Irene Lulo, Escrituras Del Yo PDF
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Irene Lulo *
UNTREF
[email protected]
Abstract: Both El libro vacío (1958) by Josefina Vicens and El discurso vacío
(1996) by Mario Levrero are structured around the problem of writing. In order
to address to these considerations, they adopt an intimate tone, which
permanently dialogues with itself and seeks to delineate the paths of creation
and to sketch the figure of the self at the same time. In response to the lack of
“literature” that is posed to this narrators, the empty speeches emerge, and are
fed by the inaccessibility of the novel. As they reflect, they build an ars poetica:
what to write, how to do it and why. At this point, the radical difference between
the two novels arises: while Vincens presents this as an artificial scene, with
Levrero it acquires a likelihood based on the proximity to the author. The
hypothesis of this paper argues that the difference between both authors can be
read as an evidence of a transformation, both in the field of current literature
and in the paradigm of subjectivity.
*
Irene Lulo (1984) es Licenciada y Profesora en Letras por la UBA. Se desempeña como
docente en distintas instituciones de la Ciudad de Buenos Aires y coordina un taller literario para
adolescentes. Actualmente se encuentra cursando la Maestría en Estudios Literarios
Latinoamericanos de la UNTREF.
Leí El libro vacío cuando estaba en México, hará un año y medio atrás.
Una amiga de allá, egresada de Letras de la UNAM, me lo recomendó cuando
pedí sugerencias para la lectura. Las primeras páginas ya surtieron efecto. Me
atrapó la voz de ese tal José García, un ciudadano común, gris y ordinario, que
reflexionaba sobre la escritura y sobre su ser-en-el-mundo con una sensibilidad
pasmosa. “Una novela existencialista” pensé, recordando el contexto de aquellos
años. El libro se había publicado en 1958, luego de recibir la tercera edición del
premio Xavier Villaurrutia, galardón que, hasta la fecha, sólo había sido otorgado
a Juan Rulfo por Pedro Páramo y a Octavio Paz por El arco y la lira. El mismo
Octavio Paz –miembro del jurado– envió una carta de felicitaciones a Josefina
Vicens en la que decía admirarse por cómo la autora –una periodista y guionista
de cine– había logrado, a partir de un tema tan de moda como el de la “nada”,
escribir un libro “tan vivo y tan tierno” (Lincoln 36). Obviamente, apenas empecé
a leer se me vino Levrero a la cabeza. ¿Cómo podía ser que esta mexicana
escribiera allá por 1958 algo tan similar a lo que había escrito Levrero en 1996
cuando publicó El discurso vacío? Tan similar y sin embargo, tan distinto.
Porque no podían leerse de la misma manera, eso estaba claro. Algo tenía que
haber ocurrido en el medio para que, a partir de reflexiones muy semejantes,
supiésemos encuadrar perfectamente la novela mexicana en la década del 50 y
la de Levrero en las postrimerías del siglo XX. Algo que excede la notación
referencial, que trasciende las coordenadas de espacio-tiempo. Esa pregunta,
sencilla y elemental a la vez, es la que guía el presente trabajo.
¿Por qué no arrancar por los títulos, que siempre ayudan en el balbuceo
inicial? Son casi idénticos, excepto por el sustantivo que ocupa el núcleo del
sintagma. Por ahora, dejemos la diferencia de lado. Empecemos por lo más
obvio, lo “vacío” como atributo. De entrada, advertimos una contradicción. Lo
vacío nunca puede ser atributo de nada, porque el mismo gesto que lo vuelve
especificidad de una cosa, la determina para siempre y la arranca de ese lugar
donde habita el silencio. Este es el problema del lenguaje, lo sabemos. Sólo
puede aparecer como testigo de una ausencia. Tanto la novela de Josefina
Vicens como la de Mario Levrero se hacen cargo de este dilema y plantean el
problema de la escritura. Para estas reflexiones adoptan un tono íntimo, que
dialoga permanentemente consigo mismo y que busca, a la vez que deslindar
los caminos de la creación, esbozar la figura del yo. Ante la falta de la “literatura”
que se le plantea a estos narradores, emergen los discursos “vacíos”, que se
alimentan de la sustracción o de la inaccesibilidad a la obra. A medida que ellos
reflexionan, van construyendo una ars poetica de lo que debería ser y no es. Así,
ni el narrador de El libro vacío ni el de El discurso vacío logran cumplir con los
presupuestos que manejan. Más allá de lo obvio del juego (“escribo que esto no
es literatura pero soy conciente de que sí lo es”), resulta interesante preguntarse
por aquellos presupuestos y el porqué de su obsolescencia. En este punto nos
acordamos del sustantivo, porque si en Vicens el juego estaba controlado, era
porque aún tenía los límites del libro –entendido como metonimia de una obra–;
con Levrero, en cambio, el juego se descontroló, y lo que ocurre es que el
discurso mismo –entendido como enunciación literaria– entró en periodo de
mutación, acompañando el ritmo vertiginoso de las transformaciones del mundo
actual, dominado por las nuevas tecnologías de la información y la
comunicación. La distancia que media entre uno y otro –y por acá pasa la
hipótesis de esta disertación– no sólo atestigua una transformación en la
literatura, sino también un cambio en el paradigma de la subjetividad.
Una primera característica común entre El libro vacío y El discurso vacío
es la dualidad de escritura. Si tuviésemos que resumir en un par de líneas el
argumento de cada uno de los textos, encontraríamos un planteo muy similar: a
modo de diario, los narradores sostienen que escriben un borrador con el fin de
preparar(se) una escritura futura, perfecta y redentora a la vez. En la novela de
Vicens, este planteo es explícito y se manifiesta en el juego entre el cuaderno
uno (el borrador) y el cuaderno dos (la supuesta obra que nunca llega). En
Levrero, este borrador no tiene otra finalidad que contribuir a una terapia
planteada en términos grafológicos, que juega, a la par que con la recuperación
psíquica del protagonista, con la promesa de regresar a un pasado literario. En
los dos casos, hay depositada en esa escritura futura –y digo futura en tanto es
un proyecto, ya que el tiempo de ambas novelas es el presente continuo o el no-
tiempo (“Escribir es entregarse a la fascinación de la ausencia de tiempo” decía
Blanchot [25])– una esperanza que conjuga varios deseos: el deseo de la obra,
en el caso de Vicens, o de una escritura literaria, como la llama Levrero –en
cualquier caso, el deseo de la literatura–; el deseo del encuentro consigo mismo
–el deseo de lo auténtico–; el deseo de algún tipo de trascendencia –el deseo de
un sentido generalizable, algo que exceda la individualidad y pueda servir como
puente hacia los otros.
Lo paradójico de estas escrituras del yo es que, cuanto más intentan
acercarse a una revelación del ser íntimo a través de la auto-indagación –
revelación que conllevaría un atajo directo a la literatura, dado que el
presupuesto aquí es “conócete a ti mismo” antes que nada–, tanto más deben
escindirse de sí mismas y proyectarse hacia afuera. Aparecen en este punto los
dobles, el juego entre una y otra parte del yo, el diálogo ramificado consigo
mismo. Desde el comienzo, José García explica que “es como ser dos. Dos que
dan vueltas constantemente, persiguiéndose” (Vicens 26). El yo que quiere
escribir y aquel que se le resiste. También Levrero, en uno de los poemas que
ofician de prólogo a El discurso vacío, describe la bifurcación del yo: “Aquello
que hay en mí, que no soy yo, y que busco. / Aquello que hay en mí, y que a
veces pienso que no soy yo, y no encuentro” (11).
De manera inversa, cuando estos narradores abandonan el propósito de
esclarecer cualquier tipo de conocimiento esencial, cuando son interrumpidos
por el mundo exterior y se pierden en el cuento de acontecimientos, en los
episodios de los cuales son o no protagonistas –poco importa–, emerge con
gran nitidez el contorno de sus personalidades, otorgando un efecto de síntesis
que dista de la esquizofrenia a la que se someten cuando miran hacia adentro.
No es ninguna novedad que el yo se recorta sobre los otros. Lo decía Rimbaud
en el siglo XIX, en una frase que ya es historia (“Yo es otro”). Y para el caso, no
se trata de delinear ninguna personalidad. Lo que importa aquí es que la
subjetividad que emana de estas escrituras hace de este movimiento –esta
dialéctica entre el adentro y el afuera– el factor decisivo de un relato que se
construye como una poética: qué escribir, cómo escribir y por qué hacerlo. Las
interrupciones que sufren estos protagonistas resultan así el motor discursivo
para elucubrar sobre la situación de escritura y aportan el combustible necesario
para que la retahíla no se convierta en un callejón sin salida.
Por otra parte, aquello que servirá, en todos los casos, como contrapeso
ineludible, será el fantasma del vacío o el vacío habitado por fantasmas. “El
infierno blanco” decía Vicens en referencia al encuentro con la página desnuda,
“el infierno donde mis personajes, que los tengo tan pensados, que sé lo que
van a hacer –según yo–, empiezan a tomar vida, a quitarme la mía, a obrar
como ellos quieren y yo tengo que obligarme a obedecerlos o a cortar” (Lincoln
36). Esta misma pulsión arrebatadora del universo ficcional –un arrebato que
amenaza con llevarse al sujeto, con dejarlo vacío de sí mismo– es la que
experimenta Levrero cuando afirma: “La hoja en blanco es como un gran postre
de chocolate que mi régimen me prohíbe comer y que derrota a mi voluntad”
(51). Claro está que el arrebato es diferente en cada caso. Si en Vicens la
página en blanco es vértigo, en Levrero es culpa (“La literatura tiene el don de
generar culpa” decía en una conversación con Pablo Silva Olazábal [67]). Sea
como fuere, funciona como otra tensión necesaria –a la vez que las
interrupciones– para que la escritura avance. Ahora bien, ¿cuáles son los
términos en que se da esta última tensión?
Para hablar de la novela de Vicens, vale la pena traer algunas reflexiones
de Blanchot en El espacio literario (1955). Allí, el autor sostiene que la soledad
impersonal de la obra exige a quien la escribió su exilio absoluto y definitivo.
Para que el libro se convierta en obra, es necesario que “la palabra ser se
pronuncie en la violencia de un comienzo que le es propio; acontecimiento que
se realiza cuando la obra es la intimidad de alguien que la escribe y alguien que
la lee” (Blanchot 18). La obra, entonces, arrastra la intimidad del hombre; el
escritor, como contrapartida, se queda con un libro convertido en un montón de
palabras estériles. Por eso el vacío es vértigo y amenaza a la vez. La única
decisión que le es permitida al escritor es la decisión de callarse, “para que en
ese silencio tome forma, coherencia y sentido lo que habla sin comienzo ni fin”
(Blanchot 23). Este es el deseo que aparece explícito en la dedicatoria de El
libro vacío: “A quien vive en silencio, dedico estas páginas, silenciosamente”
(Vicens 23). Hay un triunfo paradójico ahí: las palabras fueron pronunciadas y,
por tanto, el silencio ha dejado de existir; sin embargo, lo que llega a nosotros no
es la obra –el cuaderno dos al que nunca accedemos–, sino el libro, el residuo
nostálgico del escritor.
Este arrebato que se experimenta ante el vacío –esta fascinación por la
ausencia de tiempo, por el no-ser– cede, sin embargo, a la “prensión
persecutoria”. Escribe Blanchot: “En ciertos momentos, esa mano siente una
gran necesidad de agarrar, debe tomar el lápiz, lo necesita, es una orden, una
exigencia imperiosa” (21). Por eso entendemos el tono orgulloso con que José
García nos anuncia: “He tenido una pequeña victoria. Hoy hace exactamente
ocho días que no escribo. Esta recaída es sólo para consignarlo” (Vicens 63).
Por supuesto, en esta encrucijada en que se plantean los términos de la
escritura, todo triunfo enunciado no puede ser más que una derrota. José García
lo dice muy claramente: “Yo no quiero escribir. Pero quiero notar que no escribo
y quiero que los demás lo noten también. Que sea un dejar de hacerlo, no un no
hacerlo” (Vicens 27). Es una derrota, además, no sólo por la interpretación
blanchotiana, sino también porque para este narrador, un escritor debería usar
“el gran rumor” y no “la voz íntima”, debería partir de una idea o concepto y
elaborar historias que sean producto de su imaginación, debería usar la tercera
persona y no la primera, debería, en fin, no hablar de sí mismo. Lo contrario
absoluto de la puesta en escena que supone El libro vacío. Pero a esta altura, ya
comprendemos que el quid de la cuestión, en la novela de Vicens, reside en el
procedimiento de negación. “Siempre que escribo, digo lo que siento –afirma
José García–, aunque una cosa niegue la anterior. Soy un hombre con tantas
verdades momentáneas, que no sé cuál es la verdad” (Vicens 96). Es por eso
que el yo sólo puede hallarse en la totalidad del cuaderno y no en ninguna de
sus partes: “(…) desmembrado, no sólo no me expresa, sino que me desvirtúa y
me traiciona, porque cada una de mis verdades deja de serlo si se la priva de su
relación con las otras” (Vicens 189). Una definición perfecta de sistema. Una
subjetividad que se expresa en la totalidad de una obra, que se realiza como
conciencia aglutinante del sujeto que no puede ser fragmentada. Debido a eso,
poco importa que los presupuestos literarios del personaje no se cumplan, el
más importante de todos, la coherencia unificadora que otorga el relato, funciona
muy bien y nos brinda esta certeza de que aún estamos en terreno seguro, el del
viejo paradigma de la literatura que contempla la obra como algo cerrado y
autónomo, protegido de las vicisitudes de un mundo exterior.
En este punto, justamente, vemos cuál es el problema que se le plantea al
narrador en El discurso vacío. Porque allí también funcionan estos
presupuestos, con la diferencia de que este halo de autonomía parece haberse
extinguido. La resistencia del narrador no pasa porque sienta que la expresión
del ser íntimo no corresponda a la enunciación literaria, sino más bien por el
motivo contrario: se resiste a escribir literatura si no puede conectarse
previamente con su intimidad. ¿Y quién puede conectarse con su intimidad en
los albores del siglo XXI? Sólo aquel que la exhibe, que acepta orientarla a la
mirada ajena, nos diría Sibilia. He aquí el juego en el que está entrampado
Levrero. Por eso adopta la escenografía de un diario íntimo –¿su diario íntimo?–
para montar la escena genérica de una novela. Sumido en las transformaciones
dominantes de este fin de siglo, Levrero hace eco de lo que muchos autores han
llamado de distintas maneras, refiriéndose a un mismo fenómeno o a un
fenómeno similar: “giro subjetivo” (Sarlo), “intimidad como espectáculo” (Sibilia),
“espacio biográfico” (Arfuch), “giro autobiográfico” (Giordano), “era de la
intimidad” (Catelli), entre otros. Desde una perspectiva sociológica, Sibilia lo
resume como un cambio en el orden social occidental que tiene lugar desde
mediados del siglo XX y que se asienta con la globalización y la explosión de
Internet en el siglo XXI, un cambio que trae aparejado una transformación en la
subjetividad, algo que podría sintetizarse en el siguiente eslogan: hoy más que
nunca, hay que aparecer para ser (dando otra vuelta de tuerca a la tesis de
Debord en La sociedad del espectáculo [1967], cuando hablaba de una
degradación del ser en tener, y de tener en parecer). En este contexto, se
renuevan ciertas formas de expresión y de comunicación tradicionales, como los
intercambios epistolares o los diarios; al mismo tiempo, se busca la autenticidad
de las historias en la voz de sus protagonistas, se insiste en las “vidas reales” y
los propios autores de ficción se introducen en sus narrativas con el fin de
generar auto-ficciones. Se percibe un desplazamiento de aquella subjetividad
interiorizada, propia de las sociedades de más de un siglo atrás, que
conservaban rígidas separaciones entre el ámbito público y la esfera privada,
hacia nuevas formas de autoconstrucción, donde aquellos binomios de
privado/publico, interior/exterior, ficción/realidad parecen desdibujarse cada vez
más. Levrero habría encarnado, en su propio recorrido de escritor, el pasaje de
una modalidad a otra: del ambiente kafkiano de La ciudad (1970) o del mundo
onírico y felisbertiano de La máquina de pensar en Gladys (1970) al registro
autobiográfico y la publicación de sus diarios en la última etapa de su vida.
Ahí entendemos por qué el peligro, para Levrero –un escritor que se rige
por los viejos parámetros–, proviene de la fragmentación psíquica. Una
fragmentación con la que hoy estamos muy familiarizados, en una era en que los
relatos totalizadores ya son cosa del pasado y se repliegan, en cambio, a favor
de una superposición de instantáneas que domina nuestra percepción. La otra
cara de este fenómeno es un efecto destemporalizador, que redunda en un
tiempo único de los relatos, algo así como el eterno presente. Esta falta de
estructura en el tiempo –Levrero lo dice muy claramente– “ejerce un efecto
similar en el yo” (156). Acá no se trata, entonces, de buscar una unicidad en la
totalidad de la obra, porque no hay obra, porque lo que hay son las ruinas del
alma, un alejamiento inexorable de “la chispa divina que recorre infatigablemente
el Universo y lo anima, lo sostiene, le presta realidad bajo su aspecto de cáscara
vacía” (Levrero 44). En varias oportunidades, Levrero sostuvo que escribía a
partir de vivencias, un concepto que Arfuch rastrea en la literatura biográfica
desarrollada durante el siglo XIX. Este género, precursor del actual “espacio
biográfico”, se inscribe en el marco de la construcción narrativa de lo privado
como esfera de la intimidad, propia del mundo burgués. Es en este ámbito
donde surge la noción de vivencia, “pensada como unidad de una totalidad de
sentido donde interviene una dimensión intencional, [como] algo que se destaca
del flujo de lo que desaparece en la corriente de la vida” (Arfuch 35). Esta
dimensión vivencial –y la consecuente experiencia que pudiera de ella surgir–,
característica de una subjetividad que hoy día se encuentra en crisis, es uno de
los elementos situados en el origen del sentimiento de pérdida y desasosiego
que experimenta el sujeto en esta novela. Por esto mismo, aquello que en El
libro vacío leíamos como una puesta en escena, el escritor interrumpido en sus
aposentos privados por los avatares de la vida cotidiana, acá se torna siniestro
por lo real y anacrónico del asunto.
Llegados a este punto, podemos retomar las reflexiones iniciales acerca
de los títulos, para ver que la diferencia, finalmente, no se encontraba sólo en la
distancia que media entre el libro y el discurso, sino que también lo vacío es
completamente distinto en cada caso. En Vicens es inflexión literaria, juego
necesario en el cual inscribir una novela que –en su contexto de aparición–
marcó un antes y un después de la literatura mexicana, en la medida en que fue
“el primer ejemplo de reflexión sobre la escritura en la escritura” (Gutiérrez 49).
Vicens produjo un artefacto cerrado, colocó a su narrador en una encrucijada
que no plantea fisuras: por un lado, “tengo que escribir porque lo necesito y aun
cuando sea para confesar que no sé hacerlo” (50); por el otro, “como no sé
hacerlo, tengo que no escribir” (50). En ese movimiento que envía de un extremo
a otro, se suceden las reflexiones filosóficas sobre los vínculos y la identidad. Allí
también la escritura es una prisión, pero es una prisión artificiosa, que no
trasmite la desesperación que leemos en la retahíla sobre la escritura de El
discurso vacío (y en el resto de los diarios levrerianos). En esta última novela, el
vacío no es tanto una modulación literaria como la evidencia descarnada de una
pérdida de conexión con el ser íntimo. No hablamos de una entrega a la soledad
impersonal de la obra, porque ya no hay intimidad que pueda ser sacrificada.
Ahí estaba, precisamente, esa diferencia que encontraba en la lectura de
una y otra novela. Los mismos temas que en Vicens me dejaban tranquila, por la
distancia en que son enunciados –y es una distancia, creo haberlo dicho en este
trabajo, que excede las coordenadas de tiempo y de espacio–, en Levrero me
interpelan como un proyectil.
Bibliografía