Aberraciones Psiquicas Del Sexo
Aberraciones Psiquicas Del Sexo
Aberraciones Psiquicas Del Sexo
encontrar escrita por Mario Roso de Luna. A lo largo de estas páginas, Roso de Luna
desarrolla en sus comentarios, enseñanzas y conocimientos desvelados de la obra El
Conde de Gabalis — revelaciones acerca de las Ciencias Secretas, escrita por el Abate
Villars en 1670. Debemos destacar que esta fue la última obra del Abate Villars y se da la
extraña circunstancia que tras concluirla fue asesinado en pleno día en la ruta de Lyon.
Tenía 38 años. Lo cierto es que, si bien en un disimulado tono irónico y satírico,
indudablemente el Abate Villars reveló secretos cabalísticos más allá de lo permitido. Es
sobre este texto que el Dr. Roso de Luna nos brinda a través de un excelente entramado
de exposiciones, numerosos secretos y revelaciones sumamente profundas y
controvertidas. Toda la obra trata sobre el comercio carnal entre seres humanos y espíritus
elementales. Los amantes de los libros raros sobre esoterismo estarán encantados de
poseerlo.
Mario Roso de Luna
Porque nuestro tiempo tiene mucho de aquel famoso siglo XV, o del Renacimiento llamado por
CASTELAR «el Abril de la historia contemporánea» y recuerda, por tanto, la Italia del ARETINO:
«Aquella Italia, artística y sensual; corrompida y magnifica; enamorada de la carne y rebosando de
espíritu; mezcladora del culto de Dios con los ardientes ritos demoníacos en que latían belleza y
fuerza. Italia llena de cardenales asesinos; de princesas livianas; de hampones geniales… y en la que,
en torno a la silla pontificia de Julio II, pululaban, con ambición igual, cuantos aventureros de talento
tenía entonces la Península latina; Italia, en la que hubo un León X, el noble hijo de Lorenzo de
Médicis, el Papa que sirvió al Arte más que a Dios y gustó de BOCCACCIO, más que del
Evangelio…». La Italia, en fin, de Julio Romano, el pícaro dibujante de aquellas dieciséis figuras
licenciosas denominadas Las Posturas y a quien el Aretino no sólo salvó de las garras
inquisitoriales por su amistad con los papas, sino que escribió al dorso de ellas sus dieciséis sendos
Sonetos lujuriosos, teniendo que escapar a su vez refugiándose en la tienda de Juan de Médicis —
otro perdido como él, llamado el Gran Diablo, por antonomasia, merced a las fechorías sin cuento
realizadas al frente de sus famosas Bandas Negras.
A la publicación de la primera parte de los célebres Diálogos del ARETINO y como florescencia
europea de la sensual literatura de los árabes y demás pueblos semíticos, hubo de preceder en
algunos años en las prensas italianas La lozana andaluza, compuesta en lengua española muy
clarísima, del sensualista vicario FRANCISCO DELICADO, y la hubieron de seguir el Porno-
didascalius de FERNÁN SUÁREZ; los comentarios o traducciones del francés ALCIDES BOUNEAU; mil
glosas picarescas del pasaje de Piramo y Tisbe en el libro IV de las Metamorfosis, de OVIDIO, «que
llenaron el mundo de Anticristos», o de las abnegadas vidas místico-sensuales de Santa Nefisa, Santa
Isabel de Ceres o Santa María Egipciaca, los equívocos comentarios de más de un erotomaníaco
fraile camaldulense acerca de San Romualdo y sus flagelaciones contra el fuego de la carne
clamando por su fuero; las desenfadadas ilustraciones de esos otros frailes que iluminaron
escandalosamente las Biblias de los siglos XIV y XV, y que reproduce LÓPEZ BARBADILLO en su citada
obra, Elevando en la Biblioteca Nacional de París los números 167 y 166 de los Manuscritos
franceses antiguos; y, en fin, aquel precursor de GUILLERMO APOLLINAIRE, MR. RIBEAUCOURT, que,
para solaz espiritual o por miedo a algo y a alguien, se constituyó en tipógrafo de su propia obra
aretinesca o «estimulante», como ahora se dice con el más cortés de los eufemismos, componiendo
tan sólo quince ejemplares de ella, los que hoy son otros tantos señuelos de codicia para los
bibliófilos. Todo sin hablar de la celebérrima obra La Celestina o tragicomedia de Calixto y
Melibea, ni de aquel Monsieur de Phocas, recientemente fallecido, «el torturado perseguidor de los
ojos de Astarté; el dueño de las piedras preciosas de Baruchini; el argonauta de lo desconocido, y el
que, después de asfixiarse en los vicios de Occidente, soñó con desterrarse un día al Oriente
fabuloso y vivir hasta su muerte entre las mil leyendas y las mil quimeras que revuelan sobre las
aguas milagrosas del Cíanges de oro, escuchando la canción de las hermosisimas hijas del Padre río,
verdaderas y orientales Hijas del Rhin wagneriano, canción que en sus labios seductores toma
caracteres rituales: «¡Ganges djai, Ganges djai!», CHARLES MARIE ANTOINE DE JOYEUSE, en fin, fue
el Monsieur de Phocas, en aquellos días en que la literatura enfermiza francesa florecía como una
rara flora de pesadilla, y JEAN LORRAIN supo encontrar al héroe de la época, arrancarlo de su retiro,
hacerle confesar el largo poema torturado de sus ensueños monstruosos y hacer la obra maestra, que
en las manos de los poetas despertaría una indefinida fiebre nerviosa, azotando su sensibilidad con el
lírico flagelo de una prosa brillante y mórbida, neurótica y sensual, como enfermizamente canta
EDUARDO AVILÉS RAMÍREZ, uno de sus biógrafos».
Todo esto no es sino enfermedad del alma, aberración sensual o psiquismo —los griegos
dividían las almas de los hombres en somáticas, psíquicas y pneumáticas, con arreglo al tamas
(ignorancia), rajas (pasión) y satua (espiritualidad) de los hindúes—. Un terremoto moral, como el
que acaecería si el polo norte de la Tierra se juntase con el polo sur, porque, a bien decir, el hombre,
como el planeta que habita, tiene un polo positivo: la Mente espiritual; un polo negativo: el Sexo, y
un ecuador o «fie1 de la balanza» entre ambos: la Vida.
Los antiguos, en esto y en todo —no hablo de los clásicos grecolatinos de las decadencias—,
tenían de estas cosas conceptos más puros.
Describiendo el culto de los egipcios, la señora LYDIA MARIA CHILD dice en su obra El progreso
de las ideas religiosas: «La veneración hacia los poderes productores de la vida, introdujo en el
culto de Osiris los emblemas sexuales tan comunes entre los brahmanes del lndostán. Una colosal
imágen de esta especie fue regalada y destinada al templo de Alejandria por el rey Ptolomeo
Filadelfo… La veneración hacia los misterios de la vida organizada, condujo al conocimiento de un
principio masculino y otro femenino, en todas las cosas, así espirituales como materiales. Los
emblemas de entrambos Sexos, claramente visibles por doquier en las esculturas de sus templos,
parecerían obscenos si se describiesen, pero ningún espíritu casto y pensador podría considerarlos
así al contemplar la evidente sencillez y la seriedad, con las cuales el asunto está tratado en ellos».
Además, el pecado está siempre en el que mira para pecar, y el Onni soit qui mal y pense, divisa
de la Orden caballeresca de la Jarretiera, escrito está para tales pecadores, mientras que las gentes
inocentes y puras pueden ver tras cualquiera de estas obras, tales como El Baladro de Merlín o El
Conde de Gabalis, símbolos trascendentes o cósmico-sexuales de indiscutible grandeza.
Tal es el caso, a nuestro juicio, de la misma revista filosófica francesa Le Lotus Bleu, cuando, al
publicar la famosa obra, dice: El Conde de Gabalis, que fue escrito en 1670, trata de una manera
festiva y satírica algunos de los misterios de los Rosacruces, y el objeto de la obra fue
probablemente llamar la atención del público hacia tales estudios, cosa que logró, sin duda, a juzgar
por sus numerosas traducciones. El tema fundamental del libro es el comercio carnal de los
elementales, o «invisibles espíritus de los elementos» con los seres humanos… Semejante idea viene
ilustrada en él con numerosos ejemplos de obsesiones de hombres y mujeres, que se entregaran,
respectivamente, a los «súcubos» y a los «íncubos». (De ello habló también SANTO TOMÁS DE
AQUINO en su Summa Theologicæ). Tales ejemplos, sin embargo, no son del todo acertados, sino más
bien un peligro horrible, induciéndonos a pensar por ello si el abate VILLARS no tuvo el propósito de
burlarse de las viejas alegorías, como lo hicieron ciertas sectas a propósito de la leyenda de Krishna
y las Gopis tentadoras (base de la hermosísima escena del Jardín encantado de Klingsor en el
Parsifal, de WAGNER).
«Los amantes de libros raros sobre misticismo quedarán encantados con poseer semejante libro,
pero ha de tenerse gran cuidado de no darle una falsa interpretación literal. El simbolismo del sexo,
en efecto, que con tanta frecuencia se encuentra en todas las obras de dicha índole, representa una
fuerza, una clave, un poder bien definido de la Naturaleza, poder mencionado en los Vedas, bajo
imagen semejante y que decían jugar un papel importantísimo en la misma Alquimia (con sus
«retortas» masculinas, y femeninos, «matraces» o «matrices «). La edición que reimprimimos al
presente es la de Amsterdam de 1671. Se dice que VILLARS sacó su Conde de Gabalis de las
primeras cartas de La Chiave del Gabinetto (la «cámara secreta»), del caballero G. F. BORRI, obra
hoy rarísima, publicada en 1681, pero compuesta mucho antes y sin que el alquimista Borre
interviniese para nada en su publicación».
Olvida, sin embargo, el benévolo comentarista de Le Lotus Bleu, que hasta esta última obra del
¿caballero? BORRI lleva un título italiano, harto sospechoso por ambiguo, si es que a la palabra
toscana chiave la hemos de adjudicar su propia etimología de chiavo, «clavo» y chiavare, «clavar»,
y a la de gabinetto, a su vez, la de «cámara augusta», «recipiente» o «matriz», que es el sentido
oculto en que aquel picaronazo la empleara al frente de su aberrado libro, hoy, por fortuna, imposible
casi de encontrar, privándonos así de escenas que dejarían atrás a las más crudas de las lupercales
fiestas de los romanos o de la literatura a que antes aludimos.
Sobre la santa cosa del sexo no se puede hacer buena literatura en el hondo concepto moral de la
palabra buena, sino obra nefasta contra el sexo mismo, pese a las galas con que, para disfrazarla y
hacerla tolerable a paladares frívolos o estragados, se la llegue a revestir, ya que el fin jamás
justificó por si a los medios empleados para su logro, sino que estos medios han de ser justificados
previamente por sí mismos. Porque es «invertir los polos» y llevar la inteligencia, al sexo, es decir,
lo divino a lo animal. El sexo, como el Estado, y como tantas otras cosas, es un mal necesario, cual
la misma Vida que depende de él. Es, en fin, «dorar la píldora» buscando estímulos imaginativos en
lugar de frenos para la función natural aquella.
Pero es algo peor que todo esto, el tartufismo y la gazmoñeria que en los problemas
esencialísimos del sexo nos quieren imponer, por su parte, gentes que, bajo pretexto religioso, le
pervierten, queriendo trascenderle. Harto conocidas son tales gentes, para que nosotros vayamos a
señalarlas con el dedo. Su labor, que secretamente tiene mucho más que ver con las «aberraciones
psíquicas» del buen Conde de Gabalis, de lo que aparece a primera vista, va también directamente
contra el Sexo mismo, como fuente perenne de la Vida. Nadie, en efecto, puntualiza mejor que ellas
los pecaminosos detalles contra los que pretende ir, hasta el punto que bien pueden ellas ser
calificadas de «los mejores maestros necromantes en tales aberraciones». «Dime de lo que hablas, y
fe diré lo que eres».
Estas últimas consideraciones nos son doblemente obligatorias, no por la propia dignidad tan
sólo, sino porque, al irnos a ocupar del espinosísimo asunto de las «aberraciones psíquicas del
sexo», tenemos que tomar por base el comentario de una de las obras más famosas y del más puro
aticismo clásico que posee la admirable, y también en esto del sexo, la casi siempre reprensible
literatura francesa, es, a saber, la célebre obra del abate VILLARS, que lleva por título Le Comte de
Gabalis, ou entretiens sur les sciences secrètes, obra que tanto ruido lleva hecho en el mundo desde
su aparición a fines del siglo XVII; que cuenta con más partidarios que PETRONIO, el ARETINO o
BOCCACCIO, y que el propio estilista y académico francés ANATOLE FRANCE no ha tenido
inconveniente en copiar (en fondo como en estilo) en su gran novela La rotisserie de la reigne
Pédauque, o sea, El figón de la Reina «Pie de Oca», novela de la que ya van tirados hasta la fecha
más de 300.000 ejemplares en su lengua sólo, sin contar las traducciones, hasta la reciente
publicación, en el año 1922, que tenemos a la vista.
Lleva dicha obra una nota de su editor en la que se dice: «Esta opinión —la sostenida acerca de
las Salamandras, sílfides, etc., por Monsieur d’Astarac, uno de los principales personajes de la obra
de ANATOLE FRANCE, equivalente a la personalidad del Conde de Gabalis en la obra del abate
VILLARS— fue sostenida en un librito del abad de Montfaucon de Villars, El Conde de Gabalis o
disquisiciones acerca de las ciencias secretas de los antiguos magos y de los sabios y modernos
cabalistas, y de la que existen diversas ediciones. Nosotros nos limitamos a señalar la de
Amsterdam (Jacques le Jeune, de 1700, con 18 láminas en el texto). Ella contiene una segunda parte
que no existe en la edición original». Tampoco existe dicha segunda parte en el texto que nosotros
hemos tenido a la vista para nuestra traducción y que es el publicado por Georges Carré, editor,
París, rúe de S’André des Arts, con portada alegórico-fantástica de J. le Riverend, sin marcar año de
publicación, pero hecha, sin duda, bajo los auspicios de Le Lotus Bleu, la revista teosófica francesa
de los últimos años del pasado siglo, a la que antes hemos aludido.
En el espíritu y letra de la obra de VILLARS están inspiradas también, además de La Rotisserie de
la Reine Pédauque, otras dos obras de ANATOLE FRANCE: Les opinions de Mr. Jérôme Coignard y
Les comptes de Jacques Tournebroche, que, sin duda la picaresca musa del autor de La isla de los
pingüinos, hubo de prendarse ciegamente, tanto del purísimo estilo francés del siglo XVII, en el que
su propio y genial estilo está calcado, cuanto del amplio margen ad usum delphinis de la vulgaridad
eroto-maníaca, que el fondo sensualísimo de la obra del abate VILLARS proporcionaba a su musa
realista. Para los que no hayan sentido la tentación de leer La rotisserie, séanos permitido, pues,
hacer somera cita de ella, como demostración además de la trascendencia que para cualquier obra
ulterior tiene todo libro de Ocultismo bueno o malo, cual acaece con El Quijote respecto de los
Libros de caballería, y a éstos, a su vez, respecto de Las mil y una noches.
La «reina Pie-de-Oca», del título de la novela de FRANCE, no es sino el rótulo del figón o
«rótisserie» parisiense, donde ha nacido el narrador de la obra: el joven Jacques Tournebroche; pero
es también una sátira hacia los cuentos milnocharniegos de aquella reina, eco francés de la leyenda
de la princesa Isomberta o Isis-Bertha, del Bravante, madre de Helias, Osiris o «El Caballero del
Cisne»; simbolismos augustos los de todos estos nombres, sobre los que aquí no vamos a hablar por
haberíos tratado ampliamente en otros estudios[1].
El joven Jacques tiene la suerte de ser instruido en griego y latín por el abate Coignard, hombre
tan genial como vicioso, que por causa de su excesivo amor a las mujeres y al buen vino perdiese su
alta posición cerca de uno de los dignatarios de su época.
Cierta noche de invierno en que la familia Tournebroche cenaba con el preceptor al amor del
alegre fuego del figón, presentóse inopinadamente Mr. d’Astarac, rico-home gascón, completamente
chiflado por las mismas doctrinas cabalísticas, que son el alma de la obra del abate VILLARS que
comentamos, respecto de la necesidad moral en que se halla todo el que aspire a salir de la
vulgaridad y pertenecer a la Fraternidad de los Sabios, de enlazarse maritalmente con Salamandras,
sílfides, ondinas o gnómidas. El noble prócer de la Gascuña ha creído ver en la viva llama del hogar,
a través de la puerta entreabierta del figón, nada menos que a una Salamandra hermosísima, prueba
clara de que allí se albergaba un Sabio o un aspirante a la Sabiduría. El visitante traba así amistad
con maestro y discípulo y acaba llevándose contratados a entrambos a su palacio, vecino a los
despoblados del Sena de entonces, para que le traduzcan la difícil obra, precursora del cabalismo
medieval, que ZÓSIMO el Panopolitano teósofo alejandrino, discípulo de AMMONIO SACAS, el
filósofo autodidacto, escribiera para su sobrina Eusebia bajo el título de Imouth.
En el palacio señorial del d’Astarac todo está consagrado a la magia del comercio con «los
invisibles pueblos de los Elementos», en especial la riquísima biblioteca, y allí son instalados «a
cuerpo de rey», para hacer su traducción, maestro y discípulo, tan escépticos, sin embargo, el uno
como el otro respecto de la existencia de aquellos «invisibles», que tan visiblemente loco tenían ya
al d’Astarac. En un inmueble separado del palacio por un jardín lleno de mandrágoras y demás
plantas y árboles mágicos, habita otro traductor para los textos hebreos: el misterioso, el
incomprensible, antipático y viejo judío Mosaïde, en cuya compañía vivía su bellísima sobrinita
Jahel. Cierto día en que el d’Astarac había obligado al joven Jacques a quedarse solo en la «cámara
sagrada» para evocar a la Salamandra, con la que había de desposarse cabalísticamente, he aquí que,
por casualidad, se presenta, en busca de d’Astarac, aquella hermosa joven, la cual, por fatalidad
harto humana y más «de los que han pisado mandrágoras, las plantas del inevitable amor», viene así
a unirse con el joven, cual efectiva salamandra de carne y hueso, en una de esas escenas en las que
nuestro FELIPE TRIGO fue tan redomado maestro.
Mil peripecias que no son de este lugar, emedan la novelesca madeja al estilo de las mejores de
nuestra literatura picaresca, y al cabo de ello, Jahel, que ya es la amante del calaveril caballero
monsieur d’Anquetil sin dejar por eso de amar a Jacques, éste, y el abate Coignard, tienen que huir
en coche por la carretera de Lyon, para escapar a la venganza, por un lado, del d’Astarac, y por otro,
del ofendido hebreo Mosaide, el tío de la hermosa… En dicha carretera, al igual de lo que antaño
acaeciese al abate VILLARS «por haber manejado mal el secreto de los Sabios», es asesinado el abate
Coignard, su casi homónimo, por el pérfido y vengativo judío, y, privado así Jacques de su genial
maestro, se retira a su figón para escribir las aventuras que constituyen la novela…
Pero no dejaremos ya de ocuparnos de ésta sin hacer notar la gran cultura cabalística con que
FRANCE previamente se documentara. Además de volcar virtualmente en el texto toda la erudición
que VILLARS pone en boca del Conde de Gabalis, agrega otra tanta o más, y son curiosas las citas de
Las noches áticas, de AULO GÉLICO; de las Metamorfosis, de APULEYO; de SOPHAR, el persa; de
SINESIO DE PTOLEMARDA; OLIMPIODORO, STÉPHANUS, JUAN EVANGELISTA; de las obras cabalísticas El
águila volante, El pájaro de Humes, El león verde, El ave-fénix, La mano poderosa, La mesa
cubierta, La luz en las tinieblas, Los fragmentos del Templo, Las aguas lentas y demás pretendidas
traducciones de cábala persa, hebrea y árabe, de donde también saliesen nuestro Enquiridión de San
León Papa, el Cipriano, el Ciprianillo, el Dragón infernal y el Tarot, etc., etc., con todos los
tesoros de la ciencia espargírica, en la que d’Astarac resultaba así consumado maestro. También nos
relata, de pasada, este hecho histórico-ocultista muy curioso:
Un académico de Dijon, en el siglo XVII, preparaba una edición de PÍNDARO. Cierta noche halló
dificultad en desentrañar el texto de cinco versos, que creyó corrompidos. Durmióse, y se sintió
transportado en espíritu a Estocolmo, donde fue introducido en la biblioteca de la reina Cristina, y de
uno de cuyos estantes sacó un manuscrito de PÍNDARO. Buscó y halló en éste los versos dudosos, con
dos o tres explicaciones que se los hicieron inteligibles. En el entusiasmo, despertó, y anotó con
lápiz los versos tal y como en sueños los había leído, después de lo cual volvió a dormirse
profundamente. Al otro día, reflexionando sobre su nocturna aventura, decidió aclararla. DESCARTES
estaba a la sazón en Suecia, al lado de la reina, a quien instruía en su filosofía. Nuestro pindarista lo
conocía, pero aun tenía más confianza con el embajador del rey de Suecia en Francia, Mr. Chanut.
Diñgióse, pues, a éste, rogándole le preguntase a DESCARTES si realmente se encontraba en la
biblioteca de la reina, en Estocolmo, un manuscrito de PÍNDARO, conteniendo la variante que él le
designó. DESCARTES, que era muy atento, respondió al académico de Dijon que Su Majestad poseía,
en efecto, el manuscrito, y que él mismo le había leído, encontrando en aquél los versos en cuestión y
con la variante que el académico decían
Nos hemos extendido tanto respecto de la obra de ANATOLE FRANCE, porque queremos hacer de
ella, en sus méritos como en sus defectos, la justificación complementaria de lo que de otro modo
jamás habríamos hecho ni con comentarios, ni menos sin ellos, es decir, el dar al público de lengua
castellana el ambiguo y peligroso texto de El Conde de Gabalis.
Si, como ha dicho TEÓCRITO, la buena literatura es el remedio de todos los males, la mala
literatura, a la inversa, es el origen de los grandes dolores sociales, hijos de la corrupción
degeneradora y antisexual, que ella determina en cerebros y corazones, y como el hablar de
«comercio carnal con los pueblos de los Elementos», en daño de la verdadera fisiología salvadora
del sexo y del hogar, no puede tenerse, por bien que se lo disfrace, por excesivamente buena
literatura, el raro original francés que poseemos habría dormido tranquilamente en un estante
reservado de nuestra biblioteca, sin el menor prurito, por nuestra parte, de traducirle.
Pero el peligro de que otros lo tradujesen sin comentario, el haber hablado de ello, acaso con
exceso, nuestra maestra H. P. BLAVATSKY, no sólo en Isis sin Velo, sino en otros notables artículos
que corren por las revistas teosóficas; el haber sido también publicado imprudentemente, a nuestro
juicio, por Le Lotus Bleu, el texto original, como hemos dicho, y, sobre todo, el haber lanzado
ANATOLE FRANCE a todos los cuatro vientos de una envidiable publicidad en las principales lenguas
europeas cerca de un millón de ejemplares de su Rotisserie, nos obliga también a romper el silencio,
en lengua española, haciendo, al par, cuanto nos es dable hacer en la pobreza de nuestros medios, por
poner los puntos sobre las les en los principales asertos peligrosos de la genial obra traducida,
rechazando de plano, por un lado, las ironías crueles del texto en cosas que santa y seriamente debió
tratar, y por otro, elevándolas desde «su muerto aspecto de unión sexual», que es magia negra, a su
aspecto simbólico y representativo de cosas infinitamente más excelsas, o de magia blanca; cosas tan
puras en su significado, como puro fuese el amor a Dulcinea del pobre e incomprendido Don Quijote
de la Mancha, que harto quijotesco resulta el escribir así en medio de una generación sensualista,
egoísta y materialista, dispuesta a no tomar nada en serio más que aquello que efectivamente la
perjudique.
M. ROSO DE LUNA
CHARLA PRIMERA
haya recibido en su Seno al alma del señor conde de Gabalis, quien, según me acaban de
D
IOS
noticiar, ha muerto de apoplejía. Los pícaros curiosos no dejarán de decirme que esta clase
de muerte es la ordinaria de cuantos administran mal los secretos de los sabios, y que desde
que el bienaventurado RAIMUNDO LULIO pronunció esta fatal condena en su testamento filosófico, un
ángel vengador se ha encargado siempre de retorcer prontamente el cuello a todos cuantos han
revelado indiscretamente a los profanos los Misterios Filosóficos[1].
[1] El primer problema que nos plantea la obra que comenzamos a comentar, es el de la razón de
las muertes violentas, especialmente cuando ellas vienen a ser una especie de ¿castigo? impuesto al
hombre por las leyes naturales, cuando se extravía por completo en el camino de la misión que a
todos nosotros, grandes o pequeños, nos corresponde en la vida, misión que es, acaso, la misma
razón de ser de nuestra presencia en la Tierra.
No cabe duda que en los llamados malogrados, da dicha ley se cumple», ya lo expusimos
extensamente en el epígrafe «¿Cuándo se muere?», de nuestro libro Hacia la Gnosis, y no habremos
de repetirlo aquí. LARRA, ESPRONCEDA, BALMES, GABRIEL y GALÁN, para no hablar sino de nuestro
país y nuestra época, equivocaron su misión, y se malograron en edad temprana, igual aconteciera a
MOZART, a ABEL, etc.
Pero aquí no se trata de jóvenes malogrados, sino de hombres muertos violentameate «por haber
manejado mal los secretos filosóficos». En este caso se hallan, por ejemplo, STEAD, el gran
espiritista; GERARD ENCAUSSE o Papús, el ocultista célebre; ALFREDO RODRÍGUEZ ALDAO (o
Aymerich), discípulo de éste, y, en cuanto a da apoplejía», el propio RICARDO WAGNER, después de
la sublime mezcolanza de lo pagano con lo cristiano, que éste hiciera en su Parsifal, contra su propio
propósito originario de damos en esta ópera una tesis completamente oriental, algo así como «las
tribulaciones del Buddha antes de lograr su liberación», propósito del que los monarcas alemanes le
hicieron desistir, como referimos en nuestra obra Wagner, mitólogo y ocultista, capítulo sobre
Parsifal. Se nos dirá que tal muerte por apoplejía acaecióle, como pudo sobrevenirfe cualquiera
otra, a la edad avanzadísima que ya contaba; pero sobre ello no vamos a discutir, sino, meramente, a
apuntar la coincidencia de aquella «mala administración del Parsifal», con la de la enfermedad que
arrebatara de allí a poco al más grande de los genios musicales.
Nuestra ciencia positiva del «hecho», y nada más que del hecho, no puede llevarnos a mal el que
apuntemos estos hechos concretos, dejándoie a ella, por no ser del presente lugar, la tarea de
desentrañarlos, ya que «la casualidad» no existe y todo proviene de un juego de causas o «ley de
causalidad», sin la cual nos es imposible explicarnos la Naturaleza.
«Es bien curioso, dice, por otra parte, la nota del texto puesta al párrafo que comentamos, que el
abate de VILLARS, autor de estos diálogos sobre las ciencias secretas, experimentó una muerte
violenta, análoga a la que él dice aconteció al conde de Gabalis, ya que, publicada su obra en 1670,
hubo de ser encontrado asesinado, poco después, sobre la carretera de Lyon, en 1673». También
ANATOLE FRANCE, en su Rotisserie de la Reigne Pédauque, glosa novelesca de la obra de Gabalis,
hace morir asesinado a su héroe el abate Coignard (nombre que es simple cambio del de VILLARS),
en la misma carretera, cuando huía de París por causa de sus aventuras cabalísticas.
Mas, ellos no deben condenar de ligero a hombre tan sabio, sin estar mejor informados acerca de
su diáfana conducta. Es verdad, sí, que el buen Conde me lo ha revelado todo, pero se rodeó, para
así hacerlo, de todas las circunspecciones y garantías cabalísticas, y hay que rendir a su memoria el
homenaje de que él era celoso guardador de la religión de sus padres los Filósofos, y que se habría
dejado quemar vivo antes que profanar la santidad de la Doctrina, franqueándola a cualquier príncipe
indigno, a cualquier ambicioso, o a un incontinente degenerado cualquiera: las tres ciases de hombres
excomulgados en todo tiempo por los Sabios. Felizmente, no soy príncipe; abrigo bien poca dosis de
ambición y, como se verá en el decurso de este relato, tengo, asimismo, un poco más de castidad que
la exigida para un Sabio.
Gabalis halló en mi un espíritu dócil, curioso y algo tímido, faltándome sólo un poco de
melancolía para demostrar a cuantos han afeado al buen Conde el no haberme ocultado nada, que soy
persona apta para las ciencias secretas. Verdad es que sin melancolía no se pueden lograr grandes
progresos en éstas, pero lo poco que de ella poseo, no he de emplearlo con mal fin.
— Tenéis —me dijo aquél cien veces— a Saturno en un ángulo de vuestro horóscopo, en su
propia Casa astrológica y retrógrado; no podéis, pues, por menos de ser todo lo melancólico que un
Sabio debe de ser, ya que el más sabio de todos los hombres, según conocemos por la Cábala, tenía,
como vos, a Júpiter en el Ascendente y, sin embargo, no se ha probado que riese una sola vez en la
vida. De tal modo era potente la influencia de su Saturno, aunque ella fuese bastante más débil que la
de vuestro horóscopo.
Es, pues, a mi Saturno, y no al señor conde de Gabalis, a quienes los indiscretos deben culpar de
que yo prefiera el divulgar los secretos de los Sabios, a practicarlos. Si los Astros no cumplen con
su deber, el Conde no tiene la culpa, y si me falta la suficiente grandeza de alma para intentar
adueñarme de la Naturaleza entera; dominar a los Elementos; conversar con las Inteligencias
supremas; mandar a los Demonios; engendrar Gigantes; crear, a voluntad, nuevos Mundos; hablar
frente a frente a Dios, cuando está sentado en su trono pavoroso, y obligar al Querubín que guarda la
puerta del Paraíso terrestre, a que me permita el pasearme un poco por las avenidas de su boscaje, es
de mí sólo de quien hay que abominar o a quien hay que compadecer, sin necesidad por ello de
ofender la memoria de este hombre extraño, ni decir que él murió por haberme revelado
indiscretamente el secreto de todas las cosas. ¿Acaso es imposible que, como en semejante mundo
las luchas son continuas, haya él sucumbido en cualquier combate con algún Espíritu burlón o Trasgo
de los que tanto abundan en esotro mundo? ¿No habrá sido, quizá, que, al hablar con Dios asentado
en su rutilante trono, no haya podido mirarle cara a cara, ya que está escrito que nadie puede así
contemplarle sin morir? ¿O bien su muerte no fue sino una falsa apariencia, según inveterada
costumbre de los Filósofos, que hacen como que mueren en un lado para trasladarse, insospechados,
a otro? Sea de ello lo que fuere, no puedo resignarme a creer que la manera como me confió sus
tesoros de Sabiduría merezca ningún castigo. Ved cómo pasó la cosa [2]:
[2] El autor da en estos párrafos bastante idea de cómo es entendida por él la que llama
iniciación cabalística, y, en general, todas las iniciaciones Esotéricas. Primero excluye de ella a los
pervertidos, a los ambiciosos y a los poderosos indignos. Este último fue el caso, por ejemplo, de
Felipe el Hermoso, de Francia, y del Papa Bonifacío VIII, con la iniciación cabalístico-oriental de
los Templarios, de cuyos Misterios, entrambos fueron Techazados como indica la Historia de las
Cruzadas, de MICHAUD y POUJULAT, donde se dice que, tanto Jacobo de Molay, Gran Maestre de la
Orden, como los demás templarios, quemados vivos por causa de ello, fueron inocentes de cuantos
crímenes se les imputaban.
Luego nos habla el texto de la melancolía, como indispensable premisa para la iniciación, y, sin
duda, se refiere a ese descontento hacia la vulgaridad que nos rodea, y a ese tedium vitae, que diría
el clásico, o el decor, de los trovadores, que es la base para el titánico anhelo de superación de
todos los místicos de la Historia. Además, hace depender, erróneamente, semejante disposición
melancólica, únicamente del horóscopo del candidato, aunque, al tenor del eterno dicho astrológico,
dos astros inclinan, pero no obligan», dependiendo de nosotros y no de ellos nuestro porvenir —
mejor dicho, nuestro devenir—, como creadores que somos de nuestros propios Destinos.
En cuanto a la designación que hace de los «poderes» por la abalística iniciación conseguidos,
campea en aquélla el altisonante y declamatorio estilo de toda la Cábala occidental, y que tan
aparatosamente aparece en la obra de ELIPHAS LEVY, o sea del abate BENJAMIN CONSTAND, secreto
discípulo de Roma, titulada Dogma y Ritual de la Alta Magia, y en otras. Buddha y Jesús, que para
nosotros, como seres efectivamente Divinos en toda la acepción de la palabra, nos significan harto
más, no apelaron a tales teatrales declamaciones, para darnos en forma dulce, llana y sencilla su
salvadora Doctrina; y no hay que olvidar tampoco, según sentencia de nuestra Maestra, H. P.
BLAVATSKY, que el verdadero Ocultismo o reforma interior de uno mismo, por la Voluntad y el
Conocimiento, es, a las llamadas «ciencias secretas, ocultas o malditas», lo que la luz del Sol
esplendoroso es a la tenue fosforescencia de la luciérnaga. Quien se domina a si propio, ha dicho
VOLTAIRE, «domina al mundo», sin necesidad de recurrir a tales teatralidades charlatanescas de los
mal llamados «magos» que nos forjamos en Occidente, no de los magos auténticos de aquella
energética superación que nos da, efectivamente, sin buscarlo, todo ese dominio taumatúrgico sobre
la Naturaleza entera, o sea el poder de hacer «milagros». Pero no el sentido de ser estos milagros
efectivas transgresiones de la eterna Ley que preside a aquélla, sino en el etimológico del mirabilia
latino, o sea de «cosa admirable, maravillosa, prodigios», como lo son las infinitas maravillas de la
ciencia moderna, verdaderas «magias» para las edades anteriores, o «ciencias mayores» de lo que
constituyera la ciencia, los conocimientos, de las edades precedentes. Las que por «magias» hoy se
tienen, al tenor de las declamaciones aquéllas, no son sirio otras tantas «monedas falsas» de la única
y falsificada moneda legal de la verdadera Magia, Ciencia eterna, cuya previa existencia, a través de
las edades, ellas presuponen indefectiblemente con su falsificación.
Iniciase, finalmente, en estos párrafos, el lamentable estilo burlón y satírico que campea en todo
el resto de la obra, y contra el que, en su oportuno lugar, haremos las debidas observaciones.
El simple buen sentido me ha hecho siempre sospechar que hay mucho de hueco y de falso en eso
que se ha dado en llamar «Ciencias secretas», y jamás he sentido la tentación de perder mi tiempo en
hojear los libros que tratan de ellas. Pero, encontrando poco sensato, por otro lado, el condenar sin
saber por qué a cuantos a ellas se consagran, gentes prudentes casi todos, sabios en su mayor parte, y
de gran renombre, no pocos, en las letras y en el mundo, me propuse, para no ser injusto y no
fatigarme tampoco con lecturas enojosas, trabar relaciones con cuantos conocedores de dichas
ciencias logré tropezar en mi camino. Un éxito mayor que el que pude soñar, coronó mis esfuerzos.
Como todos estos señores, por misteriosos y reservados que pretendan ser, no desean otra cosa que
entablar conversación acerca de los descubrimientos que pretenden haber hecho y dar rienda suelta a
sus imaginaciones, llegué a ser, en poco tiempo, confidente de los más notables de entre ellos, y
siempre albergaba a alguno en mi despacho, cuya librería había tenido antes buen cuidado de nutrir
con los más fantásticos autores. Así, no llegaba a París Sabio extranjero alguno del que no tuviese
noticia al punto. En una palabra, respecto de aquella secreta Ciencia, encontréme bien pronto hecho
un gran personaje. Tenía así por camaradas a príncipes, grandes señores, hombres de traje talar,
bellas damas —y feas, también—, doctores, prelados, monjes, indocumentados, gentes, en fin, de
todas las calañas. Los unos se consagraban a los ángeles; los otros, al diablo; los de acá, a su genio
tutelar; los de allá, a los íncubos; los de acullá, a la curación de todas las enfermedades; a los astros;
a los secretos de la Divinidad, y casi todos, al Elixir de Vida y a la Piedra Filosofal.
Todos ellos estaban contestes en afirmar que estos magnos secretos, especialmente el de la
Piedra Filosofal, son de busca dificilísima, habiendo muy pocos que la lleguen a poseer, pero todos,
sin excepción, tenían harta buena opinión de si mismos para no considerarse del número de los
Elegidos. Felizmente, los más importantes de ellos esperaban con impaciencia la llegada de cierto
alemán, gran señor y consumado cabalista, cuyas tierras se hallan hacia las fronteras de Polonia.
Él había prometido, en efecto, a sus hijos espirituales, los Filósofos residentes en París, venir a
visitarlos a su paso por Francia, camino de Inglaterra. Se me comisionó contestar a la carta de
hombre tan excelso, a quien me apresuré a enviar, además, mi horóscopo completo, a fin de que
juzgase si podía yo aspirar o no a la suprema Sabiduría. Mi horóscopo y mi carta fueron lo bastante
afortunados para obligarle a hacerme el honor de responderme, diciéndome que sería yo uno de los
primeros a quienes vería pronto en París, y que si el Cielo nada oponía a ello, no consentiría él en
ser un obstáculo para mi entrada en la sociedad de los Excelsos.
Para prepararme semejante dicha, mantuve con el ínclito alemán una correspondencia activa.
Proponíale en mis cartas grandes dudas, de vez en cuando, todo lo más razonadas que me era dable,
acerca de la Armonía del Mundo, los Números de PITÁGORAS, las videncias de SAN JUAN y el primer
capitulo del Génesis. La magnitud de los asuntos tratados le encantaba; escribíame sobre ellos
inauditas maravillas, y me convencí bien pronto de que me las había con un hombre de gran vigor
mental y potente imaginación. Así, poseo de él sesenta u ochenta cartas de estilo tan extraordinario,
que no podía ya leer otra cosa en el momento en que lograba verme solo en mi gabinete [3].
[3] En el sentido de «falsificación» o «mala imitación» que acabamos de dar a las llamadas
«ciencias secretas», estamos de acuerdo con el concepto que de ellas se forja el buen abate VILLARS;
pero no si sus frases se hacen extensivas a aquel divino Ocultismo que puede hacer y hace del vulgar
un talento; del talento, un genio, y del genio, un héroe, un superhombre, un hombre representativo, o
sea, hacer, como decían los griegos, un «espíritu, un pneumatiko», un semidios y un «dios» (de la
palabra sánscrita div, brillar, según su etimología), de estas dos últimas clases de «hombres».
BEETHOVEN, el mártir, por ejemplo, que en su Arte jamás alcanzó el «honor» ni de ser siquiera
«organista de catedral», como pretendiese, y que en su misérrima vida tampoco alcanzó a poder
constituirse un hogar, se hizo genio con su labor musical; en el transcurso de la labor ésta, fue, a lo
largo de su vida, un héroe efectivo, y, al cabo de un siglo de su muerte, la Humanidad entera acaba de
tributarle honores divinos casi…
Semejante confusión del Ocultismo con las ciencias ocultas acarrea los perjuicios más funestos
en la filosofía y en la vida, porque, al rechazar justamente a éstas, nos vemos privados, injustamente,
de los redentores beneficios de aquél. Algo así, como si, al rechazar el hoy tan extendido como
lamentable y notorio industrialismo religioso, rechazásemos también las salvadoras doctrinas
contenidas en el Evangelio; confusión espantosa, absurda, que es la base de la prosperidad de que
goza el repetido industrialismo. No hay tienda alguna, en efecto, por poco escrupulosa que sea ella
para con el público en género, peso y medida, que no se cobije bajo los pomposos títulos de La
Honradez, La Fama, La Única y demás que sus anuncios rezan.
Aparece ya aquí, por otro lado, la lamentable falsía de VILLARS, alma de su irónica obra. Al tenor
del consabido principio necromante de que «el fin justifica a los medios», la finalidad que el
desgraciado abate finge tener en aquélla, es la de averiguar lo que haber pudiera en las «ciencias
secretas», sin molestarse lo más mínimo en lecturas de las obras que se ocupan de ellas, que sería la
vía legitima, prefiriendo trabar relaciones con uno de sus dignísimos cultivadores, o sea con el
cultísimo Conde de Gabalis, tratándole, aparentemente, en serio, como es el deber de todo hombre en
sus relaciones sociales con los demás, pero considerándole, en el fondo de su corazón, como un
extraordinario y sublime loco, defecto igual al de CERVANTES con su «bastardo hijo Don Quijote de
la Mancha», y que aqueja gravemente a todos los grandes ironistas de la Enciclopedia, con DIDEROT
y VOLTAIRE a la cabeza. ¡Sancta, sancta sunt tractanda!, repetiremos; y si al loco, pueblos sensatos
hay, como el de los caballerescos árabes, que le consideran cual a un santo, o, al menos, como a un
niño grande y puro, el tomar a un loco para de él hacer burla y escarnio, aunque sea como base para
la más amena de las literaturas, es de una crueldad execrable, que pone a muy bajo nivel moral el
alto nivel literario de que puedan gozar aquellos autores, y que, por consecuencia, rebaja y pervierte
también el gusto y la moralidad de los lectores de su obra. VILLARS llega así, según su propio dicho,
a ser «todo un personaje» en las mismas «ciencias secretas», de las que se ríe in pectore. Penetra en
el santuario de éstas —si santuario fuere— no como el sacerdote respetable, sino como el «espía
traidor», achaque muy frecuente también en muchos doctos occidentales que, para informarse, dicen,
en las «supersticiones» de los pueblos de Oriente, han llegado a vestir, arteros, «el manto amarillo»
del brahmán iniciado. ¿Qué ciencia verdad pueden así lograr a guisa de «ladrones»? A bien que tales
iniciados, adivinando su torcido pensamiento, les han hecho a éstos objeto de burlas cruentas, como
aquellas de que fueran merecidas víctimas el coronel Wilford y Sir William Jones, por los brahmanes
de Calcuta, mientras que estos últimos han tratado, con paternal consideración, en cambio, a
nobilísimos investigadores, cual aquel Alejandro Csoma de Körös, a quien ellos entregaron las
claves de más de un misterio filológico e histórico de su remota e increíble cultura.
«Hay algo, dice BLAVATSKY en un articulo sobre Los elementos de la Cábala, que suena de una
manera siniestra en los joviales sarcasmos de VILLARS, quien, a la vez que señalaba con el dedo del
ridículo lo que era intima y propia creencia suya —el comercio carnal o «solitario» con los pueblos
de los Elementos—, tenía probablemente el presentimiento de su propio y acelerado karma, bajo la
forma del asesinato del que en efecto fue victima a poco en la carretera de Lyon… Por eso no hay
más que una contestación que dar a aquellos que, haciendo hincapié en cosas semejantes, se ríen del
Ocultismo. Servitissimus la da con enojada frase en su introducción de la obra citada, con sus Cartas
a Monseñor…: «Yo hubiera persuadido a VILLARS que cambiase por completo la forma de su obra,
escribe, pues esta forma irónica de desarrollarla no me parece propia para el asunto. Los misterios
de la Cábala son cosas serias que estudian muy seriamente muchos de mis amigos… Los brujos son
ciertamente peligrosos para ser tratados en burlan Verbum sat sapienti. Son, en efecto, peligrosos los
brujos, pero desde que la historia empezó a registrar pensamientos y hechos tales, media humanidad
se ha burlado de la otra media, ridiculizando sus más caras creencias. Obras como la del Conde de
Gabalis, tienen que ser analizadas despacio, mostrando su verdadero carácter, pues de lo contrario
se les haría servir de ariete para derribar a aquellas otras que no toman el estilo humorístico para
hablar de cosas misteriosas, ya que no sagradas del todo. Más verdades se dicen en aquella sátira,
llena de hechos eminentemente ocultistas y reales, de las que la mayoría de las gentes, y
especialmente los espiritistas, pueden figurarse».
La Carta de Servitissimus, a que antes se alude, es la que en la edición que seguimos, y a su final,
dice así:
CARTA A MONSEÑOR…
«Monseñor:
»Os he tenido siempre por tan bondadoso para nuestros amigos, que estoy seguro me
perdonaréis de buen grado la libertad que me tomo por la presente en favor del mejor de los
míos, suplicándoos guardéis hacia él la deferencia de leer su libro.
»Con ello no pretendo, en modo alguno, comprometeros respecto a las ideas que un dicho
amigo deja traslucir en su obra, ya que los autores suelen hacerse, en general, ilusiones
excesivas respecto de ella. Yo mismo le he hecho entender a éste que vuestra Reverencia
hace cuestión de honor el no revelar jamás vuestra propia manera de pensar, práctica que no
habéis de cambiar para darle el gusto de decirle que es bueno si realmente lo encontráis malo
su libro. Peto lo que sí desearía de vos, Monseñor, y ello os lo ruego encarecidamente, es que
tengáis la bondad de pronunciaros acerca de una discrepancia que hemos tenido mi amigo y
yo. No en vano sois un prodigio de ciencia, Monseñor, para ser consultado con preferencia
sobre todos los doctos. He aquí, pues, la duda.
»Quise siempre obligar al autor a cambiar por completo el estilo que campea en su libro.
Por muy agradable de leer que le haya hecho en efecto, no me parece que el estilo adoptado
cuadre bien con la elevación del asunto. La Cábala, le he dicho cien veces, es una alta
ciencia, que muchos de mis amigos más cultos estudian seriamente. Seriamente, por tanto,
había que estudiarla y refutarla también. Como todos cuantos errores pueda contener la
Cábala atañen a las cosas Divinas, aparte de la dificultad que siempre hay para hacer reír a
las buenas gentes sobre cualquier asunto, es, además, harto peligroso el bromear sobre estas
cuestiones, siendo muy de temer que la verdadera devoción no se sienta, asimismo, con ello
lastimada. Es necesario hacer hablar a un cabalista como un santo, si él ha de desempeñar su
papel cual es debido, y si él habla como tal santo, puede llegar a imponerse sobre el ánimo
de los débiles de espíritu, con esta santidad aparente, y persuadirles, con sus propias
visiones, que todo el gracejo que se pueda emplear dejará sin refutar, sin duda.
»Mi amigo opone a esto, con la natural vanidad que todos los autores cifran en sus libros,
que si la Cábala es una ciencia seria, no hay sino melancólicos y displicentes entre cuantos a
ella se dedican, y que si en el libro hubiese empleado un estilo doctoral y serio, su autor se
habría considerado ridículo ante sus propios ojos, al de este modo lanzarse a tratar en serio
las mil tonterías que él ha hallado tan a propósito para tomarlas en contra del señor Conde de
Gabalis. La Cábala, agrega mi autor amigo, es del número de tantas otras absurdas quimeras
a quienes se les viene a conceder autoridad en el instante mismo en que se las quiere
combatir en serio y no hay modo mejor de destruirla que el emplear la ironía y el ridículo.
Como él conoce bastante bien los textos de los Santos Padres de la iglesia, ha citado en el
libro varias veces a TERTULIANO, y vuestra Reverencia, que sabe bastante más que el autor y
que yo, resolverá con vuestro fallo si él ha citado en falso. Multa sunt risu digna revinci, ne
gravitate adorentur. El añade que Tertuliano lanzó tan hermosa sentencia contra los
valentinianos, que eran una especie de antiguos y visionarios cabalistas.
»En cuanto a la Devoción que juega en toda la obra, casi es una necesidad imprescindible
el que un cabalista se exprese así de Dios, y lo que hay de más feliz acierto en el asunto es
que sea completamente indispensable para conservar el estilo cabalístico el no hablar de
Dios, sino con el más extremado respeto. Con tal proceder, la Religión no podrá recibir el
menor daño y los débiles de espíritu habrán de serlo en grado muy superior al del propio
Conde de Gabalis si se dejasen seducir por devocionalismos tan extravagantes y por los
gracejos que en ello se emplean para producir encanto en la lectura.
»Por esta razón y por muchas otras que no habré de enumerar, Monseñor, espero seáis de
mi opinión y no de la de mi amigo cuando pretende que no tenía más camino al hablar de la
Cábala que el de emplear un tono zumbón respecto de día. Dignaos ponednos, pues, de
acuerdo, si os place y es posible. Yo sostengo que seria procedente tirar contra los Cabalistas
y toda su secreta u oculta Ciencia en estilo lógico, contundente y serio. El me opone que la
Verdad es placentera y risueña por su propia naturaleza y que sólo adquiere ella todo su
soberano vigor, cuando ríe, porque un clásico, que vos conocéis, sin duda, ha dicho en algún
pasaje, que asimismo recordaréis, con la prodigiosa retentiva que el Señor se ha servido
otorgaros: Convenit veritati ridere, quia laetans.
»Mi amigo sostiene, convencido, que las Ciencias Secretas son peligrosísimas si no se
les trata con el arte festivo que es preciso para inspirar el desprecio hacia ellas,
desvaneciendo con la sátira su misterio ridículo, estimulando con ello al mundo para que no
pierda el tiempo en sus pretendidas investigaciones y haciéndoles ver del modo más fino y
sutil toda cuanta extravagancia se halla encerrada en las mismas.
»He aquí formuladas, Monseñor, nuestras respectivas y opuestas opiniones: dignaos fallar
sobre ellas, Monseñor, en la firmísima seguridad de que entrambos recibiremos vuestra
Decisión con aquel respeto que sabéis acompaña siempre respecto a vuestra Reverencia este
vuestro humilde y devotísimo servidor».
Por supuesto, que Monseñor, el inquisidor o el Prelado a quien la carta anterior fue dirigida, dio
censura favorable a la obra para su publicación, es decir, encontró muy de su agrado el estilo irónico
que en ella campea, siquiera fuese porque así quedaban en peor lugar los pretendidos Mijos divinos»
de las demás religiones en provecho del eclesiástico y exclusivista Dogma… ¡Quien tenga oídos
para oír, que oiga! Nosotros nunca nos dirigimos en trabajos como el presente, sino a los buenos
entendedores, por raros que ellos sean, y con el respeto absoluto que merecen, además, todas las
creencias rectamente sentidas por los hombres.
Nada hay más dañoso para la Humanidad que esto que se ha dado en llamar «sentido irónico y
sentido trágico de la Vida». La ironía es un veneno sutil que, al modo de la nuez vómica, sólo en
dosis mínimas puede ser empleado como «condimento» o «medicina». De los ironistas o satíricos
greco-latinos acá, pasando por ERASMO, MONTAIGNE y DIDEROT y mil otros, la vida en sí hay que
tomarla en serio. Nuestra pretendida «guasa» groserota, hija bastarda del «esprit» francés, ha
sembrado entre nosotros un espíritu tal de desconfianza, que a trueque de no ser tomados por
Quijotes, nos hace ser unos desdichadísimos Sanchos, con lo que el idealismo entre nosotros es
criatura muerta casi en el mismo momento de nacer, y por un camino tal de perdición vano es
pretender que nuestra querida Patria se regenere y progrese. Si el fanatismo la daña, en efecto, no
pocas veces, mucho más la daña quizá el tomar la vida a broma no pocos de sus hijos, cayéndose así
en aquel «descreimiento» o escepticismo integral y apasionado al que alude CAMPOAMOR en su
Dolora:
Cierto día en que admiraba una de las cartas más sublimes del ínclito alemán, vi penetrar en mi
estancia a un señor de excelente aspecto, que me saludó gravemente, diciéndome en lengua francesa,
aunque con acento extranjero: Adorad, hilo mio, adorad siempre al Santo, al excelso Dios de los
Sabios y no sintáis jamás la tentación del orgullo viendo que Él os envía hoy a uno de los Hilos de
Su Sabiduría, para agregaros a su Compañía y haceros participante de las maravillas del
Todopoderoso.
La novedad de la salutación me dejó admirado. Por primera vez en mi vida llegué casi a creer en
la posibilidad de las apariciones; pero, recobrando el dominio de mí mismo, miré a mi visitante lo
más educadamente que me lo permitiera el pequeño miedo empezado a sentir.
— Señor: Quien quiera que seáis, vos, cuyo saludo no es de este mundo, me hacéis
extraordinario honor en venir a visitarme. Pero, permitidme que, antes de adorar al Dios de los
Sabios y de los Prudentes, desee saber de qué Sabios y de qué Dios me habláis. Si, pues, ello os es
agradable, tened la bondad de ocupar esa poltrona y de decirme quiénes son este Dios, estos Sabios,
esta Compañía, estas maravillas todopoderosas y, ante todo, a qué especie de criatura tengo el honor
de hablar.
— Me recibís muy sensatamente, Señor —replicó mi visitante sonriendo y ocupando la butaca
que le brindaba. Me exigís, de manos a boca, que os explique cosas que, si lo permitís, no os diré
hoy. El saludo que os he hecho son las palabras consagradas que los Prudentes dirigen desde el
primer momento a cuantos han resuelto abrirles su corazón y descubrirles sus Misterios, pues he
creído que, siendo vos tan sensato como me habéis parecido por vuestras cartas, semejante
salutación no os seria desconocida. Ella es, por otra parte, el más agradable cumplido que puede
haceros hoy el Conde de Gabalis.
— ¡Ah, señor! —exclamé, pensando que tenía que representar un gran papel—. ¿Cómo me haría
yo digno de bondad tamaña? ¿Es posible que el más grande de los hombres se halle en mi despacho y
que el ínclito Gabalis venga a honrarme en él con su visita?
— Soy el más ínfimo de los Sabios —replicó Gabalis con aire solemne—, y Dios, que dispensa
las luces de su Sabiduría con el peso y medida que place a su Soberana Majestad, no me ha
adjudicado sino una pequeñísima parte, en comparación de la que yo admiro con asombro en mis
Compañeros. Espero, sin embargo, confiado en que vos alcanzaréis a igualarlos algún día, a juzgar
por los rasgos de vuestro horóscopo que habéis tenido la delicadeza de enviarme. Mas, permitirme,
ante todo, que me queje —añadió sonriendo— de que en los primeros instantes me hayáis tomado
por un fantasma.
— ¡No por un fantasma! —opuse—. Pero os aseguro, señor, que me acordé de repente de lo que
Cardan cuenta, de que su padre fue visitado un día en su estudio por siete desconocidos, vestidos con
trajes de diversos colores, que le propusieron problemas bizarros acerca de él y de su labor…
— Os comprendo perfectamente —interrumpió el Conde. Esos eran siete Silfos, de los que ya os
hablaré algún día, y que son una especie de entidades aéreas que vienen algunas veces a consultar a
los Sabios acerca de los libros de AVERROES que ellos no comprenden muy bien. CARDÁN fue un
atolondrado, publicando semejante hecho en sus Sutilitès o Sutilezas. Él había encontrado esas
Memorias entre los papeles de su padre, que era uno de los nuestros, y que viendo que su hijo era
naturalmente frívolo, no le quiso comunicar las grandes enseñanzas, dejándole se entretuviese como
un chicuelo con la astrología ordinaria por la cual aquél no acertó a prever que su hijo sería
ahorcado. Semejante bribonzuelo es el solo culpable de que en los primeros momentos me hayáis
tomado por un Silfo.
— ¿Injuriaros así? —dije, pretendiendo justificarme— cómo iba yo a ser tan desventurado que…
— No, si no me incomodo lo más mínimo —interrumpió el Conde—. Vos no estáis obligado a
saber que todos estos Espíritus de los Elementos son discípulos nuestros; que ellos se consideran
felicísimos cuando nosotros nos dignamos descender a instruirlos y que el menor de nuestros
Prudentes es más sabio y más poderoso que todos estos «señoritos». Mas hablaremos de esto en otra
ocasión mejor. Por hoy me basta la satisfacción de haberos visto. Procurad, hijo mío, haceros dignos
de recibir las luces Cabalísticas: la hora de vuestra regeneración llegó ya; sólo en vos mismo estriba
el transformaros en una nueva criatura. Rogad ardientemente a Aquél, al que sólo le es dable formar
corazones nuevos, que os forme uno capaz de las grandes cosas que os voy a enseñar y que Él me
inspire para no ocultaros lo más mínimo de nuestros Misterios.
Diciendo esto, Gabalis se levantó, y abrazándome sin darme tiempo a contestarle, añadió:
— Adiós, hijo mío, voy a visitar a nuestros Compañeros de París, después de lo cual ya os
avisaré. Entre tanto, vigilad, orad, esperad y nada habléis. Y salió.
Al acompañarle hasta la puerta, me lamenté de lo corto de su visita, de su crueldad,
abandonándome tan pronto, dejándome con la miel en los labios, y en mi mente un fugaz destello de
sus luces. Pero habiéndome prometido de buen grado que nada perdería con esperar, montó en su
carroza y me dejó en un estado de sorpresa y de extrañeza que no alcanzaría a ponderar. No daba
crédito a lo que había visto por mis propios ojos y oído por mis propios oídos.
— No me cabe duda alguna —me dije a mí mismo— que este hombre es un señor de categoría,
que goza de cincuenta mil libras de renta por sus bienes, y es educadísimo. ¿Cómo se le habrán
encajado en el magín semejantes locuras? Sin embargo, él me ha hablado de estos Silfos muy
mesuradamente. ¿Será un hechicero, en efecto, y yo habré estado equivocado hasta hoy pensando que
semejantes gentes no existen? Porque hay que convenir en que si él es tal brujo, parece más devoto
de lo que había lugar a esperar tratándose de un hechicero.
Desde luego, nada comprometía yo en la aventura y resolví, por tanto, esperar hasta ver en lo que
ella pararía, aunque no dejaba de sospechar que acabaría en algún sermón, ya que el Demonio, que la
iniciara, parecía muy moral y harto buen predicador [4].
[4] Gabalis se presenta ante el abate VILLARS como una aparición que despierta en éste ciertos
asomos de miedo, pero que no le impiden persistir en su actitud mental de escepticismo, por un lado
hacia todas las cosas trascendentes de lo «invisible» y por otro hacia la superstición que le hace ver
en el Conde a un ser hechiceril y diabólico, falso dilema ya apuntado por BLAVATSKY al comenzar su
Isis sin Velo, cuando dice «que el mundo europeo, en su loca carrera hacia lo desconocido, vacila
entre la incredulidad, que no cree nada, y la superstición que todo lo cree».
Nadie que conozca la Historia, puede desconocer que en la especie humana han aparecido de vez
en cuando seres que se salen de lo vulgar como efectivos superhombres, Maestros o Adeptos,
verdaderos Reformadores de los que el mundo ignaro ha huido siempre, como siempre huye de la
Verdad sin velos, buscando en su huida la linea de menor resistencia, es decir, llamándolos locos, o
diciendo que tienen pacto con el Demonio. Tal fue entre mil el caso de Juan Fust, asociado de
GUTENBERG, para la «diabólica» invención y explotación de la imprenta.
FRANCISCO BELTRÁN, en reciente información periodística, nos habla del «supuesto pacto del
doctor Fausto —o sea de este Juan Fust— con el Diablo». «Ha sido hallado —dice— en la
Biblioteca de Knittlingen, un pergamino ennegrecido por los siglos y escrito con rara tinta que a los
paleógrafos les parece sangre, y que es nada menos que el famoso pacto fechado en Wittemberg, a 30
de Junio de 1520, y firmado por «Juan Fausto», nacido hacia 1480. El hallazgo del tal pergamino,
nos parece una superchería de antes o de ahora. Fausto, el personaje del maravilloso poema de
GOETHE, ha existido; fue socio capitalista (desde 1449 a 1455) de GUTENBERG, en Maguncia, donde
nació en 1414, habiendo fallecido en París, en 1466, por consiguiente, ni nació en 1480, ni pudo
pactar con diablo alguno en 1520. Lo del pacto fue una especie lanzada por gentes de iglesia, que no
comprendían algo extraordinario que Fausto hacía y que les perjudicaba. Se convirtió luego en
leyenda popular por hombres de buena fe en tierras del Rhin, y de tal leyenda popular, que comenzó
hacia 1456-58, tomaron el poeta inglés MARLOWE y GOETHE el principal personaje de sus obras:
Fausto. La invención de la imprenta no fue lanzada en principio como un descubrimiento, sino
ocultada como una falsificación de GUTENBERG. Casi todos los libros de entonces se hacían
manuscritos, en abadías y conventos, por copistas especializados, algunos notabilísimos, pero esta
producción era lenta y costosa… Terminada la impresión de la Biblia de 42 líneas por plana y en dos
tomos, hacia 1454 o 55, Fust se trasladó a París, llevando para su venta ejemplares que ofreció y
vendió ocultando el procedimiento empleado; pero del cotejo que se hizo de unos ejemplares con
otros y ver que tenían todos las mismas erratas, se dedujo que estaban hechos en serie y no uno a
uno, como se hacían los libros manuscritos, por medios ignorados y que se consideraron
extraordinarios y sobrenaturales. Esto fue la causa de un proceso contra Fust, quien se vio obligado a
declarar que el procedimiento empleado era muy sencillo y que no tenía inconveniente en explicar su
mecanismo; pero las congregaciones perjudicadas donde existía la industria de hacer copias de
libros, asombradas de que Fust, que era por aquel entonces la única persona que había dado a
conocer esta clase de copias, podía hacer simultáneamente y con gran perfección multitud de ellas
exactamente iguales, y no conociendo el procedimiento de que para esto se servía, le adjudicaron
pacto con el Diablo, lanzando esta idea al vulgo, y el vulgo la propaló, como siempre propala la
mentira mejor que la verdad. Así opinan CONRADO DURIEUX y también KLINGER, el autor de las
Aventuras del Fausto, y su bajada a los infiernos».
VILLARS, aunque no crea en fantasmas, prefiere considerar como un fantasma, como un discípulo
del Demonio, o como un loco sublime, a su visitante el sabio Conde de Gabalis, siguiendo con ello,
en la cobardía de su pensamiento de escéptico, la línea de menor resistencia a que antes aludimos.
Todo menos admitir que pueda haber seres muy evolucionados en ciencia y virtud por encima de la
vulgaridad eclesiástica o académica de su frívola época. Algo, en fin, de lo que, en los pródomos de
la Revolución francesa, hicieron un siglo después con SAINT-GERMAIN o CAGLIOSTRO, de los que
Gabalis parecía un precursor. Llenarlos de mil epítetos de farsantes, de brujos, de charlatanes, al par
que hacían todo lo posible por reducirlos a la inanidad de una prisión, que de esta manera, amable y
persuasiva, suele acoger la humanidad a sus genios en todo tiempo y país.
Por eso VILLARS le pregunta al visitante, con hipócrita cortesanía, «de qué Dios y de qué Sabios
le habla en su solemne salutación». Como todos los leguleyos enredadores, en Jugar de buscar da
cuestión de fondo», o sea la alta enseñanza que el visitante va a proporcionarle, propone dicha
«excepción dilatoria» o «cuestión previa», como contrafuego de la revelación. Ello es achaque de
todos los espíritus traviesos que olvidan de intento en su perfidia aquellas sabias frases de nuestro
hebreo Mosén Tob de Carrión que dice»:
Fueran los que fuesen, en efecto, «el Dios de los Filósofos» y «los Sabios», sus hijos predilectos,
en nombre de los que iba a hablar el Conde, lo importante debió ser para VILLARS la doctrina misma
en si. Obró, pues, éste con aquella ruin manera que en el Sigfredo, de WAGNER, empleara Mimo, el
perverso e hipócrita enano o nibelungo, al preguntarle al dios Wotan las cosas que menos "podían
interesarle, para soslayar la importancia de las que te interesaban más, que es ley de la desgraciada
humanidad el ir apurando, una a una, todas las oblicuas antes de aceptar como la última la recta y
justa «perpendicular».
Trae a colación también el texto la célebre visita que se cuenta recibiese el padre de CARDÁN,
visita que es como tantas otras raras que se cuentan de diversos genios de la Historia, ya sea la del
«espectro» que aparece ante CHOPIN y sus compañeros de francachela en Niza, para inspirarte su
maravillosa Marcha fúnebre, nuncio al par de su próxima muerte, ya los tres «ángeles» o «jinas»
visitadores de MOZART que aparecen y desaparecen inopinadamente después de encargarle y de
pagarle un Réquiem que pocos días después, al tenor de la premonición del Maestro, había de ser
cantado en sus funerales… Es la eterna visita de La dama blanca de los Hohenzollern; La Dama
anunciadora de funestos presagios, del castillo de Windsor; el espectro, cuya aparición determina las
primeras escenas de la tragedia de Hamlet; los «visitantes extraordinarios» de que nos hablan SAN
AGUSTÍN y SANTO TOMÁS el Ángel-guía de Tobías en el bíblico relato; el que da hoja por hoja al
profeta Mahoma durante sus éxtasis las páginas del Corán; la Egeria que dicta a Numa sus leyes; el
Ángel que visita al atribulado Jesús en el «Huerto de las Olivas»; los visitantes «jainos» que, según
ANQUETIL, se burlan de las vanidades del persa Darío o los gimnósofos que igualmente se burlan de
la soberbia guerrera de Alejandro Magno; los invisibles «Tuatha de Danand», que aguardan por
siglos en las montañas de Irlanda el feliz momento de volver a intervenir con fruto en la historia de
los hombres; los «Caballeros del Graal o Grial» del Baladro de Merlín y del Parsifal y el
Lohengrin, de WAGNER, custodios del Tesoro Santo de las edades, ora este Tesoro sea el Cáliz de la
última Cena, como pretenden versiones que nosotros creemos ulteriores y desnaturalizadas, bien sea
el del Misterio Astronómico de los conos de eterna Sombra que demarcan tras sí con sus opacas
masas todos los planetas al ser heridos por el torrente vital dimanante de la Luz del Sol; o los
misteriosos «todas» de las Montañas Azules o Nilghiri, indostánicas; los sacerdotales
«Mekhisedech» de los arcadianos días de los Patriarcas hebreos; los damas de Sikkin» con sus
meipos o poderes mágicos; los «Shamanos» del Tibet, Japón y China, consejeros retirados en sus
montañas y a los que los emperadores van en ellas a consultarles sobre «los más graves asuntos de
Gobierno»; los «jinas o amautas» incas, de los que nos habla GARCILASO DE LA VEGA; los «ángeles
vengadores de Sodoma» que antes visitan al fiel Abraham y a Sahara, su escéptica esposa; los que
consuelan a la desventurada Agar y dan de beber a su hijo en medio del desierto; los bíblicos Henoch
o Elías que no conocen la muerte; los que al morir o «trascender a otro mundo superior arrebatan en
carro de fuego» o en rayo, al profeta Elías a Rómulo, a Numa, y al ínclito Simeón ben Jocai, el autor
del Zohar o «Libro del Esplendor» y en «barquella tirada por un Cisne», traen y se llevan al
Lohengrin bávaro, o en «carro de tempestad» se llevan antaño a Héspero, y hogaño al alma de
BEETHOVEN el mártir; los excelsos Moisés y Helias o Elías, que reciben a Jesús durante la
«Transfiguración» del monte Tabor; los que se muestran más blancos que el ampo de la nieve a las
tres mujeres que van a visitar el sepulcro de Jesús y les anuncian la resurrección del allí tres días
antes sepultado; los Haruts y Maruts coránicos que Mahoma no supo comprender bien, o que, de
intento, los tergiversó en su verdadera significación iniciática; los «siete durmientes de la caverna»
que, según el Corán, se presentaron al emperador Decio para testimoniarle la verdad del iniciático
secreto; el «Desconocido» que, según el mismo texto, inicia a Moisés acerca del mar de Dhul
Karnein, o sea de lo que hay detrás del mundo visible nuestro; los tres ancianos jeiques, que
aparecen en el primer cuento de Las mil y una noches, salvando de una muerte injusta al pobre
comerciante, símbolo de la Humanidad; el «ángel» o «jina» que en esotro cuento milnocharniego de
El Pescador induce a otro cuitado a echar sus redes en el mar y pescar en él el «secreto de
Salomón», o esotros que según el libro de ENOCH, el etíope, enseñaron antaño a las hijas de los
hombres las propiedades de las plantas y raíces, los encantamientos y el arte de observar las
estrellas, y están reunidos, según los Puranas, en la Badari Vana, o Santa Asamblea de Sabios de
Shambala, Kalapani, Pamalán, Morú, Ikvasú, etc., las «aves de Unus-Ahur» del mismo texto, y
cuantas otras entidades guían a sus héroes, ora en formas de tales «aves» o «pájaros «mágicos»,
como a Sigfredo; o de pastoriles Faustulos protectores, como a Remo y Rómulo; o de Mentores
sabios, como al Telémaco, de FENELÓN… Todos ellos, en lugar de «venir a aprender» de los
respectivos «Cardanes», no venían sino a guiarlos, adiestrarlos, iluminar, en fin, el difícil sendero de
su vida de discípulos.
En casi todas las obras literarias de algún valor suele aparecer algún personaje de éstos, y el
propio D. JUAN VALERA, pese a sus escepticismos, tiene a bien recurrir a ellos, por ejemplo, en la
figura mágica del padre Miguel de Zuberos, en su teosófica obra de Morsamor.
«Todo el argumento de Morsamor, de D. JUAN VALERA, no es otra cosa, en mi modesta opinión,
que los «fenómenos mágicos» producidos, ora por vulgares y reprensibles hipnotizadores, ora por
verdaderos y elevados adeptos —me dice D. CÉSAR CAMARGO, en una de sus notables cartas—.
Como sabe, el protagonista, fray Miguel de Zubero, es un hombre que, nacido en la época de los
grandes descubrimientos y conquistas de nuestras armas, ha llegado a los setenta y cinco años sin
haberse distinguido en nada, no obstante su gran ambición. Zuberos es sometido por el P. Ambrosio,
verdadero Adepto en relación con los grandes maestros de la india, a una especie de «maya
hipnótica», durante la que, sintiéndose remozado, cree llevar a cabo o realiza, quizá en lo astral, las
más sorprendentes aventuras, hasta que vuelve a verse de nuevo en el convento tan viejo y decrépito
como antes de la experiencia. Le confieso a usted que soy el mayor entusiasta de esa obra, que
considero superior al Zanoni de BULWER LYTTON, y aun al Fausto, de GOETHE Esto último no me
atrevo a decírselo más que a usted.
«Y ya que hemos hablado de Morsamor, vea usted ahí la nueva existencia de éste, en la que
recuerda perfectamente su vida anterior como tal «Miguel de Zuberos», y la plena conciencia que
tiene de su identidad, recordando a la vez todas sus aventuras que juzga soñadas, cuando la magia
del P. Ambrosio le restituye a su antiguo estado. En cambio, el Adán de El Diablo mundo, de
ESPRONCEDA, parece no tener relación alguna con aquel hombre ya caduco que se duerme pensando
en la muerte y en la inmortalidad. ¿Cabe hacer alguna distinción teosófica entre una y otra creación o
entre uno y otro caso, como diría un frenólogo…? Yo creo que sí, y, seguramente, para el modo de
ver de HARTSEN, la nueva existencia de «Adan» sería nula para el viejo en el segundo caso, mientras
que el primero seña un ejemplo típico de variedad consciente de existencia. Yo la distinción la
encuentro en otra cosa; en ESPRONCEDA, como buen poeta, todo es intuición, y por eso, de haber
terminado su Diablo mundo, éste hubiera sido, quizá, el poema más potente que crease el ingenio
humano, y Morsamor, en cambio, es una obra consciente y genuinamente teosófica, y creo que de la
más pura Teosofía, puesto que se funda en las enseñanzas de H. P. BLAVATSKY, a la que cita, en esta
ocasión; con profundo respeto, anunciando Sankaracharia, a quien presenta como el superior de todos
los Mahatmas que encuentra Morsamor en la India, la aparición de aquélla en la tierra: «una mujer
privilegiada, semitudesca, semimoscovita, que el cielo no suscitará en Europa hasta dentro de unos
tres siglos», que es la época justa, puesto que la acción de Morsamor ocurre en el primer tercio del
siglo XVI. Esto, aparte de que, después, en la página 300, la cita por su nombre. Es verdad que luego
VALERA se burló de la Teosofía y habló despectivamente de aquélla y de OLCOTT; pero creo que esto
fue antes de escribir Morsamor, pues que parece que Morsamor y Genio y figura fueron sus últimas
obras. Además, el gran novelista era un humorista con ribetes de escéptico, al estilo de CAMPOAMOR,
y más aún que éste; pero, sin duda, fue el mejor literato de su época. Es inimitable su prosa».
El Conde de Gabalis, o, mejor dicho, el abate VILLARS, hipócritamente escondido detrás de la
fraseología de aquél, comienza su revelación cabalística en el pasaje que comentamos, expresando la
falsa idea de que los verdaderos Sabios buscan los poderes taumatúrgicos de dominar a la
Naturaleza; hacerse obedecer por todas las entidades visibles e invisibles; hablar a Dios cara a cara
y demás declamaciones de la necromancia del medievo, a las que tan acostumbrados nos tienen los
émulos de ELIPHAS LEVY. No. Los tales poderes taumatúrgicos por encima de la ciencia ordinaria,
operados por los «magos» o «adeptos» de todos los tiempos, nunca fueron el objetivo fundamental de
la Gran Cábala o Tradición Universal de la primitiva Religión-Sabiduría de la Naturaleza, Religión,
al par que Ciencia, arteramente velada u ocultada tras las «revelaciones» o «dobles velos», tendidos
sobre ellas por las religiones positivas. Todos estos poderes llegan a su tiempo, sin ser por él
buscados, para el verdadero Ocultista, que sólo persigue la superación, la exaltación evolutiva de
sus dormidas facultades progresivas mediante la Virtud y el Conocimiento, o sea mediante el
gnoscete ipsum socrático. Y el Dios como «Maestro único», que dice Gabalis, no es tampoco ningún
Dios personal y antropomórfico, cual el de las religiones positivas, sino la encarnación de la
Divinidad Abstracta e Incognoscible, que late en el fondo sin fondo de cuanto vive y alienta: el
Logos platónico, el Dios Interior, el «Cristo en el Hombre» que diría SAN PABLO, o sea el Espíritu
informador del Cosmos, el gran Pan o Todo, que también late en el interior de nuestra conciencia
como efectivos «dioses caídos» que somos, y que, al fin, han de sacudir sus cadenas al modo del
místico Prometeo.
Esa Divinidad interior de cada hombre es la que le hace superior a todos, así que, por la
iniciación, es despertada en él; la misma que según el Corán y las Epístolas de SAN PABLO nos hace
superiores a los Ángeles más excelsos, y con mayor razón a los Demonios, entendiéndose por estos
últimos, no las absurdas criaturas precitas, de que nos hablan quienes acaso son efectivos y arteros
diablos, sino daimones griegos, «seres intermediarios entre la bondad angélica y la maldad human»,
como dice BLAVATSKY, y de los que nos ha dado EDMUNDO GONZÁLEZ BLANCO en su artículo «El
Demonio de Sócrates», estas hermosas enseñanzas:
«Todos habrán oído hablar seguramente de ese demonio de SÓCRATES, genio que le asistía de
continuo, que le aconsejaba, y cuya voz le retenía siempre que iba a hacer algo contrario a la rectitud.
PLUTARCO escribió un libro que intituló De Genio Socratis, y APULEYO le consagró también otro
trabajo rotulado De Deo Socratis, donde ventila qué género de numen era el que tenía consigo el
filósofo ateniense. Ambos autores mencionan la opinión de que por el demonio de SÓCRATES había
que entender su facultad adivinatoria, gracias a la cual ciertos presagios y hasta meros signos
naturales le permitían conjeturar el porvenir. Consuena con semejante opinión la de DIÓGENES
LAERCIO[1], para quien «el daimonion solía predecir a SÓCRATES las cosas futura». Pero lo que la
hace más probable es el testimonio mismo de SÓCRATES, en cuya opinión no hay cosa más real,
natural y necesaria que la adivinación. «Cuando no podemos prever lo que nos será útil en el
porvenir, ¿no vienen los dioses en nuestro auxilio, no revelan por la mántica a los que les consultan y
no les predicen el éxito feliz de los acontecimientos? Cuando hablan a los atenienses, y cuando por
prodigios manifiestan su voluntad a los griegos, ¿creeremos que no hacen lo mismo a todos los
hombres? … El alma tiene un poder profético. Una prueba suficiente de que Dios no ha dado la
adivinación al hombre sino para suplir la ausencia de la razón, es que ningún hombre sano de espíritu
la posee en toda su integridad más que en sueños o en los casos en que la inteligencia está en
suspenso o extraviada por la enfermedad o por el entusiasmo». Si a esto se añade que SÓCRATES
aconsejaba la adoración de los genios, como depone PLATÓN en el libro XI del De legibus, y que,
según este último y XENOFONTE, el demonio no se apartaba de su lado, le encaminaba a todo bien y le
preservaba de todo mal, quizá no parezca temeraria presunción la que identifique tal demonio con
uno de los genios que MENANDRO llamaba ayos secretos de la vida (mniagwgoi/ iou Biou). HESIODO
nos dice lo que eran estos demonios de los griegos: principios inteligentes que gobiernan el mundo y
distribuyen los bienes en el universo. La revelación interior de uno de esos demonios venía a ser en
SÓCRATES una esperanza de adivinación semejante a la sacada de los sacrificios, del vuelo de las
aves, etc., y que, como toda adivinación, versa únicamente sobre las cosas que el hombre no puede
llegar a conocer por su propia reflexión, pues ya hemos visto que el filósofo ateniense declara que es
verdaderamente insensato creer que pueda el hombre pasarse sin la adivinación y conseguirlo todo
con la ayuda de sólo su entendimiento[1]. SÓCRATES, en el Timeo y en el Symposio, admite la
existencia de seres intermedios entre Dios y el hombre, que ejercen un ministerio análogo al de los
ángeles en la teología cristiana. Era lógico, por ende, que supusiera en aquella voz tan clara e
infalible, que le aconsejaba en los menores detalles de la vida, una advertencia de alguno de esos
principios inteligentes de la naturaleza[2]. Se ha discutido mucho, sin embargo, sobre la índole del
demonio familiar que SÓCRATES invoca tantas veces. XENOFONTE emplea la palabra daimo\nion
substantivamente, como equivalente de to\ qei\on qeo\v, mientras que PLATÓN, por lo contrario, hace
de ella un adjetivo, cuando la explica por daimo\nion thmei\on. CICERÓN[3], que traduce la palabra
daimo\nion, no por genius, sino por divinum quoddam, no anda lejos de pensar que el demonio de
SÓCRATES era el alma del mundo desparramada por doquier y entronizada por privilegio especial en
el interior del filósofo ateniense. Los apologistas cristianos echaban a cosa de magia diabólica el
genio de SÓCRATES: así SAN CIPRIANO, en el De idolarum vanitate; MINUCIO FÉLIX, en el Octavius;
LAETANCIO, en el De divina institutione; CLEMENTE ALEJANDRINO, en las Stromata; TERTULIANO, en
el Apologeticum; SAN AGUSTÍN, en el De civitate Dei. Ya, antes del Cristianismo, hubo gran riña
entre los comentadores tocante a la cuestión de saber si el genio protector de SÓCRATES era un genio
bueno o malo[1]. Pero, después del Cristianismo, aquel ente divino pasó a ser, con el cambio de
religión, un ente maléfico, a causa del odio o de la aversión que inspiraba todo lo pagano.
»Primero, sin embargo, que una interpretación tan descabellada sería preferible la de gran
número de escritores más antiguos, para quienes el genio de SÓCRATES designaba simplemente su
propia razón[2]. Bajo el Renacimiento, MARSILIO FICINO[3] admitía en SÓCRATES una particular
disposición física, propia de los temperamentos melaneólieos, para recibir revelaciones demoníacas.
En 1756 nuestro VILLANUEVA CHAVARRÍA[4] declaró no ser el demonio de SÓCRATES «otra cosa que
aquella puntualidad y fuerza de su juicio, que, por regias de prudencia y ayudado de una larga
experiencia y de serias reflexiones, le hacía prevenir lo que había de suceder en las cosas que se le
consultaba, o debía determinar por si propio». Según HEGEL[5], «el genio de SÓCRATES no es
SÓCRATES mismo, sino un oráculo, pero al mismo tiempo es un oráculo que nada tiene de exterior, y
que es completamente subjetivo: es su oráculo, el cual se presenta en forma de un conocimiento
aliado a una cierta inconsciencia». En otra, HEGEL[6] ve en el demonio de SÓCRATES el indicio de un
hecho notable, conviene a saber: que los motivos de acción que el sistema de los oráculos de Grecia
hacía depender de fenómenos puramente exteriores se encuentran en adelante en el propio fuero
interno. SCHLEIRMACHER[7] afirma que, en el espíritu de SÓCRATES, el demonio no era en modo alguno
un genio, una personalidad particular y distinta, sino solamente, y sin más precisión, una voz
demónica, una manifestación divina. AST[8], sin perjuicio de pretender que el daimo\nion de la
Apología de PLATÓN, debe tomarse substantivamente en el sentido de divinidad, no entiende, sin
embargo, por él un genio, y sí únicamente, de una manera general, el qei\on. FRAGUIER[1] expone la
opinión de que SÓCRATES designaba por su demonio su propia perspicacia y el poder de síntesis que
le hacia capaz de formular sobre el porvenir exactas conjeturas. BARTHÉLEMY[2] considera el tal
demonio como Un resultado de la ironía socrática, y sía duda que el filósofo ateniense se produjera
de buena fe cuando de él hablaba y a él se refería. Pero los testimonios de XENOFONTE y de PLATÓN
son irreprochables; tienen todos los requisitos necesarios de verdad, y los fenómenos observados en
SÓCRATES y consignados por sus dos discípulos, no los niega nadie; los pareceres se dividen en la
interpretación únicamente. ¿Era un genio propio, que tuviese una existencia personal independiente?
Así lo creyeron TIEDEMANN[3], MEINERS[4], BUHLE[5], VRUG[6] y otros. LASAUEX[7] reconoce una
verdadera revelación divina y hasta un genio real. VOLQUARDSEN[8] concede que «SÓCRATES recibía
realmente las advertencias de una voz celeste». En cambio, PLESSING[9] considera el caso como una
invención hecha con deliberado propósito, y afirma que SÓCRATES, queriendo promover una
revolución de carácter político, corrompió el oráculo de Delfos, llegó a decir que un dios le había
enviado al mundo para obsequio de los atenienses, y se vanaglorió de estar en relación con un
espíritu superior: LOUDUN[10], sin ir tan lejos, cree asimismo que todo cuanto nos han dicho los
discípulos de SÓCRATES del genio que a éste asistía, se puede mirar de parte de ellos como una vil
lisonja, y de parte de él como una solemne patraña, hija de su desapoderada soberbia, puesto que
ningún escrito dejó. Por su parte, SCHANZ[1], relacionando el demonio de SÓCRATES con el oráculo de
Delfos, que le proclamó el más sabio de todos los mortales (andrw/n a/pa/niwn Swkra\ihv
oorw/iaiov), a causa de que conocía su propia ignorancia, reduce a ficciones visión y oráculo, y los
refiere a los procedimientos de PLATÓN de dotar, con una sanción divina, los dos caracteres
principales de su maestro: el cuestionador inspirado y el inspirado narrador.
»Hagamos constar, contrá proposiciones tan injuriosas para el filósofo ateniense, merecedor de
toda confianza por la elevación de su carácter, que la razón de que SÓCRATES no se ocupase de
cúeslionés políticas fue precisamente la oposición de su demonio. Y aunque es muy cierto que éste
solamente influyó sobre SÓCRATES en su abstención de los asuntos públicos, y no en su aplicación a
la filosofía, también lo es que el signo demónico mantuvo a SÓCRATES en su vocación filosófica,
oponiéndose a sus proyectos cada vez que quiso entregarse a cualquiera otra ocupación, en especial
a la política. En todos los casos el demonio aparece como una voz interior que desvía al filósofo
ateniense de una acción particular. Por ello STAPFER[2], BRANDIS[3], BREITENBACH[4] y RÖTSCHER[5],
han identifificado la voz del demonio con la voz de la conciencia. RIBBING[6] defiende también este
punto de vista; pero observa, al mismo tiempo, que el demonio se manifiesta solamente como
conscientia antecedens et concomitans, no como conscientia subsequens, y que la «idea de la
conciencia no contiene la noción íntegra de la misión del demonio; porque aparece, sobre todo,
«como un tacto moral y práctico, que se aplica a las cuestiones personales y a las acciones
particulares». HERMANN[7] habla también del demonio de SÓCRATES como de «la voz interior del
tacto individual», idea incompatible con el hecho de que el filósofo ateniense experimentaba a
menudo un sentimiento inexplicable para él mismo, que no reposaba sobre una reflexión consciente, y
en el cual veía un indicio divino que le impedía expresar un pensamiento o realizar un proyecto[1].
Pero esta voz, según PLATÓN[2], no hacía nunca más que retenerle, y jamás le llevaba a la acción,
constituyendo una manera negativa e indirecta de indicar lo que debe hacerse y aprobar lo que no se
prohíbe. Aunque se dejaba oír en las ocasiones más insignificantes, no se dejó oír una sola vez, en
concepto de adivinación, en los casos en que la propia reflexión era capaz de instruir al filósofo
ateniense, sino en aquellos otros en que no había llegado a una conciencia clara de las razones en que
reposaban sus sentimientos y actos. La ciencia califica de alucinado a todo aquel en quien se
manifiestan fenómenos de esta clase, y el Dr. LÉLUT, miembro de la Academia Francesa de Medicina,
en una obra publicada en 1836[3] no vaciló en presentar al mejor modelo de cordura que hubo en el
mundo, al que el oráculo de Delfos declaró el más sabio de todos los mortales, como un caso de
demencia e hipocondría. Socrate était un fou, sentenció cínicamente el galeno francés; pero
¿pretendía saber mejor que SÓCRATES lo que pasaba en lo íntimo de éste? LÉLUT invoca, como una
prueba de la creencia de SÓCRATES en un genio, el qeo/v del que hacía derivar su misión. El principal
argumento en que se apoya es que, no solamente SÓCRATES creía en la realidad y en la personalidad
de su demonio, sino que, en frecuentes alucinaciones, había creído oír su voz de una manera positiva
y sensible. A lo que replica ZELLER[4]: «La demostración histórica de semejante aserto, para los que
saben interpretar a Platón como es debido y distinguir lo auténtico de lo apócrifo, no necesita, en
verdad, ser refutada». «Pero esta oposición no puede servir a la conjetura sobre qué seria el demonio
de SÓCRATES, porque el mismo ZELLER supone que era la luz de la conciencia, singularmente
favorecida y aclarada por la meditación y por una especie de exaltación mística. Tal aparenta creer
hoy el mayor número, por lo mismo que, a estas alturas, tanta vaguedad o falta de precisión se
armoniza con el espíritu moderno; pero ello nada explica, y contradice el testimonio explícito, claro,
terminante de SÓCRATES. Habla positivamente del asunto SÁNCHEZ CALVO[1], cuando dice: «SÓCRATES
afirma y cree en un genio protector, en un demonio, o séase en un sér divino, cuya voz escucha y
obedece. ¿Queréis ese lenguaje más claro? ¿Es que una voz adivinadora que se hace oír en el
sensorio humano no cabe dentro de ciertas teorías? Pues bien, tanto peor para ellas si los hechos
prueban que realmente es así». Es notable, considerando lo usual en la vida griega de entonces, que
SÓCRATES se exprese en los siguientes términos: «Este demonio se ha pegado a mi desde mi infancia:
es una voz que no se hace escuchar sino cuando quiere separarme de lo que he resuelto hacer, porque
jamás me excita a emprender nada».
»Acusado de no crecer en los dioses del Estado (no lo entendió así SAN AGUSTÍN cuando afirmó
que Socrates cum populo simulacra venerabatur)[2], cambia los términos de la acusación, y prueba
que cree en los dioses, puesto que cree en los demonios, hijos de los dioses. ¿No había enseñado
públicamente que los dioses todo lo ven, aun los pensamientos más íntimos, y que creía en los
demonios o principios inteligentes porque los sentía y los oía, porque le inspiraban y le decían lo que
debía hacer? En los diálogos que XENOFONTE relata, tenidos con EUTIDEMO y ARISTODEMO, ¿no había
hablado largo de los dioses, recomendando el agradecimiento a sus beneficios, afirmando que lo
conocían todo, encargando que se les diese toda la adoración que fuese posible?
»Era ésta una creencia positiva en SÓCRATES. Un sér divino acostumbraba a «hablarle»,
advirtiéndole en ocasiones que estaba a punto de obrar inconvenientemente. Cuando oía la voz de su
demonio, la oía con toda claridad, exacta en los detalles, sin duda alguna, y por nada del inundo
dejaba de obedecerla, porque estaba convencido, por la experiencia, del carácter de infalibilidad
que tenían sus órdenes. Al ir a la muerte, la voz se calló, y SÓCRATES fue a la muerte con seguridad.
»En XENOFONTE[3], SÓCRATES comienza por declarar que el demonio le ha prohibido pensar en
preparar su defensa, y luego determina las razones por las que el dios ha podido considerar una
muerte inocente preferible para él a una vida más larga. En PLATÓN[1], concluye, del silencio del
demonio, durante su defensa, que la condena que iba a imponérsele era un bien para él.
»La voz divina de mi demonio familiar, que me hacía advertencias tantas veces, y que en las
menores ocasiones no dejaba de separarme nunca de todo lo malo, hoy, que me sucede lo que veis, y
lo que casi todos los hombres tienen como el mayor de los males, no me ha dicho nada, ni esta
mañana cuando salí de casa, ni cuando he venido al tribunal, ni cuando he comenzado a hablaros. Sin
embargo, me ha sucedido muchas veces que me ha interrumpido en medio de mis discursos, y hoy a
nada se ha opuesto, haya dicho o hecho lo que quisiera. ¿Qué puede significar esto? Voy a decíroslo:
es que hay señales de que lo que me sucede es un gran bien, y nos engañamos todos, sin duda, si
creemos que la muerte es un mal. Una prueba de ello es que, si yo no hubiese de realizar hoy algún
bien, el dios no hubiese dejado de advertírmelo, como acostumbra».
»Gravememente arguye SÁNCHEZ CALVO[2], tratando de aquel filósofo, tenido en tanta veneración,
que «no cabe achacar a una conciencia, por ilustrada que quiera suponérsela, no sólo semejante
despego de la vida, sino tal oportunidad, y la infalibilidad adivinatoria de las advertencias». Es éste
precisamente el más importante carácter de lo maravilloso en el presente caso: la exacta
conformidad entre la predicción revelada por la voz y el posterior suceso. Es lo que se nota en los
episodios de CARMIDES y de TIMAREO, en el Teages[3], en los casos de CARILO y de CRITÓN, lo
mismo que en los referidos por PLUTARCO también. La alucinación acusa siempre un estado enfermo
de los nervios correspondientes a algunos de los sentidos, estado que transmite errores a la
inteligencia.
»A SÓCRATES, sin embargo, no le comunica más que buenos consejos y verdades futuras.
Expuesto desde la niñez a esta clase de error, no le debió jamás sino tiernos cuidados y finas
atenciones. ¿Qué es esto? La adivinación viene cuando debe venir, y la vibración cerebral tiene lugar
en el momento critico, y deja oír palabras de consuelo: la enfermedad nerviosa es por cierto
oportuna. ¿Quién no quisiera ser alucinado como SÓCRATES?».
»En una época tan limitada y tan vulgar como la nuestra, quizá sean pocos los que sientan deseo
semejante; pero ¿dejará de ser verdad por ello que existe un universo invisible en perpetua
comunicación con el visible? Y, esto asentado, ¿habrá quien niegue la posibilidad, por lo menos del
transporte del temperamento de un alma a otra, de la acción de un espíritu divino sobre el espíritu
humano, acción y transporte realizados como se realiza el de un fluido sutil o de un extraño perfume?
¿Por ventura es ésta la primera vez que se compara la sustancia del alma con la del éter lumínico, o
con el líquido invisible e imponderable que surge al contacto de los metales heterogéneos, cuando se
intercala otro líquido?
»Pensar de otra manera, equivaldría a atenerse a esa psicología superficial, que consiste en
concebir el espíritu como una cosa simple y de esencia inmutable. Pero el espíritu (y con esta
afirmación concluyo) es un sér compuesto de mirladas de vidas y sensaciones, una existencia
compleja y multiforme que lleva en si infinidad de ideas cósmicas y divinas, y cuya misma voluntad
está movida por impulsos que transcienden de las relaciones ordinarias del espacio y del tiempo».
Hasta aquí el sabio filósofo español. Nos hemos extendido tanto en la copia, porque el asunto de
los «daimones» es muy complicado y se relaciona muy de cerca con «Los Pueblos de los
Elementos», de que nos habla Gabalis, siendo unos u otros un efectivo peligro para la evolución
espiritual del hombre, porque, como dice BLAVATSKY, «todo reflejo de poderes superiores en el
hombre tiene que ser temporal, y las más veces resulta dañoso a la postre, porque de seguir, nos
dejaría irresponsables y sin progreso», que es la lógica consecuencia de los consejos de magia negra
que el texto comentado nos va muy pronto a dar. ¿Qué aprendería el discípulo, si el maestro estudiase
por él o se lo diese todo resuelto. Toda tutela acaba siendo en daño del tutelado y en responsabilidad
durísima para el tutor.
Además, que el terrible dilema de la vida, el duelo a muerte que con los Poderes invisibles o
Potestades del Aire, que diría SAN PABLO en su Epístola a los Colosenses, es el de dominar o el de
ser dominado por aquellos Daimones. Ésta es la diferencia esencial entre el Adepto de la Magia, que
llega a dominarlos, y el Médium espiritista, y, en general, todos los emocionalistas pasivos, que son
dominados, como meros juguetes, por aquéllos. Por eso enseña de uno y otro nuestra Maestra:
El adepto puede estimular en animales y plantas la acción de las fuerzas biológicas, hasta más
allá de los limites que, ordinariamente, llamamos naturales, sin por ello contrariar a la Naturaleza,
sino favorecerla con la intensificación del principio vital,
El adepto es capaz de alterar la condicionalidad sensoria y emotiva del cuerpo astral de quien no
sea adepto; puede valerse, a su albedrío, de las entidades elementales o espíritus de la Naturaleza;
pero de ningún modo le cabe dominar al espíritu de hombre alguno, ni encarnado ni desencarnado,
porque todo espíritu es chispa divina, no sujeta a externas influencias.
Hay dos modalidades de clarividencia: psíquica y espiritual. La clarividencia de los modernos
sujetos hipnotizados difiere de las antiguas pitonisas, tan sólo en los medios de producir el estado
lúcido y de la mayor o menor agudeza de los sentidos astrales; pero ni unas ni otros llegan de mucho
a la perfecta y omnisciente clarividencia espiritual, sino que sólo pueden vislumbrar la verdad a
través del velo de la naturaleza física.
El principio mental, llamado favâtma por los yogis indos, es el medianero entre los elementos
espirituales y materiales del hombre, pues por una parte domina, y por otra está sujeta al cerebro
físico. La claridad y exactitud de las percepciones espirituales de la mente dependen, mientras está
ligada al cuerpo material, de su grado de relación con el principio superior, y cuando esta relación le
permite actuar independientemente de los principios inferiores y unida al superior, entonces percibe
la verdad, sin mezcla de error alguno. Éste es el estado que los indos llaman samâdhi, o sea, la más
elevada condición espiritual asequible para el hombre en la tierra.
Los vocablos sánscritos prânayâma, pratyâhâra y dhârânâ expresan otros tantos estados
psíquicos.
En el de dhârânâ queda el cuerpo físico completamente cataléptico, y es subjetiva y clarividente
la percepción del alma libre; pero como no deja de funcionar el principio senciente del cerebro
físico, las percepciones mentales estarán entremezcladas con las percepciones objetivas del
mecanismo cerebral, y por ello se le representarán la memoria y la fantasía, en vez de la visión
perfecta. Pero el adepto sabe cómo suspender el funcionalismo mecánico del cerebro, y así son sus
visiones claras, puras, verdaderas e inalterables. Al paso que el vidente, incapaz de anular las
vibraciones astrales, sólo percibe imágenes, más o menos incompletas, por medio del cerebro, el
clarividente sujeta a su voluntad todas sus potencias psíquicas y facultades físicas, y no puede tomar
las sombras por realidades, porque su percepción es directamente espiritual, sin que el Yo superior o
subjetivo esté eclipsado por el yo inferior u objetivo. Tal es la genuina clarividencia espiritual que,
según dice PLATÓN, eleva el alma más allá de los dioses menores, hasta identificarla con el simple,
puro, inmutable e inmaterial Nous. Tal es el estado que PLOTINO y APOLONIO llamaron de unión con
Dios, los antiguos yoguis Isvara y los modernos Samâdhi. Sin embargo, la clarividencia espiritual es
tan distinta de la videneia psíquica, como una estrella de una luciérnaga.
AMONIO SACAS, el TEODIDACTOS (enseñado por su Dios), dice que la memoria es la única
potencia que directamente se opone al don de profecía y previsión.
El médium no puede subyugar voluntariamente sus cuerpos mental y físico, sino que necesita para
ello la ajena intervención de una entidad desencarnada, de un hipnotizador terreno, o bien de algún
medio que, artificiosamente, le ponga en trance, mientras que a los adeptos y fakires les basta para
ello un breve rato de reconcentración y ensimismamiento.
Entre los medios artificiales de que se valían los antiguos para determinar el estado de trance,
citaremos las columnas de bronce del templo de Salomón; las campanillas y granadas de oro de
Aarón y sumos pontífices hebreos; las sonoras campanas que pendían alrededor de la estatua de
Júpiter Capitolino; las tazas de bronce que se empleaban en los Misterios durante el Kora, y las
copas de bronce, pendientes en circulo de un doble aro de 200 granadas, que servían de chapetas en
el hueco de las columnas. Las sacerdotisas, que en el Norte de la antigua Germanía actuaban bajo la
dirección de los hierofantes, sólo podían profetizar entre el tumulto de las olas del mar, o mirando de
hito en hito la rápida corriente de un río. Las sacerdotisas de Dodona se situaban, al mismo efecto,
bajo el roble de Zeus, y quedaban hipnotizadas al murmullo de las hojas del árbol o del arroyuelo
que regaba sus raíces.
Pero el adepto no necesita valerse de estos artificiosos medios, pues le basta con la simple
acción de su potencia volitiva. Según el Atharva-Veda, la actualización de la potencia volitiva es la
forma superior de la oración que entonces obtiene inmediata respuesta. Del grado de intensidad del
anhelo depende su realización, y ésta, a su vez, de la pureza interior.
Las entidades que se valen de la materia astral del cuerpo del médium o de las auras de los
circunstantes, son, por lo general, los elementarios o las entidades no purificadas todavía, porque los
espíritus puros no quieren ni pueden manifestarse objetivamente. ¡Desgraciado del médium que cae
en poder de las entidades astrales!
De la propia suerte que el médium en estado cataléptico proyecta espectralmente un brazo, una
mano o una cabeza, es posible que proyecte todo su vehículo astral y aparezca el espectro de cuerpo
entero. A veces esta proyección es efecto de la voluntad del Yo superior del médium, sin que de ello
tenga conciencia el yo inferior; pero, generalmente, la voluntad del médium queda paralizada por la
influencia de las entidades elementarias y elementales que se apoderan del cuerpo astral del médium
y lo proyectan por efecto de una acción análoga a la del hipnotizador respecto del su jeto.
Tiene razón FAIRFIELD al afirmar que casi todos los médiums están aquejados de alguna
enfermedad orgánica o desequilibrio psíquico, y en algunos casos transmiten estas dolencias a sus
hijos. En cambio, se equivoca completamente al atribuir todos los fenómenos psíquicos a las
morbosas condiciones fisiológicas del médium, pues los adeptos de la magia superior gozan
constantemente de robusta salud mental y física, y precisamente sólo ellos son capaces de producir a
su libre voluntad fenómenos psíquicos. El adepto tiene perfecta conciencia de su actuación y no está
sujeto como los médiums a los cambios de temperatura de la sangre ni los síntomas morbosos ni
exige condiciones previamente establecidas, sino que opera los fenómenos en todo tiempo y lugar, y
en vez de sujetarse a influencias ajenas, rige y domina las fuerzas psíquicas con su férrea voluntad.
En el adepto actúan armónicamente cuerpo, alma y espíritu, al paso que en el médium el cuerpo
es una masa de materia cataléptica y el alma y el espíritu se ausentan casi siempre mientras dura
aquel estado para prestar sus vehículos inferiores a las entidades psíquicas. Los adeptos, no sólo
pueden proyectar espectralmente a voluntad una parte, sino todo su cuerpo astral.
En cambio, el médium no actualiza fuerza de voluntad alguna, pues basta para la producción del
fenómeno que antes de caer en trance sepa lo que de él esperan los investigadores. Cuando el Ego del
médium no esté entorpecido por influencias ajenas, actuará fuera de la conciencia física con tanta
seguridad como en los casos de sonambulismo, y sus percepciones objetivas y subjetivas serán de
agudeza igual a las del sonámbulo, porque cuanto más sutil es el vehículo en que actúa el Ego, tanto
más delicadas y agudas son sus percepciones.
Es fama que el órfico EPIMÉNIDES estuvo dotado de santas y maravillosas facultades, entre ellas
la de desprenderse de su cuerpo físico siempre y durante el tiempo que quería. Muchos otros
filósofos antiguos tuvieron la misma facultad. APOLONIO DE TYANA podía dejar conscientemente su
cuerpo físico en cualquier instante, y operaba fenómenos prodigiosos a la luz del día, como por
ejemplo, cuando en presencia del emperador Domiciano y de multitud de circunstantes se desvaneció
de repente, para aparecer, al cabo de una hora, en la gruta de PUTEOLI. Tampoco necesitó de nadie el
taumaturgo pitagórico EMPEDOCLES DE AGRIGENTO, para resucitar a una mujer, ni exigió condiciones
preestablecidas para desviar una tromba de agua que amenazaba caer sobre la ciudad. Estos teurgos
eran magos, y por esto podían obrar a voluntad semejantes prodigios a que no hubieran alcanzado si
tan sólo fuesen médiums.
De la propia suerte, no le era necesario a SIMÓN EL MAGO ponerse en trance para elevarse por
los aires en presencia de multitud de testigos, entre los que se hallaban los apóstoles. Como dice
PARACELSO:
«No requieren estas obras conjuros, ni ceremonias, ni formación de círculos, ni quemas de
incienso. Es tal la alteza del espíritu humano, que no acierta a expresarse con palabras. Si
comprendiéramos debidamente hasta dónde alcanza su poder, nada nos sería imposible en la tierra.
Inmutable y eterno es, como Dios, el espíritu del hombre. La imaginación se educa y robustece por la
confianza en nuestra voluntad. La confianza debe confirmar la imaginación, porque establece la
voluntad».
Este poder sobre los «daimones» o «elementales» constituye la Dhakshini-Vidhya oriental propia
del verdadero Adepto que antes ha hecho «el Gran Sacrificio» de su personalidad o Dhakshini-
Mukha. El gran filósofo SCHOPENHAUER jamás dudó de estas cosas en su Parerga y Paralipómenos y
relacionados íntimamente coa todas estas cosas, están los absurdos cuentos de CHRISTOPHER,
SCHEZER y KIRCHER (Oedipus Aegyptiacus), los Dragones, de PETRARCA, del cuadro de SIMÓN DE
SIENNE en Nuestra Señora de Avignon, y cuantos «dragones» míticos examinamos en nuestra obra El
simbolismo de las religiones del Mundo. Semejantes misterios son abiertos por la llave maestra de
la Iniciación; pero también pueden ser momentáneamente entreabiertos por la ganzúa de los
estupefacientes, tantos los de antiguo conocidos, como el peyolt, acerca del cual dice hoy una revista
médica:
«La planta que maravilla los ojos y encanta los oídos la ha descubierto un farmacéutico francés.
Es un pequeño cactus sin espinas, cuyas entrañas alcaloides provocan una vivísima excitación de la
imaginación subconsciente, exteriorizada por una especie de embriaguez visual, que produce algo
semejante al soñar despierto y transforma los sonidos en imágenes coloridas o iluminadas. Los
indios huichols, de Méjico, consideran el peyolt —que así sé llama esta planta— como cosa
sagrada; mastican la vulva durante las fiestas rituales y se procuran así un éxtasis maravilloso.
»No se trata de una fantasía; la planta, con todas sus sorprendentes propiedades, existe; el sabio
Dr. RUHIER ha extraído de ella la sustancia maravillosa solamente con fines científicos; el profesor
EMILE PERROT teme que venga a aumentar los estragos de la cocaína, la morfina y la feronia, y, a
demanda del primero, al abogado EDOUARD TERCINET pide al Tribunal de Comercio la prohibición
de industrializar y comerciar con el fruto de los estudios del Dr. RUHIER.
»No se sabe aún si los efectos de la planta son muy tóxicos y pudieran ser parecidos a los del
tabaco, aunque no beneficiosos para la salud. No siendo de la Tabacalera no matan de pronto.
»Si, por fortuna para la Humanidad, fuese el peyolt inofensivo o, por lo menos, poco tóxico, ¿qué
descubrimiento podría compararse con el de su magia? ¡Convertir los sonidos en imágenes brillantes,
ahora que caminamos por las calles aturdidos por las invencibles bocinas de los automóviles!
¡Trocar en coloridos museos las reconvenciones de los jefes, la voz de la suegra, el llanto nocturno
del bebé, la reclamación de una deuda, los discursos de Pradera y las felicitaciones de Pascua!
»Entre la poesía (la poesía antigua, no la desprovista de metro y cadencia), que convierte en
imágenes los sonidos, nuestra vida podrá deslizarse completamente feliz. Caminar en éxtasis,
rodeados de un silencio profundo, envueltos en oleadas de colores —como el nimbo de los santos y
el halo de los luceros que brillan en la noche sin luna—; llevar en las pupilas toda la gama del arco
iris y teñir con ella los estúpidos e insultantes bocinazos que nos acosan y persiguen; ver con los
matices de RUBENS o de TICIANO las palabras de las mujeres, y soñar, como soñaría MURILLO, en vez
de soportar el aguardentoso altavoz del vecino de al lado y el carraspeo antipático de la gramola del
de arriba.
»Muchos progresos debe el siglo a la química, y no nos dejarán mentir los caballeros maduros
sin una cana y las damas provectas de mejillas de rosas y labios de coral; pero como este del peyolt
ninguno: con sólo naturalizar los glaxones, el gramófono y la radio, ese farmacéutico ha conquistado
la inmortalidad.
»¡Poetas, escultores, pintores: dedicadle una estatua!».
Suena, en fin, en labios del buen Conde, una terrible revelación: «¡Hay que hacer una gran
Renunciación antes de recibir el don de Sabiduría; hay que renunciar al sexo, al reciproco e
indeclinable lazo que liga a una mitad del género humano con la otra mitad, y que es la
sacrosanta ley que nos ha traído a este mundo de miserias!». Sobre esta durísima renuncia por los
«Prudentes» o Sabios hermanos cabalistas del Conde, dice, por su parte, nuestra Maestra, en párrafo
antes citado y que ahora completamos: «Obras como la del Conde de Gabalis tienen que ser
analizadas esmeradamente, mostrando el verdadero carácter trascendente de sus veladas enseñanzas,
pues de lo contrario, se les haría servir como ariete para derribar a aquellas otras que no toman el
estilo humorístico para hablar de cosas misteriosas, sino sagradas del todo. Más verdades se dicen
en la tal sátira, llena de hechos eminentemente ocultistas y reales de lo que la mayoría de las gentes,
y especialmente los espiritistas, pueden figurarse. Se ha dicho que la Magia blanca salvadora difiere
muy poco de las necromantes prácticas de la Hechicería, excepto en los efectos, consistiendo todo en
si es buena o mala la intención. Muchas de las regias y condiciones preliminares para entrar en las
sociedades de Adeptos, ya de la Derecha ya de la Izquierda, son idénticas también en muchas cosas.
Por eso dice Gabalis al autor: «Los Sabios jamás os admitirán en su sociedad si no renunciáis antes a
una cosa que no puede permanecer en competencia con la Sabiduría: o sea, a tener relación carnal
con las mujeres». Esto es condición sine qua non para los ocultistas prácticos, ya sean rosacruces o
yoguis, pero también lo es para los dugpas y tadús del Bután; para los wodús y nagales de Nueva
Orleans y de Méjico, pero con la cláusula adicional para estos últimos de mantener relaciones
carnales con dijins perversos, elementales o demonios, llámense como se quiera, súcubos e incubos,
en prácticas de la más perfecta Magia Negra.
Esto nos lleva de la mano a lo que es objeto de la nota siguiente, o sea, al comercio carnal con
las entidades invisibles que en mala hora preconiza Gabalis, e hipócritamente cree el abate VILLARS,
tras el disfraz de sus pretendidas ironías de «espíritu fuerte».
CHARLA SEGUNDA
buen Conde quiso darme toda la noche para que pudiera consagrarla a la oración, y al día
E
L
siguiente, al amanecer, me comunicó por un volante que vendría a buscarme hacia las ocho de
la mañana, para, si bien me parecía, dar un paseo juntos. Esperé y llegó, en efecto. Después
de recíprocos cumplimientos, él me dijo:
— Vamos a cualquier sitio donde podamos estar completamente libres, sin que nadie interrumpa
nuestra conversación.
— En tal caso, a Ruel, que me parece sitio bastante agradable y solitario —le dije.
— Vamos allá, pues —respondió.
Montamos en carroza. Durante el camino fui observando a mi nuevo maestro. Jamás he visto en
persona alguna un aire tal de satisfacción como el que brotaba de todos sus modales. Parecía tener el
espíritu más tranquilo y más libre de lo que yo presumía debía tener un hechicero. Todo su aspecto
era el de un hombre a quien su conciencia nada negro podría reprocharle, y, por mi parte, sentía la
mayor impaciencia de verle entrar en materia, no alcanzando a comprender cómo un hombre que me
parecía tan sensato y perfecto en todo, tuviese el espíritu tan plagado de visiones, según ya el día
anterior había podido juzgar. El me habló, magistralmente, de política, y quedó encantado al oírme
que había yo leído a PLATÓN.
— Tendréis necesidad de todo eso algún día —me dijo—. Mucho más de lo que buenamente os
figuráis, y, si hoy logramos ponernos de acuerdo, no es imposible que algún día pongáis en práctica
las máximas de tan sublime sabio.
Llegamos a Ruel y nos encaminamos hacia su jardín, cuyas bellezas no se dignó siquiera admirar
el Conde, encaminándose en derechura hacia el laberinto y, viendo que nos encontrábamos tan solos
como podía desear, me dijo, levantando los ojos al cielo:
— Yo ruego a la eterna Sabiduría que me inspira, que me permita no ocultaros nada de sus
verdades inefables. Cuán feliz os podréis considerar, hijo mío, si Ella se digna despertar en vuestra
alma las disposiciones que estos altos misterios exigen en vos. Vais a aprender, en efecto, a dominar
a la Naturaleza entera. Dios sólo será vuestro Maestro, y únicamente los Sabios serán vuestros
iguales. Las Inteligencias supremas tendrán a gala obedeceros en vuestros menores deseos. Los
Demonios no se atreverán a presentarse allí donde vos estéis, y vuestra voz los hará temblar en las
simas del abismo. Todos los habitantes, en fin, del Mundo invisible, que moran en los cuatro
elementos naturales, se sentirán dichosos siendo los Ministros de vuestros caprichos. Yo os adoro,
¡oh, gran Dios!, viendo que habéis coronado al hombre con una tal gloria, estableciéndole como
Soberano de todas las obras de su Mano creadora. ¿Sentís despertar en vos, hijo mio —agregó,
volviéndose hacia mí—, esa ambición heroica que es la prenda segura de los Hijos de la Sabiduría?
¿Os atrevéis a desear ardientemente no servir sino a Dios sólo y de rechazar, sobre todo, aquello que
no es Dios? ¿Habéis alcanzado a comprender, por ventura, la cosa tan excelsa que es el Hombre?
¿No sentís ya el enojo de veros esclavo, pudiendo y debiendo ser el Señor…? Si, pues, sentís
despertar en vos tan nobles pensamientos, según no permite el dudarlo vuestro horóscopo,
reflexionad maduramente acerca de si tendréis el valor y la fuerza suficientes para renunciar por
siempre a cuantas cosas puedan constituir un obstáculo al logro de la elevación para la cual estáis
destinado de nacimiento.
El Conde, una vez dicho esto, se detuvo; miróme fijamente cual si esperase una respuesta, o, más
bien, cual si quisiera leer en mi corazón. Por mi parte, si ansioso esperaba el comienzo de su
discurso, mucho más ansiosamente desesperaba por sus últimas palabras. La palabra renunciar me
aterraba, pues empezaba a temer que fuese a proponerme renunciar al Bautismo o al Paraíso. Así, me
sentía perplejo, no sabiendo Cómo salir de semejante atolladero.
— ¿Renunciar, decís, señor? Pero ¿a qué cosa es a la que hay que renunciar previamente? —le
contesté al fin.
— Ciertamente que hay que hacer una gran renunciación. Es preciso de todo punto comenzar por
ello, cosa a la que no sé si os atreveréis, porque yo sé bien que la Sabiduría no mora en un cuerpo
sujeto al pecado, como no penetra tampoco en un alma dominada por la malicia o el error. Los
sabios, entendedlo bien, jamás os admitirán en su excelsa compañía, si no renunciáis de buenas a
primeras a una cosa que es absolutamente incompatible con la Sabiduría. Es necesario —agregó,
bajando la voz y hablándome al oído—, es de todo punto preciso renunciar a todo comercio carnal
con las mujeres…
Ante tan peregrina proposición, solté la carcajada.
— Os habéis preocupado, señor —exclamé—, por bien poca cosa. Yo esperaba de vos más bien
que me propusieseis alguna otra inaudita renunciación. Pero, puesto que es sólo a las mujeres a las
que hay que renunciar, la cosa ya está hecha muy de tiempo ha. Soy suficientemente casto, a Dios
gracias. Sin embargo, señor, como SALOMÓN fue bastante más sabio de lo que nunca yo pudiera soñar
con ser, a pesar de lo cual su sabiduría no le impidió dejarse corromper por las mujeres, dignaos
decirme, si os place, qué expediente o procedimiento empleáis vosotros, los Prudentes, para
prescindir del sexo opuesto, y qué inconveniente puede haber para que en el Paraíso de los Filósofos
tenga una Eva cada Adán.
— Me exigís harto grandes cosas —replicó, como consultando consigo mismo la respuesta—, y
pues que vos os desprendéis de la mujer sin esfuerzo, os diré una de tas razones que han obligado a
los Sabios para exigir tamaña condición a sus Discípulos, y conoceréis, por consecuencia, en qué
supina ignorancia viven todos cuantos no son de nuestro número [5].
[5] Henos llegados en esta nota al punto fundamental, al momento crítico de la obra de VILLARS,
y también de nuestra conformidad como teósofos con algunos puntos de ella, y nuestra completa
disconformidad y oposición con ella, en otros.
El estado de esclavitud sexual en que el hombre, como la mujer, se encuentran durante su vida en
la Tierra, es cosa que no puede menos de maravillar al filósofo. Sacudir semejante esclavitud, por
otra parte bendita, pues que al sexo debemos la salud y la vida, es, seguramente, el problema de los
problemas, y por desentenderse de ello o entenderlo mal los legisladores, se producen los infinitos
males que gravitan sobre el mundo, guerras quizá, inclusive.
El trilema del sexo es claro: al sexo, o se le obedece, o se le trasciende, o se le pervierte, según
hemos dicho en nuestra obra La Dama del Ensueño; pero casi todos los que pretenden trascender su
imperativo categórico, en lugar de trascenderle, suelen pervertirle. En este último caso se encuentran
cuantos, tomando al pie de la letra el simbolismo de la llamada «clave sexual del Misterio», le
aceptan en su muerto sentido de «unión sexual mágica» con entidades «astrales» o de los Elementos,
como pretende y cree VILLARS, aunque poniéndolo hipócritamente en labios del buen Conde de
Gabalis.
Venimos a este mundo por causa del sexo, y nuestra titánica Prueba en aquél gira toda en torno de
éste. Si seguimos la vía fisiológica trazada por la Naturaleza e interpretada mejor que por legislación
alguna por la aria primitiva del Código del Manú, del amor pasamos al matrimonio, y de éste a los
hijos y a todos los cuidados y luchas del Drama de la Vida, que el vulgo encierra en la poética frase
de «criar los hijos». Si seguimos en ello, en cambio, la vía patológica, o hemos de buscar «la dulce y
amarga fruta del cercado ajeno», con grandísimos peligros morales y sociales, o dar triste óbolo a la
lacra social de la prostitución, que luego, hipócritamente, queremos con el «abolicionismo»
combatir, o constituir «hogares anormales», que son mera falsificación de los legítimos, que la ley
ampara en honor a los consortes y a sus frutos, o vivir al día en medio de aquel «mariposaje» de que
hablan los sansimonianos, o, sin contar, quizá, bien con nuestras fuerzas, nos lanzamos a la grave
aventura de los acaso incumplibles ascetismos, ora el de los «celibatos oficiales», sobre los que
tanto había que decir, ora el de un celibato cual el que se dice es exigido como condición
indispensable de da «superación» que aquellas magias, negra y blanca, procuran.
Harto más racional y sabia, según Natura, es la doctrina brahmánica, que sólo considera
completo al hombre trino, constituido por sí, por su mujer y por su hijo, y que exige, como condición
precisa para no considerarnos fracasados en esta existencia terrestre, el haber plantado un árbol
(símbolo de la producción que hemos de dar a la sociedad); engendrado un hijo (símbolo de la
reproducción con la que hemos de contribuir también a la social continuidad de la especie sobre la
Tierra), y escribir un libro (es decir, tener y luchar por defender una doctrina trascendente, por
encima de la vulgaridad animal de nuestros terrestres vivires). La renuncia, pues, que plantea como
algo indispensable el Conde de Gabalis antes de continuar en sus revelaciones, no es sino la
supresión de ese nudo de la vida humana, constituido por el sexo en nuestras edades centrales,
anticipando anormalmente la edad senil en que un hombre virtuoso, por fuerza ha de verse libre ya de
la cadena del sexo, para poder preparar filosóficamente «su tránsito», con aquel ascetismo moral y
físico que la retirada del brahmán al bosque después de cumplidos aquellos deberes sociales o
físicos, supone. ¿Qué prisa hay por anticipar unos años la recogida de un fruto de ascetismo que
habremos de saborear en edad avanzada, si a ella llegamos como premio a nuestras virtudes?
Pero no el fruto de la aberración psíquica, el verdadero «placer solitario» que entraña el
«comercio» con los habitantes de los Elementos que preconiza Gabalis, como pronto veremos.
Vayan por delante, pues, estos nuestros aforismos sobre el sexo, que diéramos en otro trabajo:
I. —La primera concepción trascendente que podemos adquirir del Cosmos como un todo
orgánico, se cifra en el problema filosófico del Sexo. Todo en el Universo es luminoso o tenebroso,
activo o pasivo, es decir, «masculino» y «femenino», y de aquí estos dos sendos géneros de los seres
y cosas en todas las lenguas sabias. Las tinieblas de la duz sexual» o luz astral que PARACELSO diría,
son el género neutro.
II. —La simbólica «Caída de los Ángeles» de las teogonías, fue la caída de la Humanidad en el
sexo. Primitivamente, los hombres eran asexuados, según las viejas Teogonías, como asexuadas son
las plantas llamadas criptógamas, y bisexuados o andróginos como los dioses y la mayoría de las
plantas luego. Llegaron entonces los hombres, dice PLATÓN, en el Banquete, a tal grado de saber y
poderío, que los dioses, envidiosos, los dividieron en sexos, cuyas recíprocas mitades se buscan
siempre, sin unificarse nunca. Desde entonces, la Naturaleza parece burlarse de nosotros, impía, pues
que de la unión de los sexos opuestos no nace la identificación o mixtificación anhelada, sino el
Ternario, el hijo, con arreglo a la picaresca poesía de VICTOR HUGO, que en el lied de Rosamunda,
instrumentado por RENÉ CHANSAREL, canta:
Natural es, pues, si el sexo es caída, que la superación filosófica, después de obedecido, sea la
liberación, aunque no en el sentido necromante que apunta Gabalis.
III. —Pero en esta misma caída en el sexo, que es nuestra crucifixión en la vida, se cifra también
nuestra redención y glorificación futura al abandonar nuestra «pecadora» carne con la muerte, por
aquello de que el punto de la rueda que más bajo cae, es Juego el que más alto se levanta cuando, al
marchar, describe su epicicloide evolutiva. Tal vez por ello dijo Jesús que en el Reino del Padre, los
últimos serán los primeros, y que allí no viviríamos como tales hombres o mujeres, sino como
Ángeles del Cielo, o sea por encima del sexo, y SAN PABLO añadió que estos mismos seres humanos,
hoy así caídos, llegarían a ser los jueces y señores hasta de los ángeles del cielo, al tenor de aquel
«imperio universal de los Sabios sobre todas las cosas y seres de la Naturaleza» a que alude
Gabalis.
IV. — No conocemos hoy los vulgares o no iniciados medios legítimos de escapar al sexo, dentro
de la Humanidad. Los que le obedecen fisiológicamente, sin impurificarle poniendo al servicie del
sexo animal los divinos dones de la imaginación creadora, son los hombres propiamente dichos. Los
que, mediante leyes de buena magia —no los execrables y hechiceriles medios propuestos en El
Conde de Gabalis—, leyes hoy desconocidas, o conocidas por muy pocos, lograron trascenderle
victoriosos, son los superhombres, héroes, jinas o «conquistadores» de las viejas teogonías, y ex
hombres o infrarracionales, cuantos le pervierten o prostituyen. Proverbial es, por eso, la maldad del
eunuco; del que tiene hipertrofiada la glándula del timo como los criminales natos, y, en general,
todos los de sexo aberrado de los que extensamente se ocupa hoy la ciencia de las secreciones
internas o endocrinas[1].
V. —¿Magia buena en el sexo? Ello equivaldría a pretender conservar, por un lado, todos los
rasgos de animalidad que el sexo entraña; por otro, todas nuestras humanas gallardías simbolizadas
en el divino mito de Prometeo, y querer, además, alzarnos hasta los mismos dioses. Cabe, si, en la
ley de la Evolución, aquel dualismo humano-animal, causa de todas nuestras torturas de caídos: el
dualismo cruel de la animalidad, que vamos abandonando, y la verdadera o pura Humanidad que al
par vamos conquistando poco a poco. ¿Cómo intentar el agregar a semejante dualismo una tercera
evolución superhumana sin que el primitivo animal, la Bestia Ladradora de la leyenda del Baladro,
de Merlín, haya muerto previamente en nosotros? Pretenderlo, como se pretende por las «ciencias
secretas» y las uniones «sabias» con los entes de los Elementos, del Conde de Gabalis, es querer
abrir la celeste Puerta del Misterio con traidora ganzúa. Tales «ciencias» son por ello, hemos dicho
en otro lugar, la moneda falsa del verdadero Ocultismo asexual y redentor, o sea de esa Ciencia de
ciencias trascendidas, cifrada, ante todo, en nuestro más sublime perfeccionamiento moral sexual,
Ciencia que así ha de matar en nosotros a aquella simbólica Bestia, antes de que el superhombre, el
«Niño-Dios», nazca en el pesebre de nuestra animal miseria.
VI. —El elemento propulsor de nuestros dichos tres estados evolutivos, es la imaginación
creadora. Ella, por necesidad orgánica, nos inicia fisiológicamente en el anhelo sexual mediante
hermosísimos ensueños premonitorios; ella, cuando es debilitada y corrompida por malos ejemplos,
pésimas lecturas eróticas y otras múltiples patologías psíquicas, precipita a muchos hacia las más
horribles aberraciones sexuales, entre éstas a da de la inmortalización de sílfides, ninfas,
salamandras o gnómidas» preconizadas viciosamente por el Conde de Gabalis. Trascendida, en fin, y
vigorizada por una creciente fuerza de voluntad, aquella Imaginación creadora es la clave de la
verdadera Magia, de esa Ciencia de la Virtud y esa Virtud de la Ciencia, que, al tenor del dicho de
PITÁGORAS, PLATÓN y JESÚS, acaba por hacer de nuevo al hombre un verdadero dios, como los de tas
Teogonías. Por eso la radical latina de virtus, virtud, viene del vir, varón, y del vis, fuerza, ya que, en
efecto, no se conoce fuerza mayor que la de ella sobre la Tierra.
VII. —El amor físico entre los sexos, refleja al místico Amor ideal y sin Sexo, como refleja el
lago a las estrellas del cielo; bien, cuando las ondas del tal lago no están agitadas por el tempestuoso
oleaje de las pasiones, sino gozando de una serena tranquilidad fisiológica; mal, cuando esa antes
tersa superficie se ve alterada bajo los impetuosos vientos pasionales que una aberrada imaginación
provoca. Por eso estudiar la imaginación equivale a estudiar la raíz humana del sexo y de sus
aberraciones. Por eso, también, se ha dicho, con gran acierto, que los artistas y los libertinos
desnudan con la mirada, y por eso, en fin, en el animal, desprovisto casi de imaginación, sólo siente
el celo amoroso cuando la misma Imaginación de la Naturaleza, la eterna Hada-Primavera, le
impulsa a ello. En el hombre, pues, imaginación creadora y sexo son esencialmente antitéticos, los
dos polos de la alta sexualidad y de la baja sexualidad, y por eso sus anhelos de espiritualidad y sus
pasiones sexuales riñen, a lo largo de la vida, la terrible lucha que intuyó ESPRONCEDA cuando dijo:
Cuando estéis ya incorporado a las filas de los Hijos de los Filósofos y vuestros ojos se hayan
fortalecido con el uso de la santísima Medicina o Elixir de Vida, descubriréis desde el primer
instante que los elementos de la Naturaleza están habitados todos por criaturas muy perfectas y cuyo
conocimiento y comercio con ellas ha sido, desgraciadamente, impedido por el pecado de Adán a
esta su desdichadísima posteridad. El inmenso espacio que media entre la Tierra y los Cielos, tiene
habitantes harto más nobles que las aves y los moscardones; esos tan vastos mares, cuentan con
moradores bien superiores a las ballenas o los delfines; las profundidades de la Tierra, no están
creadas para los topos solamente, y el elemento del fuego, más noble que los otros tres, no ha sido
hecho para permanecer inútil y vacío.
El aire está poblado de una innumerable multitud de gentes de figura humana, un poco terribles en
apariencia; pero docilísimos, grandes aficionados a las ciencias, sutiles, solícitos en extremo para
con los Sabios y enemigos de los ignorantes cuanto de los fanfarrones. Sus esposas y sus hijas son de
una belleza extremada, tal y como se pinta a las amazonas.
— ¿Cómo, señor? —exclamé—. ¿Es que quiere convencerme de que esos trasgos y duendes del
más allá están casados?
— No os escandalicéis, hijo mio, por tan poca cosa. Creedme. Todo cuanto os digo es
positivamente verdadero. Ello constituye la base de la antigua Cábala, y vos lo comprobaréis bien
pronto con vuestros propios ojos. Pero recibid con docilidad de espíritu la luz que Dios os envía por
mi mediación. Olvidad cuanto podáis haber oído hasta aquí sobre estas materias en las escuelas de
los ignorantes hacia los cuales sentiréis un día el mayor desdén, cuando os hayáis convencido por
propia experiencia y os veáis obligado a reconocer que estabais llenos de prejuicios sobre tan
sublimes asuntos.
Escuchad, pues, hasta el fin, y sabed que los mares y los ríos están habitados, lo mismo que la
atmósfera. Los antiguos Sabios han denominado Ondinas o Ninfas a esta especie de pueblos. Ellos
engendran pocos varones, pero las hembras son muy numerosas entre ellos, y su belleza es tan
excelsa, que las hijas más hermosas de los hombres resultan feas a su lado.
La tierra está llena casi hasta su centro de Gnomos, gentes de pequeña estatura, fieles guardianes
de los tesoros, de las venas de metales preciosos y de la pedrería.
Ellos son ingeniosos, amigos del hombre y fáciles de manejar. Ellos suministran a los Hijos de la
Sabiduría cuanto dinero les es necesario, y no piden más premio por sus servicios que la gloria de
ser mandados por aquéllos. Las gnómidas, sus mujeres, son pequeñitas, pero harto agradables de ver,
y sus vestidos curiosísimos.
En cuanto a las Salamandras, habitantes inflamados de la región del fuego, son serviciales con
los Filósofos; pero ellos no buscan con excesivo interés su compañía, y sus hijas y esposas se dejan
ver muy raramente.
— Tienen para ello sobrada razón —interrumpí—, y yo les dispenso de que se me aparezcan.
— ¿Por qué? —preguntó el Conde.
— Porque, ¿qué sacaría, señor, de conversar con unas tan feas bestias como las Salamandras,
machos o hembras?
— Estáis equivocadísimo —replicó el Conde—. Esta es una falsa idea de pintores y escultores
ignorantes. Las Salamandras hembras son bellas, las más bellas de todas, pues que están formadas de
un elemento purísimo. De ello no os voy ahora a hablar ni a hacer sucinta relación de tal pueblo,
porque le habréis de contemplar vos mismo, muy a vuestro sabor. Veréis sus vestidos, viviendas y
costumbres; su policía y sus leyes admirables. Quedaréis encantado de la belleza de su espíritu, más
aún que de la de sus cuerpos. Pero al mismo tiempo no podréis menos de lamentaros al verlos,
cuando se os diga que todos ellos se sienten desdichadísimos, porque su alma es mortal, no inmortal
como la nuestra, y que carecen, por tanto, de la esperanza de gozar eternamente de la presencia del
Sér Supremo, a quien, sin embargo, conocen y adoran religiosamente. Ellos mismos os informarán de
que, estando compuestos por las porciones más puras del elemento que habitan, y ro teniendo en sus
cuerpos cualidades contrarias, pues que están hechos de solo Fuego, no mueren, sino al cabo de
muchos siglos. Pero ¿qué son los siglos mismos comparados con la eternidad? Al fin les es forzoso
retornar a la nada, de donde salieron, y semejante pensamiento les aflige tanto, que debemos hacer
todo lo posible por su consolación [6].
Nuestros padres, los Filósofos, hablando cara a cara con Dios, se llegaron hasta a quejar ante Él
de la desdicha de todos esos pueblos, y Dios, cuya misericordia no tiene límites, hubo de revelarlos
que no era imposible del todo hallar un remedio para semejante mal. Él les inspiró que, del mismo
modo que el hombre, por la alianza que la Humanidad tiene hecha con Dios, ha sido constituido en
participante de su Divinidad, las Sílfides, Gnomos, Ninfas y Salamandras de ambos sexos, por la
alianza que a su vez pueden contraer con el sér humano, les es dable hacerse también participantes de
su inmortalidad. Así, una Ninfa o una Sílfide se torna inmortal, cuando ella es lo bastante afortunada
para llegar a desposarse con uno de los Sabios, y un Gnomo o un Silfo, cesa de ser mortal desde el
momento mismo en que él se desposa con una de nuestras hijas.
De aquí nació el error de los primeros siglos cristianos: de Tertuliano, de JUSTINO MÁRTIR, de
LACTANCIO, CIPRIANO, CLEMENTE DE ALEJANDRÍA, ATENÁGORAS y demás escritores de aquel tiempo.
Ellos habían aprendido que estos semihombres elementarios habían buscado el comercio carnal con
las hijas de los hombres, e imagina ron, equivocadamente, por ello, que la Caída de los Ángeles no
había sobrevenido, sino por el amor de que ellos se habían dejado herir hacia las dichas mujeres.
Algunos Gnomos, por su parte, deseosos de tornarse inmortales, habían procurado granjearse las
buenas gracias de nuestras hijas, aportándolas a montones las pedrerías y demás tesoros de los que
ellos sor naturales guardianes. Aquellos equivocados autores han creído, apoyándose en el Libro de
Enoch, mal interpretado, que tal era la trampa que los enamorados Ángeles habían tendido a la
castidad de nuestras mujeres. En los primeros tiempos, dichos Hijos del Cielo engendraron los
Gigantes famosos, haciéndose amar por las hijas de los hombres; y los pésimos cabalistas JOSEFO y
FILÓN DE BIBLOS (quienes, como todos los judíos, son ignorantes), y antes de ellos, cuantos autores
he nombrado, han afirmado, asimismo, con ORÍGENES y MACROBIO, que los tales eran Ángeles, y no
han sabido que los tales eran meros Silfos y otros pueblos de los elementos, los cuales, bajo el
nombre de Hijos de Elohim, fueron diferenciados de los hijos de los hombres. Concordante con lo
que el sabio SAN AGUSTÍN tuvo la modestia de no resolver acerca de las persecuciones de que los
llamados Faunos o Sátiros hacían objeto a las africanas de su tiempo, queda aclarado, por cuanto
acabo de decir, el vivo deseo que todos los habitantes de los elementos tienen de aliarse sexualmente
con los humanos, como único me dio salvador de lograr la inmortalidad de que aquéllos carecen.
¡Ah! Nuestros Sabios están bien lejos de imputar al amor hacia las mujeres la caída de los
primeros Ángeles, no menos que de someter excesivamente a los hombres a la potestad del Demonio,
para atribuirle cuantas aventuras de Ninfas o de Sílfides llenan las páginas de los historiadores.
Jamás hubo nada de criminal ni de reprensible en todo esto. Se trataba de Sílfides que así procuraban
proporcionarse la inmortalidad. Sus inocentes esfuerzos y labor, lejos de escandalizarnos a los
Filósofos, nos han parecido tan justos, que hemos resuelto todos, de común acuerdo, renunciar por
completo a las mujeres, para no consagrarnos más que a inmortalizar a las Ninfas y a las Sílfides [7].
[7] En los párrafos del texto a que se refiere esta nota, se desliza pérfidamente la más inmoral y
más necromante de las teorías, haciendo execrable en este punto, pese a su elegante literatura, el
siempre peligroso libro del abate VILLARS.
Contra lo que el texto apunta, los Padres de la Iglesia tienen en esto razón: el pueblo elegido, o
sea los hombres puros de las primeras edades, llamados por antonomasia en la Biblia «los Hijos de
Dios» y los «castos Kumaras» en los Vedas, cayeron, al fin, prenda dos de «las Hijas de los
Hombres» o razas humanas de inferior o casi nula mentalidad y espiritualidad, engendrando
«gigantes», cuyas fuerzas físicas eran el eco lejano de la perdida fuerza espiritual de aquellos sus
padres. Pretender, pues, Gabalis hacer de los pueblos de los «Elementos» seres así superiores al
hombre ordinario, cuando ya hemos visto en la nota anterior que constituyen ellos una evolución en
todos conceptos inferior a la evolución humana, es volver del revés la cosa, simplemente.
Y las consecuencias del necromante error sor tan claras como funestas. Por de pronto —como
dice BLAVATSKY— ciertos mediums de su tiempo, especialmente en Francia y Norteamérica, se
preciaban de tener por maridos o esposas, respectivamente, a los «espíritus» que les suministraban
las mejores comunicaciones. «Conocemos personalmente, dice, a tales mediums, hombres y mujeres,
y no serán los de Holanda los que negarán el hecho, dado cierto caso reciente catre sus colegas y
correligionarios que escaparon de la locura y de la muerte haciéndose teósofos. Siguiendo nuestros
consejos, fue como pudieron librarse finalmente de sus «íncubos» y «súcubos» consortes».
¡Otorgar la inmortalidad mediante el sexo! ¿cabe mayor delirio, y absurdo más dañoso?… El
Sexo determina la continuidad de la vida física; pero al ser el polo opuesto de la Espiritualidad
trascendente, lo que determina no es la Inmortalidad, sino la Muerte del Individuo en aras de la
Especie.
Así como TERTULIANO decía que el Diablo era el despreciable «mono» imitador de Dios, el
desgraciado Abate VILLARS ha pretendido operar con las supuestas «uniones» de seres Elementales
con seres Humanos, una verdadera y peligrosísima mixtificación psíquica del Sexo… ¿VILLARS sólo?
¡No, sino cuantos buscan el camino oblicuo en cosa tan santa, cuya única «perpendicular» o «fiel de
Justicia» es el matrimonio, el matrimonio santificado por la ley, o si se quiere conceder algo a la
miseria humana…, el matrimonio sin santificar; el vicio erigido en más o menos esporádico
matrimonio!
No hay mejor camino para la monstruosidad sexual que el así abierto por las prédicas malditas
del Conde de Gabalis, puesto que, ¡digámoslo de una vez con sinceridad científica, previo perdón de
los castos oídos de nuestros lectores!, ello abre de par en par la puerta de los vicios solitarios; esos
vicios, lacra máxima de la Humanidad, tan frecuentes en todos aquellos lugares donde la nativa
divinidad humana se ve más capitidiminuida, o humillada: la cárcel, el hospital, el aislamiento
marítimo u otros «aislamientos más o menos gregarios», que no nos atrevemos a señalar con el dedo
para Fío caer bajo sanciones de nuestra, en este punto, equivocada legislación penal. Las inevitables
timideces de la primera pubertad, cuanto las impotencias seniles en viejos de imaginación
sensualizada, también proporcionan un buen contingente a los «inmortalizadores» de sílfides, ondinas
y salamandras…, mediante los erotismos imaginativos. Otro contingente, no pequeño ¡ay! en
nuestros días, le suministran aquellos operadores mediumnísticos a que se refiere BLAVATSKY, y de
los que también nosotros hemos conocido algo muy lamentable en personas dignísimas, al borde así
de su perdición…
Gentes hemos tratado de estas últimas que, ante la pérdida intempestiva de un consorte amado, se
han vuelto absolutamente locas, creyendo, en sus delirios eróticos, que aún continuaban, a través de
la barrera entre ellos interpuesta por la Muerte, la vida sexual. Uno de éstos, a quien conocimos en
América, no nos dejaba vivir preguntándonos acerca de tan absurdas posibilidades y hasta llegó a
escribir y publicar en italiano y en castellano, en grueso tomo en 4.°, de 700 páginas, ¡el más
delirante de los libros de impotente locura sexual! Otro, médico muy notable, vivió bajo el peso de
la obsesión dementaría, a título conyugal, durante más de un año, al cabo del cual salvó la razón y la
vida, volviéndose a casar, more hebraica, con la hermana de la esposa muerta. Un tercero caminaba
ya hacia el homosexualismo a pasos agigantados, con las ridículas «prácticas imitativas» a las que
tan aficionados son en sus convivencias con sus congéneres estos desgraciados enfermos, que es
sabido se entretienen locamente en celebrar entre sí simulacros de bautizos, bodas, etc. De todas
estas cosas, ¡cuánto más podrían decir médicos y confesores, saltando, en honor de la Verdad, de la
Ciencia y de la salud humana, por encima de los secretos de confesión o profesionales! No
pagaremos nunca a FREUD y a sus continuadores el haber traído al terreno de la investigación
semejantes problemas, despreciando ridículas mojigaterías ancestrales, hijas, quizá, de esto mismo
que se condena y esparciendo sobre ellas la luz meridiana de la investigación sociológico-científica.
Sí. Los «pueblos de los Elemento» existen, desgraciadamente, aunque no los veamos… por que
no queremos. Ellos se comunican constantemente con nosotros por medio de la imaginación, que es,
pese a nuestros actuales prejuicios científico-materialistas, la Realidad superior, de la cual, la que
llamamos realidad tangible, es mera maya, ilusión, sombra, plano-sección o proyectiva —una
manzana pintada por TENIERS en cualquiera de sus panneaux, es más real que la manzana que tomase
por modelo, y que luego destruyese al comérsela—, Ellos, a guisa de únicos y efectivos «demonios»,
pretenden hacernos caer a su inferior Esfera, por los mil medios llamados «tentaciones», tentaciones
que, según sabia doctrina de RIPALDA, nos son dadas «para nuestro ejercicio y mayor corona», y,
especialmente, mediante aquella segunda caída sexual del vicio solitario, operador de sus
«inmortalizaciones», unos grados más aún hacia abajo del constituido en sí por la caída corriente en
el sexo. Unos grados más en la fatal pendiente hacia la dantesca «Ciudad del Dite» o «Infierno de
infiernos» —infierno sólo quiere decir «lugar inferior» en la recta etimología latina de ínfera—.
Aquella pendiente de perdición fatal en la que peligra la misma individualidad del alma humana y
contra la que ya nos previniera el clásico PSELLUS, diciéndonos: «¡No desciendas, hijo mio, que la
escala de descenso tiene siete peldaños, al fin de los cuales está el ciclo fatal de la Necesidad!»…
¡La necesidad o Karma de desandar ese glorioso camino que hemos realizado evolutivamente en
evones sin cuento, hasta llegar a hombres; camino que también tiene retorno o retroceso, hasta volver
a la animalidad, que es la verdadera Muerte Eterna producida por «el pecado contra el Santo
Espíritu» a los ojos de los teólogos y teósofos mejor documentados!
Y aunque tales «pueblos inmortalizables de los Elementos» no existiesen, siempre quedará en pie
el problema de los vicios solitarios así planteados y de la morbosidad erótico-imaginativa que
suponen ellos en su autor y en cuantos le sigan.
— ¡Oh, Dios mío! —grité— ¿Qué es lo que escucho? ¿Hasta dónde se despeña la Fil…?
— ¡Sí, hijo mío! —interrumpió el Conde vivamente—. ¡Admiraos de hasta dónde llega la
felicidad filosófica! A cambio de las mujeres, cuyos pobres atractivos se marchitan en pocos días,
siendo seguidos de fealdades horribles, los Sabios poseen así bellezas que jamás envejecen, y a
quienes tienen además la gloria de tornar inmortales. Juzgad cuál será el amor y la gratitud de estas
esposas invisibles, y con cuánto ardor se consagrarán constantemente ellas a tratar de ser agradables
al caritativo Filósofo que se consagre a inmortalizarlas.
— ¡Ah, señor! —exclamé—; yo renuncio por segunda vez…
— Sí, hijo mío —prosiguió el Conde, sin darme tiempo para acabar la frase—; renunciad a los
inútiles y despreciables placeres que pueden encontrarse con las mujeres. La más hermosa de ellas
resulta horrible al lado de la peor Sílfide. Además, el hastío jamás sigue a nuestros prudentes
abrazos. ¡Cuán miserables son los ignorantes que así se incapacitan por su ceguera para gustar de las
supremas voluptuosidades de los Filósofos! [8]
[8] La felicidad prometida por Gabalis a «los hijos de la Sabiduría» en sus astrales desposorios,
no es nueva, sino «terrestre» variante de las que las religiones positivas de todos los tiempos han
prometido, más o menos, a sus adeptos. En nuestro Wagner, mitólogo y ocultista, hemos tratado
extensamente de las walkyrias nórdicas aguardando, en el Walhala, o cielo escandinavo análogo al
Hedone de los griegos ya que no al Paraíso de la Voluptuosidad de los caldeos, el momento de
recibir en sus brazos amantes al guerrero muerto en el combate, y a cuya alma daban así la
inmortalidad. Si el mito walkyrico no tiene su gemelo en el de das once mil vírgenes», cristiano,
tiénele, al menos, en la promesa del Corán, «el libro de la Verdad evidente» a sus fieles, de que, tras
la heroica lucha por su ideal religioso, el guerrero muerto habrá de gozar las caricias inmortales de
mujeres siempre vírgenes, de inmarcesible belleza ninfea, estilo Gabalis, belleza harto superior a la
transitoria, a la efímera de las mujeres de la carne aquí, que a todo esto, y más, conduce el tomar
groseramente el augusto símbolo de la unión «hipostática» del Alma humana con el Divino espíritu
que la cobija.
Nadie, que sepamos, ha tratado esta lamentabilísima confusión como nuestra Maestra BLAVATSKY,
que en varios lugares de sus obras dice:
«La Magia es coetánea de la Tercera Raza Raíz, cuyos individuos procrearon al principio por
Kriashakti, o sea por la Voluntad y la Meditación o Yoga —algo así como se produce ese «hijo
espiritual» que se llama libro—, acabando luego, en imitación al mundo animal inferior, por
engendrar como al presente… En el antiguo Egipto, la mujer debía ser «la señora del señor», y su
verdadera dominadora —matriarcalismo primitivo—, y el marido se comprometía «a obedecer a su
esposa» para la producción de resultados alquímicos, pues que los alquimistas —la «Alquimia
espiritual y originaria» que no es sino aquella Yoga hindú— necesitaban, al efecto, de la ayuda
espiritual de la mujer. Pero ¡ay del alquimista que tomara este auxilio en su muerto sentido de unión
sexual —que es lo pretendido por Gabalis—, pues semejante sacrilegio je arrastraría a la Magia
negra, y seria inevitable su fracaso! Los verdaderos alquimistas de la antigüedad se ayudaban con
mujeres viejas, y si, por ventura, alguno de ellos fuese casado, trataba a su esposa como hermana
algunos meses ames de proceder a la operación alquímica y mientras la realizaba».
Y más adelante, hablando de las Helenas de todos los iniciados, la de Troya, la de APOLONIO DE
TYANA, la Evangélica, la de Fausto, etcétera, añadió:
«La fuente de la verdadera Magia está en el Espíritu y en el Pensamiento, y no en la Pasión ni en
la Materia, tanto en el plano puramente divino cuanto en el terrestre. Los que conocen la verdadera
historia de Simón Mago, pueden escoger entre las dos versiones de Magia blanca y Magia negra que
se dan respecto de la unión de Simón con su Helena, por él llamada su Epinoia o Pensamiento. Los
que, como los cristianos, tenían interés en desacreditar a su peligroso émulo, dijeron que Helena era
una hermosa mujer de carne y hueso, a quien Simón había encontrado en un lupanar de Tiro, y que,
según opinan sus biógrafos, era la reencarnación de la Helena griega, causante de la Guerra de
Troya. ¿Cómo podía, pues, ser el Pensamiento divino nada menos? En el Filosofumena se atribuye a
Simón Mago la afirmación de que en los ángeles inferiores o tercetos aeones ofitas y gnósticos había
todavía elementos de mal, a causa de su materialidad, y que el hombre, como procedente de ellos,
adolecía del mismo vicio de origen… Los principales ritos de la Magia negra se basan sobre la
repugnante interpretación literal de mitos, tan nobles como el ideado por Simón para simbolizar sus
enseñanzas secretas. Quienes lo comprendieron rectamente, supieron que Helena significaba el
enlace de Nous o el Espíritu (el Atma-Buddhi, de los orientales), con Manas, la Mente o
Pensamiento, es decir, la unión mediante la cual la Voluntad y el Pensamiento se identificaban,
surgiendo de su consorcio todo género de divinos poderes mágicos por ser éste el único y eterno
Masculino-Femenino que sostiene al Cosmos… De aquí que las Helenas dichas no simbolicen jamás
sino la unión o potencia masculino-femenina del hombre interno, y de la cual la otra orgánica no es
sino lejano eco o reflejo…».
En los misterios de la Hebdómada, en fin, aquellas entidades de Gabalis sois las encargadas de
despertar las dormidas pasiones en el pecho del candidato, cuando se prepara para la iniciación; las
ocultas potencias también del Akasha, o Éter hindú, cuyo mundo es la propia atmósfera que nos
rodea. El verdadero nombre védico de ellas es el de Maruts, los hijos de Diti y de Rudra —y de
aquí el nombre de Dite, asignado a la última mansión infernal dantesca—. Ellas son legiones, y
aparecen en su papel de tentadoras, doquiera hay un iniciado a quien tentar. Tales fueron, entre otras
mil de las leyendas religiosas, las Asparas, tentadoras persas; las Gopis, que tratan de seducir al
joven Krishna; las Nyoumbas, que asaltan al Buddha, etc., etcétera.
Otra forma, en fin, de la terrible aberración psíquicosexual es la de las llamadas «almas
gemelas», que en hombres de alta y de baja mentalidad ha producido tantos estragos, y de la que
viene a constituir otro libro necromante, peor acaso que el de Gabalis, la célebre obra española-
mejicana largamente titulada así: El Dosamantismo, como religión cientifica que es, en oposición al
ocultismo semita, que es una Liga de internacional anarquismo, o sea la síntesis
religiosocientifica del Maestro Jesús Ceballos Dosamantes, y sobre la cual hemos trazado el
argumento de una ópera: La Xana, sin estrenar aún, amén de varios capítulos del libro El tesoro de
los lagos de Somiedo (final de la parte 3.ª y principio de la 4.ª).
— Miserable Conde de Gabalis —interrumpí, con vivo acento mezclado de compasión y de
cólera—. ¿Me dejaréis acabar de decir de una vez, que renuncio solemnemente a semejante insensata
Sabiduría; que encuentro ridícula, en el grado más alto, a esa visionaria Filosofía; que detesto y
abomino de esos absurdos abrazos con fantasmas, y que temo por vos, no se apresure alguna de
vuestras pretendidas Sílfides a sumergiros en los profundos infiernos, en medio de vuestros
amorosos transportes, y tiemblo que un tan sensato y honesto hombre, como sois vos, no se aperciba
al fin de la locura que supone aquel quimérico celo de inmortalización, y no haga penitencia por
crimen tan gravísimo?
— ¡Oh, oh! —respondió el Conde retrocediendo tres pasos y mirándome colérico—. ¡Maldito
seáis, indócil espíritu!
Os aseguro que me espantó su actitud, y más aún cuando, alejándose de mí, sacó de su bolsillo un
papel, en el que entreví de lejos multitud de caracteres simbólico-jeroglíficos, que, a distancia, no
alcanzaba a discernir. El Conde examinaba atentamente aquellas mágicas figuras, apesadumbrándose
y hablando consigo mismo. Hasta creí adivinar que él evocaba algunos espíritus invisibles para mi
castigo, por lo que llegué a arrepentirme un momento de mi celo desconsiderado.
— Si escapo con bien de esta aventura —me decía yo entre dientes—, jamás cabalista alguno
alcanzará a dañarme—. Y, al par, no apartaba la vista del indignado Conde, que me parecía algo así
como un juez que de un instante a otro iba a condenarme a muerte.
Pero me tranquilicé al ver que el semblante del Conde se iba serenando, y que éste sonriente,
terminaba, por volver hacia mi, diciéndome:
— Es inútil dar golpes contra el aguijón. Sois, mal que os pese, un «vaso de Elección», y el
Cielo os ha destinado a ser el Cabalista mayor de vuestro siglo. He aquí vuestro horóscopo, que no
puede fallar. Si ello no resulta ahora y por mi mediación, resultará más tarde, cuando le plazca a
vuestro Saturno retrógrado [9]
— ¡Ah! Si algún día —repuse— he de llegar a ser uno de los Sabios, no será sino por el
intermediario del señor Conde de Gabalis; mas, hablando francamente, ello nunca me empujará hacia
la galantería Filosófica que me exigís. — Acaso —respondió el Conde— ¿vais a ser tan pésimo
Físico, que no os persuadáis de la existencia de aquellos pueblos de los elementos?
— No lo sé —opuse—. Pero me parece que ellos no serán sino unos trasgos despreciables y
odiosos.
— ¿Y daréis más crédito a vuestra nodriza, que tal absurdo os enseñara, que a la razón natural
del brazo con PLATÓN, PITÁGORAS, CELSO, PSELLUS, PROCLO, PORFIRIO, YÁMBLICO, PLOTINO,
TRIMEGISTO, NOLLIUS, DORNÉE, FLUDD; que al inconmensurable FELIPE AUREOLA THEOPHRASTO
BOMBAST DE HOHENHEIN, por otro nombre PARACELSO y que a todos nuestros Compañeros?
— Os creería, señor, a vos más que a todos esos grandes hombres, pero, querido señor Conde,
¿no podríais hacer un arreglo con vuestros compañeros para dispensarme de verme obligado a
derretirme en ternuras con esas Señoritas dementarías?
— ¡Ay! —replicó Gabalis—. Sois libre, sin duda, para no hacerlo si no os place. Sabed, no
obstante, que han sido muy pocos los Sabios que han podido acorazarse contra los encantos de
aquellas irresistibles amantes. A pesar de ello, también ha habido alguno que, reservándose en
absoluto para mayores designios, como alcanzaréis también a saber con el tiempo, no ha querido dar
su óbolo de amor a las Ninfas.
— Yo seré, pues, del número de estos últimos, y así no tendré que poner en práctica las nefandas
ceremonias que, según oí decir a un Prelado, es preciso realizar antes de entablar físico comercio
con tales Genios de los elementos.
— Ese infeliz Prelado no sabía lo que se decía —replicó el Conde—, pues ya veréis a su tiempo
y sazón que los tales no son Genios. Además que nunca Sabio alguno usó de ceremonias ni de otra
superstición alguna para familiarizarse con aquéllos ni con los demás invisibles.
Los Cabalistas jamás actuaron sino mediante el empleo de los medios que proporciona
Naturaleza, y si alguna vez os tropezáis en sus libros con palabras misteriosas, caracteres raros,
inciensos y evocaciones, ello no es sino para ocultar a los ignorantes los altos principios de la
Física. ¡Admirad en ello una vez más la maravillosa sencillez de ella en todas sus operaciones! A
poco que miréis advertiréis en tamaño simplicismo una armonía, un concierto tan pasmoso, justo y
perfecto, que habréis de reconocer, mal que os pese, la miseria de vuestras desdichadas
concepciones. Todo cuanto os digo lo enseñamos los Filósofos a nuestros discípulos queridos a
quienes así adentramos en el camino que conduce al Santuario de santuarios de la Madre Naturaleza,
al par que nos desvivimos por las gentes del mundo elementario, merced a la santa compasión que,
por su desgracia de ser inmortales, sentimos hacia ellos.
Las Salamandras, como ya habréis podido colegir, están formadas por las partes más sutiles de la
esfera del Fuego y condensadas y organizadas por la acción fecunda de este elemento supremo del
que habré de hablaros algún día y que es el primer principio de todas las actividades de la
Naturaleza. Las Sílfides, por su parte, están integradas por los más puros átomos del Aire; las Ninfas
u Ondinas por las partes más delicadas del elemento Agua, y por las más selectas del elemento
Tierra, los Gnomos.
En el principio de las cosas existía bastante equiparidad entre Adán y aquellas tan perfectas
criaturas, porque Adán estaba a su vez formado por todo cuanto había de más escogido y puro en los
cuatro Elementos, abarcando, por tanto, el conjunto de las perfecciones características a cada uno de
aquellos Pueblos, de los que así era el Rey y el natural Señor. Pero tan luego como su lamentable
pecado hubo de precipitarte en las escorias de esos mismos Elementos, como ya os explicaré, la
armonía aquella, tan hermosa, fue destruida, y desde entonces, siendo ya impuro y grosero, no puede
ponerse en parangón con aquellas Substancias tan puras y sutiles. ¿Qué remedio podía hallarse contra
tamaño mal? ¿Cómo tornar a remontar la fatal pendiente de la caída y recobrar la soberanía perdida?
… ¡Oh, sabia Naturaleza, y cuán poco estudiada estás aún por los mortales! Después de lo que os
llevo dicho, ¿no alcanzáis vos a comprender por qué modo tan sencillo puede reconquistar el hombre
aquel supremo bien que antaño perdiera?
— Perdón, señor. Me reconozco demasiado ignorante para resolver acerca de simplicidades
semejantes…
— Una razón más para que os debáis esforzar en llegar a ser del número de los Sabios.
— Si queremos —añadió— recuperar el antiguo imperio sobre las Salamandras nos es preciso
purificar y exaltar el elemento Fuego y tonificar la tensión de esta cuerda relajada de nuestra alma.
Para lograrlo no hay sino concentrar el fuego del mundo mediante espejos cóncavos en un globo de
vidrio y tal fue siempre el artificio que los Maestros antiguos guardaron en religioso secreto y que
THEOPHRASTO redescubrió. Fórmase así dentro del globo de vidrio una especie de polvo solar, el
cual, purificándose por sí mismo de la mezcla con los otros Elementos y estando preparado según el
Arte espargírico, alcanza en poco tiempo una vigorosa virtualidad, apta para exaltar el fuego que late
dormido en nosotros, constituyéndonos una adecuada naturaleza ígnea. Desde este instante los
habitantes de la esfera del Fuego quedan transformados en nuestros fieles servidores, encantados al
ver así restablecida la mutua armonía ancestral, alzándonos hasta ellos, y nos vuelven a guardar toda
la amistad que tienen para con sus hermanos; todo el religioso respeto que es debido, según Natura, a
la Imagen y al Lugarteniente del Creador, y todos sus cuidados palidecen ante el ardiente anhelo de
verse al fin inmortalizados por nosotros. Verdad es, sin embargo, que como ellas, la Salamandras de
uno u otro sexo, son más sutiles y excelsas que los seres de los otros Elementos, viven mucho más
tiempo que éstos y no sienten tanta premura como ellos de ser inmortalizadas por los Filósofos. Vos
mismo, hijo mío, os podríais agenciar alguna de aquellas ígneas Salamandras femeninas, si la
aversión injustificada que decís sentir hasta hoy hacia ellas llegara un día a cesar y no volveríais a
abrigar los pueriles temores que actualmente os asaltan sin motivo.
No acontece lo mismo con las Sílfides, Gnomos y Ninfas. Como ellos viven menos tiempo,
anhelan más que aquéllas la unión con los humanos, así que la familiaridad con ellos es más fácil de
conseguir. No hay sino cerrar una vasija llena de aire, de agua o de tierra, respectivamente,
exponiéndola a los rayos del Sol durante un mes o más, para separar según arte el correspondiente
Elemento, cosa harto fácil tratándose del agua o de la tierra. Y es asombroso el ver qué imán de
simpática atracción es cada uno de los elementos así obtenidos para atraer a las Ninfas, Sílfides o
Gnomos. No hay sino tomar una parva porción de aquellas substancias todos los días durante algunos
meses, para alcanzar a ver en los aires la alada república de Silfos y Sílfides; en las aguas a las
Ninfas y sus compañeros; en la tierra a los Gnomos y las Gnómidas, guardadores de sus riquezas
fabulosas. Así, sin caracteres mágicos, sin ceremonias rituales, sin palabras de bárbaras resonancias,
etc., llega uno a constituirse en señor absoluto de aquellos innumerables Pueblos, los cuales están
bien lejos de exigir culto alguno hacia ellos por parte de los Sabios, en quienes no pueden ver sino a
sus legítimos soberanos. De este admirable modo la Naturaleza enseña a sus criaturas a reparar los
Elementos por los Elementos. Así se restablece la antaño perturbada armonía y el hombre recobra su
natural imperio, perdido por el pecado, sin Demonio, ni arte ilícita alguna. Ved, pues, mi amable
hijo, que los Sabios Filósofos son más inocentes y buenos de lo que os creéis. ¡Nada me decís!…
— Simplemente os admiro, señor —respondile—, y empiezo a creer que acabaréis haciéndome
alquimista destilador…
—¡Ah, de ningún modo! —exclamó—. No es a esa faena frívola a la que vuestro horóscopo os
destina. Es más, os prohíbo terminantemente que perdáis el tiempo en semejante entretenimiento. Ya
os he dicho que los Sabios no muestran estas cosas de la Alquimia más que a aquellos a quienes no
quieren admitir en su hueste filosófica. Vos podréis gozar de estas y otras ventajas, todas
infinitamente más privilegiadas, gloriosas y agradables, por procedimientos más directamente
filosóficos. Yo no os he descrito las múltiples cosas dichas, sino para haceros ver la inocencia de
semejante Filosofía [10].
[10] Cítase en el texto al gran PARACELSO, del que FRANCE dice fue víctima de la venganza de una
salamandra. De este sabio, descubridor de elementos químicos, médico, filósofo y naturalista,
consigna un autor:
«Allá, en el año 1493, nació en Suiza un hombre extraordinario, cuya vida y actuación han sido
muy discutidas por la Historia; fue FELIPE AURÉOLA THEOFRASTO BOMBAST DE HOHENHEIN, conocido
por todos con el nombre de PARACELSO.
»Algunos, con criterio simplista y ligero, lo juzgan como a un osado charlatán que engañó a sus
contemporáneos con pretendidas curaciones sin ninguna base científica. Pero no es extraño que un
hombre como PARACELSO, cuya figura se alzaba muchos codos por sobre la mediocridad de su época,
haya sido el blanco del dicterio y de la torpe calumnia. Muchos ejemplos análogos registra la
Historia de todos los tiempos.
»A los dieciséis años ingresó en la Universidad de Bale, donde enriquece sus conocimientos
humanistas. El célebre abate TRITHENIUS SPENHEIM, considerado como uno de los más grandes
adeptos en magia, alquimia y astrología, fue su protector, y bajo su dirección se inició en los estudios
ocultistas. En este medio PARACELSO desarrolló los extraños poderes latentes que dormían en él y
que sólo esperaban un leve impulso para surgir de su interior.
»Trabajó después en el laboratorio del alquimista SIGSMOND, reputado como maestro en las artes
espargíricas, quien, al darse cuenta de las altas facultades de su discípulo, no vaciló en revelarle sus
más preciosos secretos.
»Viene luego un período de viajes y arriesgadas correrías.
»PARACELSO visita algunos países del Oriente, donde recoge muchas verdades perdidas que
vienen aumentar el ya ingente caudal de sus conocimientos. Según H. P. BLAVATSKY, él fue uno de los
primeros occidentales en recibir la verdadera iniciación, donde le fue confiada la famosa palabra
perdida de que nos hablan las tradiciones arcaicas.
»Haciendo referencia a sus vastos conocimientos de las leyes naturales, dice nuestra ocultista:
«Es en el libro amplio y luminoso de la madre Naturaleza, escrito por la mano de Dios mismo, donde
yo estudié. Mis gratuitos impugnadores arguyen que no he entrado en el Templo del Saber por la
verdadera puerta. Pero ¿cuál es entonces la verdadera puerta? ¿Es por acaso la de las
Universidades, o es la de la Naturaleza misma? He entrado por la puerta de la Naturaleza, que es luz
fulgurante, no lámpara de alquimista».
.Escribió gran número de obras valiosas sobre Medicina, Alquimia, Historia Natural y Magia.
H. P. BLAVATSKY lo llama el padre de la ciencia moderna, y no vacila en atribuirle el descubrimiento
del hidrógeno y de las propiedades magnéticas. Poseía conocimientos extraordinarios de los planos
sutiles de la Naturaleza. Conoció, como ninguno de su época, los misteriosos arcanos de los reinos
elementales».
En cuanto a sus métodos curativos, TEOFRASTO PARACELSO los empleó en todas las formas que
hoy conocemos; usó los minerales, los vegetales; recomendó los sistemas naturales, el aire, el Sol, el
agua, hoy tan favorecidos por los médicos de avanzada, y más aún, hizo maravillosas curaciones,
empleando la terapéutica telepática y el magnetismo como agentes de eficacia suprema. En fin, este
discutido filósofo abarcó un campo inmenso de conocimientos físicos y suprafísicos, revolucionando
a la ciencia empírica y estrecha de su tiempo. Lógicamente se comprende que tal innovador atrevido
fuera el blanco de las más virulentas diatribas de parte de sabios e ignorantes, entre ellos su traidor
discípulo OPPORINO, de quien acaso nació la fábula de que el alma de su poder mágico era un
espadón, regalo de un verdugo, y que siempre llevara consigo. Los médicos de su tiempo le hicieron
objeto de sus persecuciones por sus métodos naturistas.
»Tan firme es, en fin, la creencia popular en los poderes mágicos de PARACELSO, que aun hoy día,
entre los sencillos campesinos de la Alsacia, se conserva la tradición de que no está muerto, sino que
dormita en su tumba de Estrasburgo. Hasta se susurra en la intimidad de ellos que el césped que su
tumba cubre se levanta a cada respiración de su dolorido pecho, y que se oyen los profundos gemidos
de aquel gran filósofo del fuego cuando despierta el recuerdo de las crueles injurias que sufrió por la
causa de la verdad de manos de sus despiadados calumniadores» SCHOPHEIM: Tradiciones).
La verdadera doctrina de PARACELSO, pues, contra lo que dice Gabalis, era la misma de Oriente.
Los arios no tienen Diablo —fantasía semítica nacida de la corrupción del mito egipcio de Thiphon
o del parsi de Arimanes—; pero admiten una evolución anterior, e inferior, no superior, a la actual,
constituida por esas criaturas elementales que tan bellas y superiores son para los delirios eróticos
del buen Conde: criaturas en realidad monstruosas en lo físico, algunas, y en lo moral, todas, y que
vienen siendo perpetuadas en el Arte desde los tiempos egipcios, hasta las crudezas de la
arquitectura románica. No hay para la doctrina oriental, pues, sino un submundo constituido por
aquéllas, y un supramundo, al que hombre, mediante la rectitud de su vida, debe aspirar para después
de su muerte. En las religiones, en cambio, como el cristianismo o el mahometismo, no hay sino el
submundo de los demonios y el supramundo de los ángeles y los justos, y las «criaturas elementales»
entran a formar parte de aquel submundo demoníaco, doctrina que no se diferencia de la oriental más
que en rebajar aún más, si cabe, la condición de ellas, pero con la paradoja de considerar a los
demonios, especialmente a su jefe, como un Rival y un Colaborador de Dios, al tenor de aquel
famoso Credo que un ironista pone en labios del creyente más sincero, al que hace decir:
«Creo en el Diablo, Padre todopoderoso del Mal: destructor de todas las cosas;
perturbador de los Cielos y la Tierra;
»Creo en el Anticristo, su único Hijo, y nuestro perseguidor;
»Que fue concebido por el Espíritu Maligno;
»Y nació de una Virgen sacrílega y loca;
»Fue glorificado por la Humanidad, reinó sobre la misma;
»Y subió al trono del Omnipotente;
»Haciéndose sitio a un lado y desde donde insulta a los vivos y a los muertos.
»Creo en el Espíritu del Mal;
»En la Sinagoga de Satán;
»En la coalición de los malvados;
»En la perdición del cuerpo,
»Y en la Muerte o Infierno perdurable. Amén».
No obstante, ilustres padres de la Iglesia han visto el problema más filosóficamente. «SAN
AGUSTÍN, dice ANATOLE FRANCE en su Rôtisserie, enseña que: cuando la Escritura nos exhorta a
resistir a los demonios (o «elementales») ha de entenderse por estos últimos a nuestras pasiones y
desordenados apetitos». Las «pequeñas vidas» o microbios que constituyen los átomos, moléculas y
células de nuestro organismo todas tienen alma, como dice PARACELSO, y no hay sino ingerir en
nuestra economía corpórea unas moléculas, por ejemplo, de alcohol, para que nuestra psiquis «arda
cual bajo el soplo de una ígnea Salamandra» y… ésta nos conduzca al crimen o a la locura. ¿Qué más
«elementales»; qué más raza astral de los Olibah y Aolibah cabalísticos, que la constituida por la
actividad energética y perversamente inteligente de las moléculas nocivas de todos los excitantes,
tales como el hachisch, el peyolt mexicano, los venenos y estupefacientes, que, precisamente por
ello, por excitar la imaginación, nos ponen en condiciones de ver a las entidades aquellas, o por lo
menos experimentar sus irremediables efectos de perdición? Cuente, pues, el que apela a los
estupefacientes, «que se desposa con una Salamandra o una Sílfide», la cual habrá de darle el abrazo
mortal que acarrea la locura o lleva al suicidio o al crimen. DEFOE dijo que, no queriendo ser
culpados los hombres, atribuyen al Diablo sus propios crímenes, mas, nosotros pensamos que el
único delito del hombre delincuente es el de debilitar por sus errores sus nativas resistencias
orgánicas contra aquellos venenos y sus «almas envenenadoras», que, introducidas en su cuerpo, así
Je anormalizan… «Celui-là, l’a tué; celui là, l’a plumé; celui là, l’a fricassé; celui là, l’a mangé:
et le petit Riquiqui qui n’a rien du tout —o sea el hombre víctima— sufre las consecuencias luego
de la abdicación que hizo de su Voluntad soberana, ante la seducción de los «artificiales paraísos»
del vicio. «¡Sauce, sauce, sauce!», puede exclamar triunfal, terminando aquel simpático canto
infantil francés a los dedos de la mano, o sea al Hombre, por su mano caracterizado, cuando,
conocedor del «peligro elementario», «le opone el dique de la Virtud y del Deber, en medio de una
heroica Paciencia, al estilo de Job, desde que tiene uso de razón hasta que muere, porque no
olvidemos que la iniciación en los Misterios eleusinos, etc., no era sino una dramática representación
de tales escenas del mundo inferior en su lucha contra el hombre, lucha simbolizada en todos los
héroes (Krishna, Hércules, Laoconte, Sigfredo, etc.), contra aquellas Serpientes.
Estas son las «dulces esposas» que Gabalis deparaba a su discípulo, porque debemos decir sin
ambages, que las eróticas imaginaciones de ciertos frailes y laicos medievales hicieron una donosa
invención en contra de la severa doctrina evangélica o coránica, y de los nativos «demonios»
hicieron una donosa separación, creando, digámoslo así, aparte de «demonios malvados», unos
«daimones buenos y amorosos»… ¡tan amorosos, que su abrazo es, como vimos, mortal para sus
víctimas!
De aquí la peregrina teoría de que los demonios son opuestos a da inmortalización por
matrimonio» de los «elementales», siendo así, que estos últimos son los demonios mismos de las
literaturas religiosas, es decir, los fomentadores de tan «solitario vicio», como es el disfrazado tras
la «inmortalización» aquella. Y es tan lógico en sí este error, que un conspicuo escritor espiritista ha
llegado a decir:
«Conviénese en que el hombre es el rey de la creación, precisamente por haber culminado las
fases evolutivas: por reunir ya en sí la sensciencia de todo sér viviente, la inteligencia de los
animales y la voluntad deliberativa, que es patrimonio exclusivamente suyo. Al formularse este
juicio, no debían conocerse los Elementales, y si se conocían, se hizo de ellos una excepción a todas
luces injustificada. Son seres que tienen razón y lenguaje como el hombre; sienten, sufren, gozan,
enferman y mueren como los animales; trabajan, duermen, comen, beben, construyen sus casas y
vestidos y tienen ciencias y artes como los humanos, y hasta los hay de todos los grados del
sentimiento: unos de índole benéfica y otros de índole maléfica. H. P. BLAVATSKY tenía uno a su
servicio a quien le hizo dobladillar servilletas, y PARACELSO aconseja que «si alguno tiene un Gnomo
por criado, séale fiel, porque cada uno tiene que ser obediente para con el otro»; de modo, que
siendo tal la naturaleza de estos seres, bien vale la pena de tenerla en cuenta al hacer la distinción
jerárquica al principio aludida. Y no se alegue que el que carezcan de alma espiritual es motivo
suficiente para que se prescinda de ellos en la distinción, porque, aparte del significativo hecho de
que pueden adquirirla a poca costa —cohabitando con los hombres—, en el mismo rango se hallan
los animales y vegetales, y ello no es óbice para que se les cite. Proponemos, por tanto, que se diga,
que el hombre es el rey de la creación, por reunir en sí la sensciencia de todo sér viviente, el instinto
de los animales, la inteligencia y determinismo de los Elementales, y la espiritualidad, que es
patrimonio exclusivo suyo. Así, pues, pasemos a lo que nos importa. Opinamos como PARACELSO.
Puesto que, según se afirma, los Elementales son espíritus con los cuales nos comunicamos, debemos
poner empeño en tenerlos propicios.
»Viviendo los Elementales en torno nuestro, pero en otro medio, en otro modo de ser, siendo
ellos los pobladores del «mundo interno», mientras nosotros lo somos del «mundo externo», está
claro que, para ponemos en relación, para establecer ese comercio a que antes nos hemos referido,
una de dos: o ellos han de tomar transitoria o permanentemente nuestra forma de existencia, o
nosotros hemos de tomar la suya. Si es cierto que «cada especie se mueve únicamente en el elemento
a que pertenece, y ninguno de ellos puede salir de su elemento propio, que es para ellos como el aire
es para nosotros, o el agua para los peces, y ninguno de ellos puede vivir en el elemento que
pertenece a otra clase», necesariamente hemos de ser nosotros los que invadamos su elemento y nos
acomodemos a su manera de ser. ¿Cómo? Esta es la incógnita; pero no es una incógnita tan
inescrutable que no podamos despejarla, cuando menos por inferencia. ¿Quién de nuestros lectores
no ha soñado alguna vez estando completamente despierto, y en ese ensueño no ha visitado una
encantadora ciudad de suntuosos edificios, de anchas y pulcras vías, con jardines, con bosques, con
lagos, coa cascadas…, siendo sus moradores, aunque opulentos, gentes buenas y sencillas, cariñosas,
obsequiosas, complacientes… y enamoradizas inclusive, hasta el extremo de que alguna dama
principal o algún encopetado caballero —según quién es el soñador—, le ha llevado al ara santa
para unirse a él con los lazos de Himeneo? Pues si todos hemos soñado eso, o cosa parecida a eso,
todos hemos estado en el mundo de los Elementales, todos nos hemos acomodado a su manera de
existir, y todos hemos convivido con ellos. ¿Que el sueño no es otra cosa que producto de la
fantasía? Convenido; y precisamente por convenir en ello, convenimos en que es una escapada al
mundo de los Gnomos, de las Sílfides, de las Ninfas o de las Salamandras…».
¡Y tan escapada!, pero es muy diferente la vida fisiológica en el mundo «astral» que el sueño y
los ensueños suponen, que esotra escapada patológicosexual, tan propia por ello de los estados
sexuales críticos, tales como los albores o las postrimerías de la facultad genésica, y en los que,
remedando la picaresca fábula griega de Dafnis y Cloe, aquellas «entidades» nos inician, por medio
de sueños, en el secreto sexual, o bien pretenden «consolarnos» de un placer sexual que ya se aleja…
Pero los médicos no ignoran la perturbación morbosa que tales «ensueños» y «solitarismos»
acarrean luego contra la santa facultad procreadora.
En cuanto a los poetas y los adolescentes o los senescentes, siguen soñando con las visitas estilo
«sílfides» de Gabalis, y ya aludió a ello nuestro festivo escritor MANUEL DEL PALACIO, en aquel
satírico soneto que dice:
[11] Gabalis habla de la boga de los Oráculos en el pasado, y su desaparición o silencio después
del Cristianismo. Pero los Oráculos no han cesado; sólo han cambiado de forma de expresión. De los
templos del mundo antiguo, pasaron, en el medievo, a los libros de filósofos y cabalistas, y en los
tiempos modernos han tomado la forma de «mediumnidad espiritista». Modelo de aquellos «libros
oraculares», lo es el hoy rarísimo, que lleva el largo titulo de Magia Philosophica, hoc est
Francisci patrici summi philosophia Zoroaster et eius, Oracula Chaldaica Asclepii Dialogus et
Philosophia magna Hermetis Trimegisti, Poemander, Sermo Sacer, Clavis, Sermo ad filium, Sermo
ad Asclepium Minerva mundi et alis Miscellanea, Jam nunc primum ex Bibliotheca Ranzoviana e
tenebris eruta et latine reddita (Hamevzgi, anno 1593), con la «Effigies Domini Henrici Ranzovij
producis Cimbrici, Aetat suae LXVIII», con sus emblemas de «Dies mortis alternae vitae natalis est» y
«Sementis est mors nude vita pullulat» (El día de la muerte es nacimiento para la vida eterna. La
muerte es la semilla de donde brota la vida universal).
En cuanto a la época moderna, ¿qué otra cosa son los «veladores espiritista», las «agujas-
abecedario» y demás medios de pretendidas comunicaciones con el más allá, sino verdaderos
terafines oraculares de los que nos había Gabalis? Hasta se ha ganado en decencia, en cuanto al
órgano o medio de expresión, y que ellos son tan Oráculos, lo demuestran el que como Oráculos son
tenidas sus comunicaciones por gentes dignísimas en su mayor parte. Caballero he conocido que no
daba un paso sin la previa consulta espiritista-oracular; magistrado hubo en el mismo Madrid —
¡pobres litigantes!— que no daba un paso sin consultar con su doméstica pitonisa el texto de las
sentencias en que había de ser ponente; y ministro liberal nuestro hubo, que provocó a Sagasta una
crisis fulminante y cómica por causa de un «oráculo tabular». Más de un convento conocemos, en que
los veladores, los mediums y demás elementos oraculares modernos se emplean sin cesar, como hubo
de emplearse algo análogo en cierta Embajada alemana durante la Gran Guerra, para informes a los
submarinos en su campaña cruel.
Desde Sambete, la primera sibila, que se dice «era hija de Noé y de un aéreo Silfo», hasta la
última echadora de cartas o «artífice de velador», pasando, por supuesto, por la sibila cumeana, la
de los libros de Numa, destruidos por Sila; la pitonisa de Endor, y demás sibilas que en el mundo han
sido, el procedimiento ha sido siempre el mismo: entrega inerte y pasiva de la médium o pitonisa, a
las terribles cuanto desconocidas «fuerzas de lo astral», o del desarreglo nervioso, si se quiere, y
producción subsiguiente de notabilísimos fenómenos que la ciencia positiva, no pudiendo
explicarlos, se reduce a negados del más lamentable modo. Y muchas veces, del modo más
inopinado, las oraculares sesiones aquellas, al tenor de la frase del texto, «cambian el comercio de
culto en comercio de amor», sobre todo si, previamente, ha mediado alguna libación, y no
precisamente de pippala hindú, fuisto cabalista, ambrosía griega, soma brahmánica, néctar latino o
hebreo jugo del maná, sirio de algún «excitante» o «estupefaciente» que facilite la tarea oracular,
poniendo los nervios al requerido y patológico tono vibratorio…
La cuestión «oracular» moderna está cada día más sobre el tapete. Hoy mismo, nuestro penalista
JIMÉNEZ DE ASÚA, se ocupa, en extenso artículo, de los procesos cíe los Tribunales alemanes contra
videntes que consagraban, su actividad al descubrimiento de crímenes, procesos en los cuales se han
practicado «pruebas de telepatía criminal»; se han depurado las responsabilidades criminales de
hipnotizadores e hipnotizados; HORMING, HELVING y PILOZ han escrito monografías, y el criminalista
cubano, FERNANDO ORTIZ, ha publicado su Filosofía penal de los espiritistas. En el proceso de
Riedel-Guala, la señora Guenther Geffers, adivinadora de Insterburg, hubo de comprobar, con su
actuación, la «videncia telepática oracular», y el procesado fue absuelto. Tras de ello, ASÚA
concluye, que dos casos relatados por la bibliografía ocultista, menos, sospechosa, son casos
aislados, ocasionales y espontáneos. Los ocultistas más serios están contestes en que no existe una
«videncia a la orden», y que los adivinadores que afirman ser clarividentes en todo momento o con
mucha frecuencia, se hacen sospechosos de mendacidad, mucho más cuando, como en el caso de la
señora Guenther Geffers, explotan profesionalmente sus sedicentes dotes adivinadoras. En suma: la
«telepatía criminal» no ofrece aún la fe bastante para ser invocada ante los Tribunales de Justicia».
CHARLA TERCERA
E
STUVE
llegó a la hora fijada, y, sonriente, me abordó en el acto:
— En resumidas cuentas, hijo mio —me dijo—, ¿por qué clase de pueblo invisible os ha
inclinado el Señor y qué enlace preferís? ¿El de las Salamandras o el de las Gnnómidas? ¿El de las
Ninfas o el de las Sílfides?
— Todavía no me he resuelto acerca de semejante matrimonio, señor —le respondí.
— ¿Por qué causa? —replicó.
— Hablando francamente, no puedo curarme de mi preocupación, que me representa
constantemente a esos pretendidos habitantes de los Elementos como meros maniquíes y
lugartenientes de los demonios.
— ¡Oh, señor! —gritó el Conde—. ¡Disipad, Dios de la Luz, las tinieblas que la ignorancia y la
perversa educación han esparcido en el alma de este gran Elegido que me habéis permitido conocer,
y al que destináis para cosas tan excelsas! Y vos, hijo querido, no cerréis así el libre paso a la
Verdad que se os entra por las puertas. Sed dócil, os lo suplico. Pero no, Os dispenso también de
serlo, que también es hacer ofensa a la Verdad el prepararle las vías. Ella sabe como nadie forzar las
férreas puertas y penetrar donde le place, no obstante cuantas resistencias la Mentira le presente.
¿Qué podéis oponer a ello? ¿Es que Dios no ha podido crear aquellas puras substancias de los
Elementos tal y como incompletamente os las llevo diseñadas?
— Aún no me he parado a examinar —respondíle— acerca de semejante imposibilidad en sí
misma y si un Elemento sólo ha podido suministrar la sangre, la carne y los huesos; si ha podido así
existir uh temperamento sin mezcla y de acciones sin contradicción; pero, aun suponiendo que Dios
haya querido así hacerlo, ¿qué prueba sólida existe de que, en efecto, lo haya hecho?
— Vais a convenceros en el acto —replicó—, sin dar al asunto tantas vueltas. Voy ahora mismo a
evocar y a hacer venir a los Silfos de CARDÁN, y de su propia boca vais a oír lo que ellos son y lo
que yo acabo de enseñaros.
— ¡No. En modo alguno, señor! —exclamé bruscamente—. Diferid, por ahora, os lo ruego,
semejante prueba hasta que yo esté bien persuadido de que tales gentes no son enemigas de Dios;
porque hasta aquí, preferiría morir a hacer traición a mi conciencia de…
— He aquí la ignorancia y la falsa piedad de estos desdichadísimos tiempos —interrumpió el
Conde, encolerizado—. ¿Por qué, en tal caso, no se borra del santoral al mayor de los anacoretas?
¿Por qué no son quemadas sus imágenes? Es gran desastre que así se insulten y se echen al viento sus
cenizas venerables, como se hacía también con los desgraciados acusados de haber mantenido
comercio con los demonios. ¿Se ha tratado alguna vez de exorcizar a las Sílfides, o se las ha
considerado como entes humanos? ¿Qué es lo que tenéis que oponer a esto, señor escrupuloso? ¿Qué,
todos vuestros doctores miserables? El Silfo que disertó acerca de la Naturaleza con aquel Patriarca,
¿era también, en opinión vuestra, un alcahuete del Demonio? ¿Fue, acaso, con un despreciable Trasto
con quien este hombre incomparable disertó acerca del Evangelio? ¿Le acusaréis, asimismo, de
haber profanado los misterios adorables, entreteniéndose en charlas con un Fantasma, enemigo de
Dios? ATANASIO y JERÓNIMO, otros dos insignes santos, resultarían harto indignos del renombre de
que gozan entre vuestros sabios, al escribir con tanta elocuencia el elogio de un hombre que trataba a
los Diablos tan humanitariamente. Si ellos tomaban a este Silfo por un Diablo, sería necesario, o
callar la aventura, o suprimir el pasaje en que aparece aquel patético apóstrofe que el Anacoreta,
más celoso y más crédulo que vos, dirige contra la ciudad de Alejandría, y si ellos, asimismo, han
tomado al Silfo como una criatura participante del inestimable beneficio de la Redención igualmente
que los hombres, al tenor de lo por él terminantemente afirmado; y si dicha aparición es, en opinión
suya, una gracia extraordinaria que Dios hacia al Santo a quien biografiaban, ¿consideráis razonable
el pretender ser más sabio que ATANASIO y que JERÓNIMO y más santo también que el divino
ANTONIO? ¿Qué hubieseis vos dicho de este hombre admirable, si hubieseis sido del número de los
diez mil solitarios a quienes él relató la conversación que acababa de tener con el Silfo? Más sabio e
informado vos que todos estos efectivos Ángeles terrestres, ¿hubieseis sido capaz de demostrar al
santo Abad que semejante aventura era toda una pura ilusión, y habríais al par disuadido a su
discípulo ATANASIO de hacer saber a toda la Tierra una historia fabulosa, tan poco conforme con la
Religión como con la Filosofía y el sentido común. ¿No es cierto esto?
— Es cierto que habría tomado el partido, o de no decir nada en absoluto, o de decir muchísimo
más.
ATANASIO y JERÓNIMO no trataron de decir más, porque más no sabían, y, aunque lo hubieran
sabido, cosa que no puede acontecer si no se es de los nuestros, ellos no se hubiesen permitido
divulgar temerariamente los secretos de la Sabiduría.
Mas ¿por qué —añadí— este Silfo no propuso a SAN ANTONIO eso que a mí me habéis
propuesto?
— ¿Qué? —replicó el Conde, riendo—. ¿El matrimonio? ¡Ah! La cosa hubiera sido bien a
propósito.
— Es verdad —continué— que, por las muestras, el santo hombre no habría aceptado el partido.
— Seguramente que no —dijo Gabalis—, porque habría sido tentar a Dios el desposarse a su
edad y exigirle sucesión.
— ¿Acaso el casarse con las Sílfides es con el fin de tener hijos? —¿Quién duda que la finalidad
de todo matrimonio se permite que sea otra que la de los hijos?
— Yo nunca pensé —dije— que se pretendiese fundar dinastías, sino que todo ello no llevaba
otro objeto que el de inmortalizar a las Sílfides.
— ¡Cuán equivocado estáis! —replicó aquél—. La caridad de los filósofos hace que ellos se
propongan, en efecto, inmortalizarlas; pero la Naturaleza hace que ellos deseen al par verlas
fecundas. Vos contemplaréis en los aires, cuando os plazca, múltiples familias filosóficas de éstas.
¡Mundo feliz sería así el mundo nuestro, si en él no hubiese más que estas clases de familias, y no las
de los hijos del pecado!
— Estos son, querido, todos cuantos niños nacen por la vía ordinaria; hijos concebidos por la
voluntad de la carne, no por la voluntad de Dios; hijos de la cólera y la maldición, en una palabra:
hijos del hombre y de la mujer. Os veo con deseos de interrumpirme y adivino lo que me pretendéis
decir. Sí, hijo mío, sabed que jamás fue la voluntad del Señor que el hombre y la mujer tuviesen
niños del modo que los tienen. El deseo del sapientísimo Arquitecto era harto más noble: su
propósito excelso era bien diferente del de poblar el mundo tal y como él lo está. Si el miserable
Adán no hubiese desobedecido groseramente al mandato que de Dios recibiera de no tocar a Eva,
contentándose con el resto de los frutos del Jardín de la Voluptuosidad de las bellezas todas de
Ninfas y de Sílfides, hoy no pasaría el mundo por la vergüenza de verse lleno de hombres tan
imperfectos, que muy bien pueden pasar por verdaderos monstruos al lado de los aéreos hijos de los
filósofos.
— ¿Cómo, señor? —interrumpíle—. ¿Creéis, según voy viendo, que el crimen de Adán consistió
en algo más que en comerse la manzana?
— Pero, hijo mio, ¿sois vos también del número de bobalicones que aún toman la historia de la
manzana al pie de la letra? ¡Ah! Sabed que la lengua santa usa estas inocentes metáforas para alejar
de nosotros las ideas poco honestas de una acción que ha acarreado todos los males del género
humano. Así, cuando SALOMÓN decía «quiero trepar por la palmera y de ella coger los frutos», tenía
harto otro apetito que el de comer simplemente dátiles. Dicha lengua, que los Ángeles consagraron, y
de la que se sirven para cantar las alabanzas del Dios Vivo, carece de término claro para expresar
las dos cosas que él, respectivamente, llama en sentido alegórico manzanas y dátiles. Pero el sabio,
por su parte, desentraña tan castos simbolismos de expresión, y cuando el Sabio ve que ni el paladar
ni la boca de Eva son los castigados por haber comido, sino que ésta es condenada a parir los hijos
con dolor, ellos comprendieron demasiado bien que no había sido el sentido del gusto quien fue el
criminal, y descubriendo, asimismo, cuál fuera este primer pecado por el buen cuidado que tuvieron
aquellos dos primeros pecadores de ocultar o cubrir con hoja de parra ciertos sitios de sus
respectivos cuerpos, concluyeron por deducir que no era la voluntad de Dios el que los hombres
fuesen multiplicados por tan fea vía. ¡Oh, Adán, Adán; tú no debías engendrar sino hombres
semejantes a ti; no dar el ser sino a Gigantes y a Héroes!
— ¿Cómo, qué otro expediente —interrumpí— podía haber para el logro de estas últimas
maravillosas generaciones?
— El de obedecer a Dios —respondió el Conde—. El de no tocar sino a las Ninfas, a las
Gnómidas, a las Sílfides o a las Salamandras. Así, aquél no habría visto nacer sino Héroes, y el
Universo hubiera resultado poblado sólo por gentes archimaravillosas, llenas de fuerza y de
sabiduría. Dios así ha querido dar a comprender la diferencia enorme que hubiese habido entre
semejante mundo de candor, y el culpable mundo que vemos, permitiendo que de tiempo en tiempo se
vean hijos nacidos del modo sabio que Él proyectó.
— ¿Hanse visto, pues, en el mundo alguna vez, señor —interrogué—, dichos hijos de los
Elementos? Un licenciado de la Sorbona, al par que me citaba el otro día SAN AGUSTÍN, SAN
JERÓNIMO y SAN GREGORIO NACIANCENO, se me burlaba de la creencia de que puedan resultar
fecundos semejantes amores de los espíritus y nuestras mujeres, cuanto del comercio carnal que
pueden establecer los hombres con ciertos demonios súcubos, a los cuales él denominaba
Hyphialtes.
— LACTANCIO ha razonado mejor —contestó el Conde—, y el formidable TOMÁS DE AQUINO ha
resuelto sabiamente que, no sólo pueden resultar fecundos semejantes comercios, sino que los niños
que así nacen son de una naturaleza más generosa y más heroica. Vos leeréis, efectivamente, cuando
os plazca, los levantados hechos de estos hombres pujantes y famosos que Moisés denomina
«nacidos de la suerte» o predilectos de la fortuna. De ello tenemos las historias para desorientarnos
en el Libro de las guerras del Señor, citado en el capitulo vigésimotercero del Libro de los
Números. Por este tenor podréis juzgar lo que el mundo resultaría si todos sus habitantes fueran, por
ejemplo, como ZOROASTRO.
— ¿ZOROASTRO? ¿El inventor de la Necromancia?
— El mismo, del que los ignorantes han escrito esta calumnia. ZOROASTRO tenía el altísimo honor
de ser hijo del Salamandro Oromasis y de Vesta, la mujer de Noé. Él gobernó sapientísimamente
durante mil doscientos años, como el monarca más grande del mundo, después de lo cual fue
arrebatado por su padre Oromasis a la región de las Salamandras.
— Yo no me permitiré dudar —repliqué—, de que ZOROASTRO no esté con el Salamandro
Oromasis en la región del Fuego, pero me libraría muy mucho de hacer a Noé el ultraje que vos le
hacéis.
—El ultraje no es tal como os figuráis vos —contestó el Conde. Todos estos Patriarcas de
entonces tenían a gran honor ser los padres putativos de los hijos que los Hijos de Dios querían tener
de sus respectivas esposas, pero ello acaso resulta todavía excesivamente fuerte para vos. Volviendo
a Oromasis, él fue amado por Vesta, esposa de Noé, como ya os dije. Una vez muerta ésta, ella fue el
genio tutelar de Roma, y el Fuego Sagrado que ordenó conservasen con tanto cuidado las vírgenes
Vestales no era sino el encendido en honor del Salamandro, su amante. Además de ZOROASTRO, nació
también de estos amores una hija de suprema sabiduría y rara belleza, que fue la divina Egeria, de
quien Numa Pompilio, el segando rey de Roma, recibió todas sus leyes. Ella obligó a Numa, a quien
amaba, a que construyera un Templo en honor de Vesta, su madre, en el que se mantenía
perpetuamente el Fuego Sagrado en honor de su padre Oromasis. He aquí toda la verdad de la Fábula
que los Poetas y los Historiadores romanos han contado respecto de dicha ninfa Egeria. GUILLERMO
POSTEL, el menos ignorante de cuantos han estudiado la Cábala en los libros ordinarios, ha sabido
que Vesta era la mujer de Noé; pero ignoró que Egeria fuese la hija de esta Vesta, por no haber leído
los Libros secretos de la antigua Cábala, que el príncipe de la Mirándola adquirió tan caramente un
ejemplar. Postel, pues, ha confundido las cosas, creyendo que Egeria era solamente el buen Genio de
la esposa de Noé. También nosotros los Filósofos hemos aprendido en este último libro que Egeria
fue concebida sobre las aguas cuando Noé vagaba sobre las olas vengadoras que inundaban al
Universo. El número de las mujeres estaba entonces reducido a aquel pequeño grupo de las que se
salvaron en el Arca Cabalística, que este segundo padre del mundo había construido. Dicho excelso
hombre, gimiendo amargamente al ver el espantoso castigo con que el Señor sancionaba los crímenes
causados por el amor que Adán tenía por su Eva, viendo que Adán había perdido a toda su
posteridad prefiriendo a Eva sobre las hijas de los Elementos y quitándosela a los Salamandros y
Silfos, que hubieran sido amados por ella; Noé, repito, transformado en verdadero Sabio por el
funesto ejemplo de Adán, consintió gustoso en que Vesta, su esposa, se entregase al Salamandro
Oromasis, príncipe de las Potestades Ígneas, y al par persuadió a sus tres hijos de que cediesen
igualmente sus respectivas esposas a los Príncipes de los otros tres Elementos. El Universo fue así
repoblado en muy poco tiempo pos hombres heroicos, tan sabios, tan buenos, tan admirablemente
prodigiosos, que la posteridad, deslumbrada por sus virtudes, les tomó como Divinidades. Sólo uno
de los hijos de Noé, rebelde al consejo de su padre, no pudo resistir a los atractivos de su mujer, al
modo de cómo Adán tampoco resistió a los encantos de Eva, pero como el pecado de Adán había
ennegrecido todas las almas de sus descendientes, la poca complacencia que aquél tuvo con las
Sílfides marcó indeleblemente a su negra posteridad. De aquí proviene, dicen nuestros Cabalistas, el
horrible tinte de la piel de los etíopes y de todos esos pueblos asquerosos a quienes se les ha
condenado a habitar la zona tórrida en castigo del ardor profano de su padre.
— He aquí unos datos bien originales —le dije al Conde, pasmado ante la rara chifladura de
aquel hombre singular—. Veo bien que vuestra Cábala es una maravillosa panacea para esclarecer la
antigüedad entera.
— Maravillosa, sí —contestó gravemente el Conde—, porque sin ella las Escrituras Santas, la
Historia, la Fábula y la Naturaleza son otros tantos misterios indescifrables. ¿Creéis, por ejemplo,
que el escarnio que hizo Cam a su padre fuese el que se deduce de tomar al pie de la letra el bíblico
relato? No. Fue otra cosa bien diferente. Al salir, en efecto, Noé del Arca y viendo que Vesta, su
esposa, no hacia sino embellecerse por el comercio con su amante Oromasis, se tornó cada vez más
apasionado por ella, y Cam, temiendo que su padre fuese a poblar la Tierra con hijos tan negros
como sus etíopes, aprovechó la ocasión en que el buen viejo estaba ebrio y le castró sin
misericordia. ¿Reís?
— Si, me río del indiscreto celo de Cam —le dije. [12].
[12] He aquí una notable página de «Eugenesia psíquiea», que deja muy atrás a las mejores de
FREUD y de MARAÑÓN, y a la que, sin embargo, no se le puede negar un alto valor científico en la
Historia de las religiones.
Dentro del anhelo de superación, que es la voz secreta de las Especies, por DARWIN, LAMARK Y
RUSELL-VALLACE, llamado «selección natural», «preponderancia del más fuerte», ducha por la
existencia y el mejoramiento», la Naturaleza, eminentemente progresiva o evolutiva, hace que cada
sér trate de superarse por la unión sexual con un contrario sexuado que le supere, y ésta es la base de
las modernas teorías «eugenésicas» de aquellos autores. Prodigiosos son, en efecto, los frutos
logrados por botánicos y agricultores, cruzando individuos selectos de cada especie en demanda de
un tipo superior; y de los criadores de razas animales elegidas, no hablemos; bástenos admirar la
infinita multiplicidad de canes raros en esta o en la otra particularidad, que nos asombran en las
Exposiciones.
Pero, dígase lo que se quiera, la Eugenesia fracasa fatalmente cuando se trata de aplicar more
animalia al Hombre, el cual, si bien tiene todavía la carga o cruz de un cuerpo físico regido en
parte, y sólo en parte, por leyes que les son comunes con animales y vegetales, es, por sus elementos
superiores de Voluntad, imaginación, Razón y Sentimiento, un verdadero «dios caído en las miserias
de la carne», cosa que es, más o menos, la universal y, por tanto, venerable enseñanza de las
religiones. Apoyados en ello, a veces sin darse plena cuenta, escritores meritísimos combaten la
humana «eugenesia» que, tomando pretexto en las teorías expuestas por aquellos médicos, soñaran
quizá, erradamente, con convertirla en coactiva, por parte del Poder público, a la manera de aquellos
fornidos «guardias de Corps» que un monarca neurótico quiso cruzar con las más garridas aldeanas,
para obtener tipos gigánteos de los ensoñados por Gabalis, tipos que lanzar luego, como irresistibles
fieras, sobre enemigas naciones.
Semejante absurdo ¿ideal? puede crear «humanos en jambres»; verdaderos pueblos humanos,
jamás, como en uno de sus selectos Ideogramas, ha dicho el gran ANTONIO ZOZAYA, citando a
PERRINI, que en su obra El Mundo y el Hombre, dice: «Las abejas, modificando la papilla,
transforman a una obrera en reina; pero solamente el hombre, con su inteligencia, convierte en
finalidad la obra de la Naturaleza». Y, después de señalar el afán de los educadores de
muchedumbres, de compararlas con las sociedades de animales (ESOPO, VIRGILIO, ROUSSEAU,
FRANCISCO DE ASÍS, BLANCHARD, HUBE, LUBBOCK y LATRE) en demanda de un estatismo que acabe
por anularlo poco que ya va quedando de santa autonomía individual, dice inspirado:
«Lo que no vieron ni BLANCHARD, ni SPENCER, ni LUBBOCK, fue que las sociedades animales son
todo lo admirables que se quiera; pero que no han progresado en millares de años. Los enjambres
virgilianos son exactamente los mismos que los que estudian actualmente los más insignes
entomólogos. En nada se diferencia un hormiguero de hoy del de hace veinte o treinta siglos. Pero las
colectividades humanas se han transformado, porque en las sociedades animales los individuos
pueden, como dice PERRINI, transformar el polen en miel, pero no la inteligencia en finalidad. Entre
ellos no puede haber un HERSCHELL que trace la constitución de los cielos, ni un LAPLACE que funde
la Mecánica sideral, ni un LAVOISSIER que estatuya la Química, ni un HEGEL que prepare la Lógica, ni
un WAT que aplique la fuerza del vapor, etc., etc. Las sociedades humanas podrán tomar ejemplo de
las de las hormigas, cuando los hombres sean hormigas; se someterán a las inflexibles constituciones
de las abejas, cuando los súbditos sean abejas. Mientras esto no ocurra y haya en el individuo un
espíritu y una voluntad y un raciocinio, las sociedades humanas tendrán que progresar, respetando
siempre la libertad de todos y de cada uno de los individuos, y modificando su estructura con arreglo
a los trabajos que el los particularmente realicen, no como insectos, sino como pensamientos alados.
Hay mucha distancia de un zángano a NEWTON.
»Dejemos ya de hablar de rebaños y enjambres. Ni somos hermanos del lobo ni parientes lejanos
del borrego. Somos seres capaces de progreso, en quienes no es posible anular la facultad de
discurrir, de analizar, de construir mundos ideales, de determinarse a la acción para cumplir sus fines
propios. Nuestros organismos han de acomodarse a esta condición de reunión de individuos
conscientes. Bien está que imiten a los hormigueros y enjambres, en lo que se refiere al instinto y a la
cooperación y auxilio mutuos; pero nunca se puede llegar a pretender anular lo que distingue al
hombre de la obrera melificadora: la conciencia de su labor y de su destino sobre la Tierra y también
el ansia insaciable de perfeccionamiento y de libertad».
Y ENRIQUE GONZÁLEZ FIOL, en preciosísimo artículo en La Esfera, titulado El Derecho al Amor:
Beethoven y otros genios e ingenios contra la Eugenesia, emite estos luminosos conceptos:
«No obstante la brevedad de Amor, Conveniencia y Eugenesia, del Dr. MARAÑÓN, se podría
hablar muchos días rebatiéndole afirmaciones, no sólo en nombre de la moral, que, por pareceries
entelequia, a bastantes espíritus tiene sin cuidado, ni de la poesía de la vida, esencia imprescindible,
sin la cual la realidad seria una desolación infernal, sino hasta en nombre de la sociedad, y desde
luego y sobre todo —pues desde luego y sobre todo debe estar— en nombre de la sagrada integridad
de la individualidad humana, para mermar y menoscabar la cual no pasa día sin inventar algo. Con
achaque de conveniencia colectiva van surgiendo dictaduras, no sólo en distintos países; pero en
distintos sectores de la sociedad ese ídolo que todo se lo exige al individuo a cambio de
problemáticas ventajas y de seguras incomodidades y vejaciones.
»La Eugenesia, con toda su buena intención, es la más grave e insoportable tentativa contra lo
intangible, contra lo más sagrado de la libertad del espíritu humano: contra el amor, contra el único
derecho que debe ser indiscutible, puesto que para otra cosa no se nace.
»Desde Juego, yo no me alarmo, como el insigne CRISTÓBAL DE CASTRO —cuya finura sentimental
y espiritual se ha rebelado contra la inducción— de que haya aconsejado a las jóvenes elegir para
reproductor y mejorante de su propia casta, al varón más fuerte, al de mejor traza de apto para vencer
en la lucha por la vida. Si no se lo aconsejasen sus progenitores, no lo pensarían como lo piensan
igualmente todos. Escudríñese sino en el tesoro de ilusiones de cualquier niña y se hallará que sueña
un vencedor cuajado o en canuto. No haya cuidado por eso. Más tarde, el amor, esa fuerza cósmica,
elemental, fatal, a la cual ningún mortal puede resistir, según la demostración de un gran dramaturgo
contemporáneo, STANISLAS PRZBYSZEWSKI, llama a las puertas del alma femenina, y le impone el
apareamiento —término de expresión obligado tratándose de Eugenesia, aunque parezca más propio
de zootecnia—, y la que creyó llevar dentro palacios para albergar príncipes, se da con un canto en
los dientes al hallarse en su interior un zaquizamí para alojar un desdichado, y si no lo logra, se
desespera y sufre, a pesar de todos los defectos y deformidades físicos y morales del varón
apetecido. Y la infeliz, que no sintió abrasársele el alma en la llama divina del amor, como los
vencedores son menos que los vencidos, cuando no puede atrapar un hombre del standard de los
primeros, apenca con uno tarado, con todos los estigmas de los segundos, antes que quedarse para
vestir imágenes, pese a inducciones ajenas y a deseos propios. Y otro tanto puede decirse de
nosotros, varones: ¿quién no soñó una princesa para regir el hogar de su ilusión? Pues luego el amor
—o su espejismo, a quien le fue negado aquel don— no le llevó a conquistar una, y menos mal cual
no haya que avergonzarse de la condición de la fémina conseguida.
»GOETHE, de quien, pese a su fama de genio sano por excelencia, los estudios de MOEBIUS, MAX
SEILING y HAN, nos descubren una psicopatología inesperada, una neurosis que, complicada con los
abusos de Venus y de Baco, y el exceso de labor, le llevaron al extremo de sufrir el fenómeno de la
autoscopia externa, consistente en ver ante sí su propia imagen; ALFREDO DE MUSSET, alcohólico,
como HOFFMAN y EDGAR POE, y que también padeció aquel fenómeno, gracias al cual pudo darnos
luego su bella obra La Nuit de Décembre; GUY DE MAUPASSANT, alcohólico, cocainómano,
morfinómano y, finalmente, víctima del hachisch, que también padeció la autoscopia y enloqueció al
fin de su días, pero que, gracias a sus alucinaciones, dio obras maestras, como El Horla, El Hambre,
Magnetismo, ¿Quien sabe?, El miedo, el Sobre el agua; AUGUSTO COMTE, SCHUMANN, SWIFT, HUGO
WOLF, G. DE NERVAL, que murieron locos los cinco. FLAUBERT y DOSTOIEWSKY, epilépticos. Mme. DE
STAËL, WILLIAM WILBERFOCE, COLERIDGE, BAUDELAIRE, JEAN LORRAIN, TOMAS DE QUINCEY,
eterómanos, sobre todo el último, que, merced a su vicio, pudo crear su admirable obra la Confesión
de un inglés aficionado al opio; GLATIGNY y VERLAINE, neuróticos impulsivos; neuróticos, en mayor
o menor grado, como VÍCTOR HUGO, de enfermizo orgullo; SCHILLER, tísico, además que no podía
componer sus versos sin aspirar el olor de unas manzanas podridas que guardaba en un cajón;
BOSSUET, que para laborar se encerraba en una cámara fría y se envolvía la cabeza con lienzos
calientes; MONTESQUIEU, que trabajando pataleaba como un caballo; AMPERE, que meditando se
paseaba agitándose convulsivamente; TOLSTOY, que de joven, en presencia de las tres hijas del
doctor Berce, se prenda súbitamente de la mayor, se enamora en seguida de la segunda y acaba por
guillarse por la menor, cosa nada extraña en quien a los ocho años, sintiendo deseos de volar, abrió
una ventana y, sin vacilar, se arrojó de cabeza al espacio desde urja altura de cinco metros;
tuberculosos como MOZART, MILLEVOYE, el ya mentado SCHILLER, SCHUBERT, CHOPIN, MÉRIMÉE,
RACHEL, TCHECOV, WATTEAU, VAN-DYCK, RAFAEL, ROSALES…
»A anormales así, que tal vez —y en muchos, seguramente— por su anormalidad han creado
obras admirables que son deleite, enseñanza y orgullo de la Humanidad, ¡a Ésos! genios e ingenios
que son la sal de la vida, ¿podría negárseles las dulzuras del amor y de la paternidad por temor a una
descendencia patológica?
»Pero ¿es que de una descendencia patológica solamente puede esperarse males y desdichas para
la sociedad?
»No es que yo crea que solamente los anormales pueden producir obras maestras. Son numerosos
los hombres célebres que al genio o al ingenio unieron una envidiable sanidad corporal, LEONARDO
DE VINCI, por ejemplo…, mientras no salga algún espíritu perspicaz estudiándote como a GOETHE.
»Pero se da la casualidad de que el más grande músico que ha existido —por su obra y por su
influencia en la ajena— ha sido BEETHOVEN.
»¡Y BEETHOVEN fue hijo de un alcohólico y una tísica!…
»Si la Eugenesia hubiese prohibido el matrimonio de estos dos enfermos, habría impedido el
nacimiento del más glorioso de la música…
»Y ante el pensamiento de que pudiera ocurrir eso, se pronuncia uno con toda el alma contra la
Eugenesia.
»Por muchas desdichas que acarrean a la Humanidad todos los hijos de individuos patológicos,
no valen nada ni pueden pesar nada ante la Novena Sinfonía solamente, creación de un individuo
patológico, de un anormal por herencia precisamente; es decir, por todo lo que quiere evitar la
Eugenesia».
Nos hemos extendido tanto en las anteriores citas acerca de la «eugenesia human» para hacer
resaltar más aún la enormidad de la otra «eugenesia elementaria», tan horrible como suavemente
deslizada por el loco Conde de Gabalis, y, sin embargo, hay que convenir en desagravio a este
último, que, pese a la sublimidad interna de las llamadas «religiones positivas», no se libran éstas en
los fálicos orígenes asignados a sus «héroes divinos», «dioses e hijos de Dios» de aquella gravisima
acusación, constituyendo precisamente ello el elemento sexual y reprensible en alta Ciencia-Religión
o Sabiduría, de sus Velos y dobles Velos exotéricos u ocultaciones y «revelaciones».
Así en el Paganismo —tal como groseramente Je sorprendemos en nuestro positivismo que nos
hace no saber apreciar el alto simbolismo asexual de sus mitos—, vemos a Júpiter, Señor de Cielos
y Tierra, unirse con todas las diosas, mujeres, ninfas, etc.; metamorfoseándose, como lo hace la
Fuerza Inteligente Cósmica en sus Manifestaciones al actuar sobre la femenina Materia, para lograr
tal unión, obscenamente comprendida por nuestra mala fe antipagana o más bien por nuestra
ignorancia. Dícesenos así que Júpiter se unió sexualmente con Flora, para tener a Marte; con Semele,
para que Baco naciese; con Egesta, para Eolo, dios de los vientos; con Temis, para Astrea; con
Latona, para Diana; con Ceres, para Proserpina; con Alcmena, para Hércules; con Coronis, para
Esculapio; coa Clímene, para Atlante; con Antiope, para Anfión; cor Niobe, para Osiris;
transformándose, respectivamente, en águila para seducir a Ganímedes; en toro para engañar a
Europa; en lluvia de Oro con Dánae, naciendo así Perseo; en sátiro con Antíope; en fecundo soplo
con Mnemósine, engendrando así las nueve Musas, y en cisne con Leda, produciendo así a Cástor y a
Polux, y hasta en Diana femenina por Calixto… Pero la menos ilustrada inteligencia o la más llena de
prejuicios no podrá menos de comprender, como arriba apuntamos, que detrás de tales groseras
concepciones no hay sino los más augustos simbolismos de los fenómenos naturales, surgiendo como
otros tantos «hijos divino» del fecundo consorcio de la Potencia Creadora, llámese como se quiera,
con la fecunda Materia, augusta y virgínea Madre de todos los seres… Además, en esto de calumniar
a su antecesora para suplantarla y perseguirla, son maestras todas las religiones positivas… Ya lo
dice ANATOLE FRANCE en su Rôtisserie poniéndolo en boca de Coignard: da idea de un Dios perfecto
y creador a la vez no es sino «una fantasía gótica» de salvajismo digno de un sajón o de un welche.
El mismo Jehovah hebreo —Iod-he-vau-he, o Macho-Hembra— no era sino un dios inferior o
Demiurgo».
Dejando a un lado al Cristianismo por acatamiento a ciertas prohibiciones, aunque, naturalmente,
las deputemos como injustas, vemos en el Brahmanismo que Vishnú, la segunda Persona de la
Trinidad brahmánica antropomortizada, le dice a Devanagary, hija del tirano de Madura, que su hija,
la reina Maya, pariría sin contacto de varón, por lo que hubo de encerrarla en una torre inaccesible,
torre que, al tiempo del alumbramiento, fue derribada bajo el poderoso soplo de los Maruts o
«espíritus de los aires», y al así nacer el héroe Krishna, él fue llevado al ovil de Nanda, cuyos
pastores le hicieron ofrendas. Esta misma reina Maya, según las creencias del Buddhismo vulgar de
Ceilán y otros países meridionales asiáticos, anteriores en unos seis siglos al Cristianismo, concibe,
bajo el árbol de Bodhi, fecundada por un Rayo de Sol y a su tiempo, coa universal contento de todas
las criaturas angélicas, humanas y aun demoníacas, dio a luz al Maestro de la Compasión que fue
llamado Sidharta Sakya Muní, y, más tarde, el Buddha. Y no dejaremos de consignar también que
dicha reina Maya del Brahmanismo y del Buddhismo, tiene su homóloga en el Paganismo en esotra
«reina Maya» también, de quien Júpiter tuvo a Mercurio, el más sabio de los dioses, simbolizándose
así una vez más que Budhi, la Sabiduría oriental y Hermes-Thoth-Mercurio, la Sabiduría entre los
egipcios, tienen, como no podía menos de ser, un mismo y remotísimo origen filosófico en una
Ciencia-Religión Primitiva, hoy perdida, pero reconstituible mediante la moderna disciplina
científica de las Religiones Comparadas que saca del Mito Tradicional la Verdad Perdida, la del
«Templo Sepultado», que diría MAETERLINK…
Para terminar, pues, con el inacabable tema de das eugenesia», tanto las «humanas», como las
«cabalísticas a lo Gabalis», diremos con CRISTÓBAL DE CASTRO, en su genial artículo El horóscopo
de los hijos, que la Ideogenesia o génesis de las ideas, cuyos precedentes se encuentran en los libros
de HAVELLOCK ELLIS, de JEAN VINCHON, de RINALDO GIUSTI, etc., toma un nuevo aspecto después de
las recientes estadísticas de REDDFIELD, de las que se deduce que los hijos de padres muy jóvenes,
suelen ser cretinos, como si el amor, en la especie, estuviese en razón inversa con el amor individual;
que el 90 por 100 de los criminales son hijos de padres muy jóvenes; y asimismo los devotos de la
fuerza, como Alejandro, Federico de Prusia, Napoleón, Grant y Roosevel; los hijos de padres de
entre los treinta y los cuarenta años son preponderantemente literatos y músicos, como MOISÉS,
RAFAEL, SHAKESPEARE, BACH, GOETHE, SCHILLER, REMBRANDT, BEETHOVEN, MENDELSHON, CARLYLE
y MACAULAY; mientras que CATÓN, CRONWELL, BISMARK, GLASTON, y otros grandes políticos,
tuvieron a cincuentones por padres, siendo relativamente raro que el mérito sobresaliente recaiga en
los primogénitos, tan favorecidos por la legislación del medievo. «El azar de que el hijo nazca
adventiciamente —termina diciendo el excelente escritor— se remedia hasta cierto punto,
conociendo que los matrimonios jóvenes son funestos para los hijos. Diñase que la Naturaleza, al
poner en razón inversa al amor individual y al de la especie, pretende sustraer a la casualidad y
someter a un régimen científico lo más importante de la Creación: la continuidad. De esta suerte, la
juventud cede a la madurez el cetro genesiaco. Los hombres de veinte años, incompletos de ciencia y
de experiencia en la vida, son también incompletos en el amor. El amor, como flor, exige primavera:
como fruto, madurez, otoño…».
Pero hay en la Especie otro gran instinto: el de la Superación, origen de todas aquellas
degradadas interpretaciones acerca de Ros Hijos Divinos».
Dicho instinto de Superación o Selección hace en los corzos, por ejempló, agruparse y formar
circulo las hembras en celo en torno de los machos, quienes, en honor de ellas, emprenden la lucha
más brutal entre sí, siendo el macho triunfante el elegido. De igual modo la hembra humana
selecciona inconscientemente al varón más distinguido por cualidades mejoradoras con vistas a la
selección de la Especie, y ésta es la causa histórica —un ejemplo por todos el de D.ª Marina con
Cortés, alma de la conquista de Nueva España— de que las mujeres del pueblo inferior o vencido —
las sabinas del Lacio, verbigracia— se vayan con el triunfador.
¿Qué de extraño tiene, pues, el que hombres y mujeres hayan soñado siempre el unirse,
respectivamente, con «diosas» y «dioses» en la época en que en ellos se creía para obtener «hijos
divinos», o que sean como los dioses? En buena filosofía no puede sorprendernos, por tanto, aquella
aberración religiosa, aunque, naturalmente, la rechacemos fundados en que la superación intelectual
y moral humana no puede ser lograda por la vía animal del sexo, sino por la contraria y superior
de la ciencia y de la virtud; es decir, por lo que, más o menos, se denomina en Oriente la Yoga.
Pretender lo contrario es magia negra… Aunque, como dice FRANCE, al ser Jehovah «un creador
alfarero», su obra, el hombre, se complazca en el fango, hay algo más en él que el fango de su cuerpo
perecedero, crucificado durante su vida en la cruz redentora del sexo.
CHARLA CUARTA
D
ESPUÉS
hacia la rara extravagancia del Conde, que juzgaba muy difícil de curar, cosa que me
impedía divertirme con ella como lo habría hecho si hubiese tenido alguna esperanza de
retornarle a la sensatez. En vano buscaba por mi parte en la Antigüedad algo que oponer a sus
quimeras, algo incontestable, porque en cuanto a redargüirle con las enseñanzas de la iglesia, era
tiempo perdido, ya que él me había dicho que no llevaba cuentas sino con la antigua religión de sus
Padres, los Filósofos, y respecto a convencer por razonamiento a un cabalista, lo juzgué superior a
mis fuerzas. Además era prematuro discutir con un hombre cuyas opiniones aún no conocía yo por
completo.
Vínome, sin embargo, a las mientes aquello que Gabalis me dijera respecto de los falsos Dioses,
los que él había sustituido por las Sílfides y demás pueblos de los Elementos, cosa que juzgué podría
ser refutada por los Oráculos de los paganos a quienes la Biblia trata siempre de Demonios y no de
Silfos. Pero como todavía yo ignoraba si estaba entre los principios de la Cábala el atribuir las
respuestas de los Oráculos a cualquier causa natural, juzgué conveniente estimularle a que se
explicase a fondo sobre el particular. Para ello me dio ocasión de entrar en materia cuando, antes de
que penetrásemos en el laberinto, se volvió hacia el jardín, diciéndome:
— Esto es hermosísimo, y estas estatuas resultan de muy buen efecto.
— El Cardenal que las erigiera —observé—, tenía poco digna idea de la gran genialidad
simbólica de aquellas. Él creía que la mayor parte de estas figuras suministraban antaño los
Oráculos, y con tal prejuicio, las hizo pagar harto caras.
— Es el mal de no pocas gentes —contestó el Conde—. La ignorancia perpetra a diario un modo
de idolatría muy punible, pues que conserva con tanto cuidado y tiene por precioso tesoro a los
ídolos, de los que se cree que el Diablo se adueñaba antaño, sirviéndose de ellos para hacerse
adorar. ¡Oh, Dios mío!, jamás se reconocerá por el ignaro mundo que Vos habéis precipitado a
vuestros enemigos bajo el escabel de vuestros pies y que mantenéis aherrojados desde entonces a los
Demonios bajo el antro de la Tierra y en el torbellino de las tinieblas más densas. Esta tan poco
loable curiosidad de congregar así a tales pretendidos instrumentos de los Demonios, podría
transformarse en cosa inocente y buena, hijo mío, si quisiesen las gentes dejarse persuadir de que
jamás les ha sido permitido a dichos Ángeles de las Tinieblas hablar por mediación de los Oráculos.
— No creo —interrumpí—, que tal cosa pueda ser lograda entre el mundo de los simples
curiosos, pero acaso sí pueda serlo entre los fuertes de espíritu, pues no hace aún mucho tiempo que
un Congreso celebrado expresamente para estos asuntos por espíritus de primer orden, declaró que
todos estos pretendidos Oráculos no eran sino una gran superchería, hija de la avaricia de los
Sacerdotes gentiles o bien una artimaña política de los Soberanos.
— Los Mahometanos —dijo el Conde—, ¿enviaron embajada a vuestro Rey para este Congreso?
¿Qué pensaron ellos del problema?
— No, señor, ellos no vinieron.
— ¿De qué religión son, pues, esos buenos señores cristianos, que no tienen en cuenta para nada
a las Divinas Escrituras cuando ellas mencionan tantos Oráculos famosos en lugares diferentes, y
principalmente de los Pythones y sus Pitonisas que moraban y daban sus respuestas en el ámbito
mismo de los Templos destinados a la multiplicación de la Imagen de Dios?
— Yo me refiero, más bien, a esos vientres peroradores, e hice notar a la asamblea que el propio
rey Saúl había proscrito de su reino a las Pitonisas, y, no obstante de ello, la víspera de su muerte,
Saúl pudo encontrar todavía a una de éstas, a la que visitó y la cual tuvo el mágico poder bastante
para evocar y hacer aparecerse al profeta Samuel, quien le predijo, fatídico, la ruina que le esperaba.
No obstante todo ello, aquellos sabios asambleístas decidieron unánimes que jamás existieran los
Oráculos.
— Si, pues, la Biblia no convence a tales gentes —continuó Gabalis—, es necesario
convencerles con el unánime testimonio de toda la Antigüedad, donde es fácil encontrar a montones
las pruebas más maravillosas. Tantas vírgenes conocedoras del futuro de los mortales, las cuales
adivinaban los buenos o malos Destinos de aquellos que las consultaban. ¿Qué me decís, por otro
lado, de CRISÓSTOMO, ORÍGENES, ECUMENIO, quienes mencionan a esos hombres divinos a los que los
griegos denominaban Engastrimandros o ventrículos, cuyo profético vientre articulaba con claras
palabras los Oráculos más famosos? Y si esos caballeros vuestros no aman a la Biblia y a los Santos
Padres, hay que darles en el rostro con aquellas milagrosas jóvenes de las que nos habla el griego
PAUSANIAS, las cuales se transformaban en palomas y bajo esta metamorfosis pronunciaban los
Oráculos célebres llamados de las Palomas de Dodona. O también les podéis decir, en honra y prez
de vuestra nación, que hubo también en las Gallas de antaño, hijas insignes que a voluntad podían
metamorfosearse según el deseo del consultante y que, aparte de los Oráculos que sabiamente
aportaban, tenían la facultad de aplacar al mar tempestuoso y curar las más rebeldes y graves
enfermedades.
— Todos esos bellos relatos están reputados como apócrifos…
— ¿Es acaso porque su venerable antigüedad les hace sospechosos? Además, los Oráculos
continúan dándose en nuestros propios días.
— ¿En qué sitio del mundo?
— ¡En el mismísimo París!
— ¿En París? —opuse escéptico.
— Sí, en París —continuó aquél—. «¿Sois maestro de Israel y no sabéis esto?». ¿Acaso no son
consultados a diario en la capital de Francia los Oráculos acuáticos en peceras o en estanques; o los
Oráculos aéreos en espejos mágicos manejados por vírgenes? ¿No son vueltos a encontrar así por sus
dueños joyas perdidas y relojes robados y se tienen también noticias de los países más lejanos y de
los seres queridos ausentes?
— ¿Cómo?, señor, ¿qué es lo que me decís?
— Pues sencillamente lo que está aconteciendo a diario, y de lo que no es nada difícil encontrar
miles de testigos oculares.
— No lo creo, señor. Los Tribunales harían un buen escarmiento de quienes practicasen acciones
tan reprensibles, rayanas en la idolatría.
— ¡Ah, y cómo os precipitáis! —replicó Gabalis—. No hay en toda ella nada del mal que os
figuráis y la Providencia no permitirá que se extirpe semejante resto de la Filosofía que se ha
salvado del lamentable naufragio experimentado por la Verdad. Si aún quedan algunos vestigios entre
las gentes del pueblo de la temible potencia de los nombres divinos, ¿seríais vos del parecer de que
fuesen ellos borrados y se perdiese así el respeto y la gratitud que son debidos a la gran Palabra
sagrada de Agla, la cual opera mágicamente tales prodigios, lo mismo cuando es invocada por los
ignorantes que por los pecadores, y que adquiere, naturalmente, extraordinario poder en labios de un
Cabalista? Si Vos hubieseis querido aplastar a tales señores vanidosos, demostrándoles la verdad de
los Oráculos, no teníais sino exaltar vuestra imaginación y vuestra fe, poniéndoos cara a Oriente y
pronunciando con voz firme: ¡Ag…!
— Señor —interrumpíle— jamás se me había antojado emplear semejantes argumentos ad
homine a gentes tan honorables como lo son aquellos asambleístas, quienes al punto me habrían
tomado por un fanático, dado que seguramente no tienen fe alguna en nada de esto, y aunque yo
hubiese puesto en práctica semejante invocación cabalística, ella no hubiese tenido resultado alguno
tampoco en mi boca, pues que soy todavía más incrédulo que todos ellos.
— Bien, bien —continuó el Conde—. Si aun no tenéis tal fe, ya la haremos venir. Sin embargo, si
no tenéis confianza de que dichos señores hubiesen dado crédito a lo que todos los días se les puede
hacer ver en París, podríais haberles citado una historia de bien remota fecha: el Oráculo que CELIUS
RHODIGINUS aseveró haber presenciado por sí mismo, y pronunciado hacia fines del pasado siglo,
por este hombre extraordinario que predecía el porvenir valiéndose del propio órgano que el
Eurycles de PLUTARCO.
— No había querido, en modo alguno, citar a RHODIGINUS, porque habría sido calificado de
pedante y no hubiera faltado tampoco quien añadiese que este señor era un demoníaco más.
— Esto habría sido un insulto perfectamente monacal —replicó el Conde.
— Señor —agregué—. A pesar de la cabalística aversión que veo sentís hacia los frailes, me
permitiréis que no la comparta. Ni veo que «haya tanto mal tampoco en negar que hayan existido los
Oráculos ni en agregar que era el Demonio el que hablaba por ellos, ya que, en suma, los Santos
Padres y los teólogos…
— ¿Acaso los teólogos —interrumpióme el Conde— no están todos de acuerdo en que la
sapientísima Sambethe, la más antigua de las Sibilas, era bija de Noé?
— Y eso, ¿qué importa?
PLUTARCO —continuó Gabalis— ¿no cuida bien de decir que ésta, la más antigua Sibila, fue la
primera que pronunció Oráculos en Delfos? El Espíritu a quien Sambethe albergaba en su seno no
era, pues, ningún Diablo, ni su Apolo protector, un falso Dios, pues que la idolatría no comenzó sino
mucho tiempo después de la confusión de lenguas, por lo que sería poco verosímil atribuir al Padre
de la Mentira los libros sagrados de las Sibilas y cuantas pruebas en favor de la verdadera Religión
los Santos Padres han sacado de ellos. Por tanto, hijo mio —agregó riendo—, no os es permitido
romper el maridaje que un gran Cardenal, príncipe de la Iglesia, ha hecho de David y de la Sibila en
su canto del Dies Irae, ni de acusar a tan sabio personaje de haber puesto en parangón a un gran
Profeta con una desventurada Energúmena, puesto que o David fortifica el testimonio de la Sibila, o
la Sibila debilita la autoridad de David.
— Os ruego, señor, que tornéis a vuestra habitual seriedad.
— No tengo en ello inconveniente, a condición de que no me acuséis jamás de serlo demasiado.
El Demonio, en opinión vuestra, ¿se ha contradicho nunca o ha ido alguna vez contra sus propios
intereses?
— ¿Por qué no?
— Porque lo que TERTULIANO ha llamado tan feliz y sublimemente la Razón de Dios no lo
encuentra muy lógico. Satán, en ninguna ocasión, ha tirado contra sus propios intereses. De aquí se
deduce que, o el Demonio jamás ha hablado por medio de los Oráculos o que él no ha hablado en
ellos nunca contra sus conveniencias personales, y si los dichos Oráculos han hablado contra los
intereses de este Enemigo, no es él quien empleó los Oráculos para con los mortales.
— Pero ¿no ha podido Dios forzar a) Demonio a dar público testimonio de la Verdad, aun
hablando contra si mismo? —objeté.
— ¿Y si Dios no hubiese hecho tal cosa?
— ¡Ah! En ese caso vos tenéis más razón que los frailes.
— Ved, pues, que es así, y para proceder irrecusablemente y de buena fe, no voy a acumular aquí
los testimonios que refieren los Padres de la Iglesia, no obstante estar persuadido de la veneración
que guardáis para con estos grandes hombres. Su religión, como asimismo el interés que en el asunto
tenían éstos, podían haberles prevenido contra ello y su amor hacia la verdad podría haberles
inducido a introducir en ella algo de velo y como de mentira, al ver a aquélla tan pobre y desgraciada
en nuestro siglo. Eran ellos hombres, en efecto, y como tales, siguiendo la máxima del gran Poeta de
la Sinagoga, testigos infieles en parte. Quiero, pues, citaros a un hombre que no pueda en esto ser
sospechoso: un pagano y pagano de índole bien diferente que LUCRECIO, LUCIANO y los epicúreos; un
pagano, en fin, creyente en innumerables Dioses y Demonios; supersticioso en el más alto grado,
poderoso Mago, o que tal se creía, y, por consecuencia, gran partidario de los Diablos. Me refiero a
PORFIRIO. He aquí palabra por palabra algunos de los Oráculos que refiere:
ORÁCULO
«Hay por encima del Fuego celeste una Llama incorruptible, vibrante y resplandeciente
siempre; manantial eterno de la Vida; fuente de todos los seres y origen de las cosas todas.
Semejante Llama lo produce todo y nada perece si ella no lo consume. Ella se hace conocer
por ella misma. Su fuego no puede ser encerrado en parte alguna; ella está desprovista de
cuerpo y de toda clase de materia; rodea y abarca a los Cielos. De una de sus infinitas
chispas proviene todo el fuego vital del Sol, la Luna y las Estrellas. He aquí todo lo que se de
Dios y no intento saber más, pues que ello sobrepuja al alcance del Sabio más excelso.
Asimismo tened entendido que el hombre injusto y perverso no puede ocultarse a la mirada
de Dios, ni excusa o pretexto alguno valen ante sus ojos escrutadores. Todo está lleno de
Dios. Dios está en todas partes».
— Ved, pues, hijo mío, que este Oráculo no tiene el menor sabor demoníaco.
— Al menos en él, el Demonio se sale bastante de su natural carácter.
— He aquí otra muestra más elocuente aún.
ORÁCULO
«Existe en la Divinidad una insondable profundidad ardiente. El corazón humano no debe
jamás temer tocar a ese Fuego adorable, ni ser tocado por él. No por ello se verá consumido
por fuego tan dulce, cuyo apacible y tranquilo calor determina la contextura, la armonía y la
vital continuidad del mundo. Nada subsiste que no esté alimentado por tal Fuego, que es la
Esencia divina. Nadie le ha generado; es sin Padre, sin Madre y sin Nada. Él lo sabe todo, y
nada le puede ser enseñado. Es inconmovible en sus designios, y su Nombre es inefable. He
aquí lo que es Dios. Nosotros, meros Mensajeros suyos, no somos sino una partícula de la
Divinidad».
ORÁCULO
«¡Oh, Trípode revelador! Llorad y haced la Oración fúnebre de vuestro Apolo; él es
mortal, y va a morir. ¡Él muere ya!, porque la luz de la celeste Llama se extingue en Él».
— Veis, pues, hijo mío, que quien quiera que fuese el que hablase en los Oráculos, y que
explicase tan admirablemente a los paganos la Esencia, la Unidad, la Inmensidad y la Eternidad de
Dios, habla como un mortal, y afirma que no es sino una chispa de la Divinidad. No es, por tanto, el
Diablo quien en el Oráculo habla, dado que él es también inmortal, y que Dios no había tampoco de
forzarle para que dijese lo que no existe. Comprobado queda, que Satán no se produce contra sí
propio. ¿Es un medio para él hacerse adorar, el decir que no hay más que un solo Dios? Él dice que
es mortal; pero ¿cuándo ha sido tan humilde el Diablo, para así desposeerse de su efectiva cualidad
de inmortal? En suma: que si el concepto del que es llamado por antonomasia el Dios de la Sabiduría
subsiste, no puede ser nunca el Demonio el que hablara en los Oráculos.
— Pero si no es el Demonio —observé—, éste, mintiendo de buen grado en cuanto a calificarse
de mortal, decía, forzado, la verdad cuando tenía que hablar de Dios; y, ¿a quién atribuye vuestra
Cábala todos esos Oráculos? ¿Será, sin duda, a una emanación terrestre, como sostienen
ARISTÓTELES, CICERÓN y PLUTARCO?
— ¡Ah! No —replicó el Conde—. Gracias a la sagrada Cábala, no tengo la cabeza tan perdida
como todo eso.
— Entonces, ¿cómo sustentáis opinión tan absurda? Aquéllos son gentes de recto criterio.
— No tanto como os figuráis. Imposible resulta el atribuir a semejante exhalación todo cuanto
acontecía en los Oráculos. Por ejemplo: un hombre, que se apareció en sueños, como TÁCITO cuenta,
a los sacerdotes de un Templo de Hércules, en Armenia, y les ordenó que tuviesen preparados varios
cazadores, y cuando éstos regresaron de su cacería aquella noche, rendidos de cansancio y con los
carcajes vacíos de flechas, y al otro día se vio que había tantas piezas muertas en la selva como
flechas en los carcajes, veis bien que vuestra pretendida «exhalación» no podía operar semejante
prodigio. La causa, menos podía ser el Diablo, porque seria tener un criterio muy poco sensato y
cabalista, el creer que le fuese permitido correr tras las liebres o los jabalíes.
— ¿A qué atribuye entonces tal hecho vuestra Cábala?
— Reparad en lo que os voy a decir antes de que os revele semejante misterio. Es preciso, ante
todo, que os cure vuestro espíritu del prejuicio que tenéis respecto a dicha «exhalación terrestre», de
esos ARISTÓTELES, CICERÓN y PLUTARCO que citáis tan enfáticamente. Podéis citar también a
YÁMBLICO, el que, no obstante su gran espíritu, vivió algún tiempo en el mismo error, el cual hubo de
abandonar luego, cuando él examinó mejor el problema en su libro sobre los Misterios.
PEDRO DE APONA, POMPONACIO, LEVINUS, CIRENIUS y LUCILIO VANINO, están encantados de haber
encontrado este defecto en algunos de los antiguos. Todos estos pretendidos esprits forts, que cuando
hablan de las cosas divinas dicen más de lo que conocen y de lo que quieren, no consienten en ver
nada de superhumano en los Oráculos, por miedo de tener que reconocer algo por encima del
hombre. Tienen miedo de encontrar una escala con la que poder remontar hasta Dios, al que temen
conocer, por los múltiples grados de las criaturas espirituales, y prefieren fabricarse una para
descender hasta la nada y el vacío. En lugar de remontarse a los Cielos, ellos ahondan en la Tierra,
camino del Abismo; y en vez de buscar en los seres superiores al hombre, la causa de estos
transportes, que le elevan por cima de sí mismo, y le hacen un a modo de divinidad, atribuyen,
débilmente, a exhalaciones impotentes esas facultades de penetrar en lo futuro, de descubrir las cosas
ocultas y de elevarse hacia los más altos secretos de la Esencia divina.
Tal es la miseria del hombre, cuando su espíritu de oposición y su capricho de pensar de
diferente manera que los demás, se apodera de ellos. ¡Lejos de alcanzar así la meta, no hacen sino
confundirse y crearse trabas! Semejantes libertinos no quieren someter al hombre a sustancias menos
materiales que él; ellos se esclavizan al criterio expuesto por vos también, y sin considerar que no
hay relación alguna entre este quimérico valor y el alma del hombre; entre el vapor productor del
frenesí mántico y las cosas futuras; entre esta causa frívola y sus efectos milagrosos, se figuran que
son geniales, porque son simplemente extravagantes. Para dárselas de fuertes de espíritu, niegan los
espíritus.
— ¿Tanto os desagrada su singularidad?
— ¡Ah, hijo mio! Ella es la peste del buen sentido y el eterno tropiezo de los más geniales
espíritus. ARISTÓTELES mismo, por muy gran lógico que fuese, no se salvó de caer en la trampa de la
fantasía de singularizarse, la cual trabajó en sus obras tanto como él.
— En efecto —dije—. Él no hizo sino confundirse y extraviarse, cuando consigna en el Libro de
la generación de los animales y en sus Morales, que el espíritu y la inteligencia del hombre le
vienen de fuera, y que no pueden provenir de nuestros padres. Y a la vista de la espiritualidad de las
operaciones de nuestra alma, concluye deduciendo que ella es de distinta naturaleza que el
compuesto material al que ella anima, y cuya grosería no hace más que ofuscarle en sus
especulaciones, en lugar de prestarle ayuda. Ciego ARISTÓTELES, sin embargo, pues que, según vos,
nuestro organismo material no puede ser la fuente de nuestros pensamientos espirituales, ¿cómo os
explicáis vos que un débil vaho pueda ser la causa de los sublimes pensamientos y demás tesoros
espirituales que provienen de las Pitonisas que pronuncian los Oráculos sagrados?
— Bien veis que el superior espíritu de ARISTÓTELES se contradice a si propio, extraviado por su
prurito de singularidad.
— Más bien lo que hay que admirar —contestó el Conde—, es la honestidad del Salamandro
Oromasis, al que los celos no je impidieron compadecerse de su desdichado rival. Él enseñó a su
hijo ZOROASTRO, llamado por otro nombre JAFET, el nombre del Dios todopoderoso, que simboliza y
expresa su eterna fecundidad. Jafet pronunció seis veces, alternativamente, con su hermano Sem,
marchando de espaldas hacia el Patriarca, el nombre temible de Jobamiah, y le restituyeron al buen
viejo a la integridad de su mutilado sér. Semejante historia, equivocadamente interpretada por los
griegos, les ha hecho decir a éstos que Saturno, el más antiguo de los Dioses, había sido castrado por
su propio hijo. Mas, he aquí la verdad de la cosa. A la vista de todo esto, podéis comprender hasta
qué punto la moral de los pueblos del Fuego y demás Elementos es infinitamente más humana que la
vuestra, porque los celos de aquéllos son tan terribles como nos cuenta PARACELSO, al relatarnos la
aventura que dice fue testimoniada por todos los habitantes de Stanffemberg; un Filósofo, con quien
una Ninfa había entrado en comercio de inmortalidad, se hizo luego lo suficientemente deshonesto
para amar a una mujer. Cierto día en que él cenaba con su querida y algunos de sus amigos, vióse
súbitamente en los aires la más hermosa cadera del mundo, exhibición con la cual la invisible amante
dementaría quiso patentizar a los amigos la infidelidad por aquél cometida, y su pésimo gusto al
cambiar, por los pobres encantos de la Mujer, las supremas bellezas de la Sílfide. Hecho lo cual, la
Sílfide vengativa mató al amante infiel en el mismo momento.
— ¡Ah, señor —exclamé, alarmado—; es cosa de pararse un poco, antes de decidirse a tomar tan
delicadas esposas invisibles!
— Confieso que el amor de dicha Sílfide fue excesivamente violento —continuó el Conde—.
Mas, habiendo visto nosotros a tantas mujeres exasperadas, matar por celos a sus amantes perjuros,
no hay para qué extrañarse de que estas tan bellísimas como fieles amantes, se dejen arrebatar así de
su mor cuando son traicionadas, tanto más, cuanto que ellas sólo exigen del hombre, que se abstenga
de las mujeres, cuyos defectos les resultan insufribles; pero no se oponen a que de entre sus
congéneres tomen asimismo como esposas a cuantas les plazcan. Ellas, así, prefieren el alto interés
de la inmortafización de sus compañeras, a su satisfacción particular egoísta, y se consideran
dichosas al ver que sus Sabios dan a la República dementaría el mayor número posible de hijos
inmortales.
— En resumen, señor —repliqué—: ¿Cuál es la causa de que se vean tan raros ejemplos de todo
eso que decís?
— Al contrario; ellos son en muy crecido número, hijo mío. Pero, o no se repara bien en ellos, o
no se les concede ningún crédito, o, en fin, se les explica mal, por el desconocimiento en que se está
de nuestros filosóficos principios. Atribúyese a los Demonios, cuanto debería ser atribuido a los
pueblos de los Elementos. Un pequeño Gnomo se hizo amar de la célebre Magdalena de la Cruz,
abadesa de un monasterio de Córdoba, en España. Ella le hizo feliz desde la edad de doce años,
continuando así su amoroso idilio por espacio de más de treinta. Un director espiritual, ignorante,
acabó persuadiendo a la Madre Magdalena, que su amante invisible era un demonio o un trasgo, y la
obligó a pedir su absolución, nada menos que al pontífice Paulo III. Sin embargo, no hay posibilidad
de que aquel solícito amante fuese un Demonio, porque toda Europa supo, y CASIODORO REMAIUS lo
consignó para la posteridad, el milagro que a diario se hacía en favor de aquella santa Hija, lo cual
no hubiese aparentemente acaecido, si el comercio de la Abadesa con el Gnomo hubiese sido tan
diabólico como el venerable Director espiritual imaginase. Este doctor la diría, sin duda,
astutamente, que también el Silfo que se inmortalizaba con la joven Gertrudis, religiosa del convento
de Nazareth, en la diócesis de Colonia, era un diablejo asimismo.
— Yo lo tengo esto último por completamente seguro —insistí una vez más.
— ¡Ah, hijo mío! —prosiguió el Conde, sonriente—; si ello fuere así, el Diablo es harto
afortunado al mantener semejante galante comercio con una jovencita de trece años, y escribirla los
dulces billetes amorosos, que luego se encontraron en su arquilla… Creedme, hijo, que el Demonio
tiene en la mansión de la Muerte ocupaciones harto más tristes y más conformes, con el odio que
tiene hacia él el Dios de la Pureza. Pero así es como se cierran los ojos a la verdad, ignorantemente.
En TITO LIVIO, por ejemplo, encontramos que Rómulo era hijo del dios Marte. Los fuertes de espíritu
«dicen que esto es una fábula»; los teólogos, que se trató de un Diablo incubo, y los burlones añaden:
«La buena señorita Silvia, habiendo perdido sus guantes en la selva, quiso sincerarse, diciendo que
un dios se los había robado». Pero nosotros, que conocemos mejor que todos éstos a la Naturaleza,
gracias a habernos atraído Dios hacia la verdadera luz, sabemos bien que el pretendido dios Marte
era un Salamandro, que, uniéndose a la joven Silvia, la hizo madre del gran Rómulo, el héroe que,
luego de haber fundado a la opulenta Roma, fue arrebatado por su padre Marte, como ZOROASTRO lo
fuese también por su padre Oromasis. Otro Salamandro así fue, de igual modo, el padre de Servio
Tulio. TITO LIVIO, engañado por la semejanza, dice, por su parte, que no fue sino el Dios del Fuego, y
los ignorantes han hecho de ello igual erróneo juicio que lo hicieron también respecto del padre de
Rómulo. El famoso Hércules, el invencible Alejandro, eran, a su vez, hijos del más grande de los
Silfos. Los historiadores, no conociendo bien esto, dicen que era su padre Júpiter y dicen bien,
porque, como ya sabéis, aquellas Sílfides, Ninfas y Salamandras, habiendo sido erigidas en otras
tantas divinidades, por las ignaras multitudes, los historiadores que las creían tales, llamaban Hijos
de Dios a todos cuantos niños así nacían.
Tales fueron también el divino Platón, el más que divino APOLONIO DE TIANA, HÉRCULES,
AQUILES, SARPEDON, el piadoso ENEAS y el famoso MELCHISEDECH, porque… ¿sabéis vos quién fue
el padre de este último glorioso Patriarca?
— No, ciertamente, puesto que SAN PABLO tampoco lo sabía.
— Decid, más bien, que no quiso revelarlo —replicó el Conde—, pues que no le estaba
permitido el divulgar los secretos cabalísticos. Él, en efecto, no ignoraba que el padre de
Melchisedech era un Silfo, y que este rey de Salem fue concebido en el Arca de Noé por la hija de
Sem. La manera que tenía este Pontífice de ofrendar los sacrificios, era la misma que su prima Egeria
enseñó al rey Numa Pompilio, al par que la adoración de una Divinidad Suprema, sin imágenes ni
representaciones, por cuya causa, los romanos, hechos idólatras algún tiempo después, quemaron los
Libros santos de Numa que Egeria les dictase. El Dios primitivo de los romanos era el verdadero
Dios, y su sacrificio, el único verdadero también del Pan y del Vino. Pero todo esto se degradó
después, y Dios, en recuerdo de dicho culto primitivo, no dejó de adjudicar a la ciudad, que así había
reconocido su soberanía antaño, el imperio del Universo. El propio sacrificio de Melchisedech…
— Señor —interrumpíle—, os ruego que dejemos ya lo de Melchisedech, al Silfo que le
engendró, a Egeria, su prima, y al sacrificio del Pan y del Vino. Semejantes pruebas me parecen
demasiado remotas y me atrevería a rogaros que me suministraseis otras más recientes. Tengo oído
de labios de un doctor, al que interrogué, qué habrá sido de los compañeros de esa especie de Sátiro
que se apareció a San Antonio y al que vos habéis denominado un Silfo, que, en la actualidad, todas
esas gentes han muerto ya. Así, de ser cierto esto último, cabe pensar que, en efecto, al ser ellos
mortales como decís y no tener ya nuevas de ellos, realmente han dejado ya de existir.
— Ruego a Dios —exclamó emocionado el Conde—. Ruego a Dios tenga a bien ignorar a este
ignorante, que tan neciamente resuelve lo mismo que ignora Dios le confunda, como igualmente a
cuantos piensen así. ¿De dónde ha aprendido el tal doctorzuelo que están desiertos los Elementos y
que todos sus pobladores han sido ya extinguidos? Si él se hubiese querido molestar en leer la
Historia y no atribuir al Diablo, como hacen las buenas mujeres, todo cuanto se le antoja a su
quimérica teoría, él hallaría en todos los tiempos y lugares las pruebas de lo que os llevo dicho.
¿Qué diría, si no, vuestro doctor de marras acerca de este auténtico caso acaecido no ha mucho en
España? Una hermosisima Sílfide se hizo amar de cierto español, viviendo tres años con él y
teniendo de él tres preciosos niños, muriendo después. ¿Diréis que ella era también el Diablo?
¡Sapientísima respuesta! ¿Según qué ley física puede el Diablo organizar un cuerpo femenino que
conciba, dé a luz y amamante a sus criaturas? ¿Qué pruebas hay en la Santa Escritura acerca de
semejante poder que nuestros teólogos tendrán así que adjudicar al Diablo? ¿Y qué razón
verdaderamente admirable les puede suministrar su enclenque Física? El jesuita DEL RÍO, cuán
inocentemente relata de buena fe multitud de estas aventuras y, sin aceptar las razones de los físicos,
sale del atolladero diciendo que tales Sílfides no eran sino Demonios íncubos. ¡Cuán verdad es que
vuestros más pomposos doctores saben menos, con frecuencia, que las más simples mujerucas! Dios
gusta de envolverse en su trono nebuloso y densificando las tinieblas que rodean a su temible
Majestad, habita en una inaccesible luz y sólo deja ver las verdades excelsas a los humildes y
sencillos de corazón. Aprended, pues, a ser humilde, hijo mio, si anheláis penetrar las tinieblas
sacrosantas que ocultan a la Verdad. Aprended de los Sabios a no dar a los Demonios ningún poder
sobre la Naturaleza, desde el día en que la piedra fatal les tapó la salida de los pozos del abismo.
Aprended de los filósofos a buscar siempre en todo las causas naturales, hasta en los acontecimientos
más extraordinarios y cuando estas causas naturales lleguen a faltar, recurrid a Dios y a sus santos
Ángeles, pero jamás a los Demonios, que no pueden hacer otra cosa que sufrir eternamente. De otro
modo blasfemaréis sin daros de ello cuenta y atribuiréis al Diablo el mérito de las obras más
maravillosas de la Naturaleza. Y cuando os digan que el divino APOLONIO DE TIANA fue concebido
sin la actuación del hombre, y que uno de los más excelsos Salamandros descendió para
inmortalizarse con su madre, diréis que este Salamandro era un Demonio y daréis, por consiguiente,
al Diablo la gran gloria de la generación de uno de los hombres más grandes que han salido de
nuestros maridajes filosóficos.
— Pero, señor —interrumpíle—, si este APOLONIO está reputado por nosotros como un brujo,
¿qué importa ello para el caso?
— He aquí —prosiguió el Conde— uno de los peores efectos de la ignorancia y de la torcida
educación. Como nuestras nodrizas nos contaron de niños consejas sobre los hechiceros, todo cuanto
extraordinario acontece tiene al Diablo por autor. Los más sabios doctores tienen el castigo de no ser
creídos sino cuando hablan como las niñeras. APOLONIO no fue nacido de hombre, como os llevo
dicho. Él entendía el lenguaje de las aves; él se hizo ver simultáneamente en dos lugares distintos; él
se tornó invisible delante del emperador Domiciano, que pretendió hacerle martirizar; él resucitó a
una joven por el poder de la Onomancia, y él dijo en Efeso, en una asamblea de todos los pueblos del
Asia, que en aquella misma hora era asesinado el tirano de Roma. Ante el problema de juzgar con
exactitud a este gran hombre, las nodrizas dicen que era un hechicero, mientras que SAN JERÓNIMO y
SAN JUSTINO, Mártir, abogan porque fue un gran Filósofo. JERÓNIMO, JUSTINO y nuestros cabalistas
serán, pues unos visionarios y la chiquillería les arrollará. ¡Ah! ¡Que la ignorancia perezca en su
propia ignorancia, pero vos, hijo mio, salvaros, al menos, del naufragio!
Cuando leáis que el célebre Merlín nació sin la mediación de varón alguno, de una religiosa, hija
del rey de la Cuan Bretaña, y que él predecía el porvenir con más seguridad que el propio Tiresias,
no diréis con el vulgo que era el hijo de un Demonio incubo, pues que éstos jamás ha existido ni que
profetizaba por arte demoníaco por cuanto el Demonio es la más ignorante de todas las criaturas,
según la santa Cábala. Diréis, en cambio, con los Sabios, que la princesa inglesa fue consolada en su
soledad por un Silfo que, compadecido de ella, se dio trazas a divertirla, lográndolo cumplidamente,
y que Merlín, el fruto de tal unión, fue instruido por las Sílfides en todas las ciencias, aprendiendo de
aquéllas todas cuantas maravillas aparecen consignadas en la Historia de Inglaterra. No ultrajaréis
tampoco a los condes de Cléves diciendo que es su padre el Diablo y tened, os ruego, mejor opinión
del Silfo que la Historia cuenta hubo de llegar a Cléves sobre un maravilloso esquife tirado por un
Cisne mediante cadena de plata. Este Silfo, después de haber tenido muchos hijos de la heredera del
Condado, partió para siempre cierto día, tripulando su nave aérea. ¿Por qué vuestros doctores le
erigen también en un Demonio? ¿Concederéis tan triste honor asimismo a la Casa de los Lusignan y
os atreveréis a dar a vuestros Condes de Poitiers una genealogía diabólica? ¿Qué tenéis que decir
contra sus célebres madres?
— Creo, señor, que me estáis contando los cuentos de Melusina…
— ¡Ah! Si, pues, no negáis la historia de Melusina, os he ganado la partida, y si la negáis, será
preciso quemar antes los libros del gran PARACELSO, donde se consigna en cinco o seis pasajes
diferentes que nada hay más cierto que el que la tal Melusina era una Ninfa y será preciso también
desmentir a nuestros historiadores, cuando dicen que después de la muerte de ésta, o, mejor dicho,
después que ella hubo desaparecido de la vista de su buen marido, jamás ha dejado de aparecerse,
vestida de luto, sobre la torre del castillo de Lusignan, que ella había construido, cada vez que
alguno de sus descendientes está amenazado de alguna desgracia, o siempre que algún rey de Francia
va a morir violentamente. Si lo negáis, podéis tener disgustos coa cuantos se honran con descender
de aquella Ninfa o que están emparentados con su casa nobiliaria.
— ¿Os figuráis, señor, que tales caballeros preferirán considerarse descendientes de las
Sílfides?
— Más las amarían, sin duda, si supiesen lo que yo os enseño, y tendrían por muy alto honor esos
nacimientos extraordinarios. Si ellos, en efecto, recibieran alguna luz de la Cábala, comprenderían
que con tal forma de generación, por ser más conforme a la manera de ver de Dios al comenzar la
población del mundo, los niños que así naciesen serian más felices, más gallardos, sabios, famosos y
benditos de Dios. ¿No es gloriosísimo para aquellos hombres ilustres el descender de esas criaturas
tan perfectas, admirables y potentes, que no de cualquier sucio Trasgo o de algún infame Asmodeo?
— Señor —insistí—, nuestros teólogos no llegan a decir que el Diablo es el padre de cuantos
nacen, sin que hombre alguno les traiga al mundo. Ellos reconocen que el Diablo es mero espíritu y
que, como tal, no puede engendrar. SAN GREGORIO NACIANCENO no lo cree así, puesto que afirma que
los demonios se multiplican también al modo de los mortales. —No somos de la misma opinión, pero
acontece, según nuestros doctores, que…
— ¡Ah! No digáis eso —replicó con vivacidad el Conde—. No lo digáis o diréis con ello tina
necedad muy sucia y muy indecorosa. ¿Qué abominable defecto han encontrado en ello? Es harto
extraño el cómo ellos han adoptado tan unánimemente tal porquería y qué placer haya podido obtener
de forjar estos tejidos de embustes para recreo de la ociosa brutalidad de los Solitarios, ensalzando
ante el mundo a dichos hombres maravillosos, cuyo origen, sin embargo, ennegrecen de tal modo. ¿A
esto es a lo que se llama filosofar? ¿Y es digno de la Divinidad el decir que existe cierta
complacencia en Ella hacia el Demonio, a quien así favorece en sus maquinaciones al otorgarles una
gracia como la de la fecundidad, que ha rehusado a los Santos, y recompensar semejantes suciedades
creando para estos embriones de iniquidad almas más heroicas que las adjudicadas a los nacidos
bajo la castidad de los matrimonios legítimos? Es indigno de la Religión el decir, como lo hacen
vuestros doctores, que el Demonio puede, mediante ese detestable artificio, fecundar a una Virgen
durante su sueño, sin perjuicio de su virginidad, cosa tan absurda como la historia en que SANTO
TOMÁS DE AQUINO, prestigioso autor que sabía un poco de Cábala, se olvida grandemente de sí
mismo, al contar en su sexta «Cuestión» o Quod libet, el caso de aquella hija que yació con su propio
padre y a la que él hace correr la misma aventura que ciertos rabinos heréticos dicen acaeció también
a la hija de Jeremías, a la que hizo concebir el gran cabalista Benfyrah, haciéndola entrar en el baño
mismo del que acababa de salir aquel Profeta. Juraría que Semejante impertinencia fue imaginada
por alguno que…
— Si osase, señor, interrumpir vuestra disertación —le dije—, os suplicaría, para aplacaros, que
seria de desear en nuestros doctores el imaginar alguna otra solución menos ofensiva para los castos
oídos, como los vuestros, o bien deberían negar de plano los hechos en que tales cosas se apoyan.
— Excelente expediente —replicó el Conde—. He aquí el medio mejor para negar cosas que
acontecen a la continua. Poneos vos en el lugar de un teólogo de los de blanco ropón de armiño, y
suponed que el feliz DANHUZERUS viniese a vos como el Oráculo de su propia religión.
En este momento, un lacayo entró a decirme que un joven deseaba verme.
— No quiero que pueda él encontrarme aquí —dijo el Conde. — Os pido mil perdones, señor —
le contesté—; pero es un visitante al que en modo alguno puedo hoy negarme. Tomaos, entre tanto je
recibo, la molestia de entrar en estotro gabinete.
— No vale la perta; ¡me haré invisible simplemente!
— ¡Ah, señor!; ¡por favor, no lo hagáis, que yo entiendo poco de estas estratagemas brujescas!
— ¡Cuán gran ignorancia —dijo sonriente Gabalis, golpeándome familiarmente en el hombro—
el no saber todavía, que para hacerse invisible, basta con poner delante de si tan sólo al elemento
contrario de la luz!
El Conde accedió, pasando al gabinete inmediato. El joven visitante penetró casi al mismo
tiempo en donde me hallaba, y pidole perdón en estas líneas, de no haberle hablado de mi aventura
cabalística [13].
[13] Gabalis, en su charla cuarta, sigue apoyándose en los antiguos Oráculos para demostrar a su
discípulo que, mediante ellos y sus Pythones y Pytonisas no hablaba el Diablo, pues con ellos se
hacía el bien a las gentes y se les eran dadas revelaciones morales y sabias, y quienes por el Oráculo
hablaban eran los pueblos de los Elementos.
La cosa es complicada de suyo; pero el hecho histórico indiscutible es éste: en diferentes lugares
sagrados del mundo antiguo había recintos solitarios, en los que una virgen, generalmente, sentada
sobre un trípode —el trípode o velador como instrumento de comunicación hiperfísica del moderno
Espiritismo— y sometida a la acción hipnótica de embriagadores vapores sulfúreos terrestres, ya que
no a la de sacerdotes, «ocultos entre cortinas», «caía en trance» y comenzaba a articular el anhelado
mensaje trascendente mediante el «heteróclito órgano de su ombligo. Las tales revelaciones
oraculares unas veces eran sabias, grandiosas; otras, triviales y siempre ambiguas, como sucede hoy,
más o menos, con las «comunicaciones espiritista».
Hay, pues, por de pronto, entre el «trance oracular» aquel y el moderno de la «medium»
espiritista, puntos comunes: a) El de la médium o pitonisa. b) El de su trípode. c) El de un agente
provocador de aquel extraño estado anormal, bueno o malo en si, según se opine. d) El de una
revelación subsiguiente, fuese la que fuese. e) El del empleo, en fin, de un instrumento de revelación
no corriente, bien el «ombligo» en la pitonisa, bien el cuerpo astral desdoblado de la médium, o
simplemente sus órganos bucales; pero sin que esta última se dé conscientemente de lo que articulan
sus labios, a veces en lenguas clásicas o sobre ciencias por completo ajenas a su habitual cultura.
El pleito, por tanto, de los Oráculos es, en el fondo, el de nuestro moderno Espiritismo. Fallar
semejante pleito en una breve nota es casi imposible. Diremos, no obstante, que la opinión actual está
dividida en los siguientes criterios: a) El de la rotunda y escéptica negación del fenómeno. b) El de
admitirle a éste como real, aparte de posibles y aun frecuentes supercherías o falsificaciones que no
harían sino demostrar la realidad de lo así falsificado, y buscarle una explicación natural o científica.
c) El de admitirle también, pero atribuyéndote a los muertos que así continúan sus relaciones con los
vivos, salvando las barreras de la muerte física, criterio genuinamente espiritista. d) El de admitirle
asimismo, pero atribuyéndole al Diablo y los suyos, criterio católico. e) El de atribuirle a dos
pueblos de los Elementos» alabados por Gabalis, considerando a estos pueblos como seres en cierto
modo superiores al hombre, aunque no sean inmortales como él, y en otro aspecto sean a él inferiores
por cuanto el hombre puede otorgarles la inmortalidad, no por los naturales medios de protección,
enseñanza, sacrificio moral, etc., más adecuados al caso, o sea por «vía superior», sino por la «vía
reconocidamente inferior y animal» del sexo, criterio de la que nosotros denominamos «Magia negra
occidental cabalística». f) El de admitir, en fin, con criterio orientalista o teosófico la existencia en
torno nuestro de aquellos invisibles pueblos, al par que la de los «cascarones» o almas depravadas
de los que durante su vida terrestre fueron malvados e injustos, constituyendo aquellos «pueblos de
los Elementos» los restos astrales o etéreos de una evolución terrestre anterior a la nuestra o humana,
y estos «cascarones», que también les acompañan en su mundo, los únicos y efectivos diablos, tan
admirablemente explotados por el industrialismo reprensible de las religiones positivas.
Escoja, pues, el lector entre estas seis teorías o en la combinación de ellas, la que le plazca más.
Nosotros, aquí, tras de lo que anotado llevamos, poco es lo que podemos añadir.
Los tres criterios, el católico, el teosófico y el espiritista, tienen entre si puntos de acuerdo y
puntos de discrepancia: de acuerdo, primero contra los escépticos respecto a la existencia del
fenómeno oracular y del espiritista, atribuyéndolos unánimemente entrambos a realidades o entidades
hiperfísicas, —hiperfísicas si la Física se ha de limitar, como ahora, a lo que se pesa o a lo que se
mide; pero físicas, si por física se ha de entender, con mejor criterio, «la Física de la Meta», o,
etimológicamente, la Metafísica, la Metafísica, por supuesto, tal como los orientalistas la
entendemos, no como la escolástica católica quisiera que fuese, y fue, en efecto, en la Edad Media,
sin base científico-histórica alguna—. Mas el criterio teosófico-orientalista, en vez de hacer de ello
articulo de fe, sobre el que no se debe investigar, o dejándolo a los teólogos, opina debe ello ser
objeto de investigación, como opina también el espiritista; pero no mediante mediums y veladores
oraculares, trípodes y vírgenes o no vírgenes, hablando ora por sus labios, ora por su «ombligo»,
sino por los medios de la Ciencia, bajo la condición previa de no ceñir esta Ciencia al lecho de
Procusto de la mera observación y la mera experiencia, como hacen ahora la Ciencia oficial, el
Espiritismo y la moderna Metapsíquica, que no es sino un espiritismo sin «espíritus de muertos» ni
otra cosa alguna que no sea tangible por nosotros o por nuestros aparatos, sino aplicando a la Ciencia
misma y a sus mismos opimos frutos, que ella ha logrado en cuatro siglos por el método
experimental, un segundo, mejor dicho, un primer método superior al experimental mismo, que es: a)
Método histórico el de las Ciencias, Religiones y Filosofías comparadas. b) El científico de la
aplicación del llamado método de las correspondencias seriales, método analógico de la llamada
Tabla esmeraldina de HERMES TRIMEGISTO, de que, «lo que está arriba, es como lo que está abajo,
para la cósmica armonía de lo vario con lo uno», método, en fin, en que se reconocen los fueros de la
Intuición sobre la mera Razón, y al que nosotros, en una palabra, no vacilamos en llamar «MÉTODO
ARTÍSTICO»; del método, en fin, del que la misma ciencia contemporánea nos ofrece, aunque
inconscientemente, mil ejemplos, tales como la invención de los logaritmos, las de las otras «series
matemáticas analógicas», el de los descubrimientos de Neptuno y de la estrella compañera de Sirio,
el del Galio y el Escandio en las series periódicoquímicas de MENDELEJEFF; en los miliares de
alcoholes, por DUMAS y BERTHELLOT, descubiertos en sus fórmulas antes que en el laboratorio, etc.,
etc.
Todo esto que parece digresión respecto del doble tema oracular y espiritista, no lo es, puesto
que nos permite poner frente a frente nuestra teoría y la nefasta del abate VILLARS en la obra
comentada. ROBERTO FLUDD, y también SCHOPENHAUER, en Parerga y Paralipómenos, tienen razón:
«así como existe una infinidad de criaturas visibles, así también hay en la máquina universal
criaturas invisibles distintas en su naturaleza»; unas, inocentes y hermosísimas o «espíritus de la
Naturaleza»; otras, completamente demoníacas, tan demoníacas, que no tenemos inconveniente en
aceptarlas, con los católicos, como únicos y efectivos demonios, a saber, dos elementarios o
necromantes cascarones humano» de los hombres depravados ya muertos; otras, como seres
procedentes de una evolución anterior y más bien malos que buenos también, y cuyo contacto hay que
evitar, antes de poderlos someter con esa Magia blanca, Magia activa que significa lo contrario del
mediumnismo, y que es lógica consecuencia, no de ciencias ocultas o malditas, more cabalística,
sino del Ocultismo propiamente dicho, que no busca otros «poderes» que el de la propia superación
por la única vía fisiológica del estudio aunado con la virtud y con el sacrificio en aras de la
desgvaciada Humanidad, como hicieran en máximo grado los grandes Renunciadores, en torno de los
cuales y de cuyas doctrinas siempre iguales hanse formado después las religiones positivas a guisa
de nubes atenuadoras, a veces, del vigor de aquellos Soles refulgentes, y nubladoras por completo de
sus destellos de Vida, otras…
La decadente y envilecida religión de los últimos días del Paganismo, cuando, de puro
desacreditados ya los Oráculos, se habían transformado en un instrumento políticorreligioso más de
tiranía sobre unos pueblos degradados y oprimidos, acabó por suprimirlos, y el naciente
Cristianismo oficial de los tiempos de Constantino ya no necesitó de ellos en absoluto; de aquí su
muerte, en evolución parecida a la que muy bien se podría producir en los futuros si, triunfando el
fenómeno espiritista-mediumnístico sobre la escéptica ciencia oficial, la política y la religión se
apoderasen de él para sus fines, cosa que, aunque no se crea, entrambas lo tienen ya previsto, y el
revuelo producido hoy en torno del «caso Asuero», así parece denunciarlo, sin que nosotros, faltos
aquí de espacio, de ello nos podamos ocupar.
«Oh trípode revelador», podemos decir lo mismo refiriéndonos a los oráculos y sus
egastrimandros antiguos, que a los modernos de tos veladores espiritistas y a sus mediums. Pero
«revelador» no de relaciones con los dioses ni tampoco con el alma espiritual de los muertos, sino
de comercio psíquico con cuanto de más bajo y peligroso hay en el plano astral o mundo invisible
que rodea a nuestro mundo visible. Los que en ello buscan «causas naturales» tendrían razón y
podrían encontrar a éstas bajo todos aquellos fenómenos, si, considerando que «nada hay
sobrenatural en la Naturaleza» y todo en ella está sujeto a leyes inmutables, las peligrosas relaciones
con el «mundo de los Elemento» es un hecho natural científicamente explicable así que la Ciencia
levante un poco el vuelo sobre sus actuales positivismos y escepticismos. Las «palomas» de Dodona
no difieren esencialmente de das larvas» de los últimos grados de hipnosis tan imprudentemente
alcanzados por el poder de sugestión de experimentadores como el Coronel Rochas, ni del espectro o
doble de mediums cual la señorita Florencia Cook del profesor CROOKES, cuya aparición de KATIE
KING, tan hermosa como hipócrita, no era sino una obsesora sílfide. En cuanto a las Sibilas, cuya
autoridad se pone en parangón con la del profeta David en el fúnebre canto eclesiástico del Dies
irae, no eran sino las mediums más selectas de la antigüedad al servicio de los intereses políticos y
religiosos de autoridades desaprensivas, y muy al tanto de todos los secretos de la Magia Negra, y
respecto a los «oráculos acuáticos y aéreos modernos» a los que el texto comentado se refiere, ellos
no son sino un ínfimo capitulo de da adivinación por las ciencias ocultas o malditas», llámense ellas
astrología, onirología, quiromancia, geomancia, ovomancia, grafoiogia, cartomancia, etc., y detrás de
las cuales hay multitud de verdades desnaturalizadas, que algún día la Ciencia académica descubrirá
cuando mejore sus métodos, como ha descubierto el magnetismo, la electricidad, los rayos X, la
radioactividad, etc., entre ellas el poder que, por su mente espiritualizada que no por comercio
carnal, tiene el hombre sobre aquellas criaturas inferiores de los elementos: la Yakshini Vidhya,
como en Oriente se denomina a la Ciencia que otorga semejantes poderes taumatúrgicos, cuando su
poseedor ha logrado previamente regirse, no por los planetas externos que rodean al Sol, sino por los
astros interiores de su alma y cuyo Sol es su Divino Espíritu.
CHARLA QUINTA
regresar de despedir a mi joven visitante hasta la puerta, encontréme con que el Conde se
A
L
hallaba ya de nuevo en mi cámara.
— Es un gran daño —me dijo— el que este señor que acaba de salir, haya de ser un día
uno de los setenta y dos del Sanhedrin de la Nueva Ley, porque si no fuera por esto, resultaría
excelente sujeto para la santa Cábala, pues que tiene un espíritu profundo, limpio, vasto, sublime y
atrevido. He aquí su figura geomante, que me he entretenido en trazar mientras con él hablabais.
Jamás he tropezado con puntos astrológicos más felices y que señalen alma más bella. Ved esta
posición Madre, que magnanimidad le otorga, y esta posición Hija, que habrá de proporcionarle la
púrpura. Véole, sin embargo, en mal camino, como el seguido por tantos otros de esos que repugnan
nuestra Filosofía, cuando a todos nosotros nos podría llegar a sobrepujar. Pero ¿por dónde íbamos
cuando él nos interrumpiera?
— Yo os hablaba, señor, de un Bienaventurado que jamás he visto entre los del Santoral. Quiero
recordar que le llamábais Danhuzerus.
Si, recuerdo, y que os añadía que os pusieseis en lugar de vuestros doctores, y os figuraseis que
el bendito Danhuzerus os descubriese su íntimo pensar, diciéndoos: «Señor, vengo de allende los
montes, al estrépito de vuestra ciencia, y tengo un pequeño escrúpulo que me inquieta. Existe, en una
de las montañas de Italia, una Ninfa que ha asentado su Corte allí. Millares de otras Ninfas, casi tan
bellas como ella, la sirven; hombres muy gallardos, sabios y honestos, allí reunidos desde todos los
confines de la Tierra, aman a estas Ninfas y son correspondidos por ellas. Unos y otras disfrutan así
de las dulzuras de una vida incomparable; tienen preciosísimos niños, frutos de su recíproco amor;
adoran al Dios Vivo; no dañan a nadie, y esperan la inmortalidad tranquilos, Cierto día en que me
paseaba por aquella montaña, fui del agrado de la Ninfa-Reina, quien se me tomó visible y mostróme
todo su encantador Corazón. Los sabios, al advertir que ella me amaba, me rodearon de todos sus
homenajes, cual a su Príncipe, y a porfía me exhortaron para que me rindiese a los anhelantes
suspiros y a la belleza irresistible de la apasionada Reina de las Ninfas. Ella, por su parte, me
pintaba, con vivísimos colores, el martirio de su pasión, sin omitir detalle que pudiera tocarme en el
corazón; terminando por decirme, en su paroxismo, que ella moriría si me negaba a corresponderla;
mientras que si yo accedía a amaría, me seña siempre deudora de la inmortalidad. Los razonamientos
que aquellos varones prudentes agregaron, convencieron a mi espíritu, al par que ganaban mi corazón
los encantos irresistibles de la Ninfa. Améla, pues, y hoy gozo la gloria de tener de ella varios niños,
que son encanto del mirar, cifrándose en ellos las mayores esperanzas. Pero, en medio de semejante
felicidad, he sentido cierto dolor, recordando que la Iglesia Católica no aprueba demasiado todo esto
quizá. Vengo, pues, a vos, señor, en plan de consulta: ¿Qué pensar acerca de esta Ninfa, estos Sabios
y estos Niños, y en qué estado de gracia o de pecado se halla mi conciencia por todo ello?». Y yo
termino diciéndoos, a mi vez: ¿Qué responde mi señor doctor al señor Danhuzerus?
— Yo le diría simplemente —insinué—: «Con todo cuanto respeto me merecéis, mi señor
Danhuzerus, os encuentro asaz fanático o bien la visión que acabáis de referirme es todo un
encantamiento y vuestros hijos y vuestra querida son meros Trasgos, y unos locos vuestros
pretendidos Sabios, al par que vuestra conciencia está en trance de perdición.
— Con semejante respuesta, hijo mio, tendríais derecho a la borla de Doctor, pero no
mereceríais, en cambio, honraros con ser uno de los nuestros —replicó el Conde, lanzando un gran
suspiro—. He aquí la disposición absolutamente bárbara en la que todos los doctos se encuentran
hoy en día. Un pobre Silfo no se atrevería a mostrarse ante vosotros, temeroso de que se le tomase
por un Trasgo o Duende. Una Ninfa no podrá trabajar ya para hacerse inmortal, sin pasar por ser
tenida cual fantasma impuro, y una Salamandra no osaría aparecer con peligro de ser deputada un
Diablo y las puras llamas que constituyen su glorioso cuerpo, por las ardientes llamas del infierno
acompañándole doquiera. Vano será que, para desvanecer supuestos tan injuriosos como falsos, que
ellas hagan el signo santo de la Cruz cuando aparezca, ni que se prosternen ante los Nombres divinos,
ni que pronuncien éstos con perfecta reverencia. Tales precauciones resultarán inútiles, pues que no
pueden evitar con todas ellas que se les repute como a diabólicos enemigos de ese mismo Dios a
quien tan religiosamente adoran.
— Pero ¿insistís en tenerlas por gentes tan devotas?
— ¡Devotísimas! ¡Celosísimas en todo cuanto concierne a la Divinidad! Los prodigiosos
discursos que ellas nos hacen acerca de la Esencia Divina y sus plegarias admirables, sirvén
grandemente para nuestra edificación.
— ¿Cómo? ¿También formulan Oraciones? Querría conocer alguna de éstas.
— Os complaceré gustoso, y a fin de no aportaros ninguna plegaria que pueda pareceros
sospechosa, escuchad la que enseñaba a los paganos la Salamandra que respondía en el Oráculo de
Delfos, que PORFIRIO nos legara. Ella contiene la más sublime Teología y no dudaréis al oírla que
estas prudentes criaturas adoraban también al verdadero Dios.
[14] Dos gravísimas novedades nos ofrece la charla quinta de Gabalis sobre lo que lleva dicho;
una, la de que «los pueblos de los Elementos», acosados por el Diablo para que los humanos no los
inmortalicen con su «comercio sexual», se dan trazas a disfrazarse de animales favoritos con este
último fin; y privados también de aquel comercio por las equivocadas predicaciones de religiosos y
doctores, aprovechan asimismo el inocente sueño de los humanos para jugarles la «inmortalizadora»
treta.
Lo primero es pura y simplemente una pretendida justificación del horrendo pecado de la
bestialidad, penado en algunas legislaciones hasta con la muerte, y ello descubre la mala hilaza de
que está tejida la doctrina cabalística del loco Conde de Gabalis, porque admitido el hecho de la
bestialidad como dolorosamente cierto, aunque cada vez más raro por fortuna, si dos pueblos de los
Elementos» hallan bueno este juego, es que se complacen en provocar caídas tales a la Humanidad,
como, en efecto, así lo han hecho en todos los tiempos. Antaño, La Doctrina Secreta de Oriente
atribuía el origen de los «hombres de cabeza estrecha», o sea, de los monos, a una unión sexual
(fecunda en aquel tiempo en que aun no se habían definido y cerrado, hoy, cual las especies, como
aún lo es entre la del caballo y la del asno), entre los hombres primitivos y hermosos animales
hembras, y asignando al pueblo negro un origen por el estilo. Hogaño también sospechamos que se
dan todavía algunos raros casos de bestialidad fecunda, tales cómo el de esas vacas de cinco patas
que hemos observado en varias barracas de feria, y cuya quinta pata, huesosa, con su cúbito y su
radio, sin músculos, anquilosada, con uñas en vez de pezuña y pendiente como un colgajo o padrón
de ignominia de su morrillo, parece denunciar una «escescencia humana delatora»; un brazo
paralizado y como querido expulsar por el resto bovino del organismo, para ocultar la vergüenza de
su origen paterno, aquel testimonio humano, envilecido trofeo del pecado contra natura. Otro caso
análogo y por relato de personas verídicas conocemos también, y es el de cierta gitana de Cádiz, que,
a mediados del siglo pasado, hubo de quedar viuda en juvenil edad. No pudiendo casarse, ni
queriendo recurrir a otros oblicuos medios, parece que cayó en debilidad con cierto orangután «casi
humano», con cuya exhibición aquélla se ganaba la vida, y hubo de tal unión un hijo absolutamente
cretino, incapaz, a los doce años, de articular más palabra que la de «plimo» (primo), con la que
pedía limosna o… robaba. Sus hábitos eran todos los de los monos; su deformada cabeza simiesca,
era incapaz de ideas, al par que su agilidad para trepar, recordaban también a las de aquéllos. La
madre, apremiada por los suyos, acabó por confesar su falta, negando en absoluto que hubiese
mantenido relación carnal con ningún hombre después de la muerte de su esposo. No se nos ocultan
las objeciones que a este último caso la ciencia médica nos puede oponer; pero como nuestro ánimo
es simplemente el de apuntar el hecho, lo dejaremos aquí para tratar una vez más de los pretendidos
«hijos divinos» a que se refiere de nuevo Gabalis en su charla última.
Entre «las inmortalizaciones por descuido», que dice el Conde, la más notable es la del sabio
Merlín, «aquél que las historias cuentan que tuvo como padre al diablo —mentira autorizada por los
tiempos— príncipe de la Mágica y monarca, y archivo de la ciencia zoroástrica», como cantan los
versos del desencanto de Dulcinea en la obra inmortal de Cervantes. Dicho nacimiento «cabalístico»
puede resumirse así, según El Baladro de Merlín, primera parte de La Demanda del Santo Grial,
texto de BORÓN y de VIVAS, publicado en el tomo VI de la Nueva «Biblioteca de Autores Españoles»,
por BONILLA SAN MARTÍN, con cargo al ejemplar de 1535 que existe en nuestra Biblioteca Nacional
y sobre el que hemos hecho más extenso estudio en nuestra obra El simbolismo de las Religiones del
Mundo:
«Presintiendo los demonios el triunfo de la Verdad por el inminente hallazgo del Santo Graal o
Grial, se reúnen en consejo, cual más tarde en el poema El paraíso perdido, de MILTON, y así como
luego en este poema, deciden, tras madura deliberación, engendrar hombres perversos que impidan
aquel hallazgo, cosa fisiológicamente imposible para ellos, no obstante la contraria opinión de SAN
GREGORIO NACIANCENO, salvo para uno llamado Enkibedos que, más que efectivo Demonio, es un
Silfo o elemental del aire. El tal engaño se prepara de este modo: Un diablo inculca perversas
sugestiones a la que ha de ser abuela de Merlín, esposa de un rico hombre de Londres, el cual, como
Job, experimenta toda clase de calamidades en sus bienes, pero, lejos de tener la paciencia de éste,
al perder también a su hijo primogénito, se suicida, y la mujer le imita poco después, dejando tres
hijas, la segunda de las cuales cede a la sugestión demoníaca, se entrega a un hombre, a un incubo
quizá, y es ajusticiada como adúltera. La hija tercera, por consejo de una celestina, cual en la célebre
obra española de este titulo, se prostituye, mientras que la primera hija resiste a toda sugestión, no
obstante lo cual, Eukíbedos, el Silfo, se une con ella en sueños cierta vez que ella había descuidado
tener encendida su lámpara nocturna (ensueño erótico). De tal unión nace Merlín, mal llamado así en
las crónicas «el hijo del Diablo», porque en la verdadera literatura necromante, en la que hay que
clasificar al Baladro, se cuida, al modo de Gabalis, de hacer distinción entre los demonios, enemigos
de Dios y de su hijo Jesucristo, y las repetidas criaturas de los cuatro Elementos».
Tenemos, pues, siempre por medio el sexo en el problema antropológico del nacimiento de esos
Seres Superiores, verdaderos «hombres divinos», tutela y guía de la Humanidad con sus ejemplos y
sus enseñanzas, a los que ésta designa con los mil nombres de «dioses», «semidioses», «héroes»,
«jinas» o «genios», «hombres representativos», «superhombres», etc., etc. Frutos de ellos, sin duda,
de la humana selección, la grosera ignorancia del mundo, cuando no la perfidia de los que han de
explotar su nombre corrompiendo su doctrina, anhela verlos como «frutos de una selección natural
operada sexualmente con seres superiores al hombre» al tenor de lo mismo que observa en animales
y plantas. En la divina embriaguez del Amor, ¿quién, sobre todo la mujer, no ha ensoñado con tener
un fruto de bendición verdaderamente divino? ¿Y qué madre no deputa por divino siempre al fruto de
sus entrañas? Llevad, pues, del mundo, tan respetable en su esfera del sentimiento y de la pasión, al
superior de la idea, y ya tendréis la doctrina de Gabalis y la parte fálica de la de las religiones
positivas pura y simplemente.
Pero no; la razón, polo positivo y de redención nuestra, no puede avenirse a profanación tal,
mezclándola con el polo positivo y de caída del sexo, y decir, con ARISTÓTELES, que si ha existido un
primer hombre, ha debido nacer sin padre ni madre, porque no puede haber existido un primer huevo
que haya originado a la primera ave, o un ave primera que haya dado origen a los huevos, pues que el
ave procede del huevo, merced a cuyas consideraciones aboga por la opinión de PLATÓN, de acuerdo
con la de Oriente, de que todas las cosas, antes de aparecer en la Tierra existen en Espíritu, o sea en
los mundos arquetípicos y de la formación, anteriores a este mundo de materia y «envolvedores» de
él.
No cabe duda: Si hemos de evitar el caer en aquel criterio a lo Gabalis, tenemos que buscar otras
explicaciones para el hecho indiscutible de la superioridad «a nativitate» de aquellos Excelsos y
decir que, aunque los Elementos es imposible que estén desiertos, sino que cuentan con las mirladas
de criaturas elementales tantas veces citadas, ni Rómulo fue hijo de Marte y de la doncella Silvia, ni
a Servio Tulio le consoló una Salamandra, ni PITÁGORAS ni Alejandro fueron hijos de un Serpentón
aéreo o ígneo, et sic de coeteris, ni Judas cohabitó con una diablesa, ni es verdad el cuento de
FLAVIO JOSEFO sobre la Columna de Tella, ni tampoco el haber comido el primer hombre «sensuales
manzanas simbólicas» y la primera mujer no menos «sensuales dátiles y plátanos» determinaron «la
maldición del Sexo y de las consecuencias del Sexo», como terminantemente dicen todas das
iniciaciones Mágicas», sino que la evidente superioridad de aquellos seres no viene de sus padres,
sino de ellos mismos, por ser dicha superioridad un fruto, un premio, una lógica consecuencia de
sus respectivas vidas anteriores. Henos, pues, frente a frente de otro magno problema, imposible de
ser tratado aquí cumplidamente, pero sobre el que nos es preciso decir unas palabras, tanto más,
cuanto que hasta en el erróneo modo con que se va hoy admitiendo la verdad, antaño esotérica u
oculta de das vidas anteriores del hombre», ya se empieza a mezclar necromante o inadvertidamente
la eterna profanación sexual en los problemas de la Psiquis y del Espíritu.
«¿Ha vivido usted antes de ahora?». Tal es, dice el Dail Mail, de Londres, el titulo de un notable
articulo de lady AURIOL HORNE, con el cual abre concurso el conocido semanario Weekly Dispatch,
ofreciendo hasta 1.000 guineas (unas 29.000 pesetas) al mejor trabajo sobre el eterno tema de «La
vida después de la muerte», o sea sobre la reencarnación, doctrina universal en las religiones,
incluso en la cristiana, si se saben leer entre líneas los textos evangélicos, porque nada hay más
lógico que el que exista una eternidad pasada, si hay, como dicen, una eternidad futura.
Por encima de todo espíritu dogmático, fuerza es convenir, efectivamente, en que la hipótesis de
las vidas anteriores responde al ferviente anhelo de justicia, innato en el corazón del hombre. Quien
nace en familia de desheredados o de criminales, ciego, tonto o con otras taras hereditarias, ¿cómo
no quejarse a Dios o a la Fatalidad, de la injusticia de su nacimiento, injusticia que, con perfecta
salud colocara a otros en lugares superiores, en un medio ambiente más apto para todo progreso y
felicidad? El rugido de fiera de la siempre pavorosa cuestión social, no tiene, sin duda, otra causa
que esas nativas desigualdades, que aluden, más que a un «pecado original» común a todos, a un
«pecado de origen» o de vida anterior de cada cual, y con el que venimos a un mundo que ha de
hablarnos pomposamente luego de igualdad ante la Ley: ¡una igualdad de desiguales, desde que aquí
venimos! Si Dios es el Padre amante, del que nos habla SAN MATEO, ¿qué padre es éste que tan
desigualmente ha repartido entre sus inocentes hijos ¡a herencia de la vida? El camino recto hacia la
blasfemia queda abierto así… Tal vez por ello, ORÍGENES, TERTULIANO y otros doctores cristianos
primitivos, fueron partidarios de unas «vidas anteriores», de las que la presente, con sus cualidades
o sus taras, fuese el premio o el castigo.
Así, en la vida evolutiva de la gran «selva» humana, todos los humanos árboles serian de la
misma especie; pero los unos, las almas jóvenes o con pocas existencias previas, no pueden dar
frutos de bien por falta de las experiencias que otras almas «más viejas» vienen atesorando en gran
número, a fuerza de caídas y dolores. Aquéllas, como los niños abandonados a sí mismos, no pueden
hacer sino el mal, que es un bien imperfecto. Éstas, en cambio, conocedoras ya de que todo mal tiene
su sanción en una u otra vida (Karma, Retribución de la Ley natural), no pueden sino hacer el bien,
que experimentalmente es ya consustancial con su naturaleza. Quien antaño se suicidó, hoy soportará,
heroico, contrariedades que en vida anterior le arrastrasen a la fatal locura, pues alguien definió,
harto bien, a la experiencia como «una panoplia formada por todas las armas que nos han herido». El
vicioso de otra vida, será el santo de la actual; cosa muy lógica, cuando, aun en el lapso de una
misma vida, grandes pecadores, como la Magdalena o San Agustín, llegaron a ser santos. ¿Cómo
pedir a la encinita de tres años el fruto que a la corpulenta de tres siglos? Dios es justo; no da nada a
nadie, sino que lo deja conquistar, como sucedió con aquel gitano que oraba, no porque Dios le diese
nada, sino porque le pusiera donde lo hubiese, para que «lo afanase» a él.
Hay que convenir en la lógica abrumadora de todo esto. Pero el sentido común, que de momento
no presenta repugnancia, y sí asentimiento, hacia la teoría de la reencarnación, tan elementalmente
expuesta, llega a un momento luego en que se alza severo contra tal idea. ¿Por qué, si hemos vivido
otras veces, no lo recordamos?, dice. ¿Por qué, entonces, nacemos unas veces con un sexo y otras con
otro? La malicia farisea también propuso a Jesús el caso del marido sucesivo de siete mujeres,
preguntándole de cuál de las siete sería el verdadero esposo en el Cielo, o sea en una vida ulterior, a
los que el Maestro divino contestó, haciendo la misma alusión a «los misterios del Reino de Dios»,
misterios esotéricos o para los pocos, de que, en ocasión análoga, habla el capítulo XIII, versículos
11 y 13, del Evangelio de SAN MATEO.
La reencarnación era el primero de aquellos misterios, porque, en efecto, según ella sea
interpretada, puede conducir lo mismo, a una sublime verdad que a un ridículo peligroso. Peligroso,
sí, porque con el eterno problema del sexo por medio, puede llevarnos la doctrina a lo de las «damas
y caballeros» de antaño, en la que una, era la mujer propia, y otra, «la dama de los pensamientos»,
mujer propia quizá en una vida anterior… De ello sé varios lamentables casos entre inocentes
espiritualistas. La funesta doctrina de las «almas gemelas» que se vienen conociendo y amando, a lo
largo de múltiples existencias, a la manera de Manon Lescaut y el caballero Des Grieux, y a través
de las más novelescas tragicomedias, es formidable escollo, contra el que se estrellará siempre la
idea simple de la reencarnación. Eso, sin contar con las inevitables vanidades de creernos la
reencarnación, nunca de criminales, siempre de grandes hombres; así, nosotros, en nuestra ya larga
experiencia de filosofía oriental, hemos conocido dos soidisants «Cervantes», tres «Alcibiades» y
varios «Dantes» y «Abelardos», con sus «Eloisas», que… ¡válgame Dios!
Si puestos forzosamente ante un problema, del que el Mundo ya se ha apoderado, sobre todo por
el dolor de la siega cruel de millones de vidas en flor, en la Gran Guerra, hay que decir toda la
verdad, no la funesta verdad a medias, siempre peor que la mentira misma. Para evitar malas
comprensiones, es por lo que acabó haciéndose secreta antaño la tradicional verdad de que
reencarnamos.
Las lenguas sabias (el latín, la última), han diferenciado siempre en el Hombre la «personalidad»
inferior, de la interna individualidad superior. El «vos», que alude a tal duplicidad, es vieja prueba
de elevación y de respeto. Aquélla es mera «máscara» o «envoltura» («persona», «personae»), y ésta
equivale a «apoteosis de los dos en uno», o sea, lo que en la doctrina oriental arcaica se denomina da
Divina Tríada», que preside a cada «Cuatemario inferior» u hombre de barro, de pasión, de ideas y
sentimientos, concretos o egoístas. Ese «cuaternario» o «personalidad», nace y muere aquí, con un
sexo u otro, sin reencarnar jamás, por lo que la persona de don Fulano de Tal, como tal «máscara o
envolturas de lo Superior», ni ha sido nada antes de ahora, ni nada será después. No hay para ella
«Alcibiades», ni «Cervantes», ni «hetairas», ni «cardenales» que le justifiquen como prolongación
«ante o postmortem». La otra parte superior, la Individualidad o Triada ya dicha, preside, en cambio,
a cada existencia individual, reencarnando, o sea, tomando cuerpo o instrumentó sucesivo de carne
en diversas «personalidades», las cuales personalidades son, por supuesto, siempre diferentes unas
de otras, como los números de una misma decena, los días de un mismo año y los latidos de un
mismo corazón. Por eso, a cerebros distintos cada vez, no cabe recordación; pero si cabe la
reminiscencia de aquellas abstracciones o cualidades libadas por la gran Abeja de la divina Triada,
en las efímeras flores de las sucesivas personalidades en que reencarnó, y que laten dormidas en
nuestro subconsciente, en forma de aptitudes y repugnancias, de virtudes y de vicios.
¿Ejemplos? El jinete que iba reventando sucesivos caballos en las antiguas «sillas de postas» era
siempre el mismo: y recorría así largas distancias; pero los caballos en que sucesivamente iba
montando eran distintos y no «reencarnación» o continuación unos de otros. Las cuentas de un collar
son todas distintas entre sí y constituyen, sin embargo, todas ellas, gracias al «hilo conector», el
collar mismo, imagen fiel, por cierto, cada cuenta de una rotación o día de la Tierra, y el collar
entero de su traslación o año. ¡Un eterno anillo cambiando de piedra cada vez!
El Hombre, la triple maravilla, de Hermes Trimegisto, es «Angel», «Pensador» y «Bestia» en
una pieza. Por el «Angel» es un divino Rayo del Logos Demiúrgico o Anima-Mundi, de PLATÓN, y
tan eterno y perdurable como el sistema planetario animado por el Sol, de donde proviene. Por la
centella del Pensamiento que le reviste, es algo amoroso, volitivo e ideico, que reencarna, que
enhebra con su hilo de oro y sin sexo, vidas sucesivas o seriadas, diversas bestias corpóreas y
terrestres, sobre las que toma carne o «reenearna», para «desencamar» después una y mil veces, en
evones incalculables… Alejandro, César, Napoleón, fueron, a no dudado, seres humanos distintos y
de distintas épocas; pero su «Triada» superior, su Tónica en el concierto humano, acaso pudo ser la
misma a través de sus correspondientes personalidades y presidir así las tremendas obras
destructoras y reformadoras del Karma o misión de ella a lo largo de los tiempos. Los diferentes
personajes de la Historia nacen, viven y mueren como Rores de un día. Sus personas o «máscaras»
son distintas; pero están presididas sucesivamente a lo largo de sus respectivas vidas de aquí abajo
por una entidad reencarnante: un Pensamiento coordenador.
PLUTARCO, en sus célebres Vidas paralelas, acopló por parejas diversos personajes griegos y
latinos, dotados de características análogas, cosa que podría hacerse con muchos más sólo
recordando los discutidos ciclos de VICO, con los que la Historia parece repetirse, sino en ciclo
cerrado o en vueltas de espiral. Pero el noble discípulo de PLATÓN, a distancia de siglos, se cuidó
muy bien de no decir que los unos fuesen la reencarnación de los otros, como cada escala del piano
no es la reencarnación o repetición, sino la continuación serial de cuantas le anteceden o le siguen. Y
si grandes seres dicen recordar sus vidas anteriores, ha de entenderse que nunca operaron tales
recordaciones con el físico cerebro, sino con la sublime intuición, que es una de las características
de la «Tríada» («intuere», leer interiormente). Cosa notable, por cierto, es el que Sanchoniatón y
Moisés, Budha, Jesús, Mahoma, San Francisco de Asís y Beethoven, el mártir, aparecen
cronológicamente seriados a distancias respectivas de unos seis siglos…
Por eso siempre he mirado como algo sacro un reloj. Hay en él siempre un volante o péndulo,
vital corazón del artefacto, que marca con su latido los segundos. Cada latido es como un acto o un
pensamiento nuestro, que hace avanzar en el reloj un diente a la rueda de los segundos. El giro entero
de esta rueda es un minuto, es decir, un avance o diente de los sesenta de esta última rueda, con lo
que la correspondiente de las horas avanza un lugar, luego otro y otro, hasta las veinticuatro del día.
Relojes complicadísimos hemos conocido, que marcan los días, los meses, los años y podían marcar
simbólicamente los siglos, los milenios, los yugas, los evones, las eternidades… porque «eternidad»
no significa «siempre», en hebreo, sino un largo tiempo, cuya indefinida duración escapa a la
comprensión nuestra. Ahora bien, a través de los diferentes segundos, el minuto «reencarna» o se
manifiesta, y así sucesivamente.
Es decir, que así como en la numeración, a fuerza de unidades se compone la decena, a fuerza de
decenas las centenas, miliares etcétera, etc., y cada unidad superior se va manifestando a través de
las inferiores, nada, en realidad, «reencarna», sino que la Fuerza Inteligente del Cosmos o Armonía
se va manifestando en cada caso concreto y adquiriendo en él «estados de conciencia». Nuestra vida
sobre la Tierra no es, pues, sino uno de los infinitos estados de conciencia física, de un algo superior;
celeste, angélico, trascendente, MÍSTICO, razón por la cual se ha repetido en Oriente que la doctrina
de los que creen que mientras el hombre se desarrolla aquí abajo, su alma está en las estrellas o
«cielos», es una doctrina eminentemente ocultista.
La Bestia vive en su carne; el Pensador, en su Pensamiento y el angélico Augocides, de su Triada,
en supremas esferas donde todo es amor, armonía, verdad y orden… ¡Todo cuanto por divino
reputamos aquí abajo, ya que el Hombre, con mayúscula, es de divina estirpe, según PITÁGORAS,
DAVID, y demás iniciados en los místicos secretos de los Cielos y de la Tierra! Profanación insigne
es la perpetrada por obras como la de El Conde de Gabalis al pretender mezclar las leyes de la
Carne con las leyes del Espíritu, y por ello nosotros jamás admitiríamos la locura de deputar a
Genios cual MIGUEL ÁNGEL y LEONARDO DE VINCI, o como BACH, BEETHOVEN y WAGNER, «hijos
divinos de Elementales y de Humanos», sino como honrados hijos de sus padres, en cuanto a sus
cuerpos físicos, y sublimes hijos de sí mismos por las vidas anteriores de su Triada Superior que así
les preparasen para su Obra Redentora en este mísero mundo, en el que no siempre han sido
comprendidos…
[15] Pasando por alto las demás menudencias cabalísticas de Gabalis, detengámonos un momento
en los famosos «pactos con el Diablo», medievales, pactos ¡ay! que, contra lo que se cree por nuestro
orgullo de «civilizados», continúan igual o peor en los tiempos modernos. ¿Qué otra cosa, en efecto,
significan las claudicaciones continuas nuestras frente a la Mujer, a la Vanidad, o al Oro, sobre todo
al Oro, cada vez más necesario, se dice, en la vida actual, aplastada como ella está por el Peñasco
de Sísifo, que se ha dado en llamar «cuestión económica»?
La inmensa mayoría de los hombres y mujeres que vemos en febril actividad por esas cañes, han
hecho «pacto con el Diablo», y no lo saben. En su egoísmo; en su ansia insaciable de goces; en su
perfecta desaprensión hacia sus semejantes contra el «alterum non lædere» de los juriscomultos
romanos, principio que equivale con los otros dos a un efectivo Evangelio salvador; en su
amoralidad o su inmoralidad, en una palabra, podrán no haber suscrito materialmente con su sangre
ningún diablesco pergamino; pero han escrito, con sangre, nervio u honra de los demás, páginas bien
tristes del Libro de la Vida. Cuando el Diablo tentador, o, mejor dicho, con SAN AGUSTÍN, sus
pasiones y apetitos, les llevase al alto Monte de la ambición, como aquél llevase a Jesús antes de
que comenzara sus predicaciones salvadoras, e hiciese desfilar ante Él el panorama de todas las
grandezas de la Tierra, diciéndole: «¡Todo eso te daré si, rendido, me adorares!», ellos ¡ay! adoraron
al Becerro, y son, desde entonces, y a costa de la salvación de sus almas, los más despreciables e
infelices esclavos…
Y es lo peor del caso, que el ma Karma así creado, tenga aun en esta vida física de los que
actualmente «pactan con el Diablo», su lógica sanción, y ellos, o a veces ¡ay! sus inocentes hijos,
paguen las culpas de su «pecado contra el Santo Espíritu», ya que, como dice en La vida es sueño
CALDERÓN, «el traidor no es necesario, siendo la traición pasada», y se les vuelva polvo y ceniza,
miseria, dolor y remordimiento el Oro que, con la venta de su alma, obtuviesen, y ellos se vean
presos en sus propias redes y engañados como pueda serlo el pobre pececillo al tragar el gusano que
llevaba oculto en sus entrañas el anzuelo de su perdición.
[16] Sobre las «reuniones sabáticas» ha escrito tanto y tan bueno nuestra Maestra BLAVATSKY en
el primer tomo de su Isis sin Velo, que a él habremos de remitir al estudioso lector, y si él desea
percibir las emociones de La Noche de Walpurgis en el monte Brocken del Hartz alemán, que lea una
vez más la introducción al Diablo Mundo, de ESPRONCEDA; o baje con la Divina Comedia, del
DANTE, a esas simas infernales del Dolor y de la Caída a donde todo Iniciado, siguiendo a Perseo, a
Orfeo, a PITÁGORAS, al propio Jesús, tiene previamente que descender antes de resucitar sabio y
glorioso, en fin, se embelese una vez más escuchando la Danza Macabra, de SAINT-SAES; la Danza
de los gnomos, de LISTZ, o bien la incomparable Séptima Sinfonía beethoveniana, en cuyas primeras
escalas se cae materialmente a aquellas «regiones inferiores»; en cuya «apoteosis de la Danza»,
como WAGNER la llamase, casi se presiente a los elementales de la tierra; en cuyo desolado
Allegretto se visita La ciudad del Dite u Octava Esfera, tan terminada como silenciada por el
Ocultismo; y en cuyo tercer tiempo también aparece mezclada con la loca danza de aquéllos, lo que,
siguiendo a Gabalis, podríamos llamar su devota Oración…
Así acabó aquella noche la sustanciosa charla del Conde de Gabalis. Él volvió a la mañana
siguiente, trayéndome el texto del Discurso que aquella noche había hecho a los Pueblos
subterráneos. Es verdaderamente el tal Discurso una maravillosa Obra Maestra y habría de darle
también a la publicidad al par que otras charlas que hemos tenido después con aquel gran hombre una
Vizcondesa y yo,' si estuviese seguro de que mis lectores tuviesen la suficiente elevación de espíritu
para no encontrar reprensible el que así me divierta a costa de las extravagancias de un pobre loco.
Si, pues, se liega a otorgar al presente libro el reconocimiento del bien que él es capaz de producir y
no se hace a su autor la ofensa de sospechar de él que da crédito a las llamadas Ciencias Secretas u
Ocultas, bajo hipócrita pretexto de ponerlas en ridículo, continuaré regocijándome con las donosas
ocurrencias del señor Conde, con las que bien pronto puedo formar otro grueso tomo [17].
[17] Cesemos ya en la crítica de las sustanciosas charlas del Conde de Gabalis; en sus
«evangelizaciones» e «inmortalizaciones carnales» de los pueblos de los Elementos; en la
contemplación de los palacios encantados de sus Meiusinas más o menos fatídicas; en sus hadas; en
sus esquifes aéreos a lo Cheves o a lo Lohengrin; en sus delirios de lograr, al modo «sabio», hijos
divinos sin hombre o sin mujer en lugar de los hijos del pecado que nosotros somos; en
«restituciones a lo Zabamiah» cuando el sexo nos va con la edad, felizmente abandonando; en pactos,
más o menos salvadores, con Gnomos y «con Gnómidas», aunque ello prive a nuestras mujeres de
poder cantar con la Margarita del Fausto, el Aria de las Joyas, y a nosotros de poder meter las manos
codiciosas en dinero que no es sino frágil «cascarón de huevo», según infantil cantar; en pronunciar
palabras más o menos abracadabrantes de Agla o de Eliael y Nehmahmihah, que son meras palabras
que el viento se lleva, sino más bien en no hablar palabras vanas, de aquellas de que se nos ha de
pedir estrecha cuenta algún día, según el Evangelio; en pretender paraísos más o menos inmerecidos
y artificiales, con o sin drogas estupefaccientes, sino sólo aquél incomparable que, tras una vida
honrada ya que no de justos evangélicos, nos prometen —¡y no nos prometen por cierto en vano!—
todas las religiones positivas con su Walhalla, Amenti, Campos Elíseos, Cielo, Devachán, etc.; en no
dar lugar, en fin, con nuestras locuras al estilo de la peligrosísima del Conde, a que otras inevitables
Capitulares de Carlo Magno, otra Inquisición, u otras persecuciones análogas a las desplegadas en
diversos tiempos contra iluminados, trovadores, albigenses, cayendo indistintamente sobre buenos y
malos pecadores e inocentes como el Martillo eclesiástico de Simón de Monfort cayese sobre estos
últimos «dejando al cuidado de Dios —según feliz frase del Papa que lo ordenase—, la tarea de
distinguir entre el montón de los a ciegas así inmolados, a los que eran verdaderamente los suyo»…
Pero al mismo tiempo depositemos una flor en la tumba del infortunado abate VILLARS; rindamos
pleito-homenaje al delicioso preciosismo francés en que escribiera su Conde, modelo de ulteriores
Cyranos y Rôtisseries; inquiramos ulteriormente cuál fuera y dónde puede hoy andar, si por fin se
escribió, su Discurso a los gnomos, prometido en la «Charla sexta» del Conde a la Vizcondesa con
que desgraciadamente no ha llegado hasta nosotros, pero que, sin duda alguna, tendría no poco que
leer y que comentar.
A GUISA DE EPÍLOGO
en detalle la notable obra del abate VILLARS, impónese sobre ella una ojeada de
A
NALIZADA
conjunto. Ante todo, ¿quién fue el abate VILLARS?
Desde luego uno de los mil abates precursores del siglo de oro francés, uno de aquellos
exquisitos que hicieron posibles, con sus talentos literarios, el florecimiento de la literatura francesa
que culminó en el reinado del Rey-Sol. Uno de tantos valientes pensadores, que, sabiendo equilibrar
el cuerpo con el espíritu, epicúreamente no desdeñaban el darse buena vida, por encima de todo
ascetismo medieval. BRILLAT-SAVARIN, en su clásica obra La Fisiología del Gusto, nos ha dejado
una acabada pintura de ellos, poniendo su Mesa, por encima de la de diplomáticos y caballeros, al
tenor de aquel aforismo suyo de que «el placer de la mesa sobrevive a todos los demás placeres y, en
la vejez, nos consuela de haberíos perdido».
Pero la buena alimentación y la imaginación altamente soñadora en los mundos superiores del
Arte, tiene una fatal consecuencia orgánica… ¿cómo decirlo?, sobre el polo negativo de la Mente, o
sea, influye poderosísimamente en los vigores del Sexo mismo.
Y VILLARS, el abate, como los demás «hombres de Iglesia» de su tiempo, a quienes el criterio
canónico de Bonifacios y Urbanos, había quitado el derecho natural de la barraganía, o sea del
«matrimonio natural» —no hay que decir también que el derecho al «matrimonio legitimo»—, tal vez
fue en sus juventudes el mismo abate: pasional, galante, enamorado, que en su homólogo el abate
Coignard de la Rôtisserie, nos pinta el gran ANATOLE FRANCE, siguiendo a BRILLAT-SAVARIN.
Mas la galantería amatoria de las edades juveniles va siempre hallando obstáculos crecientes a
medida que avanza la edad, y si aun los don Juanes más frescos y gallardos tienen que auxiliarse del
dinero y del engaño pérfido en sus empresas conquistadoras, no hay que ponderar las dificultades
que un abate senescente puede llegar a encontrar en caso análogo.
Por otra parte, no hay hombre alguno de mediana inteligencia, y más si es soñador —lo son todos
los buenos literatos—, que no haya protestado en el fondo de su corazón contra esa tiranía natural del
Sexo, que nos obliga, amén de a un forzado y periódico tributo orgánico, a todas las claudicaciones,
esfuerzos, sacrificios, pérdida de tiempo y aun arterías y malas acciones que «la busca y captura del
opuesto anhelado» supone cuando, por necia determinación o prohibición legal, más necia aún, nos
vemos apartados de la vía moral, legal y fisiológica del matrimonio.
Porque el Sexo, «la herida de Amfortas, que nunca sanará», está dotado de una flexibilidad, una
compresibilidad análoga a la de todas las cosas en la Naturaleza. «Todos los cuerpos son
compresibles, o susceptibles de presión», enseña la Física, y el Sexo lo es también. Nada al
principio más fácil de combatir, pues; nada, sin embargo, a la postre, más tiránico, exigente y
dominador: Es para los seres como las dormidas fuerzas del Vesubio, que durante siglos, no dieron
testimonio de su existencia, hasta que un triste día de Roma estallaron, destruyendo las florecientes,
cuanto viciosas ciudades de Herculano, Pompeya, etc., con falsa confianza fundadas en su
vecindad… «Pasión de viejo…, ha dicho el adagio, es la más temible de las pasiones», y peor aún
quizá, en el que tuvo contenida juventud.
Y si el pasional estallido no encuentra la vía normal, se abre paso por la vía patológica, como, de
fijo, aconteciera a VILLARS, el cual, en su protesta noble contra tamaña tiranía, acaso se hubo de
preguntar al madurar en edad: «¿es que, en sus dificultades, no denuncia el Sexo, que respecto de él
no hemos emprendido una vía anormal?». O, en otros términos, y como expresa su obra de El Conde,
¿no es acaso que el Sexo, tal como lo entendemos: la unión del hombre y de la mujer, no fue
terminantemente prohibido en el Paraíso mosaico, o sea también en la Edad de Oro del Paganismo,
por el propio Jehovah al poner su terminante Veto a la comida por ellos de las manzanas, plátanos y
dátiles del Árbol de la Vida, que es también Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal?
Y, como eruditisimo y pasional que era el buen abate, no necesitó más. Fijóse, sin duda, en que la
Naturaleza ha dotado a los órganos correspondientes de algo que, en uno y otro sexo, ha de ser previa
y violentamente roto para el primer acto sexual; recordó, sin duda, aquella frase del mito de Psiquis,
frase que nuestra Literatura romancera traduce: «y obraron uno y otro de modo —Psiquis y Eros—
que ambos a dos hubieron de perder sus virginidades». Recordó asimismo VILLARS que en la fábula
griega de Dafnis y Cloe, la enamorada e inexperta pareja de adolescentes amadores, necesitó a
previa lección de alguien de edad, y no podía ignorar, en fin, que persona alguna en el mundo recibe
la iniciación directa en el acto fisiológico, sino que esta última sobreviene previa y astralmente,
imaginativamente, con el primer ensueño de pubertad.
Es decir, que el Sexo comienza en todos por un ensueño, seguido luego de algo más, y en mero
ensueño o «anhelo ya sin fuerzas orgánicas que respondan», o sea, también, astral e
imaginativamente, suele aquel terminar. La interrogación filosófica es, pues: Si al comenzar y al
extinguirse la pubertad, el ensueño erótico tremola; si al comenzar el sér humano a dormirse o
despertar, por más casto y contenido que sea su organismo, experimenta un conato de excitación
sexual; si esta excitación sobreviene siempre también con terrible energía, tras el periodo de
descanso y de dicha que sigue a toda lucha, esfuerzo y triunfo —Marte, vencedor, buscando a Venus
para en sus brazos amantes caer vencido a su vez—; si, finalmente, religiones tan respetables como
la Nórtica y la Mahometana, tiene amorosísimas walkyrias, tiernísimas huríes siempre vírgenes,
para dar el astral y recompensador abrazo al guerrero que pasa a aquel mundo después de morir en la
lucha, ¿qué es esto, todo esto, sino la evidencia de que hay criaturas de un mundo superliminal —
salamandras, sílfides, ondinas, gnómidas— que no envejecen, que no exigen, que no obstaculizan,
que no engañan con aquellos «engaños e asayamientos de las mujeres», que lloró nuestro gran don
ÁLVARO DE LUNA, —el condestable del rey trovador D. Juan II—, primeras y últimas «mujeres del
ensueño», en la muerte como en la vida; entes, en fin, de un mundo de idealidad y de poesía, desde
luego superior a aqueste miserable mundo físico?
VILLARS adivinó todo esto en sus delirios sexuales de emancipación de las cadenas con que, en
vida, nos tiene aherrojados, crucificados, la sexualidad física. De semejante pecado, en efecto, nadie
se ha visto libre alguna vez: ¡nadie podrá tirarle a él y a su Conde de Gabalis la primera piedra! El
encadenamiento, además de todas las ideas de aquél, resulta harto lógico. ¡Lo que no es, ciertamente,
lógico, por desgracia, es el punto de partida, y en él VILLARS fue «un tren que tomó mal la aguja!».
El encadenamiento de tas ideas en VILLARS era lógico, repetimos. Si la Naturaleza ha
obstaculizado orgánicamente la unión carnal de hombre y mujer con las virginidades respectivas; si
por apasionada que ser pueda tal unión, va inevitablemente seguida del hastío; si la edad quita una a
una todas las galas de seducción que constituyen su atractivo, con arreglo a la Dolora campoamorina
de
si la resultante final de aquella unión no es sino una serie de cadenas con los hijos, la educación
de los hijos, los problemas consiguientes del hogar, etc., etc., el respectivo amor hacia «los hijos y
las hijas de los Elementos», no tiene, al parecer, ninguno de aquellos fatales inconvenientes; él es
ideal, poético; no liga, no exige, no esclaviza, y el hombre o mujer dado así a inmortalizar a dichos
«entes astrales», parece tornar a la remotisima edad de los «hombres alados» del Banquete de
PLATÓN, en que ellos, como divinos andróginos, no tenían que mendigar tras el sexo opuesto ni que
sufrir las limitaciones e inconvenientes de la esclavitud sexual física. ¡Emancipados de tamaña
cadena por el «sistema Gabalis», los seres humanos dejaban de ser esclavos, tornándose libres y
dueños de si mismos! ¡Podian dedicarse, con toda independencia de la Carne, a los sublimes
problemas del Espíritu! ¡De tales consorcios, además, no podían resultar sino Hijos Divinos!
Y como todas las religiones positivas, en su vuelo a ras de tierra, es decir, vulgar o exotérico,
parten también del mismo hecho de uno o varios de estos Hijos Divinos, la idea de VILLARS, mal
encubierta, para él curarse en salud con el velo de la sátira, no podía menos de ser religiosísima en
el fondo. De aquí las continuas invocaciones religiosas del Conde de Gabalis y el que la Iglesia de
su tiempo —y de todos los tiempos— no excomulgase, antes bien, dejase pasar, complacida, la obra
del buen abate «inmortalizador de Sílfides», como dejó pasar las del ARETINO, y como mucho antes
sublimó el erotismo semítico de El Cantar de los Cantares, obra que admite, en efecto, las dos
interpretaciones respectivas de la Magia Blanca y de la Negra, a las que antes nos refiriéramos.
Además, como decir Religiones positivas es decir Historia del ignorante Mundo, los ejemplos
que la enorme erudición del abate —como después la de ANATOLE FRANCE, su encubierto glosador
—, encontraba en la antigüedad clásica, fueron numerosísimos, inagotables: Zoroastro, Alejandro,
Remo y Rómulo y demás héroes pretéritos, no eran, ni con mucho, los únicos «Hijos Divinos»;
porque, a bien decir, como la genialidad no es cosa de este mundo, sino del otro, todos los genios
pasados, presentes y futuros, pueden ser clasificados entre éstos por lo mucho que ellos tienen de
divinos, sea en un sentido religioso, sea en el rigurosamente etimológico del sánscrito div, divino,
brillante, refulgente, superhumano, sublime…
Hasta aquí, pues, la lógica concatenación de la ideología de VILLARS; ahora, la falsedad
espantosa y antinatural de su punto de partida.
El verdadero «Hijo Divino», como «divino», no puede ser «hijo de la Carne», que es nacimiento
animal. El mismo calumniado Paganismo vulgar, que tantos «hijos de la Carne» diera a Júpiter —
hijos que no eran esotéricamente tales «hijos de la Carne», sino augustos e inefables símbolos
filosóficos, inasequibles para las multitudes—, hace que Minerva o Palas, la diosa de la Sabiduría,
no nazca de consorcio alguno carnal, sino de la propia Mente de Júpiter: de la conjunción o chispa,
que diríamos médicamente, de la hipófisis con la espíritus del Dios, que es como nace
fisiológicamente el Pensamiento en el Hombre. El Pensamiento y el Amor en el sentido ideal, tienen,
respectivamente, en el cerebro y en el corazón su órgano o punto de origen, no en los otros sitios, en
los sitios del otro polo inferior. Por eso, no van ellos seguidos de óbolo orgánico alguno, ni
necesitan de la otra mitad humana para producirse; porque, en el acto de pensar y de amar, hombre y
mujer son, perfecta y respectivamente, andróginos, y, como tales andróginos sentimentales y
pensantes, son divinos, pues se bastan a si propios. Ya lo dijo Jesús, cuando fue consultado por los
fariseos acerca del hombre que tuvo aquí abajo varias esposas, interrogándole éstos sobre cuál seria
la esposa verdadera en el otro mundo, a lo que el Sublime Maestro respondió: «No vivirán como
hombre y mujer, sino como ángeles en el cielo», es decir, sin sexo, y por sobre el sexo, en el mundo
del Pensamiento y del Amor ideal; del sexo, por la muerte, trascendido.
Prescindiendo, pues, de otras razones, ya apuntadas en nuestros comentarios, el error de VILLARS
es capital, y de consecuencias funestísimas; las uniones, en efecto, de los humanos con los «pueblos
de los elementos», o no tienen «óbolo carnal físico», pues que estos últimos carecen de organismo
tangible, o si aquél media como medio en el ensueño erótico completo, al no ser él «cambiado» con
organismo humano contrapuesto, humanamente no era, ¿cómo decirlo?, sino «un despilfarro contra
natura»; el pecado de Onán, en suma, tan sabia como fieramente condenado por la Biblia; el ataque
más directo, más refinado, más maldito, contra las leyes santas que hoy mantienen a la Humanidad
sobre el Planeta. ¡Pobre mundo el que siguiese los consejos absurdos del Conde de Gabalis, y
maldita idea toda idea que aparte al hombre de la mujer y recíprocamente!
Pero —se nos dirá—, «los celibatos, ¿no son también legítimos?». A lo que replicaremos que lo
son, aunque exijan desde luego un sobrehumano esfuerzo; son legítimos, si ellos son verdaderos, es
decir, absolutos, sin esposos o esposas «astrales», a lo Gabalis; sin éxtasis eróticos tenidos, sin
embargo, por santos —no señalemos con el dedo cuáles para no herir la ignorancia de los que por
santos los tienen—; sin nada, en suma, que no sea el absoluto apartamiento moral, intelectual y físico
del Sexo, en la imaginación como en el hecho, trascendiéndole a este último, después de haberle
obedecido como manda la Naturaleza, y como hace el brahmán cuando, cumplidos sus deberes de
devolver al mundo lo que el mundo le diera, se retira al desierto —al «desierto moral y al físico»—
para en él preparar con la meditación y el estudio contemplativo, su tránsito final a superiores
mundos hiperfísicos que le aguardan allende la Tierra en ese Espacio infinito, constelado de soles,
que es nuestra verdadera Patria, la Patria divina adonde, abandonado nuestro cuerpo y su sexo,
regresamos, cual obreros triunfadores, después de vencer —o de ser vencidos— en la dura lucha del
Sexo, que es la Vida.
La legislación eclesiástico-católica, por ejemplo, es terminante y sabia en este punto. Como
preparadora ella de una Magia —buena o mala, según la intención altruista o egoísta que ella
encierre—, impone terminantemente la absoluta abstención del Sexo en monjes y sacerdotes.
Curiosísimas son en este punto las siempre sensatas páginas de la Historia interna y documentada
de la Compañía de Jesús, del Padre MIGUEL MIR, S. J. —obra que es gran pena haya ésta retirado de
la circulación—, sobre todo las que traen citas históricas del rigor con que la última en tiempo, y
también hoy la más poderosa de las instituciones monacales de Occidente, ha obrado en punto al tal
problema, pero nosotros, como librepensadores-teósofos, tenemos derecho a preguntar, en orden al
asunto de Gabalis, ¿cuál es el criterio eclesiástico jesuita? ¿Inmortalizase en el monacato occidental
alguna sílfide o salamandra, bajo este o el otro «velo iluminista», o bien la abstención es
efectivamente, en esto y en todo, absoluta? En honor a «hermanos nuestros en la Humanidad», aunque
jurados enemigos ideológicos», optamos, salvo prueba en contrario, por pensar esto último.
Sin embargo, pese al homenaje de esta nuestra leal manera de pensar, el problema queda en pie,
porque «el orgánico-inconsciente óbolo erótico» sigue, en ley de Naturaleza en todo sér humano
hasta determinada edad, y ello nos retrotrae al problema de origen, o sea al apuntado en el Prefacio,
sobre el sexo en la Naturaleza.
El sexo en la Naturaleza, decimos, y también en el lenguaje, porque todo cuanto se ha tronado por
algunos filólogos contra la aplicación del sexo a las cosas inanimadas en lenguas como la latina y sus
hijuelas, a diferencia del inglés, cuyo artículo único the, se aplica indistintamente a todo, tiene por
base el desconocimiento de la gran verdad sexual, la que, según la relativa actividad o pasividad del
su jeto, le adjudica el articulo masculino o el femenino, respectivamente.
Una visión de conjunto nos muestra, por ejemplo, como «contrarios sexuales» al lago y al río,
sintetizados luego entrambos por el mar, que participa de los opuestos caracteres del uno y del otro.
El río propende en su forma y potenciales a una como masculina rectilinidad. Es largo, anguloso,
impetuoso, pasional y activo propulsor de toda clase de potenciales mecánicos, de corriente
incoercible y continua que penetra en el lago con viriles vigores y que sale luego del mismo de él,
camino de el mar o de la mar… Por eso hemos cantado de niños, con ¡as reglas mnetnónicas de la
Gramática latina, de RAIMUNDO MIGUEL aquello de:
El lago —lanka, en sánscrito—, tiende siempre, en cambio, más o menos, a la forma redondeada,
a la curva femenina, y es, como la mujer, tranquilo, pasivo, sin corriente violenta exterior, recibiendo
las aportaciones de los ríos que en sus aguas vierten masculinamente sus caudales y dando lugar
después, con su desagüe, a otro río, que es el hijo. En el materno seno de las aguas lacustres no hay
vida mecánica al parecer: todo es en ellas genesiaca vitalidad química. La matriz del lago recibe
cuantas aguas le aporten sus galanos ríos tributarios, casi sin alterarse, hasta que la aportación
excede a la vasija, y entonces, cual sucede siempre en las evoluciones o «corrientes» excesivamente
constreñidas, viene la revolución, la rotura de diques y la catástrofe, ni más ni menos que cuando se
desatan la ira y las demás pasiones de la tranquila apariencia femenina…
Y el mar o la mar es, a su vez, neutro en la lengua latina; mejor dicho, ambiguo, de una
ambigüedad andrógina, o que participa al par de los dos sexos, porque, si bien por las curvadas
lineas generales de sus costas, por el nivel constante y, como lacustre de sus aguas, tenuamente
afectado por las mareas, y por recibir, finalmente, en su seno las aguas de todos los ríos del Planeta y
haberlo criado todo desde las primeras edades terrestres, parece femenino, en cambio, por la eterna
agitación de sus olas y su potente empuje; por sus pasionales tempestades y, en especial, por las
corrientes o verdaderos ríos que discurren continuamente en su propio seno, trasladando de unos a
otros mares sus aguas sin dejar de afectar con aquéllas región marítima alguna, es, perfecta y
acabadamente, masculino. Nuestra ignorancia nos llevó, como siempre, a burlarnos de los griegos;
que llamaban «Río Atlántico» a esa inmensa superficie marítima que separa el continente americano
del euroafricano, hasta que el Gulf-Stream o corriente del Golfo de Méjico, no nos hizo verle en su
aspecto de tal río: ¡un río por el que, no sólo no corren hacia Europa las aguas calientes de la zona
subtropical antillana, para con ellas templar la frialdad de nuestras costas, sino que con él corren, al
par también, según lo demuestra el notable articulo de JULIO SENADOR, en otro lugar transcripto, las
bajas presiones de sus perturbaciones atmosféricas, las cuales, al llegar a dichas costas, determinan
los regímenes de vientos y lluvias, alma de nuestra Economía!; ¡un río del que la novísima
navegación aérea está siempre pendiente para sus vuelos heroicos! …
Y si el lenguaje da así sexo a las masas acuáticas de nuestro Globo, de igual modo le asigna hasta
a los astros del cielo. Sobre el sexo del Sol y de la Luna, en efecto, hay una notable oposición entre
las lenguas del tronco germánico y las del tronco latino. Así, en estas últimas, Luna es femenino,
acaso porque se dice en antiguos mitos que la Humanidad primera bajara a la Tierra desde su
satélite, satélite al que, como tal madre entonces, le corresponde el femenino articulo, mientras que al
Sol, al potente Sol, engendrador de todo aquí abajo con sus rayos fecundadores, no le corresponde
otro articulo a su vez, que el masculino. Pero los germanos primeros, directos herederos de los arios
y de su sapientísima y perdida cultura, hicieron, como hoy el alemán, femenino al Sol y masculina a
la Luna, fundados, sin duda, en que esta última, como astro, gira en torno de la Tierra, al modo del
espermatozoide en torno del Óvulo antes de la fecundación, mientras que el Sol, en el centro de su
sistema, rodeado cual el pistilo floral de la serie de coronas-estambres de sendos planetas, y
recibiendo, acaso, el bombardeo continuo de infinitos asteroides cometarios que sobre él caen
masculinamente, manteniendo con ello sus energías fecundas, ha de ser considerado como femenino.
Y que este criterio es el más primitivo en la vieja filosofía, lo demuestra el hecho de que las Dianas
o Lunas arcaicas fueron barbadas (Deus-Lunus) y los primeros Apolos o Soles, imberbes y
femeninos, o andróginos, a lo sumo.
Resumiendo estas cosas, añadiremos que la característica de todo lo manifestado en el Cosmos,
es la Dualidad —la Duada, que decían los pitagóricos—, Dualidad que es, en sí, Finitud. Pero en el
interior de la Dualidad late la Unidad —la Mónada esencial— como aspiración, anhelo o Espíritu,
y la Finitud de todo lo material o visible aspira, y aun logra, por el Sexo lo Infinito, porque todos los
seres, en sentido trascendente, son andróginos, ya que actúan, alternativamente, primero, como
neutros; después, como femeninos; más tarde, como masculinos, y, finalmente, como neutros otra
vez, cerrando un ciclo.
Un ejemplo material podrá aclarar esta idea abstrusa.
La Tierra, Madre de todo, nos da, masculinamente, todos sus productos, verbigracia: el de sus
minas. Un tren carbonero recibe femeninamente en las celdillas de sus sendos vagones, el óbolo
mineral, que unos «microbios humanos» arrancaran, y que él transporta luego hasta el puerto, donde
descarga lo que recibiera y transportara masculinamente, en la bodega del barco, barco que, a su
vez, recibe así el minero óbolo femeninamente, para luego, masculinamente, descargarlo en otro
puerto, y así sucesivamente. Al principio y al fin de todos estos «cambios more sexual», hay dos
sendos estados neutros; dos «edades de Oro» del descanso, filosóficamente las mismas de la niñez y
la buena senectud humana después de bien cumplido el alto deber de una Misión, grande o pequeña,
en la Vida.
En el sér humano acontece análogamente. Cedamos la palabra a MARAÑÓN, glosado por el
excelente escritor Andrenio o GÓMEZ DE BAQUERO en su Adán y Eva: el Mito y la Biología, y
perdónenos él y el diario El Sol lo integral de la copia que ya iniciáramos en el prefacio. Allí dice:
«Esta antropología mítica viene a la memoria leyendo un libro científico que acaba de aparecer:
Los estados intersexuales en la especie humana[1], por el Dr. MARAÑÓN. No faltará algún ocultista»
que alegue como una confirmación científica de aquella mitología las conclusiones del eminente
médico español en su tratado, modelo de literatura didáctica por la claridad y elegancia de la forma.
»El libro de MARAÑÓN es una obra científica basada en las observaciones de la biología y la
medicina, que no nos habla, naturalmente, de una humanidad como la que descubrió ARISTÓFANES en
el diálogo platónico o la que los teósofos colocan entre las primitivas razas que precedieron a la
actual progenie humana; mas, en la época actual, los cultivadores del misterio, de las mitologías y las
metafísicas andan a caza de concordancias y comprobaciones científicas, a pesar de la supuesta
bancarrota de la ciencia.
»Aunque el libro del Dr. MARAÑÓN es estrictamente científico, y los que mejor apreciarán su
mérito, su copiosa literatura y la sagacidad de sus conclusiones y de sus hipótesis serán los
competentes en estos estudios, los biólogos y los médicos, por aquel arte de la forma a que antes
aludo y por la relación que ofrece el asunto con cuestiones del dominio común muy actuales, como el
feminismo, tendrá también lectores legos, entre cuyo número me cuento, que podrán comprenderlo y
hallar en él una ilustración de cuestiones jurídicas y sociales de notoria importancia.
»Define MARAÑÓN los estados intersexuales como aquellos casos en que coinciden en un mismo
individuo —sea hombre, sea mujer— los estigmas físicos o funcionales de los dos sexos, ya
mezclados en proporciones equivalentes, o casi equivalentes, ya —y esto es mucho más frecuente—
con indiscutible predominio del sexo legítimo sobre el espúreo.
»La intersexualidad no es un estado excepcional más que en los casos extremos. Hay una especie
de bisexualidad difusa primitiva, que después se diferencia. Así, los sexos no aparecen en posición
antagónica, sino sucesiva. La feminidad es una etapa intermedia entre la adolescencia y la virilidad.
La virilidad aparece como la etapa terminal en la evolución sexual. La mujer es una hermana menor
del hombre que ofrece caracteres análogos a los del adolescente. Uno y otro sexo están integrados
por los mismos componentes. La diferencia estriba en la intensidad y en la cronología de uno y de
otro. En el hombre, la fase inicial feminoide es breve y poco intensa, y la viril, diferenciada y larga.
En la mujer, la fase femenina es larga y diferenciada, y la fase viriloide, terminal (después del
climaterio), es breve y poco enérgica.
»Ahora vemos con claridad —dice el Dr. MARAÑÓN— la sinrazón de las disputas con que los
hombres de ciencia, los sociólogos y, sobre todo, los que no tenían otra cosa que hacer, han anegado
la bibliografía de los últimos cincuenta años acerca de la superioridad, la inferioridad o la igualdad
de los sexos. Ni son iguales ni diferentes. Son, a la vez, diferentes e iguales: iguales, porque no son
valores antagónicos, sino fases de una misma evolución; diferentes, por su inmodificable colocación
en el orden sucesivo.
»En esta situación respectiva de cada sexo, dentro de la misma escala evolutiva, está la grandeza
del destino de ambos y, a la vez, su inevitable miseria. La feminidad, por ser una fase intermedia,
lleva en sí incluida una esencia de perenne juventud, un arcano inagotable de posibilidades; pero, por
ello mismo, hay un momento en que su progreso encuentra un tope invencible y se convierte, a lo
sumo, en una aspiración.
»La masculinidad, en cambio, por representar una fase terminal, equivale a una forma
diferenciada y casi perfecta; pero por ello encierra en su sentido viril mismo su propia limitación
infranqueable.
»El progreso de la mujer, si no se desvía por la rama colateral de la maternidad —fin biológico
y socialmente excelso, pero inhibidor de la evolución morfológica—, no es, ni será nunca, otra cosa
que una aspiración a la virilidad, su etapa sucesiva. Este es el sentido del desarrollo de la forma
femenina, de su proceso psicológico e instintivo y de sus conquistas en la lucha social.
»El progreso del hombre no puede, en cambio, dirigirse a la conquista de ninguna forma ulterior.
Detrás de él no hay nada más. O se limita, por lo tanto, a la perfección concéntrica de su propia
virilidad, o tal vez coloca el fin de su progreso, fuera ya de los límites biológicos, en una aspiración
a la inmortalidad.
»MARAÑÓN piensa que los estados intersexuales representan un momento transitorio a la
evolución humana, que camina hacia una diferenciación sexual, cada vez más precisa. El estudio del
desarrollo ontogénico y el de la relación entre las especies naturales (en las inferiores se da como
fenómeno común el hermafroditismo) conducen a la conclusión de un progreso creciente en la
diferenciación de los tipos sexuales.
»El tratado de MARAÑÓN, magistral en la exposición, que es lo que puede juzgar el profano en la
biología, nos ofrece en sus conclusiones una filosofía de los sexos, filosofía positiva fundada en la
observación científica de los hechos. El feminismo adquiere en esta explicación un sentido
biológico, que es como el impulso subconsciente agregado a las causas económicas y sociales. La
armonía entre la diferenciación sexual, base del progreso eugénico, y la evolución femenina, en el
sentido de la conquista viril de las funciones sociales, ya avanzada, será en la sociedad futura uno de
los problemas eugénicos, cuya solución se vislumbra en los métodos de la selección».
En resumen: el ciclo vital-sexual es éste, según la Biología moderna: un estado de niñez, o
neutro; otro, luego, de feminidad; un «tercero de masculinidad y un último de integración y
superación, neutro también. Además, la Biología (véase LE DANTEC en su obra de este titulo), sabe
ya que el Sexo es parasitario en los seres; una especie de superfetación o, si se quiere, de
«embarazo», ya que la «concepción» es un acto receptivo, centrípeto, pasivo, femenino, y el
«alumbramiento», recíprocamente, un acto expulsivo, centrífugo, activo, masculino, ¡hasta en la
formación misma de las ideas y su lanzamiento al mundo!… ¿Quién ignora la intranquilidad, la
preocupación, el embarazo, que preside a las concepciones literarias —bajo la masculina y
fecundadora inspiración de las Musas, que los paganos decían—, y luego el esfuerzo lanzador, viril,
energético, centrífugo y masculino con que la Idea y la Obra son lanzadas al mundo en verdadero
parto, que unas veces es «parto de los montes» y otras acción de heroicidad renunciadora y
comprometedora, que masculinamente nos coloca en lucha abierta con el mundo?
Si, pues, una sabia e inescrutable Ley nos ha puesto en el mundo, el ciclo neutropreparador,
femenino-masculino, y neutro-superador ha de ser fatalmente recorrido. Quien a ello se opone
conscientemente, o es un héroe estilo Krishna o Parsifal, o es un loco, un aberrado, que, al ir contra
tamaña ley natural, labra inevitablemente su desdicha. Y tan oposición a ésta es el acto brutal de
automutilación física estilo Klingsor, como el de oposición indirecta de torcer la vía fisiológico-
humana «inmortalizando, en solitario vicio onámico, salamandras y sílfides». Este último caso, según
todos los sociólogos modernos, es el frecuentisimo del penal y el de otros lugares análogos, que tan
viriles como nobilísimas protestas han inspirado a penalistas como DORADO MONTERO y JIMÉNEZ DE
ASÚA. ¿Qué de dramas, tragedias, mejor dicho, no registra la historia de los «confinamientos contra-
sexo» de todos conocidos? Una de ellas leemos en estos momentos en La Esfera, donde se nos narra
la leyenda valenciana que subsigue: ¡la leyenda de una víctima que, fiel a un viejo amor, no se sabe
apelase a practicar la doctrina de Gabalis!
«Entre lo más humilde y recogido de las ascéticas celdas de la Cartuja de Porta Cœli, a 22
kilómetros de Valencia, hay una pobrísima y sombría, con todos los caracteres dramáticos de una
prisión, que impresiona profundamente. Y es porque aquel lugar de penitencia austerísima, sin más
comunicación con el mundo exterior que un reducido ventanillo inaccesible para el recluso, está
asociado por la tradición popular a una leyenda trágica: la llamada de La sílfide del Acueducto, que
la musa del P. AROLAS, en su leyenda del mismo título, vulgarizó en España cuando sobre ella
soplaba, desencadenado, el huracán romántico. Recae dicha celda junto al monumental acueducto que
lleva las aguas al monasterio, y supone la tradición que allí vivió, muriendo a principios del
siglo XV, cierto monje cartujo, condenado a perpetuo encierro por sus liviandades. El desdichado,
vástago de noble familia valenciana, había ingresado en la orden de San Bruno sin la menor vocación
religiosa y sólo por obedecer al paterno mandato, rompiendo para ello las dilatadas e íntimas
relaciones que mantenía desde algunos años antes con hermosa joven, también de elevada alcurnia,
llamada Ormesinda. No se resignó la enamorada joven a la cruel separación. Y es fama que, bajo el
manto protector de la noche, y a la luz de los relámpagos, cruzaba el acueducto para penetrar en la
celda del antiguo amante; entonces ya monje profeso. Descubierto el nefando delito por el prior, fue
condenado el monje a morir de hambre. La apasionada Ormesinda feneció a poco, envenenada. Esta
trágica leyenda fue aprovechada, después del P. AROLAS, por el literato VICENTE BOIX, en su novela
El encubierto de Valencia, publicada en 1846, si bien fantaseando libremente sobre la calidad de los
personajes, móviles y desenlace del trágico suceso.
»También está relacionada con el monasterio de Porta Cœli la edificante historia de la venerable
Inés de Moncada, cuyas austeridades y prodigios de santidad se relatan puntualmente en el libro de
JUAN BAUTISTA BERNÍ, editado en Valencia en 1734. Perteneciente a ilustre casa valenciana, joven y
hermosa, abandonó mes el mundo para consagrarse a Dios. Mas, en vez de encerrarse en un claustro,
como era uso general entre los desengañados de la vida, adoptó hábito de hombre y se cobijó en
abandonada ermita, próxima a la santa casa cartujana, habitando allí muchos años en penitencia
rigurosísima. Su verdadero sexo hubo de ignorarse hasta ocurrir la muerte de tan singular mujer,
inspiradora de numerosos romances populares, muy extendidos durante la Edad Media en tierras
levantinas, y que atribuían a un desengaño amoroso la huida de Inés de Moneada a las soledades de
la sierra de Náquera y su propósito de hacer vida ascética. No es aventurado conjeturar que,
conocido el caso por CERVANTES, le sugiriera el episodio de la hermosa Dorotea en las asperezas de
Sierra Morena».
Y ¿qué de luchas con dos pueblos de los elementos» no nos describen las hagiologías al
contarnos la vida de aquellos anacoretas de la Tebaida, aunque magos negros por consagrarse
incansables a destruir toda huella de la Religión Sabiduría primitiva en provecho del naciente
Cristianismo, magos al fin?
Porque la verdadera Magia o Superciencia (ciencia de la humana superación del Sexo) exige,
como en otro lugar dijimos, la previa y absoluta castidad en imaginación y de hecho. Por eso la
iniciación llevaba aparejada como prueba previa, entre otras harto terribles, la más que terrible del
Sexo.
Mago o mágico, dice BLAVATSKY, viene del sánscrito maha o mag, equivalente a grande. Eran
los magos los sacerdotes del fuego y los conocedores de los astros entre los asirios, babilonios y
parsis. El gran sacerdote de estos últimos recibía el nombre de Mobed, derivado de megli o meh-ab,
que quiere decir «grande», «noble», «primero». Antes de todos aquellos, o sea en los tiempos
prevédicos, el Maha-âtma («la gran Alma, o Espíritu») tenía un sumo sacerdote.
Pero la Magia, que es reforma interior por la virtud y el estudio, no son, como se cree, las
ciencias ocultas.
Y la enseñanza de aquella maestra continúa así acerca de las Artes Ocultas, siempre con el sexo
más o menos relacionadas.
«Bajo Artes o Ciencias Ocultas, dice, caen cosas tales como el hipnotismo, el mesmerismo, la
magia ceremonial, la astrología, la alquimia, la hechicería, los encantos, la nigromancia,
cartomancia, geomancia, quiromancia, y otras mil artes mágicas de clarividencia física y astral,
clariaudiencia, psicometría, etc., etc., en lista inagotable que cualquiera puede continuar a su gusto.
»Para que un hombre pueda cultivar cualquiera de estas ciencias no es necesaria ninguna
condición de moralidad previa. Todo aquel que tenga un organismo sensible en cierto grado a tales o
cuales influencias de lo astral, o sea del piano de materia próxima al nuestro, puede convertirse en un
acreditado psicómetra, quiromante, astrólogo, vidente, mago, etc., cuando se le enseñan los métodos
adecuados o él los descubre por sí mismo… No nos tomaremos aquí la molestia de convencer a los
escépticos acerca de la realidad de semejantes artes. Es, por otro lado, muy digno de notarse el que
el mayor malvado que existir pueda en la tierra, puede llegar a practicar con éxito semejantes cosas,
y esta es la razón por la cual han sido ellas guardadas antaño en el secreto, y aun son secretas hoy en
su mayoría.
»Mas como, por desgracia, algunas de aquellas Artes empiezan a ser conocidas, en especial el
hipnotismo y el magnetismo, es de imperiosa necesidad el señalar los peligros con que amenazan a la
sociedad en manos de personas nada escrupulosas o inmorales. Que cualquier hombre de naturaleza
seria y compasiva estudie la ciencia hipnótica y aprecie cuán espantosa fuerza de sugestión actúa
sobre el sujeto hipnotizado y que diga luego si semejante poder de vida y muerte, tanto moral como
físico, debe ser conferido a cualquier hombre o, lo que es peor, se reserva a la facultad médica sólo
por serio. Esta última niega de plano las Artes Ocultas y comienza a jugar con la más peligrosa de
las conocidas, diciéndonos, por un lado, que una sugestión puede disiparse con la misma facilidad
con que se ha producido, y por otro, que el sentido moral del sujeto le puede permitir a éste, aun en
el estado hipnótico, a resistir la sugestión del crimen.
»Esto, sin embargo, no es cierto, pues que una sugestión es una semilla hondamente plantada en el
fecundo suelo de la psiquis o mente inferior del hombre, semilla que germinará tan pronto como
circunstancias apropiadas lo determinen. El público ignora todavía cómo un hombre sin escrúpulos,
dotado de fuerte voluntad hipnótica, puede convertirse en la más espantosa plaga social. La gente
respetable y escéptica ignora con cuánta facilidad sus propias hijas, las más sensibles a las
influencias hipnóticas y a las sugestiones, pueden ser conducidas a su ruina por miserables sin
escrúpulos, ni cuán relativamente fácil es el hacer firmar testamentos en favor de hábiles aventureros
hipnotizadores[1]. Y, no obstante, el hipnotismo está muy lejos de ser la más poderosa de las Artes
Ocultas. Hay, en efecto, poderes capaces de dominar a las naciones, tan fácilmente como a los
individuos[1], poderes al alcance de un leproso moral dotado de Voluntad suficiente, poderes, en fin,
que puede adquirir el animal humano, que es, en verdad, millones de veces más potente que la bestia
más salvaje…
»Pero ningún hombre de esta clase es Ocultista. Puede, sí, ser un mago y un manipulador de las
Artes Ocultas, indigno de desatar la correa de los zapatos del verdadero Ocultista, cuyo corazón sólo
responde a los latidos del Océano de la Compasión universal, y cuya mente vibra al unísono con la
gran Armonía inteligente del Cosmos. ¡Cuántos hay que se figuran ser Ocultistas por el mero hecho
de trazar un horóscopo o ver un cuadro en la luz astral, o psicometrizar el contenido de una carta, o
retener el aliento por más tiempo que el ordinario, o percibir los fantasmas! Ellos están más distantes
de los portales del más elemental Ocultismo.
»Ocultista es el que aprende a distinguir conscientemente lo bueno de lo malo; no es un hombre
teórico, sino práctico; no actúa sólo con la intuición y la fe ciega; no basta que sea meramente bueno,
sino que debe ser sabio y justo. La sabiduría no sólo supone conocimiento, sino también compasión,
amor, por ser, como dice el Rig Veda (X, 129), el lazo que une al ser con el no ser, lazo que los
sabios, investigando con su inteligencia, han descubierto en sus corazones. Ocultista es el que anda
por este sendero de desinterés y de justicia. Ningún hombre ignorante puede, aunque quiera, ser justo.
Lo que puede ser justo para un número limitado es a menudo injusto para el bienestar de una
colectividad mayor. Del mismo modo también la justicia aparente para una nación puede ser in
justicia para la Humanidad y la aparente justicia para ésta acaso injusticia para el Universo. Así, la
supuesta crueldad de la Naturaleza es mera apariencia ilusoria creada por la ignorancia de las
mentes que sólo pueden contemplar una fracción infinitesimal del magno problema.
»El Ocultista ve que el Espíritu y el cuerpo de todos los hombres son uno con el Espíritu y la
Materia del Universo, desea aunar también su Mente con la Oran Mente o Alma del Mundo, pues
sabe que es mente y sólo mente lo que le separa del resto. Al proponerse alcanzar esta meta se
verifica en él un cambio radical. Con la mente siempre fija en el axioma de «¡paz a todos los seres!»,
ensancha en silencio su naturaleza espiritual, hasta que rebasa los confines del amor del individuo,
de la familia, de la raza y hasta de la Humanidad, anegándose en el Océano de Compasión y de
Sabiduría que abarcar debe a la Naturaleza entera.
»La Mente es el gran principio de separación entre los hombres, porque le dicta el modo de ser
de sus respectivas convicciones. Ninguno que permita a su mente estar embargada por una creencia o
filosofía exotérica, puede ser Ocultista. Para que el Ocultista pueda ser justo con todas las creencias
tiene que estar libre y por encima de todas ellas. El que se mantiene sujeto dentro de los límites de
cualquier dogma es para el Ocultista tan ignorante como la mujer china, que encuentra placer en
desfigurar sus pies, o como la europea, que destruye su salud y la de su prole comprimiéndose el
cuerpo.
»La Sociedad Teosófica —la de BLAVATSKY, y, añadimos nosotros, no sus errores posteriores—
no es sino una escuela preparatoria para enseñar el abecé del Ocultismo. Su primer objeto, o sea el
de establecer el núcleo de una fraternidad universal de compasión y de amor que pueda abarcar a
todos los hombres, sin distinción de raza, sexo, credo, casta o color. Su segundo objeto de «ciencias,
religiones y filosofías comparadas», no es sino el proceso para libertar la mente de toda clase de
prejuicios y errores en materia de religión, filosofía, o ciencia particularista. Dichos dos objetos
constituyen la preparación para el tercero, que se ocupa de investigar «acerca de las leyes
desconocidas aún de la Naturaleza y de los poderes latentes en el Hombre».
»Este último estudio consta de dos partes: Ocultismo teórico y Ocultismo práctico.
»El Ocultismo teórico tiene que aprenderse de labios de un Ocultista, o descubriéndolo en el
estudio atento de los libros y de la Naturaleza. Los Maestros, sin embargo, son pocos, y aunque
quieran ellos enseñar, encuentran rara vez discípulos capaces y dispuestos a sufrir la disciplina
necesaria antes de que el mero conocimiento teórico les pueda ser comunicado. Por otro lado, aunque
haya tanto que aprender en los libros, su estudio no produce gran resultado para el caso, a menos que
el estudiante desarrolle su intuición espiritual, por la purificación del deseo y el hábito de la
concentración mental. El aspecto meramente teórico del Ocultismo es, así, para pocos: para quienes
no dudan, para los que no son tímidos, vacilantes, perezosos o dominados por intereses egoístas. Una
vez despertado el anhelo por el Conocimiento Espiritual y su posibilidad de realizado, no se precisa
de otro impulso alguno. La mente, desde entonces, «se fija en un punto», y avanza con firmeza,
atrayendo así por selección natural todo el conocimiento preliminar que es necesario; el hombre se
hace consciente de si mismo; está alerta ya siempre; eleva a muy alto nivel su inteligencia y acaba
por ver cómo los demás yacen por bajo, bajo la influencia hipnótica e ilusoria de los sentidos y cual
si durmiesen. Así y todo el estudiante del Ocultismo teórico nada práctico puede intentar sin peligro,
hasta tanto que encuentre a un Maestro, cosa que acaecerá, al fin, cuando aquél esté dispuesto por
completo».
El lado segundo o práctico del Ocultismo, H. P. B. no lo ha declarado abiertamente en ninguna de
sus obras. Si tal hubiese hecho, ya dejaría de estar «oculto», siendo así que los verdaderos secretos o
poderes espirituales que él confiere, son de tal naturaleza, que únicamente pueden ellos ser
comunicados «de la boca al oído» o sin palabras, y por símbolos…
En suma: el Ocultismo práctico o «de superación», y el Sexo, son absolutamente incompatibles:
la doctrina exotérica que la Iglesia defiende es, en este punto, la nuestra, aunque cada una desde su
punto de vista respectivo. Por eso aquél exige como condición previa indispensable el triunfo sobre
el Sexo, cosa equivalente a la «santidad» en el sentido en que tamaña virtud suele entenderse, aunque
malas interpretaciones de aquélla haya llevado a los altares a muchos pérfidos, que notoriamente no
lo merecen… Pero hay que rechazar de plano también el falicismo de todas las religiones positivas,
que en el fondo no es sino «variantes de lo de Gabalis», incluso aquel falicismo brahmánico de
sectas que, en parte, hemos indicado ya en una nota, y en cuyos templos —como el de Somnath-Patan
del Guzérate, antaño consagrado al Culto sin culto jaino primitivo—, monstruosos emblemas fálicos
de Brahmá, el Dios-Creador —más bien la siempre eficiente Emanación evolutiva de la Divinidad
manifestada en la Naturaleza—, que todos los días se hacia renovar su Órgano, y que, cuando un día
sus adoradores olvidaron suministrársele, Él se construyó uno de arena, potentisimo.
Por supuesto, que «el duelo a muerte con la Naturaleza», que supone la santísima superación del
Sexo —superación equivalente a la divinización del hombre—, es de aquellos en que no se dan
recíproco cuartel entrambos adversarios, y la tremebunda batalla épica y simbólicamente cantada en
el Mahabharata y aun en las otras Epopeyas, ha de terminar o con el triunfo del Héroe, como en
Parsifal, o con la derrota estrepitosa del seudo-héroe que, por pretender trascender el Sexo sin las
bastantes fuerzas para ello, cae fatalmente en las aberraciones sexuales a lo Gabalis, o en otras
peores.
De aquí que no pueda ser aconsejado a nadie semejante Sendero de Liberación, llamado «el
pequeño Sendero», en Oriente, y que el que se atreva a emprenderle haya de hacerlo siempre bajo su
estricta responsabilidad personal, mientras que el otro camino, el del «gran Sendero» o «Seadero
medio», que dijo el Buddha, el sendero de la obediencia al Sexo, para superarle sólo después de la
muerte quizá, es el de todos nosotros los vulgares, de acuerdo con el estado actual de la evolución
ordinaria de nuestro Planeta. Sendero no exento también de su poesía: la poesía del Amor Natural, no
la del loco ensueño erótico y aberrado, que, por seductor que éste se muestre en los comienzos, para
mejor engañarnos, como a Ulises las sirenas, más seductor es, sin duda, y más humano aquel otro
ensueño sublime descrito por el naturalista-poeta BUFFON, al trazarnos, de mano maestra, los
primeros momentos de la existencia de Eva: aquel canto en prosa en el que Adán, solitario, y
aparentemente feliz entre las delicias del Paraíso, siente, sin embargo, nacer en su pecho un anhelo
tan doloroso como desconocido: ¡El anhelo de una compañera, divina contraparte de su humana
finitud!… Con ella sueña en ensueño inexplicable, feliz, enloquecedor, inefable e íntimo… Y, cuando
despierta de su ensueño, vése astralmente desdoblado; de su costado mismo, que no groseramente de
su costilla, ha surgido una Forma, análoga a él, pero contraria a él en sus bellezas inauditas, que le
atraen magnéticamente, y en la que, con aquella Melodía de la mirada que el violonchelo preludia en
La Walkyria, de WAGNER, siente vibrar una nota en unisono, en octava, en quinta, en tercera…, en
todas las tonalidades sucesivas, en fin, de la cósmica Armonía, con la suya respectiva, nota que ha de
terminar en EL ACORDE más perfecto, EL ACORDE DEL HIJO, divino siempre por continuador de la
ESPECIE, y con el que aquella pareja prototípica ha de proseguir asentando como Dioses su indefinida
continuidad sobre una Tierra, a condición de que nada pueda destruir ya tan divina Cadena, merced a
una serie de Hogares sucesivos, serie jamás cortada, ni por las solicitaciones del acto, según natura,
al estilo inferior animal, ni menos por esotras solicitaciones del supervicio contra natura impíamente
preconizado por el Conde de Gabalis.
¡Hogar y Ágora! He aquí, pues, las dos palabras mágicas merecedoras de un libro y sobre las
que se cifra todo el progreso de la Humanidad: es decir la barquilla salvadora de cada cual;
barquilla capaz de cruzar, insumergible, el proceloso mar de todas las pasiones; barquilla
admirablemente simbolizada en los mexicanos Códices del Anahuac, y la gran Nave de la respectiva
nación, raza, pueblo, o la suprema Nave de la Humanidad como conjunto, que hizo exclamar al
clásico: «¡Soy hombre, y nada humano me es ajeno!»… ¡Nave que no es en suma, sino el planeta
mismo que eternamente nos conduce en inescrutable Destino por el piélago insondable de los
Cielos…!
FIN
MARIO ROSO DE LUNA (1872 - 1931), conocido como el Mago Rojo de Logrosan, fue un
extraordinario erudito y escritor prolífico, astrónomo, periodista, escritor, teósofo y masón español.
Se definía a sí mismo como un “teósofo ateneísta” y como tal miembro del Ateneo de Madrid, trató
con personajes como Miguel de Unamuno y Valle-Inclán. Como teósofo, tradujo al castellano las
obras de H. P. BLAVATSKY. Como masón, fue iniciado adoptando el nombre simbólico de
“Prisciliano”, en la logia “Isis y Osiris” de Sevilla. Destacó por su defensa de una masonería sin
injerencias de la política y en contra del fanatismo religioso. Recibió los grados filosóficos hasta el
33.º. Fue doctor en Derecho por la Universidad Complutense y licenciado en Ciencias Físico-
Químicas. Como astrónomo, descubrió un nuevo astro, de la constelación del Auriga que fue inscrito
por decisión de la Academia de Ciencias de París como “Cometa Roso de Luna”. Escribió varios
libros, agrupados en la llamada “Biblioteca de las Maravillas”. En sus libros, Roso aplicó la
doctrina teosófica a múltiples campos, como la musicología, la sexología, el totalitarismo, los mitos
precolombinos, la magia y el misterio.
Notas
[1]Discrepando de la Academia de la Lengua, séanos permitido acentuar el substantivo «sér» para
diferenciarle del «ser» verbo, en frases respectivamente como «ser un ser racional, es un don del
Cielo». La pronunciación misma abre más la e en un caso que en el otro. <<
[1]Tales como la de Amor, Conveniencia y Eugenesia, Los estados intersexuales en la especie
humana, (Madrid, Morata, 1929) y otras, a cuyas doctrinas aludiremos en otro lugar. Adelantemos,
sin embargo, que la manera puramente fisiológica de abordar el magno problema humano, como si el
hombre fuese un simple irracional sujeto a la mera selección física o darwiniana, no es de nuestro
agrado, como tampoco lo es de otros pensadores. <<
[1]«Entre las plantas acuáticas, dice MAETERLINK, figura como la más romántica la Vallisneria, esa
hidrocaridea, cuyos desposorios forman el episodio más trágico de la historia amorosa de las flores.
La Vallisneria es una hierba harto insignificante, desprovista de la gracia encantadora del nenúfar,
especie de loto europeo, o de otras flores subacuáticas, de airosa cabellera; pero la Naturaleza se ha
complacido en expresar en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la ínfima planta se desarrolla
en el fondo de las aguas, en una especie de somnolencia, hasta el momento nupcial, en que vive una
vida nueva. Entonces la flor femenina desenrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube,
emerge de las aguas y se abre y extiende por la superficie del estanque. De una zona vecina, al verla
apenas a través del agua soleada, se eleva a su vez la flor masculina, llena de esperanza, atraída
hacia un nuevo mundo de ensueño por la mágica sugestión de su compañera. Llegada, sin embargo, a
la mitad de su camino, la flor masculina se siente bruscamente retenida, porque el tallo que la
sustenta y el que le da la vida, es demasiado corto, no permitiéndole, por tanto, llegar hasta la luz de
la superficie, y allí consumar la unión nupcial del estambre con el pistilo. ¿Se trata de un defecto, o
de la más cruel de las pruebas de la Naturaleza…? Imaginaos, en efecto, la tragedia horrible de este
deseo, de esta fatalidad transparente, de este suplicio a lo Tántalo, de estar viendo y tocando lo que
es inaccesible… Semejante drama sería tan insoluble como nuestro propio drama sobre la Tierra;
mas, he aquí que, de repente, surge un nuevo e inesperado elemento. ¿Tendrá la flor masculina el
presentimiento de tamaña decepción? No lo sabemos, pero es lo cierto que ella ha sabido conservar
en su corazón una burbuja de aire, como nosotros guardamos en nuestra alma un dulce pensamiento
de inesperada salvación… Diríase que vacila un instante, mas, en seguida, con un esfuerzo gallardo
—el más asombroso de cuantos conozco en la vida de flores y de insectos—, rompe heroicamente el
lazo que le liga a la existencia para volar a la altura de su amoroso ideal: corta, por sí misma, su
pedúnculo, y en un incomparable impulso, entre perlas de alegría, sus pétalos afloran ya a la
superficie de las aguas… Heridos de muerte ellos, pero libres y rutilantes ya, flotan un instante al
lado de su amorosa desposada; la unión de los dos seres, se realiza, después de la cual la flor
masculina, sacrificada en aras de su anhelo, es el juguete de las aguas, que llevan su cadáver hacia la
orilla, mientras que la esposa, ya madre, cierra su corola, donde aún palpitan los amantes efluvios,
enrolla su pistilo y vuelve a descender a las profundidades acuáticas para madurar el fruto de un
amor heroico y sin límites…». <<
[1]Caso típico de esto último es, por ejemplo, el del tricloruro y el pentacloruro de fósforo, que se
combinan con enorme energía, en espera, así que se presente el agua, de descomponer ésta, formando
los ácidos fosfórico y clorhídrico. <<
[1]Véase la sabia obra de este título, debida al genial D. ARTURO SORIA Y MATA, a cuyo profundo
alcance pitagórico-filosófico nuestra generación aún no ha hecho justicia, quizá por ser español y no
ser «técnico», en el cretino sentido que damos a la palabra, su autor. <<
[1] Léase «Obras del autor», al principio del presente libro. <<
[1]Edición única de 25 ejemplares en papel de hilo y 300 en papel fuerte, hecha, bajo el sello de D.
Petrus Aretinus flagelum Principum, en 1914, y de la que poseemos un ejemplar. No creemos que el
autor publicase más que este primer volumen bajo el título de Narración de la licenciosa vida de las
monjas. <<
[1]
Principalmente en Conferencias teosóficas, epígrafe de «El Caballero del Cisne», y en el capítulo
«Lohengrin», del Wagner mitólogo y ocultista. <<
[1] De vitis philosophorum, II, XVI. <<
[1] XENOFONTE: Memorabilia, I, I, 3; PLATÓN: Apología, 40, A. <<
[2] SÁNCHEZ CALVO: Filosofía de lo maravilloso positivo, 110. <<
[3] De divinatione, I, 54, 103, 122. <<
[1] Véase a STANLEI: Historia Philosophiae, 146. <<
[2] Véase a BRUCKER: Historia philosophiae, I, 543. <<
[3] Theologia Platonis, XIII, II, 287. <<
[4] Historia antigua, III, 412. <<
[5] Geschichte der Philosophie, II, 77. <<
[6] Philosophie des Rechts, 369. <<
[7] Platon’s Werke, I, II, 432. <<
[8] Platon’s Leben und Schriften, 432. <<
[1]
Sur l’ironie de Socrate (en las Memoires de la Académie des Inscriptions et Belles Lettres, IV,
368). Este modo de ver había sido ya adoptado por ROLLIN (Histoire ancienne, IV, 360) en 1737. <<
[2] Voyage du acune Anacharsis, LXVII. <<
[3] Geist der speculativen Philosophie, II, 16. <<
[4] Vermische Schriften, III, I. <<
[5] Geschichte der Philosophie, 371, 388. <<
[6] Geschichte der alten Philosophie, 158. <<
[7] Sokrates Leben, 20. <<
[8] Der Dämonium des Sokrates und sein Interpreten, 77. <<
[9] Osiris und Socrates, 185. <<
[10] Le mal et le bien, 49. <<
[1] Hermes, XXIX, 597. <<
[2] Biographie universelle, XLIII, 531. <<
[3] Geschichte de grieshische und römischen Philosophie, II, a, 60. <<
[4] Zeitschrift für der Gymnasialwesen, 1863, 499. <<
[5] Aristophanes, 256. <<
[6] Sokratische Studien, II, 27. <<
[7] Platonismus, I, 236. <<
[1] ZELLER: Die Philosophie der Griechen, III, 76. <<
[2] Apologia, 23, B; 31, D. <<
[3] Du démon de Socrate, 113, 163. <<
[4] Die Philosophie der Griechen, III, 73. <<
[1] Filosofía de lo maravilloso positivo, 110. <<
[2] De vera religione, 12. <<
[3] Memorabilia, IV, VIII, 5. <<
[1] Apología, 40, B. <<
[2] Filosofía de lo maravilloso positivo, 117. <<
[3] AZCÁRATE: Obras de Platón, XI, 80. <<
[1] Véase G. MARAÑÓN: Los Estados Intersexuales en la Especie Humana. Morata; Madrid, 1929.
A. LIPSCHÜTZ: Las Secreciones internas de las Glándulas Sexuales. Morata; Madrid, 1928.
J. BAUER: Fisiologia, Patología y Clínica de las Secreciones Internas. Morata; Madrid, 1929.
J. J. BARCIA GOYANES: La Vida, el Sexo y La Herencia. Morata; Madrid, 1928.
F. LÓPEZ UREÑA: El Misterio de la Vida. Morata; Madrid, 1929.
J. NOGUERA: Moral, Eugenesia y Derecho. Morata; Madrid, 1929.
V. AZA: Feminismo y Sexo, Morata; Madrid, 1928.
M. RUIZ-FUNES: Endocrinología y Criminalidad. Morata; Madrid, 1929.
W. E. COUTTS: El Deseo de Matar y el Instinto Sexual. Morata; Madrid, 1929.
E. FEYJÓO: Los Hombres de Vidrio. Morata; Madrid, 1929.
I. P. PAVLOV: Los Reflejos Condicionados. Morata; Madrid, 1929.
R. NÓVOA SANTOS: El Instinto de la Muerte. Morata; Madrid, 1927.
J. TORRUBIANO RIPOLL: Teología y Eugenesia. Morata; Madrid, 1929. <<
[1] Editado por Morata, Madrid, 1929. <<
[1]
Díganlo si no las tan frecuentes captaciones de herencias realizadas por ciertas instituciones
monásticas. <<
[1] Dígalo si no la historia de la Gran Guerra y la historia Rasputin. <<