Balzac Prólogo A La Comedia Humana
Balzac Prólogo A La Comedia Humana
Balzac Prólogo A La Comedia Humana
Honoré de Balzac
Emprendida esta obra, pronto hará trece años, con el título de La Comedia
Humana, me parece necesario decir de ella lo que pienso, contar su origen, explicar
brevemente su plan, intentando hablar de estas cosas como si no estuviera interesado en
ellas. Esto no es tan difícil como el público podría pensar. Pocas obras producen mucho
amor propio, mucho trabajo da infinidad de modestia. Esta observación sirve para
explicar los exámenes que Corneille, Moliere y otros grandes autores hacen de sus
obras: si es imposible igualarlos en sus bellas concepciones, podemos intentar
parecernos a ellos en este sentimiento.
La idea primitiva de La Comedia Humana fue para mí, al principio, como un
sueño, como uno de esos proyectos imposibles que se acarician y se dejan escapar; una
quimera que sonríe, que enseña su rostro de mujer y despliega inmediatamente sus alas
para remontarse a un cielo fantástico. Pero esta quimera, como otras muchas quimeras,
se transforma en realidad, tiene sus mandatos y su tiranía ante los que hay que ceder.
Esta idea me vino de una comparación entre Humanidad y Animalidad.
Sería un error creer que la gran querella que, en estos últimos tiempos, se ha
suscitado entre Cuvier y Geoffroy Saint-Hilaire, reposaba sobre una innovación
científica. La unidad de composición ocupaba ya, en otros términos, a los mejores
espíritus de los dos siglos precedentes. Releyendo las obras, tan extraordinarias, de los
escritores místicos que se han ocupado de las ciencias en sus relaciones con el infinito,
tales como Swedenborg, Saint-Martin, etc., y los escritos de los mayores genios de la
Historia Natural, tales como Leibnitz, Buffon, Charles Bonnet, etc., se encuentran en las
mónadas de Leibnitz, en las moléculas orgánicas de Buffon, en la fuerza vegetatriz de
Needham, en el encajamiento de las partes similares de Charles Bonnet, lo bastante
atrevido para escribir en 1760: El animal vegeta como la planta; se encuentran, digo, los
rudimentos de la bella ley del sí para sí sobre la que reposa la unidad de composición.
No hay más que un animal. El creador no se ha servido más que de un solo y mismo
patrón para todos los seres organizados. El animal es un principio que toma su forma
exterior o, para hablar más exactamente, las diferencias de su forma, en los medios en
que está llamado a desarrollarse. Las Especies Zoológicas resultan de esas diferencias.
La proclamación y el sostén de este sistema, en armonía por otra parte con las ideas que
nosotros nos formamos de la potencia divina, constituirá el eterno honor de Geoffrey
Saint-Hilaire, el vencedor de Cuvier en este punto de alta ciencia, cuyo triunfo ha sido
saludado por el último artículo que escribió el gran Goethe.
Penetrado bien de ese sistema antes ya de los debates a que ha dado lugar, yo vi
que, desde el punto de vista de esa relación, la Sociedad se parecía a la Naturaleza. ¿No
hace del hombre la Sociedad, siguiendo los medios en que su acción se despliega, tantos
hombres diferentes como variedades hay en zoología? Las diferencias entre un soldado,
un obrero, un administrador, un marinero, un poeta, un pobre, un sacerdote, son, aunque
más difíciles de interpretar, tan considerables como las que distinguen al lobo, al león,
al asno, al cuervo, al tiburón, a la vaca marina, a la oveja, etc. Han existido, pues, y
existirán en todo tiempo Especies Sociales como hay Especies Zoológicas. Si Buffon ha
hecho una magnífica obra al intentar representar en un libro el conjunto de la zoología,
¿no había que hacer una obra de ese género para la Sociedad? Pero la naturaleza ha
puesto, para las variedades animales, límites dentro de los cuales no debía encerrarse la
Sociedad. Cuando Buffon pintaba al león, despachaba a la leona en unas cuantas frases;
mientras que en la Sociedad no se da siempre el caso de que la mujer sea la hembra del
varón. Puede haber en ella dos seres perfectamente desiguales en un hogar. La mujer de
un negociante es digna, a veces, de ser la de un príncipe, y a menudo la de un príncipe
no vale la de un artista. El Estado Social tiene azares que no se permite la Naturaleza,
pues es la Naturaleza más la Sociedad. La descripción de las Especies Sociales era, por
lo tanto, doble, cuando menos, de la de las Especies Animales, no considerando más
que los dos sexos. En fin, entre los animales hay pocos dramas, apenas se mezcla la
confusión; se lanzan los unos sobre los otros, eso es todo. Los hombres corren también
los unos sobre los otros; pero su más o menos de inteligencia complica el combate de
otro modo. Si algunos sabios no admiten todavía que la Animalidad se transborde a la
Humanidad por una inmensa corriente de vida, en la realidad tenemos que el tendero
llega a ser par de Francia y el noble desciende a veces a la última escala social. Además,
Buffon ha encontrado la vida excesivamente sencilla entre los animales. El animal tiene
poco mobiliario, no tiene artes ni ciencias; mientras que el hombre, por una ley que está
por indagar, tiende a representar sus costumbres, sus pensamientos y su vida en todo lo
que él apropia a sus necesidades. Aunque Leuwenhoëk, Swammerdam, Spallanzani,
Réaumur, Charles Bonnet, Muller, Haller y otros pacientes zoógrafos hayan demostrado
cuán interesantes eran las costumbres de los animales, los hábitos de cada animal son,
por lo menos a nuestros ojos, constantemente parecidos en todo tiempo; mientras que
los hábitos, los vestidos, las palabras, las moradas de un príncipe, de un banquero, de un
artista, de un burgués, de un sacerdote y de un pobre son enteramente desiguales y
cambian al compás de las civilizaciones.
Así la obra por hacer debía tener una triple forma: los hombres, las mujeres y las
cosas, es decir las personas y la representación material que esas personas dan de su
pensamiento; en fin, el hombre y la vida.
Leyendo las secas y repugnantes nomenclaturas de hechos llamados historias,
¿quién no se ha dado cuenta de que los escritores han olvidado, en todos los tiempos, en
Egipto, en Persia, en Grecia, en Roma, damos la historia de las costumbres? El trozo de
Petronio sobre la vida privada de los romanos irrita más bien que satisface nuestra
curiosidad. Después de haber notado esta inmensa laguna en el campo de la historia, el
abad Barthélemy consagró su vida a rehacer las costumbres griegas en Anacarsis.
Pero ¿cómo hacer interesante el drama a los tres o cuatro mil personajes que
ofrece una Sociedad? ¿Cómo complacer a la vez al poeta, al filósofo y a las masas que
quieren la poesía y la filosofía bajo impresionantes imágenes? Si yo concebía la
importancia y la poesía de esta historia del corazón humano, no veía ningún medio para
realizarla, pues, hasta nuestra época, los más célebres narradores habían empleado su
talento en crear uno o dos personajes típicos, en pintar una cara de la vida. Con este
pensamiento leí las obras de Walter Scott. Walter Scott, ese inventor (trovador)
moderno, realizaba entonces un esfuerzo gigantesco en un género de composición
injustamente llamado secundario. ¿No es verdaderamente más difícil hacer competencia
al Estado Civil con Dafnis y Cloë, Roldán, Arnadis, Panurgo, Don Quijote, Manon
Lescaut, Clarisse, Lovelace, Robinson Crusoe, Gil Blas, Ossian, Julia d’Etanges, el tío
Tobías, Werther, René, Corina, Adolfo, Pablo y Virginia, Jeanie Dean, Claverhouse,
Ivanhoe, Manfred o Mignon, que poner en orden los hechos poco más o menos
idénticos en todas las naciones, indagar el espíritu de las leyes caídas en desuso,
redactar las teorías que perturban a los pueblos o, como ciertos metafísicos, explicar lo
que es? Al principio, casi siempre esos personajes, cuya existencia llega a ser más larga,
más auténtica que la de las generaciones entre las cuales se les hace nacer, sólo viven
como una gran imagen del presente. Concebidos en las entrañas de su siglo, todo el
corazón humano se remueve ante su desarrollo y a menudo se oculta en ellos toda una
filosofía. Walter Scott elevaba, pues, al valor filosófico de la historia la novela, un
género literario que, de siglo en siglo, incrusta de inmortales diamantes la corona
poética de los países donde se cultivan las letras. Metía en ella el espíritu de los antiguos
tiempos, reunía a la vez el drama, el diálogo, el retrato, el paisaje, la descripción; hacía
entrar en ella lo maravilloso y lo verdadero, dos elementos de la epopeya, hacía alternar
la poesía con la familiaridad de los más humildes lenguajes. Pero, al no haber
imaginado un sistema, sino hallado simplemente su forma en el ardor del trabajo o por
la lógica de ese trabajo, no había cuidado de unir sus composiciones las unas a las otras
de forma que coordinaran una historia completa, en la que cada capítulo hubiera sido
una novela, y cada novela una época. Advirtiendo esa falta de unión, que por otra parte
no hace menos grande al escocés, yo vi a la vez el sistema propicio para la ejecución de
mi obra y la posibilidad de realizarlo. Aunque, por decirlo así, deslumbrado por la
fecundidad sorprendente de Walter Scott, siempre parecido a sí mismo y siempre
original, no desesperé, sino que encontré la razón de ese talento en la infinita variedad
de la naturaleza humana. El azar es el más grande novelista del mundo: para ser fecundo
no hay más que estudiarlo. La Sociedad francesa iba a ser el historiador, yo no debía ser
más que el secretario. Levantando el inventario de los vicios y de las virtudes, reuniendo
los principales hechos de las pasiones, pintando los caracteres, eligiendo los
acontecimientos primordiales de la Sociedad, componiendo los tipos por medio de la
reunión de los rasgos de varios caracteres homogéneos, quizá podía llegar a escribir esa
historia olvidada por tantos historiadores: la de las costumbres. Con mucha paciencia y
ánimo, realizaría sobre la Francia del siglo XIX el libro que todos nosotros echamos de
menos, que Roma, Atenas, Tiro, Memfis, Persia o la India no nos han dejado,
desgraciadamente, sobre sus civilizaciones y que, al ejemplo del abate Barthélemy, el
animoso y paciente Monteil había intentado para la Edad Media, aunque en una forma
poco atractiva.
Este trabajo no era nada aún. Ateniéndose a esa reproducción rigurosa, un
escritor podía llegar a ser un pintor más o menos fiel, más o menos afortunado, paciente
o animoso de los tipos humanos, el narrador de los dramas de la vida íntima, la
arqueología del mobiliario social, el nomenclator de las profesiones, el registrador del
bien y del mal; mas, para merecer los elogios que debe ambicionar todo artista, ¿no
debía estudiar las razones o la razón de esos efectos sociales, sorprender el sentido
oculto de ese inmenso conjunto de figuras, de pasiones y de acontecimientos? En fin,
después de haber buscado, no digo hallado, esta razón, este motor social, ¿no era
necesario meditar sobre los principios naturales y ver en qué las Sociedades se desvían o
se aproximan a la regla eterna, a lo verdadero, a lo bello? A pesar de lo extenso de las
premisas, que podían constituir por sí solas un trabajo, la obra, para ser entera,
demandaba una conclusión. Así dibujada, la Sociedad debía llevar consigo la razón de
su movimiento.
La ley del escritor, lo que le hace tal, lo que —no tengo miedo de decirlo— le
hace igual, y quizá superior, al hombre de Estado, es una decisión cualquiera sobre las
cosas humanas, una devoción absoluta a los principios. Maquiavelo, Hobbes, Bossuet,
Leibnitz, Kant, Montesquieu son la ciencia que los hombres de Estado aplican. “Un
escritor debe tener en moral y en política opiniones decididas, debe mirarse como un
educador de los hombres; pues los hombres no tienen necesidad de maestros para
dudar”, ha dicho Bonald. Yo tomé muy pronto como regla estas grandes palabras, que
son tanto la ley del escritor monárquico como la del escritor democrático. Por lo tanto,
cuando alguien quiera oponerme a mí mismo, se encontrará con que habrá interpretado
mal alguna ironía, o bien retorcerá a destiempo contra mí el discurso de uno de mis
personajes, maniobra propia de los calumniadores. En cuanto al sentido íntimo, al alma
de esta obra, esos son los principios que le sirven de base.
El hombre no es bueno ni malo, nace con instintos y aptitudes; la Sociedad, lejos
de depravarlo, como ha pretendido Rousseau, lo perfecciona, lo hace mejor, pero el
interés desarrolla también sus inclinaciones malignas. El Cristianismo, y sobre todo el
Catolicismo, siendo, como he dicho en El médico rural, un sistema completo de
represión de las tendencias depravadas del hombre, es el mayor elemento del Orden
Social.
Leyendo atentamente el cuadro de la Sociedad, moldeada, por decirlo así, sobre
lo vivo con todo su bien y todo su mal, resulta la enseñanza de que si el pensamiento, o
la pasión, que comprende el impulso y el sentimiento, es el elemento social, también es
el elemento destructor. En esto, la vida social se parece a la vida humana. Sólo concede
a los pueblos longevidad moderando su acción vital. La enseñanza o, mejor dicho, la
educación por los Cuerpos Religiosos es, pues, el gran principio de la existencia de los
pueblos, el único medio de disminuir la suma del mal y de aumentar la suma del bien en
toda Sociedad. El pensamiento, principio de los males y de los bienes, no puede ser
preparado, domado, dirigido más que por la religión. La única religión posible es el
Cristianismo (ver la carta escrita desde París en Luis Lambert, donde el joven filósofo
místico explica, a propósito de la doctrina de Swedenborg, cómo no ha habido jamás
más que una misma religión desde el origen del mundo). El Cristianismo ha creado los
pueblos modernos, él los conservará. De ahí sin duda la necesidad del principio
monárquico. El Catolicismo y la Realeza son dos principios gemelos. En cuanto a los
límites en que los dos principios deben ser encerrados por las Instituciones a fin de no
dejarlos desarrollarse absolutamente, todos admitiréis que un prólogo tan sucinto como
debe serlo éste, no puede convertirse en un tratado político. Por lo tanto no debo entrar
en las disensiones religiosas ni en las disensiones políticas del momento. Yo escribo a la
luz de dos Verdades eternas: la Religión, la Monarquía, dos necesidades que los
acontecimientos contemporáneos proclaman y hacia los cuales todo escritor de buen
sentido debe intentar conducir nuestro país. Sin ser enemigo de la Elección, principio
excelente para establecer la ley, yo rechazo la Elección tomada como único medio
social, sobre todo tan mal organizada como lo está hoy, pues ella no representa a las
imponentes minorías con ideas, con intereses de los cuáles se cuidaría un gobierno
monárquico. La Elección, extendida a todos, nos da el gobierno por las masas, el único
que no es responsable y donde la tiranía no tiene límites, pues se llama la ley. También
consideré a la Familia, y no al Individuo, como el verdadero elemento social. Desde este
punto de vista, y a riesgo de ser mirado como un espíritu retrógrado, me alineo al lado
de Bossuet y de Bonald, en lugar de ir con los innovadores modernos. Como la Elección
ha llegado a ser el único medio social, si yo recurriera a ella para mi propio caso, no
habría que inferir la menor contradicción entre mis actos y mi pensamiento. Un
ingeniero anuncia que tal puente está próximo a hundirse, que hay peligro para todos si
se sirven de él, pero lo cruza él mismo cuando ese puente es la única ruta para llegar a la
ciudad. Napoleón había adaptado maravillosamente la Elección al genio de nuestro país.
También los mejores diputados de su Cuerpo Legislativo han sido los más célebres
oradores de las Cámaras bajo la Restauración. Ninguna Cámara ha valido lo que el
Cuerpo Legislativo comparando sus miembros hombre a hombre. El sistema electivo
del Imperio es, pues, indiscutiblemente el mejor.
Ciertas personas podrán encontrar algo de soberbio y de presumido en esta
declaración. Se censurará al novelista por querer ser historiador, se le pedirá razón de su
política. Yo obedezco aquí a una obligación, y ésa es toda mi respuesta. El trabajo que
emprendo tendrá la extensión de una historia, y la razón de ello, por ahora oculta, se
debe a los principios y a la moral.
Forzado a suprimir los prólogos publicados para responder a críticas
esencialmente pasajeras, no quiero conservar de ellos más que una observación.
Los escritores que tienen un fin, aunque sólo sea un retomo a los principios del
pasado por lo mismo que son eternos, deben siempre desbrozar el terreno. Además,
cualquiera que aporta su piedra al dominio de las ideas, cualquiera que señala un abuso,
cualquiera que indica con un signo un mal para que sea suprimido, pasa siempre por ser
inmoral. El reproche de inmoralidad, que no ha faltado jamás al escritor animoso, es por
otra parte el último que queda por hacer cuando no se tiene nada más que decir de un
poeta. Si decís verdad en vuestras pinturas, si a fuerza de trabajos diurnos y nocturnos
llegáis a escribir la lengua más difícil del mundo, os arrojan la palabra inmoral a la cara.
Sócrates fue inmoral, Jesucristo fue inmoral; los dos fueron perseguidos en nombre de
las Sociedades que ellos derribaban o reformaban. Cuando se quiere matar a alguien se
le tacha de inmoralidad. Esta maniobra, familiar a los partidos, constituye una
vergüenza para todos los que la emplean. ¡Lutero y Calvino sabían bien lo que hacían al
servirse de los intereses materiales heridos como de un broquel! Por eso vencieron
durante toda su vida.
Al copiar toda la Sociedad, al captarla en la inmensidad de sus agitaciones,
ocurre, es más, debía ocurrir que tal composición ofreciera más mal que bien, que tal
parte del fresco represente un grupo culpable, y entonces la crítica empieza a clamar
contra la inmoralidad, sin señalar la moralidad de tal otra parte, destinada a formar un
contraste perfecto. Como la crítica ignoraba el plan general, yo la perdonaba al
considerar que no se puede impedir el ejercicio de esa crítica, como no se impide el
ejercicio de la vista, de la lengua o del juicio. La hora de la imparcialidad no ha llegado
todavía para mí. Por otra parte, el autor que no sabe decidirse a soportar el fuego de la
crítica no tiene más razón para escribir que un viajero para ponerse en camino a base de
contar con un cielo siempre sereno. Sobre este punto debo señalar también que los
moralistas más concienzudos dudan demasiado de que la Sociedad pueda ofrecer tantas
acciones buenas como malas y en el cuadro que trazo se encuentran más personajes
virtuosos que personajes reprensibles. Las acciones reprobables, las faltas, los crímenes,
desde los más ligeros hasta los más graves, hallan siempre en él su castigo, humano o
divino, clamoroso o secreto. He hecho mejor que el historiador, he sido más libre.
Cromwell existió sin otro castigo que el que le infligía el pensador. Todavía hubo
discusión de escuela a escuela. El mismo Bossuet ha disculpado ese gran regicidio.
Guillermo de Orange, el usurpador, Hugo Capeto, otro usurpador, murieron jóvenes, sin
haber sentido más desconfianzas ni más temores que Enrique IV o que Carlos I. La vida
de Catalina II y la de Luis XVI, sometidas a observación, concluirían con toda suerte de
moral, al juzgarlos desde el punto de vista de la moral que rige a los particulares; pues
para los reyes, para los hombres de Estado, hay, como ha dicho Napoleón, una pequeña
y una gran moral. Las Escenas de la vida política están basadas en esta bella reflexión.
La historia no tiene por ley, como la novela, el impulso hacia un bello ideal. La historia
es o debería ser lo que fue; mientras que la novela debe ser el mundo mejor, ha dicho la
señora Necker, uno de los más distinguidos espíritus del último siglo. Pero la novela no
sería nada si, en esta augusta mentira, no existiera verdad en los detalles. Obligado a
adaptarse a las ideas de un país esencialmente hipócrita, Walter Scott ha falseado en
cierto modo a la humanidad, sobre todo en la pintura de la mujer, porque sus modelos
eran cismáticos. La mujer protestante no tiene ideal. Puede ser casta, pura, virtuosa;
pero su amor sin expansión será Siempre tranquilo y ordenado como un deber
cumplido. Parece como si la Virgen María hubiera enfriado el corazón de los sofistas
que la desterraban del Cielo, a ella y a sus tesoros de misericordia. En el Protestantismo
no hay nada posible para la mujer después de la falta; mientras que en la Iglesia
católica, la esperanza del perdón la hace sublime. Del mismo modo no existe más que
una sola mujer para el escritor protestante, mientras que el escritor católico encuentra
una mujer nueva en cada nueva situación. Si Walter Scott hubiera sido católico, si se
hubiera impuesto como tarea la descripción verdadera de las diferentes Sociedades que
se han sucedido en Escocia, quizás el pintor de Effie y de Alicia (las dos figuras que en
sus últimos días se reprochó haber dibujado) hubiera admitido las pasiones con sus
faltas y sus castigos, con las virtudes que el arrepentimiento les indica. La pasión es
toda la humanidad. Sin ella, la religión, la historia, la novela, el arte serían inútiles.
Al verme amontonar tantos hechos y pintarlos tales como son, con la pasión
como elemento, algunas personas han imaginado, erróneamente, que yo pertenecía a la
escuela sensualista y materialista, dos caras del mismo hecho: el panteísmo. Pero quizá
podían, debían equivocarse. Yo no comparto la creencia en un progreso indefinido de
las Sociedades; creo en el progreso del hombre sobre sí mismo. Los que quieren hallar
en mí la intención de considerar al hombre como una criatura acabada se equivocan,
pues, extraordinariamente. SERAFITA, la doctrina en acción del Buda cristiano, me
parece suficiente respuesta a esta acusación, bastante aventurada por otra parte.
En ciertos fragmentos de esta larga obra he intentado popularizar los hechos
sorprendentes, por no decir los prodigios de la electricidad, que se metamorfosea en el
hombre en una potencia incalculable; pero ¿en qué alteran los fenómenos cerebrales y
nerviosos que demuestran la existencia de un nuevo mundo moral las relaciones seguras
y necesarias entre las gentes y Dios? ¿En qué serían conmovidos los dogmas católicos?
Si, a la vista de hechos indiscutibles, el pensamiento llega a colocarse un día entre los
fluidos que sólo se revelan por sus efectos y cuya sustancia escapa a nuestros sentidos,
incluso engrandecidos por tantos medios mecánicos, existirá esto como existe la
esfericidad de la tierra observada por Cristóbal Colón, como existe su rotación
demostrada por Galileo. Nuestro futuro seguirá siendo el mismo. El magnetismo
animal, con cuyos milagros me he familiarizado desde 1820; las bellas investigaciones
de Gall, el continuador de Lavater; todos los que, desde hace cincuenta años, han
trabajado el pensamiento como los ópticos trabajan la luz —dos cosas casi
semejantes—, sacan sus conclusiones, lo mismo para los místicos, discípulos del
apóstol San Juan, que para todos los grandes pensadores que han descubierto el mundo
espiritual, es decir, para toda esa esfera donde se revelan las relaciones entre el hombre
y Dios.
Comprendiendo bien el sentido de esta composición, se reconocerá que concedo
a los hechos constantes, cotidianos, secretos o patentes, a los actos de la vida individual,
a sus causas y a sus principios, tanta importancia como hasta ahora los historiadores han
atribuido a los acontecimientos de la vida pública de las naciones. La batalla
desconocida que se libra en un valle del Indre entre madame de Mortsauf y la pasión es,
quizá, tan grande como la más ilustre de las batallas conocidas (EL LIRIO EN EL
VALLE). En esta segunda lid la gloria de un conquistador está en juego; en la otra se
trata del cielo. Los infortunios de los Birotteau, el sacerdote y el perfumista, son para mí
los de la humanidad. La Fosseuse (EL MÉDICO RURAL) y Madame Graslin (CURA
DE ALDEA) son casi toda la mujer. Nosotros sufrimos de ese modo todos los días. Yo
he tenido que hacer cien veces lo que Richardson no ha hecho más que una sola vez.
Lovelace tiene mil formas, pues la corrupción social toma los colores de todos los
medios donde se desarrolla. Por el contrario, Clarisa, esa bella imagen de la virtud
apasionada, tiene líneas de una pureza desesperante. Para crear muchas vírgenes hay
que ser un Rafael. La literatura queda tal vez, según este criterio, por debajo de la
pintura. Se me puede permitir también que señale todas las figuras irreprochables (como
virtud) que se encuentran en las partes publicadas de este trabajo: Pierrette Lorraine,
Ursula Mirouët, Constancia Birotteau, La Fosseuse, Eugenia Grandet, Margarita Claës,
Paulina de Villenoix, madame Judes, madame de La Chasterie, Eva Chardon,
mademoiselle d’Esgrignon, madame Firmiani, Ágata Rouget, Renata de Maucombe, así
como bastantes figuras de segundo plano que, no por tener menos relieve que las
citadas, ofrecen menos al lector la práctica de las virtudes domésticas. José Lebas,
Genestas, Benassis, el cura Bonnet, el médico Minoret, Pillerault, David Séchard, los
dos Birotteau, el cura Chaperon, el juez Popinot, Bourgeat, los Sauviat, los Tascheron y
otros muchos, no resuelven el difícil problema literario que consiste en hacer interesante
un personaje virtuoso.
No era pequeña tarea la de pintar las dos o tres mil figuras sobresalientes de una
época, pues tal es, en definitiva, la suma de los tipos que presenta cada generación y que
La Comedia Humana comprenderá. Ese número de figuras, de caracteres, esta multitud
de existencias, exigían sus marcos correspondientes e incluso —perdonadme esta
expresión—, sus galerías. De ahí las divisiones, tan naturales y ya conocidas, de mi obra
en Escenas de la vida privada, de provincia, parisiense, política, militar y del campo. En
estos seis libros quedan clasificados todos los Estudios de costumbres que forman la
historia general de la Sociedad, la colección de todos sus hechos y hazañas, según
hubieran dicho nuestros antepasados. Estos seis libros responden, por otra parte, a ideas
generales. Cada uno de ellos tiene su sentido, su significado y representa una época de
la vida humana. Repetiré aquí, aunque sucintamente, lo que escribió, después de haberse
informado de mi plan, Félix Davin, joven talento arrebatado a las letras por una muerte
prematura. Las Escenas de la vida privada representan la infancia, la adolescencia y sus
faltas, como las Escenas de la vida de provincias representan la edad de las pasiones, de
los cálculos, de los intereses y de la ambición. Después, las Escenas de la vida
parisiense ofrecen el cuadro de los gustos, de los vicios y de todas las cosas
desenfrenadas que excitan las costumbres particulares en las capitales, donde se
encuentran a la vez el extremo bien y el extremo mal. Cada una de estas tres partes tiene
su color local: París y la provincia, cuya antítesis social ha suministrado sus inmensos
recursos. No solamente los hombres, sino los acontecimientos principales de la vida se
formulan por tipos. Hay situaciones que se repiten en todas las existencias, frases
típicas, y esa es una de las exactitudes que yo he buscado con más ahínco. He procurado
dar una idea de los diferentes contrastes de nuestro hermoso país. Mi obra tiene su
geografía como tiene su genealogía y sus familias, sus lugares y sus cosas, sus personas
y sus hechos; como tiene su colección de armas, sus nobles y sus burgueses, sus
artesanos y sus campesinos, sus políticos y sus dandys, su ejército, ¡en fin, todo su
mundo!
Después de haber pintado en estos tres libros la vida social, quedaban por
mostrar las existencias de excepción, que resumen los intereses de varios o de todos,
que están de alguna manera fuera de la ley común: de ahí las Escenas de la vida política.
Tan amplia pintura de la sociedad acabada y completa, ¿no había que mostrarla en su
estado más violento, fuera de sí misma, sea para la defensa, sea para la conquista? Por
esa razón escribí las Escenas de la vida militar, la parte todavía menos completa de mi
obra, pero a la que se dejará su sitio en esta edición, a fin de que lo llene cuando yo la
haya terminado. Finalmente, las Escenas de la vida del campo son en cierta manera la
tarde de esta larga jornada, si me es permitido llamar así al drama social. En este libro
se hallan los más puros caracteres y la aplicación de los grandes principios de orden, de
política, de moralidad.
Tal es la base, llena de figuras, llena de comedias y de tragedias, sobre la que se
levantan los Estudios filosóficos, segunda parte de la obra, donde el medio social de
todos los efectos se ve demostrado, donde los arrebatos de la pasión están pintados,
sentimiento contra sentimiento, y cuya primera obra, LA PIEL DE CHAGRIN, une de
alguna manera los Estudios de costumbres con los Estudios filosóficos por el anillo de
una fantasía casi oriental, donde la Vida misma está pintada por el Deseo, principio de
toda Pasión.
Al final, encontraréis los Estudios analíticos, de los que no diré nada, pues no he
publicado más que uno solo, la FISIOLOGÍA DEL MATRIMONIO. Dentro de algún
tiempo pienso dar otras dos obras de este género. Primero la PATOLOGÍA DE LA
VIDA SOCIAL, luego la ANATOMÍA DE LOS CUERPOS DOCENTES y la
MONOGRAFIA DE LA VIRTUD.
Viendo todo lo que queda por hacer, quizá se dirá de mí lo que han dicho mis
editores: ¡Que Dios os conceda vida! Yo deseo solamente no ser tan atormentado por
los hombres y por las cosas como lo he sido desde que emprendí esta horrible labor. A
mí, por lo cual doy gracias a Dios, los mayores talentos de esta época, los más bellos
caracteres, sinceros amigos, tan grandes en la vida privada como lo son en la pública,
me han estrechado la mano diciéndome: “¡Ánimo!”. ¿Y por qué no he de confesar yo
que esas amistades, esos testimonios que me han dado aquí o acullá tantos
desconocidos, me han sostenido en la carrera contra mí mismo y contra injustos ataques,
contra la calumnia que me ha perseguido tan a menudo, contra el desaliento y contra esa
esperanza demasiado viva cuyas palabras son tomadas como inspiradas por un amor
propio excesivo? Yo había resuelto oponer una impasibilidad estoica a los ataques y a
las injurias; pero en dos ocasiones, viles calumnias han hallado la respuesta necesaria.
Si los partidarios del perdón de las injurias lamentan que yo haya demostrado mi saber
en forma de esgrima literaria, varios cristianos piensan que vivimos en un tiempo en que
es bueno demostrar que el silencio tiene su generosidad.
A este propósito debo hacer notar que no reconozco como obras mías más que
aquellas que llevan mi nombre. Fuera de LA COMEDIA HUMANA, no hay que sea
mío más que los Cien cuentos picarescos, dos piezas de teatro y artículos aislados que,
por otra parte, están firmados. Uso aquí de un derecho indiscutible. Pero esta
repudiación que, a pesar de todo, alcanzaría a las obras en las que he colaborado, me ha
sido recomendada, menos por el amor propio que por la verdad. Si se insistiera en
atribuirme libros que, literalmente hablando, no reconozco como míos, pero cuya
propiedad me fue confiada, dejaría hablar, por la misma razón que dejo el campo libre a
las calumnias.
La inmensidad de un plan que abraza a la vez la historia y la crítica de la
Sociedad, el análisis de sus males y la discusión de sus principios, me autoriza, creo yo,
a dar a mi obra el título con el que aparece hoy: La Comedia Humana. ¿Es esto
ambicioso? ¿Es simplemente justo? Esto es lo que, terminada la obra, decidirá el
público.
París, julio de 1842.