Nueva York Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
Nueva York Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
Nueva York Gay Talese Una Serie de Encuentros Casuaes
CASUALES
Por Gay Talese
Los habitantes de Nueva York cada día beben dos millones de litros
de cerveza, comen siete millones de kilos de carne, y se limpian los
dientes con treinta y cinco kilómetros de pasta dentífrica. En Nueva
York mueren cada día cerca de 250 personas y nacen 460, y por las
calles de la ciudad se pasean 150 mil que tienen un ojo de vidrio o de
plástico.
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Algunos de los hombres mejor informados son los encargados de
los ascensores, que raramente hablan, pero siempre escuchan… como
los porteros. El portero de Sardi escucha todos los comentarios de los
estrenos hechos por los espectadores que pasan por delante de él
después del último acto. Y escucha con atención y con cuidado. A los
diez minutos de bajar el telón está en condiciones de decir qué
espectáculo tendrá éxito y cuál no.
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temprano. Tropas de gatos patrullan por la noche los muelles en busca
de ratas. Los vigilantes de las vías del metro han descubierto gatos
que viven en la oscuridad y que aparentemente nunca son atropellados
por los trenes, aunque a veces son electrocutados por el tercer carril.
Cerca de veinticinco gatos viven a veinticinco metros de profundidad
en la estación Grand Central; son alimentados por los obreros del
subsuelo y nunca salen a la luz del día.
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Los salvajes cuentan con alguna tapa suelta de cubo de basura o con
las ratas para alimentarse y no quieren nada con la gente; ni siquiera
con la que les da de comer. Estos gatos, que son los más desaseados
entre los vagabundos, tienen el evidente aspecto de animales
acosados; expresión salvaje y ojos desorbitados. Generalmente se
encuentran en gran número por el puerto.
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“A la una –dice él—Broadway está lleno de tíos presumidos y de
jovencitos que salen del Hotel Astor con smoking blanco—chicos que
han ido al baile con el automóvil de su padre--. También hay
limpiadoras que regresan a sus casas, siempre tocadas con pañuelos.
A las 2, algunos de los bebedores pierden el dominio y es la hora de
las riñas en los bares. A las 3 el último espectáculo en los centros
nocturnos ha terminado y la mayoría de los turistas, los hombres de
negocios y forasteros regresan a sus hoteles. A las 4, después del
cierre de los bares, salen los borrachos, y también los alcahuetes y
prostitutas que se aprovechan de ellos. A las 5, sin embargo, todo está
en calma. Nueva York a las 5 es una ciudad completamente distinta”.
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Los porteros ante los que pasa todas las mañanas son generalmente
un grupo de diplomáticos de la acera que cuentan entre sus amigos a
algunos de los hombres más poderosos, de las mujeres más guapas y
de los perros falderos más delicados. La mayoría de las veces los
porteros son altos, de rasgos ligeramente góticos y poseen ojos lo
bastante agudos para identificar a los que dan buenas propinas a una
manzana de distancia en día de niebla espesa.
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Algunos porteros de la zona este son tan orgullosos como los
grandes de España y sus uniformes llenos de galones parecen haber
salido de la misma sastrería que viste al mariscal Tito. La mayoría de
los porteros de los hoteles son expertos en la conversación ociosa, en
la conversación seria y en las respuestas rápidas, en recordar nombres
y en evaluar los equipajes. (Conocen la riqueza de un cliente por el
equipaje que tiene y no por los trajes que lleva.)
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personas que quieren un taxi cuando llueve, y los porteros que les
proporcionan paraguas y taxis rara vez se quedan sin gratificación.)
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Nueva York es una ciudad con 8.485 telefonistas, 1.364 chicos de
reparto de la Western Union, 112 recaderos de periódicos. Un público
normal de béisbol en el Yankee Stadium gasta más de cuarenta litros
de jabón líquido por partido (una marca extraoficial de limpieza en
los equipos de primera división). El estadio tiene también el máximo
número de acomodadores (360), de barrenderos (72) y de lavabos de
caballero (34).
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Label Corp encuentran a veces que el trabajo realizado por ellos
repercute en sus propios parabrisas.
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Pocas personas saben que el puente fue construido en una zona por
donde los indios solían vagar, en donde se han empeñado batallas y
donde, en los primeros tiempos coloniales, los piratas eran colgados
a lo largo de las orillas para escarmiento de otros marinos aventureros.
Ahora el puente está emplazado en donde las tropas de Washington
tuvieron que replegarse ante los invasores británicos que más tarde
conquistaron Fort Lee y Nueva Jersey, encontrando las ollas todavía
en el fuego, los cañones abandonados y las vestimentas
desparramadas a lo largo del trayecto recorrido por la guarnición de
Washington que se había batido en retirada.
Los guardas del puente están alerta las veinticuatro horas del día.
Tienen que hacerlo. En cualquier momento puede que haya un
accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 un centenar de
personas han saltado desde el puente. Más del doble han sido
retenidos. Los que saltan del puente para suicidarse lo hacen deprisa
y silenciosamente. Dejan al borde de la pista automóviles, chaquetas,
gafas y a veces una carta que dice: “Quiero asumir solo toda la
responsabilidad” o “No quiero vivir más”.
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personas son anónimas, como los conductores de autobús, las
limpiadoras y esos obscenos individuos que embadurnan los carteles
publicitarios y nunca son cogidos “in fraganti”. Muchos neoyorquinos
parecen tener sólo el nombre de pila, como los barberos, los porteros
y los limpiabotas. Otros viven su existencia bajo nombre equivocado,
como Jimmy Buns, que reside frente a la Central de Policía, en Centre
Street. Cuando Jimmy Buns, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era
pequeño, los policías sentados enfrente le gritaban: “Eh, chico,
¿quieres ir a la esquina y traernos café y bollos (buns)?”. Jimmy
siempre estaba dispuesto y en seguida empezaron a llamarle Jimmy
Buns, o tan sólo Buns. Ahora Jimmy es un anciano, de pelo blanco,
con una hija llamada Jeannie. Pero Jeannie nunca ha llevado su
apellido; también ella es Jeannie Buns.
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2--NUEVA YORK, CIUDAD DE SERES ANÓNIMOS
Y la gente sonríe.
Como es un hombre que pasa ocho horas del día viendo a los
neoyorquinos ir y venir, empujar, estrecharse y precipitarse hacia las
puertas que se van cerrando, De Villas ha estado en condiciones no
sólo de ver, sino también de comprender una vasta porción de la
naturaleza humana en acción.
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oye, pero si se enfada por alguna razón se la puede oír en todo el
autobús.
Las señoras son tan indeseables que los hombres ya no les ceden los
asientos en los autobuses de Nueva York. Los hombres están sentados
en la parte trasera del coche y hacen como que no ven a las mujeres
de pie en el pasillo. Se acercan el periódico a la cara, o se sacan de un
bolsillo un papel y empiezan a escribir algo como si se tratara de algún
negocio importante. Los hombres tienen tanto afán en conservar sus
asientos que a veces se pasan de parada”.
--3--
Algunas veces sus propios hijos saben tan poco acerca de las
limpiadoras como aquellos desagradecidos fumadores empedernidos
de 9 a 5 que llegan briosos por la mañana y proceden a llenar
ceniceros, colmar los cestos de papeles y a remover polvo y suciedad
para esas damas nocturnas de la brigada de los cubos.
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Una cuarta parte de ellas se pierden, son destruidas o se les arrancan
las páginas en Wall Street para ser lanzadas a la calle como confeti—
junto con tiras de papel higiénico y cintas donde son transmitidas las
cotizaciones del momento—al paso de los dignatarios o personajes a
quienes se organizan paradas triunfales en el Broadway, hasta el
Ayuntamiento. Las otras tres cuartas partes son retiradas por hombres
que repasan sus páginas y encuentran cartas de amor, sellos, pólizas
de seguros, corbatas, dinero. Luego las envían en una barcaza río
arriba por el Hudson a una fábrica de cartonajes que las vuelve a
encarnar en cartulinas para lavanderías de camisas de caballero, en
cajas para huevos, tapas para libros y otros cachivaches para los
habitantes de Nueva York que buscarán
o no buscarán
los
números.
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--¿Limpia, señor?
--¿Limpia, señor?
--Eh, señor, ¿limpia?
En Nueva York hay 800 limpiabotas sin licencia que están asustados
por la policía y que, teniendo que trabajar deprisa, es más probable
que le llenen a uno los calcetines de betún que los 1.500 limpiabotas
establecidos, que trabajan en tiendas, en hoteles y están sentados
como reyes en altos sillones ornamentados.
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Estos limpiabotas veteranos de categoría superior no son tan
desconocidos como los de la calle, y alcanzan con frecuencia
categoría, como David, el Rey de los Limpiabotas, que trabajaba
frente al Tribunal del Bronx; o del difunto Biaggio Velluzzi, el
limpiabotas del Lambs Club, conocido como Murph; o Charlie, el
apasionado de los incendios, que participaba en el trabajo de los
bomberos de la Engine Ladder Company 8; o James Rinaldi, el
limpiabotas de las Naciones Unidas, que sabía decir “¿Limpia?” en
veintiséis idiomas. Y algunas veces se convierten en personas tan
distinguidas como Silo-hat Tony (Tony Chistera), el elegante
limpiabotas de Broadway y Canal Street, que lanza miradas
acusadoras a cada par de zapatos sucio que pasa y que, como en el
caso de muchos tipos misteriosos de esta ciudad, se sospecha que es
muy rico.
Cuando hace calor en Nueva York, las mujeres se pasean con trajes
vaporosos, los coches deportivos están descapotados y de las
ventanillas abiertas de los autobuses asoman hileras de codos que
parecen aletas. Los adoradores del sol se tuestan en las terrazas de los
hoteles y en los bancos de las orillas de los ríos, y los obreros de la
construcción recorren con pasos cortos las altas vigas y llevan a veces
camisetas y a veces van con el torso desnudo.
El Central Park y la Quinta Avenida están llenos de personas que
no tienen prisa. Caminan por la sombra. Reman lánguidamente en el
lago del parque. Algunos intentan que los leones marinos despierten
de su sueño y entren en el agua fría, pero no lo logran. En las ventanas
de los barrios bajos se pueden ver mujeres de brazos gordos con los
mentones apoyados en las manos, mirando a la gente que quema
energías en la calle. En Greenwich Village los jugadores de bolos
toman las cosas con calma. Los comercios anuncian trajes de quita y
pon. Y en las tiendas de la vecindad los clientes hablan del calor
intercambiando la consabida frase convencional:
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--¿Qué, hace calor?
--Desde luego.
--¿Qué, hace calor?
--Sí.
--¿Qué, hace calor?
--Sí, señor.
--Sííí.
--Sííí
--Sííí.
Y así sin cesar, día tras día. La gente no tiene nada más que decirse.
Nueva York, como ha dicho Hamilton Basso, es una ciudad de
vecindarios en la que nadie tiene ningún vecino.
--8--
A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de
mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y muchos
barrios estuvieron a oscuras con los relojes parados, la cerveza
caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones íntimas a la luz
de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo. La gente tenía algo
de qué hablar.
Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a pesar
de imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los
ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las
personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres
afeitaban barbas que no veían.
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Sólo los ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la
tarde, en el número 1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del Asilo
para Judíos Ciegos de Nueva York, 200 obreros invidentes, que
conocían cada pulgada del lugar al tacto, guiaron a setenta obreros
videntes por las escaleras hasta alcanzar las calle sin percances.
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hombres barbudos que se aferran a la tradición; pero la tradición está
siendo impugnada.
Proyectos de casas populares están sustituyendo a las viviendas
familiares y hay una afluencia constante de portorriqueños. Tales
cambios crean conflictos y el conflicto llega a veces a extremos tales
que se produce el robo y el asesinato. Y este 10 de agosto se había
registrado el asesinato del propietario de un restaurante, llamado
Schickler, que solía cobrar cinco centavos por el café y regalaba
“bagels” a los que eran demasiado pobres para pagar.
--¿Qué ha sucedido?
34
--Philip Schickler, una persona tan amable.
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Nueva York es la gran ciudad de los comités. Hay un Comité de
Estonia Libre, un Comité por una Sana Política Nuclear, un Comité
de Esposas Francesas de Norteamericanos, un Comité para la
Protección de los Dientes de Nuestros Hijos, para la Preservación del
Arte Norteamericano, para Ayuda a los Estudiantes de Heidelberg, y
para lograr Justicia para Morton Sobell –sin contar la Cooperativa
para Giros Norteamericanos a Todo el Mundo, Inc. Nueva York es la
ciudad favorita de Maya Deren, la gran autoridad en magia vudú, que
vive en el número 61 de la calle Morton con diecinueve gatos y un
marido, Teiji Ito, que toca treinta y nueve instrumentos musicales…
casi siempre de noche. Es la ciudad de la esperanza para Billy
Klenosky, un autor de canciones cuya obra maestra: “April in
Siberia”, fue elegida “la Bomba del Mes” por la estación de radio
WINS.
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periódicamente para reclutar clientes para su “Teatro Desnudo”
veraniego, y donde cierto jefe de personal valora a los aspirantes a un
empleo por la forma de sus cabezas. Es donde un payaso sin
domicilio, Pathétique, se maquilla en el metro y donde un experto de
publicidad, Stuart Bart, ha hecho fortuna sólo limpiando corbatas.
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gigantesco camión de la Dard´s Van Company. Es empleado de
mudanzas antes que musico.
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indiscriminadamente a todo el mundo. En la Calle Cuarenta y Cuatro
la señora Sylvia Graus, del número 25 de la Calle Setenta y Siete Este,
llevaba un cartel que decía: “Norteamericanos, alerta: la guerra
bacteriológica ha comenzado”.
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cliente fue Gertrude Lawrence. Ella le tomó simpatía y ponderó su
eficacia y su atractivo con sus amistades. Otras celebridades también
le alquilaron el coche en ocasiones especiales y, finalmente, llegó a
poseer cinco Cadillac y un próspero servicio de alquiler.
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Los tribunales de Foley Square en Nueva York cada día están llenos
de un extraño grupo de espectadores cuya ubicuidad (y habilidad para
encontrar asiento) les ha lanzado a una carrera de adivinanzas sobre
lo que dictaminará el juez. Estos individuos son llamados
“aficionados a los tribunales” (En LOS PERIODISTAS
LITERARIOS, de Norman Sims, hay una crónica sobre esto) y se les
puede ver cada día ir de sala en sala examinando a los jurados,
sojuzgando a los abogados, citando disparatadamente a Cardozo y
emitiendo dictámenes.
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Unos aficionados prefieren las causas federales y no tienen nada que
ver con los procesos ordinarios sobre casos de asesinato, violaciones
y hurtos.
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En la puerta del minúsculo despacho de Bernard A, Young en la Calle
Cincuenta y Una, de Broadway, están registrados los nombres de
catorce firmas sobre las que ejerce un poder absoluto… porque es su
presidente, es miembro del consejo y es el único miembro. El señor
Young admite que los catorce nombres de la puerta han despertado la
curiosidad de muchos y las iras del cartero. “El cartero deja todo el
correo dudoso en mi oficina—dice el señor Young--. Y generalmente
acierta”.
Muchos de los nombres de la puerta del señor Young están tan sólo
temporalmente. Cuando abandona un negocio cambia el nombre, y
cada vez se gasta diez dólares para que sea borrado el viejo y sea
escrito el nuevo. De las firmas normalmente escritas en su puerta, una
docena son compañías de discos o de folletos de música, otra es un
negocio de tarjetas de augurios y la otra es la de los pájaros.
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Seguidamente Marvin, el otro primo de Milton, tomó como nombre
la “AAA Acme Krasilovsky Safe Co”.
Nadie sabe cómo Mike consiguió ser el primero en la guía, aunque
únicamente tuvo que pasarse a un servicio de contestaciones
telefónicas, al 237 de la Primera Avenida, que se llama “A”.
En cualquier caso, solamente en la página 894 ha logrado Mike
tener registrado su teléfono dieciocho veces: como Krasilovsky Mike,
KrasiloUsky Mike y Krasilovsky BROS., sin contar la Ace Trucking
o la Atlas—York Safe Corp.
El número de Milton aparece en la guía trece veces: como
Krasilovsky Milton Inc., Krasilosky Mick, Krasilovsky D & S (por su
padre David y el difunto tío Samuel, conocido como Charlie); y
alternando las últimas cuatro letras de su apellido de –vsky a –osky,
pero todavía no –usky.
“Todas estas tonterías no han ayudado en absoluto al negocio –
admite Milton Krasilovsky en su oficina de Green Street, en
Brooklyn--. Los clientes prefieren dirigirse a sitios en donde haya
menos confusión”.
Mientras la mitad del clan de los Krasilovsky se pelea por el negocio
de los transportes, la otra mitad se ha retirado del negocio por
completo.
Uno de los hijos de Mike se ha hecho abogado. Otro hijo está en
Viena estudiando para sacerdote congregacionista. La hija de Mike,
Phyllis Krasilovsky, se ha convertido en una famosa escritora de
cuentos infantiles. La mujer de Mike, conferencista en la Nueva
Escuela de Investigación Social, en Greenwich Village, ha adoptado
el seudónimo de Harriet Krass. (El hermano de Mike, Monroe,
también tiene una mujer que ha cambiado su nombre por el de Harriet
Krass).
Monroe II, el hijo de David, en gran parte responsable de la escisión
de la dinastía de los Krasilovsky, se ha pasado desde hace tiempo a
otras actividades. Su hermano Harry está parado. El padre, David, se
ha retirado.
Pero Mike Krasilovsky no se achica. Nada le molesta mientras en la
guía telefónica de Nueva York haya sólo un Mike Krasilovsky.
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--------PARA TENER EN CUENTA. ME
RECUERDA EL PERSONAJE REAL DE LA PELÍCULA
“BOLÍVAR SOY YO”--------
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en el aniversario del nacimiento de Washington en la Iglesia
Metodista de John Street, fue hombre feliz.
“Tuve la impresión de que daba un significado místico a mi vida –
explicó el señor Dubois--. Repetí la plegaria, y, de algún modo, sentí
el espíritu del viejo George. Al terminar, el predicador me largó un
dólar… allí estaba el retrato de Washington”.
El señor Dubois compró a un actor amigo un uniforme colonial,
pero, debido a su trabajo constante, logra con dificultad retirarlo de la
tintorería a tiempo para el trabajo siguiente. Porque el actuar como
Washington es un trabajo para todo el año: los servicios de Dubois
son requeridos el Día de la Bandera, el Día de la Constitución y
muchos otros días festivos. Rara vez descansa.
Pero siempre tiene tiempo para visitar los hospitales por la noche.
Allí intenta alegrar a los pacientes con sus sonidos que imitan a perros,
a coches, a barcos y a aviones; los niños del Bellevue adoran sus
imitaciones y lo aprecian mucho más que los de la radio de antaño.
También le han apodado “Mr. Sunshine” (Señor Brillo Solar) y no
tienen la menor idea de que para miles de habitantes de Nueva York
él es el primer presidente de los Estados Unidos.
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nuca para los franceses, largo en la nuca con patillas para los ingleses
y, en fin, muy corto delante, de lado y atrás para los chinos.
“Algunas personas dan instrucciones sobre cómo quieren que se les
corte el pelo –ha reconocido el señor Barbagallo--, pero nueve veces
sobre diez sus instrucciones son equivocadas. Yo les doy la razón,
pero obro según mi criterio. Con cortar siempre menos de lo que el
cliente me dice, es difícil que me equivoque”.
Han contado entre sus incondicionales clientes a Trygve Lie (“tan
sólo un repaso”); a Dag Hammarskjôld (“el pelo es muy ralo, vaya
con mano ligera”); a Andrew W. Cordier (“corto en los lados y
atrás”); al doctor Ralph J. Bunche (“un poquito alrededor”); a Henry
Cabot Lodge (“repase ligeramente alrededor de las orejas, pero no
demasiado corto”).
Los temas políticos en general no son discutidos en las butacas del
señor Barbagallo. Dado que quiere conservar su actitud de completo
aislamiento, habla deliberadamente con los ingleses de cricket, con
los norteamericanos exclusivamente del tiempo, y con los italianos
sobre las mujeres.
Cuando las Naciones Unidas iniciaron sus actividades en Lake
Success, Joe Barbagallo, que trabajaba en Queens, solicitó el empleo
y fue tomado a prueba. Nadie le ha quitado oficialmente lo de la
prueba y él ha seguido trabajando todos estos años lo más
desapercibido posible en su pequeña tienda del edificio del
Secretariado.
Uno de sus ayudantes es su hermano Gus. Gus corta el pelo de Joe
y Joe corta el de Gus, pero ambos prefieren afeitarse solos.
Nadie ha admirado la habilidad de Joe Barbagallo más que el ex
ministro de Asuntos Extranjeros de Pakistán, Muhammed Zafrilla
Khan, que a menudo telefoneaba desde Washington para pedir hora y
llegaba en avión para cortarse el pelo. Hace unos años, durante una
disputa sobre Cachemira, los periodistas espiaron al representante
pakistaní que salía solapadamente de las Naciones Unidas. Pensaron
que habría alguna noticia sensacional y empezaron a llamar a la
delegación pakistaní. Pero la contestación fue:
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--Muhammed ha ido a que le repararan la barba. Es el único sitio
donde se lo hacen bien.
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casa y hubiera hecho muchas más barrabasadas sino hubiese sido,
como él dice, “una película de presupuesto limitado”.
Hace un año—dijo—un empresario de lucha me contrató y en el
acto me dieron el nombre de “Eliécer Har Carmel, Campeón Mundial
de Lucha de Israel”. Nunca había luchado antes de convertirme en
campeón. Lo único que me pedían era que apareciera en algunos
espectáculos de lucha, que estrangulara al anunciador del ring, que
actuara como un auténtico loco y que viera cómo los demás
luchadores brincaban para evitarme. Así que actué algunas veces,
pero nunca conseguí realizar un encuentro. Me he retirado invicto.
Ed Carmel llegó con sus padres a América cuando tenía tres años y
medio.
--Mi infancia—explicó—ha sido muy dura.
Era el blanco de todo género de burlas; en la escuela era reservado
y solitario en casa.
--Nunca he pegado a nadie –dijo--, a no ser que fuera atacado. Sabía
que, si me enfadaba y le zurraba a alguien, ningún juez hubiera tenido
indulgencia conmigo. Así que toda mi vida he sido objeto de burlas,
ya sea de hombres bajitos borrachos, o de esos cobardes gamberros
del metro que me insultan cuando están en grupo.
Después de graduarse en la Taft High School en 1954, había
frecuentado el City Collage, donde había actuado en el grupo de
teatro, había escrito sobre deportes en el periódico del “campus”,
había presentado su candidatura como vicepresidente de su clase, y
había sido elegido.
--Después de dos años en el City Collage de Nueva York, pensé que
podía lanzarme al frío mundo y lograr un empleo como locutor o
como actor—dijo--. Así que dejé la escuela, pero en todos los sitios
donde me presentaba me preguntaban si tenía experiencia previa.
Intenté que me dieran un papel en la comedia de Broadway “The tall
store”, de la que era protagonista un jugador de baloncesto, pero era
demasiado alto.
El único empleo que pudo lograr en televisión fue para papeles de
monstruo, y lo que tenía que hacer hasta ahora ha consistido en gruñir
y rugir. Si encuentra algún consuelo en su vida, tal vez sea el
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convencimiento de que en Nueva York es mejor ser conspicuo que no
serlo.
--En Nueva York—dijo el Hombre Más Alto—tengo la sensación
de que soy alguien. Cuando voy en el metro quiero dar sensación de
prosperidad; no puedo salir sin ir bien vestido y llevar corbata. Sé que
todo al que encuentre en Nueva York será atraído—o repelido—a
causa de mi tamaño.
El Hombre Más Alto de Nueva York tiene una sonrisa irónica, es
extremadamente inteligente y posee un sentido del humor mojado en
vitriolo.
--Nueva York –siguió murmurando—es una ciudad excitante. Cada
día representa un nuevo desafío, un paso más hacia la úlcera. En esta
ciudad uno espera siempre recibir la visita de algún hijo de perra, pero
no sucede nunca.
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reformatorio. Pero antes de cumplir los veinte años recorrían los bares
tocando.
--Desde entonces hemos viajado por las calles –dice Joe--. Carl
toma nota de las calles donde pasamos cada día y nunca volvemos a
la misma más de una vez al año. Siempre que vamos al distrito
portorriqueño, en la zona oeste, tocamos música española y llevamos
sombreros de paja. Hay una señora en la Calle Cuarenta y Nueve que
nos da cinco dólares siempre que tocamos “When Irish eyes are
smiling”.
--¿Qué hacéis con todo el dinero?—le preguntaron a Joe.
--Se va—contestó él.
--¿Pensáis dejar alguna vez la calle para buscar empleo en alguna
parte?
--Hasta que muramos seguiremos en la calle—contestó en tono
dramático Joe.
--No tenemos más remedio –dijo Carl con calma.
--00—
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Nadie lo quiere, posiblemente, salvo los señores Tortorici y Di
Angelo, que se ofrecieron para el empleo y admiten que es más
variado que la recogida de basuras y no obliga a andar tanto cuando
se barren las calles.
Estos Carontes del reino animal de Nueva Cork esperan cada
mañana en el Departamento de Sanidad del Muelle 70, en la Calle
Veintidós, en el East River, hasta que oyen la señal de tres
campanadas que anuncia que un animal ha muerto en algún lugar de
Nueva Cork. Un empleado del Departamento de Sanidad baja con la
dirección y entonces Tortorici y Di Angelo suben a un camión
equipado con cables y manivelas y se van.
--Para las ovejas tenemos que llegar pronto, antes de que los
gusanos las invadan –explica Tortorici--. Realmente, las ovejas
muertas desprenden un olor horrible, mucho peor que los caballos.
Las ovejas le quitan a uno el apetito.
Después de amarrar las patas de atrás de los animales y subirlos al
camión, se dirigen a la compañía de conversión de Van Iderstein en
Long island City. A menudo recorren las Fifth Avenue y Park Avenue
y ninguno de los peatones presta la menor atención al gran camión del
Departamento de Sanidad, a pesar de que a su paso les llega algún
tufillo.
Los animales muertos son regalos de la ciudad de Nueva Cork a la
Van Iserstein , que, además de usar sus pieles, convierte los huesos en
cola y fertilizantes; los residuos de carne en pienso para gallinas y
otros animales domésticos; incluso rescata las uñas de los cascos de
los caballos.
Aunque nadie podría calcular el valor al por mayor de un caballo
muerto, los carniceros de Van Inserstein consideran el cansado rocín
de un buhonero mucho más valioso. Bistec por bistec, que un veloz
pura sangre de Belmont.
--Conseguimos mucha más grasa del viejo caballo de un buhonero
y esta grasa produce mucho más sebo—ha explicado un hombre de
Van Iserstein--. Los caballos de carreras son demasiado delgados.
Después de que Di Angelo y Tortorici han descargado su camión en
la Van Iserstein, su vehículo es rociado con una sustancia perfumada.
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Los dos respiran hondo y sonríen. Luego suben a su camión y vuelven
al muelle 70 oliendo como los representantes de desodorantes.
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El buzo Barney Sweeney es el más fructífero rescatador de objetos de
Nueva York. Durante veinte años ha explorado las profundas aguas
de la ciudad en busca de cadáveres, armas homicidas, anillos de
brillantes e incluso la dentadura postiza de un capitán de la Marina.
Sus servicios han sido requeridos para desatascar el desagûe de un
estanque del Zoo del Bronx, para liberar con llama oxhídrica una
hélice a la que se habían enrollado unos cables y localizar el punto
exacto donde se encontraba una carga caída desde un muelle. Su
Nueva York no es la ciudad de los rascacielos; es el agua fría y
tenebrosa a quince metros por debajo de la Estatua de la Libertad, a
veintisiete metros bajo el Hell Gate, a cincuenta y cuatro metros bajo
el Puente George Washington.
Los caminos de su mundo son obstruidos por coches incrustados de
percebes, motocicletas corroídas y llantas de desecho. En los
Astilleros de la Armada de Brooklyn hay en el fondo del río un avión
hundido; un barco de los Ingenieros Navales (con dos empleados a
bordo) debajo del Hell Gate; una gruesa pieza de acero inoxidable en
la bahía de Nueva York, cerca de la Calle Cincuenta y Siete de
Brooklyn, de un valor de 6 mil dólares; y, a lo largo de Shelter Island,
hay una sortija de brillantes de unos 25 mil dólares de valor. Barney
Sweeney ha estado buscando este anillo durante una semana antes de
rendirse y tampoco ha conseguido nunca acercarse suficientemente a
la pieza de acero como para poderla enganchar. Se había hundido en
el lodo y siempre que se le acerca se hunde un poco más. “Cuando las
cosas se nos hunden, los buzos decimos que “Se han ido a China”.
El Nueva York de Barney es un piso de fango y, generalmente, al
andar se hunde en él hasta las rodillas. Cuando se encuentra abajo,
difícilmente puede ver algo a medio metro de distancia, y cuando pasa
por encima un remolcador que remueve aún más el lodo, Barney se
queda temporalmente ciego. Así que tiene que andar a tientas. Sin
embargo, todavía es capaz de hacer agudas observaciones sobre la
conducta humana: sobre cómo mueren las personas.
--El hombre que cayó con el coche en el muelle Tiffany estaba,
según la policía, loco por su mujer—ha dicho Barney--. Bueno,
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cuando alcancé los cuerpos, encontré que él había cambiado de
parecer exactamente antes de alcanzar el agua. Había intentado
desesperadamente salir del automóvil. Noté señales de patinazo en el
borde del muelle y él tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla.
El coche estaba boca arriba, como siempre se quedan los
automóviles cuando se posan en el fondo. Según Barney, sucede esto
porque el peso del motor hace que el coche caiga de cabeza hasta
abajo y luego, por inercia, el automóvil da media vuelta y queda con
las cuatro ruedas hacia arriba. Había otros cuatro coches patas arriba
en el mismo lugar de Tffany Street la noche del 16 de julio. Los
examinó y por lo hundidos que estaban debían de llevar allí por lo
menos ocho meses.
--Creo que esta zona de Tiffany Street es el sitio apropiado para
deshacerse de los automóviles –dijo--. La gente tira los coches allí
para cobrar el seguro.
Barney Sweeney, que tiene cuarenta y ocho años, pesa ciento
ochenta kilos con su ropa de trabajo y cien kilos desnudo.
Ordinariamente cobra 125 dólares al día, aunque a veces trabaja por
un porcentaje sobre el valor de lo que se recupera; o también se
sumerge bajo la condición de doble o nada: si rescata el objeto
perdido, se le pagan 250 dólares; si no, nada. Logra una media de 150
días de trabajo al año, en gran parte por encargo del Departamento de
Policía, las autoridades portuarias, estibadores o ciudadanos
particulares. En tales trabajos ha rescatado una sortija de brillantes de
20 mil dólares que se le había caído a una señora desde un pesquero
(ganó mil dólares) y toneladas de rocas de sulfato que se habían ido a
pique cuando una barcaza había chocado contra un muelle de
hormigón. También encontró la dentadura postiza superior de un
capitán de barco que había caído en el East River (valía 165 dólares y
Barney hizo el trabajo gratis).
Dado que en el fondo hace muchísimo frío y el trabajo es agotador,
Barney permanece bajo el agua sólo cerca de hora y media al día. Se
sumerge desde un pequeño bote en donde su equipo formado por dos
hombres se ocupa de las bombas de aire. Aparte de las anguilas y
peces sucios, hay bien poca vida en la Nueva York de Barney. Por el
59
teléfono que une el buzo con la superficie habla con su hijo Jack, un
adolescente que a menudo le ayuda, igual que Barney solía hacer con
su padre.
--Mi padre murió accidentalmente durante un buceo—ha dicho
Barney--. Se le paró el corazón. Desde luego, a su edad no tenía por
qué estar abajo. Cuando le sacamos la última vez tenía setenta y dos
años.
Barney espera que su hijo no continúe la tradición familiar.
--No estoy enviando a Jack a la universidad para que sea un buzo—
dice.
El verano pasado Jack trabajó parte del tiempo como ayudante de
su padre y parte como empleado del Chase Manhattan Bank. Un día,
cuando unos obreros estaban trabajando en los cimientos de un nuevo
edificio, una barrena con punta de diamante se cayó en un pozo de
setenta y cinco centímetros hasta una profundidad de treinta metros.
Se llamó a Barney Sweeney. Pero Barney, que bebe ocho botellas de
cerveza diarias—“estoy caliente en invierno y fresco en verano”—era
demasiado gordo para el trabajo. Y el joven Jack no tenía bastante
experiencia. Así que fue contratado un buzo flaco de una firma rival
para recuperar la barrena. Fue una de las pocas veces en que en Nueva
York los Sweeney no pudieron mantener la fe en su lema: “Vuestra
pérdida es nuestra ganancia”.
---000---
60
allí le decía: “Eh, Max, ¿cuándo te irás de este sótano?” Y mi padre
solía contestar: “Aquí es donde he empezado; aquí me quedo”.
“Mi padre se hubiera avergonzado de entregar un trabajo mal hecho
–siguió diciendo, mientras se apoyaba en un carro de mano junto al
número 541 de la Calle Once--. Se quejaba a mi madre cuando mi
hermano y yo hacíamos algo mal, y estaba siempre gritando: “¿Por
qué no un clavo más?”. Y yo le decía: “papi, no te preocupes; cuando
tu te hayas muerto, los carros de mano seguirán todavía vivos”.
El señor Amerman se paró un momento, y luego añadió, con un
toque entre dramático y sentimental:
--Vaya hoy por la calle Bleeker y verá carros de mano que hizo mi
padre hace cuarenta años. Los carros siguen vivos. Y vaya a la
Avenida C, e incluso a Brooklyn, y verá el trabajo de mi padre;
todavía en funciones…
Dice que sus carros de mano viven por lo menos cuarenta años, y
con ellos han sobrevivido generaciones de vendedores callejeros de
los buenos y malos tiempos. Tarda dos semanas en cada carrito; se
fabrica él mismo las ruedas de nogal americano. Vende un carro para
bocadillos completamente equipado por 350 dólares, un carrito para
fruta por 125, carros de traperos por 105, carros para tiendas de
comestibles por 75.
--Mi padre fabricaba carros de mano por 12 dólares cada uno
durante la Depresión –dijo el señor Amerman--.Había entonces 8 mil
carritos de mano en Nueva York. Pero cuando se marchó el alcalde
La Guardia, las autoridades de la ciudad ordenaron que los buhoneros
tenían que sacar licencia. Esto quería decir que estaban en continuo
movimiento para evitar a los guardias. Debido a que nadie puede estar
andando desde las siete de la mañana, muchos vendedores callejeros
se han visto obligados a renunciar a esta actividad.
El señor Amerman no se ha hecho rico con su arte, pero, como para
sus antepasados, es para él cuestión de orgullo el hacer los mejores
carros de mano de la ciudad. Su única pena, aunque no muy grande,
es que sus hijos no estén interesados en la tradición.
---000---
61
En alguna parte de Nueva York el aire vale cerca de un dólar por
bocanada, el suelo se vende a 6.300 dólares el metro cuadrado, y un
puesto determinado de bocadillos en la Calle treinta y Cuatro no se
compra ni por un millón de dólares. Hay algunos hoteles en Nueva
York que sin estar de moda como otros, valen más; de hecho, a través
de toda la ciudad hay hoteles, edificios de oficinas, pedazos de tierra
y trozos de aire que son piedras preciosas en el negocio de las
inmobiliarias, no porque siempre lo sean, sino porque un vivaz
hombrecito de Wall Street dice que es así.
Ese hombre, Gordon I. Kyle, es considerado por la mayoría de los
plutócratas y de los especuladores como la autoridad suprema cuando
se trata de evaluar terrenos, solares o edificios, en particular edificios
altos. Es esencialmente un tasador de rascacielos. Banqueros,
constructores y aseguradores le pagan una pequeña fortuna para que
esté en las aceras y mire a los rascacielos. A menudo se le toma por
un turista. Pero él sabe tasar con el ojo avizor de un prestamista y,
según William Zeckendorf, “Kyle no se ha equivocado nunca”.
En el último dictamen del señor Kyle, el edificio de 59 pisos de la
Pan Am, que en 1962 se levantó encima de la estación Grand Central,
valdrá más del doble del Empire State con sus 102 pisos, que él en
1951 evaluó en 45 millones de dólares. Ha llegado a esta conclusión
tan sólo al cabo de tres días de trabajo en el examen de los documentos
de Pan Am y de los proyectos de la obra. A los constructores, Edwin
S. Wolfson y unos socios ingleses, les pasó una factura de 50 mil
dólares por su peritaje. Cuarenta años de experiencia respaldaban la
evaluación del señor Kyle. Cuarenta años en los que él no ha dejado
que nada descomponga su rutinaria exactitud.
Estos tasadores no pueden desde luego equivocarse en sus cálculos.
Los bancos y las sociedades de seguros dependen de ellos para una
evaluación precisa de una propiedad antes de que sea comprada,
vendida o hipotecada. Todos los grandes bancos de Nueva York y las
compañías de seguros han requerido los servicios del señor Kyle. Por
haberlo dicho él han llegado a conceder un préstamo de 60 millones
de dólares a un cliente. Se dice que Gordon Kyle ha evaluado un 70
62
por ciento los edificios que en Maniatan se elevan veinte o más pisos.
Entre ellos está el Empire State, el Chrysler y docenas de edificios de
oficinas y hoteles, sin contar otros de distinto tipo, como el Carnegie
Hall, la estación de Brooklyn`s Bush, los almacenes Saks en la Quinta
Avenida, el Metropolitan Club, Grossinger`s, la Bolsa, la Cleveland
Welding Plant, Knickerbocker Village y las caballerizas Belait, cerca
de Baltimore, propiedad del difunto William Woodward, Jr.
Años de largos paseos en Nueva York como cobrador de alquileres,
una subsiguiente carrera como agente inmobiliario y, por fin, la
presidencia de la Cruikshank Company y del New York Real Estate
Borrad han ayudado a Gordon I. (“Jimmy”) Kyle a adquirir la
experiencia que ahora le permite decir: “Conozco cada metro
cuadrado de Maniatan” y “Hábleme de cualquier manzana y le diré lo
que hay en ella”.
También sabe cuánto valía cada metro cuadrado hace diez años y
cuánto valdrá dentro de diez años. Sabe que el aire y la luz solar que
flanquean determinado edificio de oficinas en la Quinta Avenida
están garantizados porque el propietario paga anualmente 35 mil
dólares por “derechos de aire” encima de un edificio más bajo al lado
y ésta es también una garantía contra la posible edificación de otro
rascacielos que quite la vista y desilusione a los inquilinos que pagan
rentas elevadas por tener sol. Sabe que el solar del número 1 de Wall
Street, donde está situada la Irving Trust Company, se ha vendido a
700 dólares el pie, y dice que éste es el terreno de más valor en
Maniatan. La esquina más activa de Maniatan, según dice, está
ocupada por el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro y
Broadway, por donde pasan diariamente 300 mil personas.
Con asombroso conocimiento de estos hechos y de las
inmobiliarias, el señor Kyle pudo evaluar el edificio de Pan Am
cuando todavía no estaba construido. Los planos de los arquitectos
enseñaban que tendría la superficie rentable más grande de Nueva
York –doscientos sesenta y seis mil metros cuadrados--, que tendría
70 ascensores, 21 escaleras mecánicas y un espacio de trabajo para 25
mil personas. Dado que él había tasado anteriormente las cercanías de
63
la estación Grand Central en repetidas ocasiones, era una cuestión
muy sencilla evaluar el rascacielos todavía inexistente.
Pero cuando el edificio que tiene que tasar existe, el señor Kyle
suele siempre examinarlo desde el techo hasta el sótano. En acción y
en apariencia se asemeja a un inspector general. Es un hombre bajo
que anda siempre con los hombros echados para atrás y sacando el
pecho, la barbilla levantada y con la cara ceñuda. Su nariz, un
instrumento de punta muy fina, parece siempre dispuesta a husmear
algún fallo; sus ojos azul pálido giran continuamente en el sentido de
las agujas de un reloj cuando está mirando un rascacielos. Su manera
de ser es directa, sus palabras pocas, pero justas.
--¿Cuántas plazas hay aquí?—preguntó recientemente al director de
un hotel de Manhattan, mientras se encontraban en el restaurante
principal.
--Mil doscientas cuarenta y cuatro—contestó el hombre.
--¿Toman la calefacción del metro?
--Sí, vapor.
--Quisiera ver un par de dormitorios—dijo el señor Kyle.
--Sí, señor.
--¿No tienen ustedes ascensores automáticos?—preguntó mientras
subían.
--No, señor—contestó el otro mientras le hacía pasar a una
habitación.
--¿Esos cuartos, ¿son los más baratos?
--Sí.
--¿Son para indeseables?
--No, señor, ¿por qué?
--Poca luz –contestó Kyle.
El hotelero se encogió de hombros. Kyle seguía tomando notas,
--¿están completos?—preguntó seguidamente Kyle.
--Tenemos un 78 por ciento de ocupantes –contestó el director--. En
verano bajamos a un 55 o 60 por ciento.
Los ojos de Kyle examinaron los muebles, miró luego desde las
ventanas, observó el enlosado del cuarto de baño y luego se fijó en el
piso.
64
--¿Esta alfombra es del tipo corriente?
--Estoy seguro de que no –contestó el otro.
Al salir, Kyle pasó una mano por la pared para determinar si el papel
de tapicería era del tipo barato o del caro. Luego fueron a la habitación
1701.
--Bastante nueva, pero no veo ningún aparato de televisión –
observó Kyle.
--Esta es una habitación individual de ocho dólares –explicó el
hombre.
--Necesita ser pintada –dijo Kyle.
Kyle tomó algunas notas más, luego pasó el dedo por detrás de la
puerta para ver si había polvo. A los cinco minutos de haberse
despedido del director, Kyle estaba vagando por el terrado y luego
habló con los encargados de los ascensores, que suelen ser grandes
fuentes de información, especialmente cuando tiene que tasar casas
de pisos o edificios de oficinas. El ascensorista está enterado de los
últimos chismorreos, sabe cuántas habitaciones están vacías, conoce
las posibilidades económicas de los inquilinos, cuánto beben los
encargados y fragmentos de información que van recogiendo porque
delante de ellos la gente habla libremente.
En el terrado, Kyle examinó el papel alquitranado, las láminas de
cobre, los ladrillos. Luego hincó una uña entre los ladrillos para ver si
el cemento era débil, desgastado o permeable a la lluvia.
--Si hay goteras –explicó—hay siempre disgustos con los
inquilinos.
Examinó seguidamente con cuidado la unidad acondicionadora de
aire, la golpeó con el puño y tomó más notas.
--Es muy importante inspeccionar estos edificios personalmente –
dijo--. Se tienen nuevas impresiones y se advierten deficiencias y
factores negativos. Primero se visita el lugar con el dueño o el
director, y se continúa luego por cuenta propia. En general, los
propietarios dan toda clase de facilidades; tienen el deseo de agradar.
Si tuviera la impresión de que son, digámoslo así, reservados,
empezaría a examinar todo con más detenimiento. Naturalmente,
muchas veces se me dan cifras incorrectas sobre los costes de
65
mantenimiento y las rentas. O anteponen a las cifras un
“aproximadamente”. Esto puede significar cualquier cosa. Pero yo
conozco el valor del espacio. Y conozco los alquileres –añadió con
énfasis.
Bajó del terrado, examinando sobre la marcha habitaciones y
oficinas. Cuanto más bajaba, el terreno que pisaba se iba haciendo
menos caro; los pisos superiores, algunas veces del valor de cincuenta
y ocho dólares el metro cuadrado, son invariablemente más caros que
los pisos bajos, porque ofrecen más luz y aire.
--Ahora todo el mundo compra luz y aire –dijo el señor Kyle.
Dos horas después llegaba al sótano, donde, bajo las miradas
sospechosas del encargado, examinó las tuberías y el sistema de
calefacción. Luego se dirigió a la calle, cruzó Park Avenue, donde el
metro cuadrado vale entre mil ochocientos y dos mil doscientos
dólares; luego a la Quinta Avenida, donde el metro cuadrado cuesta
de 2.700 dólares para arriba. Explicó que la Quinta Avenida valía más
que Park, porque los túneles del metro eliminaban los sótanos, y el
ruido de los trenes de Grand Central se podía oír a menudo en muchos
sitios de Park Avenue.
Una hora más tarde, el señor Kyle había vuelto a su despacho del
número 45 de Wall Street y examinaba las hojas desparramadas en su
escritorio. Los teléfonos sonaban sin parar, con llamadas locales y
conferencias, desde fuera, de banqueros y constructores que pedían a
Kyle ver esto o aquello. En este momento, William Zeckendorf,
acomodado en el lujoso ático de Weeb & Knapp, estaba ordenando a
gritos a su secretaria que le pusiera en comunicación con Kyle. La
encargada de la centralita en Wall Street dijo:
--El señor Kyle está comunicando.
--¿Tardará mucho?—preguntó Zeckendorf.
--No lo sé –contestó la chica.
--Mire a ver si lo averigua—pidió Zeckendorf.
Un minuto después Kyle estaba al aparato.
--Diga.
--¿Jimmy?
--Sí, Bill.
66
--¿Cómo está hoy tu cerebro?
--Cada vez más débil, Bill.
--Bueno, mira, Jimmy, habrás leído en los periódicos lo del Astor…
Quisiera saber si puedes darle un vistazo…
--Bill, lo haré, pero mañana tengo estos inmobiliarios…
--Que se los lleve el diablo –dijo Zeckendorf.
--Lo haré después –dijo Kyle con mayor firmeza.
--Está bien, chico –contestó Zeckendorf más suavemente.
--¿Estarás allí mañana?
--¿Por qué no?
--Hasta la vista, entonces –saludó Kyle.
--De acuerdo, chico.
(Clic).
Estas conversaciones entre poderosos hombres de agencias
inmobiliarias y Kyle son típicamente informales. Y cuando Kyle les
da a conocer la cifra de su evaluación, ordinariamente no se la
discuten; aunque a veces uno o dos refunfuñan que el edificio vale
más (particularmente si lo quieren vender) o menos (si lo piensan
comprar). Pero Kyle no da su brazo a torcer.
--No es conveniente en este negocio –explica--. No se puede hacer
lo que la gente pide. Yo puedo probar todo lo que he firmado. Me
hago la idea de que cada una de mis tasaciones es una declaración
jurada delante de un tribunal.
Gran parte de la competencia del señor Kyle se creó en sus días de
cobrador de alquileres, un trabajo que asumió al ser licenciado del
ejército y después de haber dejado la Wesleyan University, en
Middletown, Connecticut. Cobraba alquileres para la United Cigar
Company, entonces propietaria de muchísimos inmuebles en Nueva
York.
--Poseían casi todas las esquinas más importantes de la ciudad –
recuerda Kyle--. Y yo, durante dos años, subí y bajé a oscuros
recibidores de casas pobres y a sótanos polvorientos, con los bolsillos
llenos de dinero. Las personas que pagaban las rentas más bajas
guardaban a menudo el dinero en botellas de leche. Una vez, después
de haber cobrado el alquiler a un hombre furioso, me dio una patada
67
en el trasero cuando estaba bajando la escalera. Nunca lo olvidaré. Yo
no era más que un chiquillo, pero esos años fueron los más
importantes de mi vida. Me enseñaron, sin que yo me diera cuenta, el
valor del espacio.
En 1921 abandonó el cobro de alquileres para abrir su propia oficina
de corretaje y de evaluación. A principio de los años treinta fue
contratado por el superintendente de Bancos del estado de Nueva
York para tasar las propiedades inmobiliarias de los Bancos en todo
el estado. En 1936 se incorporó a la Cruikshank Company, y hace dos
años fue elegido su presidente. Cobra entre 15 mil y 20 mil dólares
por evaluar un rascacielos, y generalmente no tarda más de una
semana en cada uno. En 1951 tardó dos semanas en recorrer de arriba
abajo el Empire State Building antes de su venta, y pasó una cuenta
de 25 mil dólares. Los 50 mil que cobró por la tasación del Pan Am
se cree que es la retribución más elevada que se haya pagado nunca a
un tasador; un precio tanto más asombroso cuanto el edificio no
existía todavía.
--Me encuentro—dice el señor Kyle fumando un pitillo con filtro—
en una profesión altamente especializada y lucrativa.
---000---
Una mujer gorda, con una bolsa de Macy en una mano y su hijo en la
otra, estaba esperando con impaciencia en el mostrador de Nedick.
Miró a su hijo y le preguntó:
--¿Qué quieres tomar, Maa-vin?
--Una hamburguesa.
--Toma uno de salchichas –dijo ella.
--Quiero una hamburguesa –chilló el nene.
La señora le golpeó en la cabeza con la bolsa y él empezó a dar
gritos, pero ella repitió:
--Toma un bocadillo de salchichas.
Marvin tomó el bocadillo de salchichas.
Nadie en Nedick le hizo el menor caso; estaban todos demasiado
ocupados en comer y, además, este género de incidentes se registra
68
casi todos los días en el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y
Cuatro, el puesto de salchichas más activo del mundo.
Como había señalado el señor Kyle, cada día pasan por allí 300 mil
personas. Y 8 mil de ellas entran (o son empujadas) en Nedick durante
cerca de cuatro minutos para engullir una media diaria de 700
hamburguesas, 1.000 tasas de café, 5 mil bocadillos de salchichas y
5.500 naranjadas. Nedick ocupa tan sólo 110 metros cuadrados de
espacio y está arrimado a una esquina de los almacenes R. H. Macy.
--Pero nosotros siempre decimos que Macy está al lado de Nedick—
dice el presidente Lewis H. Phillips.
El “puesto” de salchichas ha crecido en esa esquina desde 1947.
Factura anualmente cerca de 400 mil dólares con las naranjadas a 10
centavos, los bocadillos de salchicha a 20 y las hamburguesas a 40.
Día y noche la registradora tintinea, las hamburguesas se asan encima
de planchas calientes, la naranjada fluye en los vasos y el aire está
lleno de tocino chirriante y de confusa tensión, con fragmentos
relampagueantes de breves diálogos entre empleados y clientes.
--¿Sí, señorita?
--Una hamburguesa –dice la cliente.
--¡Hamburguesa! –grita la camarera al cocinero.
--¡Aquí está! –contesta él gritando.
--¡Vasos! –anuncia a la camarera el que los lava.
Sin ninguna excepción, los otros 84 locales de Nedick –59 de los
cuales están en Manhattan—son más pacíficos.
--Tenemos que conseguir que la gente entre y salga del Nedick de
la Calle Treinta y Cuatro en menos de cuatro minutos; si no, perdemos
dinero –explica el señor Phillips, que de pequeño empleado ha llegado
a la presidencia--.Esta es la razón por la que no tenemos taburetes. Si
los tuviéramos, muchos encenderían un cigarrillo y se entretendrían
demasiado tiempo. En verano, en la Calle Treinta y Cuatro dejamos
de servir café a las diez y media de la mañana, porque tardan
demasiado en beberlo. Antes teníamos un ejecutivo que quería añadir
a la lista ensalada de fruta y emparedados de queso, pero yo sabía que
los clientes tardarían cerca de catorce minutos en comerlos. Dije que
no.
69
Se ha calculado que si un parroquiano fumaba un cigarrillo en el
Nedick de la Calle Treinta y Cuatro, la empresa perdería 2 dólares de
los ingresos totales. Se cree que Nedick paga anualmente de renta 95
mil dólares por el pequeño local de la esquina y, con los salarios y
otros gastos, tiene que vender 1.000 bocadillos de salchichas y
naranjadas para no perder. Todos estos alimentos son colocados en un
mostrador de dieciocho metros de largo, y tan sólo treinta y una
personas pueden apretujarse al mismo tiempo. Detrás del mostrador,
los veintiséis empleados de Nedick se evitan con habilidad, recogen
monedas, dan vueltas a las hamburguesas, pinchan salchichas y echan
naranjada en los grandes recipientes rodeados de hielo. La famosa
bebida tiene un 20 por ciento de naranja mezclado con agua, limón y
azúcar.
De vez en cuando los empleados reciben la visita del señor Phillips,
que es considerado el rey del negocio de la comida rápida y un hombre
siempre dispuesto a dar a sus amigos una tarjeta que dice: “Un
bocadillo y una bebida (Gratis). L. H. Phillips”.
--Cuando entro en uno de mis establecimientos, toda mi gente sabe
que yo he empezado como empleado a 18 dólares la semana,
preparando salchichas en la esquina de la Calle Veintisiete y
Broadway –dice el señor Phillips chupando un puro--. He progresado
por el camino difícil. Nada de familia o amigos. Empecé poniendo
por escrito algunas sugerencias acerca de cómo se podría lograr un
servicio más rápido en Nedick. Por ejemplo, se me ocurrió la idea de
tener el concentrado de naranja en recipientes de litro, con lo cual se
eliminaban las latas de cuatro litros, que presentaban serios problemas
de almacenaje y de eliminación, sin contar con que los empleados se
cortaban a menudo los dedos al abrirlas. También se me ocurrió
empaquetar los bocadillos de salchicha en cajas plegables de cartón.
Y he tenido muchas ideas de las que ahora no me acuerdo. Pero le diré
una cosa: si hubiese sido presidente de esto hace quince o veinte años,
no habría hoy en Nueva York “Chock Full o´Nuts” (otra cadena de
restaurantes para gente con prisa).
Aunque gran parte de los agitados clientes no lo sabe, el local ocupa
un estrecho edificio antiguo de cinco pisos. Nedick usa tan sólo los
70
dos primeros: el segundo tiene armarios metálicos para los empleados
y una pequeña oficina para el gerente, Thomas F. Magee. Los otros
tres pisos están vacíos y no son usados para nada. El viejo edificio ha
sido motivo de pelea entre la familia Smith, que es la propietaria y lo
alquila a Nedick, y la familia Straus, propietarios de Macy. La
discordia en los Smith y los Straus se remonta a más de cincuenta
años atrás, cuando un comerciante de tejidos, Robert S. Smith, tenía
unos almacenes en la Calle Catorce Oeste, al lado de Macy. Era una
competencia de la que no se excluían los golpes. El señor Smith a
veces colocaba un cartel que decía: Anexo o entrada principal. Y
muchos clientes de Macy eran así atraídos por error a la tienda de
Smith.
Cuando los almacenes Macy decidieron mudarse más arriba, en la
Calle Treinta y Cuatro, el señor Smith, como también otros
comerciantes de la Calle Catorce, se dieron cuenta de que el
vecindario perdería mucha afluencia de clientes. Macy, mientras
tanto, estaba tratando en secreto de comprar todos los solares de la
manzana de la Calle Treinta y Cuatro para poder construir sus
grandes almacenes. Sin embargo, había una pequeña parcela que se
resistió a los esfuerzos de Macy –la de la esquina, propiedad de un
sacerdote, Alfred Duane Pell, que en esos momentos viajaba por
España y había rehusado aceptar los 250 mil dólares ofrecidos por
Macy hasta volver a los Estados Unidos. En cuanto regresó, Smith le
ofreció 375 mil dólares por la propiedad de la esquina. Todavía no
están claros los motivos precisos de Smith; la versión de Macy es que
se trató de una maniobra para fastidiar, mientras los herederos del
señor Smith dicen que fue tan sólo un intento de ir con los tiempos.
En todo caso, el reverendo Pell aceptó el ofrecimiento de los 375 mil
dólares del señor Smith, que los Straus rehusaron igualar. Los Straus
procedieron a construir el gran edificio alrededor de la reducida
parcela. El sitio era demasiado pequeño para que Smith pudiera
edificar una tienda de tejidos, así que alquiló la vieja casa de Pell a
distintos inquilinos, hasta que en 1947 llegó Nedick, que convirtió la
planta baja en un lucrativo puesto de bocadillos.
71
Además de lo que cobran por el alquiler de Nedick, los herederos
de Smith imponen un pago sustancioso a Macy por el privilegio de
colgar un letrero publicitario en los pisos superiores del viejo edificio.
--Ganamos dinero con esa parcela—dijo Robert Smith Kiliper,
tesorero de la empresa familiar de los Smith--. Y queda como una
especie de monumento al abuelo. Algunas veces he acariciado
también la idea de alquilar ese gran letrero a Gimbel—añadió con una
sonrisa irónica, en consonancia con las tradicionales relaciones
Smith-Straus--. Así que no se sorprenda usted si un día, al mirar para
arriba, ve allí un letrero de Gimbel. No se sorprenda usted.
---000---
72
suministrado más tarde a caballos de carreras, caballos de la policía y
varias castas de ganado que lo puedan digerir.
Antes que él, el padre del señor Muhlhan vendía heno y paja a los
propietarios de caballos en el Bronx. De hecho, en 1923 en la ciudad
de Nueva York había veintiocho vendedores de heno y otros piensos
que pertenecían a la Nacional Hay Association. Ahora tan sólo queda
el señor Muhlhan. En su oficina del número 50 de la Calle Cuarenta
y Dos Este tiene a mano un saquito de heno maloliente, que suele
husmear para mantener su nariz entrenada en cómo huele el heno en
malas condiciones. Cuando alguien le visita pasa el saquito de uno a
otro como si se tratara de entremeses, y, si uno hace una mueca al
hedor, lanza una larga requisitoria contra los agricultores que
producen esta basura. Se asemeja a cualquier otro hábil vendedor de
Madison Avenue.
---000---
73
debajo del agua. La tinta de color es depositada en un milímetro
cuadrado de piel, una sensación muchas veces descrita como “la
picadura de un mosquito” o como “una tortura”. La mayoría de los
hombres prefieren ser tatuados en el pecho y en los brazos. Los
marineros tienen predilección por las anclas, barcos de velas
desplegadas, los nombres de su última novia y mujeres medio
desnudas. Los soldados prefieren banderas norteamericanas, águilas,
panteras negras, números de matrícula, nombres de sus novias más
recientes y mujeres medio desnudas.
El porqué hay gente a la que le gusta tatuarse es motivo de
controversia. Algunos psicólogos han dicho que es solamente
ornamental, o puramente sexual, o tan sólo la afición de muchos por
los dibujos toscos. Algunos chicos lo hacen para parecer muy machos,
algunas muchachas lo hacen como rebelión por ser mujeres, como las
mujeres ainas, en el norte del Japón, que se hacían tatuar en el labio
superior unos bigotes. Algunas personas tienen motivos prácticos por
hacerse tatuar, contando con ello para ocultar cicatrices o lunares o
para imprimir el tipo de sangre o los números de la Seguridad Social.
Otros admiten haberlo hecho por una apuesta, o porque los
compañeros lo han hecho, o para probar que aguantaban el dolor o
sencillamente porque sus padres les habían prohibido que lo hicieran.
Los ídolos actuales del grupo de tatuados de Nueva York son Dick
Hylan, que tiene estrellas tatuadas en la cara, en las palmas de las
manos y en el interior de los labios; y Jack Drácula, que lleva en la
frente un águila con las alas desplegadas, otras dos águilas en las
mejillas y estrellas alrededor de los ojos, de las orejas y de la nariz.
Jack Drácula, que cuando niño quería crecer y convertirse en
mosaico, ha sido tatuado 244 veces, y dice:
--La gente piensa que estoy chiflado. Pero no me avergüenzo de ser
tatuado. Aunque cuando paso por la calle la gente grita y todos
preguntan: “¿Por qué lo ha hecho?”. Les digo que quiero ser el
hombre tatuado más guapo del mundo… La gente cree que estoy loco.
---000---
74
Poco después de las dos de la noche, un tren algo fantasmal entra
lentamente en la estación Grand Central con sus asientos libres, sus
pasillos vacíos y las luces tan atenuadas como las de un club nocturno
del East Side. Es el tren de las basuras, y los hombres agarrados a sus
plataformas son seis de los treinta que a partir de medianoche viajan
a través de los túneles para recoger la suciedad de las multitudes.
Cada noche son cargadas ocho toneladas de basuras en los siete
trenes de desperdicios, mientras sus ruedas aplastan miles de envases
de cartones de café o envolturas de bombones tirados a la vía. Los
hombres tardan cerca de cinco minutos en cada estación en recoger la
basura, aunque a veces pierden algo de tiempo luchando con algún
borracho empeñado en subirse al tren vacío. Los basureros lo
rechazan. Él se tambalea y se apoya en una máquina de chicles. Luego
el tren se encamina lentamente y el ruido de los recipientes metálicos
resuena en el túnel silencioso.
--Arrancamos chicles de los suelos de las estaciones durante todo el
año—dijo uno de los hombres--. La goma de mascar mantiene unidos
los andenes del metro. En verano recogemos montones de medias
naranjas exprimidas en los puestos de naranjada; en invierno son más
los envases de café. Las mujeres dejan los pañuelos de papel metidos
detrás de los asientos y creen que nadie se da cuenta. Hace dos años
encontramos un esqueleto humano cerca de la Calle Setenta y Seis
Oeste. Nadie sabe cómo pudo llegar allí.
Aunque muchos de los recogedores de basuras son conductores,
dicen que prefieren el tren de los desperdicios, que los tiene
levantados toda la noche.
--Preferimos las basuras a las personas –ha explicado uno de ellos.
---000---
75
una de las representaciones de Broadway menos conocidas: el ensayo
de luces.
El señor Mielziner, conocido escenógrafo y experto en iluminación,
tenía el papel principal en esta representación con el teatro vacío.
También faltaban los actores; probablemente estaban dormidos,
porque era temprano: las 11 de la mañana. Su público, además de las
mujeres de la limpieza, consistía en tramoyistas y electricistas, entre
los cuales el señor Mielziner destacaba claramente por ser el único
con corbata.
--Lo siento, señoras –dijo Mielziner quitándose la chaqueta y
sentándose en un asiento de la fila catorce--. Pero tenemos que
apagarles las luces ahora mismo.
--Está bien --dijo una de ellas.
Así que las señoras dejaron su tarea y se fueron lentamente a la parte
de atrás, para sentarse en los escalones alfombrados a charlar y a
mirar, mientras las luces de la sala se apagaban, el telón subía y
empezaba el espectáculo.
Luces verdes, azules, amarillas saltaron al escenario desde muchos
puntos distintos, y bañaron la escena en un azul apagado, iluminando
vagamente el cuarto de una pensión proyectado por Mielziner; luego,
lentamente, una luz cálida enfocó con nitidez una habitación con una
silla y una mesa donde se apilaban en desorden algunos libros.
La cara de Mielziner estaba iluminada débilmente en la oscuridad
por una bombilla de diez vatios enganchada a un escritorio
improvisado frente a él. Un interfono en forma de caja estaba también
allí y permitía a Mielziner hablar desde su asiento con el jefe de
electricistas, George Gebhardt, sepultado en un montón de equipos de
iluminación, de escaleras y de cables retorcidos, y quien, tras
bastidores, se servía de un sinfín de interruptores.
Con los ojos medio cerrados Mielziner estuvo mirando la luz
reflejada en el cuarto de la pensión y, por fin, dijo con voz suave:
--No, no está bien, George. Intentémoslo de nuevo.
George dijo que bien, y el telón volvió a bajarse y la Escena Primera
de las luces fue repasada otra vez… y luego una tercera… hasta que
por fin Mielziner se declaró satisfecho. El ensayo del alumbrado
76
continuó a través de toda la obra (sin actores, sin música, sin aplausos,
solamente con las luces que jugueteaban en el escenario) durante tres
horas. Luego se terminó.
Veinticuatro horas más tarde iba a ser el estreno de la obra. Pero se
trataba del último día de trabajo para Mielziner y la mayoría de los
tramoyistas y técnicos contratados para preparar la escena y la
iluminación. La interpretación detallada de las luces de Mielziner,
cuidadosamente anotada, fue entregada a los que participarían en el
espectáculo, sólo que tras bastidores, y quienes cada noche la
seguirían al pie de la letra.
---000---
Cada día, en Nueva Cork, siete detectives con placas de plata van
buscando por la ciudad las huellas de algunos de los delincuentes más
eruditos: los ladrones de libros. Estos siete detectives son empleados
de la New York Public Library para ayudar a recuperar los miles de
libros sustraídos cada año por lectores olvidadizos, descuidados, de
manos ligeras, o por los toxicómanos.
De las 13 mil personas que diariamente toman prestados libros a la
Biblioteca, una media de 500 no devolverá el volumen en la fecha
fijada, y cerca de veinticinco retendrán los libros dos o tres meses
después de la fecha de devolución. De estos veinticinco muchos son
toxicómanos, que toman prestados los libros con tarjetas falsificadas
y los venden a las librerías de segunda mano para poder comprar la
droga.
Cuando un libro tiene un retraso de treinta días, los siete detectives,
capitaneados por un policía veterano llamado John T. Murphy, son
avisados. Empiezan la búsqueda en la última dirección conocida del
que tomó el libro, y desde allí la caza puede conducir ( y muchas
veces conduce) a los detectives a algunos de los más raros y remotos
rincones de la ciudad de Nueva York, e incluso más allá. En los
últimos años, el señor Murphy y sus hombres han logrado alcanzar a
Andre Porumbeanu, el travieso chofer que antes de escaparse y
casarse con la heredera Gamble Benedict, de la alta sociedad
77
neoyorquina, no había devuelto una copia de God´s Country and
Mine. Los detectives también encontraron la pista de seis libros en la
persona del difunto Julián A. Frank, el hombre de quien se sospechó
haber llevado una bomba a bordo del avión que estalló encima de
Carolina del Norte con setenta pasajeros y tal vez con los seis libros
de cosmonáutica y de aventuras que él había tomado prestados.
Aunque las personas que retienen libros intencionadamente treinta
o más días corren el riesgo de ser condenados a prisión, Murphy se
contenta con rescatar los libros y cobrar los cinco centavos de multa
al día, además de proscribir a los culpables de las bibliotecas. Muchas
multas han alcanzado hasta los 100 dólares en algunos casos. Hace
poco, Murphy y sus hombres cogieron en Brooklyn a una pequeña
señora que tenía retenidos en su casa 1.200 libros. Lograron encontrar
su pista, a pesar de sus varios seudónimos, comparando la letra de las
varias tarjetas usadas y advirtiendo que retiraba invariablemente
novelas románticas. Así que no fue más que cuestión de tiempo.
Cuando la señora fue atrapada, la enviaron a un manicomio. Era una
insaciable cleptómana, pero una delincuente muy leída.
--000—
--ESTE TEMA ES INTERESANTE, LO MISMO QUE LAS
SECTAS RELIGIOSAS--
80
“Yo estaba allí –sigue diciendo la señorita Faulhaber—con un traje
de embarazada que todos podían ver, y la única cosa abultada que
tenía debajo eran el cinturón y la funda con mi pistola calibre 32. Más
adelante, la médium hizo pasar una bandeja y la gente colocaba en
ella billetes de unoy cinco dólares. Las luces se amortiguaron.
Entonces fue cuando ella empezó a entrar en “trance” profundo y
empezó a hablar. Primero fue el “tío Bill” de alguien y luego fue la
madre de algún otro, pero lo que más me molestaba era que
cualesquiera que fuesen los espíritus, todos cometían los mismos
errores gramaticales.
Dado que las médiums que comunican con los espíritus algún día se
reunirán también con ellos, existe siempre la necesidad de entrenar
nuevos talentos. En Nueva York, por lo tanto, hay clases de
desarrollo para médiums en toda la zona de las Calles Setenta y
Ochenta de Manhattan, y también en Brooklyn. En estas clases, las
médiums veteranas enseñan a las aspirantes los trucos del oficio. Las
médiums, a veces, se hacen competencia en este negocio con el
mismo vigor de los almacenes Macy y Gimbel, y en algunas ocasiones
llega a haber hasta una guerra de precios cuando una médium, para
fastidiar a otra, ofrece un curso de lecciones de 10 dólares por sólo
cinco.
Quirománticas y adivinas de bolas de cristal –la policía raramente
encuentra bolas de cristal en Manhattan, pero se han topado con
algunas en Coney Island –compiten con las médiums y otras adivinas
para ganarse clientes, así que la rivalidad puede ser muy aguda. Las
mujeres de la Policía de Nueva York dicen que algunas gitanas
informan con frecuencia a la policía acerca de las actividades no del
todo correctas de otras de su raza, siendo este el sistema gitano de
mantener la competencia dentro de límites razonables.
A pesar de nuestra era puramente científica, las médiums y las
gitanas son parte importante de la vida de Nueva York y deberían
seguir prediciendo un porvenir dichoso mientras existan mujeres que
sospechan de sus maridos y chicas solteras que quieren saber:
“¿Dónde puedo encontrar un hombre bueno?”. ( 27.247 palabras hasta
aquí)
81
--000—
ESTE TEMA ES INTERESANTE. AVERIGUAR SI HAY EN
NUESTRO MEDIO OFICINAS DE MATRIMONIO Y OTRAS
COSAS SIMILARES COMO LO QUE APARECE EN
TELEVISIÓN OFRECIÉNDOSE Y BUSCANDO HOMBRES O
MUJERES.
85
Aunque ganan 4,90 dólares la hora y son maestros en su oficio, a
los hombres pagados para destruir cosas les es denegado eternamente
un privilegio:nunca podrán señalar un bonito trabajo de artesanía y
decir con orgullo: “Esto lo he hecho yo”.
La Octava Avenida es una calle triste cuyas luces de neón oscilan por
encima de la caspa de los barmans, enfocan a prostitutas que fuman,
a gorros de marineros y a botellas de cerveza que a veces se hacen
añicos contra los tocadiscos y atraen a los policías, que dicen: “Está
bien, está bien, ¡basta ya!”. Es una calle de casas de empeño, hoteles
de ínfima categoría y de mendigos con ojos congestionados. Es una
mezcla de olores del centro de la Industria del Vestido, del humo de
los autobuses portuarios, del vapor de la estación Pennsylvania y del
ajo de una docena de pizzerías.
La Octava Avenida empieza en unos difuntos baños públicos de la
Calle Doce Oeste y se extiende por Manhattan hasta el Coliseum.
Entre estos dos extremos hay hileras de casas pobres con escaleras de
incendios oxidadas y gente que quisiera mudarse. Quieren huir de la
incertidumbre de la Octava Avenida, que es una olla podrida de
pecadores y de fanáticos religiosos, de oscuridad y de luz, de cerveza
a cinco centavos y de una fiesta de Mike Todd que llena el Madisson
Square Garden. La Octava Avenida es el sitio en que se produjo el
incendio de una estación de bomberos y en donde un soldado inglés
de infantería de Marina se precipitó desde una altura de veinticinco
metros durante una fiesta militar y se mató, el pasado mes de junio,
ante 10 mil espectadores que aplaudieron creyendo que era parte del
espectáculo.
La Octava Avenida es el sitio en que unos maleantes atacaron a un
descargador llamado Clifford Johnson y provocaron que su ojo de
cristal cayera a una alcantarilla. Es el sitio en que un cocinero,
llamado Rafael Torres, furioso porque un autobús no se detuvo en una
parada, subió a un taxi, alcanzó al automóvil y acuchilló al conductor.
86
En septiembre, cuando Manhattan se agitaba protestando por la
presencia en las Naciones Unidas de Kruschev, de Castro y de Tito,
una niña de ocho años fue muerta por una bala perdida en el
restaurante El Prado, en la Octava Avenida.
Todos los años llega el circo a la Octava Avenida, e,
inevitablemente, un león o un toro se escapan y juguetean en medio
del tránsito, haciendo bastante publicidad a la empresa. Cada mes
tiene que intervenir la policía para dominar a masas de gente que se
manifiestan en contra de la bomba atómica, o reclaman mayores
salarios, o se apretujan para pedir un autógrafo a Antonio Rocca.
Se puede casi adivinar lo que está sucediendo en el interior del
Madison Square Garden observando a los que están afuera. Cuando
Rocca está luchando, la entrada de la Octava Avenida está llena de
Portorriqueños y se puede oír la voz del anunciador del ring que
chilla: “¡Amigos! No tiren más objetos al ring”. En noches de boxeo,
se ve a los pequeños tipos de dinero fácil vestidos de oscuro, con
camisas blancas, de pie alrededor de la taquilla, puro contra puro.
Antes de una exhibición hípica se ve a los hombres de frac y chistera
y a las jóvenes rubias, tipo Town & Country. En noches de partidos
de baloncesto se ve a muchachos altos de pelo corto con jerseys en
los alrededores del Garden. Y cuando hay circo, la Octava Avenida
es un escenario de adultos apresurados acompañados de tres o cuatro
niños. Entre la clientela de Nedick se cuentan enanos y vaqueros.
Por toda la Octava Avenida hay “drug stores” que venden a precios
de saldo. Algunos tienen unos teléfonos tan pegajosos que da asco
arrimarlos a los oídos. Es una calle por la que pasan de prisa los
espectadores de los teatros para ir al Restaurante Downey´s y los que
viven fuera de la ciudad para ir a la estación de Pennsylvania, tratando
de no fijarse en los mendigos, en los homosexuales y en el predicador
de la Calle Cuarenta y Dos que grita gesticulando: “¡Pecadores,
pecadores! La Biblia enseña que sin derramamiento de sangre no se
redime el pecado…” Y un muchacho picado de viruela y con el pelo
grasiento, chilla: “¡Está usted lleno de mierda, señor!”. Y el
predicador con cara descompuesta contesta: “Chico, necesitas ser
salvado”. Y luego un gran policía irlandés se acerca y ordena a la
87
gente: “Andando, andando, fuera de la acera”. Algunos se arriman
más al predicador, pero la mayoría se marcha, aunque no a la
velocidad de los usuarios que corren a la Terminal de la Autoridad
Portuaria, donde cada semana olvidan en los autobuses docenas de
paraguas, abrigos y maletas en las 1.300 cajas-depósito de la estación.
Los objetos olvidados llegan a tal volumen, que cada año la autoridad
portuaria organiza una subasta en los sótanos de la estación de la Calle
Cuarenta y Uno. Esto atrae a la Octava Avenida a los cazadores de
gangas y a pelotones de traperos de Ludlow Street que son llamados
Los cuarenta ladrones, y también a Harry The Gonif, Eddie, de
Poughkeepsie, y Cheap Charlie, cuyos almacenes de trastos viejos,
según se dice, contienen la mayor colección de guantes disparejos del
mundo.
--Bien –dice el subastador con su voz de barítono cansado, desde su
elevada tarima en el sótano lleno de humo--, tengo aquí una capa de
piel. No voy a decir que se trate de visón…
--Es lobo—interviene Harry The Gonif.
--Déjeme tocar—pide una señora.
--Catorce dólares—dice Cheap Charlie.
--Dieciséis dólares—puja Harry The Gonif.
--Suyo es—dice el subastador.
--Déjeme tocarla—insiste la señora.
El hombre no le hace caso. Este día tiene que subastar demasiadas
cosas y no puede perder el tiempo con una señora aficionada. Esto
complace a los traperos, porque a ellos también les gustan los
aficionados, ya que se suben los precios demasiado y les privan de
buenas gangas.
--La cosa más cara olvidada en la consigna de la estación de
autobuses fue cheques de dividendos de acciones por valor de 50 mil
dólares –dijo John M. Hanrahan, encargado de los equipajes de la
Autoridad Portuaria--. No los vendimos en subasta; los entregué al
Servicio de Compras y Administración y, por lo que sé, todavía siguen
allí. Un millonario excéntrico de la sección de Greenpoint, en
Brooklyn, se los dejó olvidados y luego desapareció y nadie sabe lo
que ha sido de él.
88
Mientras hablaba, el tránsito de la Octava Avenida continuaba
resonando sobre nuestras cabezas, y en la parte baja, en Abingdon
Square, unos niños hacían rebotar una pelota contra la pared de la
difunta casa de baños, sin prestar atención a los descargadores que
volvían del trabajo, a las gordas señoras italianas cargadas de
vituallas, al alto y delgado portorriqueño de pie en la esquina, con
dedos finos, ojos alerta y con una cicatriz en la cara producida por la
navaja de otro. Una manzana más arriba se oía el timbre de la caja
registradora en el mercado La Ideal, y el olor del pescado que se
desprendía de De Martino casi alcanzaba al vecindario griego con su
taberna Port Said, donde se oye el sonido de las castañuelas y se
admiran las redondeadas formas de la danzadora de vientre con bonito
pelo y ombligo tembloroso.
En la Calle Treinta, los mozos del Centro del Vestuario empujaban
filas de prendas colgadas en percheros múltiples entre camiones y
personas, y en una escuela para barberos en la Calle Cuarenta y Tres,
cinco novatos cortaban el pelo a 45 centavos por cabeza. Frente a ellos
había un cuartel: “¡Llamada a todos los hombres! Ahora podéis
teñiros el pelo en vuestro color natural, incluido rubio plata, rubio
platino, rubio dorado o cualquier otro color: rojo, castaño o negro.
Todo el trabajo hecho con reserva absoluta”.
Arriba, en las Calles Cuarenta y Cincuenta, hay más hoteles baratos,
más “delikatessen”, más personas con cutis feo. En esta sección, la
Octava Avenida es una calle de oscuros boxeadores y de tabernas de
las que son parroquianos. El ex púgil y masajista de señoras Biz
Mackey suele beber en la de Bill Dunn. Otros hombres de nariz rota
van a la taberna de Mickey Walter, enfrente. En las paredes de la
taberna Neutral Corner, en la Calle Cincuenta y Cinco, hay centenares
de fotografías de boxeadores que ahora son gordos y están olvidados.
Detrás del mostrador del Neutral Corner hay un apuesto joven de
treinta y pico de años, de pelo rubio rizado y ojos azules: un hombre
que era boxeador, pero que ahora ha engordado. Se llama Tony Janiro.
Muchas de las fotografías de las paredes muestran a Janiro en acción:
pegando un puñetazo en las costillas de un rival, lanzando a otros a
través de las cuerdas, orgullosamente de pie en la esquina neutral
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mientras el árbitro está contando sobre el cuerpo sin sentido de su
contrincante. Fueron colgadas en el bar por el propietario, Frankie
Jacobs, que fue el entrenador de Janiro y creía que llegaría a ser el
campeón mundial de los pesos Walter si hubiera vencido su debilidad:
las mujeres. Pero Janiro nunca lo consiguió. Perseguía a las mujeres
y bebía whisky. Así que a los veinticuatro años era hombre acabado.
Se retiró, y Jacobs, que había comprado la taberna Neutral Corner, le
dio el empleo de barman.
Hoy el ex boxeador friega los vasos de cerveza y el ex entrenador
todavía le reprocha en voz alta (para que lo oigan los parroquianos):
--¡Whisky y mujeres! He aquí lo que ha arruinado a Tony Janiro.
Oh, yo lo vigilaba, es verdad; por la noche acostumbraba colocar mi
cama delante de su puerta para que no pudiera salir. Pero él salía.
¿Verdad, Tony, que te escapabas?
Janiro, siempre fregando los vasos, se vuelve lentamente a su
antiguo entrenador y dice tranquilamente:
--No me arrepiento de nada de lo que he hecho, Jay. Lo único que
lamento son las cosas que no he hecho.
Los clientes escuchan distraídamente porque ya han oído todo esto
muchas veces: la historia de cómo entre 1945 y 1951 Janiro estaba
camino de convertirse en campeón, y lo hubiera logrado si se hubiera
entrenado más severamente y no se hubiera sentido tan semental.
Es lo que se oye con demasiada frecuencia entre la humareda del
bar marrón oscuro: representantes y entrenadores que se quejan como
mujeres en una lavandería pública porque sus chicos han quebrantado
las reglas del entrenamiento.
--¿Cómo es posible que después de ciento veinte combates no estés
más señalado?—preguntó un cliente a Janiro.
--Tengo un tipo de piel que no se corta—explicó Tony--. Por
ejemplo, mi hermano Freddie era boxeador; si le golpeabas en un
codo terminaba con un ojo morado. Tenía ese tipo de piel. Le
golpeaban en un codo y le salía un ojo morado.
--Cómo tenías tanto éxito con las mujeres?
--En Nueva York, si tienes dinero –explicó Janiro—atraes a las
mujeres. ¿Verdad? El dinero las atrae.
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--¿Cuánto has ganado?
--Cerca de 500 mil dólares. He perdido trece encuentros sobre 120.
He tenido bolsas grandes con Greco, Graziano y Beau Jack. Era un
chico pobre de Youngstown y vine a Nueva York cuando tenía
dieciséis años. Cuando tuve diecinueve boxee en el Madison Square
Garden. Estaba rodeado de muchos tíos que bebían a mi costa en el
hotel. Si me compraba un traje se lo compraba a ellos también…
---0000---
91
zona este y las casas del oeste se convirtieron en moradas populares.
En 1925 se cavaron grandes hoyos en la Octava Avenida para el
metro. Un día de junio de 1927 los obreros sacaron seis ataúdes de la
Octava Avenida y la Calle Cuarenta y Cuatro: ataúdes de madera cara.
El cementerio había sido parte de la finca Medcef-Eden, adquirida en
1803 por John Jacob Astor. Los obreros limpiaron rápidamente la
zona de ataúdes, construyeron el metro e instalaron máquinas
automáticas para la venta de goma de mascar. Hoy, cerca de la antigua
finca Medcef-Eden, en la estación del metro de la Calle Cuarenta y
Dos, hay futbolines y muchachos con pantalones sin vueltas, muy
ceñidos, que menean las caderas.
Durante el verano de 1960, cuando la Grand Ópera House
entorpecía los planes de un gran grupo residencial, se personaron los
equipos de remodelación.
El último toque de la antigua elegancia desapareció de la Octava
Avenida.
---000---
92
--Rothstein me debe dos dólares—dice el señor Phillips, chupando
un cigarrillo que le han ofrecido--. Oh, lo llevaba a él y a su rubia por
toda la ciudad. Entonces, en Park Avenue la calzada estaba
polvorienta y The-Tavern-on-the-Green era ub redil. Tiffany se
encontraba en la Calle Quince. Una vez llevé al campeón de los pesos
pesados, Bob Fitzsimmons al restaurante de Jack en Broadway.
Cuando llegamos me dijo:
--Ven, chico, bebe algo.
Ben Potter se acercó y dijo:
--Una vez tenía yo un caballo ruidoso, llamado Murphy, y una
noche un policía me paró y quiso ponerme una multa porque decía
que mi caballo turbaba el descanso. Preguntó cómo se llamaba el
caballo y cuando le dije que Murphy, este gigante de policía irlandés
paró de escribir y exclamó: “Demonios, no puedo multar a un caballo
con ese nombre”.
--Así era en aquellos días—dijo el señor Phillips--. Entonces
llevábamos buenas chisteras, pero las que tenemos ahora son baratas.
Si llueve, ¡buenas noches! Las compramos a un tio que se presenta
con lotes de sombreros usados y pregunta: “¿Cuánto me da por
estos?”. Yo siempre digo “dos dólares”, y nunca le doy más.
En toda su existencia, la mayoría de los cocheros han transportado
por Central Park a los famosos y a los infames. Prefieren acordarse de
los viejos días en que los coches de caballos recorrían toda la ciudad
y no sólo Central Park.
--Pero nunca me retiraré de esta actividad—dice el señor Phillips--.
Me da igual morir en el pescante que en cualquier otro sitio.
---000---31.398 palabras—
---0---0---
Nueva York no es una ciudad buena para los ancianos. La ciudad hace
caso omiso de ellos; los viejos no logran ponerse a su paso, Mary
Amstrong, la dueña de la tienda de mermeladas de la Novena
Avenida, raramente sale de su vecindario. Pero cuando lo hace se
queda invariablemente impresionada viendo cómo ha cambiado la
95
ciudad. Algunas veces señala y dice: “¡Oh, mirad lo que han hecho
con eso! ¡Eso ha estado allí durante veinticinco años!”. Fue el último
columnista, O.O. McIntyre, el primero que hizo publicidad a la
señorita Amstrong cuando, en 1937, la propuso como “La viejecita de
Nueva York”, inspirándose en una canción entonces en boga. La
describió “con sus gafas de metal, con un moño apretado, al estilo de
1890, brincando entre sus estanterías de mermeladas como un
reyezuelo en un seto”. Seguía diciendo que “Catherine Cornell iba allí
a comprar su mermelada de moras y que la señora Brock Pemberton
iba por fresas con ron”. Después de publicarse este artículo, la señorita
Amstrong mandó hacer un letrero que decía: “Tienda de Mermeladas
de la Abuela”.
Pero Nueva York es una ciudad donde una sola aparición en los
periódicos no es suficiente. Ella tiene ahora ochenta y dos años. Su
tienda de mermeladas, todavía en el número 174 de la Novena
Avenida, queda hoy día fuera de paso y siguen como clientes unos
pocos viejos de Connecticut y Nueva Jersey que aprecian su
mermelada de tomate y su manteca de limón.
A menudo los ancianos mueren en Nueva York como han vivido:
solos. Los periódicos de Nueva York tienen siempre historias sobre
descubrimientos tardíos de muertos en habitaciones lóbregas y sucias.
Algunas veces la policía encuentra que el difunto, considerado pobre,
tenía escondido en un colchón miles de dólares, y ante estas noticias
todo el vecindario se emocionada. Así sucedió el primero de abril de
1960 en el caso de una extraña y apacible señora que solía recoger
basura en las calles y que fue encontrada muerta en su piso del número
831 de la Calle 163 Este, encima de un montón de harapos, con casi
100 mil dólares.
Durante treinta años, en el Bronx, la señora Helen Kay, que era
lectora de Spinoza, había sido vista recogiendo harapos, cascos de
bebidas y alimentando gatos. Vestía siempre muy pobremente e iba
desaliñada, aunque se decía que en su piso había docenas de
sombreros de plumas muy elegantes y trajes de época que ella nunca
se ponía. Los vecinos decían que había frecuentado la universidad,
pero no sabían dónde. Tenían la idea de que hablaban varios idiomas,
96
pero desconocían cuáles. Sabían que era la viuda de un doctor --¿o tal
vez un dentista?--. La veían diariamente hurgar en los cubos de basura
y, sin embargo, sabían bien poco sobre esta septuagenaria a la que
llamaban “la señora de los andrajos”.
La policía del Bronx no logró descubrir parientes o familiares. Pero
en los montones de harapos en el piso de 46 dólares al mes,
descubrieron ocho libretas de ahorros con depósitos que en conjunto
sumaban más de 46 mil dólares y 124 acciones de American &
Telegraph, además de obligaciones en otras sociedades.
Así que aquella soleada mañana de abril, se abrieron las ventanas
en el piso de la señora de los andrajos, “por primera vez en veinte
años”, dijo el encargado del inmueble. Y tres hombres armados de
escobas barrieron las pilas de papel, de abrigos viejos y de cascos de
soda vacíos.
--Siempre le decía que tenía que gozar un poco de la vida –dijo
Lillian Richman, la sombrerera que trabajaba en la tienda de abajo--.
Le decía que debía mudarse al Concourse Plaza.
El cuerpo de la “señora de los andrajos” que nadie reclamó fue
llevado al depósito de cadáveres del Hospital Jacobi; su dinero
entregado al administrador público del Bronx, está todavía en espera
de una decisión estatal; su piso, repintado y con el alquiler
incrementado, está ocupado ahora por una familia de portorriqueños.
Esto ocurre en Nueva York, donde mueren 250 personas cada día y
donde los vivos se precipitan a los pisos vacíos. Esto es lo que pasa
en esta ciudad grande, impersonal, dividida en departamentos, donde
en la página 29 del periódico de la mañana hay retratos de muertos;
en la página 31 fotografías de prometidos; en la página 1 fotos de los
que gobiernan al mundo y que gozan de los años prósperos antes de
terminar en la página 29.
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EL TEXTO QUE SIGUE ES UN MODELO PARA UN RETRATO
DE ALEJANDRO O DE MUCHOS COMO ÉL.
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--Eh, señorito, deme unos centavos.
El viejo, con la mano extendida, tenía una cara inteligente y unos
vivos ojos azules. ¿Quién es él? ¿Cómo ha terminado aquí en la calle
Bowery, el único sitio de Nueva York en donde el nivel de vida no ha
subido?
Cada tarde se le puede ver alrededor de las tabernas con otros
cientos como él: sin afeitar, sin lavar, algo temblorosos. La mayoría
de los hombres parecen haber perdido su orgullo y esperanza, aunque
cada año en Navidades algunos de ellos tratan de ganar algún dinero
apareciendo en las aceras disfrazados de Papá Noel para los
Voluntarios de América, una organización que les da alojamiento y
los alimenta, les paga 4 dólares al día y los envía por la ciudad alta
vestidos de Papá Noel a tocar campanillas en las esquinas y recoger
donativos en cajas en forma de chimeneas. Millones de ciudadanos
que están de compras para las Navidades pasan al lado de estos Papá
Noel en la Quinta Avenida y en Madison sin darse cuenta de que
detrás de esas abundantes barbas postizas hay unos alcohólicos que
tratan de reformarse, que intentan enfrentarse otra vez con la vida,
quizás en seguida, sin disfraz.
El año pasado uno de los Papá Noel de la acera era un ex ingeniero
de la Lockheed que había perdido el empleo por beber; otro era un
actor del programa de televisión Capitán Video; un tercero era un
profesor de Harward que una noche sorprendió a su mujer en la cama
con otro hombre. Disparó y mató a los dos y fue condenado a prisión.
Después de ser puesto en libertad pasó cuatro años sin dar golpe y
bebiendo en la Bowery hasta que un día se presentó a los Voluntarios
en busca de ayuda.
Muchos hombres de la Bowery buscan ayuda, pero la mayoría se
hunden en el fango y allí se quedan. No tienen otro sitio adonde ir,
aunque algunos dicen que se quedan en la Bowery porque quieren.
Uno de ellos es un alegre mendigo barbudo que se llama a sí mismo
“Bozo, Rey de los Vagabundos Intelectuales”.
Cualquier noche de verano se puede encontrar a Bozo gozándola en
la Sammy´s Bowery Follies con una cerveza en la mano y espuma en
los labios. Lleva puestas cuatro o cinco camisas a un tiempo, un traje
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de baño debajo de los pantalones y un impermeable enrollado en su
bandolera. La mayoría de sus camisas llevan números ( o nombres de
equipos).
Por la tarde nada y toma baños de sol en Coney Island, donde
algunas señoras italianas o judías le dan emparedados y fruta. Por la
noche duerme debajo del entarimado del paseo en la orilla del mar, o,
si hace demasiado frío, se queda en un dormitorio de la Bowery
pagando 70 centavos.
Es un hombrecito tan alegre y extravagante que muchas personas lo
convidan a cenar “para reírse”. Y por las noches, algunos
“legionarios” lo invitan a fiestas y al final le largan dos o tres dólares.
Dado que a los turistas les encanta hacerse fotografiar al lado de su
larga barba blanca en Sammy´s Bowery Follies, la dirección del local
lo considera una “atracción” y lo convida a cerveza.
--Después de todo –dice—no soy un vagabundo cualquiera: soy un
vagabundo clásico, dinámico y extraordinario.
El verdadero nombre de Bozo es Frederick Aloisius Clarke. Nació
en Provincetown, Massachussets, por el año 1892. Dice que de joven
se hizo marinero y que más tarde estuvo varios años viajando con
espectáculos verbeneros, primero como mozo, luego como blanco en
un “stand” de tiro de pelota, y por fin como anunciador en las tiendas
de fenómenos y masajista de un grupo de bailarinas llamadas “The
Eight Virginia Rosebuds”.
Bozo confiesa haberse casado tres veces, todos matrimonios breves
y desagradables. Guiñando el ojo dice que el concubinato es mejor.
Cuando se le pregunta si ha tenido hijos, su contestación es siempre
la misma.
--Siempre que paso por delante de un orfanato, tiro algunos
centavos por encima de la tapia. Quiero que algo le toque a mis hijos.
Cultiva la amistad (y se hace con las señas) de casi todos los que
conoce, y a veces se presenta sin previo aviso a la hora de cenar. Con
su gorroneo y una pequeña pensión que dice recibir por su
participación en los incidentes de 1914 en la frontera mexicana, logra
vivir a su gusto.
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Bozo dice que Nueva York es una ciudad buena para los
vagabundos, pero añade que no le gustaría morir aquí y ser sepultado
con los muertos desconocidos en la fosa común. En las raras
ocasiones que habla de la muerte, la expresión despreocupada de
Bozo cambia de pronto y se tiene la impresión de que no está
completamente satisfecho de ser un vagabundo en la Bowery. Sabe
muchas cosas sobre la fosa común; sabe que está en la isla de Hart y
que allí hay presos. Y sabe que son los presos los que sepultan a los
muertos cada semana en la fosa común: cavan grandes hoyos lo
bastante anchos para 150 ataúdes de pino, y colocan una piedra
encima de cada uno de ellos “y uno ni siquiera sabe cuál es su maldita
piedra”.
Algunas veces Bozo se siente tan solo y triste en la Bowery, que se
pasa a la bebida fuerte y se abandona a una juerga alcohólica. Durante
algunas semanas nadie le vuelve a ver en Sammy´s. Ordinariamente
acaban encontrándole en el arroyo, con la cara sucia y varias
contusiones, porque cuando se entrega al alcohol se vuelve ofensivo
e insulta a hombres importantes de la Bowery, que lo golpean. Pero
luego se recupera y unos días después vuelve a ser el feliz vagabundo
intelectual que bebe cerveza en Sammy´s, que da palmadas en la
espalda, que ríe, que posa para fotografías con los turistas y que dice:
--Hace cinco años yo era un vagabundo. Ahora ¡miradme!
Y más tarde, por encima de las canciones y del ruido de los jarros
de cerveza, se le oye gritar:
--Yo no soy un vagabundo corriente; yo soy clásico, dinámico…
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Cerca de 1.200 presos viven en un extremo de la isla de Hart. Al
otro lado está Potter´s Field. La fosa común ocupa trece hectáreas, o
sea una tercera parte de la isla. Cerca de 200 cadáveres y muchos
miembros amputados en los hospitales son sepultados cada semana
en las cajas de pino que el transbordador trae en ocho minutos
cruzando la bahía. Veinticinco presos descargan las cajas, cavan los
hoyos y cada martes y cada jueves sepultan 150 ataúdes en cada fosa.
Luego cubren con tierra las cajas apretujadas y señalan el lugar con
una piedra; una piedra que no lleva ningún nombre, tan sólo un
número. En un fichero de la oficina de del alcalde están los nombres
de los 500 mil pobres sepultados bajo las distintas piedras desde el
primer entierro en Potter´s Field, que se remonta a 1868: el de Louisa
Van Slyke, que murió sin amigos en el viejo Hospital de la Caridad.
Los ataúdes se quedan en las fosas durante quince o veinte años.
Luego, como hace falta más espacio para las cajas que llegan
continuamente, se vuelven a cavar los hoyos. Los viejos ataúdes,
durante este tiempo, se han desintegrado y ha desaparecido. Pero en
el caso de que afloren algunos huesos, se recogen, se colocan en otra
caja de pinto y se vuelven a enterrar en la fosa,
Y así continuamente en Potter´s Field. Los muertos no tienen
descanso. Como ha dicho el novelista William Styron, estas personas
mueren dos veces, tres veces.
Y así será siempre en la ciudad de Nueva York: los pobres mueren,
sus cuerpos se quedan sin identificar durante algunas semanas en el
depósito de cadáveres de la ciudad, y luego son enviados para ser
sepultados no en la ciudad de su elección, sino en esta apartada isla
donde su vista no va a producir más ninguna molestia a los vivos. Se
convierten en polvo a una veintena de kilómetros de Times Square;
lejos de las muchedumbres apretadas, lejos de los masajistas de
señoras; lejos del fabricante de carros de mano; de los aficionados a
los tribunales; de los porteros; de los enanos luchadores y de las
telefonistas que dicen:
--Si la gente quisiera buscar los números…
Y del anunciador del metro que dice:
--Cuidado al salir, por favor…
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Y del cinéfilo que grita:
--Pero, ¡usted es Nita Naldi!
Y del vagabundo bebedor de cerveza que, hasta el día de su muerte
convencerá a todos, salvo a los enterradores, gritando:
--Yo no soy un vagabundo corriente; soy un
Vagabundo clásico,
Dinámico.
Extra-
O
R
D
I
NARIO.
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