Ednodio Quintero y Los Cuentistas Venezolano
Ednodio Quintero y Los Cuentistas Venezolano
Ednodio Quintero y Los Cuentistas Venezolano
Antillano se dio a conocer desde muy temprano, antes de los veinte años, en el panorama de la
literatura venezolana con su libro de cuentos La bella época (1969). Cuentos breves, sencillos,
frescos, con temas propios de una adolescente que deja escuchar su voz desde lo femenino,
buscando su lugar en el mundo. De alguna manera, sin proponérselo, en este libro su autora,
como en un eco, nos ofrece la versión femenina, es decir el otro lado de la moneda, del universo
mostrado por Massiani en Piedra de mar (1968). Sin embargo, no sería apropiado encasillar a
Laura Antillano dentro del feminismo, pues aun cuando en sus ocho libros de cuentos y cuatro
novelas, la voz narrativa es clara y enfáticamente la de una mujer, sus temas y motivaciones
podríamos definirlas como un tratado de los sentimientos, donde predomina lo humano, sin
distingos de sexo y con una sensibilidad a flor de piel.
Dentro de los variados registros de la obra de Laura Antillano, aun dentro de cierta uniformidad
temática, son sin duda sus cuentos los que la definen mejor como narradora, digamos de la
estirpe de Sherezada. Desde su inicial La bella época seguido por Un carro largo se llama tren
(1975), pasando por Cuentos de película (1985) hasta llegar al excelente y acabado Tuna de mar
(1991), con un tono realista y acudiendo a recursos narrativos de la modernidad, lo coloquial, lo
lírico, las enumeraciones reiterativas de objetos y situaciones a la manera de un collage –o como
si ojeáramos un álbum familiar–, las voces de la abuela, la política de aquella época convulsa en
la que no puede faltar el testimonio de la guerrilla y de la cárcel, la vida universitaria como un
inédito espacio para la representación, los avatares de una adolescente que se rebela contra lo
establecido, el cine, el cancionero popular, el pop en cualquiera de sus manifestaciones: todos y
cada uno de estos elementos contribuyen a la elaboración de uno de los retratos más nítidos del
venezolano de esos tiempos, la crónica sentimental de una generación.
Como sucede con Meneses y Díaz Solís, cuando pensamos en la obra de Laura Antillano lo
primero que se nos viene a la mente es uno de sus cuentos, el más emblemático, esa especie de
bandera que la autora agita con orgullo en primer plano. Me refiero, por supuesto, a "La luna no
es pan de horno", que mereciera el Premio de Cuentos del diario El Nacional en 1977. En un
tono íntimo y elegíaco, la narradora, en un monólogo un tanto delirante, pero coherente en su
intención, se dirige a su madre que acaba de morir. La añoranza y el dolor van reconstruyendo
fragmentos de una vida en común, con evocaciones de episodios puntuales en los cuales la hija
y la madre suelen tener opiniones contrarias, siempre resueltas por el amor filial y maternal.
Más que un lamento por la pérdida de un ser querido, el relato se inscribe en una muy sentida y
original representación del duelo. Aunque siempre hablamos con cierto orgullo fatuo de la
literatura como un acto inútil, al servicio de nadie, en este magnífico relato descubrimos uno de
sus usos más dignos… y quizá útiles.
Entre los múltiples atributos que podemos encontrar en este conjunto de relatos,
es pertinente ponderar su estructura orgánica producto de una visión analítica, y,
por otra parte, destacar la visión de lo erótico, ese reclamo de los cuerpos que en
las diversas edades de los protagonistas se convierte en el eje de su razón de ser,
vale decir en el motivo central de su existencia, bien sea como enigma,
descubrimiento, temor y temblor en los adolescentes durante los prolegómenos de
su iniciación sexual, pasando por la salvaje y brutal posesión con su carga de
culpa y arrepentimiento en "De rodillas", hasta llegar al tragicómico episodio de
"Los traumatólogos de Kosovo", un relato sesgado en el cual la atención se
desplaza desde un evento doméstico con visos de tragedia hasta las milagrosas
habilidades de unos médicos curtidos en la guerra, banalizando lo esencial.
De joven quiso ser actriz, de ahí su afición al arte cinematográfico –y sus maneras
de María Félix– que la han llevado a convertirse en una acuciosa crítica y cronista.
Varios de sus trabajos sobre cine fueron recogidos en su primer libro, Sesión
continua (1990) donde demuestra su sensibilidad y pericia en el acercamiento a
films, directores, actores, temas y motivos del séptimo arte.
De su dilatada carrera como editora, habrá que destacar su paso por el Museo de
Bellas Artes y el Banco Central, y muy en especial su eficiente desempeño en
Monte Ávila Editores donde puso en práctica sus modernas ideas acerca de la
edición. También ha incursionado con éxito en la literatura infantil, en particular con
Simón Bolívar, un relato ilustrado (2002) que escribiera en colaboración con María
Elena Maggi.
Desde que lo leí por primera vez quedé fascinado por "Babilonia": un relato
"clásico", como extraído de Las mil y una noches: la entrega de la virginidad dentro
de un rito ancestral, la sangre que dibuja los mapas del amor.