Aristóteles Etica

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Prof.

Verónica Ríos 6º año Ética 2014

ARISTÓTELES

La felicidad

Réstanos ahora hablar en general de la felicidad, ya que la hemos hecho fin


de los actos humanos. Hemos dicho que la felicidad no es una disposición, ya
que podría pertenecer a un hombre que pasara su vida durmiendo, viviendo
con una vida vegetativa, e incluso a alguno que sufriera las peores
desgracias. Debemos pues poner la felicidad en una actividad. Ahora bien,
entre las actividades, unas son necesarias y deseables por otra cosa, y otras
por sí mismas. Es evidente que la felicidad debe colocarse entre las
actividades deseables Por sí mismas y no por otra cosa, ya que no carece de
nada, sino que se basta a sí misma. Son deseables por sí mismas las
actividades que no piden nada fuera de su mismo ejercicio. Tales parecen ser
las acciones virtuosas, ya que obrar honesta y virtuosamente es de las cosas
deseables por sí mismas. [...]

Si la felicidad es la actividad conforme con la virtud, es claro que es la que


está conforme con la virtud más perfecta, es decir, la de [la facultad] más
elevada. Ya se trate de la inteligencia o de otra facultad, y que esta facultad
sea divina o lo que hay más divino en nosotros, la actividad de esta facultad,
según su virtud propia, constituye la felicidad perfecta. Y ya hemos dicho
que es contemplativa (teórica).

Esta afirmación parece que está de acuerdo tanto con nuestras explicaciones
anteriores como con la verdad. Porque esta actividad es por sí misma la más
elevada. Pues entre nuestras facultades la inteligencia [ocupa el primer
puesto] y entre las cosas conocibles, aquellas de las que se ocupa la
inteligencia. Además su acción es la más continua, pues podemos
entregarnos a la contemplación de un modo más seguido que a una actividad
práctica. Y puesto que creemos que el placer debe estar asociado a la
felicidad, la más agradable de todas las actividades conformes a la virtud es,
según opinión común, la que es conforme a la sabiduría. Parece pues que la
filosofía lleva consigo placeres maravillosos tanto por su pureza como por su
duración, y es evidente que la vida es más agradable para los que saben que
para los que tratan de saber.

Por otra parte, la independencia (autarquía) de la que hemos hablado se


encuentra muy particularmente en la vida contemplativa. Ciertamente el
sabio, el justo, como todos los demás hombres, necesitan lo que es necesario
para la vida. E incluso aunque estén provistos suficientemente de estos
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bienes, necesitan aún otra cosa: el justo necesita gentes en las que practicar
su justicia; y lo mismo el valeroso, el moderado y todos los demás. Pero el
sabio, incluso solo, puede entregarse a la contemplación, y tanto mejor
cuanto más sabio es. Sin duda lo haría mejor aún si se asociase a otras
personas. Pero es independiente en el más alto grado.

Y esta existencia es la única que puede amarse por sí misma: no tiene otro
resultado que la contemplación, mientras que por la existencia práctica,
además de la acción, procuramos siempre un resultado más o menos
importante. Parece también que la felicidad está en el ocio. Ya que no nos
privamos de él sino es con vistas a obtenerlo, y hacemos la guerra para vivir
en paz. [...]

Así pues, si entre las acciones conformes a la virtud, ocupan el primer lugar
por su esplendor e importancia las acciones políticas y guerreras; si por el
contrario suponen la ausencia de ocio; si persiguen un fin diferente y no son
buscadas por sí mismas; en cambio la actividad de la inteligencia parece
superar a las anteriores por su carácter contemplativo. No persigue ningún
fin fuera de ella misma; lleva consigo un placer propio y perfecto porque
aumenta aún su actividad. Y parecen resultar de esta actividad la
posibilidad de bastarse a sí mismo, el ocio, la ausencia de fatiga en la
medida en que le es posible al hombre, en una palabra, todos los bienes que
se atribuyen al hombre feliz. Constituirá la felicidad perfecta del hombre si
se prolonga durante toda su vida. Pues nada es imperfecto en las
condiciones de la felicidad.

Sin embargo, tal existencia podría estar por encima de la condición humana.
El hombre entonces ya no vive en cuanto hombre, sino en cuanto posee un
carácter divino. Y cuanto difiere este carácter divino de lo que está
compuesto, otro tanto esta actividad difiere de la que está conforme a toda
otra virtud. Si la inteligencia es un carácter divino en lo que se refiere al
hombre, una existencia conforme a la inteligencia será divina por lo que se
refiere a la vida humana.

No debemos pues escuchar a los que nos aconsejan no cuidarnos más que de
las cosas humanas, porque somos hombres, y porque somos mortales
ocuparnos sólo de las cosas mortales. Sino que en la medida de lo posible
debemos hacernos inmortales y hacerlo todo para vivir de conformidad con
la parte más excelente de nosotros mismos, ya que, aunque sea pequeña por
sus dimensiones, supera y en mucho a todas las cosas por su poder y
dignidad. Además lo esencial de cada cual parece identificarse con este
principio, ya que lo que manda es tan excelente. Y sería absurdo no elegir la
vida de esta parte, sino la de otra. Por último, lo que hemos dicho
anteriormente cobra aquí también todo su valor: lo que es propio a cada uno
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por naturaleza es lo mejor y más agradable para cada uno. Lo que le es


propio al hombre es la vida de la inteligencia, ya que ésta constituye
esencialmente al hombre. Y esta vida es también la más feliz.

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Ética a Nicómaco, X, 6 y 7. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad antigua,
Herder, Barcelona 1982, 5ª. ed., p.84-86).

La virtud

Debemos examinar ahora qué es la virtud. Puesto que en el alma hay tres
cosas: pasiones, facultades y disposiciones (habitus), la virtud debe ser una
de ellas. Llamo pasión al deseo, la cólera, el miedo, la temeridad, la envidia,
la alegría, la amistad, el odio, el pesar, en una palabra, todo lo que va
acompañado de placer o de dolor. Llamo facultad al poder de sufrir estas
pasiones, por ejemplo, lo que nos hace capaces de sentir la cólera, el odio o la
piedad. Por último, las disposiciones nos sitúan en un estado bueno o malo
respecto de las pasiones: por ejemplo, para la cólera, si nos dejamos llevar
demasiado por ella o no lo suficiente, nos hallamos en mala disposición.

Ahora bien, ni las virtudes ni los vicios son pasiones, ya que no nos llaman
buenos o malos según las pasiones, y en cambio lo hacen según las virtudes
y vicios. [...] Además la cólera y el temor no proceden de nuestra voluntad,
mientras que las virtudes implican una cierta elección reflexiva, o al menos
no carecen de ella. Por último, se dice que las pasiones nos conmueven,
mientras que las virtudes y los vicios no nos conmueven, sino que nos
disponen de una cierta manera.

Por las mismas razones, virtudes y vicios no son tampoco facultades. No nos
dicen que somos buenos o malos por el solo hecho de poder sufrir pasiones;
no es esto lo que nos hace merecedores de alabanza o de censura. Y por
naturaleza estamos dotados de facultades, pero no nos hacemos buenos o
malos por naturaleza. Por tanto, si las virtudes no son ni pasiones, ni
facultades, sólo pueden ser disposiciones.

Este es el género al que pertenece la virtud. Pero no basta decir que es una
disposición, hay que precisar además qué [disposición] es.

Es necesario decir que toda virtud, siendo la virtud de alguien, es lo que le


confiere el estar bien dispuesto y obrar bien. [...] Por ejemplo, la virtud del
caballo hace de él un buen caballo, apto para correr y capaz de soportar el
choque del enemigo. Y si lo mismo ocurre con todo, la virtud del hombre es
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una disposición que puede hacer de él un hombre honesto, capaz de realizar


la función que le es propia. ¿Cómo lo conseguirá? Lo veremos más
claramente si determinamos la naturaleza de la virtud.

En todo objeto continuo y divisible, podemos distinguir lo más, lo menos y lo


igual, ya según el objeto mismo, ya en relación con nosotros. Y lo igual es el
punto medio entre el exceso y el defecto. Llamo medio en un objeto a lo que
se halla igualmente alejado de los extremos, lo que es uno e idéntico por
todas partes. Y, en relación con nosotros, lo que no contiene exceso ni
defecto.

Este medio no es ni uno ni idéntico por todas partes. Por ejemplo, si diez es
una cantidad demasiado grande, y dos una cantidad demasiado pequeña,
seis será el medio respecto del objeto, porque rebasa al uno y es rebasado de
un modo igual por el otro. Este es el medio según la proporción aritmética.
Pero no debemos considerar las cosas de este modo en lo que se refiere a
nosotros. Si diez minas de alimento son una ración muy grande, y dos minas
una ración pequeña, no se sigue de ello que el maestro de gimnasia
prescriba seis [a todos los atletas]. Porque esta ración, según el sujeto, puede
ser excesiva o insuficiente: para un Milón, insuficiente, pero para un
principiante, excesiva. Y lo mismo ocurre con la carrera y la lucha.

Así, todo hombre prudente huye el exceso y el defecto, busca el medio y le da


preferencia, y este medio debe establecerse con relación a nosotros, no con
relación al objeto. [...] Por ello se dice generalmente que a una obra bien
hecha no puede quitársele ni añadírsele nada, ya que toda adición o toda
supresión no pueden hacer más que destruir su perfección, y en cambio este
equilibrio perfecto se la conserva. [...] En estas condiciones, el fin de la
virtud puede ser un medio.

Hablo de la virtud moral que concierne a las pasiones y a las acciones


humanas, que llevan consigo exceso, defecto y medio. Por ejemplo, los
sentimientos de espanto, deseo, cólera, piedad, placer o pena, pueden
afectarnos demasiado o menos de lo debido, y en ambos casos de un modo
defectuoso. En cambio, tener estos sentimientos en el momento en que
conviene, por unos motivos, con respecto a personas, para unos fines y de la
manera que conviene, es el medio y lo mejor, es lo propio de la virtud. Del
mismo modo, en las acciones hay exceso, defecto y medio. Por tanto la virtud
concierne a las pasiones y a las acciones en las que el exceso es una falta y el
defecto es censurable; y al contrario, el medio consigue alabanzas y éxitos,
resultado doble que es propio de la virtud. La virtud es pues una especie de
término medio, ya que el fin que se propone es el medio.
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Añadamos que hay mil maneras de faltar, pero una sola de obrar
rectamente. Por ello es fácil no conseguir el fin y difícil alcanzarlo. Por todas
estas razones el exceso y el defecto denuncian el vicio, mientras que la
virtud está caracterizada por el punto medio.

La virtud es pues una disposición voluntaria que consiste en el medio con


relación a nosotros, definido por la razón y conforme a la conducta del
hombre sabio. Ocupa el justo medio entre dos extremos viciosos, el uno por
exceso y el otro por defecto. En las pasiones y acciones la falta consiste unas
veces en quedarse más acá y otras en ir más allá de lo que conviene, pero la
virtud halla y adopta el medio. Porque si, según su esencia y según la razón
que define su naturaleza, la virtud consiste en un medio, está en el punto
más alto respecto del bien y de la perfección.

Pero toda acción y toda pasión no admiten este punto medio. Puede ocurrir
que el hombre de algunas de ellas sugiera en seguida una idea de
perversidad. Por ejemplo, la alegría sentida por la desgracia de otro, la
impudicia, la envidia; y en el orden de las acciones, el adulterio, el robo, el
homicidio. Todas estas acciones, así como otras semejantes, provocan la
censura porque son malas en sí mismas y no por su exceso o defecto. Con
ellas nunca se está en el buen camino, sino siempre en la falta. En lo que les
concierne, no puede plantearse la cuestión de saber si se obra bien o mal: no
es posible preguntarse ni con qué mujer, ni cuándo, ni cómo se puede
cometer adulterio. El solo hecho de realizar una de estas acciones es ya una
falta. Sería como sostener que hay término medio, exceso y defecto en la
práctica de la injusticia, la cobardía, la impudicia. En estas condiciones
habría un medio en el exceso o en el defecto, un exceso del exceso y un
defecto del defecto. Y del mismo modo que la templanza y el valor no
admiten exceso ni defecto, porque en ellos el medio constituye en cierto
modo una cima, así tampoco los vicios no admiten ni término medio, ni
exceso, ni defecto, porque al entregarse a ellos se comete siempre una falta.
En una palabra, ni el exceso ni el defecto tienen término medio, igual que el
medio no admite ni exceso ni defecto.

Pero no debemos contentarnos con hablar en general, también hay que


ponerse de acuerdo con los casos particulares. Ya que, en lo que concierne a
las acciones, el que razona en general razona en el vacío, en cambio en los
casos particulares hay más verdad. Porque las acciones lo son de casos
particulares; hay que ponerse de acuerdo con ellos. También es importante
verlos según el cuadro siguiente. El valor es un medio entre el temor y la
temeridad. [...]

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Ética a Nicómaco, Il, 5 y 6. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos: edad antigua,
Herder, Barcelona 1982, 5ª. ed., p.87-90).

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