Paoli, Arturo - El Rostro Del Hermano
Paoli, Arturo - El Rostro Del Hermano
Paoli, Arturo - El Rostro Del Hermano
La tierra es nuestra
¿Podemos tomar de un día para otro la decisión de «hacer comunión»? ¿Depende de
un acto de voluntad humana? Si así fuera, seríamos realmente estúpidos, ya que en el
amor todo es ganancia. Creo que si hiciéramos en el mundo un referéndum y les
preguntásemos a los hombres si prefieren vivir en paz o en discordia, amarse u
odiarse, ser amados o ser odiados, el cien por cien votarían por el amor. A no ser,
desde luego, algún loco; y quizás ese loco que vota por el odio sería probablemente el
que siente con más dolor la urgencia del amor. Votaría por la discordia por
desesperación, por no poder creer en sus terribles desilusiones, que en el mundo es
posible todavía hablar del amor. Incluso los votos negativos deberían tomarse como
positivos para respetar la voluntad verdadera de todos los votantes; sería un
referéndum totalitario. Pero hay en nosotros fuerzas que no dominamos, que a veces
ni siquiera conocemos, condicionamientos que nos impiden amar. La discordia y la
separación son un resultado de esas fuerzas, que nacen en contra de nuestra
voluntad. Entonces, ¿el quererse, el estar de acuerdo, el tratarse como amigos,
depende o no depende de nosotros? Desde que tuve uso de razón, amigo Pedro, les oí
decir a los poetas —en mis tiempos de joven los poetas eran socialistas utópicos—, a
los obispos, a todos los que se declaran amigos del hombre: quereos, daos la mano,
sed hermanos; ¿qué ganáis con vuestros rencores y desconfianzas? Los papas, que
son obispos, han repetido como un slogan: en la guerra todo se pierde, en la paz todo
se gana. Estas frases les gustan a todos. Mi padre tenía un amigo ateo que decía
siempre que su religión era la religión del hombre. Yo no acababa de entenderlo; pero
aquel señor era bueno, hablaba siempre de hacer el bien. Más tarde comprendí que el
mal tiene unas raíces más profundas que es preciso extirpar. La raíz está en el deseo
del hombre de «ser como Dios». Nos lo dice la Biblia y nos lo confirma la historia de la
humanidad. Cuando decimos Dios, hablamos del punto más elevado; no se puede
pensar en un «más allá», en un «por encima». En fin, Pedro, que el hombre aspira al
puesto más alto. Y si yo quiero el puesto más alto, y tú quieres el puesto más alto, uno
de los dos tiene que ceder, porque puesto «más alto» sólo hay uno. Este deseo se
llama orgullo o soberbia; y de ahí proviene todo el mal. Lo que el hombre crea lleva las
huellas digitales del orgullo. Mira, hasta los coches que pasan por la autopista a toda
velocidad, con su misma forma parece como si nos dijeran: fuera, dejad paso, os
devoro si os ponéis por delante. Yo soy más fuerte, la carretera es mía. Probablemente
no lo piensa así el que conduce; quizás esté pensando en el amor y diciéndole
palabras bonitas a la muchacha que está a su lado. Pero aquel objeto que está
lanzando por la carretera va diciendo: «Yo soy el número uno; todos tienen que ceder
ante mí». Y el pequeño utilitario que se queda atrás le grita protestando: «Tienes
razón, tienes más dinero y más cilindros, pero quizás te venzamos algún día. ¡Cuántos
dueños de la carretera han acabado aplastados contra un tractor!; no hay que
presumir, amigo». Los objetos y las estructuras que fabricamos llevan el sello de
nuestro orgullo y lo hacen crecer en cada uno de nosotros.
Al ver fuera de nosotros sus realizaciones, nos sentimos satisfechos y crece en nuestro
ánimo el deseo de seguir ese camino. Y el orgullo del hombre se proyecta
especialmente en la división de la tierra. Te gusta, Pedro, canturrear una canción, una
canción de protesta o «canción nueva»: «Yo pregunto a los presentes si se han puesto
a pensar que la tierra es de nosotros y no del que tenga más»...; la tierra es de Pedro,
de María, de Juan, de José... Es verdad, la tierra es de todos y cuando se dice tierra no
se habla solamente de esos surcos que tú ves alargarse a lo lejos..., hasta los Andes;
se habla del petróleo, del hierro, del oro, de todos los elementos que sirven al hombre
para fabricar sus instrumentos de trabajo, sus comodidades, todo lo que le ayuda a
vivir y a descansar y a divertirse. Todo es nuestro. Pero ese hombre que quiere «ser
como Dios» corre por delante de todos y rodea su campo de una cerca alambrada y
dice: ¡esto es mío! ¡ay del que se empeñe en entrar! Y se apodera de lo que es de
todos. Y como no puede labrar la tierra por sí solo, ni puede sacar el petróleo o el
hierro por sí solo, ni puede elaborar los productos por sí solo, dice a los que han
quedado fuera de la alambrada: ¿Queréis echarme una mano? ¿Queréis trabajar
conmigo? Yo pondré las condiciones; si las aceptáis, de acuerdo; si no, podéis
marcharos; ved cómo todos los que están dentro del recinto os dicen lo mismo y que,
si no queréis morir de hambre, tendréis que volver; para vosotros habrá siempre
trabajo.
Y la conclusión es que los bienes de la tierra que deberían servir para reunimos, para
colaborar, son ocasión de discordia y de división. El obrero que entra dentro de la
cerca alambrada piensa que para él toda la vida será lo mismo, mientras que los que
han llegado antes se construyen casas, viajan, se divierten, dan estudios a sus hijos y
los preparan para que sean los amos del mañana. De este modo los bienes de la tierra
no nos dejan contentos, no le traen a nadie la felicidad. Los que están dentro de la
alambrada, tienen que pensar en la manera de defender «su» espacio; los que están
fuera piensan en la manera de romper los alambres e invadir el espacio. Todos esos
bienes de Dios no nos alegran lo más mínimo; todos estamos borrachos. El vino que
debería servir para alegrarnos nos produce una borrachera. Como nuestro vecino
Manuel, que el lunes o el martes —depende de cuánto tarda en despejarse— se
lamenta diciendo: ¡Maldito sea el alcohol! ¡pero qué cabeza tengo yo, sabiendo que
me hace tanto daño y siguiendo con la bebida! El sábado volverá a emborracharse y
el lunes seguirá maldiciendo a lo que debería darle alegría.
Vamos a leer juntos el capítulo 8 de la carta a los romanos: «Si la creación está al
servicio de vanas ambiciones (la superioridad del hombre), no es porque haya
deseado esta suerte, sino por culpa del que la sujetó a la vanidad...; vemos cómo el
universo gime y sufre con dolores de parto» (Rom 8, 20.22). Podríamos ser felices en
el mundo y todos andamos disgustados.
Acuérdate, Pedro, de aquella película tan horrible y tan bella, bella artísticamente y
horrible por su contenido, que vimos el otro día, La grande bouffe. Veíamos cómo la
posesión de la tierra por los dos caminos más directos que hay, la comida y el sexo,
lleva a la náusea, a la repulsa total. El mundo burgués se autodestruye, porque el
infinito que se busca en esta línea no puede menos de llegar a la destrucción de la
persona, a la muerte. Quedan dos cosas en claro: que la discordia y la división entre
los hombres no es voluntaria y que en esta enemistad entra un tercer personaje, la
naturaleza, los bienes y su distribución. Llamamos «bienes de la tierra» al petróleo, al
hierro. al estaño, al oro, al maíz, al trigo...
¿En qué sentido no es voluntaria la enemistad? Si quiero estar de acuerdo con una
persona, sé muy bien lo que tengo que hacer. Es verdad, Pedro, que nadie quiere la
discordia, pero en la práctica hacemos ciertas opciones que, en vez de contribuir a la
paz, al mutuo acuerdo, llevan al choque, a la discordia. Y no hay otra alternativa para
nosotros: contribuir a la paz o a la guerra. Si fuera posible ver a todos los hombres en
su «verdad», se vería que la mayor parte de los que predican la paz y están
convencidos de que siembran amor, están sembrando odio. ¡Cuan-tos sacerdotes,
monjas, religiosos, católicos «militantes», son propagandistas de la paz con unas
palabras que no sirven de nada y que aumentan la discordia en el mundo, por no
entrar en la distribución de bienes y en el uso del dinero que influye directamente en
la historia de la humanidad! Están al servicio de Dios donde no vale, y están al
servicio del diablo donde vale.
¿Qué libertad?
En tus apuntes sobre los temas que van quedando rezagados, querido Pedro, hay una
pregunta: ¿por qué la sociedad llama tontos a los que dan la vida por un ideal, a los
altruistas, y dice que son listos y prudentes los egoístas? La sociedad es el resultado
cultural de un conjunto de personas, y esa sociedad está basada en ciertos principios
que pueden llamarse filosóficos. Esos principios se forjan en la cabeza de ciertas
personas, que al mismo tiempo los interpretan e inventan. Esto es, comprenden hasta
qué punto hemos llegado e indican en qué dirección va el camino. La sociedad crea
ciertos valores que dirigen la vida del hombre. La sociedad en que vivimos
actualmente se llama liberal o capitalista; la sociedad a la que aspiramos es la
sociedad socialista. Estas definiciones son demasiado simples y no lo dicen todo, pero
tienen su importancia para que podamos entendernos. Si yo dijera: este señor es un
avaro o este señor no se preocupa del dinero, no lo diría todo sobre él, no diría si ha
estudiado o no, si es inteligente o corto, si es un tipo huraño o cariñoso; pero daría
una clave importante para comprender muchos de sus comportamientos. Por qué su
mujer no está de acuerdo con él o por qué sus hijos son agresivos. Muchos porqués
encontrarían su explicación en esta definición: este señor es un avaro o este señor es
un derrochador. Sociedad liberal quiere decir sociedad que tiene como base y como
cualidad esencial la libertad. Y ésta es una idea buena: el individuo es un ser libre y
tiene .que conquistar su libertad. Pero esta libertad aplicada en toda su extensión
puede resultar negativa, por ejemplo cuando se aplica al uso de los bienes. Yo hago lo
que quiero de mis bienes, con la única limitación de no negar el derecho de mi vecino,
que es igual al mío. Pongamos un ejemplo: en Venezuela, si me pongo a fabricar ron o
cocuyo, gano un montón de dinero; cien bolívares en un año se convierten en ciento
ochenta. Si me pongo a cultivar patatas o arroz, corro el riesgo de perderlo todo y, si
las cosas van bien, en un año los cien bolívares se convertirán en ciento diez. Si
puedo, me pondré evidentemente a fabricar ron; el dinero es mío y hago de él lo que
quiero. Este es el aspecto negativo de la libertad: el dinero es mío y hago de él lo que
quiero. Multiplicando este ejemplo a gran escala tendremos una idea del capitalismo.
En una sociedad en la que es posible multiplicar el dinero sin obstáculos nace la idea
de que lo más importante es multiplicar el dinero, y el hombre inteligente será el que
sepa mejor cómo multiplicarlo. El dinero es tuyo; estás convencido de que no lo has
robado porque no has asaltado ningún banco ni le has quitado la cartera a nadie. Pero
piensa un momento, en el caso del ron, en todos los desastres que nacen de allí: se le
quita el dinero a la agricultura y por tanto se deja hambrienta a la gente, induces a los
hombres al vicio y aumenta por tanto el número de personas inútiles o nocivas a la
sociedad, destruyes familias enteras, etcétera. El ideal de la libertad como bien
supremo y absoluto del hombre lleva, a la larga, a la esclavitud y a la opresión. Los
americanos, los «gringos» como tú los llamas, son fanáticos de la libertad. Levantan el
grito hasta el cielo porque en Perú ha salido una ley de prensa que controla la
información. Ven de mala gana las dictaduras en América latina, quieren las
instituciones democráticas, los parlamentos, los congresos. De hecho, con un sistema
económico pensado y controlado con mucha astucia y defendido por la fuerza de las
armas y por el espionaje de la CÍA, con muchos medios que nosotros no conocemos,
son ellos los que dominan la América latina. Toma el periódico de hoy y mira:
Washington se muestra descontento de la convocatoria de la OEA (Organización de
Estados Americanos). El gobierno de los Estados Unidos ruge y protesta porque el
ministro de asuntos exteriores del Perú ha tomado la iniciativa de ponerse de acuerdo
con sus colegas de la América latina. Los ratones quieren ponerse de acuerdo y
estudiar una táctica defensiva para que no los devore el gato. Y el gato «ronronea»,
como decís vosotros de manera muy expresiva, y no quiere que se reúnan.
El sistema socialista, por decirlo en pocas palabras, es aquel para el que la idea
fundamental, el principio que rige a la sociedad, no es el aumento de la riqueza, sino
la distribución de la riqueza, con la intención de que una distribución más justa de la
riqueza haga a los hombres más libres, más creativos, más «personas». Que el poder
económico se distribuye en manos de más hombres, de forma que no existan los
grandes potentados y los pobres esclavos, sino que todos estén en condición de ser
más hombres. Para llegar a esto, es preciso dar el alto a los que hasta ahora no han
tenido barrera alguna para aumentar sus riquezas. Pero este alto solamente pueden
darlo los pobres, reclamando sus derechos. La conclusión es que en una sociedad que
aspira al aumento de la riqueza como bien supremo el héroe y el hombre de éxito es
aquel que en el tiempo más breve logra acumular mayor cantidad de dinero. Y el que
no consigue aumentar su riqueza es un tonto. En la sociedad socialista el hombre
logrado es aquel que sabe convivir mejor. Ramón puede ser un ejemplo que tenemos
ante nuestros propios ojos. El no se preocupa solamente de su familia. Por la mañana
temprano va a despertar a sus vecinos para que no pierdan el autobús para una
reunión importante; y podríamos citar muchos episodios en los que se ve su interés
por llevar hacia adelante a su comunidad de Bojó. Podría ser también un «demagogo»,
un ambicioso. Habrá que verlo con el correr de los días: si utiliza a los demás para
hacer carrera política, para levantarse él, es un demagogo; pero si se ve que está de
verdad al servicio de los demás, es un altruista. El socialismo es imposible en una
sociedad de consumo, porque la persona no tiene allí delante de sí modelos de
servicio, de entrega, sino que el modelo que la atrae es el de uno que toma para sí
cuanto puede, que sólo piensa en aumentar su bienestar. Yo lo vi claro en Chile en
tiempos de Allende. Chile quería ser una sociedad socialista dentro de una sociedad
de consumo. No supo o no pudo cerrar las puertas. Se le pedía al hombre del pueblo,
al obrero, que se sacrificara por la sociedad, que mirara a la nueva sociedad, al
hombre nuevo, pero se dejó que siguiera entrando la propaganda. La educación siguió
con su orientación anterior. Se dejó intacto el cuadro del mundo capitalista. Se quería
formar la sociedad socialista con el hombre viciado del capitalismo. Y esto es
imposible.
espaldas la seguridad del amor. El que no se siente amado hoy, en este momento,
necesariamente mira con miedo al mañana, al futuro. El amor y solamente el amor
salva del miedo al tiempo, porque el que se siente amado no puede imaginar espacios
vacíos. Si esto es así, interrumpe Pedro, ninguno de mis amigos ha tenido un padre
como tú describes; todos estamos condenados al miedo y a la inseguridad. Pero no
saquemos conclusiones todavía, amigo Pedro; sigamos con nuestro discurso.
La paternidad no es una función aparte; nadie es solamente padre. Si es esposo, esto
es, «una sola carne», espontáneamente, sin cambios ni promociones, será padre. Si no
es padre en la primera acogida, no lo será tampoco luego.
Y se dan tres casos de una paternidad mal empleada: o el padre no se preocupa del
hijo, que es para él poco más que un mueble; o se ocupa brutalmente de él
descargando sobre él su agresividad, su insatisfacción, ese poder que se ve como
atrofiado y negado en las humillaciones que recibe de la sociedad y en las
frustraciones que le depara la vida; o finalmente se da el tipo de padre «capitalista»
que proyecta su tipo sobre su hijo: el hijo tiene que ser un hombre de éxito, lo mismo
que su caballo que nunca puede perder o su negocio que debe ser siempre el que más
rinda. Muchas veces he oído decir en estos ambientes: quiero darles lo mejor a mis
hijos; y lo mejor quiere decir eso que les haga ser los primeros. El hijo es un objeto.
Seguramente habrá allí un poco de amor, lo mismo que hay algo de amor entre
nosotros y un objeto o un animal que cuesta caro. Pero no es el amor personalizante.
En los tres casos el padre, más que amor, lo que inspira es miedo, porque o es un
extraño que ha entrado en casa como un ladrón en la noche, o es un enemigo armado
que desea destruirme, o es un amo que me tiene continuamente en tensión para que
rinda al máximo. Es preciso desembarazarse de ese padre.
Freud, que era un señor con una cabeza muy gorda, vio en esta lucha entre el padre
que amenaza y el hijo que tiene que defenderse de esa amenaza una rivalidad erótica.
En pocas palabras podría reducirse a este esquema: yo amo a mi madre, pero mi
padre ha llegado antes que yo, es mi rival en el amor y tengo que quitarlo de en
medio. Puede ser que intervenga también esta rivalidad, pero ciertamente no es la
causa única de una relación violenta y destructiva. Este miedo explica todos los
comportamientos futuros del hombre: «el orgullo del macho», dominar a la mujer
tomándola como objeto, todas las formas de agresividad y de violencia, la timidez
frente a los demás y en las opciones concretas impuestas por la vida, el ocio (¿para
qué vamos a tomar en serio el trabajo?), y sobre todo la incapacidad de amar debida a
una incapacidad para entregarse de verdad al otro. La madre opresiva, la que te corta
la respiración, tiene aquí sus raíces. La mujer oprimida encarna la imagen del opresor.
Debería ser cierto lo contrario: al saber lo duro que es servir, uno debería ser capaz de
libertad; pero la mujer dominada se convierte en dominadora. Una sociedad
«masculina» es una sociedad matriarcal y viceversa.
La conversión es un camino
Pero no te desesperes, Pedro. Acuérdate de que la liberación se realiza a partir de una
esclavitud. No hemos hecho este diagnóstico superficial y rápido para llegar a una
conclusión negativa —¡pobres de nosotros, fritos por todos los lados!—, sino a esta
conclusión: todos tenemos necesidad de una liberación. ¿Liberación de qué? De un
miedo y de una dependencia. Por experiencia y no por principios filosóficos tengo que
decirte, mi buen Pedro, que no todos los que nacen de una «buena familia» llegan a
ser «hombres libres». Muchas veces son egoístas, mediocres, burgueses,
sanchopanzas. No, no te rías; no es verdad que, si las cosas son así, es mejor dejar
que el mundo siga como está. A todos, sea cual fuere nuestro punto de partida, se les
ofrece la posibilidad de una liberación completa. Aquel «joven rico» con que nos
encontramos en el evangelio era ciertamente de buena familia, ya que desde pequeño
le enseñaron a observar los mandamientos, pero no acertó con el buen camino.
¿Cuál es el camino que escoge Jesús para colmar este vacío de padre? Un camino
contrario al natural. Por naturaleza viene primero el padre, que se proyecta en los
hijos. En el movimiento de liberación son los hijos los que van hacia el padre. Vamos a
explicar un poco la cosa. La conversión es una sola: el cambio del hombre de egoísta
en altruista. Todo hombre está encerrado dentro de sí mismo antes de la conversión,
viendo a los demás en función de sí. Es centrípeto —para usar una palabra que no te
resulta tan difícil—, o sea, que hace girar todo en torno a su propio «yo». Y por la
conversión se hace centrífugo, esto es, se ve a sí mismo en función de los demás.
La conversión no es un hecho que se dé una vez para siempre; es un camino. Y si uno
camina hacia su conversión, esto se ve en su amor hacia los demás, amor que debe
impulsarle a «dar la vida» por los amigos. Mira, Pedro, cuando uno dice que se ha
convertido porque ha comenzado a frecuentar las prácticas religiosas, pero sigue
siendo egoísta, puedes estar seguro de que su conversión no es verdadera. El signo de
la conversión es el altruismo. Conozco a un señor de un país latinoamericano que es
practicante hasta la beatería. Me encargó buscar una congregación religiosa que
quisiera dirigir un asilo de ancianos que se proponía financiar. Luego supe que ese
señor se enriqueció y sigue enriqueciéndose con la lotería y con juegos de azar. Con la
derecha roba y le quita a la gente cien pesos y con la izquierda quiere restituir diez,
para quedarse en paz y tener fama de hombre honesto. De ejemplos por el estilo está
lleno el mundo cristiano. Cierta falta de profundidad a la hora de definir qué es lo que
significa amar al prójimo es lo que le permite a esta gente despellejar al prójimo. Fíate
sólo de los que pagan personalmente, de los que dan su vida por el prójimo. El
sacerdote pobre que vive todo el día y todas las horas al servicio de sus hermanos, el
joven que se marcha a vivir entre los pobres renunciando a su «carrera». No faltan
ejemplos de hombres que aman, no con el dinero, sino con la vida, con su propia
persona. Jesús no nos ha dado dinero, ni cosas, ni ayudas; se nos ha dado a sí mismo.
El habla de «poner la vida al servicio de los demás» (Jn 10, 17). Me gustaría, Pedro,
que saboreases esta frase del evangelio con la misma complacencia con que saboreas
ahora conmigo este zumo de guayabana. No sabes latín, pero se trata de un latín
transparente; dice: ponere animam. Algo así como cuando uno apuesta por un caballo
y pone en la apuesta todo el dinero de su cartera.
Uno que ama pone sobre la mesa su propia vida. Por tanto, la conversión consiste en
una especie de fiebre de altruismo, en un deseo creciente de dar la propia vida por los
hermanos. Las demás son conversiones de idea, de cabeza. Y conviene desconfiar de
éstas. En una existencia verdaderamente comprometida por los demás uno descubre
qué es lo que significa fraternidad. No son los que cantan en la iglesia: «¡somos
hermanos, somos hermanos, somos todos hermanos!», sino sólo los que la construyen
luchando y sufriendo, quienes pueden decir qué es lo que significa fraternidad.
Y en este «hacer la fraternidad» uno busca la figura del padre. Hay una dependencia
que es negativa. El padre puede ser un tirano, un déspota, o un padre amoroso; no
digo que sea lo mismo, pero en todos los casos se trata de una paternidad que hay
que superar para no quedarse bloqueado en una dependencia durante toda la vida. Y
hay una paternidad conquistada que es positiva y necesaria para ser hombres. No sé
si estaré equivocado, pero creo que una de las fuerzas que impulsa al hombre a
sacrificarse por los demás, al altruismo, es la fuerza de esta relación hijo-padre. En el
fondo tú estás aquí para intentar comprender tu vida y para jugártela, impulsado por
un problema de paternidad. Me has dicho muchas veces que quieres a tu padre, pero
que no puede aceptarlo tal como es; éste es el meollo de nuestras conversaciones.
Buscas una relación distinta, una nueva relación con tu padre. Y quizás en esos que se
juegan la vida y se mueven y se llaman revolucionarios, porque no aceptan la
sociedad tal como es, ¿no habrá una búsqueda de una nueva figura del padre? Un
escritor mejicano ha dicho que el pueblo mejicano es un pueblo huérfano. ¿No
seremos todos huérfanos en busca del padre? Los que creen que lo han encontrado,
que lo tienen ya o que pasan su vida pensando en el padre muerto, están anclados y
enterrados en el pasado; son unos niños-viejos. Son los que luchan por mantener la
sociedad tal como es y corrompen el aire como bestias muertas. Si leemos el
evangelio con esa música de fondo de cambiar el mundo, lo comprenderemos; si no,
no comprenderemos nada. Jesús habla del padre como de una conquista, de uno que
tenemos que descubrir en una búsqueda constante de fraternidad. Mira, Pedro, qué
hermoso es este texto sacado del capítulo 5 de san Mateo: «Amad a vuestros
enemigos, rezad por los que os persiguen. Así seréis hijos del Padre que está en los
cielos. El hace brillar el sol sobre los buenos y sobre los malos, y hace caer la lluvia
sobre los justos y los pecadores». Si nos ponemos a analizar estas palabras como
hacen los eruditos, no saldremos adelante. ¿Cuáles son las culpas que tengo que
perdonar? ¿Cuántas veces tengo que perdonar? Me parece que lo que quiere decir
Jesús es lo siguiente: vivid buscando la fraternidad y no os dejéis enredar por ningún
obstáculo, por ninguna barrera, por ninguna trampa. Y así es como lograréis ser hijos
del Padre.
El amor del padre, al congelarse en sí mismo, puede ser un amor egoísta, una
búsqueda de comodidad: no quiero salir de casa porque me encuentro muy bien aquí.
Lo que es mío es tuyo, dice el padre del famoso capítulo 15 de san Lucas. La búsqueda
de fraternidad, el compromiso de lograr la fraternidad a toda costa, es reconocimiento
del padre. El amor a los hermanos de los ateos, si es sincero, es más religioso que el
amor al Padre de los creyentes cuando no es un amor que desemboca en altruismo.
En aquella casa de educación para drogados, de la que te he hablado, Pedro, tantas
veces, me impresionó mucho el amor que se tienen los jóvenes entre sí, la delicadeza
con que se ayudan, con que se prestan objetos personales, con que se hablan. Y
todos, todos indistintamente, después de algún tiempo vuelven a descubrir al padre.
El padre está muchas veces destrozado por el alcohol, o ha desertado de la familia, o
es un tirano. Y casi todos, después de algún tiempo de permanencia en el «hogar»,
toman la iniciativa de volver a casa, para hablar con sus padres de hombre a hombre,
sin miedo; se sienten fuertes. ¿Fuertes de qué, apoyados en qué? Fuertes en esa
fraternidad que han estado viviendo allí dentro. Apoyados en el descubrimiento de esa
fuerza que quizás el padre no ha descubierto nunca de verdad: la amistad. Sienten la
llamada poderosa a recuperar la imagen del padre. Y nadie se lo impone; es como una
ley que explota, como una consecuencia normal y lógica de la experiencia nueva que
han estado viviendo. La paternidad vista y reconstruida desde la fraternidad. Fíjate,
Pedro, cómo el evangelio coincide con las leyes más profundas y verdaderas del
hombre. El evangelio no nos conduce hacia una destrucción de nuestro ser, sino a un
verdadero crecimiento. No sé hasta dónde han llegado los estudios de la antropología
y de la psicología, esto es, los estudios sobre el hombre, pero por la experiencia
descubro que el evangelio es verdadero.
Ahondando en la raíz
Y ya que estamos hablando del amor, ¿quieres que volvamos sobre el amor de la
pareja que hemos tocado de pasada? Antes quiero llamar tu atención sobre el hecho
de que todas las antropologías actuales nos acercan al evangelio. Antropología quiere
decir concepción del hombre. Toda persona o todo grupo que elabora una teoría, está
obligado a declarar qué es lo que piensa del hombre, cómo lo ve. Voy a decirte en dos
palabras lo que se ha dicho del hombre en estos últimos tiempos: que la condición del
hombre es ser criatura, esto es, dependiente; que es un ser para la muerte, o sea, uno
que camina hacia el punto que le hará conocer perfectamente, y ese punto es la
muerte. El marxismo ve al hombre dentro de una relación: no se puede concebir al
hombre fuera de una relación. El hombre se encuentra implicado en una estructura
que le hace ser lo que es actualmente, pero puede cambiar esa estructura y por tanto
modificar profundamente su propio ser. Los hombres pueden cambiar las estructuras
de la sociedad haciendo que pasen a ser de estructura de dependencia y de opresión
a estructuras de igualdad. Todas estas «antropologías» o concepciones del hombre
coinciden en hacernos ver al hombre como un ser que tiene necesidad de liberación y
que camina hacia esa liberación. Tanto si le impulsa la angustia de la muerte, como si
le mueve el ideal de justicia o la necesidad de romper una dependencia, el hombre es
siempre uno que se mueve, uno que se va haciendo. Tengo que decirte, Pedro, que la
antropología que menos me convence es la que sigue la gran mayoría de los católicos.
Preocupados por salvar un principio permanente, un tesoro que Dios nos ha dado y
que tenemos que conservar, me dan la impresión de que son personas que ya han
llegado, que no participan en esta búsqueda dolorosa del hombre. La situación no es
nueva, ya que cuando Jesús dijo: «la verdad os hará libres», suscitó un terremoto
entre sus oyentes. ¿Cómo dices? ¿Nos hará libres? ¡Pero si somos libres! No somos
esclavos de nadie. Y se indignaron tanto que la cosa empezó a ponerse fea. Algo así
ocurre también hoy con muchos católicos. Estoy convencido de que los católicos, no
digo que todos, pero sí demasiados, quieren sentirse seguros. ¿La libertad? Ya la
tenemos, ¿para qué hablar de libertad? Ya somos hijos del Padre, ¿qué quiere decir eso
de hacernos hijos del Padre? ¿La relación? La persona es un absoluto en sí misma, es
una la proyección de un infinito y de un absoluto, ¿por qué tenemos que sentirnos en
relación? Por eso, hoy lo mismo que ayer, Jesús está buscando al hombre entre
aquellos que no tienen miedo de perder, entre aquellos que por su condición de vida
no piensan en ninguna seguridad.
Mira, Pedro, yo veo nuestra vida muy sencilla. Sé que cuesta ser coherente con esta
sencillez. El hombre es uno que en la búsqueda y en la creación de fraternidad sale de
su «yo», rompe las barreras del pasado y descubre de nuevo la paternidad. La sangre
que circula y el amor que nos impulsa es el amor del Padre. Antes me parecía que el
amor ejemplar, el amor tipo, era el de la pareja. Todavía hoy estoy convencido de que
la pareja es importantísima. pero a lo que antes escribí me gustaría añadirle ahora
unas notas que me parecen esenciales. En el encuentro hombre-mujer los dos se
aman con el único amor que tienen, el amor del padre, no con el amor renacido y
redescubierto en el amor a los hermanos, en el esfuerzo por hacer fraternidad, sino
con el que viene de la carne y de la sangre. He abierto, Pedro, el primer capítulo de
san Juan. Quizás habría que evitar tantas citas, pues no logro ver a tus amigos con la
Biblia en las manos, pero mira lo que dice en este punto este capítulo: «A los que
creen en su nombre les dio el poder de hacerse hijos de Dios, los cuales no han nacido
de la carne ni de la sangre ni del querer humano, sino de Dios». Ahora estamos en
disposición de comprender esta aparente contradicción: somos hijos de Dios y
tenemos que hacernos sus hijos. Los católicos se detienen demasiadas veces en la
primera parte: «somos hijos de Dios, somos hijos de Abraham». Nos echa a perder
cierta filosofía del ser que se ha hecho estático y que sigue estando en la base de la
educación católica.. Me doy cuenta de que para muchos es imposible colocar juntos
los dos elementos: somos hijos de Dios y tenemos que hacernos hijos de Dios,
Volviendo al amor de la pareja, los dos comercian con el amor del padre, el de la carne
y la sangre. Y se mezclan todos los elementos turbios que son la expresión, el bullir de
esa paternidad. A nivel de los pobres será más evidente la brutalidad. En la familia de
tipo burgués prevalecerá el proteccionismo y el egoísmo: yo te lo doy todo, aquí no te
falta nada, te doy lo mejor, tienes derecho a todo... Me acuerdo, Pedro, de la historia
de una muchacha burguesa. Se casó, tuvo hijos, todo iba a velas desplegadas, cuando
el marido murió de repente a los treinta años de edad. Aquella mujer tenía la ciudad
entera a sus pies para consolarla y no se ahorró ningún esfuerzo para ello. Su madre
fue buscando misas y plegarias y taumaturgos por todas partes, para que su pobre
hija pudiera sobrevivir a tanto desastre. Toda la ciudad no hablaba más que de la
pobre Luisa y de lo que le había ocurrido. Recuerdo el comentario de una amiga: lo ha
tenido todo, es la primera vez en la vida que alguien le dice «no». El burgués vive en
esta dependencia fácil, individualista; el hijo del pueblo se siente huérfano, empujado
fuera de casa. En nuestra época hay una especie de internacional de la juventud,
porque aumentan los huérfanos; son menos los que aceptan la familia-útero.
El encuentro hombre-mujer tiene lugar generalmente en esa etapa del amor no
liberado; por eso el amor en la pareja está lleno de agresividad y de posesividad. Los
bailes y el folklore de todos los países que he visitado muestran el amor como un
rapto y una violación. Y en todas las lenguas, para decir: «Te la he jugado; has caído
en la trampa», se usa una referencia vulgar al comercio sexual. En Méjico es famosa la
palabra «cingar» que se usa como sustantivo, como la pimienta que se pone en todas
las salsas. En su origen denota la violación; expresa la satisfacción del macho: te la he
hecho. Recibimos la vida como un dominio que se lleva a cabo, como «te he dominado
finalmente», y la paternidad como una dependencia. Nos sentimos impulsados por
una paternidad hacia otra forma de paternidad. En este paso está todo el sentido de la
vida. Uno puede detenerse en la etapa de la violación porque es cómoda, y uno puede
aspirar a la libertad a partir de esa etapa. Si se detiene en la etapa de la violación, se
cierra la búsqueda de su propio ser; una persona puede ponerse la careta, pero no
logrará nunca entonces ser auténtica. Porque se trata de tres aspectos de una sola ley
en la vida: la identidad, la fraternidad y la nueva paternidad. O sea, uno es auténtico
cuando rompe la dependencia del padre mediante la aventura de la fraternidad,
rehaciendo en esta aventura la relación con el padre. Este es en el fondo el esquema
de la liberación. Cuando uno deja sin resolver el problema del amor, cuando no se
enfrenta valerosamente con esta aventura de fraternidad, cubre su desnudez, su
fracaso, su no ser verdaderamente hombre, con dos caretas que aparentemente
tienen mucho espesor, pero que son débiles como la niebla matutina: el dinero y el
poder. De ahí nace toda una existencia de delirio: la violencia sobre los más débiles,
toda la atención concentrada en el esfuerzo de aparentar, en lugar del esfuerzo por
ser. El hombre renuncia poco a poco a hacer fraternidad, a la esperanza de una
verdadera amistad, al gusto por la amistad, y se habitúa al gusto de dominar a los
demás. La sociedad en que vivimos es violenta y competitiva: dos aspectos
complementarios de una personalidad que ha errado su verdadera razón de ser.
La liberación es liberación de las relaciones de la persona
Hoy, Pedro, me has dicho con palabras tuyas una cosa que me ha hecho saltar de
alegría. Has descubierto que casi instintivamente te has defendido de todas las
propuestas que te habrían echado a perder. Has dicho no a la marihuana, al prostíbulo
y a muchos ofrecimientos que no te han faltado. Porque yo sentía, me dijiste, que
tenía que vivir conmigo toda la vida; los amigos cambian, pero yo sigo estando solo
conmigo mismo toda la vida. Esta es tu manera de expresar la identidad: todo el
mundo quiere ser lo que es y, si está en su sano juicio, busca las cosas que le hacen
crecer y rechaza las que paralizan su crecimiento. Un autor que he leído mucho,
Teilhard de Char-din, habla de las fuerzas de crecimiento y de las de disminución. El
amor es una fuerza de crecimiento, es la única fuerza de crecimiento, pero el amor, tal
como ordinariamente se habla de él, es una energía que puede llegar a destruirnos.
El hombre descarga sobre la mujer aquello que él vive y de lo que no se ha liberado, la
dependencia, que es la otra cara de la propiedad. Los marxistas sostienen que este
instinto de propiedad proviene de la sociedad capitalista; otros creen que la sociedad
capitalista procede del instinto de propiedad y que, una vez eliminada la propiedad
privada, el hombre proyecta este instinto como propiedad y dominio sobre el hombre
y la mujer. De hecho hay sociedades socialistas en donde no parece que haya
desaparecido el «despotismo», el ansia de mandar, de someter a los demás, de
hacerse obedecer. Cuando hacemos esta crítica no queremos decir que haya que
llegar a la conclusión de que es inútil cambiar el mundo por el hecho de que el hombre
seguirá siendo siempre hombre. No me cansaré nunca de decirte que esta conclusión
es tendenciosa; no le des nunca oídos. Hay que combatir contra todas las formas de
dominio y de «propiedad» y de autoritarismo, que son la misma cosa, bajo cualquier
aspecto con que se presenten. Cuando se habla de la responsabilidad del «macho»
como dominador, no queremos decir que toda la responsabilidad esté en el macho
solamente, sino que queremos hablar de una enfermedad «masculina» que se
transmite también a la mujer. Es esa paternidad morbosa de la que también está
enferma la mujer. ¿Qué es lo que quiere decir patrón? Padre grande, padre hinchado,
padre falso, padre con el bastón en la mano. Y también se dice patrona. En vuestra
literatura tenéis una novela, Doña Bárbara, que es la historia de una niña violentada
que vio una vez, como en un relámpago, que era posible el amor. ¿Te acuerdas del
personaje de Asdrúbal? Un relámpago, la perspectiva de un amor de compañero, sin
dominación. De hecho este amor es imposible. Entonces doña Bárbara se convierte en
devoradora de hombres, esto es, en «patrona». A una genitalidad destructora y
salvaje ella contrapone un poder mágico destructivo. Los dos, el hombre y la mujer, se
mueven en este círculo mágico del amor «paterno», de eso que queda más acá de la
«fraternidad», que no se transforma en fraternidad y que encierra al hombre en una
especie de satisfacción provisional y sucesiva. Sí, con esto quiero decirte que la
satisfacción no está en el crecer, sino en el repetir los mismos gestos. Esto es, el
hombre no se complace en ser hoy lo que no era ayer, en avanzar, sino que vuelve a
buscar su satisfacción en la misma cosa. Un alcohólico entra dentro de un círculo de
donde no sabe cómo salir: deseo-satisfacción-frustración, y la frustración enlaza con el
deseo nuevo y así se queda encarcelado allí dentro.
Estoy de acuerdo con los socialistas: ahora es preciso destruir las estructuras. Cuando
nos molesta un grupo de avispas, vamos a buscar dónde está el nido y lo destruimos.
Pero las avispas siguen y se van a hacer otros nidos. Entonces no queda más remedio
que destruir todas las avispas, o sea, fuera de parábolas, destruir al hombre. Pero Dios
no quiere la muerte del hombre; quiere que viva convertido y rebautizado en la
fraternidad. Yo creía que la pareja era la salvación, que la mujer liberaba al hombre de
su egoísmo y que el hombre liberaba a la mujer. Los dos están en el campo de
concentración del amor paterno; que rompan la alambrada y estarán en libertad.
Ahora veo con mayor claridad: el hombre rompe la alambrada sólo por una vocación al
reino, para hacer fraternidad. Y allí renace como esposo, como hermano, como hijo. Y
una vez renacido de este modo, es compañero de la mujer y no su opresor, no un
padre, no un sembrador de vidas, sino uno que comparte la vida, las
responsabilidades, el camino, el pensamiento, el corazón, todo. «Serán dos en una
sola carne»: esto es el amor, Pedro. Hoy me atrevería a decirte que la actitud, la
manera de comportarse del hombre con los demás, con la comunidad, precede al
modo de comportarse con la mujer, y no viceversa. El encuentro con la mujer, en sí
mismo, tiende a bloquear al hombre en una etapa del pasado e impedirle la entrega
de sí mismo, a eso que, para no usar demasiadas palabras, llamamos «el reino». Esto
es lo que deberían tener presente todos los educadores religiosos que empiezan por lo
individual y lo ideológico y no consiguen muchas veces formar al «altruista». No
deberían olvidarse nunca de que la pedagogía de Jesús empieza por el «Ven y
sígueme..., te haré pescador de hombres...». Pero este tema no te interesa.
Cuanto más me libero del individualismo, tanto más claramente veo que no se puede
luchar solamente en el frente interior del hombre. Una persona no se puede liberar
sino en sus relaciones. No tiene ninguna importancia saber si el hombre existe en sí
mismo prescindiendo de sus relaciones; la liberación es liberación de las relaciones de
la persona. Me explico, Pedro. Que una persona está en un proceso de liberación es
algo que se percibe en su relación con la mujer, con los amigos, con la comunidad
política. Esta relación no es «blanca o negra», «buena o mala»; es una relación que
puede ir mejorando o puede ir empeorando o, hablando evangélicamente, puede
caminar hacia la luz o hacia la noche. Acuérdate, Pedro, de que la persona, como la
sociedad, va siempre de la esclavitud hacia la libertad, de una libertad hacia una
mayor libertad. El hombre que no acepta las cosas tal como están, no se echa para
atrás ante el sufrimiento, ante la incomodidad, ante todo eso que le cae encima
cuando uno acepta la vida en movimiento. La formación cristiana, especialmente en el
pasado, iba dirigida a hacer el hombre perfecto como una estatua griega sin defectos;
su símbolo era el hábito blanco sin la más pequeña mancha. No se veía al hombre en
relación. Por eso una vez que dije en público con energía que el hombre es relación,
los jóvenes me comprendieron, pero un viejo, no tanto en edad como en ideas,
protestó vigorosamente. Quizás tengas tú razón, Pedro; podría haber dicho lo mismo
de una forma más educada; pero me ha dado esta sensibilidad toda una educación
individualista y cerebral, que luego descubrí que no tenía nada que ver con el
evangelio.
La utopía y el idealismo
Quiero explicarte el sentido de dos palabras un tanto ostrogodas. No te asustes. Se
trata de las palabras utopía e idealismo. Para ti idealista es una persona que tiene un
ideal, esto es, una persona que ve más allá de la satisfacción de sus necesidades
inmediatas. Esta definición popular es exacta. El idealismo es un sistema filosófico que
no te voy a explicar, ya que es otra cosa lo que nos interesa. Los nombres se vieron
siempre atraídos, desde que se conocen, a pensar, a amar y a ir más allá, impulsados
por un fuego interior que les permitía superar la pobreza de lo que se veía y se
palpaba. Esta noche estamos en esta casa de adobes, donde hace un poco de frío,
iluminados por una luz escasa, pero podemos imaginarnos que estamos delante de
una chimenea confortable en una habitación bien caliente...; en una palabra, con el
cuerpo podemos estar aquí y con la imaginación en otra parte. Aquí vemos colinas,
montañas, ese cielo estrellado que está sobre nuestras cabezas, y podemos pensar en
uno que ha hecho todo esto y empezar a especular si será una persona como
nosotros, dónde vivirá y otras mil cosas. Lo que veo me da como un impulso para ir
fuera, más allá, por encima del espacio y del tiempo. Y este mundo de la imaginación
y del pensamiento me llena de gozo. Descubro leyes y proyectos que todavía no se
han puesto en práctica en esta vida y que pueden ser útiles para la transformación del
mundo. De esta experiencia nace la convicción de que cada uno de nosotros es como
«dos»: el Pedro que está aquí, en esta casa, pasando este frío, y el Pedro que no está
aquí, sino en un lugar más agradable, moviéndose entre las estrellas. El espíritu y la
materia. Y el espíritu es visto como claramente superior a la materia. Llega a pensarse
que el espíritu es un señor, una especie de hijo del rey obligado a vivir mal, encerrado
en una mazmorra, obligado a ensuciarse con el lodo. En el mundo antiguo y
especialmente en Grecia, que es la cuna de nuestra filosofía, esta división se proyectó
también en la vida: el hombre verdaderamente hombre, el que merece ser
considerado como libre, es el que se dedica a la actividad de pensar, de escribir, el
intelectual. El que labra la tierra o barre las calles es el esclavo.
No te estoy dando una lección de historia o de filosofía; lo que quiero es que veas con
un poco de claridad la influencia que ha tenido esta visión en el cristianismo. Cuando
yo estudiaba el catecismo, me enseñaban que el domingo no había que trabajar. Pero
sí que podían realizarse «trabajos liberales»: escribir, leer, dibujar, ejercer de
abogado; lo que no podía hacerse era realizar «trabajos serviles»: limpiar los zapatos,
barrer, trabajar de carpintero o de albañil. Ahora me avergüenzo de haber aceptado
esta distinción: trabajos que pueden realizar los hombres libres y trabajos que tienen
que realizar los esclavos. De acuerdo: todos hermanos en Cristo, pero la división se
acepta tranquilamente. Entonces, cuando te hablo de «idealismo», lo hago en este
sentido: aceptar la división del hombre y aceptar que la actividad de pensamiento es
superior a la actividad «de las manos». Una frase de Marx te dice más que muchos
otros discursos. La frase suena de este modo: los filósofos han pensado desde siempre
en cómo debería ser el mundo, nosotros nos proponemos cambiarlo. Esta separación
del alma y del cuerpo ha tenido muchas consecuencias negativas. Ese libro que ves
encima de la mesa dice en un párrafo que te quiero leer: «La juventud se plantea hoy
el problema religioso de una forma tanto más sincera y aguda en cuanto que acusa a
la iglesia que, con pocas excepciones e intervalos, desde hace un milenio en
occidente, no ha dejado nunca de provocar las grandes evasiones, proponiendo una
larga serie de motivos «espirituales» a todos los dualismos, desde el del alma y el
cuerpo, hasta el de las clases y el de los dominios políticos». Cuando Garaudy habla
de dualismos, habla de muchas cosas que son como la consecuencia de esta
separación alma-cuerpo.
Hablar de trabajo de siervos y de trabajo de libres es una blasfemia para uno que
sigue el evangelio. Y hemos estado blasfemando durante siglos con la ayuda del
catecismo. En el evangelio no existe esta división: el hombre es «tierra», «materia»
que piensa, que ama, que reza. Acuérdate de cuando hablamos de la eucaristía; vimos
entonces cómo en la iglesia se «hace fraternidad» en el plano afectivo, intencional,
«espiritual», en una palabra, en un plano idealista. No en el del trabajo, de la
distribución de los bienes, en ese terreno en el que entra la materia y todo lo que el
hombre hace días tras día, en el plano de la historia. Esta separación alma-cuerpo y
toda la herencia idealista les permite a los cristianos hablar de fraternidad, de paz, de
justicia, con mucha claridad, pero sin hacer la paz, ni la fraternidad, ni la justicia. En
mis tiempos «romanos» un comunista acusó al papa de haber colaborado más por la
discordia que por la paz. Y lo dijo con palabras violentas. Quizás no tuviera razón;
sobre todo no tenía derecho a designar con el dedo a una persona, porque ¿qué
sabemos nosotros cuándo y cómo colaboramos por la paz o por la discordia? Pero lo
que me pareció más tremendo fue la defensa que por aquellos días se hizo del papa.
Un señor defendió al papa en una conferencia, poniendo sobre su mesa todos los
discursos y documentos «diplomáticos» como prueba de lo que Pío XII había hecho por
la paz. Este es el fruto del idealismo. La acusación no se dirigía contra los discursos,
sino contra la postura existencial del Vaticano, contra sus decisiones, contra su dinero,
contra sus inversiones. La defensa estaba totalmente fuera de tono.
La utopía es algo distinto: es creer en un hecho que no acontece ahora, pero que
puede acontecer mañana. Que los hombres se traten como buenos vecinos, que el
hombre actúe de acuerdo con la mujer, que la pareja humana forme una comunión, es
algo que puede y tiene que suceder. Tenemos que comprometernos para que eso sea
verdad. El idealismo te deja contento de vivir en un mundo imaginario, te bloquea en
un presente que no existe; lo crees tú, porque está en tu cabeza. La utopía te
atormenta y te invita a buscar lo que no está en el presente, pero que tú debes
alcanzar. Los investigadores en el terreno de la medicina no se dan tregua hasta lograr
que se eliminen todas las enfermedades del mundo; no lo lograrán jamás, pero luchan
desesperadamente por conseguir esta meta. Es la fuerza de la esperanza, es eso que
san Pablo define como esperar contra toda esperanza. El evangelio es una utopía y no
un idealismo. El evangelio no progresa como una teoría científica; tenemos que
ponerlo en práctica y, al comprobarlo, lo comprenderemos cada vez mejor. Cuando
pensamos en el evangelio como en una teoría filosófica y queremos desarrollarlo,
ampliarlo, enriquecerlo como a cualquier otra teoría, el evangelio muere; lo que
creemos evangelio es ideología cristiana.
Ahora estamos en disposición de comprender mejor por qué Jesús no se preocupó
tanto de ampliar los confines de su acción, sino que quiso permanecer en un grupo y
«hacer fraternidad» con ese grupo, hablándole del Padre a esa fraternidad. Mira,
Pedro, qué hermoso y qué claro es este texto del capítulo 23 de san Mateo: «Pero
vosotros no queráis llamaros maestros, porque uno solo es vuestro maestro y vosotros
sois todos hermanos. Y no llaméis a nadie en la tierra padre, porque uno sólo es
vuestro Padre, el que está en los cielos. Ni os hagáis llamar doctores, porque uno solo
es vuestro doctor, Cristo». El Padre es mirado y comprendido «desde dentro» por un
grupo de hermanos. Y san Pablo, que parece estar permanentemente de viaje, se
pasaba años enteros en una comunidad. Sus cartas van dirigidas a las fraternidades
con las que ha vivido largo tiempo.
En el momento en que vivimos hay como dos maneras de ser cristiano: una popular y
otra para la clase media. No me atrevería a decir de los intelectuales, porque conozco
a muchísimos intelectuales que están más de acuerdo con el cristianismo popular que
con el cristianismo de la clase media. La manera popular de ser cristiano consiste en
leer el evangelio desde la propia vida y en comprenderlo en la vida. Se le comprende
cada vez mejor cuanto más se eliminan de la vida los propios intereses y se apunta
únicamente a «hacer fraternidad». La manera de la clase media es la especulativa, la
que da importancia al razonamiento, a la evidencia de ciertas ideas, más que a la
vida. En la edad media se luchaba hasta la muerte por la defensa de un dogma: si
María era virgen después del parto o si perdió en el parto su virginidad; hoy luchamos
de otra manera y por otros motivos, pero la lucha continúa. Quizás sea éste un signo
de la vitalidad de nuestra fe. Hay dos frentes: el de los cristianos «especulativos» y el
de los cristianos «prácticos», diría yo, si no se ofendiesen algunos «historiadores». Los
especulativos acusan a los prácticos de no darle importancia a la verdad, siendo así
que el evangelio es sobre todo verdad y que no se puede obrar si no tenemos clara la
verdad. Muchas veces confunden la claridad con la verdad. Tú mismo lo has podido
ver cuando has leído la carta del episcopado sobre la familia: ¡ésta no es la familia
venezolana!, exclamaste. Y me pareció la tuya la reacción más verdadera del pueblo
ante los documentos de la iglesia. Es verdad que Dios es Padre, que Jesús es hijo de
Dios, que cuando en la misa se dice «esto es mi cuerpo», el pan es cuerpo de Cristo,
pero párate ahí y no razones tanto sobre eso. El evangelio es «caminemos hacia el
Padre, haciendo fraternidad entre nosotros». «Hacernos hermanos» es una tarea que
dura toda la vida; nunca podremos decir «basta». Esta es una idea que puede
comprender el campesino de Bojó lo mismo que el mayor científico de la tierra.
Aquí no entran los pobres, sino las ideas sobre los pobres
El conflicto comenzó ya en tiempos de Jesús. Jesús estaba de acuerdo con los fariseos
en que su pueblo había sido escogido por Dios como interlocutor. Respetaba todo lo
que Dios había confiado a aquel pueblo; no había que tocar ni un punto ni una coma.
Pero, hombres de Dios, no confundáis las cosas. En lugar de estar repitiendo: «Señor,
Señor», procurad convertiros en hijos del Padre. En lugar de hablar de libertad,
procurad haceros libres. En lugar de decretar cómo se tienen que portar los hijos con
los padres, empezad a amar con cariño a vuestro padre y a vuestra madre. Para no
confesar delante de Jesús que no estaban de acuerdo con él, porque aquello les habría
acarreado la antipatía de la gente, intentaban hacerle resbalar en algún punto
doctrinal. Lo llevaban a su terreno, para poder decir: es un hereje, blasfema, no está
de acuerdo con las tradiciones. Después de veinte siglos, amigo Pedro, no han
cambiado las cosas. Quizás se trate de una ley histórica; las cosas tienen que ir así y
tenemos que aceptarlas. Si por un milagro todos los sacerdotes, todos los doctores*
los que han estudiado esos temas teológicos, pudieran tomar esta decisión: no
tenemos ninguna ideología que defender, ningún cuerpo de verdades que salvar,
vayamos todos tras Jesús para hacernos hermanos y reunimos en una familia para ser
hijos del Padre, entonces el evangelio sería de veras, visiblemente, el gran fermento
de la historia, la salvación de la humanidad. Pero esto es un sueño demasiado bonito.
Me pregunto si sería conveniente que fuera así. Por eso Jesús tenía que buscar «gente
de fuera» para que lo comprendiesen: la samaritana, Zaqueo, la cananea, el
centurión, gente que no tenía nada que defender y que descubría dentro de sí una
confianza absoluta en Jesús. Haremos todo lo que él nos diga.
Lo que cuenta es la confianza en Jesús. Puedo saber quién es Jesús, pero sin fiarme de
él. Para acabar con este tema que quizás te aburra un poco te diré que en el nuevo
testamento hay una idea que siempre me ha producido gran impresión: «hacer la
verdad en el amor». La verdad se cree haciéndola y se hace creyéndola. La filosofía
griega que se abrazó indisolublemente con el evangelio tiene un defecto de origen: es
idealista, va del cerebro a la vida, proyecta la vida desde el cerebro. Piensas, elaboras
un plan y luego ves si lo puedes realizar en la vida. Y si lo puedes realizar, te sientes
satisfecho porque la claridad con que has visto ese plan tuyo te llena de satisfacción.
El evangelio les dice a los hombres: buscad la verdad con la vida. Tú has oído hablar
de religiosidad popular en la América latina, Pedro, y también éste es un tema de
conflicto. Nunca se llega a lo concreto del problema: ¿hay que dejar las estatuas de los
santos o tirarlas a la calle? Tú has asistido en nuestra casa a ciertas conversaciones
que, como hijo del pueblo, te han irritado profundamente. Los sacerdotes —me has
dicho más de una vez— injurian al pueblo. El pueblo es ignorante y no puede
comprender ciertas cosas; la mujer del médico y la maestra acuden a las reuniones
bíblicas del martes y la criada va al via-crucis de los viernes. ¿Quieres que transmita
tu comentario? ¡Qué porquería!... Cuando se traía de la piedad del pueblo desde fuera,
desde arriba, no se puede hacer otra cosa más que injuriar al pueblo. Se trata de la
piedad popular en los institutos de pastoral; no tenemos derecho a ello. Sólo aquellos
sacerdotes que viven comprometidos con el pueblo, compartiendo su vida, sus luchas,
sus esperanzas, pueden descubrir con el pueblo lo esencial del mensaje evangélico.
La iglesia ha intuido esta verdad. La constitución Gaudium et spes de la que te he
hablado algunas veces recoge la intuición de que la iglesia, esto es, los responsables
de la iglesia, deben hacer suyas las esperanzas, los dolores, las verdaderas luchas del
hombre. Pero el maldito idealismo nos traicionará siempre con un engaño feroz:
creemos que estamos inmersos en el pueblo, que somos populares, por estudiar en
una biblioteca estadísticas y ensayos sociológicos sobre el pueblo.
Es absolutamente falso decir que, cuando uno ve su manera de ser cristiano de una
forma simple y vital, o sea, cuando uno es un «cristiano histórico», es indiferente ante
la verdad. No aceptará una verdad abstracta, pero sí una verdad que ilumina la vida.
Jesús ha dicho que Dios es Padre, y esto lo comprenden todos, como tú mismo estás
demostrando. Pero ¿te interesa de verdad saber si Dios hizo bien o mal al crear el
mundo, si podía crearlo o no crearlo, si Dios cambia por fuera o desde dentro? Lo que
interesa es alegrarse de que Dios se revele en nuestra vida como Padre. Como ese
amigo nuestro de Montevideo, ateo, que descubrió en la cárcel que Dios es Padre y
que por consiguiente nadie, ni siquiera los crueles perseguidores de Uruguay, podrán
hacerle realmente daño, que no estará nunca abandonado, que su prisión servirá para
la libertad y que, cuando uno se descubre amado por el Padre, puede ser mucho más
feliz que sus tristes verdugos. Esto es pensar en Dios y conocerlo a partir de la vida y
no desde una mesa de estudio. Hablando una vez en la universidad iberoamericana de
Méjico dije: aquí no entran los pobres, lo que entra son las ideas sobre los pobres. Y
esto podríamos afirmarlo casi siempre de los ambientes cristianos. He comprendido
tarde, pero finalmente lo he comprendido, por qué en el pasado se opuso la iglesia a
la lectura de la Biblia. La Biblia era un libro casi prohibido. Mi abuelo, que era un
supercatólico, no había leído nunca el evangelio. Porque el evangelio te lleva a la vida
y puedes leerlo solamente a partir de la vida. La tremenda desnudez del evangelio
juzga a todos los tratados cristianos, a toda la construcción cristiana: la concepción de
la familia, la concepción política, todas esas conciliaciones imposibles que hemos
sabido apañar. Este idealismo influye en un hecho sobre el que hemos tenido ocasión
de reflexionar. Me acompañaste a visitar una comunidad religiosa y aquello te suscitó
un problema. Tú, hijo del pueblo, te sentiste mal. Te acogieron estupendamente y,
como tú mismo me dijiste, te agasajaron como a un rey. Pero creías que ibas a
encontrarte en Nazaret y te viste en pleno ambiente burgués. Te mostraste triste,
descontento, sin esa cordialidad habitual en ti. Yo me sentí preocupado por ti, pero
luego pensé que el que estaba «fuera de lugar» era yo, que me había acostumbrado a
tragar esas píldoras demasiado gordas. He visto en Méjico, en Argentina, y no te digo
nada de los monasterios de Europa, ciertas «casas de oración» de un lujo y una
comodidad que supera a la de las familias burguesas. En un monasterio benedictino
que visité este mismo año tenían el proyecto de construir una piscina que costaba una
suma fabulosa. Y llegué a esta conclusión: o los monjes se han vuelto locos o yo tengo
una concepción equivocada de la vida religiosa y monástica. Me puse a pensar cómo
habrían surgido .aquellos monasterios, porque no me entra en la cabeza que sea yo el
listo y ellos los tontos. Como tú sabes, Pedro, aquí en Venezuela existe un instituto que
se llama IVIC (Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas); en este instituto
hay una biblioteca que resulta de veras una tentación para mí; se me ocurre pensar
que debería haberme metido a investigador. Las personas dedicadas a la investigación
tienen un apartamento que yo llamaría conveniente, no lujoso, pero sí funcional. Me
parece que es perfectamente justo, ya que se necesitan ciertas comodidades para una
actividad intelectual, para trabajar con la cabeza. He visitado varias veces el IVIC, soy
amigo de algunos de sus miembros, su ambiente me resulta simpático y no me choca
ni mucho menos. Los monasterios parece que obedezcan al mismo criterio. Crear
ciertas comodidades para la gente estudiosa, para los investigadores, para que
puedan rendir. No se ve la oración como experiencia de Dios bajo la guía de Jesús y la
influencia de su Espíritu. Es una actividad intelectual, una investigación. Y para eso se
necesita crear comodidad, belleza, armonía, música, todo lo que puede fomentar la
actividad intelectual. Este es un ejemplo claro, irrefutable para mí, de la influencia de
la cultura griega, La visión del hombre que proviene de esta cultura ha influido en la
fe. Las personas que están allí dentro tienen que pensar que la experiencia de Dios es
un descubrimiento semejante al de una ley química, o de una novedad astronómica, o
de un virus oculto que hace estragos en la humanidad. Sólo así se explica este lujo y
estas comodidades. El día en que esos monjes lean el evangelio y descubran que la
experiencia de Dios no es el resultado de un perfeccionamiento de la inteligencia, que
es algo muy distinto del descubrimiento de un virus, entonces se darán cuenta de que
estaban equivocados. Buscaban una casa de oración y han caído en un IVIC estéril.
Creo que con todo lo que llevamos dicho tú tienes los medios suficientes para poder
hacer oración. Estás convencido de que Jesús está en este mundo, en el que te das
cuenta de que hay más discordia que amor, y está en él con el fin de hacer
fraternidad. Es un amigo tuyo, un amigo con el que te has encontrado, no para decir
cuatro cosas y jugar un rato, sino para cambiar el mundo, un poco al estilo de aquel
jovenzuelo que te propuso una acción política. Tú tienes confianza en que él cambiará
al mundo y lo cambiará haciendo que sea un mundo habitable y agradable, porque
estamos de acuerdo en que en el mundo se está bien cuando nos queremos. Sí, Pedro,
a costa de parecerte monótono, habrá que seguir transmitiendo este mensaje nuestro,
nuestro porque lo hemos descubierto en la realidad de nuestra convivencia: cualquier
ambiente es agradable cuando dos o tres están reunidos y se quieren y comunican
profundamente. Pero cualquier ambiente es desagradable, por muy cómodo que sea,
cuando se vive allí con los otros sin amor. No me he olvidado todavía de una señora
argentina que me contaba que había vivido veinticinco años con su marido en un
«obraje», esto es, en un campamento para la tala de árboles en el nordeste argentino.
Aquello me pareció heroico a mí, que conozco esos ambientes y que conocía a aquella
señora en un ambiente confortable. Pero es que yo le amaba, fue la respuesta de
aquella señora. El mundo es hermoso, pero resulta desagradable porque no hay amor.
El trabajo de Jesús consiste en cambiarlo; es un trabajo que aparentemente no
progresa mucho. Tú mismo, Pedro, has sufrido mucho porque has visto comunidades
donde esperabas que hubiera amor, que se entendieran todos entre sí porque estaban
reunidos por el reino, y te diste cuenta de que no era eso lo que pasaba. Has
escuchado frases que te han impresionado: yo no puedo estar de acuerdo con ése;
ése no piensa como yo y no podemos vivir juntos. Tú vienes de un mundo que te ha
hecho sentir intensamente el deseo de amistad, de comprensión, y creías que esto
ocurría de una forma única en los ambientes cristianos; por eso sentiste cierta
desilusión. La amistad, el encuentro, es terriblemente difícil para todos. La excusa que
podemos encontrar para ciertos ambientes cristianos es que han apuntado hacia otros
objetivos, la eficiencia pastoral, la preparación intelectual, la unidad en la doctrina, la
coordinación de la obediencia, y no se han fijado en la amistad. Y el trabajo de Jesús
no encuentra más que trabas.
Hay muchos obstáculos en nosotros; son de tipo económico, de tipo psicológico, esto
es, proceden de la estructura de nuestro yo y de la historia que hemos vivido desde
nuestra infancia. Como eres muy joven, te parece imposible que no puedan superarse
estos obstáculos. Todavía crees que con un poco de buena voluntad podríamos llegar
a querernos como es debido. Te has desahogado conmigo: ¿por qué no pruebas a
hablar de ello con Jesús? Razonando uno podría decirte: ¿Qué es lo que puede hacer
él? Si el hombre no quiere... Mira, Pedro, si lees la Biblia, desde la primera página
hasta la última descubrirás que los hombres que han sentido y sufrido este problema
han hablado de él con Dios. Tenemos una sola cosa de que lamentarnos
verdaderamente con Dios y por la que podemos no estar contentos con él: que no
vamos de acuerdo entre nosotros. Tú me has dicho: aquí podría marchar todo sobre
ruedas, no faltaría nada, podríamos ser felices, pero están esos problemillas de la
comunidad que nos agitan y nos hacen sentirnos mal. Ponlo todo esto en la escena del
mundo y podrías decir: aquí podría marchar todo bien, pero está la bomba atómica, la
bomba meteorológica, que no sirven ciertamente para jugar y que nos quitan el
sueño.
La oración cristiana
El único argumento lógico de la oración es que ha venido entre nosotros un enviado de
Dios para llamarnos a colaborar con él, a fin de llevar a cabo la reconciliación entre los
hombres incapaces de dialogar. Su presencia entre nosotros es el pacto, la garantía,
de que acabaremos encontrando eso que buscamos tan dolorosamente. La muerte de
Jesús por los amigos y por la amistad es una renovación del pacto antiguo.
Si se aleja a la oración de este contexto deja de ser oración cristiana. Jesús ha venido
a decirnos quién es Dios, qué tipo de relación podemos tener con él, y no es posible
emprender un camino distinto. A ti, Pedro, te gusta retirarte, pasar un día solo en la
montaña, admirar la naturaleza; estoy de acuerdo contigo porque esto te ayuda a
comprender mejor tu compromiso en el mundo y te hace entrar en el problema de la
reconciliación entre los hombres, que es la razón de ser de Jesús. Si la oración te
convirtiera en un «sabio», no sería ya oración cristiana. Te he hablado ya de aquel
librito de «espiritualidad» que me hizo leer un amigo nuestro. Te dije que no lo
aceptaba y te he explicado por qué. Enseña el dominio de sí mismo, cómo ser dueños
de nuestras pasiones, cómo dominar todos los vicios, cómo ser una persona perfecta,
equilibrada, al abrigo de todas las tempestades que estallan fuera. Este no es el ideal
de Jesús. Es verdad que Jesús no te dice que te entregues a todos los vicios, que seas
esclavo de tus pasiones. Pero lo característico de Jesús es la compasión por el mundo,
es el sufrimiento de que los hombres no se amen, es el deseo de dar la vida para que
los hombres se reconcilien entre sí. El ideal cristiano no es ciertamente la
impasibilidad, sino el asumir este drama del mundo. Tampoco es la búsqueda del
sufrimiento por el sufrimiento; no puede decirse que un hombre que sufre, por el
hecho de sufrir, sea cristiano. Yo diría más bien que uno que ama es cristiano y,
porque ama, sufre. Me han asaltado muchas veces —la palabra es ésta, asaltado—
algunos amigos para que me acercase a ciertas técnicas orientales de oración, a
ciertas teorías de espiritualidad del oriente. Yo siento una alergia particular por todo
eso, porque te centran en tu yo, te enseñan a orar como si se tratara de una
perfección en sí. Su ideal es hacer al hombre orante, pero yo insisto en que en el
evangelio es evidente la orientación por hacer al hombre salvador, al hombre altruista,
al hombre que asuma ese gran problema humano que es el de la acogida. Esto
ciertamente le llevará a sufrir y a orar y también a gozar, ya que la amistad es gozo. El
diario boliviano del Che Guevara es la descripción de una vida horrible, si lo leemos
por fuera. En medio de una selva, rodeado de peligros de toda clase, con la amenaza
de una muerte segura, sin la más pequeña comodidad; sin embargo apreciamos un
optimismo allí dentro, un humorismo que yo diría que tiene una sustancia cristiana. Se
palpan allí todas las vibraciones de la amistad, de la esperanza, de la alegría de que la
vida sirva para algo. Todo esto te lleva muy lejos de esa sabia indiferencia de ciertas
teorías orientales que te ponen al abrigo de la intemperie. No te dejes impresionar,
Pedro, por aquellos que te dicen que la oración no sirve, que es urgente cambiar el
mundo, que es preciso hacer la revolución. No te impresiones si dicen de ti que eres
espiritualista. Alimenta la oración con el compromiso concreto y auténtico de hacer
fraternidad; e ilumina, haz cada vez más puro y más profundo tu deseo de hacer
fraternidad, con la oración. Has seguido con la curiosidad de saber lo que me dijo un
día cierto ilustre teólogo, de esos que se van por las alturas. Me decía: la experiencia
nos hace ver diferencias muy profundas entre los hombres, cuyo responsable es Dios:
la diferencia entre una persona sana y otra enferma, entre una persona guapa y otra
deforme. ¿Por qué afligirse tanto por la diferencia entre el pobre y el rico, entre el
oprimido y el opresor? En el fondo ésta es una diferencia accidental, que carece de
importancia. ¡Pobres de nosotros si pensaran así todos los teólogos!... Les enseñarán
ciertamente a sus alumnos en sus lecciones que Cristo ha venido a quitar el pecado
del mundo; pero ¿cómo quitar el pecado dell mundo sin enfrentarse con el problema
de las diferencias sociales de las que somos nosotros responsables? ¿Qué co sa es
para ellos el pecado si no es antifraternidad y antiamor? Y las divisiones entre los
hombres ¿no son el efecto visible de este antiamor? Hemos de procurar no hacer de la
oración un mero ejercicio intelectual, un poco de palabrería. La oración es vida; todo lo
que está en la línea de hacer fraternidad es oración. Si reconozco que el único capaz
de hacer fraternidad es Jesús, es lógico que me encuentre con él y que hable de ello
con él. Si tenemos cierta desconfianza en nosotros mismos y admitimos que somos
capaces de traicionarlo, tenemos suficientes argumentos para no abandonar la
oración. No te encuentras con el Señor para descargar sobre él lo que tienes que
hacer tú, sino porque estás convencido de que tú también, como millares y millones
de hombres, puedes traicionar a tus amigos. La otra noche estabas conmigo en una
plaza de Sanare, cuando un campesino señalaba con el dedo a un señor que se
acercaba en un lujoso automóvil: «Si hubieras oído hablar a ese señor durante la
campaña electoral... Parecía un amigo, uno de los nuestros... ¿Y habéis visto ahora? ¡Si
te he visto, no me acuerdo!». Tú puedes traicionar con la convicción de que amas y
esconder después mucho egoísmo, mucho deseo de dominar a los demás, mucho
orgullo. Si cada uno de nosotros no descubrimos esta verdad fundamental, si no nos
hacemos humildes, reconociendo que podemos traicionar a nuestro hermano, que
todos los psiquiatras del mundo no nos salvarán de la posibilidad de traicionar, todo lo
que hagamos, aunque sea bueno de suyo, no podrá dar resultados de liberación. Yo no
sé decirte más de la oración. El pueblo latinoamericano está bajo la influencia de tres
fuerzas que, en cierto sentido, paralizan su historia. Una religión alienante que los
dirige hacia un dios que no tiene que ver nada con la vida; es como el Júpiter que
amenaza con sus rayos, o como el Mercurio bienhechor que resuelve los problemas
económicos, o el taumaturgo que reemplaza la negligencia desvergonzada de los
médicos. Un espiritualismo individualista de los intelectuales, receta de paz para el
alma de aquellos que no tienen paz. Detrás de este espiritualismo hay una maniobra
astuta e inteligente para mantener y conservar la religión-opio y neutralizar la fuerza
revolucionaria y liberadora del evangelio. No todos los que siguen la corriente
espiritualista tienen esta intención diabólica; hemos de admitirlo; en su mayoría son
personas buenas, confortadas y consoladas por este resurgir de la oración. La tercera
fuerza paralizadora es un plano político abstracto que no tiene en cuenta la etapa
actual de la América latina y que no puede comprometer al pueblo que no está en
disposición de comprender. No se comprende el lenguaje de los estrategas.
Es menester descubrir cuál es la fuerza que mueve a la historia, descubrir el secreto
que pone en movimiento a la liberación que América latina tiene que transmitir al
mundo. Esta es su misión. Si ves esto y te sientes muy pequeño y no sabes hacia
dónde dirigir tus pasos, ves la impotencia como una provocación para la oración. La fe
se forja en estas ocasiones, en estas necesidades concretas. Vosotros, los jóvenes de
este continente, estáis llamados a renovar el mundo viejo, la iglesia vieja y ahogada
por la burguesía; tenéis que inventar vuestra nueva fe. Intentad gritar a Cristo Jesús,
poneros de acuerdo con él. Sé que más que mis palabras es el Espíritu del Señor el
que te ayuda, Pedro, a no ceder y a que vayas descubriendo el sentido de la oración,
sin que yo te contamine con mi intelectualismo que quitaría autenticidad a tu relación
con Cristo.
De hecho, la observación que hacen las personas que frecuentan esta oración es que
ciertamente está bien, que nos sentimos acogidos, que se hace fraternidad. Me parece
que es un paso adelante de suma importancia el que se ponga el acento en ese «estar
bien en fraternidad», en este encender el deseo de ser hermanos. Me parece
sumamente positivo que los hombres descubran que están bien unos junto a otros,
que es una verdadera felicidad el encuentro mutuo. Pero no tenemos que caer en el
idealismo tan habitual entre los cristianos, en ese optimismo facilón, acrítico,
infecundo y antievangélico. ¡Ya somos hermanos! La preocupación debería ser más
bien ésta: ved qué hermoso es que los hermanos vivan juntos, qué estupendo; y
todavía tiene que ser mucho más hermoso de lo que nosotros pensamos si muchos
ponen en peligro su vida ante las torturas, las persecuciones y la muerte por hacer un
mundo de hermanos. ¿Y no querremos llevar la alegría que hemos sentido esta tarde a
todos los hombres, extendiéndola por toda la tierra? Pero pensad bien en ello, porque
esto le costó a Cristo la cruz y le costará a todos los que quieran seguir a Jesús. Por
tanto, cantad, cantad, hermanos, porque fuera nos está esperando una marcha larga y
difícil.
La admiración y la co-creación
Vista globalmente la humanidad, no será nunca ni salvada ni perdida. La sociedad
estará siempre compuesta de fariseos y de profetas, de gente que muere y de gente
que mata. He necesitado tener canas para descubrir esta filosofía en paz. A veces me
viene la sospecha de que me estoy acercando al conformismo, que es la enfermedad
de la vejez cuando llega al cerebro y al corazón. Pero pienso en que la iglesia no
muere ni resucita. Dios ha aceptado a la iglesia y a la historia tal como son. San
Agustín se lo explicaba de una manera infantil y un poco maniquea. Quizás, al luchar
contra los maniqueos, se contagió un poco de su misma lepra. Existen los malos para
la formación de los buenos. Si no existieran los malos, ¿cómo se conocería a los
buenos? Pero si procuramos poner una mayor profundidad y coherencia científica al
mirar a esa iglesia en la que los fariseos y los profetas se mueven permanentemente
en la misma pista en un combate sin víctimas, si nos fijamos en este mundo que se
agita en medio de un cambio acelerado y al mismo tiempo de una lentitud irritante, no
sabremos encontrar otra explicación más convincente. Me río de la ocurrencia
agustiniana como de una tontería muy simpática en las personas mayores, pero no
sabría encontrar una respuesta certera. Acepto con fatalismo hegeliano esta dialéctica
de la iglesia. Está claro que la intervención del Espíritu santo en el concilio tiene la
finalidad de acelerar y de hacer evidente esta confrontación que estaba resultando
aburrida y pobre de luchadores, con un saldo en ventaja de los fariseos. Quizás el
Espíritu santo haya tenido presente con un poco de humorismo ese momento de las
bodas de Cana en que todos cabeceaban y las luces iban agonizando en medio de un
cansancio general. Y la fiesta empezó a comenzar con nueva energía.
El vino llegó a tiempo para reanimar aquella modorra universal. El concilio ha
radicalizado al fariseísmo y al profetismo. El fariseísmo se siente amenazado y se
aferra a su postura ideológica; se defiende multiplicando instrumentos y estructuras
para aclarar, poner al día y fortificar la ideología. Todas las reformas religiosas son
discutidas, examinadas y aclaradas por la experiencia religiosa transmitida de las
generaciones anteriores, más que por el redescubrimiento del evangelio y la ruptura
del andamiaje de la «cultura cristiana». De ahí brota un resultado de esperanzas y de
desilusiones, unas andaderas permanentes que mantienen cierto infantilismo y que
impiden la maduración de la conciencia en la crítica y la creatividad. Se organizan
capítulos y encuentros a todos los niveles y sólo cambia y progresa la técnica de esos
encuentros, que tiene que hacerse cada vez más fría a medida que el tiempo va
acumulando
desconfianza y cansancio. La renovación puede nacer solamente de una confrontación
dialéctica (insisto en la palabra dialéctica), esto es, basada en la hipótesis de que la
cultura cristiana ha recubierto y traicionado al evangelio y que por añadidura esa
cultura no es ya la cultura del
hombre actual. Habría que dar unos buenos golpes de pico, enérgicos y urgentes, para
limpiar al evangelio de toda esa costra que lo recubre. Pero ante el primer golpe
muchos tienen miedo de que todo se venga abajo y desisten. La falta de interés sería
sin embargo el menor de los males; lo peor es que se siguen reforzando y recargando
las viejas estructuras. Y a este celo por modificar las viejas estructuras lo llaman amor
a la iglesia, a la congregación, al evangelio. Sería algo cómico si no estuviera por
medio la salvación del hombre y si los signos macabros de la historia no hicieran más
urgente esta salvación.
Todos queremos una renovación espiritual y desde todos los lugares se invoca un
rejuvenecimiento del mundo, que anuncia como única novedad verdadera la
sustitución de la bomba nuclear por la bomba metereológica y donde ciertos
gobiernos se empeñan en una destrucción solamente parcial de la humanidad para
que podamos dormir sueños felices: la única esperanza es la de que salgamos
nosotros airosos, aunque sean destruidos los demás. Pero los cristianos educados en
la ideología defienden una renovación espiritual como forma de evolución de tipo
intelectual, que los aleja cada vez más del corazón del evangelio. Todas las reformas
se hacen sobre lo que no se debería reformar, sino destruir. Realmente Jesús nos
definió muy bien cuando dijo que para arreglar vestidos viejos usábamos tela nueva.
Se movilizan fuerzas potencialmente importantes y potencialmente sanas en institutos
en los que se les prepara en técnicas paralelas, como la pedagogía, la psicología, la
estadística; todo ello para hacer aceptable la ideología. Las monjas en crisis, los
sacerdotes cansados de usar una pastoral que no llega al pueblo, son mandados a
estudiar; quizás se piense al estilo socrático en una equivalencia: virtud igual a
instrucción. Con lo que se da un | nuevo vigor a lo que nos aleja del pueblo y de los
pobres. Toda esta agitación, todo este fervor de iniciativas que ha puesto en juego la
epifanía conciliar tiene el resultado inevitable de consolidar la inserción exclusiva de la
iglesia en la clase burguesa, a la que se puede manejar con la ideología y que busca
desesperadamente una sustitución de la historia, porque la historia le parece
arriesgada, impura, sin piedad, sin defensa. Pueden hacerla los que no tienen casa, los
aventureros, los que no tienen nada que perder. Pero no los que aman los espacios
cerrados, los que no están dispuestos a arriesgar su seguridad. El mundo burgués ha
modelado la pobreza religiosa, ha transformado la castidad en privilegio, en una
especie de vago candor intocable, de superioridad ultraterrena, en un ideal en el que
encuentran su compensación expiatoria todos los adulterios elegantes y toda la
creatividad sexual de nuestra generación. Convierten a la obediencia en un baluarte
del derecho de clase, amenazado por la anarquía creciente del mundo.
Un periódico latinoamericano respondía con evidente ironía al comentario de la prensa
vaticana sobre las elecciones regionales italianas de 1975. La prensa vaticana atribuía
el éxito de las elecciones a la influencia de la prensa, inclinada cada vez más a las
izquierdas. Como si los clericales de derechas no tuvieran todo el espacio y toda la
libertad de expresarse y de orientar a sus oyentes. Si escogéis la ideología, sed por lo
menos un poco más modernos y profundos. Nuestras casas, nuestra forma de vivir, la
medida con que juzgamos nuestra grandeza y nuestros «heroísmos», todo esto nos
viene de la clase burguesa. Me di cuenta de ello en el nordeste argentino, cuando vi
algunos ancianos que dormían en unas «camas», en comparación de las cuales todo
eso que suele enseñarse como instrumentos de tortura de los «santos» son colchones
de pluma. Vi a pobres que hacían penitencias en la comida, sin saberlo. Y lo hacen por
necesidad y muchas veces por amor, porque el huésped inesperado les obliga a
compartir la cena. Los pobres me han hecho descubrir que nuestra manera de vivir, de
pensar, de predicar, de rezar, es burguesa. Y todo lo que hacemos por «renovarnos»
no hace más que arraigarnos más en este mundo. Seguimos escogiendo este mundo y
no escogemos a los pobres. Y para tener la libertad de elegir, sin resultar sospechosos,
negamos en nombre del evangelio la división de clases y recurrimos al Adán mítico,
salido de las manos de Dios sin especificaciones sociológicas. Todos los hombres son
hermanos como los garbanzos y a esos garbanzos los llamamos hermanos. Pero la
fraternidad es una relación que tenemos que crear, que es dramática, que está sujeta
a un más o menos, a un nada, a una oposición. El concilio debería haber terminado
con el propósito de desmantelar..., pero eso sería decir que los ojos de Jesús deberían
haber obligado a los fariseos a avergonzarse de ser fariseos, deberían haberlos
convencido de que había que dejar las tradiciones por la verdad y la justicia. ¿Podían
ellos hacerlo? Es la pregunta que llevamos dentro y que nos atormenta.
¿Quién es el cristiano?
Nos hemos preguntado con frecuencia durante estos años cuál es la especialidad del
cristiano. La pregunta tiene un buen origen porque nace en medio del espacio de las
diferencias marcadas injustamente por una concepción separatista del cristiano.
Desaparecida la cristiandad, desaparecida la división entre dos sociedades paralelas,
viendo la historia del mundo como una sola historia de salvación, es normal que el
cristiano que ha crecido en el sagrado recinto de la educación católica, metido en un
mundo sin distinciones de ese tipo, se pregunte por qué tiene que arrastrarse detrás
de las complicaciones del ser cristiano. Esta desorientación ha dado origen a una
búsqueda angustiosa en la que con un poco de olfato psicológico se logran descubrir
los elementos del miedo y del interés: ¿qué necesidad hay de ser cristianos? Nadie se
pregunta sobre qué necesidad hay de respirar o de moverse, qué decisión es la que
tiene que tomar o qué programas tiene que desarrollar actualmente, porque sabe que
el respirar y el moverse y el vivir no son un juego. Educados en un cristianismo como
«contenido», como programa de vida aparte, como ideología más que como vida, no
podemos menos de preguntarnos con angustia si esta ideología tiene todavía algún
crédito en el mundo, si en esta competencia permanente de proyectos a la que nos
invita la historia, acogiendo unas cosas y eliminando otras sin apelación, sigue siendo
válido todavía presentar nuestro proyecto.
¿De qué sirve ser cristiano? Jesús sacudiría la cabeza ante esta pregunta, lo mismo
que hizo cuando le preguntó Nicodemo, el maestro de Israel. ¿Cómo no sabes tú estas
cosas? El cristiano es uno que nace de arriba; por tanto, no tiene que hacer proyectos,
tiene que renacer. El cristiano, amigo mío, es un hombre con dos piernas y dos brazos
como cualquiera de esos bípedos que ves caminando por la calle. Cuanto menos lo
distingas de los demás, será mejor: éste podría ser un buen test. Pero su nuevo
nacimiento se manifiesta en la confianza en el hombre, captado en el nivel donde el
hombre está desnudo, donde es pobre y sin protección, más acá de los valores
económicos o intelectuales o estéticos, esos elementos que estimulan nuestro interés
y nuestros diversos apetitos. Y esta confianza en el hombre no es fruto de un acto de
voluntad ni una «táctica» o estrategia necesaria para poder manipular a nuestros
semejantes, sino la consecuencia de una conversión. Es un descubrimiento global. Es
como la refracción de la relación única con Dios que se llama fe. Es como un aspecto
de esa nueva manera de mirar la vida como esencial, como importante y bella en sí
misma, independientemente del papel que uno desempeña en ella y de la parte que
tiene puesta en el juego. Es como un nuevo sentirse con vida, porque la vida está
arraigada en un amor profundo del que no te puedes separar por mucho que te
empeñes. La vida adquiere la dimensión de lo definitivo, de lo interesante, un peso
específico desconocido.
Este descubrimiento tiene sus alternativas de angustia y de gozo profundo y por eso
los contemplativos —lo repito una vez más—, los que tienen como pocos el privilegio
de ver la vida al desnudo, yo diría que sin motivaciones a no ser la motivación del
origen, llegan al punto máximo del dolor y del gozo. Jesús saltó de alegría al mirar las
flores y la yerba de los campos una mañana de primavera y al contemplar la luz de la
sabiduría verdadera y esencial en los ojos de los moradores de casas de barro. Y
confió a esos amigos suyos su tristeza cuando la incapacidad para ver al hombre
estaba a punto de clavarlo en la cruz. Esta confianza en el hombre, este gusto por la
persona, no nace espontáneamente en la lucha política, aun cuando se esté de parte
del pueblo y de los oprimidos. Y cuando se licencian las tropas de asalto que han
servido para derribar al tirano, se descubre que la pasión de la justicia, el
enfrentamiento heroico por transformar las relaciones injustas, no siempre estaban
motivados por la confianza en el hombre, que es otra formulación de la amistad, de la
relación liberada del egoísmo. Esta confianza no se puede vivir platónicamente en el
plano de las intenciones. Se puede vivir solamente en el plano de la práctica o —si no
nos da miedo esa palabra— de la praxis. La autogestión de que habla Garaudy en un
tono que va más allá de las decisiones económicas es una explicitación económica y
política de esta confianza en el hombre. Tenemos que habituarnos a vivir los
«acontecimientos del espíritu» en las decisiones históricas y políticas, pero
tropezamos aquí frecuentemente por falta de preparación. El ideólogo ha hecho de las
virtudes cristianas y de los acontecimientos del espíritu unos ejercicios gimnásticos
matutinos encerrado en una habitación. Mientras que para el burgués andar y correr
significa dar cincuenta vueltas al perímetro de su jardín, ya que desde su último paso
por este espacio no volverá a mover las piernas hasta el día siguiente, para el obrero
de la periferia de Buenos Aires o de Méjico hacer gimnasia es caminar cinco o seis
horas al día para llegar a su puesto de trabajo y volver luego a casa. También somos
burgueses en la virtud, porque nos han enseñado a andar por patios cerrados y a
desengrasar con una «cyclostatic», a levantar pesos inservibles, a vivir una continua
vigilia de entrenamiento. Por eso somos capaces de hablar de pobreza sin los pobres.
Hace algunos años levantó un escándalo cierto artículo que hoy no firmaría, porque ya
no me siento tan cándido. El artículo llevaba el título de Prepararse para el amor, y les
proponía a los adolescentes unas cuantas motivaciones para la continencia sexual
como preparación para una relación nueva. Un educador me dijo que era escandaloso
el mismo título del artículo. Ahora comprendo bien esta objeción, ya que a la castidad
como a la pobreza se las ve de manera idealista. En los capítulos religiosos son
realidades que tienen cuerpo y valor en sí mismas. No se trata en ellos de la relación
cristiano-pobres, hombre-mujer. Se da una ojeada sobre la señora pobreza, sobre la
señora castidad, y esta idealización ofrece la posibilidad de modelarlas al propio
gusto. A muchos religiosos les resulta casi imposible reconocer las virtudes, las dotes
sobrenaturales, en ciertas decisiones o actitudes o relaciones que tienen toda la
humildad de esos actos ordinarios que cumplen continuamente los simples mortales.
El footing en el patio de casa no ensucia los pies, mientras que el correr por el camino
polvoriento hasta la carretera para tomar allí el autobús de las seis y correr desde la
puerta de la fábrica para volver a casa para el tiempo del descanso y del amor, eso sí
que mancha los pies; son sacrificios que se compaginan difícilmente con el buen
carácter y con el comportamiento distinguido.
La confianza en el hombre no existe como virtud. No puede hacer cincuenta
respiraciones por la mañana, diciendo «creo» en la inspiración, y «en el hombre» en la
expiración. La confianza en el hombre es una relación renovada, es el signo del
renacimiento interior que Jesús le propone a Nicodemo como la única alternativa. O
israelita, o fariseo, u hombre nuevo. Sí, Nicodemo, es algo así como volver al vientre
de la madre y comenzar de nuevo la vida con otros ojos, con otro corazón, con otros
sentidos. Ser tú o no ser tú. Me dan una alegría inmensa ciertas indicaciones del
evangelio: ¿acaso no es el hijo del carpintero? ¿no son acaso sus parientes vecinos
nuestros? ¿Qué es esa cosa «insólita» que aparece en él? ¿Cómo se explica este su ser
como los demás y no ser como los demás? Cristo inaugura el misterio cristiano que
nosotros estamos procurando siempre no aceptar, viviendo en forma dualista por un
lado nuestro ser cristiano y por otro lado nuestro ser en el mundo. No sé si se deberá
esto a nuestra cultura occidental-cristiana, si tendremos que achacarlo todo al
idealismo griego, o si no será más bien una astucia de nuestro yo que hurta al hombre
ante un cansancio mayor y encuentra en este desdoblamiento materia y espacio para
el super-yo. Es muy difícil aceptar que las virtudes sobrenaturales desaparecen en el
agua gris de la realidad cotidiana. La salud psíquica en el ámbito cristiano se
manifiesta como una repulsa del super-yo y en querer ser como todos, sin rechazar
ninguna de las tareas propiamente humanas, sobre todo las más duras por ser las que
menos se ven.
La conversión del corazón
Cuando el ser hombre se recupera del nivel del super-yo, de la vergüenza de haberse
elevado a esta falsa sublimidad, resulta explicable que haya ciertas oscilaciones que
confunden al super-yo con una presencia activa y dinámica del Espíritu, que cambia
radicalmente la manera de ver a los otros, las cosas y el tiempo. Me duele el corazón
al pensar que nuestra educación, burda por ser irrealmente sublime, nos hará poner
mala cara ante esta reducción del ser cristiano, a la confianza en el hombre, que es
sinónimo de amistad. Una amistad que se amplía hasta comprender a los hombres y
las cosas (si nos acordamos de san Francisco nos ahorraremos largas explicaciones).
Pero éste es precisamente el verdadero test de la operación-renacimiento. Para mí el
cristiano es un hombre capaz de aquellas tres maravillas que se nos describen en el
capítulo 6 de san Mateo y en el 10 de san Lucas: mirad los lirios del campo, fijaos bien
en ellos...; mirad con vuestros ojos la belleza de Dios que resplandece en las flores en
esos instantes en que no ha llegado aún el tiempo de agostarse...; aplicad el oído para
descubrir el lenguaje de Dios, el verdadero sentido de las cosas, en la gente humilde.
Sentirse amados por el Padre en la belleza que tenemos ante los ojos y en la acogida
de la amistad. Para llegar a esto hay que partir de la renuncia al super-yo y a esa
intocabilidad hierática que siempre ha buscado la educación cristiana. Pero sería falso
sentirse auténticos cristianos por el mero hecho de deponer los hábitos marcianos del
sacerdote para vestirse un traje burgués. El super-yo se adapta a todos los disfraces,
incluso a los más abyectos. Lo importante es vivir en el nivel donde se da la vida. Y
eso no se remedia vistiéndose sólo con el mono del obrero. La única condición es la
conversión del corazón.
Es preciso estar alerta, porque las falsificaciones están en un proceso de creación
continua. Cuando yo era adolescente, el cristiano era el hombre piadoso y
contemplábamos galerías enteras de hombres y de mujeres en pose, con las manos
juntas, los ojos vueltos al cielo y caras beatíficas. Ahora está de moda el hombre
ordinario, el tipo de la calle, el tipo que dice palabrotas y lleva una colilla en los labios
y viste de cualquier manera. La atracción por la vida rústica, las compañías sencillas,
la nostalgia del sentido común después de todas las borracheras de la lógica, el
esteticismo: todo eso son traducciones burguesas o populares del hombre que ha
renacido en el espíritu. Jesús no se acercó a los pecadores por el cansancio de haber
vivido entre teólogos y doctores, sino por simpatía (¡cómo me gustaría que se le
devolviera a esta palabra su sentido exacto!) para con la gente sencilla. Jesús le confía
por completo su proyecto a esta gente y acepta que las vacilaciones, las
ambigüedades, las incoherencias del hombre hagan sumamente frágil el proyecto del
reino. No se pone a admirar desde la otra orilla a los afortunados que poseen la
ignorancia, a los felices que se han ahorrado el duro cansancio del pensamiento, a los
puros al margen de la ambigüedad de la especulación. Jesús no dice: ¡dichosos
vosotros, los puros, los genuinos, los auténticos! ¡Pobres de nosotros que tenemos que
cargarnos encima con el esfuerzo de pensar también en vosotros! La suya no es una
admiración idealista y por consiguiente burguesa; es una admiración que va de la
proclamación de su programa a la cogestión y a la autogestión. Espero que los
teólogos quisquillosos me permitan este humorismo. Las tres admiraciones en clave
idealista son un apoyo al mundo burgués para que afirme sus distancias y retrase el
advenimiento de la amistad.
La admiración de Jesús se traduce en una convivencia y en una convivencia
atormentada por la incomprensión, las dudas, los celos, por todos esos altibajos que
vivimos en nuestra propia existencia. Esta admiración parece estar en contradicción
con ciertas expresiones amargas y con ciertos momentos que suenan a desilusión:
«Hombres de poca fe, no sé de qué espíritu sois...; apártate de mí, Satanás...; ¿por
qué habéis dudado?...». Pero intacta como un compromiso de Dios, como una alianza
que los hombres pueden permitirse el lujo de traicionar, pero que para Dios es
indestructible. Nosotros no podemos tener esta confianza porque pensamos en la
inestabilidad del hombre, en sus terribles cambios de estado, en las incoherencias que
conocemos por experiencia personal; pero el camino de la amistad es éste
precisamente. Ahora el Espíritu santo le ha pedido a la iglesia, en una época de crisis
de comunión, un servicio a los hombres: el de regalarle al mundo su amistad. Época
de crisis de comunión, porque se ha agudizado el deseo de comunión y esto mismo
hace vislumbrar más lejana su posibilidad. Quizás se trate de dos aspectos del mismo
problema: al agudizarse la exigencia de comunión se miden más de cerca las
dificultades para realizarla. Y estoy convencido de que es éste el camino, el único
camino, por el que hoy pasa la fe en Cristo. El hombre omnipotente en la práctica se
descubre realmente impotente en la única empresa que es esencial y que es la piedra
de toque de una vida lograda: la relación, la comunicación. Yo no veo otra
presentación de Cristo a las generaciones actuales en su crisis de cultura más que
ésta: descubrirlo como el otro en los demás. Todos los temores de los responsables de
la ortodoxia no pueden cambiar el estado cultural del mundo, su capacidad receptiva
de la verdad, como tampoco pueden cambiar el tipo de cita, la cualidad de la alianza
que Dios renueva con el hombre en todas las épocas. Esto exige una urgente y seria
conversión de los cristianos íntimamente interesados por el reino y que se sienten
responsables de la evangelización; una conversión desde el plano de una fe idealista
al descubrimiento del otro absoluto que se hace visible y se nos acerca en la presencia
del otro relativo, lo mismo que la belleza eterna del Padre entra por nuestros ojos en la
belleza de la yerba que pronto se secará y será echada al fuego.
Esto me parece que es lo que el Espíritu santo le pedía a su iglesia: no ya que
reforzase su poder ideológico con todo lo que el progreso ha ido descubriendo, a fin de
hacer más aceptable y por tanto menos liberadora una ideología. El Espíritu santo pide
mucho menos de nuestra agitación de abejas que se han puesto a moscardear
incansablemente alrededor del panal vacío de miel. Pedía menos pérdida de dinero,
menos movimiento, menos aviones cargados de monjas, de religiosos y de prelados
que cruzan el océano continuamente trasladando a los especialistas de la crisis de
España a Chile, de Francia a Méjico. Pedía mucho menos, pero algo mucho más difícil.
Lo esencial y lo más simple ha sido siempre lo más difícil y lo último en comprenderse.
Los caminos de los hombres no van de lo sencillo a lo complicado, sino de lo
complicado a lo sencillo. La simplicidad requiere un coraje extraordinario, el coraje de
aceptar la crítica. Esto era algo que no podía pedírsele a toda la iglesia, pero parece
que es posible pedírselo, que hay que pedírselo al «estado de perfección», a todos los
que se han comprometido en un servicio «a tiempo completo» al Espíritu santo. A
todos esos que hasta ahora han estado buscando algo de específico, algo que los
distinguiera de los simples cristianos. Pues bien, he aquí una señal. Una virgen dará a
luz al Dios con nosotros, al Emmanuel, al amigo, al que se identifica por completo con
los pobres, con la clase baja, en donde según la opinión más corriente no entra ni
siquiera un rayo de sabiduría, en donde sólo se buscan brazos para trabajar y
espaldas que se curven sobre la tierra, pero no proyectos para la salvación del mundo.
Absolutamente no.
Yo no creo que la iglesia tenga que ser un grupo de analfabetos, que la evangelización
exija a priori una repulsa de todo lo que la técnica ha puesto a disposición del hombre
para hacer conocer ideas y difundirlas con eficacia. Yo no creo eso, porque para
compartir lo que se tiene con los pobres, a fin de que defiendan su dignidad y su
justicia que Jesús admira tanto, se necesitan medios. Lo ideal no es la marginación, la
inferioridad, el ser continuamente víctimas de la violencia. La violencia es un mal, es
un pecado, y no se puede querer el pecado para que resplandezca la sabiduría de
Dios. Sería una contradicción antagónica, como dicen los jóvenes. Evangelizar significa
anunciar y realizar la liberación del pecado, y por consiguiente de todas las formas de
esclavitud. Esta liberación, o sea, el pasar de una relación de esclavitud a una relación
de fraternidad, no puede llevarse a cabo sin pasar por una ideología, por ciertas
técnicas, por formas de organización que no se pueden improvisar y que necesitan
largas reflexiones y horas de paciente estudio. No niego el papel de la inteligencia, de
la instrucción, de la técnica, que el cristiano tiene que asumir como cualquier otro
individuo de la tierra sin timidez y aceptando todos los riesgos, sin descartar el riesgo
moral, la duda. Todos los hombres tienen que aceptar la duda, si esta opción ha de ser
totalmente positiva; si no, hará que se desmorone toda mi estructura moral.
Cuando me refiero a la admiración y a la concreación como valores evangélicos, hablo
de una actitud de amor, de libertad, de respeto, que se refleja ciertamente en las
opciones externas, en las valoraciones, en la manera de mirar la vida y por tanto de
usar los medios para cambiar el mundo y las relaciones humanas. No distingo entre un
hombre y un cristiano al pensar en su trabajo en el mundo.
La crítica social le reprocha esto a la «caridad» cristiana y tiene toda la razón para
ello. Con una traición al evangelio no hemos reflexionado bastante en que el interés
de Cristo no es que demos de comer al hambriento, sino más bien que hagamos de
una relación diabólica una relación de amor; en este caso la relación diabólica se
presenta, se historifica, en la diferencia entre nosotros con el estómago lleno y el
hígado atracado y nuestro hermano macilento que llama a nuestra puerta. No se trata
de hacer una osmosis entre los dos estómagos, para que lo que nosotros tenemos
pase a la parte vacía; se trata de cambiar una relación. Resulta cómico pensar que
nuestra caridad «sobrenatural» es tan material y tan mecánica que se reduce
realmente a un problema de estómago, precisamente a eso que les hemos reprochado
a los «materialistas». Si no vemos la relación, sino el pan, los vestidos, el azúcar, el
café, toda nuestra chantas, aun cuando superlativamente humanizada por un gran
calor humano y por la cordialidad de las damas de beneficencia, si no apunta en ella
un cambio en las relaciones, sería más materialista que cualquier iniciativa política.
Con el evangelio en la mano no hay muchas opciones que hacer; la opción es una
sola. Y es la opción por esa parte de la humanidad que ha convertido en víctimas
nuestro no-amor. Puesto que nosotros nos hemos perdido en la abstracción del
idealismo y no sabemos ya quiénes son estas víctimas, dejemos que el samaritano, el
maldito, el excomulgado nos los enseñe, no teóricamente, sino en la práctica. Todos
sabemos que tenemos que amar, que el amor cristiano no es ese humanitarismo
consolador y sentimental que tranquiliza el corazón de los justos y de los injustos;
pero cuando nos preguntamos «quién es mi prójimo», nuestra respuesta es «todos»,
cualquier hombre, lo que equivale a «ninguno». Jesús en su parábola clarísima, oscura
solamente para el que no tiene oídos para oir, nos pone delante dos mundos: el
mundo farisaico que sabe muy bien lo que tiene que hacer y se recrea en la verdad
profundizando en ella, dándole vueltas por una y otra parte como si fuera una chuleta,
diciendo que desea sacarle jugo pero de hecho acomodándola a su gusto, y el mundo
de la praxis, el samaritano que no sabe nada, que no tiene nada que enseñar, que no
sabe lo que es la caridad, pero la pone en práctica.
El descubre a «mi prójimo», lo identifica, se lo muestra al sacerdote y al levita, por si
quieren verlo. Muchas veces buscamos el último reducto, diciendo: yo lo tengo todo en
el evangelio, allí lo encuentro todo, me basta con el evangelio; los marxistas y los
ateos no tienen nada que enseñarme. ¿Para qué esta moda de pedir limosna a los
comunistas? Estamos conculcando la verdad cristiana y quemando incienso a los
ídolos; tenemos que encerrarnos en nuestra casa y hacerlo todo mude en casa. Pero el
propio evangelio derriba esta defensa nuestra con un golpe de pico infalible a todas
nuestras barreras. Jesús habría podido decir: ¿Tu prójimo, amigo? ¿qué pregunta me
haces?; tu prójimo es el primero con quien tropiezas por la calle, es el que verás hoy
en el mercado; sal al otro lado de esta puerta y te darás de nariz con tu «prójimo». Si
es un señor que baja de un cochazo made in USA o un hombre con los pantalones
remendados, con la barba de un mes y maloliente, no importa; cualquier hombre es tu
prójimo. Habría podido citar a los profetas que Jesús conoce muy bien —no creo que
nadie lo dude—, en los que el prójimo es puesto en escena con acentos dramáticos.
Pero no, amigo, el hereje, el excluido, el excomulgado, es el que te enseña quién es tu
prójimo. Y no te lo enseña con una teoría; te lo enseña con una praxis en una decisión
de ayuda y de liberación. Pero ésta no es caridad, esta iniciativa no está inspirada en
el amor de Dios, sino en el odio. Tiene razón la señora del Parioli. ¿Y tú que sabes?
¿Estás realmente seguro? ¿Habría que abandonar con desdén las asambleas católicas,
no permitir que sigan perdiendo el tiempo, cuando todavía en 1975 se nos plantea el
problema de quiénes son los pobres? ¿Quiénes son los oprimidos? ¿Y qué haríamos
mañana si no hubiera pobres? ¿Cerraríamos la tienda? No faltan los medios para saber
quiénes son las víctimas del no-amor, si de veras quiero saberlo. Y en esta
identificación me pueden ayudar los «samaritanos», esos que ya no quieren oír hablar
de la palabra amor, pero que intentan realizarlo en el mundo apuntando a otros
ideales y a otras metas.
¿Quién es mi prójimo?
La abstracción y la ideología puede hacerse astutamente práctica sin enfrentarse con
la realidad. Por tanto, volviendo a las monjas y a los frailes «constructores» y
banqueros, yo diría que son prácticos, pero que no tienen los pies en el suelo; tienen
la práctica del leguleyo que sabe manejar perfectamente los artículos del código para
salir del atasco y para vencer, pero no tienen ojos para saber quiénes son los vencidos
y cuáles son para ellos las consecuencias de su astucia. A la pregunta ¿quién es mi
prójimo? no tengo que responder yo ¡mismo, no puedo plantearme la pregunta y
darme la respuesta, porque me engaño y engaño a los demás. Deja que te lo digan los
otros.
Y te lo dirán sin formularlo y desde luego no con esos términos que te llegan tan claros
en los documentos capitulares, que te dejan tan satisfecho y que te permiten dormir
con la conciencia tranquila. Tu prójimo, hermana, son esos que redoblan las ollas
vacías que perturban tus oídos de princesa que se mueve entre rosas, lirios y
rododendros, en la paz sosegante de la música de Bach y mecida por los salmos. Este
es tu prójimo, ese que está pidiendo agua a pocos metros del recinto donde tus flores,
esas flores que pondrás ante el sagrario, son regadas continuamente por los tubos de
aspersión. Este es tu prójimo. A no ser que tengas el coraje que he encontrado en
ciertos habitantes de los barrios del este, que me decían: «Yo no tengo nada que hacer
con esa gentuza». Quizás por esa blasfemia podría empezar tu redención. Al menos
los gangsters que viven en barrios elegantes enseñan a sus hijos que los pobres son
unos holgazanes, unos borrachos, unos malhechores de los que hay que guardarse,
preparando así conscientemente a los gladiadores del mañana. Pero mientras tengas
el estómago y la insensibilidad de decir que los redobles de ollas son de unos
hermanos que están jugando a niños, o mientras no sientas la hipocresía de suspirar
diciendo que esa gente tiene razón, porque el agua es muy necesaria, deja que te
diga que estás muy lejos del reino de Dios. Tu puesto está entre los que hacen
redoblar esas ollas. Evidentemente. Con el hábito religioso o con el traje de «paisano»,
como dicen los españoles. Esto es secundario.
Estamos enfermos de dualismo, porque esto nos da la posibilidad de movernos con
desenvoltura por la esfera del idealismo o de la abstracción. Este dualismo nos hace
llegar, por pasajes lógicos, a la línea de demarcación: por allí los seglares, por aquí los
religiosos. La separación justifica la vida dentro de un muro al que están adosadas las
barracas, en donde viven esos que llamamos hermanos; justifica los privilegios, define
mis derechos, mantiene a cada uno en su puesto. Y sobre todo me ofrece la
posibilidad de hacer el voto de pobreza en medio de la abundancia y de la seguridad.
No se piensa en que ni Jesús ni el público al que se dirigía tenían el apoyo cultural que
tenemos nosotros, para dividir el alma del cuerpo, para poder permitirle al alma vivir
la «virtud» de la pobreza y permitirle entretanto al cuerpo que evite los temores y las
incertidumbres del mañana. Un israelita de los tiempos de Jesús no era un griego;
después de haber escuchado todas nuestras disquisiciones sobre la pobreza nos
habría dicho: no he entendido ni una palabra, hermano mío. Yo no llego a comprender
por qué se ha discutido tanto sobre la pobreza de espíritu, qué es lo que quiere decir,
qué sentido tiene; me parece que bastaría con pensar que en el contexto israelita no
podían entender una pobreza del señor que se llama espíritu y la riqueza de un señor
que se llama cuerpo, desde el momento en que estos dos personajes eran
completamente desconocidos. Se encontraron en la república de Platón y allí
empezaron a luchar por su identidad. ¿Cómo podemos llegar a la admiración que Jesús
sentía por la gente sencilla si ponemos entre ellos y nosotros la «dignidad» religiosa
copiada al pie de la letra del modelo burgués? Para no ser pesimistas tenemos que
reconocer que cada vez se encuentran más religiosos y religiosas entre la gente que
hace redoblar sus ollas por la calle. Y el escándalo tan terrible que suscita esta
presencia en América latina es una doble señal: señal de que la religión no ha querido
nunca tener que ver algo con la lucha por la justicia y señal de que resulta eficaz esta
presencia.
La tercera llaga que llevamos en nuestro cuerpo es el individualismo: Dios y yo, yo y
Dios. Es absolutamente cierto que empezamos a tener fe cuando recibimos un
mensaje personalísimo de Dios. Cuando el Padre se manifiesta como «padre mío» en
los detalles de mi vida. Nuestra relación con Dios es un irse adentrando poco a poco
en este descubrimiento, pero el descubrimiento de que Dios es padre mío tiene lugar
en la revelación progresiva de que toda la creación es un regalo del Padre y de que los
demás .son familia mía. El progreso de mi relación con el Padre va de una extrañeza y
hostilidad a una acogida, de un miedo a lo otro (a eso que Freud llama el «ello»
indefinido) y a los otros a un abrazo, a verlo todo, el frió y el calor, el fuego y el agua,
las estrellas y los hombres, como hermanos que te acogen y que son hermanos tuyos,
porque el Padre ha preparado esta amistad y ha hecho cálido, humano, sensible,
cercano, ese amor tan tenaz que siente por ti. San Juan de la Cruz ha descrito su
terrible escalada por esa pared helada hasta alcanzar la cima, inaccesible al hombre,
del acto puro, esa soledad ardiente donde el hombre tiene que descalzarse y adorar.
Pero una vez llegado a la cumbre encuentra prados floridos y arroyuelos que hacen
deliciosa la estancia en aquellos lugares. Descubre la cálida y dolorosa solidaridad con
los hombres de su tiempo y de su historia. Vuelve a encontrar a los «hermanos» que le
dejan languidecer en las cárceles de Toledo. Y allí dentro, en aquella celda, descubre
qué aventura tan embriagadora y dolorosa, tan mezquina y tan sublime, es la de
hacer fraternidad donde la fraternidad no existe. Y se trata sólo de un deseo y de una
aspiración, o de una declamación. Cuando esa búsqueda de soledad acaba en la
«soledad», esto es, en un hombre cada vez menos compadecido de los hombres, cada
vez menos dentro de la aventura de la fraternidad, hay motivos para dudar de si el
Dios que ha descubierto es realmente el Dios de Jesús, ese Dios que es glorificado
únicamente por nuestra búsqueda de unidad. La contemplación no es la anestesia, la
ataraxia, la liberación de todo lo que agita al hombre, el paseo por el mar de la
tranquilidad. La contemplación de Jesús ha quedado definida por su exultación ante la
belleza y la humildad y por sus gemidos en Getsemaní. El contemplativo cristiano es
un hombre que gradualmente se va sumergiendo en el dolor del mundo y lo asume en
su propia carne y en su vida. El hacer fraternidad es y será siempre la verdadera, la
inmensa, la terrible cruz del hombre.
«¡Pobres de nosotros! ¿Quién nos librará de este cuerpo de muerte?... Sean dadas
gracias a Dios por Jesucristo Señor nuestro» (Rom 7, 24).
En el concilio se ha anunciado la iglesia de los pobres. Y esta iglesia llegará. Hemos
comprendido mal y andamos cavilando en nuestros congresos y en nuestras reuniones
sobre qué es lo que quiere decir «iglesia de los pobres». Hemos comprendido mal, y
esto es muy grave. Francisco de Asís no comprendió el mensaje que había oído:
«restaura mi iglesia». ¿Cómo podía pensar él, un laico, que el Señor le pedía algo más
que un trabajo de albañil, que nunca había realizado, pero que al fin y al cabo estaba
dentro de su alcance? Restaura mi iglesia. La iglesia de los pobres.
¿Y quiénes son los pobres? ¿Los pobres de fe, los pobres de motivaciones
existenciales, los pobres de esperanza, los pobres de amor, los disminuidos físicos, los
disminuidos psíquicos? Quizás no nos corresponda a nosotros, los cristianos, ponernos
a señalarlos. En la casa del Padre hay muchas mansiones y no todas están llenas de
personas bautizadas con agua e inscritas en los registros parroquiales. A nosotros nos
corresponde hoy más que en otros tiempos mantenernos vigilantes y disponibles. En
los tiempos y lugares en que aquellos que han sido identificados como pobres «hagan
la iglesia y sean iglesia con todas las ambigüedades y oscuridades que acompañarán
siempre a las diversas epifanías de la iglesia, sepamos reconocer y admirar ese amor
que desde siempre escoge «a los ignorantes del mundo para confundir a los sabios...,
a los que carecen de poder para hacer avergonzar a los fuertes...; entre las personas
del mundo Dios ha querido escoger... a los despreciados, a los que parece como si no
fuesen, para reducir a la nada a los que se creen algo...» (1 Cor 1, 27-28). El ojo
cristiano es ciertamente más profundo que el ojo puramente político; la praxis política
es para él insuficiente porque deja fuera a otros pobres. Pero la amplitud de esta
mirada no debe excluir a los que la praxis política descubre como pobres, porque para
evitar una exclusión caeríamos en una exclusión peor, que nos quitaría una riqueza de
meditaciones, de aportaciones científicas y de experiencias que nos podrían prestar
una ayuda insustituible para reconocer también a los demás, a los excluidos. En esa
transformación evangélica por la humillación que tenemos que sufrir nosotros,
fariseos, nos vemos regenerados y renacidos como hombres nuevos, liberándonos
finalmente del fermento de los fariseos. El hombre nuevo se expresa en el canto de
gozo y de esperanza: te canto. Padre, porque has revelado estas cosas a los pequeños
y a los sencillos.