra�ces
toltecas.
Mencionamos algunas fuentes que contienen el tema que nos ocupa: el C�dice
Florentino indica que uno
de los ritos practicados al nacer el ni�o era su consagraci�n a una escuela
determinada para que con su preparaci�n
espec�fica se insertara en su propia cultura; esta misma fuente, en el folio 74 y
siguientes, contiene una exhortaci�n
de los padres a su hija de seis o siete a�os acerca de la dif�cil situaci�n del
hombre en la tierra, de c�mo actuar�
sobre sus actividades al nacer un nuevo d�a, sobre la moralidad sexual, c�mo ha de
hablar, caminar, mirar,
ataviarse, y finalizan con el deseo de que el Due�o del cerca y del junto le
conceda calma y paz. En el C�dice
Matritense, en un huehuetlatolli, se describe el ideal de vida que un rey le
explica a su hijo:

Se requiere un hombre que llore, que eleve al dios su emoci�n... Atended al cultivo
de las artes: el arte de la pluma,
del labrado de la madera, que �ste es el remedio de la pobreza y de la
indigencia... Atended muy principalmente al
surco y al ca�o de riego... Vive con los dem�s en paz y quietud... A nadie
desprecies y a nadie te opongas... No te
exhibas como un sabelotodo y que digan lo que digan... Y aun estando a punto de
perecer, no des el mismo pago a
los que en ese estado te pusieron.

Estas l�neas revelan el profundo conocimiento que ten�an de la naturaleza del


hombre: es un ser que act�a,
busca encontrar el sentido constante de su vida. Estas fuentes muestran la relaci�n
estrecha de los ideales �ticos y
educativos con el concepto de in ixtli in y�llotl.

Los n�huas antiguos consideraban que con una personalidad o un rostro y un coraz�n
formados
aut�nticamente a trav�s de lo �nico verdadero que hay en la tierra, in x�chitl in
cu�catl, se pod�a escapar del sue�o
del tlalt�cpac, lo que est� sobre la tierra, debido a que flor y canto al darle
neltiliztli o ra�z y sentido a su vida en
este mundo transitorio lo capacitaba para encontrar su propia verdad.

Con todo lo que hemos se�alado, consideramos que la concepci�n n�huatl de la


persona no es cerrada ni
estrecha; por el contrario, es una mirada viviente que deja abierto el camino a la
educaci�n, la cual es concebida
como formaci�n del rostro y humanizaci�n de su querer.

Le�n Portilla, Miguel. �C�dice Matritense de la Real Academia de la Historia�,


fol. 109 v, y �C�dice
Florentino�, fol, 74 r y ss., en Los Antiguos Mexicanos a trav�s de sus cr�nicas y
cantares, FCE, M�xico, 1983.
Le�n Portilla, Miguel. �Cantares Mexicanos�, fols. 2 v y 28 r, y �Romances de los
Se�ores de la Nueva Espa�a�,
fol. 19 r, en La Filosof�a N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM, M�xico, 1983.
Rubio Angulo, Jaime. Historia
de la Filosof�a Latinoamericana I, Universidad Santo Tom�s, Bogot�, 1979. Su�rez
Alarc�n, Jos� Antonio.
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�C�digo Matritense�, en La Sabidur�a Amerindia en la Filosof�a en Am�rica Latina,
B�ho, Santa Fe de Bogot�,
1993.

(V�ase: ln x�chitl in cuicatl, Neltiliztli, Tlamatiliztli, Tlamatinime, Tolt�catl).

(RNN)

IN X�CHITL IN CU�CATL

. Difrasismo n�huatl que literalmente significa �flor y canto�. Metaf�ricamente


equivale a los conceptos de poes�a,
arte y s�mbolo. Los tlamatinime, sabios o fil�sofos (v�ase: Tlamatinime), en su
af�n de encontrar fundamento y
ra�z, se preguntaron acerca de la �verdad de los hombres� y de la posibilidad de
decir �palabras verdaderas� en la
tierra. La respuesta la encontramos en varios poemas, pero de manera magistral en
el di�logo de �La flor y el
canto� y en las reflexiones de Nezahualc�yotl.

El di�logo es parte del Manuscrito Cantares Mexicanos, realizado en Huexotzinco


hacia 1490 en el que
participan Tecayehuatzin y otros tlamatinime para aclarar el sentido profundo de
flor y canto. Tecayehuatzin de
Huexotzinco (siglo XV principios del siglo XVI) pregunta si flor y canto ��Es...
quiz�s lo �nico verdadero en la
tierra?�. Ayocuan de Tecamachalco (segunda mitad del siglo XV-principios del siglo
XVI) se�ala que el origen
divino de la poes�a da al hombre la posibilidad de decir �lo �nico verdadero� y el
�nico recuerdo del hombre en la
tierra: �Del interior del cielo vienen las bellas flores, los bellos cantos (...)
�... he de irme como las flores que
perecieron? Nada quedar� en mi nombre? �Nada de mi fama aqu� en la tierra? �Al
menos flores, al menos cantos!�.
Aquiauhtzin de Ayapanco (ca. 1430-ca. fines del siglo XV) afirma que flores y canto
son el camino para encontrar
a dios, una invocaci�n al Dador de la vida, el cual se hace presente al inspirar el
arte y la poes�a: �Por all� he o�do
un canto, lo estoy escuchando... ya te contesta desde el interior de las flores...
�D�nde vives, oh mi dios, dador de
la vida? Yo a ti te busco (...) S�lo el dios escucha ya aqu�, ha bajado del
interior del cielo, viene cantando�.
Cuauhtencoztli de Huexotzinco duda acerca de la verdad que puedan tener el hombre y
sus cantos: ��Son acaso
verdaderos los hombres? �Ma�ana ser� a�n verdadero nuestro canto? Aqu� vivimos,
aqu� estamos, pero somos
indigentes, oh amigo�. Motenehuatzin de Teupil responde que son las flores y los
cantos lo �nico que puede
ahuyentar la tristeza: �con mis cantos, como plumas de quetzal entretejo a la
nobleza, a los se�ores, todos
andamos en medio de la primavera�. Nuevamente Tecayehuatzin toma la palabra y los
exhorta a alegrarse.
Motenehuatzin es de la misma opini�n e insiste en que flor y canto es la riqueza y
alegr�a de los pr�ncipes. Por su
parte, Xayac�mach de Tizatlan (segunda mitad del siglo XVI) sostiene que flor y
canto son el �nico medio para
embriagar los corazones y olvidarse de la tristeza: �Las flores que trastornan a la
gente, las flores que hacen girar
los corazones flores que embriagan�. Responde Tlapalteucitzin que flores y cantos
deleitan al hombre y acercan al
Dador de la vida: �...yo florido colibr�, con aroma de flores me deleito, con ellas
mis labios endulzo. Oh Dador de
la vida, con flores eres invocado�. Interviene Ayocuan y en funci�n de flores y
cantos elogia a Huexotzinco porque
no era una ciudad guerrera: �El timbal, la concha de tortuga, permanecen en
Huexotzinco all� ta�e la flauta, canta
�. Tecayehuatzin concluye el di�logo presentando una idea en la que seguramente
todos estar�n de acuerdo, que
fina y canto es lo que hace posible la amistad: ��Sabemos que son verdaderos los
corazones de nuestros amigos!�.
Estas respuestas implican diversos atisbos, desde los m�s variados puntos de vista,
dirigidos a comprender el
mundo maravilloso de su propio arte prehisp�nico y al af�n de pronunciar una
respuesta capaz de dar ra�z a rostros
y corazones. Por su parte el rey, fil�sofo y poeta texcocano, Nezahualc�yotl (1402-
1472), atormentado porque en
el mundo todo es pasajero, siente la necesidad de decir palabras con ra�z para
llegar a can on ayac micohua,
�donde la muerte no existe�, y lo logra al descubrir el significado profundo de
flor y canto: �Por fin lo comprende
mi coraz�n: escucho un canto, contemplo una flor, ojal� no se marchiten!� �No
acabar�n mis flores, no cesar�n mis
cantos...�.

El investigador mexicano Miguel Le�n Portilla se�ala en su obra La Filosof�a


N�huatl estudiada en sus
fuentes (1956), que con la met�fora flor y canto los lamatinime formularon �una
aut�ntica teor�a acerca del conocer
metaf�sica�, ya que implica un modo peculiar de conocer lo verdadero, fruto de una
genuina experiencia interior o
resultado de una intuici�n que conmueve el interior del hombre y lo lleva a
balbucear y a sacar de s� lo que de
forma misteriosa y s�bita ha percibido.
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As� pues, in x�chitl in cuicatl es tal vez la �nica manera de decir palabras
verdaderas, es el camino a la
verdad del misterio de la vida. El hombre como artista puede sobreponerse al limite
de todo lo que desaparezca, de
llegar a lo que es el fundamento de todo y a lo que dar� un sentido a su
existencia.

Garibay Kintana, �ngel Ma. Llave del n�huatl, Porr�a, M�xico, 1961. Le�n Portilla,
Miguel. �Manuscrito
Cantares Mexicanos�, fol. 9 v-11 v y 16 v, en Los Antiguos Mexicanos a trav�s de
sus cr�nicas y cantares, FCE,
M�xico, 1983. Le�n Portilla, Miguel. �Manuscrito Romances de los Se�ores de la
Nueva Espa�a�, en El
pensamiento prehisp�nico.Estudios de Historia de la Filosof�a en M�xico, UNAM,
M�xico, 1963, pp. 47-53, 63-
68. Le�n Portilla, Miguel. La Filosof�a N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM,
M�xico, 1983. Le�n Portilla,
Miguel. Literatura de Mesoam�rica, SEP, M�xico, 1984. Le�n Portilla, Miguel. Quince
poetas del mundo
n�huatl,Diana, M�xico, 1994. Magall�n Anaya, Mario. Dial�ctica de la filosof�a
latinoamericana. Una filosof�a en
la historia, UNAM, M�xico, 1991. Su�rez Alarc�n, Jos� Antonio. �La sabidur�a
Amerindia�, en La filosof�a en
Am�rica Latina, B�ho, Santaf� de Bogot�, 1993.

(V�ase: In ixtli in y�llotl, Neltiliztli, Tlamatinime, Tolt�catl).

(RNN)

INDIGENISMO

. �El conjunto de ideas y actividades concretas que realizan los estados


latinoamericanos en relaci�n con las
poblaciones ind�genas llevan el nombre gen�rico de indigenismo� (Stavenhagen, 1988:
105), seg�n la apretada
definici�n del soci�logo mexicano Rodolfo Stavenhagen.
El sujeto sine qua non del indigenismo es el �indio�, t�rmino que nace de la
equivocaci�n geogr�fica que
sufri� Crist�bal Col�n cuando a la vista de los primeros habitantes que encontr� en
Guanahan� los llam� indios
plenamente convencido de que hab�a llegado a la antesala de las so�adas Indias
Orientales, convicci�n que en parte
legitima, o por lo menos explica tal denominaci�n para todos los naturales de
Am�rica y que, como sello
imborrable, persisti� para sus descendientes; este error fue el principio de otros
que en definitiva marcaron hasta
nuestros d�as el dif�cil camino de aquellos naturales. El indio fue presentado al
resto del mundo a trav�s de un
concepto l�xico gen�rico, y como categor�a social en condiciones definidas y
concretas predeterminadas por los
europeos, lo que dice Bonfil Batalla enmascar� su especificidad hist�rica y lo
convirti� �dentro del nuevo orden
colonial en un ser plural y uniforme� (Alcides, 1983: 18). Lamentable inexactitud
que obstaculiz� por tres siglos y
m�s, el desenvolv�miento normal de los hombres aut�ctonos de Am�rica, ya que al
englobarlos en un t�rmino
�nico quedaron ocultas, por encima, las diferencias esenciales: niveles culturales,
lengua, objetivos vitales,
religiosidad, mitos, historia... todo Io que constitu�a la manera de ser de cada
uno de los grupos prehisp�nicos. La
palabra indio no explicaba al antiguo y ahora dominado habitante de Am�rica, s�lo
lo nominaba a partir de la
unificada imperialidad hispana como categor�a social sometida.

Hacia fines de la Colonia se us� tambi�n y con mayor frecuencia el vocablo


ind�gena, quiz� para suavizar la
memoria de la carga ideol�gica opresora que llevaba la voz de indio. Ind�gena es
m�s justa en su significado
etimol�gico: nativo de un pa�s, del lat�n ind�gena, �el que es de all�, originario
del pa�s de que se trata, aut�ctono.
�Esto quiere decir que toda persona nacida en determinado lugar, es ind�gena de
dicho lugar� (Alcides, 1983: 37).
En tal sentido se llegar�a a la consideraci�n de que todos: mestizos, criollos,
dem�s castas y los originarios
contempor�neos de las naciones latinoamericanas, del resto del mundo somos
ind�genas, y no es as�, ya que dicha
palabra se aplica s�lo a las etnias herederas de las culturas prehisp�nicas. Indio
e ind�gena vienen, pues, a ser
sin�nimos, y toda acci�n pr�ctica que se establece o se ha establecido con los
ind�genas se califica como
indigenismo, expresi�n que por s� misma no define, de acuerdo con su origen,
evoluci�n y fijaci�n un concepto
preciso, comprensible para todos, de lo que es y no puede dejar de ser.

El indigenismo toma cuerpo y figura al paso del tiempo, se va perfilan do como una
preocupaci�n por los
indios al lado de las complejas y varia das tareas socioecon�micas, pol�ticas,
culturales, morales, de salud,
etc�tera. que conforman el quehacer de la gente e instituciones de un estado, es
pues l�cito hablar de indigenismo
desde los primeros momentos de la administraci�n espa�ola. La pol�tica indigenista
de la Corona est� en las Leyes
de Indias, en documentos oficiales, .c�dulas, ordenanzas, bandas, breves., en los
libros de insignes
humanistas .Las Casas, Montesinos, Vitoria. y pr�cticamente en casi toda la
correspondencia de virreyes,
oidores, capitanes, generales, jueces, alcaldes y dem�s funcionarios. El
indigenismo colonial fue una permanente
actitud ideol�gica, institucional, pr�ctica a veces, y te�rica las m�s, con
modalidades diversas: paternalismo
cristiano con la dinast�a austriaca, despotismo ilustrado Borb�n, igualitarismo
.s�lo qued� escrito. en las
Cortes de C�diz (Caso, 1973: 72 y 55) y una postura entre confusi�n y olvido a lo
largo del siglo XIX; los nuevos
pa�ses latinoamericanos en la b�squeda de su nueva identidad, la de ciudadanos
libres y soberanos, hicieron de la
pol�tica de gobierno su principal actividad. Los ind�genas quedaron rezagados, la
preocupaci�n indigenista perdi�
pie ante la avalancha de golpes de Estado, intervencionismo extranjero, dictaduras,
bandolerismo y otras
calamidades. En el siglo XX el indio fue ya motivo de serios, organizados y
modernos programas de los gobiernos
y la iniciativa privada; reaparece entonces el indigenismo como todo un quehacer no
s�lo importante, sino
obligado, de la pol�tica nacional que requiere un esfuerzo multi e
interdisciplinario, para resolver la situaci�n del
indio �en torno a sus problemas como individuos o como colectividad tanto en lo que
toca a su vida intelectual
como a la an�mica, material, social, etc�tera� (Ballesteros, 1961: 8).

El problema ind�gena varia de un pa�s a otro en relaci�n directa de la


importancia, extensi�n territorial,
variedad de etnias y n�mero de individuos de las culturas de origen prehisp�nico y
dentro de los mismos renglones,
de la supervivencia de �stas. Al respecto, Alan During se�ala en su estudio
publicado bajo auspicios de la ONU,
�Supporting Indigenous People�, que los tres sitios del mundo con mayor
problem�tica existencial ind�gena son la
India, Burma y M�xico (Brown, 1993). Agreguemos en seguida la regi�n andina con
Per�, Ecuador y Bolivia. Esto
no ha sido obst�culo para que toda Latinoam�rica se involucre en el asunto, aunque
en algunos pa�ses las peque�as
etnias sobrevivientes no representan sino una m�nima parte de la problem�tica
nacional, pero en un acto solidario
con los vecinos pr�ximos se confirma que por peque�o que sea, cualquier n�cleo
humano olvidado por la historia
debe ser incorporado a �sta y protegido. As� fue que en 1910 se fund� en Brasil la
primera instituci�n
contempor�nea de corte indigenista: Servi�io de Prote�ao aos Indios. Hacia el fin
del porfiriato en M�xico, A.
Belmar, magistrado de la Suprema Corte, pens� y redact� la primera organizaci�n
cient�fica indigenista, la
Sociedad Indiana Mexicana, que propon�a: estudio de razas, costumbres y lenguas de
los indios, est�mulos a la
educaci�n, celebraci�n de congresos anuales, publicaci�n de boletines, trabajos
arqueol�gicos y algo m�s
trascendente y muy dif�cil: crear en los mexicanos un ambiente comprensivo para los
ind�genas. La pol�tica
dictatorial del momento hizo fracasar el plan.

En 1918, cuando la Revoluci�n Mexicana ya hab�a posibilitado la presencia del


indio en los escenarios de
la lucha nacional, y la Segunda Guerra Mundial dejaba en todo el globo la urgencia
de unidad y paz, se celebr� en
Buenos Aires, Argentina, la Primera Convenci�n Internacional de Maestros. A �sta
sigui� una serie de reuniones
americanistas en varias partes del continente que de alg�n modo prepararon el campo
para enfrentarse de lleno a la
urgente pero inconmensurable tarea de atender de manera oficial, cient�fica y
humanitaria, los problemas
ind�genas, que empezaban a vincularse con sentimientos y causas nacionales. La idea
de un gran congreso
indigenista cuaj� en el de P�tzcuaro, Michoac�n, en M�xico, celebrado del 18 al 24
de abril de 1940. Los
principios fundamentales a los que entonces se lleg� enfatizaban que �el problema
de los grupos ind�genas de
Am�rica es de inter�s p�blico, de car�cter continental y relacionado con los
prop�sitos de solidaridad entre los
pueblos y gobiernos del Nuevo Mundo�, adem�s, se deb�a lograr la �igualdad de
derechos y oportunidades para
todos los grupos de poblaci�n americana� (Brown, 1993: 222), y no perder de vista
los valores de las culturas
aut�ctonas. Se acord� concretar los cuidados indigenistas en la fundaci�n del
Instituto Indigenista Interamericano,
de institutos nacionales, y en congresos peri�dicos. Se unieron a estos intereses
Estados Unidos, Canad�, Francia,
Espa�a, la UNESCO; y se crearon institutos nacionales en M�xico, Per�, Bolivia,
Nicaragua, Colombia, Costa
Rica, Paraguay, Chile, Ecuador, etc�tera.

El de M�xico es relevante por el alcance universal de sus aportaciones (cursos,


libros, conferencias,
anuarios) y de sus avances (desarrollo de las ciencias antropol�gicas, comunicaci�n
permanente con los grupos
indios), lo que ha dado en cambios dr�sticos en las relaciones con ellos, y
originado la necesidad de otras
revisiones del problema que a�n no se resuelve del todo tal vez por la fuerza que
recobr� el indigenismo a partir de
la pretendida celebraci�n del V Centenario del descubrimiento de Am�rica.

Alcides Reissner, Ra�l. El indio en los diccionarios, ex�gesis l�xica de un


estereotipo, Instituto Nacional
Indigenista, col. INI, n�m. 67, M�xico, 1983. Ballesteros Gaibrois, Manuel y Julia
Ull�a Su�rez. Indigenismo
americano, Cultura Hisp�nica, Madrid, 1961. Brown, Lester R. State of the World
1993, Organizaci�n de las
Naciones Unidas, W.W. Norton and Company, New York, 1993. Caso, Alfonso.
Indigenismo, Editorial Cultura,
M�xico, 1958. Caso, Alfonso. La pol�tica indigenista en M�xico, Instituto Nacional
Indigenista; Secretaria de
Educaci�n P�blica, M�xico, 1973. Censo Nacional de Poblaci�n y Vivienda 1990,
INEGI, M�xico, 1990. Instituto
Nacional Indigenista. 30 a�os despu�s. Revisi�n critica, n�mero especial de la
revista M�xico Ind�gena. �rgano de
difusi�n del Instituto Nacional Indigenista, M�xico, 1978. Instituto Nacional
Indigenista, 40 a�os, Instituto
Nacional Indigenista, M�xico, 1988. Favre, Henri. L�Indigenisme, Presses
Universitaires de France, Par�s,
1996.Lewis, Oscar y Ernest E. Moes. �Base para una nueva definici�n pr�ctica del
indio�, en Am�rica
Ind�gena, vol. 5, M�xico, 1943. O�Gorman, Edmundo. M�xico el trauma de su historia,
UNAM, M�xico, 1977.
Stavenhagen, Rodolfo. Derechos ind�genas y Derechos humanos en Am�rica Latina,
Colegio de M�xico, M�xico,
1988. Villoro, Luis. Los grandes momentos del indigenismo en M�xico, Colegio de
M�xico/FCE, M�xico, 1996.

(V�ase: Autonom�a, Encuentro de dos mundos, Etnia, Indigenismo integracionista,


Mestizaje, Pueblos
indios, Racismo)

(BRG)
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INDIGENISTAS, POL�TICAS

. Se denomina as� al conjunto de pol�ticas desarrolladas hacia los ind�genas por


los poderes nacionales, constituidos
o no en Estados naci�n, quienes los ven como �problema� a resolver por los no
indios. Son producto del
�indigenismo�, el cual no s�lo ha desarrollado en la esfera del Estado, sino
tambi�n en los �mbitos literario,
humanitario, como portadores de protestas contra las injusticias sobre los
ind�genas, etc�tera (Barre, Marie
Chantal, 1990: 110).

Para Am�rica Latina en su conjunto, M�xico ha jugado un papel importante en la


adopci�n de una serie de
pol�ticas estatales hacia los ind�genas vistos como �problema�. En efecto, al final
del cardenismo la antropolog�a
surgi� como la proveedora de la concepci�n ideol�gica oficial: el indigenismo. Es a
partir del Congreso Indigenista
Interamericano, realizado en P�tzcuaro, Michoac�n, en 1940, cuando el indigenismo
se constituye como la
ideolog�a oficial del Estado Mexicano.

As�, se oficializan las pr�cticas asimilacionistas del Estado no s�lo en M�xico,


sino que �stas abarcan a casi
toda Am�rica Latina.

Pero lo anterior se refiere �nicamente al actual indigenismo, aunque en realidad


su g�nesis hist�rica se
remonta a la �poca de los colonialismos espa�ol y lusitano en el subcontinente. En
el caso de Espa�a, las diversas
medidas adoptadas por la Corona, especialmente durante el siglo XVI, conforman los
perfiles de la pol�tica
indigenista del r�gimen colonial. Una legislaci�n minuciosa evit� que la poblaci�n
ind�gena fuera arrasada. Pero
ninguna de estas normas ten�a como prop�sito impedir la explotaci�n del ind�gena,
sino reglamentaria yracionalizarla. Si bien evit� hasta cierto punto la explotaci�n
desordenada y la necia
destrucci�n, el indigenismo colonial busc� exprimir al m�ximo a los pocos
sobrevivientes, pues la disminuci�n de
la poblaci�n ind�gena no signific� una disminuci�n proporcional de las exacciones.
En suma: el indigenismo del
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r�gimen espa�ol en Am�rica funcion� �ntegramente como herramienta del sistema
colonial (D�az Polanco, 1995:
24-26).

El esp�ritu intolerante y opresor del indigenismo colonial no desapareci� con la


independencia. Cambian
algunos de sus m�todos y el discurso en que se funda. El r�gimen colonial parte de
la desigualdad �tnica, el Estado
Nacional de la igualdad formal (todos son �ciudadanos�); pero en ambos casos se
niega cualquier derecho a la
diferencia, a la autodeterminaci�n de los pueblos indios. Para Luis Villoro (1987)
el indigenismo colonial fue
�corporativista�; el del M�xico independiente, �etnocida�, y el del siglo XX,
�integracionista�. Y, en efecto, los
liberales llegaron a objetar incluso el derecho de las etnias a la existencia. Las
pol�ticas indigenistas las de la
Colonia y las de los Estados nacionales por igual han sido la negaci�n de cualquier
autonom�a para los grupos
socio-culturales con identidades propias. Son pol�ticas extremadamente
homogeneizadoras y devienen en carta
estrat�gica de proyectos antidemocr�ticos y conservadores. Generan genocidio,
etnocidio o etnofagia, o una
combinaci�n de ellos. Pueden modificar y aun complicar el cuadro de la diversidad
�tnica. No hay un �buen
indigenismo� contra un indigenismo negativo. Habr� que colocarse fuera de la l�gica
de cualquier indigenismo.
Los indigenismos, si bien provocaron nuevas transformaciones en la composici�n
�tnica, no lograron su meta
liquidacionista.

En el siglo XX el �problema� quedaba en manos de los modernos indigenistas de


�genio integrativo�. El
llamado indigenismo �integracionista� busca disolver a las etnias en favor de un
estrecho criterio de unidad
nacional. En todo caso la meta es la misma: eliminar las identidades �tnicas. Meta
de Estados mono�tnicos en
contra de sociedades pluri�tnicas, pluriculturales y pluriling�es (Gonz�lez
Casanova, P. y Roitman R., M., coords.,
1996).

(V�ase: Autonom�a, Etnia, Indigenismo, Pueblos indios, Racismo).

(JMSM)
INDOAM�RICA.

Indoam�rica fue asumida por las corrientes indigenistas de izquierda, como una
categor�a que significaba la
identidad etnocultural del continente por sus componentes raciales y/o culturales
nativos, al mismo tiempo que
operaba como clave de autocton�a ideopol�tica, oscilando en sus muchas variaciones
entre el mito de origen y la
utop�a autonomista. Las ra�ces bolivarianas y vasconcelianas de los idearios y
s�mbolos indoamericanos no siempre
fueron expl�citos, pero s�, su abierta oposici�n a las concepciones europe�stas y
panamericanistas en boga durante
la primera mitad del siglo XX.

La apelaci�n a los or�genes pobl� el imaginario de la intelectualidad continental,


suscitando muchas
adjetivaciones de Am�rica: Indolatina, cuya autor�a es dif�cil de precisar no as�
su presencia discursiva en la
diplomacia carrancista; Indohispana, presente en el ideario de Sandino a partir de
1927; Am�rica India, asumida en
1929 por una corriente aztequista dirigida desde M�xico por R. J. Dur�n; Negrindia,
reelaboraci�n marginal
caribe�a cribada en oposici�n al Garveyismo de los a�os veinte. Otros t�rminos
identitarios fueron objeto de una
ensay�stica pol�tica peculiar como Indohispana (Teysser, 1941) e Indoibera (Tejera,
1943). El nacionalismo
continental v�a la ensay�stica filos�fica y pol�tica abri� una nueva primavera de
los discursos del mestizaje en clave
populista, a contracorriente de una atm�sfera internacional proclive a las
ideolog�as de la exclusi�n. El racialismo
indoamericano traduce a su manera sus deudas con la filosof�a positivista
spenceriana y la sociolog�a de Pareto m�s
que con la antropolog�a culturalista anglosajona.

Indoam�rica tuvo m�s �xito que las otras categor�as identitarias alternativas ya
referidas entre los a�os
veinte y cuarenta; su fuerza radic� en su densidad sem�ntica al sustantivizar el
espacio continental, pero tambi�n
por apoyarse en la proyecci�n intelectual de sus autores y propagandistas. En la
segunda mitad de los a�os veinte
se pueden encontrar las primeras se�as indoamericanas, en el pensamiento de Haya de
la Torre y Mari�tegui,
coexistiendo al lado de otros t�rminos como Am�rica Latina o Am�rica Indoibera sin
conflictuarse entre s�. Haya
de la Torre fue su principal abanderado. En los a�os treinta esta categor�a en
construcci�n logra sus m�s puntuales
elaboraciones: en Ecuador, Monsalve Pozo (1934); en Per�, Haya de la Torre (1935);
en Chile, Lipzch�tz (1937), y
en M�xico, Corzo (1938). Sin embargo, la gravitaci�n del pensamiento de Haya de la
Torre sobre estos autores no
puede ser desde�ada, aunque no anula ciertas vetas de originalidad en los autores
mencionados.

Veamos en s�ntesis la propuesta de Haya de la Torre:

Las invasiones de las razas sajonas, ib�ricas y negras, como las asi�ticas y el
resto de Europa, que nos han llegado,
nos llegan y llegar�n, han contribuido y contribuyen a contextuar la Am�rica nueva.
Empero, pervive bajo todas
ellas la fuerza de trabajo del indio. Si en Cuba ha sido extinguida y en la
Argentina o Costa Rica muy absorbida, el
indio sigue siendo la base �tnica y social econ�mica de Am�rica, tanto el que vive
dentro de la civilizaci�n en el
presente, como el que en inmenso n�mero se agrupa todav�a en primitivas
organizaciones tribales. Con la raza
india se fundir�n muchas otras, pero nuestra Am�rica encontrar� su definici�n y su
camino antes que esos setenta y
cinco millones de ind�genas hayan desaparecido (Haya, 1961: 26-27).

D�cadas m�s tarde y con motivo del Quinto Centenario, un colectivo de antrop�logos
propuso
infructuosamente desde M�xico otra categor�a alternativa sustantivadora: Amerindia,
marcada con fuertes tonos
etnicistas, la que no sobrevivi� al momento conmemorativo en que emergi�.

Indoam�rica y sus t�rminos afines potenciaron y legitimaron los muchos


indigenismos populistas de los
a�os treinta y cuarenta. Su veta integracionista ha sido en los �ltimos a�os
cuestionada, por sus sesgos etnocidas
intranacionales, a la luz de la defensa del paradigma de la diversidad
etnocultural. Pero ello no nos puede hacer
olvidar que el indoamericanismo, en su tiempo, confront� al Estado y la cultura
olig�rquica en sus fundamentos
ideol�gicos extranjerizantes y excluyentes.

Indoam�rica fue tambi�n el nombre de dos peri�dicos pol�ticos editados desde la


Ciudad de M�xico en
1928 y 1938, respectivamente: el primero fungi� como vocero de la c�lula de la
Alianza Popular Revolucionaria
(APRA) en M�xico, y el segundo, como vocero del Frente Indigenista de Am�rica.
Entre una y otra publicaci�n, el
Grupo Indoam�rica public� Am�rica India (1930) que no debe confundirse con otra del
mismo nombre editada en
1929. Los idearios de estas organizaciones a pesar de su afinidad deben ser
contrastados.

Corzo, �ngel M. Ideario del Maestro Indoamericano, DAPP, M�xico, 1938. Haya de la
Torre, V�ctor
Ra�l.�A d�nde va Indoam�rica?, Editorial Ercilla, Santiago, 1961. Lipasch�tz,
Alejandro. Indoamericanismo y
Raza India, Editorial Nacimiento, Santiago, 1937. Monsalve Pozo, Luis. Indoam�rica,
Universidad de Cuenca,
Ecuador, 1934. Tejera, Humberto. Maestros Indoiberos, Ediciones Minerva, M�xico,
1943. Teysser,
Ezequiel. Am�rica Indohispana y Yanquilandia, Ediciones Claridades, M�xico, 1941.
Indoam�rica, �rgano de la
c�lula del APRA en M�xico, M�xico, 1928, n�ms. l al 8. Indoam�rica, �rgano del
Frente Indigenista de Am�rica
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(dir. Jos� Fa-vio Crespo), M�xico, n�ms. 1-5. Am�rica India, vocero del movimiento
�Reintegraci�n Econ�mica
Mexicana� (dir. R. J. Dur�n), M�xico, 1929-1930, n�ms. l al 3.

(V�ase: Am�rica, Amer�stica, Panamericanismo).

(RMB)

INFLUENCIA

. Palabra derivada del lat�n influere, fluir, correr (un l�quido), infiltrarse.

1) Acci�n, generalmente lenta y continua, de una circunstancia o cosa sobre otra.


Este sentido de la palabra
influencia expresa la modificaci�n que ciertas circunstancias o cosas producen
sobre otras. La influencia del
ambiente sobre la cultura.

2) Relaci�n por la cual suelen atribuirse ciertas caracter�sticas a un pensador, a


una obra o a un movimiento
filos�fico en raz�n de las caracter�sticas de otro pensador, otra obra u otro
movimiento filos�fico.

El t�rmino influencia es, tal vez, el m�s socorrido en la elaboraci�n de la


historia de la filosof�a y de las ideas
filos�ficas en Am�rica Latina. Pr�cticamente no puede identificarse un historiador
de la filosof�a latinoamericana
que no haya recurrido a �l para describir, valorar o explicar la producci�n
filos�fica de nuestra regi�n.
Sin embargo, el sentido del t�rmino influencia no es un�voco, a�n dentro del
pensamiento de un mismo
autor e incluso de una misma obra. Mediante su uso se expresa, en t�rminos
generales, la relaci�n que existe entre
dos pensamientos filos�ficos, uno de los cuales se considera como origen (de las
ideas filos�ficas), mientras que el
otro constituye una especie de consecuencia m�s o menos indeterminada de aqu�l.

Esta indeterminaci�n respecto del influido (�especie de consecuencia� hemos dicho)


es producto de la
polisemia del t�rmino influencia. A continuaci�n se�alamos algunos de los sentidos
que adquiere la palabra
influencia desde diversos contextos:

2.1. La influencia como fuente de pensamiento. En este primer sentido, se afirma


que existe influencia de un
pensador sobre otro en tanto que este �ltimo se ha nutrido intelectualmente del
pensamiento de aqu�l. Es
decir, puede comprobarse que el autor en cuesti�n tuvo conocimiento de la obra de
alg�n otro pensador y que
lleg� a realizar un estudio m�s o menos cuidadoso de dicha obra. La influencia de
Plat�n, Kant, Nietzsche,
Schopenhauer, Bergson y Boutroux sobre el Ateneo de la Juventud.

2.2. La influencia como adaptaci�n. Se refiere a la labor, m�s o menos consciente,


de transformar ciertos
aspectos de una doctrina o de elegir partes de ella, con el fin de adecuarla a la
propia circunstancia. La
influencia del liberalismo y del positivismo en el concepto de libertad� de Gabino
Barreda.

2.3. La influencia como semejanza. Este sentido de influencia indica el probable


origen de una idea o doctrina
filos�fica, mediante el procedimiento de la asociaci�n. Concretamente, se produce
al identificar la idea de un
autor con la de otro que le precede o que, siendo m�s o menos contempor�neo, goz�
de mayor
reconocimiento. La influencia del krausismo en el pensamiento filos�fico de Ram�n
Manterola.

2.4. La influencia como repetici�n. Se predica la influencia en este sentido cuando


se demuestra que un autor
cita o parafrasea a otro, ad-hiri�ndose a sus opiniones. Resulta significativo que
a algunos autores que
recurren a este procedimiento se les ha dado el nombre de �publicistas�. La
influencia de Constant y Bentham
sobre Jos� Mar�a Luis Mora, publicista del liberalismo en M�xico.

2.5. La influencia como imitaci�n. Una de la tesis m�s conocidas en torno a la


historia del pensamiento y de
la filosof�a latinoamericana es la que califica a las producciones intelectuales de
nuestra regi�n como
resultado de la imitaci�n. �sta se ha definido tradicionalmente como el intento de
adecuar las circunstancias
a las ideas y no las ideas a las circunstancias. La influencia de la constituci�n
estadounidense en la obra
constitucional mexicana (Samuel Ramos).

2.6. La influencia como transcripci�n. Se refiere a la mera copia de pasajes de


otra obra u otras obras. Dicha
transcripci�n puede estar precedida o no de la advertencia de que tales fragmentos
proceden de otro autor.La
influencia de Verney sobre Juan Benito D�az de Gamarra en los Elementos de
Filosof�a Moderna.

Frost, Elsa Cecilia. Las categor�as de la cultura mexicana, UNAM, M�xico, 1972.
Roig, Arturo
Andr�s.Filosof�a, universidad y fil�sofos en Am�rica Latina, UNAM, M�xico, 1981.
Rovira, Ma. del
Carmen. Ecl�cticos portugueses del siglo XVIII y algunas de sus influencias en
Am�rica, UNAM, M�xico, 1979.
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Soler, Ricaurte.Estudios sobre las ideas en Am�rica, Imp. Nacional, Panam�, 1960.
Zea, Leopoldo. El pensamiento
latinoamericano, 1965. Zea, Leopoldo. El positivismo en M�xico.

(V�ase: Arielismo, Bovarismo nacional, Historia de las ideas, Paralelismo).

(CLP)

INVENTAMOS O ERRAMOS

. T�rmino acu�ado por el fil�sofo venezolano Sim�n Rodr�guez (1769-1854) en


Sociedades americanas y con el
cual marcaba su postura cr�tica frente a las diversas posiciones pol�ticas que,
tras los movimientos de
independencia, intentaban romper con el pasado colonial espa�ol y asemejar a las
nuevas naciones a los modelos
franceses, ingleses y norteamericanos.

Sociedades americanas se publica en Lima en la imprenta El Mercurio en 1842. En


esta obra Rodr�guez
expone lo que las sociedades americanas son y lo que deb�an ser si asumieran su
especificidad hist�rica.
Reproducimos el fragmento donde expone esta idea por considerar que tanto la forma
literaria como los t�rminos
que en �l utiliza, revelan la hondura del pensamiento del ilustre caraque�o:

�D�nde ir�mos a buscar modelos? ...


-La Am�rica Espa�ola es orijinal = ORIJINALES han de ser sus Instituciones y su
Gobierno = ORIJINALES los medios de fundar uno y otro.

o Inventamos o Erramos.

Vale la pena destacar el estilo literario del fil�sofo, pues �ste obedece a lo que
llama la insurrecci�n
gramatical o semiol�gica que deb�a efectuarse para complementar la independencia
mental de la Colonia. Con
Inventamos o Erramos don Sim�n Rodr�guez critica los tres errores que en su �poca
se intentaban impulsar desde
distintas posiciones ideol�gicas para acabar con el atraso general en que la
Metr�poli hab�a dejado sus colonias, a
saber: el comercio, las colonias y los cultos. Por esta raz�n Rodr�guez, en un tono
ir�nico, llama a estas soluciones
las enfermedades del siglo que se traducen en: una sed insaciable de riqueza, que
se declara por tres especies de
delirio

traficoman�a

colonoman�a

i cultomania

La traficoman�a alude a la importaci�n de productos provenientes de los pa�ses m�s


desarrollados de la
�poca, pensando que al preferir a �stas las necesidades de los ciudadanos
americanos iban a cubrirse. Rodr�guez se
da perfectamente cuenta de que estas necesidades eran producto de un mercado que no
nac�a de las verdaderas
necesidades y condiciones de la mayor�a de la poblaci�n americana. Frente a esta
idea propone una revoluci�n
econ�mica que deb�a seguirse necesariamente a la independencia pol�tica ya lograda.
La revoluci�n econ�mica
deb�a empezar por los campos, cruzar por los talleres y llegar a las ciudades. El
camino inverso era, a su juicio,
equivocado.

La colonoman�a alude a la medida que se impuls� en varias naciones americanas


decimon�nicas, de
permitir el libre acceso de colonos europeos como mano de obra especializada con el
fin de favorecer el desarrollo
de la industria y del campo, a manera de limpieza �tnica. Rodr�guez propone frente
a esta medida la colonizaci�n
de Am�rica con los propios americanos, esto es, con los indios e indias, cholos y
cholas, negros y zambos,
mestizos y mestizas que compon�an la complejidad del tejido social del suelo
americano. La colonizaci�n de
Am�rica con los propios americanos se vincula con el magno proyecto rodriguista de
la educaci�n popular a trav�s
del cual se har�a de cada americano un ciudadano.

Finalmente, la cultoman�a alude a la importaci�n de los cultos que en los pa�ses


industrialmente avanzados
acompa�aban como un doble rostro la pol�tica econ�mica de los Estados y favorec�a
la laboriosidad ciudadana que
se concentraba finalmente en pocas manos.

Estas medidas no nac�an de la orijinalidad de la Am�rica espa�ola que miraba


estupefacta el mercado, la
industria y la religiosidad de otras naciones sin conocer directamente las
contradicciones reales en las que en-traba
este discurso liberal. Sim�n Rodr�guez conoci� de cerca, en sus 27 a�os de exilio
americano, las diversas
realidades europeas y norteamericanas, por ellos sabe de la esclavitud camuflada en
el norte, por ellos tambi�n sabe
de las falacias escondidas de la alta cultura europea que pretend�a remozar con
nuevas ideas sus edificios ya
caducos, por ellos se atreve a criticar como testigo fiel y como juez implacable
los acontecimientos que marcaban
el ritmo de la �poca y que los nuevos grupos criollos en el poder y desde �l no
pod�an vislumbrar.

Inventamos o erramos expresa sint�ticamente la cr�tica derivada del ejercicio


racional surgido de las
realidades americanas, el desaf�o por realizar la utop�a en Am�rica y la condena
derivada del af�n imitativo que
coloca en la exterioridad del continente americano su ser. Criticando este af�n
imitativo, Rodr�guez afirma: �no sea
que por la man�a de imitar las Naciones Cultas venga la Am�rica a hacer el papel de
vieja en su infancia.� Por ello
demanda a los nuevos grupos en el poder que �imiten la originalidad ya que tratan
de imitarlo todo� y no los
modelos gastados que jam�s se podr�an aplicar a las complejas regiones de Nuestra
Am�rica. Frente a ello, el
fil�sofo cosmopolita propone el destino in�dito de la Am�rica espa�ola que deb�a
ensayarse y recrearse desde su
especificidad hist�rica, es decir, la construcci�n de un modelo adecuado al cuerpo
de Am�rica, que estaba llamada
por las circunstancias a emprender una gran reforma derivada de una planeaci�n
racional, lo cual exig�a, en
palabras del autor, mucha filosof�a, es decir, la filosof�a como actividad racional
mediadora del capricho
irresponsable de quienes pretend�an borrar de un plumazo la historia de la Am�rica
independiente.

Cova, Jes�s Antonio. Don Sim�n Rodr�guez: maestro y fil�sofo revolucionario:


primer socialista
americano: vida y obra del gran civilizador, Venezolana, Buenos Aires, 1947.
Ram�rez Fierro; Ma. del
Rayo.Sim�n Rodr�guez y su utop�a para Am�rica, UNAM CCYDEL. M�xico, 1984.
Rodr�guez,
Sim�n. Sociedades Americanas, Congreso de la Rep�blica. Caracas, 1973. Versi�n
Facsimilar, Sociedades
Americanas, Biblioteca Ayacucho, 150, Venezuela, 1990; inventamos o erramos (Pr�l.
Eduardo C�neo), Monte
�vila Editores, Caracas, 1988. Roig, Arturo Andr�s. �El siglo XIX latinoamericano y
las nuevas formas
discursivas�, en El pensamiento latinoamericano en el siglo XIX, IPGH. M�xico,
1986.
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(V�ase: Eutop�a, Utop�a).

(MRRF)

JEITO.

T�rmino que designa una conducta brasile�a, la cual implica una toma de postura
frente a valores establecidos. En
la unidad del acto llamado jeito se distingue una constante revaloraci�n tanto
interior como exterior, es decir, la
confrontaci�n del sujeto frente al valor y del comportamiento frente al pr�jimo.

Jeito. Del lat�n jactus que significa lanzar. La palabra tiene una multiplicidad
de significados y posibles
traducciones; sin embargo, las m�s comunes son: forma, manera, modo, aptitud. En
Brasil el jeito �� um modo e
um estilo de realizar (es un modo y una forma de realizar) (DaMatta, 1994: 99). Es
uno de los fen�menos
culturales m�s caracter�sticos de Brasil y dif�cilmente encontrar�amos en otros
pa�ses latinoamericanos un t�rmino
que tuviera un sentido y significaci�n equivalentes. Jeito es un t�rmino
polis�mico, lo cual conlleva algunos
problemas para una definici�n un�voca; en torno a �l, a�n no existe una discusi�n
te�rica respecto a sus
implicaciones, tanto negativas como positivas. Con los autores que han trabajado el
jeito de manera te�rica
encontramos una acepci�n que lo presenta como un comportamiento critico: �jeito
expressaria um elemento
importante da vida e urna atitude fundamental de muitos/as ativistas dos movimentos
sociais� (el jeito expresa un
elemento importante en la vida y una actitud fundamental de muchos/as activistas de
movimientos sociales)
(Helmann, 1995: 9). El jeito es para algunos autores una forma de soluci�n m�s all�
del problema emergente, pero
aun cuando se pretende que el jeito se conforme como un elemento fundamental en la
construcci�n critica, tanto
te�rica como social, se deslizan dos elementos que conforman una de sus
definiciones, por un lado, la
improvisaci�n: �O jeito exprime por exemplo urna certa forma da gentileza ou
finura, de creatividade e talvez at�
de esperteza para conseguir algum intento; � a arte de improvisac�o� (El jeito
expresa, por ejemplo, una cierta
forma de agudeza o finura, de creatividad y hasta de habilidad para conseguir un
prop�sito; es el arte de
improvisar) (Helmann, 1995: 9). Por otro, la conciliaci�n o la concordia: �Na forma
cl�ssica do �jeitinho�, soticita-
se precisamente isso: un jeitinho que possa conciliar todos os intereses, criando
urna relac�o. aceit�vel� (En la
forma cl�sica del jeitinho diminutivo de jeito se requiere una actitud, un modo que
pueda conciliar a todos los
intereses, creando una relaci�n aceptable) (DaMatta, 1994: 100). La critica m�s
severa a estos dos momentos del
jeito la idea de una transici�n pacifica y continua en la conformaci�n del
pensamiento y la sociedad brasile�a, lo
cual posibilita la introjecci�n de cierto grado de dependencia.

O ufanismo brasileiro privilegia um objeto: o jeito. �l voz corrente que damos un


jeito em tudo, da existencia ao
pol�tico, do f�sico ao metaf�sico. Creio que o elemento constitutivo de jeito seja
a n�o-radizalizac�o. Um
distanciamento das posic�es a serem tomadas, o que combina nosso modo oblicuo de
olhar as coisas e nosso
peculiar ceticismo.... Somemos aisso a �jeitosidade�, a h�bil conciliac�o de uma
teoria grandiloq�ente como una
realidade simplesmente esquecida (El orgullo y vanidad brasile�as privilegian un
objeto: el jeito. Es por todos
sabido, que tenemos un jeito para todo, en la existencia, lo pol�tico, lo f�sico o
lo metaf�sico... Creo que el
elemento constitutivo del jeito es la no radicalizaci�n. Un distanciamiento de las
posiciones a ser tomadas, o que
combina nuestro modo oblicuo de mirar las cosas y nuestro peculiar escepticismo...
sumemos a eso la jeitosidad,
la h�bil conciliaci�n de una teor�a grandilocuente con una realidad simplemente
olvidada) (Gomes, 1987: 68).

A partir de estas dos l�neas que se dibujan en torno a cito podemos reconocer dos
tendencias de
interpretaci�n que se complementan. Por un lado, la que se refiere a la
contribuci�n critica y hasta radical de los
textos que ocupan. Por otro, la inserci�n de la problem�tica socio-cultural
brasile�a en cada caso en el movimiento
com�n de la sociedad y la cultura latinoamericanas, lo que permitir�a retornar e
identificar uno de los sentidos mas
relevantes.
Buarque de Holanda, Sergio. Raizes do Brasil, Jos� Olympio editora, R�o de
Janeiro, 1936. Candido,
Antonio. Cr�tica radical, prol. Agust�n Mart�nez, Biblioteca Ayacucho, Venezuela,
1991. Cruz Costa, Joao. A
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filosofia no Brasil, Livraria do Globo, Porto Alegre, 1945. DaMatta, Roberto. O que
faz, o Brasil, Brasil, Rocco,
R�o de Janeiro, 1994. Elia, S�lvio. El portugu�s en Brasil, Historia Cultural.
MAPFRE, Madrid, 1992. Ferreira,
Aur�lio Buarque de Holanda. Novo dicion�rio da l�ngua portuguesa, 2� ed. rev. e au-
mentada, Rio de Janeiro,
Nova Fronteira, 1993, c1986. Gomes, Roberto. Cr�tica da raz�o Tupiniquim, Criar
edic�es, 9� ed., 1987.Hellmann,
Michela (ed.). Movimentos sociais e democracia no Brasil. �Sem a gente n�o tem
jeito, Marco Zero, Brasil, 1995.

(SED)

LIBERALISMO.

Es una expresi�n del subjetivismo pol�tico moderno con ciertos acontecimientos o


procesos de gran trascendencia
hist�rica como lo fueron, por ejemplo, toda la larga tradici�n cristiana premoderna
o ciertos momentos de las
filosof�as grecolatinas. El liberalismo es una de las m�s preclaras fuerzas
promotoras y configurantes de la
din�mica secular caracter�stica de la modernidad que se resiste a ser considerado
el gran colof�n hist�rico de los
ideales de sociabilidad del cristianismo primitivo, de la polis griega o del
republicanismo romano. Las huellas del
amplio como complejo movimiento liberal tienen que ser rastreadas en tiempos m�s
cercanos a los nuestros.

Particularmente en las grandes inquietudes intelectuales y pol�ticas de los siglos


XVII y XVIII gestadas en
Europa, fue el amalgamamiento de dichas inquietudes lo que llev� a ese continente,
como al nuestro, a definir al
siglo XIX como la edad dorada del liberalismo. Como parte de la conciencia
hist�rica de la modernidad, al
liberalismo se le conoce como un amplio movimiento hist�rico caracterizado, en
primera instancia, como una
fuerza pol�tico-social y econ�mica responsable de la destrucci�n tanto de pr�cticas
tradicionales como de
instituciones absolutistas. Por otro lado, al liberalismo .como una de las grandes
filosof�as pol�tico-sociales de la
modernidad. se le comprende tambi�n como un tipo de racionalidad progresista que
busca su propia legitimidad
al promover al cambio social demandado por una necesidad hist�rica. As�, la
mentalidad del cambio conduce a los
liberales en general a entender que el paso de una sociedad feudal absolutista a la
nueva sociedad o capitalismo, era
algo providencial como una teodicea elevada a necesidad hist�rica. Siendo el modo
como dicha necesidad se
cumple lo que en �ltima instancia define y determina la forma en que se implementa
y desarrolla el liberalismo en
cada realidad social.

Desde que el pensamiento tanto filos�fico como pol�tico social latinoamericano


adopt� e hizo propios
ciertos contenidos del racionalismo, de la Ilustraci�n y de las Revoluciones
francesa y norteamericana, el
liberalismo latinoamericano se ech� encima la tan admirable como dif�cil tarea de:

1) Forjar y fomentar la subjetividad individualista correspondiente a los


principios y fundamentos
doctrinarios del liberalismo;

2) Construir y desarrollar al Estado Naci�n a partir de una nueva racionalidad


pol�tica; y

3) Establecer los cimientos para el desarrollo de una nueva econom�a que fuera
capaz de superar al sistema
econ�mico formado a trav�s de los largos siglos de dominaci�n colonial.

Como es de suponerse, una empresa de esta envergadura era m�s que tit�nica. Pero
se debe reconocer que
el simple hecho de pretender ajustar estos ideales a una realidad en la cual
pr�cticamente hab�a que inventar todo
como lo era la realidad latinoamericana en sus violentos or�genes independentistas,
s�lo pod�a ser posible gracias a
una apasionada vocaci�n libertaria que se conjug� con un desmesurado voluntarismo
que caracteriz� el liberal
prototipo de los nuevos estados independientes. Fueron los ideales independentistas
los que m�s contribuyeron a
establecer los cimientos del proyecto liberal en Latinoam�rica. Pues fueran esos
ideales los que legitimaran y
contribuyeran junto a la importante historiograf�a liberal del siglo XIX
latinoamericano, a forjar la identidad de
las nuevas naciones.

La implementaci�n en Latinoam�rica de ideas como pr�cticas liberales a lo largo de


los dos �ltimos siglos
ha sido una empresa tan complicada como llena de tensiones y contradicciones de
todo tipo. Quiz� con mucho la
enorme dificultad, el verdadero reto que tiene que sortear el liberalismo en estas
tierras, es la critica de la que
reiteradamente es objeto al no saber c�mo ajustar sus principios y pr�cticas
econ�micas con sus fundamentos e
ideales �tico pol�ticos. Como se sabe, el liberalismo tiene a la libertad y a la
igualdad como sus m�s preciados
valores. Lo que hasta hoy reporta la experiencia liberal latinoamericana es que
esos valores, si bien indudable-
mente son de gran importancia para el establecimiento de nuestras propias
relaciones sociales, en la realidad no
han dejado nunca de servir de fundamento a una racionalidad pol�tica que en el
fondo lo que permite es s�lo la
justificaci�n del poder y dominaci�n de las elites en nuestras respectivas
sociedades. De ah� que no sea casual que
ya desde el siglo pasado el liberalismo en Latinoam�rica se haya concebido no como
esa edad dorada a la que nos
refer�amos anteriormente, sino como una �poca de hierro, como la edad de las
oligarqu�as liberales
latinoamericanas. Ser� la l�gica del poder que impusieron e imponen dichas
oligarqu�as lo que las llevar� a
contradecir en la pr�ctica a la quinta esencia, a la columna vertebral de la
doctrina liberal, esto es, al
individualismo; pero sobre todo ser� lo que las llevar� a preferir a la fuerza y no
a la democracia. Por otro lado, el
liberalismo concebido como motor del progreso humano dar� pie a la existencia tanto
de un radicalismo
pragm�tico como de un romanticismo que ver� a trav�s de los intensos como din�micos
procesos de
transformaci�n urbana, la principal negaci�n de nuestra identidad. De una identidad
que se manifiesta en el
tradicionalismo. La fuente del triunfo liberal en Latinoam�rica se encuentra, pues,
en el triunfo de la ciudad contra
el campo. Triunfo que .parad�jicamente. definir� con mucho el car�cter antiliberal
de nuestras respectivas
burgues�as. A lo largo del presente siglo la actividad liberal se ha centrado en
una lucha intensa consistente �sta
tanto en la defensa del Estado de derecho como en la democratizaci�n de nuestras
sociedades. Los movimientos y
acciones encaminados hacia la defensa de las libertades p�blicas, de resistencia
pol�tica y de oposici�n a las
violentas dictaduras en Latinoam�rica obligan al establecimiento de una
valorizaci�n critica sobre el importante
papel que ha jugado el liberalismo en nuestras respectivas realidades sociales.
Como motiva tambi�n al
establecimiento de toda una refundamentaci�n permanente del propio liberalismo, en
particular en estos tiempos en
los que al parecer los presupuestos del individualismo que sustenta una econom�a
que todo lo engloba y resuelve a
trav�s del mercado, tienden a reducir la democracia liberal a un simple juego de
ret�ricas que para lo que sirven es
solamente de nuevo marco de legitimidad de la tecnocracia neoliberal.

C�rdova, A. et al. Hacia Un Discurso Liberal Contempor�neo, Universidad Aut�noma


Metropolitana
Iztapalapa, M�xico, 1990. Juan Mora Rubio (comp.). Faletto, Enzo y Kirkwood,
Julieta. El Liberalismo. Sociedad
Burguesa y Liberalismo Rom�ntico, El Cid Editor, Caracas, 1977. Gray, John.
Liberalismo, Nueva Imagen,
M�xico, 1992. Escalante Gonzalbo, Fernando. Ciudadanos Imaginarios, El Colegio de
M�xico, M�xico,
1993.Hallett Carr, Edward. La Nueva Sociedad, FCE, M�xico, 1979. Merquior, Jos� G.
Liberalismo Viejo y
Nuevo,FCE, M�xico, 1993. Orozco, Jos� Luis. Sobre el Orden Liberal del Mundo. UNAM-
Porr�a, M�xico, 1995.
Orozco, J.; Beuchot, M. et al. Laberintos del Liberalismo, UNAM-Porr�a, M�xico,
1995. Reyes Heroles, J., El
Liberalismo Mexicano, 3 v. UNAM, 1957-1961. Romero, Jos� Luis. Situaciones e
Ideolog�as en
Latinoam�rica, UNAM, M�xico, 1981. Sandoval Rodr�guez, Isaac. Las Crisis
Latinoamericanas y el
Militarismo, Siglo XXI, M�xico, 1978. Villegas, Abelardo. Reformismo y Revoluci�n
en el Pensamiento
Latinoamericano, Siglo XXI, M�xico, 1977. Zea, Leopoldo. Am�rica en la Historia.
Revista de Occidente,
Madrid, 1970.
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(V�ase: Democracia, Libertad, Neoliberalismo).

(JVD)

LIBERTAD

. En el �mbito latinoamericanista se entiende como un imaginario de la pol�tica,


que en esencia se encuentra
�ntimamente relacionado tanto con sus luchas por su independencia como por la
defensa de sus soberan�as.

Si consideramos a la libertad como la fuerza m�s poderosa en la configuraci�n de


la modernidad, cabria
entonces la pregunta sobre el papel que ella ha desempe�ado en el amplio como
complejo mapa filos�fico, pol�tico
e ideol�gico latinoamericano. Desde su nacimiento como naciones independientes, a
la libertad en Am�rica Latina
se le ha determinado como el valor fundante de su soberan�a. En este sentido es
comprensible que las primeras
inquietudes libertarias se concentraran en conquistar cada entidad nacional su
reconocimiento como naciones
soberanas. Hist�ricamente lo que demuestran estas inquietudes es que en
Latinoam�rica la cuesti�n de la
libertad m�s que ser el objeto de las disputas que pueden encerrar a un enigma
metaf�sica o de un cuestionamiento
centrado en una querella ling��stica, sea el resultado de un cierto determinismo
hist�rico a trav�s del cual se
explica tanto al origen como al desarrollo de los estados latinoamericanos.
Como se sabe, los proceso de independentizaci�n en todo el continente americano
fueron el resultado de la
gran influencia que en estas tierras tuvo la llamada �primavera liberal europea�.
Fue en particular dicha influencia
lo que de alguna forma determin� que los derroteros de la libertad en el continente
americano quedaran marcados
por una especie de cu�druple necesidad: en primer t�rmino, como la exigencia a
negar toda forma de esclavitud.
Cosa que por cierto dota a las nuevas naciones independientes de una extraordinaria
legitimidad. Un segundo
aspecto es el referido a todo ese amplio como complejo proceso de consolidaci�n y
defensa de las soberan�as
reci�n adquiridas. El tercer aspecto es el que cubre la necesidad de establecer el
marco jur�dico para el
reconocimiento de la libertad individual acorde a la nueva realidad socio-pol�tica
y econ�mica. Por �ltimo, el
cuarto aspecto se refiere a la imperiosa necesidad de establecer en nuestras
respectivas realidades nacionales, al
Estado de derecho. Ha sido esta opci�n como identificaci�n al liberalismo lo que ha
llevado tambi�n a establecer
en Latinoam�rica al constitucionalismo siguiendo en particular al modelo
norteamericano, como el marco de
legitimidad del poder estatal y como garant�a para la realizaci�n de las libertades
p�blicas e individuales. Es esta
imperiosa exigencia lo que conduce a pretender materializar en Latinoam�rica el
ideal roussoniano de colocar
siempre las leyes por encima de los hombres.

Es importante resaltar que en la medida en que el liberalismo latinoamericano


constru�a el recipiente laico
caracter�stico de la estabilidad moderna, la �herej�a pel�gina� sumada al
iusnaturalismo y al jacobinismo
anticlerical de nuestro siglo XIX; terminaban por echar por tierra los fundamentos
ideol�gico pol�ticos sobre los
que se montaron los largos siglos de la dominaci�n colonial. Con esto �ltimo, lo
que se demuestra es que en tierras
latinoamericanas la modernidad si bien se comprende como un movimiento de car�cter
progresivo consistente en la
aplicaci�n permanente de los derechos como de las libertades individuales y
colectivas, se debe entender tambi�n
como una permanente tensi�n entre la liberad negativa y la libertad positiva. Esto
es, entre la independencia y la
interferencia a la autonom�a individual. Ahora bien, es la forma en como
hist�ricamente se plantea dicha tensi�n lo
que obliga a pensar que el tema de la libertad entre los modernos nunca ha sido
coto exclusivo del liberalismo;
como es tambi�n lo que obliga a pensar que el imaginario de la libertad llega
tambi�n a ser para la modernidad
objeto de una oscilaci�n consistente �sta en la necesidad de no ver al Estado
solamente como si �ste fuese una
m�quina de fuerza. Es la expresi�n de este car�cter oscilante de la historia lo que
conduce incluso a los propios
liberales a reconocer al Estado del bienestar como a su hom�logo latinoamericano,
esto es, al Estado populista,
como una estancia necesaria tanto para la promoci�n como para la garant�a del
sistema de libertades
correspondiente a las formaciones sociales modernas.
M�s all� del extenso debate sobre la libertad de los modernos, es importante decir
que el problema de la
libertad positiva tal y como �sta se ha expresado en m�ltiples procesos sociales
latinoamericanos, es producto del
propio presupuesto como exigencia liberal de autorrealizaci�n individual. La
cuesti�n es que para hacer posible
dicha autorrealizaci�n se requiere de un conjunto de instituciones y medios que
tomo mecanismos sociales
contribuyan a no hacer de la libertad otro imaginario pol�tico-social que termina
por convertirse en un recipiente
sin contenido alguno, pues dadas las enormes asimetr�as sociales que se producen en
nuestra Am�rica, creemos que
la llamada igualdad de condiciones no basta para que .a partir de ciertas ret�ricas
de la libertad que se traducen
en verdaderos juegos de estrategia ideol�gico-pol�tica., en nuestras respectivas
sociedades la desigualdad
econ�mica en particular tienda a desaparecer. Es aqu� en donde el debate en torno a
la libertad se entrecruza con el
problema del Estado y sus funciones. Para determinada tradici�n liberal la libertad
se entiende como un acto
humano .espec�ficamente como el acto de elegir. que se debe realizar sin la
interferencia del Estado. Es a
partir de este presupuesto que se plantea que la �nica forma posible de garantizar
la libertad como de ampliarla
social e hist�ricamente hablando, es a partir de la necesidad de reducir al Estado
a su expresi�n m�nima,
permiti�ndose de esta forma que la sociedad se autorregule a trav�s del mercado. El
problema aqu� es de una
enorme complejidad, pues si bien al parecer lo que nunca termina por tener en claro
este liberalismo es sobre todo
si su propia vindicaci�n democr�tica implica: o bien que el Estado debe ser en
exclusiva una f�rrea maquinaria de
fuerza como �ltima garant�a que se tiene cuando se demuestra que la autorregulaci�n
de la sociedad por la l�gica
del mercado ha fracasado; o simplemente si el gobierno se debe limitar a ser m�s
eficiente en proporci�n a la
din�mica del mercado. En todo caso los t�rminos de la confusi�n liberal sobre el
problema de la relaci�n Estado
libertad son bastante claros, pues �stos se encuentran en la dificultad que tiene
el liberalismo de poder discernir
entre Estado y gobierno. Particularmente, en el caso latinoamericano el problema es
m�s complejo que en otras
latitudes del mundo, pues en la amplia mayor�a de nuestros pa�ses las tesis del
estado m�nimo se expresa m�s bien
como el resultado de una nueva relaci�n de dominaci�n. Es decir, obedece m�s a un
ideal de libertad que se ejerce
como un poder; esto es como la imposici�n de un modelo de desarrollo que imponen
las �lites tecnocr�ticas al
conjunto de nuestras sociedades o como un poder que termina por negar en la
pr�ctica a la libertad tal y como la
divulgan dichas elites, como un acto de elecci�n individual. Estos modelos de
desarrollo no son as� producto ni
siquiera de un m�nimo consenso social; pero si el producto de la necesidad que
tienen esas elites por divorciar a la
pol�tica de la econom�a, cosa que se logra en gran medida gracias a la promoci�n de
un desmesurado
individualismo que s�lo se realiza libremente a trav�s de la reproducci�n de
reiteradas pr�cticas de exclusi�n. La
nueva doctrina de la libertad que rige en gran medida en nuestros d�as no es otra
mas que la que mejor se ajusta a
las exigencias del mercado financiero, del mercado de consumo que como una aparente
serialidad social de
opciones y elecciones, frente a la cual las amplias capas sociales en Latinoam�rica
no tendr�an ninguna posibilidad
de autorrealizaci�n individual, pues como ya lo hemos dicho, esta libertad se
ejerce como un poder: el poder de
exclusi�n.
Bauman, Zygmunt. Libertad, Nueva Imagen, M�xico, 1991. Berl�n, Isaiah. Cuatro
ensayos sobre la
libertad, Alianza, Madrid, 1996. Hayek, Friedrich Von. Los fundamentos de la
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emancipaci�n, (1790-1825), 2
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vols., Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1977. Zea, Leopoldo. Am�rica en la historia,
Revista de Occidente, Madrid,
1970.

(V�ase: Democracia).

(JVD)

L�GICA COLONIAL

. Se denomina as� la l�gica escol�stica practicada y estudiada durante el per�odo


colonial en Am�rica. La
investigaci�n de esta producci�n ha adquirido mucha importancia en a�os recientes y
ha mostrado el alto grado de
elaboraci�n y sutileza de esas reflexiones.

En el M�xico colonial (1521-1821) hubo varios l�gicos muy notables. El primer


profesor de l�gica en el
siglo XVI fue un fraile agustino Alonso de la Vera Cruz. Hab�a estudiado en Alcal�
y Salamanca, con nominalistas
tales como Naveros y humanistas como Cardillo de Villalpando y Gregorio Arcisio.
Tambi�n tuvo a Vitoria y a
Soto como maestros; el �ltimo hab�a integrado aspectos nominalistas y humanistas al
tomismo. Por esas razones,
no es sorprendente que Alonso haya escrito una revisi�n humanista de las s�mulas o
compendios de
l�gica(Recognitio Summularum, 1554), donde tambi�n preserva muchos elementos
escol�sticos que eran muy
�tiles. Alonso toma de sus maestros nominalistas, y de Soto, un tipo de l�gica
fundado en la noci�n
de consequentia o inferencia; as�, tiene como base la l�gica de proposiciones, y
como una especificaci�n de
la consequentia la log�stica (que equivaldr�a a su l�gica de predicados). En la
l�gica de predicados usa la
cuantificaci�n del predicado o cuantificaci�n m�ltiple, y otros cuantificadores
especiales (como los que en �l
encuentra Ashworth, pertenecientes a la tradici�n nominalista). De sus profesores
humanistas toma algunas de las
criticas a la escol�stica. As�, se burla, por ejemplo, del tratado de las
obligaciones y del de las proposiciones
insolubles, pero, aun cuando no se dedica a ellos en lugares especiales, da
res�menes de ellos, en varias partes de
su obra. De los humanistas toma tambi�n el aprecio por la dial�ctica de los T�picos
y las Falacias. Tiene, por
ejemplo, una notable exposici�n de la falacia de petici�n de principio, en la que
dice que no hay paralogismo, ya
que no existe vicio formal, sino material, esto es, distingue entre inferencia y
prueba (cosa que ya hab�an hecho
Pedro Hispano y Titelman). Expone la l�gica mayor en su Dialectica Resolutio
(1554).

Del mismo siglo es el fraile dominico Tom�s de Mercado, en el que se nota un


tomismo muy fuerte, pero
no sin pigmentaciones humanistas, que trata de manifestar cuando expone las
doctrinas sumul�sticas en
susCommentarii lucidissimi in textum Petri Hispani (1571), y las doctrinas
dial�cticas en su In logicam magnam
Aristotelis (1571). Conoce las principales teor�as de la l�gica escol�stica, aun
cuando elimina algunos aspectos que
ven�an de los nominalistas y, adem�s, reserva muchas cuestiones para un op�sculo
sobre argumentos que pone
como ap�ndice a las summulae para hacer el volumen m�s corto. Su insistencia en
organizar la l�gica en torno a los
tres actos de la mente, como se ve en Estanyol, Esbaroya y otros tomistas
dominicos, en lugar de hacerlo en torno a
los modos de saber, muestra su convicci�n tomista. Del mismo modo, trata de
encontrar, para las doctrinas
sumul�sticas, alguna base textual en Santo Tom�s de Aquino. El aspecto humanista de
Mercado es el trabajo que
asume de proveer una nueva traducci�n del texto griego de Arist�teles y de
Porfirio. Fue un buen helenista e hizo
sus propias traducciones latinas de esos textos. Asimismo, su lat�n es muy
cuidadoso, al menos m�s de lo que era
usual en su tiempo. Otra muestra de la presencia del humanismo en Mercado es la
depuraci�n que hizo de muchos
temas y problemas que sobrecargaban las s�mulas.

Del siglo XVII es el padre jesuita Antonio Rubio, autor de una bien conocida
L�gica Mexicana (1605), que
fue reimpresa muchas veces en Europa y fue libro de texto en Alcal�. En esta obra
contin�a la influencia
humanista, que le fue transmitida por Vera Cruz y Mercado, y que recibi� en Alcal�,
donde hab�a estudiado. Se
centra en el texto cl�sico de Arist�teles; de modo que ya no se trata de una obra
sumul�stica, sino de un comentario
al Estagirita.

En la �ltima parte del siglo XVIII encontramos al fraile franciscano Francisco de


Acevedo. Aun cuando
escribe su l�gica en 1774, cuando ya la filosof�a moderna hab�a sido introducida en
M�xico y se hab�a establecido
aqu�, su actitud es preservar los contenidos de los fil�sofos escol�sticos.
Inclusive, aun cuando dice que su curse
est� inspirado en Duna Escoto, de hecho explica las doctrinas comunes, sin permitir
la introducci�n de las ideas
modernas, que paree ignorar, o al menos no toma en consideraci�n.
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En cambio, el padre oratoriano Juan Benito D�az de Gamarra y D�valos publica en ese
mismo a�o de 1774
unos Elementa recentioris philosophiae, donde defiende la filosof�a moderna. De
hecho es un ecl�ctico, y trata de
compaginar las ideas modernas no ciertamente con las ideas escol�sticas, sino con
la ortodoxia cat�lica. Su l�gica
est� impregnada de gnoseologismo y aun de psicologismo, de acuerdo con el giro
epistemol�gico de la
modernidad. De las summulae s�lo quedan algunos restos, y 'la mayor�a del volumen
est� dedicado a la
metodolog�a y a la teor�a del conocimiento, o cr�tica, de acuerdo con los nuevos
c�nones de la modernidad. Sin
embargo, es una l�gica formal muy pobre, si se compara con la gran sofisticaci�n y
competencia de l�gica
escol�stica.

Redmond, Walter y Mauricio Beuchot. La l�gica mexicana del siglo de oro, M�xico,
UNAM, 1985.
Redmond, Walter y Mauricio Beuchot. La teor�a de la argumentaci�n en el M�xico
colonial, M�xico, UNAM,
1995.

(V�ase: Filosof�a colonial, Historia de las ideas).

(MBP)
MAYOR�AS POPULARES.
El fil�sofo vasco salvadore�o Ignacio Ellacur�a define el concepto y realidad de
mayor�as populares como:

1) Aquellas aut�nticas mayor�as de la humanidad, es decir, la inmensa mayor parte


de la humanidad, que vive en
unos niveles en los que apenas puede satisfacer las necesidades b�sicas
fundamentales.

2) Aquellas mayor�as que no s�lo llevan un nivel material de vida que no les
permite un suficiente desarrollo
humano y que no gozan d� manera equitativa de los recursos hoy disponibles en la
humanidad, sino que se
encuentran marginados frente a unas minor�as elitistas, que siendo la menor parte
de la humanidad utilizan en su
provecho inmediato la mayor parte de los recursos disponibles.

3) Aquellas mayor�as que no est�n en la condici�n de despose�das por leyes


naturales o por desidia personal o
grupal, sino por ordenamientos sociales hist�ricos que les han situado en posici�n
estrictamente privada y no
meramente carencial de lo que les es debido, sea por estricta explotaci�n y despojo
o sea porque indirectamente se
les ha impedido aprovechar su fuerza de trabajo o su iniciativa pol�tica.

Ellacur�a afirma que

bastar�a con estar de acuerdo con la caracter�stica primera para aceptar que nos
encontramos ante un desaf�o te�rico
y pr�ctico de primera magnitud. Pero la urgencia �tica de acci�n sube de grado en
la medida en que aceptamos la
justeza de las otras dos caracter�sticas. Ahora bien, esa justeza me parece en lo
fundamental inapelable, aunque la
correcta y completa explicaci�n del fen�meno exija an�lisis y teor�as discutibles
(1982: 792).

En su an�lisis filos�fico, Ellacur�a parte de la realidad, pero cualifica esa


realidad de la que parte como
definida por la realidad de miseria de los pobres (1985: 46), y aun m�s, llega a
proclamar a estos pobres
�crucificados� como �lugar que da verdad� (1985: 60). Esto fue posibilitado por la
certeza ellacuriana de que la
complejidad y riqueza de lo hist�rico obliga a replantear las ideas de la intimidad
de la realidad y las categor�as de
acceso a ella, as� como la �relaci�n� entre pensar y ser, en donde se ve obligado a
introducir los problemas de la
ideolog�a y la ideologizaci�n �en el coraz�n mismo del discurso metaf�sica� (1985:
52) enfrent�ndose, con la
ayuda de la historizaci�n, �contra la nada con apariencia de realidad, con la
falsedad con apariencia de verdad, con
el no ser con apariencia de ser� (1985: 50) a fin de desvelar los fundamentos
reales y verdaderos de la realidad.

As� pudo concebir la liberaci�n de las mayor�as populares de Latinoam�rica y del


Sur o mundo perif�rico
en general, conceptualizar el para qu� y el horizonte de su quehacer filos�fico.
Busc� la constituci�n de una
filosof�a desde y para la realidad latinoamericana �y al servicio de aquellas
mayor�as populares que definen esa
realidad por su numero y por su capacidad de cualificarla�. Nunca busc� una
filosof�a popularizada que pudiera ser
asumida directamente por las masas para convertirla en su propia ideolog�a
liberadora. Su actitud critica lo lleva a
negar la falsedad presente desideologizando (1976:12) como principio para acceder a
la verdad de la realidad. Pero
entendi� que tambi�n hay que crear, construir, y para eso es necesario acompa�ar a
las mayor�as populares all�
donde �stas quieren ir desde la lectura de sus propias necesidades.

Para estar inmersa en la praxis de liberaci�n, la filosof�a debe relacionarse


debidamente con el sujeto de la
liberaci�n. El sujeto de la liberaci�n es idealmente el que es en s� mismo victima
mayor de la dominaci�n, el que
realmente carga con la cruz de la historia, porque esa cruz es el escarnio, no de
quien la sufre sino de quien la
impone, y lleva en si un proceso de muerte, que puede y debe dar paso a una vida
distinta. La cruz es la
verificaci�n del reino de la nada, del mal, que defini�ndose negativamente como no
realidad, es el que aniquila y
hace malas todas las cosas, pero que en raz�n de la v�ctima negada puede dar paso a
una vida nueva, que tiene
caracteres de creaci�n.

La funci�n liberadora de la filosof�a, que implica la liberaci�n de la propia


filosof�a de toda contribuci�n
ideologizadora y, al mismo tiempo, la libe-raci�n de quienes est�n sometidos- a la
dominaci�n, las mayor�as
populares pobres y oprimidas, s�lo puede desarrollarse cabalmente teniendo en
cuenta y participando a su modo en
praxis hist�ricas de liberaci�n. Separada de estas praxis, es dif�cil que la
filosof�a se constituya como tal. M�s
dif�cil a�n es que se constituya como liberadora y m�s dif�cil a�n es que
contribuya realmente a la liberaci�n
(1985: 63).

Ellacur�a afirma que �si en Am�rica Latina se hace aut�ntica filosof�a en su nivel
formal en relaci�n con la
praxis hist�rica de la liberaci�n y desde los oprimidos que constituyen su
sustancia universal es posible que se
llegue a constituir una filosof�a latinoamericana as� como se ha constituido una
teolog�a latinoamericana, una
novel�stica latinoamericana, que por ser tales, son adem�s universales� (1985: 64).

Ellacur�a Ignacio. Filosof�a de la realidad hist�rica, UCA Editores, San Salvador,


1990. Ellacur�a, Ignacio.
�Universidad, Derechos Humanos y Mayor�as, Populares�, en ECA, n�m. 406, San
Salvador, 1982, p. 792.
Ellacur�a, Ignacio. �Funci�n Liberadora de la Filosof�a�, en ECA, n�m. 436, San
Salvador, 1985, pp. 45-64.
Ellacur�a, Ignacio. �Filosof�a Para Qu�, en ECA, Abra, n�m. 11, San Salvador, .
1976, pp. 42-48. Ellacur�a,
Ignacio. �El desaf�o de las mayor�as populares�, en ECA, n�m. 436, Abra, San
Salvador, 1990, pp. 1075-1080.
(V�ase: Pobre).
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(VFG)

MESIANISMO

. La visi�n mesi�nica es t�pica en todos los sistemas de salvaci�n trascendentales


e intramundanos. En el �mbito de
la antropolog�a cultural, los fen�menos mesi�nicos se orientan hacia la
revitalizaci�n de la cultura propia, y el
profeta o el hombre sobrenatural que potencia el movimiento es la garant�a del
encuentro de una nueva tierra, libre
de los males y frustraciones de la existencia real.

El mesianismo se liga as� fuertemente a un retorno puro y simple al pasado y


otorga un papel preponderante
a las tradiciones ancestrales. Encarna la esperanza de recuperar una felicidad
perdida a causa de la opresi�n
colonial. Los movimientos mesi�nicos incluyen, por consiguiente, elementos
objetivos que muestran la
reivindicaci�n de valores propios, asfixiados por los valores, normas e
instituciones impuestos por los pueblos
colonizadores, y elementos ut�picos del subconsciente colectivo o del imaginario
social y religioso, que esper� la
realizaci�n de una vida hist�rica perfecta, libre de toda constricci�n material y
moral. Desde el punto de vista
b�blico es la doctrina relativa al Mes�as. En sentido figurado se usa para referir
la confianza inmotivada o
desmedida en un agente bienhechor que se espera. Desde la �ptica de la psicolog�a,
el mesianismo se afirma de la
conducta peculiar basada en la convicci�n profunda de tener un papel capital en
beneficio de la humanidad entera,
es decir, de estar encargado de una misi�n concreta y, por lo tanto, presentarse a
los dem�s como un Mes�as; este
comportamiento puede acompa�ar a un delirio prof�tico caracterizado por sue�os de
�transformaci�n radical de la
realidad�; en esta �ltima perspectiva se puede afirmar que ciertos l�deres de
movimientos armados que hicieron su
aparici�n en Am�rica Latina durante la segunda mitad del presente siglo fueron
vistos o se presentaron como
�Mes�as� que har�an realidad la �nueva sociedad y la nueva historia�. En la
antropolog�a cultural el t�rmino Mes�as
se aplica a todo aquel fen�meno centrado en la exaltaci�n de un profeta o de un
hombre-dios sobrenatural, en cuyo
poder y auxilio se cristalizan las esperanzas colectivas, que se producen en
algunas sociedades como respuesta a
situaciones de crisis producidas por el impacto colonial cuando �ste amenaza las
tradiciones m�s arraigadas de la
colectividad y su existencia misma. En los textos b�blicos, Mes�as s�lo aparece dos
veces en toda la versi�n griega
(Jn 1, 42: 425). En los dem�s casos est� sustituido por Cristo (ungido). El t�rmino
�mesianismo� es desconocido en
la Biblia. En cambio, ha llegado hasta las lenguas modernas con un contenido de
esperanza incluso en un mundo
donde se separan los dos t�rminos sin�nimos de �mesianismo� y �cristianismo�. La
esperanza salva-dora es el
nervio de toda la historia de Israel. Intermediarios o autores de una salvaci�n
qu�, en definitiva, es siempre de
Dios, son normales en todos los tiempos, sin ser denominados Mes�as. Mes�as es s�lo
el �ungido� por antonomasia,
el rey. El rito de la unci�n, adem�s de la autoridad definitiva, confiere al
monarca una relaci�n estrech�sima con
Yahv� para mantener a Israel como reino de Dios y pueblo de su alianza, Muchos
colocan el mesianismo aut�ntico
en la persona real: �mesianismo real�. Los textos m�s antiguos se refer�an a David
(2 Sam 7, l - 16). Todos los
sucesores de David participan de sus prerrogativas, dando pie a un mesianismo
din�stico. La realidad deshizo estas
esperanzas, las cuales (profetas del siglo VIII) se refugian y consolidan en un rey
ideal futuro (Is 4, 2; 9, 1-6; 11, 1-
9; 16, 5; Miq 5, 1-3), que se vincula progresivamente con el Reino de Dios y su
advenimiento escatol�gico. Con la
destrucci�n de Jerusal�n, en algunos profetas el mesianismo real desaparece
(Deuteronomio, Isa�as, Abd�as, Joel);
en otras escuelas prof�ticas la figura del David ideal da paso a las figuras del
�profeta futuro� del Deuteronomio
(18,18), la persona paciente, individual o colectiva, pero eminentemente religiosa
del �Siervo de Yahv�. (Is 52,
13-53; 12), el �Hijo del Hombre� (Dan. 7, 13) y quiz�s el sumo sacerdote de
Zacar�as (4, 14; 6, 9-15). La l�nea del
reino de Yahv�, m�s radical y desenga�ada, no ve ya la necesidad del Mes�as para
realizarlo: por ejemplo el
mesianismo sin Mes�as en Daniel (2). La mentalidad intrab�blica espera tres tipos
de Mes�as: guerrero pol�tico,
prof�tico y sacerdotal. La primera comunidad cristiana reconoci� en Jes�s al
Mes�as: el apelativo Cristo, pasa a ser
primero t�tulo para convertirse luego en nombre propio. Pero es Mes�as en virtud de
su funci�n escatol�gica y
suparus�a. La liturgia cristiana, en cambio, aplica las ideas mesi�nicas al
nacimiento de Jesucristo. Es patente la
diferencia entre la concepci�n mesi�nica judeo-cristiana y la de otros pueblos,
como las ideolog�as reales de Egipto
y de Ir�n, �stas arrancan de un anhelo innato del hombre que la fe y la religi�n de
la alianza han transformado con
su sello propio a lo largo de la historia salv�fica.
Lischetti, Mirtha �Movimientos prepol�ticos en el siglo XX; Mesianismos y
milenarismos�,
enTransformaciones, n�m. 62, Buenos Aires, Centro editor de Am�rica Latina, 1972.
Pereira de Queiroz, Mar�a
Isaura. Historia y etnolog�a de los movimientos mesi�nicos; Reforma y revoluci�n en
las sociedades
tradicionales,Trad. Florentino M. Torner, Siglo XXI, M�xico, 1969.
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(V�ase: Milenarismo, Providencialismo, Tierra sin mal).

(MASO)

MESTIZAJE.

Tradicionalmente se ha pensado como la mezcla de razas y culturas; debe entenderse


como la confluencia de
manifestaciones culturales y modos de concebir el mundo, cuya riqueza principal es
la mezcla.

El gran mestizaje biol�gico fue una realidad desde los primeros a�os de la
conquista. Varias fueron las
causas, pero una determinante se puede atribuir a la casi nula presencia de mujeres
espa�olas y a la condici�n de
sumisi�n de las indias. �Espa�a no rechaz� la consanguinidad�, desde 1503 �el
gobernador Ovando recibi� en
Santo Domingo la instrucci�n real de procurar el casamiento de espa�oles con
indios...� (Basave, 1992: 17).

El arquetipo del mestizo, sin duda alguna, es el Inca Garcilaso de la Vega quien
declara: �mestizo me llamo
a boca llena� (Flores, 1986: 56). En �l no s�lo confluyen la sangre espa�ola y la
sangre india, sino que se funden
dos culturas distintas: la europea y la prehisp�nica. Su obra, reconocida tanto en
los Andes como en la Pen�nsula,
anuncia una de las principales caracter�sticas de la ideolog�a del mestizaje: la
coexistencia �arm�nica� de dos
mundos.

A finales del siglo XVIII y principios del XIX se articula de manera m�s clara
dicha ideolog�a y se
modifica la idea de lo que deb�a ser el mestizo. El criollo, en su intento por
reafirmar su condici�n de habitante
leg�timo de Am�rica, valora por encima de la mezcla de sangres la influencia que
ejerce la �naturaleza americana�
en el �nuevo hombre�; as�, �lo americano� se convierte en un mecanismo legitimador
de una �nueva memoria
hist�rica�. Ese �americano�, por dem�s intangible, singulariza al criollo frente al
peninsular, de ah� su intento por
recuperar una herencia prehisp�nica �expropiando un pasado ind�gena� (Brading,
1983: 42). Estas referencias a un
�pasado ind�gena� tuvieron distintas caracter�sticas seg�n el espacio geogr�fico.
La fuerza simb�lica de la
apropiaci�n de los �valores prehisp�nicos� se puede encontrar en la obra de
Francisco Javier Clavijero (1731-
1787)Historia antigua de M�xico.

En el discurrir del siglo XIX, y tras los movimientos de independencia en el


continente americano, se
consolida la ideolog�a del mestizaje. El discurso independentista, bajo muy
variados matices, busca en la
particularidad de �lo americano� la singularidad de las nuevas naciones. Hab�a que
crear lealtades comunes a la
patria para poder tejer la trama de la �comunidad imaginada� (Anderson, 1993: 22).
La reivindicaci�n de las
poblaciones aut�ctonas, y sus antiguas culturas tiene como finalidad reforzar una
�identidad colectiva�. Esta
necesidad de establecer l�neas de continuidad entre las nuevas naciones y las
antiguas culturas ind�genas ofrece la
fuerza temporal imprescindible para reclamar un origen com�n.

Contrariamente a lo que se ha pensado siempre, estos llamados a un pasado ind�gena


no son exclusivos de
M�xico y Per�; nuevas investigaciones han demostrado que: �En el R�o de la Plata,
por ejemplo, el imperio incaico
fue asumido como �mito fundacional� y espejo de virtudes c�vicas tanto durante la
independencia como muchas
d�cadas m�s tarde� (Quijada, 1994: 38). Sin embargo, la exaltaci�n de lo indio como
origen, como pasado
exclusivamente, evidencia una �preocupaci�n� mayor: el indio vivo, considerado el
elemento �b�rbaro� de la
naci�n, imped�a el �acceso al progreso�. �C�mo civilizar la barbarie? Las
propuestas para llevar a cabo la creaci�n
de ciudadanos no fueron uniformes; en M�xico, por ejemplo, el liberal Jos� Mar�a
Luis Mora recomienda la
inmigraci�n europea,' principalmente espa�ola, para acelerar el ritmo del
mestizaje. En Argentina, Juan Bautista
Alberdi propone una inmigraci�n anglosajona como condici�n previa a la
civilizaci�n.

La expresi�n m�s acabada de la ideolog�a del mestizaje se encuentra en el ensayo


del mexicano Andr�s
Molina Enr�quez Los grandes problemas nacionales (1909). En �l se perfilaba la
creaci�n de un nuevo proyecto
nacional cuyo hacedor ser�a el mestizo: verdadero mexicano y el �nico capaz de
asegurar el futuro del pa�s.

La Revoluci�n Mexicana de 1910 exacerba la tesis del mestizaje. La propuesta de


Jos� Vasconcelos de una
�raza c�smica�, en el fondo mestiza, influye en muchos pensadores latinoamericanos.
La b�squeda de un arte
nacional y universal (por su condici�n mestiza) a la vez, conlleva a la
construcci�n de una �cultura nacional�, cuyo
contenido serv�a de base a la tarea educativa emprendida por los gobiernos
latinoamericanos. Encontrar en
cualquier expresi�n pl�stica, literaria, musical o de car�cter esencializante �lo
nacional�, ayud� a mitificar el
mestizaje.

No bastaba la integraci�n pol�tica ni la social, tambi�n era.necesaria una


integraci�n cultural total. Para
lograrlo hab�a que crear, mediante el sistema educativo, una cultura homog�nea
capaz de borrar la heterogeneidad
y as� poder recurrir a una misma tradici�n, a lo propio, a lo especifico en
oposici�n a lo ajeno, a lo universal. Sin
embargo, el proyecto de una naci�n homog�nea se realiza tan s�lo en el imaginario
de su intelligentsia. La
construcci�n de la naci�n, pese a todo, sigue siendo un proyecto inacabado.

Anderson, Benedict. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la


difusi�n del
nacionalismo,M�xico, FCE, 1993. Basave Benitez, Agust�n. M�xico mestizo. An�lisis
del nacionalismo mexicano
en torno a la mestizofilia de Andr�s Molina Enr�quez, M�xico, FCE, 1992. Brading,
David. Los or�genes del
nacionalismo mexicano, M�xico, ERA, 1991. Flores Galindo, Alberto. Buscando un
inca: identidad y utop�a en los
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Andes, La Habana, Casa de las Am�ricas, 1986. Molina Enr�quez, Andr�s. Los grandes
problemas
nacionales, M�xico, ERA, 1981. Quijada, M�nica. ��Qu� naci�n? Din�micas y
dicotom�as de la naci�n en el
imaginario hispanoamericano del siglo XIX�, en Cuadernos de Historia
Latinoamericana, Alemania, AHILA,
n�m. 2, 1994, pp. 15-51.

(V�ase: Encuentro de dos mundos, Identidad, Indigenismo, Indigenismo


integracionista, Negritud, Pueblos
indios, Racismo, Raza c�smica).

(DRL)

MILENARISMO.

. Creencia de algunos grupos cristianos en un millenium .per�odo de mil a�os.


llamado tambi�n quiliasmo, del
griego khilios = mil a�os, basada en un texto del libro del Apocalipsis del Nuevo
Testamento (20, 4-6), que afirma
que Jesucristo, despu�s de su segunda venida (parus�a), establecer�a un reino
mesi�nico sobre la tierra y reinar�a en
ella durante mil a�os antes del �juicio final�.
Aunque su origen se remonta al Asia, su fase de mayor esplendor se vivi� en Europa
durante la declinaci�n
del orden feudal y como creencia ha conocido una historia sorprendente hasta
nuestros d�as. La esperanza de la
realizaci�n plena del Reino de Jesucristo en la tierra durante mil a�os ha sido el
motor que ha movido ideas,
hombres e ilusiones a lo largo del tiempo. La parus�a de Jesucristo suscit� la
espera de una salvaci�n a la vez
colectiva, terrestre, inminente, total y sobrenatural, que estaba ya presente en la
tradici�n jud�a y que adquiere una
fuerza inusitada en la ruina de Jerusal�n (70 d.C). Seg�n el libro del Apocalipsis,
los ciudadanos de este reino
ser�an los m�rtires cristianos, quienes resucitar�an para este fin mil a�os antes
de la resurrecci�n de los dem�s
muertos; sin embargo, los primeros cristianos interpretaron esta parte de la
profec�a en un sentido m�s liberal que
literal, equiparando a los fieles sufrientes .es decir, ellos mismos. con los
m�rtires y esperando la �segunda
venida� durante su vida mortal. Este movimiento �milenarista� es recurrente en la
historia del cristianismo,
agravado por situaciones de cat�strofe: hambre, guerras, inseguridad, etc�tera.
Este proceso, las grandes
movilizaciones a que dio lugar y las im�genes a �l asociadas son el origen de las
tradiciones escatol�gicas que
ser�an trasladadas a Am�rica; hoy mismo aparece amparado en la interpretaci�n
religiosa de mormones,
adventistas, testigos de Jehov� y otros; as� como en la producci�n de una
literatura pseudogn�stica y ap�crifa
destinada al consumo de la curiosidad y de la demanda de lectores cada d�a m�s
preocupadas por lo �maravilloso
sobrenatural�. En los �ltimos a�os se ha difundido la costumbre de utilizar la
palabra en un sentido m�s amplio y
se ha convertido de hecho en una etiqueta convencional para referir un tipo
particular de salvacionismo. As�, los
movimientos o sectas milenaristas conciben la salvaci�n como un hecho:

a) Colectivo, en el sentido de que debe ser disfrutado por los fieles como
colectividad.

b) Terrenal, en el sentido de que debe realizarse en la tierra y no en un cielo


fuera de este mundo.

c) Inminente, en el sentido de que ha de llegar pronto y de un modo repentino.

d) Total, en el sentido de que transformar� completamente la vida en la tierra, de


tal modo que la nueva
dispensa no ser� una mera mejor�a del presente sino la perfecci�n.

e) Milagroso, en el sentido de que debe realizarse por, o con, la ayuda de


intervenciones sobrenaturales.

As�, se puede afirmar que la idea del Milenio .la instauraci�n del reino de Dios
en la Tierra. ha
ejercido un importante rol en la historia de la humanidad desde la �poca de las
grandes di�sporas del pueblo
hebreo. El Milenio ha desplegado tambi�n su fascinaci�n en Am�rica Latina, a partir
del siglo XVI, acompa�ando
el descubrimiento y la conquista de los dominios americanos por los espa�oles; sin
embargo, el Milenio y el
Apocalipsis a �l asociados tuvieron vida propia en Am�rica, ellos no fueron la
simple repetici�n del proceso vivido
en Europa. El choque con una realidad tan radicalmente nueva como la de la Am�rica
descubierta por Col�n no
pod�a dejar de modificar profundamente las viejas tradiciones heredadas de las
fuentes antiguas: el Antiguo
Testamento, las profec�as sibilinas, la C�bala hebrea .primero. y la cristiana
.despu�s.. En la
transformaci�n de las concepciones milenaristas en Am�rica jug� un rol fundamental
en el encuentro de los
hombres americanos: los �indios� descubiertos en el nuevo continente, lo que
condujo a la formulaci�n de la idea
por algunos de los m�s influyentes profetas del milenarismo cristiano en Am�rica,
de que los indios descend�an de
los jud�os del Antiguo Testamento y que su reaparici�n en la historia era el
anuncio del fin de los tiempos. Los
indios jud�os, redescubiertos luego de vagar perdidos durante milenio y medio, eran
la se�al que Dios enviaba a la
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humanidad de que el retorno del Mes�as estaba pr�ximo y de que hab�a que preparar
el camino para la instauraci�n
de su reino en la tierra. Estas ideas jugaron un papel muy importante en la
construcci�n de la imagen del indio y
cabe preguntarse hasta qu� punto no siguen ejerciendo .transfiguradas de muy
diversas maneras. alguna
influencia en la historia presente. La escatolog�a milenarista estuvo presente en
el desarrollo de la empresa
colonizadora de Am�rica desde sus inicios. Algunos autores, como J. L. Phelan y
Georges Baudot, afirman que el
proyecto de evangelizaci�n de los religiosos franciscanos para Am�rica Latina puede
ser catalogado como
milenarista, afirmaci�n que fundamentan al decir que dichos religiosos acogieron
las ideas de Joaqu�n de Fiore y al
depositar sus esperanzas en la edificaci�n de un reino milenario en Am�rica; sin
embargo, parece que tales
afirmaciones tienen su origen en una confusi�n al no distinguir con claridad entre
milenarismo y escatolog�a
cristiana. Sea lo que sea de todo esto, lo que s� se puede afirmar es que el
milenarismo en sus varias facetas ha
estado presente en Am�rica Latina desde los inicias de la colonizaci�n.

Baudot, Georges. Utop�a e Historia en M�xico. Los primeros cronistas de la


civilizaci�n mexicana (l520-
1569), Espasa Calpe, Madrid 1983. Cohn, Norman. En pos del Milenio, Alianza,
Madrid, 1994. Phelan, John
Leddy. El reino milenario de los franciscanos en el Nuevo Mundo, UNAM, M�xico,
1972.

(MASO)
MITO.
Una de las caracter�sticas de los pueblos de Am�rica Latina es su enorme riqueza en
pensamiento m�tico, un hecho
que exige estudio si queremos comprender la diversidad cultural latinoamericana.

En este aspecto los estudiosos de Am�rica Latina siguen en general las teor�as
cl�sicas en torno al mito. Sin
embargo, pocos fen�menos y pocos t�rminos han sido entendidos e interpretados de
maneras tan distintas como el
fen�meno y el t�rmino mito. En el lenguaje corriente �m�tico suele ser todo aquello
que se opone a �verdadero� o
�real�; sin�nimo de ficci�n, de falsedad o de fabulaci�n m�s o menos fant�stica y
desenfrenada.

Durante mucho tiempo se consider� al mito como una creaci�n pueril y aberrante de
la humanidad �primitiva�,
producto de la imaginaci�n, y que pertenec�a a un estrato inferior de la vida
espiritual. Estas interpretaciones
cambiaron. En la actualidad se considera que el mito es presentaci�n de la realidad
de manera simb�lica y afectiva,
en especial sobre-cuestiones cosmol�gicas o cosmog�nicas. Los mitos constituyen una
forma de entender la realidad,
en ellos se plasman las concepciones que los hombres tienen de su existencia,
proyectan en ellos la experiencia de
su vivir: de su vivir social, de su relaci�n con el cosmos y de su relaci�n con la
divinidad. Casi todos los estudiosos
actuales est�n de acuerdo en afirmar que el mito es una forma original de
pensamiento m�s a�n, un modo humano
estar en el mundo cuyo estudio puede revelarnos ciertos secretos profundamente
arraigados en el esp�ritu del hombre
y a los que s�lo se puede llegar a trav�s del estudio de los relatos m�ticos; y han
puesto de relieve la funci�n que
cumple el mito en la vida social: el mito es el fundamento y el principio
unificador de la organizaci�n social y di
todas las expresiones culturales: el lenguaje, el arte, la poes�a y la religi�n de
los pueblos llevan grabada la impronta
de sus concepciones mitol�gicas. Para los miembros del grupo, el mito contiene una
�verdad� superior a cualquier
otra que pueda provenir de la experiencia. Y es esta �verdad� la que confiere
sentido a las cosas y a la existencia del
hombre, de manera que toda la actividad humana, hasta en sus menores gestos,
aparece vinculada a una realidad
trascendente,'que no se puede ver ni tocar, pero que no cesa de manifestar su
presencia, su eficacia y su inagotable
vitalidad. Adem�s, nos muestran c�mo la visi�n m�tica de la realidad puede
determinar la conducta e influir
decisivamente sobre las actitudes que se asumen frente a determinados seres y a�n
frente a la existencia toda. El
an�lisis de las culturas muestra la tenacidad y la constancia con que los mitos y
las representaciones m�ticas aparecen,
se transforman y vuelven a aparecer transfigurados en los puntos m�s diversos del
tiempo y del espacio. As� se pone
de manifiesto que el mito reporta al hombre una utilidad vital y responde a una
necesidad profunda de su naturaleza,
aunque no es f�cil determinar con precisi�n de qu� necesidad se trata. De cualquier
manera, esa necesidad est�
vinculada con el problema del sentido �ltimo de la realidad y, muy especialmente,
el del sentido que es preciso dar
a la propia vida. Una de las funciones que cumple el mito consiste precisamente en
crear un horizonte de sentido.
Como definir qu� se entiende por mito es una tarea ardua, nos limitaremos a se�alar
algunas caracter�sticas esenciales
del mismo. Si falta alguna de estas se podr� hablar de mito en un sentido m�s o
menos vago, pero no tendremos un
autentico mito:

1) El mito es un relato, es decir, posee una estructura narrativa.

2) Los acontecimientos m�ticos suceden en un tiempo indeterminado: este tiempo


indeterminado es
cualitativamente distinto de la duraci�n continua e irreversible en la que se
desarrolla la existencia ordinaria, se
piensa al margen de la historia tal como com�nmente la concebimos; adem�s, el
escenario de los acontecimientos
m�ticos es el territorio privilegiado donde, han quedado abolidas las leyes
ordinarias de la naturaleza: todo puede
acaecer en el mito. Desde este punto de vista, de todas las cosas que hay en el
mundo, el mito parece ser la m�s
incoherente y falta de congruencia. Sin embargo, la persistencia del fen�meno
m�tico nos muestra que siempre se
trata de penetrar m�s all� de las apariencias para dar un sentido, a trav�s del
s�mbolo, a las realidades m�s
profundamente humanas.
3) Es siempre un relato tradicional: al destacar este aspecto queremos indicar que
los relatos y los personajes
m�ticos son ant�nimos, es decir, no han sido creados por ning�n autor, es un
patrimonio colectivo, su origen se
remonta a un pas� indefinido y se va transmitiendo de generaci�n en generaci�n, y,
como todos los elementos
aut�nticamente tradicionales, se van transformando lentamente y pueden perdurar
largo tiempo despu�s que ha
desaparecido el medio social en que surgieron originariamente. S�lo cuando se
producen cambios culturales
importantes, cuando entran en crisis los valores tradicionales y se modifica
profundamente la actitud de una sociedad
frente a los problemas vitales van quedando relegados o son sometidos a critica.

4) Es objeto de fe: es necesario que los acontecimientos que se narran en el


relato m�tico sean reconocidos
como �verdaderos�, un mito que no es cre�-do pierde su esencia m�tica para
convertirse en una f�bula, una leyenda
o un cuento folkl�rico. De este modo el mito proporciona a los miembros del grupo
una forma de ver y comprender
el mundo que no seria posible sin ese s�mbolo particular.

5) Finalmente, seg�n algunos autores, aparece vinculado con frecuencia a un


determinado ritual; todo mito
es dramatizado en un ritual; los mitos quedan sacralizados al ser la plasmaci�n de
historias vividas acaecidas en los
tiempos primordiales de la humanidad o de un pueblo concreto; se puede decir que
adquieren su plenitud en los ritos.

La concepci�n m�tica puede tener y de hecho tiene en diversas ocasiones una


orientaci�n �tica: denuncia el
hecho de que el hombre se siente a s� mismo como situado dentro de un sistema
c�smico religioso; esta vinculaci�n
tiene un car�cter normativo. La funci�n m�tica nos descubre, pues, que el hombre se
siente como un ser
esencialmente relacionado, tanto en su constituci�n como en su comportamiento, con
alguien superior a �l la
realidad divina, que trata de imitar en sus esquemas de conducta.

Dumezil, Georges. Mito y epopeya, Seix Barral, Barcelona 1971. Gil, Juan. �Col�n y
su tiempo�, �El Pac�fico�,
�El Dorado�, Mitos y utop�as del Descubrimiento, Alianza, M�xico, 1989. Garc�a, J.
L. Constitutivos �ticos del
hombre a trav�s de los ciclos m�ticos arcaicos, Universidad Complutense, Madrid,
1972. Levi-Strauss, Claude. El
pensamiento salvaje, FCE, M�xico, 1970. Levi Strauss, Claude. �Lo crudo y lo
cocido�, Mitol�gicas I,FCE, M�xico,
1972. Levi-Strauss, Claude. �De la miel a las cenizas�, Mitol�gicas II, FCE, 2�
ed., M�xico, 1972. Levi-Strauss,
Claude. �El origen de las maneras de mesa�, Mitol�gicas III, Siglo XXI, 5� ed.,
M�xico, 1984. Levi Strauss, Claude.
�El hombre desnudo�, Mitol�gicas IV, Siglo XXI, 3� ed., M�xico, 1983. L�pez Austin,
Alfredo. �Algunas ideas
acerca del tiempo m�tico entre lo antiguos n�huas�, en Historia, religi�n,
escuelas. XIII Mesa Redonda, Sociedad
Mexicana de Antropolog�a, M�xico, 1975. L�pez Austin, Alfredo. Los mitos del
tlacuache,Alianza Editorial
Mexicana, M�xico 1990.

(V�ase: Tierra sin mal).

(MASO)
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MOVIMIENTO L�SBICO HOMOSEXUAL

. .

. Movimiento social y pol�tico de mujeres y hombres cuya orientaci�n sexo-afectiva


est� dirigida a otra persona de
su mismo sexo y por cuya raz�n son reprimidos, segregados, perseguidos social,
legal y pol�ticamente.

Reclama el reconocimiento de la sexualidad como un ejercicio de libertad pol�tica,


deslig�ndola de la
funci�n �nicamente reproductiva. Reivindicando el derecho al placer y el orgullo de
ser homosexual o lesbiana. A
pesar de que s�lo cuatro pa�ses latinoamericanos penalizan la sodom�a: Chile,
Ecuador, Nicaragua y Puerto Rico,
quienes practican la homosexualidad y el lesbianismo son perseguidos, arrestados,
asesinados, etc�tera, lo que ha
dificultado la visibilidad del movimiento y sus caras p�blicas, caracteriz�ndose
como semi-clandestino.

El Movimiento de Liberaci�n Homosexual (su original denominaci�n) se inici� en


Am�rica Latina bajo la
influencia de la revuelta del Stone Wall de Nueva York en 1969, en contra de las
agresiones de la polic�a. En esta
revuelta muri� un argentino indocumentado, el primer m�rtir an�nimo del movimiento
gay, pero por ser latino, se
presume que nadie lo reconoce. R�pidamente el sentimiento de rebeld�a se encend�a
en Am�rica Latina
principalmente al interior de la izquierda, lo que ocasion� expulsiones y
disidencias de los partidos pol�ticos. El
rechazo de la izquierda latinoamericana a la homosexualidad, a pesar de que en la
Rusia post revolucionaria Lenin
hab�a derogado el matrimonio y legalizado la homosexualidad, estuvo motivada por
una adhesi�n a la postura
stalinista que afirmaba que la homosexualidad �Es un producto de la decadencia del
sector burgu�s y un resultado
de la �perversi�n fascista. La sexualidad para la izquierda tuvo un lugar similar a
la iglesia, la revoluci�n deb�a
cooptar la mayor parte de las energ�as; as�, la sexualidad era un tema y una
actividad de poca urgencia y por tanto
de inter�s peque�oburgu�s; El an�lisis de la sexualidad estuvo limitando a una
�ptica dicot�mica entre una
sexualidad burguesa y otra proletaria (Mirabet, 1985). Las principales demandas del
Movimiento de Liberaci�n
Homosexual estuvieron dirigidas a desprejuiciar la homosexualidad: �no es un
delito, no es una enfermedad, no es
producto de la inmadurez emocional�, conceptos que la ley y la medicina se hab�an
encargado de difundir desde
finales del siglo XVIII.

El surgimiento del feminismo latinoamericano en su segunda ola fue tambi�n


inspirado para la
organizaci�n de lesbianas y homosexuales. Aport� a la interpretaci�n de la
sexualidad como un ejercicio pol�tico
democr�tico, cuestionando la reproducci�n y reafirmando el placer sexual.
Originalmente las organizaciones
fueron denominadas homosexuales, aunque tuvieran mujeres, a las que se denominaban
�homosexual femenino�.
La influencia del feminismo provoc� una ruptura debido al cuestionamiento por parte
de las lesbianas feministas al
sexismo de los hombres homosexuales. Ellos, afectados en gran medida por el SIDA
desde mediados de la d�cada
de 1980, volcaron gran parte de su energ�a a la lucha contra esa enfermedad,
espacio desde el que reclaman mayor
atenci�n pol�tica, social y econ�mica al �mbito de la sexualidad, evidenciando que
el SIDA va m�s all� que un
mero asunto de salud p�blica. La cercan�a del feminismo trajo consigo la
denominaci�n especifica �l�sbica� y la
necesidad de una autonom�a para las lesbianas. Iniciaron un proceso de reflexi�n
te�rica sobre el papel de la
sexualidad en una sociedad hegem�nicamente masculina que valida a la sexualidad
femenina �nicamente en su
funci�n reproductiva y al servicio de los hombres, es decir, heterosexual.

La movilizaci�n pol�tica por reivindicar una orientaci�n u opci�n sexo-afectiva


diferente a la heterosexual
ha transitado por tres momentos hist�ricos:

1) La lucha por la igualdad, la b�squeda del reconocimiento de los derechos


civiles y pol�ticos, ligada a las
luchas socialistas y feministas, la consigna �por un socialismo sin sexismo�
expresa el momento.

2) La diferencia, las lesbianas se resignifican como sujetos diferentes y


aut�nomos de los hombres
homosexuales a quienes cuestionan su sexismo y falocentrismo, y de las feministas
quienes en la pr�ctica han
levantado �nicamente demandas con una orientaci�n heterosexual y elaboran un
discurso te�rico sobre el g�nero
que explica las diferencias entre hombres y mujeres, pero insuficiente respecto a
la diferencia sexual y al deseo
er�tico. La diferencia dio lugar a una corriente separatista y a un movimiento
l�sbico feminista aut�nomo, semi-
clandestino que ha actuado b�sicamente en los espacios heterofeministas. Para esta
corriente el hombre no s�lo no
es el modelo de adecuaci�n social, sino que es una figura inexistente, lo cual
resulta amenazante al predominio
masculino y por tanto el lesbianismo es conceptuado como una opci�n pol�tica
subversiva.

3) Una nueva corriente cuestionadora de los limites de la categor�a de g�nero para


el entendimiento de la
problem�tica l�sbica plantea la necesidad de elaborar una teor�a radical de la
sexualidad que analice la persecuci�n
pol�tica a diferentes grupos sexuales disidentes, perseguidos por raz�n de su
objeto er�tico como: trasvestis,
transgen�ricos, prostitutas y sadomasoquistas voluntarios, lo cual plantear�a
nuevas formas de relaci�n y estrategia
de la lucha pol�tica de las lesbianas y homosexuales.
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Foucault, Michel. La historia de la sexualidad I, Siglo XXI, M�xico, 1977.


Linnhoff, Ursula. La
homosexualidad femenina, Ed. Anagrama, Barcelona, 1978. Mirabet, Antoni.
Homosexualidad hoy, Ed. Herder,
Barcelona, 1985. Mogrovejo, Norma. Un amor que se atrevi� a decir su nombre. La
lucha de las lesbianas y su
relaci�n con los movimientos homosexual y feminista, Tesis de Doctorado en Estudios
Latinoamericanos, Facultad
de Filosof�a y Letras, en elaboraci�n. Rubin, Gayle. �Reflexionando sobre el sexo:
notas para una teor�a radical de
la sexualidad�, en Vance. Placer y Peligro, explorando la sexualidad femenina, Ed.
Revoluci�n SAL, Madrid,
1989.

(V�ase: Diferencia sexual, Feminismo, G�nero, Sexismo).

(NMMA)

NEGRITUD

. Definida por diversos autores como un proceso de desalienaci�n, como una esencia,
como un modo de ser negro,
un estilo est�tico, como una toma de conciencia o una rebeli�n, la negritud grosso
modo es un movimiento
intelectual de rehabilitaci�n, autoafirmaci�n y reivindicaci�n de las culturas
negroafricanas y negroamericanas.
La palabra empez� a tomar forma por los a�os treinta de este siglo en el Par�s de
la entreguerra. Los
c�rculos de estudiantes negros provenientes de las colonias francesas comenzaron a
organizar desde el coraz�n
mismo de la metr�poli un movimiento cultural hasta entonces in�dito. Fue en 1932
cuando vio la luz un panfleto
elaborado por tres j�venes de la Martinica (Jules Monnerat, Etienne Lero y Ren�
Menil) que bajo el nombre
deL�gitime D�fense se lanzaba abiertamente contra �el mundo capitalista, cristiano,
burgu�s y contra la opresi�n
colonial y el racismo�. En esta publicaci�n los j�venes intelectuales declaraban su
�filiaci�n con el materialismo
dial�ctico de Marx�, aceptaban sin reservas el surrealismo y estaban dispuestos a
�utilizar la inmensa m�quina para
disolver la familia burguesa� que Freud hab�a puesto en movimiento. El caldo de
cultivo se preparaba, los j�venes
negros comenzaban a hablar de emancipaci�n.

Dos a�os despu�s, en el mismo Par�s, otros tres j�venes estudiantes negros
publicaban la revista L�Etudiant
Noir, en ella afirmaban que la historia de los negros hab�a sido un drama en tres
actos: �primero esclavizados�,
despu�s formados en la asimilaci�n, y en el tercer acto �los j�venes negros de hoy
no quieren ni esclavitud ni
asimilaci�n. Ellos quieren emancipaci�n�. Los responsables de la revista eran: Aim�
C�saire de la Martinica,
L�opold S�dar Senghor de Senegal y Leon Damas de la Guyana. Es en este ambiente de
abierto enfrentamiento al
orden neocolonial, que los j�venes agrupados en torno a L�Etudiant Noir concibieron
el t�rmino negritud.

La mayor�a de estudios se�ala a Aim� C�saire como el creador de la palabra; sin


embargo, el mismo poeta
precisa las dificultades de admitir dicha paternidad: �Tengo la impresi�n que este
concepto es un poco una
creaci�n colectiva. Yo emple� la palabra por primera vez, es cierto. Pero es
probable que en nuestro circulo todos
habl�ramos de ese t�rmino�. Cuidadoso de no teorizar en esos primeros a�os sobre el
concepto de negritud, la
mejor definici�n que nos leg� C�saire la encontramos en su primer libro de poes�a
que data de 1938 Cahier d�un
retour au pays nata:

mi negritud no es una mancha de agua muerta en el ojo

muerto de la tierra

mi negritud no es una torre ni una catedral

se zambulle en la carne roja del suelo

se zambulle en la carne ardiente del cielo


Lejos de una idea abstracta e inm�vil, la negritud de C�saire se manifiesta como
algo vivo y din�mico; para
�l es ante todo una toma de conciencia concreta y no abstracta de la historia y
cultura que conlleva el ser negro.

Algo distante de esta concepci�n, el otro fundador de L�Etudiant Noir y tambi�n


poeta, L�opold Sedar
Senghor, elabor� toda una teor�a en torno al concepto de negritud. Para �l, el
t�rmino designaba �el conjunto de
valores del �frica negra�. Estos valores se�alaban una sensibilidad especifica de
los negros, la cual provendr�a de
una fuerza vital que le seria propia a �frica; razonamientos que le llevaron a
decir una de sus m�s famosas y
conocidas frases: �la raz�n es Helena como la emoci�n es Negra�. Partiendo de
supuestos esencialistas y
ahist�ricos la concepci�n de Senghor sobre la negritud tuvo un n�mero considerable
de cr�ticas.

Tal vez lo m�s significativo de este primer momento de la negritud originado a


partir de L�Etudiant Noir es
que en estos dos autores encontramos ya los g�rmenes de las principales corrientes
'que posteriormente se
enfrentar�n al interior de la negritud. Una corriente preocupada por concretizar e
historizar la toma de conciencia
de los pueblos negros y la otra inquieta por definir la esencia del ser negro.

Sartre, que en 1948 escribi� un pr�logo a la Anthologie de la nouuelle po�sie


negre et malgache de langue
francaise, antolog�a elaborada por Senghor, se vio envuelto entre estas dos
corrientes al tratar de definir al
movimiento. Para el fil�sofo franc�s la toma de conciencia de los negros ten�a que
comenzar por la aceptaci�n de
su raza, ya que era a partir de �sta que se le oprim�a. Sin embargo, esta
conciencia de raza estaba centrada en �una
cierta cualidad com�n (subrayado nuestro) a los pensamientos y a las conductas de
los negros que se conoce como
negritud�. La definici�n esencialista que daba Sartre contrastaba con el futuro que
le preve�a al movimiento, pues,
partiendo de un an�lisis dial�ctico, Sartre tom� a la negritud como el momento de
la ant�tesis, la tesis seria la
superioridad te�rica y pr�ctica del blanco, ambas tender�an a resolverse en una
s�ntesis: la sociedad sin racismo.
Por lo cual, al final de su ensayo, Sartre lanza la pregunta: ��Y qu� suceder�a si
en lo sucesivo el negro s�lo se
considera como proletario?�, pues finalmente sus desgracias son las de una clase
social oprimida por el capital, al
igual que el proletariado, el reclamo que se trasluce en el fondo de la pregunta de
Sartre es: �por qu� no asumir una
conciencia hist�rica?

De esta manera los dos niveles que manej� Sartre en su texto: el esencialista y el
materialista hist�rico
permitieron que posteriormente las dos corrientes enfrentadas al interior de la
negritud acudieran indistintamente al
texto del fil�sofo franc�s remarcando siempre la parte con la que no estaban de
acuerdo.

El desarrollo del concepto de la negritud en las Antillas tuvo en Frantz Fanon y


Ren� Depestre a dos de los
m�s cr�ticos representantes de lo que aqu� hemos llamado la corriente hist�rica.
Para Fanon, la reivindicaci�n de
ser negro, que constituir�a el primer momento de la negritud, llev� a los
antillanos y a los africanos a admirarse y a
admirar una especie de comunidad o pueblo negro en el mundo, a una cultura negra
representada en un �frica
ideal. Sin embargo, muy pronto esta negritud se dio cuenta de los limites de su
explicaci�n al comprender que la
cultura negra no era una e inequ�voca sino diversa y plural como naciones con
poblaci�n negra exist�an. Del ideal
africano Fanon hace el llamado para ejercer el an�lisis en la realidad y
particularidad nacional.

Descendiente directo de la tradici�n de Fanon, Ren� Depestre concretiz� la


negritud en la historia
americana. Para el poeta y ensayista haitiano, la negritud no era m�s que la
expresi�n moderna de un m�todo
utilizado por los negros en la �poca de la esclavitud: el cimarronaje. As�, el
movimiento originado por Senghor y
C�saire era un nuevo cimarronaje intelectual. Las ra�ces del movimiento en Am�rica
tendr�an que buscarse, seg�n
Depestre, en los primeros a�os que siguieron a la revoluci�n Haitiana con Louis
Joseph Janvier, Hannibal Price y
Antenor Firmin, movimiento que tuvo su continuaci�n en este siglo con la Revue
Indigene y Jean Price Mars. Con
Depestre, el llamado de Fanon a observar la naci�n se torn� preocupaci�n caribe�a y
continental. Cerrado as� el
circulo, desde el ideal africano hasta la preocupaci�n nacional y antillana, las
generaciones que siguieron a la
negritud en el caribe franc�s encontraron en el di�logo y la critica a este
movimiento una fuente muy rica y
fruct�fera para el desarrollo de nuevas propuestas, �ste fue el caso de la
antillanidad de Edouard Glissant y m�s
recientemente, la criollidad de Patrice Chamoisseau, Jean Bernab� y Raphael
Confiant.

C�saire, Aim�. Cuaderno de un retorno al pa�s natal, Era, M�xico, 1969. Depestre,
Ren�. Buenos d�as y
adi�s a la negritud, Casa de las Am�ricas, La Habana, 1980. Fanon, Frantz. Los
condenados de la tierra, FCE,
M�xico, 1963. Fanon, Frantz. Por la revoluci�n africana, FCE, M�xico, 1965. Fanon,
Frantz. Peau noir masques
blancs, Du Senil, Par�s, 1971. Janheinz, Jahn. Las literaturas neoafricanas,
Guadarrama, Madrid, 1971. Kesteloot,
Lilyan. Les �crivains noirs de langue fran�aise: naissance d�une litt�rature.
Editions de l�Universit� de Bruxelles,
Bruxelles, 1963. Sartre, Jean Paul. �Orph�e Noir�, prefacio a Anthologie de
nouvelle po�sie n�gre et malgache de
langue fancaise, PUF, Par�s, 1948; Senghor, L�opold S�dar. Libertad, negritud y
humanismo, Tecnos, Madrid,
1970.

(V�ase: Filosof�a afroamericana, Identidad, Mestizaje, Racismo).

(SUQ)
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NELTILIZTLI.

Vocablo n�huatl que etimol�gicamente connota �la cualidad de estar siempre, bien
cimentado o enraizado�.
Equivale al concepto de �verdad�.

La honda experiencia de la fugacidad universal de las cosas orient� el pensamiento


de
los tlamatinime,sabios o fil�sofos, a indagar sobre el problema de �qu� es lo
verdadero�, es decir, buscar
fundamentaci�n y ra�z del hombre y del mundo. Por tal raz�n se preguntaron acerca
de la verdad de los hombres y
de la posibilidad de decir palabras verdaderas que introduzcan ra�z en las
personas. El sentido de estas
interrogantes apunta a indagar si el hombre tiene cimiento, algo firme y bien
enraizado y a la posibilidad de decir
palabras que den ra�z al coraz�n y a la oculta ra�z del Topan Mictlan: lo que est�
sobre nosotros, la regi�n de los
muertos, a las cuales responden que la verdad del hambre, la ra�z que le permite
superar lo transitorio y hacer
frente a la muerte, est� en las flores y los cantos, que son el camino a la verdad
del misterio de la vida. Es decir, el
hombre puede �hacerse a s� mismo verdadero� si es capaz de entonar un canto y
cultivar nuevas flores: �No
acabar�n mis flores: no acabar�n mis cantos. Yo los elevo, soy tan s�lo un cantor�
(Cantares Mexicanos, fol. 116
v).

El sabio Nezahualc�yotl, vali�ndose del m�todo flor y canto, expresa el car�cter


transitorio y la fugacidad
absoluta inherente de todo cuanto existe al decir: ��Acaso de verdad se vive en la
tierra? No para siempre en la
tierra: s�lo un poco aqu�. Aunque sea jade se quiebra, aunque sea oro se rompe,
aunque sea plumaje de quetzal se
desgarra, no para siempre en la tierra: s�lo un poco aqu� (Cantares Mexicanos, fol.
17 r).
Esta transitoriedad de la vida en el tlalt�cpac, sobre la tierra, los lleva a
preguntarse: ��Acaso hablamos algo
verdadero aqu�, Dador de la vida? S�lo so�amos, s�lo nos levantamos del sue�o...
Nadie habla aqu� la verdad...�
(Cantares Mexicanos, fol. 5 v).

Dando un paso m�s, reflexionando sobre si mismos, les surge una interrogaci�n m�s
honda y angustiosa:
"�Acaso son verdad los hombres? Por que si no, ya no es verdadero nuestro canto.
�Qu� est� por ventura en pie?
�Qu� es lo que viene a salir bien?� (Cantares Mexicanos, fol. 10 v). Es as� como
empiezan a elaborar una serie de
doctrinas para responder acerca de la verdad de los hombres. Varios son los temas
que responden a este problema
clasificados seg�n el punto de vista desde el cual se aborde al hombre. Visto como
objeto, como una realidad
existente, comprende los siguientes aspectos: origen, naturaleza y facultad (libre
albedr�o), y su destino despu�s de
la muerte. Si lo vemos como sujeto actuante en el mundo, abarca los temas
siguientes: educaci�n; principios �ticos,
jur�dicos y est�ticos; conciencia hist�rica y el arte. Desarrollemos brevemente
cada uno. En cuanto a su origen, la
primera ra�z fundamentadora la encuentra en la divinidad: Omet�ctl. �Acaso lo
determin� el Se�or y la Se�ora
dualidad?... Lleg� el hombre y lo envi� ac� nuestra madre, nuestro padre, el Se�or
y la Se�ora de la
dualidad�(C�dice Florentino, Lib. VI, fol. 120 r). La constituci�n o esencia del
hombre es expresada a trav�s del
difrasismoin ixtli in y�llotl que connota el concepto de persona. En cuanto al
albedr�o humano, desde la religi�n,
cre�an en el influjo de los signos y fechas del tonal�matl o libro de los destinos;
un destino nefasto pod�an
modificarlo por el control de s� mismos (monotza) o por negligencia perder un
destino propicio; filos�ficamente,
los tlamatinimejuzgaban que el destino era modificable por la educaci�n concebida
como creadora de rostros y
humanizadora de voluntades. La religi�n ense�aba que la supervivencia o destino en
el m�s all� no depend�a del
tipo de vida terrenal que hab�an llevado, sino del g�nero de muerte que tuvieran y
pod�an ir al Tlalocan, lugar de
Tl�loc, a donde vive el Sol, al Chichihuacuauhco, en el �rbol nodriza o al Mictlan,
lugar de los muertos; dando un
paso m�s y separ�ndose de esta concepci�n, los tlamatinime dudan del destino final:
��estamos all� muertos, o
vivimos a�n? �Otra vez viene all� el existir? (Cantares Mexicanos, fol. 61 v),
otros se sienten impotentes para
develar el misterio: ��Ya nada medit�is!, Todos, si meditamos si recordamos, nos
entristecemos aqu� (Cantares
Mexicanos, fol. 14 v), en cambio otros insisten en meditar sobre dicho tema:
�Meditadlo, oh pr�ncipes de
Huexotzinco... �todos pereceremos, no quedar� ninguno!� (Cantares Mexicanos, fol.
14 v), y logran un acercado
planteamiento del problema al preguntarse cu�les son las posibilidades del hombre
ante su forzoso destino de
�tener que irse�, a las que responden de tres maneras diferentes: la primera afirma
que no hay m�s vida que �sta,
por lo que todo termina con la muerte, la segunda acepta que el destino est� en el
Mictlan o Ximoayan, donde hay
sufrimientos, y la tercera gracias al lenguaje de flores y cantos acepta el
car�cter de experiencia �nico de esta vida,
as� como el misterio que rodea al m�s all�, donde existe la felicidad. De gran
importancia era
la tlacahuapahualiztli o educaci�n, pues iniciaba en el hogar y continuaba en el
Calm�cac, hilera de casas o en
el Telpochcalli, casa de j�venes, en las que los tlamatinimecuidaban la formaci�n y
autocontrol del yo de los
j�venes para dar sabidur�a a los rostros y firmeza a los corazones. En estos
centros educativos se daban los
cimientos de la vida moral y jur�dica al inculcarles respeto a los ordenamientos
jur�dicos. Cabe se�alar que el
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derecho y su aplicaci�n est�n inspirados en la doctrina de la persona humana; para
vivir moral y virtuosamente era
necesario el rigor, austeridad y ocupaciones continuas en cosas provechosas. Los
n�huas prehisp�nicos tuvieron
muy arraigada su conciencia hist�rica, ya que recordaban hechos antiguos: �Ahora
nosotros, �destruiremos la
antigua regla de vida? La de los chichimecas, de los toltecas, de los acolhuas, de
los tecpanecas...� (Coloquios y
doctrinas de los doce). El arte se comprende desde el sistema �tico, porque propone
un verdadero desarrollo
integral del hombre que lo lleva a poseer un coraz�n dialogante,nonotzani, y un
coraz�n endiosado, yolt�otl, y
tambi�n desde flores y cantos que lo llevan a forjar un mundo endiosado por el
arte, construido penosamente por
el Tolt�catl para dar sentido a su existencia.

Como podemos ver claramente, el concepto neltiliztli o verdad difiere de la noci�n


aristot�lica que la
considera como �adecuaci�n de la mente de quien conoce, con lo que existe�, o de la
occidental que indaga la
esencia de las cosas. Este tratamiento de los tlamatinime es original, pues el
problema de la verdad se refiere al
hombre, a la posesi�n interior de una ra�z que d� fundamento a su existencia, a su
rostro y coraz�n inquietos y que
le ayuden a superar la angustia del cambio y la muerte. De este modo, la ra�z se
vuelve patrimonio universal de
salvaci�n para todos los hombres.

�Cantares Mexicanos, folios 5 v, 10 v, l 16 v, 17 r�, en Le�n Portilla, Miguel.


Los Antiguos Mexicanos a
trav�s de sus cr�nicas y cantares, FCE, M�xico, 1961, pp. 122-124, 177, 179, 181.
�C�dice Florentino, Lib. VI,
fol. 120 r; Cantares Mexicanos, folios 14 v, 61 v, y Coloquios y doctrina de los
doce�, en Le�n Portilla, Miguel. La
Filosof�a N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM, M�xico, 1983, (1956). Su�rez
Alarc�n, Jos� Antonio. �La
sabidur�a amerindia�, en La Filosof�a en Am�rica Latina, B�ho, Santa Fe de Bogot�,
1993, pp. 33-36.

(V�ase. In ixtli in y�llotl, In x�chitl in cuicatl, Tlamatiliztli, Tlamatinime).

(RNN)
NEOLIBERALISMO

. Para la tecnocracia emergente que surge en Latinoam�rica a principios de los a�os


setenta, la necesidad de impulsar
estrategias de desarrollo econ�mico en nuestros pa�ses part�a de un desaf�o
consistente en tener que remontar lo que
a criterio de dicha tecnocracia fue el grave pecado del populismo latinoamericano
como lo que �ste ha sido: la
versi�n �criolla� de Welfare State y causante a su vez de encontrarnos estancados
en el estigma del tercermundismo.
En el campo ideol�gico pol�tico la urgencia por implementar estas estrategias nac�a
tambi�n de una necesidad, misma
que sigue vigente hasta hoy: la de inhibir cualquier ilusi�n de cambio social por
otras v�as que no sean aqu�llas que
imponga esa tecnocracia a nuestras respectivas realidades sociales. De modo
particular es interesante observar c�mo
aqu� en Latinoam�rica, como quiz� en ning�n otro lugar del mundo, el neoliberalismo
se asume como una
determinada identidad constante en la pretensi�n de conjugar a La ret�rica del
mercado con ciertas ret�ricas de la
democracia.

Lo anterior sirvi� para hacer del neoliberalismo un amplio movimiento hegem�nico


sin en apariencia fisuras
y capaz de resistir todo tipo de criticas. Pues es frente a este poderoso bloque de
dominaci�n global construido por
el capitalismo de fines del siglo XX, ante el cual toda cr�tica resbala. De forma
resumida y tomando en cuenta que
el neoliberalismo es de suyo un concepto que se presta para una infinidad de
confusiones, tenemos que decir que el
neoliberalismo es producto de las inquietudes pol�tico-sociales, econ�micas y
culturales del conservadurismo que se
ha proyectado en la historia a partir de la d�cada de los cuarenta. Desde sus
or�genes su principal objetivo ha sido
negar o de ser posible superar los modos del intervencionismo estatal que han sido
caracter�sticos a este siglo, que
van desde el fascismo al socialismo, pasando por las m�s diversas expresiones de
las as� llamadas pol�ticas estatales
del bienestar entre las que se encuentra el populismo latinoamericano. En pocas
palabras se puede decir que el
neoliberalismo no es m�s que el amplio como complejo proceso de derechizaci�n por
el cual atraviesa la historia.
Como es tambi�n, por otro lado, una importante expresi�n de la racionalidad social
de este fin de siglo. Una
racionalidad con la cual, puede o no estar de acuerdo; pero lo que no se puede
hacer es ignorarla o simplemente
negarla y valorarla como parte de un irracionalismo cuyos parentescos m�s pr�ximos
se encuentran en el
conservadurismo decimon�nico o en el fascismo. Ahora bien, la particularidad de
esta nueva derechizaci�n radica
en lo siguiente:

1) Impulsa un modelo de desarrollo econ�mico a trav�s del cual se reduce a su


expresi�n m�nima cualquier
nuevo intento de intervenci�n estatal en la econom�a.

2) Explica el porqu� del crecimiento desmesurado del Estado en este siglo.


3) Establece los fundamentos del Estado de Derecho a partir del sistema de
libertades correspondientes a una
econom�a de libre mercado.

En t�rminos ideales, al parecer el neoliberalismo act�a con base en estos


criterios. Sin embargo, hasta el d�a
de hoy, los saldos que arroja la experiencia neoliberal, en particular en nuestros
Latinoam�rica, son m�s que
desalentadores. Lo que en particular se le critica al neoliberalismo es el enorme
costo social e hist�rico que se ha
tenido que pagar y acumular en la medida y proporci�n en que se insiste en sostener
a este modelo de desarrollo
econ�mico-social. Pero, si algo se sab�a desde un principio era que un modelo, as�
si bien pod�a tener relativos o
circunstanciales �xitos, �stos a la larga se traducir�an en nuevos fracasos.
Particularmente en lo referente al de por s�
insoluble problema de la inflaci�n. En el campo del d�ficit fiscal como en el de la
deuda p�blica los resultados los
tenemos a la vista. Lo que al parecer s�lo ha resultado ser ampliamente exitoso
para la causa neoliberal es la intensa
y, al parecer irreversible, campa�a privatizadora. Campa�a que nunca hubiera sido
posible realizar sin la �astuta
mano� del Estado. Para decir las cosas con mayor claridad el conservadurismo de
este fin de siglo sabia
perfectamente bien que en la sociedad moderna ning�n cambio sustancial es posible
sin la decidida intervenci�n del
Estado. En otras palabras, lo que hizo el neoliberalismo fue instrumentalizar al
Estado para lograr sus objetivos,
vali�ndose, para tal fin, de toda una ret�rica consistente en el sobado sofisma de
la reducci�n del Estado a su
expresi�n m�nima. Lo que al parecer hoy puede ser motivo de una v�lida preocupaci�n
es, si frente a lo que se
considera ya la critica pr�ctica al neoliberalismo, �ste no asumir� como un hecho a
la fuerza con el fin de callar la
critica antineoliberal, demostrando con ello hasta qu� punto ha sido tan fr�gil la
supuesta feliz coincidencia entre la
democracia con el sistema de mercado impuesto por la elite tecnocr�tica al conjunto
de nuestras realidades
nacionales. El desaf�o que ahora se tiene es c�mo revertir lo que se considera, ya
que es el desorden neoliberal en
que nos deja este modelo de desarrollo econ�mico-social. En especial, en estos d�as
en que incluso los propios
neoliberales se han atrevido a declarar la muerte de la utop�a como al fin de la
historia. Insistiendo a la par en lo
mismo que han dicho desde su arribo a tierras latinoamericanas: que no hay m�s
futuro para Latinoam�rica que el
que ha abierto el horizonte neoliberal.

Bell, Daniel. Las contradicciones culturales del capitalismo, Alianza, M�xico,


1989. Dubiel, Helmut. �Qu�
es el neoconservadurismo?, Anthropos, Barcelona, 1993. Foxley, Alejandro.
Experimentos neoliberales en
Am�rica Latina, FCE, M�xico, 1988. Furet, Fran�ois. El pasado de una ilusi�n.
Ensayo sobre la idea comunista en
el siglo XX. FCE, M�xico, 1995. Miliband, Ralph; Panich, Leo et al. El
neoconservadurismo en Gran Breta�a y las
Estados Unidos, Alfons el Magn�nim, Valencia, 1992. Montes, Pedro. El desorden
neoliberal, Trotta, Madrid,
1996. Varios. Barry B. Levine (comp.), El desaf�o neoliberal. El fin del
tercermundismo en Am�rica Latina,
Norma, Colombia, 1992.

(V�ase: Democracia, Liberalismo).

(JVD)
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NEOTOMISMO

. El papa Le�n XIII, a finales del siglo XIX, se preocup� por revitalizar el
tomismo. Emiti� la enc�clica Aeterni
Patris (1879), en la que recomendaba el estudio de la filosof�a de Santo Tom�s en
el mundo intelectual cat�lico.
Otros pont�fices, a principios del siglo XX hicieron lo mismo. As� se promovi� el
neotomismo, con centros de
estudio tan prestigiosos como la Universidad Cat�lica de Lovaina y la Universidad
del Sacro Cuore en Mil�n.
Hubo autores que le dieron lustre, como el Card. Zeferino Gonz�lez, el Card.
Desiderio Mercier, Jacques Maritain,
�tienne Gilson y otros. El principal inter�s que se ve�a en esta corriente era el
integrar la ciencia y la filosof�a
contempor�neas en el tomismo; que no fuera una pieza de museo, sino una corriente
activa de pensamiento, que
ofreciera una alternativa viable al hombre actual.

En M�xico tuvo como principal representante, a finales del siglo pasado y


principios de �ste, a Emeterio
Valverde T�llez, que se distingui� sobre todo por sus estudios sobre la historia de
la filosof�a en M�xico (fue un
ilustre pionero de esta rama) y sus sesudos alegatos en defensa de la filosof�a
escol�stica; A principios del siglo se
distingui� Fray Guillermo Garc�a, dominico espa�ol, que habl� del neotomismo y
propuls� esta doctrina sobre
todo en el seminario de San Luis Potos�, del c�lebre obispo Montes de Oca.

En la d�cada de los treinta, Jes�s Guisa y Acevedo trajo de Lovaina las ense�anzas
del Cardenal Mercier y
su grupo, de una manera pol�mica y combativa. M�s reposada y cient�fica fue la
actitud de Oswaldo Roble quien
en los a�os cuarenta, aplic� el tomismo de manera especial a la psicolog�a,
inclusive al freudismo, aunque tambi�n
fue cr�tico de �l en ciertos puntos.

A los transterrados perteneci� Jos� Manuel Gallegos Rocafull, quien profes� un


tomismo robusto y
consistente. Tambi�n se dedic� a los estudios novohispanos, sobre todo de los
siglos XVI y XVII. Lo principal de
su aportaci�n, sin embargo, desde el tomismo, fue en la filosof�a social y
pol�tica, con el llamado a un humanismo
nuevo, que hicieran surgir personas y no meramente masas, despu�s de los
apocal�pticos acontecimientos de la
segunda guerra mundial.

Jos� S�nchez Villase�or sostuvo por esos a�os pol�mica con el historicismo,
representado
fundamentalmente por Jos� Gaos. H�ctor Gonz�lez Uribe trabaj� en filosof�a del
derecho y en filosof�a pol�tica,
con un texto c�lebre sobre teor�a del Estado, publicado por la editorial Porr�a.
Miguel Villoro tambi�n cultiv� la
filosof�a del derecho y elabor� un texto sobre ese tema para la misma editorial.
Fernando Sodi Pallares se centr� en
la metaf�sica; Miguel Mansur Kuri, en la est�tica y la filosof�a de la educaci�n, y
Jos� Rub�n Sanabria en teodicea,
pero tambi�n ha mantenido posturas cr�ticas del propio tomismo.

Antonio P�rez Alcocer escribi� una historia de la filosof�a, siguiendo a �.


Br�hier, pero desde su
convicci�n tomista. Jos� Luis Curiel Benfield trabaj� en filosof�a del derecho y en
psicolog�a. Isaac Guzm�n
Valdivia se ocup� de temas de filosof�a de la sociolog�a, de la econom�a y de la
administraci�n, donde hizo desde
la �tica tomista aportaciones muy iluminadoras para esas disciplinas. Rafael
Preciado Hern�ndez fue un
consumado profesor de filosof�a del derecho y public� en la editorial Jus, y
despu�s en la UNAM, unas lecciones
en las que hacia una l�cida defensa del iusnaturalismo.

Antonio G�mez Robledo reflexion� sobre la filosof�a pol�tica y la filosof�a del


derecho, y fue uno de los
pilares del derecho internacional en M�xico. Tambi�n estudi� aspectos de la
filosof�a novohispana. Lo mismo hizo
Bernab� Navarro, quien escribi� un libro, ya cl�sico, sobre la recepci�n de la
filosof�a moderna en M�xico.

Connotados tomistas de centros eclesi�sticos fueron los hermanos M�ndez


Plancharte, Hermilo Camacho y
los hermanos Castro Pallares. Lo mismo han sido Jos� de Jes�s Herrera y H�ctor
Rogel. Otros tomistas
reconocidos han sido Daniel M�rquez Muro, profesor de l�gica, y Rafael Pulido,
profesor de filosof�a del arte.

En Argentina, han descollado los tomistas Octavio Nicol�s Derisi, Jos� Alfredo
Casaub�n, Juan E. Bolz�n,
W. R. Dar�s, Guido Soaje Ramos, H�ctor Hern�ndez y Carlos I. Massini Correas. En
Chile, Juan Antonio Widow,
Mirko Skarica y Ciro Sehmidt Andrade. En Per�, Antonio Pe�a Cabrera. En Brasil,
Miguel Reale y Estanislaus
Ladusans.

Beuchot, Mauricio. El tomismo en el M�xico del siglo XX, UNAM, M�xico, 1996.
Sanabria, Jos� Rub�n y
Mauricio Beuchot. Historia de la filosof�a cristiana en M�xico, UIA, M�xico, 1994.
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(V�ase: Escol�stica).

(MBP)

NORMALIDAD FILOS�FICA

. T�rmino con el cual Francisco Romero declara el ingreso y el ejercicio de la


filosof�a en Am�rica como funci�n
ordinaria de nuestro com�n cauce cultural al lado de las otras actividades del
intelecto. En Latinoam�rica el uso de
este t�rmino var�a, para algunos pensadores expone el inicio de la madurez
intelectual latinoamericana. Para otros
implica el alejamiento de un reflexionar desde y sobre nuestra realidad.

Formulada por Francisco Romero (1891-1962), la normalidad filos�fica es expuesta


por primera vez en
1934. En esa ocasi�n aborda el tema del establecimiento de un clima filos�fico en
Am�rica. Ambiente de creciente
inter�s �en gran n�mero de publicaciones y recintos extra universitarios que
promov�an la elaboraci�n filos�fica�
en Latinoam�rica, no ya como la meditaci�n de unos pocos entendidos conscientes de
la indiferencia circundante,
tampoco como la actividad exclusiva de unos cuantos hombres dotados de una vocaci�n
capaz de mantenerse firme
a pesar de todo. En otro escrito (1940) agrega que debido a la relaci�n entre los
pensadores y el intercambio
frecuente de publicaciones, en nuestra espiritualidad la vocaci�n filos�fica hab�a
llegado a adquirir conciencia de s�
y buscaba su expresi�n, inici�ndose �una amorosa vuelta sobre el pasado� (1940:
131). Este hecho para Romero
indicaba una invitaci�n a reflexionar sobre temas m�s amplios, sobre el curso total
de nuestra cultura y los caminos
de la espiritualidad de Am�rica. Romero indica que la normalidad filos�fica
sobrevino cuando �grupos de
estudiosos se ponen al trabajo resueltos a apropiarse los resultados del esfuerzo
anterior y a agregar, si son capaces,
una part�cula propia� (1934: 131). Para este autor ese grupo de pensadores fueron
�Fundadores� hombres quienes
estudiaron y difundieron el conocimiento de los temas filos�ficos. Sin embargo, la
normalidad filos�fica como la
entend�a Francisco Romero, como conocimiento y actividad cultural de los diversos
grupos sociales en
Latinoam�rica, no se ha consolidado.

Respecto a la recepci�n en Latinoam�rica, este t�rmino ha servido tanto para


afirmar como para negar la
existencia de una filosof�a latinoamericana. Todo depende de c�mo es interpretada
la normalidad filos�fica de la
que hablaba Francisco Romero. Mientras que algunos han afirmado que no es posible
alcanzar la normalidad
debido a las condiciones de dependencia socio-econ�mica, como el peruano Augusto
Salazar Bondy (1925-1974),
otros opinan que la normalidad filos�fica atestigua el inicio de una actividad
profesional, a la manera del mexicano
Luis Villoro (1922).

Para el argentino-mexicano Horacio Cerutti (1950) el uso de este t�rmino en la


filosof�a de Am�rica Latina
como gu�a ideal para el filosofar entre nosotros ha sido acr�tico. Para este autor
la propuesta de Romero implica
una �normal actividad europeizante entre nosotros� (1986:92). As�, la normalidad
filos�fica entra�a que el
americano debe reflexionar como un europeo, pero en suelo americano. Un buen
ejemplo de tal actividad es la
experiencia de 1929 con la fundaci�n de la Sociedad Kantiana de Buenos Aires. Para
Cerutti el ejercicio de la
normalidad filos�fica a la Romero significa el inicio de una radical separaci�n del
ejercicio de la filosof�a respecto
a la esfera del pensamiento de la realidad social y la acci�n pol�tica, quedando
ambas asentadas como pr�cticas
incompatibles.

El mexicano Leopoldo Zea (1912), en un escrito en honor del ilustre maestro


argentino, se�ala que Romero
estaba lejos de confundir la normalidad filos�fica con el filosofar mismo. As�,
apunta: �Es esta normalidad
precisamente, la que va a permitir que el filosofar solitario, aislado, de nuestros
pensadores, cobre actualidad, y se
vea en �l la autenticidad que debe ser propia del aut�ntico filosofar o reflexionar
sobre la realidad en que se
encuentra inserto todo fil�sofo� (1986: 177). Para Zea la normalidad filos�fica
implica el establecimiento de un
clima filos�fico que prepara el terreno para el desarrollo de una filosof�a que ha
de partir de s� misma, que no sea
pura actividad profesional aunque necesite de la profesionalidad. De este modo,
destacar el peculiar sentido de
nuestro filosofar es la tarea que nos toca en turno. Una filosof�a, que sin dejar
de ser universal, estar� asentada en
esta nuestra peculiar y concreta realidad, como lo est� todo filosofar.

Ardao, Arturo. �Bello y el concepto de fundadores de la filosof�a


latinoamericana�, en Revista de Historia
de las Ideas, Casa de la Cultura Ecuatoriana-CELA de la PUCE, 1982, 2 �poca, n�m.
3. Cerutti Guldberg,
Horacio.�Filosof�a latinoamericana e historia de la filosof�a� (1983), en Hacia una
metodolog�a de la historia de
las ideas(filos�ficas) en Am�rica Latina, Universidad de Guadalajara, Guadalajara,
1986. Romero, Francisco.
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�Palabras a Manuel Garc�a Morente sobre la normalidad de la filosof�a� (1934), en
El hombre y la
Cultura, Editorial Losada, Buenos Aires, 1950. Romero, Francisco. �Tendencias
contempor�neas en el
pensamiento hispanoamericano� (1942), en Sobre la filosof�a en Am�rica, Editorial
Raigal, Buenos Aires, 1952.
Zea, Leopoldo. �Romero y la normalidad filos�fica latinoamericana�, en Francisco
Romero, maestro de la filosof�a
latinoamericana, Sociedad Interamericana de Filosof�a, Caracas, 1983.

(V�ase: Fundadores, Patriarcas).

(RMM)

OBJETO DE LA FILOSOF�A

. Ignacio Ellacur�a, el fil�sofo vasco-salvadore�o asesinado en San Salvador en


1989, se sit�a en la tradici�n
filos�fica que llama objeto de la filosof�a �a falta de mejor t�rmino� a aquello
que constituye el tema central de una
determinada filosof�a o metaf�sica, con lo que la filosof�a se diferencia de otros
tipos de saber desde esa
identificaci�n que inicia como ya hemos dicho con una indefinici�n: la filosof�a no
s�lo no sabe c�mo es aquello
de que trata, sino que tiene que hacerse cuesti�n inicial de qu� es lo que va a
tratar o, al menos, de qu� es
concretamente aquello que quiere estudiar.
El esclarecimiento del objeto de la filosof�a �que como resultado de la larga
labor filos�fica de Ellacur�a
conduce a la grave afirmaci�n de que ese objeto es la �realidad hist�rica�� no
puede ser el inicio de la filosof�a,
sino que tan s�lo puede sostenerse al final de una larga y penosa reflexi�n.

No es un capricho ni un a priori dogm�tico. Ha sido labor de la historia de la


filosof�a misma, que
paulatinamente ha ido descubriendo y mostrando d�nde y en qu� forma se da la
realidad por antonomasia, d�nde se
da la mayor densidad de lo real. En su importante libro p�stumo Filosof�a de la
realidad hist�rica se�ala: �Los que
sosten�an que la persona humana como realidad metaf�sica era el summum de la
realidad; los que sosten�an que lo
era la existencia humana o la vida humana; los que defend�an que era la historia...
todos ellos se acercaban a la
definici�n del objeto de la filosof�a como realidad hist�rica� (1990, 42).

Ellacur�a no tuvo tiempo para hacer un desarrollo integral de estas tesis; sin
embargo, aclar� qu� es lo que
quiso decir con ellas y en qu� se fundamentan esas ideas. Las principales
aclaraciones son tres:

a) En primer lugar, Ellacur�a indica que por �realidad hist�rica� no entiende lo


que pasa en la historia, ni
siquiera la serie ordenada y explicada del discurrir hist�rico. Por consiguiente,
no dice que la filosof�a haya de ser
lo que ha s�lido entenderse por filosof�a de la historia. Precisamente para evitar
este equivoco no se habla de
historia, sino de realidad hist�rica. �Qu� entiende entonces Ellacur�a por realidad
hist�rica? �l mismo lo aclara:

Ya hemos sostenido en las tesis anteriores que la realidad intramundana constituye


una totalidad din�mica,
estructural y dial�ctica. Esa �nica totalidad es el objeto de la filosof�a. Lo que
ocurre es que esa totalidad ha ido
haci�ndose de modo que hay un incremento cualitativo de realidad, pero de tal forma
que la realidad superior, el
�m�s� de realidad, no se da separada de todos los momentos anteriores del proceso
real, del proceso de realidad,
sino que, al contrario, se da un m�s din�mico de realidad desde, en y por la
realidad inferior, de modo que �sta se
hace presente de muchos modos y siempre necesariamente en la realidad superior. A
este �ltimo estadio de la
realidad, en el cual se hacen presentes todos los dem�s es al que llamamos realidad
hist�rica: en �l, la realidad es
m�s realidad, porque se halla toda la realidad anterior, pero en esa modalidad que
venimos llamando
hist�rica. Es la realidad entera asumida en el reino social de la libertad. Es la
realidad mostrando sus m�s ricas
virtualidades y posibilidades, a�n en estado din�mico de desarrollo, pero ya
alcanzado el nivel cualitativo
metaf�sico desde el cual la realidad va a seguir dando de s�, pero ya desde el
mismo subsuelo de la realidad
hist�rica y sin dejar ya de ser intramundanamente realidad hist�rica (1990: 42-43,
subr. vfg).

b) En segundo lugar, Ellacur�a acepta que podr�a discutirse si ese summum de


realidad no es m�s bien la
persona o la vida humana o la existencia, etc�tera. Desde luego, ha de aceptarse
que una consideraci�n de la
realidad hist�rica que desviara o hiciera perder su especificidad a la persona
humana, a la vida, a la existencia,
etc�tera, perder�a de vista el objeto pleno de la filosof�a, porque entonces ese
objeto quedar�a disminuido,
simplemente porque en �l no entrar�a formal y espec�ficamente una forma de
realidad, que en alg�n sentido es la
m�xima manifestaci�n de la realidad.

En esa misma argumentaci�n, Ellacur�a aclara que por dif�cil que sea su
realizaci�n, la filosof�a que �l
propone y tiene por objeto la realidad hist�rica, no pretende menoscabar ese
espec�fico summun de realidad que es
la persona. Y aunque las relaciones entre historia y persona sean mutuas pero no
un�vocas, parecen m�s
englobantes las de la historia (1990: 44).

c) Finalmente, en tercer lugar, Ellacur�a responde c�mo se podr�a justificar


metaf�sicamente esta opci�n de
la realidad hist�rica como objeto de la filosof�a. La respuesta ya ha sido esbozada
antes y podr�a sintetizarse
diciendo que la justificaci�n ser�a que la filosof�a debiera estudiar la totalidad
de la realidad en su unidad m�s
englobante y manifestativa, y que la realidad hist�rica es esa unidad m�s
englobante y manifestativa de la realidad.

Ellacur�a hace una cr�tica de todo idealismo, desde sus manifestaciones en los
presocr�ticos hasta sus
expresiones contempor�neas, expresiones cercanas en uno u otro sentido a lo que
Zubiri pensaba comosubjetivismo
idealista (1990: 45).

Estos son los pivotes sobre los cuales se inicia la b�squeda de una filosof�a que
intente decir lo que es la
realidad �ltimamente y lo que es la realidad como un todo. C�mo repercutir� esta
nueva concepci�n del objeto en
la estructuraci�n misma de las categor�as filos�ficas es un problema grave que
tiene alcances monumentales y hay
un car�cter social en esa tarea.

Ellacur�a, Ignacio. �Universidad y pol�tica�, en ECA, n�m. 383, San Salvador,


1980, pp. 807-824; Zubiri,
fil�sofo teologal, Vida nueva, Madrid, 1980, n�m. 1249; �El testamento de Sartre�,
en ECA, n�ms. 387-388, San
Salvador, 1981, pp. 43-50; �El objeto de la filosof�a�, en ECA, n�ms. 396-397, San
Salvador, 1981; �La nueva
obra de Zubiri: Inteligencia sentiente�, en Raz�n y fe, Madrid, 1981, n�m. 995, pp.
126-139, Reproducido,
enXavier Zubiri, siete ensayos de antropolog�a filos�fica, Universidad de Santo
Tom�s, Bogot�, 1982;
�Universidad derechos humanos y mayor�as populares�, en ECA, n�m. 406, San
Salvador, 1982, pp. 791-800; �La
desmitificaci�n del marxismo�, en ZCA, n�ms. 421-422, San Salvador, 1983, pp. 921-
930; �Aproximaci�n a la
obra filos�fica de Xavier Zubiri�, en Zubiri 1889-1983, I. Tellechea Id�goras
(ed.), Vitoria, 1984, pp. 37-66;
�Funci�n liberadora de la filosof�a�, en ECA, 1985, n�ms. 435-436, San Salvador,
pp. 45-64; �La superaci�n del
reduccionismo idealista en Zubiri�, en ECA, n�m. 477, San Salvador, 1988, pp. 633-
650; Filosof�a de la realidad
hist�rica, UCA editores, San Salvador, 1990; �El desaf�o de las mayor�as pobres�,
en ECA, 1990, n�m. 436, pp.
1075-1080.
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(V�ase: Filosof�a de la liberaci�n, Realidad hist�rica).

(VFG)

ORIGINALIDAD

. La b�squeda de la peculiar expresi�n del y de lo latinoamericano, sin negar la


universalidad y al abordar los
problemas que nos plantea nuestra circunstancia, dar� por resultado un producto
sost�n de un esp�ritu aut�nomo, de
una cultura y filosof�a definidas.

A fines del siglo XIX, el uruguayo Jos� Enrique Rod� (1871-1917) en El


americanismo literario (1895),
desde la literatura previene contra los riesgos de un regionalismo infecundo. As�,
�seg�n �l� la originalidad no era
incompatible con la universalidad. Conocer y practicar cualquier tipo de aportes
literarios sin importar cu�l fuere la
fuente de inspiraci�n era valioso siempre y cuando fuese un eficaz instrumento de
labor civilizadora.

El argentino Francisco Romero (1891-1962) se�al� que en el siglo XX en nuestra


espiritualidad la vocaci�n
filos�fica hab�a llegado a adquirir conciencia de s�. Ello implicaba una b�squeda
de la peculiar expresi�n
americana; una amorosa vuelta hacia el pasado: �Toda autociencia, al averiguar lo
que se es, plantea con ello un
problema de or�genes, pregunta de d�nde se viene� (1940: 131).
En el intento por describir la originalidad en la cultura mexicana, Samuel Ramos
(1897-1959) desarroll� en
1934 las bases para la comprensi�n y desarrollo de la originalidad. Ramos abord�
los problemas que acarreaba el
establecimiento de un nacionalismo con intenciones de romper todo lazo con la
cultura europea. As� escrib�a: �Para
creer que se puede en M�xico desarrollar una cultura original sin relacionarnos con
el mundo cultural extranjero, se
necesita no entender lo que es la cultura� (1990: 145). La cultura original
mexicana no deb�a pensarse como
distinta de las dem�s: �Entendemos por cultura mexicana la cultura universal hecha
nuestra, que viva con nosotros,
que sea capaz de expresar nuestra alma� (1990: 146).

Para el uruguayo Arturo Ardao (1912) la originalidad no deb�a limitarse a ser


filosof�a de lo americano por
importante que esto fuese. En 1963, se�al� que en Latinoam�rica se hab�an
desarrollado dos quehaceres
filos�ficos, la filosof�a de lo americano (meditaci�n sobre la propia realidad), y
filosof�a americana (reflexi�n sobre
los temas filos�ficos tradicionales). Ambos, en igualdad de importancia,
justificantes para fincar nuestra
originalidad filos�fica.

La originalidad de la filosof�a latinoamericana tuvo un fuerte cuestionamiento por


parte del peruano
Augusto Salazar Bondy (1925-1974). Para este autor la originalidad consist�a en
�construcciones conceptuales
in�ditas y de valor reconocido� (1968: 100); indica el aporte de ideas y planteos
nuevos en mayor o menor grado,
discernibles como creaciones y no como repeticiones de anteriores doctrinas. Para
este autor el problema de
nuestro filosofar se deb�a a la inautenticidad de nuestra cultura y ello debido a
nuestra situaci�n de dependencia.

El venezolano Ernesto Mayz Vallenilla (1925) empleaba la fenomenolog�a de


vertiente heideggeriana y
consideraba a la cultura en t�rminos ontol�gicos. Para este autor, nuestra cultura
y filosof�a, es decir, el ente, la
entidad en Am�rica, se fundar�a hist�ricamente en una �expectativa� del hombre
americano por llegar a ser la
expectativa de una determinada originalidad de lo que se considera como propio. La
expectativa consist�a en la
esperanza de conseguir algo en alguna eventualidad que se prev�. As�, nuestro
presente resultar�a ser un esencial
�no ser siempre todav�a�.

La originalidad para el mexicano Leopoldo Zea (1912) no implicar�a la creaci�n de


nuestros y extra�os
sistemas, sino en dar respuesta a problemas que en una determinada realidad y
tiempo se han originado. As�,
originalidad seria hacer de lo ya existente algo distinto. En Zea ser original es
ser capaz de recrear el orden
existente, partir de sus innumerables posibilidades de reacomodo y reajuste.

En M�xico Mario Magall�n (1946) se�ala sobre la originalidad en Am�rica Latina la


vinculaci�n entre la
Historia de las Ideas y la Filosof�a de la Historia Americana y muestra los
aspectos que consolidan nuestra
peculiaridad. Este autor apunta que la filosof�a es renovaci�n y creaci�n, la cual
no se puede conformar con lo
realizado por antiguos o modernos fil�sofos, ni por categor�as o t�rminos que son a
veces poco claros. Entonces, si
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filosofar es encontrar nuevas soluciones, nuestra originalidad ha consistido en
analizar y asimilar lo m�s valioso de
la filosof�a, sin asomo de imitaci�n o autocolonizaci�n cultural.

Ardao, Arturo. Filosof�a en lengua espa�ola, Alfa, Montevideo, 1963. Magall�n


Anaya; Mario. Dial�ctica
de la filosof�a latinoamericana. Una filosof�a en la historia, UNAM-CCyDEL, M�xico,
1991, col. 500 a�os
despu�s. Mayz Vallenilla, Ernesto. �El problema de Am�rica. (Apuntes para una
filosof�a americana)�, en Anuario
de filosof�a de la Facultad de Humanidades y Educaci�n, Universidad Central de
Venezuela, Caracas, 1957, 2 ed.
Ramos, Samuel. �El perfil del hombre y la cultura en M�xico� (1934), en Obras
Completas, (Nueva biblioteca
Mexicana 41), UNAM, M�xico, 1990. Romero, Francisco. �Sobre la filosof�a en
Iberoam�rica� (1940), en filosof�a
de la persona y otros ensayos de filosof�a, (Biblioteca Contempor�nea), Losada,
Buenos Aires, 1944. Salazar
Bondy, Augusto. �Existe una filosof�a hispanoamericana?, Siglo XXI, M�xico, 1968.
Villoro, Luis. �Sobre el
problema de la filosof�a latinoamericana�, en Cuadernos Americanos, Nueva �poca,
n�m. 3, vol. 3, mayo-junio de
1987. Zea, Leopoldo. Filosof�a Latinoamericana, ANUIES, M�xico, 1976.

(V�ase: Historia de las ideas, Influencia, Paralelismo, Imperialismo de las


categor�as).

(RMM)
PANAMERICANISMO
. Modelo de ideolog�a de integraci�n econ�mica, pol�tica y cultural de los pa�ses
americanos bajo la hegemon�a de
Estados Unidos, de conocida inspiraci�n monro�sta, en definida oposici�n al
latinoamericanismo de ra�z
bolivariana que s�lo abarcaba en sus inicias la unidad entre las rep�blicas
hispanoamericanas, y con el cual suele
confundirse en su aplicaci�n terminol�gica siendo conceptos muy diferentes. Para
salvar esa diferencia sustancial
se han apelado a diversos procedimientos, como llamar �old� al latinoamericanismo
que va desde el Congreso de
Panam� (1826) hasta la primera Conferencia Panamericana (1889-90), llamado �new�.

Jos� Mart� dedic� numerosas y certeras cr�nicas cr�ticas al panamericanismo en su


nacimiento, en las
cuales deslind� el contenido de dichos conceptos.

El movimiento integracionista panamericano fue propiciado por Estados Unidos desde


1881, cuando James
G. Blaine advino a la Secretaria de Estado bajo la presidencia de James Garfield.
El t�rmino apel� al prefijo griego
para sugerir la uni�n de los pa�ses americanos a imitaci�n de otras corrientes
unionistas puestas de moda en
Europa, como el paneslavismo (1846) y las que le siguieron, panlatinismo,
pangermanismo y otras. El t�rmino
apareci� por vez primera en 1882 en The Evening Post de Nueva York. Se populariz�
en la prensa en las noticias
provocadas por la Conferencia Internacional Americana celebrada en Washigton (1889-
1890).

El panamericanismo, a diferencia de las corrientes precedentes, no cont� en su


apoyo con el fondo
ling��stico, �tnico y cultural com�n. Su base estuvo en las propuestas de una uni�n
aduanera y un tratado de
arbitraje, adem�s de otros mecanismos de orden mercantil (moneda de plata de uso
forzoso y com�n, unificaci�n
de pesos y medidas, regulaciones aduaneras, pol�ticas, sanitarias, subsidio de
l�neas navieras y ferroviarias,
creaci�n de un banco interamericano, etc�tera) destinadas a fomentar un modelo para
crear un bloque comercial de
exclusividad. Bajo la bandera del libre comercio regional se propend�a a un
proteccionismo que excluir�a a los
europeos.

Ese movimiento dio origen primero a la Uni�n Panamericana y, con posterioridad a


la Segunda Guerra
Mundial, a la Organizaci�n de Estados Americanos que de cierta manera adaptaron los
perfiles originales a las
diversas coyunturas hist�ricas. Por intermedio de esos instrumentos institucionales
se dio vida y se modificaron los
proyectos matrices, sin abandonar el papel rector de los intereses geopol�ticos de
Estados Unidos. La llamada
Iniciativa de las Am�ricas (1990) y la Cumbre Americana (1994) han estado
enmarcadas en este proceso hist�rico-
ideol�gico al cual no han sido ajenos los grupos de poder dominantes, e implicados
con los intereses for�neos, de
Am�rica Latina.
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Aguilar Monteverde, Alonso. El panamericanismo; de la doctrina de Monroe a la
doctrina de
Johnson,M�xico, 1965. Glinkin, Anatoli. El latinoamericanismo contra el
panamericanismo, Mosc�, 1984.
Hern�ndez-Solis, Luis. El panamericanismo, una moderna interpretaci�n, s/l, 1944.
Inman, SamueI. Problems in
Panamericanism, Nueva York, 1925. Li�vano Aguirre, Indalesio. Bolivarismo y
monro�smo, Bogot�, 1969.
Lockey, Joseph B. Or�genes del panamericanismo, Caracas, 1976. Mart�nez, Ricardo.
El panamericanismo,
doctrina y pr�ctica imperialista, Buenos Aires, 1957. Mart�nez Froga, Pedro. El
panamericanismo y su
evoluci�n,La Habana, 1924. Morales P�rez, Salvador K. Primera Conferencia
Panamericana. Ra�ces del modelo
hegemonista de integraci�n, M�xico, 1994. Quesada, Ernesto. Primera Conferencia
Panamericana, Buenos Aires,
1919.

(V�ase: Bolivarismo, Confederaci�n, Eutop�a, Indoam�rica).

(SEMP)

PARALELISMO
. De paralelo y �sta del vocabulario de la geometr�a: l�neas rectas equidistantes
en todos sus puntos. Relaci�n que
implica cierto grado de semejanza en la estructura de obras o en el desarrollo del
pensamiento de autores o
movimientos filos�ficos, cada uno de los cuales es, al menos, relativamente
independiente del otro.
El t�rmino paralelismo (y paralelo) constituye una importante categor�a
historiogr�fica, aunque poco
utilizada, para la historia de la filosof�a y de las ideas filos�ficas en Am�rica
Latina.

Como queda indicado, las condiciones que permiten predicar un fen�meno de


paralelismo son la semejanza
y la independencia.

Respecto al primer elemento, cabe aclarar que el paralelismo implica cierto grado
de similitud entre, al
menos, dos obras o pensamientos. Se puede destacar la semejanza de contenidos
te�ricos, de t�rminos, de motivos
o de fines. Dicha semejanza ha sido especialmente enfatizada cuando se presenta
entre un fil�sofo europeo y un
fil�sofo latinoamericano, aunque puede aplicarse en cualquier otra correlaci�n.

Por otro lado, para afirmar una relaci�n de paralelismo, no basta mostrar la
semejanza de pensamientos; es
necesario, adem�s, probar al menos una relativa independencia de uno respecto al
otro. Esto es, debe probarse que
la constituci�n y/o el desarrollo de determinadas obras o pensamientos se presenta
sin que el uno haya tenido una
relaci�n significativa con el otro.

En la investigaci�n historiogr�fica cabe la posibilidad de demostrar una completa


independencia, una total
ausencia de relaci�n entre autores o pensamientos semejantes; o, en caso contrario,
puede probarse que la relaci�n
entre los autores o pensamientos de referencia no implic� una modificaci�n
significativa para cualquiera de ellos.

De este modo, aparece una de las primeras caracter�sticas propias del t�rmino
paralelismo: no privilegia a
alguno de los elementos involucrados en la relaci�n. Al contrario del uso del
t�rmino influencia, el cual, la mayor�a
de las veces admite la connotaci�n de �semejanza en el pensamiento�, la mayor parte
de las veces implica el
privilegio de uno de los elementos de la relaci�n como el que modifica al otro.

As�, el paralelismo, mientras que describe una situaci�n de semejanza y de


relativa independencia, implica,
por un lado, la imposibilidad de predicar una influencia entre pensamientos y, por
otro, limita el uso de categor�as
como �imitaci�n�, �adaptaci�n�, �trasplantaci�n�, etc�tera, que a su vez suponen la
existencia de un pensamiento
determinante y de otro determinado.

Y as� como en un sentido negativo el t�rmino paralelismo impide el uso


indiscriminado de otras categor�as,
tambi�n plantea, en un sentido positivo, nuevos problemas metodol�gicos e
historiogr�ficos. En primer lugar
encontramos el problema de la originalidad. En segundo, el problema de la
denominaci�n.

En cuanto al primero, si dos obras o pensamientos son paralelos, entonces, por


mayor que sea la semejanza
entre ellos, la independencia que priva en su relaci�n implica que dichas
creaciones poseen una originalidad
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relativa a cada autor. Si se afirma un paralelismo aparece la necesidad de
determinar el grado de originalidad de
cada autor, puesto que no puede atribuirse el origen de las ideas a la relaci�n con
el pensamiento correlativo

En cuanto al segundo problema, el de la denominaci�n, podemos indicar que, a pesar


de la semejanza que
caracteriza a los pensamientos paralelos, no seria v�lido denominar a uno de los
t�rminos de la relaci�n en funci�n
del otro. Al contrario, requerir�an de una denominaci�n propia, que tuviera como
referente su situaci�n particular.
En general se ha optado por imponer nombres a los movimientos filos�ficos
latinoamericanos en funci�n de la
�influencia�. Al afirmarse un paralelismo el problema de la denominaci�n alcanza un
nuevo nivel de complejidad
en funci�n de lo que hemos indicado previamente: la igualdad relativa que priva
entre los miembros de la relaci�n,
debido a la semejanza acompa�ada de independencia.

Como se puede deducir por lo dicho hasta este punto, a pesar del uso en extremo
limitado que se ha hecho
del t�rmino paralelismo �ste abre nuevas posibilidades a la investigaci�n y a la
interpretaci�n del pensamiento
filos�fico latinoamericano.

Soler, Ricaurte. Estudios sobre historia de las ideas en Am�rica, Imprenta


Nacional, Panam�, 1960,
especialmente los trabajo titulados �Presencia del pensamiento de la Am�rica Latina
en la conciencia europea�,
�Justo Arosemena y el Positivismo Aut�ctono latinoamericano� y �el pensamiento
sociol�gico de Mariano Otero�.

(V�ase: Influencia, Historia de las ideas, Originalidad).

(CLP)
PATRIARCAS.

T�rmino que se ha utilizado como sin�nimo de �fundadores�. Sin embargo, es m�s


complejo que este �ltimo, ya
que patriarcas aduce m�s personalidad e importancia a algunos hombres por su
destacada injerencia en el
desarrollo del �mbito no s�lo filos�fico sino tambi�n cultural de Am�rica Latina.

Fue Francisco Romero (1891-1962) uno de los primeros autores del siglo XX en
utilizar el t�rmino
patriarcas para designar algunas personalidades importantes en la historia del
�mbito cultural latinoamericano. Sin
embargo, Romero nunca defini� lo que �l designaba con el concepto de patriarcas.
As�, uno de los casos m�s
interesantes es la referencia al cubano Enrique Jos� Varona (1849-1933) al
se�alarlo como uno de los �patriarcas
de la cultura en nuestra Am�rica� (1942: 12). Con el mismo titulo designa al
peruano Alejandro O. De�stua (1849-
1945), al que describi� como �maestro y patriarca de la filosof�a en el Per� (1943:
77). Ahora bien, un aspecto a
destacar es que de las ocasiones en las que Francisco Romero escribi� sobre los
patriarcas una es por dem�s
significativa: la referencia a su mentor y amigo Alejandro Korn (1886-1936). All�
apunt�: �Korn es ya un bien en
nuestra cultura uno de nuestros patriarcas recientes (subrayado nuestro) y su
presencia tutelar ha de prolongarse sin
t�rmino: as�, todo tiempo venidero ser� de alg�n modo su tiempo� (1947: 241). Con
ello quiso dejar asentado que
son los patriarcas hombres ilustres, que han existido en nuestra historia desde la
�poca de la Colonia.

El peruano Francisco Mir� Quesada (1918) es, quiz�, uno de los pensadores
contempor�neos que m�s ha
utilizado el t�rmino de patriarcas. Este autor emple� el concepto para fundamentar
una periodizaci�n de la historia
de las ideas filos�ficas en Latinoam�rica. As�, escribe: �Desde los patriarcas
hasta nuestros d�as, han transcurrido
apenas tres generaciones� (1974: 41). Es obvio que los patriarcas son los hombres
que Romero design� con el
titulo de Fundadores, mientras que la siguiente generaci�n para Mir� Quesada es la
que �l llama �Forjadores�, en
la que incluye a Francisco Romero y Samuel Ramos (1897-1959). La tercera generaci�n
la dividi� en dos grupos:
1) Afirmativo, para quienes la filosof�a debe abordar los temas de la propia
realidad, y 2) Asuntivo, en donde el
trabajo consiste en hacer filosof�a de car�cter universal. Mientras que la cuarta
generaci�n la integr� con disc�pulos
de la tercera. A�os m�s tarde, este autor se�al� en una nota a pie de p�gina que
�Es dif�cil saber qui�n fue el
creador de la denominaci�n patriarcas, pero es, a todas luces Francisco Romero
quien contribuy� a su difusi�n y
aceptaci�n general� (1992: 206).

Por su parte, el uruguayo Arturo Ardao (1912) se�al�: �En el fondo [Romero],
conceb�a a aquellos
�patriarcas� � expresi�n suya tambi�n � s�lo como los fundadores de la lograda
normalidad, o en otras palabras, de
lo que era su personal presente filos�fico� (1982: 22). Se echa de ver que para
Ardao, fundadores y patriarcas son
sin�nimos. Para brindar consistencia a esta equivalencia, Ardao se basa
principalmente en dos p�rrafos de Romero,
en donde este �ltimo se�ala: �Desde la �poca de la Colonia no han faltado
expresiones,, a veces sumamente
interesantes de la preocupaci�n filos�fica� (1952: 11), y m�s adelante al escribir
Romero sobre la actividad de los
fundadores y su momento hist�rico, observ� que: �las (corrientes) que las
precedieron, hab�an contado con algunos
de los hombres m�s eminentes de nuestro pensamiento filos�fico y aun de toda
nuestra cultura: baste recordar, al
lado de los nombre citados, los de un Bello, un Varela, un Luz y Caballero, entre
otros� (1952: 13). Para Ardao,
estas citas expresan que los fundadores o patriarcas si bien en forma de
excepciones o casos aislados existieron ya
en la �poca de la Colonia.

Debido a la coincidencia entre Mir� Quesada y Arturo Ardao, de comprender como


sin�nimos a patriarcas
y fundadores, es justo se�alar que esa interpretaci�n puede modificarse con el fin
de mostrar la acepci�n m�s
propia y m�s s�lida del concepto patriarcas. Si se revisan las citas con las que
Romero designa a los patriarcas, se
podr� comprender que precisamente a aquellos grandes hombres que existieron desde
la Colonia, se les puede
comprender mejor con este concepto. Por otra parte, cuando Romero usa el t�rmino
patriarcas, adem�s de hacer
referencia al aspecto fundacional de la filosof�a, denota la importante
contribuci�n en el desarrollo de la cultura en
general de Am�rica Latina. De ah� que Romero destaque algunas personalidades sobre
otras, como la de Alejandro
Korn, la de Enrique Jos� Varona, la del venezolano Andr�s Bello (1781-1865), la del
cubano Luz y Caballero
(1800-1862), que no s�lo difundieron la filosof�a, sino influyeron grandemente en
el desarrollo de sus pa�ses y de
Am�rica Latina.

Ardao, Arturo. �Bello y el concepto de �fundadores� de la filosof�a


latinoamericana�, en Revista de historia
de las ideas, CCE-CELA de la PUCE, 2 �poca, n�m. 3, 1982. Mir� Quezada, Francisco.
Despertar y proyecto del
filosofar latinoamericano, FCE, M�xico, 1974. Romero, Francisco. �Tiempo y
destiempo de Alejandro Korn�,
enfilosof�a de ayer y de hoy, Argos, Buenos Aires, 1947. Romero, Francisco.
�Tendencias contempor�neas en el
pensamiento hispanoamericano� (1942), en Sobre la Filosof�a en Am�rica, Raigal,
Buenos Aires, 1952.

(V�ase: Fundadores, Normalidad filos�fica).

(RMM)
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PENSAMIENTO.

. Con este t�rmino y en el �mbito latinoamericanista, se ha entendido lo que se


tiene en mente cuando se reflexiona
con el prop�sito de conocer algo, o entender algo, o cuando se delibera sobre algo,
para tomar una decisi�n. Por
pensamiento entenderemos, m�s precisamente, lo que contiene o aquello a que apunta
un acto u operaci�n
intelectual llevada a cabo por un sujeto, lo cual puede ser una imagen, un concepto
o una entidad abstracta y que
puede ser comunicable y expresable. Por ello se puede decir que el pensamiento es
una forma particular del
conocimiento que participa de la ciencia y de la filosof�a, pero no es reductible
ni a una ni otra.

Cuando hablamos, m�s espec�ficamente, de pensamiento filos�fico hispanoamericano


nos estamos
refiriendo a una modalidad particular que emplea formas y m�todos filos�ficos y
cient�ficos. Es un pensamiento
que se vincula a una lengua por la que se significa y expresa y le da unidad. El
pensamiento filos�fico, sin
embargo, desde la concepci�n de Jos� Gaos, no tiene por fondo los objetos
�sistem�ticos y trascendentes de la
filosof�a� sino los �inmanentes�, humanos, que por su propia naturaleza no se
presentan como los eternos temas
posibles de un sistema, sino como problemas de las �circunstancias�, de la
historicidad de los hombres, es decir, de
las de lugar y tiempo y por lo mismo de resoluci�n inmediata y urgente (Gaos, 1955:
2).

Pensamiento filos�fico hispanoamericano es com�n a todo otro pensamiento, como el


franc�s, ingl�s,
italiano, argentino, etc�tera, en cuanto a que sus ejes rectores son la �lengua� y
la historia. Esto lleva a la necesidad
de hacernos una idea de la filosof�a que permite la innovaci�n, o sea la
historicidad de la misma, y que no le admite
quedar fosilizada por su pasado. Es el problema en el fondo de la unidad y la
pluralidad de la filosof�a, de cuya
resoluci�n depende el que pueda haber una filosof�a en lengua espa�ola. De lo que
trata es, pues, de no confinar a
la filosof�a en ciertas formas pasadas o de dejar abierta la posibilidad de ciertas
formas en el futuro. �En suma, a la
filosof�a se le impone (...) estudiar nuestra vida con su radical historicismo de
los principios, de la filosof�a; con su
historia, de los principios, de la filosof�a en primer t�rmino, la historia que es
la realidad de la historicidad humana
(...)� (Gaos, 1990: 33).

Arturo Andr�s Roig, coincidente en muchos sentidos con el fil�sofo espa�ol Jos�
Gaos, se�ala que para la
constituci�n de un pensamiento filos�fico se requiere asumir las pautas propias de
ese pensar. O sea, aceptar una
forma de �convenio� respecto de lo propuesto, en este caso particular la
organizaci�n de un valor de �programa�,
es un tipo de �a priori� diferente del formal-l�gico de car�cter kantiano. �Ese
valor se muestra en su plenitud si
pensamos que el filosofar es una funci�n de la vida y que la vida humana no es algo
dado, sino algo por hacerse,
por parte de quien la va viviendo, y que implica formas de deber ser en relaci�n
con la naturaleza eminentemente
teleol�gica de la misma. Este tipo de �a priori� no supone un sujeto puro de
conocimiento, sino que parte de otra
comprensi�n de la �subjetividad� (Cfr. Roig, 1981: 13). Es una �subjetividad�,
encarnada, enraizada en la realidad
sociohist�rica, cuya categor�a fundamental es la temporalidad en cuanto
historicidad.

El pensamiento filos�fico lleva a la afirmaci�n de un sujeto y de un �nosotros�,


m�s lleno de posibilidades
que la tradicional historia de la filosof�a.

El �nosotros� hace posible la afirmaci�n de nosotros los latinoamericanos,


identificaci�n que especifica y
diferencia, para reconocernos como �latinoamericanos�. Esto lleva a la afirmaci�n a
la vez de una forma de pensar.
Se trata de se�alar las caracter�sticas del pensamiento hispanoamericano, que por
si mismo expresa una manera
propia de producir conocimiento, que no necesariamente coincide con las
tradicionales formas de producir
filosof�a. Por ejemplo, es ametafisico, asistem�tico, ensay�stico, ut�pico,
est�tico, pedag�gico, pol�tico, literario,
epistolar, period�stico, emotivo y en muchos sentidos ideol�gico.

En la perspectiva de la filosof�a por excelencia, el �pensamiento filos�fico


hispanoamericano� no seria
filosof�a, si acaso, una expresi�n bella de escribir, literatura, en la medida en
que en nada se semeja a las grandes
obras de filosof�a sistem�tica de la tradici�n occidental. Empero, esto es s�lo un
modo de asumir una posici�n
ahist�rica respecto a ella, caracter�stica propia de las filosof�as metaf�sicas y
sistem�ticas. Todo depende de la
posici�n y la tradici�n desde donde se juzgue.

En un segundo horizonte de reflexi�n se afirma que el pensamiento hispanoamericano


es filosof�a, aunque
sus obras no se parezcan a las grandes obras, en la medida que los dict�menes
acerca de la naturaleza y valor de los
productos de la cultura, como de la filosof�a, se revelan a partir de las
posiciones hist�ricas.
Aquel que se emita o al que se adhiera acerca de la naturaleza y valor del
pensamiento hispanoamericano,
implicar� una de estas posiciones o ser� consecuencia de ella. La posici�n
metaf�sica, sistem�tica y met�dica no
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puede menos de ver en el pensamiento hispanoamericano una m�xima distanciaci�n del
pensamiento relativamente
a la filosof�a. La posici�n alternativa podr�a llegar a ver en �l una manifestaci�n
de la filosof�a hasta de relieve
singular (Gaos, 1990: 97-98).

El tema pensamiento filos�fico hispanoamericano se concibe como el mismo en su


pasado, presente y
futuro; y el pasado ser� lo que decida el presente y el futuro. La soluci�n depende
de la conceptuaci�n que �l hace
de s� mismo y de su historia.

Gaos, Jos�. Antolog�a del Pensamiento de Lengua Espa�ola en la Edad Contempor�nea,


Universidad
Aut�noma de Sinaloa, M�xico, 1982. Gaos, Jos�. Pensamiento de Lengua Espa�ola.
Pensamiento
Espa�ol,UNAM, M�xico, 1990. Roig, Arturo Andr�s. Teor�a y Cr�tica del Pensamiento
Latinoamericano, FCE,
col. Tierra Firme, M�xico, 1981. Soler, Ricaurte. El Positivismo Argentino.
Pensamiento filos�fico y
sociol�gico, UNAM, M�xico, 1979. Zea, Leopoldo. Pensamiento latinoamericano, Ariel,
col. Demos, M�xico,
1996.

(V�ase: Historia de las Ideas, Filosof�a latinoamericana, Imperialismo de las


categor�as).

(MMA)
POBRE

El rasgo que mejor define a la Teolog�a de la liberaci�n latinoamericana y su


aportaci�n m�s decisiva a la teolog�a
en general es el haber situado la causa del pobre como perspectiva del discurso
teol�gico; en palabras de Leonardo
Boff: �La teolog�a de la liberaci�n ha tenido el m�rito de situar a los pobres, su
sufrimiento y su causa como centro
de la reflexi�n. A partir de los pobres, el mensaje de Jes�s aparece como buena
noticia. La perspectiva de los
pobres nos permite rescatar la imagen de Dios como Dios de vida, de Jes�s como
liberador, del Esp�ritu como
principio de libertad, de la Iglesia como pueblo de Dios� (Concilium, 129, 1988:
192-193).

El principio de opci�n por los pobres con una especial carga axiol�gica ha
significado un reto en los
�mbitos cristianos de nuestros pa�ses, motivando al hombre creyente a asumir una
actitud ante el fen�meno
escandaloso y mayoritario que presentan los pobres en Latinoam�rica. Este modo de
implicar, en una unidad, fe y
vida, Evangelio-liberaci�n, ha tra�do en Am�rica Latina la expansi�n de una
eclesiolog�a, que pretende ser
novedosa, es decir, una iglesia que surge con el aporte de la fe de los pobres. A
los contenidos que la tradici�n ha
asignado a este concepto, la teolog�a de la liberaci�n ha privilegiado algunos,
lleg�ndose a afirmar que lo
innovador en este caso se trasluce en una visi�n del pobre, b�sicamente, como
sujeto hist�rico nuevo, dotado de
fuerza hist�rica, facultad evangelizadora e iniciativa de cambio suficientes, con
vistas a su mejor desenvolvimiento
en un orden social distinto, donde la injusticia y la desigualdad no tengan lugar.
As�, los pobres han irrumpido en la
conciencia humana y en la conciencia cristiana, lo que ha permitido una nueva forma
de hacer teolog�a, que
partiendo de una fe que, al mismo tiempo que es vivida y pensada, se objetiva en un
quehacer eclesial de
solidaridad con los despose�dos; teniendo en cuenta las circunstancias de miseria y
opresi�n reinantes en Am�rica
Latina la teolog�a de la liberaci�n ha convertido el quehacer de solidaridad en uno
de los problemas centrales de su
reflexi�n teol�gica, o sea, ha asumido el grave desaf�o que constituye la pobreza,
a trav�s de una especial
identificaci�n con el sujeto que la experimenta y padece en carne propia. Ha sido,
sobre todo Gustavo Guti�rrez
quien ha puesto de relieve esa �fuerza hist�rica� de los pobres en la sociedad y en
la Iglesia (1979). La teolog�a
latinoamericana ha entendido al pobre como el �lugar teol�gico� condicionante de
toda la s�ntesis cristiana. Es ah�
donde se encuentra la innovaci�n metodol�gica y la variaci�n tem�tica de la
Teolog�a Latinoamericana. M�s a�n,
la praxis eclesial y la reflexi�n teol�gica orientadas por la opci�n por los pobres
marcan un cambio decisivo en el
devenir hist�rico del cristianismo. Con esta opci�n por los pobres se ha producido
la gran y necesaria revoluci�n
copernicana en el seno de la Iglesia universal; con ella se define un nuevo lugar
hist�rico-social desde el que la
Iglesia desea estar presente en la sociedad y construirse a si misma, saber, en
medio de los pobres, los nuevos
sujetos de la historia (Cfr. Boff, 1981). La reflexi�n �tico-teol�gica forma parte
de ese gran proyecto de reformular
el mensaje cristiano desde la opci�n por los pobres, al afirmar que el pobre es el
�lugar �tico-teol�gico�. Sin
embargo, al decir que el pobre es el �lugar �tico-teol�gico� preferente, no se
quiere afirmar que �l sea la fuente
constitutiva ni la fuente cognoscitiva de la moral, sino el �mbito de la realidad
en que primaria y fundamentalmente
acaece la aut�ntica moralidad. La condici�n del pobre, en cuanto condici�n pobre,
es el lugar privilegiado en el que
se manifiesta la sensibilidad �tica y en el que surge la praxis moral. Tanto la
sensibilidad �tica como el empe�o
moral pasan siempre por el tamiz de la situaci�n en la que vive el pobre. Esta
opci�n por el pobre no rechaza la
sabidur�a moral acumulada a lo largo de la historia, significa que el lugar
preferente desde donde se vive y se
formula la �tica es la realidad del pobre; sin embargo, vivir y formular la moral
desde el pobre no supone reducir el
tema �tico a la realidad de la pobreza, tampoco se trata de plantear la moral con
la r�gida metodolog�a de una
�opci�n de clase�, al estilo del marxismo de la ortodoxia dogm�tica y de la
escol�stica leninista. La opci�n por el
pobre no hace de los pobres una �clase privilegiada�, portadora �nica del devenir
hist�rico y con pretensiones de
dictadura imperialista. Los intereses de los pobres no han de ser interpretados
como �intereses de clase� en
permanente conflicto con otras clases opuestas. La preferencia por el pobre es
criterio moral en un sentido
primordial, no anula las estructuras formales de la �tica ni reduce el contenido de
la moral al tema del pobre, ni
hace de los intereses de �stos una opci�n de clase. As�, esta manera de entender la
opci�n por los pobres conduce a
un replanteamiento radical de la moral. La estructura formal y los contenidos
concretos del universo �tico quedan
transformados desde su ra�z; as�, la �tica de la liberaci�n brota de la
�indignaci�n moral�; la praxis liberadora tiene
una dimensi�n pasional o p�tica. Cuando la estimaci�n moral est� marcada por la
preferencia del pobre, detecta la
injusticia estructural creando as� un resorte incontenible de praxis liberadora. El
criterio de la praxis liberadora se
convierte en la sensibilidad �tica omnipresente que orienta el discurso teol�gico-
moral sobre los problemas
concretos. Este criterio de la praxis liberadora puede ser reformulado de varios
modos: para A. Fierro, se concreta
en la liberaci�n del hombre y en la humanizaci�n del medio: �recta pr�ctica es
aquella que cumple con la vocaci�n
de toda pr�ctica: liberar al hombre y humanizar el medio� (1979: 185). Para E.
Dussel, es la trascendentalidad
radical del otro en cuanto pobre y oprimido; trascendentalidad que se concreta en
el �criterio absoluto de la �tica:
�Libera al pobre, al oprimido!� (1981: 525). Para P. Richard, en la promoci�n de la
vida del pobre frente a la
muerte impuesta por el dominador: �El criterio fundamental para el discernimiento
�tico es la vida humana del
hombre real concreto� (1982: 109).

Ellacuria, Ignacio, �Pobres�, en Floristan, Casiano Tamayo, Juan Jos� (eds.).


Ellacuria, Ignacio. Conceptos
fundamentales de pastoral, Cristiandad, Madrid, 1983. Lois, Julio. Teolog�a de la
liberaci�n: opci�n por los
pobres, IEPALA; Madrid, 1986. Pixley, Jos� y Boff, Clodovis. Opci�n por los pobres,
Paulinas, Madrid, 1987.
Varios autores. La irrupci�n del pobre en la sociedad y en la Iglesia, Descl�e,
Bilbao, 1981.
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(V�ase: Alteridad, Filosof�a de la liberaci�n, Mayor�as populares).

(MASO)

PO�TICA.

..

En el �mbito de Am�rica Latina, podemos precisar lo que significa po�tica. A


partir de su contacto con Europa, la
realidad latinoamericana est� fundada en la s�ntesis, y nuestra literatura recoge
la herencia de las tradiciones
prehisp�nica, espa�ola y africana. Pero as� como ocurri� dentro de los aspectos
sociales, pol�ticos, econ�micos y
culturales, en el campo art�stico en general qued� marcada la huella del
colonialismo y la dependencia hacia el
exterior. Ser� hasta fines del siglo XIX que estas naciones funden su verdadera
tradici�n literaria con la aparici�n
de la po�tica modernista, que asume para s� el apuntalamiento de una expresi�n
leg�tima y particular de
Latinoam�rica. Hasta entonces (como sucedi� en el Romanticismo) lo m�s osado que se
intent� fue situar en el
paisaje latinoamericano temas y situaciones propias de las modas literarias
europeas.

Como lo se�ala Paz, hablando de la �tradici�n de la ruptura�, el cooptar y, al


mismo tiempo, digerir y
aclimatar formas y conceptos manejados por los escritores de avanzada en Europa (e
incluso de Estados Unidos),
significa el origen de una escritura apegada a nuestra realidad (por ejemplo las
novelas costumbristas o
indigenistas) y con estructuras de expresi�n propias (como en el caso de la poes�a
caribe�a o de C�sar Vallejo). El
�xito fue definitivo: Latinoam�rica, con el Modernismo, no s�lo se libr� de la
dependencia peninsular y puso a
tiempo su reloj conforme a las vanguardias art�sticas, sino que tambi�n gener�
(junto con la Generaci�n del �98)
una renovaci�n expresiva en Espa�a.

Ya en nuestros d�as, la generaci�n del llamado �boom� o del realismo m�gico


constituye una de las
culminaciones m�s evidentes de dicho proceso de autonom�a e identidad literaria,
donde merced a esta po�tica del
mestizaje es posible describir, como situaci�n netamente latinoamericana, que en
una lejana rancher�a un coche
descompuesto sea utilizado como gallinero. De esta forma, la contradicci�n que
implica la b�squeda de una voz y
un car�cter propios es resuelta con la aplicaci�n de estructuras formales
extranjeras (la novela psicol�gica, el libre
fluir de la conciencia, los juegos narrativos en diferentes tiempos y distintas
personas, etc�tera) dentro de una
circunstancia que caracteriza de fondo la realidad de nuestros pa�ses.

Una vez puestos al d�a (e incluso a la vanguardia), la literatura y el arte


latinoamericano han adquirido una
relevancia que no comparten los rubros pol�tico, social y econ�mico. Por tanto, la
po�tica latinoamericana no
precisa de voltear hacia afuera para reconocerse, renovarse y evolucionar en la
b�squeda de su identidad innegable;
basta con que se mire en el espejo de s� misma.

Para terminar se considera necesario decir que el t�rmino proviene del lat�n
po�tica, que a su vez proviene
del griego poi�tike, cuya ra�z, poien, significa �hacer�. T�rmino vasto que en su
�rea de estudio engloba tanto al
calificativo de creaci�n humana (principalmente una obra art�stica), conducida en
su factura hasta un nivel cercano
a lo perfecto, como a la concepci�n de la teor�a estructuralista de Roman Jakobson,
abocada a considerar todo texto
literario estrictamente en cuanto a su valor ling��stico.

Dentro de esta serie de acepciones existen tres muy vinculadas entre s�:

a) Po�tica como tratado sobre la poes�a, es decir, arte o t�cnica sobre la


composici�n po�tica (y que en su
calidad de arte de la palabra comprende lo que actualmente se concibe como
literatura, sentido con el que ya desde
Arist�teles se le asume).

b) Po�tica (atendiendo una prerrogativa proveniente del Romanticismo) como


propuesta original expresiva
de un tiempo hist�rico o una corriente literaria dados (po�tica simbolista, po�tica
futurista, etc�tera).

c) Arte po�tica como postulado de los prop�sitos que sostienen el discurso de un


poeta en espec�fico,
abarcando as� el estilo y/o presentaci�n formal que caracteriza a dicho autor.

Es de acuerdo al primer inciso como est� concebida la primera po�tica (en cuanto
conjunto de reglas para la
escritura) de que se tiene noticia, la de Arist�teles. Esta obra, antes que ser el
origen de la moderna clasificaci�n de
formas y g�neros literarios, propone que la cualidad est�tica trascendente con que
se emplea la palabra es lo que
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distingue a la poes�a del resto de los discursos ling��sticos. En ella Arist�teles
maneja el concepto de imitaci�n
(m�mesis) para describir la labor literaria. Escribir, por tanto, es hacer una
imitaci�n de algo por medio de la
palabra (cap. 1). Sin embargo, el hacer po�tico va m�s all� de la funci�n
imitativa: constituye una funci�n
creadora. Dentro de esta l�nea, Alfonso Reyes, en El deslinde, define poes�a como
�creaci�n humana en general� o
�creaci�n verbal en m�sica o en verso�, y luego desliza una tercera que es a la que
se adhiere: �cierta manera de
literatura, no necesariamente en verso� (1963: 35).

Arist�teles. Po�tica, ed. triling�e de Valent�n Garc�a Yebra, Gredos, Biblioteca


Rom�nica Hisp�nica, IV
Textos 8, Madrid, 1992. Grossmann, Rudolf. Historia y problemas de la literatura
latinoamericana, trad. del
alem�n por Juan C. Probst, Ediciones de la Revista de Occidente, Madrid, 1972.
Nicol, Eduardo. La idea del
hombre, FCE, Secci�n Obras de Filosof�a, M�xico, 1989; Poes�a y Filosof�a. Formas
de hablar sublimes, UNAM,
Cuadernos del Instituto de Investigaciones Filol�gicas 16, M�xico, 1990. Paz,
Octavio. Los hijos del limo. Del
Romanticismo a la Vanguardia, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona, 1981.
Reyes, Alfonso. Obras
Completas, t. XV, FCE, Letras Mexicanas, M�xico, 1963.

(V�ase: Est�tica, Ritmo, Verso libre).

(JGM)
POSITIVISMO LATINOAMERICANO

. Es un concepto que expresa un conjunto de ideas y acciones, que funcionaron como


aparato ideol�gico del Estado
y de las clases en el poder, cuya finalidad fue hegemonizar las diversas
estructuras sociales derivadas de
enfrentamientos que remiten al proceso de formaci�n del Estado y de la naci�n de
los pa�ses posindependientes de
Am�rica Latina de finales del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX.

Fue en Am�rica Latina donde se concret� el ideal del fil�sofo franc�s Augusto
Comte (1798-1857), quien
postul� que el esp�ritu humano debe renunciar a conocer el ser mismo de las cosas
(negando toda metaf�sica) y
atenerse s�lo a las verdades que se obtienen por medio de la observaci�n y la
experiencia. Seg�n Comte la funci�n
de las ciencias de la naturaleza es descubrir las relaciones constantes entre los
hechos y los fen�menos. De ah� que
su inquietud es posibilitar o trasladar la metodolog�a de las ciencias de la
naturaleza o positivas, como �l las
denomin�, al terreno de los fen�menos sociales. Con este af�n el fil�sofo cre� la
f�sica social, como llam� en un
principio a la sociolog�a, cuya funci�n es descubrir c�mo unificar al ser humano
con la naturaleza a trav�s de la
formulaci�n o descubrimiento de las leyes que rigen la vida de las sociedades. Con
estas ideas Comte propuso la
creaci�n de una nueva religi�n, la de la ciencia, pues s�lo ella garantizar�a la
elaboraci�n de una nueva sociedad,
donde los te�logos y fil�sofos tradicionales desaparecieran para dejar paso a los
cient�ficos. Esta filosof�a, si bien
en Europa no se acept� totalmente, si dej� una profunda huella en el coraz�n y en
la mente de los pensadores
latinoamericanos, pues �stos necesitaban una filosof�a que funcionara en los
momentos de transici�n que viv�an los
pueblos latinoamericanos. Por esto el positivismo, como dice �scar Ter�n (1983), se
convirti� en una �especie de
umbral ideol�gico que, desde M�xico a la Argentina, no se limita al campo
filos�fico, sino que incide sobre la
pol�tica y la pedagog�a�. A este respecto Leopoldo Zea, citando a V�ctor Massuh,
dice que el positivismo:

cumpli� una doble haza�a espiritual. La primera, de car�cter pol�tico: organizar


ideol�gicamente las nacientes
democracias nacionales sobre la base de un orden racional y moderno. La segunda, de
car�cter educativo: proveer a
los americanos de un sistema de ideas y costumbres que superaran las formas
sociales y psicol�gicas del medioevo,
subsistentes a�n. (...) De ah� que bajo las influencias de Spencer o Comte, las
ideas positivistas se extendieron a lo
largo del continente, como las �nicas partes de realizar lo que se dio en llamar:
la liberaci�n de Am�rica (...) Por
estas �pocas Am�rica abri� definitivamente sus puertas a la modernidad. (...)
Consecuentemente con esta tradici�n
hist�rica, el positivismo plante� el problema de la educaci�n del hombre americano
en los t�rminos de su peculiar
concepci�n del mundo: progreso material, industrial, organizaci�n y educaci�n
cient�fica (Zea, 1978).
Toda esta serie de ideas fueron subyugantes para un continente que viv�a la m�s
critica situaci�n hist�rica
que so�ara jam�s, la de la formaci�n de los estados nacionales. De ah� que la
filosof�a comteana sirviera como
cemento ideol�gico que uniera los diferentes sectores en pugna por el poder. A este
respecto �scar Ter�n,
enPositivismo y Naci�n, apunta hacia la necesidad de unificar a los diversos grupos
existentes en cada naci�n del
continente en un objetivo com�n, �la mayor incorporaci�n al mercado mundial as�
como las tareas de
homogeneizar las estructuras sociales provenientes del per�odo de enfrentamientos
civiles posindependentistas y/o
de los aportes inmigratorios, se relacionan en general mediante una centralizaci�n
del Estado coincidente con la
etapa de conformaci�n del positivismo en la cultura latinoamericana�. Sin embargo,
la incorporaci�n a los
mercados mundiales no seria f�cil, pues con s�lo hablar de los beneficios del
positivismo no se pod�a hacer mucho,
por lo que �Los dispositivos productores de saberes de las clases dominantes
diagramaron un modelo nacional
donde la instrucci�n p�blica, pero no s�lo ella, trazar�a el limite dentro del cual
se asimilar�an los sectores
integrables al proyecto de naci�n moderna, en tanto que la variable coercitiva
operar�a aniquilando o expulsando
del mismo a las fracciones pre o extracapitalistas�. El mismo Ter�n, apoyado en
Gramsci, dice:

junto con el consenso espont�neo que las grandes masas de la poblaci�n dan a la
direcci�n impuesta a la vida
social, por el grupo social dominante, surge igualmente el aparato de coerci�n
estatal que asegura �legalmente" la
disciplina de aquellos grupos que no �consienten� ni activa ni pasivamente. No
obstante, consenso y coerci�n,
saber y poder no deben ser concebidos como capas exteriormente superpuestas, sino
como flujos fusionados que
circulan con distintas intensidades por el conjunto de la sociedad (Ter�n, 1983).

Aunque es preciso aclarar que si bien el positivismo sirvi� como cohesionador de


los diversos intereses de
las fuerzas sociales dominantes en la conformaci�n de los Estados Nacionales, seria
ingenuo pensar que esta
filosof�a se desarroll� de manera uniforme en todo el continente, pues las
condiciones socioecon�micas no fueron
las mismas, adem�s de que la realidad llamada imperialismo ensombrec�a el supuesto
orden y progreso que
propon�an los positivistas. Tal orden y tal progreso se convirti� solo en un
discurso demag�gico empleado por los
pol�ticos, quienes se enfrentaron con los colosos del norte a los que menos les
interesaba el progreso de las
naciones latinoamericanas, sino nada m�s el orden, para poder extraer sus riquezas
y as� la adhesi�n a la filosof�a
que aceptaba el factum como fatum, la doctrina que preponderaba s�lo la raz�n como
medio para alcanzar el pleno
desarrollo se empezaba a resquebrajar, creando caos pol�tico en todas las naciones.
A este respecto Agust�n
�lvarez en la Transformaci�n de las razas en Am�rica opinaba que la borrachera de
la raz�n pura era una de las
causas centrales del maremagnum pol�tico.
Sin embargo, los problemas que surgieron en Am�rica Latina, a finales del siglo
XIX hasta la mitad del
XX, no empa�an lo que en la pr�ctica fue positivismo latinoamericano. As� vemos
c�mo Gabino Barreda (1818-
1881) desempe�� un papel decisivo en la estructuraci�n de la ense�anza impartida
por el Estado mexicano, lo
mismo sucedi� con la Escuela Normal Argentina, fundada en Paran� por Sarmiento en
1870. En esta escuela fue
donde J. Alfredo Ferreira (1863-1935) dio impulso al aparato educativo de ese pa�s;
algo similar hizo en Uruguay
Jos� Pedro Varela (1845-1879) ; en Brasil fue todav�a m�s fuerte la influencia del
positivismo en la educaci�n,
aunque no s�lo en ella en cuanto que esta filosof�a se extend�a a todos los �rdenes
del desarrollo modernizante de
ese pa�s; los representantes que marcaron el rumbo de Brasil se pueden encontrar en
Miguel Lemos (1854-1916),
Raymundo Teixeira Mendes (1855-1927), Benjam�n Constant (1836-1891) y Luis Pereira
Barreto (1840-1923);
como ejemplo del �xito que ha tenido el positivismo en el pa�s carioca se puede
observar el lema inscrito en su
bandera, en el que se proclama la necesidad de la eterna uni�n del orden y
progreso.

La versatilidad del positivismo latinoamericano ser� utilizada por los ide�logos


del continente para
justificar hist�ricamente el desarrollo de sus pueblos y su transici�n por los tres
estados comteanos. Por ejemplo en
la Oraci�n c�vica, Barreda aplica la teor�a de Comte a la historia mexicana, lo
mismo intentar� hacer Jos�
Ingenieros (1877-1925) en Argentina, incluso en su interpretaci�n hist�rica,
describe a su pa�s como una naci�n
mesi�nica destinada a crear una hegemon�a en el Cono Sur.

Por todos los ejemplos anteriores se puede decir que el positivismo


latinoamericano ha representado un
papel fundamental en el desarrollo de los pueblos de Am�rica Latina, en donde
debido a su versatilidad se utiliz�
para cubrir objetivos pol�ticos y culturales no siempre ben�ficos para los pueblos
latinoamericanos.

Ardao, Arturo. Espiritualismo y positivismo en Uruguay, Universidad de la


Rep�blica, Montevideo, 1968.
Barreda, Gabino, �Oraci�n C�vica�, en Gabino Barreda estudios, UNAM, M�xico, 1991.
Ter�n, �scar. Am�rica
Latina, Positivismo y naci�n, Antolog�a de Am�rica Latina, (t. 3) Ed. Kat�n,
M�xico, 1983. Zea, Leopoldo. El
positivismo en M�xico, nacimiento, apogeo y decadencia, FCE, M�xico, 1978. Zea,
Leopoldo. Pensamiento
positivista latinoamericano, Biblioteca Ayacucho, Caracas, Venezuela, 1980.

(IPC)
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POSMODERNIDAD

. A pesar de su gran ambivalencia, o quiz�s por causa de ella, los conceptos


"posmoderno", "posmodernidad" y
"posmodernismo" fueron utilizados para designar las profundas transformaciones
experimentadas por las
sociedades occidentales durante la segunda mitad del siglo XX. El protagonismo
adquirido por la ciencia y la
t�cnica en todos los aspectos de la vida cotidiana, la coexistencia de una
pluralidad heterog�nea de proyectos
vitales, el desmoronamiento de la sociedad burguesa europea, la
transnacionalizaci�n de la econom�a, la
emergencia de una sociedad mundial fundada en el saber y la informaci�n, la p�rdida
de un sentido unitario de la
existencia, la conciencia de la destrucci�n ecol�gica, el empobrecimiento creciente
del llamado tercer mundo, la
amenaza nuclear durante la guerra fr�a, el naufragio del socialismo, la
massmediatizaci�n de la cultura: todos estos
factores contribuyeron a crear un clima de desconfianza frente a los ideales
civilizatorios que durante cuatro siglos
hab�an vertebrado el proyecto de la modernidad�. La fe en el progreso y la
perfectibilidad humanas, consecuencia
de las revoluciones cient�fico-t�cnica del siglo XVII, pol�tico-social del XVIII e
industrial en el XIX, empez� a
perder su credibilidad. Tal rechazo cr�tico del moderno racionalismo se expres� en
casi todas las �reas del saber
desde mediados del siglo XX: teor�a de la ciencia (T. S. Kuhn, G. Bachelard, P.
Feyerabend), sociolog�a (N.
Luhmann, Z. Bauman, J. Baudrillard), filosof�a (M. Foucault, J-F. Lyotard, J.
Derrida, R. Rorty, G. Vattimo),
cr�tica literaria (R. Barthes, P. de Man), historiograf�a (P. Veyne, H. White, M.
de Certau), antropolog�a (C. Geertz,
J. Clifford) y teor�a feminista (J. Kristeva, T. de Lauretis, J. Butler).
En regiones como Am�rica Latina, sometidas desde el siglo XIX a procesos
contradictorios de
modernizaci�n, los diagn�sticos de la posmodernidad fueron inicialmente rechazados
como �ideolog�as for�neas�
por gran parte de la intelectualidad de izquierdas durante la d�cada de los
ochenta. En el campo espec�fico de la
filosof�a, pensadores como Adolfo S�nchez V�zquez, Gabriel Vargas Lozano y Franz
Hinkelammert entendieron la
posmodernidad como un fen�meno cultural pertinente al desarrollo del �capitalismo
tard�o� en sociedades
opulentas, que nada tiene que ver con el estado actual de las sociedades
latinoamericanas. El anuncio posmoderno
de la muerte del sujeto, el fin de las utop�as y el final de la historia no seria
otra cosa que la �legitimaci�n
ideol�gica� del neoliberalismo pol�tico, en su batalla por socavar los fundamentos
�tico-racionales de la econom�a.
Por esta raz�n, algunos fil�sofos no dudaron en calificar la posmodernidad como �el
opio de los pueblos� (L.
Rozitchner), la �putrefacci�n de la historia� (G. Vald�s Guti�rrez), el �nuevo
irracionalismo� (S. P. Rouanet) o el
�desarme de las conciencias� (A. Roig), negando categ�ricamente un tipo de
diagn�stico que amenazaba los
ideales latinoamericanistas del �hombre nuevo�, la cancelaci�n del subdesarrollo y
la transici�n definitiva hacia el
socialismo. Para ellos, de lo que se trata no es de negar el potencial
emancipatorio de la modernidad, sino, como lo
afirmase Habermas, de llevar la modernidad a su �consumaci�n� econ�mica, pol�tica y
moral en Am�rica Latina
(R. Jaramillo V�lez, A. Serrano Caldera).

Pero a pesar de todos los escr�pulos filos�ficos, el concepto de posmodernidad


termin� por imponerse
como herramienta te�rica durante los a�os noventa, especialmente en el �rea de las
ciencias sociales. Ya en 1986 el
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO) hab�a organizado en Buenos
Aires un seminario que
llevaba el nombre program�tico �Identidad Latinoamericana: Modernidad y
Posmodernidad�. All� se hicieron
evidentes las ventajas heur�sticas del posmodernismo para un an�lisis de las
sociedades latinoamericanas de final
de siglo. Te�ricos afiliados a la FLACSO como Jos� Joaqu�n Brunner, Fernando
Calder�n, Norbert Lechner y
Mart�n Hopenhaym empezaron a utilizar lo que, parafraseando a Benjam�n Arditi,
podr�a denominarse �una
gram�tica posmoderna para pensar lo social�. Todos estos autores se distanciaban de
aquellos modelos de las
d�cadas anteriores (teor�as de la dependencia, CEPAL, teor�as de la modernizaci�n)
que buscaban evaluar los
procesos de modernizaci�n con base en categor�as binarias y teleol�gicas de
an�lisis (modernidad-tradici�n,
desarrollo-subdesarrollo, opresores-oprimidos, centro-periferia). El resultado es
una imagen de las sociedades
latinoamericanas en donde los diferentes planos de la vida social (econ�mico,
pol�tico, cultural, individual) no
aparecen vinculados a un esquema unitario de �desarrollo�, sino que avanzan en
m�ltiples direcciones,
obedeciendo a una gran variedad de tiempos y l�gicas, sin que ello impida su
coexistencia mutuamente
dependiente. Se romp�a de este modo con una representaci�n ilustrada del progreso
arraigada profundamente en las
elites y la intelectualidad latinoamericanas desde el siglo XIX: la idea de que la
acumulaci�n de capital, el avance
tecnol�gico y las necesidades �ticas y art�sticas de la cultura se encuentran
engarzadas en una especie de �armon�a
preestablecida�, en un orden ontol�gico que permitir�a la �s�ntesis racional� de
todos estos elementos y la
�entrada� definitiva de Am�rica Latina en el fest�n (capitalista o socialista) de
la modernidad.

Tambi�n a este contexto pertenece la gran acogida de los llamados Cultural Studies
en Am�rica Latina
desde mediados de los ochenta. Estos estudios, impulsados en Europa por te�ricos
ingleses muy cercanos a la
Nueva Izquierda de los a�os sesenta (R. Williams, R. Hoggart, E. Thompson),
desestabilizaron las fronteras que
defin�an las pertenencias de los saberes a c�nones predeterminados (sociolog�a,
antropolog�a, literatura, etc�tera) y
pusieron en duda la universalidad del m�todo cient�fico, la pureza del saber
te�rico y la divisi�n jer�rquica entre
cultura �alta� y cultura popular. Tales desplazamientos se posicionaban
cr�ticamente frente al concepto de
ideolog�a (la idea de la �falsa conciencia�) manejado por el marxismo tradicional
y, principalmente, frente a la
visi�n negativa de la cultura de masas defendida por la escuela de Frankfurt. En
Am�rica Latina se destacaron los
trabajos de N�stor Garc�a Canclini, Jes�s Mart�n-Barbero, Carlos Monsiv�is, George
Y�dice, Renato Ortiz,
Marilena Chaui, Nelly Richard, Beatriz Sarlo y Guillermo Bonfil Batalla. A pesar de
sus diferencias, casi todos
estos autores compart�an el concepto de la simbolicidad cultural de lo social, el
inter�s por una redefinici�n del
espacio p�blico en tiempos de la globalizaci�n, as� como un rechazo al sistema de
exclusiones inherente a la
�cultura superior� y los saberes human�sticos. Al igual que los estudios
subalternos y la teor�a poscolonial en los
Estados Unidos los estudios culturales buscaron religar las pr�cticas te�ricas a la
intervenci�n pol�tica en favor de
los excluidos, y funcionaron, desde este punto de vista, como un �posmodernismo de
izquierdas� en Am�rica
Latina.

La �gram�tica posmoderna� fue utilizada tambi�n con amplitud en el campo de la


critica literaria durante
los a�os noventa. Aqu� se destaca el trabajo pionero del te�rico uruguayo �ngel
Rama, quien en su libro
p�stumoLa ciudad letrada (1984) inici� una fuerte critica al papel cumplido por los
saberes human�sticos �y en
especial por la literatura� en la configuraci�n de estructuras coloniales y
neocoloniales en Am�rica Latina. En la
l�nea de pensamiento abierta por Rama trabajaron sus compatriotas Hugo Ach�gar y
Mabel Mora�a, el
puertorrique�o Julio Ramos y las venezolanas Graciela Montaldo y Beatriz Gonz�lez
Stephan. Todos ellos
compart�an la idea de que la cr�tica literaria deb�a ser necesariamente una
�critica de la sociedad�, en tanto que las
pr�cticas literarias (o letradas) han funcionado en Latinoam�rica como �tecnolog�as
de poder� vinculadas a la
configuraci�n de una sociedad disciplinaria. Es evidente aqu� la influencia del
pensamiento de Foucault, Derrida y
Spivak. En la Argentina, te�ricos(as) como Noel Jitrik, Josefina Ludmer y Carlos
Altamirano trabajaron en una
deconstrucci�n de los c�nones tradicionales de la critica literaria, e iniciaron
una relectura de autores considerados
anteriormente como �alienados� de la realidad latinoamericana, como es el caso de
Sarmiento. Tal revisi�n de los
c�nones definidos por la est�tica moderna y sus consecuencias para una nueva
definici�n de la �identidad
nacional� fue motivo de animadas pol�micas en el Brasil (S. P. Rouanet, A. C�ndido,
R. Schwarz, S. Santiago, H.
Buharque de Holanda), donde la discusi�n posmoderna desbord� con mucho el �mbito de
los recintos acad�micos.

En apoyo a esta �latinoamericanizaci�n� del debate modernidad/posmodernidad


llevada a cabo por las
ciencias sociales y la literatura durante los a�os noventa, la filosof�a reaccion�
tard�amente. Adem�s de la brasile�a
Marilena Chau�, uno de los primeros fil�sofos en saltar a la palestra fue el
argentino Roberto Follari, quien se
opuso a la tendencia, arriba se�alada, de identificar la posmodernidad con una
ideolog�a pol�tica de car�cter
�conservador�. Para Follari, la inscripci�n de Am�rica Latina en este debate no
s�lo es pertinente sino tambi�n
necesaria, pues a trav�s de ella se busca dar cuenta de la forma en que nuestros
pa�ses fueron afectados por la crisis
de la modernidad en el contexto de una sociedad mundializada. El problema no
consiste en saber si la
posmodernidad le concierne o no a los pa�ses de Am�rica Latina, sino en determinar
de qu� manera les concierne.
Por su parte, el cubano Paul Ravelo defendi� la necesidad de avanzar hacia un
�socialismo posmoderno� como
medio para renovar el proyecto marxista de la revoluci�n cubana. Su propuesta es,
en este sentido, m�s radical que
la de aquellos fil�sofos cubanos partidarios de una �humanizaci�n� del marxismo (P.
Guadarrama), o que optaban
por un socialismo latinoamericanista de corte martiano (E. Ubieta). Pues lo que
Ravelo busca es la deconstrucci�n
de unos c�digos �tico-pol�ticos anclados en el proyecto tecnocratizante de la
modernidad, cuya institucionalizaci�n
en la isla cerr� los espacios para la emergencia de lo plural y lo diferente. Se
trata, pues, de reanimar el socialismo
mediante la incorporaci�n de una serie de c�digos vitales reprimidos por la
modernidad.

En Colombia, el pensamiento de Michel Foucault tuvo gran recepci�n en el seno del


llamado �Grupo de
Bogot�, nombre con que era conocido el grupo de profesores de la Universidad Santo
Tom�s que desde los a�os
setenta se hab�a alineado con la filosof�a de la liberaci�n. Este grupo,
introductor en Colombia de las ideas
filos�ficas de Augusto Salazar Bondy, Leopoldo Zea, Rodolfo Kusch, Arturo Roig,
Enrique Dussel y Francisco
Mir� Quesada, empez� a desintegrarse paulatinamente desde mediados de los a�os
ochenta. Consecuencia de las
discusiones generadas en este proceso fue la asimilaci�n del m�todo geneal�gico de
Nietzsche y Foucault en
pensadores como Roberto Salazar Ramos, Humberto Sandoval Fern�ndez y Santiago
Castro-G�mez. Com�n a
estos autores es la idea de avanzar hacia una �genealog�a del pensamiento
latinoamericano� que muestre la
complicidad de ciertos discursos filos�ficos sobre Am�rica Latina con proyectos
socio-pol�ticos de car�cter
hegem�nico y autoritario. A pesar de sus fuertes criticas al pensamiento de Roig,
Dussel y Zea, tal genealog�a no
persegu�a el objetivo de sepultar la llamada �filosof�a latinoamericana� y,
particularmente, la filosof�a de la
liberaci�n, sino que buscaba despojarlas del lenguaje ontol�gico y fundamentalista
en el que hab�an sido
articulados sus discursos.

Reflexionando desde los Estados Unidos, dos fil�sofos(as) �hispanos� asumen


posiciones diferentes
respecto a la posmodernidad y la filosof�a de la liberaci�n. La cubana Ofelia
Schutte critica el esencialismo y el
sexismo presentes en la filosof�a de Enrique Dussel, y contempla una salida a estos
problemas en el �giro
posmoderno� de autores latinoamericanos como Nelly Richard y N�stor Garc�a
Canclini. En ellos se observa ya
una ruptura con la idea conservadora y totalizante de la �identidad
latinoamericana�, utilizada por muchos
discursos filos�ficos en el siglo XX. Schutte piensa que, liberada de sus
connotaciones esencialistas, la noci�n
martiana de �Nuestra Am�rica� podr�a continuar funcionando como una importante
representaci�n simb�lica de las
luchas por la liberaci�n y la diferencia. De otro lado, el colombiano Eduardo
Mendieta ve en la filosof�a de Dussel,
en la pedagog�a de Freire y en la teolog�a de Guti�rrez las bases para una
superaci�n latinoamericana del
eurocentrismo moderno. El concepto dusseliano de �transmodernidad� ofrece las
herramientas necesarias para
conceptualizar la liberaci�n y la utop�a en tiempos de la globalizaci�n, sin caer
ingenuamente en los metarrelatos
universalistas y transhist�ricos de la modernidad. Desde este punto de vista,
Mendieta presenta la filosof�a
latinoamericana de la liberaci�n como un proyecto desmitificador de la raz�n
occidental que complementa lo
realizado en Europa por Marx, Freud, Nietzsche, Weber, Horkheimer, Adorno y
Foucault.
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(V�ase: Poscolonialismo).
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(SCG)

POSCOLONIALISMO

. Desde el punto de vista de su recepci�n acad�mica, el t�rmino poscolonialismo fue


utilizado de tres formas
diferentes, aunque estrechamente relacionadas, durante las �ltimas dos d�cadas del
siglo XX. En su acepci�n
temporal, el poscolonialismo aparece como un per�odo hist�rico iniciado en 1947
(con la independencia de India),
una vez finalizada la Segunda Guerra Mundial, cuando se quebrantaron los
fundamentos geopol�ticos del orden
colonialista establecidos por Europa desde el siglo XVI (P. Williams, L. Chrisman).
Los procesos emancipatorios
en Asia y en �frica, la aparici�n de los nacionalismos del �Tercer Mundo" y su
inscripci�n ambigua en las zonas
de influencia definidas por la Guerra Fr�a, as� como el �xodo masivo de inmigrantes
hacia los pa�ses
industrializados, ser�an algunas de las caracter�sticas del per�odo poscolonial (F.
Jameson). En su acepci�n
discursiva, el poscolonialismo hace referencia a las literaturas producidas en los
territorios ocupados durante todo
el per�odo colonial (B. Ashcroft), o bien a las pr�cticas discursivas
contrahegem�nicas que lograron quebrantar o
desplazar los saberes utilizados por Europa para legitimar su dominio (E. Shoat, M.
L. Pratt). Finalmente, la
acepci�n epist�mica del poscolonialismo tiene que ver con las llamadas �teor�as
poscoloniales" surgidas durante
los a�os ochenta en Inglaterra y los Estados Unidos. Las pautas centrales de estas
teor�as fueron definidas por el
palestinense Edward Said, quien en su libro Orientalism (1978) inici� una
genealog�a de los saberes europeos
sobre el �otro�, mostrando los v�nculos entre ciencias humanas e imperialismo. Este
camino fue seguido
r�pidamente por acad�micos indios (G. Spivak, H. Bhabha, R. Guha), surafricanos (B.
Parry), �rabes (A. Aijaz) y
latinoamericanos (W. Mignolo).
Las teor�as poscoloniales gozaron de gran popularidad en los Estados Unidos, sobre
todo en medios
acad�micos tradicionalmente ocupados en el estudio de las llamadas �foreign
cultures": antropolog�a, etnolog�a,
historia y literatura. El acceso a las c�tedras universitarias de inmigrantes
provenientes de Am�rica Latina o de las
antiguas colonias del imperio brit�nico, as� como las discusiones de los noventa en
torno al posmodernismo, la
deconstrucci�n, los estudios culturales y la teor�a feminista, contribuyeron a la
institucionalizaci�n acad�mica del
poscolonialismo. Caracter�stica central de estas teor�as es su enfoque posbinarista
y posrom�ntico de las relaciones
coloniales. A diferencia de las narrativas anticolonialistas de los a�os sesenta,
que establec�an oposiciones binarias
entre los colonizadores y los colonizados, reservando a estos �ltimos un lugar de
�exterioridad� moral, cultural, e
incluso metaf�sica respecto a sus dominadores, los te�ricos poscoloniales entienden
el colonialismo como una
relaci�n de fuerzas en donde no caben exterioridades de ning�n tipo. Inspirados en
la genealog�a de Foucault, en el
deconstructivismo de Derrida o en el psicoan�lisis de Lacan, someten a critica el
papel de las humanidades en la
consolidaci�n del dominio colonial (R. Guha, G. Viswanathan), el nacionalismo
tercermundista (A. Aijaz), la
ret�rica imperial del marxismo (R. Young), el esencialismo de los discursos
anticolonialistas (G. Spivak), as� como
el car�cter narcisista de las representaciones europeas sobre el �otro� (H. Bhabha)
y sus implicaciones patriarcales
(A. McClintock, Ch. Mohanty).

En el �mbito de los estudios latinoamericanos, el debate poscolonial se concentr�


inicialmente en la
cuesti�n de su aplicabilidad heur�stica. La historiadora Rolena Adorno sostuvo que
el paradigma poscolonial no
puede ser utilizado para un estudio de las situaciones coloniales en Hispanoam�rica
durante los siglos XVI y XVII.
Adorn� se apoya en las tesis avanzadas por el antrop�logo Jorge Klor de Alva, para
quien las teor�as poscoloniales
son construcciones aplicables �nicamente al contexto mercantilista de las herencias
coloniales brit�nicas en los
siglos XVIII y XIX, pero jam�s a un mundo de la vida �descapitalizado�, por as�
decirlo, como era el de las
herencias coloniales espa�olas antes del ascenso de los borbones. Desde este punto
de vista, Adorno critica la
adopci�n de metodolog�as posmodernas o deconstruccionistas en el �mbito de la
historiograf�a colonial
hispanoamericana. Trasladar el modelo del �discurso colonial� a escritores como
Guam�n Poma de Ayala,
Garcilaso de la Vega o Sor Juana In�s de la Cruz es, a su juicio, una proyecci�n
inaceptable y arbitraria. De manera
similar, aunque desde otra perspectiva, el chileno Hern�n Vidal afirma que los
conceptos de discurso colonial y
poscolonial son producto de un �tecnocratismo acad�mico� que se renueva por
incitaciones de la novedad te�rica
en los centros de poder (Foucault, Derrida, Lacan, etc�tera), desconect�ndose por
completo de las �necesidades
sociales� latinoamericanas. Seg�n Vidal, el uso de conceptualizaciones posmodernas
desconoce imperialmente
aquellas metodolog�as de an�lisis firmemente asentadas por m�s de dos d�cadas en el
pensamiento
latinoamericano, que nacieron como respuesta a condiciones sociales especificas:
los conceptos de �dependencia
econ�mica� y �cr�tica de las ideolog�as�.

Una posici�n diferente fue adoptada por la historiadora Patricia Seed, quien
procur� mostrar las ventajas
hermen�uticas del posestructuralismo para un an�lisis del per�odo colonial en
Am�rica Latina. La cr�tica al
humanismo tradicional y a su h�roe, el sujeto soberano, conlleva un desplazamiento
de nociones que hab�an
funcionado durante a�os como fundamentos del an�lisis literario: la �intenci�n� del
autor, el �significado original�
del texto y la autoridad de la cultura �letrada�. Esto permite a los investigadores
abordar el problema de las formas
de recepci�n y apropiaci�n de los signos coloniales por parte de las comunidades
colonizadas, superando de este
modo la divinizaci�n de los saberes human�sticos. De lo que se trata, seg�n Seed,
es de mostrar cu�les fueron las
formas discursivas de autorrepresentaci�n de los subalternos, atendiendo a una
experiencia socio-pol�tica diferente
de aqu�lla que pretendieron los autores del texto o sus int�rpretes ortodoxos de la
cultura letrada. En esta misma
l�nea se sit�an las reflexiones de Peter Hulme, quien critica, sin embargo, la
falta de atenci�n prestada por Edward
Said y otros te�ricos poscoloniales hacia Latinoam�rica. Hulme destaca el hecho de
que fueron autores
latinoamericanos, y espec�ficamente caribe�os, los verdaderos precursores de la
teor�a poscolonial: Franz Fanon,
Aim� C�saire, Edouard Glissant, Fernando Ortiz y Roberto Fern�ndez Retamar. El
Caribe fue la �nica regi�n de
Latinoam�rica en donde hubo un exterminio completo de la poblaci�n nativa, lo cual
favoreci� el surgimiento de
narrativas anticolonialistas que no acentuaban la defensa del autoctonismo, sino
las zonas de contacto, las
identidades transversas y los espacios h�bridos. No en vano surgieron all� los
conceptos de �transculturaci�n�,
�contrapunteo� y �Calib�n�, que deslegitimaban la pureza, teleolog�a y
unidimensionalidad de las representaciones
europeas.

Particular inter�s reviste la configuraci�n en los Estados Unidos del Lat�n


American Subalternal Studies
Group� hacia comienzos de los a�os noventa. Este grupo naci� como una alternativa
te�rico-pol�tica al predominio
de los "Cultural Studies" en Am�rica Latina, y particularmente frente a la l�nea
�socialdem�crata� defendida por
N�stor Garc�a Canclini, George Y�dice y Beatriz Sarlo. Descontentos con la
vinculaci�n de los estudios culturales
a instituciones de la �high culture� (la creaci�n de la �Red Interamericana de
Estudios Culturales� financiada por
la fundaci�n Rockefeller), los miembros del grupo decidieron buscar nuevas formas
de articular una �repolitizaci�n
de la teor�a�. La inspiraci�n les vino de las teor�as poscoloniales indias, sobre
todo de aquellas sostenidas por el
grupo de. historiadores que escrib�an para �Subaltern Studies�, una publicaci�n
fundada y editada por Ranajit
Guha. De aqu� adoptaron la cr�tica a los mecanismos mediante los cuales ciertas
pr�cticas neocoloniales� fueron
implementadas al sistema legal, pol�tico y educativo de las naciones
latinoamericanas durante el siglo XIX. El
grupo, conformado inicialmente por John Beverley, Javier Sanjin�s, Patricia Seed,
Walter Mignolo, Ileana
Rodr�guez, Michael Clark, Jos� Rabasa y Mar�a Milagros L�pez, dio a conocer su
programa te�rico en un
documento titulado Founding Statement, publicado en 1993 por la revista Boundary.
John Beverley, verdadero iniciador y animador de este proyecto, concibe la
actividad del grupo como un
intento de subvertir las representaciones coloniales de �Latinoam�rica�,
reproducidas por los programas
acad�micos en las universidades norteamericanas. Influenciado por el
deconstruccionismo de Jacques Derrida y
por el psicoan�lisis de Lacan, Beverley defiende la tesis de que no existe un
�afuera-de-la-universidad�, pues por la
instituci�n universitaria pasan casi todas las luchas hegem�nicas y
contrahegem�nicas de la sociedad. Por esta
raz�n, la lucha te�rico-pol�tica por el control de los signos al interior de la
�Teaching Machine� (Spivak) adquiere
para �l un significado primordial. Tal lucha inmanente consiste en una
deconstrucci�n de la idea, muy popular en
algunos c�rculos acad�micos, de que la literatura es el discurso formador de la
identidad latinoamericana. En
concordancia con Guha, Viswanathan y otros autores indios, Beverley afirma que la
literatura fue una pr�ctica
human�stica indispensable para la formaci�n de las elites que llevaron a cabo el
proyecto neocolonialista de
�construcci�n de la naci�n� en el siglo XIX. Intelectuales humanistas como
Sarmiento, Bilbao y Mart� hablaron
desde una posici�n hegem�nica, asegurada por la autoridad de la cultura letrada,
que les permit�a articular lo que
Spivak llamase una �pol�tica de la representaci�n�. Los saberes human�sticos se
convierten as� en el espacio desde
el cual se �produce� discursivamente al subalterno, se representan sus intereses,
se le ilustra respecto al sendero
�correcto� por el que deben dirigirse sus reivindicaciones pol�ticas.

El te�rico m�s conocido del �Lat�n American Subaltern Studies Group� fue, sin
lugar a dudas, el
semi�logo argentino Walter Mignolo. A diferencia de los otros miembros del grupo, y
en concordancia con las
tesis de Jorge Klor de Alva, Mignolo piensa que el modelo indio de teorizaci�n
poscolonial no deber�a ser utilizado
para un an�lisis de situaciones coloniales en Am�rica Latina, pues corresponde a un
�locus muy espec�fico,
anclado en las herencias coloniales brit�nicas. Lo que debe preguntarse es si,
an�logamente a lo realizado por los
poscoloniales indios, tambi�n en Latinoam�rica existieron teor�as capaces de
subvertir las reglas del discurso
colonial desde las herencias coloniales ib�ricas. Mignolo est� convencido de que a
partir de 1950, una vez
quebrantado el antiguo orden colonialista europeo, surge en Am�rica Latina una
serie de teor�as que desplazan
el"locus enuntiationis" del primero hacia el tercer mundo, rompiendo de este modo
con los paradigmas
universalizantes definidos por la modernidad. Ampliando las tesis de Peter Hulme,
quien reduc�a
elposcolonialismo latinoamericano a ciertos discursos surgidos en el �rea del
Caribe, Mignolo se refiere al �giro
epistemol�gico� realizado por te�ricos como Ra�l Prebisch, Darcy Ribeiro, Leopoldo
Zea, Rodolfo Kusch,
Enrique Dussel y Gustavo Guti�rrez. Los discursos de estos autores son
poscoloniales "avant la lettre", porque
acaban con el concepto euroc�ntrico de que solamente los pa�ses del primer mundo
son capaces de producir
conocimientos. Seg�n Mignolo, la producci�n de discursos te�ricos para Am�rica
Latina, sobre Am�rica Latina y
desde Am�rica Latina, consigue ipso facto deslegitimar el proyecto colonialista de
la modernidad.

El proyecto del �Lat�n American Subaltern Studies Group� en general, y de algunos


de sus miembros en
particular, recibi� duras cr�ticas provenientes de diferentes sectores. Una de las
m�s interesantes fue articulada por
Florencia Mall�n, quien neg� categ�ricamente la operatividad pol�tica del proyecto.
A su juicio, no basta con
luchar por el control de los signos y las representaciones al interior de la
universidad, sino que es necesario
�construir la historia� (en lugar de �deconstruirla�) con los subalternos mismos,
compartir sus luchas, sus intereses,
sus necesidades. Para Mall�n, es necesario sacar el proyecto de los estudios
subalternos del textualismo derridiano
en el que se encuentra atrapado, para avanzar hacia una verdadera �microf�sica del
poder� en el sentido de
Foucault. De igual manera, Mario Cesareo denunci� la �pobreza filos�fica e
imaginativa de la textualizaci�n�
evidenciada en las tesis de John Beverley, y particularmente en su libro Against
Literature. Aqu� se reproduce,
seg�n Cesareo, �la l�gica transnacional y primermundista� de la globalizaci�n, en
donde los referentes sociales son
reemplazados por espacios de inmanencia textual administrados desde instituciones
hegem�nicas como la
universidad. Cuestionar la posibilidad de la representaci�n misma, o reducirla,
como Derrida, a un ejercicio de
violencia constitutivo al lenguaje y a la escritura, significa eliminar todo
intento de mediaci�n entre la teor�a y la
pr�ctica. Desde Am�rica Latina, la chilena Nelly Richard critic� la forma en que
las universidades norteamericanas
instrumentalizan la figura del �subalterno� para legitimar la institucionalizaci�n
de proyectos investigativos, la
movilizaci�n de recursos financieros y la creaci�n de nuevas c�tedras. Para
autorreproducirse, el sistema mismo de
categorizaciones acad�micas del �centro� necesita apelar a marginalidades,
alteridades y subalternidades que son
empacadas bajo la etiqueta de lo �poscolonial� y exportadas posteriormente hacia
Am�rica Latina.

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(SCG)

PRAGMATISMO

. Es una concepci�n filos�fica acerca de la verdad, es un m�todo de an�lisis del


significado de las proposiciones a
partir de las consecuencias pr�cticas y efectos que generan tales enunciados. �El
m�todo pragm�tico trata de
interpretar cada noci�n, trazando su respectiva consecuencia pr�ctica (James, 1975:
25).

El significado de un concepto o de una teor�a depende de las consecuencias


pr�cticas que se deriven de la
idea o de la teor�a.

El significado depende de su uso, sus consecuencias en la acci�n, de su utilidad,


sus efectos pr�cticos.
El pragmatismo es una concepci�n del mundo, una filosof�a de las masas de la vida
cotidiana. Los h�bitos,
costumbres del ciudadano medio norteamericano, est�n permeados por una concepci�n
de la verdad. La verdad
depende de su uso en la acci�n.
El pragmatismo norteamericano est� presente en toda la estructura administrativa
fordista y tayloriana que
busca la racionalidad tecnol�gica.

En una concepci�n pragm�tica, la verdad depende de su uso en la acci�n. La verdad


se fundamenta en la
experiencia, tesis del empirismo.

Lo bueno es la utilidad, tesis del utilitarismo; la utilidad como m�ximo beneficio


para el mayor n�mero.

La verdad de un concepto, teor�a, depende de su uso en la acci�n, de su utilidad;


tesis del pragmatismo.

Estas tesis constituyen los axiomas de la cultura norteamericana, y la sociedad


norteamericana es uno de los
fen�menos de la modernidad.

�El americanismo es el fen�meno de la sociedad moderna que deviene de la necesidad


de llegar a una
econom�a planificada y a la generaci�n de un nuevo tipo de trabajo conforme a una
industria fordizada y
racionalizada� (Gramsci, 1986: 282).

Las crisis peri�dicas del capitalismo generan la tendencia a la baja de la tasa de


ganancia, por lo que la
industria norteamericana se propuso intensificar la productividad para aumentarla.
Al intensificar la producci�n
mediante la administraci�n taylorista y los estudios rigurosos de espacios, tiempos
y movimientos, se consigui�
aumentar la tasa de ganancia y posibilitar una pol�tica de altos salarios que a su
vez intensificar�an el consumo,
reciclando el ciclo de producci�n y consumo.

El americanismo es el esp�ritu de la modernidad, la realizaci�n de una utop�a


tecnol�gica, tal vez la Nueva
Atl�ntida de Bacon, ciudad espacial, cl�sica y contempor�nea. �Yo he buscado la
Am�rica Sideral, la de la libertad
absoluta de los �freeways�, nunca la de lo social y de la cultura, la de la ciudad
des�rtica, de los metales y de las
superficies minerales, jam�s la Am�rica profunda de las costumbres y de las
mentalidades� (Gramsci, 1986: 281).
Expresa Baudrillard: �El sue�o americano ha sido el resultado de la producci�n
intensiva fordista-taylorista�.

La intensificaci�n de la producci�n solamente se pudo lograr con la presencia del


fordista y
taylorista.Gramsci llama a este fen�meno corporativismo industrial, empresa real,
tecnolog�a productiva.

El fordismo y el taylorismo son las tendencias contempor�neas que integran la


innovaci�n tecnol�gica y la
econom�a liberal, penetradas fuertemente por la moralidad de la eficiencia y una
�tica protestante hacia el trabajo.
El fordismo es el proceso de reiteradas tentativas, realizadas por la industria
para superar la ley tendencial de la
ca�da de la tasa de beneficios.

Forma ultramoderna de producci�n y de modo de trabajo, tal cual es ofrecida por el


tipo americano m�s
perfeccionada la industria de Henry Ford (Taylor, 1985: 19).

Los antepasados de Taylor eran cu�queros ingleses y su madre descend�a de una


familia puritana. El
taylorismo es una estructura de la acci�n social, administrativa, basada en una
�tica del trabajo, en la que subyace a
la base cierta concepci�n del bien y la prosperidad debida al trabajador y sobre
todo a la administraci�n en el
trabajo. Est� fundado en la idea de que la vida tiene una finalidad, un fin, un
objetivo. El objetivo es la prosperidad
en la productividad, en el trabajo. La felicidad se identifica con la prosperidad,
con la producci�n de objetos-
servicios, mercanc�as. A mayor productividad, mayor beneficio, aparentemente para
todos.

La segunda parte de la definici�n presupone el m�ximo beneficio tanto para el


capitalista como para los
empleados. El liberalismo cl�sico y el utilitarismo coinciden en su finalidad de
reconciliar al individuo y a la
sociedad, el bienestar colectivo, en un esquema mental, basado en la l�gica del uno
m�s uno.

El bienestar de todos y cada uno de los individuos debe posibilitar el bienestar


del conjunto. Esto es cierto,
si no hubiese una apropiaci�n excedente por parte del capitalista y una disposici�n
cotidiana de la energ�a de los
empleados.

El taylorismo gira en torno a la idea protestante de que cada hombre tiene una
vocaci�n (de vocare llamado
interior), misi�n, aquello para lo cual naci� seg�n sus aptitudes y capacidades.

La administraci�n �se�ala Taylor� no debe basarse solamente en la b�squeda de


salarios m�s elevados,
sino que significa tambi�n la formaci�n de cada hombre hasta llegar al estado de su
m�xima eficiencia. �La mayor
prosperidad no puede existir m�s que como resultado de la mayor productividad
posible de los hombres y
m�quinas del establecimiento: es decir, cuando cada hombre y cada m�quina est�n
dando el rendimiento m�s
grande posible� (Taylor, 1985: 19).

El taylorismo, as� como el protestantismo, incitan al individuo a dar de s� mismo,


entregar el m�ximo de
productividad y ganancia, lo mejor de s� al trabajo.

El capitalismo se enfrent� a una de sus crisis peri�dicas en 1929 debido a la


declinaci�n de la tasa de
ganancia, por lo que era necesario aumentar la productividad para conservar el
nivel de la tasa de beneficio. Se
entr� as� a la productividad intensiva fordista-taylorista, donde una mayor
productividad posibilitaba una pol�tica
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de altos salarios para conservar e incrementar los niveles de consumo de la clase
empleada y garantizar la
reproducci�n del capital.

Dewey, John. Democracy and Education: An Introduction to the Philosophy of


Education, Macmillan Co.,
New York, 1942; The development of American Pragmatism, University of Chicago,
Chicago, 1916; La Ciencia y
la Educaci�n, Losada, Buenos Aires, 1941. James, Williams. Collected Essays and
Reviews, Longman Green
&,Co., New York, 1990; Pragmatismo, Aguilar, Buenos Aires, 1975; El Significado de
la Verdad, Aguilar, Buenos
Aires, 1974. Merkle, Judith. Management and Ideology: The Legacy of the
International Management
Movement,University of California Press, 1980. Sanders Peirce, Charles Santiago.
Collected Papers, Edit. By
Charles Hartshorne and Paul Weiss, Cambridge, Mas. & Harvard University Pres;
Lecciones sobre
Pragmatismo, Aguilar, Buenos Aires, 1971; Mi Alegato en Favor del Pragmatismo,
Aguilar, Buenos Aires, 1971.
Taylor, Frederick.Principios de la Administraci�n Cient�fica, Editorial Herrero,
Hnos., Madrid, 1985.

(V�ase: Liberalismo).

(EMO)
PRAXIS
.

. (Del griego praksis) significa acci�n, producci�n sensitiva y material a


diferencia de lo espiritual, pensativo e
ideal.

De ah� surge la distinci�n hist�rico-ontol�gica entre la teor�a y la praxis. La


acci�n pr�ctica es aquella que
pretende llevar a cabo algo, �pero una acci�n que tiene su fin en s� misma y que no
crea o produce un objeto ajeno
al agente o a su actividad� (S�nchez V�zquez, 1980: 20). Para Arist�teles, una
acci�n moral por ejemplo, debido a
que no genera nada fuera de s� misma, tambi�n es considerada como praxis. Dentro de
la tradici�n filos�fica griega
la categor�a de la praxis encuentra en la obra aristot�lica su m�xima expresi�n.
Ubicada entre las partes te�rica
ypoi�tica en su sistema filos�fico, la categor�a de la praxis para Arist�teles
representa una s�ntesis de las acciones
�ticas, econ�micas y pol�ticas. En el �mbito de la filosof�a latinoamericana el
t�rmino praxis empieza a difundirse
hacia finales de siglo XIX con la apariencia de la corriente marxista introducida
por emigrantes europeos. As�,
desde un principio la praxis en Latinoam�rica ha sido elaborada como fundamento
para una particular
interpretaci�n de la realidad latinoamericana, cuya aspiraci�n consist�a en
profundas transformaciones de las
sociedades latinoamericanas. En esta situaci�n, la filosof�a latinoamericana hab�a
encontrado en la praxis la forma
id�nea para desarrollar las diversas modalidades del autoan�lisis, del
autoconocimiento y de la autocomprensi�n de
las sociedades latinoamericanas.

Bajo una influencia notable del marxismo occidental (Gramsci principalmente)


algunos autores
latinoamericanos vieron en la praxis la posibilidad de hacer una s�ntesis
dial�ctica entre lo universal y lo particular,
lo internacional y lo latinoamericano. Problemas de la originalidad, autenticidad e
identidad en la filosof�a
latinoamericana han sido elaborados a trav�s de una perspectiva filos�fica
estimulada por la praxis. En un per�odo
llamado �revolucionario�, aproximadamente entre 1921-1935 (L�wy, 1992: 71), autores
como Luis Emilio
Recabarren, Julio Antonio Mella, Jos� Carlos Mari�tegui intentaron una aplicaci�n
creadora del marxismo a la
realidad latinoamericana con el fin de superar (Aufhebung) las tendencias generadas
por el dilema entre el
particularismo vuelto hip�tesis y el dogmatismo universalista, la unidad dial�ctica
entre lo especifico y lo universal
en un planteamiento concreto y riguroso. La urgencia de una t�ctica pol�tica capaz
de expresar las necesidades de
las masas oprimidas, sintonizar con diversos proyectos que reclamaban profundos
cambios sociales ha hecho que
estos autores a veces caigan en un �reduccionismo positivista�, acusados de ser
�ortodoxos�, �idealistas� o
�rom�nticos�. Sin embargo, el di�logo espont�neo e improvisador que llegaron a
tener con las �voces oficiales� del
marxismo de la Tercera Internacional, marxismo sovi�tico o la versi�n estalinista
del mismo nunca afect� sus
elaboraciones creativas caracterizadas por la fusi�n entre la herencia cultural
europea m�s avanzada y las
tradiciones milenarias de las comunidades prehisp�nicas. Guiados por la praxis,
desconociendo en ese aspecto la
obra clave de Marx, Manuscritos econ�mico-filos�ficos de 1844, en su intento por
asimilar, en un marco te�rico
marxista, la experiencia social de las masas oprimidas. En las �pocas m�s recientes
la praxis ha sido utilizada por
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diferentes variantes de la filosof�a latinoamericana de la liberaci�n. En la
versi�n llamada �problematizadora� de
esta filosof�a el principal problema del quehacer filos�fico en Am�rica Latina no
radica en la originalidad o en las
b�squedas fr�volas por la identidad y autenticidad latinoamericanas, sino implica
la redefinici�n del concepto
mismo de �filosof�a� y el esfuerzo de fundar un nuevo filosofar. La propuesta m�s
bien planteaba la �necesidad de
hacerse cargo de las urgencias reales que genera la praxis sociohist�rico-pol�tica
latinoamericana� (Cerutti, 1983:
211). Por otro lado, el an�lisis m�s complejo y profundo de la praxis ha sido
elaborado en la ya cl�sica Filosof�a de
la praxis de Adolfo S�nchez V�zquez. Desde la perspectiva de hoy, la praxis junto
con la utop�a y la democracia
representa una uni�n movilizadora que act�a en favor de las transformaciones
estructurales en las sociedades
latinoamericanas.

Aric�, Jos�. Marx y Am�rica Latina, Alianza Editorial Mexicana, M�xico, 1982.
Cerutti Guldberg,
Horacio.Filosof�a de la liberaci�n latinoamericana, FCE, M�xico, 1983. L�wy,
Michael. El marxismo en Am�rica
Latina,Ediciones Era, M�xico, 1982. Mari�tegui, Jos� Carlos. Siete ensayos de
interpretaci�n de la realidad
peruana,Ediciones Solidaridad, M�xico, 1969. S�nchez V., Adolfo. Filosof�a de la
praxis, Grijalbo, M�xico, 1980.

(V�ase: Praxis hist�rica).

(DMN)
PRAXIS HIST�RICA

. Al proponer el objeto de su filosof�a, Ignacio Ellacur�a habla de realidad


hist�rica y no simplemente de historia,
pues la realidad hist�rica abarca las dem�s formas de realidad sobre la que est�
subentendida (realidad material y
biol�gica, realidad personal y social). En la realidad hist�rica se nos da no s�lo
la m�s alta forma de realidad, sino
tambi�n el campo abierto de las m�ximas posibilidades de lo real.

La obra Filosof�a de la realidad hist�rica de Ellacur�a es un an�lisis de la


presencia en la historia de las
dem�s formas de realidad y de los dem�s dinamismos. A partir de aqu�, una posible
filosof�a de la liberaci�n
consistir�a ante todo en una reflexi�n sobre la praxis hist�rica, porque es
justamente en la historia donde se
actualizan las m�ximas posibilidades de lo real, en concreto la posibilidad de una
progresiva liberaci�n integral de
la humanidad.

Este riguroso an�lisis de las distintas estructuras y dinamismos que componen la


realidad hist�rica (desde
la materia hasta la sociedad humana) es en realidad un estudio de las estructuras
trascendentales de toda posible
actividad liberadora. Es la v�a de acceso hacia la configuraci�n de los elementos
de una filosof�a de la liberaci�n.

Ellacur�a culmina esta reflexi�n pregunt�ndose por lo espec�fico del dinamismo


hist�rico, esto es, por
elcar�cter formal de la historia y concluye que la llamada realidad hist�rica
integralmente considerada tiene
uncar�cter de praxis.

Por praxis entiende aqu� Ellacur�a no un tipo de actividad humana contrapuesta a


otras (por ejemplo la
teor�a o como quer�a Arist�teles la p�iesis), sino otra cosa m�s integral, es
decir, como �la totalidad del proceso
social en cuanto transformador de la realidad tanto natural como hist�rica�. Es por
este car�cter transformador que
la praxis es el �mbito donde m�s claramente se expresa la imbricaci�n entre hombre
y mundo, pues en ella las
relaciones �no son siempre unidireccionales� tanto que es preferible hablar de
�respectividad codeterminante�.

Una vez alcanzado un concepto tan abarcador de la praxis hist�rica queda expuesto
que la teor�a en cuanto
momento de esa praxis o, m�s radicalmente, la inteligencia humana misma, queda
afectada por la historicidad. As�,
el viejo problema del conocimiento queda planteado desde el punto de vista de su
historicidad. Para ello se necesita
�una interpretaci�n de la inteligencia como inteligencia hist�rica�.

La inteligencia hist�rica es, por lo pronto, una inteligencia situada, es decir,


una inteligencia que sabe no
poder llegar al fondo de s� misma m�s que situadamente y pretendiendo entrar al
fondo de la situaci�n tomada en
su totalidad. Dicho en otros t�rminos, �la realidad es hist�rica y s�lo un logos de
la historia, un logos hist�rico
puede dar raz�n de la realidad. Un logos puramente natural nunca dar�a raz�n
adecuada de una realidad que es m�s
que naturaleza�. En este punto de la argumentaci�n aparece con m�s claridad el
problema de la historizaci�n de la
inteligencia, el car�cter social e hist�rico de la inteligencia.

El tema de la funci�n liberadora de la filosof�a tiene sustancia metaf�sica y no


se reduce a ser una mera
introducci�n animadora al filosofar.

La realidad hist�rica entera forma un todo desplegado en el tiempo, cuya


complejidad permite hablar a
veces de objetivaciones del esp�ritu y otras veces de espiritualizaci�n de lo
objetivo, de naturalizaci�n de la historia
o de la historizaci�n de la naturaleza, etc�tera, seg�n las categor�as que se
quieran usar para unificar mentalmente
la compleja unidad de la realidad. En el concepto �ltimo de la filosof�a han de
entrar todas las diferencias
cualitativas de un modo articulado y estructural como aparece la propia realidad
hist�rica. La realidad hist�rica
seria la realidad radical, desde un punto de vista intramundano, en la cual radican
todas las dem�s realidades,
aunque �stas, sin absolutizarse por completo, pueden cobrar un car�cter de
relativamente absolutas.

La realidad hist�rica es una e intr�nsecamente din�mica. El dinamismo entero de la


realidad hist�rica es lo
que ha de entenderse como praxis Esta praxis es una totalidad activa inmanente
porque su hacer y su resultado
quedan dentro de la misma totalidad una en proceso, a la cual va configurando y
dirigiendo en un proceso.
Lapraxis, as� entendida, tiene m�ltiples formas, tanto por la parte del todo, que
en cada caso es su sujeto m�s
propio, como por el modo de acci�n y el resultado que propicia. Pero, en
definitiva, la actividad de la realidad
hist�rica es la praxis, entendida como totalidad din�mica.

A la praxis como un todo y a muchos de los momentos de la misma acompa�a un


momento te�rico. La
teor�a no es lo contrapuesto a la praxis, sino que es uno de los momentos de ella,
aquel momento inicialmente tiene
que ver con la conciencia de la praxis. No todo momento de la praxis es consciente,
ni todo momento de
la praxistiene el mismo grado de conciencia. Cuando ese grado de conciencia se
separa reflejamente de la praxis y
se constituye en discernir de ella, se puede empezar a hablar de teor�a, la cual se
puede ir constituyendo en
momentos relativamente auton�micos, m�s all� del ser reflejo acompa�ante de una
praxis No hay, pues, algo as�
como unapraxis te�rica, sino que hay distintos momentos te�ricos de la praxis, que
los engloba y les da sentido; en
cuanto son momentos de esa praxis total sobre la cual inciden y en cuanto pueden
autonomizarse, manteni�ndose
activos y eficientes, puede hablarse derivadamente de una praxis te�rica. Este
t�rmino, en efecto, supera la
contraposici�n usual de teor�a y praxis, lo cual es correcto; pero, por otro lado,
ampl�a demasiado el �mbito de
la praxis, cayendo en el peligro de confundir praxis formal con el momento te�rico
que pueda tener la praxis como
conjunto y algunas formas de praxis en concreto.
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Ellacur�a, Ignacio. �Universidad y pol�tica�, en ECA, n�m. 383, San Salvador, 1980,
pp. 807-824. Ellacur�a,
Ignacio. �Zubiri, fil�sofo teologal�, en Vida Nueva, Madrid, 1980, n�m. 1249, p.
45. Ellacur�a, Ignacio. �El
testamento de Sartre�, en ECA, n�ms. 387-388, San Salvador, 1981, pp. 43-50.
Ellacur�a, Ignacio. �El objeto de la
filosof�a�, en ECA, n�ms. 396-397, San Salvador 1981, pp. 963-980. Ellacur�a,
Ignacio. �La nueva obra de Zubiri:
Inteligencia sentiente�, en Raz�n y fe, Madrid, 1981, n�m. 995, pp. 126-139,
reproducido en Xavier Zubiri, siete
ensayos de antropolog�a filos�fica, Universidad de Santo Tom�s, Bogot�, 1982.
Ellacur�a, Ignacio. �Universidad
derechos humanos y mayor�as populares�, en ECA, n�m. 406, San Salvador, 1982, pp.
791-800. Ellacur�a, Ignacio.
�La desmitificaci�n del marxismo�, en ZCA, n�ms. 421-422, San Salvador, 1983, pp.
921-930. Ellacur�a, Ignacio.
�Aproximaci�n a la obra filos�fica de Xavier Zubiri�, en Zubiri 1889-1983, I.
Tellechea Id�goras, Vitoria, (ed.)
1984, pp. 37-66. Ellacur�a, Ignacio. �Funci�n liberadora de la filosof�a�, en ECA,
1985, n�ms. 435-436, San
Salvador, pp. 45-64. Ellacur�a, Ignacio. �La superaci�n del reduccionismo idealista
en Zubiri�, en ECA, n�m. 477,
San Salvador, 1988, pp. 633-650. Ellacur�a, Ignacio. Filosof�a de la realidad
hist�rica, UCA editores, San
Salvador, 1990, 606 pp. Ellacur�a, Ignacio. �El desaf�o de las mayor�as pobres�, en
ECA, 1990, n�m. 436, pp.
1075-1080.

(V�ase: Praxis, Resistencia).


PROBLEMATIZACI�N.

.
El t�rmino hace referencia a la acci�n del filosofar aplicada al ser propio del
habitante de Latinoam�rica, a su
realidad y a su filosof�a en interrelaci�n con el contexto hist�rico y cultural que
la produce. Tambi�n a la
articulaci�n entre el enfoque sistem�tico y el hist�rico en el tratamiento de una
cuesti�n.

La filosof�a latinoamericana ha ejercido la raz�n a lo largo de su historia


principalmente, respecto al ser que
la produce, sobre las condiciones reales que la hacen posible y respecto a la
calidad de filosof�a en el discurso con
que se expresa. En ese sentido, se�ala Leopoldo Zea que en la historia de la
filosof�a no ha habido cultura o
filosof�a que se haya cuestionado a s� misma; al hacer filosof�a no se cuestionaban
si hac�an o no filosof�a, pura y
simplemente filosofaban; s�lo la filosof�a que se hace en esta parte de Am�rica se
plantea semejante problema.
Pero al problematizar de tal manera, se pone en entredicho la calidad de hombre de
los latinoamericanos y la
pertinencia de los problemas de su realidad para el campo filos�fico: �Dec�amos que
ninguno de los fil�sofos, cuyo
reflexionar ha quedado expresado en la historia de la filosof�a, se hab�a planteado
antes tal problema (...) part�an de
un hecho indiscutible: el de que estaban pensando�. Adolfo Carpio considera que en
�(...) la problematizaci�n y en
la pregunta hay siempre una cierta l�gica y un cierto sentido de la realidad.�
Deslindar los sentidos de un
problematizar negador y obstaculizador de nuestro ser y expresi�n es la l�gica y el
sentido que la filosof�a
latinoamericana desea cancelar.

La raz�n de ello estriba en la condici�n de dominaci�n y conquista con la cual


fuimos integrados a la
historia universal, que desde 1492 hasta nuestros d�as han mantenido las naciones
hegem�nicas en lo econ�mico,
pol�tico, cient�fico-tecnol�gico y en algunas formas ideol�gico-culturales al
llamado Tercer Mundo: Asia, �frica y
Latinoam�rica.

Ante la negaci�n sistem�tica de nuestro ser y autenticidad de nuestra cultura �en


donde entra la filosof�a�,
es razonable que en las primeras expresiones de nuestra conciencia comenzaran
problematizando, con la puesta en
duda, para de ah� arribar a la afirmaci�n de nuestra identidad y si filosofar sobre
los problemas que nos plantea la
realidad latinoamericana daba como frutos tener o no filosof�a. Ya desde los
manuscritos de Fray Bernardino de
Sahag�n, que al calce manifiesta, ante los conocimientos y los principios de la
cultura n�huatl, si se trataba de
sabios o fil�sofos; pasando por la pol�mica entre Las Casas y Sep�lveda sobre la
humanidad de los ind�genas; de
Sim�n Bol�var preguntando por nuestra identidad en los inicios de la �poca
independentista latinoamericana; del
planteamiento por una filosof�a propia en el argentino Juan Bautista Alberdi; hasta
las �ltimas manifestaciones
acad�micas de los an�lisis sobre nuestro ser y las condiciones de posibilidad de la
cultura y la filosof�a
latinoamericana como se pueden encontrar en Salazar Bondy y el propio Leopoldo Zea;
la filosof�a
latinoamericana ha estado abocada al permanente problematizar, el comprometido
ejercicio de la raz�n, con el
�nimo de revalorar la historia, el ser y sentido de Latinoam�rica.

La problematizaci�n filos�fica latinoamericana as�, ha revolucionado los modos


mismos de filosofar al
cuestionarse tan radicalmente sobre s� misma, lo cual tambi�n ha llevado al
enfrentamiento con los modos de este
quehacer que han difundido las filosof�as hegem�nicas, ya que las cuestiona de ra�z
y en la base de sus
fundamentos que se pretenden �universales�, en detrimento de otras formas de hacer
filosof�a.

En nuestra historia filos�fica se pueden encontrar tendencias de este ejercicio


problematizador del filosofar
latinoamericano que, con sus diferentes matices, signan y comprueban el esfuerzo
intelectual que se viene
desarrollando en nuestro suelo, as� como las variantes que ha adoptado.

Una primera tendencia importa la cultura y la filosof�a de la madre patria (sea


espa�ola, holandesa o
portuguesa), desde la colonia hasta bien entrado el siglo XIX; sin menoscabo, como
lo demuestran los estudios de
historia de las ideas en cada pa�s, de hombres de letras y ciencias que se
adelantaron a su �poca y no imitaron o no
s�lo importaron, sino que tambi�n filosofaron y crearon cultura, valga para el caso
de M�xico las figuras de Don
Carlos Sig�enza y G�ngora y Sor Juana In�s de la Cruz. La segunda tendencia se
propone adaptar las ideas y
cultura europeas a las necesidades y exigencias latinoamericanas; adaptaci�n que
toma en cuenta la idiosincrasia de
nuestros pueblos y sus problemas, as� como lo aplica el mexicano Gabino Barreda en
su Oraci�n C�vica. La tercera
tendencia se orienta hacia la posibilidad y la urgente necesidad de un pensar
propio, arraigado en la realidad que
nos es nuestra, en la cual vivimos y padecemos; distinta por su naturaleza de
contenido a la que expresan las
filosof�as e ideas extranjeras. En esta �ltima tendencia se muestra claramente la
conciencia de nuestro ser hombre
entre los hombres, cultura y naci�n igual a otras y por lo mismo universales.

Por eso es que desde 1959, en el IV Congreso Interamericano de Filosof�a realizado


en Buenos Aires, se
decidi� nunca m�s plantear o discutir si lo nuestro es filosof�a o no; lo es y con
ella, la pertinencia del tratamiento
de nuestros problemas, de su forma de problematizar y el af�n de libertad que en
todos sentidos expresa.

En un sentido preciso ha usado Horacio Cerutti este t�rmino, haciendo referencia a


la articulaci�n del
enfoque hist�rico y del enfoque sistem�tico en el estudio de cualquier cuesti�n
filos�fica.

Cerutti Guldberg, Horacio. Filosof�a de la Liberaci�n Latinoamericana. M�xico,


FCE, 2� ed., 1992. Carpio,
Adolfo. El sentido de la historia de la filosof�a. Buenos Aires, Eudeba, 1977. Y en
Zea, Leopoldo (comp.). Ideas
en torno de Latinoam�rica, M�xico, UNAM-UDUAL, 1986, 2 vol., todos los siguientes:
Bol�var, Sim�n, �Carta de
Jamaica�; Alberdi, Juan Bautista. �Ideas para un curso de filosof�a contempor�nea�;
Salazar Bondy, Augusto.
�Sentido y problema del pensamiento filos�fico hispanoamericano�; Caso, Antonio.
�M�xico y sus problemas�;
Barreda, Gabino. �Oraci�n c�vica�; Soler, Ricaurte. �La naci�n latinoamericana:
proyecto y problema�; Mayz
Vallenilla, Ernesto. �El problema de Am�rica�. Vid. Salazar Bondy, Augusto. �Existe
una filosof�a en nuestra
Am�rica?, M�xico, Siglo XXI, 1975. Zea, Leopoldo. La Filosof�a americana como
filosof�a sin m�s, M�xico, Siglo
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C:\Users\Alex G%C3%B3mez\Desktop\retorno.gif
XXI, 1975; Filosof�a Latinoamericana, M�xico, Trillas, 1988; Filosofar a la altura
del Hombre, M�xico, UNAM,
Cuaderno de Cuadernos, n�m. 4, 1993.

(VMR)

PROGRESO

. Del lat�n progressus, desarrollo de un ser o de una actividad. Desarrollo de la


civilizaci�n. Jos� Ma. Luis Mora,
liberal mexicano (1794-1850) al tratar en su Revista pol�tica de las diversas
administraciones que la Rep�blica
Mexicana ha tenido hasta 1837�, se refiere a la lucha entre lo que �l llamaba el
�progreso� y el �retroceso�.

En el �Programa de los principios pol�ticos que en M�xico ha profesado el partido


del progreso [fundado
por el propio Mora] y de la manera con que una secci�n de este partido pretendi�
hacerlos valer en la
Administraci�n de 1833 a 1834� expone lo que, seg�n su criterio pol�tico y su
ideolog�a, deb�a entenderse por
progreso:

1�. Libertad absoluta de opiniones y supresi�n de las leyes represivas de la


prensa; 2�. Abolici�n de los privilegios
del Clero y de la Milicia; 3�. Supresi�n de las instituciones mon�sticas y de todas
las leyes que atribuyen al Clero el
conocimiento de negocios civiles, como el contrato del matrimonio, etc.; 4�.
Reconocimiento, clasificaci�n y
consolidaci�n de la deuda p�blica, designaci�n de fondos para pagar desde luego su
renta y de hipotecas para
amortizarla m�s adelante; 5�. Medidas para hacer cesar y reparar la bancarrota de
la propiedad territorial, para
aumentar el n�mero de propietarios territoriales, fomentar la circulaci�n de este
ramo de la riqueza p�blica, y
facilitar medios de subsistir y adelantar a las clases indigentes, sin ofender ni
tocar en nada el derecho de los
particulares; 6�. Mejora del estado moral de las clases populares, por la
destrucci�n del monopolio del Clero en la
educaci�n p�blica, por la difusi�n de los medios de aprender...; 7�. Abolici�n de
la pena capital para todos los
delitos pol�ticos y aquellos que no tuvieran el car�cter de un asesinato de hecho
pensado; 8�. Garant�a de la
integridad del territorio por la creaci�n de colonias que tuvieran por base el
idioma, usos y costumbres mexicanas.
Estos principios son los que constituyen en M�xico el s�mbolo pol�tico de todos los
hombres que profesan el
progreso, ardientes o moderados; s�lo resta que hacer patente contra los hombres
del retroceso la necesidad de
adoptarlos; y contra los moderados, la de hacerlo por medidas prontas y en�rgicas,
como se practic� en
1833 (Obras Sueltas, p. 53).

A finales del siglo XIX el fil�sofo y pol�tico positivista mexicano, Justo Sierra,
pasaba a referirse al
�progreso� en varios de sus discursos. Seg�n su opini�n un fil�sofo franc�s �(...)
hab�a encontrado la f�rmula m�s
bella de la verdad. El hombre se llamaba Condorcet; la f�rmula: el progreso�.
Pasando a referirse a la circunstancia
mexicana, Sierra afirmaba que la Escuela Nacional Preparatoria significaba �una
afirmaci�n en medio de la duda
de todos�; estableciendo una relaci�n entre el �progreso� y el orden, concluye,
dirigi�ndose a los alumnos
preparatorianos: �vosotros como el fil�sofo girondino (Condorcet) habl�is de las
incontrastables leyes del orden y
del progreso. Grande y sencillo es nuestro secreto: la ciencia� (Sierra, 1977-V:
19). De acuerdo con sus palabras el
�progreso� consist�a en el desarrollo cient�fico.

Al interior de la idea de �progreso� Sierra nos habla de un �progreso� de tipo


intelectual que se da en la
�din�mica social� (influencia spenceriana), advirtiendo que el �progreso�, el
adelanto cient�fico, �es el producto de
una gradual y refinada selecci�n, es la obra de un peque�o grupo de cient�ficos que
tienden a organizarse, a vivir�.
Advierte que en M�xico el �progreso� intelectual �no ha marchado el comp�s del
progreso material�. (Intervenci�n
en la C�mara de Diputados el 24 de mayo de 1881. Publicado en el �Diario de los
debates de la C�mara de
Diputados� en 1881) (Sierra, 1977-V: 55).

Sierra establece la relaci�n entre el �progreso intelectual� y el �progreso


moral�. Se pregunta:

�De qu� nos sirve el progreso intelectual sin el progreso moral?, �de que nos
sirven nuestros portentos de
mec�nica, sino hab�is aumentado en el c�liz de la vida humana ni una sola gota de
concordia y de justicia? (...)
Para m� la cuesti�n es premiosa y terrible; s� bien que la ciencia no ha prometido
la felicidad, sino la verdad; pero
eso es retirar el problema, no resolverlo, y por eso bendigo a la ciencia cada vez
que la veo como en el curso de los
trabajos que hoy se clausuran, inclinarse ante la miseria y la desgracia social, y
buscar el remedio; ese es su aspecto
divino y consolador (Sierra, 1977-V: 197).

Al referirse al �progreso� material afirma que �ste es base del econ�mico y ellos,
seg�n Sierra, conducir�an
a M�xico a alcanzar el progreso social.

Pasa a referirse a lo que el llama �la pasi�n por el progreso�. �Esa es una pasi�n
reflexiva, pero
dominadora; es la de los hombres en la plenitud de sus facultades, es la vuestra:
la pasi�n de remover en las
sociedades los obst�culos a todo desenvolvimiento sano, la pasi�n del progreso�
(Sierra, 1977-V: 355).

El fil�sofo mexicano Antonio Caso (1883-1946) define el �progreso� como �esfuerzo


por la perfecci�n�.
Distinguiendo la actividad humana f�sica, la intelectual, la est�tica y la moral
pasa a analizar si en estos cuatro
�rdenes se ha dado el progreso. Seg�n Caso el progreso f�sico no existe: �Nuestros
sentidos, nuestro vigor
muscular, nuestro ego f�sico y biol�gico es inferior a la recia individualidad de
los primitivos� (Caso, 1985-X: 13).

El progreso en el orden intelectual puede ser filos�fico, cient�fico y pr�ctico.


Afirma que el �progreso�
cient�fico y el industrial son indudables. En relaci�n con el �progreso� filos�fico
se muestra �reticente�, �(...)
mucho m�s dif�cil de resoluci�n es el punto de averiguar si existe realmente el
progreso filos�fico; y es porque la
Filosof�a, a diferencia de las ciencias, no tiene por objeto lo general, ...lo
gen�rico, la uniformidad; sino lo
universal concreto, que s�lo se puede investigar por intuici�n� (Caso, 1985-X: 15).
Los discursos filos�ficos son
heterog�neos. A trav�s del tiempo se renuevan, vuelven a influir ciertas posiciones
y teor�as. ��Qu� prueba esta
heterogeneidad indiscutible; sobre todo, esta resurrecci�n revolucionaria, esto de
innovar recordando el pasado,
sino que el progreso filos�fico no puede afirmarse?� (Caso, 1985-X: 16).

Del mismo modo afirma que �Por la �ndole... de la intuici�n est�tica... no es


posible el progreso en el arte�.
El arte no puede ser progresivo, la raz�n de ello se encuentra �en la esencia
propia de la actividad est�tica� (Caso,
1985-X: 17).

En cuanto el �progreso� moral, Caso se inclina a la idea de que �no parece


realizarse a medida que se
desarrolla la humanidad (...) la parte propiamente moral var�a, no mejora. Hoy es
tan malo el hombre como lo fue
siempre�. Concluye con una cr�tica a la �fe moderna en el progreso� que llega,
seg�n su opini�n, a convertirse en
el �prejuicio del progreso� (Caso, 1985-X: 13 y 55).
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Caso, Antonio. Obras Completas, vol. X, pr�l. Margarita Vera Cuspinera, comp. Rosa
Krauze de
Kolteniuk, M�xico, UNAM, 1985, Coordinaci�n de Humanidades, Nueva Biblioteca
Mexicana, 22. Mora, Jos�
Ma. Luis. Obras sueltas, 2 ed. M�xico, Porr�a, 1963; Obras Completas. Investigaci�n
y notas Lillian Brise�o S.,
Laura Solares R., Laura Su�rez de la Torre. Pr�l. Eugenia Meyer, M�xico, SEP. 1986,
Instituto de Investigaciones
Dr. Jos� Ma. Luis Mora. Sierra, Justo. Obras Completas, vol. V, edici�n preparada
por Manuel Mestre Ghigliazza,
revisi�n Agust�n Y��ez, Coordinaci�n de Humanidades UNAM, Nueva Biblioteca
Mexicana. M�xico, 1977.

(V�ase: Liberalismo, Utilidad).

(CRG)

PROVIDENCIALISMO

. El providencialismo tiene su fundamento en la presentaci�n del suceder hist�rico


como un proceso lineal desde
un origen a una meta, normalmente situada en tiempo futuro; idea que procede de la
Biblia y que tiene un fuerte
contenido teol�gico. De ah� fue tomada por el Cristianismo que, a partir de Agust�n
de Hipona, la desarroll� en
forma de providencialismo hist�rico�: el hombre, desde una situaci�n de profunda
miseria, a causa del pecado que
le da�� en su naturaleza, avanza, guiado y custodiado por Dios hacia el Reino de
Dios, que ni siquiera es de este
mundo, seg�n la fe cristiana (en otras palabras, es la historia de la salvaci�n).
En este proceso hist�rico, la l�nea de marcha constituye un progreso, desde el
estado de necesidad al de
libertad, aunque no de una manera inexorable; es posible avanzar pero es posible
tambi�n retroceder, seg�n la
respuesta a la gracia del albedr�o humano. El Positivismo y el Marxismo aceptaron
este esquema pero suprimiendo
a Dios del mismo e incidiendo, en consecuencia, en una visi�n menos contingente;
as� se puede afirmar que la idea
de �la providencia� es un concepto de la tradici�n filos�fica y teol�gica que ha
sido utilizado para interpretar el
acontecer humano en la historia. La idea de providencialismo interpreta los
momentos de la naturaleza y de la
historia y las acciones del propio hombre sustra�das a la planificaci�n,
disposici�n, y en parte tambi�n al
conocimiento, como producto de una raz�n sobrenatural. Originariamente deducida del
orden finalista del
macrocosmos, y sobre todo de los organismos vivos, la idea de providencia designa
el poder creador trascendente,
omnipotente y omnisciente (la providentia de la teolog�a cristiana). As�, el
acontecer hist�rico no es el resultado del
ciclo de repetici�n ni de los prop�sitos del hombre; tampoco obedece a un azar.
Dios dirige y aprovecha la
voluntad humana para llevar a cabo el plan que se ha propuesto. En cierto sentido
el hombre es el fin de la historia,
ya que todos los sucesos van encaminados a permitirle alcanzar la salvaci�n,
objetivo del progreso. Pero en cierto
sentido tambi�n es apenas un medio del que Dios se vale. Lo que sucede nunca
responde exactamente a una
deliberada voluntad humana. En raz�n de su participaci�n en el plan divino, el
mundo, es decir, la naturaleza en
permanencia y devenir, as� como la historia y los actos humanos encuentran una
unidad de sentido que es incapaz
de quebrar siguiera la libertad humana. El problema fundamental de la idea de
providencia es el de conciliar la
posibilidad de la libertad humana con la creencia en la realidad de una instancia
que conserva, dirige y prev� todo.
La idea de providencia reaparece de forma radicalizada, por referida al individuo,
en la doctrina de la
predestinaci�n: la salvaci�n o condenaci�n de cada persona est� prevista en el plan
salvador de Dios (Cfr. Rom
8,29; 9-11; Ef. 1), y sin embargo se debe igualmente a la libertad humana. Dios
mueve e inclina inmediatamente la
voluntad humana sin por ello anular la libertad. Como afirma Elsa Frost,

toda la historia transcurrida antes del nacimiento de Cristo, sea la jud�a o la


gentil, es vista como una praeparatio
evangelica, en tanto que toda la historia posterior � lo ocurrido despu�s de la
muerte redentora de Cristo � es el
intervalo decisivo, el tiempo de la prueba, el momento de la separaci�n entre el
trigo y la ciza�a, el tiempo de lucha
entre la inclinaci�n al pecado y la misericordia divina que s�lo terminar� con el
triunfo final de la fe. Los ex�getas
no negaron jam�s que el tiempo no se hubiera consumado, hacerlo hubiera sido negar
su fe, sino que reconocieron
que no hab�a terminado y que hab�a razones para ello. As�, San Agust�n afirm� que
vivimos ya en la plenitud de los
tiempos, en la �ltima edad a la que pondr�a fin la parusia del Se�or. La historia
tiene en consecuencia un sentido:
es una historia de la salvaci�n. Y a esta concepci�n de la historia que, como hemos
visto tiene m�s de teolog�a que
de filosof�a de la historia, es a lo que se llama providencialismo (1996: 17).
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Esta idea estar� presente durante los primeros a�os de la conquista de Am�rica,
especialmente en el
pensamiento de los franciscanos. Para muchos autores del siglo XVI Am�rica surgi�
para Europa por una acci�n
providencial; recordemos que Am�rica surgi� en el mismo momento en que la vieja
cristiandad quedaba rota por la
reforma emprendida por Lutero; as� nada m�s natural que ver en el descubrimiento de
Am�rica una acci�n de Dios
que llevaba a compensar, en palabras de fray Jer�nimo de Mendieta, quien es uno de
los que mejor presenta esta
idea de providencialismo hist�rico, �a la Iglesia cat�lica con la conversi�n de
muchas �nimas, la p�rdida y da�o
grande que el maldito Lutero hab�a de causar a la misma en saz�n y tiempo en la
antigua cristiandad� (Mendieta,
1945, III: Pr�logo); en toda la tradici�n franciscana novohispana existe una idea:
la predestinaci�n o elecci�n que
la Providencia hace de un hombre, un grupo o un pueblo determinado para alcanzar
sus fines; as� Cort�s es para
Mendieta �no sin misterio elegido... para el descubrimiento y conquista de esta
tierra�, como lo demuestra el hecho
de que haya nacido el mismo a�o que Lutero. Pero si Cort�s fue un elegido, tambi�n
lo fue fray Mart�n de Valencia
como lo indica ya su nombre mismo para que, en palabras de Torquemada, �la capa de
Cristo que un Mart�n,
hereje, romp�a, otro Mart�n, cat�lico y santo cosiera�. Para los franciscanos su
Orden entera formaba parte del plan
providencial, ya que �ahora... nuestro Dios descubri� aqueste otro mundo, a
nosotros nuevo, porque ab
aeternoten�a en su mente electo al apost�lico Francisco por alf�rez y capit�n de
esta conquista espiritual�; tambi�n
la conquista militar estaba ya dispuesta por la Providencia, puesto que fue el
hecho que abri� �la puerta de esta
gran tierra de An�huac e hizo camino a los predicadores de su evangelio�
(Torquemada, IV: Pr�logo).

Su�rez Fern�ndez, Luis. Corrientes del pensamiento hist�rico, Eunsa, Navarra 1996.
Frost, Elsa
Cecilia.Este nuevo orbe, CECYDEL-UNAM, M�xico 1996. Mendieta, Jer�nimo Fray.
Historia eclesi�stica
indiana, S. Ch�vez Hayhoe-Misiones, M�xico, 1945, 4v. De Torquemada, Juan, Fray.
Monarqu�a indiana, Porr�a,
M�xico, 1969. Phelan, John L. El reino milenario de los franciscanos en el Nuevo
Mundo, UNAM, M�xico, 1972.

(V�ase: Criollo, Utilidad).

(MASO)
PUEBLOS INDIOS

. Los pueblos indios son conjuntos socioculturales constituidos por individuos


autoidentificados como miembros
de tales conjuntos, los cuales son diferentes de otros sectores de la sociedad
nacional en la que se encuentran
insertos.

Un �pueblo� ser�a, en principio, una colectividad que: 1) participa de una unidad


de cultura (lengua,
creencias b�sicas comunes, ciertas instituciones sociales propias, formas de vida
compartidas, etc�tera); 2) se
reconoce a s� misma como una unidad, es decir, la mayor�a de sus miembros se
identifican con esa cultura; 3)
comparte un proyecto com�n, es decir, manifiesta la voluntad de continuar como una
unidad y compartir el mismo
futuro; 4) est� relacionada con un territorio geogr�fico especifico (Luis Villoro,
1996: 130).

El concepto de �pueblo� seria cercano pero no coincidente con el de �etnia�. Esta


�ltima es �cualquier
grupo de individuos ligados por un complejo de caracteres comunes �antropol�gicos,
ling��sticos, pol�tico-
hist�ricos, etc�tera� cuya asociaci�n constituye un sistema, una estructura
esencialmente cultural, una cultura�
(Bret�n, 1981: 8). �Pueblo� s�lo podr�a aplicarse, en consecuencia, a las etnias
asentadas en un territorio
delimitado y que tengan la conciencia y la voluntad de una identidad colectiva. El
mismo concepto de �pueblo� se
aplica tambi�n a las naciones, si por ellas se entiende comunidades culturales que
han constituido un Estado, y a las
nacionalidades que tienen el proyecto de constituirlo. El concepto de
�nacionalidad� suele a�adir al de �etnia� la
voluntad de constituir un Estado soberano; no se entiende sin esta relaci�n al
Estado (Bret�n, 1981: 130-131).

En cuanto a las categor�as �ind�gena� e �indio�, habr�a que decir que la primera
se aplica a grupos humanos
con las caracter�sticas que m�s abajo se�alamos, pero que viven en cualquier parte
del mundo. Indio, en cambio, se
reserva �nicamente para aquellos ind�genas que habitan en Am�rica. Pueblos
ind�genas y pueblos indios, como
denominaciones aceptadas, se han establecido internacionalmente a partir de la
autoidentificaci�n (conciencia de
su identidad) como criterio fundamental para determinar a qu� grupos se aplica.
Recurramos entonces a lo que
dicen los propios ind�genas al reservarse el derecho de definir qui�n es persona
ind�gena. El Consejo Mundial de
Pueblos Ind�genas dice al respecto: �Bajo ninguna circunstancia debemos permitir
que unas definiciones
artificiales... nos digan quienes somos�. Por tanto propone:

Pueblos ind�genas son los grupos de poblaciones como los nuestros que, desde tiempo
inmemorial, habitamos las
tierras que vivimos, conscientes de poseer una personalidad propia, con tradiciones
sociales y medios de expresi�n
vinculados al pa�s heredado de nuestros antepasados, con un idioma propio y con
caracter�sticas esenciales y �nicas
que nos dotan de la firme convicci�n de pertenecer a un pueblo, con nuestra propia
identidad, y que as� nos deben
considerar los dem�s (Proemio, Declaraci�n del Consejo Mundial de los Pueblos
Ind�genas. Citado por J. E. R.
Ord��ez Cifuentes, 1995 B: 56).

Por su parte, el Consejo Indio de Sudam�rica (CISA) anota en su declaraci�n


constitutiva:

Los pueblos indios somos descendientes de los primeros pobladores de este


continente: tenemos una historia
com�n, una personalidad �tnica propia, una concepci�n c�smica de la vida y, como
herederos de una cultura
milenaria, al cabo de casi quinientos a�os de separaci�n, estamos nuevamente unidos
para vanguardizar nuestra
liberaci�n total del colonialismo occidental (Proemio, Declaraci�n del Consejo
Mundial de los Pueblos Ind�genas.
Citado por J. E. R. Ord��ez Cifuentes, 1995 B: 56).

Ya el Cuarto Tribunal Russell declar� en su momento: �Los pueblos indios de


Am�rica deben ser
reconocidos de acuerdo con su propia concepci�n de s� mismos, en vez de ser
definidos con arreglo a la percepci�n
de los sistemas de valores de sociedades dominantes for�neas� (Proemio, Declaraci�n
del Consejo Mundial de los
Pueblos Ind�genas. Citado por J. E. R. Ord��ez Cifuentes, 1995 B: 57).

Es conveniente se�alar que se trata de definiciones con car�cter jur�dico,


menester para su inclusi�n en
convenios y tratados internacionales. Sin embargo, no pueden perderse de vista los
aspectos hist�ricos y
sociol�gicos que los fundamentan. La categor�a �indio� denota, como afirma
Guillermo Bonf�l Batalla (1972), una
relaci�n colonial. Surge a partir de la dominaci�n espa�ola y persiste bajo el
denominado �colonialismo interno�.

Actualmente hay en Am�rica Latina entre 40 y 50 millones de personas con


adscripci�n �tnica. Pero no se
trata de meros agregados de individuos sino de verdaderos entes colectivos o
comunidades que poseen
caracter�sticas propias en lo referente a ciertas relaciones econ�micas,
organizaci�n social, h�bitos culturales, as�
como en torno a la lengua y otros rasgos. Las relaciones pol�ticas que establecen
internamente y con otros
segmentos de la sociedad nacional son tambi�n particulares. La identidad �tnica que
los cohesiona, la reconocemos
en tanto que los miembros de los respectivos grupos asumen los indicados patrones
socioculturales propios,
norman su vida social de acuerdo con ellos y establecen as� la frontera respecto a
los otros. Hasta hace poco, a los
pueblos indios se les daba escasa atenci�n. Para la mayor�a de los pol�ticos
constitu�an una poblaci�n invisible o un
paisaje habitual. Los estudios especializados son a�n insuficientes, pues todav�a
se sabe poco sobre las
caracter�sticas y desarrollo de las etnias ind�genas. O bien ocurre que los
estudios se hacen con un estrecho enfoque
comunitario, sin tomar en cuenta el marco global (nacional) en que se desenvuelven
como si existieran aislados de
otros grupos socioculturales que componen el Estado-naci�n. A veces se alega el
escaso n�mero de ind�genas. Y,
efectivamente, la importancia num�rica de los pueblos indios en Latinoam�rica es
ciertamente variable. Sin
embargo, en una docena de pa�ses son un factor vigoroso de la configuraci�n
nacional y la din�mica social
contempor�nea. No obstante, el criterio exclusivamente demogr�fico puede resultar
francamente enga�oso. A�n en
los casos en que su n�mero relativo es bajo, la incidencia nacional de los
ind�genas puede ser muy apreciable.
Como causas pueden se�alarse algunos elementos generales:

1. La ubicaci�n: en regiones estrat�gicas (recursos naturales, importancia


geopol�tica).

2. Papel de las ra�ces aut�ctonas: fuente primaria de atributos culturales


(�grandeza del pasado� e identidad
nacional).

3. Papel activo y a veces protag�nico de los pueblos indios en procesos pol�ticos


que amenazan sistemas de
dominaci�n.

4. Las tensiones que engendran su presencia discriminada y oprimida que choca con
los postulados de
igualdad social y de democracia pol�tica (D�az Polanco, 1995: 14).

Los pueblos indios se encuentran insertos en estructuras nacionales y participan


en procesos que involucran
a otros sectores o categor�as sociales (clases, capas, partidos, etc�tera). Su
resistencia a los distintos tipos de
indigenismo les ha permitido subsistir. Las identidades �tnicas han resultado m�s
fuertes de lo previsto. A pesar de
los brutales esfuerzos planeados durante cinco siglos por parte de las pol�ticas
indigenistas los pueblos indios
siguen siendo una porci�n importante de la poblaci�n de numerosos pa�ses. No s�lo
sigue en aumento en t�rminos
absolutos, sino que en algunos espacios nacionales parece aumentar aun en t�rminos
relativos. Pero adem�s del
criterio cuantitativo deber�an tomarse en cuenta criterios cualitativos para
entender mejor su importancia. Loa
pueblos indios no s�lo han sobrevivido a los indigenismos, sino que en la
actualidad plantean desaf�os econ�micos,
socioculturales y pol�ticos a los Estados nacionales.
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(V�ase: Etnia, Indigenismo, Pol�ticas indigenistas).

(JMSM)

RACISMO

. Teor�a que sostiene la superioridad de ciertos grupos �tnicos frente a los dem�s.
El racismo no se entiende sin
referencia a la discriminaci�n y al prejuicio racial.

La historia nos ense�a que el dominio socio-econ�mico y pol�tico sobre los pueblos
lo ejerci� el grupo
conquistador imponiendo sus leyes de explotaci�n, sin que durante siglos se pensara
siquiera en justificar
moralmente ese derecho del m�s fuerte. Pero, lleg� un momento en que fue necesario
buscar o inventar otras
razones que permitieran, con visos de justicia, seguir explotando a estos pueblos
calificados desde este momento
como grupos som�tica y ps�quicamente inferiores y, en consecuencia, sujetos por ley
natural y l�gica a la tutela de
los que se autonombraban pueblos y razas superiores.

Hasta finales del siglo XVIII, la intolerancia fue m�s ideol�gica o religiosa que
racial. Gobineau (1816-
1882) fue el primero en plantear en forma sistem�tica la doctrina de la
discriminaci�n racial, recurriendo a
supuestos argumentos y pruebas de tipo antropol�gico, biol�gico y psicol�gico,
teor�a que el Tercer Reich alem�n
llev� a su m�xima expresi�n instaurando el culto a la raza elegida, la aria, y
Herbert Spencer se encarg� de hacer
una formulaci�n doctrinal del racismo a trav�s del darwinismo social. Los nombres
de Penka C., Woltmann L.,
Vacher de Lepouge, Chamberlain H. S., Ammon O., Poesche T. encabezaron en Europa,
en la segunda mitad del
siglo XIX, el movimiento racista a favor de la superioridad del blanco caucasoide
frente a los grupos de color.

El racismo ha pasado en la historia por varias etapas de menor o mayor


complicaci�n t�cnica, por lo que se
refiere a la b�squeda de una justificaci�n para la pretendida inferioridad mental
de los grupos humanos de color
frente a los blancos, En un momento se consider� suficiente establecer diferencias
de tipo som�tico aludiendo a la
inferioridad ps�quica, lo que fue rechazado por Vallois H. V. (1928). Luego fueron
a lo fisiol�gico, concretamente
al sistema nervioso central con Kohlbrugge, pero Tibias P. V. (1968) puso en
evidencia la sin raz�n de los alegatos
racistas al comparar cerebros de blancos y negros. Finalmente los racistas han
recurrido a la psicolog�a, que
partiendo del coeficiente intelectual tratan de justificar su tesis, pero autores
como Merton y Montagu han afirmado
los limites y la falsedad de estas teor�as mostrando que los tests mentales no
miden s�lo la inteligencia innata del
individuo, sino que adem�s involucran el elemento cultural, ambiental y de los
conocimientos adquiridos. Los
anglosajones establecieron en el terreno de la criminalidad una relaci�n directa
entre los grupos de color (negro) y
un mayor porcentaje de delincuencia respecto al grupo blanco, dejando de
especificar en sus estad�sticas las
caracter�sticas culturales de la localidad donde se cometen los delitos, las
circunstancias de cada caso, las
condiciones sociales, ambientales y econ�micas del delincuente.

En Am�rica Latina Domingo F. Sarmiento actualiza en Facundo (1845) el pensamiento


de Sep�lveda,
quej�ndose de los efectos da�inos de la fusi�n de razas. Para Sarmiento, con esta
mezcla la civilizaci�n es
imposible y propone para ello la racionalizaci�n del genocidio, el exterminio de
los b�rbaros para sustituirlos por
las poblaciones civilizadas. Estas ideas ser�n retornadas en la propuesta
constitucional de Alberdi. Fern�ndez
Retamar cita en el caso del Mercurio de Chile un art�culo de 1863 en que se alegaba
que los indios y africanos no
eran susceptibles de civilizarse debido a sus instintos b�rbaros.

La discriminaci�n racial es el trato desigual que se establece entre individuos


pertenecientes a grupos
raciales distintos en los lugares donde uno solo predomina. El prejuicio es una
actitud social propagada entre la
gente por una clase explotadora, a fin de estigmatizar a alg�n grupo como inferior,
de modo que tanto la
explotaci�n del grupo como la de sus recursos pueda justificarse. Roger Bastide
distingue el prejuicio de raza de
los otros prejuicios que son: prejuicio de color, de clase y cultural. Para Bastide
el prejuicio de raza es el prejuicio
de origen que define la raza no por caracteres sociales sino biol�gicos. As� por
ejemplo, en ciertas sociedades,
todos los que tienen una gota de sangre negra son negros. Este es el prejuicio m�s
fuerte, pues separa los grupos
por barreras infranqueables. El origen del prejuicio es m�ltiple. Puede atribuirse
a la ignorancia, lo que es
corregible; tambi�n puede ser de origen psicol�gico que vincula el racismo a un
cierto tipo de caracter�sticas
fisiol�gicas o puede originarse por el odio a la diferencia. En este caso no se
entiende por qu� se tiene m�s odio a
las diferencias de color de piel que al color de cabello por ejemplo. Otros
encuentran el origen del prejuicio en la
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teor�a de la frustraci�n-agresi�n y finalmente un gran n�mero de investigadores lo
ubican en la teor�a sociol�gica
que ense�a que el racismo, antes doctrina aristocr�tica (prejuicio de clase), con
el capitalismo y las
transformaciones sociales que ello implic�, se convierte en un acto de defensa del
grupo dominante contra el grupo
dominado generando as� una barrera.

En Europa, en las �ltimas d�cadas, el racismo se ha manifestado en forma de


xenofobia hacia los
inmigrantes del Tercer Mundo. En Estados Unidos, hacia los latinos y en los pa�ses
latinoamericanos hacia los
ind�genas. El blanco de esta teor�a ha sido, es y ser� siempre el negro.

Anta Diop Cheik. Nation n�gre et culture. Pr�sence Africaine, Par�s, 1955. Varios
autores. Cultura negra y
teolog�a. DEI, Costa Rica, San Jos�, 1986. Bastide Roger. Las Am�ricas Negras.
Alianza Edit. Madrid, 1969.
Comas, Juan. Razas y racismo. SepSetentas 43, M�xico, 1972. Fanon, Frantz. Peau
noire, masques blanches.Par�s,
Seuil, 1952. Kohlbrugge, J.H.F. Le cerveau suivant les races. Bull. et M�m. Soc.
Anthrop. Par�s, tome 6,
1935. La�nnec Hurbon. Le barbare imaginaire. Port-au-Prince, Hait�, De. Henri
Deschamps, 1987. Merton y
Montagu. Crime and the Anthropologist. American anthropologist, vol. 42, 1940.
UNESCO. El racismo ante la
ciencia moderna. Testimonio cient�fico de la Unesco, Ediciones Liber. Ond�rroa,
Vizcaya, 1961. Vallaois, Henri
V�ctor. Les noirs sont-ils une race inf�rieure? Nourry, Par�s, 1928.

(V�ase: Identidad, Negritud, Indigenismo, Indigenismo integracionista).

(MKM)
RAZA C�SMICA.

Significa una estirpe nueva, de s�ntesis, integral, definitiva, matriz, una quinta
raza que funde o fusiona a todas las
dem�s precedentes, al negro, al indio, al mongol y al blanco, hecha con el genio y
con la sangre de todos los
pueblos, m�s capaz de verdadera paternidad y de visi�n universal (...)�
(Vasconcelos, 1948: 30). En Iberoam�rica
surgir� y consumar� la unidad por el triunfo del amor fecundo y la superaci�n de
todos los divisionismos habidos a
lo largo de la historia de la humanidad. �Los pueblos llamados latinos, por haber
sido m�s fieles a su misi�n divina
de Am�rica, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la
garant�a de nuestro triunfo�
(Vasconcelos, 1948: 27).

El t�rmino fue acu�ado por Jos� Vasconcelos (1882-1959) y desarrollado ampliamente


en su obra La raza
c�smica (1925) para designar la raza futura, como producto del mestizaje
hist�ricamente emprendido por los
latinos, en actitud contraria a la de los sajones quienes han tratado de evitar
mezclarse con otras para no perder su
pureza. La pugna entre latinidad, representada por castellanos y portugueses, y
sajonismo, formado por brit�nicos y
holandeses, conlleva dos concepciones antag�nicas de instituciones, de prop�sitos y
de ideales.

Mientras las otras razas han pretendido ejercer y mantener una supremac�a cada una
en diferentes �pocas de
la humanidad explotando a las dem�s por diferentes medios, la c�smica mediante la
educaci�n y la cristiandad
promover� el amor y la armon�a, generando as� una fuerza vital que le dar� una
superioridad no lograda por
ninguna otra estirpe hasta la fecha.

Cada raza a lo largo de la historia ha cumplido su misi�n y su destino, despu�s de


lo cual ha desaparecido.
As� sucedi� con la Atl�ntida y actualmente, seg�n el fil�sofo mexicano: �Los d�as
de los blancos puros, los
vencedores de hoy, est�n tan contados como lo estuvieron los de sus antecesores. Al
cumplir su destino de
mecanizar el mundo, ellos mismos han puesto, sin saberlo, las bases de un periodo
nuevo, el periodo de la fusi�n y
la mezcla de todos los pueblos� (Vasconcelos, 1948: 25).

Seg�n el maestro de Am�rica: para el logro del �fin ulterior de la historia�,


fusi�n de todas las razas y
culturas en una sola, misi�n divina de Iberoam�rica, es necesario que no se copie
al saj�n, debe asimilarse y
retornar adecuadamente los caracteres ben�ficos de todas las razas existentes, sin
excluir ninguna, crear una nueva
cultura basada en la armon�a, el amor y la fraternidad, superar los antagonismos y
af�n de dominaci�n, para llegar
a la etapa del �mundo Uno�, el cual se ubicar� en el tr�pico, lugar en donde se
iniciaron las grandes civilizaciones
y al que es necesario conquistar por medio de los recursos cient�ficos. �La tierra
de promisi�n estar� entonces en la
zona que hoy comprende el Brasil entero, m�s Colombia, Venezuela, Ecuador, parte de
Per�, parte de Bolivia y la
regi�n superior de la Argentina� (Vasconcelos, 1948: 34).

Cerca del r�o Amazonas se levantar� Univers�polis, lugar de la raza c�smica, desde
donde saldr�n las
predicaciones y escuadras y los aviones que propagar�n las buenas nuevas. Sus
aviones y ej�rcitos ir�n por todo el
planeta educando a las gentes para su ingreso a la sabidur�a. La vida fundada en el
amor se expresar� en forma de
belleza. Pero si el Amazonas es conquistado por los sajones, entonces se fundara
all� Anglotown, de all� saldr�n las
armadas guerreras para imponer en el mundo la ley severa del predominio del blanco
de cabellos rubios y el
exterminio de sus rivales oscuros (Vasconcelos, 1948: 35).

Vasconcelos postula una Nueva ley de los tres estados, seg�n �sta: la humanidad ha
seguido un proceso
gradual de superaci�n: lo. El estado material o guerrero; 2o. Intelectuales o
pol�ticos, en el cual nos encontramos, y
3o. El espiritual o est�tico, correspondiente al de la raza c�smica.

En el estado material los pueblos combaten o se juntan sin m�s ley que la
violencia y el poder�o relativo, el
hombre se subordina a la necesidad, no hay elecci�n, el fuerte toma o rechaza
caprichosamente, as� viven la horda
y la tribu de todas las razas. En el estado intelectual o pol�tico tiende a
prevalecer la raz�n a partir de la cual,
artificiosamente, se aprovechan las ventajas conquistadas por medio de la fuerza y
se establece una filosof�a; todo
imperialismo requiere de una filosof�a y de una ciencia que lo justifique, la
mezcla �tnica obedece especialmente a
las conveniencias �ticas o pol�ticas del momento, en nombre de la religi�n se
imponen dogmas y tiran�as. �La
caracter�stica de este segundo per�odo es la fe en la f�rmula, por eso en todos
sentidos no hace otra cosa que dar
norma a la inteligencia, limite a la acci�n, fronteras a la patria y frenos al
sentimiento. Regla, norma y tiran�a, tal es
la ley del segundo periodo en que estamos presos, y del cual es menester salir�
(Vasconcelos, 1948: 39). En el
estado espiritual o est�tico la conducta del hombre se gu�a por el sentimiento
creador, el gusto y la belleza, ya no
por la pobre raz�n que explica pero no descubre. �Las normas las dar� la facultad
suprema, la fantas�a; es decir se
vivir� sin norma, en un estado en que todo cuanto nace del sentimiento es un
acierto. En vez de reglas, inspiraci�n
constante (...)� (Vasconcelos 1948: 39). En esta �ltima etapa se vivir� el j�bilo
fundado en el amor.

Para llegar al estado espiritual, dada la imperfecci�n del hombre, es necesario


pasar por los estados
precedentes, para depurar los apetitos y los bajos instintos. Tan pronto como la
educaci�n y el bienestar se
difundan, la uni�n de las parejas se har� en funci�n de la simpat�a, refinada por
el sentido de la belleza, no de la
necesidad ni de la racionalidad; ser�n uniones sinceras y apasionadas, f�cilmente
deshechas en caso de error, que
producir�n v�stagos despejados y hermosos. La especie entera cambiar� de tipo
f�sico y de temperamento,
predominar� la belleza, prevalecer�n los instintos superiores y los caracteres
hermosos que hoy se encuentran
dispersos en los distintos pueblos, desaparecer�n la fealdad y los instintos
inferiores. Las estirpes m�s feas ceder�n
el paso a las m�s hermosas, producidas por el mestizaje.

Solamente la parte ib�rica del continente dispone de los factores espirituales,


raza y el territorio que son necesarios
para la gran empresa de iniciar la era universal de la humanidad. Est�n all� todas
las razas que han de ir dando su
aporte (...) el indio que vio perecer la Atl�ntida, pero guarda un quieto misterio
en la conciencia; tenemos todos los
pueblos y todas las aptitudes, y s�lo hace falta que el amor verdadero organice y
ponga en marcha la ley de la
historia (Vasconcelos, 1948: 51).

La gente mestiza del continente iberoamericano, para quien la belleza es la raz�n


mayor de toda cosa, tiene
una fina sensibilidad est�tica y un amor de belleza profunda, ajenos a todo inter�s
bastardo y libre de trabas
formales, posee las caracter�sticas necesaria, aunadas a un esteticismo cristiano,
para generar la raza futura.

Las ideas de Vasconcelos sobre la nueva estirpe son expuestas apasionadamente en


diferentes discursos,
conferencias, escritos y documentos, anteriores y posteriores a la publicaci�n de
su obra a la que puso precisamente
ese titulo. As�, al proponer el nuevo escudo de la Universidad Nacional de M�xico,
en sesi�n celebrada por el
Consejo de Educaci�n, siendo Rector de la Universidad, el 27 de abril de 1921,
afirm�:

(...) se resuelve que el escudo de la Universidad Nacional consistir� en un mapa de


Am�rica Latina con la leyenda
�Por mi raza hablar� el esp�ritu�; se significa en este lema la convicci�n de que
la raza nuestra elaborar� una cultura
de tendencias nuevas, de esencia espiritual y lib�rrima. Sostendr�n el escudo un
�guila y un c�ndor apoyado todo
en una alegor�a de los volcanes y el nopal azteca (Vasconcelos, 1948: 777).

Puede decirse que su preocupaci�n por la unidad latinoamericana y el peligro de la


dominaci�n
anglosajona, representada en nuestro continente por los EUA, fue una constante
permanente en su pensamiento y
en sus acciones, prueba de lo anterior puede encontrarse en sus numerosas
conferencias y discursos pronunciados
en diferentes pa�ses latinoamericanos.
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Es notoria, en ocasiones, la falta de rigor y sistematicidad en la obra de
Vasconcelos, producto tal vez de su
antiintelectualismo, espiritualismo y b�squeda de una expresi�n propia, aut�ntica y
apasionada, por lo cual pueden
identificarse ciertas ambig�edades en cuanto a la ubicaci�n geogr�fica de la raza
c�smica. En ocasiones la refiere a
M�xico; en otras a pa�ses diferentes, como Argentina o Brasil, aunque siempre la
relaciona con naciones
latinoamericanas o, como prefer�a llamarlas hispanoamericanas. Por otra parte, es
tambi�n evidente su simpat�a por
las ideas de Sim�n Bol�var, especialmente aquellas relacionadas con la unidad de
los pa�ses latinoamericanos.

El tono prof�tico y mesi�nico, el acendrado idealismo y espiritualismo del


discurso de Vasconcelos, han
sido motivo de serias y acaloradas pol�micas, en las cuales se ha llegado a negar
el car�cter filos�fico de su
pensamiento. Sin embargo, resulta una arbitrariedad ignorar o minusvalorar la
importancia y trascendencia que
tuvieron, y tienen, las ideas y obras de este fil�sofo en la educaci�n y cultura de
M�xico y Latinoam�rica en
general, por lo cual se le ha denominado merecidamente: maestro de Am�rica.

Fell, Claude. Jos� Vasconcelos. Los a�os del �guila (1920-1925). Educaci�n,
cultura e iberoamericanismo
en el M�xico posrevolucionario, UNAM, M�xico, 1989. Vasconcelos, Jos�. La raza
c�smica, Espasa Calpe
Mexicana, col. Austral n�m. 802, 18a. reimp., M�xico, 1995. Vasconcelos, Jos�.
Obras completas, Libreros
Mexicanos Unidos, col. Laurel, t. II, M�xico, 1958. Vera y Cuspinera, Margarita. El
pensamiento filos�fico de
Vasconcelos, Extempor�neos, Col. Latinoam�rica, M�xico, 1979.

(MRG)
REALIDAD.

. La realidad es entendida como la totalidad concreta de la confluencia de


circunstancias geopol�ticas, econ�micas,
culturales y sociales que vive cualquier naci�n o grupo humano; desde el campo de
la reflexi�n filos�fica
latinoamericanista se hace referencia a los problemas generados por la peculiar
situaci�n de dependencia y
dominaci�n en la que se encuentra la Am�rica Latina como pa�s del llamado Tercer
Mundo.

Epistemol�gicamente la realidad es una construcci�n social abstra�da de lo


concreto real, con lo cual los
hombres hacen referencia conceptual y ling��stica a lo real. Ontol�gicamente, lo
real es la existencia efectiva de los
entes en su totalidad; la realidad es construida socialmente a partir de ese
concreto real a trav�s de las teor�as que se
refieren a ella y por medio del lenguaje. En ese sentido, los estudios efectuados
sobre la realidad en el pensamiento
latinoamericano hallan la forma de la metaf�sica o la ontolog�a, o bien desde la
semi�tica, la sociolog�a, la
econom�a, la pol�tica, la literatura y la filosof�a. Esta realidad construida
socialmente permite la comprensi�n de
diferentes realidades: realidad hist�rica, realidad emp�rica, realidad interna, o
subjetiva, realidad externa u objetiva,
etc�tera. Esto no debe ser entendido como un relativismo constructivista, se trata
sencillamente del reconocimiento
de la complejidad multifac�tica desde la que es comprendido lo real y que lleva a
distinguir distintas realidades, las
cuales son, as�, parte de un todo. Tal es el caso que no sea la misma realidad la
que vive y comprende un europeo
en Viena que un guaran� en Am�rica Latina. A este respecto, existe problema cuando
una de las partes se erige a s�
misma como la verdadera por antonomasia.

Ese es el problema de la realidad que vive Latinoam�rica, como se�ala Leopoldo


Zea, desde la expansi�n
europea occidental sobre el resto del mundo, se cre� el mito de la superioridad del
hombre y cultura de las naciones
conquistadoras e imperialistas y con �l la ilusi�n de un filosofar universal
absoluto y definitivo,

...el propio de los hombres y pueblos que as� se expandieron. Pero en esta
expansi�n el pensamiento europeo-
occidental tropez� con una realidad dif�cilmente domesticable a sus propios y
exclusivos enfoques racionales.
Am�rica Latina, Asia y �frica fueron encubiertas por un razonar que respond�a m�s a
los modos de ser de los
centros de poder, que a la realidad con que este razonar se hab�a tropezado en su
expansi�n (Zea, 1938: 373).

En el pensamiento latinoamericanista, la realidad constituye una de las categor�as


m�s importantes de su
filosof�a dado que atendiendo a �sta, ser� la filosof�a que se exprese. Se entiende
as�, que la filosof�a surge ante los
problemas que le plantea la realidad. De este principio se desprenden problemas
cruciales que ha enfrentado la
filosof�a que se desarrolla en esta parte de Am�rica para lograr el pleno
reconocimiento de sus habitantes y su
cultura, en donde ella misma se encuentra. El problema de la realidad ha llevado a
dos tipos de proyectos que ha
ocupado la intelectualidad en Latinoam�rica: un proyecto liberador que d� cuenta de
las condiciones de
dominaci�n y ofrezca v�as de soluci�n ante el hartazgo de ser disminuida y
regateada la propia humanidad,
reconocida en la filosof�a del tercer mundo y la filosof�a de la liberaci�n; un
proyecto de autoafirmaci�n filos�fica
en donde existan diversas posiciones a lo largo de nuestra historia: la que subraya
elementos peculiares de nuestra
realidad (telurismo, tropicalismo), la que parte del reconocimiento del pasado
(historia de las ideas), la que concibe
el medio cultural como conformador del horizonte desde el cual cada �poca hist�rica
se comprende a s� misma
(historicismo, circunstancialismo y perspectivismo). Estas posiciones
autoafirmativas se han combinado en
ocasiones y, aun m�s, se encuentran en ellas diferentes actitudes: quienes piensan
partir de cero, sin influencias de
otras filosof�as, quienes recuperan lo adecuado de otras filosof�as para aplicarlo
a nuestra realidad y quienes simple
y llanamente consideran que hay que filosofar sin m�s. El panorama no puede ser m�s
amplio, y se debe a la
b�squeda de autenticidad y originalidad en que estuvo empe�ada la intelectualidad
latinoamericana al medirse o
compararse con la filosof�a europea; no pod�a ser de otro modo ante la negaci�n de
nuestro ser y cultura. Ante
estos proyectos y modos de filosofar se puede ver el ejercicio de la raz�n
latinoamericana en la b�squeda de
respuestas a los diversos problemas que les enfrenta su realidad. En ese sentido,
esta filosof�a no renuncia a su
funci�n y compromiso social ante la realidad y circunstancia toda que le impele a
filosofar.

Como es de subrayarse sobresalen en esta consideraci�n de la realidad en la


filosof�a latinoamericana los
tipos de realidad hist�rica y realidad externa u objetiva y ello por importantes
programas de investigaci�n-reflexi�n
que esta filosof�a ha constituido en su propio desarrollo. Uno de ellos consiste en
la recuperaci�n hist�rica del
pasado filos�fico en cada pa�s de la regi�n latinoamericana, recuperaci�n de su
historia de las ideas que permita la
comprensi�n del pasado para el reconocimiento del presente y la posibilidad de su
proyecci�n hacia el futuro.
Realidad hist�rica que, por otra parte, constituye una caracter�stica inherente del
hombre, su cultura y sociedad en
todo tiempo: ser constitutivamente hist�ricos. Otros de los proyectos, ya
mencionados, ponen como punto de
partida del filosofar a la propia realidad y circunstancia, se trata de la funci�n
y el contenido social para la
liberaci�n con la cual contribuye la filosof�a en suelo latinoamericano. Se trata
de una filosof�a comprometida con
los problemas de esta regi�n del continente y que busca las soluciones m�s amplias
y adecuadas a tales problemas
y circunstancias. Los referentes son el �mbito social y en algunos casos la vida
p�blica, as� como a la educaci�n y
la pol�tica. Se reflexiona sobre la realidad teniendo en cuenta el elemento del
poder, en cuyos �mbitos la reflexi�n
filos�fica juega un papel al analizar las ideolog�as, ya que son los sujetos
humanos los principales protagonistas y
creadores, en sentido social, de la realidad hist�rica, cultural y pol�tica.
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Zea, Leopoldo (comp.). Ideas en torno a Latinoam�rica, M�xico, UNAM-UDUAL, 1986, 2
v., los
siguientes textos: Ribeiro, Darcy. �La cultura latinoamericana�, pp. 101-121;
Mart�, Jos�. �Nuestra Am�rica�, pp.
122-129; Alberdi, Juan Bautista. �Ideas para un curso de filosof�a contempor�nea�,
pp. 145-152; Fern�ndez
Retamar, Roberto. �Nuestra Am�rica y Occidente�, pp. 153-186; Salazar Bondy,
Augusto. �Sentido y problema del
pensamiento filos�fico hispanoamericano�, pp. 197-217; Gaos, Jos�. �Filosof�a
�Americana�?, pp. 456-466;
Mari�tegui, Jos� Carlos. ��Existe un pensamiento hispanoamericano?�, pp. 493-499;
Davis, Harold Eugene. �La
historia de las ideas en Latinoam�rica�, pp. 666-683; Haya de la Torre, Ra�l. �El
lenguaje pol�tico de
Indoam�rica�, pp. 909-921; Orrego, Atenor. �La configuraci�n hist�rica de la
circunstancia americana�, pp. 1380-
1407; Benedetti, Mario. �El escritor y la critica en el contexto del
subdesarrollo�, pp. 1535-1564. Magall�n Anaya,
Mario. �La filosof�a latinoamericana actual�, en Am�rica Latina. Historia y
destino, M�xico, UAEM, 1993, vol.
III. Zea, Leopoldo. �Filosofar desde la realidad americana�, en Filosofar a la
altura del hombre, M�xico, UNAM,
Cuaderno de Cuadernos, n�m. 4, 1993, pp. 361-371.

(VMR)

REALIDAD HIST�RICA
La filosof�a pretende ocuparse de lo que es �ltimamente la realidad, de lo que es
la realidad en cuanto tal.
Esa totalidad de lo real exige una total concreci�n y esa total concreci�n est�
determinada por su �ltima realizaci�n
y a su vez cobra su �ltima realizaci�n en la historia y por la historia, la
realidad hist�rica como verdadero objeto de
la filosof�a. As�, podr�a ensayarse una excesiva y apretad�sima s�ntesis de lo que
Ellacur�a considera que es el
objeto de la filosof�a como punto de partida, el cual contiene una idea filos�fica
fundamental en su filosof�a.

Empero, el camino que propone Ellacur�a para arribar a ese esclarecimiento te�rico
parte de analizar lo que
Hegel, Marx y Zubiri han entendido como objeto de la filosof�a y pasando por ellos,
pero yendo m�s all�, plantea
�l mismo que se considere la realidad hist�rica �no ya la historia� como el objeto
adecuado de la filosof�a.

Si bien la totalidad de lo real es tanto para antiguos como para modernos el


objeto adecuado de la filosof�a,
Ellacur�a propone que

lo que ocurre es que esa totalidad ha ido haci�ndose de modo que hay un incremento
cualitativo de realidad pero de
tal forma que la realidad superior, (...) no se da separada de todos los momentos
anteriores del proceso real (...). A
este �ltimo estadio de la realidad, en el que se hacen presentes todos los dem�s,
es al que llamamos realidad
hist�rica (...). Es la realidad entera asumida en el reino social de la libertad;
es la realidad mostrando sus m�s ricas
virtualidades y posibilidades (Ellacur�a, 1990: 42-43).

Su propuesta de considerar como el objeto de la filosof�a todas las cosas en tanto


que reales, frase que debe
significar por lo menos que todas las cosas son realmente un todo f�sico que es
din�micamente procesual, de modo
que esa procesualidad es uno de los or�genes de la unidad; la reduplicaci�n real no
es salirse a un concepto sino
atenerse a algo que antes de ser una formalidad de la inteligencia es una
formalidad de la realidad misma; esa
realidad as� reduplicada es la actualizaci�n en la inteligencia de una realidad que
es en s� misma respectiva; de
modo que s�lo ser�n aceptables aquellos conceptos y aquellas conceptuaciones que
den cuenta cabal de ese
car�cter respectivo, estructural y din�mico de la realidad.

Estas ideas fueron expuestas en cinco tesis que definen la reflexi�n filos�fica
que el mismo Ellacur�a
calificaba de �realismo materialista abierto� �mismo t�rmino que usaba para definir
a la filosof�a zubiriana� con la
aclaraci�n del mismo autor de que �stas son expuestas �no tanto para determinar
c�mo se debe ense�ar filosof�a o
c�mo se debe investigar filos�ficamente, sino para determinar sobre qu� se debe
filosofar, sobre el todo filos�fico
desde el cual deben verse las partes filos�ficas y en el cual �stas deben resumirse
so pena de perder la unidad de lo
real y, en definitiva, la realidad misma de lo real� (Ellacuria, 1990: 30-31).

Las cinco tesis ellacurianas resumidas son las siguientes:


a) La unidad de la realidad intramundana: toda realidad intramundana constituye
una sola unidad f�sica
compleja y diferenciada, de modo que ni la unidad anula las diferencias ni las
diferencias anulan la unidad.

b) El car�cter din�mico de la realidad intramundana: la realidad intramundana es


intr�nsecamente din�mica,
de modo que la pregunta por el origen del movimiento es o una falsa pregunta o, al
menos, una pregunta
secundaria.

c) El car�cter no universalmente dial�ctico. La realidad siendo en s� misma


sistem�tica, estructural y
unitaria, no es necesariamente dial�ctica o, al menos, no es un�vocamente
dial�ctica.

d) El car�cter procesual y ascendente de la realidad: la realidad no s�lo forma


una totalidad din�mica,
estructural y, en alg�n modo, dial�ctica, sino que es un proceso de realizaci�n, en
el cual se van dando cada vez
formas m�s altas de realidad, que retienen las anteriores, elev�ndolas.

e) La realidad hist�rica como objeto de la filosof�a: la �realidad hist�rica� es


el �objeto �ltimo� de la
filosof�a entendida como metaf�sica intramundana, no s�lo por su car�cter
englobante y totalizador sino en cuanto
manifestaci�n suprema de la realidad.

Con esta tesis, Ellacuria concluye que la realidad hist�rica, din�mica y


concretamente considerada, tiene
uncar�cter de praxis, que junto a otros criterios lleva a la verdad de la realidad.

No es tanto la equivalencia entre el verum y el factum, sino entre el verum y el


faciendum la verdad de la
realidad no es lo ya hecho; eso s�lo es una parte de la realidad. Si no nos
volvemos a lo que est� haci�ndose y a lo
que est� por hacer, se nos escapa la verdad de la realidad. Hay que hacer la
verdad, lo cual no supone
primariamente poner en ejecuci�n, realizar lo que ya se sabe, sino hacer aquella
realidad que en juego de praxis y
teor�a se muestra como verdadera.

Que la realidad y la verdad han de hacerse y descubrirse en la complejidad


colectiva y sucesiva de la historia, de la
humanidad, es indicar que la realidad hist�rica puede ser el objeto de la
filosof�a. Incluso si no se aceptara que la
realidad hist�rica es la realidad por antonomasia y, consecuentemente, el objeto
adecuado de la filosof�a, habr�a
que reconocer que es el lugar m�s adecuado de revelaci�n o desvelaci�n de la
realidad (Ellacur�a, 1990: 599, subr.
vfg).
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C:\Users\Alex G%C3%B3mez\Desktop\retorno.gif
C:\Users\Alex G%C3%B3mez\Desktop\retorno.gif
Ellacur�a, Ignacio. �Universidad y pol�tica�, en ECA, n�m. 383, San Salvador, 1980,
pp. 807-824. Ellacur�a,
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45. Ellacur�a, Ignacio. �El
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Tellechea, Id�goras (ed.), Vitoria,
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Salvador, 1990. Ellacur�a, Ignacio. �El desaf�o de las mayor�as pobres�, en ECA,
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(V�ase: Objeto de la filosof�a, Praxis hist�rica).

(VFG)
RESISTENCIA.
El t�rmino resistencia procede del verbo latino resistere y lleva en s� la idea de
oposici�n/resistencia. Psicol�gica:
reacciones, cuyas manifestaciones son opuestas a las esperadas. De cualquier
organismo frente a un est�mulo.
Filos�fica: relaci�n que guarda el ser humano hacia los cuerpos f�sicos que tiene
ante s� (sentido f�sico), pero m�s
aun en relaci�n con los posibles y diferentes modos de reaccionar ante ellos
(sentido metaf�sico, gnoseol�gico y
psicol�gico).

Julio C�sar utiliza la expresi�n resistere hostibus con el significado de oponerse


o resistir a los enemigos.
Desde el punto de vista militar, acci�n mediante la cual un ej�rcito vencido o en
desventaja hace frente al ej�rcito
agresor. Las resistencias francesa, griega, polaca, etc�tera, frente al ej�rcito
nazi, son ilustrativas al respecto.

En el an�lisis social el t�rmino se aplica a aquellas acciones y reacciones


mediante las cuales la sociedad
entera o buena parte de ella, se opone, rechaza, impugna y desaf�a los proyectos,
iniciativas y acciones que quieren
imponer otros sujetos sociales. En este sentido, A. Metr�aux define la resistencia
como la �oposici�n consciente y
sistem�tica a la introducci�n de una o de muchas innovaciones� (Metr�aux, 1960: 7).

La resistencia en sus diferentes formas, violenta, pasiva, no violenta (pacifica,


civil) es una respuesta a la
violencia institucionalizada. La primera y la �ltima tienen en com�n su oposici�n a
cualquier abuso del poder, la
reivindicaci�n de derechos conculcados o negados, y en ellas est� presente el
elemento volitivo, aunado a las
convicciones, para provocar un cambio radical del orden social injusto. Aparece en
ambas, por ello, cierta utop�a
sobre un mundo y un hombre nuevos. Difieren entre s� en cuanto al m�todo,
estrategias y ritmos para lograrlo. La
primera opta por la respuesta violenta de tipo armado, aunque ello implique romper
los cauces legales; dise�a
estrategias militares y se propone lograr los cambios en el menor tiempo posible.
La resistencia activa no violenta
plantea estrategias de lucha asentados en la fuerza de los valores �ticos con los
que se opone a las acciones injustas
del agresor a cuya conciencia apela: permanece en las fronteras de los marcos
legales, los transgrede con acciones
pac�ficas cuando �stos son claramente injustos. Y su lucha es a largo plazo pero,
al mismo tiempo, m�s profunda.
La resistencia pasiva, por el contrario, rehuye la acci�n y permite, con ello, la
permanencia de situaciones de
injusticia. De un tiempo a la fecha los movimientos sociales han empezado a
revalorizar las formas de resistencia
civil a tal grado que cualquier forma de resistencia armada les resulta
extempor�nea y, por dem�s, riesgosa.

En Nuestra Am�rica, la resistencia es parte sustancial de su historia y de su


cultura y el t�rmino ha quedado
incorporado al l�xico popular y al acad�mico. Ha tenido m�ltiples formas,
diferentes actores, diversos campos de
acci�n, como expresi�n de los esfuerzos por sacar adelante un proyecto alternativo
de desarrollo que preserve la
soberan�a de los pa�ses y la identidad de sus culturas sin que ello implique
necesariamente negarse a la apertura al
mundo. Quinientos a�os de agresiones, imposiciones forzadas y expoliaciones por
parte de los pa�ses coloniales
(Europa y Estados Unidos), pero tambi�n de las oligarqu�as y elites nacionales,
acicateadas por la obsesi�n de
imponer por la fuerza el modelo occidental de desarrollo, han suscitado movimientos
pol�ticos y sociales de
oposici�n en defensa de sus modos de vida y de producci�n (material y simb�lica) y,
como pa�ses independientes,
de su soberan�a e identidad.

Guillermo Bonfil Batalla utiliza con frecuencia la expresi�n cultura de


resistencia. �sta se refiere a la
resistencia militar de los indios, en la que siempre han sido derrotados, pero
tambi�n a la resistencia cultural que
han presentado al modelo de desarrollo que no sienten como propio y del cual se
saben excluidos. Los grupos
indios resisten para lograr la permanencia de sus espacios de cultura, se oponen a
las innovaciones si les son
impuestas desde fuera y se apropian elementos de otra cultura cuando pueden
mantener el control sobre ellos. Si
bien esta cultura de resistencia alcanza su mayor densidad en la lucha de los
pueblos indios de Am�rica, los dem�s
sectores subalternos no quedan excluidos de ella.

No ha de pensarse, por ello, como se afirma con frecuencia, que la resistencia de


estos sectores, grupos o
clases sociales es s�lo rechazo y oposici�n a lo que viene de fuera: el progreso.
Cuando esto sucede es porque el
grupo subalterno considera que lo que viene de fuera de su �mbito cultural aunque
se presente bajo la m�scara de
progreso, no ha de asumirse a cualquier precio. En muchos casos, sin embargo, la
resistencia se combina con la
complicidad de lo otro, que estos grupos se apropian y asimilan sin sacrificar lo
espec�fico de su cultura.

Boff, Leonardo. �M�stica y resistencia�, en Cencos, a�o X, n�m. 130, noviembre


1994, M�xico. Bonfil B.
Guillermo. M�xico profundo, CNCA-Grijalbo, M�xico, 1989. Corral Corral, Manuel de
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y Colaboraci�n�,
enEnciclopedia de las Ciencias Sociales, col. Historia de las Ideas, Asuri de
Ediciones, Bilbao, 1981. Thoreau,
Henry D. Desobediencia civil, Ediciones Antorcha, M�xico, 1983.

(V�ase: Comunicaci�n alternativa, Democracia).

(MJCC)
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RITMO.

Del lat�n rhythmus, y �ste del griego rythm�s, fluir. Grata y armoniosa combinaci�n
y sucesi�n de voces, cl�usulas
y pausas o cortes en el lenguaje po�tico o prosaico. Fig. Orden acompasado en la
sucesi�n de las cosas.

Desde los inicios de la filosof�a se ha establecido que el ritmo es un elemento


dentro de las leyes
fundamentales del universo, que rigen tanto la fenomenolog�a de la materia como del
esp�ritu. Partiendo de las
variaciones l�gicas de contenido en cada �poca, el ritmo vendr�a a ser la �nica
constante en el seno de la historia,
lo que establece un cierto orden en el movimiento y evita que la dictadura de
formas r�gidas desgaste el idioma-
motivo �que no triunfa opreso en la inercia de las formas hechas�, seg�n apunt�
Alfonso Reyes en
susProleg�menos a la Teor�a Literaria (Reyes, 1986: 29-30 y 214).

Pit�goras trat� de explicar el equilibrio mediante principios num�rico-musicales


patentes en la naturaleza.
El sentido r�tmico es lo que da la impresi�n m�s profunda de variantes, mediante el
abandono interior que nos
vuelve a la percepci�n primitiva o intuitiva, anterior al lenguaje. De este modo
podemos concluir que el ritmo,
como elemento preexistente a la palabra, se incub� en la euritmia eid�tico-
emocional que experimentaron los seres
humanos ante lo inexplicable. Surge as� la poes�a ligada a la m�sica y a la danza,
arte de la palabra que el tiempo
desligar� de �stas para conservar s�lo el elemento musical del ritmo. Ritmo es pues
movimiento acompasado,
pero tambi�n indefinido; un dinamismo que rige la vida del esp�ritu, est�tico y no
mec�nico, cuyo fundamento
num�rico servir� para buscar el tiempo de lo real subjetivo en la dial�ctica
especial del sentimiento.
Al enlazar los elementos del tiempo con los del espacio, a trav�s de la
contemplaci�n est�tica se llega
alritmo ideal, el que comunica a la idea con la emoci�n que le dio origen para que
a su vez comunique esa misma
emoci�n al �nimo del escucha. Puesto que las ideas prevalecientes modifican el
inter�s en los fen�menos sociales,
su variaci�n r�tmica ser� eterna; y hablando de poes�a, la belleza quedara
condicionada a la coincidencia r�tmica
entre el movimiento real de las cosas ya acomodadas a lo interno, como asegur� Jos�
Vasconcelos en su ensayo
sobre la teor�a pitag�rica y el movimiento.

En t�rminos de ritmo, la poes�a mantuvo dos criterios: el cuantitativo o num�rico


por s�labas, y el acentual,
mucho m�s intelectualizado, dado que el acento fue el triunfo de la raz�n
estimativa de los pueblos al fijarse las
lenguas vern�culas. La volubilidad extra�a con que se fijaron estos criterios
acent�ales es lo que predomina hasta
nuestros d�as bajo el nombre de ritmo libre. Hoy, las teor�as cuantitativas del
ritmo po�tico casi han sucumbido,
pero se vuelve a ellas durante los periodos llamados helen�sticos que, a decir de
Rosario Castellanos, son �pocas
m�s bien est�riles para el arte, cuyas tentativas mim�ticas s�lo multiplican
teor�as y poco aportan a la creatividad.

En este terreno libre la complicaci�n formal se triplica. Por un lado, el artista


obedece y es producto del
movimiento que le impone su tiempo, pero tambi�n responde al ritmo interior que la
vida le imprime a su
emoci�n; por �ltimo, ambos principios deben enlazarse con la armon�a est�tica. El
arte menor se consume en la
lucha entre forma y fondo, y s�lo el mayor, en la mente de un poeta revolucionario,
consigue conjurar los tres
principios que lo hacen portavoz de y testigo de su acontecer global. Conviene
precisar que los ritmos empleados
en las distintas corrientes po�ticas pretendieron disponer el �nimo p�blico con la
emoci�n original: los rom�nticos
son ritmos exacerbados y yuxtapuestos, elevadores del tema humano; los helen�sticos
son pares, masculinos y
fr�os, hechos m�s para deleitar el o�do, como en la �poca latina decadente cuando
aparece la rima dirigida a excitar
la memoria de las clases incultas, objetivo inmediato de la Iglesia. M�s tarde, a
partir del siglo XVI, los culteranos
rescatan la rima para exaltar la belleza. En M�xico, s�lo Sor Juana logr� concretar
en el ritmo ultrabarroco, oscuro
y dif�cil, el de la emoci�n est�tica con el saber cient�fico, base de la t�cnica
moderna del ensayo, la novela actual y
la poes�a libre.

Los ritmos importados comenzaron a romperse en Hispanoam�rica con la poes�a de


D�az Mir�n, quien
tambi�n abati� las repeticiones conson�nticas e introdujo como elementos de un
ritmo nuevo la disonancia y la
heteroton�a, planteados t�cnicamente por G. Kahn y Jules Laforgue en Francia.
Seguidores del versolibrismo
fueron Gonz�lez Rojo (Estudio en cristal, Dar�o y Gorostiza (Muerte sin fin), entre
otros autores cercanos al
concepto de la deshumanizaci�n del arte tratado por Ortega y Gasset, cuando la
inteligencia conceptual y alejada
del facilismo parec�a obra inhumana. Lo cierto es que los ritmos actuales y su
estructura apelan a la comprensi�n
de un lector inteligente y preparado, y as� la poes�a y el arte culto en general
tienden a la impopularidad. Este
desacuerdo aparente entre forma, fondo y comunicabilidad, seg�n los expertos, ha de
resolverse mediante el arte
ilimitado. Ante este problema, la Filosof�a, como madre de la Est�tica, tendr� que
exponer sus temas de manera
orquestal e interdisciplinaria, no como canon, sino como factor exponencial de la
unidad en la variedad
fenomenol�gica de Latinoam�rica.
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During, Ingemar. Arist�teles: exposici�n e interpretaci�n de su pensamiento, UNAM,
M�xico, 1987.
M�ndez Plancarte, Alfonso. D�az Mir�n, poeta y art�fice. Jos� Porr�a, M�xico, 1954.
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Cultura Econ�mica, M�xico,
Col. Letras Modernas, 1980. Xirau, Ram�n. Poes�a iberoamericana Contempor�nea, SEP-
Diana, M�xico, 1979.

(V�ase: Est�tica, Po�tica, Verso libre).

(GEG)

ROMANTICISMO.

Movimiento filos�fico y art�stico con profundas repercusiones sociales que se


desarroll�, principalmente, en las
literaturas europeas y americanas seg�n sus variables ling��sticas, culturales e
hist�ricas; fue el argentino Esteban
Echeverr�a quien, influido por su estad�a en Francia, introduce el Romanticismo en
nuestra Am�rica a trav�s de la
l�rica con su poema Elvira o la novia del Plata de 1832. Sin embargo, para algunos
estudiosos este m�rito le
corresponde al poeta cubano Jos� Mar�a Heredia y Heredia, pues en su libro Poes�as
de 1825 ya est� presente la
subjetivaci�n rom�ntica de la naturaleza y del paisaje como proyecci�n de estados
de alma y de sentimientos
nacionales y americanistas; as� tambi�n como la nostalgia del pa�s natal por el
padecimiento del exilio. Ahora bien,
sea cual fuere su filiaci�n gen�tica, se tiene que decir que irrumpi�
ostensiblemente en la filosof�a y en la literatura
del siglo XIX al afirmar el patriotismo y el comunitarismo, en un ir hacia la
alteridad, sin excluir la raz�n cr�tica;
en especial en lo que hoy es Am�rica Latina y el Caribe, donde si bien es dif�cil
definirlo filos�ficamente, sustenta
el pensamiento americanista en la utop�a social (v�ase utop�a), la educaci�n y en
la literatura al servicio de la
construcci�n de las nuevas naciones y del proyecto emancipatorio (descolonizador)
en lo mental y en lo cultural.

Lo anterior puede apreciarse en la producci�n escrita de F. Miranda, S. Bol�var,


Fr. S. T. de Mier, S.
Rodr�guez, Andr�s Bello, D. F. Sarmiento, I. M. Altamirano, Jos� Mart� y J. E.
Rod�. Muchos escritores
rom�nticos fueron tambi�n luchadores sociales, pol�ticos, ensayistas y periodistas.

Los precursores del Romanticismo los podemos encontrar en Inglaterra y Francia


(Rousseau), pero
filos�ficamente nace en Alemania con el antecedente del movimiento Sturm und Drang
(tempestad e �mpetu) cuyo
prop�sito, entre otros, era superar los limites kantianos impuestos a la raz�n
humana por medio del sentimiento, la
fe o la experiencia m�stica. Dicho movimiento se desenvolvi� como una filosof�a
irracionalista en torno a Herder y
Jacobi con la participaci�n de poetas j�venes como Goethe y Schiller. Fichte (1762-
1814) impulsa el
Romanticismo identificando el Yo no intelectivo con la raz�n infinita, entidad
donde podr�a alcanzarse el
conocimiento superior o de la divinidad. Pero el fil�sofo por excelencia del
Romanticismo es Federico Schelling
(1775-1854), para quien el mundo era un poema creado por un principio denominado
Absoluto y el artista, no el
fil�sofo, era el m�s capaz de revelarlo. Cuando se pasa de la raz�n finita a la
infinita, afirmando el valor de lo
subjetivo en funci�n de la fe, la moral, el sentimiento, la pasi�n, la imaginaci�n
y la libertad individuales, aparece
tambi�n la definici�n rom�ntica del arte como creaci�n y originalidad absolutas, en
contraste con la imitaci�n o
recreaci�n de la realidad natural, lo racional, objetivo y utilitario de la
est�tica cl�sica y neocl�sica.

El fundador del Romanticismo literario fue el fil�sofo alem�n Federico Schlegel


(1772-1829), quien
propone la infinitud del sentimiento personal, intransferible y casi siempre
incomunicable, como el espacio donde
se fragua la poes�a: fen�meno evolutivo, siempre inconcluso, en oposici�n al modelo
neocl�sico. As� lo plantea en
el texto inaugural del Romanticismo en 1798, publicado en la revista Athenaeum.
Algunas de las tendencias
principales del Romanticismo, adem�s de las mencionadas, son el primado de la
intuici�n y la s�ntesis sobre la
raz�n anal�tica; la preferencia por lo grandioso e incluso ca�tico en oposici�n a
la medida y al orden; por lo
imprevisible, oculto, contrastante y contradictorio, pat�tico o pintoresco: con el
Romanticismo surge el
Costumbrismo, el inter�s por el folklore y por lo popular, y, asimismo, por lo
ex�tico, lo nocturno, lo fant�stico, lo
sobrenatural y por el pasado, especialmente por el de la Edad Media. El
Romanticismo es irrelevante a las formas,
din�mico e historicista, aunque tambi�n providencialista y tradicionalista. Por
todo lo dicho, sin perder de vista lo
universal, defiende las diferencias locales y nacionales, destacando el genio en lo
individual o en las disposiciones
espec�ficas de los pueblos. Las formas literarias cultivadas por el Romanticismo
fueron la l�rica, el drama �sin
respetar las unidades cl�sicas�, la novela hist�rica, el diario, las memorias, las
confesiones y los relatos de viajes.

El Romanticismo surge en Europa occidental a fines del siglo XVIII en discrepancia


con la hegemon�a de la
raz�n instrumental de la Ilustraci�n y se agota hacia 1850 impugnado por la nueva
est�tica del Realismo. En
nuestra Am�rica dura todo el siglo XIX, pero se fecha normalmente entre 1830 y
1880. Pol�tica y econ�micamente
es tributario de la Revoluci�n Francesa y de la Revoluci�n Industrial, asoci�ndose
con el liberalismo burgu�s. No
obstante, sus manifestaciones fluct�an entre el tradicionalismo y el progresismo,
como en los casos ejemplares del
restaurador Chateaubriand y el revolucionario V�ctor Hugo. Es una revoluci�n
cultural, la expresi�n de la
sensibilidad de una sociedad nueva en la que crecen los conflictos entre la
burgues�a en ascenso y la emergencia de
nuevos sujetos y clases sociales, como el proletariado. El socialismo ut�pico es de
filiaci�n rom�ntica. En
ocasiones, es tambi�n una reacci�n de alarma en contra del cientificismo y el
industrialismo modernos, como se
aprecia en la novela Frankenstein (1818) de la escritora inglesa Mary Shelley.
Alcanz� un gran desarrollo de
influencia mundial en Francia, donde mostr� su vitalidad el 25 de febrero de 1830
con el estreno de la pieza
teatralHernani o el honor castellano de V�ctor Hugo, cuyo pr�logo constituy� el
manifiesto del Romanticismo.
Equivalente a este acontecimiento, el triunfo del Romanticismo en Espa�a se fecha
en 1835 con el estreno del
drama Don �lvaro o la Fuerza del sino, del pol�tico liberal �ngel de Saavedra
(Duque de Rivas).

La literatura latinoamericana nace propiamente con el Romanticismo junto con


objetivos misioneros, tales
como definir las identidades nacionales diferenci�ndolas de Espa�a, reconocer las
caracter�sticas geogr�ficas e
hist�ricas, revalorar el pasado prehisp�nico y combatir la esclavitud, revelar los
usos, costumbres y tipos populares,
plasmar los hechos heroicos de la insurgencia y las luchas posteriores en defensa
de las soberan�as, para crear
conciencia nacional y tradici�n cultural. De ah� el �nfasis en la b�squeda de
originalidad y autonom�a literarias.
Esto se manifest� espont�neamente en la aparici�n de g�neros y temas aut�ctonos con
base en la asimilaci�n
ecl�ctica (mestizaje, transculturaci�n, heterogeneidad o hibridez) de los
presupuestos rom�nticos europeos. Son
ejemplares en este sentido Tradiciones Peruanas (1872 a 1918) de Ricardo Palma y lo
que podr�a llamarse Novela
Ensayo, tales como Facundo (1845) de D. F. Sarmiento; Una excursi�n a los indios
ranqueles (1870) de Lucio V.
Mansilla; o Los cap�tulos que se le olvidaron a Cervantes (1895) de Juan Montalvo.
Obras, entre otras, que
incorporan la tradici�n oral o en las que se mezclan relatos, poemas, historia,
pol�micas pol�ticas, autobiograf�as,
temas sociol�gicos e incluso documentos y notas a pie de p�gina. Otros autores y
textos imprescindibles del
Romanticismo latinoamericano son los extensos poemas narrativos y l�ricos Mart�n
Fierro (1872 y 1879) de Jos�
Hern�ndez y Tabar� (1888) de Juan Zorrilla de San Mart�n; y las novelas Sab (1814)
de Gertrudis G�mez de
Avellaneda; Mar�a (1867) de Jorge Isaacs; Cecilia Vald�s (1882) de Cirilo
Villaverde; Enriquillo (1882) de
Manuel de Jes�s Galv�n, y Los bandidos de R�o Fr�o (1889-1891) de Manuel Payno.

Asimismo, en el Romanticismo latinoamericano fueron particularmente destacables el


Ensayo, el
Periodismo, la Cr�nica y la Novela costumbristas, el Follet�n, el Teatro
criollista, los Epistolarios de hombre
p�blicos y tambi�n la Oratoria. En cuanto temas y tendencias propios aparecen el
indianismo como idealizaci�n del
pasado ind�gena; el negrismo o la mulatez con prop�sitos sociales antiesclavistas;
y en Argentina la poes�a
gauchesca de car�cter popular y social. Identificado con las causas
independentistas, con la desestructuraci�n de la
sociedad colonial y con la estructuraci�n de las nacionales, el Romanticismo
latinoamericano enalteci� la libertad y
la dignidad humanas y favoreci� los temas hist�ricos, sociales y populares m�s que
los fan�ticos o sentimentales.
Los escritores rom�nticos tuvieron una gran conciencia de la realidad circundante
y, en su momento, de la funci�n
social de la Literatura, por lo que en el Subcontinente las notas subjetivas e
imaginativas y el autonomismo est�tico
se equilibraron, en lo general, con los prop�sitos objetivos y �ticos.

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(V�ase: Emancipadores mentales, Ensayo, Historia de las ideas).


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(ALG)

SENTIMIENTO DE INFERIORIDAD.

Consiste en la minusvaloraci�n o disvaloraci�n hecha por el mexicano de su propio


ser. Nace al medirse y
compararse con normas y valores ajenos. La cuesti�n es elevada a categor�a
filos�fica por Samuel Ramos (1897-
1959) en El perfil del hombre y la cultura en M�xico, donde el sentimiento de
inferioridad adquiere rango de nota
fundamental del hombre mexicano, cre�ndose as� la primera antropolog�a filos�fica
de la cultura nacional.

Samuel Ramos, m�s all� de la sociolog�a y de la psicolog�a, obtiene su objeto de


una filosof�a de la historia
creada por �l, cuyas categor�as no pierden su significado ante nuevas visiones de
la historia. El sentimiento de
inferioridad permea la vida nacional. Tiene su origen en los acontecimientos
hist�ricos del pa�s y se expresa en una
configuraci�n antropol�gica. En la primera mitad del siglo lo expresan distintos
grupos sociales a trav�s de
espec�ficos rasgos psicol�gicos. El sentimiento de inferioridad se ha manifestado
en la historia de diversas
maneras. La constante de su proceso ha sido la �comparaci�n�, efectuada por la
valoraci�n y la definici�n de lo
nacional en relaci�n con otros par�metros culturales. El sentimiento de
inferioridad aparece en la Colonia. Al inicio
se configura bajo dos v�as: la ind�gena y la del espa�ol radicado en Am�rica. La
conquista y la colonizaci�n,
espiritual principalmente, minusvaloran al hombre y la cultura de la tierra; el
ind�gena experimenta c�mo realiza su
trabajo para beneficio del conquistador y c�mo en el producto del mismo queda
ahogada su voluntad creadora,
sobresaliendo el signo de humillaci�n y de dominaci�n. La humanidad ind�gena es
reducida a hom�nculos, seg�n
la expresi�n de Gin�s de Sep�lveda, pues no se le reconoce plena capacidad para la
religi�n y la cultura ni para el
propio gobierno. Los espa�oles y los criollos ven igualmente disminuida su
humanidad.

El espa�ol avecinado en Am�rica pretende continuar la vida espa�ola, pero no es


europeo porque habita en
Am�rica, tampoco es americano porque conserva su sentido europeo de vida. El
criollo y algunos mestizos son
confinados a desempe�ar cargos burocr�ticos menores y carecen de los privilegios
habidos para los espa�oles
peninsulares. El testimonio m�s acendrado se debe a Antonio de Ahumada, quien hace
una exposici�n de los
agravios recibidos de los peninsulares, bajo el argumento de una supuesta cortedad
racional.

En el per�odo independiente el sentimiento de inferioridad se agudiza: unos


mexicanos intentan proseguir
formas pol�ticas y religiosas del pasado colonial; otros, proporcionadores del
sentido hist�rico, procuran asegurar
el itinerario de la modernidad. Esta fragmentaci�n del hombre, producto de las
luchas internas y la p�rdida del
territorio norte�o, conducen al pesimismo y la desconfianza, semillas hist�ricas de
la extranjerizaci�n del
porfiriato, cuando se adoptan patrones de vida europeos, ajenos a la realidad
circundante, para ponerse a la altura
de las civilizaciones de Europa. Se produce ya el hecho que proporciona a Samuel
Ramos el fundamento emp�rico
de su explicaci�n filos�fica: un abismo entre los ideales y la realidad, aumentando
el sentimiento de inferioridad.
El mexicano desvalora su propio ser y su realidad. Oculta su realidad de la mirada
propia y sustituye su ser
aut�ntico por uno ajeno que le parece superior. Prueban lo afirmado las leyes de
inmigraci�n de la �poca.
Fomentan la colonizaci�n con razas que mejoren la propia, pues �sta padece de
pereza, estupidez, pobreza, fealdad,
producto de la mezcla de dos razas inferiores; opini�n de los extranjeros y
mexicanos. Por su parte los nacionales
consideran que lo extranjero es superior por el hecho de ser tal.

Nuestra centuria muestra dos formas de sentimiento de inferioridad y ocultamiento


del ser aut�ntico, como
efecto de la Revoluci�n Mexicana y ante la crisis europea: la nacionalista y la
europeizante. Los primeros se
refugian en un �nacionalismo estrecho�: rechazan todo lo extranjero y elevan
caracteres pintorescos a valores
nacionales. Los segundos abandonan idealmente el entorno y niegan sus ra�ces
culturales; se dan a la tarea de
imitar sistemas, ideolog�as y valores de factura extranjera que consideran los
�nicos v�lidos. En ambos casos
ocultan la realidad hist�rica.

Con la ayuda del psicoan�lisis adleriano, Samuel Ramos identifica dos tipos
psicol�gicos urbanos, que
manifiestan el sentimiento de inferioridad de distinta manera: el �pelado� y el
�burgu�s mexicano�. El �pelado�,
exento de todo privilegio y prerrogativa social, acusa el mayor grado de
sentimiento de inferioridad, manifiesto en
la protesta viril. El �burgu�s mexicano� trata de evitar el desprecio y la
humillaci�n haciendo alarde de su
inteligencia y su conocimiento en forma importuna. Ambos presentan los siguientes
caracteres antropol�gicos:
ocultamiento del propio ser ante s� mismos, excesiva susceptibilidad patri�tica,
desfasamiento entre la realidad y lo
deseado, desconfiados, intolerancia al desprecio y la humillaci�n, desarmon�a
interior, temerosos de que se
descubra su aut�ntico ser.
El sentimiento de inferioridad es concebido por Samuel Ramos tambi�n en t�rminos
de complejo de
inferioridad. El sentimiento de inferioridad es una configuraci�n antropol�gica
construida a partir de los
acontecimientos hist�ricos, generando una conceptuaci�n filos�fica, legal y
cient�fica sobre la naturaleza ind�gena
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y la de los avecinados en Am�rica. El complejo de inferioridad es la vivencia y
manifestaci�n psicol�gica del
sentimiento de inferioridad de los grupos sociales.

El pensamiento de Ramos no ha perdido vigencia, ni como an�lisis filos�fico de la


realidad mexicana ni en
la aplicaci�n a los mexicanos. Tuvo disc�pulos dentro la filosof�a, pero han
sobresalido las obras de aqu�llos que
toman sus lecciones como punto de partida para estudios psicol�gicos y
sociol�gicos.

B�jar Navarro, Ra�l. El mexicano, UNAM, M�xico, 1979. D�az Guerrero, Rogelio.
Psicolog�a del
mexicano, Trillas, 5� ed., M�xico, 1990. Gonz�lez Navarro, Mois�s. Los extranjeros
en M�xico y los mexicanos en
el extranjero, Colegio de M�xico, 3 vols., M�xico, 1994. Molina Enr�quez, Andr�s.
Los grandes problemas
nacionales, Era, 4� ed., M�xico, 1983. Ramos, Samuel. El perfil del hombre y la
cultura en M�xico, O.C., vol. I,
UNAM, M�xico, 1975. Ramos, Samuel. �En torno a las ideas sobre el mexicano�, en C.
A., a�o X, vol. LVII, n�m.
3, mayo-junio, 1951, pp. 103-114. Varios autores. Estudios de historia de la
filosof�a en M�xico, UNAM, 3� ed.,
M�xico, 1980.

(V�ase: Caracterolog�a del mexicano).

(EMG)
SEXISMO.

En Am�rica Latina se utiliza sobre todo como sin�nimo de machismo, entendido como
rechazo violento o
desinter�s y menosprecio por todo lo femenino. No obstante, se trata de una
categor�a elaborada por el feminismo
internacional de los a�os sesenta, con analog�a a la palabra racismo, para definir
el orden pol�tico y simb�lico que
construye el modelo de lo humano con un sexo, discriminando al otro.

El sexismo es el conjunto de pr�cticas sociales que mantienen en situaci�n de


subordinaci�n y explotaci�n
a un sexo, valorando positivamente al otro. El sexo que sufre el menosprecio
sistem�tico en todos los �mbitos de la
vida y las relaciones humanas es el femenino.

El desequilibrio sexual del poder, la represi�n de la sexualidad femenina y la


divisi�n del trabajo por sexos
son las manifestaciones m�s evidentes del sexismo. La sexualidad femenina es tan
menospreciada en las culturas
sexistas que s�lo se le define como la contraparte de la actividad f�lica.
Asimismo, la divisi�n sexista del trabajo
utiliza la funci�n de cada sexo en la procreaci�n para condenar a las mujeres a
actividades repetitivas y ahist�ricas
consideradas naturales, y respetar la socializaci�n del trabajo masculino.

Las culturas sexistas reconocen valor s�lo a las actividades remuneradas. Las
carreras, cargos y profesiones
clasificados para hombres y para mujeres, se diferencian no tanto por su nivel de
responsabilidad sino por la
desigualdad de salarios y, por lo tanto, de reconocimiento.

En el lenguaje, el sexismo se manifiesta en refranes, insultos, proverbios,


chistes y piropos que rebajan el
cuerpo y la vida de las mujeres, sus pensamientos, actividades y relaciones
afectivas. El mestizaje latinoamericano,
construido sobre la apropiaci�n del cuerpo de las americanas por parte del
conquistador europeo, ha construido a
una terminolog�a denigrante del mestizaje como fruto de una violaci�n. Por ejemplo,
el t�rmino chingar en M�xico
significa violar y los mexicanos se insultan entre si llam�ndose �hijos de la
chingada�.

Asimismo, la estructura profunda de las lenguas neolatinas sustentan la idea de


que el modelo es el hombre;
el g�nero masculino domina siempre sint�cticamente. �Parece que directa o
indirectamente, el hombre ha querido
dar su genero al universo, como dio nombre a sus hijos, a su mujer o a sus bienes.
El peso de esta condici�n en las
relaciones entre los sexos en el mundo, en las cosas, en los objetos, es inmenso�
(Irigaray, 1992: 29).

La antropolog�a de las mujeres, al definir el sexismo como una �econom�a pol�tica


del sexo�, lo engloba en
la categor�a de sistema de sexo-g�nero. El sistema de sexo-g�nero es �el conjunto
de disposiciones por el que una
sociedad transforma la sexualidad biol�gica en productos de la actividad humana, y
en el cual se satisfacen esas
necesidades humanas transformadas� (Rubin, 1976: 97). Es la transformaci�n de una
diferencia biol�gica en
desigualdad social. Para las comunic�logas, simb�licamente esta desigualdad se
convierte en un androcentrismo u
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orden simb�lico falogoc�ntrico, el cual implica que en �la actual civilizaci�n
�nicamente hay sujetos sociales
masculinos; no pueden haber mujeres reales, porque el sujeto s�lo existe y se
piensa a partir de la diferencia sexual
producida por el narcisismo del pene y su discurso� (Hern�ndez y Mendiola, 1995: l
16).

Seg�n la fil�sofa Celia Amor�s, el sexismo es una ideolog�a que influye en el


discurso filos�fico de dos
maneras: a) como condicionante inmediato del modo como la mujer es pensada y
categorizada en la
sistematizaci�n filos�fica de las representaciones ideol�gicas, y b) como
condicionante mediato de la mala fe de un
discurso que se constituye como la forma por excelencia de relaci�n conscientemente
elaborada con la concreta
historicidad del hombre y procede a la exclusi�n sistem�tica de la mujer de ese
discurso. La ideolog�a sexista se
manifiesta, por lo tanto, en las formas que emplea el discurso filos�fico para
escamotear la humanidad plena de las
mujeres, convirti�ndolo en un discurso limitado, �resentido de la falsedad que
lleva consigo la percepci�n
distorsionada de la misma, precisamente para un discurso que se pretende a s� mismo
el discurso de la
autoconciencia de la especie� (Amar�s, 1982).

Amor�s, Celia. �Rasgos patriarcales del discurso filos�fico: notas acerca del
sexismo en filosof�a�, enHacia
una cr�tica de la raz�n patriarcal, Antropos, Madrid, 1982. Hern�ndez R., Ma. Adela
y Mendiola,
Salvador.Apuntes de Teor�a de la Comunicaci�n, UNAM, M�xico D. F., 1995. Irigaray,
Luce. Yo, t�,
nosotras, C�tedra, Madrid, 1992. Rubin, Gayle. �El tr�fico de mujeres: notas sobre
la econom�a pol�tica del
sexo�, Nueva Antropolog�a, vol. VIII, n�m. 30, M�xico D. F. noviembre de 1986. Sau,
Victoria. Un diccionario
ideol�gico feminista, Icaria, Barcelona, 1981.

(V�ase: Diferencia sexual, Feminismo, G�nero, Movimiento l�sbico homosexual).

(FGC)
SISTEMA DE CONEXIONES.

Esta noci�n tiene como base la idea de que toda �poca hist�rica posee un car�cter
estructural. Es decir, el recorte
de un espacio hist�rico puede ser considerado para su estudio como una totalidad
que se desarrolla y en la que sus
elementos se encuentran articulados y en movimiento. Las objetivaciones culturales
que resultan de la actividad de
los seres humanos en la prosecuci�n de sus fines son parte y producto de esa
estructura hist�rica. Analizar qu� tipo
de relaci�n mantienen entre s� en el momento hist�rico concreto en que se producen
para comprender su funci�n
social dentro del sistema epocal al que pertenecen, es cuesti�n que el investigador
deber� de llevar a cabo
revalorizando, entre otras cosas, el papel del sujeto hist�rico en su proceso de
hacerse a s� mismo.

El historiador de las ideas y fil�sofo argentino Arturo Andr�s Roig (1922) retoma
esta expresi�n hegeliana,
haciendo una cr�tica de los presupuestos sobre los que se construye esta filosof�a.
Trata de volver a pensar acerca
de la naturaleza y funci�n de la filosof�a y de los cambios en el rubro de la
historiograf�a filos�fica que devienen,
en tanto se ponga en evidencia la injustificada preeminencia del sujeto sobre el
objeto, el concepto respecto a la
representaci�n y la esencia sobre la existencia.

Roig usa este vocablo para apoyar su propuesta acerca de la necesidad de


reconstruir la historia de las ideas
mediante una �ampliaci�n metodol�gica�. Lo que significa incorporar el aspecto
econ�mico como categor�a
fundamental en el an�lisis filos�fico, observar cu�l es la relaci�n que guardan las
ideas filos�ficas con otras
manifestaciones culturales, dejar de concebir a la filosof�a como un sistema
autosustentante, se�alar la naturaleza
ambigua de la conciencia en tanto que �oculta y manifiesta�.

Con el concepto sistema de conexiones, Roig pretende mostrar el v�nculo existente


entre filosof�a y otros
campos del saber, especialmente con la pol�tica e ideolog�a para con ello extender
los m�rgenes de la investigaci�n
filos�fica. Mediante el sistema de conexiones, seg�n el autor, es posible rebasar
los l�mites espec�ficos desde donde
aparece y puede orientarse el an�lisis de un evento, obteniendo as� una visi�n m�s
abarcadora de la totalidad.

Aunque en apariencia el significado hegeliano del sistema de conexiones parece


conservarse, en realidad no
es as�. Para el fil�sofo alem�n era algo natural que al abocarse al estudio de las
ideas filos�ficas hubiera de
considerarse otras esferas de la cultura, ya que exist�a una relaci�n esencial y
universal entre todos estos aspectos
por ser uno el Esp�ritu que se manifestaba necesariamente a trav�s de ellos. La
diversidad que supone la unidad del
Absoluto cobraba sentido s�lo en la medida que cada aspecto era reintegrado a la
totalidad mediante la raz�n. La
filosof�a cumpl�a esa misi�n y en ese sentido, no obstante que era s�lo una m�s de
las formas de aparecer del
Esp�ritu, era a la vez la actividad que estaba por encima de todas en virtud de que
representaba el autoconocimiento
del Absoluto. Desde el punto de vista de Hegel, la filosof�a surge �nicamente
cuando una �poca hist�rica ha
desarrollado plenamente todos sus elementos por lo que al fil�sofo le corresponde
dar cuenta de lo que ha sido y de
lo que es. Si �la filosof�a es su �poca aprehendida en conceptos� es un sin sentido
incorporar en el discurso
filos�fico lo que a�n no ha sido.

El fundamento del sistema de conexiones hegeliano es un sujeto absoluto alienado


en lo hist�rico concreto.
En Roig, el sistema de conexiones es el supuesto de que la realidad hist�rica en
sus diferentes expresiones se
encuentra articulada no por la obra de un sujeto trascendental sino porque le es
consustancial. No es cuesti�n de
establecer a ultranza un v�nculo necesario de un evento con otros para que cobre
sentido. El sistema de conexiones
no es un concepto que imprima sentido a los acontecimientos, lo que permite es
captar el fen�meno en su
complejidad y riqueza. La contingencia, las rupturas, las irrupciones, lo
prospectivo, etc�tera, por ser instancias de
realidad no pueden ser ajenas al quehacer filos�fico.

Hegel, Georg. Introducci�n a la historia de la filosof�a, Sarpe, col. Los Grandes


Pensadores, Espa�a, 1983.
Hegel, Georg. Lecciones sobre la historia de la filosof�a, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1985, vol. 1.
Roig, Arturo. �El pensamiento latinoamericano y su tratamiento filos�fico�, en
Anuario Latinoam�rica, UNAM,
M�xico, 1974, vol. 7. Roig, Arturo. El pensamiento social de Juan Montalvo. Sus
lecciones al pueblo, Universidad
Andina Sim�n Bol�var, Subsede Ecuador, Corporaci�n Editora Nacional, Ecuador, 1995.
Roig, Arturo. Esquemas
para una historia de la filosof�a ecuatoriana, Ediciones de la Universidad
Cat�lica, Ecuador, 1982.

(V�ase: A priori antropol�gico, A priori hist�rico, Historia de las Ideas).

(SMLCB)
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TIERRA SIN MAL (EL YVY-MAR�E� O LA UTOP�A TUP�-GUARAN� (1539-1997).

El grupo tup�-guaran�, de tronco etnoling��stico ecuatorial, ha sido de los m�s


extendidos en el �rea amaz�nica del
sur americano. En el siglo XVI los tup�-guaran� se encontraban en plena expansi�n y
crecimiento demogr�fico,
hecho que llev� a sus observadores a se�alar el dinamismo como uno de los rasgos
centrales de identificaci�n
�tnica. Este etnodinamismo se mostrar� luego motivado no s�lo por razones seculares
(econ�micas, guerreras, de
venganza, etc�tera) sino, en gran medida, por razones religiosas: la b�squeda del
Yv�-maraey, que es traducida al
espa�ol por los etn�logos guaran� como �tierra sin mal� o �tierra sin maldad�. La
expresi�n Yv� mar�e� (seg�n la
graf�a presentada por Nimuendajd (1914) fue registrada por Montoya en 1639 �y
todav�a es escuchada entre los
Av�-Kat� o Chirip� del Paraguay �y entre los Ava cordilleranos, Yv� imara�...�. El
mismo Meli� (1989: 347)
advierte que la b�squeda de la tierra sin mal se habr�a revestido modernamente de
un cierto misticismo ya que
antiguamente, seg�n Montoya (l639), la yv� mar�e� significaba (tambi�n) �suelo
intacto que no fue edificado� o
�monte de donde no se retir� madera ni fue cercado�. Nimuendajd (1978: 59),
hablando de la religi�n de los
apapokuva-guaran� del Mato Grosso brasile�o, anota que �Mara en Guaran� cl�sico
significa �enfermedad�,
�maldad�, �calumnia�, �tristeza�, etc�tera; Yv� significa �tierra�, e� es la
negaci�n, �sin��. Para los apapokuva, en el
Yv� mar�e�, dice Nimuendajd (1978) viven las almas de los ni�os peque�os (ayvuku�)
que no han tenido ninguna
relaci�n con el alma animal (asygu�) �conforme a su modo natural, principalmente de
Kaguyiv (chicha de ma�z) e
hidromiel.

El Yv� mar�e� �previo al contacto tup�-guaran� con los blancos europeos� era
concebido ciertamente
como un lugar geogr�fico, ya al Este, ya al Oeste, en el que se alcanzaba el pleno
aguiy�-bienestar, consistente en
el encuentro con los antepasados, la abundancia de comida, la superaci�n de la
muerte y el triunfo sobre los
enemigos en un contexto l�dico de canto y fiesta sin fin; �plenitud de su modo de
ser aut�ntico�, seg�n Meli�
(1989). El acceso al Yv� mar�e� se realizaba a trav�s de un largo oguat�-andar bajo
la conducci�n de un cham�n-
profeta o kara� (�se�or�, �hombre sabio�, etc�tera) (Nimuendajd, 1978: 29) en quien
se encarnaba Mair�,
�anderike�. Tamoi o Hyapuguasdva, h�roes culturales �esencialmente �andantes�,
fundadores de casas comunales
y de los primeros mandiocales y maizales� (Branislava, 1975: 149). En estas
ocasiones los kara� pronunciaban
elocuentes discursos para anunciar un mba�-megu�-infortunio, convocar al abandono
de las chacras y el orden
social y emprender un aguat�-andar hacia el Yv� mar�e�v con la esperanza de la
inmortalidad, la abundancia y
elaguiy�-bienestar. Ellos se transformaban en profetas y anunciaban el fin del
mundo por un cataclismo universal;
en ellos se reencarnaban los h�roes civilizadores y m�ticos, ten�an el poder de
transformar a los hombres en
animales; resucitar a los muertos; hacer crecer y fructificar abundantemente los
cultivos (chacras); se comunicaban
con los esp�ritus; eran buenos cantores y oradores que pronunciaban discursos
fervorosos para incitar a la guerra, la
valent�a, a la victimaci�n o a migraciones santas; en fin, eran considerados como
dioses, nacidos de mujer, sin
padre humano (Ruiz de Montoya, 1980; Jean de Lery, 1961 [1880]; Lozano, 1754
[1970]; N�brega, 1844;
D�Abbeyille, 1614; Figueroa, 1904; Nimuendajd, 1978 [1914]; Metraux, 1927, 1930).
Estos dos �ltimos etn�logos
anotan que la b�squeda del Yv�-mar�e� se habr�a intensificado con la llegada del
blanco europeo portador de
enfermedades, opresi�n y muerte; hechos representados como un verdadero mba�-megu�-
infortunio.

La m�s antigua migraci�n conocida hacia el Yv�-mar�e�, anterior a la conquista,


data de 1539,
aproximadamente, cuando unos 12 000 tup�s abandonaron el litoral brasile�o y se
dirigieron hacia los Andes.
Luego, en 1549, trescientos de ellos fueron encontrados en la ciudad de Chachapoyas
de Perd. Fue precisamente
este encuentro lo que permiti� conocer la migraci�n y sus m�viles: tierras nuevas
donde encontrar�an la
�inmortalidad y descanso perpetuo� (La Gasca, 1549; Magalhanes Gandavo, 1922). En
estas migraciones por
causas religiosas, alrededor de cinco entre el siglo XV y XIX (Metraux, 1927), los
tup�s dejaban de practicar la
agricultura, procuraban no radicarse en ning�n lugar, se alimentaban de la caza y
la pesca, ten�an una econom�a de
colecta y �literalmente� de subsistencia (Claude d�Abbeyille, 1614; Clastres,
1975).

A comienzos del siglo XX, una de las migraciones hacia la Tierra sin Mal m�s
conocida ha sido la de los
Apapokuva-guaran� del Mato Grosso tan bien estudiada y presentada por Nimuendajd
(1978 [1914]). Los
apapokuva como otros guaran� vecinos del Paraguay emigraban hacia el Este, hacia el
mar, �nicamente motivados,
seg�n Nimuendajd, por �el temor de la destrucci�n del mundo y la esperanza de
alcanzar la �Tierra sin Mal�, antes
de dicha destrucci�n� (1978: 121). Cuando ellos llegaban a la costa del mar,
superando el espanto que les causaba,
retroced�an tierra adentro, �edificaban una casa de danza y empezaban seriamente a
bailar, con el objeto de llegar
al Yv�-mar�e� a trav�s del agua�. (Nimuendajd, 1978: 123). Para algunos guaran�,
una vez aligerado el cuerpo por
la danza, se elevar�an por el aire �con toda la casa de danza y descender�an en el
Yv�-mar�e�. �As� (concluye
Nimuendajd) han bailado cientos de ind�genas a orillas de la mar, llenos de
entusiasmo y esperanzas; luego ven�a el
terrible desenga�o y el chaman se ve�a en la imperiosa necesidad de dar una
explicaci�n del fracaso de la empresa.
Hab�a habido alg�n error que hab�a destruido el �hechizo� y que a menudo cerraba
para siempre a los peregrinos el
camino al m�s all� (Nimuendajd, 1978: 123).
En la actualidad, este fen�meno se ha reiterado entre los tup�-cocama de la
Amazonia peruana (Regan,
1983; Ag�ero, 1994). Alrededor de 600 tup�-cocama de la regi�n pr�xima al encuentro
del r�o Ucayali con el r�o
Mara��n, siguieron al profeta Francisco da Cruz, venido de Brasil en 1971, y a�n
hoy, 1997, contin�an
prepar�ndose, en �villas� o nuevos pueblos fundados por ellos en el centro de la
selva, para emigrar al r�o Ju�,
afluente del I�a (Putumayo), de lado del Brasil, donde se encuentra �Villa
Alterosa� o la Ciudad Santa. Aqu�, ellos
esperan poder vivir en la abundancia, en igualdad social y moral, y escapar de la
muerte que ser� provocada por un
inminente diluvio de fuego.

D�abbeville, Claude. Histoire de la Mission des Peres capucins en l�Isle de


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(V�ase: Mesianismo, Milenarismo, Providencialismo).

(OAA)

TLAMATILIZTLI.

T�rmino n�huatl cuyo significado literal es sabidur�a; anal�gicamente equivale al


concepto filosof�a.

�Hubo un saber filos�fico entre los n�huas prehisp�nicos? �Se preguntaron e


inquirieron racionalmente
sobre el mundo, el hombre y la divinidad?

Para responder a estas interrogantes, primero diremos qu� se entiende por


filosof�a, y despu�s
mencionaremos las condiciones que se requieren para que exista dicha filosof�a.

Respecto al primer punto, algunos niegan su existencia tal vez por su ignorancia
respecto al tema, por
prejuicio racional o porque consideran que la �nica forma de filosofar es la
griega-occidental, la cual es
sistem�tica, l�gico-racionalista y universal. En cambio, nosotros aceptamos su
existencia porque consideramos que
la filosof�a es el conato de explicar los problemas profundos existenciales del
hombre, por lo que �ste filosofa sin
necesidad de ajustarse a los modelos griego-occidentales o de situarse en
determinada regi�n geogr�fica, ya que lo
que importa es un problema que se ha de enfrentar en la relaci�n del hombre con su
mundo; adem�s, cada cultura
tiene su modo particular, propio e incomunicable de ver el mundo, a s� mismo y a lo
que lo trasciende. Al respecto,
el fil�sofo mexicano Leopoldo Zea en su Introducci�n de la Filosof�a, se�ala:

...ver a cada filosof�a en su concreci�n hist�rica; ...se preguntar� acerca del


valor circunstancial de cada filosof�a,
en vez de afirmar el valor universal de alguna de ellas... afirmamos el car�cter
circunstancial de la filosof�a, de
todas las filosof�as... Si queremos entender a una filosof�a, hay que hacerlo
partiendo desde el horizonte que le es
peculiar... tendr� un sentido, un orden (1953: 14, 15 y 20).

Por su parte, el fil�sofo mexicano Mario Magall�n Anaya en su Dial�ctica de la


filosof�a
latinoamericana,sostiene la existencia de la filosof�a n�huatl desde la cultura,
del paso del nivel m�tico-religioso al
de la duda existencial y desde la cr�tica a la falta de sistematicidad (1991: 19-
40).

En cuanto a las condiciones requeridas para que exista la filosof�a n�huatl,


tenemos al investigador
mexicano Miguel Le�n Portilla quien ha destacado en el desarrollo y sistematizaci�n
de esta tesis con su obra La
Filosof�a N�huatl (1956), entre otras. En su articulo El pensamiento prehisp�nico,
considera que es a trav�s de la
teor�a de la invenci�n hist�rica formulada por Edmundo O�Gorman, por la que podemos
hablar anal�gicamente de
una filosof�a prehisp�nica y de aprehender sus modelos y categor�as propias para
repensarlas, reinventarlas y de
esta manera obtener un sentido para el hombre actual (1963: 15-20); en La filosof�a
n�huatl, se�ala que la hay si se
tiene la existencia:

a) De fuentes hist�ricas que muestren el pensamiento n�huatl acerca del universo,


de la divinidad y del
hombre.

b) De inquietudes y problemas de car�cter filos�fico, as� como de hombres


dedicados a buscar el saber
racional (1983: 6, 52 y 62). En cuanto a las fuentes, el legado documental
prehisp�nico es extremadamente rico,
pero las de m�ximo inter�s para el tema que nos ocupa son: �Textos de los
informantes ind�genas de fray
Bernardino de Sahag�n�: C�dice Matritense del Palacio Nacional, C�dice Matritense
de la Real Academia de la
Historia, y el C�dice Florentino, recogidos por Sahag�n a partir de 1547; Anales de
Cuauhtitl�n, colecci�n hecha
por historiadores ind�genas del siglo XVI, disc�pulos de Sahag�n, y la Colecci�n de
Cantares Mexicanos,recogidos
por los disc�pulos ind�genas de Sahag�n de 1565 a 1575. El acercamiento a esta rica
documentaci�n nos lleva a
afirmar la existencia de una visi�n del mundo, de elaboradas doctrinas religiosas y
de una forma peculiar de
filosof�a n�huatl prehisp�nica. Respecto a la segunda condici�n, referimos algunas
citas que contienen inquietudes
y problemas filos�ficos. As�, se preguntaron sobre el valor de lo que existe
relacionado con el af�n de encontrar
satisfacci�n en las cosas: ��Qu� era lo que acaso tu mente hallaba? �D�nde andaba
tu coraz�n? Por esto dar tu
coraz�n a cada cosa, sin rumbo lo llevas: vas destruyendo tu coraz�n. Sobre la
tierra, �acaso puedes ir en pos de
algo?� (�Cantares Mexicanos�, fol. 2 v); se plantearon el problema de la finalidad
de la acci�n humana, buscaron
una explicaci�n racional del sufrimiento, de la vida y de sus obras amenazadas por
el fin del quinto Sol: ��A d�nde
iremos? S�lo a nacer venimos. Que all� es nuestra casa: donde es el lugar de los
descarnados. Sufro: nunca lleg� a
m� alegr�a, dicha. �Aqu� he venido s�lo a obrar en vano? No es �sta la regi�n donde
se hacen las cosas.
Ciertamente nada verdea aqu�: abre sus flores la desdicha� (�Cantares Mexicanos�,
fol. 3 y 4); tambi�n dudaron de
los mitos sobre el m�s all�, porque no estaban satisfechos con las respuestas dadas
por el saber religioso: ��Se
llevan las flores a la regi�n de la muerte? �Estamos all� muertos o vivimos a�n?
�D�nde esta el lugar de la luz pues
se oculta el que da la vida? (�Cantares Mexicanos�, fol. 61 r y 62 r); incluso se
cuestionaron sobre la realidad de
nuestra vida ef�mera: ��Acaso de verdad se vive en la tierra? No para siempre en la
tierra: s�lo un poco aqu�.
Aunque sea jade se quiebra, aunque sea oro se rompe, aunque sea plumaje de quetzal
se desgarra, no para siempre
en la tierra: s�lo un poco aqu�. �Acaso hablamos algo verdadero aqu�, dador de la
vida? ...s�lo es un sue�o... Nadie
habla aqu� de verdad...� (�Cantares Mexicanos�, fol. 5 v, 13 r y 17 r); pero una de
las interrogaciones m�s
profundas y angustiosas les surge ante la honda experiencia de la fugacidad
universal de las cosas llev�ndolos a
buscar una fundamentaci�n del mundo y del hombre: ��Acaso son verdad los hombres?
Por tanto ya no es verdad
nuestro canto. �Qu� est� por ventura en pie? �Qu� es lo que viene a salir bien?
(�Cantares Mexicanos�, fol. 10 v).
Estas interrogantes manifiestan la reflexi�n sobre las cosas y el hombre hasta
llegar a contemplarlos como
problema. Es un empe�o de descubrir problemas y de tratar de resolverlos con la
raz�n elaborando nuevas
doctrinas acerca del hombre, del mundo y de la divinidad. Los hombres dedicados a
la reflexi�n fueron los
tlamatinime sabios o fil�sofos, pero no buscaron el conocimiento por el
conocimiento mismo, sino el conocimiento
que se revela y manifiesta a trav�s de una totalidad, identificable con su
existencia y sus modos de ser
circunstancial e hist�rico; algunas categor�as propias de su pensamiento fueron
expresadas con t�rminos abstractos,
y otras, por el camino de la met�fora; entre otras tenemos la doctrina del ser
humano como el posible due�o de un
rostro y un coraz�n; las diversas concepciones de flor y canto; el ideal de quien
aprende a dialogar consigo mismo
para ense�ar a mentir la materia inerte; la concepci�n de la verdad entendida como
�fijaci�n s�lida o enraizamiento
profundo� la refieren al hombre.
�Cantares Mexicanos�, folios 2 v, 3, 4, 5 v, 10 v, 13 r, 17 r, 61 r y 62 r, en
Le�n Portilla, Miguel. La
Filosof�a N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM, M�xico, 1983, (1956), pp. XVI,
XIX, XX, XXII, 3-27, 52, 55-
60, 62 y 67. Le�n Portilla, Miguel. �El pensamiento prehisp�nico�, en Estudios de
Historia de la Filosof�a en
M�xico, UNAM, M�xico, 1963, pp. 11-72. Le�n Portilla, Miguel. Los Antiguos
Mexicanos a trav�s de sus cr�nicas
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y cantares, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1983, (1961). Le�n Portilla,
Miguel. C�dice Chimalpopoca.
Anales de Cuauhtitl�n y Leyenda de los Soles, UNAM, M�xico, 1992, (1945). Garibay
Kintana, �ngel Ma. Poes�a
N�huatl, Cantares Mexicanos, vol. II, UNAM, M�xico, 1993, (1965), y vol. III, 1993,
(1968). Garibay Kintana,
�ngel Ma. Historia de la Literatura N�huatl, vol. I, Porr�a, M�xico, 1987, (1953),
y vol. III, 1987, (1954).
Magall�n Anaya, Mario. Dial�ctica de la filosof�a latinoamericana. Una filosof�a de
la historia, UNAM, col. 500
a�os despu�s, n�m. 6, M�xico, 1991, pp. 17-40. Zea, Leopoldo. Introducci�n a la
Filosof�a. La conciencia del
hombre en la filosof�a, UNAM, M�xico, 1991, (1953).

(V�ase: In ixtli in y�llotl, In x�chitl in cuicatl, Neltiliztli, Tolt�catl).

(RNN)

TLAMATINIME.

T�rmino n�huatl que literalmente significa �los que saben algo o los que saben
cosas�. Anacr�nicamente equivale
al concepto �fil�sofos�.

Una de las pruebas hist�ricas que tenemos acerca de la existencia de los


tlamatinime, que respondieron a
las preguntas m�s apremiantes de la filosof�a de todos los tiempos, es el C�dice
Matritense de la Real Academia de
la Historia (folio l 18 r y v), en el cual Fray Bernardino de Sahag�n (1499 � 1500-
1590) en una anotaci�n marginal
llama a los tlamatinime �sabios o fil�sofos� porque su actividad se asemejaba de
alg�n modo a los fil�sofos
cl�sicos. Esta fuente revela la imagen ideal de los sabios o fil�sofos y tambi�n
las caracter�sticas de los pseudo-
sabios. La descripci�n de la tlamatiniyotl o esencia del fil�sofo se realiza
metaf�ricamente al se�alar sus rasgos
m�s significativos: �El sabio: una luz... una gruesa tea que no ahuma... un espejo
agujerado por ambos lados. Suya
es la tinta negra y roja, de �l son los c�dices... �l mismo es escritura y
sabidur�a�. Las funciones del tlamatini son:
temachtiani o maestro: �Es camino, gu�a veraz para otros. Conduce a las personas y
a las cosas, es gu�a en los
negocios humanos... es cuidadoso (como un m�dico) y guarda la tradici�n. Suya es la
sabidur�a trasmitida, �l... la
ense�a, sigue la verdad. Maestro de la verdad, no deja de amonestar�; teixcuitiani
o psic�logo: �Hace sabios los
rostros ajenos, hace a los otros tomar una cara (una personalidad), los hace
desarrollarla. Les abre los o�dos, los
ilumina; teyacayani o pedagogo: �Es maestro de gu�as, les da su camino, de �l uno
depende�; tetezcaviani o
moralista: �Pone un espejo delante de los otros, los hace cuerdos, cuidadosos; hace
que en ellos aparezca una cara
(una personalidad)�; cemanavactlaviani o conocedor del mundo f�sico: �Se fija en
las cosas, regula su camino,
dispone y ordena. Aplica su luz sobre el mundo�; mictlanmatini o metaf�sica:
�conoce lo (que est�) sobre nosotros
(y), la regi�n de los muertos�; por �ltimo, resumiendo sus atributos y su misi�n
principal, es netlacanecoviani o �el
que humaniza el querer de la gente�. �Cualquiera es confortado por �l, es
corregido, es ense�ado. Gracias a �l la
gente humaniza su querer y recibe estricta ense�anza. Conforta el coraz�n,... a la
gente, remedia, a todos cura�. En
contraposici�n de los sabios, se dan las caracter�sticas del amo cualli tlamatini,
�sabio no bueno� o pseudo-sabio:
�El falso sabio: como m�dico ignorante, ...dizque sabe acerca de Dios. Tiene sus
tradiciones, las guarda... suya es
la vanidad. Dificulta las cosas... Amante de la obscuridad y el rinc�n... ladr�n
p�blico, toma las cosas. Hechicero
que hace volver el rostro, extrav�a a la gente, hace perder a los otros el rostro.
Encubre las cosas, las hace
dif�ciles... hace perecer a la gente, misteriosamente acaba con todo�.

Existen otras fuentes de importancia hist�rica que mencionan a los tlamatinime o


sabios. Se�alamos
algunas, a saber: Sahag�n en su Historia General de las cosas de la Nueva Espa�a
(1569), en el Pr�logo al Libro I
dice �Del saber, o sabidur�a de esta gente... en el libro d�cimo donde, en el
capitulo XXIX... se afirma que fueron
perfectos fil�sofos y astr�logos...�; en el Libro X, VIII, 9-10 describe: �El sabio
es como lumbre o hacha grande, y
espejo luciente... entendido y le�do... es como camino y gu�a para los otros. El
buen sabio, como buen m�dico,
remedia bien las cosas y da buenos consejos y buena doctrina, con que gu�a y
alumbra a los dem�s... a todos
favorece y ayuda con su saber� y del mal sabio se�ala �...es mal m�dico, tonto y
perdido, amigo... de vanagloria, y
por ser necio es causa de muchos males... peligroso y despe�ador, y enga�ador o
embaucador�. El libro de
losColoquios y Doctrina Cristiana refiere que eran los gu�as m�s elevados �...los
que se dedican a observar el
curso... del cielo... est�n mirando (leyendo)... cuentan (o refieren lo que
leen)... vuelven ruidosamente las hojas de
los c�dices... tienen en su poder la tinta negra y roja (la sabidur�a) y lo
pintado, ellos nos llevan, nos gu�an, nos
dicen el camino�.

Ciertamente, los tlamatinime alejados de la visi�n m�stico-guerrera de Tlaca�lel,


no elaboraron sistemas
l�gicos o racionalistas, pero s� tuvieron dudas e inquietudes que los llevaron a
dialogar consigo mismos, hasta
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llegar a una concepci�n po�tica del mundo, del hombre y de la divinidad. Su
preocupaci�n fundamental de
encontrar la posibilidad de infundir en el hombre una aut�ntica ra�z los llev� a
indagar las diversas concepciones
acerca de flor y canto (v�ase in x�chit1 in cu�catl) que pueden llevar a decir
palabras verdaderas en la tierra; su
doctrina del hombre como el posible due�o de un rostro y un coraz�n (v�ase in ixtli
in y�lotl); el ideal de quien
aprende a dialogar consigo mismo para ense�ar a mentir a la materia inerte (v�ase
tolt�catl); y en su af�n por
encontrar fundamento y ra�z, se preguntaron acerca de la verdad de los hombres
(v�ase neltiliztli). Con estos
planteamientos tratan de llegar a concepciones distintas para dar un sentido a su
existencia dentro de un mundo
amenazado por fuerzas que pueden destruir el actual �sol de movimiento�.

Textos de los Informantes ind�genas de Sahag�n: �C�dice Matritense de la Real


Academia de la Historia�,
en Le�n Portilla, Miguel. La Filosof�a N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM,
M�xico, 1983 (1956), pp. XV,
57, 62-74 y 327. Le�n Portilla, Miguel. �Coloquios y Doctrina Cristiana�, en Los
Antig�os Mexicanos a trav�s de
sus cr�nicas y cantares, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1983 (1961), pp. 125-
128. Le�n Portilla, Miguel.
�El pensamiento prehisp�nico�, en Estudios de Historia de la Filosof�a en M�xico,
UNAM, M�xico, 1963, pp. 12-
13, 24-25, 41-43 y 69. Sahag�n, Fray Bernardino de. Historia General de las cosas
de la Nueva Espa�a, Porr�a,
col. Sepan cuantos, n�m. 300, M�xico, 1992.

(V�ase: In x�chitl in cu�catl, In ixtli in y�llotl, Neltiliztli, Tlamatiliztli,


Tolt�catl).

(RNN)
TOLT�CATL.

T�rmino n�huatl cuyo significado es �artista�. El arte en M�xico Antiguo podemos


conocerlo a trav�s de la
arqueolog�a, y de los textos. Nuestro acercamiento en este art�culo es a trav�s de
estos �ltimos.

Los tlamatinime conceb�an su arte a trav�s del m�todo flores y cantos como
aplicable simb�licamente al
universo y a la vida entera. Esta concepci�n refiere su origen a los toltecas y
persist�a en el siglo XV y principios
del XVI en Texcoco, Chalco y Huexotzinco. Difiere de visi�n m�stica-guerrera.

Sobre este tema hay varios aspectos a considerar: el origen hist�rico del arte, la
descripci�n del artista,
predestinaci�n y caracter�sticas personales, y las diversas clases de artistas.

En cuanto al origen, tuvieron conciencia de que eran herederos de la cultura


antigua de los toltecas y ellos
pretend�an ser nuevos toltecas: �Muchas huellas de lo que hicieron y que all�
dejaron todav�a est�n all�, se ven, las
no terminadas, las llamadas columnas de serpientes... Y tambi�n se ve el monte de
los toltecas, y all� est�n las
pir�mides toltecas...� (Textos de los Informantes de Sahag�n, fol. 172 r). La
descripci�n del ideal de la antigua
cultura nos explica el porqu� tolt�catl signific� artista. �Los toltecas eran gente
experimentada, todas sus obras
eran buenas, todas rectas, todas bien hechas, todas admirables (...) Estos toltecas
eran ciertamente sabios, sol�an
dialogar con su propio coraz�n...� (Textos de los Informantes de Sahag�n, fol. 172
v � 176 r).

En cuanto a la figura del artista la describen as�:

Tolteca: artista, disc�pulo, abundante, m�ltiple, inquieto. El verdadero artista:


capaz, se adiestra, es h�bil; dialoga
con su coraz�n, encuentra las cosas con su mente. El verdadero artista todo lo saca
de su coraz�n; obra con deleite,
hace las cosas con calma, con tiento, obra como tolteca, compone cosas, obra
h�bilmente, crea; arregla las cosas,
las hace atildadas, hace que se ajusten. El torpe artista: obra al azar, se burla
de la gente, opaca las cosas, pasa por
encima del rostro de las cosas, obra sin cuidado, defrauda a las personas, es un
ladr�n (C�dice Matritense de la
Real Academia, fol. 175 v).

La predestinaci�n se manifestaba en dos formas: por una parte deb�a tener una
personalidad bien definida,
es decir, ser due�o de un rostro y un coraz�n, para esto deb�a acudir a los centros
educativos: las cuicacalli o casas
de canto o a los calmecac, hilera de casas; por otra parte, haber nacido en un d�a
favorable para los artistas seg�n el
calendario adivinatorio; esto supon�a cierta capacidad innata. As� pues, el artista
deb�a tomar en cuenta su destino,
hacerse digno de �l, amonestarse a s� mismo y aprender a dialogar con su propio
coraz�n (moyolnonotzani), porque
de lo contrario todo lo perder�a.

El que nac�a en esas fechas (Ce X�chitl: Uno Flor...), fuese noble o puro plebeyo,
llegaba a ser amante del canto,
divertidor, comediante, artista. Tomaba esto en cuenta, merec�a su bienestar y su
dicha (...) en tanto que tomaba en
cuenta su destino, o sea, (...) se amonestaba a s� mismo, y se hac�a digno de ello.
Pero el que no se percataba de
esto, si lo ten�a en nada, despreciaba su destino (...) por esto acaba con su
felicidad, la pierde (No la merece). Se
coloca por encima de los rostros ajenos (...) se engr�e, se vuelve petulante (...)
necio y disoluto su rostro y su
coraz�n (...) (Cantares Mexicanos, fol. 300).

Por �ltimo, exist�an diversas clases de artistas: artistas de las plumas,


pintores, alfareros, orfebres,
gematistas, poetas y cantores. El amant�catl o artista de las plumas �Amant�catl:
el artista de las plumas. �ntegro:
due�o de su rostro (...) de un coraz�n (...) h�bil, due�o de s�, de �l es humanizar
el querer de la gente. Hace trabajos
de plumas, las escoge, las ordena, las pinta de diversos colores, las junta una con
otras� (C�dice Matritense de la
Real Academia, fol. l 16 r). El Tlahcuilo, pintor o el que escribe pintando, era de
suma importancia para los n�huas,
pues pintaba los c�dices y los murales, conoc�a y transmit�a por medio de la
palabra y el hacer las diversas formas
de escritura, los s�mbolos de la mitolog�a y la tradici�n. Sab�a de religi�n,
costumbres, leyes, geograf�a, medida,
historia, plantas y animales; maestro del conocimiento, sabio y artista era a la
vez pintor y escritor: �El pintor: la
tinta negra y roja, creador de cosas con el agua negra (...) entendido, Dios en su
coraz�n, diviniza con su coraz�n a
las cosas, dialoga con su propio coraz�n. Conoce los colores, los aplica, sombrea;
dibuja los pies, las caras, traza
las sombras, logra un perfecto acabado� (C�dice Matritense de la Real Academia,
fol. l 17 v). El zuquichiuhqui o
alfarero es �El que da un ser al barro (...) pone esmero en las cosas, ense�a al
barro a mentir, dialoga con su propio
coraz�n, hace vivir a las cosas, las crea, todo lo conoce como si fuera un tolteca,
hace h�biles sus manos� (C�dice
Matritense de la Real Academia, fol. 124 r). El teocuitlapitzqui u orfebre buscaba
la representaci�n simb�lica y
din�mica de la vida, pues al crear una figura iba en pos de una imagen de la vida
en movimiento: �Aqu� se dice
c�mo hac�an algo los fundidores de metales preciosos (...) Se toma cualquier cosa,
que se quiera ejecutar, tal como
es su realidad y su apariencia, as� se dispondr� (C�dice Matritense de la Real
Academia, fol. 44 v). El tlatecqui o
gematista: �El gematista est� dialogando con las cosas (...) Pule y bru�e las
piedras preciosas, las lima con arena
fina, les saca luz (...) hace con ellas mosaicos (...)� (C�dice Matritense de la
Real Academia, fol. 116). El cuicani o
cantor: �El cantor, el que alza la voz; de sonido claro y bueno (...) Compone
cantos, los crea, los forja (...) de voz
educada, recta (...) Canta sereno, tranquiliza a la gente (...)� (Cantares
mexicanos, fol. 68 r). El cuicapicqui o
poeta: �Comienzo ya aqu�, ya puedo entonar el canto (...) han estallado, se han
abierto las palabras y las flores. O�d
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con atenci�n mi canto: ladr�n de cantares, coraz�n m�o, �d�nde los hallar�s? Eres
un menesteroso. Como de una
pintura, toma bien lo negro y rojo (el saber) y as� tal vez dejes de ser indigente�
(Cantares Mexicanos, fol. 118).

Con todo lo que hemos se�alado, vemos que el buscador de flores y cantos aprender�
a dialogar con su
propio coraz�n (moyolnonotzani), luchar� por introducir a la divinidad en su
coraz�n (yolt�otl) para que su
pensamiento y acci�n lo lleven a endiosar las cosas (tlayoltehuiani), es decir,
crear en cuanto tolt�catl las obras de
arte, y en cuanto sabio penetrar por la v�a de las flores y los cantos en los
secretos del saber. El artista siempre ten�a
presente al pueblo, pues pretend�a �humanizar el coraz�n de la gente�, �hacer
sabios sus rostros� y ayudarles a
descubrir su verdad o ra�z en la tierra y de este modo dar sentido a su vida. El
arte del M�xico Antiguo era un
medio de integraci�n del pueblo con los antiguos ideales de la religi�n y la
cultura. Era la presentaci�n pl�stica de
las grandes doctrinas, transfiguradas en s�mbolos e incorporadas a elementos
materiales.

Escalona, Enrique. Tlacuilo, Videodocumental, Estudios Churubusco-Azteca y el


Centro de Investigaciones
y Estudios Superiores en Antropolog�a Social (CIESAS), M�xico, MCMLXXXVII. Garibay
Kintana, �ngel
Ma.Poes�a N�huatl I, Romances de los Se�ores de la Nueva Espa�a. Manuscrito de Juan
Bautista Pomar, Tezcoco
1582, UNAM, M�xico, 1993, (1964), p. XXII. �Cantares Mexicanos�, folios 68 r, l 18,
300 y �C�dice Matritense
de la Real Academia�, folios 44 v, l 16, l 17 v, 124 r, 175 v, en Le�n Portilla,
Miguel. Los Antiguos Mexicanos a
trav�s de sus cr�nicas y cantares, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1983,
(1961), pp. 162, 166-173. �Textos
de los Informantes de Sahag�n�, vol. VIII, folios 116 r, 172 r, 172 v � 176 r, en
Le�n Portilla, Miguel. La Filosof�a
N�huatl estudiada en sus fuentes, UNAM, M�xico, 1983, (1956), pp. 259-272.

(V�ase: In ixtli in y�llotl, In x�chitl in cuicatl, Neltiliztli, Tlamatiliztli,


Tlamatinime).

(RNN)
TRANSTERRADOS (EMPATRIADOS).

El t�rmino fue acu�ado por el fil�sofo espa�ol Jos� Gaos (1900-1969). Designa a
aquellos fil�sofos y pensadores
que llegaron a M�xico como consecuencia de la derrota de la Rep�blica Espa�ola
(1836-1939). El significado de
este neologismo sugiere un hecho preciso: los espa�oles encuentran en M�xico una
continuidad ling��stica y en
gran parte cultural, lo cual les permite proseguir y ampliar sus obras realizadas
en Espa�a. M�xico se constituye en
la �extensi�n� y el �destino� de la patria misma, para denominarse empatriados. Es
decir, se entiende como
empatriado el no haber dejado la tierra patria por otra extranjera, m�s bien es el
traslado de una tierra de la patria a
otra. Esta extensi�n y destino aleja al t�rmino de lo que se entiende por
desterrado, para especificarse en el de
transterrado.

Transterrado se explica como la adaptaci�n de un continuar con lo espa�ol de


Espa�a por la participaci�n
de lo espa�ol en M�xico. Es la idea entra�able, para todo empatriado, de las dos
patrias, de su patria de origen y
empatriado de una patria de destino.

La historia del t�rmino se remonta a la llegada de los maestros del exilio espa�ol
a M�xico en 1939. Seg�n
la interpretaci�n de uno de los fil�sofos m�s sobresalientes de este grupo, Jos�
Gaos, los exiliados espa�oles se
pudieron integrar con facilidad en M�xico, por lo que este pa�s tiene de espa�ol.
El acercamiento entre los
refugiados republicanos y el pueblo mexicano sac� a la luz muchos de los aspectos
hisp�nicos que se encontraban
soterrados en la �personalidad� de M�xico y en Hispanoam�rica. Pero en esta misma
condici�n hisp�nica de
M�xico e Hispanoam�rica jug� un papel en este proceso integrador, lo que los
espa�oles mismos tra�an tambi�n de
mexicanos. Gaos se�ala que los espa�oles hicieron un nuevo descubrimiento de
Am�rica, donde se dio un
acercamiento mutuo y de posibilidades de entendimiento por impulso y uni�n de ambas
partes �...Por fortuna, lo
que hay de espa�ol en esta Am�rica nos ha permitido conciliar la reivindicaci�n de
los valores espa�oles y la
fidelidad a ellos con la adhesi�n a los americanos� (Gaos, 1949).

Hubo un gozoso descubrimiento y sorpresa. Los espa�oles no sab�an casi nada de


M�xico ni de
Hispanoamerica, empero, despu�s de los impactos y relaciones la aceptaci�n ya no
fue dif�cil. Esto har�a que los
republicanos espa�oles, desde su arribo a M�xico, en ning�n momento se sintieran
desterrados. Gaos escribe que
desde aquel primer momento tuvo la impresi�n de no haber dejado la tierra patria,
sino m�s bien, de haberse
traslado de un lugar de la patria a otro. M�s a�n, fue menor al que hubiera sido de
cualquiera de las ciudades
espa�olas a otra.

Ya asentados en M�xico, Gaos recuerda c�mo fue acu�ado el neologismo de


transterrados; nos dice que en
una comida que les dieron los profesores de la Facultad de Filosof�a y Letras de la
Universidad Nacional a sus
hom�logos espa�oles incorporados a esa misma instituci�n (1943), fue obligado a
hablar �...y queriendo expresar
c�mo no me sent�a en M�xico desterrado sino... se me vino a las mientes y a la voz
la palabra transterrado, que sin
duda qued� ajustada a la idea que hab�a querido expresar con sinceridad� (Gaos,
1994).

El neologismo de transterrados corri� con suerte. En todas partes, particularmente


en M�xico, fue acogido
con simpat�a y cordialidad. Expresaba un sentimiento muy espa�ol en relaci�n con
M�xico, lo cual mostraba los
innegables v�nculos comunes que unen a ambos pueblos: sus caracter�sticas
similares, el idioma, la religi�n, los
elementos raciales, muchas costumbres, tradiciones y una com�n y en muchos
sentidos, coincidente formaci�n
cultural.

Este grupo de transterrados inici� sus estudios de filosof�a en dos grandes


centros universitarios: Madrid y
Barcelona, aunque el prestigio de Jos� Ortega y Gasset hac�a que algunos catalanes
fuesen a Madrid para abrevar
en las fuentes de su filosof�a. A la Escuela de Madrid pertenecen Jos� Gaos, Luis
Recas�ns Siches, Jos� Mar�a
Gallegos Rocafull, Eugenio �maz, Mar�a Zambrano, Francisco Carmona Nenclares,
Agust�n Mateos y Mart�n
Navarro Flores. A la Escuela de Barcelona pueden asignarse el maestro Jaime Serra
Hunter, Joaqu�n Xirau, Juan
Roura Parella, Eduardo Nicol y Juan David Garc�a Bacca.

Todo este grupo de distinguidos pensadores recibi� su formaci�n filos�fica b�sica


en Espa�a. De all� toma
su estilo, sus m�todos, sus temas y su contenido esencial. Muchos no llegan a
terminar su formaci�n personal y
algunos alcanzan puestos de notoriedad, ya como catedr�ticos y escritores, o como
directores importantes de
instituciones docentes; es el caso de Gaos, quien fue rector de la Universidad de
Madrid (1936). Otros estuvieron a
punto de concluir su doctorado, entre ellos est� Eduardo Nicol, el cual lo obtiene
en M�xico. Algunos m�s, apenas
adolescentes o j�venes, como Ram�n Xirau y Adolfo S�nchez V�zquez, se formaron
propiamente en M�xico y all�
han desarrollado su actividad filos�fica.

Abell�n, Jos� Luis (comp.). El exilio de 1939, Taurus, 6 vol. Madrid, 1976-1978.
Abell�n, Jos� Luis. La
filosof�a espa�ola en Am�rica, Guadarrama, Madrid, 1966. Abell�n, Jos� Luis. El
exilio espa�ol en M�xico. 1939-
1982, Salvat-Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1983. Gaos, Jos�. �Confesiones de
Transterrado�,
enUniversidad de M�xico, n�m. 521, M�xico, junio 1994, pp. 3-9. Gaos, Jos�. �Los
transterrados espa�oles de la
filosof�a en M�xico�, en Filosof�a y Letras, n�m. 36, M�xico, octubre-diciembre,
1949, pp. 207-231. Gaos,
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Jos�.Confesiones Profesionales, Fondo de Cultura Econ�mica, �Tezontle�, M�xico,
1979. Gaos Jos�. �La
adaptaci�n de un espa�ol a la sociedad Hispanoamericana�, en Revista de Occidente,
n�m. 38, Madrid, mayo 1966,
pp. 168-178. Salmer�n, Fernando. �Sobre el pensamiento de Jos� Gaos. La filosof�a
pol�tica de los transterrados�,
enUniversidad de M�xico, n�m. 521, M�xico, junio de 1994, pp. 10-18. Xirau, Ram�n.
�Los fil�sofos espa�oles
�transterrados��, en Varios autores. Estudios de historia de la filosof�a en
M�xico. UNAM, M�xico, 1985, pp. 295-
318. Zea, Leopoldo. �La filosof�a mexicana de Jos�, Gaos�, en Universidad de
M�xico, n�m. 521, M�xico, junio
1994, pp. 19-25. Zea, Leopoldo. �Jos� Gaos, espa�ol transterrado�, en Gaos, Jos�.
En torno a la filosof�a
mexicana. Alianza Editorial Mexicana, M�xico, 1980, pp. 7-12.

(MMA)

TZANTZISMO.

Movimiento cultural ecuatoriano de la d�cada de 1960 (1962-1969), considerado un


verdadero parteaguas cultural
del pa�s, que gir� en torno a los tz�ntzicos, grupo de escritores cuya producci�n
se desarroll� principalmente en
poes�a y en menor medida en narrativa y teatro.

El t�rmino proviene del shuar (�j�baro�) tz�ntzico: �hacedor de tzantzas�,


reductor de cabezas humanas. Se
ha considerado que el grupo surgi� como reacci�n a la degradaci�n literaria y al
aburguesamiento,
caracteriz�ndose por su actitud revolucionaria tanto en arte como en pol�tica,
manifest�ndose en la publicaci�n de
revistas y en recitales, �actos� en espacios como colegios, sindicatos, barrios
populares y sindicatos. Se ha
valorado al movimiento por su impacto y decisiva contribuci�n al cambio en la forma
de ver el mundo en el pa�s.
As�, y aunque a�n las versiones son encontradas al respecto, se reconoce que
filos�ficamente el grupo se nutri�
especialmente del existencialismo en su vertiente sartreana y en alguna medida de
Heidegger, en los intentos de
superaci�n de la metaf�sica, cuestionar la raz�n ontol�gica y revalorar la
experiencia vital. Sin embargo, y en el
contexto abierto por el triunfo a la saz�n reciente de la revoluci�n cubana, el
movimiento recibi� un impacto
especial del Sartre de �Qu� es la literatura? en un momento en que se manifestaba
como decisiva la redefinici�n de
las relaciones entre la sociedad y los intelectuales. Siendo un dato significativo
que un sector evolucionara, en ese
contexto te�ricamente existencialista, hacia posiciones marxistas.

La agrupaci�n de los tz�ntzicos fue producto de la fractura del grupo reunido en


torno a la
revista Umbralen 1962, siendo los integrantes iniciales Marco Mu�oz (1937), Ulises
Estrella (1939), a quienes se
uni� Leandro Katz; posteriormente, se incorporaron Alfonso Murriagui (1929), Euler
Granda (1935), Jos Ron
(1937), Rafael Larrea (1942), Ra�l Arias (1944), Teodoro Murillo (1944), Humberto
Vinueza (1944), Sim�n
Corral (1946) y Antonio Ord��ez (1946). M�s all� de la pertenencia directa al
grupo, el movimiento comparti�
cercanamente el entorno cultural con intelectuales de la talla de Jorge Enrique
Adoum (1926), C�sar D�vila
Andrade (1918-1967), Agust�n Cueva (1937-1992), Fernando Tinajero, Alejandro
Moreano, entre muchos otros.
Expresiones del movimiento son, por parte de los tz�ntzicos, la revista Pucuna (que
significa la cerbatana con que
los shuar lanzan sus dardos envenenados); Indoam�rica, dirigida por Agust�n Cueva y
Fernando Tinajero, as�
como La Bufanda del Sol, dirigida por Ulises Estrella y Alejandro Moreano. La
disoluci�n del grupo se dio a ra�z
de diferencias ideol�gicas y de la confrontaci�n provocada por la definici�n
respecto a la �toma� de la Casa de la
Cultura Ecuatoriana. Gran parte de los protagonistas del per�odo se mantiene
productiva.

Cerutti Guldberg, Horacio. Hacia una historia de las ideas (filos�ficas) en


Am�rica Latina, Universidad de
Guadalajara, Guadalajara, M�xico, 1986. Cueva, Agust�n. Lecturas y rupturas: diez
ensayos sociol�gicos sobre la
literatura del Ecuador, Planeta Ecuador, Quito, 1986. Su�rez Cecilia. �Los
movimientos culturales�, en Revista de
Investigaciones, de la Pontificia Universidad Cat�lica del Ecuador, Sede Cuenca,
a�o 3, num. 4 (incluye una
antolog�a de narrativa, poes�a, as� como documentos del movimiento). Tinajero,
Fernando. De la evasi�n al
desencanto, El conejo, Quito, 1987 (el autor anunci� un texto sobre la cuesti�n de
titulo tentativo: Pegaso y los
fusiles-Historia y antolog�a del movimiento Tz�ntzico). Tinajero, Fernando.
�Rupturas, desencantos y esperanzas�
(Cultura y sociedad en el Ecuador: 1960-1985), en Revista Iberoamericana, n�ms.
144-145, University of
Pittsburg, Penssylvania, julio-diciembre de 1988. Moreano. Alejandro, �El escritor,
la sociedad y el poder�, en La
literatura ecuatoriana en los �ltimos treinta a�os (1950-1980), El Conejo, Quito,
1983. P�rez Torres, Ra�l. Teor�a
del desencanto, Planeta Ecuador, Quito, 1985.
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(FCT)

UTILIDAD.

Del lat�n �utilitas�, calidad de �til, provecho que se saca de algo. La filosof�a
entendida como algo �til para el
hombre.

La idea de la filosof�a como un saber �til para el hombre aparece en el fil�sofo


franc�s Ren� Descartes (1
596-1650) en su Discurso del M�todo.

Comparando la filosof�a especulativa tradicional con la filosof�a que Descartes


designa como �pr�ctica�,
esto es la moderna, afirma:

...es posible llegar a conocimientos muy �tiles para la vida, y... en lugar de la
filosof�a especulativa, ense�ada en
las escuelas, es posible encontrar una pr�ctica, por medio de la cual, conociendo
la fuerza y las acciones del fuego,
del agua y del aire, de los astros de los cielos y de todos los dem�s cuerpos que
nos rodean, tan distintamente como
conocemos los oficios varios de nuestros artesanos, podr�amos aprovecharlas del
mismo modo, en todos los usos a
que sean propias, y de esa suerte hacernos como due�os y poseedores de la
naturaleza (Discurso del
M�todo, 6a parte: 80).
Los fil�sofos y estudiosos mexicanos, innovadores, ecl�cticos, que se abren a la
filosof�a moderna manejan
tambi�n este concepto de utilidad. Orientados por dicha filosof�a, y en una
cuidadosa y cauta aplicaci�n de ella a su
circunstancia hist�rica, as� como en un prudente alejamiento del pensamiento
escol�stico tradicional, es como el
concepto de utilidad adquiere presencia en el discurso filos�fico americano.

Fray Juan Benito D�az de Gamarra y D�valos (1745-1783), miembro de la Congregaci�n


del Oratorio de
San Miguel el Grande, hoy San Miguel Allende, en su obra Elementa Recentoris
Philosophiae, vol. I, (Elementos
de Filosof�a Moderna), publicada en M�xico en 1774, precisamente en la dedicatoria
�a la juventud americana� se
refiere a la filosof�a que ofrece en su obra y previniendo las objeciones que sobre
ella podr�an lanzar los
escol�sticos tradicionalistas mexicanos, advierte: �(...) una doctrina moderna en
una disposici�n no del todo
inconciliable con las escuelas y expuesta, por una parte, con suma brevedad, por
otra, demasiado llana, clara,
reunida con orden, elegante y (lo que es principal) que ser� �til en el resto de la
vida�, y m�s adelante en los
�Proleg�menos�, afirma:

Ahora bien, como la filosof�a ha sido dispuesta para la verdadera utilidad del
hombre, y tal es el fin cuales son los
medios, se sigue que las especulaciones demasiado sutiles de los peripat�ticos
acerca de temas que no pueden ser
indagados por la raz�n humana o al menos no pueden aportar nada de provecho al
g�nero humano, tanto menos
pertenecer�n al estudio de la sabidur�a, cuanto menos unidas est�n con la verdadera
felicidad del hombre (D�az,
1963: 26).

Puede advertirse que Gamarra, en primer lugar, distingue la filosof�a que dar�
utilidad al hombre, esto es la
moderna, de aqu�lla contenida en las �especulaciones demasiado sutiles de los
peripat�ticos� y en segundo lugar,
enriquece el concepto de utilidad al interior del discurso filos�fico, pues dicha
filosof�a no s�lo dar� �utilidad� al
hombre, sino tambi�n �verdadera felicidad�. En Los errores del entendimiento humano
vuelve sobre el tema: �No
importa explicar ahora m�s despacio, cu�les sean estas cosas in�tiles que se
estudian. Ellas son bien notorias a los
linces, y los topos nunca las ver�n aunque las pusi�ramos delante� (D�az, 1963:
49).

�La verdadera sabidur�a consiste en tener los conocimiento de todas las cosas
necesarias y �tiles� (D�az, 1947: 49).

El jesuita mexicano Andr�s Guevara y Basoazabal (1748-1801), en sus Institutionum


Elementarum
Philosophiae ad usum studiosae juventutis (1� edici�n en Venecia en 1833) y en su
calidad de pedagogo maneja el
concepto de utilidad, consistente en ofrecer a los ni�os y j�venes aquellos
conocimiento �tiles para la vida.
Prudentemente advierte que �a penas me aparto un poco de los escol�sticos sirviendo
a la forma de vida de la
patria...� Advierte que en la ense�anza: �...falta un lugar para las discusiones
tanto privadas como p�blicas que
ejercitan la mente de los adolescentes y son m�s que �tiles para su provecho como
largamente ha sido
experimentado por nosotros�. Se inclina, abiertamente a dar a los j�venes �los
elementos m�s �tiles de las ciencias
...de manera que todas las cosas desemboquen en utilidad de la juventud mexicana y
estudiosa� (Guevara, 1833:
�Prefacio�).

Un siglo m�s tarde, el liberal mexicano Jos� Ma. Luis Mora establece la
coincidencia entre filosof�a y
utilidad. En su breve escrito �Rasgo encomi�stico de la filosof�a�, afirma y se
lamenta de que:

Aunque el estudio de la Filosof�a sea tan recomendable y las ventajas que de �l


resultan al hombre en toda la vida
son de tal modo palpables que s�lo podr� no sentirlas quien cerrare voluntariamente
los ojos a la luz, todav�a no
obstante son muchos los que bien hallados con su ignorancia...se empe�an en
deprimir una ocupaci�n tan honrosa
al que la profesa, como �til a la humanidad... En efecto, �qu� es la
Filosof�a? ...Es, dicen a una todos los sabios, el
conocimiento de todas las cosas comprendidas dentro de la esfera del entendimiento
humano. Y �c�mo podr� dejar
de ser �til un conocimiento tan vasto y universal? �Un conocimiento que seg�n el
grado en que se posea hace al
hombre �rbitro y se�or del universo, sujetando a su poder todos los seres visibles?
(Mora, 1963: 605).

Y casi en una reproducci�n de las frases cartesianas sobre la filosof�a concluye:

A la Filosof�a se debe esta multitud innumerable de m�quinas, que facilitan las


operaciones de la industria y
cargando a la naturaleza el trabajo que el hombre deb�a llevar, ha multiplicado
aquellos productos que sirven para
satisfacer sus necesidades proporcion�ndole toda clase de comodidades... Por medio,
de la Filosof�a el hombre
penetra en las entra�as de la tierra y se�ala el punto fijo que debe equilibrar la
pesantez de los cuerpos que la
componen; ella misma lo eleva a las regiones et�reas y lo pone en estado de valuar
con exactitud y precisi�n el
volumen, masa, densidad y distancias respectivas de esos grandes cuerpos que giran
sobre nuestras cabezas (Mora,
1963: 605).

D�az de Gamarra y D�valos, Juan Benito. Elementa Recentioris Philosophiae, UNAM,


Centro de Estudios
Filos�ficos (vol. 1, Primum, tr. introd. y notas de Bernab� Navarro), M�xico, 1963.
D�az de Gamarra y D�valos,
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Juan Benito. Errores del entendimiento humano, pr�l. Jos� Gaos, UNAM, Biblioteca
del Estudiante Universitario
65, M�xico, 1947. Guevara y Basoazabal, Andr�s. Institutionum Elementarum
Philosophiae ad usum studiosae
juventutis, Venecia, 1800 (traducci�n Mtra. Carolina Ponce). Fern�ndez del Rinc�n.
Lecciones de
Filosof�a,UNAM, Instituto de Investigaciones Filos�ficas, M�xico, 1994, Bibliotheca
Philosophica Latina
Mexicana. Mora, Jos� Ma. Luis. Obras Sueltas, 2a ed. Porr�a, M�xico, 1963.

(V�ase: Criollo, Progreso).

(CRG)

UTOP�A.

�Lugar que no existe�, pero que en Am�rica halla concreci�n geogr�fica e hist�rica
desde el descubrimiento,
pasando por los procesos de independencia, hasta los proyectos sociales o sue�os de
soberan�a, autonom�a y
justicia social a�n pendientes en Nuestra Am�rica. T�rmino polis�mico y escurridizo
que cruza por las fronteras de
la literatura, la pol�tica y la filosof�a. El Nuevo Mundo aparece en la tradici�n
latinoamericanista como el topos en
el que el Viejo Mundo viene a realizar sus sue�os. Am�rica se convierte de �utop�a
para otros� en �utop�a para s�
de la independencia a nuestros d�as.
Utop�a, obra paradigm�tica del g�nero ut�pico escrita por el canciller ingl�s
Tom�s Moro en 1619.
Francisco de Quevedo traduce el t�rmino como �no hay tal lugar� en 1627.
Ezequiel Mart�nez Estrada, siguiendo la idea propuesta por Don Jes�s Silva Herzog,
demuestra que el
espacio geogr�fico y humano descrito en Utop�a es la Cuba que Pedro M�rtir de
Anglier�a conoce porque es
acompa�ante de Col�n en el segundo viaje (1493) y que presenta en las D�cadas del
Mundo Nuevo, obra publicada
completa en lat�n en 1630, pero que ya circulaba en manuscritos en Venecia (1504) y
en Sevilla (1711) y que
Tom�s Moro seguramente conoci� (Mart�nez Estrada, 1963: 4-8).

Alfonso Reyes en La �ltima tule y No hay tal lugar analiza la tradici�n ut�pica
literaria y su importancia
para Am�rica; adem�s, incorpora en el an�lisis filos�fico de la utop�a las nociones
de presagio de Am�rica y de
latierra que antes de ser descubierta fue so�ada. Ambos ensayos, aunque publicados
parcialmente desde 1955,
tocan tem�ticas que Reyes ven�a trabajando desde 1924 (Reyes, 1960: l l-62 y 337-
389).

Por su parte, el maestro Jos� Gaos en Pensamiento de Lengua Espa�ola (1942-1943),


junto a la
caracterizaci�n del pensamiento hispanoamericano como inmanentista, propone la
caracter�stica de trascendencia
desde la utop�a; propone la noci�n de ente ut�pico para referirse al hombre;
considerando que el hispanoamericano
es un ser que ha podido transmigrar de orilla a orilla del Oc�ano Atl�ntico para
�intentar la realizaci�n de sus
utop�as�. Concluye que: �El hombre es el �nico ente ut�pico. Y el �nico
trascendente, no a los dem�s, sino en sus
entra�as a s� mismo. Am�rica, el �ltimo lugar sobre la Tierra para la material
utop�a humana; utop�a y
trascendencia�. Por tanto, la utop�a para Gaos es consustancial al hombre y marca
una tendencia a la trascendencia
desde la inmanencia del pensamiento hispanoamericano (Gaos, 1945, 10� ed.: 23-107).

Arturo Andr�s Roig propone el t�rmino de funci�n ut�pica que localiza en la


estructura misma del lenguaje,
es decir, radica, junto con otros topos, en el lenguaje, en los discursos como una
funci�n simb�lica: �tres ser�an las
funciones principales del discurso ut�pico: una �funci�n cr�tico-reguladora�, una
�funci�n liberadora del
determinismo de car�cter legal�,(...) una �funci�n anticipadora de futuro y, agrega
una cuarta funci�n del discurso
ut�pico que retoma de Cerutti, ��una funci�n de historicidad�. Todo discurso
responde a un tipo de actividad,
impulso o necesidad humana espec�fica y el discurso ut�pico responde al �impulso de
evasi�n� que consiste en un
�ansia de frontera�, de �periferia�, de �margen�, o de �m�s all� de todas las
formas opresivas que muestra la
cotidianidad de determinados grupos sociales dentro de una comunidad. Desde este
impulso se generan todas las
m�ltiples formas del discurso ut�pico� (Roig, 1987: 20 y ss).

Franz Hinkelammert en su Cr�tica a la raz�n ut�pica define a la utop�a como un


elemento trascendental a
luz del cual se puede actuar pol�ticamente. Para �l la pol�tica como arte de lo
posible requiere de un horizonte
trascendental que alumbre su acci�n. La construcci�n de mundos imposibles, dice,
que alumbran a la formaci�n de
mundos posibles �pasa visiblemente por toda la historia humana�. �No obstante,
siempre aparece paralelamente a
tales mundos concebidos, la ilusi�n de su significado emp�rico; la ilusi�n de que
hayan existido alguna vez o de
que existir�n alguna vez en el futuro. Su construcci�n es una necesidad, en tanto
que su interpretaci�n emp�rica es
una necedad en la medida que se busca su realidad emp�rica en el curso del mismo
tiempo emp�rico�. La
imaginaci�n ut�pica que dise�a sociedades concebidas en su perfecci�n �no son sino
conceptos trascendentales a la
luz de los cuales se puede actuar, pero hacia los cuales no se puede progresar�
(Hinkelammert, 1984: 28).

Cerutti en varios ensayos reflexiona sobre la tem�tica y propone el t�rmino de


�utop�a para s� para
referirse a la producci�n de utop�as literarias y proyectos pol�ticos que marcaron
las directrices de la independencia
pol�tica y cultural de la Nueva Espa�a y para diferenciarlas de las �utop�as para
otros� con las que caracteriza a la
etapa colonial. Propone tres niveles de comprensi�n del t�rmino utop�a: el nivel
cotidiano en el que el sentido
peyorativo, como adjetivo descalificativo, muestra a lo ut�pico como quimera
irrealizable o imposible; el segundo
nivel del g�nero literario, cuya estructura implica dos momentos claramente
diferenciados, un diagn�stico de la
realidad y un pron�stico en el que con lujo de detalle se describe la vida p�blica
y privada. El g�nero literario al
modo de Utop�a, La Ciudad del Sol, la Nueva Atl�ntida, entre otras, tienen un autor
que �por lo general es
miembro de la intelligentsia de su sociedad� (Cerutti, 1991: 137); y tercer nivel,
de lo ut�pico
operante y operandoen la historia que mantienen una participaci�n activa en el
proceso hist�rico y cuyos limites
con lo ideol�gico se borran de tal suerte que �lo ut�pico forma parte de lo
ideol�gico en plenitud� y muestra la
�naturaleza simb�lica, lenguaje simb�lico y,... de praxis simb�lica� (Cerutti,
1994; 97-98). Define al n�cleo duro
de la utop�a en la tensi�n entre lo real y el ideal, entre el ser y el deber ser
que se juegan permanentemente de cara
a la historia. Conceptualmente le llama a este n�cleo duro tensi�n ut�pica.

Cerutti Guldberg, Horacio. �El derecho a nuestra utop�a�, en Revista de Historia


de las Ideas. Casa de la
Cultura Ecuatoriana y CELA de la PUCE. Segunda �poca, n�m. 3. Quito, 1982. �G�nero
ut�pico�, en Presagio y
T�pica del descubrimiento. CCYDEL-UNAM. M�xico, 1991; ��Teor�a de la utop�a?�, en
Utop�a y nuestra
Am�rica. Ediciones Abya-Ayala. Ecuador, 1994. Gaos, Jos�. �Pensamiento de Lengua
Espa�ola�, en Obras
completas. UNAM. M�xico, 1990. Hinkelammert, Franz. Cr�tica a la raz�n ut�pica.
Departamento Ecum�nico de
Investigaciones. San Jos� de Costa Rica, 1984. 10� ed. Mart�nez Estrada, Ezequiel.
�El Nuevo Mundo, la isla de
utop�a y la isla de Cuba�, en Cuadernos Americanos. M�xico, a�o XXII, vol. CXXVII,
n�m. 2, marzo-abril 1963.
Reyes, Alfonso. �ltima Tule y No hay tal lugar..., en Obras Completas. t. XI. Fondo
de Cultura Econ�mica,
M�xico, 1960. Roig, A. A. La utop�a en el Ecuador. Est. introduc. y selecc. Banco
Central del Ecuador-
Corporaci�n Editora Nacional, Quito, 1987.

(V�ase: Eutop�a, Inventamos o erramos, Mito, Mesianismo, Milenarismo).


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(MRRF)

UTOP�A Y ANARQUISMO MEXICANO.

La reflexi�n sobre tal concepto no es reciente en Latinoam�rica; como un


antecedente hist�rico podr�a citarse a
Ricardo Flores Mag�n, quien hace un esfuerzo te�rico por definir y justificar la
utop�a.

Puede decirse que constantemente, tal autor rechaza identificar el t�rmino utop�a
como �sue�o irrealizable�,
en el sentido de imposibilidad; en ella cabe la posibilidad.

Curiosamente, tal denotaci�n (imposibilidad) es entendida en nuestros d�as como un


primer nivel en
estudios sobre utop�a y �ste debe entenderse en su sentido �popular� o �cotidiano�:
�lo imposible� (Cerutti, 1992:
121). Para este fil�sofo latinoamericanista, utop�a en el enfoque cotidiano
significa lo que no tiene posibilidad;
�sue�o irrealizable� dir�a el primero, concibiendo un sentido negativo; el lado
positivo es lo posible: utop�a =
posibilidad. As�, Flores Mag�n se coloca en lo que Cerutti admite como el tercer
nivel: el epistemol�gico (1992),
es decir, la utop�a tiene aspectos realizables, �cuando los sue�os tratan de
hacerse realidad y act�an en la historia�
(Cerutti, 1992: 92).

Flores Mag�n ahonda en ese primer nivel y matiza al rechazar utop�a como
�ingenuidad�, y mucho menos
acepta la exacerbada actitud de tildarla de �locura�. De tal modo, para este
pensador anarquista es inaceptable lo
mordaz y extremoso de lo �popular� o cotidiano: �lunaticidad�, �ingenuidad�,
�locura� y otros. La entiende como
sue�o (en el sentido de aspiraci�n), mas no �sue�o irrealizable�, no mera ilusi�n.
Ahora, en el nivel
epistemol�gico, la utop�a puede aceptarse como �sue�o�; pero sue�o posible de
realizarse. La utop�a es caminar en
corto hacia adelante, en sentido de avance y no sin obst�culos. Rechazando la
connotaci�n negativa y/o peyorativa,
Flores Mag�n afirma en 1911:

��Utop�a!�, gritan los malvados. �Sue�o irrealizable�, dicen los (...) que tienen
miedo a lo desconocido. Ni utop�a
ni sue�o irrealizable. Cada vez que los progresistas quieren dar un paso adelante,
los rezagados, los timoratos, los
que necesitan sentir los codos de los dem�s y los que tienen inter�s en que no
cambien las condiciones sociales y
pol�ticas existentes, lanzan ese grito fat�dico: ��Utop�a!� (Flores Mag�n, 1911:
36).

En suma: Flores Mag�n plante�, casualmente, nivel cotidiano y epistemol�gico.


Curiosamente, tambi�n
podemos ubicarlo en el segundo nivel, al que Cerutti denomina: �g�nero ut�pico o
literario� (1992: 92). Flores
Mag�n, como autor de cuentos, piezas de teatro y poes�a, en sus obras plasm� el
segundo nivel que patentiza
Cerutti. Llega a concebir su �Ciudad de la Paz�, es decir, un lugar imaginario
distinto y como alternativa a la
realidad de ese entonces: �...esta maravillosa comunidad (...) ni una prisi�n, ni
una casa de tribunal, ni el edificio
del capital ofenden la suave y tranquila belleza de la ciudad de la paz. Es la
ciudad sin pecado ni virtud (...) no hay
significado para las palabras amo y esclavo, caridad y piedad, autoridad y
obediencia...� (1922: 213-214). As�, los
tres niveles se manifiestan y conjugan en el pensamiento anarquista mexicano. Tal
pensador es el adalid del
movimiento de la Revoluci�n Mexicana de 1910 y de su utop�a: �Tierra y Libertad�.
De tal modo, para Flores
Mag�n, utop�a es posibilidad de realizaci�n del ideal, pero de un ideal que florece
de situaciones reales y concretas,
est� conformado de aspiraciones leg�timas; por tanto, el ideal contiene lo real que
se concretizar�; pero tambi�n
est� consciente que ning�n �simiente-ideal� o utop�a se concretiza al cien por
ciento.

Para Flores Mag�n, la utop�a puede ser variada: religiosa, cient�fica,


tecnol�gica, social, etc�tera; le son
inherentes y necesarias al ser humano y �l mismo es quien las va concretizando para
�avanzar�. Pero dentro de las
utop�as, las que buscan una sociedad menos injusta para el bienestar y la libertad
del hombre son las m�s
plausibles, ya que son las que hacen (y har�n) �progresar� a la humanidad, pues los
hombres concretos podr�n
desarrollar m�s sus potencialidades f�sicas e intelectuales en un medio menos
desfavorable. Redondeando: �la
simiente-ideal� es lo que �impulsa� al mundo; de ah� que exista la necesidad de la
utop�a, pues viene a ser la
�fuerza motriz� que echa a andar o hace �caminar� a la sociedad humana y en
beneficio de la humanidad. De tal
modo, la utop�a es inherente al ser humano como parte de su ser (ontol�gicamente
hablando), y es necesaria para
su propio desenvolvimiento hist�rico-social; de ah� que sea una necesidad no-
ficticia, sino �real�. De ah� que lo
inherente y lo necesario de lo ut�pico no se pueda relegar o prescindir porque
entonces: �habr�a que renunciar a
todo progreso; ser�a mejor renunciar a esperanza de justicia y de grandeza en la
humanidad si siquiera en el espacio
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de un siglo dejase de contar la familia humana� con la utop�a y �entre sus miembros
con algunos ilusos, utopistas y
so�adores� (1910: 89).

La utop�a representa una aspiraci�n fuertemente sentida que surge de las


circunstancias reales
insoportables, intolerantes y que no se pueden sobrellevar por siempre; entonces,
paulatinamente, la �cimiento-
ideal� toma cuerpo y se vuelve representativa, se torna conciencia y orienta como
la br�jula al barco; as�, la utop�a
es �la idea directora� (1910: 136).

Cerutti, Horacio. �Presagio y T�picas del descubrimiento�, en Realidad y utop�a en


Am�rica y el
Caribe,UNAM-ENP, M�xico, 1992. Aguirre B., Gonzalo. �Los utopistas�, en Antolog�a,
UNAM, M�xico, 1972,
pp. 20-21. Flores Mag�n, Ricardo. Art�culos pol�ticos 1910, Antorcha, M�xico, 1983.
Flores Mag�n,
Ricardo. Epistolario revolucionario e �ntimo, Antorcha, M�xico, 1983. Flores Mag�n,
Ricardo. Art�culos pol�ticos
de 1911, Antorcha, M�xico, 1986.

(V�ase: Anarquismo, Antiutop�a, Dignificaci�n, Ego�smo consciente, Utopista y


anarquismo mexicano).

(IOC)
UTOPISTA Y ANARQUISMO MEXICANO.
Todo parece indicar que la �nica doctrina que ha definido al utopista es el
anarquismo mexicano: se trata de un
so�ador o idealista� (con cualidades morales que lo distinguen: amor a la
humanidad, esp�ritu de sacrificio, rebeld�a
justificada, honestidad...); es el sujeto que buscar� distinguir y aprehender
aspiraciones leg�timas del ser humano y
para el ser humano, buscando concretizarlas. Encarna la utop�a. El utopista es un
sembrador de ideales y su
consecutor.

Probablemente inspirado en la par�bola b�blica de �El sembrador� (Mateo cap. 13),


concibe al utopista como
una especie de labrador. Establece una analog�a: el agricultor pone los granos en
la tierra para cosechar nuevos frutos;
el utopista es un �sembrador de ideales�, sus ideas son las semillas que germinar�n
y posiblemente den buenos frutos.
No obstante, entre campesino y utopista hay muchas diferencias aunque los dos
�siembren�; en �ltima instancia, las
�torturas� del �sembrador de la tierra� y, en lo referente a las satisfacciones,
del utopista son menores en cuanto a
sus resultados, pues no siempre �cosecha� lo que siembra y desea, adem�s de que
enfrenta situaciones m�s dif�ciles
y respuestas ingratas: �la tierra recibe con cari�o. El cerebro de las masas
humanas reh�sa recibir los ideales que en
�l pone el sembrador� (Flores Mag�n, 1910: 18).

El tiempo y la manera de trabajar es la diferencia entre el campesino y el


utopista: hay que sembrar aunque
el terreno no sea adecuado: no hay noche solaz ni estaci�n apropiada para su
siembra; todas las tierras merecen sus
atenciones y trabajos. Sembrar en primavera como en invierno; en el d�a como en la
noche; en todos los climas, �bajo
todos los cielos y cualquiera que pueda ser la calidad del cerebro, sin tener en
cuenta el tiempo. Lejos y cerca, aqu�
y all�... en suelo f�rtil o en terreno �rido� (Flores Mag�n, 1922: 127).

Para el campesino, la maleza con que encuentra plagada la tierra antes de echar la
semilla es un problema y
despu�s el yerbajo. Para el utopista, las malezas est�n representadas por los
�viejos ideales�, costumbres, prejuicios,
instituciones... que no es f�cil �arrancar� por estar tan enraizados, incluso,
tales ra�ces se han entrelazado y se vuelven
m�s resistentes y por lo mismo la tarea de �desyerbar� o de �desenraizar� la �mala
yerba� es m�s dif�cil y no sin
riesgo de �hacer sufrir al paciente�. No obstante, no le queda otra alternativa m�s
que seguir sembrando: �aunque el
rayo truene en las alturas, en donde residen los �rbitros de los destinos humanos�
(Flores Mag�n, 1922: 126); es
decir, a pesar de los hombres que est�n en el poder y de la plutocracia del mundo,
que son los que deciden (y han
decidido desde siempre) el destino de la mayor parte de la humanidad.

El utopista no detiene su labor: camina hacia �un futuro que mira con los ojos de
su mente. (...)�. Previsi�n.
La utop�a implica un ver m�s all�; es de alg�n modo �insertarse� en el futuro sin
olvidarse del presente. Se trata,
como se�ala Mario Magall�n: �de una propuesta puenteada entre la historia pasada y
el futuro, a partir del presente�
(Magall�n, 1991: 88). Es por ello que �l es un �modelador del futuro (...)� y va en
su consecuci�n para concretizarlo,
�sta ha sido su tarea desde tiempo inmemorial: �siembra la semilla que hace avanzar
a la humanidad, aunque con
grandes tropiezos, hacia ese futuro que �l ve con los ojos de su mente� (Flores
Mag�n, 1910: 127).

La utop�a y el utopista juegan un papel fundamental en la historia, pues son �la


verdadera fuerza din�mica
que impulsa al mundo hacia adelante: Suprime al so�ador y la tierra se hundir� en
el m�s espantoso abismo de la
barbarie. Lo que se llama civilizaci�n, �qu� es sino el resultado de los esfuerzos
de los utopistas? (Flores Mag�n,
1910: 20).

El utopista es adalid y juega un papel importante. Representa la conciencia de su


�poca, canaliz�ndola hacia
nuevos horizontes como alternativa: �son los propulsores de todo movimiento de
avance, los videntes que han
se�alado a las masas ciegas derroteros luminosos que conducen a cimas gloriosas�
(Flores Mag�n, 1910: 20). Al fin
producto de su �poca, ten�a una fe ciega en el progreso. No se cuestiona el
progreso sino al capitalismo como sistema
pol�tico-econ�mico-social; aunque hab�a coadyuvado al progreso material ya no era
justificable y perd�a legitimidad,
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y era as� porque el capitalismo y sus instituciones negaban a una mayor parte de la
humanidad bienestar y, por ende,
felicidad en la tierra. La utop�a es progreso; el utopista es un progresista.
Adem�s, utop�a significa rebeld�a ante la
situaci�n desesperante; el utopista es un rebelde que con su actitud evita
estancamiento y rezago: �Luzbel, rebelde,
es m�s digno que el esbirro Gabriel, sumiso (...) �Indisciplina y rebeld�a!, bellas
flores (...)� (Flores Mag�n, 1910:
8).

El utopista generalmente ha pagado un precio alto y de eso habr� que estar


consciente; la utop�a para
cristalizarse requiere sacrificio, y �ste implica desprecio, miseria, si no es que
la muerte misma. Su sino �es la
injusticia, y sus hermanos han tenido siempre dispuesta para �l, desde la noche de
los tiempos, la cicuta, la cruz, el
destierro, el pat�bulo y la erg�stula� (Flores Mag�n, 1921: 45).

Flores Mag�n, Ricardo. �Sembrando�, �Los utopistas�, en Antolog�a, UNAM, M�xico,


1972, pp. 18-21.
Flores Mag�n, Ricardo. �Carta a Helen White�, en Ricardo Flores Mag�n, M�xico,
Editores Mexicanos Unidos,
1976, p. 146. Mario Magall�n. �Filosof�a y Utop�a en Am�rica Latina�, en La utop�a
en Am�rica, CCYDEL-UNAM,
M�xico, 1991, pp. 87-96.

(V�ase: Anarquismo, Antiutop�a, Dignificaci�n, Ego�smo consciente, Utop�a, Utop�a


y anarquismo mexicano).

(IOC)
VERSO LIBRE.

Los moldes po�ticos cl�sicos conformados por mediciones sil�bicas fijas, acentos
dominantes y temas
preestablecidos �m�s las reglas combinatorias de los elementos anteriores �han
sufrido transformaciones a lo largo
de distintos per�odos hist�ricos dentro del curso de la civilizaci�n occidental. Al
alejamiento consciente de estas
constantes cl�sicas, que dio origen a la creaci�n de nuevas formas expresivas, en
prosa o en verso, se le conoce
como verso libre.

Aunque el t�rmino se acu�� a partir de los estudios ling��sticos realizados por G.


Kahn y Jules Laforgue,
pueden encontrarse antecedentes desde el siglo XVI, cuando se fija la lengua
castellana y la rima es utilizada como
auxiliar mnemot�cnico en textos religiosos durante un per�odo decadentista. Desde
entonces los estudiosos
descubren que la repetici�n del asonante, declinaci�n natural en nuestra lengua,
resultaba en textos ecol�licos y
mon�tonos, debido a la reiteraci�n insistente de sonidos, que adem�s rompen con el
ritmo interno del poema. La
base de esta teor�a se encuentra en los modelos griegos que aconsejan la unidad en
la variedad como obvio factor
de belleza. Paralelo a estas consideraciones sonoras, la fijaci�n m�trica cl�sica
se desarroll� junto a otra tendencia
de versificaci�n oscilante, tambi�n llamada irregular, que desde el siglo XIII se
incorpora a trav�s de la poes�a
popular para integrarse despu�s a la culta.

En el siglo XIX, Andr�s Bello fue el primero en advertir sobre los extremos de la
variedad r�tmica (de la
rima), respecto a las vocales acentuadas y sus diferentes combinaciones en el
verso. En su obra Principios de la
ortolog�a y la m�trica, sugiri� la conveniencia en la variaci�n de las mismas
�cinco en el idioma espa�ol�, e
introdujo el termino �disonancia� en oposici�n a las ya conocidas rimas asonante y
consonante, de las que asegur�
�producen desagrado al o�do cuando se extienden m�s all� de lo indispensable�
(Bello, 1955). Pero es hasta Kahn y
Laforgue cuando estas apreciaciones adquieren la forma de una nueva po�tica donde
descansar� el tratamiento de
nuevos temas y conexiones emotivas, emergentes en la �poca de las Vanguardias. El
replanteamiento filos�fico a
la luz de aquella sociedad, inmersa en el avance cient�fico y tecnol�gico, conmovi�
la conciencia universal, y por
ende, la expresi�n art�stica. El planeta se divid�a y con �l sus regiones.

Desde la perspectiva hist�rica, la variedad en los moldes po�ticos exhibe siempre


el apartamiento de
convencionalismos, la rutina y la fuerza de la costumbre, convertidos en rituales
t�cnicos impuestos y aceptados
durante el per�odo inmediato, aunque esta variedad no es caprichosa. A trav�s de
los �ltimos estudios sobre
filosof�a del lenguaje, musicoterapia y psiquiatr�a, sabemos que la f�cil
sugestibilidad o la carencia de dominio
intelectual generan la ecolalia: reiteraci�n que abarca sonidos �sobre todo rimas�,
palabras y a veces su
entonaci�n, as� como la repetici�n tem�tica. Seg�n Leo Spitzer �este fen�meno es
frecuente en la idiocia, la
senilidad y la debilidad mental� (Spitzer, 1952). En el ni�o, la construcci�n de
rimas corresponde a una etapa m�s
dentro del desarrollo del lenguaje, conforme el individuo crece se aparta de las
respuestas condicionadas s�lo por
el sonido y acude a otras relaciones m�s complejas, de orden gramatical y
sem�ntico. Rima, entonces, es previsi�n
y memoria, mientras que la ausencia de �stas despierta la atenci�n cerebral
orient�ndola hacia una profunda
concentraci�n reflexiva. No es de extra�ar que la nueva poes�a, con su t�cnica
impopular, fuera calificada por
Ortega y Gasset como �deshumanizada�. La abolici�n de la l�rica personal y la
desconfianza en el facilismo
expresivo comenzaron a crear un arte para especialistas.

Los hechos que se precipitaron durante los a�os de las dos Guerras Mundiales
fracturaron la conciencia que
se ten�a del mundo. �ste ya no era un cosmos cerrado y por ende los g�neros tambi�n
perdieron su estructura
cerrada y los deslindes n�tidos.

Hispanoam�rica conquista, durante las Vanguardias, su propia filosof�a e incorpora


problem�tica y
lenguaje. La poes�a abandon� la f�cil sensibilidad neorrom�ntica y avanz� sobre
esquemas abstractos que
condujeron al planteamiento de una nueva antropolog�a filos�fica, adem�s de que el
equilibrio entre forma y
contenido impuso a los escritores la b�squeda de un ritmo (v�ase) esencial. En
M�xico el revolucionario formal es
D�az Mir�n, quien en Lascas pone a prueba la herencia de la variedad sonora a
trav�s de la heteroton�a, cuyo �nico
antecedente fue Quevedo. Por el mismo camino y con m�s o menos variantes sobre el
versolibrismo continuaron
Dar�o, Gonz�lez Rojo, Villaurrutia, Gorostiza, C�sar Vallejo y Neruda, a partir de
Residencia. Los metros
importados cayeron en desuso y el gusto popular acept� las nuevas f�rmulas
hispanoamericanas, donde el impulso
l�rico mayor salvaba semejante dificultad t�cnico-conceptual. Ahora, el continente
americano exportaba sus
productos a Europa.

Hoy se confunde el verso libre con la l�rica desbordada. Ezra Pound, el mejor
exponente de este g�nero en
lengua inglesa, asegur� que el verso libre �es el menos libre de todos los versos�,
aduciendo al alto grado de
dificultad que supone el dominio cl�sico, para evitarlo en cualquiera de sus
formas.

Anderson Imbert, Enrique. Historia de la literatura hispanoamericana, tomos I y


II, Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1974. Bello, Andr�s. Estudios filol�gicos, t. 1, Ministerio de
educaci�n, Caracas, 1955.
Caldera, Rafael. Andr�s Bello. Su vida, su obra y su pensamiento, Atalaya, Buenos
Aires, 1946. Men�ndez y
Pelayo, Marcelino. Historia de las ideas est�ticas en Espa�a, Consejo Superior de
Investigaciones Cient�ficas,
Santander, 1947. Spitzer, Leo. La interpretaci�n ling��stica de las obras
literarias, Instituto de Filolog�a, Buenos
Aires, 1952. Pound, Ezra. El arte de la poes�a, Joaqu�n Mortiz, M�xico, 1986.

(V�ase: Est�tica, Po�tica, Ritmo).


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(GEG)

YUXTAPOSICI�N.

El t�rmino es una invenci�n del fil�sofo mexicano Leopoldo Zea (1912). Lo usa para
se�alar la relaci�n que existe
entre dos culturas. Significa superponer una cultura sobre la otra sin alteraci�n,
o una al lado de otra aunque �stas
sean distintas y contradictorias. Yuxtaponer o superponer es mantener los
conflictos propios de lo diferente que se
superpone. Esta definici�n la aplica para analizar los v�nculos entre la cultura
europea y la latinoamericana.
Mientras que asimilar es igualar, hacer de cosas distintas una sola; la
yuxtaposici�n mantiene los conflictos propios
de lo diversamente superpuesto. En tanto que la asimilaci�n es s�ntesis, la
superposici�n significa lo contrario, se
coloca una cultura sobre otra, cubri�ndola, ocult�ndola, sin que se realice el
fen�meno de la asimilaci�n.

Seg�n Leopoldo Zea, la yuxtaposici�n se da especialmente en la etapa hist�rica de


la conquista y la
dominaci�n espa�ola sobre las culturas americanas. Y es por �sta misma raz�n, que
los latinoamericanos se saben
herederos de la cultura europea, pero sin derechos. La historia de la cultura de
Am�rica Latina no vendr�a a ser sino
la historia de los esfuerzos hechos por los seres humanos de la regi�n para hacer
caber sus proyectos dentro del
campo de la cultura occidental, mediante un rudo forcejeo con la realidad que les
es propia y que parcialmente les
estorba. Los latinoamericanos fueron superponi�ndose formas culturales que en cada
ocasi�n consideraron pod�an
servirles para emanciparse de un pasado que no se quiere aceptar como propio. Por
esta raz�n la realidad de los
americanos, a pesar de su interna unidad, aparece siempre dividida, como sofocada
por capas culturales que
parecen no pertenecerles. Esta estratificaci�n y heterogeneidad de la sociedad
latinoamericana no es m�s que el
s�ntoma de la yuxtaposici�n que se dio en la historia. Por ello, yuxtaposici�n es
para Zea lo propio no s�lo de los
pueblos latinoamericanos, sino tambi�n de todos aqu�llos que a partir del siglo XVI
fueron conquistados.
El fen�meno de la yuxtaposici�n ha sido se�alado y estudiado por muchos autores;
empero, es el fil�sofo
mexicano quien mayor �nfasis ha hecho en �l. Su origen radica en la situaci�n en
que se encontraban Espa�a y
Portugal cuando conquistaron y colonizaron lo que es hoy Iberoam�rica. Mari�tegui
lo se�ala con claridad al
apuntar que el latinoamericano ve su cultura, no como un proceso de s�ntesis y de
integraci�n, sino como una
situaci�n de realidades yuxtapuestas que se suceden unas a otras pero sin conexi�n
integradora. De manera violenta
entra el hombre americano a la civilizaci�n occidental. Cultural y moralmente
marginado, no s�lo por el sistema
sino por su naturaleza �tnica, disminuido y obligado a trabajar en condiciones no
m�s dignas que las de un esclavo
que inicia su vida occidental con desventaja ante los indicadores de la
civilizaci�n europea.

Los intentos de la sociedad latinoamericana por incorporarse a la civilizaci�n


europea, dieron por resultado
la superposici�n de distintas etapas hist�ricas. Los latinoamericanos sintieron que
sus respectivos pa�ses no viv�an
a la altura de los tiempos en su carrera hist�rica. En el siglo XIX se fueron
quedando a la zaga, y en su af�n por
alcanzar a los pa�ses m�s adelantados, de nueva cuenta, repiten el fen�meno de la
superposici�n.

Leopoldo Zea, ya en 1983 y desde una filosof�a de la historia y de la cultura, le


da una especificidad y
riqueza al t�rmino de yuxtaposici�n al se�alar que

...la cultura americana lleva en sus entra�as una serie de formas culturales que ha
ido asumiendo al ponerse en
relaci�n los pueblos que, por diversas circunstancias hist�ricas, han entrado en
contacto con ella. Formas culturales
que son, a su vez, expresi�n de situaciones y actitudes humanas tan diversas, que
puestas las unas junto a las otras
resultan contradictorias. Contradicci�n que ha originado esa superposici�n de
culturas que parece ser una de las
primeras caracter�sticas de la cultura en esta Am�rica. Se habla de superposici�n
porque es precisamente lo
contrario de la asimilaci�n cultural (Zea, 1983: 65).

As�, el t�rmino yuxtaposici�n lo vamos a encontrar en variadas ocasiones en


fil�sofos y pensadores
latinoamericanos, pero especialmente en la obra de Leopoldo Zea de forma cada vez
m�s rica y con un uso m�s
abarcador y explicativo para llegar a considerarla como despersonalizante, en
cuanto niega a los colonizados todo
derecho a considerar como propio lo que el colonizador considera como de su
exclusividad. Negaci�n sin
asimilaci�n que alcanzar� no s�lo a los ind�genas, sino tambi�n a criollos y
mestizos. En todos estos casos se dan
yuxtaposiciones, sin posibilidad de asimilaci�n. �...Yuxtaposiciones que conducir�n
a su vez a otras
yuxtaposiciones en la b�squeda de soluciones que les ser�n igualmente ajenas� (Zea,
1978: 167).
Mir� Quesada, Francisco. Proyecto y realizaci�n del filosofar latinoamericano,
Fondo de Cultura
Econ�mica, M�xico, 1981. Roig, Arturo Andr�s. Filosof�a, universidad y fil�sofos en
Am�rica Latina, CCyDEL-
UNAM, M�xico, 1981. Serrano Caldera, Alejandro. Filosof�a y crisis. (En torno a la
posibilidad de la filosof�a
latinoamericana), CCyDEL-UNAM, M�xico, 1987. Villegas, Abelardo. Reformismo y
revoluci�n en el
pensamiento latinoamericano, Siglo XXI, M�xico, 1986. Zea, Leopoldo. Am�rica como
conciencia, CCyDEL-
UNAM, M�xico, 1983. Zea, Leopoldo. Filosof�a de la historia americana, Fondo de
Cultura Econ�mica, M�xico,
1978. Zea, Leopoldo. Latinoam�rica tercer mundo, Extempor�neos, M�xico, 1977. Zea,
Leopoldo. Discurso desde
la marginaci�n y la barbarie, Fondo de Cultura Econ�mica, M�xico, 1990.

(V�ase: Historia de las ideas).

(LFGC)

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