Queen, Ellery - El Misterio Del Ataud Griego

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El Misterio del Ataúd Griego

Ellery Qyeen

PRÓLOGO

Paréceme obra de especial interés prologar El Misterio del Ataúd Griego, por
cuanto su publicación fue precedida por una extraordinaria oposición de parte de
Mr. Ellery Queen en lo tocante a su consentimiento.
Los lectores de Mr. Queen recordarán, posiblemente, por lo ya expresado en
anteriores prólogos de otras novelas de Queen, que sólo por rarísima casualidad
estas auténticas memorias del hijo del inspector Richard Queen, luego de
refundidas en el crisol de la novelística popular, fueron entregadas a la avidez del
público lector, no sin que antes los Queen se retiraran a descansar en cierta
asoleada región de Italia, para disfrutar de sus laureles. No obstante ello, después
de lograr persuadir a mi amigo de dar a publicidad la primera de sus hazañas
(*), el caso Queen inicial que gozó del honor de aparecer en forma de libro, todo
se deslizó entonces en el mejor de los mundos y no tropezamos con dificul tad
alguna en convencer a este simpático joven, a veces un tanto terco y difícil, de
permitir la novelización de sus fidedignas aventuras acaecidas durante la época
en que su señor padre actuó como inspector de la Oficina de Detectives del
Departamento de Policía de Nueva York.
A buen seguro que el amable lector se maravillará de la oposición de Mr.
Queen en dar su licencia para la impresión del caso Khalkis. Ello se debe a una
interesante dualidad de razones. En primer lugar, el caso Khalkis ocurrió en las
primeras etapas de su carrera como investigador no oficial, protegido por el ala
paternal de la autoridad del inspector Queen; de hecho, Ellery no había

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cristalizado todavía en ese tiempo su famosísimo método analítico deductivo. En


segundo lugar —y barrunto que esta razón es la más poderosa de ambas— Mr.
Ellery Queen sufrió, hasta el último momento mismo, una zurra formidable y
altamente humillante en este resonante caso Khalkis. Ningún individuo, aun el
más modesto —y Ellery Queen como él mismo convendrá, no lleva ni pizca de
modestia en el espíritu— siente especial placer en mostrarle al mundo las llagas
de sus fracasos. Nuestro buen amigo fue avergonzado en público, y la herida ha
dejado sus cicatrices. "¡No!" —dijo categóricamente—. "No me place la idea de
verme vapuleado de lo lindo de nuevo, ¡ni siquiera en letras de molde!"
Sólo cuando el editor y un servidor puntualizamos que el caso Khalkis
(publicado bajo el presente título de El Misterio del Ataúd Griego) comportó uno
de sus más brillantes éxitos, y no un fracaso, como él parecía imaginar, Mr.
Ellery Queen comenzó a flaquear, a vacilar, a venírsele al suelo su decisión y,
finalmente, levantando las manos hacia el cielo, se entregó a nuestra amistosa
pertinacia con armas y bagajes.
Albergo la firme convicción de que los sorprendentes escollos de que estaba
erizado el caso Khalkis condujo a Ellery por una senda que luego le depararía
infinitas victorias a cual más brillante. Antes de concluir este caso, nuestro amigo
sufrió la prueba del fuego y...
Pero juzgo cruel amargarte el placer, sibarítico lector. Acepta, eso sí, mi
palabra —la palabra de alguien que conoce cada detalle de todos los asuntos en
que Ellery aplicó la vibrante agudeza de su cerebro— de que el caso intitulado El
Misterio del Ataúd Griego es la más admirable aventura Ellery Queen.
¡Buena caza, lector!

J. J. McC.

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PERSONAJES

GEORG KHALKIS, comerciante en artículos de arte.


GILBERT SLOANE, gerente de las Galerías Khalkis.
DELPHINA SLOANE, hermana de G. Khalkis.
ALAN CHENEY, hijo de D. Sloane.
DEMMY, primo de Khalkis.
JOAN BRETT, secretaria de Khalkis.
JAN VREELAND, esposa de Vreeland.
NACIO SUIZA, director de las Galerías Khalkis.
ALBERT GRIMSHAW, ex presidiario.
DOCTOR WARDES, médico oculista británico.
MILES WOODRUFF, abogado de Khalkis.
JAMES J. KNOX, multimillonario y amateur de arte.
DOCTOR DUNCAN FROST, médico de cabecera de Khalkis.
MRS. SUSAN MORSE, una vecina.
JEREMIAH ODELL, plomero.
LILY ODELL, esposa del anterior.
REV. JOHN HENRY ELDER.
HONEYWELL, sacristán.
WEEKES, mayordomo de Khalkis.
MRS. SIMMS, ama de llaves de Khalkis.
PEPPER, ayudante del fiscal Sampson.
SAMPSON, fiscal.
COHALAN, detective de la fiscalía.
DOCTOR SAMUEL PROUTY, médico legista.
EDMUND CREWE, técnico arquitecto.
UNA LAMBERT, perito caligráfico.
"JIMMY", experto en impresiones digitales.
TRIKKALA, intérprete griego.
FLINT, HESSE, JOHNSON, PIGGOT, HAGSTROM, RITTER, detectives.
THOMAS VELIE, sargento detective.
DJUNA.
INSPECTOR RICHARD QUEEN.
ELLERY QUEEN.

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LIBRO PRIMERO

"En ciencia, en historia, en psicología, en todas las disciplinas Que requieren


aplicación de pensamiento ante la aparición de los fenómenos, las cosas no son, a
menudo, como parecen ser. Lowell, ilustre pensador norteamericano, decía: "Un
sabio escepticismo es el primer atributo de un buen crítico." Pienso que,
precisamente, el mismo teorema puede ser planteado por el criminólogo...
"La mente humana es un ente aterrorizante y tortuoso. Cuando alguna
parte de ella se tuerce —aunque ello ocurra en grado tan infinitesimal que todos
los instrumentos de la moderna psiquiatría no logran discernir esa desviación—
el resultado es susceptible de tornarse confuso. ¿Quién podría describir un
motivo? ¿Una pasión? ¿Un proceso mental?
"Mi consejo, la ríspida conclusión de quien sepultara sus manos durante
muchos años, quizás más de cuantos quisiera recordar, en los inapresables
vapores del cerebro humano, es el siguiente: "Usad vuestros ojos, usad las
diminutas celulillas gríseas que os diera Dios, pero manteneos siempre alerta. En
la criminalidad existe trama, pero no lógica. Vuestra obra es dar coherencia a la
confusión, imponer el orden en el caos."

Alocución final del profesor FLORENZ BACHMANN, en su curso de Criminología


Aplicada, dictado en la Universidad de Munich (1920).

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PLANO DE LA CASA DE KHALKIS

A—Biblioteca de Khalkis.
B—Dormitorio de Khalkis.
C—Dormitorio de Demmy.
D—Cocina.
E—Escalera 2O piso.
F—Comedor.
G—Sala.
H—Vestíbulo.

J—Cuartos de los sirvientes.


K—Baños.
L—Cuarto de los Vreeland.
M—Cuarto de los Sloane.
N—Cuarto de Joan Brett.
O—Cuarto del Dr. Wardes.
P—Cuarto de Cheney.
Q—Cuarto de huésped.
Altillo no dividido en cuartos.

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EL MISTERIO DEL ATAÚD GRIEGO

1.
Desde el principio mismo, el caso Khalkis trasuntó una nota trágica. Comenzó
con la muerte de un anciano, hecho éste en extraña armonía con lo que le reservaba
el porvenir. El fallecimiento de dicho anciano fue tejiendo su trama, a semejanza de
una melodía de contrapunto, al través de todos los intrincados compases de la
marcha fúnebre subsiguiente, en la cual estaban ausentes los acordes
correspondientes a seres inocentes. En su parte final estalló en un crescendo de
culpabilidad orquestal, un canto de muerte, macabro y horrible, cuyos ecos re-
percutieron en los oídos de todo Nueva York mucho tiempo después que se apagara
el son de la postrera nota de tragedia y de horror.
Cabe aseverar que cuando Georg Khalkis falleció de un ataque cardíaco, nadie
—y menos aun el propio Ellery Queen— sospechó que ese suceso constituía el
preludio de una Sinfonía de Crímenes. De hecho, es harto dudoso que Ellery Queen
se enterara siquiera de la muerte de Georg Khalkis antes de que el suceso llegara a
su conocimiento, poco menos que por fuerza, tres días después que los restos
mortales del anciano ciego fueran inhumados, con el ceremonial de práctica, en el
lugar en que todos creían que sería su última morada.
Los periódicos olvidaron hacer resaltar, en sus primeras noticias de la muerte
de Khalkis, el detalle concerniente a la interesante situación de la tumba del
anciano. Ello traía a luz ciertos pormenores curiosos del viejo Nueva York. El
palacio de Khalkis, de frente parduzco, estaba situado en la calle 54, este,
elevándose junto a la tradicional iglesia de la Quinta Avenida que ocupa la mitad de
la manzana entre aquélla y la avenida Madison, mientras que por el norte y por el
sur está flanqueada por las calles 55 y 54, respectivamente. Entre la mansión de
Khalkis y la iglesia se extiende el cementerio, considerado como uno de los más
antiguos de la ciudad. En dicho campo santo debían ser enterrados los restos mor-
tales del anciano potentado. La familia Khalkis, que durante casi dos centurias
había sido feligresa de dicha iglesia, no estaba afectada en modo alguno por esa
ordenanza municipal que prohíbe entierros en el corazón de la ciudad. Sus
derechos a dormir el último sueño bajo la sombra de los rascacielos de la Quinta
Avenida quedaron establecidos en virtud de su tradicional posesión de una de las
bóvedas subterráneas del cementerio aludido. Dichas bóvedas eran invisibles a los
transeúntes, por cuanto sus túneles se hunden alrededor de un metro bajo tierra, y,
por ende, el suelo del campo santo no aparece quebrado por las sombras trágicas
de las tumbas. El funeral fue tranquilo, sin lágrimas, y en privado. El cadáver,
convenientemente embalsamado y vestido con sus prendas de gala, fue depositado
en un vasto ataúd, negro y lustroso, colocado sobre un catafalco que los empleados
de la Empresa de Pompas Fúnebres dispusieron en la sala del primer piso de la
mansión. Elder, pastor de la iglesia contigua, ofició los servicios fúnebres. No se
advirtió señal alguna de excitación o emoción, y salvo un sospechoso desmayo,
representado con vigor por Mrs. Simms, ama de llaves del difunto, no hubo ningún
acceso de histerismo.

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No obstante ello, como señalara luego Joan Brett, algo vidrioso cerníase en la
casa. Algo que atribuiríamos a la misteriosa intuición femenina que las eminencias
científicas tachan, precipitadamente, de tontería pura. Sea como fuere, Joan
describió ese algo como cierta "tensión en el aire". Desde luego, no atinaba a
individualizar al individuo o a los individuos causantes de esa tensión... si ésta en
realidad existía. Cumple subrayar que, antes al contrario, todo pareció
desarrollarse normalmente, y con ese toquecillo, conveniente de dolor íntimo,
inexteriorizado. Concluidos los sencillos servicios fúnebres, por ejemplo, los
miembros de la familia y un puñado de amigos y empleados o colaboradores
desfilaron ante el túmulo, dieron en silencio su postrer adiós al cadáver, y luego
regresaron con decoro a sus respectivos lugares. Delphina lloró, pero a la manera
de los aristócratas: una lagrimilla, un sollozo, un suspiro. Demetrios —a quien
ninguno soñaría siquiera en llamar por otro nombre que no fuera el de Demmy—
clavó su fija, y a la vez, ausente mirada estúpida en la faz fría de su primo tendido
para siempre en el ataúd. Alan Cheney, de rostro un poco empurpurado, sepultó
sus manos en los bolsillos de su jacket, esbozando muecas en el aire. Gilbert Sloane
palmeó la mano regordeta de su mujer. Nació Suiza, director de la Galería de Arte
de Khalkis, correcto hasta en el último detalle en su atuendo, aguardaba, con aire
lánguido, en un rincón. Woodruff, abogado del finado Khalkis, sonóse
estrepitosamente las narices. Una escena por demás natural y correctísima. A
continuación, el encargado del ceremonial fúnebre, un sujeto de expresión
preocupada y continente de enriquecido, de nombre Sturgess, puso en movimiento
a sus subordinados, y en un periquete la tapa del ataúd fue atornillada. Sólo que-
daba ahora organizar la postrera procesión. Alan, Demmy, Sloane y Suiza se
ubicaron junto al catafalco, levantaron el ataúd sobre sus hombros, bajo el severo
examen profesional de Sturgess, y las preces del reverendo Elder, y, finalmente, el
fúnebre cortejo avanzó en dirección a la calle.
Ahora bien, cumple informar a los lectores de que Joan Brett —como reparara
luego el propio Ellery Queen— era una jovencita sagaz y sutil. Si había sentido
aquella "tensión en el aire", a buen seguro que ésta existía. Pero, ¿dónde? ¿Desde
qué dirección? ¡Parecía tan difícil acusar a alguien de ello! Acaso procedía del
barbudo doctor Wardes, quien cerraba la marcha juntamente con Mrs. Vreeland. O
bien de los que llevaban el ataúd. O acaso de los que iban a la zaga del mismo, junto
a Joan. A decir verdad, bien podría proceder de la misma mansión, emanando de la
extraña desesperación de Mrs. Simms, desplomada en su lecho, o bien de Weekes,
el mayordomo, quien se acariciaba vagamente el mentón en el estudio del difunto.
Por cierto que esa tensión misteriosa no puso obstáculos en la marcha del
cortejo fúnebre, que no penetró en el cementerio por la puerta principal de la calle
54, sino por una puertecilla excusada abierta en el callejón privado circundado por
las seis residencias de las calles 54 y 55. Doblaron a la izquierda y atravesando el
portón del costado oeste del callejón en cuestión, penetraron en el cementerio. Los
transeúntes y curiosos, apiñados como moscas en las verjas de la calle 54, se vieron
defraudados en sus esperanzas de presenciar el cortejo; ésta fue, precisamente la
razón por la cual la familia escogió aquella marcha discreta por la puertecilla
lateral. Los curiosos, encaramados en las verjas coronadas de lanzas, atisbaban el
cementerio a través de los barrotes de hierro; entre ellos pululaban periodistas y
cameramen, y todos guardaban extraño silencio. Los actores de la tragedia no
pararon mientes en aquellos entremetidos. Al cortar camino por el pelado campo
santo, otro pequeño grupo de personas apareció a su vista, rodeando una cavidad
rectangular en el césped, y un montículo de tierra matemáticamente excavado. Dos
sepultureros — ayudantes de Sturgess— y Honeywell, sacristán de la iglesia,

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aguardaban allí la llegada de la procesión funeraria, junto a una anciana diminuta,


tocada con un sombrerillo negro, harto pasado de moda, que a cada instante
enjugaba sus ojos enturbiados por la edad.
Si fuera menester dar crédito a la intuición de Joan Brett, la tensión pareció
redoblar de intensidad.
Pese a ello, la escena subsiguiente pareció tan inocente como todo lo ya
ocurrido. Siguieron los preparativos rituales de práctica; un sepulturero, inclinado
sobre la húmeda tierra, asió la manija de una vetusta puerta de hierro, comida por
el orín y encajada horizontalmente en el terreno; los rostros de los circunstantes
sintieron el hálito característico de los espacios confinados; el ataúd fue descendido
con cuidado hasta la cripta de abajo, flanqueada de ladrillos viejos, enmohecidos;
un ajetreo de sepultureros; algunas palabras proferidas en tono bajísimo,
respetuoso, el deslizamiento del cajón fúnebre a un lado, hasta desaparecer de la
vista, rumbo a uno de los innumerables nichos de la vasta bóveda subterránea; la
puerta de hierro despidió un portazo metálico, siniestro; la tierra y la hierba cubrió
de nuevo la boca de la bóveda. ..
Y Joan Brett sintió que en ese momento algo de la tensión flotante en el
ambiente esfumábase como por ensalmo...

2.

Esfumado... es decir, esfumado hasta pocos minutos después que los deudos y
sus acompañantes regresaran a la mansión por el callejón interior.
La tensión volvió a materializarse entonces, subrayada esta vez por una serie
tal de horribles acontecimientos que luego tornaron clara su fuente de emanación.
El preanuncio de los futuros sucesos resonó en boca de Miles Woodruff,
abogado del difunto Khalkis. El panorama del caso parece punzante en este punto.
El reverendo Elder había regresado a la casa de la familia Khalkis a los efectos de
brindar a los deudos sus evangélicos consuelos, llevando a la zaga al atildado y
modosito Honeywell. La diminuta anciana de ojos brillantes que aguardara el paso
del cortejo en el cementerio, se encontraba ahora en la sala, inspeccionando el
túmulo funerario con ojos críticos, mientras Sturgess y sus ayudantes se afanaban
retirando los lúgubres accesorios de su labor. Nadie invitó a entrar a la vieja mujer,
y ninguno pareció reconocerla o notar siquiera su presencia en la mansión, salvo
acaso el idiota Demmy, quien la contemplaba con ojos en que brillaba cierto ligero
disgusto. Los demás ocupaban sillas o vagaban por los salones cercanos;
entablábanse pocas conversaciones; nadie, con excepción de los empleados de
pompas fúnebres parecía saber lo que debía hacer.
Miles Woodruff, inquieto como todos, pugnando por evadirse de aquella
atmósfera tensa y extraña, penetró al azar en la biblioteca del muerto, y Weekes, el
mayordomo, saltó sobre sus pies, presa de cierta confusión; al parecer, el buen
hombre había estado descabezando un sueñecito. Woodruff agitó la mano y
siempre sin rumbo fijo, absorto en sus lúgubres pensamientos, atravesó la sala en
dirección al trecho de pared, situado entre dos estanterías de libros, en que estaba
empotrada la caja fuerte de Khalkis. Woodruff afirmó luego tozudamente que su
acción de manipular con los discos de combinación de la caja, acción que motivó la
apertura de la puertecilla, fue puramente maquinal. Y según afirmara luego, no

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abrigaba la intención de buscarlo... ni mucho menos esperaba descubrir su


desaparición misteriosa. ¡Cielos! ¡Si menos de cinco minutos antes del entierro él
lo había examinado! Con todo, seguía en pie el hecho de que Woodruff había
descubierto, bien por casualidad, bien adrede, que eso había desaparecido, al igual
que la caja de hierro, descubrimiento éste que hizo vibrar una campanada de
alarma dando lugar a la reaparición de la extraña tensión en el aire, que condujo a
los horribles acontecimientos inmediatos.
La reacción del abogado ante aquella desaparición fue sorprendente.
Volviéndose hacia Weekes, tronó:
— ¿Tocó usted la caja fuerte?
El mayordomo balbuceó una negativa formal, y Woodruff resopló de ira.
— ¿Cuánto tiempo estuvo usted ahí sentado? —preguntó.
—Desde que el cortejo fúnebre salió de casa al cementerio, señor.
— ¿No penetró nadie en la habitación mientras usted estaba aquí sentado?
—Ni un alma viviente, señor.
Weekes temblaba de miedo. A los ojos del viejo y servil mayordomo era
aterrorizante la postura despótica, de amo, del abogado. Woodruff aprovechábase
de su altura y corpulencia, de su rostro rojo y de su voz carrasposa para apabullar al
viejo criado y reducirlo casi a las lágrimas: — ¡Usted dormía como un lirón cuando
entré en la biblioteca! —bramó.
—Sólo dormitaba, señor —gimió el mayordomo—. Sólo dormitaba, señor...
¿Acaso no le oí entrar aquí, señor?...
— ¡Hum! —Woodruff se ablandó un tanto—. Creo que tiene razón. Vaya a
decirles a Mr. Sloane y Mr. Cheney que vengan aquí al momento. ¡Vivo!
Woodruff estaba ante la caja fuerte, en actitud imperiosa, cuando los dos
hombres entraron, sorprendidos en la habitación. El abogado los miró con aire
desafiante y en silencio, can las maneras que desplegaba ante testigos difíciles.
Reparó al momento en cierta turbación de Sloane, cuya esencia exacta no atinó a
discernir. En cuanto a Alan, el joven hacía visajes para no perder la costumbre, y
cuando se adelantó hasta Woodruff, éste olfateó whisky en su aliento. Woodruff no
se anduvo con rodeos. Cayó sobre ellos como un alud, señalando la caja fuerte, y
mirándolos con expresión suspicaz. Alan sacudió su cabeza de león; era un
mocetón en la flor de la edad, elegantemente ataviado a la última moda londinense.
Sloane nada dijo, limitándose a encoger sus hombros.
— ¡Muy bien! —murmuró Woodruff—, pero es necesario llegar al fondo
mismo del caso, caballeros. ¡Y será ahora mismo!
Woodruff parecía hallarse en la gloria. Convocó a todos los de la casa en el
estudio. Parecerá sorprendente, pero la verdad es que menos de cuatro minutos
después del regreso del cortejo fúnebre a la mansión, Woodruff los tenía a todos en
la palma de la mano: a todos, incluso al propio Sturgess y sus ayudantes. El
abogado tuvo la dudosa satisfacción de oírles negar haber tocado siquiera la caja
fuerte en el curso de aquel día sombrío.
En ese instante tragicómico, Joan Brett y Alan Cheney fueron sorprendidos
por el mismo pensamiento. Ambos se precipitaron hacia la puerta, salieron fuera
del cuarto y penetrando en el vestíbulo, descendieron volando las escaleras hacia el
salón de entrada de la mansión. Woodruff, profiriendo un juramento, lanzóse tras
ellos, sospechando ignorar algo importante. Alan y Joan abrieron la puerta del
salón aludido, cruzaron aprisa el vestíbulo y a poco llegaron al umbral de la puerta
de calle, enfrentando a un grupo de personas aparentemente sorprendidas por
aquella irrupción. Woodruff llegó, jadeante, tras ellos. Joan preguntó a los
circunstantes si alguien había salido de la casa en la pasada media hora,

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interrogante coreado por Alan y Woodruff. Un mocetón, periodista a buen seguro,


bramó una negativa, mientras otro se desgañitaba preguntando por qué no les
dejaban entrar en el palacio, prometiendo, al mismo tiempo, no tocar nada. Alan
preguntó de nuevo si alguien había entrado, y recibió por respuesta una atronadora
negativa. Woodruff tosió, conmovido su aplomo por aquella escena en público, y
arreando de vuelta a la joven pareja a la casa, echó la llave a las puertas.
Con todo, el abogado no era hombre de aplomo fácil de conmover. Recobro su
sangre fría no bien reentró en la biblioteca, en donde aguardaban los demás,
sentados o de pie, con expresión ligeramente expectante. Formuló rápidas
preguntas a unos y a otros, torturándoles con alevosía, y casi juró de ira
desilusionada cuando descubrió que la mayoría de los allegados del difunto
conocían la combinación de la caja fuerte.
— ¡Bien está, caballeros! —refunfuñó—. Alguien trata de jugarnos una
malísima partida. ¡Alguien miente! Pero pronto — ¡muy pronto!— descubriremos
quién es, palabra de honor —paseóse de arriba abajo ante los circunstantes—, Sé
ser tan listo como cualquiera de ustedes. Es mi deber revisar a cada uno de la casa.
Y ahora mismo. ¡En seguida!— todos cesaron de asentir—. ¡Oh! Sé que a algunos
no les agrada la idea. ¿Creen acaso que a mí mismo me gusta? Pero lo haré. Eso fue
robado bajo mis propias narices. ¡Mis narices!
En ese punto, pese a la grave situación, Joan rió entre dientes; las narices de
Woodruff no abarcaban mucho espacio en el mundo.
Nació Suiza, el barbilindo inmaculado, sonrió con suavidad:
— ¡Oh! ¡Vamos, vamos, Woodruff! ¡Menos melodrama! La cosa debe tener
alguna explicación sencilla. ¡Usted dramatiza!
— ¿De veras, Suiza, de veras? —Woodruff volvió su mirada de Joan a Suiza—.
Ya veo que le disgusta ser revisado. ¿Por qué?
— ¿Estamos acaso en un tribunal? ¡Repórtese, hombre! Quizá —señaló con
sarcasmo—, quizá usted se equivocó cuando creyó ver el cofre en la caja fuerte
cinco minutos antes del funeral.
— ¿Equivocado? ¿Yo? ¡Ya verá usted que no erraba cuando uno de ustedes
resulte ladrón!
—De todos modos —respondió Suiza, mostrando sus dientes blanquísimos—
no toleraré procedimientos de mano fuerte. Intente nada más revisarme, amigo, y
yo...
En ese punto ocurrió lo inevitable; el abogado perdió los estribos. Sacudió
bramando su puño velludo ante la nariz aguileña y desdeñosa de Suiza, y balbuceó
finalmente: — ¡Por el cielo, ya verá usted de qué soy capaz! ¡Demontres! ¡Pronto
sabrá lo que es tener mano fuerte! Y concluyó haciendo lo que debía haber hecho
en un principio: asió con rabia uno de los dos teléfonos del escritorio del difunto,
disco febrilmente un número, tartajeó algo a un inquiridor invisible, y recolgó el
tubo con estruendo, al tiempo que gritaba a Suiza, con acento maligno:
— ¡Veremos si le revisan o no, amigo mío! ¡Por orden del fiscal del distrito,
Mr. Sampson, todos los presentes en la casa no deben mover un pie fuera de aquí
hasta que haya llegado la policía y demás autoridades competentes!

3.

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El ayudante del procurador del distrito, Mr. Pepper, era un joven de


personalidad atractiva. El caso progresó con lentitud desde que él puso pie en la
mansión de Khalkis, menos de media hora después de la llamada telefónica de
Woodruff. Poseía el don de tirar de la lengua a la gente, pues conocía el valor de la
adulación, talento éste que Woodruff, modesto picapleitos, nunca había adquirido.
Con no poca sorpresa, Woodruff mismo se sintió mucho mejor luego de breve
conversación con Pepper. Nadie reparó en lo más mínimo en la presencia de un
individuo carirredondo, cigarro en boca, que acompañaba a Pepper; tratábase de
un detective llamado Cohalan, adscrito a las oficinas del procurador del distrito;
Cohalan, siguiendo el consejo de Pepper, limitábase a montar guardia en el umbral
de la puerta del estudio y a fumar en silencio su grueso cigarro. Woodruff llevó de
prisa a Pepper a un rincón, y le relató la historia del extraño funeral.
—La situación quedó planteada así, Pepper: cinco minutos antes de formarse
el cortejo fúnebre, fui al dormitorio de Khalkis, y tomando la llave de la caja de
hierro, regresé al estudio, abrí ésta y la cajita de acero... y lo vi allí, ante mis propios
ojos. Ahora bien...
— ¿Qué vio allí, Woodruff?
— ¿No se lo dije antes? ¡Vaya cabeza la mía! ¡Se trata del nuevo testamento de
Khalkis! ¡El nuevo! ¿Entiende? No cabe duda de que el nuevo testamento estaba,
en la cajita de acero; lo saqué de adentro y vi mi propio sello sobre el precioso
documento... Luego lo reintegré a su lugar, eché la llave a la cajita y a la caja fuerte,
y salí del cuarto...
— ¡Un momento, Mr. Woodruff! —el político Pepper siempre se dirigía con un
ceremonioso "Mr" a los hombres de quienes necesitaba informaciones—. ¿Nadie
más poseía llave de la cajita de acero?
— ¡Absolutamente nadie! Esa llave es única, según afirmara el propio Khalkis
poco tiempo atrás; y la hallé entre las ropas de Khalkis, guardadas en su
dormitorio. Después de cerrar con llave la caja fuerte y la cajita de acero, procedía a
colocarla en mi propio llavero. ¡Y aun la conservo, Pepper! —el abogado hurgó con
torpeza en uno de sus bolsillos y extrajo una cartera-llavero; sus dedos tem-
blequeaban mientras escogía una llavecita, que procedió a desenganchar y entregar
al policía—. Juraré ante Dios que todo el tiempo estuvo en mi bolsillo. ¡Demonios!
¡Nadie podría habérmela robado a mí! —Pepper asintió con gravedad—. No hubo
tiempo siquiera. Apenas salí de la biblioteca, dióse comienzo a la ceremonia del
cortejo fúnebre. Cuando regresé, el instinto o la intuición me hizo volver aquí, abrir
la caja fuerte y... ¡Cielos! ¡La cajita de acero y el testamento habían desaparecido
misteriosamente!
— ¿Tiene idea de quién puede habérselos llevado?
— ¿Idea? ¿Idea? —Woodruff echó un vistazo en torno—. Tengo ideas de sobra,
pero ni pizca de pruebas. Ahora bien, Pepper, en resumidas cuentas, la situación se
presenta así: primero, cada uno de los que estaban en la casa en el momento en que
vi el testamento en la cajita de acero se encuentra aún aquí. Segundo, todos los
participantes en la ceremonia fúnebre abandonaron el palacio en grupo; formando
grupo pasaron del callejón interior al cementerio, y podrían dar cuenta exacta de
todos sus actos allí; además, no se pusieron en contacto con ningún extraño, salvo
el puñado de personas que nos aguardaba en torno a la tumba. Tercero, cuando el
grupo original retornó a la casa, dichos extraños regresaron también con nosotros,
y todavía se hallan aquí.
— ¡Interesante situación! —los ojos de Pepper brillaron de entusiasmo
profesional—. En otras palabras, si alguno de los integrantes del grupo primitivo
hurtó el testamento de Khalkis, y lo pasó a uno de esos extraños, tal acción le será

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de poco provecho, pues bastará una revisión prolija para ponerlos en descubierto;
amenos que fuera escondido por el camino o bien en el propio cementerio... ¡Muy
interesante! ¡Interesantísimo, Mr. Woodruff! Bien, ¿quiénes son esos extraños,
como les llama usted?
—Ahí está uno de ellos —el abogado señaló a la diminuta mujer del anticuado
sombrerito—. Es una tal Mrs. Susan Morse, solterona medio loca que vive en una
de las seis casas contiguas al pasaje. Por lo tanto, es vecina nuestra —Pepper
asintió, y Woodruff apuntó al sacristán, encogido y medroso detrás del reverendo
Elder—. Luego figura Honeywell, que es ese individuo timorato de allí, sacristán de
la iglesia vecina; y finalmente, los dos hombres a su lado, ambos sepultureros y
dependientes de aquel individuo de más allá, de nombre Sturgess, representante de
la Empresa de Pompas Fúnebres. Ahora bien, el cuarto punto es que, mientras
estábamos en el campo santo, nadie penetró o salió de la casa: yo mismo establecí
ese importante detalle de boca de los periodistas agrupados a la puerta de casa. Y
yo mismo eché la llave a las puertas después de eso; de modo, pues, que nadie pudo
entrar o salir de aquí desde entonces, Pepper.
— ¡Hum! Creo que me está embarullando el caso, Mr. Woodruff —murmuraba
el detective cuando un vozarrón acre retumbó detrás de él, y, al volverse, se
encontró frente a Alan Cheney, más encarnado que nunca, que blandía su índice
acusador ante las narices de Mr. Woodruff.
— ¡Oiga usted, oficial! —bramaba el muchacho—. ¡No le crea! ¡Es falso que
llamara o interrogara a los periodistas! Fue Miss Joan Brett... ¡Joan Brett!... ¿No es
cierto, Joanie?
Joan poseía lo que podría describirse como el fundamento de una expresión
helada en su carita agraciada; su cuerpo era alto y esbelto, su mentón altivo, sus
ojos muy claros y vivaces, y su naricilla susceptible de gestos desdeñosamente
altivos. Miró junto a Cheney en dirección de Pepper, y respondió con acento frío y
vibrante a la vez:
—Creo que se achispó de nuevo. Mr. Cheney. Y le suplico que no me llame
"Joanie". ¡Detesto las familiaridades!
Alan contempló, boquiabierto, los interesantes hombros de la muchacha.
—Se ha vuelto a embriagar —dijo Woodruff a Pepper—. Es Alan Cheney,
sobrino de Khalkis y...
Pepper se excusó y caminó tras Joan, quien le enfrentó con aire un tanto
desafiante.
— ¿Fue usted quien pensó en interrogar a los periodistas, Miss Brett?
— ¡Pues claro está! —luego dos rosas adorables aparecieron en sus mejillas—.
Por supuesto, Mr. Cheney pensó también en eso; salimos juntos, y Mr. Woodruff
nos siguió. Es notable que ese jovenzuelo ebrio tuviera la galantería de destacar la
acción de una mujer en...
—Sí, sí, desde luego, Miss Brett —Pepper sonrió, con esa su sonrisa
cautivadora que reservaba para el sexo bello—. ¿Usted es la...?
—Era la secretaria de Mr. Khalkis.
—Un millón de gracias —Pepper regresó junto al apaciguado abogado—. Bien,
Mr. Woodruff, ¿decía usted...?
—Nada más que lo necesario para desbrozarle el terreno, Pepper —Woodruff
se aclaró la garganta—. Iba a informarle que las dos únicas personas presentes en la
casa durante el funeral fueron Mrs. Simms, ama de llaves, quien sufrió un desmayo
luego del fallecimiento de Mr. Khalkis, y permaneció confinada en su dormitorio
desde ese momento; y el mayordomo Weekes. Ahora bien, Weekes —y eso es lo
increíble del caso— estuvo dentro de la biblioteca todo el tiempo que duró nuestra

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

ausencia. Y jura y perjura que nadie entró allí. Todo el tiempo tuvo bajo sus ojos la
caja fuerte.
—Bien, ya vamos concretando —respondió Pepper—. Si podemos dar crédito a
Weekes, nos será posible determinar con mayor precisión el momento en que
ocurrió el hurto. De fijo, ello sucedió durante los cinco minutos transcurridos entre
el instante en que usted estudió el testamento y el momento en que el cortejo salió
de la casa. Es bien sencillo.
— ¿Sencillo? —Woodruff no parecía demasiado seguro.
—Ni más ni menos. Cohalan, ven aquí —el detective cruzó el salón, seguido
por ojos casi todos inexpresivos—. ¡Escúchame! Buscamos un testamento hurtado,
que se halla en uno de cuatro lugares. O bien ha sido escondido en la casa, o se
encuentra en poder de alguno de los de la casa; o ha sido arrojado en algún punto
del pasaje particular; o se halla en el propio cementerio. Iremos eliminándolos uno
por uno. Aguarda un momento mientras me comunico por teléfono con el jefe.
Disco el número telefónico de la oficina del procurador del distrito, Mr.
Sampson, y a poco regresó frotándose las manos.
—El jefe enviará gente para ayudarnos. Después de todo, investigamos un
delito. Mr. Woodruff, ruégole cuidar de que nadie salga de esta habitación mientras
yo y Cohalan vamos a inspeccionar el cementerio y el pasaje. ¡Un momento, por
favor, caballeros! —los circunstantes le miraron boquiabiertos—. Mr. Woodruff
queda encargado de la dirección de las cosas, y ustedes deben cooperar buena-
mente con él. ¡Qué ninguno abandone el cuarto! —ambos detectives salieron de la
habitación.
Quince minutos después regresaban con las manos vacías, encontrando a
cuatro recién llegados en la biblioteca. Integraban el grupo el sargento Thomas
Velie, gigante de cejazas negras, adscrito al servicio del inspector Queen, dos de los
hombres del propio Velie, Flint y Johnson, y una corpulenta mujer policía. Pepper y
Velie, sostuvieron un grave coloquio en un rincón; Velie se mantenía reservado y
frío como de costumbre, en tanto que los demás aguardaban en patético silencio.
— ¿Registraron a fondo el pasaje y el cementerio? — —Sí; pero no estaría de
más que usted y sus hombres reinspeccionaran el terreno —replicó Pepper—, para
mayor seguridad.
Velie masculló algo a Flint y Johnson, quienes salieron del cuarto. Velie,
Cohalan y Pepper iniciaron una revisión sistemática del palacio, partiendo de la
habitación en que se encontraban, el estudio de Khalkis, y cubrieron cuida-
dosamente todo el dormitorio y el cuarto de baño del difunto, y el dormitorio del
idiota Demmy. Regresaron, y Velie, jan dar explicaciones, reinspeccionó el estudio.
Trajino alrededor de la caja fuerte, en los cajones del escritorio del muerto, entre
los libros y estantes alineados sobre los muros... Nada escapó a sus ojos, ni siquiera
un pequeño taburete colocado en una alcoba, sobre el cual reposaban un filtro y
vajilla de té; Velie, con inmensa gravedad, sacó la apretada tapa de la cafetera y
curioseó dentro. Gruñendo, encabezó el grupo fuera de la biblioteca, saliendo al
vestíbulo, desde donde se desperdigaron para revisar la sala, el comedor, las
cocinas, cuartitos y despensa de los fondos. El sargento examinó con cuidado
especial las desmanteladas piezas del ceremonial fúnebre proporcionadas por la
empresa de pompas fúnebres de Sturgess; pero no descubrió nada. Treparon las
escaleras, e invadieron los dormitorios de los altos como hordas vándalas, evitando
únicamente el santuario de Mrs. Simms; seguidamente, subieron al altillo, y
levantaron nubes de polvo huroneando entre viejos escritorios y apolillados baúles.
—Cohalan —ordenó Velie— encárgate de los sótanos.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El detective mordisqueó su cigarro, ya apagado, y descendió con desgano las


escaleras.
—Bien, sargento —dijo Pepper, mientras ambos se apoyaban, resoplando,
contra el desnudo muro del altillo—, me parece que no queda más remedio que
resignarnos a cumplir el trabajillo sucio. ¡Maldito sea! ¡No quería tener que revisar
a esas personas!
—Después de tanta roña —expresó Velie, contemplándose los dedos sucios—
creo que eso será un verdadero placer. Bajaron las escaleras. Flint y Johnson se les
reunieron.
— ¿Buena suerte, muchachos? —gruñó Velie.
Johnson, sujeto de continente opaco y cabellos grises, se rascó la nariz, y
murmuró en respuesta:
—Ni pizca, sargento. Por otra parte, para empeorar las cosas, dimos con una
criadita —doncella de servicio o algo por el estilo— que trabaja en la casa situada
enfrente del pasaje, quien nos aseguró haber estado presenciando el cortejo
fúnebre desde una ventana de los fondos y que... Bueno, sargento, la chica afirma
que, con excepción de dos hombres —Mr. Pepper y Mr. Cohalan, según barrunto—
nadie salió por los fondos de esta casa desde el momento en que el cortejo regresó
del cementerio. Y tampoco salió nadie por los fondos de casa alguna del pasaje y...
— ¿Y en el cementerio? —interrumpió el sargento.
—La suerte no nos sonrió tampoco allí, sargento. La mitad de los periodistas
de la ciudad se apostaron al otro lado de las verjas de hierro correspondientes al
costado de la calle 54 del cementerio. Bien, aseguran que en éste no vieron alma
viviente desde que se marcharon los deudos de Khalkis...
Cohalan llegaba en ese momento. Ante la muda pregunta de su superior,
sacudió tristemente la cabeza.
—Bueno —murmuró Velie al fin—, hay que tomar al toro por los cuernos —
avanzó hacia el centro de la habitación y alzando la cabeza, bramó:
— ¡Atención!
Los circunstantes se irguieron en sus asientos y algo del cansancio impreso en
sus rostros pareció desvanecerse. Alan Cheney, agazapado en un rincón, con la
cabeza entre las manos, se balanceaba suavemente. Mrs. Sloane hacía largo tiempo
que había agotado su reserva de lágrimas ceremoniosas y decorosas; el propio
reverendo Elder exteriorizaba una expresión expectante en su rostro aniñado. Joan
Brett miraba fijamente al sargento Velie.
—Bien, señoras y señores —comenzó Velie con voz áspera—, no es mi deseo
faltarle el respeto a nadie; pero tengo un trabajo entre manos y es menester que lo
cumpla como corresponde. Ordenaré revisar a todos los de la casa... y si es
necesario, no vacilaré en dejarles en cueros. .. El testamento hurtado sólo podría
estar en un lugar: entre las ropas de una persona de la casa. Si son comprensivos,
se resignarán a la revisión como buenos muchachos. ¡Cohalan, Flint, Johnson!
¡Ocúpense de los hombres! Señora —volvióse hacia la robusta mujer policía—, ocú-
pese usted de las damas; llévelas a la sala, cierre las puertas, y... ¡manos a la obra! Y
si no lo descubre sobre ninguna de ellas, revise al ama de llaves y su cuarto de
arriba. ¡Al avío!
El estudio estalló en una algarabía de conversaciones airadas, comentarios
variados, protestas débiles. Woodruff hizo girar sus pulgares ante el escritorio, y
contempló con benevolencia a Suiza; éste sonrió, ofreciéndose como primera
víctima a Cohalan. Las mujeres salieron aprisa del estudio, y Velie tomó uno de los
teléfonos, vociferando: — ¡Departamento de Policía!... Déme con Johnny... —
¿Johnny?... Ve a buscarme en seguida a Edmund Crewe. .. No te demores.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Reclinado contra el escritorio, observó fríamente cómo los tres detectives se


encargaban, uno a uno, de los hombres, y exploraban minuciosamente sus cuerpos.
Velie alzó, de súbito, un brazo; el reverendo Elder, sin protesta alguna, aprestábase
a ser la próxima víctima.
—Reverendo... ¡Oye, Flint, déjale!... En su caso, reverendo, excusaremos la
revisión.
—Nada de eso, sargento —replicó el pastor—. De acuerdo a sus sospechas, soy
tanto una posibilidad como los demás... —sonrió al ver la indecisión reflejada en la
faz de Velie—. ¡Muy bien! Revisaré mis ropas en su presencia, sargento —los
escrúpulos de Velie en el sentido de colocar sus manos irreverentes sobre el
ministro de Dios no le impidieron, por cierto, observar con ojos atentos al pastor,
mientras éste daba vuelta a sus bolsillos y aflojaba y desceñía sus ropas, obligando
a Flint a pasarle las manos por el cuerpo.
La mujer policía regresó al estudio gruñendo una lacónica negativa. Las
mujeres —Mrs. Sloane, Mrs. Morse, Mrs. Vreeland y Joan— enrojecían de
vergüenza, y pugnaban por evitar las miradas masculinas. La policía aseguró luego
que el ama de llaves parecía tan inocente como las demás.
Siguió un largo silencio. Velie y Pepper mirábanse sombríamente; el primero,
confrontado con una imposibilidad, refunfuñaba entre dientes; el segundo,
reflexionaba furiosamente.
—Me huelo algo turbio por alguna parte—dijo Velie, con voz maligna—. ¿Está
usted bien segura, señora, de que...? La mujer policía se limitó a hacer visajes
desdeñosos. —Oiga, sargento —exclamó de súbito, Pepper, apresando la solapa del
saco de Velie—, aquí intuyo algo vidrioso, como dice usted, pero no podemos
rompernos la cabeza estrellándola contra la pared. Es posible que exista algún
cuarto secreto o algo por el estilo y... Crewe, el experto en arquitectura, lo localizará
pronto, si es que existe realmente. .. Después de todo, hemos hecho cuanto
pudimos. Y no es posible mantener aquí, indefinidamente, a esas personas, en
especial a los que no viven en esta casa...
Velie pateó con rabia la alfombra:
— ¡Demonio! ¡El inspector me descuartizará vivo por el fracaso! —gruñó.
El asunto desarrollóse con ritmo vertiginoso. Velie dio un paso atrás, y Pepper
indicó, cortésmente, que los extraños a la casa podían marcharse, y que aquellos
que residían en ella no podrían abandonarla sin permiso oficial y sin ser revisados a
conciencia cada vez que así lo hicieran. Velie hizo una señal con el pulgar a la mujer
policía y a Flint —joven musculoso y nervudo— y encabezó el grupo fuera del
cuarto, apostándose en el saloncillo de recepción, en donde se ubicó, con aire
sombrío, junto a la puerta frontal. Mrs. Morse articuló un chillido medroso, al
echar a andar, trabajosamente, detrás del policía, Velie ordenó revisarla de nuevo;
al reverendo Elder esbozó una débil sonrisa, pero examinó personalmente al
aterrorizado sacristán Honeywell. En el ínterin, Flint revisaba de nuevo a Sturgess,
a sus dos ayudantes y al fastidiado Nació Suiza.
Como todas las veces anteriores, la revisión fue infructuosa.
Luego de ausentarse los extraños a la casa, Velie regresó a la biblioteca,
apostando a Flint enfrente de la mansión, desde donde podía vigilar la puerta
principal y la de los sótanos. Johnson fue despachado a ocupar su puesto ante la
puertecilla de los fondos, abierta al final de una serie de peldaños de madera
conducentes al pasaje interior; en tanto que Cohalan vigilaba la entrada
correspondiente a los fondos de los sótanos.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Pepper engolfábase en grave conversación con Joan. Cheney se acariciaba sus


revueltos cabellos y hacía muecas a espaldas de Pepper. Velie llamó por señas a
Woodruff.

4.

Edmund Crewe asemejábase tanto a la clásica caricatura del profesor


olvidadizo, que Joan Brett reprimió con no poca dificultad sus deseos de reírsele en
plena cara. Mr. Crewe, felizmente, comenzó a hablar, y el impulso murió antes de
exteriorizarse:
— ¿Propietario de la casa? —su voz resonaba como un chispazo, pungente y
restallante.
—Es el finadito —respondió, bajo, Velie.
—Tal vez yo pueda serles de ayuda —terció Joan.
— ¿Qué antigüedad tiene la casa?
—Francamente, yo... no lo sé...
—Hágase a un lado, entonces. ¿Quién lo sabe?
Mrs. Sloane sonóse delicadamente las narices en un pañuelo diminuto:
—No cuenta menos de ochenta años de antigüedad, caballero —dijo.
—Fue refeccionada —indicó ávidamente Alan—. Sí... ¡refeccionada!... Y
muchas veces. Tío me lo dijo.
—Poco preciso —Crewe parecía fastidiado—. ¿Dónde están los planos?
Todos se miraron con aire de duda.
—Bueno, amigos —refunfuñó—. ¿Quién sabe algo sobre el particular?
Al parecer, nadie sabía palabra al respecto. Esto es, hasta que Joan,
frunciendo sus labios perfectos, murmuró:
— ¡Aguarden ustedes un instante! ¿Mr. Crewe, se refiere usted a heliografías y
otras cosas análogas?
— ¡Vamos, vamos, jovencita! ¿Dónde están esos planos? ¡Vivo!
—Creo que... —musitó Joan, dubitativamente, y luego se dirigió hacia el
escritorio del difunto, en donde comenzó a rebuscar en un cajón rebosante de
papeluchos amarillentos por el tiempo. A poco, entresacó un trozo de papel
blanquísimo, con un conjunto de heliografías, dobladas, sujetas al mismo—. ¿Es
esto lo que usted buscaba, Mr. Crewe?
El perito le arrancó las hojas de la mano, avanzó majestuosamente hasta el
escritorio y acto seguido procedió a sepultar su narizota puntiaguda en los planos.
De vez en cuando asentía. De súbito, sin decir palabra a los circunstantes,
abandonó de prisa el cuarto, con los planos en la mano.
Los actores del drama volvieron a quedarse como esfinges.
—Es preciso que usted sepa algo importante, Pepper —Velie llevó aparte a
Pepper y luego asió el brazo de Woodruff con una gentileza que casi le arrancó un
alarido de dolor—. Escúcheme, Mr. Woodruff: el testamento fue hurtado con algún
propósito deliberado... ¡Eso cae de su peso!... Dijo usted antes que se trataba de un
testamento nuevo... Bueno, ¿quién sale perdiendo con esta desaparición?
—Francamente...
—Por lo demás —indicó Pepper, meditabundo—, no creo que el caso, fuera de
su carácter delictuoso, sea muy serio. Siempre podríamos establecer la intención

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

del testamento recurriendo a la copia del documento que, a no dudarlo, obra en su


poder, Mr. Woodruff.
— ¡Que me cuelguen si no está usted equivocado de medio a medio! —resopló
el abogado—. ¡Escúchenme, caballeros! —se acercó aún más a los policías, mirando
en torno con suspicacia—. ¡Es imposible establecer ahora las intenciones del viejo!
Eso es lo curioso y trágico del asunto... El antiguo testamento de Khalkis fue válido
hasta la mañana del viernes último. Las disposiciones testamentarias eran
sencillas: Gilbert Sloane heredaría las Galerías Khalkis, que incluyen por igual, las
exposiciones correspondientes a piezas de arte y curiosidades, y su galería artística
particular. Insertábanse, asimismo, dos legados de dinero: uno para Cheney,
sobrino del viejo, y otro para su primo Demmy, que es ese rústico medio idiota que
ven allá... La mansión y sus efectos personales pasarían a poder de su hermana,
Mrs. Sloane. Además, figuraban las mandas usuales: dinero en efectivo para Mrs.
Simms y Weekes, a varios empleados, una exposición detallada de los objetos a
donarse a museos y galerías, y otras disposiciones similares.
— ¿Quién fue designado albacea ejecutor? —preguntó Pepper.
—James J. Knox.
Pepper silbó y Velie hizo cara larga:
— ¿Se refiere usted a Knox, el multimillonario? ¿El chiflado por los objetos
artísticos?
—El mismo, caballeros. Era el mejor cliente de Khalkis, y casi podríamos
calificarlo de amigo, considerando que Khalkis le designó albacea de sus bienes.
— ¡Vaya un amigo! —gruñó Velie—. ¿Por qué no concurrió hoy a los
funerales?
—Mi querido sargento —murmuró el abogado, desorbitado—, ¿no lee usted,
acaso, los diarios? ¡Mr. Knox es todo un personaje! Notificado en seguida del
fallecimiento de Khalkis aprestábase a asistir a las exequias cuando a último
momento le llamaron de Washington. De hecho, fue esta mañana. Los periódicos
informaron que fue una llamada personal del presidente, algo relacionado con las
finanzas federales.
— ¿Cuándo regresará? —interrogó Velie, implacable.
—Nadie parece saberlo, amigo mío.
—Bueno, eso es poco importante —terció Pepper—. Bien, háblenos del nuevo
testamento.
— ¿El nuevo testamento, verdad? Sí, sí —Woodruff les miró con aire taimado
—. ¡He aquí la parte enigmática del caso! El jueves último, hacia la medianoche,
recibí una llamada telefónica de Khalkis, quien me ordenó llevarle el viernes por la
mañana—es decir, al día siguiente— el borrador completo de un nuevo testamento.
Ahora bien, empápense ustedes de este punto, caballeros: el nuevo testamento
debía ser un duplicado exacto del anterior, excepción hecha de un cambio
importante: la omisión del nombre de Gilbert Sloane como futuro beneficiario de
las Galerías Khalkis. El espacio correspondiente en el documento debía quedar en
blanco a los efectos de consignar en él un NUEVO NOMBRE...
— ¿Sloane, eh? —Pepper y Velie estudiaban solapadamente al abogado—. Siga
usted, Mr. Woodruff.
—Bien; ordené la redacción del nuevo testamento en las primeras horas de la
mañana del viernes y me dirigí a esta casa con él considerablemente antes del
mediodía. Encontré solo a Khalkis. Siempre fue un tipo curioso de maníaco —frío,
duro y terminante— pero esa mañana parecía turbado por algo... De todos modos,
me dio a entender con claridad que nadie —ni siquiera yo, caballeros —debía
conocer el nombre del nuevo beneficiario de sus Galerías. Puse el documento

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

delante de él de modo que pudiera llenar el blanco con comodidad — ¡llegó a


obligarme a cruzar la habitación, bien lejos de su lecho!— y luego garabateó un
nombre, según presumo, en el espacio aludido. Él mismo le pasó el papel secante,
dobló aprisa la hoja, ordenó que Miss Brett, Weekes y Mrs. Simms atestiguaran la
suscripción, echó la firma, selló el testamento con ayuda mía, y seguidamente lo
guardó en la cajita de acero depositada en su caja fuerte, cerrando ambas él mismo
con sus propias manos. Y ahí tienen ustedes, caballeros, el motivo por el cual nadie,
salvo Khalkis, conocía el nombre del nuevo beneficiario de sus famosas Galerías.
Ambos policías rumiaron el asunto largamente.
— ¿Quiénes conocían las disposiciones testamentarias? —inquirió luego
Pepper.
—Todos. En la casa se rumoreaba mucho... El propio Khalkis no hizo ningún
secreto al respecto. En cuanto al nuevo testamento, el viejo no hizo hincapié con
respecto a la necesidad de no divulgar el hecho de que acababa de suscribir un
nuevo documento, y no veía motivo alguno para callarme. Naturalmente, los tres
testigos aludidos lo sabían todo, y supongo que propagaron el secreto a los cuatro
vientos.
— ¿Sloane lo sabía? —preguntó ásperamente Velie.
— ¡Claro que sí, caballero! —afirmó Woodruff—. De hecho, esta mañana
telefoneó a mis oficinas, interrogándome acerca de si el cambio le afectaba en
alguna forma. Bueno, le informé de que alguien ocupaba ahora su lugar y que
nadie, salvo el propio Khalkis, conocía su identidad, y él...
Los ojos de Pepper echaron chispas.
— ¡Al demonio, amigo, usted no tenía el derecho de hacerlo! —gruñó.
—Bueno, vea usted, Pepper, yo... —musitó débilmente Woodruff—. Acaso no
debí... En fin, confieso que imaginaba que Mrs. Sloane sería la nueva beneficiaría
del testamento y que, en ese caso, Sloane se adueñaría de las Galerías por
intermedio de su esposa, con lo cual no perderíamos nada que...
— ¡Vamos, vamos, amigo! —refunfuñó Pepper, con desdeñoso tonillo en su
voz—. Ésa fue una evidente traicioncilla a su cliente, Woodruff. ¡Muy mal hecho!
En fin, es inútil lamentarse sobre la leche derramada. Bien, cuando usted examinó
el nuevo testamento cinco minutos antes de las exequias, ¿averiguó el apellido del
nuevo beneficiario?
—No... No abrigaba la intención de abrir el testamento hasta después de las
ceremonias fúnebres.
— ¿Está usted seguro que era el documento auténtico?
— ¡Positivamente seguro!
— ¿Ese testamento consignaba una cláusula revocatoria?
—Si.
— ¿Qué es eso? —masculló Velie, suspicaz—. ¿Qué significa eso?
—Lo bastante para darnos una fuerte jaqueca —respondió Pepper—. La
inclusión de una cláusula revocatoria en un nuevo testamento entraña el propósito
de establecer la intención del testador en el sentido de revocar todos los anteriores
testamentos. Y eso comporta el hecho de que el viejo testamento, válido hasta la
mañana del viernes último, carece por completo de valor legal, ya sea que se
encuentre o no el nuevo testamento. Y si no lo encontráramos y no podemos
establecer la identidad del nuevo beneficiario de las Galerías Khalkis, éste será
considerado como fallecido intestado. ¡Un lío enorme, caballeros!
—Y eso implica —agregó Woodruff, sombríamente— que los bienes de Khalkis
serán divididos de acuerdo a los derechos respectivos de cada uno de los herederos
legales.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—SÍ, comprendo —masculló Velie—. Ese Sloane recibirá su tajadita, ocurra lo


que ocurra, mientras no sea descubierto el nuevo testamento. El pariente más
próximo de Khalkis es su hermana, Mrs. Sloane, según creo... ¡Bravo!... ¡Un buen
golpe!
Crewe, quien se había paseado por la biblioteca como un león enjaulado,
arrojó las heliografías sobre la mesa del escritorio, y se aproximó al grupo.
— ¿Y bien, Edite? —preguntó Velie—. ¿Cómo le fue?
—No hallé nada. Ni paneles móviles, ni cuartos secretos. No existen espacios
entre los muros. Los cielos rasos y pisos so A sólidos... ¡como los construían en los
buenos tiempos!
— ¡Demontres! —gruñó Pepper.
—No, señor —aseveró el perito—. Si el documento no se encuentra encima de
ninguna de las personas de la casa, créanme cuando les aseguro que no se halla en
punto alguno del edificio.
— ¡Pero eso es imposible! —tronó exasperado, Pepper.
—Bueno, pues es así, jovencito—. Crewe salió a trancos de la habitación y a
poco oyeron el portazo dado por la puerta de calle.
Los tres hombres no articularon palabra. Velie, sin explicarles nada, salió
atropelladamente del estudio, regresando minutos más tarde más cejijunto y
carilargo que nunca.
—Pepper —masculló rabiosamente—. ¡Me rindo! ¡Renuncio! Inspeccioné el
cementerio y el pasaje. ¡Nada! Seguro que lo destruyeron... ¿Qué les parece?
—No sé; tengo una idea —respondió Pepper— pero eso es todo. Primero debo
discutirla con el jefe.
Velie sepultó sus puños en los bolsillos, estudiando el campo de batalla.
—Bueno —refunfuñó—, considérenme hombre liquidado. Escúchenme,
amigos: Cuando salga de esta casa, procederé a clausurar esta habitación y las dos
contiguas. ¿Entienden? ¡Nadie debe entrar aquí dentro! Tampoco nadie debe tocar
nada del cuarto de Khalkis, o de Demetrios... ¡es preciso dejarlo todo exactamente
como está ahora! Y algo más aun: Entren y salgan de la casa, si les parece, pero
como todas las veces serán revisados minuciosamente, les recomiendo abstenerse
de jugarretas. Eso es todo.
—Con su permiso, caballero...
Alguien habló con voz cavernosa. Velie volvióse con lentitud. El doctor
Wardes avanzaba hacia él; tratábase de un hombre de mediana estatura, barbudo
como los antiguos profetas, pero con un físico casi simiesco. Sus brillantísimos ojos
castaños, colocados muy juntos, contemplaban casi con burla al adusto sargento. —
¿Qué quiere usted? —masculló Velie, esparrancado sobre la alfombra. El médico
sonrió:
—Sus órdenes no involucran grandes inconvenientes para los residentes
habituales de la casa, pero a mí sí que me afectarán harto desagradablemente. No
sé si sabe usted que sólo soy uno de los huéspedes de Khalkis, sargento, y... ¿Es
indispensable que goce indefinidamente de la hospitalidad de esta tristísima
mansión, amigo mío?
— ¡Oiga! Después de todo, ¿quién es usted? —Velie dio un paso adelante.
—Mi nombre es Wardes, y soy ciudadano británico — replicó el barbudo,
parpadeando—. Soy médico... especialista en ojos... Desde hace algunas semanas
tenía en observación a Mr. Khalkis.
Velie gruñó. Pepper se le acercó y susurró algo en su oído. El sargento asintió
y Pepper dijo:

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—Naturalmente, doctor Wardes, nosotros no queremos causar molestias a


ninguno de los huéspedes de la casa. Es usted libre en absoluto de marcharse de
ella cuando guste. Desde luego —agregó, sonriente—, no objetará usted una última
formalidad, ¿verdad que no? ¿Algo así como una revisión concienzuda de su
persona y equipajes cuando abandone la casa?
— ¿Objetar? ¡Ciertamente que no, señor! —el facultativo jugueteaba con su
larga barba castaña—. Por otra parte...
— ¡Oh, quédese usted, doctor! —chilló Mrs. Sloane—. ¡No nos abandone en
este trágico momento! Se portó usted tan bien con...
—Sí, doctor... ¡no se marche! —La nueva voz procedía de una hermosa mujer,
de turgente pecho, y de ojos y cabellos negros.
El galeno se inclinó y murmuró algo inaudible, y Velie preguntó aprisa:
— ¿Quién es usted, madame?
—Mrs. Vreeland. Vivo aquí. Mi esposo es... era representante viajero del Mr.
Khalkis.
—No la comprendo, señora. ¿Representante viajero? ¿Cómo se entiende eso?
¿Y dónde está su esposo?
La mujer enrojeció violentamente:
— ¡No me gusta su tono, caballero! ¡No le reconozco ningún derecho de
interpelarme en ese tonillo irrespetuoso!
—Trague saliva, hermana, conteste rápido a mi pregunta —los ojos de Velie se
volvieron fríos como el hielo.
El arranque de cólera de la mujer naufragó al punto: —Se encuentra... en
algún lugar del Canadá... en un viaje de "exploración".
—Bien, tratamos de localizarle —terció Sloane, inesperadamente. Sus
aceitados cabellos negros, su bigotillo recortado, sus ojos aguados, bolsudos, le
daban un aspecto extraño de individuo disipado—. Sí, tratamos de localizarle... La
última vez que supimos de él andaba a la pesca de algunos viejos tapices de gran
valor para la casa Khalkis. Operaba teniendo como base a Québec. Aun no
recibimos noticias de él, aunque le enviamos un mensaje al hotel en que parara por
última vez. Tal vez se entere de la muerte de Georg por los diarios.
—Y quizá no —respondió Velie con aspereza—. ¡Okay! ¿Se queda usted,
doctor Wardes?
—Sí... puesto que me lo solicitan... Será un placer para mí —el médico
retrocedió unos pasos, ingeniándose para acercarse lo más posible a la imponente
figura de Mrs. Vreeland.
El sargento le miró obscuramente y haciendo señas a Pepper, abandonó con
éste el salón. Woodruff les siguió pisándoles los talones. Todos los circunstantes
abandonaron atropelladamente la biblioteca y Pepper cerró la puerta tras sí con
infinito cuidado.
— ¿Qué demontres le ocurre ahora? —inquirió Velie a Woodruff.
—Vean ustedes —replicó el abogado en tono áspero—. Pepper se creyó
autorizado antes a acusarme de cierto error de juicio. Bien, no abrigo la intención
de correr ningún albur, sargento: deseo que usted mismo me revise de los pies a la
cabeza... ¡Usted mismo!... Recuerde que ahí dentro no inspeccionaron mis ropas
y...
— ¡Vamos, vamos, no lo tome usted a la tremenda, Mr. Woodruff! indicó
Pepper, suavemente—. De fijo que no...
—Creo que es una bonísima idea —terció Velie con acritud. Sin andarse con
chiquitas, palpó, hurgó y pellizcó al abogado quien, a juzgar por su expresión, no
esperaba aquello ni por pienso. Velie revisó con cuidado todos los papeles

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encontrados en los bolsillos de Woodruff. Al fin, dejó en paz a su víctima—. Limpio


como la nieve, Woodruff. ¡Andando, Pepper!
En la calle encontraron a Flint, el joven y membrudo pesquisa, lidiando con el
chasqueado grupo de periodistas, un puñado de los cuales aferrábase tenazmente a
las verjas. Velie prometió enviar refuerzos al sudoroso mocetón, al igual que
Johnson, apostado en los fondos del palacio, y a la mujer policía, de guardia en el
interior. Acto seguido atravesó, con gesto hosco, los portones de hierro. Semejantes
a un enjambre de avispas, los reporteros zumbaron en torno a los dos policías:
— ¿Qué pasa, sargento?
— ¿Cuál es el lío del día?
— ¡Échenos unas migajitas, hombre!
— ¡Vamos, Velie, no sea testarudo!
— ¿Cuánto le dieron para hacerse el mudo?
Velie arrancó de sus hombros las manos de los moscardones, y en compañía
de Pepper refugióse en el automóvil policial que aguardaba en el cordón de la acera.
— ¿Qué demontres diré ahora al inspector? —gimió Velie, mientras el coche
rodaba por el asfalto—. ¡De fijo que me desuella vivo!
— ¿Qué inspector?
—Richard Queen —el sargento fijó su mirada malhumorada en la rojiza nuca
del chófer—. Bueno, hicimos cuanto pudimos. Y dejamos la casa de Khalkis poco
menos que en estado de sitio. Y enviaré a uno de los muchachos para que
inspeccione la caja fuerte en busca de impresiones papilares.
— ¡Bah! ¡Menguado será el provecho que sacaremos de eso! —la vivacidad de
Pepper habíase disipado—. El procurador del distrito me pondrá también de vuelta
y media. .. ¡Hum!... Será mejor que no me aleje mucho de la casa de Khalkis.
Mañana volveré a caer por allá para ver qué novedades hay... Y si esos imbéciles
encerrados en la casa pretenden armar alboroto contra nuestras medidas...
— ¡Uff! ¡Tonterías! —refunfuñó el sargento.

5.

El jueves siete de octubre por la mañana, el procurador del distrito, Mr.


Sampson, convocó a muchas personalidades a un verdadero consejo de guerra. Ese
día Ellery Queen fue formalmente presentado al complejo enigma que
oportunamente llegó a conocerse bajo el nombre de: "Caso Khalkis". En aquel
tiempo, Ellery era más joven y más gallito que ahora, y dado que sus relaciones con
la policía de Nueva York no se encontraban entonces tan firmemente cimentadas
como al presente, se le consideraba aun como un intruso, un entremetido, pese a su
privilegiada condición de hijo del inspector Queen. Por supuesto, sospechamos que
el bueno del inspector Queen abrigaba sus dudas con respecto a la supuesta
habilidad de Ellery para combinar la razón pura con la criminología práctica. Los
pocos casos en que Ellery aplicara sus facultades de deducción, aun en lenta
formación, establecieron, empero, un antecedente que explicaba su fría
determinación de integrar el gran consejo cuando Sampson tocara a somatén.
La verdad desnuda es que Ellery Queen no sabía palabra del fallecimiento de
Georg Khalkis, y muchísimo menos acerca del testamento hurtado. Por ende,
fastidió grandemente a Sampson formulándole preguntas cuya respuesta conocían

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

todos los presentes, salvo el propio Ellery. Sampson se mostró irritado. El mismo
inspector parecía molesto y Ellery terminó por hundirse en uno de los mejores
sillones del procurador estatal, traicionando ligero bochorno y fastidio.
Todos estaban solemnes. Sampson, casi en los comienzos de su carrera de
fiscal, era un individuo delgado, en la flor de la edad; sus ojos eran vivaces y
traslucían no poco azoramiento ante aquel problema exasperante, que tan ridículo
parecía hasta que se le examinaba de cerca. Pepper, integrante del cuerpo de
colaboradores de Sampson, era mucho más ducho en cuestiones criminológicas
cuerpo macizo y saludable todo entero reflejaba desesperación. El viejo Cronin,
primer ayudante del fiscal Sampson, era mucho más ducho en cuestiones
criminológicas que sus dos colegas; veterano de la oficina, poseía cabellos rojos y
maneras nerviosas, y era elástico como un potrillo y sabio como un viejo rosillo. El
inspector Richard Queen, más parecido a un pájaro que nunca, mostraba en el
grupo su cara afilada y blancuzca, sus cabellos espesos y canosos y sus poblados
mostachos; anciano esbelto y menudo, poseía un gusto extravagante en cuanto a
corbatas, la elasticidad potencial de un sabueso y un vasto conocimiento en
criminología ortodoxa. Jugueteaba con exasperación con su venerable tabaquera de
rapé.
Y por fin, estaba el propio Ellery Queen... Ellery el travieso castigado. Cuando
hacía hincapié en algo, esgrimía sus centelleantes lentes. Cuando sonreía, sonreía
de oreja a oreja, distorsionando un rostro agraciado, de largas y delicadas facciones
y ojos grandes y límpidos de pensador. En ese instante observaba con atención al
fiscal Sampson, y el fiscal Sampson se sentía pronunciadamente incómodo.
—Bien, caballeros, tropezamos de nuevo con la cantinela de siempre —
murmuró Sampson—. Multitud de pistas, pero sin meta a la vista. Pepper,
¿descubrió usted algo capaz de dejarnos boquiabiertos?
—Ni el más mínimo indicio de importancia —replicó, aplastado, Pepper—.
Desde luego, eché mano de ese individuo Sloane en la primera oportunidad que le
encontré solo... Recuerden ustedes que él es el único perdedor en el nuevo
testamento Khalkis. Bueno, Sloane se cerró en sus negativas como una ostra...
negándose de plano a formular declaraciones... ¿Qué podía haber hecho yo?
¡Carecemos de pruebas!...
—Siempre existen formas de... —musitó, vagamente, el inspector.
— ¡Necedades, viejo! —replicó, acremente, el fiscal—. Contra él no poseemos
ni brizna de evidencia... No es posible amedrentar a tipos como Sloane por simples
sospechas, fundadas en el hecho teórico de que tenía motivos para hurtar el
testamento en cuestión. ¿Qué más, Pepper?
—Bueno, Velie y yo estábamos bien hundidos y así lo comprendimos.
Carecíamos de derecho legal para aislar la casa del mundo, y Velie tuvo que retirar
ayer a sus hombres. Como no estaba dispuesto a rendirme así como así, decidí
permanecer en la casa toda la noche, movido por cierto impulso extraño que...
Bueno, no creo que valga un pito lo que yo...
— ¿Vio algo? —inquirió Cronin.
—Sí... vi algo, pero... —musitó, vacilante, Pepper—. ¡Oh, no, no!... No creo que
eso signifique mucho... ¡Es una muchacha adorable... incapaz de...!
— ¿De quién demontres habla usted, Pepper? —gruñó Sampson.
—De Miss Brett... Joan Brett —replicó Pepper, con palmaria repugnancia—. A
la una de la madrugada de hoy la vi rondando por la biblioteca de Khalkis. Desde
luego, no tendría que haber estado allí, pues Velie les indicó claramente que se
mantuvieran apartados de esa habitación.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Es la encantadora secretaria de nuestro misterioso difunto, ¿verdad que sí?


—preguntó lánguidamente Ellery.
—Sí, sí —Pepper parecía con la lengua trabada—. Bueno, la chica anduvo
curioseando un rato dentro de la caja fuerte...
— ¡Hum! articuló el inspector.
—...pero barrunto que no descubrió nada, pues se quedó quieta unos instantes
en el centro de la habitación y luego de dar una patada en el piso, como con ira, se
marchó de allí.
— ¿No la interrogó? —masculló el fiscal.
—No, Mr. Sampson. Vea usted, no creo que haya en eso nada vidrioso y...
—Conviene que domine esa tendencia a dejarse embaucar por caías bonitas —
bramó el fiscal, martilleando cada palabra con un balanceo de su índice—. ¡Vaya si
la vamos a interrogar... y vaya si tendrá que aguantarse el chubasco, amigo mío!
Pepper balbuceó algo, enrojeció hasta las orejas, y al final decidió callarse.
— ¿Algo más?
—Nada más que lo rutinario. Cohalan continúa de servicio en casa de Khalkis,
al igual que la mujer policía de Velie. Ambos siguen revisando a los que salen de la
casa. Cohalan tomó nota de los visitantes —agregó Pepper, hurgando en su bolsillo
interior y extrayendo, al fin, un mugriento trozo de papel profusamente
garabateado con lápiz— que se apersonaron al lugar a partir del martes último. La
lista es completa hasta anoche.
Sampson arrancó de su mano la lista y leyó alto:
—Reverendo Elder... Mrs. Morse —es la vieja chiflada, ¿no?— James J. Knox
— ¿de regreso, eh?— Clintock, Eillers, Jackson, periodistas... ¿Y quiénes son estos
individuos, Pepper? ¿Robert Petrie y una tal Mrs. Duke?
—Dos opulentos clientes del difunto. Vinieron a presentar su pésame a los
deudos.
Sampson apretujó el papel con aire ausente:
—Bueno, Pepper, cuando recibimos la llamada telefónica de Woodruff, usted
solicitó la investigación del caso y yo le brindé la oportunidad de lucirse, pero... No
deseo ahora machacar sobre el asunto, mas tendré que eliminarle de él si se deja
otra vez embaucar por los indudables encantos de Miss Brett, olvidando la voz del
deber... Bueno, basta por el momento. ¿Cómo plantea usted el caso, Pepper?
¿Concibió alguna idea?
—No quisiera... —Pepper tragó saliva—. Bueno, sí, tengo una idea, jefe.
Apriorísticamente, los hechos conforman un asunto imposible. ¡El testamento
tendría que estar en casa... y no lo está! ¡Demontres! —asestó palmadas en el
escritorio del fiscal—. Existe un solo hecho que torna imposible a todos los demás.
Y es que Woodruff vio el testamento en la caja fuerte cinco minutos antes de las
exequias. Bueno, caballeros, sólo contamos con su palabra al respecto. Creo que
entenderán lo que quiero insinuarles.
—En concreto —respondió Sampson, meditabundo— que Woodruff mentía al
afirmar haber visto ese documento en dicho instante. En otras palabras, ¿qué el
testamento podría haber sido hurtado mucho antes de ese período de cinco
minutos, y que el autor de esa fechoría dispuso de él en momentos en que sus movi-
mientos estaban sin fiscalizar?
—Usted lo ha dicho, Mr. Sampson. Escuche: es preciso obrar con lógica,
¿verdad? El testamento no podría desaparecer en el aire, ¿no?
— ¿Cómo podríamos saber que el testamento no fue escamoteado durante ese
lapso de cinco minutos? —objetó Sampson—. ¿Cómo asegurarnos que no lo quema-
ron, o lo desmenuzaron o algo por el estilo?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Amigo Sampson —terció suavemente Ellery—, no es fácil quemar o


desmenuzar una cajita de acero, ¿no?
—Es cierto —murmuró el fiscal—. ¿Dónde diablos se encuentra esa cajita?
— ¡Eso es lo que digo! —tronó Pepper, triunfal—. ¡Woodruff miente
descaradamente! ¡El testamento y la cajita de acero jamás estuvieron en la caja
fuerte en el momento en que nos lo aseveró Woodruff!
— ¡Cielos! —estalló el inspector—. ¿Por qué? ¿Por qué mentiría ese hombre?
Pepper se encogió de hombros.
—Caballeros —puntualizó con burla Ellery—, ninguno de ustedes analiza el
problema en forma apropiada. El caso Khalkis requiere, como ninguno, un análisis
profundo, en el cual es menester tomar en consideración todas y cada una de las
posibilidades emergentes.
—Supongo que usted lo habrá analizado concienzudamente, joven, ¿verdad?
—refunfuñó celosamente el fiscal.
— ¡Ejem!... Sí, sí... ¡Desde luego!... Y mi análisis nos aboca a una posibilidad
interesante... interesantísima, por mejor decir... Recapitulemos los hechos hasta el
presente —indicó Ellery, académicamente—. Concordarán conmigo en que existen
dos posibilidades suplementarias: 1), el testamento no existe en este momento, y
2), el testamento existe en este momento.
"Consideremos la primera posibilidad. Si el nuevo testamento no existe, ello
significa que Woodruff mintió asegurándonos haberlo visto en la caja fuerte cinco
minutos antes del entierro, lo cual implica que el documento en cuestión ya había
sido destruido por persona o personas desconocidas. O bien Woodruff dijo la
verdad: entonces el testamento fue hurtado después que lo vio, durante ese período
de cinco minutos, y el escamoteador lo destruyó. En este último caso, el ladrón
podría haber quemado o desmenuzado el testamento, eliminando las partículas por
medio del lavabo del cuarto de baño, por ejemplo; sin embargo, como puntualizara
poco antes, el hecho de que la cajita de acero no apareciera destaca la
improbabilidad de esta teoría. No fueron encontrados vestigios de la cajita de
acero. En tal caso, ¿dónde se encuentra? Es de presumir que fue llevada fuera de la
casa de Khalkis. Y si la cajita de acero no apareciera destaca la improbabilidad que
el testamento también fue retirado de la casa, y no destruido. Con todo, aseveran
ustedes que, dadas las circunstancias, si Woodruff decía la verdad, la cajita de acero
no podría haber sido escamoteada fuera de la mansión del difunto. Llegamos, pues,
a un impasse en nuestra primera posibilidad. En cualquier caso, si es cierto que el
documento fue destruido, no nos queda paso por dar ni...
— ¿Y a eso llama usted ayuda, cooperación? —refunfuñó Sampson,
volviéndose hacia el inspector—. ¡Demontres, jovencito! —tronó en pleno rostro de
Ellery—. Todo eso lo sabemos al dedillo. ¿A qué viene tanta palabrería?
—Querido papá —respondió Ellery lúgubremente, volviéndose a su padre—,
¿cómo permites que este hombrón malo insulte a tu hijito? ¡Oiga, Sampson! Se
anticipa usted a mis argumentaciones, y eso atenta contra la lógica. Desechada la
teoría destructiva, caballeros, encararemos el análisis de la otra hipótesis, vale
decir, la de la existencia real del testamento en este momento. ¡Préstenme
atención, caballeros! Todos los que abandonaron la casa para acompañar los restos
de Khalkis al cementerio, regresaron juntos a la casa. Sólo dos individuos perma-
necieron en ella; uno de ellos es Weekes, el mayordomo, quien dormitaba en el
estudio mientras los demás estaban ausentes. ¡Nadie penetró en la casa durante las
exequias! Y en momento alguno se produjeron contactos entre los concurrentes al
entierro y gentes extrañas a la casa.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

"De modo, pues, que el documento no fue encontrado en la casa de Khalkis, ni


entre las ropas de ninguno de los circunstantes, ni en la plazoleta interior, ni en el
propio cementerio. Caballeros, suplico, ruego, imploro a cada uno de ustedes —
concluyó Ellery, con destello maligno en sus pupilas— que me permitan
formularles una pregunta esclarecedora: ¿qué fue la única cosa que salió de la casa
durante el entierro, la única que no retornó y que nunca fue inspeccionada desde
que se descubrió la desaparición del testamento?
— ¡Necedades! —masculló Sampson—. Todo fue revisado. .. ¡Y que me
cuelguen si no fue a fondo! No creo que lo ignore, mi sabio amigo...
— ¡Desde luego, hijo! —terció el inspector con suavidad paternal—. Nada se
dejó olvidado... ¿O no comprendiste bien este punto cuando te fueron informados
los detalles del caso?
— ¡Oh, mi pobre alma quejicosa! —gimoteó Ellery—. "Nadie es tan ciego como
los que no quieren ver..." Sí, nada quedó olvidado, descartado, mi adorado
progenitor —agregó luego—, nada... ¡salvo el mismo ataúd, con el cadáver de
Khalkis adentro!
El inspector parpadeó. Pepper carraspeó. Cronin soltó una risotada extraña,
mientras Sampson se pegaba una sonora palmada en la frente. Ellery sonreía con
triunfal desvergüenza.
— ¡Eso fue agudo! —Pepper reaccionó el primero, brindando amplia sonrisa al
pichón de detective—. ¡Eso fue agudo, Mr. Queen!
—Yo, Queen... —el fiscal tosió, perturbado, en su pañuelo—. Bueno, retiro lo
dicho. ¡Continúe usted, jovencito! —Bien, caballeros —prosiguió Ellery—, es una
verdadera satisfacción dirigir la palabra a tan comprensivo auditorio. El punto en
cuestión es seductor. En la excitación resultante de los precipitados preparativos de
último momento, nada más sencillo para el ladrón que abrir la caja fuerte, extraer
la cajita de acero con el testamento adentro y, aprovechando una oportunidad
propicia, deslizar cajita y testamento dentro de los pliegues de la mortaja del amigo
Khalkis.
—Es innegable —murmuró el inspector Queen— que ocultar ese documento
en el ataúd de Khalkis hubiera sido tan efectivo como destruirlo.
—Precisamente, papá. ¿Para qué destruir el testamento si ocultándolo en el
ataúd de Khalkis el aprovechado ladrón lograba el mismo propósito? En verdad, no
tenía razón alguna para creer, dado que Khalkis había fallecido de muerte natural,
que el ataúd sería reabierto antes del Juicio Final, caballeros... Ergo, el documento
es eliminado del mundo de los mortales con la misma seguridad que si hubiera sido
quemado y arrojadas sus cenizas por un desagüe.
"Por añadidura, cabe una justificación psicológica de esta teoría audaz.
Woodruff poseía la única llave de la cajita de acero. El ladrón, por lo tanto, no podía
abrir o fracturar la cerradura en el breve lapso de cinco minutos. Tampoco podía
cargar con la cajita de acero y andar paseándose con ella tan tranquilo. Alors,
messieurs, cajita y testamento se encuentran, probablemente, en el cajón fúnebre
de Khalkis. Si la información es de su agrado, caballeros, sáquenle el mayor jugo
posible. He dicho. —Una exhumación inmediata me parece perfectamente
procedente —dijo el inspector, poniéndose de pie.
—Es lo más atinado. —Sampson tosió de nuevo y miró al policía—. Como
puntualizara Ellery, no es del todo seguro que el testamento se encuentre allí
dentro. Tal vez Woodruff mintió... Con todo, es preciso reabrir el ataúd para
asegurarnos. ¿Qué opina usted, Pepper?
—Opino —Pepper sonrió— que el brillante análisis de Mr. Ellery Queen dio
justo en el clavo.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Está bien! Disponga la exhumación para mañana por la mañana.


—Quizá se nos presenten inconvenientes para obtener esa orden, jefe —
Pepper parecía turbado—. Después de todo, no se trata de un desenterramiento
basado en sospechas de homicidio. ¿Cómo nos justificaremos ante el juez?...
—Véalo a Bradley. Suele ser muy liberal en estas espinosas cuestiones. Luego
le hablaré yo mismo. No habrá dificultades, Pepper. ¡Andando! —Sampson tomó el
teléfono y disco el número de la casa de los Khalkis—. ¿Cohalan?... Habla
Sampson... Imparte instrucciones a cada uno de los de la casa en el sentido de que
concurran mañana por la mañana a un acto interesante... Sí, diles que
exhumaremos el cuerpo de Khalkis... ¡Exhumar, idiota!... ¿Cómo?... ¿Quién?...
¡Ah!... Bueno, comunícame con él... —una pausa breve—. ¡Hola!... ¿Mr. Knox?
Habla el fiscal Sampson... Sí, una pena... ¡una verdadera lástima!... Bueno, ocurre
que algo salió a relucir en el caso y es necesario proceder a la exhumación del
cadáver... ¡Oh, es absolutamente preciso, señor!... ¿Qué?... Naturalmente que lo
sentimos muchísimo, Mr. Knox, pero... ¡a la fuerza ahorcan!... No se preocupe...
correremos nosotros con el caso...
Colgó suavemente, diciendo:
— ¡Qué situación! Knox fue designado ejecutor de un impresentable
testamento, y si éste no es hallado y no podemos establecer la identidad del nuevo
beneficiario de las Galerías Khalkis, no habrá ejecutor testamentario. Bueno, Knox
parece muy ansioso al respecto. Haremos que le nombren administrador de los
bienes Khalkis si el documento en cuestión no es hallado mañana en el ataúd. Dijo
que permanecería allí todo el día. ¡Gran bondad la suya tomarse tanto interés en el
caso!
— ¿Asistirá al desentierro? —preguntó Ellery—. Siempre rabié por conocer
multimillonarios.
—Dice que no... Parece que tiene que ausentarse de la ciudad en las primeras
horas de la madrugada de mañana. —Otra ambición infantil destrozada —murmuró
lúgubremente Ellery.

6.

De modo, pues, que el viernes 8 de octubre Mr. Ellery Queen fue presentado a
los involuntarios actores del drama Khalkis en el propio escenario de la tragedia.
El grupo reunióse en la sala de la mansión el viernes por la mañana; y
mientras aguardaban el arribo del ayudante de Sampson, Mr. Pepper, y del
inspector Queen, Ellery trabó conversación con una muchachita alta y sonrosada,
inglesa por más señas y de modales encantadores.
—Es usted la famosa Miss Joan Brett, ¿verdad?
—Señor —respondió ella, con severidad—, cuenta usted con esa ventaja sobre
mí —dobló sus manecitas blancas sobre el regazo y luego miró de soslayo hacia la
puerta, donde Woodruff y Velie conversaban con animación—. Doy por seguro que
usted es un poli, ¿no?
—Una mísera sombra de policía, señorita. Apenas si soy Ellery Queen,
insignificante astillita del ilustre inspector Queen.
—No creo que sea usted una sombra muy convincente, Mr. Queen.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Ellery detalló, con ojos harto masculinos, su altura, su anchura y su


hermosura.
—De todos modos —indicó— ésa es una acusación que nunca le será dirigida,
Miss Brett.
— ¡Mr. Queen! —ella se irguió, sonriente—. ¿Acaso se atreve a arrojar flores
sobre mi silueta?
— ¡Espíritu de Astarté! —murmuró Ellery, examinando el cuerpo de la chica
con aire crítico—. A decir verdad, ni siquiera se lo había notado.
Rieron al unísono del chiste de Ellery, y ella agregó:
—Pues yo soy un espíritu de gama diferente, Mr. Queen. Confieso que soy
muy psíquica.
Y así fue cómo Ellery se enteró, inesperadamente de la "tensión en el aire"
reinante en la casa el día de los funerales. Vibraba también una nueva tensión
cuando Ellery se excusó ante la muchacha para acudir al encuentro de su padre y
Mr. Pepper, mientras el joven Alan Cheney le miraba fijamente con expresión
homicida.
A la zaga de Pepper y del inspector llegó el detective Flint, arrastrando
consigo a un hombrecillo, diminuto, anciano y rechoncho, que sudaba a mares.
— ¿Quien es ése? —gruñó Velie, obstruyéndole la entrada a la sala.
—Asegura que su lugar está aquí —dijo Flint, apresando el brazo gordezuelo
del hombre—. ¿Quién es usted, amigo?
El recién llegado parecía pasmado. Pequeño, rechoncho y holandés, tenía
cabellos undosos y blancos, y sonrosados cachetes de angelito. Bufó con
desconcierto, y la expresión de su fisonomía se tornó más medrosa que nunca.
Gilbert Sloane, cruzando la habitación, interpuso:
—Está bien, señor inspector. Ese caballero es Mr. Jan Vreeland, nuestro
comprador viajero —su voz era llana y curiosamente seca.
— ¡Ah! —Queen le contempló con aire taimado—. Mr. Vreeland, ¿eh?
—Sí, sí —jadeó el otro—. Ése es mi nombre. Pero, ¿qué pasa aquí, Sloane?
¿Quiénes son estas personas? Pensaba que Khalkis estaba... ¿Dónde está Mrs.
Vreeland?
—Aquí estoy, querido —articuló una voz fluctuante y almibarada, y Mrs.
Vreeland apareció en el umbral.
El hombrecillo corrió a su lado, la besó aprisa en la frente —la mujer se vio
obligada a agacharse, y una llamarada de ira relampagueó un instante en sus
pupilas— pasó su sobretodo y sombrero a Weekes, y luego se quedó como
petrificado, revolviendo los ojos en torno suyo, presa de evidente azoramiento.
— ¿Cómo es posible que regresara apenas ahora, Mr. Vreeland? —inquirió el
inspector.
—Volví anoche a mi hotel de Québec —replicó Vreeland, articulando las
palabras en resuellos angustiosos—. Hallé el telegrama. Ignoraba la muerte de
Khalkis. ¡Horrible sorpresa! ¿Que significa esta reunión?
—Esta mañana procederemos a la exhumación del cuerpo de Mr. Khalkis.
— ¿De veras? —el hombrecillo parecía acongojado—. ¡Y perdí el entierro!
Pero, ¿por qué la exhumación?... ¿Es...?
— ¿No cree usted conveniente, inspector, empezar al punto la tarea? —terció
Pepper, impacientado.

Encontraron a Honeywell agitándose en torno al rectángulo de tierra que


marcaba el lugar en que el terreno había sido removido durante el entierro de

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Khalkis. Honeywell indicó los confines precisos de la excavación y dos sepultureros


alzaron sus azadas y comenzaron a excavar con energía.
Nadie articulaba palabra. Las mujeres habían sido dejadas en la mansión; de
los hombres relacionados con el caso, sólo se hallaban presentes Sloane, Vreeland y
Woodruff. Suiza había expresado su repugnancia por el espectáculo, el doctor
Wardes se había encogido de hombros y Alan Cheney se había aferrado
tozudamente a las elegantes faldas de Joan Brett. Los Queen, el sargento Velie y un
sujeto desconocido, alto y flacucho, de carrillos obscuros y ojos llameantes,
aguardaban en las proximidades, observando atentamente el trabajo de los ex-
cavadores. Numerosos periodistas apiñábanse junto a las verjas de hierro de la
calle 54, con las cámaras fotográficas listas. La policía impidió aglomeraciones de
curiosos en la calle. Weekes, el mayordomo, espiaba detrás de la valla del campo
santo. Varios detectives recostábanse en la palizada.
A una profundidad de tres pies, las palas de los sepultureros dejaron oír una
vibración metálica. Los dos hombres rasparon con vigor y, semejantes a piratas
cavando en busca de tesoros escondidos, desbrozaron la superficie horizontal de la
puerta férrea, conducente a la bóveda funeraria, con una energía rayana en el
entusiasmo. Concluida la labor, encaramáronse fuera de la excavación y
descansaron apoyándose en el mango de sus palas.
La puerta de hierro fue abierta de un tirón. Casi al punto, el individuo
flacucho, murmurando algo enigmático para su coleto, dio un paso adelante, ante
las miradas perplejas del público, e hincándose, olfateó largamente. Levantó la
mano, saltó sobre sus pies y masculló al inspector:
— ¡Algo vidrioso huelo aquí!
— ¿Qué pasa?
Cabe consignar que el individuo flacucho no era propenso a gestos
descompuestos o alarmistas, como bien lo sabía el inspector Queen por
experiencia. Era el doctor Samuel Prouty, ayudante del jefe del cuerpo médico del
condado de Nueva York, conocido por su mesura y aplomo. Ellery sintió
acelerársele el pulso. Por su parte, Honeywell parecía petrificado en su lugar. El
doctor Prouty no replicó al inspector, limitándose a ordenar a los sepultureros que
extrajeran el ataúd de la bóveda.
Los dos obreros descendieron con cautela al foso, y durante algunos instantes
los presentes entreoyeron los ruidos confusos de sus vozarrones y el roce de sus
zapatones. Seguidamente, algo largo, brillante y renegrido apareció a la vista;
algunas cuerdas fueron precipitadamente acondicionadas, impartidas' varias
órdenes breves. .. Al fin, el cajón fúnebre quedó depositado sobre la superficie del
cementerio, un poco a un costado de la boqueante cripta. —Esto me recuerda a
Frankenstein —murmuró Ellery a Pepper, espiando al doctor Prouty.
El médico venteaba como un sabueso. Sin embargo, ya todo el grupo percibía
un hedor nauseabundo, abominable; cobraba mayor hediondez a cada instante que
transcurría. La cara de Sloane estaba verde; rebuscó torpemente en el bolsillo en
busca del pañuelo y estornudó con estrépito.
— ¿No embalsamaron el cadáver? —inquirió el doctor Prouty, encorvándose
sobre el ataúd.
Nadie respondió. Ambos sepultureros comenzaron a destornillar la tapa. Ésta
se abrió y...
Al momento se hizo manifiesto un detalle horrible, increíble. Y ése tal era la
fuente de aquel hedor cadavérico. ..

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Apretado contra el cuerpo rígido y embalsamado de Georg Khalkis, con los


miembros encogidos y las carnes descompuestas y azuladas, veíase el cadáver de un
hombre. .. ¡Un segundo cadáver!

Durante brevísimos instantes, el grupo todo pareció convertirse en títeres de


trágico tinglado funambulesco, fantoches petrificados, inmóviles, inertes, azorados,
de pupilas dilatadas por el terror sin límites ni esperanza.
Luego Sloane articuló un gemido tenuísimo y con las rodillas trémulas,
aferróse como una criatura al carnudo hombro de Woodruff. Ni este último ni Jan
Vreeland exhalaron siquiera un suspiro; sólo atinaban a contemplar, desorbitados,
el siniestro copartícipe del ataúd de Khalkis.
El doctor Prouty y el inspector Queen miráronse con estupefacción. Luego, el
anciano policía estranguló un grito y avanzando de un salto, con un pañuelo en las
narices, examinó ávidamente el ataúd.
Los dedos del médico se curvaron como garras; después puso manos a la obra.
Ellery Queen encuadró sus hombros y clavó los ojos en el firmamento azul.
— ¡Asesinado!... ¡Estrangulado!...
La breve inspección del facultativo reveló aquel nuevo drama. Con ayuda del
sargento Velie, logró volver al cadáver. La víctima había sido encontrada boca
abajo, con la cabeza apoyada en el hombro sin vida de Khalkis. Ahora veían sus
ojos: un par de globos sumidos profundamente en la cabeza, de pupilas
increíblemente secas y castañas. El rostro mismo no estaba tan descompuesto
como para tornarse irreconocible. Bajo el matiz cadavérico del semblante,
entreveíase una piel obscura. La nariz, un poco fláccida ahora, debía haber sido
puntiaguda en vida. Las arrugas y pliegues del rostro, suavizados y remodelados
por los procesos cadavéricos, transpiraban aún cierta dureza y energía.
— ¡Cielos, este individuo me parece conocido! —murmuró el inspector, en
tono ahogado.
—A mí también, señor —indicó Pepper, atisbando por sobre el hombro del
inspector—. ¿Acaso es un...?
— ¿Están allí adentro la cajita de acero y el testamento? —inquirió Ellery con
voz quebrada.
Velie y el doctor Prouty palparon, tantearon, removieron. .. El primero meneó
luego negativamente la cabeza y contemplándose las manos con disgusto, se las
restregó furtivamente en los pantalones.
— ¿A quién le interesa eso ahora? —tronó el inspector Queen—. ¡Qué
deducción maravillosa la tuya, querido hijo mío! —agregó, con rabia—. ¡Estupenda!
Abran el ataúd y encontrarán el testamento... ¡Bah!... —resopló por la nariz—.
¡Thomas!
Velie acercóse a su superior con pasos pesados. El anciano impartióle algunas
órdenes en tono seco; Velie asintió y se alejó a grandes trancos, enderezando hacia
las verjas del campo santo.
— ¡Sloane, Vreeland, Woodruff! —agregó Queen, ásperamente—. Regresen en
el acto a la casa. ¡Ni una palabra de esto a nadie! ¡Ritter! —un detective corpulento
atravesó aprisa el pasaje—. ¡Disuelve los grupos de periodistas! No quiero verles
curioseando por aquí. ¡Vivo! —Ritter precipitóse hacia los portones del cementerio
correspondientes a la calle 54—. ¡Sacristán! ¡Y ustedes dos! ¡Pronto! Cierren la boca
de la bóveda y lleven eso a la casa. ¡Andando, doctor! ¡Buen trabajito nos espera!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

7.

Al cabo de cinco minutos la casa se hallaba de nuevo en estado de sitio. La


sala había sido convertida en laboratorio; el ataúd, con su horripilante doble carga
yacía sobre el piso. La biblioteca de Khalkis hizo las veces de salón de reuniones y
conferencias y todas las salidas quedaron bajo vigilancia. La puerta a la sala fue
cerrada, y Velie adosó sus formidables espaldas contra ella. El doctor Prouty, en
mangas de camisa, atareábase en el piso con el segundo cadáver. En la biblioteca,
Pepper discaba aprisa un número telefónico. Varios policías salían y entraban en la
mansión en cumplimiento de sendas y misteriosas misiones.
Ellery Queen se encaró con su padre y ambos se sonrieron con expresión
desvaída.
—Bueno, una cosa es segura —afirmó el policía, humedeciéndose los labios—
y es que esa inspiración tuya condujo al descubrimiento de un asesinato, cuya exis-
tencia, probablemente, jamás hubiera sido sospechada.
—Ese rostro espantoso me perseguirá hasta en sueños —musitó Ellery.
El inspector aspiró una pulgarada de rapé entre gruñidos de satisfacción:
—Arréglelo un poco, doctor —indicó al médico legista, con acento bastante
firme—. Es preciso que la gente de la casa lo examine para una eventual
identificación.
—Ya le tengo dispuesto, inspector. ¿Dónde quiere usted colocarle?
—Será mejor sacarle fuera del cajón y extenderle sobre el piso. Thomas,
consígase una frazada y cubra todo el cuerpo, salvo la cara.
—Veré si puedo conseguir un poco de agua de rosas o algo parecido para
atenuar este espantoso hedor —murmuró el facultativo, entre visajes.

Concluidos los preparativos destinados a preservar lo más posible el cadáver


del desconocido, inicióse el desfile de los habitantes de la casa. Pálidos, trémulos,
asqueados, pasaron uno a uno ante aquel cuerpo semidescompuesto. Ninguno de
ellos, empero, podía identificarle. ¿Que si estaban seguros? ¡Segurísimos! ¡Nunca
jamás! —afirmaron— habían visto antes a aquel espectro de ultratumba... Ni
Sloane, ni Joan Brett, ni Mrs. Simms, ni nadie parecía reconocer aquel rostro
pavoroso.
Conducidos de regreso a la biblioteca de Khalkis, seguidos aprisa por el
inspector y su hijo Ellery, quienes dejaron en la sala al doctor Prouty con dos
cadáveres como compañía, fueron recibidos por Pepper —por un Pepper la mar de
excitado— que les aguardaba con impaciencia junto al vano de la puerta.
— ¡Creo que di en el clavo, inspector! —los ojos del hombre brillaban como
ascuas—. ¡Ya sabía yo que había visto ese rostro! ¿Sabe usted dónde, inspector?
¡Pues en el Archivo Criminológico!
—Es muy posible... ¿Quién es?
—Bueno, el caso es que ahora llamé por teléfono a Jordán, mi ex socio del
estudio jurídico, convencido de que el tipo no me era desconocido. Y Jordán me
refrescó la memoria. Se trata de un individuo llamado Albert Grimshaw.
— ¿Grimshaw? —el inspector calló en seco—. ¿Grimshaw? ¿Acaso alude usted
al famoso falsificador que...?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Buena memoria la suya, inspector! —Pepper sonrió ligeramente—. Pero


eso era sólo parte de sus antecedentes. Cuando yo y Jordán integrábamos la firma
homónima, defendimos a Grimshaw en un sonado juicio. Perdimos, y, según
recuerda Jordán, fue condenado a cinco años de prisión. ¡Al diablo! ¡El tipo debió
haber salido recientemente de la penitenciaría!
— ¿De veras? ¿En Sing-Sing?
—Efectivamente, inspector.
Penetraron en la habitación; todas las miradas se volvieron hacia ellos. Queen
se dirigió a un detective:
—Hesse —ordenó—, regresa al Departamento y compulsa el prontuario de
Grimshaw, falsificador, encarcelado en Sing-Sing en los últimos cinco años —el
policía desapareció—. ¡Thomas! —Velie cuadróse ante Queen—. Encargue a alguno
de los muchachos de verificar los movimientos de Grimshaw desde que salió de la
cárcel hasta ahora. Averigüe también cuánto tiempo hace que quedó en libertad,
pues es posible que lograra reducción de pena por buena conducta.
—Telefonee también al jefe —indicó Pepper— notificándole la novedad, y me
ordenó que ocupara su puesto aquí, pues está atareadísimo con esa investigación
bancaria. ¿Descubrieron algo en el cuerpo que certificara nuestra identificación?
—Nada, amigo. Apenas algunas chucherías, monedas, una cartera vieja y
vacía... ¡Ni siquiera una marca de identificación en sus ropas!
Ellery encontró la mirada de Joan Brett:
—Miss Brett —dijo quedamente—, no pude menos de advertir que, cuando
usted examinaba el cadáver de la sala, enrojeció y... ¿Conoce usted a ese individuo?
¿Por qué afirmó no haberlo visto jamás?
Joan cambió de color:
— ¡Mr. Queen, eso es insultante! —gritó, dando un taconazo contra el piso—.
No permitiré que...
— ¿Le conoce usted o no, Miss Brett? —terció fríamente el inspector.
Ella se mordió los labios:
—Se trata de una historia muy larga que no creo les sea de utilidad, ya que
desconozco su nombre... —murmuró.
—La policía suele ser buen juez en esas cuestiones —puntualizó Pepper, con
severidad paternalmente conciliatoria—. Si usted sabe algo al respecto, Miss Brett,
y nos lo oculta, la policía podría acusarla de retener informaciones útiles en un caso
criminal...
— ¿De veras? —la muchacha irguió su preciosa cabecita—. ¡Pero si yo no
pretendo ocultarles nada! Como no estaba segura al primer vistazo de... Su cara
estaba tan... tan... —estremecióse de asco—. Ahora que recapacito, recuerdo haberle
visto antes. Una sola vez... ¡no!... Dos veces... Claro está que no me acuerdo de su
nombre, pero...
— ¿Dónde lo vio antes? —masculló el inspector, desdeñoso del hecho de que
su interlocutora era una muchacha hermosísima—. ¡Ea, díganoslo pronto! ¿Dónde
le vio antes, Miss Brett?
—Pues, en esta misma casa, inspector.
— ¿Aquí? ... ¿Cuándo?
—A eso voy, señor —la muchacha hizo una pausa deliberada, regalando a
Ellery con una sonrisa amistosa, y aquél asintió, alentándola—. La primera vez que
le vi fue hace alrededor de una semana, el jueves por la noche, para ser más
precisa...
—Vale decir, el treinta de septiembre último, ¿verdad?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Exactamente, inspector! Bien, ese hombre apareció en la puerta a eso de


las veintiuna. Como ya les dije, desconozco su...
—Se llamaba Albert Grimshaw —gruñó el policía, de mal talante—. ¡Adelante,
y no nos haga perder más tiempo!
—Bueno, fue recibido por la doncella de servicio y le entreví en el preciso
momento en que pasaba por el vestíbulo...
— ¿Qué doncella? —masculló Queen—. ¡En esta casa no vi ni vestigios de
mucamas!
— ¡Oh! —la muchacha parecía sorprendida—. ¡Es claro! ¡Tonta de mí! ¿Cómo
podrían saberlo? Pues bien, caballeros, la casa contaba con dos doncellas de
servicio, ignorantes y supersticiosas y, por lo mismo, insistieron en marcharse de
aquí el mismo día del fallecimiento de Mr. Khalkis.
— ¿Es verdad eso, Weekes?
El mayordomo asintió, con expresión abobada.
— ¡Adelante, Miss Brett! ¿Qué ocurrió? ¿Vio algo más?
—Poca cosa, inspector —murmuró Joan, suspirando—. Advertí que la
muchacha penetraba en el estudio de Mr. Khalkis, introducía luego en él a ese
Grimshaw, y que luego abandonaba la habitación... Y eso fue todo cuanto ocurrió
aquella tarde.
— ¿Vio salir al hombre? —preguntó Pepper.
—No, señor.
— ¿Cuándo le vio por segunda vez, Miss Brett? —inquirió el inspector.
—La noche siguiente, es decir, la noche del viernes de la semana pasada.
—A propósito, Miss Brett —terció Ellery, con retintín—, creo que usted
actuaba como secretaria de Mr. Khalkis, ¿no?
—Exactamente, Mr. Queen.
— ¿Khalkis era ciego e inválido?
La muchacha esbozó un gracioso mohín de desaprobación:
—Ciego, sí, pero no inválido... ¿Por qué?
— ¿No le dijo Khalkis el jueves algo relativo a su visitante, al hombre que
vendría a verlo al día siguiente? ¿No le solicitó que concertara la entrevista de
referencia?
—No, no me pidió nada... No pronunció palabra acerca del visitante que
aguardaba para la noche del viernes. ¡De hecho, abrigo la convicción de que Mr.
Khalkis quedó tan sorprendido como yo! Pero permítanme continuar... sin
molestas interrupciones... El viernes todo fue diferente. Después de la cena de ese
día, Mr. Khalkis me llamó a la biblioteca a fin de impartirme algunas instrucciones.
Sí, algunas instrucciones muy importantes, inspector, que...
— ¡Al grano, Miss Brett, al grano! —masculló, impaciente, el inspector—.
Díganoslo todo sin tanto rodeo.
—Si usted estuviera declarando en la silla de los testigos, Miss Brett —indicó
Pepper, con trazas de amargura en su voz—, a buen seguro que sería una deponente
perfectamente indeseable.
— ¿De veras? —murmuró ella, sentándose sobre el escritorio de Khalkis, y
cruzando las piernas—. ¡Muy bien! Es mi deseo comportarme como testigo
modelo... ¿Ésta es la postura correcta, Mr. Pepper?... Bien, Mr. Khalkis anunció la
visita de dos personas para esa misma noche. Una de ellas, agregó, desea ocultar su
identidad; por tanto, yo debía evitar que las demás personas de la casa vieran las
narices de ese misterioso visitante...
— ¡Curioso! —musitó Ellery.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¿Verdad que sí? —coreó Joan—, Bien, yo tenía que franquearles la puerta a
esas dos personas y cerciorarme de que los sirvientes no les salieran al paso.
Naturalmente, cuando Mr. Khalkis ponderó la naturaleza extremadamente privada
del asunto a ventilar con aquellos dos caballeros, me abstuve de formular preguntas
indiscretas y seguí las órdenes como una perfecta secretaria. Digna de un premio,
¿verdad, caballeros?
El inspector frunció el entrecejo, y Joan bajó la vista, zumbonamente.
—Pues bien, los visitantes llegaron a las once —continuó la muchacha— y al
instante reparé en que uno de ellos era el mismo individuo de la tarde anterior, vale
decir, el hombre a quien ustedes designan con el nombre de Grimshaw. El otro, el
misterioso caballero, estaba embozado hasta la coronilla, y por lo mismo, no llegué
a verle el rostro. Recibí la impresión de que era hombre maduro o viejo ya, pero...
¡eso es todo cuanto podría decirle al respecto, inspector!
El policía resopló:
—Ese misterioso caballero, como dice usted, podría ser de enorme
importancia desde nuestro punto de vista, Miss Brett. Dénos usted una descripción
más cabal de él... ¿Cómo estaba vestido?
—Usaba sobretodo y sombrero redondo, que no se sacó en ningún momento,
y... Bueno, no atino a recordar el color o el estilo de su sobretodo... Y eso es todo lo
que sé de su... —se estremeció— de ese horrible Mr. Grimshaw...
El inspector sacudió rabiosamente su encanecida cabeza.
— ¡Ahora no hablamos de Grimshaw, Miss Brett! ¡Vamos, vamos! ¡Tiene
usted que saber algo tocante al segundo hombre, muchacha! ¿Acaso no ocurrió algo
anormal o significativo esa noche, algo que contribuía a identificarle?
— ¡Oh, Dios mío! —la muchacha rió entre dientes y balanceó sus esbeltas
piernas—. ¡Vaya una persistencia la de los representantes de la ley y del orden!
Bien, si consideran significativo el incidente con el gato de Mrs. Simms...
— ¿El gato de Mrs. Simms, Miss Brett? —repitió Ellery, vivamente interesado
—. Sí, tal vez sería significativo... ¡Ea, vengan esos detalles truculentos, muchacha!
—Bueno, Mrs. Simms posee una retozona gatita a quien llama Tootsie. La
minina siempre mete sus frías narices en lugares vedados a los gatos educados. El
caso fue que el hombre desconocido, el sujeto embozado hasta los ojos, penetró el
primero en el vestíbulo cuando les franqueé la entrada. Grimshaw estaba un poco
atrás y a un costado de él. La gata de Mrs. Simms, que por lo general se refugia en
los altos, andaba vagando por el vestíbulo en el preciso instante en que abría la hoja
y entraban los visitantes. Bien, el desconocido se paró de súbito, un pie en el aire,
cayéndose casi de narices en sus esfuerzos por evitar pisar a la minina. Con
franqueza, hasta que no reparé en los balanceos acrobáticos de nuestro visitante no
advertí la presencia de Tootsie en el vestíbulo. Al momento la ahuyenté de allí,
Grimshaw pasó por el umbral de la puerta, y volviéndose a mí, dijo que Khalkis les
aguardaba. Sin más ni más, les guié hasta la biblioteca. Y éste es, caballeros, el
incidente de la gatita de Mrs. Simms.
—No muy productivo, que digamos —confesó Ellery—. ¿Y el embozado no dijo
esta boca es mía, Miss Brett?
—Ese individuo era un grosero —aseveró Joan, cejijunta—, pues no sólo no
articuló palabra— ¡después de todo, bien podía ver que yo no era una máquina!—
sino que me empujó a un costado en el momento en que una servidora disponíase a
abrir la puerta de la biblioteca. No llamó con los nudillos, y él y Grimshaw se
colaron dentro y me cerraron la puerta en las narices. Confieso que me puse
rabiosa...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Sorprendente! —murmuró Ellery—. ¿Está usted segura de que no


pronunció una sola palabra?
—Positivamente segura, Mr. Queen. Como les decía, rabiosa y todo, empecé a
subir las escaleras y... —calló; en ese instante, la muchacha reveló poseer un
temperamento muy vivo. Algo de lo que iba a decir tocó resortes de rencor en su
espíritu, pues sus ojos brillantes echaron lumbre y se volvieron, airados, en
dirección a Cheney, el cual, adosado al muro, las manos en los bolsillos, parecía la
viva imagen de la vergüenza—.Bien, oí rascar y tintinear la llave de la puerta del
vestíbulo, que siempre se mantenía cerrada. Volvíme en las escaleras y, ¿a quién
imaginan ustedes que vieron mis ojos? ¡Pues al mismísimo señor Alan Cheney,
tambaleándose lamentablemente y más borracho que una cuba!
— ¡Joan! —musitó el joven, en tono de reproche.
— ¿Borracho? —inquirió el inspector, atónito.
Joan asintió con énfasis:
—Sí, señor, borracho. O ebrio. O alcoholizado. Creo que existen en nuestro
idioma alrededor de trescientos términos o locuciones que expresan a las claras el
lamentable estado del señor Cheney aquella noche. En una palabra, el señor había
bebido demasiado...
— ¿Es verdad eso, Cheney? —interrogó el policía.
Alan sonrió, débilmente:
—Nada me sorprendería menos, inspector. Cuando estoy con el diablo en el
cuerpo, olvido generalmente hasta el día en que nací. No lo recuerdo, pero si Joan
lo dice... así será...
—Pues es muy cierto, inspector —terció Joan, irguiendo su cabecita adorable
—. Cheney estaba disgustantemente ebrio... Temía que en ese lamentable estado
armara una tremolina; Mr. Khalkis había dicho que no quería oír ruidos ni alboroto
ni nada; de modo, pues, que yo... Bueno, ¿qué elección cabía, caballeros? Mr.
Cheney me sonreía en esa su manera característica de borracho y yo descendí las
escaleras y asiéndole firmemente del brazo le arrastré a los altos antes de que
alborotara a toda la casa.
Delphina Sloane, sentada muy rígida en el filo de la silla, paseaba su mirada
de Joan a su hijo y viceversa:
—Realmente, Miss Joan —dijo, glacialmente—, no veo excusas valederas para
este desgraciado...
— ¡Por favor! —el inspector clavó sus ojos severos en. Mrs. Sloane, y ésta cerró
prestamente la boca—. ¡Adelante, muchacha!
Cheney, aplastado contra la pared, parecía rogar que el piso se abriera a sus
pies y le tragara.
Joan retorcía la tela de sus faldas:
—Quizá hice mal en traer a colación este... incidente con... De todos modos —
agregó, levantando la cabeza y mirando con desafío al inspector— llevé a Mr.
Cheney hasta su dormitorio y allí... cuidé de que se acostara...
— ¡Joan Brett! —balbuceó Mrs. Sloane, en un suspiro quejicoso—. ¡Alan
Cheney! ¿Es posible que ustedes hayan... pudieran...?
—Yo no lo desvestí, Mrs. Sloane —respondió, fríamente, la muchacha—, si es
eso lo que usted insinúa. Apenas lo regañé severamente, se aquietó. Es decir, se
aquietó unos instantes y luego... se puso horriblemente enfermo después que le
metí bajo las sábanas...
—No nos desviemos del punto —gruñó el inspector, con aspereza—. ¿No
volvió a ver más nada de esos dos visitantes?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No... Bajé al vestíbulo a buscar algunos huevos... crudos... pues creía que
con ellos contribuiría a hacer reaccionar a Mr. Cheney. Camino de la cocina, pasé
por fuerza frente al estudio, advirtiendo entonces que debajo de la rendija de la
puerta ya no se filtraba luz. Inferí que los visitantes habían partido mientras yo
estaba arriba y que Mr. Khalkis ya se había acostado.
—Cuando pasó frente a la puerta, como dice usted, ¿cuánto tiempo había
transcurrido desde el instante en que recibió a los visitantes?—Es difícil calcular,
inspector. Tal vez media hora o más.
— ¿Y no volvió a ver a los dos hombres?
—No, señor.
— ¿Y está segura que ello ocurrió el viernes último por la noche, vale decir, la
víspera del fallecimiento de Mr. Khalkis?
—Efectivamente, inspector.
Siguió un largo silencio que parecía profundizarse por momentos. Los
circunstantes parecían embargados en lúgubres pensamientos. El propio Woodruff
mostrábase carilargo y cejijunto.
La fría voz de Ellery reanimó aquellos espíritus alicaídos:
—Miss Brett, díganos exactamente quiénes estaban en la casa el viernes
último por la noche.
—Francamente, no podría decirle nada en concreto, Mr. Queen. Desde luego,
las dos doncellas estaban en sus dormitorios, Mrs. Simms se había retirado
también, y Weekes estaba ausente de casa, en uso de licencia. Aparte de Mr.
Cheney, no podría jurar por nadie.
—Bueno, eso lo averiguaremos pronto —gruñó el inspector—. ¡Mr. Sloane! —
alzó la voz y Sloane, botellita de sales en mano, dio un respingo que casi se la hizo
saltar de entre sus trémulos dedos—. ¿Dónde estaba usted el viernes pasado por la
noche?
— ¡Oh! ¡En las Galerías! —respondió Sloane aprisa—. Con frecuencia trabajo
allí >asta las primeras horas de la madrugada.
— ¿Nadie estaba con usted?
— ¡No, no! ¡Nadie, nadie, señor inspector!
— ¡Hum! —el anciano exploraba su tabaquera—. ¿A qué hora retornó a casa?
— ¡Oh! ¡Bien pasada la medianoche!
— ¿Vio usted por casualidad a los dos visitantes de Khalkis?
— ¿Yo? ¡Por supuesto que no, inspector!
—Es curioso —mascullo Queen, escamoteando la tabaquera de la vista—. Mr.
Georg Khalkis parece haber sido un individuo misterioso como pocos. ¿Y usted,
Mrs. Sloane? ¿Dónde se encontraba el viernes último por la noche?
— ¿Yo? —la mujer humedeció sus labios descarnados, parpadeando como una
lechuza—. Pues arriba... durmiendo... No sé nada de los visitantes de mi hermano...
¡nada en absoluto!
— ¿Dormida a esa hora, Mrs. Sloane?—Sí... me retiré temprano, a las diez...
Una jaqueca terrible me volvía loca...
—Una jaqueca terrible, ¿eh?... ¡Hum!... —el inspector volvióse en redondo
hacia Mrs. Vreeland—. ¿Y usted señora? ¿Dónde y cómo pasó la última parte del
viernes pasado?
Mrs. Vreeland sacudió voluptuosamente su cuerpo de formas opulentas y
sonrió con coquetería:
—Pues, en la Ópera, inspector... ¡en la Ó-pe-ra!
Ellery sintió el irresistible impulso de espetarle un: "¿¡Qué Ópera, señora!?",
pero logró contenerse a tiempo. Aquella digna representante del sexo bello olía a

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

perfumes caros a una legua; perfumes caros y derrochados por una manita que no
sabia de freno ni recato alguno...
— ¿Sola?
—Con un amigo —la mujer sonreía dulcemente—. Seguidamente cenamos en
el "Barbizon" y regresamos a casa a la una de la madrugada.
— ¿No advirtió luces en el estudio de Khalkis cuando entró?
—Creo que... no, señor inspector...
— ¿No tropezó con nadie aquí abajo?
— ¡Cielos, inspector! La casa estaba obscura como una tumba. ¡No vi ni un
fantasma!
El inspector se tironeaba pensativamente los mostachos; cuando levantó los
ojos tropezó con los brillantes ojos castaños del doctor Wardes.
— ¡Ah, sí, si! ¡El doctor Wardes! —murmuró, complacidamente—. ¿Y usted,
doctor, qué podría decirnos? *
—Pasé la tarde en el teatro, inspector —el médico jugueteaba con sus barbazas
pobladas.
—En el teatro, ¿eh? ¡Hum! ¿Regresó entonces antes de la medianoche?
—No, señor. Di unas vueltas por algunos lugares de diversión antes de volver
a casa. De hecho, no retorné hasta bien avanzada la madrugada.
— ¿Pasó solo la noche?
—Sólo como un beduino en el desierto.
Los astutos ojillos del anciano policía brillaban mientras tomaba otra
pulgarada de rapé. Mrs. Vreeland, sonriendo glacialmente, sentábase muy rígida en
su asiente y abría tamaños ojos, grandes como platos. Los otros parecían
vagamente fastidiados. Ahora bien, el inspector contaba con centenares de
interrogatorios en su larga carrera profesional, y ello desarrolló en él cierto sentido
especial de discernir lo falso de lo verdadero. Algo en las contestaciones demasiado
fáciles del doctor Wardes y de Mrs. Vreeland le hacía olfatear alguna pista
interesante...
—No me parece que diga usted la verdad, doctor Wardes —dijo con soltura
forzada—. Desde luego, comprendo sus escrúpulos caballerescos, pero... En
concreto, usted se hallaba con Mrs. Vreeland el viernes último por la noche,
¿verdad?
La mujer se quedó cortada. El doctor Wardes enarcó sus pobladas cejas. Jan
Vreeland escrutaba los rostros de su esposa y del facultativo, y su cara arratonada
reflejaba preocupación y desazón.
— ¡Una brillante deducción, inspector! —exclamó el médico, soltando una
risilla de conejo—. ¡Y muy cierta!— inclinóse ligeramente ante Mrs. Vreeland—.
Con su permiso, señora... —la mujer cabeceó como una yegua nerviosa—.
Inspector, no me importa poner en tela de juicio las acciones de esta digna dama
por razones comprensibles. Pues bien, sí, acompañé a Mrs. Vreeland al "Metro-
politan" y luego al "Barbizon"...
— ¡Oiga, caballero! —interrumpió Vreeland, con ligero tonillo de protesta—.
No veo a qué viene eso de...
—Mi querido señor, la noche fue de lo más inocente. Y deliciosa, a decir
verdad. Mrs. Vreeland sentíase muy sola a raíz de sus prolongadas ausencias, y
como yo no cuento con amigos en Nueva York, nos pareció natural hacernos mutua
compañía. Ya ve usted que todo fue inocente como...
— ¡Pues a mí no me gusta eso! —vociferó Vreeland—. ¡No me agrada nada,
Lucy, y no me recato en decírtelo! —arrastró sus piernas patianchas hasta su mujer
y sacudió su índice bajo sus narices.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Mrs. Vreeland puso cara medrosa y se asió con fuerza de los brazos de su silla.
El inspector, con rudeza, ordenó al irritado hombrecillo guardar silencio, y éste
regresó a su asiento, cerrando, mortificado, sus ojillos de rata. El doctor Wardes
sacudió ligeramente sus amplios hombros.
Al otro lado de la habitación, Gilbert Sloane exhaló un hondo suspiro; la
carona adusta de Mrs. Sloane exteriorizó fugaz animación. El policía arrojó
miradas agudas a unos y otros, hasta que sus ojos penetrantes se posaron en la
figura contrahecha de Demetrios Khalkis...
Demmy parecía la contraparte de su primo Georg Khalkis, salvo por su
expresión idiótica. Sus grandes ojos renegridos concentrábanse constantemente en
una fijeza anormal; su belfoso labio inferior proyectábase por encima de un mentón
huidizo; su cráneo era casi chato y claramente distorsionado. Vagaba
silenciosamente por el cuarto, sin conversar con nadie, atisbando, con parpadeo de
miope, los rostros de los circunstantes, apretando y desapretando sus puños con
extraña regularidad.
— ¡Oiga, amigo! ¡Khalkis! —llamóle el inspector. Demmy no le prestó atención
alguna, continuando su peregrinaje—. ¿Es sordo? —preguntó, irritado, el anciano,
sin dirigirse a nadie en concreto.
—No, inspector —contestó Joan—. Es que no entiende inglés. Recuerde usted
que no es natural del país, sino griego...
—Primo de Khalkis, ¿verdad?
—Exactamente —terció, inesperadamente, Alan—. Pero está "tocado" de aquí
—apuntó, significativamente, a su bien conformada cabeza—. Mentalmente,
equivale a un idiota.
—Esto es extremadamente interesante —dijo Ellery—. Sabrá usted que la
palabra "idiota" es de origen griego, y que etimológicamente connotaba a un
individuo ignorante dentro de la organización social helénica: idiotes en griego.
¡Nada de imbécil o tonto, amigo mío!
—Bueno, pues Demmy es un idiota en el sentido moderno del inglés —
respondió, cansadamente, el muchacho—. Tío lo trajo de Grecia hace unos diez
años; él era el último miembro de la familia Khalkis residente en dicho país.
Demmy nunca logró captar siquiera el inglés; mamá dice que es casi un iletrado en
griego...
—Bueno es preciso que le interrogue —gruñó el inspector, con acritud—. Mrs.
Sloane, este hombre es también primo suyo, ¿no?
—Sí, inspector. El pobre Georg... —los labios de la mujer temblaron, como si
fuera a soltar el llanto.
— ¡Vamos, señora, vamos! —exclamó aprisa el policía—. ¿Conoce usted esa
jerigonza? En concreto, ¿podría hablarle en griego o en la lengua que ese hombre
chapurrea?
—SÍ... lo suficiente para conversar con él...
—Pregúntele entonces acerca de sus movimientos durante la noche del
viernes pasado.
—Mrs. Sloane suspiró, alisó sus faldas, y apresando al desgarbado idiota por
el brazo, le sacudió con vigor. Demmy viró en redondo, sorprendido y luego de
escrutar con ansiedad su faz, sonrió estúpidamente, y tomó la mano de la mujer
entre sus dedazos peludos. Ella comenzó a hablarle al punto en un idioma
extranjero, gutural y entrecortado. Al cabo, Mrs. Sloane se volvió al inspector:—
Dice que Georg le envió a la cama esa noche alrededor de las diez.
— ¿Su dormitorio está cerca del de Khalkis?
—Sí.

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—Pregúntele si oyó algo en la biblioteca después de acostarse.


Otro intercambio de palabras guturales:
—No —respondió Mrs. Sloane—, parece que no oyó nada. Cayó dormido en
seguida y durmió profundamente toda la noche. El pobre Demmy duerme como un
niño, inspector.
— ¿Y no vio a nadie en la biblioteca?
— ¿Cómo podría haberlo visto, señor, si estaba durmiendo?
El anciano asintió, vagamente:
—Gracias, señora. Eso es todo por ahora.
Dirigiéndose al escritorio, levantó el auricular y disco un número.
— ¡Hola!... Había Queen... Escuche, Fred, ¿cuál es el apellido del intérprete
griego que anda siempre por los Tribunales? ... ¿Trikkala? ... ¿Trikkala?... ¡Hum!...
Bien, bien... Localícelo en seguida y envíemelo aquí... Sí, a la casa de Khalkis...
Dígale que pregunte por mí... ¡Adiós!
Colgó con fuerza el tubo.
—Háganme el obsequio de permanecer todos aquí, señoras y señores —indicó,
y luego de gesticular hacia Ellery y Pepper y saludar lacónicamente a Velie, encami-
nóse a la puerta.
Los ojos desorbitados del idiota siguieron a los tres hombres con expresión de
niño desamparadamente ignorante y perplejo.

El terceto subió aprisa las escaleras. A un gesto de Pepper, doblaron hacia la


derecha. Indicando una puerta cerca de la cabecera de las escaleras, llamó a ella
con los nudillos. Una voz de mujer transida de dolor, contestó desde adentro en un
tono medroso:
— ¿Quién es?
— ¿Es usted, Mrs. Simms?... Soy el inspector Queen. ¿Puedo entrar un
instante a conversar con usted?
— ¿Quién?... ¡Ah, sí, sí!... Un momento, señor, un momentito... —percibieron
crujidos de elásticos acompañados por profundos jadeos y gruñidos entre dientes:
—Entre, señor, entre.
—El policía suspiró, abrió la puerta y los tres hombres penetraron en el
dormitorio, enfrentándose con una horrible aparición. Mrs. Simms había envuelto
sus hombros carnudos con un viejísimo chal desteñido. Sus cabellos grises estaban
desgreñados, y algunos mechones lacios caían alrededor de su fea cabezota. Su
rostro era hinchado y bermellón, y surcado por lágrimas; sus senos abultados
agitábanse convulsivamente mientras se dejaba caer en una mecedora antigua. Un
par de zapatillas cubrían sus grandes pies deformes. Y al lado de aquellas bellezas
enroscábase una gatita: evidentemente, la dichosa Tootsie,
Los tres hombres penetraron solemnemente en el dormitorio. Mrs. Simms los
miraba con ojos tan amedrentados que Ellery casi dio un respingo.
— ¿Cómo se siente usted ahora, Mrs. Simms? —inquirió, amable, el inspector.
— ¡Oh, mal, malísimamente, señor! —Mrs. Simms se hamacó más ligero—.
¿Quién era esa horrible criatura de la sala, señor? ¡Dios mío, y cómo me puso la piel
de gallina!
— ¿Nunca vio antes a ese individuo?
— ¿Yo? —chilló la vieja—. ¡Cielos! ¿Yo? ¡Madre mía, nunca jamás!
—Bien, bien —replicó, precipitadamente, el inspector—. ¿Mrs. Simms,
recuerda usted lo ocurrido en la noche del viernes último?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¿Esa noche, señor? ¿La víspera de la muerte de* Mr. Khalkis? Sí, señor, sí,
lo recuerdo muy bien...
—Cosa que me place, Mrs. Simms. Tengo entendido que usted se acostó
temprano, ¿verdad?
—Efectivamente, señor. El propio Mr. Khalkis así me lo ordenó...
— ¿No le indicó nada más señora?
—No... nada de importancia, si usted se refiere a eso... —la mujer se sonó con
su inmenso pañuelo—. Me llamó al estudio y...
— ¿Dice usted que la llamó?
—Sí... tocando el timbre... En su escritorio había uno conectado a una
chicharra de la cocina...
— ¿A qué hora fue eso?
— ¿Hora?... Veamos... —la mujer frunció, meditabunda, sus labios resecos—.
Diría que me llamó a eso de las once menos cuarto.
— ¿De la noche, por supuesto?
— ¡Pues claro está, señor! Y cuando acudí, me pidió que le llevara en seguida
una tetera, tres copas y platillos, algunos coladores para té, crema, limón y azúcar.
¡En seguida, dijo él!
— ¿Se encontraba solo cuando usted entró en la biblioteca?— ¡Oh, sí, señor!
Solo, sentado muy tieso en su sillón... ¡Y pensar que ahora... ahora él...!
—Bueno, no piense en eso, señora —respondió aprisa el policía—. ¿Que
ocurrió después?
La mujer se enjugó los ojos:
—Llevé al señor inmediatamente el servicio de té, que procedí a colocar sobre
un taburete contiguo a su escritorio. Él me preguntó entonces si traía todo lo
ordenado...
— ¡Vaya! ¡Es curioso! —articuló Ellery.
—De ninguna manera, señor. El pobre patrón no podía ver. Bien, luego me
dijo, en tono algo más áspero —parecía un poco nervioso aquella noche, sea dicho
de paso, caballeros— que me retirara en seguida a mi cuarto. Asentí y regresando
derechamente al dormitorio, me acosté. Y eso es todo, señor.
— ¿No le dijo nada acerca de la visita de esa noche?
— ¿A mí, señor? ¡Oh, no, no! —Mrs. Simms se sopló de nuevo las narices
restregándoselas con vigor con el pañuelo—. Por supuesto sospeché que tendría
alguna compañía, dadas las tres tazas y los platillos y lo demás... Con todo no me
correspondía formularle ninguna pregunta, caballeros, y no abrí la boca.
—Eso se entiende, señora. ¿De modo, pues, que esa noche no vio a ninguno de
los huéspedes de Mr. Khalkis?
—No, señor. Como ya dije, me marché a mi habitación y me acosté. Estaba
muy cansada, señor, después del trajín del día. Además, mi reumatismo...
—Sí, sí, comprendemos, señora, comprendemos —interrumpióle,
precipitadamente, el inspector—. Eso es todo por ahora, Mrs. Simms; un millón de
gracias por su gentileza.
Ellery parecía embargado por sus pensamientos mientras descendían las
tapizadas escaleras. Pepper le atisbaba curiosamente:
— ¿Piensa usted que...? —preguntó.
—Mi querido Pepper —respondió el joven—, ésa es la maldición de mi
existencia. Siempre pienso... ¡pienso!... Soy perseguido por eso que Byron, en
Childe Harold, creyó pertinente llamar el "azote de la vida... el demonio
Pensamiento..."

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Bueno, barrunto que algo hay en todo esto— indicó Pepper,


dubitativamente.

8.

En el momento en que reentraban en el estudio de la planta baja, el grupo de


investigadores oyó voces dentro de la sala situada al otro lado del vestíbulo. El
inspector encaminóse hacia allí y abrió la puerta para atisbar adentro. Sus ojos se
endurecieron y penetró en la sala sin andarse en ceremonias inútiles. Pepper y
Ellery le siguieron mansamente. Encontraron al doctor Prouty mordiscando su
cigarro, fijos los ojos en la ventana sobre el cementerio, mientras otro hombre —
desconocido para los tres— afanábase en derredor del pestífero cadáver de
Grimshaw. El hombre se enderezó en seguida, mirando inquisitivamente al doctor
Prouty. Éste presentó a los Queen y a Pepper, e introdujo al desconocido como al
doctor Frost, médico de cabecera de Khalkis, después de lo cual tornó a su ventana.
El doctor Duncan Frost era un hombre guapo, frisando en la cincuentena.
Murmuró algunos formulismos vulgares y reculando un paso, clavó la mirada en el
hinchado cuerpo yaciente en el suelo, revelando intenso interés.
—Ya veo que ha estado examinando nuestro hallazgo —observó el inspector.
—Sí... ¡es muy interesante!... —respondió el médico—. Y completamente
incomprensible para mí. ¿Cómo demontres introdujeron este cadáver en el ataúd
de Khalkis?
—Si lo supiéramos, doctor, respiraríamos con mayor soltura.
—Bueno, es obvio que no se encontraba allí cuando inhumaron a Khalkis —
terció Pepper.
— ¡Naturalmente! Y por lo mismo, resulta aún más sorprendente.
—Creo que el doctor Prouty aclaró que usted era médico de cabecera de
Khalkis... —interrogó Queen. —Efectivamente, señor. — ¿No vio nunca antes a este
individuo? El facultativo meneó la cabeza:
—Es desconocido para mí, inspector. Y conste que hacía infinidad de años que
atendía a Mr. Khalkis... De hecho, vivo justo enfrente del pasaje interior.
— ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde la muerte del hombre, doctor? —
preguntó Ellery.
El auxiliar mayor volvió espaldas a la ventana, sonriendo sombríamente, y
ambos galenos entrecambiaron rápidas miradas.
—En puridad de verdad —gruñó Prouty—, Frost y yo discutíamos ese punto a
su llegada, caballeros. Difícil resulta determinarlo en base a un examen superficial.
Desearía examinar el cuerpo a fondo, amén de las vísceras antes de concretar una
respuesta. —Depende mucho del lugar en que se guardó el cadáver antes de su
introducción clandestina en el cajón de Khalkis —puntualizó Frost.
— ¡Ah! —musitó Ellery—. ¿De modo, pues, que falleció hace más de tres días?
¿Acaso antes del martes, día del entierro de Khalkis?
—Así es, amigo —respondió Frost, y Prouty asintió vagamente—. Los cambios
cadavéricos externos indican ciertamente un período mínimo de tres días.
—El rigor mortis pasó hace ya muchas horas. La flaccidez secundaria parece
pronunciada. La palidez cadavérica es completa —indicó el doctor Prouty, con voz
pastosa—. Eso es cuanto podemos certificar sin despojarle de sus ropas. Las

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

superficies anteriores revisten especial importancia, dado que el cuerpo yacía boca
abajo en el ataúd. Los puntos sujetos a la presión de los vestidos y las partes en
contacto con ciertos bordes agudos y costados duros aclararon en zonas dicha
palidez cadavérica. Claro está que todo esto son detalles...
—Lo cual significa... —apremió Ellery.
—Los pormenores mencionados no significan mucho —respondió el auxiliar
médico— en lo referente a la fijación exacta de la hora en que se produjo la
defunción, aun cuando la palidez cadavérica señala una putrefacción que data de
un lapso no menor a tres días, con la posibilidad de poderse doblar dicho período.
Nada podemos decir en definitiva hasta realizar la autopsia. Ya ven ustedes que los
puntos referidos establecen meramente cierto mínimo temporal. La desaparición
misma del rigor mortis determina un intervalo de un día a un día y medio, a veces
dos. La flaccidez secundaria fija la tercera etapa; sabido es que inmediatamente
después de la muerte se presenta un estado de flaccidez primaria. A continuación,
aparece el llamado rigor mortis. Cuando éste pasa, se presenta la flaccidez
secundaria, que implica un retorno a la relajación muscular.
—Sí, pero eso no... —comenzó el inspector.
—Desde luego —interrumpióle Frost— existen otros pormenores importantes.
Por ejemplo, el abdomen presenta un "punto" verde formativo, que es uno de los
primeros fenómenos de la putrefacción, distintamente distendido por gases.
—Eso coadyuva a la fijación de la hora del fallecimiento —agregó el otro
facultativo—, pero siempre conviene tener presente infinidad de detalles. Si el
cuerpo, antes de su inhumación en el ataúd de Khalkis, yació en lugar seco,
comparativamente exento de corrientes de aire, no se descompondría tan
rápidamente como en el caso contrario.
—Bueno, bueno —gruñó, impaciente, Queen—, destrípelo no más, doctor, y
comuníquenos exactamente el resultado de su autopsia.
— ¡Oigan! —terció Pepper, de improviso—. ¿Y el cadáver de Khalkis? ¿No
habrá inconvenientes con él? ¿En concreto, el fallecimiento de Khalkis fue normal o
bien...?
El inspector miró fijo a Pepper y luego de palmearse el antebrazo,
prorrumpió:
— ¡Al demonio, viejo! ¡Vaya una idea excelente! Doctor Frost, ¿fue usted el
médico que atendió a Mr. Khalkis antes de su fallecimiento?
—En efecto.
Entonces fue usted quien extendió el certificado de fallecimiento.
—Ni más ni menos, señor.
— ¿Notó algo anormal en su muerte?
—El facultativo se ir guió:
—Mi querido señor —dijo, glacialmente—, ¿cree usted que habría certificado
su fallecimiento debido a una enfermedad cardiaca de no hallarme absolutamente
seguro?
— ¿No hubo complicaciones? —gruñó el doctor Prouty.
—A la hora de la muerte, no, doctor. Con todo, Khalkis era un hombre muy
enfermo. Doce años hacía, por lo menos, que sufría de hipertrofia compensatoria,
una dilatación del corazón resultante de un defecto en la válvula mitral. En estos
últimos tres años empeoró su estado la aparición de algunas molestas úlceras
estomacales. El precario estado de su corazón vedaba toda intervención quirúrgica
y por lo mismo intenté procedimientos intravenosos. Desgraciadamente, surgieron
algunas hemorragias y ello aparejó su ceguera.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Todo eso es muy interesante —masculló el impaciente policía—, pero nos


concierne más la posibilidad de que Khalkis falleciera, no de un ataque cardíaco,
sino de...
—Si albergara usted dudas respecto a la autenticidad del diagnóstico —dijo
áspero, el doctor Frost— interrogue usted al doctor Wardes, quien se hallaba
presente cuando declaré oficialmente muerto a Khalkis. No hubo violencias ni nada
por el estilo, inspector Queen. Las inyecciones intravenosas antiulcerosas,
complicadas por la dieta rigurosa que se veía obligado a llevar, gravitaron
desastrosamente sobre su corazón. Además, contra mi parecer, Khalkis insistió en
continuar supervisando los asuntos tocantes a sus Galerías, aun cuando no fuera
más que por intermedio de Sloane y Suiza. Su corazón sucumbió, lisa, llanamente,
bajo el peso de sus fatigosas tareas y males internos.
—Pero, ¿y el veneno...?
—Aseguro a usted categóricamente que no encontramos ni vestigios de
envenenamiento.
El policía hizo señas a Prouty:
—Es mejor que realice también la autopsia del cuerpo de Khalkis —ordenó—,
pues deseo cerciorarme de que no... Con todo el respeto debido a la ciencia y
maestría del doctor Frost, me permito insistir en ello. Aquí se perpetró un
homicidio, ¿cómo sabemos que no fueron dos?
— ¿Puede usted practicarle sin inconvenientes la autopsia a Khalkis, doctor?
—inquirió, ansiosamente, Pepper—. Después de todo, recuerden ustedes que fue
embalsamado...
—Eso no importa nada en absoluto —respondió el médico—. Ningún órgano
vital es eliminado en el embalsamiento. Si existe algo anormal, lo descubriré sin
vuelta de hoja. De hecho, dicha operación facilita el trabajo, pues sirve para
preservar al cuerpo contra los procesos de descomposición.
—Abrigo la convicción —dijo el policía— de que pronto descubriremos algo
más relativo a las circunstancias que rodearon la muerte de ese hombre. Doctor,
¿se ocupará usted de que esos cuerpos sean operados como corresponde?
—Por supuesto Queen.
El doctor Frost, encasquetóse el sombrero y con gesto frío abandonó la
mansión. En el estudio de Khalkis, el inspector halló a uno de los peritos en
impresiones papilares del Departamento inspeccionando afanosamente todo el
cuarto. Sus ojos se iluminaron a la vista del policía, y precipitóse hacia él.
— ¿Encontró algo, Jimmy? —preguntó Queen, en tono bajo.
—De sobra, pero nada que valga algo. Este lugar está lleno de impresiones
digitales. ¡Las encuentro por dondequiera!
—Bueno —suspiró el inspector—, vea usted lo que puede hacer, viejo. Vaya a
esa sala del vestíbulo y sáquele las impresiones digitales al cadáver. El del hombre a
quien creemos Grimshaw. ¿Trajo el prontuario del Departamento?
—Sí —Jimmy precipitóse fuera de la habitación.
—Flint penetró en ella: —Llegó la ambulancia del Depósito de Cadáveres —
anunció.
—Bien, carguen en él a los dos cuerpos —ordenó el policía—, pero aguarden a
que Jimmy termine su trabajo en la sala.
Cinco minutos más tarde, el experto retornó al estudio con expresión
satisfecha.
—Sí, es Grimshaw, sin vuelta de hoja —anunció—. Sus impresiones digitales
concuerdan con las del archivo —se puso carilargo—. También examiné el interior
del ataúd —agregó—, pero no hay nada; aunque no faltan impresiones papilares.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

¡No sacaremos nada en limpio de allí! Cualquiera diría que todos los policías de la
ciudad metieron sus manoplas en él.
Los fotógrafos llenaban la habitación de destellos silenciosos. La biblioteca se
convirtió en un campo de agramante. El doctor Prouty asomó sus narices por allí
para despedirse del inspector Queen; los dos cadáveres y el cajón fúnebre fueron
acarreados fuera de la casa; Jimmy y los fotógrafos partieron con viento fresco; y el
inspector, mordiéndose los labios, empujó a Ellery y Pepper dentro de la biblioteca
y cerró con un portazo.

Resonó una seca llamada en la puerta, y el sargento Velie entreabrió un


resquicio. Asintió luego, y franqueándole la entrada a un individuo, volvió a
cerrarla.
El recién llegado era un hombre grasiento y rollizo. Queen advirtió que se
trataba de Trikkala, el intérprete griego, y al instante le ordenó interrogar a Demmy
con referencia a sus movimientos durante la noche del viernes último.
Alan Cheney se ingenió para escurrirse hasta un asiento cercano al de Joan
Brett. Tragó saliva trabajosamente y luego musitó, tímido:
—Evidentemente, el inspector no deposita mucha fe en los talentos de mi
madre para traducir el griego, Joan.
Sin duda alguna, aquellas palabras eran simple excusa para cambiar algunas
palabras con la deliciosa jovencita; pero ésta sólo giró la cabeza para asaetearle con
una mirada glacial. Alan sonrió débil y tontamente.
Los ojos de Demmy parpadearon, y en ellos apareció cierto destello de
inteligencia. Poco acostumbrado a ser el objeto del interés público, cierta emoción
vibró en su espíritu y su rostro se animó con una sonrisa. Su griego fue más ligero y
fluido que anteriormente. —Dice —indicó Trikkala— que su primo le envió a la
cama aquella noche, y que no vio ni oyó absolutamente nada.
—El inspector observó con curiosidad la alta y desgarbada caricatura de
hombre, erguida ante el grasiento intérprete griego.
—Pregúntele ahora qué ocurrió a la mañana siguiente, sábado, el día en que
falleció su primo.
Trikkala disparó una andanada de sílabas guturales contra Demmy; y éste,
parpadeando, respondió, con frases más entrecortadas, en la misma lengua. El
intérprete volvióse al inspector:
—Dice que su primo le despertó esa mañana, llamándole a voces desde su
dormitorio, contiguo al de Demmy, Agrega que se levantó y que, vistiéndose
rápidamente, dirigióse al dormitorio de su primo, a quien ayudó a incorporarse y
vestirse.
—Pregúntele a qué hora ocurrió todo eso.
Un breve coloquio y luego:
—A las ocho y media de la mañana— contestó Trikkala.
— ¿Cómo es eso que Demmy ayudó a vestirse a Khalkis? —inquirió Ellery—.
Miss Brett, ¿no nos dijo usted que Khalkis no era inválido, a pesar de su ceguera?
Joan encogió sus hombros:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Vea usted Mr. Queen: el señor solía tomar a pecho su ceguera. Hombre
enérgico como pocos, no admitió jamás, ni siquiera para sí mismo, que la pérdida
de la vista comportaba algunas diferencias dentro de su vida normal. Por eso
insistió en mantener su control sobre todos los asuntos concernientes a las
Galerías. También por eso se empeñó en que nadie tocara un solo objeto de esta
habitación o de su dormitorio. Nadie osó jamás mover un palmo una silla en ellos
mientras duró la ceguera de Mr. Khalkis. De esta manera siempre sabía donde se
hallaban las cosas y podía moverse sin inconvenientes por sus cuartos particulares
casi con la misma facilidad que si gozara de una vista perfecta.
—Usted no contesta a mi pregunta —apuntó Ellery, gentilmente—. De sus
palabras se desprende la certeza de que Khalkis negaríase rotundamente a solicitar
ayuda para ejecutar actos tan sencillos como saltar del lecho y vestirse. ¡A buen
seguro que nuestro hombre sabía vestirse a maravillas!
— ¡Es usted terriblemente perspicaz, Mr. Queen! —exclamó con sorna la
muchachita, y Cheney optó por escabullirse de su lado—. No creo que Demmy
intentara decir que ayudó a Mr. Khalkis a saltar del lecho o a vestirse... ¡en un
sentido práctico! Vea usted, joven: una cosa había que el señor no podía hacer y
para la cual tenían que ayudarle.
— ¿Y cuál es esa cosa, señorita?
— ¡Pues, seleccionar sus prendas de vestir! —respondió ella, triunfalmente—.
En tratándose de su apariencia personal, Mr. Khalkis era de una minuciosidad
única, fastidiosa. ¡Sus ropas tenían que ser impecables! Y como era ciego, no podía
seleccionar sus prendas del día. De modo, pues, que Demmy siempre le ayudaba en
esa tarea.
Demmy, quien había estado mirándoles boquiabierto, interrumpió aquel
coloquio con una lluvia de palabras griegas.
—Desea continuar adelante con su relato —tradujo Trikkala—. Bien, dice que
ayudó a vestirse a su primo Georg de acuerdo con el "programa". Luego...
— ¿De acuerdo con el "programa"? —interrumpieron a una los Queen.
Joan rió:
— ¡Lástima grande que no sepan griego!... Inspector, Demmy no logró jamás
asimilar las complejidades de] guardarropa de Khalkis. Como he dicho, el señor era
escrupulosísimo en cuanto a su atuendo; poseía infinidad de trajes y usaba algo
diferente todos los días. Un conjunto completamente nuevo. Si Demmy hubiese
sido un ayuda de cámara de inteligencia común, el problema habría sido muy
simple. Pero recuerden ustedes que el pobre muchacho es un débil de espíritu. A
objeto de ahorrarse el trabajo de ordenar un nuevo conjunto todas las mañanas,
Mr. Khalkis había redactado una especie de programa o lista, en griego, en la cual
especificaba el conjunto que deseaba usar cada día de la semana. Con ello no se
abusaba de la escasa mentalidad de Demmy... Desde luego, el "programa" era
elástico. Si Mr. Khalkis deseaba alterarlo, impartía algunas instrucciones verbales a
Demmy en su propia lengua.
— ¿Dicho "programa" se usaba una y otra vez? —inquirió el inspector—. ¿O
bien Mr. Khalkis trazaba un nuevo programa todas las semanas?
— ¡Oh, no, no! se trataba de un programa integrado por siete días, y que se
repetía todas las semanas. Cuando sus trajes delataban señales de uso, solicitaba su
duplicado exacto al sastre. Seguía idéntico procedimiento con el camisero, el
zapatero, etc., etc. De esta manera, pues, el "programa" referido continuó siendo el
mismo desde que Mr. Khalkis quedó ciego. —Interesante —murmuró Ellery—.
Supongo que también prescribía conjuntos de noche, ¿verdad?

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— ¡Oh, no! Mr. Khalkis llevaba religiosamente traje de gala todas las noches;
este detallo no recargaba inútilmente la memoria de Demmy y por lo mismo, no
figuraba en el "programa".
— ¡Muy bien! —masculló el inspector—. Trikkala, pregúntele a este bobo qué
ocurrió después de eso.
Las manos del griego se agitaron en grandes ademanes, mientras un torrente
de palabras guturales fluía de su boca. El rostro del idiota cobró cierta animación
inteligente. Comenzó a hablar con expresión amistosa y Trikkala acabó por
contenerle con un ademán imperioso.
—Dice que vistió a su primo Georg de acuerdo al 'programa" y que alrededor
de las nueve, ambos abandonaron el dormitorio y bajaron a la biblioteca.
—Mr. Khalkis tenía la costumbre de conferenciar todas las mañanas con Mr.
Sloane en este estudio. Cuando concluía de discutir los negocios cotidianos con Mr.
Sloane, acostumbraba a dictarme largamente —dijo Joan.
—Este hombre no dice nada al respecto —continuó, impaciente, Trikkala—.
Agrega que dejó a su primo aquí sentado ante su escritorio y que salió de la casa.
No atino a comprender con exactitud lo que trata de decirme, inspector Queen.
Parece algo acerca de un médico, pero su conversación es tan confusa que...
— ¡Miss Brett! —gruñó el inspector—. ¿Sabe usted lo que Demmy quiere
decirle al intérprete?
—Sí... Imagino que alude a su visita al consultorio del doctor Bellows, médico
psiquiatra de nota. Mr. Khalkis esforzábase siempre por mejorar el estado mental
de su primo, aunque ya se le había dicho repetidas veces que se trataba de un caso
incurable. El doctor Bellows, interesado por el caso, buscó a una persona
conocedora del idioma griego y mantuvo a Demmy bajo observación en su
consultorio, situado a pocas cuadras de aquí. Demmy visitaba al doctor Bellows dos
veces por mes, en día sábado. A buen seguro que concurrió al consultorio referido.
Sea de ello lo que fuere, el caso es que regresó a las cinco de la tarde. En el ínterin,
Mr. Khalkis había fallecido, y en la confusión reinante en la casa, nadie atinó a
prestar atención a Demmy. De suerte, pues, que cuando volvió a casa, nada sabía
acerca de la muerte de su primo.
— ¡Qué triste fue todo! —suspiró Mrs. Sloane—. ¡Pobre Demmy! Al enterarle
del hecho, el muchacho recibió una fuerte impresión, y lloró como un niño. A su
manera, este pobre idiota profesaba profundo cariño por Georg. — ¡Muy bien,
Trikkala! Dígale que se quede allí, a su lado. Es posible que le necesitemos aún —el
inspector se volvió hacia Gilbert Sloane—. Evidentemente, usted fue el primero
que, después de Demmy vio a Khalkis el sábado pasado por la mañana, Mr. Sloane.
¿Se entrevistó usted con él a las nueve, como de costumbre?
Sloane aclaróse, nerviosamente, la garganta.
—Exactamente, no, señor inspector —dijo con su tono ligeramente chillón—.
Si bien todas las mañanas me reunía con Khalkis en el estudio a las nueve en punto,
el sábado pasado me quedé dormido; la noche anterior había trabajado hasta tarde
en las Galerías y... De modo que no bajé hasta las nueve y cuarto. Georg parecía un
poco... bueno, algo irritado por la demora. Se mostraba malhumorado y gruñón; en
los últimos meses su humor se tornó colérico, posiblemente a causa de su creciente
complejo de inferioridad...
— ¿No advirtió usted algo anormal en la habitación cuando entró esa
mañana?
—No veo cómo... ¡Oh, no! ¡Claro que no, inspector!... Todo estaba como de
ordinario.
— ¿Mr. Khalkis se hallaba solo?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Sí. —Apuntó al paso que Demmy se había ausentado.


—Descríbame exactamente lo ocurrido mientras conferenciaban, Mr. Sloane...
¡y sin dejarse nada en el tintero!
—Aseguro a usted que no pasó nada importante, señor; nada que...
— ¡Ya le dije que me lo contara todo, sin olvidar detalle, amigo! —masculló
con rabia el policía—. Nosotros juzgaremos lo que es importante y lo que no lo es,
Mr. Sloane.
A decir verdad —comentó Pepper— aquí nadie parece considerar nada
importante, inspector.
—Bueno, ya les obligaremos a cambiar su actitud, Pepper —masculló el
policía, mirando de hito en hito a Sloane—. ¡Adelante, amigo! Díganoslo todo...
¡todo! Aunque sea cuestión de Khalkis aclarándose la garganta.
Sloane parecía sobresaltado:
—Francamente, yo... Bueno, señor, repasamos rápidamente los negocios del
día y en seguida reparé en que mi interlocutor estaba preocupado por algo más que
ventas y colecciones. El viejo mostrábase brusco, muy brusco conmigo y yo me
sentí casi fuera de mí por esa impertinencia. No me agradaba el tono con que me
hablaba y así se lo manifesté. Él se disculpó a medias con un gruñido y unos gestos
evasivos. Tal vez intuyó que se había pisado, pues cambió de súbito de tema.
Jugueteaba con su corbata y agregó con una entonación mucho más calma: "Creo
que esta corbata perdió ya su forma, Gilbert." Desde luego, el viejo trataba de
desviar el tema cuanto antes. Yo le tranquilicé, diciéndole que la corbata lucía a
maravillas. "Bueno, está arrugada —contestó él, tozudamente—. Siento que perdió
la forma... Antes de partir, recuérdame que debo llamar a Barrett para ordenarle
algunas corbatas similares a la que estoy usando." Barret era su camisero... Bueno,
así solía proceder Georg; la corbata en cuestión era impecable, pero siempre fue
escrupulosísimo en cuanto a su apariencia. No sé si todo esto...
Antes de que el inspector pudiera hablar, Ellery dijo ásperamente:
— ¡Adelante, Mr. Sloane! ¿Y se lo recordó usted antes de salir?
—Naturalmente —Sloane parpadeó—. Y creo que Miss Brett me apoyará.
¿Recuerda usted ese punto, señorita? —preguntó, volviéndose hacia la chica—.
Usted había penetrado en la habitación poco antes que Georg y yo acabáramos de
discutir los negocios cotidianos, y aguardaba allí para tomar algún dictado —Joan
asintió, con énfasis. — ¿Han visto? —prorrumpió Sloane, en tono triunfante—. Eso
fue justamente lo que estaba por decirle a Georg antes de separarme de él: "Usted
me pidió que le recordara el asunto de las corbatas, Georg." El asintió, y yo partí de
casa.
— ¿Y eso fue todo cuanto ocurrió esa mañana entre usted y Khalkis? —
interrogó el inspector.
—Eso es, señor. Bien, no me encaminé luego directamente a las Galerías, pues
tenía una cita comercial en la ciudad. De suerte que hasta que no llegué a las
Galerías, alrededor de dos horas más tarde, no tuve noticia de que Georg había
fallecido poco tiempo después de salir yo de casa. Mr. Suiza ya había regresado
aquí, cosa que hice yo también en seguida. Ya sabrán ustedes que nuestras Galerías
distan apenas unas cuadras de casa, sobre la Madison Avenue.
Pepper susurró algo a Queen, Ellery metió sus narices en el corrillo, y los tres
hombres sostuvieron una animada conferencia. El inspector asintió, y volviéndose
hacia Sloane, con un brillo particular en sus ojos, dijo:
—Creo haberle preguntado antes, amigo, si usted había advertido algo
anormal, inusitado, en este cuarto durante su conversación con Khalkis el sábado
pasado, y usted dijo que no. Hace pocos minutos hemos oído aseverar a Miss Brett

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que el hombre asesinado, Albert Grimshaw, vino a visitar a Khalkis la noche


anterior a la muerte de este último, acompañado por un misterioso sujeto que se
esforzó por conservar en secreto su identidad. Ahora, el punto que interesa es éste:
nuestro "hombre misterioso" podría significar una pista valiosísima. Recapacite un
poco, Mr. Sloane: ¿no había algo en la biblioteca o sobre el mismo escritorio, que
no tenía que estar allí? ¿Algo dejado por ese individuo enigmático, algo
eventualmente conducente a su identificación?
Sloane sacudió la cabeza:
—No recuerdo nada por el estilo, inspector, a pesar de que me sentaba justo
enfrente de su escritorio. Abrigo la seguridad de que, si aquí había algo
perteneciente a otra persona, yo no habría dejado de advertirlo.
— ¿No le habló Khalkis acerca de sus visitantes de la víspera?
—Ni una palabra, señor.
— ¡Muy bien, Mr. Sloane! Quédese por aquí. Sloane se desplomó en una silla
junto a su esposa, exhalando un profundo suspiro de alivio. El inspector gesticuló
familiarmente hacia Joan Brett, sonriendo con benevolencia—. Mi querida
muchacha —dijo con retintín paternal, no exento de fina ironía—. Hasta el
momento nos fue usted muy útil, jovencita. Con franqueza, confieso que usted me
interesa más de la cuenta. Cuénteme algo referente a usted misma.
— ¡Inspector, es usted maravilloso! —los ojos azules de la muchacha
destellaron—. Aseguro que no tengo prontuario ni pasado glorioso ni nada. Soy
apenas una pobre muchacha trabajadora, eso que nosotros en Inglaterra llamamos
"mano de obra femenina"...
— ¡Dios mío! ¡Una chiquilla tan joven y perspicaz e inteligente! —murmuró el
anciano policía—. Ello no obstante...
—No obstante, inspector, usted quiere saberlo todo —la muchacha sonrió—.
Bien, me llamo Joan Brett. Trabajo para la casa Khalkis desde hace poco más de un
año. Soy de origen inglés, como mi acento británico se lo habrá indicado, pese a
que ahora está un tanto desdorado por la horripilante jerga neoyorquina. Vine a ver
a Mr. Khalkis recomendada por Sir Arthur Ewing, experto y comerciante en
artículos artísticos británico, con quien trabajaba en Londres. Sir Arthur conocía
sobradamente la universal reputación de Mr. Khalkis, del cual me dio inmejorables
referencias. Llegué a Nueva York en un momento oportuno; Mr. Khalkis necesitaba
con urgencia gente conocedora del ramo, y me tomó al instante a su servicio en
calidad de secretaria confidencial, asignándome un sueldo substancioso. Abrigo la
convicción de que mis profundos conocimientos del negocio le inclinaron a
contratarme sin más ni más.
— ¡Hum! Eso no es exactamente lo que queríamos conocer...
— ¡Ah! ¿Más detalles personales? —la chica enfurruñó los labios—. Bien,
veamos un poco... Cuento 22 años de edad, me muero por Ernest Hemingway,
detesto a sus políticos por fraudulentos, y adoro a sus valerosos pistoleros. Cela
suffit?
—Miss Brett, se aprovecha usted de un pobre viejo — masculló el policía—.
Deseo saber qué ocurrió el sábado por la mañana. ¿No advirtió usted algo en este
cuarto que esclareciera la identidad del misterioso visitante de la noche anterior?
La muchacha sacudió con firmeza su rubia cabecita: —No, inspector,
absolutamente nada. Todo parecía en orden perfecto.
— ¡Veamos, veamos! ¿Qué ocurrió? Díganoslo con claridad.
—Bien, entré en el estudio, como dijera ya Mr. Sloane, antes de que él y Mr.
Khalkis cesaran de conferenciar. Oí a Mr. Sloane recordar a Mr. Khalkis el detalle
concerniente a las corbatas. Mr. Sloane partió en seguida, y durante un cuarto de

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

hora, poco más o menos, tomé dictado del señor. Cuando concluyó, le dije: "Mr.
Khalkis, ¿quiere usted que telefonee a la Casa Barret para solicitarle esas nuevas
corbatas?" Él meneó la cabeza, contestándome que las pediría él mismo. Luego me
entregó un sobre, lacrado y estampillado, ordenándome que lo echara en seguida al
correo. Eso me sorprendió un tanto, pues generalmente atendía yo a su
correspondencia...
— ¿Una carta, eh? —musitó el inspector—. ¿A quién iba dirigida?
Joan frunció el entrecejo:
—Perdone usted, inspector, pero no lo sé... A decir verdad, no" me molesté en
examinarla detenidamente, Recuerdo que la dirección estaba escrita con tinta, y no
dactilografiada, cosa que sería naturalísimo, puesto que en casa no contamos con
ninguna máquina, pero... —encogióse de hombros—. Sea de ello lo que fuere, el
hecho es que, al salir del cuarto con la carta en cuestión, vi que Mr. Khalkis
levantaba el auricular telefónico, solicitando después el número correspondiente a
la Casa Barret. Entonces salí para echar la carta al buzón. — ¿A qué hora?
—Pues alrededor de las diez menos cuarto. — ¿No volvió a ver con vida a Mr.
Khalkis? —No, inspector. Una media hora más tarde, encontrándome en los altos,
en mi dormitorio, oí chillar a alguien aquí abajo. Bajé a escape y hallé a Mrs. Simms
desmayada en el estudio y a Mr. Khalkis muerto ante su escritorio. —Luego, murió
entre las diez menos cuarto y las diez y cuarto, ¿verdad?
—Sospecho que sí, señor. Mrs. Vreeland y Mrs. Sloane descendieron
precipitadamente las escaleras detrás de mí y luego de, echar un vistazo al cadáver,
empezaron a chillar. Pugné por volverlas a sus cabales y, finalmente, logré
persuadirlas de que asistieran a la pobrecilla de Mrs. Simms, tras lo cual telefoneé
al doctor Frost y a las Galerías. Weekes entró al punto procedente de los fondos de
la casa, al mismo tiempo que el doctor Wardes, quien creo que se había quedado
dormido. El doctor Frost declaró extinto a Mr. Khalkis. Nada nos quedaba por eje-
cutar, sino arrastrar a Mrs. Simms escaleras arriba y tratar de hacerla reaccionar.
—Ya veo, Miss Brett. Bien, aguarde un instante —el inspector llevó aparte a
Ellery y Pepper—•. ¿Qué opinan ustedes, muchachos? —pregunto con cautela.
—Creo que vamos extrayendo conclusiones interesantes —murmuró Ellery. —
¿De dónde infieres eso?
Ellery clavó la mirada en el cielo raso. Pepper se rascó la coronilla:
— ¡Que el diablo me lleve si veo claro en este mare mágnum! —masculló con
rabia—. Ya me había enterado de todos esos detalles cuando investigamos la
desaparición del testamento de Khalkis, pero no veía cómo... —Bueno, Pepper —rió
Ellery—, quizá, siendo norteamericano, le clasificaron dentro de la última categoría
de ese adagio chino, citado por Burton en su famosa "Anatomía de la Melancolía",
según el cual los europeos poseen un solo ojo, dos los chinos, y ninguno los restan-
tes habitantes del mundo...
— ¡Déjate de dislates, hijo! —gruñó el policía—. Escúchenme, muchachos —
bajó la voz un punto, expresando algo que, al parecer, revestía importancia. Pepper
perdió una pizca de color, agitóse inquieto unos instantes, pero acabó por
encogerse de hombros y tomar, a juzgar por la expresión de su rostro, una decisión
trascendental. Joan, encaramada al borde del escritorio, aguardaba con paciencia.
Si anticipaba la inminente borrasca, no traicionó señales de ello. Alan Cheney se
puso rígido.
— ¡Veremos, veremos! —concluyó alto el inspector—. Miss Brett —manifestó
luego, vuelto hacia la muchacha—, permítame usted formularle una preguntita algo
particular. ¿Cuáles fueron, exactamente, sus movimientos durante la noche del
miércoles pasado?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Un silencio de tumba cayó sobre el estudio. El mismo Suiza, con las piernas
esparrancadas sobre la alfombra, aguzó los oídos. En el instante en que Queen
formulaba su pregunta, la pierna estatuaria de Joan cesó de balancearse, y su
cuerpecillo quedó casi rígido, tenso. Luego, reanudando su columpiamiento,
contestó en tono casual:
—En realidad, inspector, no se trata de nada particular. Los sucesos de los
días precedentes —el fallecimiento del señor, la confusión reinante en casa, los
pormenores tocantes a las exequias y el propio funeral— me habían dejado poco
menos que exhausta. La tarde del miércoles ambulé un rato por el Central Park
para tomar un poco de aire fresco y luego, de cenar temprano, me retiré
inmediatamente a descansar. Leí en la cama alrededor de una hora, o más, quizá, y
apagué las luces del cuarto a eso de las diez. Eso es todo.
— ¿Disfruta usted de un sueño profundo, reparador, Miss Brett?
— ¡Oh, sí! —respondió ella, soltando una risa argentina.
—Y afirma usted haber dormido como un lirón toda la noche, ¿verdad?
—Ni más ni menos, señor.
El inspector posó su mano sobre el rígido brazo de Pepper y soltó su bomba:
—En ese caso, mi estimada Miss Brett, ¿cómo explica usted el hecho de que a
la una de la madrugada —una hora después de la medianoche del miércoles— Mr.
Pepper la haya visto merodeando por este cuarto y hurgando dentro de la caja
fuerte de Khalkis?
Durante un minuto largo nadie osó respirar. Cheney paseaba su vista febril de
Joan al inspector y viceversa; parpadeó repetidamente y luego clavó una mirada de
odio en el pálido rostro de Pepper.
La propia Joan, empero, parecía la menos impresionada de todos. Sonriente,
encaróse directamente con Pepper:
— ¿De veras que me vio usted merodeando por el estudio, Mr. Pepper, y
metiendo las uñas dentro de la caja fuerte? ¿Es verdad eso?
—Mi querida señorita —gruñó Queen, palmeándole el hombro—, considere
inútiles esas mañas suyas de querer ganar tiempo con nosotros. Y tenga a bien no
colocar a Mr. Pepper en la embarazosa situación de tildarla de mentirosa. ¿Qué
hacía usted aquí abajo a esa hora? ¿Qué buscaba?
Joan sacudió la cabeza con una sonrisilla perpleja:
—Mi querido inspector —contestó, remedando al anciano—, no sé siquiera de
qué habla ninguno de los dos.
El inspector contempló a hurtadillas a Pepper.
—Sólo repetía lo que. . . Bueno, amigo Pepper, ¿veía usted a un bonito duende
o se trataba de esta negativa muchachita?
Pepper pateó la alfombra:
— ¡Era la mismísima Miss Brett, señores! —exclamó.
—Ya ve usted, querida mía —continuó sardónico el policía—, que Mr. Pepper
se sabe al dedillo lo que afirma. Pepper, ¿recuerda usted lo que llevaba esta gentil
muchacha?
—Ciertamente, señor. Pijama y salto de cama.
— ¿De qué color era este último?
—Negro. Yo cabeceaba en ese sillón ubicado al otro extremo de la habitación,
cuando entró en ella Miss Brett, muy cautelosamente, y luego de cerrar la puerta,
giró la llave del velador del escritorio. Eso me proporcionó luz suficiente para ver lo
que usaba y hacía, inspector. Hurgó en la caja fuerte y revisó documento por docu-
mento, sin dejar nada por curiosear —estas últimas palabras brotaron

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

torrencialmente de labios de Pepper, como si éste ardiera por acabar cuanto antes
con su relación.
La muchacha se había puesto pálida. Mordióse los labios con rabia y algunas
lágrimas brotaron de sus ojos.
— ¿Es cierto eso, Miss Brett? —interrogó el inspector, llanamente.
—Yo... yo... ¡Oh; no, no! —gritó Joan y cubriéndose la faz con las manos estalló
en convulsivos sollozos.
Profiriendo un juramento, Alan cargó como un energúmeno contra Pepper y
atrapándolo del cuello, lo zamarreó como a un pelele.
— ¡Condenado! —bramó—. ¡Cobarde, acusar a una muchacha inocente!
Pepper, la cara púrpura, se desprendió a viva fuerza del apretón de Cheney. El
sargento Velie, pese a su voluminosa mole, voló en un santiamén al lado del
impetuoso joven y, aferrándole el brazo con fuerza, le apartó de su víctima.
— ¡Vamos, muchacho, vamos! •—dijo el inspector con suave entonación—.
¡Domínese! ¡Repórtese un poco! Eso no es...
— ¡Es una infame celada! —aullaba el enloquecido Alan, retorciéndose entre
las manazas del sargento.
— ¡Siéntese, mocoso! —tronó el inspector—. Thomas, acomode o ese potrillo
en un rincón y vigílelo para que no vuelva a las andadas—. Velie gruñó con una
expresión rayana en la alegría, y arreó a Alan, como si fuera una criatura, hasta una
silla situada en el costado más apartado del cuarto. Cheney acabó por someterse,
gruñendo y jurando entre dientes.
— ¡Alan! ¡Cálmese, cálmese! —las palabras de Joan, bajas y estranguladas,
sobresaltaron a los circunstantes—. Mr. Pepper decía la verdad —su voz se apagó en
un sollozo—. ¡Yo.. yo me hallaba en el estudio la noche del miércoles pasado!
—Eso es mas cuerdo, querida mía —afirmó, alegremente, el inspector—. ¡Diga
siempre la verdad y llegará lejos en el mundo! Bien, ¿qué buscaba usted allí?
La joven habló rápidamente, sin levantar la voz:
—Pensaba... pensaba que sería difícil que me creyeran si confesaba... ¡Y es
difícil, realmente difícil! Yo... ¡Oh!... Desperté a la una y de improviso recordé que
Mr. Knox, ejecutor de los bienes Khalkis, querría una lista detallada de ciertos...
bueno, de los bonos de Mr. Khalkis... De suerte que... que bajé al estudio para
registrarlos y... y...
— ¿A la una de la madrugada, Miss Brett? —inquirió fríamente Queen.
—Sí, sí... ¿por qué no, señor?... Eso... eso pensaba al levantarme, pero cuando
los vi, intactos, en la caja fuerte, comprendí cuan absurdo era ejecutar semejante
trabajo a esa hora de la noche y decidí... reintegrarlos en su lugar y regresar... a mi
dormitorio... ¡Eso es todo, inspector! —parches arrebolados aparecieron en sus
mejillas; la chica mantenía clavados los ojos en la alfombra. Cheney la miraba con
horror; Pepper suspiró.
El inspector sintió que Ellery le tironeaba del codo.
— ¿Que, hijo? —inquirió en voz baja.
Pero Ellery habló alto, con una sonrisilla enigmática a flor de labios:
—Esa explicación suena bastante razonable —manifestó cordialmente.
Su progenitor le miró largamente de hito en hito: —Sí —musitó luego—, así
parece... ¡Ah!... Miss Brett, usted se siente algo... indispuesta... y necesita un poco
de distracción... Suba usted al primer pise y niegúele a Mrs. Simms que baje en
seguida, por favor.
—Es un placer, inspector, un placer... para mí... — replicó Joan, en un hilo de
voz. Escurriéndose del filo del escritorio, dirigió una mirada fugaz de
agradecimiento a Ellery, húmeda de lágrimas, y precipitóse fuera de la biblioteca.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El doctor Wardes examinaba la cara de Ellery con sostenido interés.

Mrs. Simms apareció pomposamente en la habitación, ataviada con un batón


de vivos colores; Tootsie trotaba detrás de sus tacones gastados. Joan se dejó caer
tímidamente sobre una silla cercana a la puerta... y al joven Alan Cheney, quien no
arrojó una sola mirada en su dirección, pues sus ojos parecían concentrarse casi
rabiosamente en la gris cabellera de Mrs. Simms.
— ¡Hola, Mrs. Simms! ¡Adelante! Tome usted asiento —exclamó el inspector.
La mujer asintió con gesto principesco y desplomóse en el asiento—. Bien, señora,
¿recuerda usted los acontecimientos ocurridos en la mañana del sábado último, día
en que falleció Mr. Khalkis?
—Desde luego, señor —respondió ella, agitada por un temblor que puso en
movimiento gran número de sus carnosas arrugas—. ¡Vaya si los recuerdo! ¡No los
olvidaré hasta el día de mi muerte, señor!
—No lo dudo, señora. Bien, cuéntenos exactamente lo acaecido aquella
mañana.
—Penetre en esta habitación alrededor de las diez y cuarto, señor, para hacer
la limpieza, retirar la vajilla de té de la noche anterior, y otros quehaceres por el
estilo, que constituyen mis obligaciones diarias, señor. Al atravesar el umbral...
— ¡Ejem! ¡Mrs. Simms! —interrumpió Ellery—. ¿Realizaba usted esos
quehaceres? ¿Usted misma? —su voz denotaba su incredulidad de que un
personaje de la importancia de Mrs. Simms ejecutara tareas tan insignificantes.
—Sólo en las habitaciones de Mr. Khalkis, señor — apresuróse a explicar la
vieja—. Nuestro amo sentía un horror sagrado por las doncellas jóvenes, a quienes
solía tildar de "jovenzuelas idiotas". Siempre insistió en que yo misma arreglara sus
habitaciones.
— ¡Oh! ¿De modo que usted arreglaba también el dormitorio de Mr. Khalkis?
—Sí, señor, al igual que el de Mr. Demmy. Así, pues, me disponía a cumplir
esa obligación el sábado pasado, cuando al penetrar en el estudio, veo que... —sus
pechos se agitaban como un mar embravecido—. Sí, veo que el pobre señor yacía
desplomado sobre su escritorio, lo que equivale a decir que posaba la cabeza sobre
la tapa. Imaginé al principio que dormía. ¡Qué Dios tenga piedad de mí! Toque su
pobrecita mano... y la sentí fría, horriblemente fría... y traté de sacudirlo... y
entonces grité... ¡y eso es todo cuanto recuerdo! ¡Lo juro por la Biblia! — La mujer
contemplaba ansiosamente a Ellery como si éste pusiera sus palabras en tela de
juicio—. Y cuando recobré los sentidos, lo primero que vi fue a Weekes y a una de
las doncellas palmeando y pellizcándome en la cara y dándome a oler sales y sólo
Dios sabe qué más, y advertí que me encontraba en los altos, acostada en mi propio
lecho...
—En Otras palabras, Mrs. Simms —expresó Ellery, en el mismo tono
respetuoso de antes—. Usted no tocó nada, ya sea en la biblioteca o bien en los
dormitorios. —No, señor, no he movido nada. Ellery cuchicheó al inspector,
asintiendo éste: —Señoras y señores —dijo—, ¿alguno de la casa, aparte de Miss
Brett, Mr. Sloane y Demetrios, vio vivo a Mr. Khalkis el sábado último por la
mañana, poco antes de su repentino fallecimiento?
Todas las cabezas negaron vigorosamente. —Weekes —agregó el policía—,
¿está usted seguro que no entró en estas habitaciones entre las nueve y las nueve y
cuarto del sábado pasado?
— ¿Yo, señor? —las anillas lanudas, ceñidas en torno de las orejas del
mayordomo, se estremecieron convulsivamente—. ¡Oh, no, señor, no!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—A título de simple aclaración, Mrs. Simms —terció Ellery—, ¿no tocó usted
nada en estas habitaciones desde el momento en que sobrevino la muerte de Mr.
Khalkis, siete días atrás?
—No puse un solo dedo en ellas, joven —tartajeó la vieja—. Recuerde usted
que estuve enferma... — ¿Y las doncellas que se despidieron? —Creo haberle dicho
antes, Mr. Queen —respondió Joan, con voz estrangulada—, que se marcharon de
casa el mismo día del fallecimiento del señor. Esas tontas se negaron hasta a pisar
sus habitaciones. — ¿Y usted, Weekes?
—No, señor. Nada fue tocado hasta el martes, día de los funerales del pobre
amo, señor, y después de eso se nos ordenó no tocar absolutamente nada, señor. De
modo, pues, señor, que...
— ¡Oh! ¡Admirable, estupendo! Miss Brett, ¿qué puede usted decirnos?
—He tenido otras cosas que hacer, Mr. Queen —murmuró.
Ellery abarcó el grupo con una rápida mirada envolvente:
— ¿Alguno de ustedes tocó algo de estas habitaciones desde el sábado pasado?
—no hubo contestación—. ¡Doblemente admirable! En otras palabras, la situación
parece plantearse en los siguientes términos: la inmediata renuncia de las doncellas
de servicio dejó corto de servidores el ménage; Mrs. Simms, confinada en su lecho,
no tocó nada; la casa, sumida en indescriptible confusión, no fue arreglada por
nadie. Y después de los funerales del martes y del descubrimiento de la
desaparición del testamento, nada se movió en estas habitaciones obedeciendo,
según creo, órdenes terminantes de Mr. Pepper.
—Los de la Empresa de Pompas Fúnebres trabajaron en el dormitorio de Mr.
Khalkis —intercaló tímidamente Joan— preparando el cuerpo para las exequias...
—Y durante la búsqueda del testamento, Mr. Queen —indicó Pepper—,
aunque entramos poco menos que a saco en los cuartos, le aseguro categóricamente
que no se sacó nada ni se removió un solo trasto de ellos.
—Creo que conviene descartar a los de la funeraria — manifestó Ellery—. Mr.
Trikkala, ¿quiere usted interrogar al respecto al amigo Demetrios?
—Sí, señor —Trikkala y Demmy entablaron un nuevo y frenético diálogo; las
preguntas de Trikkala eran ásperas, casi explosivas. Una visible palidez se extendió
por el rostro deforme del idiota, y comenzó a tartamudear en griego—. No se
explica con claridad, Mr. Queen —informó Trikkala, cejijunto —. Trata de aclarar
que no puso pie en ninguno de los dos dormitorios después del fallecimiento de su
primo, pero hay algo más que...
—Si permiten ustedes la interrupción, señores —terció Weekes—, creo saber
lo que quiere explicar Mr. Demmy. El pobre señor quedó tan fuera de sí por la
muerte de Mr. Khalkis, tan perturbado, por decir mejor, por una especie de temor
pueril de la muerte, que rehusó dormir en su antiguo dormitorio, contiguo al de
Mr. Khalkis, por lo cual, siguiendo órdenes de Mrs. Sloane, tuvimos que prepararle
uno de los cuartos dejados por las doncellas de servicio.
—El pobrecillo vivió allí —suspiró Mrs. Sloane— como un pez fuera del agua.
Algunas veces, nuestro querido Demmy es un problema para sus parientes.
—Suplico que se cercioren bien de ello —puntualizó Ellery con entonación
marcadamente diferente—. Mr. Trikkala, pregúntele si entró en su dormitorio
desde el sábado último.
No fue necesario que Trikkala tradujera la horrorizada negativa del idiota.
Éste se encogió todo entero y arrastrándose hasta un rincón, se quedó allí, inmóvil,
mordiéndose las uñas, como un animal acosado. Ellery le estudió, perplejo.
El inspector se volvió hacia el barbudo médico británico:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Doctor Wardes, poco antes estuve conversando con el doctor Frost, quien
me indicó que usted había examinado el cadáver de Khalkis inmediatamente
después de muerto. ¿Es verdad eso?
—Sí, señor.
— ¿Cuál es su opinión profesional respecto a la causa de su fallecimiento?
El facultativo enarcó sus pobladas cejas:
—Exactamente la misma consignada por el doctor Frost en el certificado de
defunción.
— ¡Magnífico! Bien, permítame usted algunas preguntas personales, doctor.
Detálleme usted las circunstancias merced a las cuales se encuentra en esta casa.
—Creo que eso fue tocado ya —respondió indiferentemente el galeno—. Bien,
soy médico londinense, especialista en ojos. Visitaba Nueva York, gozando de unas
vacaciones, cuando Miss Brett fue a visitarme al hotel y...
— ¡De nuevo Miss Brett! —Ellery arrojo una mirada a la muchacha—. ¿Cómo
es eso? ¿Ya se conocían ustedes antes?
—Sí, por intermedio de Sir Arthur Ewing, antiguo empleador de Miss Joan.
Traté a Sir Arthur, aquejado de tracoma, y de esa manera trabé conocimiento con
esta jovencita —respondió el médico—. Bien, cuando ella se enteró por los
periódicos de mi llegada a Nueva York, fue a visitarme a mi hotel a fin de reanudar
nuestra amistad y, a la vez, sondearme con respecto a la posibilidad de que
examinara los ojos de Mr. Khalkis.
—Cuando vi el anuncio de la llegada del doctor Wardes en las noticias
marítimas de los diarios —terció Joan, de un tirón— le hablé a Mr. Khalkis de su
fama como médico oculista, insinuándole que él podría condescender a examinarle
la vista.
—Desde luego —continuó Wardes— al principio no me agradó la idea de
convertir mis vacaciones en gira profesional. Pero Miss Brett insistió y, finalmente,
accedí a sus deseos. Mr. Khalkis se mostró gentilísimo conmigo, insistiendo en que
fuera su huésped mientras durara mi estada en los Estados Unidos. El paciente,
empero, falleció cuando hacía menos de quince días que le tenía en observación.
— ¿Concuerda usted con el diagnóstico del doctor Frost y del especialista
acerca de la naturaleza patológica de la ceguera de Mr. Khalkis?
— ¡Oh, sí! Ya se lo había dicho así antes al sargento y a Mr. Pepper. Sabemos
muy poco respecto a la naturaleza exacta del fenómeno de la amaurosis —ceguera
completa— cuando es provocado por hemorragias de úlceras o cánceres de
estómago. No obstante ello, su caso era fascinante desde el punto de vista médico, y
ensayé algunos experimentos propios, esforzándome por estimular una posible
recuperación espontánea de la vista. Desgraciadamente, no logré éxito alguno. Mi
último examen tuvo lugar una semana antes del jueves pasado, y su estado
permanecía inalterable.
— ¿Está usted seguro, doctor, de que nunca vio anteriormente a ese individuo
Grimshaw?
—No, inspector, no —replicó impaciente el facultativo—. Además, nada
conozco de los asuntos privados de Khalkis, sus visitantes, o cualquier otro
pormenor que ustedes consideren útil para el buen éxito de su indagación. Mi única
preocupación por el momento es regresar a Gran Bretaña.
—Bueno —rezongó glacial el policía—, el otro día no parecía tan inclinado a
eso, doctor... No será fácil concederle permiso para partir. Recuerde usted que
investigamos un asesinato, caso grave como ninguno.
Cortó en seco una protesta airada del barbudo facultativo y se volvió hacia
Alan. Las contestaciones del muchacho fueron breves. No, nada podía agregar al

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

testimonio anterior. No, no había visto jamás al tal Grimshaw, y lo que era más,
agregó rabiosamente, le importaba un soberano ardite quién demontres le
mandara al otro barrio. El inspector enarcó sus cejas, vagamente divertido, e
interrogó a Mrs. Sloane. El resultado de tales esfuerzos fue desconcertante y
desilusionador: la mujer sabía menos que su hijo. Su única preocupación era
reorganizar el hogar de los Khalkis, de suerte que adquiriera cierto aspecto de
propiedad y orden. Mr. Vreeland, su esposo, Nació Suiza y Woodruff resultaron
igualmente poco prolíficos en informaciones útiles. Al parecer, ninguno de ellos
había visto u oído hablar de aquel Grimshaw... El inspector apremió al mayordomo
Weekes sobre el particular; pero el criado aseguró categóricamente que, pese a sus
ocho años de servicio en la casa Khalkis, el muerto no había aparecido jamás por
allí antes de sus visitas de la semana anterior.
En las pupilas del inspector llameaba una cólera impotente. Pregunta tras
pregunta salían disparadas de sus labios recubiertos de tupidos mostachos.
¿Alguien había advertido actividades sospechosas después de los funerales? ¡No!
¿Alguno de los presentes había visitado el cementerio después de las exequias?
¡No! ¿Alguien había visto a otro u otros allegarse hasta el campo santo, después del
entierro? Una vez más retumbó una atronadora negativa: ¡No!
Los dedos del inspector se curvaron en un gesto impaciente y el sargento Velie
taconeó aprisa hasta su superior. Éste mostrábase de un humor de perros. Velie
tenía que hundirse en el lúgubre silencio del cementerio e interrogar en persona a
Honeywell, al reverendo Elder y a los demás miembros integrantes de la parroquia,
y descubrir si alguno de ellos había presenciado algún incidente o escena
interesante en el campo santo después de los funerales de Khalkis. Incumbíale,
asimismo, la tarea de interrogar a vecinos y sirvientes de las casas del pasaje
interior, y cerciorarse, sin dejar lugar a dudas, de que no había descartado ningún
testigo posible de la probable visita de un supuesto sospechoso al cementerio, en
particular durante las horas de la noche . ..
Velie, acostumbrado a los humores de su superior jerárquico, sonrió con gesto
helado y salió a escape de la habitación.
El inspector se mordiscó el bigotazo:
— ¡Ellery! —gritó con paternal irritación—. ¿Qué diablos haces ahora,
muchacho?
Su hijo no respondió inmediatamente. Su vástago acababa de descubrir algo
de agudo interés. Su hijo, concluyamos, silbaba la melodía temática de la Quinta
Sinfonía, de Beethoven, curvado sobre una tetera de aspecto vulgarísimo,
depositada sobre un taburete al otro lado de la habitación.

10.

Ahora bien, cabe consignar que Ellery Queen era un joven curiosísimo.
Durante horas y horas había estado presintiendo acontecimientos importantes,
presa de algo así como el deseo de concretar un sueño; en suma, la intuición de que
se encontraba al borde de un brillante descubrimiento. Vagaba por la biblioteca,
estorbándole el paso a la gente, tanteando muebles y curioseando libros y
tornándose una verdadera molestia. Dos veces había pasado frente al colador sin
dedicarle más que una miradita atravesada ceñuda; la tercera vez, empero, sus

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fosas nasales se dilataron, menos por un olor palpable, que por el venteo,
intangible, de una pista sensacional. Contempló unos instantes la dichosa tetera y
luego levantó la tapa para husmear adentro. Sea lo que fuere lo que el muchacho
esperaba encontrar en ella, la suerte no le acompañó, pues sus ojos curiosos sólo
divisaron agua, vulgarísima agua.
No obstante, sus pupilas chispeaban cuando levantó la cabeza y comenzó a
silbar el acompañamiento musical de sus pensamientos, que acabó por fastidiar a
su progenitor. La airada pregunta de éste estaba condenada a quedar sin
contestación, pues Ellery, volviendo la cabeza hacia el ama de llaves, formuló la
siguiente pregunta con incisivo retintín:
— ¿Dónde se hallaba este taburete, con la vajilla de té, cuando usted encontró
muerto a Mr. Khalkis?
— ¿Dónde? Pues al lado del escritorio, señor, obedeciendo órdenes expresas
del amo.
—Bien, bien —exclamó triunfalmente Ellery, abarcando al corro en una sola y
penetrante mirada—, ¿quién retiró este taburete a la alcoba después del sábado por
la mañana?
Una vez más Joan Brett respondió a la pregunta del detective, y una vez más
todas las miradas se dirigieron a ella, matizadas ahora por una sombra de
sospecha. —He sido yo, Mr. Queen.
El inspector fruncía el entrecejo. Ellery sonrió al viejo y dijo:
— ¿De veras, Miss Brett? Bien, le suplico que me indique cuándo ocurrió eso y
por qué lo hizo.
—Por momentos parece que yo no dejé cosa por hacer... —musitó la
muchachita, riendo nerviosamente—. La tarde de las exequias había tanta
confusión en la casa, y tanto ir y venir de gente buscando el dichoso testamento, y
ese taburete estaba tan en el paso, junto al escritorio, que creí conveniente retirarlo
del camino y colocarlo en la alcoba y eliminar así un obstáculo en... A buen seguro
que ese acto mío no entraña nada criminal, ¿no? — ¡Desde luego que no! —
respondió Ellery con indulgencia, encarándose de nuevo con Mrs. Simms—.
Cuando usted trajo la vajilla de té el viernes por la noche, ¿cuántas bolsitas incluyó
en el servicio?
—Un puñado, señor. Recuerdo que eran seis.
El inspector se adelantó rápidamente, imitado por Pepper, y entrambos
investigadores ojearon el taburete con perplejo interés. Este último era pequeño y
antiguo, sin detalle o característica alguna que l0 diferenciara de los demás. Sobre
él se veía una gran bandeja plateada; y en la misma, lado a lado de la tetera, tres
tazas y platillos, con sendas cucharitas; una azucarera de plata; otro plato con tres
rodajas secas de limón, inexprimidas; otro plato con tres bolsitas intactas de té; y
una jarrita diminuta, de plata, con crema amarillenta. En cada una de las tres tazas
advertíase un sedimento seco de agua de té, y en cada una de ellas un anillo
marcado por el tanino del té cerca del borde interior de la taza. Cada una de las tres
cucharitas de plata estaba opaca y manchada. Y en cada uno de los tres platillos
reposaba una rodaja, seca e inexprimida, de limón y una bolsita amarillenta de té. Y
nada más, como bien podían verlo el inspector o el propio Pepper, a pesar de que
contemplaban todo aquello con ojos abiertos de par en par...
Pese a estar acostumbrado a las extravagancias de su retoño, el inspector
consideró demasiado exagerados aquellos alardes:
—No entiendo qué...
— ¡Vamos! ¡Sé leal al viejo Ovidio, papaíto de mi alma! —río Ellery—. "Ármate
de paciencia y soporta: esta infelicidad te será beneficiosa algún día" —el joven

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levantó de nuevo la tapa de la tetera, miró adentro y seguidamente, después de


sacar del bolsillo su inseparable equipo de bolsillo, vertió en una diminuta
ampolleta algunas gotas del agua allí depositada, volvió la tapa a su lugar, taponó
con cuidado la ampolleta de vidrio, procediendo acto seguido a guardarla. A
continuación levantó la bandeja del taburete y la llevó hasta el escritorio,
depositándola en él con un hondo suspiro de satisfacción. Un pensamiento cruzó
por su mente alerta; volviéndose a Joan, le espetó a boca de jarro—: Cuando usted
retiró el taburete, ¿no tocó o cambió nada de sobre la bandeja?
—No, Mr. Queen.
— ¡Espléndido! De hecho, diría excelente, perfecto —se frotó las manos con
entusiasmo—. Bien, señoras y señores, la mañana ha sido por demás fatigosa. ¿Qué
les parece si tomamos...?
— ¡Ellery! —tronó su padre glacialmente—. Después de todo, hasta la
paciencia de un Job tiene sus límites. No es momento de bromas...
—El hijo le atravesó con una mirada tenebrosa:
— ¡Padre mío! ¿Osas menospreciar lo que ensalzó Colley Cibber? "¡Té! ¡Tú,
suave, tú sobrio, sabio y venerable líquido, tú, desatalenguas femeninas, suavizador
de sonrisas, abre corazones, cordial de guiñadas!" —Joan rió nerviosamente, y
Ellery le hizo una pequeña reverencia.
Las miradas de los Queen se cruzaron entonces sobre la tetera, y el viejo
perdió al punto sus arranques malhumorados. Apartóse discretamente, como
invitando al hijo a tomar posesión del campo y hacer lo que le viniera en ganas.
Las ideas de Ellery parecían perfectamente definidas. Encarándose con Mrs.
Simms, indicó bruscamente:
—Vaya a buscarme tres nuevas bolsitas de té, seis tazas limpias con sus
correspondientes platitos y cucharitas, amén de algunas rodajas frescas de limón, y
crema. Vitement, Madame la Gouvernante!
La mujer salió volando del cuarto. Alegremente, Ellery desenredó el cordón
eléctrico de la tetera, giró en torno del escritorio, como buscando algo que acabó
por descubrir, y por fin, enchufó la ficha en el tomacorriente instalado junto al
mueble. Cuando el ama de llaves regresó de la cocina, el agua borboteaba en la
tetera. En medio de un silencio sepulcral, Ellery, sin colocar las bolsitas de té en las
seis tazas traídas por Mrs. Simms, abrió la tapita y comenzó a llenarlas con agua
hirviente. La tetera apuró sus últimas gotas cuando la quinta taza estaba casi llena.
Pepper, con entonación perpleja, interpeló:
— ¡Mr. Queen, esa agua es rancia! Hace más de una semana que está en ese
recipiente. De fijo no pretenderá usted bebería:
— ¡Tonto de mí! —musitó el joven, sonriendo—. ¡Desde luego! Mrs. Simms —
agregó—, vuelvo a molestarla para que se lleve la tetera, la llene con agua limpia y
me la traiga de nuevo con seis tazas.
La vieja parecía haber cambiado de idea con respecto a aquel jovenzuelo
impertinente, y la mirada dirigida a su cabeza gacha presagiaba borrasca. Ceñuda,
recogió malhumorada el recipiente de té y salió de la biblioteca. Esfumada la mujer,
Ellery, con calma chicha, procedió sumergir las tres bolsitas de té usadas en sendas
tazas de humeante agua rancia. Dejó entonces que las tres bolsitas se empaparan
bien con el agua rancia hirviendo y luego las exprimió vigorosamente con una de
las cucharitas manchadas. Mrs. Simms regresó pomposamente a la biblioteca,
portadora de una nueva bandeja con doce tazas y platillos limpios, y la zarandeada
tetera.
—Confío —gruñó cortante— que éstas le alcancen, Mr. Queen. ¡Ya no quedan
más tazas similares en toda la casa, jovencito!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Perfectamente, Mrs. Simms! —murmuró el muchacho; —. ¡Es usted una


joya! —suspendió su exprimir y estrujar el tiempo necesario para enchufar la ficha
en el tomacorriente del escritorio. Acto seguido reemprendió su tarea. No obstante
sus esfuerzos, las viejas bolsitas de té no produjeron más que la sombra de una
solución en el agua caliente. Ellery sonrió, como si ello confirmara algún barrunto
suyo y luego de aguardar con paciencia el hervor del agua limpia de la tetera,
procedió a llenar las tazas nuevas traídas por la airada ama de llaves. Suspiró
profundamente cuando el recipiente se vació a la sexta taza y murmuró:
—Mi querida Mrs. Simms, me parece que tendrá usted que volver a llenar la
tetera... ¡la compañía es agradable!
Sin embargo, todos los circunstantes se negaron a acompañarle y nuestro
héroe saboreó a solas el delicioso líquido, estudiando pesarosamente la tapa del
escritorio, materialmente atestada de tazas de té.
A decir verdad, las furibundas miradas dirigidas a sus compuestas facciones
demostraban, con mayor elocuencia que las palabras, la firme convicción de que
casi todos los presentes le consideraban de la misma categoría mental que Demmy.

11.

Enjugándose pulcramente los labios con el pañuelo, Ellery depositó su taza de


té vacía sobre el escritorio y, siempre sonriente, desapareció dentro del dormitorio
de Khalkis. El inspector y Pepper, imágenes de la resignación, le siguieron.
El dormitorio de Khalkis era amplio, obscuro y sin ventanas: la habitación
propia de un ciego. Ellery encendió las luces y escudriñó los rincones de su nuevo
campo de exploraciones. El cuarto se hallaba en un desorden indescriptible; el
lecho estaba sucio y sin arreglar; una pila de prendas masculinas yacía sobre una
silla contigua a la cama; en el ambiente flotaba un hedor ligeramente nauseabundo.
—Posiblemente —recalcó Ellery adelantándose hacia una vieja cómoda
emplazada al otro lado del cuarto— se trata de alguna esencia embalsamadora o
cosa parecida. La casa será vieja y sólida, según asevera el amigo Crewe, pero es
innegable que carece de adecuada ventilación.
Observó largamente la cómoda, pero sin tocar nada. Acto continuo, exhalando
un suspiro, inició el registro de los cajones. En el superior pareció descubrir algo
interesante, pues su mano emergió de allí asiendo dos tiras de papel.
— ¿Qué has hallado, hijo? —preguntó el policía, atisbando por sobre el
hombro de Ellery.
—Nada más que el "programa o catálogo de prendas de vestir" utilizadas por
nuestro buen amigo el idiota, y destinadas a engalanar a su primo —murmuró el
joven. Ambos investigadores advirtieron que uno de los dos papeles estaba escrito
en alguna lengua extranjera, en tanto que el otro —su contraparte— lo estaba en
inglés—. Poseo suficientes conocimientos filológicos —agregó Ellery vanidosamente
— para identificar estos garabatos como palabras del griego moderno. ¡Oh! ¡Cuan
maravillosa es la educación clásica!
Ninguno de los interlocutores dibujó siquiera la sombra de una sonrisa en sus
labios. De modo, pues, que nuestro joven, profiriendo suspiros conmovedores,
rompió a leer alto el "catálogo" escrito en la lengua shakespeariana:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

LUNES: Traje "tweed" gris; zapatos negros, calcetines grises; camisa gris
claro, cuello pegado; corbata rayada gris.
MARTES: Traje marrón obscuro cruzado; zapatos marrones cordobán;
calcetines marrones; camisa blanca; corbata de muaré rojo; cuello "palomita";
polainas canela.
MIÉRCOLES: Traje gris claro, sencillo, rayitas negras; zapatos puntiagudos
negros; calcetines de seda negra; camisa blanca; corbatín negro; polainas grises.
JUEVES: Traje azul, sencillo; zapatos negros; calcetines de seda azul; camisa
blanca a rayitas azuladas; corbata azul con lunares, cuello blando que combine.
VIERNES: Traje de "tweed" canela, un botón; zapatos marrones; calcetines
canela; id. camisa, cuello pegado; corbata a rayas castaño-canela.
SÁBADO: Traje de tres botones gris obscuro; zapatos negros puntiagudos;
calcetines de seda, negros; camisa blanca; corbata de muaré verde; polainas grises;
cuello "palomita".
DOMINGO: Traje cruzado de sarga azul; zapatos negros, punta cuadrada;
calcetines de seda negra; corbata azul obscuro; cuello "palomita"; camisa blanca
con pechera semialmidonada; polainas grises.
— ¿Y bien? ¿Qué hay con esto? —preguntó el inspector.
— ¿Cómo qué hay con esto, papá? —repitió Ellery—. ¡Pues mucho! —
corriendo a la puerta, sacó la cabeza por el marco—. ¡Mr. Trikkala! ¿Quiere usted
venir aquí un instante? —el intérprete griego taconeó obedientemente hasta el
dormitorio— ¡Trikkala! —exclamó el muchacho, entregándole el papel con la
traducción griega del "catálogo"—. ¿Qué dice aquí? ¡Léala en voz alta!
Así lo hizo el heleno. Tratábase, en verdad, de una traducción literal del
"programa" en inglés que Ellery acababa de leer al inspector y a Pepper.
Ellery despachó de nuevo al hombre a la biblioteca y se engolfó de lleno en la
tarea de inspeccionar uno a uno los demás cajones del mueble. Nada pareció
llamarle la atención hasta que en el tercer cajón descubrió un paquete, largo y
chato, sellado y sin abrir. El sobrescrito rezaba así: Mr. Georg Khalkis, 11 E. 54th.
Street, New York City. Llevada el sello de la Casa Barret, Camisería Fina —
Artículos para Caballeros, impreso en el ángulo izquierdo superior; abajo, en el
extremo inferior, se leían tres palabras marcadas con un sello especial: Entregado
por Mensajero. Ellery abrió el paquete y halló seis corbatas de muaré rojo, todas
idénticas. Arrojó el paquete deshecho sobre la tapa del mueble y sin descubrir nada
más de interés en los otros cajones, enderezó sus pasos hacia el dormitorio de
Demmy, contiguo al de Khalkis. Era apenas un agujero, con una sola ventana
abierta sobre el pasaje interior de los fondos. Por el moblaje parecía la celda de un
ermitaño. El cuarto no traspiraba señal alguna de personalidad definida.
Ellery se estremeció un tanto; pero el clima desolado de la habitación no fue
óbice para que revisara cuidadosamente todos los pajones del armario del idiota. El
único detalle que suscitó su curiosidad fue una hoja de papel, idéntica en un todo al
"catálogo", redactado en griego, descubierto por el joven en el dormitorio de
Khalkis. De hecho, tratábase de una copia carbónica, pormenor éste que verificó al
instante cotejando ambas cuartillas.
Regresó inmediatamente al cuarto del difunto; el inspector y Pepper habían
vuelto a la biblioteca. Ellery puso rápidamente manos a la obra, enfilando
derechamente hacia la silla con las prendas apiladas encima de ella. Revisó con
cuidado cada prenda: un traje gris obscuro, una camisa blanca, una corbata roja, un
cuello "palomita"; caído en el piso, junto a la silla, advirtió un par de calcetines
negros, un par de zapatos del mismo color, y un tercer par de polainas grises.
Contempló, pensativo, aquellas ropas del muerto, tamborileando sus lentes contra

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

los dientes, y luego se dirigió hacia el enorme guardarropa adosado al muro


opuesto de la habitación. Abrió la portezuela y hurgó en su interior. Luego de largo
rebuscar, terminó por cerrar el batiente y atrapando al vuelo el paquete con las
corbatas, regresó al estudio. El sargento Velie conferenciaba allí, en discreto aparte,
con el inspector. Éste levantó los ojos, inquisitivamente, y Ellery sonrió,
dirigiéndose a uno de los teléfonos colocados sobre el escritorio. Pidió
Informaciones, sostuvo breve conversación, repitió un número y prestamente lo
marcó en el disco. Tras una rápida serie de preguntas y respuestas con alguien
colocado al otro extremo del cable, el joven colgó el auricular, sonriendo de oreja a
oreja. Acababa de descubrir, por intermedio de Sturgess, jefe del ceremonial
fúnebre de las exequias de Khalkis, que las prendas encontradas sobre la silla del
dormitorio del difunto habían sido dejadas allí, pieza por pieza, por los ayudantes
de Sturgess después de desvestir al anciano; de hecho, tratábase de las ropas
llevadas por él en el instante de morir, y que habían sido retiradas de su cadáver a
los efectos de embalsamarlo y volverlo a vestir para el velatorio con uno de sus
trajes de etiqueta.
Ellery, volviéndose hacia los aburridos circunstantes, mostró en alto el
paquete de las corbatas, preguntando con jovialidad si el mismo les era familiar.
Dos personas respondieron: Weekes y, naturalmente, Joan Brett. Ellery
sonrió a la joven, pero interpeló primero al mayordomo.
— ¿Qué sabe usted con respecto al paquete, amigo mío?
— ¿Es un envío de la Casa Barret, señor?
—En efecto.
—Pues bien, creo que fue entregado el sábado último por la tarde, señor,
algunas horas después del fallecimiento de Mr. Khalkis.
— ¿Lo recibió usted mismo?
—Exactamente, señor.
— ¿Qué hizo usted con él?
— ¡Ejem!... Yo... Bueno, pues lo puse sobre la mesita del vestíbulo, me
parece.
— ¿Sobre la mesita del vestíbulo? ¿Seguro, Weekes? ¿No lo retiró de allí para
ponerlo en alguna otra parte?
—No, señor, no —el anciano mayordomo parecía amedrentado—. De hecho
señor, en medio de la confusión provocada por la muerte de Mr. Khalkis y... y otros
factores, olvidé por completo ese paquete hasta que le vi en sus manos.
— ¡Es extraño!... ¿Y usted, Miss Brett? ¿Cuáles son sus relaciones con este
escurridizo paquete?
—El sábado por la tarde lo vi sobre la mesita del vestíbulo, Mr. Queen. Eso es,
en realidad, cuanto sé de él. — ¿No lo tocó? —No. Ellery se puso carilargo y
cejijunto:
— ¡Vamos, vamos! —exclamó con voz calmosa, encarándose con el desparejo
auditorio—. Alguien tiene que haber retirado este paquete de la mesita del
vestíbulo, colocándolo en el tercer cajón del armario del dormitorio de Mr. Khalkis,
lugar en que le acabo de descubrir. ¿Quién fue de ustedes?
Ninguno contestó.
— ¿Nadie más, aparte de Miss Brett, recuerda haberle visto sobre la mesita?
No hubo respuesta.
— ¡Muy bien! —espetó Ellery cruzando la habitación y poniendo el paquete en
las manos del policía—. Papá, conviene que lleven este paquete con corbatas a la
Casa Barrett y que averigüen allí quién las solicitó, quien las entregó y demás
pormenores importantes.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El inspector asintió, y señalando con el dedo a uno de los detectives, ordenó:


—Haga lo que ha dicho Mr. Queen, Piggott.
El detective hizo una señal afirmativa y tomando el paquete se retiró de la
biblioteca.
— ¿Algo más del cuarto te interesa, hijo? —cuchicheó el inspector al oído de
su hijo, pero éste meneó la cabeza, ahondando aún más las arrugas de
preocupación impresas en las comisuras de sus labios.
El anciano se encogió de hombros y dando sonoras palmadas, se enfrentó con
los implicados en el drama Khalkis-Grimshaw. Todos se estremecieron,
irguiéndose en sus respectivos asientos:
—Eso es todo por hoy —anunció el policía—. Ahora bien, es mi intención
darles a comprender un hecho importante. La semana pasada expresaron fastidio
por la pesquisa concerniente al testamento hurtado de Khalkis; a decir verdad,
como el delito, en sí, no era importante, su libertad de movimientos no quedó
restringida. Ahora, en cambio, todos ustedes están sumergidos hasta el cuello en
una escabrosa investigación criminal. Con franqueza, les advierto que hasta ahora
no sabemos a qué atenernos al respecto. Todo cuanto conocemos es que el hombre
asesinado, que cuenta con antecedentes policiales, realizó dos visitas misteriosas a
esta casa, la segunda vez en compañía de un individuo que agotó sus esfuerzos por
mantener en secreto su identidad... ¡y lo logró con todo éxito!
"El crimen se complicó de modo extraordinario por el hecho de que el
individuo asesinado fue descubierto enterrado en el cajón mortuorio de una
persona fallecida por causas naturales.
"Dadas estas circunstancias, todos ustedes están bajo sospecha. Sólo Dios
sabe en qué forma y cómo o cuándo. Pero entiéndanme bien: cada uno de los
presentes no debe substraerse a la vigilancia policial hasta que veamos claro en el
asunto. Aquellos que, como ustedes, Sloane y Vreeland, deben atender sus
respectivos negocios, pueden continuar haciéndolo como de ordinario; pero pro-
curando mantenerse cuidadosamente al alcance de la policía. Mr. Suiza, usted
puede retirarse a su casa; consérvese, empero, a mi alcance. Woodruff, todo esto no
le concierne. Los otros, hasta nueva orden, abandonarán esta casa sólo con permiso
especial, dando cuenta de dónde piensan ir.
El inspector, refunfuñando, se puso trabajosamente el sobretodo. Nadie
articuló palabra. El anciano impartió breves y secas órdenes a sus hombres,
apostando en la casa a cierto número de ellos, encabezados por Flint y Johnson.
Pepper envió órdenes a Cohalan en el sentido de permanecer donde estaba y luego,
imitado por Velie y Ellery, se puso el sobretodo. Los cuatro hombres se en-
caminaron hacia la puerta.
El inspector se volvió a último momento para mirarles de arriba abajo:
—Deseo decirles a todos ustedes con claridad —gruñó con retintín desafiante
— que si mis órdenes les gustan o no les gustan, a mí me importa un soberano
ardite... ¡Tengan ustedes muy buenos días! —marchóse con estrépito y Ellery siguió
a los representantes de la ley, riendo para sus adentros.

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12.

La cena en el hogar de los Queen fue bastante lúgubre. El departamento del


tercer piso de la calle 87 Oeste era entonces algo más nuevo que en la actualidad, el
vestíbulo un poco más pretencioso, y la sala no tan ensombrecida por el paso de los
años; y siendo el amigo Djuna, mucamo de los Queens, muy joven en ese tiempo y,
por consecuencia, algo menos sesudo de lo que llegaría a ser años más tarde,
cualquiera podría haber llamado cómodo al departamento, y alegre y chispeante su
atmósfera. No era así, sin embargo; el Weltschmerz ("hastío del mundo") del
inspector cerníase en los cuartos como un trágico sudario; metía sus narices en la
tabaquera con mayor frecuencia y exasperación que nunca; respondía a Ellery con
acres monosílabos, impartía órdenes al atónito Djuna con vozarrón tronador, y
ambulaba de la sala al comedor y del comedor al dormitorio y viceversa como un
sujeto poseído por todos los demonios del infierno. El humor del viejo no mejoró
con la llegada de sus invitados; su hijo les había invitado a cenar, y la vista del ros-
tro pensativo de Pepper y de los ojos Inquisitivos y cansados del fiscal Sampson, no
suscitó ningún cambio químico en su negrísimo humor.
Por consiguiente, Djuna sirvió una comida substanciosa sumido en el mayor
de los silencios, y en silencio fue recibida y consumida. Sólo Ellery mostrábase
optimista. Comió con su apetito acostumbrado, felicitó a Djuna por la calidad del
asado, citó a Dickens en el budín y a Voltaire en el café...
Sampson se pasó la servilleta por los labios, y estalló:
—Bueno, amigo Queen, lo de siempre. Engañados, frustrados y batidos. ¡Otro
maldito rompecabezas! ¿Cuál es el cariz actual de las cosas?
El inspector enarcó sus cejas tupidas:
—Pregúntele a mi hijo aquí presente —sepultó sus narices en el pocillo—. A lo
que parece, rebosa de júbilo ante el aspecto de ese condenado caso...
—Lo que pasa es que lo tomas demasiado a la tremenda, papá —dijo Ellery,
dando fuertes pitadas a su cigarrillo—.
El problema presenta sus puntos espinosos, pero diría que... ¡no es insoluble!
— ¿Cómo? —los otros tres le miraron fijo; los ojos del inspector
desorbitábanse de pasmo.
—No me apremien caballeros, por favor —murmuró el muchacho—. Es en
momentos como éstos cuando mi lenguaje se satura de clasicismo, y bien sé que
Sampson, por ejemplo, abomina semejante práctica pedantesca Además, me
disgusta razonar con el estómago lleno. Djuna, amigo mío, vierte más café en el
pocillo...
—Si usted sabe algo, Ellery —prorrumpió Sampson, con rabia— vomítelo en
seguida. ¿Qué es? ¿De qué se trata?
—Es demasiado prematuro. Preferiría no hablar ahora. Sampson se puso de
pie de un salto y comenzó a taconear, excitadísimo, por sobre la alfombra del
comedor.
— ¡Así se presentan siempre las cosas! "¡Demasiado prematuro!" —resopló
como un potrillo—. Pepper, entéreme de todo. ¿Cuáles son las últimas noticias?
—Bueno, jefe —respondió el otro—. Velie descubrió un sinnúmero de
pormenores interesantes, pero ninguno de ellos sirve para maldita la cosa, por así

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

decirlo. Por ejemplo, Honeywell, el sacristán de la iglesia, sostiene que el


cementerio no queda nunca clausurado, pero que ni él ni ninguno de sus ayudantes
advirtieron nada sospechoso en momento alguno después de los funerales.
—Eso no significa nada —masculló el inspector—, pues ni el campo santo ni el
pasaje interior fueron vigilados por la policía. Cualquiera podría haber entrado y
salido cien veces sin ser visto. Especialmente de noche. ¡Bah, bah, bah!
— ¿Y los vecinos?
—Menos, jefe —contestó Pepper—. La información de Velie al respecto es
completa. Vea usted, todas las fincas situadas en el lado sur de la calle 55, y en el
costado norte de la 54 tienen entradas de servicio sobre dicho pasaje. Sobre la calle
54 tienen entradas de servicio sobre dicho pasaje. Sobre la calle 55, de este a oeste,
las casas son las siguientes, en orden sucesivo: N o 14, en la esquina de Madison
Avenue, perteneciente a Mrs. Susan Morse, una viejecita muy curiosa que asistió a
las exequias de Khalkis. El No 12 corresponde a la casa del doctor Frost, el galeno
que atendía al difunto. El No 10 es la rectoría contigua a la iglesia, en donde vive el
reverendo Elder. En la calle 54, de este a oeste, las casas se disponen así: el N o 15,
emplazado en la esquina de Madison Avenue, corresponde a Mr. y Mrs. Rudoplh
Gans...
— ¿El mayorista de carnes?
—Sí... Bien, entre la casa de Gans y la de Khalkis se halla el N o 13, una finca
vacía y clausurada...
— ¿A quién pertenece, Pepper?
—No se excite, jefe. Es de la familia —gruñó el inspector—, pues pertenece a
nuestro multimillonario Mr. James J. Knox, el magnate al cual Khalkis designó
ejecutor de su birlado testamento. Nadie reside allí; es un caserón viejo como Adán.
Knox solía vivir en él años atrás, pero se mudó más cerca del centro y la casa ha
quedado desocupada.
—Inspeccioné los títulos correspondientes —terció Pepper— y puedo
asegurarles que son impecables, sin hipoteca alguna, y que la casa no ha sido
puesta en venta. Barrunto que el viejo retiene el caserón por razones sentimentales.
Es una especie de mansión a la antigua, tan vieja como la de Khalkis, y construida
poco más o menos en la misma época.
—Bien, sea como fuere, ninguno de los residentes en cualquiera de las casas
mencionadas pudo proporcionar informes útiles a Velie. El pasaje es accesible
desde cualquiera de los fondos de las casas de ambas calles; en cambio, no se puede
llegar a él desde la Madison Avenue, a menos que sea a través de los sótanos de las
fincas de Morse o Gans, las únicas de esa manzana; no existen callejuelas o
callejones que conduzcan al pasaje interior desde las calles 54, 55 o Madison
Avenue.
—En otras palabras —indicó Sampson con impaciencia— no podríamos llegar
al pasaje interior si no por medio de las casas referidas, la iglesia o el campo santo,
¿verdad?
—Sí, jefe. En cuanto al cementerio, sólo hay tres formas de penetrar en él que
son: por los fondos de la iglesia, por los portones de la extremidad oeste del pasaje
interior, y por la puerta simple de las rejas —que, de hecho, es una verja amplia—
situada sobre el costado de la calle 54 de la necrópolis.
—Todo eso no importa un comino —masculló el inspector—. El punto de
importancia es que todos los testigos interrogados por Velie negaron haber visitado
de noche el cementerio, o en cualquier otro momento después del entierro de
Khalkis.

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—Excepción hecha —terció Ellery suavemente— de Mrs. Morse, papá. ¡Veo


que la olvidaste! Recuerda que Velie nos habló acerca de sus agradables hábitos de
vagabundear por sobre la cabeza de los muertos de ese cementerio...
—Sí —exclamó Pepper—, pero negó haberles visitado aquella noche, Mr.
Queen. Sea lo que fuere, jefe, la verdad es que todos los vecinos son miembros
integrantes de la parroquia del reverendo Elder, salvo Knox, el cual no es, de hecho,
un vecino...
—Sí, es católico —gruñó el policía— y pertenece a una iglesia concurrida por
gente de campanillas del barrio oeste.
— ¡A propósito! ¿Dónde está Knox? —preguntó él fiscal.
—Salió esta mañana de la ciudad —respondió el anciano policía—. Ordené a
Thomas que me consiga una orden de revisión, pues no podemos aguardar eterna-
mente el regreso de ese hombre. Imaginarán ustedes queme muero por echarle un
vistazo a la casa vacía contigua a la del finado Khalkis.
—El inspector, jefe —explicó Pepper— abriga la convicción de que esa finca
vacía de Knox podría haber sido el lugar en que el asesino ocultó el cuerpo de
Grimshaw hasta que lo introdujo en el ataúd de Khalkis.
— ¡Una buena conjetura, Queen!
—Sea como fuere •—continuó Pepper— el secretario de Knox rehuyó revelar el
paradero de nuestro multimillonario y, por lo mismo, estamos obligados a echar
mano de una orden de allanamiento judicial.
—Es posible que sea de escasa importancia —recalcó el inspector— pero...
¡que me maten si dejo cabo por atar, caballeros!
—Un excelente principio operandi —rió Ellery.
Su padre volvióse hacia él, mirándole con disgusto:
—De fijo que te crees muy listo, ¿eh? —masculló con rabia—. Bueno...
Señores, atiéndanme un instante: en cuanto a esa casa vacía se refiere, nosotros
estamos abocados a un problema. Ignoramos aún cuándo fue asesinado ese
hombre... o cuánto tiempo transcurrió desde su muerte. ¡Bien! La autopsia nos
revelará ese punto obscuro de manera concluyente. En el ínterin, es necesario
proceder en base a suposiciones. Si Khalkis falleció antes que Grimshaw fuera
asesinado eso implica que la inhumación de éste último en el cajón de Khalkis fue
planeada con antelación. En tal caso, la casa yacía constituiría un excelente lugar
para que el homicida guardara e] cadáver de Grimshaw hasta después del entierro
de Khalkis, momentos en que el ataúd serviría para sus nefastos propósitos.
—Sí, sí, pero encare usted el caso desde otro punto de vista —objetó el fiscal—.
Es una teoría tan sostenible como la suya la de que Khalkis murió después del
asesinato de Grimshaw. Eso significaría que el criminal no podía contar con la
muerte inesperada de Khalkis y la oportunidad de ocultar el cuerpo en el féretro de
aquél y, por consiguiente, de que el cadáver debía haber estado oculto en el lugar
preciso en que se cometió el asesinato... y no conozco razón alguna que nos obligue
a sospechar que el homicidio tuvo lugar en esa casa vacía. De cualquier manera,
caballeros, no veo cómo ese punto de vista podría coadyuvar en la solución del
enigma hasta que sepamos a ciencia cierta cuándo fue ultimado Grimshaw.
—Cabe inferir, entonces —respondió Pepper, meditabundo —que, si
Grimshaw fue estrangulado antes del fallecimiento de Khalkis su cuerpo se
escondió en el mismo lugar en que encontró la muerte. Seguidamente, cuando
Khalkis murió, la oportunidad de inhumar el cuerpo del hombre asesinado en el
féretro de Khalkis cruzó por la mente del criminal, acarreando éste entonces el
cadáver hasta el cementerio, y entrando en él, posiblemente, por las verjas de la
calle 54, ¿verdad?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Exactamente! —exclamó Sampson—. Las probabilidades son diez contra


una de que la casa contigua a la de Khalkis nada tenga que ver con el crimen.
Albergo la certeza de que ésta es una conjetura irreductible.
—Tal vez no tan irreductible, amigo mío —contestó Ellery—. Por el otro lado,
mi débil intelecto sospecha de que están haciendo un puchero antes de comprar los
ingredientes. ¿Por qué no aguardan con paciencia el resultado de la autopsia?
— ¡Aguardar, aguardar! —masculló el inspector mordiscándose los
mostachos.
Ellery rió.
—De creer a Chaucer, papá, tu edad es una gran ventaja. ¿Recuerdas The
Parlament of Fowles? "De los nuevos sembradíos, cual dicen los hombres, viene,
año tras año, todo ese nuevo trigo."
— ¿Algo más, Pepper? —masculló Sampson, desentendiéndose de las pullas
elleryanas.
—Sólo lo rutinario, jefe. Velie interrogó al portero de la tienda de enfrente de
la casa de Khalkis y del cementerio, y al agente de facción en la manzana; pero
ninguno de los dos advirtió signo de actividades sospechosas desde el día de los
funerales de Khalkis. El policía de guardia nocturna tampoco vio nada, pero admite
que el cuerpo podría haber sido introducido subrepticiamente en el cementerio sin
su conocimiento. Y no hay nadie en la tienda aludida en posición de observar
constantemente la necrópolis, pues el sereno permanece toda la noche en las
dependencias interiores. Y eso es todo, jefe.
— ¡Demontres! ¡Creo que me volveré loco con este maldito cruzarse de brazos!
—farfulló el inspector, balanceándose delante del hogar.
—La patience est amere, mais son fruit est doux — murmuró Ellery—. Hoy
me siento con humor de citas, caballeros.
Ésas son las consecuencias —masculló el policía— de haber enviado a mi hijo
al colegio. ¡Ahora habla al padre con aires de superioridad! ¿Qué significa eso?
—Pues que la paciencia es amarga, pero su fruto es dulce —sonrió Ellery— y
eso lo dijo un ruso...
— ¿Un ruso?
— ¡Vamos! ¿No ve que le quiere tomar el pelo, viejo? —murmuró,
cascadamente, Sampson—. Supongo que se refiere a Rousseau.
— ¿Sabía usted, mi dulce amigo —estalló Ellery estrepitosamente— que
algunas veces da muestras usted de sorprendentes signos de inteligencia?

13.

A la mañana siguiente, sábado, el espíritu del inspector Queen cobró cierta


animación. La causa inmediata de aquella elevación anímica radicaba en el informe
personal del doctor Samuel Prouty tocante a los resultados de la autopsia
practicada en los cadáveres de Khalkis y Grimshaw.
El fiscal Sampson, encadenado a su despacho por un caso que exigía su
atención personal, había enviado a su lugarteniente Pepper a la oficina del
inspector Queen en el Departamento de Policía. Cuando el doctor Prouty penetró
en el cuarto, mordiscando su primer cigarro del día, aguardábanle el inspector,
Pepper, Velie y un curiosamente expectante Ellery.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¿Y bien, doctor? —gritó el policía, apremiante—. ¿Cuál es su informe?


El facultativo desplomó su larguirucha anatomía en la silla más cómoda del
despacho, moviéndose con sardónica pachorra:
—Supongo que usted desea asegurarse primero con respecto al cadáver de
Khalkis, ¿no? Bueno, en esa dirección todo es intocable. El certificado del doctor
Frost consignaba la verdad. No hay indicios de nada delictuoso. Cardíaco grave, su
corazón cedió al peso de sus múltiples preocupaciones.
— ¿No encontraron vestigios de veneno, doctor?
—Ni para liquidar a una hormiga, inspector Queen. Ni más ni menos. Ahora
bien, en cuanto al segundo "fiambre", todas las señales indican una muerte anterior
a la de Khalkis. Existe un cúmulo de detalles que tornan arriesgado un fallo
definitivo. La pérdida de calor corporal en este caso no nos lleva muy lejos,
caballeros, pero lograrnos extraer algunas conclusiones interesantes de los cambios
cadavéricos operados en las masas musculares y en el debatido asunto de la palidez
cadavérica. De todo eso podría deducirse que Mr. Albert Grimshaw fue asesinado
de seis a seis días y medio antes de la exhumación realizada ayer por la mañana.
—En otras palabras —aclaró el policía— ese hombre fue estrangulado a altas
horas de la noche, ya sea en las últimas de la noche del viernes o bien en las prime -
ras del sábado.
—Exactamente, inspector. Considerando los detalles del caso, diría que se
produjo un ligero retardamiento en los procesos naturales inherentes a la
putrefacción, caballeros. No me asombraría descubrir que el cuerpo fue guardado
en un lugar seco, sin corrientes de aire, antes de ser inhumado en el ataúd de
Khalkis.
Ellery parecía alicaído y sombrío:
— ¡Vamos, un asuntito harto desagradable! —murmuró—. Nuestras almas
inmortales parecen alojarse en cuerpos asaz traicioneros.
— ¿De veras? ¿Por qué la putrefacción aparece tan pronto? —el médico
parecía divertido—. Bueno, le brindaré un consuelo: el útero de una mujer algunas
veces permanece intacto siete meses después de producirse la muerte.
—Si ése es un bálsamo consolador...
— ¿No cabe duda alguna, doctor —terció aprisa el policía— de que ese hombre
murió estrangulado?
—Ninguna, viejo. Alguien le ahogó con las manos desnudas. Las señales de las
uñas son marcadísimas.
—Doctor, ¿qué descubrió usted en esa muestra de agua vieja que le di? —
preguntó Ellery, recostándose contra el respaldo de su silla.
— ¡Ah! —el facultativo parecía fastidiado—. Vea usted, existen ciertas sales,
principalmente de calcio, que se encuentran en todas las aguas duras. No
desconocerá usted que nuestra agua corriente es dura, joven. Bien, la ebullición
precipita estas sales. Es fácil realizar un análisis químico y determinar, mediante el
contenido precipitado, si el agua fue hervida o no. Bien, afirmo rotundamente que
esa agua rancia hallada por usted en la tetera, fue hervida. Más aun: no se le agregó
agua no hervida después de calentarse el líquido original.
— ¡El cielo bendiga su mente científica, doctor! —murmuró Ellery
—Cierre el pico, so asno. ¿Algo más, Queen?
—No. Y gracias por todo.
El facultativo se desenroscó como una cobra y salió de la habitación arrojando
nubes de humo.
—Bien, caballeros, examinemos nuestra actual posición —exclamó el anciano
inspector, consultando su libreta de anotaciones—. Por lo pronto, aquí tenemos a

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

ese tal Vreeland. Su viaje a Québec quedó probado por pasajes de tren, cuentas de
hotel, sellos aduaneros... ¡Hum!... Demetrios Khalkis, ¿eh?... ¡Hum!... Pasó todo el
día en el consultorio del doctor Bellows... Los informes pertinentes a las
impresiones papilares descubiertas en la casa del difunto son nulos... ¡no conducen
a nada concreto!... Las impresiones de Grimshaw fueron encontradas en el
escritorio de la biblioteca, conjuntamente con muchísimas otras. En cuanto a las
marcas halladas en el féretro. .. ¡Igual, igual!... Thomas, ¿qué averiguó Piggot en la
Casa Barrett?
—Todo concuerda, jefe —respondió el sargento—. Piggot individualizó al
empleado que tomó la orden telefónica. Dicho vendedor asegura que el propio Mr.
Khalkis llamó por teléfono a la casa el sábado último por la mañana, ordenando
media docenas de corbatas rojas de muaré; la hora concuerda con nuestros datos*
al igual que la clase de corbatas ordenadas. El mandadero de la Casa Barrett me
mostró la firma de Weekes en el recibo del paquete conteniendo dichos artículos.
—Bueno, eso bastará y sobrará, hijo, para satisfacerte —dijo el policía a su
inteligente vástago—, aunque maldito si comprendo tu interés por estos
insignificantes detalles.
— ¿Y la casa vacía, sargento? —inquirió Pepper—. ¿Consiguieron esa orden de
allanamiento?
—Todo el asunto quedó en agua de cerrajas —gruñó el inspector.
—Lograrnos arrancar una orden de allanamiento — agregó Velie, con voz
tonante—, Pero Ritter, uno de nuestros especialistas en estos casos, informó que la
casa no encierra absolutamente nada de importancia para nosotros. El edificio está
desnudo como la palma de mi mano; no encontró ni rastros de muebles, salvo un
viejo y destartalado arcón metido en los sótanos del caserón. Ritter asegura
terminantemente que no pudo descubrir pista alguna.
—Bien —dijo el inspector, tomando otra hoja de papel— pasemos ahora al
caso Grimshaw.
— ¡Es verdad! El jefe me solicitó especialmente que averigüe lo que ustedes
han "desenterrado" con respecto a ese individuo —terció Pepper.
—Por desenterrar, amigo, desenterramos bastante — replicó, sombrío, el
anciano policía—. Grimshaw fue puesto en libertad en Sing-Sing el martes antes de
su muerte, vale decir, el 28 de septiembre pasado. No le conmutaron pena por
buena conducta. Recordarán ustedes que le condenaron a cinco años de trabajos
forzados por falsificación. No le encarcelaron hasta tres años después de su delito,
pues la policía no lograba dar con su paradero. Su prontuario previo indica una
condena a dos años de prisión, hace unos quince años, a raíz de una tentativa frus-
trada de hurtar un cuadro valioso del Museo de Chicago, en donde ocupaba el cargo
de ayudante.
—Por eso les decía, caballeros —recalcó Pepper—i que la falsificación
constituía sólo parte de sus fechorías.
—Un hurto en el Museo de Chicago, ¿eh? —terció Ellery, aguzando los oídos
—. ¿No les suena' a ustedes un tanto raro semejante coincidencia, amigos míos?
Por un lado, un comerciante en objetos de arte, por el otro, un ladrón de museos...
—Sí, alguna relación existe en estos dos puntos —musitó el policía—. Sea
como fuere, nuestro Grimshaw pasó del presidio de Sing-Sing a un hotel de la calle
49 Oeste, de Nueva York, en donde se registró bajo su propio nombre de
Grimshaw. El hotel en cuestión es el Benedict, un tugurio al parecer muy poco
recomendable.
—El tipo no parece haber usado alias —comentó Pepper?—. ¿De agallas, eh?
— ¿Interrogó usted a la gente del hotel? —preguntó Ellery.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Velie asintió.
—Nada pudimos sacar en limpio del empleado diurno, a cargo de la Mesa de
Entradas, ni del gerente. Sin embargo, dejé orden de que el empleado se presente al
despacho a la brevedad posible.
— ¿Se sabe algo más acerca de sus movimientos, inspector? —preguntó
Pepper.
—Sí, señor. En un tugurio de la calle 48 Oeste le vieron con una mujer el
miércoles de la semana pasada por la noche, esto es, al otro día de su excarcelación.
¿Trajo a Schick, Thomas?
—Sí, aguarda afuera —Velie salió de la oficina.
— ¿Quién es Schick? —preguntó Ellery.
—El propietario de la taberna. Un veterano.
Velie regresó en pos de un individuo macizo, robusto, carirrojo, en cuyo rostro
melifluo se leía la palabra "exbarman". Mostrábase nerviosismo.
—Bue... buenos días, inspector, Lindo día, ¿no?
—Más o menos —gruñó el policía—. Siéntese, Barney. Deseo hacerle algunas
preguntas.
Schick enjugó su frente sudorosa:
—No hay nada personal en este interrogatorio, ¿verdad, inspector?
— ¿Cómo? ¡Ah! ¿Se refiere usted a su boliche? No...con usted no es el asunto
—el inspector dio una sonora palmada en el escritorio—. Bien, atiéndame usted un
instante, amigo. La policía sabe que cierto ex presidiario, llamado Albert
Grimshaw, excarcelado recientemente, visitó su bar la noche del miércoles último,
¿Es cierto eso?
—Creo que sí, inspector —Schick se agitaba, inquieto—. El tipo que fue
liquidado, ¿eh?
—Ya me oyó decírselo todo la primera vez, amigo — masculló Queen—. Bien,
alguien le vio con una mujer esa noche. ¿Qué sabe usted al respecto?
—Bien poca cosa, inspector. Y se lo digo de corazón. No conozco a la
muchacha... no la había visto en mi vida...
— ¿Cuál era su aspecto?
—Pues... robusta. Una rubia grandota. Le calculo unos 35 años. Con patas de
gallo...
— ¡Adelante! ¿Qué ocurrió?
—Bueno, los dos penetraron en mi casa alrededor de las nueve; a esa hora hay
poco trabajo por allí... — Schick tosió—. Se acomodaron en una mesa y Grimshaw
pidió un trago. La mujer no quiso beber nada. Y muy pronto comenzaron a menear
la lengua, discutiendo. No alcancé a oír lo que decían, pero cacé al vuelo el nombre
de ella: Lily. Parece que él trataba de inducirla a hacer algo, y ella se encabritaba,
negándose. De pronto, ella se levantó y dejó plantado al moscardón, quien se quedó
rabioso y rumiendo palabrotas entre dientes. Así se estuvo cinco, diez minutos más,
y después se esfumó. Eso es todo lo que sé, inspector.
— ¿Lily? ¿Una rubia robusta, eh? —el inspector se rascó el mentón, pensativo
—. ¡Okay, Barney! ¿No regresó Grimshaw después del miércoles?
—No. Se lo juro por mi madre, inspector.
—Bien, lárguese.
Schick, incorporándose con precipitación, salió a escape.
— ¿Quiere que busque a la rubia, jefe? —preguntó Velie.
—Sí; sin pérdida de tiempo. Thomas. Probablemente es alguna mujerzuela
con la cual Grimshaw anduvo liado antes de su encarcelación. Si discutían, es

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

seguro que ella no era una mujer cualquiera encontrada de casualidad al día
siguiente de su liberación. Examínele el prontuario, sargento.
Velie abandonó rápido la habitación. Cuando retornó, arreaba a un jovenzuelo
palidísimo, de ojos trémulos de espanto. —Este muchacho es Bell, empleado
nocturno del Hotel Benedict, jefe. ¡Andando, viejo, andando! Nadie le morderá —
empujando al infeliz sobre una silla, se pavoneó ante él.
—Queen le hizo señas de que se apartara:
—Bien, Bell —dijo suavemente—, cálmese usted; se encuentra entre amigos.
Sólo deseamos algunas informaciones. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja de noche
en el Hotel Benedict?
—Cuatro años y medio, señor.
— ¿Se hallaba usted de servicio el 28 de septiembre pasado?
—Sí, señor. No perdí una noche desde...
— ¿Recuerda usted un huésped llamado Albert Grimshaw?
—Sí, señor, sí. Es el hombre que los diarios dicen hallaron muerto en el ce...
cementerio de la calle 54.
—Bien, Bell. ¿Le atendió usted cuando se registró?
—No, señor.
— ¿Quién fue?
—El del turno diurno, señor.
—Entonces, ¿cómo le conoce usted, amigo?
—Se trata de algo... extraño, señor —Bell parecía menos nervioso—. En la
semana que vivió en el hotel hubo una noche que... bueno, ocurrió algo singular, se-
ñor, y eso me hizo recordarle.
— ¿Qué noche fue? —preguntó ávidamente el policía—. ¿Y qué pasó?
—Lo que voy a relatarles ocurrió dos noches después de registrarse. El jueves
por la noche de la semana pasada. ..
— ¡Ah!
—Bien, el tal Grimshaw recibió esa noche la visita de cinco personas. ¡Y todas
en apenas media hora!
El inspector estuvo admirable. Recostándose contra el respaldo de la silla,
tomó con delicadeza una pulgarada de tabaco picado como si la declaración de Bell
careciera de importancia.
— ¡Adelante, muchacho! —dijo luego.
—Alrededor de las diez vi a Grimshaw llegar de la calle con otro hombre.
Marchaban juntos, conversando de prisa... No pude oír lo que decían, señor.
— ¿Cuál era el aspecto del compañero de Grimshaw? —inquirió Pepper.
—No sabría decirle, señor. El tipo iba todo arrebozado. ..
— ¡Ah! —articuló el inspector por segunda vez.
—Sí, todo arrebozado... Como si no quisiera que le reconocieran... Podría
identificarle si le viera de nuevo, pero no bajo juramento... En fin, el caso es que se
encaminaron al ascensor, y ésa fue la última vez que los vi.
—Un momento, Bell —el inspector se volvió al sargento—. Thomas, haga
comparecer al ascensorista de noche.
—Ya le di la orden, señor. Hesse lo traerá de un momento a otro.
— ¡Bravo! ¡Adelante, Bell!
—Bien, como les decía, ese incidente ocurrió alrededor de las diez de la noche,
de hecho, mientras Grimshaw y su amigo aguardaban aún abajo el ascensor. Un
individuo penetró en el hotel y deteniéndose ante el mostrador, preguntó por
Grimshaw. "Allí va, señor —le respondí, en el preciso momento en que los dos
entraban en el ascensor—. El número de su cuarto es el 314" —agregué, y el tercer

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

hombre puso una cara extraña. Como quiera que sea, el caso es que fue a esperar el
descenso del ascensor.
— ¿Y bien?
—Desde hacía algunos minutos observaba que una mujer ambulaba por el
vestíbulo, tan nerviosa como el otro. De pronto se acercó al mostrador,
preguntándome si había un cuarto vacío contiguo al 314. Sospecho que la mujer
había escuchado nuestra conversación. Pensé que aquel enredo era medio
sospechoso, especialmente si se tiene en cuenta que ella no traía ningún equipaje.
La suerte la acompañó, pues el cuarto contiguo al 314 estaba vacío. Tomando la
llave correspondiente, llamé a uno de los cadetes. Pero no: la mujer no quería al
cadete, según aseguró, recalcando que se bastaba para llegar hasta su habitación.
Le entregué entonces la llave y ella se metió en el ascensor. Para entonces el otro
hombre se había esfumado.
— ¿Cómo era la mujer en cuestión?
— ¡HUIR!... Creo poder reconocerla si la veo de nuevo, señor... Era pequeñita,
regordeta, madurita...
— ¿Bajo qué nombre se anotó, Bell?
—Mrs. J. Stone, señor. Juraría que trataba de desfigurar su escritura, pues
escribió el apellido con letra torcida como si lo hiciera adrede.
— ¿Era rubia?
—No, señor. Tenía cabello negro, algo entrecano. El caso fue que pagó una
noche por adelantado, un cuarto sin baño, y yo me dije que no había por qué
preocuparse de las cosas de nuestros huéspedes. Bien, unos quince o veinte
minutos más tarde otros dos hombres se llegaron hasta el escritorio,
preguntándome si allí vivía un individuo de nombre Albert Grimshaw.
— ¿Llegaron juntos?
—No, señor. Con un intervalo de cinco o diez minutos.
— ¿Podría identificarlos si los viera de nuevo?
— ¡De seguro, señor! Vea usted —agregó Bell en tono confidencial— lo que me
llamó mucho la atención fue que todas aquellas personas estaban muy nerviosas,
como si temieran que las viesen. El mismo sujeto que vino con Grimshaw obraba
de modo extraño.
— ¿Vio a algunos de ellos abandonar el hotel?
La cara mofletuda de Bell traspiró desolación:
—Merecería que me dieran de puntapiés, señor. Comprendo que tendría que
haber mantenido abiertos los ojos, pero sobrevino un apurón del diablo, un
batallón de coristas entraron para registrarse en el hotel y... bueno, todos debieron
largarse cuando estaba atareadísimo...
— ¿Y la mujer? ¿Cuándo se marchó?
—Ahí ocurrió otra cosa extraña, señor. El empleado de día me contó, cuando
vine a relevarle a la noche siguiente, que la mucama le había informado que nadie
había dormido en el lecho del cuarto 316. De hecho, la llave estaba aún en la
cerradura. De fijo se marchó poco después de anotarse, como si hubiera cambiado
de idea. A nosotros poco nos importaba, pues había pagado adelantado.
— ¿Qué ocurrió las otras noches, Bell? ¿El miércoles o el viernes, por ejemplo?
¿No recibió Grimshaw nuevos visitantes?
—No sabría decírselo, señor —respondió el empleado en tono de disculpa—.
Todo lo que sé es que nadie preguntó por él en el escritorio. Se marchó del hotel el
viernes por la noche, alrededor de las nueve, sin dejar nuevo domicilio. No llevaba
tampoco equipaje, y ése fue otro de los detalles que me hizo recordarle.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Convendría echarle un vistazo a ese cuarto —murmuró el inspector—.


¿Nadie ocupó el cuarto 314 después de la partida de Grimshaw?
—Sí, señor. Tres diferentes huéspedes.
— ¿Lo limpian todos los días?
— ¡Desde luego!
Pepper sacudió lar cabeza desconsoladamente:
—Si algo había allí, inspector, ya ha desaparecido.
—Después de una semana, es dudoso.
— ¡Ejem!... ¡Bell! —preguntó Ellery, flemático—. ¿El cuarto de Grimshaw
tenía baño privado?
—Sí, señor. —El corazón me dice —exclamó el inspector— que nos aguardan
grandes descubrimientos, amigos. Thomas, busqueme a todas las personas
relacionadas con el caso y reúnalas en la casa de Khalkis dentro de una hora.
Cuando Velie partió, Pepper murmuró:
— ¡Cielos, inspector! ¡Si descubrimos que algunos de los cinco visitantes
referidos es gente ya complicada en el caso, bonito lío nos aguarda! Especialmente
después que todos los que observaron el cuerpo de Grimshaw afirmaron no
conocerle.
— ¿Complicado, eh? —el inspector sonrió sin alegría Bueno, así es la vida.
— ¡Por favor, papá! —gruñó Ellery.
Bell paseaba sus ojos abobados de rostro en rostro. Velie regresó aprisa:
— ¡Todo listo! —anunció—. Hesse está afuera con m. "moreno", el
ascensorista de noche del Hotel Benedict.
—Hágale entrar, Thomas.
El ascensorista en cuestión era un negro joven, violeta de terror.
— ¿Cuál es su nombre, hijo?
—White, señol. White.
— ¡Oh, cielos! —articuló el policía—. Bueno, White, ¿recuerdas a un hombre
llamado Grimshaw, huésped del hotel la semana pasada?
— ¿El homble estlangulado, señol?
—Sí.
—Sí, señol, sí, le lecueldo —tartajeó White—. Y muy bien,
— ¿Recuerdas el jueves de la semana pasada cuando penetró en el ascensor en
compañía de otro hombre?
—Sí, señol.
— ¿Cuál era el aspecto del otro individuo, White?
—No lecueldo, capitán. No, señol. No lecueldo su cala.
—Fíjate si te acuerdas de algo, hijo. Por ejemplo, ¿no hubo otras personas que
subieron hasta el piso de Grimshaw?
— ¡Oh! ¡Llevé a un montón de gente, capitán! ¡Millones! Siemple subo y bajo a
la gente, señol. Y lo único que lecueldo es habel llevado a místel Grimshaw y a su
amigo hasta su piso. El númelo 314 está justo al lado del ascensol, capitán.
— ¿De qué conversaron en el ascensor? El negro gruñó, lamentándose:
—Mi poblé cabecita está vacía, señol. ¡No lecueldo nada! — ¿Cómo era la voz
del segundo hombre, hijo?—No... no lo sé, señol.
—Bien, White, puedes retirarte.
El negro pareció desvanecerse en el aire. El inspector, levantándose, se metió
dentro de su sobretodo:
—Aguárdeme usted aquí, Bell —ordenó al joven empleado del Benedict—.
Regresaré pronto, pues deseo identifique a algunas personas.
Dicho esto, salió del cuarto. Pepper fijaba su mirada en el muro:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Mr. Queen, ya sabe usted —dijo a Ellery— que estoy metido en este asunto
hasta el cuello. El jefe descargó toda la responsabilidad sobre mis escuálidos
hombros. Nuestro interés radica en el testamento, pero parece que nunca
lograremos... ¿Dónde demontres estará ese papelucho?
—Pepper, amigo mío —respondióle Ellery—, el testamento pasó ya al limbo de
las cosas intrascendentes. Rehuso repudiar mi sagacísima deducción —y
perdóneseme la vanidad— de que el documento en cuestión fue inhumado
conjuntamente con Mr. Khalkis.
—Por cierto que así parecía indicarlo todo cuando nos lo explicó.
—Y estoy convencido de ello —Ellery encendió otro cigarrillo—. En cualquier
caso, creo poder decirle quién conserva el testamento, si es que aun existe.
— ¿De veras? No... no le entiendo, Ellery. ¿Y quién puede ser?
—Pepper —suspiró el muchacho—, el problema es infantil. ¿Quién, sino el
hombre que enterró a Grimshaw?

14.

El inspector Queen tenía motivos sobrados para recordar eternamente aquella


hermosa y templada mañana de octubre. Dicho sea de paso, ella constituyó un día
de gala para Bell, un empleado de hotel sin delirios de grandeza, pero esforzándose
por sentirlos. Para Mrs. Sloane trajo sólo ansiedad y angustia. Y lo que comportó
para los otros sólo podríamos deducirlo vagamente, con la única excepción de Miss
Joan Brett.
Nuestra inglesita pasó una mañana espantosa. Si estaba resentida, ese
resentimiento se disolvió finalmente en lágrimas. La suerte se había mostrado
esquiva con la bella jovencita y parecía determinada, en esa su forma ciega de
comportarse, a redoblar su influjo nefasto sobre Joan.
Se trataba, en verdad, de algo que, hasta para una hija de la flemática Albión,
era difícil de soportar.
Y todo comenzó con la desaparición de Alan Cheney.
La ausencia de Cheney no llamó la atención del inspector cuando ordenó a su
gente que reuniera ante él a sus víctimas en la biblioteca del caserón. A decir
verdad, entonces estaba demasiado absorto en estudiar las reacciones individuales
de los testigos. Bell —un Bell importante y radiante de felicidad— estaba de pie al
lado de la silla del policía, retrato cabal de rectitud judicial. Las "víctimas"
desfilaron unas tras otras: Gilbert Sloane, Nació Suiza, Mrs. Sloane, Demmy, los
Vreeland, el doctor Wardes y la inquietante Joan. Woodruff llegó algo más tarde.
Weekes y Mrs. Simms ubicáronse de espaldas al muro, lo más lejos posible del
terrible inspector Queen... Y cuando iban penetrando, uno a uno, en la habitación,
los ojillos astutos de Bell se entornaban un tanto, como si estuviera bajo el peso de
trascendentales pensamientos. De vez en cuando meneaba la cabeza, so-
lemnemente, inexorable como la Muerte.
Nadie dijo palabra. Todos echaron una ojeada a Bell... y se sentaron.
El policía frunció, sombrío, los labios:
—Bien, Bell, amigo mío, ¿reconoce usted, entre los presentes, a alguno de los
visitantes de Albert Grimshaw en la noche del jueves treinta de septiembre en el
Hotel Benedict?

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Alguien dejó escapar una exclamación ahogada. El inspector movió la cabeza


con la velocidad de un áspid, pero el autor de la exclamación de marras ya se había
dominado. Algunos demostraban indiferencia, otros interés, los más, cansancio y
fastidio.
Bell sacó un provecho formidable de aquella oportunidad de lucir su
importancia. Con las manos a la espalda, comenzó a pasearse por el cuarto delante
de los presentes, examinándoles con aire crítico. Finalmente apuntó,
victoriosamente, hacia la figura elegantísima de... ¡Gilbert Sloane!
—Éste es uno de ellos —dijo.
— ¡Ah! —el policía aspiró rapé—. ¡Ya me lo imaginaba! Bien, Mr. Sloane,
acabamos de atraparle en un pequeño embuste. Afirmó ayer desconocer la cara de
Grimshaw, pero ahora este caballero le identifica como a uno de los visitantes de
aquél en la noche anterior a su muerte. ¿Qué tiene usted que responder a ello,
amigo?
Sloane movió débilmente su cabeza: —Yo... yo no comprendo de qué me habla
este hombre, inspector. De fijo hay algún error...
— ¿Error? ¡Hum! —el policía consideró las palabras de Sloane, mientras sus
ojos chispeaban con sorna—. A buen seguro que no querrá imitar procedimientos
femeniles, ¿eh, Sloane? Recuerde usted que Miss Brett formuló ayer mismo
idéntica aseveración y... —el hombre masculló por lo bajo, y la muchacha cambió de
color—. Bell, ¿es una equivocación suya o vio usted a ese hombre la noche de
referencia?
—Yo le vi, señor —exclamó Bell—. ¡Por la memoria de mi madre!
— ¿Qué nos dice, amigo Sloane?
—Pues que es... es ridículo, inspector. No sé de qué está hablando ese hombre.
El policía, sonriente, volvióse a Bell:
— ¿Cuál de ellos era Sloane? —preguntó.
El muchacho parecía confuso:
—Eso sí que no lo recuerdo, señor. ¡Pero estoy seguro de que fue uno de los
visitantes de Grimshaw! ¡Absolutamente seguro!
—Ya ve usted, inspector, que... —balbuceó Sloane, ávidamente.
—Atenderemos luego su caso, Mr. Sloane —el policía agitó la diestra—.
¡Adelante, Bell! ¿Alguien más?
El muchacho reemprendió sus paseíllos de cazador furtivo. Su pecho dilatóse
de nuevo:
—Bueno, bueno —prorrumpió—, ¡esto sí que podría jurarlo! —atravesó tan
repentinamente el cuarto que Mrs. Vreeland articuló un chillido medroso—. ¡Ésta
es la mujer!
Y su dedo apuntaba hacia... ¡Delphina Sloane!...
— ¡Hum! —el inspector cruzóse de brazos—. Bien, Mrs. Sloane, supongo que
tampoco usted acierta a comprender las palabras de nuestro joven amigo, ¿eh?
Un intenso rubor invadió las pálidas mejillas de la mujer. Su lengua
humedeció repetidas veces sus labios exangües.
—Yo... ¡Oh, inspector!... No lo entiendo... no...
—Y afirma usted desconocer por completo al muerto, ¿verdad?
— ¡Sí! —chilló la Sloane—. Sí... ¡no lo conozco!
El policía meneó tristemente su cana cabeza, como si subrayara así la
mendacidad de los testigos del caso Khalkis.
— ¿Alguien más, Bell, amigo mío? —preguntó.

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—Sí señor —los pasos del empleado del Benedict no vacilaron cuando cruzó el
cuarto y palmeó al hombro del doctor Wardes—. En cualquier parte reconocería a
este caballero, señor —agregó—. No es fácil olvidar esas barbas.
El policía miró estupefacto al médico inglés, y éste le devolvió la mirada,
punto menos que inexpresivo.
— ¿Cuál de ellos era, Bell?
—El último visitante, señor.
—Por descontado, inspector —apuntó el facultativo con voz glacial—, que
comprenderá usted que todo esto es tontería. Ni más ni menos. ¿Qué lazos podrían
vincularme con un delincuente yanqui, caballeros? ¿Qué motivo me impulsaría a
visitarle, en caso de conocerle?
— ¿Y es usted quien me lo pregunta a mí, doctor Wardes? —el anciano sonrió
—. Yo soy quien debe preguntárselo a usted. Acaba de identificarle un hombre que,
por su oficio, trata cotidianamente con decenas y decenas de personas distintas, un
hombre adiestrado por su trabajo a reconocer caras ajenas. Y como dice Bell, y dice
bien, su rostro no es fácil de olvidar, ¿Qué me contesta, señor?
—Pues que a mí me parece, inspector, que la misma... ¡ejem!... la misma
singularidad de esta mi hirsuta fisonomía me brinda un poderoso argumento de
refutación. ¿No advierte usted que sería la cosa más sencilla del mundo
personificarme con esta condenada barba mía?
— ¡Bravo! —murmuró Ellery a Pepper—. Nuestro matasanos tiene
imaginación.
— ¡Demasiada!
—Una contestación muy sutil, doctor, sutilísima —dijo admirado el inspector
—. Y completamente verídica. Bien, aceptaremos su palabra de que alguien le
personificó. Todo lo que necesitamos saber ahora, doctor Wardes, son sus
movimientos durante la noche del treinta de septiembre, en ese intervalo durante
el cual tuvo lugar la... ¡ejem!... la personificación.
—El jueves pasado por la noche, ¿eh?... ¡Hum!... Veamos, veamos —el galeno
frunció el ceño y luego se encogió de hombros—. ¡Vamos, inspectores! ¡Vaya una
tontería! ¿Cómo espera usted que yo recuerde dónde me encontraba hace una
semana?
—Bueno, usted recordó fácilmente dónde se hallaba el viernes por la noche de
la semana última —observó, glacial, el policía—. Eso es un hecho inobjetable que
figura en nuestras actuaciones. Verdad es que su memoria suele jugarle malísimas
pasadas, pero...
Volvió la cabeza al oír la voz de Joan. Todos los circunstantes la miraban. La
jovencita, sentada en el borde de la silla, sonreía forzadamente:
—Mi querido doctor Wardes —dijo—, ya veo que es usted un digno caballero,
anacrónico en nuestra época de crudo materialismo. Ayer defendió usted a la
señora Vreeland en la forma más galante del mundo... y ahora trata de preservar mi
empañada reputación... ¿O acaso olvidó ya que...?
— ¡Cielos! —exclamó el doctor Wardes, instantáneamente, enarcando las
tupidas cejas—. ¡Vaya! ¡Soy un estúpido a carta cabal, Joan! Efectivamente,
inspector — agregó, dirigiéndose al policía—, el jueves por la noche me encontraba
con Miss Joan Brett.
— ¿De veras? —el policía paseó su mirada irónica del médico a Joan—.
¡Magnífico!
—Sí —prosiguió rápidamente la joven—. Y fue después que vi entrar a ese
Grimshaw en la casa, acompañado por la doncella de servicio. Regresé a mi

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dormitorio, y el doctor llamó a la puerta del mismo, preguntándome si deseaba


acompañarle a pasar un rato en algún punto de la ciudad...
—Desde luego, desde luego —murmuró el facultativo—. Salimos de la casa
poco después, encaminándonos a no sé que bar de la calle 57, donde nos divertimos
en grande. Creo que regresamos cerca de la medianoche, ¿verdad, Joan?
—En efecto, doctor.
El anciano gruñó:
— ¡Magnífico! ¡Demasiado magnífico! Bien, Bell, ¿asegura usted todavía que
ese señor era el hombre del hotel?
—Ni más ni menos, señor —afirmó, terco, el muchacho.
El doctor Wardes rió entre dientes. El inspector se levantó de un salto. Su
bonhomía natural habíase esfumado como por ensalmo.
—Bell —masculló con rabia—. Usted nos entresacó a tres de los visitantes de
Grimshaw: Sloane, Mrs. Sloane y el doctor Wardes. ¿Y con respecto a los otros dos
hombres? ¿No los ve aquí sentados?
Bell sacudió la cabeza:
—Estoy seguro, señor, de que ninguno de ellos figura entre estos caballeros.
Uno era un individuo muy alto, poco menos que un gigante. Tenía el cabello
canoso; su rostro era rojizo, tostado por el sol, y hablaba con acento irlandés.
— ¿Un irlandés gigantesco, eh? —farfulló el inspector Queen—. ¡Demontres!
¿De dónde sale ése ahora? Aun no hemos tropezado en este caso con un individuo
respondiendo a esas señas... Bien, Bell, ésta es la situación: Grimshaw llegó con un
hombre todo arrebozado. Otro hombre les siguió. Luego llegó Mrs. Sloane.
Seguidamente llegó otro hombre y, por fin, el doctor Wardes. Dos de los tres
hombres restantes eran Sloane y ese irlandés gigantesco. ¿Qué podría decirme
acerca del tercer individuo? ¿No ve usted aquí a nadie semejante a él?
—No podría decírselo, señor —respondió cariacontecido el muchacho—. El
asunto se me embarulló terriblemente en el cerebro. Tal vez fue ese Mr. Sloane
quien concurrió al hotel todo arrebozado, o quizá es el otro, el que llegó tarde y...
Yo... yo...
— ¡Bell! —tronó el policía, y el pobre diablo dio un respingo—. ¡No me deje
usted así plantado! Piense un poco, piense... ¡piense!
—Yo... Bueno, pues no lo sé, señor.
El policía miró con disgusto a su alrededor. Evidentemente, buscaba en el
cuarto a alguien que respondiera a la "descripción" del hombre que no recordaba
Bell. Y de improviso, sus cejas se fruncieron, mientras una onda de cólera recorría
todo su cuerpo:
— ¡Demonios coronados! —aulló—. ¡Ya me parecía a mí que aquí faltaba
alguien! ¡El corazón me lo decía! ¡Es Alan Cheney! Sí, ¿dónde está ese mequetrefe
de Cheney?
El silencio por respuesta.
— ¡Thomas! —bramó Queen—. ¿Quién estuvo de servicio en la puerta de
calle?
Velie, sobresaltado, balbuceó con voz débil:
—Flint, señor, el detective Flint, inspector Queen—. Ellery reprimió una
sonrisita burlona; ésa era la primera vez que oía al encanecido veterano dirigirse al
inspector por su grado. Velie sentíase francamente atemorizado y su rostro
espejaba angustia.
— ¡Vaya a buscármelo!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El sargento salió a escape de la habitación, y a poco trajo a rastras a un


trémulo Flint, a un Flint casi tan voluminoso como Velie y cien veces más
aterrorizado.
—Bueno, Flint •—masculló el inspector con voz agresiva—, venga aquí.
¡Acérquese!
—Sí, jefe —farfulló Flint—. En seguida, jefe.
—Flint, ¿vio usted salir a Cheney de la casa?
—Sí, señor —el pobre diablo tragaba saliva—. Sí, jefe.
— ¿Cuándo?
—Anoche, jefe. A las once y cuarto, jefe.
— ¿Adonde fue?
—Dijo algo de que concurriría a su club. —Mrs. Sloane —dijo el policía, con
calma terrible—, ¿su hijo pertenece a algún club?
Delphina Sloane se retorcía los dedos; sus ojos reflejaban infinita angustia
maternal.
—No, inspector, no. Y no entiendo cómo...
— ¿Cuándo volvió, Flint?
—El... ¡ejem!... él no volvió y... y...
—Así que no volvió, ¿eh? —la voz del inspector se volvió muy calma—. ¿Por
qué no lo informó al sargento Velie como correspondía?
Flint pasaba las de Caín:
—Yo... yo iba a informárselo, jefe. Tomé servicio a las once de la noche pasada
y... me iban a relevar dentro de algunos minutos y... Sí, pensaba comunicárselo
todo, jefe. Creía que el muchacho andaría de juerga por alguna parte y... Además,
jefe, no llevaba equipaje ni nada y...
— ¡Aguárdeme afuera, Flint! Ya hablaremos después —gruñó el anciano, con
calma que presagiaba borrasca.
El detective se arrastró hasta la puerta como un sentenciado a muerte.
Los azulinos carrillos del sargento Velie se estremecían:
—La culpa no es de Flint, inspector Queen, sino mía. Usted me ordenó
reunirles a todos. Un trabajo mío... mal cumplido y...
— ¡Cállese la boca, Velie! Mrs. Sloane, ¿su hijo tiene depósitos bancarios?
—Sí, inspector, sí —la mujer temblaba convulsivamente—. En el "Mercantile
National".
—Thomas, telefonee al "Mercantile National" para averiguar si Alan Cheney
retiró dinero esta mañana.
El sargento Velie precisó hacer a un lado a Joan para llegar hasta el escritorio.
Murmuró unas palabras de disculpas, pero la muchacha no se movió. Y hasta el
propio sargento, abismado en sus problemas, se estremeció ante el horror y la
desesperación reflejados en las pupilas de la joven. Sus manos estaban cruzadas
sobre su regazo y su aliento salía a intervalos irregulares. Velie se acarició su
enorme quijada y cuando descolgó el auricular, sus ojos fijábanse en Miss Brett con
su expresión endurecida de costumbre.
— ¿No tiene usted idea de dónde se encuentra su hijo, Mrs. Sloane? —inquirió
ásperamente el policía.
—No... Y no creo que...
— ¿Y usted, Sloane? ¿No le comunicó anoche el muchacho que se marchaba?
—No, inspector. No me dijo absolutamente nada.
— ¿Y bien, Thomas? —gritó impaciente el policía—. ¿Cuál es la respuesta?
—Ya va, señor —el sargento habló brevemente con su interlocutor, asintió
repetidas veces y finalmente, colgó el tubo. Sepultando sus manos en los bolsillos,

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

dijo con calma—: El pájaro voló, jefe. Extrajo todo su dinero del banco esta mañana
a las nueve.
— ¡Demontres! —estalló el policía—. ¡Vaya un tuno! ¿Hay algún detalle de
interés?
—Sí... Cheney tenía 4.200 dólares en el banco. Llevó esa suma en billetes
chicos. Tenía una valijita que parecía nueva. No dio explicaciones al banco
referentes a su actitud. Y eso es todo.
El inspector corrió a la puerta:
— ¡Hagstrom! —un detective de tipo escandinavo entró en el cuarto,
sobresaltado y trémulo—. Alan Cheney desapareció, retirando 4.200 dólares del
"Mercantile National" hoy a las nueve. ¡Encuéntremelo! Averigüe primero donde
pasó la noche. Hágase dar una orden de detención y llévela consigo. Láncese sobre
sus huellas. Búsquese ayuda. Es posible que el tipo trate de escurrirse fuera del
país. ¡Al avío, amigo!
Hagstrom desapareció seguido por la mole imponente de Velie.
El inspector tornó a confrontar a sus víctimas; esta vez su mirada no
transparentaba benevolencia cuando se volvió hacia Miss Brett:
— ¿Qué sabe usted acerca de la fuga del amigo Cheney?
—Nada, inspector —su vocecilla era trémula.
— ¡Nada! ¡Siempre nada! —bramó el viejo policía—. Bueno, ¿alguno de
ustedes lo sabe? ¿Por qué escapó ese pájaro? ¿Qué significa esa fuga?
Preguntas. Y más preguntas. Palabras aceradas. Heridas internas que
sangraban ocultamente. .. Y los minutos pasaban.
Mrs. Sloane sollozaba.
—Seguramente, inspector, no pensará usted que él... que mi Alan... ¡Él es mi
hijo!... ¡Oh!.. . ¡No puede ser que...! ¡Aquí ocurre algo anormal!
—Ya dice usted bastante con esas palabras, Mrs. Sloane —respondió el policía,
con una sonrisa espantosa. Girando sobre sus talones, volvióse hacia la puerta, en
donde montaba guardia el sargento Velie, semejante a Némesis—. ¿Qué pasa,
Thomas?
Velie extendió su brazo hercúleo, cuya mano asía una hojita de papel. El
inspector se lo arrancó con avidez, gruñendo. Ellery y Pepper se adelantaron
vivamente; los tres hombres leyeron las líneas garabateadas sobre la hojilla. El
inspector miró luego a Velie, y ambos se retiraron a un rincón. El anciano formuló
una sola pregunta, y el gigantesco sargento respondió lacónicamente, regresando
entonces el primero al centro del cuarto.
—Señoras y señores, permítanme leerles este mensaje —anunció—. Tengo
aquí una misiva descubierta por el sargento Velie en esta casa, y firmada por Alan
Cheney —levantando la hoja, Comenzó a leer, lenta y distintamente—: "Me marcho.
Tal vez para siempre. En estas circunstancias... ¡Oh! ¿De qué sirve todo? Cada cosa
es ahora un confuso remolino, y no atino a ver como... Adiós. No tendría que
escribir esto. Es peligroso para ti. Por tu propio bien, te suplico quemarla. — Alan."
Mrs. Sloane se incorporó a medias en su silla. Su faz, carmesí, estaba
desencajada. Profiriendo un gemido, se desvaneció. Sloane atrapó al vuelo el
cuerpo inerte en el momento en que caía de boca. La habitación estalló en un
estruendo confuso. Gritos, exclamaciones, protestas. El policía vigilaba la escena
con impresionante calma, inmóvil como un felino al acecho.
Finalmente, lograron reanimar a la inconsciente mujer. Luego el policía,
irguiéndose ante ella, deslizó el papel debajo de sus ojos hinchados por el llanto:
— ¿Ésta es la escritura de su hijo, señora? —inquirió.
—Sí... —balbuceó la pobre mujer—. Sí... ¡Oh! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Sargento Velie —articuló con claridad la voz del inspector Queen—, ¿en
dónde descubrió usted ese mensaje?
—Arriba, en unos de los dormitorios —gruñó el sargento—, oculto bajo un
colchón.
— ¿A quién pertenece ese dormitorio?
—A Miss Joan Brett, señor.
Eso era ya demasiado... ¡demasiado para todos! Joan cerró los ojos para
apartarse de aquel círculo de miradas hostiles, de acusaciones inaudibles, de la
expresión triunfal del inspector Queen.
— ¿Y bien, Miss Brett?
La jovencita reabrió los ojos y Ellery advirtió que brillaban de lágrimas:
—Yo... yo lo descubrí esta mañana... Alguien lo había deslizado debajo de la
puerta de mi cuarto. .. —balbuceó.
— ¿Por qué no nos lo informó en seguida, Miss Brett?
La joven calló. — ¿Por qué no nos comunicó inmediatamente la ausencia de
ese tuno, Miss Brett?
Silencio...
—Y más importante aún que todo eso —prosiguió implacable el policía— es
por qué Alan Cheney escribió que era "peligroso" para usted. ¿Qué significan esas
enigmáticas palabras, señorita?
En ese punto, se abrieron las "compuertas" de los ojos de la muchacha y ésta
pareció disolverse en un diluvio de lágrimas, estremecida, jadeante, desesperada.
Era un espectáculo tan brutal que turbó a todos los presentes. Mrs. Simms, después
de dar un paso instintivo hacia la joven, se retiró murmurando por lo bajo. El
doctor Wardes parecía, por una vez, presa de ira; fulgores airados brotaron de sus
pupilas castañas, clavadas en el inspector. Ellery meneaba la cabeza, en gesto de
desaprobación. Sólo el inspector Queen permanecía inconmovible.
—Contésteme, Miss Brett.
Por toda contestación, la inglesita, saltando de su silla, sin mirar a nadie,
ocultando sus ojos con un brazo encogido, corrió locamente fuera del cuarto. Los
circunstantes oyeron el ruido de sus tacones en los peldaños.
— ¡Sargento Velie! —gritó frío el policía—. Cuide usted de que sean
debidamente vigilados todos los movimientos de Miss Brett.
Ellery tocó el brazo de su padre, y éste le miró de mala manera:
—Mi querido, respetado y venerado papá —murmuró Ellery de suerte que sólo
le oyera el viejo—, eres posiblemente el más grande detective del orbe... pero como
psicólogo... —y meneó tristemente la cabeza.

15.

Ahora bien, si hasta ese momento Ellery Queen sólo había estado rondando
en torno al caso Khalkis, aquella memorable tarde del sábado le precipitó de lleno
en el propio corazón del problema, cesando de ser un simple observador para
convertirse en uno de los primerísimo actores del drama.
La hora estaba madura para sensacionales revelaciones; el escenario estaba
tan admirablemente montado, que no pudo resistirse a aparecer en él. Se recordará
que éste era un Ellery Queen más joven, un Ellery con ese desmesurado egoísmo

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

propio del estudiante universitario novato. La vida era dulce, había un intrincado
problema que resolver y un buen fiscal que conquistarse. Pues bien, dicha
"intervención" activa dio comienzo, como otros tantos acontecimientos
trascendentales, en la inviolabilidad del despacho del inspector Queen. Sampson se
encontraba allí, ambulando por el cuarto como un tigre; Pepper estaba también allí,
con expresión meditabunda; el inspector hallábase allí, desplomado en su sillón,
echando lumbre por los ojos y apretando los labios con mayor firmeza que nunca.
¿Quién podría resistirse? En especial, cuando en medio de un resumen
sampsoniano del caso, el secretario del inspector Queen escurrióse dentro del
despacho, jadeante de excitación, anunciándoles que Mr. James J. Knox, el James
J. Knox, poseedor de muchos más millones de lo que es decente poseer, el
banquero, el rey de Wall Street, el amigo del presidente, aguardaba afuera el
momento de entrevistarse con el inspector Queen. Toda resistencia después de eso
lindaría en lo sobrehumano.
Knox era realmente una leyenda. Usaba sus millones y el poder de ellos para
evadirse de los ojos innúmeros del público. Y éste sólo conocía su nombre y no al
hombre del nombre. Y fue bien humano que messieurs Queen, Sampson y Pepper
se levantaran como un solo hombre cuando Knox fue introducido en la oficina, ex-
teriorizando más deferencia y aturdimiento de lo que prescribe la democracia. El
gran hombre, estrechando rápidamente sus manos, se arrellanó en una silla sin que
nadie le invitara a ello.
Nuestro multimillonario semejaba la desecada armazón de un gigante.
Frisaba en los sesenta y era visible la decadencia de su vigor físico. Sus cabellos,
cejas y bigotes estaban canos; su boca era poco firme; sólo sus ojos grises parecían
jóvenes aun.
— ¿De conferencia? —preguntó.
— ¡Ejem! Sí, sí —replicó Sampson, aprisa—. Discutíamos el caso Khalkis. Un
asunto lamentable, Mr. Knox.
—Realmente lamentable —Knox miró fijo al inspector—. ¿Algún progreso?
—Pocos —gruñó el inspector, desamparadamente—•. ¡Una maraña
enredadísima! Mentiría si afirmara que ya vemos claro el asunto.
Ése era el momento. El momento quizá entrevisto en los ensueños del joven
Ellery Queen: los desconcertados representantes de la ley y la presencia de una
personalidad de campanillas...
—Pecas de modesto, papá —dijo.
Nada más en ese momento. Sólo un ademán gentil, cortante. Y una sonrisita.
Y formulaba aquella aseveración como si su progenitor supiera de sobra lo que
señalaba...
El inspector se le quedó mirando tranquilamente. La boca de Sampson se
entreabrió. El gran hombre miró a Ellery y luego al padre, con mirada inquisitiva.
Pepper les contemplaba estupefacto.
—Vea usted, Mr. Knox —continuó Ellery, en el mismo tono modesto— si bien
ciertos cabos y pistas quedaron sin atar q desarrollar, mi padre olvida decir que el
cuerpo principal del caso ha tomado definitivamente una forma sólida.
—No le entiendo, joven —dijo Knox.
—Ellery... —balbuceó el inspector, aterrado.
—Pues todo es bastante claro y comprensible —indicó Ellery, con fingida
melancolía—. El caso ha quedado resuelto.
Es en estos momentos, arrancados de la tumultuosa corriente del tiempo,
cuando los egotistas recogen sus más brillantes cosechas. Ellery estaba magnífico, y
sus ojos astutos estudiaban las cambiantes expresiones asomadas en los rostros del

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

inspector, Sampson y Pepper, semejante a un hombre de ciencia vigilando la


reacción, no familiar, pero anticipada, de un tubo de ensayo. Por supuesto, el
multimillonario nada advirtió de todo esto.
—El asesino de Grimshaw... —balbuceó el fiscal.
— ¿Quién es, Mr. Queen? —preguntó, suavemente Knox.
Ellery encendió un cigarrillo antes de responder. No era conveniente apurar el
desenlace. Debía saborearlo hasta el último momento. Luego dejó escapar las pala-
bras entre nubes de humo:
—Georg Khalkis —dijo.

Mucho después el fiscal Sampson confesó que si James J. Knox no hubiera


estado allí presente durante este drama, a buen seguro que, armado con el teléfono
del viejo Queen, le habría abierto la caja craneana a Ellery. No lo creía. No podía
creerlo. ¡Un hombre ciego antes de morir tachado de homicida! Eso desafiaba todas
las leyes de la credulidad.
Reprimidos sus impulsos, empero, por la presencia del magnate, agitóse en la
silla, molesto, mientras su ágil cerebro luchaba ya con el problema de disimular
aquella desatinada declaración.
Knox habló primero, por la sencilla razón de que él no necesitaba recobrarse
de ninguna emoción. Verdad es que el "pronunciamiento" del joven le había hecho
parpadear, pero instantes más tarde expresaba con voz suavísima:
— ¡Khalkis!, ¿en?.. . ¡Hum! ... Ahora veo...
El policía pareció recobrar entonces el uso de su lengua:
—Creo que le debemos una explicación a Mr. Knox, hijo mío —murmuró,
pasándose la lengua por sus labios resecos. El timbre de su voz traicionaba la
circunspección de sus palabras. Su mirada era furiosísima.
Ellery saltó de su silla:
—Ciertamente, papá —respondió cordialmente—. En especial si se considera
que Mr. Knox se interesa personalmente por el caso. Este problema —prosiguió—
es, en realidad, un problema único, que entraña algunos puntos positivamente
sugestivos.
"¡Atención, por favor! Existen dos pistas principales: la primera gira en torno
de la corbata usada por Khalkis la mañana de su muerte de resultas de un ataque
cardíaco; la segunda, en cambio, relaciónase con la tetera y las tazas de té del
estudio.
Knox parecía intrigado.
—Perdón, Mr. Knox —dijo Ellery—. Estos pormenores le son desconocidos —
agregó, describiéndole sumariamente los hechos tocantes a la investigación.
Cuando Knox asintió, Ellery continuó—: Ahora permítame explicarle lo que
inferimos del punto relativo a las corbatas de Khalkis. El sábado pasado por la
mañana, día en que ocurrió el fallecimiento de Khalkis, Demmy, el idiota, preparó
la vestimenta de su primo, según su propio testimonio, de acuerdo al "programa"
prefijado. Sería de esperar, por consiguiente, que Khalkis luciera las prendas
especificadas para el sábado. Examinamos el programa referido y ¿qué
descubrimos, caballero? Pues que Khalkis, entre las demás prendas, tendría que
haber usado una corbata verde de muaré.
"Hasta ahora todo va bien. Demmy, concluido el ritual matinal de ayudar a
vestirse a su primo, sale de casa a las nueve. Transcurren entonces quince minutos,
durante los cuales Khalkis, completamente vestido, permanece solo en el estudio. A
las nueve y quince, Gilbert Sloane, penetra en el cuarto para conferenciar con aquél

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

respecto al trabajo del día. ¿Y qué descubrimos ahora? Descubrimos, de


conformidad con las declaraciones de Sloane, que a esa hora Khalkis lucía una
corbata roja.
Ellery enseñoreábase ahora de su auditorio. Su sentimiento de vanidad
satisfecha exteriorizóse con una risita seca. —Una situación interesante, ¿eh? Bien,
si Demmy dijo la verdad, confrontamos entonces cierta curiosa discrepancia que
exige aclaración. Si Demmy expresó la verdad, repito —y su estado mental excluye
toda mendacidad— entonces nuestro hombre tendría que haber llevado, de acuerdo
al "programa", una corbata verde a las nueve de la mañana, hora en que le dejó
Demmy.
"¿Cómo explicar semejante discrepancia? Bueno, he aquí la inevitable
explicación: en el lapso de quince minutos en que estuvo solo, Khalkis, por alguna
razón que probablemente jamás sepamos, se dirigió a su dormitorio para
cambiarse dicha prenda, descartando la verde de Demmy por una de color rojo,
pendiente del bastidor del ropero de su dormitorio.
"Ahora bien, caballeros, sabemos asimismo por el propio Sloane que, durante
su conversación con Khalkis, éste palpó la corbata que lucía —de color rojo, como
claramente advirtió Sloane al penetrar en la habitación— y expresó sus deseos de
que le recordara luego telefonear a la Casa Barrett a los efectos de solicitar algunas
corbatas iguales a la que llevaba en ese instante —los ojos del joven brillaban—.
Recordemos ahora que, en el momento en que Miss Brett salía del estudio de
Khalkis mucho tiempo después, oyó solicitar a Khalkis el número telefónico de la
Casa Barrett. Esta casa, según averiguaciones posteriores, entregó a Khalkis
exactamente los artículos solicitados por él. Pero, ¿qué ordenó él? Obviamente, lo
que le fue entregado. ¿Y qué le entregaron? ¿Pues seis corbatas rojas?
"En resumidas cuentas —agregó Ellery, tamborileando sobre el escritorio—,
Khalkis, por haber manifestado su decisión de solicitar seis nuevas corbatas como
la que llevaba, y pedido a la Casa Barret corbatas rojas, debía saber que lucía una
corbata roja. ¡Eso es obvio! En otras palabras, Khalkis no ignoraba el color de la
corbata ligada en torno a su pescuezo a la hora en que sostuviera su mentada
conferencia con Sloane.
"Pero, ¿cómo podía saber él, un ciego, el color de esa prenda, dado que no era
del color correspondiente a los sábados? A buen seguro que alguna persona le
aclaró ese punto. ¿Y quién es esa persona? Sólo tres personas le vieron esa mañana
antes de su pedido telefónico a la Casa Barrett: Demmy, quien le vistió de
conformidad con el "programa" aludido; Sloane, en cuya conversación, referente a
las corbatas, ni una sola vez se refirió al color, y Miss Joan Brett, en cuya única
referencia de esa mañana a las corbatas omitió mencionar el color."En otras
palabras, nadie indicó a Khalkis el color de la corbata cambiada. ¿Acaso por
casualidad escogió luego una corbata roja del ropero? Sí, es posible, en especial si
se recuerda que las corbatas no estaban acondicionadas por colores. Pero, ¿cómo
explicar el hecho de que, ya fuera que escogiera la corbata roja por casualidad o no,
Khalkis supiera —como lo demuestran sus acciones subsiguientes— que había
escogido una corbata roja?
Ellery aplastó su cigarrillo en el cenicero del escritorio:
—Caballeros, sólo en una forma Khalkis podría haber sabido que lucía una
corbata roja. Y es que en ese momento podía distinguir, visualmente, su tono, lo
cual implica que él podía ver.
—Pero, ¿no afirma usted que estaba ciego? Todos lo sabían y...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Ahí radica el quid de mi primera serie de deducciones; pues, como lo


aseveró el doctor Frost y corroboró el doctor Wardes. Georg Khalkis padecía cierto
tipo de ceguera susceptible de curarse espontáneamente en cualquier momento.
— ¿Cuál es la conclusión entonces? —murmuró Knox—. ¿En concreto, opina
usted que el sábado último por la mañana, a más tardar, Mr. Khalkis no era más
ciego que usted y que yo?
Ellery sonrió:
—Desde luego, las preguntas surgen a borbotones. Si recobró la vista después
de un autentico período de ceguera, ¿por qué no informó al punto a todos los de la
casa? ¿A su hermana, Mrs. Sloane, a Demmy, a Joan Brett? ¿Por qué no telefoneó a
su médico? De hecho, ¿por qué no informó al doctor Wardes, el oculista de visita en
su mansión? Sólo por una razón psicológica, Khalkis no quería que supieran que
veía de nuevo y ello, porque convenía a algún propósito oculto, porque quería que
la gente continuara creyéndolo ciego. ¿Cuál podría haber sido tal propósito?
Ellery hizo una pausa y exhaló un hondo suspiro. Knox, inclinado hacia
adelante, le miraba fijamente; los demás estaban rígidos en sus asientos.
—Dejemos eso por unos instantes —continuó Ellery calmosamente— y
encaremos el estudio de la pista de la tetera y de las tazas de té.
"Observemos, por lo pronto, las pruebas superficiales. La vajilla de té hallada
sobre el taburete indicaba claramente que tres personas habían tomado té. ¿A qué
dudarlo? Tres tazas de té revelaban las habituales señales de uso por las hojas secas
y las manchas curvas situadas debajo del borde; tres bolsitas de té secas estaban
ante • nuestros ojos y al ser estrujadas dentro de agua fresca sólo produjeron una
débil solución de té; tres rodajas de limón, inexprimidas y secas, figuraban entre las
piezas de la vajilla; y tres cucharitas de plata, recubiertas con una película brumosa,
indicaban su reciente uso. Ya ven ustedes, pues, que todo indicaba que tres
personas habían bebido té. Más aun, eso probaba lo que ya sabíamos; esto es, que
Khalkis había dicho a Miss Joan Brett que aguardaba dos visitantes el viernes por
la noche, los cuales llegaron y penetraron en el estudio sin inconvenientes,
integrando, con Khalkis, el terceto de marras. Una vez más, pues, tropezábamos
con evidencias palpables.
Sin embargo, caballeros, ¿Cuan superficiales nos resultaron estas supuestas
pruebas cuando examinamos detenidamente la tetera? ¿Qué descubrimos en ella?
Pues que se trataba de una tetera con demasiada agua. Entonces nos abocamos a la
tarea de probar nuestra suposición de que contenía demasiado líquido. Al
transvasar el agua contenida en la tetera, descubrimos que colmaba cinco tazas.
¡Cinco tazas! Más tarde, cuando volvimos a llenar la tetera con agua fresca,
llenamos exactamente seis tazas con su contenido. Esto significaba, pues, que la
tetera es para seis tazas... ¡y el agua que había contenido había servido sólo para
cinco tazas! Pero, ¿cómo es posible esto si Khalkis y sus dos invitados habían
bebido tres tazas, hecho corroborado por diversos signos superficiales? De acuerdo
con nuestra prueba, sólo una taza había sido extraída de la tetera, y no tres.
¿Implicaba eso que sólo un tercio de taza había sido utilizada por cada uno de los
tres hombres? Imposible, pues las manchas circulares interiores de las tazas
indicaban que cada una de ellas había sido colmada de líquido. ¿Acaso alguien
agregó agua después a la tetera? ¡No, señores! Un análisis del agua que contenía no
indicó la presencia de agua fresca en el recipiente.
"Cabía sólo una conclusión: el agua de la tetera era genuina, mientras que las
manchas dejadas en las tres tazas eran fraguadas. Alguien había andado,
deliberadamente, con el servicio de té y las rodajas de limón para hacer aparecer
que tres personas habían bebido té. Quienquiera haya sido cometió, empero, un

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error, consistente en emplear la misma agua para cada una de las tres tazas, en
lugar de tomar tres cantidades separadas de líquido de la tetera. Pero, ¿para qué
tomarse tanto trabajo de aparentar que tres personas habían allí, cuando eso era
cosa aceptada, dada la presencia de los dos visitarles y las propias instrucciones de
Khalkis? Sólo por una razón: para recalcar el hecho. Pero si tres personas estaban
en el estudio, ¿por qué recalcarlo? En mi opinión, sólo porque esas tres personas,
por extraño que parezca, no estuvieron allí.
Ellery fijó sus ojos en los demás con triunfal satisfacción. Alguien suspiró y
Ellery se sintió divertido advirtiendo que era el fiscal. Pepper le escuchaba hablar
embobabo, y el inspector asentía tristemente. Knox comenzó a frotarse el mentón.
—Bien, si tres personas bebieron té en el estudio de Khalkis, tres tazas de agua
tenían que faltar de la tetera. Supongamos ahora que alguien no bebió. ¡Muy bien!
¿Qué malo hay en ello? ¿A santo de qué afanarse para hacer aparecer que todos
habían bebido té? Sólo para substanciar la creencia aceptada, apoyada por el
propio Khalkis, de que tres personas hallábanse presentes en el estudio el viernes
por la noche de la semana anterior, la misma en que asesinaron a Grimshaw.
"Por consiguiente, enfrentamos un interesante problema: si allí no había tres
personas, ¿cuántas había? Bien, podría haber habido más de tres: cuatro, cinco,
seis, cualquier número podría haberse introducido en el estudio, sin ser vistos por
Joan Brett, luego que la muchacha les franqueó la puerta a dos de ellos y subió a los
altos a meter en la cama al pícaro de Alan Cheney. Puesto que el número exacto no
es posible fijar por ninguno de los medios de que disponemos, la teoría de más de
tres visitantes no nos conduce a ninguna parte. Por lo demás, si examinamos la
teoría de que fueron menos de tres nos encontraremos de boca en una pista
candente.
"No podía ser uno solo, pues Miss Brett vio entrar a dos de ellos en el estudio.
Ya hemos demostrado que, sea lo que fuere, no eran tres. De acuerdo, pues, con la
única alternativa de la segunda teoría, debieron ser sólo dos.
"Si dos personas estaban en el estudio, ¿cuáles son nuestras dificultades?
Sabemos que Albert Grimshaw era una de ellas, pues fue visto e identificado
después por Miss Brett. Khalkis, de conformidad con todas las leyes de las
probabilidades, era la segunda. Si es así el acompañante de Grimshaw, el hombre
todo "arrebozado", según lo describió Miss Brett, debió ser el mismo Khalkis. Pero,
¿es posible esto?
Ellery encendió otro cigarrillo:
—Es posible. Una curiosa circunstancia parece corroborarlo. Recordarán
ustedes que, cuando los dos visitantes entraron en el estudio, Miss Brett no se
encontraba en posición para mirar su interior; el compañero de Grimshaw la
empujó a un costado, como si tratara de impedir que ella arrojara un vistazo a lo
que estaba —o no estaba— dentro del cuarto. Caben muchas explicaciones
plausibles al respecto, pero lo cierto es que la teoría más correcta es la que asevera
que el acompañante de Grimshaw era el propio Khalkis, interesado como ninguno
en evitar que Miss Brent mirara dentro del estudio y comprobara su desaparición ...
¿Qué más? Bien, ¿cuáles eran las características del compañero de Grimshaw?
Físicamente se parecía a Khalkis; era de su misma talla y complexión. Ése es un
punto. Del otro, el incidente con la preciosa gatita de Mrs. Simms, Tootsie,
inferimos que el compañero de Grimshaw podía ver, por cuanto la gata, inmóvil
sobre la alfombra de la puerta, constituía un obstáculo que evitó diestramente el
sujeto arrebozado levantando el pie en mitad del aire y posándolo luego en forma
de evitar pisarla: si hubiese sido ciego, no podría haber dejado de caminar sobre la
minina. Eso queda demostrado por nuestras deducciones acerca de la corbata;

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Khalkis no estaba ciego el día de su muerte, sino que fingía estarlo... y contamos
con infinitas razones para sostener la teoría Se que recobró la vista el referido
jueves, fundándonos en el hecho conocido de que el doctor Wardes le examinó los
ojos ese mismo día, vale decir, el día anterior al incidente de los dos visitantes.
"De esto se desprende la respuesta a mi primer interrogante: ¿por qué Khalkis
mantuvo en secreto la recuperación de su vista? He aquí la respuesta: si se descu-
bría la muerte violenta de Grimshaw, si la policía apuntaba como sospechoso a
Khalkis, él recurriría a la coartada de su ceguera para confirmar su inocencia; pues,
¿cómo suponer que Khalkis, ciego, podría haber sido el asesino del hombre
desconocido, el homicida de Grimshaw? Por demás sencilla es la explicación
concerniente a la forma en que Khalkis dispuso los elementos físicos de su
impostura: luego de solicitar el té la noche del viernes, y retirada Mrs. Simms a su
habitación, Khalkis debió cubrirse con su sobretodo y sombrero, y escurriéndose
sigilosamente fuera de la casa, se reunió con Grimshaw cerca de ella, tornando a
entrar con aquél como si fuera uno de los dos visitantes esperados.
Knox no se movía siquiera en su silla; pareció a punto de hablar, pero luego
parpadeó y optó por callarse.
— ¿Qué puntos confirman la farsa de Khalkis? —continuó Ellery, con acento
triunfal—. Por lo pronto, él mismo cuidó de fomentar la idea de las tres personas,
reunidas en su estudio, en las instrucciones impartidas a Miss Brett, indicándole,
deliberadamente, la inminente llegada de sus dos supuestos invitados, uno de los
cuales, según él, deseaba mantener en secreto su identidad. Además, con toda
deliberación retuvo la información pertinente a la recuperación de su vista,
circunstancia ésta harto condenatoria para él. Y por fin, sabemos que Grimshaw fue
estrangulado entre seis y doce horas antes del fallecimiento de Khalkis.
— ¡Vaya un error funesto! —murmuró el fiscal,
— ¿Cuál? —preguntó Ellery.
—El de Khalkis usando la misma agua para llenar las tres tazas. Una
equivocación imbécil, en verdad, considerando su sutilísimo proceder en todos los
otros detalles del crimen.
Pepper terció con impetuosidad atolondrada:
—Pues a mí me parece, jefe —dijo—, con el debido respeto por la opinión de
Mr. Queen, que quizá Khalkis, al fin y al cabo, no incurrió en equivocación alguna.
— ¿Y de dónde deduce usted eso, Pepper? —inquirió Ellery.
—Bueno, supongamos que Khalkis ignoraba que la tetera estaba llena.
Supongamos que diera por descartado que estaba llena sólo a medias.
Supongamos, en fin, que no supiera que esa tetera sirve para seis tazas cuando está
llena. Cualquiera de esas suposiciones explicaría su supuesta torpeza.
—Sí, hay algo en eso — dijo Ellery sonriente—, ¡Muy bien! Nuestra solución
deja ciertos cabos sueltos, ninguno de los cuales podríamos anudar de modo
concluyente, si bien nadie nos impide aventurar algunas deducciones plausibles.
Por lo pronto, si Khalkis mató a Grimshaw, ¿qué motivos le impulsaron a ello?
Sabemos que éste le había visitado solo la noche anterior. Y sabemos también que
esa visita dio pie para que Khalkis instruyera a Woodruff, su abogado, con respecto
a la redacción de un nuevo testamento. De hecho, telefoneó a Woodruff esa misma
noche. Y de manera urgente... quizá bajo presión... El nuevo testamento cambiaba
el legatario de las Galerías Khalkis, una herencia de considerable valor, y nada más.
Recuerden que Khalkis agotó todas las precauciones posibles para mantener
secreto el nombre del flamante legatario. No es descabellado, pues, afirmar que ese
Grimshaw, o algún individuo representado por él, era el nuevo legatario. Pero, ¿por
qué Khalkis practicó un acto tan extraordinario? La respuesta más obvia es

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

extorsión, considerando el carácter de Grimshaw y su pasado criminal. No olviden,


asimismo, que Grimshaw manteníase relacionado con gente del gremio de Khalkis;
previamente había sido ayudante en un museo, siendo encarcelado por la frustrada
tentativa de robo de un cuadro. La extorsión por parte de Grimshaw indicaría la
presencia de algún poder de éste sobre Khalkis, quien también pertenecía a su
misma profesión, todo lo cual nos conduce de la mano a la siguiente inferencia:
Grimshaw conocía algún secreto de Khalkis, secreto relacionado, a no dudarlo, con
alguna fase oculta de sus negocios artísticos, o bien alguna transacción delictuosa
concernientes a objetos de arte.
"Procedamos a reconstruir el crimen fundándonos en este supuesto.
Grimshaw visitó a Khalkis el jueves por la noche y durante la entrevista nuestro
pajarraco formuló su ultimátum o, si se quiere, su proyectada extorsión. Khalkis se
avino a alterar su legado en pago por el silencio de Grimshaw; a buen seguro que
descubriremos que Khalkis se hallaba entonces en apuros económicos, impo-
sibilitado de pagar en moneda contante y sonante. Nuestro hombre, después de
ordenar a su abogado la escrituración de un nuevo testamento, intuyó que dicho
cambio no le pondría a cubierto de ulteriores extorsiones, o bien cambió de
opinión. El caso es que decidió asesinar a Grimshaw antes de pagarle; esta
decisión, dicho sea de paso, destaca el hecho de que Grimshaw obraba por su
propia cuenta y riesgo, y no por algún otro; en caso contrario, la muerte de su
extorsionador constituiría escasa ayuda a Khalkis, pues siempre subsistiría la
amenaza oculta de algún cómplice que retomara los hilos del chantaje contra
Khalkis. Sea de ello lo que fuere, la verdad es que nuestro pájaro de cuenta regresó
a la noche siguiente, viernes, para ver, con sus propios ojos, el testamento alterado,
cayendo entonces en la trampa de su victimario, quien ocultó el cadáver en algún
lugar de las cercanías, hasta que creyera llegado el momento de hacerle desapa-
recer para siempre. La fatalidad, empero, puso mano en la tragedia y Khalkis,
abrumado por la serie de dramáticos acontecimientos, falleció de un ataque
cardíaco a la mañana siguiente, antes de dar cima a sus propósitos...
—Sí, sí, pero oiga, Ellery... —murmuró Sampson.
El joven sonrió:
—Ya sé lo que quiere decirme —apuntó—. Ni más ni menos: si Khalkis mató a
Grimshaw y luego falleció ¿quién inhumó al segundo en su féretro después de los
funerales?
"Obvio es que se trata de alguien que descubrió el cadáver de Grimshaw y lo
ocultó en el ataúd de Khalkis. Bien, ¿por qué ese desconocido violador de tumbas
no denunció su macabro hallazgo en vez de mantenerlo en secreto? Cabe suponer
que el tipo sospechaba la verdad de las cosas, o tal vez albergaba sospechas
erróneas, y adoptó esa resolución extraña para cerrar definitivamente el caso, ya
fuera para proteger el buen nombre y reputación del finado, ya el de un vivo. Sea
cual fuere la explicación verdadera, existe por lo menos una persona, dentro de
nuestro círculo de sospechosos, que ensambla a maravillas en la teoría aludida: el
hombre que, cuando fue violado el féretro de Khalkis, y descubierto el segundo
cadáver, intuyó el fin de su farsa, le sobrecogió el pánico, perdió el tino y puso pies
en polvorosa. Refiérome, desde luego, al sobrino de Khalkis... ¡a Alan Cheney!
"Y creo, caballero —concluyó Ellery—, que cuando descubramos el paradero
de Alan Cheney, el caso quedará, automáticamente, aclarado.
Knox trasuntaba una curiosa expresión en su faz. El inspector habló por
primera vez desde que su vástago tomara el hilo de la conversación:
—Pero, ¿quién hurtó el testamento de la caja fuerte de Khalkis? Él ya estaba
muerto entonces... ¿Acaso fue Cheney?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Probablemente, no. Gilbert Sloane tenía poderosos motivos para


escamotear el documento en cuestión, dado que era el único de los sospechosos
afectados por el cambio referido. Y eso significa que el hurto del testamento por
parte de Sloane no se vinculaba para nada con el crimen propiamente dicho; se
trata, de hecho, de un detalle fortuito. Claro es que no poseemos prueba alguna de
que Sloane robó ese documento. Por otra parte, apresado Cheney, descubriremos,
probablemente, que él destruyó el testamento. Cuando inhumó a Grimshaw,
Cheney debió de haberlo encontrado en el féretro —en donde lo había ocultado
Sloane— y luego de leerlo, decidió destruirlo, con cajita y todo. La eliminación del
testamento significaría que Khalkis había muerto intestado, y por ende, que la
madre de Cheney, pariente más inmediato de Khalkis, heredaría la mayor parte de
sus bienes, previa intervención del juez pertinente.
— ¿Y todos esos visitantes de Grimshaw la noche anterior al crimen? ¿En que
forma encuadran en sus teorías, Ellery?
Ellery agitó la mano:
—Tierra en los ojos, Sampson. Son detalles intrascendentes. Si nosotros...
Alguien golpeó a la puerta con los nudillos y el inspector gritó, irritado:
"¡Adelante!" La puerta se abrió, dando paso a la figurilla desgarbada y opaca del
detective llamado Johnson.
— ¿Qué diablos pasa, amigo?
El policía cruzo aprisa la habitación y se curvó sobre la oreja del inspector:
—Afuera aguarda Miss Brett, jefe —susurró—, e insiste en entrevistarse con...
— ¿Conmigo?
—No... —musitó Johnson, casi en tono de disculpa—. La joven pidió hablar
con Mr. Ellery Queen, señor...
—Bien hágala entrar.
Johnson hizo pasar a la muchacha. Los cuatro hombres se incorporaron de
sus sillas. Joan lucía su impresionante belleza en un sencillo trajecito gris azul. Sus
ojos, empero, trasuntaban tragedia y al transponer el umbral vaciló.
— ¿Deseaba usted ver a Mr. Queen? —inquirió el inspector, agriamente—. En
este momento nos encontramos muy ocupados, Miss Brett.
—Yo... tal vez se trate de algo importante, inspector,
— ¡A buen seguro que usted trae noticias de Cheney! —prorrumpió Ellery,
pero la muchacha se limitó a menear la cabeza con tristeza—. ¡Tonto de mí! —
agregó aquél, cejijunto—. Olvidaba hacer las presentaciones. Bien, permítame
presentarle a Mr. Knox... Mr. Sampson... Caballeros, Miss Brett...
El fiscal dio una leve cabezada. Knox murmuró un cumplimiento. Siguió un
silencio embarazoso y, por fin, Ellery ofreció una silla a la muchacha y todos se sen -
taron.
—Yo'... yo apenas sé como empezar —explicó Joan, jugueteando con sus
guantes—. ¡Oh! ¡Buena tonta me creerán! Todo parece tan ridículamente nimio... Y
sin embargo...
— ¿Descubrió algo, Miss Brett? —respondió Ellery, alentándola—. ¿O recordó
algún detalle que olvidó transmitirnos?
—Sí... Es decir... olvidé decirles algo importante con respecto al juego de té... y
las tazas
— ¡Las tazas de té! —las palabras salieron disparadas de la boca del joven
como una bala.
—Sí, sí... Vea usted cuando me interrogaron anteriormente, no recordaba bien
ese detalle... Y ahora volví a evocarlo... He estado recapacitando todo el asunto y ...
— ¡Adelante, adelante por favor! —ordenó Ellery con aspereza.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Bueno, fue el día en que trasladé el taburete con el servicio de té del


escritorio a la alcoba. Al sacarlo del paso advertí...
—Ya nos lo dijo antes, Miss Brett.
—Es verdad, pero no todo, Mr. Queen. Acabo de recordar que esas tazas de té
trasuntaban algo diferente... Ellery sentábase al borde del escritorio de su padre
como un Buda encaramado en la cima de una montaña. Grotescamente inmóvil...
Todo su aplomo se esfumaba y miraba fijo a Joan con aire de idiota.
—Cuando usted encontró el juego de té en el estudio — prosiguió la muchacha
con precipitación extraña— las tres tazas correspondientes estaban sucias... —los
labios del muchacho se movieron sin emitir sonido alguno—. Y ahora recuerdo que,
cuando desplacé ese taburete fuera del camino la misma tarde de los funerales de
Mr. Khalkis, sólo vi una taza sucia...
Ellery se incorporó de súbito. Toda su bonhomía había desaparecido de su
rostro, el cual espejaba acritud, casi cólera:
— ¡Cuidado con lo que dice, Miss Brett! —advirtió, con voz trémula—.
Recuerde usted que el punto es importante. ¿Afirma usted ahora que el martes
último, al trasladar el taburete del escritorio a la alcoba, la bandeja tenía dos tazas
limpias y que sólo una mostraba trazas de uso? — ¡Exactamente! De eso estoy
absolutamente segura. De hecho, recuerdo ahora que una taza estaba casi llena de
té viejo; en el platillo había una rodajilla de limón reseco, a más de una cucharita
sucia. Todas las otras piezas de la bandeja parecían perfectamente limpias... sin
usar...
— ¿Cuántas rodajas de limón contó en el plato? —Perdóneme usted, Mr.
Queen, pero no lo recuerdo. Nosotros, los británicos, no usamos jamás limón. ¡Ya
sabe usted que ésa es una sucia costumbre rusa! ¡Y bolsas de té! —estremecióse de
asco—. Con todo, tengo la seguridad de que no me equivoco.
— ¿Ocurrió eso después de las exequias de Khalkis? — preguntó, terco, Ellery.
—Sí, sí —suspiró la muchacha—. No sólo después de su muerte, sino también
de sus funerales.
Los dientes del joven mordieron el labio inferior; sus ojos parecían
petrificados:
—Un millón de gracias, Miss Brett —dijo, en tono muy bajo—. Acaba usted de
salvarnos de una situación harto embarazosa... Ruégole ahora que nos deje solos ...
Ella sonrió con timidez y echó una ojeada en torno, como aguardando una
palabra de elogio, algunas amabilidades. Pero nadie le prestaba la menor atención;
los tres contemplaban curiosamente a Ellery. Joan, sin articular palabra, se levantó
y abandonó en silencio el despacho. Johnson cerró con suavidad la puerta a sus
espaldas.
Sampson fue el primero en hablar:
—Bueno, muchacho, eso sí que fue un fiasco —murmuró con suavidad
malévola—. ¡Vamos, viejo, vamos! ¡No lo tome tan a la tremenda! Todos
cometemos errores, y el suyo fue de los más brillantes.
Ellery levantó una mano trémula; con la cabeza casi sepultada en el pecho, su
voz sonaba ahogada:
— ¿Error, Sampson? ¡Pues es total y definitivamente inexcusable! Alguien
tendría que darme una zurra y despacharme a casa con el rabo entre las piernas...
James Knox se incorporó de golpe, examinando a Ellery con destello artero,
mechado de burla:
—Mr. Queen, su solución dependía de dos elementos capitales...
—Ya lo sé, señor, ya lo sé —farfulló el joven—. Es inútil que me lo refriegue...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Ya aprenderá usted, joven, que no existen triunfos sin fracasos... —indicó,
como un oráculo, el eminente ciudadano—. Bien, esos dos elementos eran los
siguientes: 1) Las tazas de té. Su explicación era muy ingeniosa Mr Queen, pero
Miss Brett la hizo volar por los aires. Ahora ya no tiene usted motivos para
pretender que sólo dos personas se hallaban presentes en el estudio de Khalkis.
Dice usted que sólo dos individuos, Khalkis y Grimshaw, figuraban en la lista, y que
el primero realizó una tentativa deliberada para aparentar que en su estudio había
tres personas. Finalmente, asevera usted que el tercer hombre no existió jamás y
que el propio Khalkis era el segundo en cuestión. ..
—Es verdad —murmuró Ellery, tristemente.
—Es falso —respondió Knox, en tono suave— por la sencilla razón de que
existió un tercer hombre. Y puedo demostrárselo por conocimiento directo y no por
deducción.
— ¿Cómo? —la cabeza de Ellery se movía como si estuviese sujeta a un muelle
—. ¿Cómo dice usted, señor? ¿Así que ese tercer hombre...? ¿Y afirma usted que
puede probarlo? ¿Y de qué manera? ¿Cómo lo sabe usted?
Knox rió entre dientes:
—Lo sé —murmuró— porque YO ERA ESE TERCER HOMBRE.

16.

Años más tarde, rememorando Ellery Queen aquel momento de derrota,


afirmaba siempre con tristeza que su madurez intelectiva databa del momento de la
revelación sensacional de Knox, cambiando por entero su vanidosa opinión con
respecto a su capacidad y penetración.
La delicada estructura de su razonamiento, tan volublemente expuesto, se
derrumbaba y fragmentaba a sus pies. Su mente trabajaba furiosamente, pugnando
por poner orden en el torbellino de hechos dispares, pugnando por olvidar su
atolondrada vanagloria estudiantil. Ondas de pánico estrellábanse contra su
cerebro, ensombreciendo la claridad de sus pensamientos. Un punto, empero,
destacábase netamente: colaborar con Knox y con la base de su extraordinaria
revelación. ¡Knox era el tercer hombre! Khalkis... el caso contra Khalkis fundado en
el servicio de té... ¡todo se había desplomado! ¡La ceguera! Urgía retrogradar a ese
punto... y descubrir otra explicación...
El grupo, misericordiosamente, optó por olvidarle mientras se apelotonaba
transido de vergüenza, sobre su silla. El inspector, en una granizada de preguntas
febriles, retenía toda la atención del magnate. ¿Qué ocurrió aquella noche? ¿En qué
forma Knox visitó a Khalkis acompañado de Grimshaw? ¿Qué significa todo aque-
llo? ...
Y Knox lo explicó todo, fijos sus ojos acerados en el inspector. Tres años antes
Khalkis dirigióse a Knox, uno de los mejores clientes de sus famosas Galerías, a fin
de formularle una extraña proposición. Pretendía, en substancia, hallarse en
posesión de un cuadro casi invaluable, cuadro que se mostraba deseoso de vender
a Knox siempre que éste prometiera no exhibirlo jamás en público. ¡Extraña
solicitación! Knox desplegó inusitada cautela. ¿Qué cuadro era? ¿Y por qué tanto
misterio? Khalkis, al parecer, mostróse honesto con él. El cuadro, afirmó, per-
tenecía al Museo Victoria, de Londres, el cual lo valuaba en un millón de dólares...

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— ¿Un millón de dólares, Mr. Knox? —preguntó sorprendido el fiscal—. No


conozco mucho sobre obras de arte, pero juzgo que ésa es una suma
verdaderamente enorme, casi increíble, por una obra de arte.
Knox sonrió ligeramente:
—Sí, pero no por ésta en particular, Sampson. Se trataba nada menos que de
un Leonardo...
— ¿Leonardo da Vinci?—Ni más ni menos.
—Pero yo pensaba que todos sus grandes cuadros... —Éste fue un
descubrimiento del Museo Victoria, realizado años atrás. Un detalle de un fresco
incompleto de Leonardo destinado al vestíbulo del Palazzo Vecchio, de Florencia,
ejecutado a principios del siglo XVI. Se trata de una historia muy larga que les
ahorraré. Un hallazgo preciosísimo del Museo Victoria, intitulado "Detalle de la
Batalla de los Estandartes". Un nuevo Leonardo, a fe mía, resultaba baratísimo por
un millón de dólares. —Adelante, Mr. Knox.
—Naturalmente, deseaba averiguar cómo Khalkis entró en posesión de esa
magnífica joya, pues nunca llegó a mis oídos noticia de que se hallaba en venta en
el mercado. Khalkis se mostró vago, y sus palabras me movieron a suponer que
obraba como agente norteamericano para dicho museo. Según él, el Museo Victoria
no quería publicidad alguna, señalando que se levantaría un huracán de protestas
en Gran Bretaña si se llegaba a saber que esa joya salía del país. El cuadro era una
maravilla y me quedé pasmado cuando lo vi. No resistí la tentación y lo adquirí al
precio estipulado por Khalkis: setecientos cincuenta mil dólares... ¡una ganga! El
inspector asintió:
—Adivino lo que va usted a decirnos, Mr. Knox. —Bien, el viernes de la
semana pasada un individuo que dijo llamarse Albert Grimshaw presentóse en casa
solicitando hablar conmigo. De ordinario no le hubiera recibido, pero comprendí
que tenía que verle a toda costa cuando me envió por la criada una nota con las
palabras "Batalla de los Estandartes". El tipo era pequeñito, moreno, de ojillos
arratonados. Artero, de hecho; un tramposo peligroso. Grimshaw me contó una
historia extraña que, en esencia, decía que el Leonardo adquirido a Khalkis de
buena fe, no había sido ofrecido en venta por el Museo Victoria, sino que se trataba
de un robo. Cinco años atrás, Grimshaw lo había substraído diestramente del
museo.
El fiscal Sampson escuchaba ahora absorto; el inspector y Pepper
inclinábanse hacia delante. Ellery no se movía, pero sus ojos se fijaban en el rostro
del magnate. Knox continuó exponiendo el caso, sin prisa, fríamente preciso. El
ladrón, trabajando bajo el alias de Grahan en carácter de ayudante del Museo
Victoria, se industrió para hurtar el precioso Leonardo y escapar con él a los
Estados Unidos. Un robo audaz, de hecho, indescubierto hasta después de la huida
de Grimshaw del país. Llegado a Nueva York, presentóse a Khalkis con el intento de
venderle en secreto el valioso cuadro. Khalkis era un comerciante honesto, pero
ardía en él la llama de un amor apasionado por las obras de arte y no pudo resistir a
la tentación de adueñarse de una de las más célebres pinturas del mundo.
Grimshaw se la vendió por medio millón de dólares. Sin embargo, antes de recibir
el dinero, el ladrón fue aprehendido en Nueva York, acusado del delito de
falsificación, hecho ocurrido muchos años antes, enviándosele luego al presidio de
Sing-Sing. En el ínterin, dos años después de la condena de Grimshaw, Khalkis
realizó algunas inversiones desastrosas y perdió la mayor parte de su fortuna
negociable. Desesperadamente necesitado de dinero, revendió el cuadro de
Leonardo da Vinci a Knox, como ya se indicara, adquiriéndolo éste en base al
infundio de Khalkis, ignorante del hecho de que procedía de un audaz hurto.

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—Cuando Grimshaw fue excarcelado de Sing-Sing — continuó Knox—, su


primer pensamiento fue cobrarse el medio millón adeudado por Khalkis. El jueves
por la noche, según me lo relató él mismo, visitó a Khalkis exigiéndole el pago de
dicha deuda. Sin embargo, aquél continuaba haciendo muy malos negocios y
pretendió no poseer esa suma. Grimshaw exigió la devolución inmediata del
cuadro, confesándole su interlocutor que me lo había revendido a mí. Grimshaw
amenazó de muerte a Khalkis, si éste no le abonaba el medio millón. Abandonó,
airado, la casa de Khalkis y al día siguiente vino a verme, como ya les dije.
"Ahora bien, los propósitos de Grimshaw eran manifiestos: pretendía que yo
le entregara el medio millón que le debía Khalkis. Como es natural, rehusé y
nuestro ladronzuelo, montando en cólera, amenazó con hacer pública mi posesión
ilegal del Leonardo. Confieso que también yo me puse furioso —las quijadas del
multimillonario se cerraron como las mandíbulas de una trampa; sus ojos
despedían llamaradas—. Sí, embravecido contra el condenado Khalkis por
trampearme y mezclarme en aquel turbio asunto. Le telefonee en seguida,
concertando con él una entrevista conmigo y Grimshaw esa misma noche, el
viernes de la semana pasada. El enredo era atroz y le exigí garantías para mi
persona y mi honor. Khalkis, vencido ya, prometió por teléfono despejar mi camino
de todo extraño, agregando que su propia secretaria, Miss Joan Brett, quien nada
sabía del caso y cuya discreción era probada, nos franquearía la puerta de calle. No
quería correr albur alguno. ¡Un embrollo de lo más infame! Pues bien, esa noche
Grimshaw y yo nos trasladamos hasta la casa de Khalkis y Miss Brett nos abrió la
puerta. Encontramos solo a Khalkis en su estudio particular, y hablamos
claramente.
El rubor, el ardor de las mejillas de Ellery había desaparecido por entero; al
igual que los demás, escuchaba atento el relato de Knox.
El multimillonario había manifestado con claridad a Khalkis que él esperaba
que apaciguara a Grimshaw en forma de desembrollarle de la embarazosa situación
en que Khalkis le había hundido. Nervioso y desesperado, Khalkis clamó no poseer
un solo centavo. La noche anterior, empero, según destacó Khalkis, después de la
primera visita del ladrón del cuadro, había recapacitado el asunto decidiendo
ofrecerle a Grimshaw el único pago al alcance de su mano. Acto continuo, Khalkis
había presentado el nuevo testamento escriturado y suscrito esa misma mañana; en
el mismo, Grimshaw se convertía en legatario de las galerías de arte de Khalkis,
cuyo valor excedía considerablemente al medio millón de dólares adeudado.
—Grimshaw no era un tonto —agregó Knox sombríamente— y rehusó de
plano la oferta, señalando sus escasas posibilidades de materializar el legado en
caso de que los parientes más allegados protestaran el testamento, aun cuando se
armara de suficiente paciencia para aguardar el "estirón de patas" de Khalkis, como
dijo gráficamente. No, dijo, quería su dinero en valores negociables o en efectivo...
¡y sobre la marcha!... Agregó luego, que no estaba solo en el asunto, que tenía un
"socio", única persona en el mundo que sabía lo del robo y la adquisición de la
pintura por Khalkis. Aseveró, asimismo, que la noche anterior, después de su
entrevista con Khalkis, se había reunido con ese "socio" en su cuarto del Hotel
Benedict, comunicándole oportunamente la reventa del "Leonardo" a mí. Ambos
no querían saber nada de testamento o trueque similar. Si Khalkis no abonaba lo
adeudado en el acto, exigirían el pago de su pagaré, extendido al portador...
—Sí, para proteger al "socio" —murmuró el inspector.
— ¡Exactamente! Dicho pagaré era por quinientos mil dólares a un mes, aun
cuando Khalkis tuviera que malvender sus negocios en pública subasta para reunir
esa suma. Grimshaw rió, con esa su mueca aviesa, afirmando que ninguno de los

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dos nos beneficiaríamos con su muerte porque su "socio" lo sabía todo al dedillo y
nos perseguiría hasta los quintos infiernos si algo le ocurriría... Y agregó que no
pensaba revelarnos la identidad de su "socio", naciendo un gesto entonces de modo
significativo. El hombre era un miserable.
—Por cierto que ese relato suyo trastrueca las cosas, Mr. Knox —indicó el
fiscal—. Ese Grimshaw era muy diestro, o tal vez lo era su cómplice, posible
maquinador del embrollo todo... La conservación del secreto de su identidad
constituía una protección admirable para los dos.
—Eso es obvio, Sampson —respondió el multimillonario—. Bien, prosigo.
Khalkis, pese a su ceguera, extendió el pagaré al portador y luego de subscribirlo, se
lo entregó a Grimshaw, quien lo hizo desaparecer en su cartera.
—Encontramos esa cartera —terció el inspector, gravemente—, pero sin nada
adentro.
—Sí, eso inferí de los artículos periodísticos al efecto. Entonces comuniqué a
Khalkis que me lavaba las manos de todo ese asqueroso asunto. Y que purgara sus
propias necedades. Cuando nos marchamos, Khalkis era apenas un pobre guiñapo
humano. Un ciego acabado. Un sujeto que se había querido pasar de vivo.
Grimshaw y yo abandonamos juntos la casa, y no encontramos a nadie en nuestro
camino, por suerte. En la escalinata de la calle previne a Grimshaw que, en tanto se
apartara de mi paso, nada tenía que temer de mí. ¡Trampearme a mí, tan luego a
mí! ¡Vaya, sí que les canté clarito las cuarenta!
— ¿Cuándo vio usted por última vez a Grimshaw, Mr. Knox? —inquirió el
policía.
—Esa vez. Y contento de librarme de él. Dirigiéndome hasta la esquina de la
Quinta Avenida, chisté a un taxímetro y regresé a casa.
— ¿Dónde se hallaba Grimshaw?
—La última vez que le vi estaba de pie en la acera, mirándome
sardónicamente.
— ¿Directamente enfrente de la casa de Khalkis?
—Sí... Y hay algo más aun. A la tarde siguiente, luego de enterarme de la
muerte de Khalkis, recibí una misiva personal de él. De acuerdo con el matasellos,
había sido echada al correo esa mañana, antes del fallecimiento de Khalkis. De fijo
fue escrita inmediatamente después que Grimshaw y yo nos marchamos de su casa
el viernes, siendo despachada a la mañana siguiente. Aquí la tengo —Knox hurgó
en uno de sus bolsillos y extrajo un sobre que puso en manos del inspector. Éste
sacó una cuartilla de papel de carta y leyó alto el garabateado mensaje:

"Estimado J. J. K.:
Confieso que lo ocurrido anoche me dejó mal ante sus ojos, pero no estaba en mis
manos evitarlo. Perdí dinero y me excedí un poco. No tenía la intención de
complicarle a usted en el caso, y no imaginaba siquiera que ese pillastre de
Grimshaw se acercaría a usted para extorsionarle. Deseo asegurarle que, de
ahora en adelante, no quedará usted envuelto en este enredo. Procuraré cerrarles
la boca a Grimshaw y a su cómplice, aunque para ello deba malvender mis
bienes, subastando todos los lotes de mis galerías y, si ello es necesario, pidiendo
dinero prestado a cambio de mi seguro. De todos modos, considerérese a salvo,
por cuanto los únicos conocedores del asunto tocante al "Leonardo" somos
nosotros dos y Grimshaw y su cómplice, a quienes cerraré la boca con el dinero
que me exigen. Nunca informaré a nadie de este caso, ni siquiera a Sloane, quien
corre ahora con las cosas en reemplazo mío...
K."

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—Sí, ésta debía ser la carta que Khalkis entregó a la Brett para despachar el
sábado por la mañana —rumió el inspector—. ¡Hum! ¡Una caligrafía un tanto
garrapateada! Bastante buena para un ciego...
— ¿No habló nunca con nadie del caso, Mr. Knox? — preguntó Ellery.
— ¡Desde luego que no! —gruñó el multimillonario—. Naturalmente, hasta el
viernes último imaginaba impecable el infundio de Khalkis y creía a pie juntillas
que el Museo Victoria evitaba publicidad al respecto y todo lo demás. Mi pinacoteca
particular es visitada a menudo por amigos, coleccionistas, connaisseurs. De modo,
pues, que siempre mantuve oculto el Leonardo. Y nunca hablé de él a ser viviente.
Lógicamente, desde el viernes pasado menos razones de hablar me asistían. Por mi
parte, nadie sabe palabra del Leonardo...
Sampson hizo una mueca extraña:
—Desde luego, Mr. Knox, comprenderá usted su situación... anormal...
— ¿Anormal, Sampson? ¿Por qué?
—Pues porque usted... En fin, el hecho de encontrarse usted en posesión de
una pieza robada entra en la categoría de... de...
—Mr. Sampson quiere decir —intervino el inspector— que usted,
técnicamente, cometió un delito.
— ¡Qué disparate! —rió Knox, de golpe—. ¿Qué pruebas tienen ustedes de
ello?
—Pues su propia confesión al respecto.
— ¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¿Y si yo quiero desmentirme?— ¡Vamos, vamos, Mr.
Knox! —gruñó el policía con firmeza—. Seguro estoy que usted no hará nada por el
estilo.
—El cuadro en cuestión demostraría la acusación — terció el fiscal,
mordiéndose con nerviosidad los labios. Knox no perdía su buen humor:
— ¿Podrían ustedes presentar el cuadro? —desafió—. Sin ese Leonardo no
tienen en qué apoyarse. Los ojillos del policía se estrecharon: — ¿Pretende usted,
Mr. Knox, seguir ocultando ese cuadro, rehusando entregarlo a la policía,
negándose a confesar su posesión? —dijo.
Knox, acariciándose las quijadas, paseaba su mirada de unos a otros:
—Vean ustedes, señores, a mí me parece que encaran el caso erróneamente.
¿De qué se trata? ¿De un crimen? ¿De un delito o de robo? En resumidas cuentas,
¿qué están investigando?
—Mr. Knox, lamento que adopte usted una actitud tan extraña —dijo el
inspector incorporándose lentamente—. Es obligación nuestra investigar todos los
delitos cometidos contra la sociedad. Si albergaba usted esas intenciones al efecto,
¿a santo de qué contarnos todo esto?
—Bien, ahora vamos hablando con mayor claridad, inspector —replicó el
multimillonario con aspereza—. Confesé por dos razones: primera, para ayudarles a
resolver el crimen, y segunda, porque abrigo mis propios agravios que vengar. —
¿Qué quiere usted decir?
—Pues que he sido trampeado, engañado, embaucado. ¡Ese Leonardo, por el
cual pagué la bonita suma de setecientos cincuenta mil dólares no es un Leonardo!
— ¡Ah! —los ojos del policía le escrutaban con aire taimado—. De suerte que
era eso lo que le tenía amargado, ¿eh? ¿Cuándo lo descubrió usted?
—Ayer noche. Hice examinar el cuadro por mi experto. Garantizo su
discreción: no dirá esta boca es mía. Bien, el técnico en cuestión afirma que la
pintura salió del pincel de uno de los discípulos de Leonardo, o quizá de Lorenzo di
Credi, uno de los tantos pintores contemporáneos del maestro, ambos discípulos, a

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

su vez, del Verrocchio. Citaré sus propias palabras: "La técnica es de Leonardo,
pero ciertos detalles demuestran que no es de Leonardo. Esa porquería vale sólo
unos pocos miles de dólares..." Sí, señores, esos pillos me "engañaron".
—De todos modos, pertenece al Museo Victoria —respondió el fiscal— y es
necesario reintegrárselo...
— ¿Cómo sabemos que pertenece al Museo Victoria, señores? ¿Cómo sabemos
que la pintura adquirida por mí no es una copia desenterrada por algún experto
sagaz? Supongamos, por un instante, que el Leonardo del museo aludido fue
hurtado. Pues bien, eso no significa que sea el mismo que me ofreciera Grimshaw.
Tal vez ese ladrón nos hizo el cuento. O acaso fue el propio Khalkis. ¡Quién sabe!
Por otra parte, ¿qué proyectan ustedes hacer al respecto?
—Sugiero que callemos el asunto —indicó Ellery.
Y así lo dejaron. Knox quedaba dueño de la situación. El fiscal parecía el
hombre más embarazado del orbe; cuchicheaba acaloradamente al inspector, y éste
se encogía de hombros.
—Perdónenme ustedes si vuelvo a la escena de mi ignominia —intercaló Ellery
con insólita humildad—. Mr. Knox, ¿qué ocurrió en realidad la noche del viernes
último con referencia al testamento?
—Cuando Grimshaw lo rechazó, Khalkis, con gesto mecánico, lo reintegró a la
caja fuerte embutida en el muro y, tras guardarlo dentro de la cajita de acero, cerró
la portezuela de la misma.
— ¿Y el servicio de té?
—Grimshaw y yo penetramos en la biblioteca. El servicio de té estaba sobre el
taburete contiguo al escritorio. Khalkis nos preguntó si queríamos tomar esa
infusión, y entrambos rehusamos. En tanto hablábamos, Khalkis se sirvió una
taza...
— ¿Utilizando una bolsita de té y una rodaja de limón?
—Sí. . . Sin embargo, volvió a sacarlas del líquido. En la excitación de la
conversación suscitada más tarde, nuestro hombre olvidó beberse la taza. Y el té se
enfrió. Y no lo tomó durante todo el tiempo que permanecimos con él...
—Sobre la bandeja había tres tazas y platillos, ¿verdad?
—Sí... Las otras quedaron sin usar, limpias. En ellas no se vertió agua alguna.
—Juzgo necesario reajustar ciertos conceptos erróneos. Hablando en plata,
creo ser el blanco de burlas de un adversario taimado. Jugaron conmigo con astucia
maquiavélica. Y me hicieron aparecer ridículo.
"Por otro lado, urge evitar que ciertas consideraciones personales
obstaculicen nuestras investigaciones y la feliz consecución de nuestros propósitos.
Atiéndanme: si incurro en alguna equivocación, les ruego que me la corrijan al
punto."He sido víctima de la perfidia de un astuto criminal que, concediéndome el
beneficio de una mentalidad laboriosa, pergeño con toda deliberación una trama de
pistas falsas tendientes todas ellas a encauzarme en la estructuración de una
solución "sutil", solución que, en resumidas cuentas, señalaría a Khalkis como al
asesino de Grimshaw. Dado que sabemos que, durante un período de algunos días
después de la muerte de Khalkis, sólo había una taza de té sucia, el manipuleo con
todo el restante juego de té constituye una "celada", una "trampa" astutamente
tendida por el criminal. El relato de Miss Brett estableciendo la hora en que vio las
tazas en su condición original absuelve por completo a Khalkis en cuanto a dejar la
pista falsa de las tres tazas de té sucias, pues sabemos ya que, cuando Miss Brett las
vio en el estado aludido, Khalkis había sido enterrado. Existe solamente una
persona con motivos poderosos para tendernos la celada de la pista falsa, y esa

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

persona es el mismo asesino, el bribón que me brindó gentilmente un sospechoso


hecho a la medida que apartaba las sospechas de sí mismo.
Ahora bien —continuó el joven—, la pista que tendía a demostrarnos que
Khalkis no era ciego no es menos... En fin, sospecho que el criminal debió
aprovecharse de una circunstancia fortuita. Al descubrir el "programa" cotidiano de
Khalkis, referente a sus prendas de vestir, a la vez que el paquete de mercancías
procedente de la Casa Barrett, nuestro pillo, sacando buen provecho de la
discrepancia en colores, colocó dicho paquete en el cajón de la cómoda del
dormitorio de Khalkis a fin de que yo lo encontrara allí, utilizando esa "pista" como
parte integrante de mi trama deductiva. Y surge el interrogante: ¿Era ciego Khalkis
o no, haciendo caso omiso de la "celada" en cuestión? ¿El criminal estaba al tanto
de ello? Por el momento, dejaré en suspenso esta consideración.
"Un punto, sin embargo, resulta importante. El homicida no podría haber
dispuesto las cosas de modo que Khalkis llevara una corbata diferente el sábado
por la mañana, día de su fallecimiento. La cadena de razonamientos sobre la cual
basaba la deducción de que Khalkis había recobrado la vista parece falsa en algún
"eslabón", siempre que trabajemos sobre la teoría de que Khalkis era realmente
ciego, aunque es posible que no lo fuera...
—Es posible, pero no probable —comentó Sampson—. Como usted mismo lo
señaló; ¿por qué Khalkis callaría el hecho de haber recobrado de súbito la vista?
—Está usted en lo cierto. Parecería, pues, que Khalkis estaba ciego. Mi lógica
seguía derroteros falsos. ¿Cómo explicar entonces el hecho de que Khalkis sabía
que llevaba corbata roja, pese a su ceguera? ¿Acaso Demmy o Sloane o la misma
Miss Brett indicaron a Khalkis que usaba una corbata de ese color? Tal hecho
explicaría el enigma; por otra parte, si todos dijeron la verdad, la explicación vuelve
a escapársenos. Si no desentrañamos una explicación satisfactoria, nos veremos
forzados a concluir que alguno de los tres mintió.
—Esa muchacha —rumió el policía— no me parece un testigo muy digno de
crédito.
—No iremos a ninguna parte con inspiraciones carentes de fundamento, papá
—replicó Ellery, sacudiendo la cabeza—. A menos que confesemos rotundamente la
ineficacia del razonamiento inteligente, cosa que me repugnaría pensar... Durante
la relación de Mr. Knox, recapacité mentalmente en torno de nuestras posibilida-
des, y ahora advierto que mis procesos lógicos originales se desentendieron de una
posibilidad, una posibilidad un tanto sorprendente, supuesto que sea verídica...
Existe una explicación del hecho que Khalkis supiera que lucía una corbata roja, sin
ver el color y sin que nadie se lo dijera... Y resultará fácil probar o desaprobar.
Perdónenme ustedes unos instantes.
Ellery, curvándose sobre el teléfono, se puso en comunicación con la casa de
Khalkis; los otros cuatro le observaban en silencio.
— ¿Mrs. Sloane?... Habla Ellery Queen... ¿Está allí Mr. Demetrios Khalkis?...
¡Bien!... Por favor, llévelo en seguida al despacho del inspector Queen, en el Depar-
tamento de Policía... Sí, entendido... Dígale a su primo que traiga consigo una de
las corbatas verdes de su hermano... ¡Es importantísimo!... No, que lo acompañe
Weekes... ¡Ali!... Dígale al mayordomo que no... ¡No! No informe a Weekes acerca
de lo que trae Demmy... ¡Mil gracias!
Colgó suavemente el auricular y luego volvió a llamar al operador del
Departamento:
—Por favor, localice el paradero de Trikkala, el intérprete griego, y
comuníquele que se dirija en seguida a la oficina del inspector Queen. —Aun no veo
qué... —murmuró el inspector. —Por favor, papá —replicó Ellery, encendiendo otro

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

cigarrillo con dedos firmes—, permíteme continuar. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah! Bien,
toda la solución relativa a la supuesta culpabilidad de Khalkis falla por su base, y se
nos viene al suelo estrepitosamente. Esa solución fundabase en dos puntos:
primero, que Khalkis no era realmente ciego, y segundo, que sólo dos personas
estaban en el estudio el viernes último por la noche. El segundo argumento ha sido
pulverizado ya por Mr. Knox y Miss Brett. Ahora tengo la convicción de que yo
mismo desmenuzaré el primer argumento dentro de unos minutos. En otras
palabras, si podemos demostrar que Khalkis era ciego aquella noche, ya no
contamos con razón alguna para sospechar más de Khalkis como asesino de Grims-
haw que de cualquier otro individuo involucrado en el asunto. De hecho, conviene
eliminarlo como sospechoso; el único interesado realmente en dejar tras de sí indi-
cios falsos era el asesino; las pistas de mentirillillas fueron arregladas después de la
muerte de Khalkis; y lo que es más aun, ellas entrañaban el designio de hacer
aparecer a Khalkis como el criminal. De suerte, pues, que aquél es inocente de la
muerte violenta de Grimshaw.
"Ahora bien, conforme al relato de Mr. Knox, es evidente que Grimshaw fue
ultimado a raíz de algún motivo vinculado con el Leonardo robado —continuó el
joven—. Un punto hay que tiende a apuntalar mis sospechas al efecto: cuando
Grimshaw fue descubierto inhumado dentro del féretro de Khalkis, el pagaré que le
entregara éste, según indicó Mr. Knox, no apareció ni en su cartera ni entre sus
ropas. Obvio es que el homicida se apropió de él luego de estrangular a Grimshaw.
El asesino estaría entonces en condiciones ideales para esgrimir ese pagaré contra
Khalkis, pues recuerden que Grimshaw fue muerto antes del fallecimiento de aquél.
Cuando murió Khalkis de modo inesperado, el pagaré resultó virtualmente sin
valor alguno para nuestro bribón, pues si ese documento se protestaba ante
cualquiera que no fuera el propio Khalkis, aquél quedaría bajo sospechas, inicián-
dose entonces una investigación de consecuencias incalculablemente riesgosas para
el criminal. Cuando robó el pagaré a Grimshaw, el asesino cimentaba sus proyectos
en un Khalkis vivito y coleando. En cierta manera, Khalkis, al fallecer, hizo un
señalado favor a sus legítimos herederos, pues ahorró a la sucesión la considerable
suma de medio millón de dólares.
"Surge ahora un hecho aun más importante —prosiguió el joven—.
¡Atiéndanme bien! La única persona, como ya dije momentos antes, con motivos
suficientes para procurar substraerse de sospechas y enfilarlas hacia el muerto —
Khalkis— era, naturalmente, el asesino. Por lo tanto, dos son las características que
debe poseer el criminal: 1), encontrarse en condiciones de urdir la falsa pista del
juego de té. Y para ello, el homicida tuvo acceso a la mansión de Khalkis después de
las exequias, esto es, entre el martes por la tarde, cuando Miss Brett vio las dos
tazas limpias, y el viernes, momento en que descubrimos las tres tazas sucias; y 2),
la farsa de dicha vajilla sucia, tendiente a aparentar que sólo dos personas estaban
involucradas en el caso, dependía en absoluto —¡y recuerden bien este punto!— de
que Mr. Knox guardara silencio en cuanto al hecho de ser él el tercer hombre, el
tercero en discordia del entredicho Grimshaw-Khalkis.
"Permítanme explayarme sobre este último punto. Sabemos ahora que tres
personas estaban presentes esa noche. El individuo que luego intentó aparentar
que sólo había dos personas en el estudio de Khalkis la noche fatal, sabía
obviamente que ellas eran tres y el nombre de esas tres personas. Pero observen
ustedes que él pretendía hacer creer a la policía que sólo había dos en el estudio;
por ende, cada uno de los tres individuos presentes debía acallar ese indicio, o la
farsa sería infructuosa. Nuestro embaucador dependía, en el momento en que
tendió la falsa pista, del silencio de dos de los tres hombres: Grimshaw, que había

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

sido asesinado, y Khalkis, fallecido de muerte natural. Sólo restaba el tercer


hombre, Mr. Knox, cuyas declaraciones referentes al caso podrían deshacer el
engaño. Sin embargo, pese al hecho de permanecer Mr. Knox con vida, sano y salvo
y sin molestia, el tramposo de criminal continuó adelante deliberadamente con su
farsa indigna. En otras palabras, imaginó poder contar con el silencio de Mr. Knox.
¿Está claro eso?
Todos asintieron, alertas y atentos a cada sílaba pronunciada por el
muchacho. Knox observaba los labios de Ellery con curiosa atención.
—Pero, ¿cómo nuestro tramoyista podría contar con el silencio de Mr. Knox?
—continuó Ellery—. Sólo sí conocía toda la historia del Leonardo, sólo si sabía que
Mr. Knox poseía esa tela a raíz de circunstancias de naturaleza ilícita. En ese
caso, y sólo en ese caso, podía estar seguro de que Mr. Knox, en resguardo propio,
callaría el hecho de haber sido el tercer hombre de la reunión celebrada el viernes
por la noche en casa de Khalkis.
—Sagaz, joven —apuntó el multimillonario.
—Por una vez —Ellery no sonreía—. Aun falta el rasgo más significativo de
este análisis. ¿Quién podía conocer toda la historia del Leonardo substraído y sus
vinculaciones con él, Mr. Knox?
—Procedamos por eliminación.
—Bien, Khalkis, de acuerdo a su propia carta, a nadie había informado
palabra, y ahora está muerto. En cuanto a usted, Mr. Knox, no lo comunicó
tampoco a nadie, salvo al técnico que ayer mismo examinó la tela, declarándola
obra del pincel de un artista que no era el insuperable Leonardo da Vinci. En ese
caso, usted habló de ella apenas ayer... demasiado tarde para que nuestro experto
dispusiera los detalles conducentes a las pistas. Esto elimina al técnico, el único ser
viviente que conoce su posesión del cuadro por intermedio de usted, Mr. Knox...
El muchacho fijó sus ojos en el muro, sombrío:
— ¿Quién más nos queda? Sólo Grimshaw, y ha muerto. No obstante ello, de
conformidad con su propio relato, Grimshaw aseveró que compartía el secreto sólo
con otra persona, la única persona "en el mundo" a quien nuestro bribón informó
acerca del cuadro hurtado al Museo Victoria. Y esa única persona era el socio de
Grimshaw. Y esa sola persona es, consiguientemente, el único extraño
suficientemente al tanto de la historia de la tela robada para dejar tras de sí la falsa
pista de las tres tazas de té usadas... ¡y tener motivos poderosos para contar con su
silencio en cuanto a su tercería en este turbio asunto!
—Correcto, correcto —murmuró el multimillonario.
—Y bien, ¿cuáles son las conclusiones que se desprenden de todo esto? —
continuó el joven—. El cómplice de Grimshaw, el único que podía haber tramado
las falsas pistas, resulta obviamente el asesino. Y de acuerdo a las propias
declaraciones de Grimshaw, su compinche era el hombre que le acompañó hasta el
Hotel Benedict la víspera del día fatal, y también el desconocido que se reunió con
Grimshaw, después que usted y él salieron de casa de Khalkis el viernes por la
noche, momento en que se enteró de todo lo concerniente al ofrecimiento del nuevo
testamento, del pagaré y de lo demás suscitado durante la visita a Khalkis.
—Desde luego —indicó el inspector reflexivamente—, esas deducciones
comportan un progreso en nuestras indagaciones, pero no nos conducen a nada
concreto. El acompañante de Grimshaw la noche del jueves último podría haber
sido un fulano cualquiera. Recuerda, hijo, que no tenemos descripción alguna de él.
—Es cierto, pero al menos esclarecimos ciertos puntos obscuros. Sabemos
adonde vamos —Ellery aplastó su cigarrillo en el cenicero, mirándoles con
expresión fatigada—. Sin embargo, omití discutir hasta ahora un detalle

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

importante. Y es que el homicida se chasqueó, pues Mr. Knox no se calló. Ahora


bien, Mr. Knox, explíquenos usted por qué no se calló.
—Ya se lo dije —murmuró el banquero—. El Leonardo no es de Leonardo,
sino de otro pintor, prácticamente sin valor alguno.
— ¡Precisamente! Mr. Knox confesó su tercería en el asunto cuanto descubrió
que la tela carecía casi de valor. Dicho crudamente, se sentía "defraudado" y
ansiaba enterarnos del caso para satisfacer sus propósitos de venganza. ¡Sin
embargo, sólo a nosotros contó lo acaecido! En otras palabras, el asesino, el
cómplice de Grimshaw, supone aún que nosotros nada sabemos acerca del cuadro,
supone aún que damos crédito a la solución Khalkis si sabemos deducir la "verdad"
de las pistas falsas... ¡Muy bien! Procederemos a complacerle en un caso y a contra-
riarle en el otro. No podemos aceptar públicamente la solución Khalkis, dado que la
sabemos falsa. Pero en cambio, debemos nutrir las esperanzas de nuestro criminal,
darle soga, aguardar sus próximos pasos, atraparle quizá en alguna trampa a fin de
forzarle a continuar... ¿cómo diría?... ¡a continuar haciendo desaguisados!...
¡Cosas!... Por lo tanto, juzgo conveniente dar a publicidad la solución Khalkis y
luego las declaraciones de Miss Brett que harán reventar la burbuja de la solución
aludida; en el ínterin, nada comuniquemos con respecto a la intervención de Mr.
Knox en el caso... ¡ni una sola palabra...! El asesino supondrá entonces que Mr.
Knox guardó silencio al efecto y continuará contando con ese silencio por cuanto
ignora que el supuesto Leonardo no es la tela genuina avaluada en un millón de
dólares.
—Necesitará cubrir sus pasos—murmuró el fiscal—. Y se atemorizará no poco
cuando sepa que todavía andamos a la pesca del homicida. ¡Buena idea, Ellery!
—No corramos el riesgo de espantar a nuestra "pieza" —continuó el joven—
exponiendo como falsa la solución Khalkis en base a las declaraciones de Miss
Brett. El criminal se verá obligado a aceptar este hecho, ya que, después de todo, él
tomó el riesgo desde el principio de que alguien observara la discrepancia en el
aspecto de las tazas de té. La circunstancia de que alguien observara dicha
discrepancia le parecerá algo desafortunado, pero no necesariamente desastroso.
— ¿Qué infiere usted de la desaparición inmotivada de Cheney? —inquirió
Pepper. Ellery suspiró:
—Por supuesto, mi brillantísima deducción de que Alan Cheney era el
enterrador del cadáver de Grimshaw fundábase por entero en la hipótesis de que
Khalkis, su tío, había sido su matador. En cambio, ahora tenemos razones de sobra
para presuponer que Grimshaw fue inhumado por su asesino. De un modo u otro,
la desaparición de Cheney, en base a datos fidedignos, resulta totalmente
inexplicable. Creo que a ese misterio debe concedérsele cierto compás de espera.
Uno de los telefonistas internos del Departamento intercaló una llamada al
teléfono de Queen y este, levantándose, acudió al aparato:
—Bueno... ¡envíenoslo en seguida!... Que el otro espere afuera... —volvióse a
Ellery—. Bueno, hijo, ahí llega tu hombre —agregó—. Weekes le trae consigo.
Ellery asintió. Un hombre abrió la puerta franqueándole la entrada a la
elevada y desgarbada figura de Demetrios Khalkis, decente y sobriamente vestido;
pero su sonrisa, deforme y hueca, distorsionaba sus labios sensuales y su fisonomía
trasuntaba mayor imbecilidad que nunca. Weekes, el tímido mayordomo de la
mansión Khalkis, con su sombrero apretado contra su viejo pecho, sentábase,
intranquilo, en la sala del despacho del inspector; la puerta exterior se abrió, dando
entrada al grasiento Trikkala, intérprete policial de griego.
— ¡Trikkala! ¡Venga usted acá! —gritó Ellery, volviéndose luego para observar
el paquete apretado entre los dedos huesosos de Demmy. El heleno se coló

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

furtivamente en la oficina, con una expresión interrogante en su rostro simiesco;


alguien cerro la puerta a sus espaldas.
—Trikkala —dijo el muchacho—, pregúntele a ese imbécil si trajo lo que se le
ordenó.
Trikkala, ante cuya entrada se había iluminado la faz de Demmy, disparó una
granizada de palabras extranjeras en dirección al de la sonrisa idiota. Demmy, asin-
tiendo con vigor, sacudió el paquete.
—Bien, pregúntele ahora, Trikkala, acerca de lo que le ordenamos traer.
Un breve intercambio de palabras guturales, al cabo de las cuales el heleno
dijo en inglés:
—El muchacho me explicó que le ordenaron traer consigo una corbata verde,
una de las corbatas verdes del guardarropa de su primo Georg.
— ¡Admirable! Pídale que nos muestre esa corbata verde.
Trikkala espetó algo gutural a Demmy y éste, asintiendo, comenzó a
desanudar torpemente el hilo del paquete. Ello le llevó largo tiempo, intervalo
durante el cual todos los ojos concentráronse en silencio en aquellos dedos. Por fin,
coronando su victoria contra los rebeldes nudos, desenvolvió el paquete. El papel
quedó extendido sobre la mesa... Y Demmy mostró una corbata roja...
Ellery acalló el excitado cuchicheo de sus acompañantes, la exclamación ronca
de los dos abogados, y la maldición entre dientes del inspector. Demmy se les
quedó mirando con sonrisa ausente, como si buscara su aprobación. Ellery, girando
sobre sus talones, abrió uno de los cajones del escritorio de su progenitor y
comenzó a hurgar. Al fin, irguiéndose, levantó bien en alto un papel secante... un
papel secante verde...
—Trikkala —indicó firmemente Ellery—, pregúntele de qué color es esto.
Trikkala obedeció. La contestación de Demmy en griego fue decisiva.
—Dice que el papel secante es rojo —informó el intérprete en tono perplejo.
— ¡Bravo! Gracias, Trikkala. Sáquele fuera y dígale al hombre que aguarda en
la antesala que lo lleve a casa.
El heleno, asiendo a Demmy del brazo, lo arrastró fuera del despacho. El
joven cerró la puerta a sus espaldas.
—Creo que eso explica satisfactoriamente lo descaminado de mi lógica —
murmuró—. No tomé en cuenta la remota posibilidad de que Demmy padeciera de
daltonismo.
Los circunstantes asintieron, mudos.
—Ya ven ustedes —continuó el joven detective— que yo presumía que, si a
Khalkis no se le había indicado el color de su corbata y si Demmy le había vestido
de acuerdo con el "programa" correspondiente, Khalkis por ende, conocía el color
de la misma... ¡y no era ciego!. .. No tomé en cuenta el hecho de que el mismo
"programa" aludido podía confundirnos. De conformidad con él, Demmy tendría
que haberle entregado a su primo una corbata verde el sábado por la mañana. No
obstante, sabemos ahora que para Demmy la palabra "verde" significa "rojo"; en
substancia, que es daltonista. En otros términos, Demmy no distingue los colores,
merced a lo cual ve rojo el verde y verde el rojo; su primo conocía el mal de Demmy
y por ello trazó el "programa" dentro de esa base, al menos en cuanto a esos dos
colores se refiere. Cuando deseaba una corbata "roja" solicitaba una "verde". En
resumidas cuentas, esa mañana, pese a que Khalkis lucía una corbata de color
diferente al indicado en el "programa" para el día sábado, sabía, sin necesidad de
que se lo dijeran y sin que "viera" el color con sus propios ojos, que llevaba una
corbata roja. Nuestro hombre no se cambió de corbata: lisa y llanamente lucía la
roja en cuestión cuando su primo idiota abandonó la casa a las nueve de la mañana.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Bueno —murmuró Pepper—, de todo eso se desprende la conclusión de que


Demmy, Sloane y Miss Brett dijeron la verdad. Y ya es algo.
— ¡Muy cierto! Podríamos discutir ahora el punto aplazado de si el asesino
sabía que Khalkis estaba ciego o bien si abrigaba la convicción, según los datos que
a mí mismo me engañaron, de que no era así. Creo que al presente es una conjetura
inútil, aunque todas las probabilidades enfocan en dirección de esta última suposi-
ción; es muy posible que ignorara que Demmy era daltonista; y es posible que
supusiera —y de que aun suponga—• que Khalkis falleció vidente. En uno u otro
caso, resultaría difícil extraer conclusiones concretas de todo esto —Ellery se volvió
hacia su progenitor—: ¿Tienes ahí la lista de todas las personas que concurrieron a
visitar la casa de Khalkis entre el martes y el viernes último?
—Sí... Cohalan hizo la lista —replicó el fiscal—. ¿Quiere mostrársela, Pepper?
El abogado extrajo una hoja de papel dactilografiada. Ellery la ojeó
rápidamente:
—Ya veo que está al día —murmuró.
La lista incluía a todos los visitantes de la casa mencionados en la cuartilla
similar revisada por los Queen el jueves último, el día anterior a la exhumación de
Khalkis, a más de los nombres adicionales de las personas de visita en la mansión
aludida desde ese momento hasta la iniciación de las investigaciones del crimen de
Grimshaw. Dicho adición involucraba los nombres de todos los miembros del hogar
de los Khalkis: Nació Suiza, Miles Woodruff, James K. Knox, el doctor Duncan
Frost, Honeywell, el reverendo Elder, Mrs. Susan Morse, amén de algunos antiguos
clientes del difunto, Robert Petrie, Mrs. Duke, Reuben Goldberg, Mrs. Timothy
Walker, Robert Acton. Varios empleados de las Galerías Khalkis también habían
concurrido a la mansión de su ex empleador: Simón Broecken, Jenny Bohm, Parker
Insull. La lista finalizaba con los nombres de algunos conocidos periodistas.
Ellery devolvió el papel a Pepper:
—La mitad de la población neyorkina parece haber desfilado por esa casa —
refunfuñó—. Mr. Knox, ¿contamos con su palabra de que guardará bajo siete llaves
el asunto del Leonardo hurtado?
—No diré palabra a ser viviente.
— ¿Y estará usted presto a informarnos de cualquier novedad que se
produzca?
—Con mucho gusto, amigo mío —el multimillonario se levantó, y Pepper se
precipitó a ayudarle a ponerse su sobretodo—. Ahora trabajo con Woodruff —
agregó enfundándose con trabajo la prenda aludida—. Contraté sus servicios para
que se encargara de los pormenores legales de la sucesión. Todo anda embrollado,
ya que Khalkis parece haber muerto intestado. Espero que el nuevo testamento no
aparecerá por ninguna parte. Woodruff asegura que eso complicaría las cosas.
Obtuve permiso de Mrs. Sloane, como pariente más próximo, de asumir el cargo de
administrador en caso de no hallarse el nuevo testamento.
— ¡Condenado sea ese testamento robado! —rezongó Sampson—. Sin
embargo, creo que podremos presentar alegato de coacción y provocar la anulación
del nuevo testamento, no sin enfrentar antes un alboroto del demonio. ¿Grimshaw
tenía parientes cercanos?
Knox gruñó entre dientes, agitó la diestra y salió, Sampson y Pepper se
incorporaron, mirándose.
—Adivino sus pensamientos, jefe —aseveró este último, suavemente—. ¿No es
verdad que usted sospecha que el cuento de Knox acerca de la tela robada no es
más que eso mismo: un cuento?......
—Bueno, nada me sorprendería menos —confesó el fiscal.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Ni a mí —dijo el inspector—. Magnate o no magnate, el tipo anda jugando


con fuego.
—Opino igual que_ ustedes —terció Ellery—. Knox es un coleccionista
fanático y evidentemente, ni sueña en desprenderse de su cuadro.
—Bueno, el caso es un berenjenal —suspiró el anciano policía.
Sampson y Pepper saludaron a Ellery y abandonaron el despacho. El policía
siguió sus pasos, dejando solo a Ellery con sus pensamientos. El joven consumió
cigarrillo tras cigarrillo, esbozando muecas cuando la memoria evocaba ciertos
detalles amargos. Cuando el inspector regresó de su conferencia con los
representantes de la prensa, Ellery contemplaba ensimismado sus zapatos.
—Bueno, ya lo vomité todo —masculló el viejo, desplomándose en su silla—.
Informé a los periodistas acerca de nuestra solución Khalkis y seguidamente,
expuse las declaraciones de Joan Brett que la desbarató. Dentro de unas horas las
crónicas se difundirán por todo Nueva York, y nuestro amigo, el asesino, tendrá
que poner manos a la obra.
Bramó algo en el teléfono y momentos después penetraba aprisa su secretario
en la oficina. El policía le dictó un cablegrama, marcado Confidencial, dirigido al
director del Museo Victoria, de Londres. El empleado se marchó acto seguido.
—Bueno, ya veremos qué pasa —agregó el anciano con mesura, mientras su
mano atezada buscaba su tabaquera—. Es necesario averiguar sobre qué pie nos
hallamos tocante al asunto de la tela... Acabo justamente de conversar de eso con
Sampson en la antesala y llegamos a la conclusión de que no podemos confiar en
las palabras de Knox... —estudió a su silencioso vástago con aire inquisitivo—.
¡Vamos, vamos, El, repórtate un poco! El mundo no se nos ha venido encima,
muchacho. ¡Qué diablos! ¿Qué importa si tu solución Khalkis era un fiasco? ¡Olví-
date de eso!
— ¿Olvidarlo? —Ellery levantó los ojos lentamente—. Dificulto que olvide mi
vergüenza por un tiempo largo —apretó un puño y lo contempló abstraído—. Si este
asunto me enseñó algo útil es que no debo adelantar jamás la solución de ningún
caso que me interese hasta que no haya sopesado todos y cada uno de los elementos
del delito en cuestión y explicado todas y cada una de las partículas más
insignificantes de todos y cada uno de los cabos sueltos. Y sí alguna vez me
sorprendes quebrantando mi promesa, sáltame la tapa de los sesos con tu pistola.
El inspector le miró conturbado:
— ¡Vamos, muchacho! No digas eso...
— ¡Cuando pienso que tonto he sido, papá! ¡Qué necio hinchado,
ensoberbecido, imbécil!
—Creo que tu solución, falsa como era, no podía ser más brillante.
Ellery no replicó. Comenzando a pulir los vidrios de sus anteojos, fijó
amargamente su mirada en el muro por encima de la cabeza de su padre.

17

El proverbial brazo de la ley se proyectó en el mundo y entresacó a Alan


Cheney del limbo a la luz del día. Para ser más exacto, sus garfios cayeron sobre sus
hombros de entre las tinieblas de un aeródromo de Búffalo en la noche del sábado
nueve de octubre, en el preciso instante en que Alan se apeaba medrosamente de

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

un avión procedente de Chicago. Los garfios en cuestión, ensamblados a las


manazas del detective Hagstrom, no pecaban de inseguros y cuidaron de que el
jovencito fugitivo, legañoso, embarrado, mustio y por demás embriagado, fuera
puesto en el siguiente pullman expreso que atravesaba el Estado rumbo a Nueva
York.
Los Queen, informados por telegrama de la captura de Cheney, se
encontraban el lunes por la mañana temprano en el despacho del inspector para
darle la bienvenida al "hijo pródigo" y a su justamente orgulloso captor. El fiscal
Sampson y el ayudante del fiscal Pepper integraban también la comisión de
recepción. El ambiente de aquella partícula de la Center Street trasuntaba alegría.
—Bueno, Mr. Alan Cheney —comenzó diciendo el policía en tono chispeante
al joven fugitivo, más apabullado y sombrío que nunca, ahora que se le habían
esfumado todos sus anteriores arrestos—, oigamos lo que tiene usted que decirnos
en su defensa.
La voz de Alan sonaba ronca entre sus labios agrietados:
—Rehúso hablar, inspector —farfulló.
— ¿Comprende usted ahora el significado de su fuga, amigo? —terció el fiscal.
— ¿Mi fuga?
— ¡Ah!... ¿Conque no fue una fuga, eh? Nada más que un paseíto, unas
pequeñas vacaciones, ¿eh? —el inspector rió entre dientes—. ¡Bueno, bueno! —
espetó bruscamente, cambiando de tono con esa rapidez característica en él—. Aquí
no estamos de chanzas y no somos niños. ¡Usted escapó! ¿Por qué?
Alan, cruzándose de brazos, fijó su mirada desafiante en el piso.
— ¿No fue acaso porque usted tenía miedo de permanecer aquí? —El
inspector manoteó dentro del cajón superior de su escritorio, sacando luego la
mano con la nota garabateada descubierta por el sargento Velie en el dormitorio de
Miss Brett.
Alan palideció intensamente y clavó sus ojos en el trozo de papel como si éste
fuera un enemigo dotado de vida:
— ¿De dónde diablos sacó eso? —tartajeó.
— ¡Ah! ¿Eso le pica, eh? Bueno, sepa usted que lo descubrimos debajo del
colchón de la cama de Miss Brett.
— ¿Ella... ella no lo quemó...?
—Parece que no, amigo. ¡Basta de comedias! ¿Va usted a hablar o tendremos
que apelar a otros medios? Alan parpadeó: — ¿Qué ocurrió? —preguntó. El policía
se volvió a los demás:
— ¡El cachorrillo requiere informaciones! ¡Vaya un descaro!
— ¿Miss Brett... está... bien? —Ahora sí, amigo.
— ¿Qué quiere usted decir? —Alan saltó de su silla—. ¿Ustedes no la...? — ¿No
la qué?
Él sacudió la cabeza y desplomándose de nuevo en su asiento, apretó sus
puños sobre los ojos, agotado.
—Queen —el fiscal meneó la cabeza, y el inspector, luego de arrojar una
mirada extraña a la cabeza desmelenada del joven acusado, reunióse con Sampson
en un rincón—. Si el tipo se niega a hablar —observó aquél en tono bajo— no
podremos retenerle preso. Después de todo, no podríamos esgrimir cargo alguno
contra él.
—Es verdad, Sampson, pero existe un punto que deseo aclarar antes de que
dejemos escapar a ese bribón de entre los dedos —el anciano se dirigió a la puerta
—. ¡Thomas!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El sargento apareció al punto en el umbral: — ¿Le quiere ahora, jefe? —


preguntó. —Sí. Tráigamelo aquí en seguida. Velie salió a escape. Instantes después
retornaba escoltando la escuálida figurilla de Bell, el empleado del Hotel Benedict.
Alan Cheney, sentado muy quieto, encubría su desasosiego bajo una máscara de
terco silencio; sus ojos saltaron sobre Bell como sí ansiara aferrarse a algo tangible.
El policía apuntó su pulgar hacia la víctima: —Bell, ¿reconoce usted en este
hombre a alguno de los visitantes de Albert Grimshaw de la semana pasada? —
inquirió.
El muchacho examinó la deshecha figura de Alan con escrupulosa
minuciosidad y éste sostuvo su mirada con desafiante pasmo. Luego» Bell meneó la
cabeza con energía.
—No, señor, no es ninguno de ellos. Nunca vi antes a este caballero.
El policía gruñó con rabia. Alan, a pesar de desconocer el significado de la
amenaza de la declaración de Bell, pero sensible ante el fracaso del inspector, lanzó
un suspiro de alivio, recostándose pesadamente contra el respaldo de su silla. —
Bien, Bell, aguarde afuera —el joven se retiró aprisa y Velie apoyó sus espaldas
contra la puerta—. Cheney, ¿rehuía usted aun explicarnos los motivos de su peque-
ña... travesura? Alan humedeció los labios: —Deseo hablar con mi abogado —
musitó.
— ¡Cielos! ¡Cuántas veces he oído decir esas palabras! ¿Quién es su abogado,
Cheney?
—Pues... ¡Miles Woodruff!
—El vocero de la familia, ¿eh? —gruñó Queen, malévolamente—. Bueno, no es
necesario —dejándose caer en su silla, consultó su tabaquera—. Vamos a ponerle en
libertad —agregó, gesticulando con la tabaquera como si rabiara contra la
necesidad de excarcelar al fugitivo, y la cara de éste se iluminó—. Ya puede usted
retirarse a su casa. Pero antes le prometo que si torna a las andadas le meteré entre
rejas aunque tenga que ver al mismísimo jefe de policía. ¿Entendido?
—Sí.
—Además —continuó el inspector—, no me andaré con vueltas en decirle que
haré vigilar todos sus movimientos. De modo que le servirá de muy poco intentar
tomar las de Villadiego, pues antes de que ponga pie fuera de la casa de su familia
le caerá encima uno de mis hombres. ¡Hagstrom! —el detective dio un respingo—.
Llévese a Mr. Cheney a su casa y quédese en ella con él. No le moleste para nada,
pero péguese a su lado como un buen hermanito cada vez que abandone el lugar.
—Bien, comprendido, jefe. ¡Andando, Mr. Cheney! — Sonriente, Hagstrom
asió al joven del brazo. Alan, incorporándose con ansiedad, se desasió del forzudo
policía, cuadró sus hombros en gesto de claro desafío y salió del despacho
flanqueado por Hagstrom.
Conviene señalar que Ellery no había articulado palabra durante esa escena
penosa. El único chispazo de interés demostrado en ella se exteriorizó cuando
Cheney enfrentó a Bell; pero ese chispazo se desvaneció apenas éste negó
conocerle.
Ellery aguzó los oídos cuando Pepper, cerrando la puerta detrás de Cheney y
Hagstrom, retomó el hilo de la conversación:
—A mí me parece, jefe, que él es el culpable.
— ¿Y por qué piensa ese macizo cerebro suyo que Cheney es el criminal,
Pepper? —preguntó el fiscal, con sarcasmo.
— ¿Acaso no huyó?
— ¡Vaya una novedad! Claro que huyó; pero, ¿sería usted capaz de convencer
a un jurado de que un individuo es un asesino por el simple hecho de huir? —Otras

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veces se les convenció, jefe. — ¡Tonterías! —gruñó el inspector—. No poseemos ni


brizna de pruebas, Pepper, y eso tendría usted que saberlo tan bien como nosotros.
Si ese jovenzuelo procedió criminalmente no tardaremos en averiguarlo... Thomas,
¿qué demontres le trae tan intranquilo?... Ya le veo rebosante de novedades...
En verdad, el sargento Velie se había estado dando vuelta hacia unos y otros,
abriendo la boca y cerrándola después como si no entreviera una brecha propicia
para introducirse en la conversación de los cuatro grandes. A la indicación del
inspector, exhaló un suspiro gigantesco y bramó:
—Afuera tengo a dos de ellos, jefe. — ¿Dos? ¿Quiénes?
—A la mujer con quien disputó Grimshaw en el agujero de Barney Schick y a
su esposo.
— ¡Nooo! —el policía se irguió con brusquedad—. ¡Buenas noticias, Thomas!
¿Cómo la desenterró?
—Por medio del archivo de Grimshaw —murmuró el gigante sudoroso—. La
dama es una cierta Lily Morrison que andaba liada con aquel hombre en los buenos
días de antes. Después contrajo matrimonio mientras Grimshaw se "pudría" en la
sombra, señor. —Búsqueme también a Schick. —Allí le tengo esperando, jefe.
— ¡Piramidal! Arréeme a todos para aquí, Thomas. Velie salió a escape y el
inspector se acomodó a la expectativa en su sillón giratorio. El sargento regresó al
momento con el propietario del speakeasy, a quien el inspector ordenó silencio
mientras Velie desaparecía por otra puerta, retornando a poco con una mujer y un
nombre. Entrambos penetraron al despacho vacilantes. La mujer era una
verdadera Brünnehilde, alta, rubia y amazónica. El hombre parecía su adecuado
compañero: un gigante imponente, en la cuarentena, con una narizota irlandesa y
duros ojos negros.
—Mrs. y Mr. Jeremiah Odell, inspector —anunció Velie.
El policía indicó sillas y ambos se sentaron rígidamente. El anciano comenzó a
revolver entre algunos papeles de su escritorio, exhibición ésta puramente
mecánica destinada a surtir sus efectos. La singular pareja pareció sentirse
convenientemente impresionada y sus ojos cesaron de girar por toda la habitación
para concentrarse en las delgadas manos del anciano policía.
—Bien, Mrs. Odell —comenzó el inspector—, suplicóle no amedrentarse, que
este interrogatorio no es más que pura formalidad... ¿Conoce usted a Albert
Grimshaw?
— ¿Eh? ¿Cómo? ¿Se refiere usted al individuo estrangulado en el ataúd de...
de...? —preguntó con voz ronca.
—Sí... ¿Le conocía usted?
—Yo... No... ¡No!... Sólo por los diarios, señor inspector.
—Ya, ya —el policía se volvió hacia Barney Schick, sentado inmóvil al otro
lado del despacho—. Barney, ¿reconoce usted a esta señora?
Los Odell se volvieron con precipitación, y la mujer lanzó una exclamación
estrangulada. La mano velluda de su esposo oprimió su brazo y la amazona recobró
su compostura mediante un intenso esfuerzo sobre sí misma.
—Seguro que la conozco —respondió el tabernero, cuya frente estaba perlada
de transpiración.
— ¿En dónde la vio por última vez?
—En mi local de la calle 45, señor, una semana atrás... o casi dos semanas...
Creo que fue en la noche del... del miércoles...
— ¿En qué circunstancias?
— ¿Cómo? ¡Ah! Bueno, pues con el tipo "liquidado"... con ese Grimshaw...
— ¿Mrs. Odell disputó con el muerto?

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—Sí —masculló Schick—. Sólo que en ese momento no estaba muerto, sino
más vivo que yo.
—Déjese de chistes. ¿Seguro que esta es la mujer que vio con él?
—Ni más ni menos, jefe.
El inspector encaróse con Mrs. Odell:
— ¿Sigue usted afirmando que no conocía a Albert Grimshaw, señora?
Los labios sensuales de la mujer comenzaron a ponerse trémulos. Odell se
inclinó hacia dejante, ceñudo:
—Si mi mujer dice que no, es no —bramó.
El r policía consideró las palabras del gigantesco irlandés:
— ¡Hum! —murmuró—. Huelo algo en esto... Barney, amigo mío, ¿no
recuerda haber visto nunca a este agresivo chiquillo? •—señaló con el pulgar al
airado esposo.
—No. Me parece que no, señor.
— ¡Muy bien, Barney! Vuelva al lado de sus queridos parroquianos—. Schick
saltó sobre sus pies y salió escapado—. Mrs. Odell, ¿cuál era su nombre de soltera?
—Morrison.
— ¿Lily Morrison?
—Sí. ...
— ¿Cuánto tiempo hace que está casada con Odell?
—Dos años y medio.
— ¡Hum! —el anciano consultó de nuevo un ficticio sumario—. Bien,
escúcheme usted con atención, Mrs. Lily Morrison Odell: ante mí tengo una serie
de informaciones fidedignas. Cinco años ha, un tal Albert Grimshaw fue
aprehendido y encerrado en Sing-Sing. Al tiempo en que lo detuvieron no existen
datos de que usted estuviera vinculada en alguna forma con él. Eso es cierto. Sin
embargo, sabemos que algunos años antes usted convivía con él en... ¿Cuál era la
dirección, sargento Velie?
—Uno... cuatro... cinco de la Décima Avenida —respondió Velie.
Odell se puso de pie de un salto, con el rostro purpureado de rabia:
— ¿Conviviendo con él, eh? —tronó—. ¡No existe ningún canalla capaz de
vomitar eso contra mi mujer y salirse con la suya! ¡Las zarpas afuera, viejo carroña,
montón de huesos mondos! ¡Te voy a...!
El belicoso irlandés pronto a saltar hacia el policía, batía y aspaba el aire con
sus enormes puños. De súbito, su calabaza cayó hacia atrás con tanta violencia que
casi se quebró el espinazo, desplazada en esa dirección bajo la tracción poderosa de
los dedos del sargento Velie, que ahora apresaba el cuello del hombrachón. Velie le
sacudió media docena de veces, como una criatura sacude un sonajero, y Odell, con
la boca abierta, se encontró de nuevo sepultado en su asiento.
— ¡Pórtese bien, grandullón! —dijo el sargento, gentilmente—. ¿No se da
cuenta de que amenaza a un representante de la autoridad? —no aflojó un átomo
sus garfios del cuello del irlandés, hasta que el hombre tosió sofocado.
— ¡Oh, sí! ¡Seguro que se portará bien, Velie! —observó el inspector, como si
nada enfadoso hubiera ocurrido—. Ahora bien, Mrs. Odell, como le decía antes...
La mujer, que había asistido al maltrato de su hercúleo marido con ojos
dilatados de horror, tragó saliva una y otra vez:
—No sé nada— gimió—. No entiendo nada de lo que me dice, señor. Nunca vi
a ningún hombre llamado Grimshaw. Nunca jamás en mi...
— ¡Uf! ¡Demasiados "mineas", Mrs. Odell! ¿Por qué Grimshaw fue a verla
apenas salió del presidio hace dos semanas? —No contestes —jadeó el gigante.
— ¡No diré nada, no diré nada!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—El policía volvió sus ojos penetrantes al hombrachón:


— ¿Se da usted cuenta de que puedo detenerle bajo la acusación de rehusar
colaborar con la policía en una investigación criminal?
— ¡Haga lo que le dé la gana! —rugió el gigante—. Sepa que tengo mucha
influencia... ¡Buenos padrinos!... Nunca se saldrán con la suya... Conozco a
Ollivant, de la Municipalidad...
— ¿Oyó eso, señor fiscal? El tipo conoce a Ollivant, de la Municipalidad —
murmuró el inspector, lanzando un suspiro—. Este individuo sugiere interpolar
influencias indebidas para... Odell, ¿cuál es su "negocio"?
— ¡Yo no hago negocios turbios!
— ¡Ah! Vive de algún oficio honesto, ¿eh? ¿Cuál es su ocupación, amigo?
—Plomero.
— ¡Ah! Eso explica su aplomo... ¿En dónde reside? —En Brooklyn, barrio de
Flatbush.
— ¿Algo contra este pajarraco, Velie?
El sargento Velie aflojó la presión de sus garras sobre el cuello de Odell:
—Nada, jefe —respondió, pesaroso.
— ¿Y la mujer?
—Parece que se comportó siempre con honradez.
— ¿Vieron? —estalló Mrs. Odell, triunfalmente.
—Insinúo —murmuró Ellery, desde las profundidades de su asiento— que
convoquemos al omnisciente Mr. Bell.'
El inspector asintió hacia Velie, quien salió, reapareciendo a poco con el
empleado del Hotel Benedict.
—Échele una mirada a este individuo, Bell —ordenó el policía.
La manzana de Adán de Bell danzó frenéticamente y apuntó con un dedo
trémulo el rostro descompuesto, purpureado, de Jeremiah Odell:
— ¡Ése es el hombre! —gritó—. ¡Ése es el hombre, inspector!
— ¡Ah! —el policía se puso de pie—. ¿Cuál de ellos, muchacho?
Bell le miró desconcertado unos instantes:
— ¡Caramba! —musitó luego—. No lo recuerdo con exactitud... ¡Ah!... Sí, sí...
Este individuo vino anteúltimo, inmediatamente antes del médico barbudo —su voz
se elevó en tono confiado—. Sí, éste era el irlandés, el hombrón del cual le hablé,
señor. Ahora lo recuerdo bien.
— ¿Positivamente?
—Lo podría jurar ante el juez.
—Bien, Bell, regrese ahora a casa.
El muchacho se marchó. La bocaza monstruosa de Odell abríase en caverna y
sus ojillos negros reflejaban desesperación.
—Bueno, ¿qué nos dice, amigo Odell?
El irlandés sacudió su cabezota como un pugilista profesional aturdido
después de una felpa descomunal:
— ¿Sobre qué?
— ¿Nunca vio al hombre que acaba de salir?
— ¡No!
— ¿Sabe usted quién es?
— ¡Menos!
—Pues es el empleado de escritorio— dijo el inspector, pacientemente— del
Hotel Benedict. ¿Nunca estuvo por allí?
— ¡Jamás!

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—Es raro, pues él dice que le vio en su escritorio entre las diez y las diez y
media de la noche del jueves treinta de septiembre.
— ¡Mentira!
—Y agrega que usted le preguntó en el mostrador cuál era la pieza de Albert
Grimshaw.
— ¡Falso!
—El número en cuestión era el 314, Odell, ¿Recuerda ahora? ¡Un número
facilísimo de rememorar!... ¿Verdad?
Odell se levantó de la silla:
—Atiendan. Yo soy un ciudadano honesto y buen contribuyente, y nada sé de
lo que ustedes están ahí ladrando. ¡Aquí no estamos en Rusia! —bramó—. ¡Y estoy
en mis derechos de no permitir semejante interrogatorio! ¡Vamos, Lily! ¡Andando!
¡Estos individuos no pueden retenernos aquí!
La mujer se incorporó obedientemente. Velie se interpuso ante Odell y por
unos instantes pareció que los dos Hércules chocarían fragorosamente, pero el
inspector ordenó con gestos a Velie apartarse del paso. Los Odell, primero con
lentitud y luego con ridícula aceleración, embistieron hacia la puerta de la oficina,
que transpusieron en un periquete.
—Hágales seguir por alguien, sargento —ordenó Queen con voz sombría y
aquél siguió a los Odell por la puerta afuera.
— ¡En mi vida vi peor caterva de testigos! —gruñó el fiscal—. ¿Qué demontres
se oculta tras todo esto?
—Aquí me huelo algo vidrioso, jefe —terció Pepper—. Este Grimshaw anduvo
siempre en líos.
El inspector abrió desamparadamente sus manos, y los cuatro se sumieron en
silencio largo tiempo.
Sin embargo, cuando Pepper y el fiscal se incorporaron para marcharse,
Ellery interpuso, radiante:
—Digamos con Terencio: "Sea lo que fuere lo que nos traiga la suerte,
sepamos soportarla con ecuanimidad."
Hasta el lunes por la tarde el caso Khalkis estancóse en un status quo de
desoladora persistencia. El inspector enfrascóse en sus asuntos, que eran múltiples;
y Ellery engolfóse en los suyos propios, consistentes en consumir cigarrillos,
devorar al azar trozos de versos sáficos de un diminuto volumen que llevaba en su
bolsillo, y aprovechando los intervalos forzosos para despatarrarse sobre el sillón
de cuero de su progenitor y abismarse en furiosas reflexiones. Al parecer, resultaba
más sencillo citar a Terencio que seguir sus consejos.
La bomba estalló precisamente al tiempo en que el inspector Queen,
concluido su trabajo diario, aprestábase a reunirse con su hijo para enderezar sus
pasos hacia la casa de los Queen. De hecho, el inspector se cubría ya con su
sobretodo cuando Pepper hizo irrupción en el despacho con la cara roja de
excitación y trasuntando extraña inquietud. Sobre su cabeza tremolaba un sobre:
— ¡Inspector! ¡Mr. Queen! ¡Miren esto! —arrojando el sobre encima del
escritorio, comenzó a ambular por el cuarto sin cesar—.Acaba de llegar por el
correo, dirigida a Sampson, como ustedes pueden ver. El jefe salió y su secretario la
abrió y me la entregó a mí. ¡Demasiado bueno para mantenerse en reserva! ¡Léala
pronto!
Ellery, incorporándose aprisa, se puso al lado de su padre, y juntos
contemplaron el sobre. Éste era de calidad económica; la dirección venía
manuscrita; el matasello indicaba que había sido puesta esa misma mañana en el
Correo Central.

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— ¡Bueno, bueno! ¿Qué es esto? —murmuró el inspector.


Desplegando infinitas precauciones, el policía abrió el sobre y extrajo una
cuartilla de papel de calidad no menos barata que el sobre, que desplegó de un
manotón. Llevaba escritas algunas líneas dactilografiadas, sin fecha, saludo o
firma. El anciano las leyó alto, lentamente:

"El que esto escribe ha descubierto algo candente — bueno y candente— con
respecto al caso Grimshaw. Al señor fiscal debe interesarle.
Helo aquí: registren los antecedentes de Albert Grimshaw y descubrirán que
tenía un hermano. Pero lo que no descubrirán es que ese hermano ha estado
activamente involucrado en la investigación. De hecho, el nombre con que se
presenta ahora ante la sociedad es Mr. Gilbert Sloane."

— ¿Cómo? ¿Qué? —gritó Pepper—. ¿Cree usted en eso?


Los Queen se miraron recíprocamente y luego volvieron sus ojos a Pepper.
—Interesante por demás... ¡si es cierto! —recalcó el policía—. Aunque bien
podría ser la carta de un chiflado.
—En el supuesto de que sea verídico, papá —dijo con calma Ellery—, no veo su
significado, ni menos su importancia.
Pepper puso cara larga:
— ¿Cómo? ¡Esto sí que está bueno! —estalló—. ¿Acaso Sloane no negó conocer
a ese Grimshaw? ¿Le parece poco importante esa mentira o el hecho de que ambos
sean hermanos, Mr. Ellery?
El muchacho meneó la cabeza:
— ¿Significativo de qué? —murmuró—. ¿Del hecho que Sloane se avergonzase
de admitir que su propio hermano era un pájaro de cuenta, carne de horca? Y
mucho más si se considera su muerte violenta, horrible... No, mucho me temo que
el silencio de Mr. Sloane no encubra más que el temor de afrontar la vergüenza
pública...
—Bueno, nunca se está seguro de nada —replicó ; terco, el abogado—. ¡Ya verá
usted que el jefe opinara igual que yo! ¿Qué piensa usted hacer al respecto,
inspector?
—La primera diligencia, amigos, después que ustedes cesen de discutir como
dos bobos— apuntó glacial el policía—, es ver si descubrimos algún dato interesante
en esta carta en su sentido intrínseco —se puso en comunicación con un aparato
interno—. ¿Miss Lambert?... ¡Habla Queen!... Suba usted al minuto a mi despacho,
por favor —regresó sonriendo sombrío—. Ya veremos lo que tiene que decirnos el
experto.
Miss Lambert resultó ser una mujer joven, de perfil firme, con algunos toques
grisáceos en sus cabellos negros:— ¿Qué desea, inspector Queen?
El anciano arrojó la carta sobre la mesa:
—Veamos qué saca usted en limpio de esto, señorita.
Desgraciadamente, la mujer les fue poco útil. Aparte de que la misiva
misteriosa había sido dactilografiada en una máquina "Underwood" harto usada y
de modelo bastante reciente, y de que los tipos ofrecían ciertos defectos claramente
discernibles, la Lambert no pudo indicarles nada de valor para la investigación de
Queen. Con todo, se sentía segura, según expresó, de identificar cualquier escrito
dactilografiado con la misma máquina.
—Bueno —rumió el inspector, después de despachar a Miss Una—, supongo
que no es posible exigir milagros ni siquiera de un experto.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Seguidamente envió al sargento Velie a los laboratorios policiales para que


fotografiaran la carta y buscaran impresiones digitales.
—Necesitaré localizar al fiscal —murmuró Pepper, desconsolado— y avisarle
de la llegada de esta carta.
—Hágalo —dijo Ellery—, informándole, además, que mi padre y yo iremos a la
finca del número 13 de la calle 54 en seguida.
El inspector parecía tan sorprendido como Pepper:
— ¿Qué balbuceas, idiota? ¿No recuerdas que Ritter ya revisó esa casa vacía
de Knox? ¿Cuál es tu idea, muchacho?
—Mi idea, papaíto —murmuró el muchacho—, es un tanto nebulosa, pero mis
propósitos son evidentes por sí mismos. En una palabra, deposito toda mi fe en la
honestidad de tu inteligente Ritter, pero abrigo ciertas dudas referentes a su
facultad de observación.
—A mí me parece una buena idea —observó Pepper—. Después de todo, quizá
haya algo allí que pasó inadvertido para Ritter.
— ¡Necedades! —gruñó el policía ásperamente—. Ritter es uno de mis mejores
detectives.
—Toda la tarde he estado aquí sentado —musitó Ellery, lanzando un amargo
suspiro— sopesando y registrando las complejidades de este problema. Y se me ha
ocurrido que, como usted mismo dice, Su Reverencia, Ritter, es uno de nuestros
hombres más fidedignos. Ergo: mi decisión es ir yo mismo a inspeccionar el
terreno.
— ¿Pretendes insinuar que Ritter es un...? —el policía parecía chocado.
—Por mi fe, como solían decir los cristianos —replicó Ellery—, Confieso que
Ritter es honesto, valiente, consciente y todo un crédito para el gremio. Pero debo
decirles que no confío más que en mis propios ojos y en e] cerebro atolondrado con
que la Voluntad Inmanente, en su autónoma, azarosa, inconsciente e indestructible
sabiduría juzgó conveniente agraciarme.

18.

El anochecer sorprendió al inspector, su hijo y al sargento Velie, apostados


frente a la tétrica fachada del número 13.
La vacía mansión de Knox era una réplica exacta de la contigua de Khalkis.
Paredones de piedras parduscas corroídas por la edad, amplios ventanales
condenados con tablones... jun edificio, en suma, de aspecto repulsivo. En la
mansión Khalkis brillaban algunas luces y las incansables figuras de los detectives
ambulaban entre los resplandores: en comparación, ésta era un lugar alegre.
— ¿Trajo la llave, Thomas? —El mismo inspector sentía el melancólico influjo
del caserón, y su voz amenguóse un punto.
Velie, en silencio, extrajo una llave. —En avant! —murmuró Ellery y los tres
hombres empujaron las chirriantes verjas. — ¿Arriba primero? —preguntó el
sargento. —Sí.
Subieron rápidamente los gastados peldaños de piedra. Velie extrajo una
voluminosa linterna eléctrica y sujetándola en una axila, hizo girar la llave de la
puerta frontal. Penetraron en el obscuro vestíbulo, y el sargento, luego de pasear en
torno el haz de luz de la antorcha, localizó la cerradura de la puerta interior y

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descorrió la llave. Los tres hombres, marchando en cerrada formación,


encontráronse en una caverna tenebrosísima, la cual, iluminada por los fluctuantes
rayos de la linterna de Velie se transformó en una réplica exacta, tanto en forma
como en tamaño, del saloncillo de entrada de la vecina mansión Khalkis.
—Bien, andando —indicó el policía—. La idea ha sido tuya, Ellery. ¡Abre, pues,
la marcha!
Los ojos de Ellery despedían extraña luminosidad a los vagos resplandores del
lugar. Vaciló, miró en derredor y luego enderezó hacia un obscuro portal abierto en
el vestíbulo. El inspector y Velie le siguieron con paciencia; este último sostenía en
alto la linterna.
Los cuartos estaban totalmente desnudos, desmantelados, evidentemente, por
el propietario al hacer abandono de la finca. Por lo menos, en la planta baja no
encontraron nada, ¡literalmente nada! Sólo piezas vacías, llenas de polvo,
mostrando, aquí y allá, las huellas dejadas en el piso por el detective Ritter y sus
colegas durante la primera inspección de la casa. Los muros amarilleaban, los
cielos rasos desconchábanse y los pisos crujían y se combaban bajo su peso.
—Espero estés satisfecho, hijo —masculló el anciano, concluida la vuelta de
todos los cuartos del piso bajo.
— ¡Aun no! —respondió Ellery, dirigiéndose a las destartaladas escaleras de
madera.
Pero tampoco en el segundo piso había nada. Al igual que en la mansión
Khalkis, el segundo piso se componía únicamente de dormitorios y cuartos de
baño; pero aquéllos no encerraban ni lechos ni alfombras que les hiciera habitables.
El viejo policía comenzó a irritarse. Ellery huroneó dentro de los viejos nichos
guardarropas. Un ajetreo por amor al arte, en verdad, pues no hallaron nada, ni
siquiera un mal trocito de papel.
— ¿Satisfecho?
— ¡No!
Subieron las crujientes escaleras conducentes al altillo.
¡Nada!
—Bueno, basta ya —rumió el inspector, descendiendo a la planta baja—.
Ahora que terminamos con estas estupideces, hijo, regresemos a casa a comer algo
caliente. Ellery no replicó. Giraba, meditabundo, sus lentes, y luego miró al
sargento Velie:
— ¿No se dijo algo acerca de un baúl destartalado en el sótano?
—Sí.
El joven enfiló sus pasos hacia los fondos del saloncillo, Bajo la escalera de los
altos encontraron una puerta. Luego de abrirla, Ellery tomó la linterna de Velie y
dirigió su haz hacia abajo. Una serie de peldaños combados apareció a su vista:
— ¡El sótano! —murmuró—. ¡Vamos!
Descendieron las gastadas escaleras, encontrándose a poco en una vasta
cámara que se extendía a todo lo largo y lo ancho de la casa. Un lugar espectral,
tétrico, lleno de sombras engendradas por la luz de la antorcha; allí las tinieblas
parecían más espesas que arriba. Ellery se dirigió en seguida hacia un lugar situado
a unos doce pies de los peldaños, enfocándolo con la linterna. Un baúl viejo y
apolillado yacía allí, suerte de cajón, guarnecido de hierro, con la tapa baja, y su
destrozada cerradura sobresaliendo desamparadamente. —Aquí no encontrarás
nada, hijo —masculló el inspector—. Ritter informó haberlo inspeccionado.
— ¡Desde luego, desde luego! —murmuró Ellery, levantando la tapa con la
mano enguantada, mientras arrojaba chorros de luz en el carcomido arcón.
— ¡Vacío!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Sin embargo, en el instante en que dejaba caer la tapa, sus fosas nasales se
contrajeron, y luego se inclinó rápidamente sobre el arcón, olfateando:
— ¡Eureka! —musitó—. Papá, Velie, huelan este perfume.
Los dos policías husmearon, y enderezándose, Queen murmuró:
— ¡Cielos! ¡El mismo tufo del féretro abierto! Claro que más débil... mucho
más débil...
—Exactamente —terció el timbre basso profondo de Velie.
—Sí —Ellery soltó la tapa que encajó de nuevo en su lugar—. Hemos
descubierto el primer lugar del descanso eterno, por así decirlo, de los restos
mortales de Mr. Albert Grimshaw.
— ¡Gracias a Dios descubrimos algo! —musitó, piadosamente, el inspector—.
Aunque no comprendo cómo ese imbécil de Ritter no...
Ellery continuó diciendo, más para sí mismo que para sus compañeros:
—Grimshaw probablemente fue estrangulado aquí, o cerca de aquí. El crimen
ocurrió en la noche del viernes 19 de octubre. Su cadáver fue encajado dentro del
arcón y dejado allí. No me sorprendería que el criminal no abrigara primero la
intención de esconder el cuerpo de su victima en algún otro punto. Este caserón
resulta un lugar ideal para ocultarle...
—Y luego Khalkis falleció —indicó el inspector.
— ¡Ni más ni menos, papá! Después Khalkis murió, y el homicida vio en ello
una oportunidad espléndida para proporcionarse un escondrijo más permanente y
seguro para el cadáver. Aguardó la celebración de los funerales y, en el curso de la
noche del martes o del miércoles, escurrióse fuera de los sótanos, llevando el
cuerpo de Grimshaw y. ... —el joven hizo una pausa y dirigiéndose aprisa a los
fondos del obscuro sótano, cabeceó dos o tres veces cuando vio una vieja puerta
corroída por los años—. Sí, 'salió por esta puerta al pasaje, atravesó las verjas del
campo santo y excavando algunos pies hasta la bóveda, logró... ¡Oh! Un trabajo
sencillísimo, a cubierto de las tinieblas, con tal de no dejarse impresionar por un
cementerio, cadáveres, tufos sepulcrales y espíritus. Nuestro criminal es un sujeto
de imaginación práctica. De lo cual se desprende que el cuerpo del asesinado
reposó aquí cuatro o cinco días y noches. Eso bastaría —agregó sombrío— para
explicar el hedor cadavérico.
Hizo girar el haz de la linterna. El piso del sótano, de cemento en algunos
puntos y de madera en otros, estaba desnudo, excepción hecha del polvo y del
arcón apolillado. Cerca de allí, empero, perfilábase una mole siniestra que se erguía
hasta el cielo raso... La antorcha jugueteó locamente por el sótano, y el "monstruo"
se transformó en un vasto horno: la caldera de calefacción central de la casona.
Ellery, dirigiéndose hacia ella, tironeó de la manija oxidada de la portezuela del
hogar y abriéndola luego de golpe, metió la mano con la linterna.
— ¡Aquí hay algo! —exclamó al momento—. ¡Pronto, papá, Velie!
Los tres hombres se inclinaron sobre el horno y escrutaron sus obscuras
entrañas. Sobre el suelo, en un rincón apartado, elevábase un montoncito de
cenizas y sobresaliendo de éstas se veía un pequeño — ¡pequeñísimo!— fragmento
de grueso papel blanco...
Ellery, sacando una lupa de uno de sus bolsillos, dirigió el haz de su linterna
hacia el papel, aguzando la vista.
— ¿Y bien? —preguntó el inspector.
—Creo —respondió lentamente el joven, irguiéndose y bajando la lupa— que
hemos hallado, finalmente, el testamento de Georg Khalkis.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Al buen sargento le llevó diez minutos largos resolver el problema de retirar el


fragmento de su inaccesible escondrijo. Demasiado voluminoso para introducirse
por el cenicero, ni el inspector ni Ellery sentíanse inclinados a escurrir sus cuerpos
más delgados entre el acumulado hollín del horno. Ellery, para solucionar este
problema, era un inútil; y fue menester la mente más mecánica del policía para
descubrir el medio por el cual podía rescatarse el precioso fragmento de papel.
Fabricó una suerte de jabalina clavando una aguja en la contera del bastón de
Ellery; hecho lo cual, logró pinchar el papelito en cuestión sin dificultades. Escarbó
entre las cenizas, sin sacar nada en limpio. Carbonizadas por completo, era inútil
examinarlas.
El fragmento, cual predijera Ellery, formaba parte del último testamento de
Khalkis. Por fortuna, ese trozo intacto contenía el nombre del legatario de los
Galerías Khalkis. Allí estaba escrito el nombre y apellido de Albert Grimshaw, con
los rasgos garrapateados de Georg Khalkis, ya conocidos por el inspector.
—Esto corrobora las declaraciones de Knox —dijo el policía—. Y demuestra a
las claras que Sloane fue excluido del nuevo testamento.
—Así es —murmuró Ellery—. Y la persona que quemó el documento es, en
verdad, bastante estúpida y chapucera. .. ¡Un problema disgustante! —golpeteó con
fuerza sus lentes contra sus dientes, fijos los ojos en aquel fragmento de bordes
chamuscados, pero sin explicar el motivo por el cual el problema en cuestión era
disgustante o no.
—Una cosa parece segura —dijo el inspector, radiante de satisfacción— y es
que Mr. Sloane tendrá que darnos amplias explicaciones con respecto al contenido
de esa carta anónima que le acusa de ser hermano de Grimshaw... ¿Listo, hijo?
Ellery cabeceó, barriendo el sótano con una postrera mirada:
—Sí... Imagino que eso es todo, papá —respondió.
— ¡Bien, andando! —el inspector puso el chamuscado fragmento de papel en
una de las secciones de su billetera y abrió la marcha hacia la puerta del sótano.
Ellery siguió sus pasos, absorto. Velie cerraba la columna, no sin exteriorizar
cierta prisa, pues hasta sus anchas y poderosas espaldas presentían las tétricas
tinieblas que pesaban sobre ellos.

19

Tan pronto como los Queen y el sargento Velie penetraron en el saloncillo de


recibo de la mansión Khalkis, Weekes les informó que todos sus moradores estaban
en casa. El policía solicitó, hoscamente, la presencia de Gilbert Sloane, y el
mayordomo se precipitó a las escaleras de los fondos del caserón, mientras los tres
detectives enfilaban hacia la biblioteca.
El inspector dirigióse a uno de los teléfonos del escritorio y llamando al
despacho del fiscal, conversó brevemente con Pepper, explicándole el
descubrimiento de las cenizas de lo que parecía ser el testamento de Khalkis.
Pepper vociferó en respuesta que iría en seguida, y el anciano telefoneó luego al
Departamento de Policía, formulando a gritos algunas preguntas y escuchando
varias contestaciones, terminando, por colgar con rabia:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No dio resultado la investigación sobre el anónimo. Jimmy opina que el


remitente es un tipo diestro como pocos... ¡Adelante, Sloane, adelante! —agregó—.
Deseamos conversar con usted.
El hombre remoloneábase en el umbral:
— ¿Alguna novedad, inspector? —balbuceó.
— ¡Adelante, hombre! ¡No le vamos a morder!
Sloane se sentó en el borde de una silla y cruzó las manos trémulamente sobre
sus rodillas. Velie marchó a un rincón, arrojando su pesado sobretodo sobre el
respaldo de una silla, mientras Ellery encendía un cigarrillo, estudiando el perfil del
sospechado entre volutas de humo.
—Sloane —comenzó diciendo abruptamente el inspector—, lo hemos atrapado
en una sarta de mentiras.
El hombre palideció:
— ¿Qué dice usted? Seguramente no...
—Desde el principio afirmó que la primera vez que vio a Albert Grimshaw fue
a sacarle del féretro de Khalkis en el cementerio contiguo —indicó el inspector— y
lo sostuvo aún después que Bell, empleado del turno de noche del Hotel Benedict,
le identificara como a uno de los integrantes del grupo de personas que visitaran a
Grimshaw la noche del treinta de septiembre último.
Sloane musitó:
— ¡Desde luego, desde luego! ¡No era cierto!
— ¿De veras? —el policía, inclinándose hacia adelante, le palmeó las rodillas
—. Bueno, Mr. Gilbert Grimshaw, perdóneme usted que le diga que averiguamos ya
que usted es el muy digno hermano de Mr. Albert Grimshaw.
Sloane ofreció entonces un aspecto lamentable. Boquiabierto, dilatados los
ojos como platos, la lengua sobre los labios agrietados, gruesas gotas de sudor
resbalaron sobre su frente, mientras sus manos temblaban convulsivamente. Dos
veces trató de recobrar el habla, y en cada una sólo logró emitir un sonido
ininteligible.
—Creo que esta vez le pescamos, ¿eh, Sloane? —el inspector estaba radiante
de alegría—. ¿Qué significan todas estas mentiras?
Sloane descubrió finalmente el secreto de coordinar pensamiento y laringe:
— ¿Cómo descubrieron eso, inspector? —exclamó.
—Poco importa los "cómo". ¿Es cierto, no?
—Sí —la mano del hombre se alzó hasta la frente y bajó húmeda—. Sí... pero
no veo cómo...
—Venga esa confesión, Sloane.
—Albert era mi... hermano, como usted dice, inspector. Cuando fallecieron
nuestros padres, muchos años atrás, quedamos ambos solos en la vida. Albert... él
andaba siempre en líos... Nos peleamos... y terminamos por distanciarnos...
—Y usted cambió luego de nombre, ¿verdad?
—Sí, señor. Mi nombre era Gilbert Grimshaw, desde luego y... —tragó saliva y
sus ojos se humedecieron—. Albert fue enviado a la cárcel... por un delito de menor
cuantía. Yo... bueno, no pudiendo resistir la vergüenza, adopté el apellido de soltera
de mi madre, y comencé una nueva existencia. Dije a Albert en ese tiempo que no
quería más vinculaciones con él... —el hombre se retorció las manos—. Él no
sabía... yo no le comuniqué mi cambio de nombre. Vine luego a trabajar a Nueva
York, pero... siempre mantenía mis ojos fijos en él, temeroso de que averiguara lo
que estaba haciendo y tratara de hacer escándalo sacándome dinero con la
amenaza de hacer público mi parentesco con él... Albert era mi hermano, pero se
comportó siempre como un perfecto canalla. Nuestro padre era maestro de escuela.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Enseñaba pintura y pintaba él mismo. Crecimos en un ambiente refinado y culto...


No entiendo cómo Albert desvió su vida por el mal camino.
—Oiga, nada de historias antiguas, sino hechos inmediatos. ¿Visitó usted a ese
individuo la noche del jueves en su hotel?
Sloane suspiró:
—Supongo que de nada me servirá negarlo ahora... Sí, no aparté mis ojos de él
durante toda su delictuosa carrera, viéndole ir de mal en peor, aunque él ignoraba
mi vigilancia. Sabía que estaba encerrado en Sing-Sing y aguardé su excarcelación.
Cuando salió del presidio el martes averigüé su paradero, y el jueves por la noche
fui al Hotel Benedict para conversar con él. No me agradada a idea de tenerle en
Nueva York. Deseaba que... bueno, que se marchara lejos...
—Sí, se marchó bien lejos, de hecho.
— ¡Un momento, Mr. Sloane! —terció Ellery—. ¿Cuándo vio usted por última
vez a su hermano antes de la visita del jueves en su cuarto?
— ¿Cara a cara?
—Sí...
—En realidad, no hablé con él durante todo el período en que cambié mi
apellido por Sloane.
— ¡Admirable! —murmuró el joven, dedicando su atención al cigarrillo.
— ¿Qué ocurrió esa noche? —interrogó Queen.
— ¡Juro que nada, inspector! Pregunté por él y ya en su presencia, le supliqué
que abandonara la ciudad, ofreciéndole mucho dinero... Albert se sorprendió y
adiviné que se sentía malignamente jubiloso de verme, como si ello fuera la última
cosa en el mundo que aguardara y mi presencia no le resultara tan desagradable
después de todo... Comprendí al punto mi error de ir a verle, y que más me hubiera
convenido dejar dormir tranquilo al perro rabioso... Y tuve que admitir que me
había comportado como un imbécil cuando mi hermano confeso no haber pensado
siquiera en mí en muchos años y de haber olvidado casi que tenía un hermano...
¡Ésas fueron exactamente sus palabras!
Suspiró de nuevo:
—Con todo, ya era demasiado tarde, y le ofrecí cinco mil dólares si
abandonaba la ciudad y no aparecía jamás por ella. Albert prometió, y me arrancó
el dinero de la mano, tras lo cual salí del cuarto...
— ¿No le volvió a ver vivo?
— ¡No, no! Imaginaba que se había marchado de la ciudad. Cuando abrieron
el ataúd y apareció su cadáver dentro de él...
—Durante su conversación con Albert, ¿no le indicó usted su apellido actual?
—El hombre parecía horrorizado:
— ¡Claro está que no! Me reservaba el secreto a modo de... de protección. No
creo que él sospechara siquiera que ya no me hacía llamar Gilbert Grimshaw. Por
eso me sorprendí tanto cuando el inspector me anunció que... No entiendo cómo...
— ¿Quiere usted significar que nadie sabía que Gilbert Grimshaw era el
hermano de Albert Grimshaw? — preguntó Ellery.
— ¡Ni más ni menos! —Sloane se enjugó de nuevo la frente—. En primer lugar,
no dije a alma viviente tener un hermano... ¡ni siquiera a mi esposa!... Y Albert no
pudo decírselo a nadie, por la sencilla razón de que, si bien sabía que en alguna
parte del mundo tenía un hermano, desconocía que me hacía llamar Gilbert Sloane.
De hecho, Albert no lo sabía ni cuando me separé de él para siempre...
— ¡Curioso! —murmuró el inspector.
— ¿Verdad? —musitó Ellery—. Mr. Sloane, ¿conocía su hermano sus
vinculaciones comerciales con Georg Khalkis?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Oh, no, no! ¡Estoy seguro! En verdad, Albert me preguntó con acento
irónico en qué me ocupaba, y yo hice caso omiso a sus preguntas. No quería que se
entremetiera en mis cosas...
—Algo más, Mr. Sloane. ¿Se reunió usted con su hermano en la calle el jueves
por la noche, penetrando luego juntos en el Hotel Benedict?
—No... Llegué solo. Entré en el vestíbulo casi a la zaga de Albert, y de otro
individuo todo arrebozado...
El inspector articuló una exclamación ahogada.
—...Todo arrebozado... No le vi el rostro. No seguí toda la noche a Albert, e
ignoraba de dónde venía. Al verle, solicité al empleado del hotel el número de su
pieza, y seguí a los dos a los altos. Aguardé un tiempo en uno de los corredores
transversales del tercer piso, esperando que el segundo individuo se ausentara para
colarme yo en la pieza de mi hermano, y salir lo más pronto de un lugar que me
quemaba los pies...
— ¿Tuvo usted la puerta del cuarto 314 bajo su observación directa? —inquirió
Ellery.
—Bueno, si... y no. Con todo, supongo que el compañero de Albert logró
escabullirse del cuarto en un momento en que no miraba la puerta. Esperé
entonces unos minutos y luego, dirigiéndome al cuarto 314, golpeé en la puerta.
Albert la entreabrió un instante y...
— ¿La pieza estaba vacía?
—Sí... Albert no mencionó su anterior visitante, y supuse que sería algún
conocido ocasional del hotel —Sloane suspiró amargamente—. Con franqueza, me
sentía demasiado ansioso de terminar con ese asunto y escapar de allí cuanto antes,
para formularle preguntas sobre cosas que no me interesaban. Luego nos dijimos lo
que ya saben y salí, experimentando un inmenso alivio...
—Eso es todo —afirmó, de súbito, el inspector.
Sloane saltó sobre sus pies:
—Gracias, inspector/gracias mil por su espléndida generosidad. Y a usted
también, Mr. Queen. Temía que me aplicaran... bueno, ese "tercer grado"... ¡Ejem!
—se tocó el nudo de la corbata y las amplísimas espaldas de Velie temblaron como
el Vesubio durante una erupción—. Voy a... marcharme, caballeros —agregó débil-
mente—, a trabajar en las galerías. Bueno...
Los tres se mantuvieron en silencio, contemplándole. Sloane murmuró algo,
articulando un sonido asombrosamente parecido a una risilla nerviosa, y se
escurrió prestamente por la puerta afuera. Instantes después escuchaban el portazo
de la puerta del frente.
—Thomas —dijo el inspector—, consígame una reproducción completa de la
lista de pasajeros del Hotel Benedict, indicando quiénes pasaron allí el jueves y el
viernes, treinta y primero, respectivamente. —Por lo visto, papá —exclamó,
divertido, Ellery, mientras el sargento hacía mutis del estudio—, crees que existe
algo de cierto en esa sospecha de Sloane concerniente al supuesto conocido del
hotel.
La cara del inspector enrojeció:
— ¿Y por qué no, muchacho? —rumió—. ¿No opinas lo mismo?
Ellery suspiró.
Y fue en ese preciso momento cuando Pepper irrumpió en el cuarto. Su rostro
encarnado estaba más encarnado aun por el viento y sus ojos chispeaban mientras
solicitaba ver el fragmento del testamento, pescado de la caldera de la casa
contigua. Ellery se sentó despacio, cavilando, en tanto Pepper y el policía
examinaban el papel a la fuerte luz de la lámpara de escritorio.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Es difícil decirlo —murmuró Pepper—. Apriorísticamente, inspector, no veo


razón alguna para negar que este trozo de papel no corresponda al auténtico docu-
mento. La escritura parece ser la misma.
—Ya verificaremos ese detalle, Pepper.
— ¡Por supuesto! —el abogado se sacó el abrigo—. Si establecemos que este
fragmento formaba parte del último testamento de Khalkis, y ensamblamos eso con
parte de la relación de Mr. Knox, nos veremos envueltos, según me temo, en uno de
esos enredos testamentarios que hacen tan agradable la vida de los jueces.
— ¿Qué quiere usted decir?
—Que a menos que probemos que este testamento fue suscrito por el testador
bajo compulsión o coacción ilegal, las Galerías Khalkis irán a parar a manos de la
sucesión de Albert Grimshaw.
Los tres se miraron unos a otros.
—Ya veo —murmuró el inspector—. Y siendo Sloane el más próximo pariente
de Grimshaw...
— ¡En circunstancias sospechosas! —comentó Ellery.
— ¿Quiere usted significar que Sloane se sentiría mas a salvo heredando todo
por intermedio de su esposa? —interrogó el abogado.
— ¿No es lo más razonable, poniéndonos en el lugar de Sloane?
—Algo de verdad hay en eso —murmuró el policía.
Encogiéndose de hombros, relató substancialmente al abogado las
declaraciones de Sloane, y aquél asintió. Luego ambos miraron de nuevo el
diminuto trozo de papel chamuscado, con expresión impotente.
—Lo primero que debemos hacer es ver a Woodruff, y comparar este
fragmento con otros documentos escritos por el difunto. De este modo
estableceremos, comparando las escrituras, si es o no...
Los tres se volvieron prestamente al oír ruidos de pasos ligeros en el vestíbulo
contiguo al estudio. Mrs. Vreeland, ataviada con un cabrilleante vestido negro,
erguíase en el umbral en una actitud evidentemente estudiada. Pepper guardó el
papel en uno de sus bolsillos; el inspector interpeló a la silenciosa mujer:
—Entre usted, Mrs. Vreeland. ¿Deseaba vernos?
—Sí —musitó ella, espiando los ámbitos del vestíbulo, y penetrando luego con
pasos vivos, cerró cuidadosamente la puerta a sus espaldas. Todos sus movimientos
traspiraban algo furtivo, una emoción reprimida que los hombres no atinaban a
definir, pero que encendía el color de sus mejillas, hacía más brillante su mirada y
agitaba su pecho. En cierto modo, un toque de perversidad asomábase en su
hermoso rostro y puntos luminosos ardían en medio de sus pupilas.
El inspector le ofreció una silla, pero ella rehusó, prefiriendo permanecer
apoyada contra la puerta cerrada. Sus acciones eran abiertamente cautelosas, como
si aguzara los oídos para captar los ruidos del vestíbulo. Los ojos del inspector se
estrecharon, Pepper frunció el ceño y el propio Ellery la estudió con cierto
desapasionado interés.
—Bueno, ¿qué se le ofrece, Mrs. Vreeland? —gruñó el viejo.
—Venía a confesarle, inspector Queen —susurró ella—, que he callado un
hecho importante...
— ¿De veras?
—Deseo confesarle algo que no dudo será sumamente interesante para
ustedes —sus pestañas negras y húmedas deslizáronse sobre los globos oculares,
escondiéndolos por completo; cuando volvieron a alzarse, los ojos destellaban con
odio implacable—. El miércoles de la semana pasada por la noche...
— ¿El día siguiente del funeral? —preguntó Queen.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Sí... El miércoles por la noche, muy tarde ya, no podía dormirme —


prosiguió la mujer—, pues sufro de insomnio. Levantándome del lecho, salí a la
ventana que da sobre el pasaje de los fondos de la casa. En ese instante sorprendí a
un individuo que se escurría por el pasaje en dirección a las verjas del cementerio,
penetrando luego en él...
—En verdad, lo que nos dice es interesante, Mrs. Vreeland —murmuró con
calma el policía—. ¿Quién era ese hombre?— ¡Gilbert Sloane!
Las palabras brotaban de sus labios con un acento venenoso. Sosteniendo sus
miradas con ojos malignos, una suerte de sonrisa aviesa se dibujó en sus labios. En
ese momento, estaba horrible, espantosa... ¡feroz!!!! El policía parpadeó y Pepper
cerró los puños, estremecido. Sólo Ellery conservaba su calma, estudiando a la
mujer como si se tratara de una bacteria colocada bajo la lente del microscopio.
—Gilbert Sloane, ¿en? ¿Seguro, Mrs. Vreeland?
— ¡Como la muerte! —las palabras restallaron como latigazos.
El inspector cuadró los hombros:
—Bien, Mrs. Vreeland, lo que acaba usted de decirnos es algo muy serio.
Guárdese mucho de proporcionarnos informaciones exageradas, tendenciosas... o
falsas... Refiérame usted exactamente lo que ha visto, ni más ni menos. Cuando
usted se asomó por la ventana, ¿vio usted de dónde llegaba Mr. Sloane?
—No sabría precisarle si salió de entre las tinieblas de la casa o no, pero
supongo que llegaba de los sótanos de Khalkis. Al menos, tal fue mi impresión.
— ¿Cómo iba vestido?
—Con sombrero de fieltro y sobretodo.
—Mrs. Vreeland —la voz de Ellery le hizo dar vuelta la cabeza—, ¿eso ocurrió
muy tarde?
—Sí. No sé exactamente a qué hora, pero debió ser bien pasada la
medianoche.
—El pasaje interior es muy obscuro —indicó, suavemente, el joven—, en
especial de madrugada...
Los tendones de su hermoso cuello se tendieron hacia el pichón de detective.
— ¡Oh, sí, sí! ¡Adivino sus pensamientos! ¡Usted cree que no le vi con claridad
y que me fundo en simples sospechas! Pues no, señor, no: ¡juro por mi madre que
le vi!
— ¿Pudo distinguir claramente su rostro?
—No, no pude, Mr. Queen... ¡Pero era él... Gilbert Sloane! ¡Oh, sí! Le
reconocería en cualquier parte, en cualquier momento, y bajo cualquier
circunstancia... —la mujer se mordió los labios.
Pepper asintió, con aire entendido, y el inspector puso cara sombría.
—En tal caso, si llegara a ser necesario —gruñó el anciano—, ¿juraría usted
que vio a Gilbert Sloane esa noche en el pasaje dirigiéndose al cementerio?
— ¡Sí! —respondió la mujer, dirigiendo una mirada de través al imperturbable
Ellery. — ¿Permaneció usted en la ventana después que Sloane desapareció dentro
del campo santo? —preguntó Pepper.
—Sí. Gilbert reapareció unos veinte minutos después, caminando aprisa y
mirando en derredor como si no quisiera ser visto, escabullándose entre las
sombras debajo de mi ventana. Sí, juraría que entró en la casa.
— ¿No vio nada más? —inquirió el abogado.
— ¡Cielos! —estalló ella, amargamente—. ¿No fue bastante?
El inspector agitó su pequeño cuerpo, apuntando, con el filo de su nariz, al
turgente seno de la mujer:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Cuando le vio encaminarse al cementerio, Mrs. Vreeland, ¿observó si él


llevaba algún paquete?
—No.
El policía escondió el rostro para ocultar su despecho.
— ¿Por qué no vino antes a contarnos ese bonito cuento, Mrs. Vreeland? —
preguntó con flema Ellery.
Una vez más ella le miró con ojos llameantes, entreviendo en sus palabras
corteses cierta sospecha:
— ¡No creo que eso importe! —prorrumpió.
— ¡Oh, Mrs. Vreeland! ¡Vaya si importa!
—Bueno, pues... no lo recordé hasta ahora...
— ¡Hum! —rumió el inspector—. ¿Eso es todo, Mrs. Vreeland?
—Sí.
—Bien, no repita su historia a nadie... ¡A NADIE!... ¿Entiende? Puede
marcharse.
El armazón de acero que sostenía a esa mujer pareció desmenuzarse bajo las
palabras del policía y, de súbito, su semblante se avejentó veinte años. Abriendo
lentamente la puerta, susurró:
— ¿Piensa usted tomar medidas al respecto?
— ¡Ya le dije que se marche, Mrs. Vreeland!
La mujer se arrastró por el umbral con pasos cansados, y salió sin echar una
ojeada atrás. El inspector cerró tras ella, frotándose luego las manos con un curioso
movimiento de "agua y jabón".
— ¡Bueno, bueno! —exclamó acremente—. ¡La cosa cambia de aspecto! Esa
mujer ha dicho la verdad. Y el asunto comienza a parecer...
—Recuerda, papá —cortó Ellery zumbonamente—, que esa señora no pudo
verle la cara al caballero de marras.
— ¿Cree usted que miente? —preguntó Pepper desconcertado.
—Digo que ella nos dijo lo que creía era la verdad. La psicología femenina es
demasiado sutil para nuestra mente masculina...
—Pero admitirás que cabe la posibilidad de que haya visto a Sloane, ¿verdad?
—rumió el policía.
— ¡Sí, sí! —murmuró Ellery agitando la diestra.
—Una diligencia debemos hacer inmediatamente — terció el abogado —y es
revisar a fondo la habitación de Sloane.
—De acuerdo, de acuerdo —indicó el inspector—. ¿Vienes, El?
El muchacho, suspirando, les siguió los pasos sin exteriorizar muchas
esperanzas en su rostro aniñado. Al salir al corredor, percibieron la delgada figura
de Mrs. Delphina Sloane escurriéndose por los fondos del vestíbulo, y mirando
atrás con rostro encendido y ojos febriles. Instantes después desaparecía por la
puerta de la sala.
El inspector detuvo sus pasos:
—Espero que no nos escuchara —masculló con rabia—. Esta gente es capaz de
todo... —sacudiendo fieramente su encanecida cabeza, el policía se dirigió a las
escaleras, subiendo a los altos, en una de cuyas puertas llamó discretamente con los
nudillos. Mrs. Vreeland apareció en el acto en el vano de la puerta—. Señora, le
agradeceré que baje a la sala y entretenga a Mrs. Sloane un rato, hasta que
regresemos —dijo en voz bajísima; guiñó un ojo y ella asintió, jadeante. Cerrando la
puerta del cuarto, descendió aprisa las escaleras—. Por lo menos —agregó el
anciano—, no seremos interrumpidos en nuestra tarea. ¡Andando, muchachos!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El departamento de los Sloane en los altos estaba dividido en dos cuartos: una
salita y un dormitorio.
Ellery rehusó participar en la búsqueda y permaneció con los brazos cruzados
mientras su padre y Pepper andaban por todos los trastos del dormitorio. El
inspector fue muy circunspecto y no dejó escapar nada: hincándose sobre sus viejas
rodillas, tanteó debajo de la alfombra, golpeó los muros, exploró el interior de los
muebles. Pero todo en vano. No descubrieron ni vestigios de algo que él o Pepper
consideraban necesario mirar dos veces.
Regresaron a la salita y recomenzaron la tarea. Ellery, recostado contra la
pared, observaba sus progresos. Extrajo un cigarrillo, lo puso entre sus delgados
labios, encendió un fósforo, y lo apagó sin prender el cigarrillo. Ese no era lugar
para fumar. Colocó el cigarrillo y el fósforo quemado en el bolsillo desplegando en
ello inusitadas precauciones.
Cuando podía preverse un rotundo fracaso, los investigadores hicieron el
descubrimiento salvador. Y el descubrimiento lo hizo el diligente Pepper, al hurgar
dentro de un antiguo escritorio tallado, colocado en un rincón. Luego de husmear
dentro de todos los cajones sin resultado alguno, una gran tabaquera atrajo,
hipnóticamente, su atención. Levantó la tapa. El tarro estaba lleno de tabaco para
pipa.
—Éste podría ser un buen lugar para... —murmuró entre dientes, callándose
en seco cuando sus dedos, hundiéndose y escarbando dentro del tabaco, palparon
un objeto metálico. Soltó una exclamación ahogada—. ¡Cielos! —exclamó—. ¡Vaya
un descubrimiento!
Queen, que estaba huroneando cerca de la chimenea, levantó la cabeza y
enjugándose el sudor, se precipitó hacia el escritorio. La flema de Ellery se
desvaneció como por ensalmo y se adelantó aprisa en pos del policía.
En la palma de la trémula mano de Pepper, entre cuyos dedos enredábanse
aún algunas hebras de tabaco, había una llave.
El inspector se la arrancó con rabia:
—Ésta parece que es... —murmuró, y luego, chasqueando los labios, sepultó la
llave en un bolsillo del chaleco—. Creo que esto es maravilloso, Pepper. ¡Salgamos
de aquí en seguida! ¡Si esta llave pertenece a una cerradura que yo me sé, juro que
aquí se armará la de Dios es Cristo!
Abandonaron el departamento con cautelosa premura. Escaleras abajo
tropezaron con Velie.
—Despaché a un hombre al Hotel Benedict —gruñó el sargento —y ya debe
haber llegado allá a...
— ¡Dejemos eso por ahora, Thomas! —dijo el inspector, sacudiendo la zarpa
de su colaborador.
Espiando en torno con suspicacia, extrajo la llave del bolsillo y la apretó
contra la mano de Velie, diciéndole luego algo al oído. Velie asintió y taconeó hacia
el vestíbulo, y minutos más tarde le oyeron salir del caserón.
—Bien —dijo el policía sombríamente, inhalando tabaco picado con singular
vigor—, parece que el bueno de... ¡sniff sniff!... McCoy nos vendrá a mano. Oigan,
vamos al estudio para salir del paso de la gente.
Arreó a Pepper y Ellery al estudio y se quedó junto a la puerta, dejada
entreabierta un resquicio. Callaron, aguardando con paciencia. En el rostro delgado
de Ellery apareció una expresión de expectativa. De súbito, el anciano abrió la
puerta, y el sargento Velie pareció materializarse al extremo del brazo del
inspector.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Queen cerró la hoja en seguida. Los rasgos sardónicos de Velie reflejaban


claras señales de excitación. — ¿Y bien, Thomas? ¿Qué hay, qué hay?
—Es la misma, seguro que es la misma, señor.
—Demontres —barbotó el inspector, radiante—. ¡La llave encontrada en la
tabaquera de Sloane abre la puerta de los sótanos de la casa vacía de Knox!

El viejo policía gorjeaba como un alegre pajarillo. Velie, montando guardia


contra la puerta cerrada, parecía un cóndor de ojos relucientes. Pepper semejaba
un gorrión saltarín. Y Ellery, como puede suponerse, venía a ser el agorero
cuervecillo de renegrido plumaje y graznidos inarticulados.
—Esa llave implica dos hechos —decía el inspector, dibujando en sus labios
una sonrisa que dividía su rostro adusto en dos partes—. Arranca una hoja de tu
libro, hijo mío... Bueno, indica que Gilbert Sloane, cuyos motivos para hurtar el
testamento eran poderosos, posee una llave duplicada de la puerta del sótano en
que se descubrió el trozo del testamento. Y esto significa que él fue quien trató de
destruir ese documento en el horno. Ya ven ustedes que cuando Sloane substrajo el
testamento de la caja fuerte el día del funeral de Khalkis, lo introdujo
subrepticiamente en el féretro, recuperándolo la noche del miércoles o del jueves.
"La segunda indicación es simple confirmación. El hediondo arcón del sótano
y la llave en cuestión corroboran nuestras sospechas de que el cadáver de
Grimshaw fue ocultado allí antes de la inhumación de Khalkis. Ese sótano vacío de
la casa contigua comportaba un seguro escondrijo para él... ¡Demontres! ¡Ya verá
Ritter cuando le eche la mano encima! ¡Imagínense ustedes, perderse ese pedazo de
documento en la caldera!
—El caso comienza a arder —murmuró el abogado, frotándose la quijada—. ¡Y
como el demonio! Mi posición es clara: veré en seguida a Woodruff para comparar
ese resto chamuscado de la copia. Es necesario cerciorarse de la autenticidad del
documento —dirigiéndose al escritorio, disco un número—. ¡Línea ocupada!—
murmuró, colgando unos segundos—. Inspector, a mí me parece que alguien lleva
una carga más pesada de la que le permiten sus fuerzas. Si estableciéramos que... —
disco otra vez y logró comunicarse con la casa de Woodruff.
El mucamo de éste lamentó informarle que su amo estaba ausente,
aguardándole, empero, para dentro de media hora. Pepper le ordenó dijera a
Woodruff que le esperara, y volvió a colgar el auricular con fuerza.
—Es mejor que se apresure —dijo el inspector radiante—, o se perderá los
fuegos artificiales. De todos modos, necesitamos asegurarnos de que ese fragmento
es genuino. Esperaremos aquí un rato y luego... Comuníquese conmigo apenas
averigüe ese punto, Pepper.
— ¡Seguro! Probablemente tendremos que molestarnos en ir hasta el
despacho de Woodruff para sacar la copia de sus archivos, pero regresaré apenas
me desocupe —Pepper, arrancando sobretodo y sombrero de la percha, salió
volando de la oficina.
—Pareces muy seguro de ti, papá —recalcó Ellery.
Borrada la alegría de su rostro, el joven parecía ahora preocupado.
— ¿Y por qué no? —el anciano desplomóse en la silla giratoria de Khalkis,
exhalando un hondo suspiro de alivio. —El caso llega al fin, muchacho, tanto para
nosotros como para Gilbert Sloane...
Ellery gruñó.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Éste es un asunto —rió el policía— en el cual tus facultades deductivas no


valen un comino. Sólo el raciocinio antiguo, directo y simple: ¡nada de fantasías
descabelladas, hijo!
Ellery gruñó de nuevo.
—Lo malo en ti —continuó zumbonamente el inspector— es que imaginas que
todos los casos entrañan una lucha mental a brazo partido. Y no quieres concederle
a tu viejo padre un adarme de sentido común. ¡Al demonio, muchacho! ¡Eso es
cuanto necesita un detective! Sentido común, más sentido común y siempre sentido
común.
Ellery no dijo nada.
—Veamos, por ejemplo, este caso contra Gilbert Sloane —continuó el anciano
policía—. Considéralo terminado, hijo. ¿Motivos? Innúmeros. Sloane asesinó a
Grimshaw por dos razones: primera, porque Grimshaw le resultaba peligroso, y
segunda, porque el bribón de su hermano, en su carácter de beneficiario de las
Galerías Khalkis, le eliminaba del legado. Apartado Grimshaw del paso y destruido
el testamento, Khalkis sería considerado fallecido intestado y Sloane recibiría su
tajada por intermedio de su esposa. ¡Sutil!
— ¡Sutilísimo! —rumió Ellery.
El inspector sonrió:
—No lo tomes a la tremenda, muchacho —murmuró—. De fijo, una
investigación en los asuntos personales de Gilbert Sloane nos demostrará que el
hombre tiene dificultades económicas. Y que le urge hacerse de dinero. ¡Muy bien!
Ahí tienes expuesto el motivo. Encaremos esto desde otro punto de vista."Como
señalaras, hijo, en tu análisis tocante a Khalkis como criminal, es evidente que el
estrangulador de Grimshaw debió "plantar" más tarde esas falsas pistas contra
Khalkis y, por consiguiente, saber que la posesión de esa tela por Khalkis dependía
de su silencio. ¡Muy bien! El único extraño, como tú mismo lo demostraste, capaz
de "plantar" las falsas pistas y de saber que Knox estaba en posesión del Leonardo,
no era otro que el socio fantasma de Grimshaw. ¿Correcto?
—Palmariamente correcto, papá.
—Ahora bien —continuó el anciano, ceñudo, juntando las puntas de los dedos
—. ¡Thomas, basta de moverse!... Planteado así el asunto, Sloane, para ser el
asesino, debía haber sido también el "desconocido" compinche de Grimshaw, algo
que encuentro fácil de acreditar, a la luz de la circunstancia derivada de ser ambos
hermanos.
Ellery gruñó.
—Sí, ya lo sé —murmuró el padre con indulgencia—; eso significa que Sloane
nos mentía en dos puntos importantes de su reciente declaración. Primero, si él era
el cómplice de Grimshaw, éste tenía que saber que Sloane era su hermano, y por
ende, conocer la situación de Sloane dentro de la empresa Khalkis. Segundo, Sloane
debió haber sido el individuo que acompañaba a Grimshaw en el Hotel Benedict y
no el visitante inmediato, como pretendió hacernos creer. Y esto implica que Sloa-
ne, siendo el desconocido acompañante de Grimshaw, el único visitante
identificado es el que llegó en segundo término... y dónde diablos encaja él en todo
este tejemaneje, sólo Dios lo sabe, si es que ensambla de alguna manera, hijo...
— ¡Todo llegará a su tiempo! —murmuró Ellery.
—Verdad que tú te lo sabes todo al dedillo, ¿eh? —rió el inspector, burlón—.
Pero esto basta para satisfacerme a mí. De cualquier modo, si Sloane es el asesino y
compinche de Grimshaw, el testamento en danza resulta ser el motivo vital,
mientras que la eliminación de Grimshaw como amenaza potencial y personal es

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

un motivo secundario, al igual que la necesidad de despejar el terreno para


extorsionar a Knox esgrimiendo al efecto su posesión ilegal de la tela de Leonardo.
—Un punto importante —observó Ellery— que necesitamos vigilar de modo
especial, papá. Ahora que planteamos todos los puntos a tu satisfacción, te
agradecería reconstruyeras el crimen. Esto me huele a cátedra y ansío nuevas y
medulares lecciones...
— ¿Por qué no, hijo? Es sencillo como el A B C. Sloane enterró a Grimshaw en
el cajón de Khalkis el miércoles último a la noche, la misma noche en que Mrs.
Vreeland le vio merodear por el pasaje interior. Supongo que ella le sorprendió
cuando realizaba una segunda incursión al cementerio, lo cual justifica el hecho de
que ella no le viera cargado con el cadáver. A buen seguro que nuestro asesino ya lo
había acarreado entonces hasta la necrópolis...
Ellery sacudió la cabeza.
—No poseo argumentos a mano para refutar cuanto dices, papá, pero te juro
que no me suena muy verídico...
— ¡Tonterías, muchacho, tonterías! —gruñó el policía—. Algunas veces eres
terco como una muía. A mí me suena la mar de verídico, hijo. Naturalmente,
Sloane inhumó el cuerpo de su hermano antes de que tuviera algún motivo para
suponer que el ataúd sería descubierto por las autoridades. Cuando se coló en la
bóveda para meter adentro el cadáver, probablemente extrajo el testamento al
mismo tiempo para asegurarse de su destrucción. Sloane debió, asimismo,
substraer el pagaré de entre las ropas de Grimshaw poco después de asesinarle,
destruyéndolo luego para proteger la sucesión Khalkis, destinada a parar
indirectamente a sus manos, contra cualquier reclamo intempestivo en el caso de
que dicho pagaré fuera descubierto y presentado para su cobro. ¡Muchacho!
¡Concuerda todo como los huesos de un esqueleto!
— ¿De veras? ¿Lo crees así, papá?
—No lo creo, lo sé, muchacho. ¡Condenado tozudo! ¿Acaso esa llave del
sótano, hallada en la tabaquera de Sloane, no constituye una prueba aplastante?
¡Eso es evidencia! Y ese fragmento chamuscado hallado en la caldera de la casa de
Knox es, asimismo, una potentísima evidencia condenatoria. Y para coronar todo
esto, hijo, el hecho archicomprobado que Gilbert Sloane y Albert Grimshaw eran
hermanos. Muchacho, despierta de tus fantasías descabelladas... No cierres los ojos
ante semejantes pruebas...
—Es triste, pero es así —suspiró el joven—. Con todo, te suplico que me
excluyas del caso. Carga todo el crédito sobre tus espaldas. No quiero yo nada de tu
gloria. ¡Ya me quemé una vez los dedos por salir disparatando con un conjunto de
pistas falsas!
— ¡Pistas falsas! —resopló el inspector—. ¿Me vas a decir ahora que la llave
encontrada en la tabaquera de Sloane fue "plantada" allí dentro por alguien
interesado en complicarle?
—Mi contestación debe ser enigmática. Observa, empero, que abro mis ojos
cuando puedo —murmuró Ellery, incorporándose—. Y aunque no veo por dónde se
escabullen las mentiras, papá, ruego al bon Dieu que me brinde ese "doble placer"
ensalzado tan elocuentemente por La Fontaine: el placer de burlar al burlador: de
tromper le trompeur...
— ¡Bobadas sobre bobadas! —gritó el inspector, que poco se cuidaba de todos
los La Fontaine del mundo entero—. ¡Thomas! Póngase el sobretodo y el sombrero,
y busque a varios de los muchachos, que vamos a hacer una visita de cortesía a las
Galerías Khalkis...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¿Tienes la intención de confrontar a Sloane con lo que crees haber


descubierto? —preguntó lentamente Ellery.
—Sí, señor, sí —respondió el policía—. Y si Pepper nos trae la autenticación de
este fragmento del testamento, Mr. Sloane se encontrará esta noche en el calabozo
acusado de asesinato.

20.

La Madison Avenue, en las proximidades de las Galerías Khalkis era una zona
obscura y quieta de la ciudad cuando el inspector Queen, Ellery, el sargento Velie y
cierto número de detectives, descendieron esa noche por ella procedentes de
diversas direcciones. El grupo trabajó sin inútil estrépito. El comercio, como
comprobaron espiando por las vidrieras del frente, estaba en tinieblas; su entrada
se hallaba bloqueada por la cortina metálica. Sin embargo, una puerta excusada,
abierta a un costado de la principal, llamó la atención de los detectives, y el inspec-
tor Queen y el sargento Velie cuchichearon juntos unos instantes. Seguidamente, el
segundo aplastó su formidable pulgar sobre el botón de la Campanilla Nocturna,
según rezaba un cartelito colocado arriba, y aguardaron en silencio. No hubo
respuesta. Velie llamó de nuevo. Transcurrieron cinco minutos sin que se oyeran
ruidos q se encendieran luces dentro del establecimiento, y Velie, gruñendo, ordenó
a varios de sus hombres que derribaran la puerta. Cedió ésta con gran estrépito, y
los policías precipitáronse en tropel dentro del obscuro vestíbulo.
En masa cargaron escaleras arriba hasta llegar a otra puerta, protegida,
conforme verificaron a la luz de sus linternas, por un dispositivo de alarma contra
ladrones. Desentendiéndose de la alarma transmitida a la agencia central de
protección, los detectives atacaron con grandes bríos el nuevo obstáculo y no
tardaron en sacarlo del paso.
Encontráronse entonces en una larga y obscura galería, que corría a todo lo
largo del piso. Sus antorchas revelaron los rasgos inmóviles de numerosos rostros
pintados en telas adosadas a los muros, algunos cajones conteniendo objets d'art, y
muchas obras de antigua y moderna escultura. Todo parecía en orden, y nadie
apareció ante los policías para protestar contra aquella invasión.
Casi al extremo de la galería, a mano izquierda, un chorro de luz cortaba el
piso, procedente de un portal abierto. El inspector voceó el nombre del hermano de
Grimshaw, pero no hubo contestación. Precipitáronse en tropel hacia la fuente de
luz y no tardaron en hallarse frente a una puerta de acero abierta de par en par, en
la cual se leía:

MR. GILBERT SLOANE.


PARTICULAR.

Pero los ojos de los policías no se curaban más de esos detalles


intrascendentes. Como un solo hombre, conteniendo el aliento, arracimáronse en el
umbral, inmóviles. Inmóviles, de hecho, como la figura desplomada sobre el único
escritorio del cuarto. ¡Y la luz del velador reveló, a las claras, el cuerpo yerto de Mr.
Gilbert Sloane!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

El caso no se prestaba a conjeturas fútiles. Desperdigados por el despacho del


muerto —alguien había encendido la luz eléctrica— contemplaban, sombríos, la
masa destrozada, sanguinolenta, de lo que fuera la cabeza del desventurado Sloane.
El escritorio, ante el cual le sorprendiera la muerte, ocupaba el centro de la
oficina. El hombre yacía con la cabeza abatida sobre su costado izquierdo, apoyada
en un papel secante verde. Uno de los extremos del escritorio enfrentaba el portal,
de suerte que el cuerpo de Sloane, visto desde la galería exterior, ofrecía una vista
sesgada. Desplomado hacia adelante en su silla de cuero, extendía el brazo
izquierdo por encima del papel secante, en tanto su otra extremidad pendía sobre el
piso al lado de la silla. Un revólver yacía en el suelo directamente debajo de su
diestra, a escasas pulgadas de la punta de sus dedos, como si se le hubiera
escurrido de la mano. El inspector se inclinó sobre el cuerpo y sin atreverse a
tocarlo, examinó la sien derecha, iluminada por las luces de la oficina. En ella se
veía un boquete profundo, irregular, sanguinolento, salpicado de marcas de pólvora
negruzca. El anciano se arrodilló y con infinito cuidado abrió el revólver. Salvo una
cámara, estaba cargado por completo. Olfateó la boca del arma y asintió. — ¡Que
me aspen si esto no es un caso de suicidio! — anunció, poniéndose de pie.
Ellery dirigió una mirada en torno. Una oficina pequeña, limpia, ordenada.
Todas las cosas parecían ubicarse en sus lugares acostumbrados. En parte alguna
veíanse señales de lucha.
En el ínterin, el inspector despachaba a un detective con el revólver, envuelto
en un pañuelo, para determinar su dueño. Volvióse a Ellery, cuando su
subordinado salió del despacho:
—Bueno, ¿no te sientes satisfecho, hijo? —inquirió—. ¿Aun supones que es un
"lazo"?
Los ojos del joven parecían fijos en algún lugar lejano, allende los confines de
la oficina.
—No, es realmente un suicidio —murmuró al fin—. Pero lo que no capto bien
es su premura en suicidarse... Después de todo, en nuestra última entrevista con
Sloane no se dijo nada susceptible de hacerle sospechar que levantaríamos cargos
contra él, papá. No se pronunció palabra sobre el testamento, la llave aun no había
sido descubierta, Mrs Vreeland no nos había contado todavía su historieta y...
¡Hum!... Comienzo a sospechar que...
Ambos se miraron en los ojos. Un "¡Mrs. Sloane!" surgió al unísono de sus
gargantas, y Ellery saltó hacia el teléfono del escritorio del muerto. Luego de un
largo interrogatorio con el operador, solicitó comunicación con una oficina
central...
La atención del inspector desvióse. El ulular de una sirena llegó débilmente a
sus oídos procedente de la Madison Avenue; luego unos frenos chirrearon en la
calle y, por las escaleras, retumbaron las pisadas de numerosos pies. El policía
espió la galería. La implacable destrucción del sistema de alarma de las Galerías
Khalkis por parte del sargento Velie daba sus frutos. Un tropel de sombríos sujetos
irrumpió por las galerías, pistolas en mano. El policía requirió varios minutos para
convencerles de que era de veras el archiconocido inspector Queen, del
Departamento de Policía, y que los hombres desperdigados por el edificio eran sus
subordinados, y no ladrones, y que nada había sido substraído de las valiosas
colecciones. Cuando regresó a la oficina, aplacados los ánimos de los invasores,
encontró a su hijo fumando en una silla, y con aspecto más alicaído que nunca.
— ¿Averiguaste algo?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Es increíble... Me llevó cierto tiempo, pero finalmente logré arrancar la


información. Esta noche se recibió una llamada de afuera —respondió Ellery—. Una
hora atrás. Se la investigó. ¡Procedía de la casa de Khalkis!
— ¡Tal cual me lo imaginaba, hijo! De modo que fue de ese modo cómo Sloane
se enteró que estaba liquidado, ¿eh? ... Alguien sorprendió nuestra conversación en
la biblioteca y enteró de todo a Sloane telefoneándole desde la casa.
—Por otra parte —dijo Ellery cansadamente—, no existe forma de descubrir
quien formuló el llamado desde allí al despacho de Sloane, ni menos el tono de esa
conversación. Tendrás que satisfacerte con hechos desnudos, papá.
— ¡Pues los hay en abundancia! ¡Thomas! —Velie apareció en el umbral—.
Regrese a la casa Khalkis e interrogue a todos. Averigüe quiénes estaban esta noche
en la casa a la hora de revisar el dormitorio de Sloane, de interrogar a éste y Mrs.
Vreeland y discutir el asunto Sloane en la biblioteca de la planta baja. Averigüe
también quien hizo uso esta noche del teléfono... y no se me olvide de "cocinar"
bien a Mrs. Sloane. ¿Entendido?
— ¿Comunico la novedad a esa gente? —gruñó Velie.
— ¡Desde luego! Lleve consigo algunos muchachos. Nadie debe salir de la casa
hasta que ordene lo contrario.
Velie partió. Sonó el teléfono y el inspector atendió. Era una llamada del
detective a quien despachara con el revólver. Éste informó que había logrado
identificar el arma, registrada, bajo permiso oficial, a nombre de Gilbert Sloane. El
anciano, riendo entre dientes, telefoneó al Departamento Central solicitando la
presencia del doctor Samuel Prouty, médico policial.
Al dar la espalda al aparato vio que su hijo huroneaba dentro de una pequeña
caja de hierro, embutida en el muro, detrás del escritorio del suicida. Su portezuela
de acero abríase de par en par.
— ¿Encontraste algo? ¿Hay algo allí de interés?
—Aun no lo sé... ¡Hola!... Ellery, calándose firmemente los lentes, curvóse
sobre la caja fuerte. Debajo de algunos documentos comerciales apilados en el piso
de la misma descubrió un objeto metálico.
El inspector se lo arrancó al punto de la mano. Se trataba de un antiguo y
pesado reloj de oro, desgastado por el uso. En sus entrañas no se percibía tictac
alguno de vida. El anciano lo dio vuelta entre sus manos:
— ¡Si esto no es lo más...! —esgrimiendo el reloj en alto, ejecuto un paso de
danza—. ¡Ellery! vociferó—. ¡Esto es el acabóse! ¡Por las barbas de Matusalén, con-
sidera finiquitado este turbio y difícil caso, hijo mío! Ellery examinó
concienzudamente el reloj. Sobre el reverso de la tapa abierta, grabadas en el metal,
veíanse las letras, casi borradas, que formaban el nombre y apellido de ALBERT
GRIMSHAW. La grabación era genuinamente antigua.
Ellery pareció entonces sentirse más desventurado que nunca. Su abatimiento
creció de grado cuando el inspector, guardando el reloj en uno de los bolsillos de su
chaleco, dijo:
—No hay vuelta que darle, hijo. Esto corrobora mis teorías. Evidentemente,
Sloane substrajo el reloj de las ropas de Grimshaw al mismo tiempo que el pagaré.
Esta prueba, ensamblada con el suicidio de Sloane, demuestra categóricamente que
Sloane es el culpable de todos estos delitos, Ellery.
—En eso —gimió pesaroso el joven— estoy completamente de acuerdo
contigo, papá.
Miles Woodruff y el auxiliar del fiscal Sampson, Mr. Pepper, se presentaron
poco después en la escena de la tragedia. Contemplaron, serenamente, los restos
mortales del suicida.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—De suerte que Sloane era el asesino, ¿eh? —musitó Woodruff—. Sospeché
siempre que él fue quien hurtó el testamento... Bueno, inspector, el caso es cosa
acabada, ¿cierto?
—Sí, gracias a Dios.
— ¡Lástima de hombre! —murmuró Pepper, meneando la cabeza—. ¡Una
forma lastimosa de marcharse de este mundo! ¡Como un cobarde! Sin embargo, de
acuerdo con lo que me informaron, ese Sloane era un hombre atildado,
melindroso... Woodruff y yo regresábamos a la casa Khalkis cuando nos topamos
con el sargento Velie, quien nos comunicó lo ocurrido, apresurándonos a venir
aquí. Woodruff, ¿qué le parece si les habla del testamento?
El hombre asintió y sentándose en un diván, se enjugó el sudor que perlaba su
frente:
—Poco es lo que debo decirles, caballeros —destacó—. Ese fragmento es
genuino. Pepper confirmará cuanto asevero; el papel concuerda exactamente con la
parte correspondiente en la copia de mi estudio... ¡exactamente!... Y la escritura —
el nombre manuscrito de Grimshaw— es de Khalkis, sin lugar a dudas.
— ¡Magnífico! Pero convendría asegurarnos mejor, Woodruff. ¿Trajo consigo
el fragmento en cuestión y la copia?
— ¡Ciertamente! —Woodruff entregó al policía un amplio sobre de papel
manila—. Adentro coloqué algunas otras muestras de la letra de Khalkis.
El viejo policía hurgó dentro del sobre, asintió, y llamó con señas a uno de sus
hombres apostados en el cuarto:
—Johnson, vaya a buscar a Una Lambert, la experta en grafología, y dígale
que examine todas las muestras de letra contenidas en este sobre, al igual que la
palabra dactilografiada del fragmento de papel chamuscado. Necesito un examen
inmediato.
Johnson hizo mutis en el preciso momento en que la alta y escuálida figura
del doctor Prouty, mordiscando su inevitable cigarro, entraba con pachorra en el
cuarto.
— ¡Adelante, doctor, adelante! —gritó jubiloso el inspector—. Tengo otro
"fiambre" a su disposición. Y creo que será el último...
—De este caso —respondió alegremente el facultativo. Depositando su valija
negra en el piso, miró la destrozada cabeza del muerto—. ¡Hum! ¿De modo que eras
tú? A la verdad que no esperaba encontrarle de nuevo en estas circunstancias —
sacándose sombrero y sobretodo, puso manos a la obra.
Cinco minutos más tarde se levantaba:
—Suicidio —gruñó—, ése es mi veredicto, a menos que alguien pretenda lo
contrario —agregó—. ¿Dónde está el arma?
—Se la di a uno de mis hombres, doctor —replicó el inspector—. El revólver va
de acuerdo con todo.
—Calibre 38, ¿no?
—Ni más ni menos.
—El motivo por el cual decía eso —continuó el galeno, mascando su cigarro
—es que no encuentro la bala.
— ¿Qué quiere usted decir? —inquirió Ellery rápidamente.
—No se salga de sus casillas, muchacho. ¡Vengan aquí! —el joven y los policías
aglomeráronse en torno al escritorio de Sloane, en tanto el médico, agachándose
sobre el cadáver, levantaba la ensangrentada cabeza tirándole de los desordenados
cabellos. En el costado izquierdo, sobre el cual reposara la cabeza en el papel
secante verde, veíase un cuajaron y un siniestro boquete; el secante estaba tinto en

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

sangre—. El proyectil atravesó limpiamente la cabeza —indicó el médico— y tiene


que estar en alguna parte.
Colocó el cuerpo en posición de sentado, con la misma calma chicha que si
acondicionara un saco de papas. Enderezó la cabeza, reteniéndola por el
escurridizo cabello, y miró de reojo en la dirección que hubiese seguido la bala, si
Gilbert Sloane se hubiera suicidado sentado en aquella silla.
—El proyectil pasó a través de la puerta abierta —gritó Queen—. Es fácil
determinarlo por la posición del cadáver. La puerta estaba abierta cuando lo
encontramos, de modo que la bala debe hallarse en la galería exterior.
El policía traspuso el umbral, apostándose en la galería, ahora brillantemente
iluminada. Calculó a ojo la probable trayectoria de la bala, asintió media docena de
veces y enfiló directamente hacia el muro situado enfrente del portal. Una antigua
alfombra persa, de espesor más que regular, pendía del mismo. Tras unos instantes
de cuidadoso examen y de escarbar con la punta de su cortaplumas, el anciano
regresó triunfante con una bala achatada.
El doctor Prouty gruñó su aprobación y restableció la cabeza del muerto en su
posición original. El inspector volvía el mortífero proyectil entre sus dedos.
—No hay vuelta que darle. Se suicidó de un tiro y la bala, luego de atravesarle
el cráneo, salió por el costado izquierdo, y pasando bajo el dintel de la puerta, con
fuerza reducida, se aplastó contra el tapiz pendiente del muro opuesto. No penetró
muy hondo en el. ¡Ya ven ustedes que todo concuerda!
Ellery examinó el plomo, y luego lo devolvió al inspector, encogiéndose de
hombros con ese gesto sintomático de su extraña y tenacísima perplejidad.
Retrocedió a un rincón, sentándose entre Woodruff y Pepper, mientras el policía y
el médico supervisaban el traslado del cadáver a los efectos de la autopsia,
precaución ésta sobre la cual insistiera especialmente el inspector.
Mientras el cuerpo era acarreado aprisa por la obscura galería, el sargento
Velie retrepó afanosamente las escaleras, pasó juntó a la camilla, sin dirigirle más
que una mirada fugaz y penetró en la oficina a paso de carga. Sin siquiera quitarse
el sombrero, encaróse acto continuo con su superior:
— ¡Nada! —rumió.
—Bueno, eso ya no importa, Thomas. De todos modos, ¿qué pasó?
—Nadie telefoneó esta noche... O por lo menos, eso es lo que ellos afirman,
señor.
—Naturalmente, el bribón que telefoneó no lo confesará jamás —recalcó el
inspector, tanteándose las ropas en procura de su tabaquera—. ¡Doble contra
sencillo a que Mrs. Sloane le pasó el dato a su marido! De fijo nos espiaba mientras
hablábamos en el estudio, y luego que pudo desembarazarse de Mrs. Vreeland,
llamó precipitadamente a su esposo. O ella era cómplice de Sloane, o bien era
inocente, y por nuestras palabras infirió la verdad de todo y telefoneó en seguida a
su marido, informándole de lo ocurrido... En fin, es difícil determinarlo. .. Qué dijo
Sloane o qué dijo Mrs. Sloane, resulta un enigma por el momento, pero es obvio
que la llamada sirvió para demostrar a nuestro hombre que se hallaba perdido. De
modo, pues, que se eliminó como único medio de evadirse de una situación
insostenible.
—Juraría —rumió Velie— que ella no es culpable, señor. Cuando oyó la
noticia, se desmayó... ¡y les aseguro que no fue una farsa!
Ellery se incorporó presa de un extraño desasosiego, y casi sin escucharles,
reanudó sus paseos por el cuarto. Huroneó de nuevo en el interior de la caja fuerte,
en donde nada pareció interesarle, y luego se precipitó al escritorio, atestado de
papeles, evitando deliberadamente el obscuro manchón del papel secante.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Comenzó a hurgar entre los papeles. Un objeto, semejante a un libro, atrajo su


atención. Se trataba, de hecho, de un diario, forrado con cuero marroquí, según
comprobó leyendo las letras doradas estampadas sobre la cubierta. La libreta
apareció escondida a medias entre pilas de papelotes, y el joven se arrojó sobre ella
con avidez. El inspector espió, inquisitivamente, por encima del hombro de su
vástago. Éste hojeó aprisa el diario, cuyas páginas estaban llenas de una escritura
clara y precisa. Recogiendo algunas cuartillas de papel de sobre el escritorio, en las
cuales figuraban muestras de la escritura de Sloane, las comparó con las páginas
del diario: concordaban exactamente. Leyó algunos trozos, sacudió la cabeza con
rabia, cerró el diario y... se lo guardó en un bolsillo interior del saco.
— ¿Descubriste algo? —preguntó su padre interesado.
—Si así fuera —respondió Ellery—, a buen seguro que no te importaría. ¿No
afirmas que el caso ya está aclarado?
El anciano, sonriente, se apartó de su hijo. Broncas voces masculinas
resonaban en la galería exterior. El sargento Velie apareció en medio de un aullante
grupo de periodistas. Algunos fotógrafos lograron filtrarse en el cuarto y antes de
mucho, éste se colmó de fogonazos y de humo. El policía comenzó a dar un
resumen de los hechos; los representantes de la prensa escribían aprisa, y el
sargento Velie fue acorralado para que vomitara sus declaraciones; y el auxiliar del
fiscal Sampson, Mr. Pepper, centró la atención de un grupillo cínicamente
admirativo; y Miles Woodruff, expandiendo su pecho, empezó a charlar hasta por
los codos, rápido y personal en sus sesudos juicios, cuya esencia reflejaba la
aseveración de que él, desde el principio mismo, él, el abogado Woodruff, sabía
quién era el asesino, pero que. . . bueno, ya se sabe cómo son las cosas, y la lentitud
de las molleras oficiales y... ¡ejem!... ¡ejem!...
En medio del torbellino, Ellery Queen consiguió escurrirse fuera del
despacho. Siguió su camino ante las frías esculturas de la galería y debajo de las
valiosas telas pendientes de los muros; bajó ágilmente las escaleras y traspasando
las destrozadas puertas, salió, exhalando un suspiro de alivio, al aire frío y más o
menos puro de la Madison Avenue.
El inspector le encontró allí, tiempo más tarde, recostado contra una obscura
vidriera, en comunión con los tenebrosos pensamientos que danzaban en el seno de
su dolorida cabeza.

21.

Su mal humor persistió hasta la madrugada. En vano el inspector se


esforzaba, desplegando todas sus tretas paternales, por persuadir a su sombrío
vástago de abandonar sus pensamientos y buscar descanso en la tibieza del lecho.
Ellery, cubierto con su bata y calzado con pantuflas de lana, sepultado en un sillón
colocado ante el fuego mortecino de la sala, estudiando todas y cada una de las
palabras del diario escamoteado del escritorio de Sloane, no se dignaba replicar
siquiera a las cariñosas zalamerías del viejo.
Por fin, desesperado, el policía se dirigió hacia la cocina, calentó café y en
silencio se sirvió un pocillo. El aroma tentó el olfato de Ellery en el preciso instante
en que terminaba la lectura del diario, y restregándose, soñoliento, los ojos,

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

dirigióse a la cocina, sirvióse un pocillo de café y bebió su contenido de un trago,


sumido siempre en sombrío silencio.
El viejo policía depositó con estrépito el pocillo sobre la mesa.
— ¿Qué demontres estás rumiando, hijo? —murmuró.
—Bueno —gruñó Ellery—, ya era tiempo que me lo preguntaras. Aguardaba
esa pregunta con impaciencia. Aseguras, papá, que Gilbert Sloane es el asesino de
su hermano, Albert Grimshaw, afirmación fundada en ciertas circunstancias que,
según tú, conforman un caso claro y preciso. Bueno, ahora yo te pregunto, ¿quién
envió la carta anónima revelando a Sloane como hermano del muerto?
Queen chasqueó la lengua contra un diente cariado:
— ¡Adelante! —dijo—. Descarga tu pecho, hijo mío. Todo tiene respuesta.
— ¿De veras? —respondió Ellery—. ¡Muy bien! Deja concretar mis
pensamientos: es obvio que el propio Sloane no pudo enviar esa carta, pues ello
proporcionaría a la policía valiosas informaciones en contra suya. ¿Quién escribió,
pues, esa condenada carta? Recuerda que Sloane afirmó que no había en el mundo
entero —ni siquiera su propio hermano Grimshaw— quién supiera que Gilbert
Sloane, como Gilbert Sloane, era hermano del muerto. De suerte, pues, que yo
vuelvo a preguntarte ¿quién la envió? Nuestro desconocido remitente conocía la
verdad del caso, una verdad sólo conocida por el único individuo en el mundo que
no escribiría la carta. ¡Es contradictorio!
— ¡Ah hijo mío! ¡Ojalá todas las cosas fueran tan fáciles como ésa! —murmuró
sonriente el inspector—. ¡Claro está que Sloane no fue el autor de la denuncia! Y a
mí no me interesa quién ha sido, hijo. No es importante, pues bien sabes tú —
martilló cada palabra con un balanceo de su índice extendido— que solo tenemos la
palabra de Sloane en cuanto a que sólo él lo sabía. ¿Entiendes? Ciertamente, si
Sloane hubiera dicho la verdad, esa pregunta tuya sería embarazosa; pero siendo él
un asesino, sus afirmaciones son sospechosas en especial si se recuerda que las hizo
cuando se creía a salvo, imaginando que sus burdas mentiras desorientarían aún
más a la policía. Así, pues, es perfectamente posible que alguien más supiera que
Sloane era hermano del muerto. El propio Sloane debió dejar escapar la verdad en
presencia de alguien que... El sospechoso más indicado sería Mrs. Sloane, si bien
no creo le asistiera razón alguna para denunciar así a su propio esposo...
— ¡Una aclaración oportuna, papá! —rumió Ellery—. De acuerdo con tus
teorías, Mrs. Sloane sería la persona que previno telefónicamente a Sloane. Por
cierto que eso no concuerda con la punzante ironía exteriorizada en aquel
anónimo...
— ¡Está bien, está bien! —replicó instantáneamente el inspector—. Pero
encara el asunto en esta forma: ¿tenía un enemigo Sloane? ¡A buen seguro! ¿Y
quién era? Pues el mismo que declaró ya contra él en otra oportunidad: Mrs.
Vreeland. Barrunto que esa mujer es la autora del anónimo. Es cuestión de
conjeturas deducir cómo ella estaba al tanto de ese parentesco, pero juraría que... si
apostara a...
— ¡No apuestes, papá, que perderías hasta la camisa! Algo podrido huelo en
Dinamarca... y ello me hace doler la cabeza... ¡Que me cuelguen si...! —no acabó;
su rostro se tornó sombrío, y arrojó un fósforo al hogar moribundo con gesto de
cólera.
El estridente timbre del teléfono sonó.
— ¿Quién diablos puede ser a esta hora? —masculló el policía—. ¡Hola!...
¡Oh!... ¡Buen día!... Sí... ¡de perlas!... ¿Qué averiguó?... Comprendo, comprendo...
¡Magnífico!... Bien, vaya a la cama... El trasnochar perjudicará su belleza... ¡Aja!...
¡Muy bien!... ¡Buenas noches!... —colgó sonriendo—. Es Una Lambert, y dice que

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

no cabe la menor duda acerca de la autenticidad del nombre escrito en el fragmento


chamuscado del testamento de Khalkis. Sí, es indudablemente de puño y letra de
Khalkis. Agrega que todos los indicios tienden a demostrar que ese trozo formaba
parte del documento original...
— ¿De veras? —la información consternó a Ellery, cosa que desconcertó a su
intrigado progenitor; y el buen humor de éste naufragó en una borrasca de fastidio.
— ¡Al diablo, Ellery! ¡Parece que no quieres enterrar jamás este maldito
asunto! —barbotó.
—No me regañes —replicó Ellery sacudiendo la cabeza—. Nadie desea más
que yo ver concluido de una vez este asunto, papá; pero es menester que sea una
conclusión satisfactoria para mí.
—Bueno, es satisfactoria para mí, hijo, y eso basta — gruñó el policía—. El
caso contra Sloane es perfecto. Y desaparecido Sloane, el socio de Grimshaw es
borrado del mapa, y todo se despeja como por ensalmo. Ya que el compinche de
Grimshaw era el único extraño al tanto de la posesión del Leonardo por parte de
Knox, y ahora aquél ha muerto, el caso todo quedará como uno de tantos secretos
policiales. Y ello significa que ya podemos empezar a trabajar con nuestro poderoso
Mr. James J. Knox. Es necesario recuperar ese cuadro, si de veras se trata del
robado por Grimshaw en el Museo Victoria.
— ¿No recibiste respuesta a tu cablegrama?
—Ni media palabra —murmuró ceñudo el inspector—. No entiendo el silencio
del museo. De cualquier modo, si los británicos tratan de arrancarle la pintura a
Knox, se armará aquí la de Dios es Cristo. Knox, con sus millones e "influencias",
logrará substraerse a las embestidas... ¡Hum! Creo que Sampson y yo tendremos
que andar con pies de plomo, pues no deseo que nuestro millonario tome las de
Villadiego dejándonos con un palmo de narices... — ¡Bah! ¡Sobrarán oportunidades
para ajustar este asunto! Además, es dudoso que el museo quiera publicarla versión
de que esa tela considerada por sus expertos como un Leonardo legítimo y exhibida
como tal en sus galerías, sea, realmente, un cuadro casi sin valor. Esto es, siempre
que se trate de una copia. Sólo contamos al efecto con la palabra de Knox. El
inspector miró meditabundo el fuego del hogar: —La cosa se complica de más en
más, hijo —murmuró—. En fin, volviendo al caso Sloane, Thomas me presentó un
informe relativo a la lista de personas alojadas en el Hotel Benedict el jueves y
viernes de la estancia de Grimshaw. Bueno, en dicha lista no encontramos ningún
nombre vinculado con alguno de los sospechosos del caso. Supongo que eso es lo
lógico. Sloane suponía que el acompañante de Grimshaw era una casual relación de
su hermano, pero esta afirmación me huele a mentira y barrunto que...
El inspector hablaba a más y mejor impulsado por un júbilo casi infantil.
Ellery no contestaba; extendiendo la mano, recogió el diario de Sloane y lo estudió
con aire sombrío.
— ¡Oye, papá! —exclamó al fin, sin levantar la vista—. Es verdad que
considerado el caso superficialmente, todo concuerda a maravilla con la hipótesis
de que Gilbert Sloane fue el deus ex machina de todos esos trágicos sucesos. Pero
en eso, precisamente, arraiga el punto débil del asunto: ¡todas las cosas parecen
demasiado fácilmente ensambladas entre sí para mi gusto! No olvides, por favor,
que en otra ocasión nosotros... yo caí en el lazo tendido por el criminal para
hacerme tragar una solución absurda del problema. Una solución aceptada,
publicada y olvidada ya al presente de no haber mediado ciertos incidentes
casuales... La pompa de jabón reventó y... —meneó la cabeza—. Tu pompa parece
inatacable, pero nunca se sabe de dónde puede saltar la liebre. No sabría decir qué,

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

pero aquí hay algo que huele mal. —Hijo, de nada vale darnos de cabeza contra la
pared. Ellery sonrió débilmente:
—Eso podría quizá sacarnos chispas del cerebro —murmuró, mordiéndose
luego el labio—. Sígueme un instante —levantó el diario y el anciano caminó,
golpeteando sus zapatillas, hacia su hijo. Éste acababa de abrir el diario en la
página correspondiente a la última entrada, un texto nutrido, escrito con letra clara
y pequeña, debajo de la fecha impresa: domingo 10 de octubre. La página opuesta
estaba encabezada por la fecha del día siguiente: lunes 11 de octubre. En blanco—.
Ahora bien, papá —agregó Ellery, suspirando—, acabo de leer escrupulosamente
esta interesante y personalísima libreta de apuntes, y no pude menos de advertir
que Sloane no escribió nada esta noche... ¡la noche de su suicidio, como tú afirmas!
Permíteme hacer una recapitulación del contenido espiritual de este diario.
Dejemos aparte el hecho de que en ninguna de estas páginas se mencionan los
incidentes tocantes al estrangulamiento de Grimshaw; y de que el fallecimiento de
Khalkis apenas merece una referencia convencional a nuestro amigo, cosas éstas
naturales de suyo, pues que Sloane; de ser el criminal, como presupone la policía, a
buen seguro evitaría consignar en su diario referencia alguna que pudiera luego
incriminarlo. Por otra parte, ciertas observaciones son evidentes por sí mismas; en
primer lugar, Sloane procedía a escribir en su diario todas las noches de la semana
y a la misma hora, asentando, previamente, dicha hora en el encabezamiento;
observa que durante meses ello ocurrió a las once de la noche o poco más o menos.
Además, este diario revela que Sloane era un egoísta, un paranoico poseído de su
importancia; una breve lectura de estas cuartillas nos impone de ciertos detalles
vividos — ¡terriblemente vividos!— pertinentes a sus líos sexuales con algunas
mujeres o mujerzuelas cuyos nombres omite extremando precauciones.
Ellery cerró de golpe el libro y arrojándolo sobre la mesa, se puso de pie
ambulando luego por el cuarto como un endemoniado, la frente surcada por un
millar de arrugas. El viejo policía le contemplaba con expresión desolada.
—Ahora bien, papá —murmuró el hijo, febrilmente—, quiero preguntarte, en
nombre de todos los grandes descubrimientos de la psicología moderna si un
hombre como éste, un hombre que dramatizaba todo cuanto le concernía, cosa
archidemostrada en su diario, un hombre que encontraba en la expresión exaltada
de su Ego esa morbosa satisfacción harto característica de los sujetos de su tipo,
podría haber pasado por alto esa oportunidad única, grandiosa, cósmica, de llenar
páginas tras páginas de literatura trágica en torno al más grande acontecimiento de
su vida: ¡su inminente muerte!
—Es posible que el pensamiento de esa misma muerte excluyera toda otra
preocupación de su mente —aventuró el anciano.
— ¡Es dudoso! —murmuró amargamente Ellery—. Sloane, en el supuesto caso
de que hubiera sido informado por esa llamada telefónica de las sospechas
abrigadas por la policía contra él, comprendiendo que ya no lograría eludir el
castigo de sus crímenes, de fijo aprovecharía el breve intervalo de tiempo que le
restaba de libertad para explayarse, larga y heroicamente, en su última entrada en
el diario amigo... Y esta suposición es apuntalada por el hecho de que todo ocurrió
alrededor de las once de la noche, momento en que solía confiarse a su diario. ¡Pese
a ello —gritó excitadísimo—, nuestro hombre no escribió absolutamente nada en
una noche que, para él, era la noche de las noches!
Sus ojos reflejaban fiebre. El policía, incorporándose, pasó su mano paternal
sobre el brazo de Ellery, sacudiéndolo con ternura casi femenina:
— ¡Vamos! ¡No lo tomes así! Esos argumentos suenan bien en los oídos, pero
no demuestran nada... ¡Ven a la cama!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Ellery se dejó arrastrar hasta su dormitorio:


—Sí —musitó—. ¡No prueban nada!
Y media hora después, en las tinieblas, dirigióse así al coro formado por los
suaves y rítmicos ronquidos de su padre:
—Pero es esta clase de indicios psicológicos lo que me hace poner en tela de
juicio la supuesta culpabilidad y el supuesto suicidio de Gilbert Sloane.
La fría obscuridad del dormitorio no le reconfortó y como no recibiera
respuesta alguna, Ellery, filosóficamente, procedió a dormirse. Toda la noche, soñó
con diarios animados, cabalgando en siniestros féretros y esgrimiendo grandes
revólveres que disparaban solos contra el Hombre de la Luna, cuyos rasgos eran
idénticos a los de Albert Grimshaw.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

LIBRO SEGUNDO

"La mayor parte de los conspicuos descubrimientos de, la ciencia moderna


fueron fundamentalmente posibles en razón de la tenacidad de sus descubridores
en aplicar una lógica a determinado conjunto de acciones y reacciones...
"La sencilla explicación de Lavoisier —al presente parécenos sencilla— de lo
Que ocurre cuando se "Quema" plomo puro —explicación ésta que pulverizó la
multisecular falacia de esa horrible creación de la mente medieval llamado
flogisto— constituyó el resultado de lo que ahora nos parece, dentro de nuestro
clima de moderna minuciosidad científica, un principio básico absurdo, como, de
hecho, es así; que si una substancia pesa una onza antes de quemarse en el aire, y
una onza siete después de quemada en el aire, ello significa que alguna substancia
del aire ha sido agregada al mineral original, lo cual da razón del peso extra pre-
sentado. . . ¡Necesitáronse dieciséis siglos para que el hombre comprendiera esto
y para designar al nuevo producto bajo el nombre de óxido de plomo!
"Ningún fenómeno criminológico resulta imposible de explicar. La tenacidad
y una lógica simple son los atributos cardiacos del detective. Cuanto parece
misterio para el individuo no pensante, es una verdad, evidente por si misma,
para el que reflexiona... El esclarecimiento de un crimen ya no es más cuestión de
farfúlleos medievales ante una bola de cristal, sino uno de los procesos más
exactos de las ciencias modernas. Y ello tiende su raigambre sobre una base de
lógica."

"Byways of Modern Science", del doctor George Hinchcliffe, pp. 147-S.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

22.

Ellery Queen descubrió, con un creciente sentido de futilidad, que una de sus
innúmeras fuentes antiguas de sabiduría, Pitaco de Mitilene, no había previsto un
margen suficiente para la flaqueza de los mortales. El tiempo, observó Ellery, era
inasible. Los días volaban y no estaba en su poder el detenerlos. Pasó una semana,
y de las fugaces horas sólo logró exprimir algunas gotas de amargura y ni pizca de
savia mental. Un crisol vacío, cuyo fondo árido el joven contemplaba con creciente
desdicha.
Sin embargo, para otros la semana había sido desbordante. El suicidio y
sepelio de Gilbert Sloane desataron la inundación. Los periódicos se revolcaron en
copiosos detalles, chapoteando en el cieno de la historia de Gilbert Sloane.
Desmenuzaron a éste, y con sutiles palabras de inculpación lograron, sin gran
esfuerzo, humedecer y ablandar el caparazón exterior de su vida hasta que, res-
quebrajado ya, salió por sus grietas una reputación arruinada. Los que
sobrevivieron al suicida quedaron apresados por las arremolinadas aguas del
escándalo, y entre esos sobrevivientes, la víctima propicia debía ser, naturalmente,
Delphina Sloane. Olas de palabras fueron a estrellarse en las playas de su dolor. La
casa de los Khalkis se había convertido en un faro inexpugnable, hacia cuyas luces
dirigían sus naves los impávidos representantes de la prensa.
un periodicucho, que podía haberse llamado "La Audacia" —aun cuando no
fuera así— ofreció a la viuda un rescate de raja para que autorizase una serie de ar-
tículos con su firma titulados: Delphina Sloane cuenta la historia de su vida con
un asesino. Y aunque la magnífica oferta fue rechazada con ultrajado silencio, este
modelo brillantísimo de impudicia periodística logró excavar algunos detalles
personales del primer matrimonio de Mrs. Sloane, exhibiéndolos ante sus lectores
con el celo y el orgullo de unos victoriosos arqueólogos. Alan Cheney zurró a un
cronista fastidioso, despachándolo de vuelta al director con un ojo hinchado y las
narices rojas. Y la familia Sloane tuvo que mover muchas influencias para evitar
que el diario hiciera detener a Alan, acusado de agresión.
Durante este ínterin tumultuoso, en el cual los cuervos graznaron en torno a
su carroña, el Departamento de Policía guardó singular silencio y calma. El
inspector retornó a sus menos complejos problemas ordinarios, contentándose con
esclarecer algunos puntos obscuros, para su correspondiente consignación en los
archivos, del sonado caso Khalkis-Grimshaw-Sloane, como lo titulaban, vir-
tuosamente, los diarios. La autopsia practicada en el cadáver de Gilbert Sloane por
el doctor Prouty no trasuntó la más mínima señal de "juego sucio", no
encontrándose ni rastros de veneno ni marcas de violencia; la herida de bala era,
cabalmente, la herida de bala que se inflige un individuo cualquiera al suicidarse de
un balazo en la sien; y el cuerpo de Sloane, como ya consignáramos, fue "so-
breseído" definitivamente por el médico policial, autorizándose su traslado del
Departamento de Policía a la tumba de un cementerio suburbano.
El único trozo de información que parecía "digerible" para Ellery Queen fue el
referente a la instantaneidad de su muerte. No obstante, el desesperado muchacho
no veía cómo ese detalle podría ayudarle a desenredarse de la arremolinada niebla
que le circundaba desde hacía largo tiempo.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Aquella niebla, si bien no lo preveía aún durante ese lapso de tinieblas, estaba
llamada a disiparse brevemente; y los hechos derivados de la muerte instantánea
de Gilbert Sloane se trastocarían, de hecho, en brillantísimos mojones
demarcatorios.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

23.

El asunto comenzó, muy inocentemente, el martes 19 de octubre, poco antes


del mediodía.
Mrs. Sloane no explicó cómo había logrado eludir a sus perseguidores, pero el
hecho es que, sin escolta y sin persecución, la infeliz mujer apareció en el
Departamento de Policía, vestida de rigurosísimo negro y ligeramente velada con
un tul, solicitando entrevistarse con el inspector Queen por un asunto de
importancia. Éste, al parecer, habría preferido que la viuda de Gilbert Sloane se
aislara en su dolor, pero como perfecto caballero que era, y un tanto fatalista en
materia de faldas, se resignó a lo inevitable, consintiendo en recibirla.
El policía se hallaba solo cuando ella entró. Queen le señaló una silla,
murmuró algunas vagas palabras de simpatía y aguardó después de pie junto a su
escritorio, cual si con ello le insinuara que la vida de un detective inspector no
podía ser más atareada y que haría un señalado favor a la ciudad yendo
directamente al grano.
Y así lo hizo la pobre mujer. Con voz ligeramente matizada de histerismo,
murmuró:
—Mi esposo no fue un asesino, inspector.
El policía suspiró:
—Pero los hechos, Mrs. Sloane, revelan que...
Ella parecía inclinada a hacer caso omiso de aquellos preciosos hechos:
—Toda la semana he estado diciendo a los periodistas que mi marido era
inocente —gritó—. ¡Exijo justicia, señor, justicia! El escándalo me seguirá a mí... a
todos... a mis hijos y nietos... ¡eternamente!...
—Mi estimada señora, recuerde usted que su esposo se hizo justicia por su
propia mano. No olvide que su suicidio constituye, prácticamente, una confesión de
culpabilidad.
— ¡Suicidio! —chilló ella rabiosa y desdeñosamente—. ¿Es usted ciego?
¡Suicidio! —sus ojos volcaron un torrente de cálidas lágrimas—. ¡Mi pobre marido
fue asesinado y nadie... nadie quiere...! —su voz se ahogó en lágrimas.
El inspector miró hacia la ventana, confundido, molesto:
—Esa afirmación exige pruebas, Mrs. Sloane. ¿Las tiene usted?
Ella saltó de su silla iracunda:
— ¡Pruebas! —gimió—. ¡Una mujer jamás necesita pruebas! —un sollozo
estranguló su voz—. ¡Claro está que no tengo pruebas! Pero, ¿qué importa eso? Yo
lo sé y eso basta...
—Mi querida Mrs. Sloane —dijo glacial el policía—, en ese punto difieren la
policía y las mujeres. Yo lo siento mucho, pero si usted no puede ofrecernos nuevas
pruebas señalando, fehacientemente, al genuino asesino de Grimshaw y al supuesto
matador de Gilbert Sloane, nada puedo hacer. El caso está ya archivado.
La mujer salió sin pronunciar palabra.

Este breve, desdichado y estéril incidente parecería superficialmente


considerado, cosa de poca monta. Sin embargo, estaba destinado a desencadenar

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

toda una serie de acontecimientos. El caso habría dormido el sueño eterno en los
voluminosos archivos policiales —concepto expresado reiteradamente por Ellery
Queen años después—si el inspector, pugnando astutamente por disipar la ex-
presión adusta de la faz de su hijo durante la cena, no le hubiera contado el
incidente de la visita de Mrs. Sloane al Departamento de Policía, albergando quizá
la esperanza de que esa novedad traería sosiego al alma atormentada de su
filosófico vástago.
Ante su pasmo, la treta salió a maravillas. Ellery mostróse instantáneamente
interesado. Las arrugas de preocupación disipáronse de su rostro, reemplazadas
por otras característicamente meditabundas:
— ¿De modo que ella también supone que Sloane fue asesinado, papá? —
murmuró sorprendido—. ¡Interesante!
— ¿No es verdad? —el inspector guiñó un ojo al escuálido Djuna, quien
acababa de levantar una bandeja con sus delgadas manos y contemplaba al joven,
por sobre el borde, con sus negros ojazos orientales—. Es interesante cómo
funciona la mente de las mujeres. ¡No quieren dejarse convencer! Igualito que tú,
demonio —rió entre dientes, pero sus ojos aguardaban un guiño en respuesta.
El gesto en cuestión no apareció en el rostro del muchacho, quien murmuró
quedamente:
—Creo que tomas el asunto con excesiva despreocupación, papá. Ya he
haraganeado bastante, chupándome los dedos y dormitando como un niño. Sí...
¡voy a poner manos a la obra!
El inspector le miró alarmado:
— ¿Qué piensas hacer, hijo? ¿Remover los rescoldos? ¿Por qué no lo dejas de
una vez?
—Esa actitud de laissez jaire —puntualizó Ellery—ocasionó infinitos daños a
muchas naciones, en terrenos distintos de los de la economía fisiócrata. Barrunto
que más de un pobre diablo, enterrado como un asesino, cuenta con tantos
derechos para ser conocido como tal por la posteridad, como tú o yo...
— ¡Habla con tino, hijo! —masculló el anciano policía—. ¿Es posible que estés
convencido, contra toda razón, de la inocencia de ese individuo?
—Nada de eso, papá —respondió el muchacho, golpeando un cigarrillo contra
la uña—. Lo que digo es esto: muchos puntos de este caso, que tú, Sampson,
Pepper, el comisario y Dios sabe cuántos más, consideran carentes de importancia,
permanecen aún en el misterio. Tengo el propósito de perseguir su dilucidación
mientras exista la más débil esperanza de satisfacer mis vaguísimas sospechas.
— ¿Ves algo claro en el asunto, hijo? —preguntó el taimado inspector—.
¿Vislumbras quién es el asesino, ya que insistes en que Sloane murió inocente?
—No tengo la menor idea de quién está detrás de todas estas incursiones por
el mundo del delito —Ellery exhaló una potente bocanada de humo—. Pero existe
un punto acerca del cual estoy tan seguro como que todo el mundo está patas
arriba, y es que Gilbert Sloane NO ASESINÓ a Albert Grimshaw... ni se suicidó...

Una bravata. Pero una bravata pronunciada con firme determinación. A la


mañana siguiente, después de una noche agitada, Ellery encaminóse
inmediatamente después del desayuno, a la calle 54 Este. La mansión de Khalkis
estaba cerrada, silenciosa como una tumba. El joven trepó ágilmente los peldaños y
tocó el timbre. La puerta del vestíbulo no se abrió, y en lugar de ello oyó una voz
impropia de un mayordomo, gruñir: "¿Quién es?" Requirióse mucha paciencia y
mucha conversación para inducir al dueño de la voz a descorrer los pestillos de la

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

puerta. Y ésta no se abrió más que un resquicio. Y a través del mismo, Ellery
percibió el cráneo sonrosado y los ojos medrosos de Weekes. Después, ya no hubo
dificultades; y el joven ni siquiera sonrió cuando el mayordomo abrió la puerta
rápidamente luego de arrojar miraditas temerosas calle abajo y calle arriba, tornó a
cerrarla con cómica premura, conduciéndolo entonces a la sala.
Mrs. Sloane, al parecer, se había encerrado en sus propias habitaciones de los
altos. El apellido Queen, informó el criado, entre uno y otro acceso de tos
profesional, había tenido la rara virtud de enrojecer el rostro de la viuda y de hacer
llamear sus ojos, arrancándole amargas invectivas de los labios. Weekes lo sentía
en el alma, pero Mrs. Sloane... ¡ejem, ejem!... no podía, no debía, no quería ver a
Mr. Queen.
Mr. Queen, empero, no estaba allí para ser rechazado. Agradeció gravemente
al mayordomo y en lugar de dar vuelta hacia el sur, rumbo al corredor, en cuya
dirección encontrábase la salida, giró hacia el norte, dirigiéndose a la escalera que
conducía al piso superior. Weekes pareció sorprendido y quedóse retorciéndose las
manos.
El plan del joven para ser recibido era muy simple. Llamo a la puerta con los
nudillos y cuando la áspera pregunta de la viuda, inquiriendo quién era, resonó en
sus oídos, limitóse a contestar que era alguien que no creía en la culpabilidad de
Gilbert Sloane. Su contestación fue inmediata. La puerta se abrió y Mrs. Sloane se
irguió en el vano, respirando aceleradamente, y escrutando el rostro de aquel
oráculo deifico con ojos ansiosos. Cuando vio quién era su visitante, la ansiedad se
trocó en odio.
— ¡Un ardid! —murmuró acremente—. ¡No quiero ver a ninguno de ustedes,
imbéciles!
—Mrs. Sloane —respondió gentilmente el joven—, comete usted conmigo una
grave injusticia. No fue un ardid, y crea lo que dije.
El odio fuese esfumando por grados y en su lugar apareció una expresión de
cálculo frío. Ella le estudiaba en silencio. Luego la frialdad se disipó y suspirando,
le franqueó el paso, murmurando:
—Perdóneme usted. Mr. Queen. Estoy un poco... conturbada... Pase usted ...
Ellery no se sentó. Colocó bastón y sombrero sobre el escritorio. La tabaquera
fatal aun estaba allí.
—Vayamos en seguida al grano, señora. Evidentemente, usted necesita ayuda,
y bien claro veo que usted arde en deseos de esclarecer el buen nombre de su
marido.
— ¡Por Dios, juro que sí, Mr. Queen!
— ¡Muy bien! No iremos a ninguna parte con evasivas. Voy a estudiar este
caso, sin dejar un rincón por explorar. Mrs. Sloane, deposite en mí su confianza.
— ¿Quiere usted decir que...?
—Digo que debe usted confesarme por qué visitó a Albert Grimshaw en el
Hotel Benedict hace algunas semanas —dijo Ellery con firmeza.
Ella sepultó sus pensamientos en su pecho, y Ellery aguardó sin mucha
esperanza. Cuando la mujer levantó los ojos, empero, el hombre comprendió que
acababa de ganar la primera escaramuza.
—Voy a decírselo todo —replicó—. Y ruego a Dios que le sea útil... Mr. Queen,
no mentía cuando afirmé la vez pasada que no fui al Benedict a entrevistarme con
Albert Grimshaw. A la verdad, ignoraba dónde iba. Sepa usted —agregó, clavando
la mirada en el piso— que estuve siguiendo a mi marido toda aquella noche.
Y la relación surgió poco a poco. Meses antes del fallecimiento de su hermano
Georg, Mrs. Sloane había sospechado que su esposo mantenía relaciones

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

clandestinas con Mrs. Vreeland, cuya provocativa belleza y tentadora proximidad,


conjuntamente con las prolongadas ausencias de Mr. Jan Vreeland y la egocéntrica
susceptibilidad de Mr. Sloane, habían hecho la cosa inevitable. Mrs. Sloane,
nutriendo el cáncer de los celos en el pecho, no podía encontrar pruebas en abono
de sus sospechas. Incapaz de verificar sus temores, la mujer había callado,
pretendiendo ignorar lo que intuía estaba ocurriendo. Con todo, abría los ojos y los
oídos por si percibía signos del supuesto adulterio de su esposo.
Durante semanas y semanas, Sloane había tomado el hábito de regresar a casa
muy tarde, pretextando siempre variadas excusas, que atizaban los celos de su
desventurada esposa. Incapaz ya de soportar aquella dolorosa vía crucis, Mrs.
Sloane había sucumbido a sus violentos deseos de comprobar sus sospechas. El
jueves treinta de septiembre por la noche había seguido a su marido, quien
pretextara una "conferencia" de mentirillillas para salir sin inconvenientes de la
casa unos minutos después de la cena.
Los movimientos de Sloane parecían desatinados; en rigor, no había tal
"conferencia"; y en lo que a contactos se refiere, no se produjo ninguno hasta las
diez. A esa hora, Sloane se dirigió al tétrico edificio del Hotel Benedict. Su mujer le
siguió hasta dentro del vestíbulo, pues el moscardón de los celos le susurraba que
allí se produciría el calvario de su vida matrimonial, y que Sloane, obrando de
manera extraña y furtiva se hallaba a punto de encontrarse con Mrs. Vreeland en
algún cuartucho del Hotel Benedict con propósitos respecto a los cuales Mrs.
Sloane no podía pensar sin sentir profundo horror. Viole dirigirse al escritorio y
conversar con el empleado, tras lo cual, comportándose siempre de la misma
manera extraña, encaminóse al ascensor. Mientras Sloane hablaba con el
empleado, su mujer logró oír las palabras: "¡Cuarto 314!" Consiguientemente,
aproximóse al mostrador, segura de que el cuarto en cuestión era el lugar de la cita,
solicitando el contiguo. Esta acción fue impulsiva; en su mente no había nada
tangible, salvo quizá un salvaje deseo de espiar a los culpables, sorprendiéndoles
luego el uno en brazos del otro.
Los ojos de la mujer ardían con el recuerdo de aquellos instantes, y Ellery,
suavemente, nutrió sus reanimadas pasiones. ¿Qué había hecho entonces? Su
rostro se inflamó. Contó que se había dirigido directamente al cuarto alquilado —el
316—, aplicando el oído a la pared, pero no pudo oír nada. La manipostería del
Hotel Benedict era, si no otra cosa, aristocrática. Chasqueada, trémula, ella se
recostaba contra la silenciosa pared, casi sollozando, cuando oyó abrirse,
repentinamente, la puerta del cuarto contiguo. Precipitándose hacia la puerta, la
mujer la abrió con cautela, llegando justamente a tiempo para ver al objeto de sus
sospechas, su esposo, abandonar el cuarto 314 y caminar corredor abajo en
dirección al ascensor. .. No sabía qué sacar en limpio de todo aquello. Dejó
furtivamente el cuarto y precipitóse escaleras abajo hasta el vestíbulo, donde vio a
Sloane escurriéndose del hotel. Ella no le perdía pisada y, con asombro de su parte,
vio que él encaminábase a casa. Cuando llegó a ella, averiguó, mediante una hábil
pregunta dirigida a Mrs. Simms, que Mrs. Vreeland había permanecido en casa
toda la noche. Ese día, por lo menos, Sloane había sido inocente de adulterio. No,
ella no recordaba a qué hora Gilbert salió del cuarto 314. A la verdad, no lo recordó
nunca. Esto, al parecer, era todo.
La mujer le desafiaba ansiosamente con los ojos, como inquiriéndole si su
relato le había proporcionado alguna pista.
Ellery estaba pensativo:
—Mientras usted estaba en el cuarto 316, Mrs. Sloane, ¿oyó penetrar a alguien
más en el cuarto contiguo?

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No... Vi entrar allí a mi esposo, y luego salir, siguiéndole inmediatamente. Y


estoy segura que, si alguien hubiera abierto o cerrado esa puerta mientras estaba al
lado, lo habría oído.
—Ya veo. Bien, son datos útiles, Mrs. Sloane. Y ya que fue usted tan gentil
hasta ahora, contésteme esta última pregunta: ¿telefoneó usted a su marido, desde
esta casa, el lunes por la noche, día de su muerte?
—No, señor. Así le dije también al sargento Velie cuando me interrogó al
respecto aquella misma noche. Sé que sospechan de mí de haber prevenido a mi
esposo, pero eso es falso. No le avisé nada, Mr. Queen... ni sospechaba siquiera que
la policía proyectaba detenerle...
Ellery estudió su rostro. Ella parecía bastante sincera:
—Recordará usted aquella noche en que, cuando mi padre, Mr. Pepper y yo
salimos del estudio de la planta baja, la vimos a usted escapándose
precipitadamente por el corredor, entrando en la sala. Perdóneme usted la pre-
gunta, Mrs Sloane, pero es menester saber si usted escuchaba a la puerta del
estudio antes de que saliéramos...
La mujer enrojeció violentamente:
—Es posible que sea... ¡Oh, sí!... Que sea indigna en otras cosas, y quizá mi
conducta con mi esposo lo confirme... pero juro que no les estaba espiando.
— ¿Podría usted sugerirme alguien que pueda haber espiado?
—Sí, Mr. Queen —un retintín de despecho mechó su voz—. ¡Mrs. Vreeland!
Esa mujer andaba siempre demasiado cerca de Gilbert para...
—Pero eso no concuerda con su gesto de relatarnos ella la vez pasada esa
historia relativa a la sospechosa presencia de Mr. Sloane en el cementerio —
respondió suavemente el joven—. Ella parecía más inclinada a ocasionarle graves
daños que a salir en su defensa...
Mrs. Sloane suspiró vagamente:
—Tal vez me equivoque... Ignoraba que Mrs. Vreeland les hubiera confesado
algo aquella noche, algo que sólo supe después del fallecimiento de Gilbert, y eso
por intermedio de los diarios.
—Una ultima pregunta, señora. ¿Mr. Sloane no le confesó jamás tener un
hermano?
Ella meneó la cabeza:
—No, ni siquiera lo insinuó. De hecho, se mostraba muy reticente acerca de su
familia. Habló de sus padres, gente buena dentro de su medianía pequeño
burguesa, pero nunca de un hermano. Yo creía que él era único, y el último
representante de su familia.
Ellery, recogiendo sombrero y bastón, dijo:
—Sea paciente, Mrs. Sloane, y sobre todo, no diga nada de estas cosas a alma
viviente —sonrió y salió del cuarto.
En la planta baja Ellery tropezó con Weekes, del cual recibió algunas noticias
que le dejaron un tanto desconcertado.
El doctor Wardes se había marchado.
Ellery tascaba el freno. ¡Vaya! ¡Aquello parecía interesante! Weekes, empero,
constituyó una árida fuente de informaciones. Al parecer, a raíz de la publicidad
tejida en torno al caso Grimshaw, el doctor Wardes, retirándose en su caparazón
británico, comenzó a otear buscando medios de eludir aquel caserón
brillantemente iluminado. Levantada la interdicción policial en virtud del suicidio
de Sloane, el facultativo ordenó liar sus petates, despidióse aprisa de su huésped y
luego de expresarle su pesar por lo acaecido, partió aceleradamente con rumbo

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

desconocido. Su salida ocurrió el viernes, indicó el mayordomo, quien estaba


seguro de que nadie en la casa sabía adonde había ido.
—Y miss Joan Brett tampoco... —agregó Weekes.
Ellery palideció:
— ¿Cómo? ¿Ella también se ha ido? —preguntó—. ¡Al diablo, hombre!
¡Desembuche de una vez!
Y Weekes desembuchó todo:
—No, señor, ella no se ha ido aún, pero me atrevo aconjeturar, señor, que
proyecta marcharse de aquí, señor, si usted entiende medias palabras... Ella...
— ¡Weekes! —bramó salvajemente el joven—. ¡Hable en inglés! ¿Qué pasa?
—Miss Brett se apresta a irse, señor —replicó el criado, con un cortés acceso
de tos—. Su empleo ha... ¡ejem!... terminado, por así decirlo. Y Mrs. Sloane...
¡ejem!... le informó que sus servicios ya no eran más necesarios... De suerte que...
— ¿Adonde está ahora?
—En su dormitorio, señor. Haciendo sus maletas, supongo. Es la primera
puerta a la derecha de la embocadura de las escaleras y...
Pero Ellery ya partía rápido como el viento, volando escaleras arriba, salvando
los peldaños de a tres por vez. Al llegar al rellano superior se detuvo sobre sus
pasos. Dentro resonaban voces; y a menos que los oídos le engañasen, una de las
voces salía de la garganta de Miss Joan Brett. Así que, desvergonzadamente,
quedóse hecho piedra, bastón en mano, la cabeza un poco ladeada a la izquierda... y
sus esfuerzos se vieron recompensados al escuchar una voz de hombre, ronca por
un pronunciado retintín pasional, que gritaba:
— ¡Joan! ¡Querida mía! ¡Te amo!...
—Te amo locamente —respondió la voz de Joan, glacialmente distante de la
voz de una mujer cita enamorada respondiendo a apasionados juramentos
masculinos.
— ¡No! ¡Joan, no te burles de mí! Hablo muy en serio. ¡Te amo, adorada!
Realmente, yo...
Dentro resonaron ruidos indicadores de forcejeo. Ellery presumió que el
propietario de la voz masculina apoyaba físicamente sus amorosas pretensiones.
Siguió a ello un chillido colérico, claro como el agua, y luego un sonoro chasquido
ante el cual el joven, aun hallándose fuera del alcance del brazo vigoroso de Miss
Joan Brett, no pudo menos de hacer un visaje.
Silencio. Ambos campeones, barruntaba Ellery, mirábanse hostilmente,
giraban el uno en torno del otro de ese modo felino que adoptan los seres humanos
bajo la influencia de la cólera. Escuchó plácidamente, sonriendo, los murmullos del
hombre:
—No tendrías que haber hecho eso, Joan... No abrigaba la intención de
asustarte...
— ¿Asustarme? ¡Cielos! Pues te aseguro que no sentía ni una pizca de temor —
gritó Joan, expresándose con cómico orgullo...
— ¡Bueno, que me maten! —rugió el muchacho exasperado—. ¿Es ésa la forma
de recibir la propuesta matrimonial de un amigo? Sí... ¡Al demontre con...!
Otro chillido:
— ¿Cómo te atreves a jurar ante mí? —gritó la muchacha—. ¡Oh! ¡Nunca sentí
tanta humillación en mi vida! ¡Sal de mi habitación en seguida, grosero!
Ellery aplastóse contra el muro. Tras un rugido de rabia estrangulada, el
violento retumbo de una puerta abierta con fuerza, y un golpazo que sacudió la casa
toda, el joven espió por el filo de la esquina de la pared justo a tiempo de ver a Mr.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Alan Cheney, gesticulando violentamente, taconear furiosamente corredor abajo,


los puños cerrados y la cabeza bamboleándose...
Cuando Mr. Alan Cheney desapareció en su propia habitación, sacudiendo el
caserón por segunda vez con un formidable portazo, Mr. Ellery Queen,
reajustándose con calma la corbata, dirigió sus pasos a la puerta de Joan.
Levantando el bastón, llamó dos o tres veces. Silencio. Golpeó otra vez. Percibió
entonces un sollozo estrangulado, un resoplido no menos estrangulado y la voz de
Joan:
—No te atrevas a entrar aquí, canalla de... de... de...
—Soy Ellery Queen, Miss Brett —contestó el detective, con la voz más calmosa
del mundo, como si los sollozos de la muchacha constituyeran adecuada
contestación a la llamada de un visitante.
Los resoplidos cesaron al punto. Ellery aguardó, paciente. Luego resonó una
vocéenla:
— ¡Entre usted, Mr. Queen, entre usted! La puerta está abierta —y él,
empujando la puerta, entró.
Miss Joan Brett estaba de pie junto a su lecho. Su manita de blancos nudillos
apresaba un pañuelo diminuto. Dos manchas geométricamente iguales enrojecían
sus mejillas. Por toda la habitación, en el suelo, sillas, e incluso la cama, veíanse
desperdigadas prendas femeninas de toda clase. Dos maletas yacían abiertas sobre
sendas sillas; un baúl pequeño bostezaba sobre el piso. En la mesa tocador, Ellery
advirtió, sin dar señales de ello, una fotografía enmarcada depositada boca abajo
con evidente precipitación...
Ahora bien, conviene recalcar que Ellery era —cuando quería— un joven de lo
más diplomático. La ocasión exigía fineza y cierta tontería simulada. Y por lo
mismo, el joven, sonriendo con cierto gesto estúpido, dijo:
— ¿Qué decía usted cuando llamé primero, Miss Brett? Lamento decirle que
no le comprendí...
— ¡Oh!... Es que... a menudo hablo a solas —la joven, indicándole una silla,
sentóse en otra—. Una costumbre tonta, ¿verdad?
—De ninguna manera —contestó cordialmente Ellery, sentándose—. ¡De
ninguna manera! Algunos de nuestros grandes hombres tenían esa costumbre.
Supónese que los monologadores poseen dinero en el banco. ¿Cuenta eso para
usted, Miss Brett?
Ella sonrió débilmente ante la ocurrencia del visitante:
—No mucho, por cierto, y además, pienso transferirlo a... —un poco de color
esfumóse de sus mejillas y suspiró—. Parto de los Estados Unidos, Mr. Queen.
—Así me informó Weekes. ¡Cosa que nos desolará, Miss Brett!
— ¡Oh, la, la! —ella rió alto—. Habla usted como un francés, Mr. Queen —
extendiendo la mano al lecho, atrapó al vuelo la cartera—. Este bolso mío... mis
maletas... ¡Cómo deprimen estos viajes por mar! —su manita surgió de la cartera
con un puñado de pasajes—. ¿Es la suya una visita profesional? Parto muy de veras,
y aquí tiene usted pruebas tangibles de mis intenciones de hacerme a la mar...
Supongo que no me aconsejará quedarme en Estados Unidos, ¿verdad?
— ¿Quién? ¿Yo? ¡Cielos, no, no! Pero, ¿quiere usted irse?
—En este momento —respondió ella, apretando salvajemente los dientes—
rabio por marcharme de este país.
Ellery pareció idiotizarse:
—Comprendo, Miss Brett... Este asunto de crímenes y suicidios resulta
naturalmente un tanto... deprimente... Bueno, no la demoraré mucho tiempo. El
objeto de mi visita no entraña nada siniestro —la contempló con aire grave—. Como

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

usted sabe, este caso es cosa acabada. No obstante, existen ciertos puntos obscuros,
tal vez poco importantes, que continúan, tozudamente, torturando mi mente... Miss
Brett, ¿cuál era su misión la noche en que Pepper la vio merodeando por el estudio
de abajo?
Ella le miró, pausadamente, con sus fríos ojos azules:
— ¿De modo que no le sonó verídica mi explicación, eh?... ¡Muy bien! "La
Secretaria Fugitiva confiesa", como dirían sus periódicos escandalosos. Cantaré de
plano, y me atrevo a pronosticarle una gran sorpresa para usted, Mr. Queen.
—No lo dudo ni remotamente.
—Prepárese —la muchacha aspiró profundamente—. Ante usted ve, Mr.
Queen, una detective con faldas.
— ¡No!— ¡Mais oui! Soy empleada del Museo Victoria, de Londres; pero no de
Scotland Yard, no, señor, eso sí que no... Eso sería demasiado, ¿verdad? Sólo del
museo, Mr. Queen.
—Bueno, que me arrastren por las calles para descuartizarme,
despachurrarme y hervirme en aceite —murmuró el joven—. ¡Habla usted en
enigmas! ¿El Museo Victoria, eh? Querida señorita, nuevas como éstas soñamos
todos los días los grandes detectives. ¡Desembuche!
—La historia es soberanamente melodramática. Mientras ofrecía mis servicios
a Mr. Khalkis, trabajaba como investigadora a sueldo del Museo Victoria. Operaba
siguiendo una pista conducente a Khalkis, un amasijo confuso de informaciones
que le indicaban como complicado, acaso en calidad de "recibidor", en el hurto de
una tela valiosa del museo nombrado...
La sonrisa esfumóse de los labios de Ellery:
— ¿Una tela de quién?
—Un simple detalle, Mr. Queen. Pero el cuadro se tasaba a un precio
elevadísimo; se trataba de un Leonardo legítimo, una obra de arte descubierta
recientemente por uno de los "pesquisas" del museo, un cuadro al óleo ejecutado
por ese genio italiano después de abandonado el proyecto original de realizarlo al
"fresco". Se le catalogó bajo el título de "Detalle de la Batalla de los Estandartes"...
— ¡Vaya una suerte! —murmuró Ellery—. ¡Adelante! Cuenta usted con mi
atención más apasionada. ¿Hasta qué punto estaba complicado Khalkis?
—Salvo sospecharle de "recibidor" —suspiró la muchacha—, nada sabíamos en
concreto. Más una intuición, que el resultado de una información definida. Pero
comencemos desde el principio.
"Mis recomendaciones para Khalkis eran genuinas. Sir Arthur Ewing, quien
las extendió a mi nombre, es uno de los directores de ese museo al igual que uno de
los más famosos comerciantes en objetos de arte de Londres. Naturalmente, él
conocía el secreto. Mi "papel" era lo menos importante de la trama. Anteriormente
ejecuté trabajos de investigación de esta naturaleza para el Museo Victoria, pero
nunca en este país. Los directores exigían absoluto secreto: trabajo oculto, buscarle
la "pista" al cuadro hurtado y tratar de localizarle. En el ínterin, el hurto fue
ocultado al público por medio de una serie de anuncios de "restauración"...
—Comienzo a ver claro ahora.
—Entonces tiene usted vista de lince, Mr. Queen —respondió Joan,
gravemente—. ¿Deja usted que siga mi historia o no?... Bueno, todo el tiempo que
pasé en esta casa trabajando como secretaria de Mr. Khalkis lo empleé en buscar
alguna pista o indicio conducente al paradero del desaparecido Leonardo; pero
nunca logré descubrir ni la menor pista, ni entre sus papeles ni en la conversación.
A la verdad, empezaba a desesperar, a pesar de que nuestra información parecía
auténtica.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

"Y todo eso nos lleva a Mr. Albert Grimshaw. Ahora bien, conviene que le diga
que el cuadro había sido substraído por uno de los ayudantes del museo, un
individuo que se hacía llamar Graham, y cuyo nombre real era Albert Grimshaw. La
primera esperanza, la primera indicación tangible de encontrarme sobre la pista
surgió cuando Grimshaw presentóse a la puerta de calle aquella noche fatal del
treinta de septiembre. Comprendí en el acto, conforme a la descripción que tenía,
que aquel hombre no era otro que el ladrón Graham, desaparecido de Gran Bretaña
sin dejar rastros y cuya pista esfumóse en el aire durante los cinco años
transcurridos desde la fecha del robo.
— ¡Oh, magnífico!
—Ni más ni menos. Probé de espiar por la puerta del estudio, pero no percibí
palabra de la conversación de Khalkis con Grimshaw. Tampoco adelanté un paso
más la noche inmediata cuando Grimshaw apareció con el "desconocido", el
hombre cuyo rostro no pude ver... Y para complicar las cosas aun más —el rostro
agraciado de la jovencita se ensombreció—, Mr. Alan Cheney escogió ese preciso
instante para penetrar, trastabillando, en casa, borracho como una cuba. En fin,
que cuando terminé con él, los dos hombres se habían marchado. Pero de algo
estoy segura, y es que entre Grimshaw y Khalkis estaba el secreto del lugar donde
se ocultaba el Leonardo...
— ¿Debo inferir, por ende, que su búsqueda en el estudio inspirábase en la
esperanza de encontrar allí dentro algún documento importante del difunto, alguna
pista flamante del paradero del cuadro hurtado?
— ¡Exactamente! Pero esa revisión, como tantas otras, resultó infructuosa.
Vea usted, de vez en cuando revisaba personalmente la casa, el comercio, las
galerías, y esas pesquisas, inútiles por cierto, me demostraron que el cuadro no se
hallaba al alcance de Khalkis. Por otra parte, el desconocido acompañante de
Grimshaw se me figuraba alguien interesado en la tela, dada la nerviosidad de Mr.
Khalkis, el secreto de la entrevista, el misterio que rodeaba todo... Sí, abrigo la
absoluta convicción de que ese individuo constituye la "clave vital" del caso
Grimshaw...
— ¿Y nunca descubrió su identidad?
—No... —la muchacha miró a Ellery con aire suspicaz—. ¿Qué? ¿Acaso le
conoce usted?
Ellery no replicó. Sus ojos estaban ausentes.
—Y ahora, Miss Brett, una preguntilla más... Si las cosas comienzan a ponerse
tan candentes, ¿por qué proyecta usted retornar a su patria?
—Por la bonísima razón de que el caso es muy embrollado para mí —la
muchacha buscó en su cartera, sacando a poco una carta fechada en Londres, que
procedió a entregar a Ellery. Éste la leyó sin comentarios; iba escrita en papel del
Museo Victoria y suscrita por su director—. Mantuve a Londres informado de mis
progresos o, por mejor decir, de mi falta de progresos. Esta carta llegó en
contestación a mi última información pertinente al desconocido. Ya comprenderá
usted que nos hallamos en un impasse. El Museo Victoria escribe que, desde la
consulta original transmitida por cable por el inspector Queen algunos días atrás,
se ha suscitado un considerable intercambio de correspondencia entre el director y
la policía neoyorkina. Desde luego, al principio no sabía si contestarla o no, pues
ello equivaldría a relatar la historia entera...
"Esta carta me autoriza, como usted ve, a confiar el secreto a la policía de
Nueva York y a usar de mi discreción en las futuras investigaciones —suspiró—. Mi
discreción, amigo mío, me permite comprender que el caso se halla fuera de mis

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

modestos alcances. Justamente ahora iba a telefonearle al inspector Queen para


relatarle mi historia y regresar luego a Londres.
Ellery le devolvió la carta, que ella reintegró con cuidado a su cartera:
—Sí —respondió él—, concuerdo en que la pista del Leonardo se ha
complicado excesivamente, y que, al presente, es más la obra de detectives y
profesionales que la de un investigador aficionado... ¡Y solitario!.. Por otra parte, es
casi posible que pueda ayudarla pronto en su aparentemente desesperada
empresa...
— ¡Mr. Queen! —los ojos de la chica brillaban.
— ¿Consentiría el Museo Victoria en mantenerla en Nueva York, si hubiera la
posibilidad de recobrar el Leonardo sin ruido?
— ¡Oh, sí, sí! ¡Estoy segura de ello! Cablegrafiaré en seguida al director.
—Hágalo. Pero, en su lugar, no diría nada a la policía, por ahora, ni siquiera a
mi padre. Creo que nos será más útil si sigue siendo sospechosa... Joan se levantó
de un salto:
— ¡Encantada! ¿Sus órdenes, comandante? —la muchacha se cuadró haciendo
la venia con gesto rígido y marcial.
—Ya veo que usted haría una admirable espionne, Miss Brett. ¡Muy bien! De
ahora en adelante y para siempre jamás seremos aliados usted y yo, formando una
mente privada...
— ¿Cordial, eh? —ella suspiró, dichosamente—. ¡Oh! ¡Será divertidísimo!
—Y acaso peligroso —replicó Ellery—. Con todo, pese a nuestro acuerdo
secretísimo, Miss Brett — ¡o teniente Brett!—, existen ciertas cosillas que es mejor
no decírselas. .. ¡Por su propia seguridad! —la muchacha se ensombreció—. No se
trata de sentir sospechas de usted, querida mía... ¡palabra de honor!... Pero le ruego
que deposite toda su confianza en mí... ¡por ahora!
— ¡Muy bien! —afirmó Joan, sobriamente—. Estoy enteramente en sus
manos.
— ¡Oh, no! —dijo Ellery, precipitadamente—. ¡Demasiada tentación! Es usted
excesivamente hermosa para... ¡pero basta!... —el joven evitaba la mirada divertida
de Joan y comenzó a discurrir en alto—. Veamos ahora qué camino está libre...
¡Hum!... Debo tener una buena excusa para mantenerla cerca de mí... pues
supongo que todos saben al dedillo que su empleo aquí finiquitó... No podría
continuar en Nueva York sin un trabajo... Eso despertaría sospechas... ¡Ah!... ¡Ya lo
tengo! —apretó, excitado, las manos de la chica—. Conozco un lugar en que podría
parar y muy legítimamente, sin suscitar sospechas desagradables...
— ¿Y en dónde es eso?
Ellery, arrastrándola hasta el lecho, la obligó a sentarse mientras cuchicheaba
en su oído:
—Usted debe estar familiarizada con todos los asuntos personales y
financieros de Khalkis, ¿verdad? Bueno, conozco un caballero que se enredó en este
lío por su voluntad. ¡Y es Mr. James Knox!
— ¡Oh, espléndido! —susurró Joan.
—Ahora bien —continuó Ellery—, enredado Knox en este enfadoso asunto
agradecería toda ayuda eficaz. Supe anoche, por boca de Woodruff, que el
secretario de Knox ha caído enfermo; arreglaré las cosas de modo que el propio
Knox adelante el ofrecimiento, aventando así toda posible sospecha. Y le aconsejo
cerrar bien la boca, querida, y fingir dedicar todas sus energías a este flamante
empleo... ¡En una palabra, NADIE debe adivinar que usted no es lo que parece ser!
—No necesita preocuparse sobre ese particular —respondió ella.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Estoy seguro —el muchacho, incorporándose, tomó bastón y sombrero—.


¡Gloria a mis antepasados! ¡Vaya si hay trabajo por hacer!... Buenos días, ma
lieutenante. Quédese aquí hasta recibir recado del omnipotente James Knox.
Desentendiéndose del torrente de agradecidas palabras de la joven, enfiló
hacia la puerta, Ésta se cerró suavemente a sus espaldas. En medio del vestíbulo
hizo alto y se enfrascó en graves meditaciones. Seguidamente, dibujando una
sonrisilla maligna en sus labios, caminó por el corredor, llamando luego a la puerta
del cuarto de Cheney.
La habitación de Alan asemejábase a las ruinas de una cabaña atrapada por
un huracán de Kansas. Mil chismes desperdigábanse al azar, como si el impetuoso
joven dedicase sus energías a luchar contra su propia sombra. Numerosas colillas
llenaban el piso, semejantes a soldaditos muertos. El cabello de Mr. Cheney estaba
como si le hubiera pasado una trilladora, y sus ojos perforaban la penumbra como
ascuas.
Alan medía el cuarto a grandes trancos, como un león enjaulado. "Un hombre
demasiado impetuoso", suspiró Ellery, de pie en el umbral de la puerta, luego del
áspero "¡Entre, condenado; quienquiera que sea!" —y dio un vistazo a la
desordenada habitación.
—Bueno, ¿qué demontres quiere usted ahora? —bramó el muchacho,
deteniéndose al ver quién era su visitante.
—Sólo cambiar algunas palabras con usted —dijo Ellery, cerrando la puerta—.
Me figuro que le sorprendo de un humor endemoniado —agregó sonriente—, pero
no le robaré muchos minutos de su precioso tiempo. ¿Puedo sentarme, o nuestra
conversación se llevará a cabo con todas las reglas de un duelo?
Algunos vestigios de decencia le quedaban a Alan, pues murmuró por lo bajo:
— ¡Desde luego! Siéntese, por favor. Tome usted ésta —y limpió de colillas el
asiento, arrojándolas al ya bastante sucio piso.
Ellery se sentó, y sin más se puso a limpiar los cristales de sus gafas. Alan le
observaba con expresión de distraída irritación.
—Bien, Mr. Alan Cheney —comenzó Ellery, calándoselos lentes—, entremos
directamente en materia. Ando por ahí atando cabos sueltos en este triste asunto
del asesinato de Grimshaw y suicidio de su padrastro.
— ¡Suicidio! ¡No diga imbecilidades! —bramó Cheney —. No hubo tal suicidio.
— ¿De veras? Así insinuó su madre hace unos minutos. .. ¡Ejem!... ¿Sabe
usted algo en concreto en qué cimentar sus suposiciones?
—No... creo que no... Bueno, no importa. El pobre viejo está muerto y bajo
seis pies de tierra, y eso no le sacará de su tumba —Alan se arrojó sobre el lecho—.
¿Qué diablos maquina, Queen?
—Una pregunta sin importancia que usted, seguramente, no titubeará más en
contestar... ¿Por qué escapó días atrás?
El joven continuó acostado en el lecho, fumando, fijos sus ojos en una vieja
azagaya pendiente del muro:
—Fue del viejo —dijo—. África era su paraíso terrenal —luego arrojó el
cigarrillo, y saltando fuera de la cama, recomenzó sus paseos alocados, arrojando
furiosísimas miradas hacia el norte, lugar en que se ubicaba la pieza de Joan—.
¡Muy bien! —farfulló—. Se lo diré todo. Creo que fue tonto no confesarlo desde el
principio. ¡Ella es una coqueta infame! ¡Ni más ni menos! ¡Al diablo su cara bonita!
—Mi querido Cheney —exclamó Ellery—, ¿de quién me está hablando?
— ¡De mí, que he sido el idiota más grande del mundo entero! Escúcheme,
Queen, y luego muérase de risa de este pobre imbécil —aulló Alan, haciendo
rechinar sus dientes—: Yo estaba enamorado — ¡enamorado!— de esa... de esa...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

bueno, de Joan Brett... Y sepa que durante muchos meses la sorprendí atisbando,
merodeando, espiando por toda la casa, como si buscara algo... ¡Dios sabe qué!... Y
nunca jamás dije palabra de esto a nadie. .. ¡Ni siquiera a ella!... Sí, fui un adorador
sacrificado, romántico y todo lo demás... Cuando el inspector la "cocinó" respecto a
la historia de Pepper yo... bueno, no sabía qué decir... Sumé datos y... ¡horrible,
horrible!... Presentía que estaba envuelta en este asunto horroroso. Así que... —
cayó en un farfulleo ininteligible.
Ellery suspiró:
— ¡Oh, el amor, el amor! —musitó—. Siento brotar dentro de mí media docena
de citas, pero mejor será que me las guarde... De modo que usted, amigo Alan, el
noble Sir Pelleas, desdeñado por la coquetuela Lady Ettarre, huyó a lomo de caballo
lejos de la deliciosa presencia de la ingrata y...
—Bueno, si piensa tomarme el pelo voy a... —Bramó Alan y luego se encogió
de hombros—. Sí, escapé... ¡vaya si escapé! Y sólo para jugar al caballero galante. Y
nada más que para desviar las sospechas policiales de esa mujer con una huida
misteriosa. ¡Uf! —se encogió de hombros amargamente—. ¿Y ella se merecía ese
sacrificio? ¿Cuál es la contestación? Celebro en el alma desembuchar esta historia y
olvidarla... ¡a ella y a la historia!
— ¡Y dicen que esto es una investigación criminalista! —suspiró el joven
detective—. ¡Oh, bueno, bueno! Hasta que la psiquiatría aprenda a tomar en
consideración todos los impulsos del corazón humano, las investigaciones cri-
minológicas continuarán en su estado infantil... Gracias, Sír Alan, un millón de
gracias, y no desespere jamás. Se lo encarece de todo corazón un amigo... ¡adiós!

Alrededor de una hora después, Mr. Ellery Queen ocupaba una silla frente al
abogado Miles Woodruff, en el modesto despacho de este caballero situado en el
bajo Broadway, fumando uno de sus mejores cigarros, reservados sólo para las
ocasiones memorables, y anudando cabos de conversación poco importantes.
Woodruff, aparentemente, experimentaba una especie de constipación mental;
hinchado, con los ojos amarillentos y cutis bilioso, escupía de vez en cuando, con
escasa elegancia, en una reluciente salivadera púdicamente colocada debajo de su
escritorio; y la suma y la substancia de sus quejas fincaban en que jamás de los
jamases, en todos los trabajados años de su vida profesional, había tropezado con
un testamento que presentara tantas y tan espinosas dificultades como el que
"resolvía" la situación de los bienes del difunto Khalkis.
—Sí, Queen —gemía—; usted no tiene idea de lo que estamos afrontando.
Aquí tenemos ese fragmento del nuevo testamento quemado, y tendremos que
establecer una situación de coerción ilegal, o de lo contrario, los bienes de
Grimshaw se perderán... ¡Oh, bueno! El pobre Mr. Knox está abrumado de trabajo
y rabioso por haber consentido en obrar como ejecutor testamentario.
— ¿Knox, eh? Sí... Anda con las manos llenas, ¿verdad?
— ¡Es algo terrible! Después de todo, aun antes de determinar el estado legal
exacto de los bienes, es necesario realizar ciertas diligencias. Los "lotes" son
abundantísimos. Supongo que él cargará todo el trabajo sobre mis hombros, cosa
usualísima cuando un ejecutor ocupa la posición de Knox.
—Quizá —murmuró el indiferente Ellery—. Ahora que el secretario de Knox se
halla enfermo y que Miss Brett no encontró aún trabajo...
El cigarro de Woodruff danzó en su boca:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Miss Brett! ¡Queen, ésa es una idea magnífica! Desde luego, ella conoce
todo cuanto concierne a los negocios del finado... Creo que se la traspasaremos al
viejo. Sí, creo que yo veré de...
Sembradas las semillas, Ellery se despidió poco después, sonriendo
jubilosamente para sus adentros mientras taconeaba a pasos vivos por Broadway.
Por todo lo cual descubrimos que el abogado Woodruff, menos de dos
minutos después de cerrada la puerta tras las anchas espaldas de Ellery, se trababa
en telefónica conferencia con Mr. Knox:
—Creo que ahora Miss Brett nada tiene que hacer dentro de la casa Khalkis...
— ¡Woodruff! ¡Es usted un genio!
Y el resultado final de todo esto fue que Mr. Knox, exhalando un profundo
suspiro de alivio, agradeció al abogado Woodruff su espléndida inspiración, y no
terminaba de colgar el tubo cuando ya llamaba a la casa de los Khalkis.
Y cuando logró traer a Miss Brett al teléfono, expresándose como si la idea
hubiera sido original de su privilegiado cerebro, solicitóle sus servicios para el día
siguiente y los subsiguientes hasta completar el período necesario para el
ajustamiento de la sucesión Khalkis, Mr. Knox sugirió luego que, en vista de ser ella
británica y sin residencia permanente en Nueva York, fuera a vivir en su casa
mientras prestara servicios a su lado...
Miss Brett aceptó gravemente la oferta del millonario, recibiendo una
remuneración respetablemente más generosa que la de aquel caballero
norteamericano de ascendencia helena, cuyos huesos reposaban plácidamente en la
bóveda de su familia. Y al mismo tiempo, devanábase los sesos preguntándose
cómo diablos Ellery Queen había logrado conseguir lo que se propusiera.

24.

El viernes 22 de octubre, Mr. Ellery Queen visitó —sin protocolos ni


formulismos —a un digno representante de la aristocracia. Ello es que una llamada
telefónica de Mr. Knox solicitó la inmediata presencia de Mr. Queen en la
residencia del magnate, a los electos de transmitirle una información de posible
interés. Mr. Queen se mostró encantado, no sólo porque era un admirador de la
sociedad refinada, sino también por razones menos sutiles. De suerte, pues, que se
dirigió en taxímetro al Riverside Drive, y apeándose ante un edificio de imponentes
proporciones, abonó el viaje a un chófer súbitamente respetuoso y obsecuente y,
con dignidad, penetró en los dominios de lo que bien podríamos considerar como
un fortunón, aun en la ciudad de las fortunas fabulosas.
Sin mucha ceremonias fue introducido por un criado, larguirucho y
patiancho, a la digna presencia del potentado, tras un breve intervalo de espera en
un saloncillo de recibo que parecía arrancado de uno de los palacios de los"
Médicis.
El magnate, pese a los deslumbrantes contornos, trabajaba en un escritorio
moderno colocado en un cuarto que era el "cubil" de la fiera. El cubil de marras
lucía tan modernamente como el escritorio. Y sentada muy modosita ante el
millonario, con la libreta de apuntes apoyada sobre una bonita rodilla, estaba Miss
Brett.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Knox acogió cordialmente al juvenil detective y luego de tenderle una


cigarrera de maderas circasianas, colmada de pitillos de seis pulgadas de largo, le
señaló una silla con un ademán, diciéndole, finalmente, con voz engañadoramente
suave y vacilante:
—Gracias. Queen. Celebro su visita. ¿Sorprendido de ver aquí a Miss Brett?
—Apabullado —respondió, gravemente, Ellery; Miss Brett dio algunos
pestañazos pudorosos, reajustándose las faldas en un grado infinitesimal—. Muy
afortunada ha sido Miss Brett. ¡Qué duda cabe!
—No, no. Yo soy el afortunado, Queen. Miss Brett es una joya. Mi secretario
enfermó de viruela boba o sarampión, o algo por el estilo. Muy informal. Miss Brett
me ayuda en los asuntos personales y en los de la sucesión Khalkis. ¡Ese asunto
Khalkis! Bueno, es un alivio tener bajo la vista a una jovencita bonita todo el día.
Mucho. Mi secretaria es un adefesio cuya última sonrisa la dedicó a su madre al
salir del cascarón. Perdóneme, Queen. Liquidaré algunos asuntos con Miss Brett y
luego quedaré a su disposición... Llene los cheques de esas facturas, Miss Brett...
—Las facturas... —repitió, sumisa, la inglesita.
—...Y termine las cartas del día. Al pagar la cuenta de la nueva máquina de
escribir, no olvide agregar la suma correspondiente a la tecla cambiada. Y envíe la
vieja a la Sociedad de Beneficencia. Odio las máquinas viejas...
—Sociedad de Beneficencia...
—Y cuando encuentre algunos minutos libres, ordene esos nuevos archivos de
acero que me dijo. Eso es todo por ahora.
Joan incorporándose, encaminóse al otro lado de la habitación, en donde se
sentó, con gesto de lo más "secretariesco" del mundo, ante un pequeño y elegante
escritorio, comenzando a teclear.
—Bien, Queen, ahora usted... ¡Al demonio todos esos detalles fastidiosos! La
enfermedad de mi secretaria de costumbre me ha trastornado todos los asuntos.
— ¿Qué me dice? —musitó Ellery, preguntándose por qué Mr. James J. Knox
ponía al tanto, a casi un extraño de todos esos fastidiosos detalles personales,
cuándo Mr. James J. Knox iría directamente al grano, y si Mr. James J. Knox no
encubriría alguna grave preocupación detrás de todo ese parloteo.
El magnate jugueteaba con un lápiz de oro:
—Algo se me ocurrió hoy, Queen. Se me habría ocurrido antes, de no haber
estado tan conturbado por este asunto endemoniado. Olvidé mencionarlo en mi
información original proporcionada al inspector Queen en su despacho del
Departamento de Policía.
"¡Ellery Queen! ¡Eres un pillastre afortunado! —pensaba Ellery Queen—.
Éstos son los resultados de una tozudez perruna. Para bien tus orejas..."
— ¿Y de qué se trata? —inquirió, como si realmente eso importara tres
pepinos.
Y la historia salió a relucir, relatada en la nerviosa forma knoxiana, que
gradualmente fue desapareciendo a medida que adelantaba en el relato.
Según parecía, en la noche de la visita de Knox a Khalkis, acompañado aquél
por Grimshaw, un hecho extraño había pasado. Dicho fenómeno sobrevino
inmediatamente después que Khalkis hubo llenado, firmado y entregado a
Grimshaw el pagaré exigido por éste. El ladronzuelo, mientras sepultaba el precioso
documento en su cartera, pareció comprender que el momento era maduro para
exigir un anticipo. Y así fue que, fundando su solicitud en un pago de "buena
voluntad", exigió, fríamente un millar de dólares a Khalkis, a los efectos, según
expresó, de satisfacer sus necesidades inmediatas como adelanto al pago de la
suma principal representada por el pagaré depositado en su cartera.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡No se encontraron nunca esos mil dólares, Mr. Knox!—Permítame


continuar, mi joven amigo —dijo el potentado—. Khalkis manifestó en el acto no
contar con ese dinero en casa. Volviéndose hacia mí, me pidió que se lo prestara,
prometiéndome reembolsármelo al día siguiente. Bueno... ¡pscht!... —Knox
sacudió, desdeñosamente, su cigarrillo—. El tipo era bueno para eso. Horas antes
yo había sacado cinco mil dólares del banco para hacer frente a unos gastos
personales menudos. Extraje la cartera del bolsillo, entregué uno de ell6s a Khalkis,
y éste se lo pasó a Grimshaw.
— ¡Ah! —musitó Ellery—. ¿Y dónde lo puso Grimshaw?
—Lo arrancó de la mano de Khalkis y sacando a relucir un pesado reloj de oro,
el mismo descubierto en la caja fuerte de Sloane, abrió la tapita del dorso, enrolló
con cuidado el billete y acondicionándolo sobre la tapa interior, la cerró y reintegró
el reloj al bolsillo del chaleco...
Ellery se mordía una uña:
— ¿Un reloj de oro, viejo y pesado, eh? ¿Seguro que es el mismo?
— ¡Absolutamente seguro, amigo mío! Vi una fotografía del reloj encontrado
en la caja fuerte de Sloane en uno de los diarios de los primeros días de la semana.
Era no más el reloj de Grimshaw...
— ¡Por todos los diablos coronados y por coronar! —susurró Ellery—. Si esto
no es una... Mr. Knox, ¿recuerda usted los números de los billetes retirados ese día
del banco? Es esencial que investiguemos al instante el interior de la caja del reloj
de marras. Si ese billete se esfumó, el número de la serie podría proporcionarnos
una pista del criminal.
—Exactamente lo que pensaba, Queen. Averiguaré en seguida. ¡Miss Brett,
comuníqueme con Bowman, el jefe de cajeros de mi banco!
Miss Brett, harto impersonalmente, obedeció órdenes y entregándole el
aparato a Knox, retornó prestamente a sus funciones.
— ¿Bowman?... Knox... Consígame los números de los billetes de mil dólares
que retiré el primero de octubre... Sí... ¡muy bien! —el multimillonario esperó y
luego extendió la mano hacia un borrador, comenzando a garrapatear con su lápiz
ele oro. Sonrió, colgó y entregó el papel a Ellery—. Aquí tiene usted, Queen.
El muchacho acarició, distraído, el valioso documento:
— ¡Ah!... ¡Ejem!... ¿Quiere usted ir conmigo al Departamento de Policía para
ayudarme a inspeccionar el interior del reloj en cuestión, Mr. Knox?
—Con placer, Me fascinan estas cosas de detectives. La campanilla del
teléfono comenzó a repicar, y Joan se levantó para responder a la llamada:
—Es para usted, señor. La Surety Bond. ¿Debo...?
—Traiga. Perdóneme, Queen.
Mientras Knox entablaba una sosa —según el parecer de Ellery—
conversación bursátil, Ellery se levantó, dirigiéndose al escritorio de Joan.
Guiñándole un ojo significativamente, murmuró»
—Este... Miss Brett, ¿quiere usted tener a bien copiar estos números con su
máquina de escribir?
Un pretexto, desde luego, para inclinarse sobre la silla y secretearle al oído. La
muchachita tomó muy gravemente las anotaciones del magnate y colocando una
hoja de papel en el carro de la máquina, comenzó a escribir. En el ínterin
murmuraba:
— ¿Por qué no me informó que Mr. Knox era el desconocido acompañante de
Grimshaw? —dijo con reproche.
Ellery meneó la cabeza hacia James J. Knox, pero éste continuaba su
conversación, Joan arrancó, precipitadamente, la cuartilla de la máquina, diciendo

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

en alta voz: "¡Dios mío! ¡Tendré que escribir la palabra número!" y colocando una
nueva hoja en el carro, empezó a transcribir los números con un rápido tecleo.
— ¿Novedades de Londres? —musitó el joven.
Ella negó con la cabeza y flaqueando unos instantes en su teclear veloz, dijo:
"No estoy acostumbrada a la máquina de Mr. Knox... Es una "Remington" y
siempre usé "Underwood", y en la casa no hay otra máquina..." Concluyó su
trabajo, sacó la hoja, y entregándosela a Ellery, susurró una preguntita indiscreta:
— ¿Es posible que él tenga el Leonardo?
Ellery apretó su hombro con tanta fuerza que la chica hizo un visaje de dolor,
palideciendo un tanto.
— ¡Espléndido, Miss Brett! —elogió él, sonriente— ¡Mucho ojo! —susurró por
lo bajo, sepultando el escrito en uno de los bolsillos de su chaleco—. ¡No se le vaya
la mano! ¡Cuidado con dejarse atrapar husmeando por ahí! Confíe en mí. Usted es
su secretaria y nada más. No diga palabra a nadie acerca del billete de mil dólares...
—Eso está perfectamente bien, Mr. Queen, sin duda alguna —respondió ella
con voz casi vibrante, guiñando un ojo con toda la picardía de una seductora
hechicera.

Ellery gozó del placer de regresar al centro de la ciudad en el lujoso coche de


Mr. James J. Knox, sentado, codo a codo, con el propio magnate en carne y hueso,
y guiados por un solemne chófer vestido de gran librea principesca.
Llegados ante el Departamento de Policía, situado en Central Street, ambos se
apearon y ascendiendo rápidamente las empinadas escalinatas de entrada,
desaparecieron en el interior del edificio. Ellery sentíase divertido al reparar en el
pasmo del multimillonario al comprobar la universal cordialidad con que era
acogido por policías, detectives y moscardones el único y muy glorioso hijo del
inspector Queen. El joven se encaminó hacia uno de los archivos. Allí Ellery
solicitó, con todo el peso de su ficticia autoridad, el legajo concerniente a las
pruebas del caso Grimshaw-Sloane. No tocó nada, salvo el viejo reloj de oro, que
procedió a extraer de la cajita de acero, examinándolo ambos con cuidado en medio
del desierto salón.
Ellery tuvo en ese instante una especie de premonición de inminentes e
importantes acontecimientos. Knox mostrábase meramente curioso. Y Ellery
destapó la cajita del reloj.
En ese lugar, enrollado, pequeñito, descubrieron un papel que luego resultó
ser un billete de mil dólares.
El muchacho se sintió desilusionado; las esperanzas forjadas en el "cubil" de
Knox esfumáronse ante la materialización del billete. No obstante, como era un
joven minucioso en todas sus cosas, cotejó el número del billete del reloj con los de
la lista proporcionada por el multimillonario y descubrió que se trataba de uno de
los cinco entregados por el banco a Knox. Cerró de golpe la tapa del reloj,
reintegrándolo al archivo.
— ¿Qué saca en limpio de esto, Queen?
—Poca cosa, Mr. Knox. Este nuevo hecho no parece alterar las circunstancias
emergentes de la "solución Sloane". Si Sloane asesinó a Grimshaw, era por ende su
compinche desconocido, y el descubrimiento de este billete de mil dólares en a caja
del reloj significa, simplemente, que Sloane ignoraba le existencia del mismo. Y que
Grimshaw ocultaba parte de la verdad a su socio y que Grimshaw nunca abrigó la
intención de informarle acerca de los mil dólares arrancados a Khalkis y de
compartirlos con Sloane. ¡Observe usted el lugar en que ocultó el billete! Ahora

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

bien: Sloane, al asesinar a Grimshaw, le substrajo el reloj por causas que él se


sabría, pero no pensó nunca en husmear dentro de la caja, dado que no tenía
motivo alguno para sospechar que encerrara nada. Por consiguiente, los mil de
marras se hallan donde Grimshaw los ocultó. Q. E. L. Q. Q. D...
—Sospecho que usted no parece muy especialmente entusiasmado por la
"solución Sloane" —insinuó, arteramente, Knox.
—A la verdad, Mr. Knox, no sé qué pensar —ambos caminaban ahora por el
corredor—. Sin embargo, gustosamente apreciaría un favor suyo...
—Hable usted, Queen.
—No diga palabra a nadie acerca del billete de mil dólares.
—Muy bien. Pero Miss Brett ya lo sabe. Seguro nos oyó discutir el caso.
Ellery asintió:
—Recomiéndele silencio al respecto —indicó.
Luego de un breve estrechen de manos, Ellery siguió con la mirada a Knox
marchándose a trancadas. Durante unos minutos ambuló sin pausa por el vestíbulo
y después encaminóse al despacho paterno. Nadie se hallaba allí dentro.
Sacudiendo la cabeza, descendió a la calle, miró en torno y chistó a un taxi.
Cinco minutos más tarde penetraba en el banco de Knox, solicitando ver a Mr.
Bowman, jefe de cajeros. Y vio a Mr. Bowman, jefe de cajeros. Esgrimiendo una
tarjeta policial de identificación, suya por derecho de audacia, solicitó a su
interlocutor la lista de los números de los billetes de mil dólares entregados a Mr.
Knox el 1 de octubre.
El número del billete de Grimshaw concordaba con uno de los cinco
entregados por el cajero general.
Ellery abandonó el banco y, presintiendo quizá que la ocasión no exigía gastos
fastuosos, despidió al más costoso taxímetro, colándose en un modesto coche
subterráneo.

25.

Sábado de tarde en Brooklyn... Y para empeorar las cosas, meditaba Ellery


con pesar, mientras caminaba a través de largas calles residenciales bajo los
pelados árboles, un sábado a la tarde en Flatbush... Y todo eso, discurría Ellery,
deteniéndose a estudiar el número de una casa, no era tan malo como lo pintaban
los actores de varieté de Broadway... Algo curioso alentaba allí, acaso cierta paz y
cierta sobriedad; de hecho, una paz muy pacífica y una sobriedad muy sobria...
Visualizó la voluptuosa figura broadwayana de Mrs. Jeremiah Odell en aquellos
barrios casi bucólicos y rió entre dientes.
Mrs. Jeremiah Odell se hallaba en su casa. Sus doradas cejas se enarcaron
desmesuradamente cuando abrió la puerta en contestación a la llamada;
evidentemente, la mujer suponía que el importuno era algún vendedor ambulante,
pues comenzó a retroceder con la curtida brusquedad de las amas de casa
experimentadas, abrigando la intención de cerrarle: la puerta en las narices. Ellery
introdujo el pie por el resquicio de la puerta, sonriente, y sólo cuando sacó su
tarjeta se extinguió la agresiva actitud de la mujer, en cuyo rostro asomóse algo
parecido al temor.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¡Entre usted, Mr. Queen, entre usted! No le reconocí al principio —


secándose las manos, nerviosamente, en su delantal, pareció danzar ante el joven
en un obscuro y frío vestíbulo. Una puerta con vidrios abríase a mano izquierda;
ella le guió hasta aquel cuarto—. Yo... ¡ejem!... ¿Desearía usted ver a Jerry... ¡digo!...
a Mr. Odell también?
—Si me hace usted el obsequio...
La mujer esfumóse.
Ellery miró alrededor, sonriendo. El casamiento había hecho por Lily
Morrison algo más que alterarle el nombre; su nuevo estado civil había tocado
algún resorte de poderosa domesticidad en el amplio y turgente pecho de la mujer.
Ellery se veía en medio de un cuarto muy agradable, muy elegante, muy limpio, un
cuarto que debía ser la "sala" del hogar de los Odell. Dedos femeninos, cariñosos
pero poco expertos, habían cosido aquellos deslumbrantes almohadones; un nuevo
sentido de la respetabilidad parecía haber dictado la selección del chillón
empapelado de los muros y los veladores casi "victorianos" desperdigados por el
cuarto. El moblaje era pesado y recargado de tallas y aplicaciones. Y Ellery cerraba
los ojos y se figuraba a la ruborizada Lily, de Albert Grimshaw, al lado de la
formidable silueta de Jeremiah Odell ambulando por una mueblería barata y
seleccionando las piezas más recargadas, más caras y más adornadas de todo el
surtido...
Sus zumbonas reflexiones quedaron interrumpidas por la entrada del dueño
de casa, Mr. Jeremiah Odell en persona, el cual, a juzgar por el estado
lamentablemente tiznado de sus dedos, acababa de restregar su automóvil. El
gigante irlandés no pidió disculpas al visitante por sus dedos sucios ni por
presentarse sin camisa y en zapatillas; señalando una silla al joven, desplomóse
pesadamente en un sofá, mientras su esposa prefería quedarse de pie a su lado.
— ¿Qué pasa ahora? —masculló—. Creía que el espiónaje de la "poli" había
concluido para siempre. ¿Qué les "duele" a ustedes ahora?
La mujer parecía poco dispuesta a sentarse. Ellery permaneció de pie. En el
rostro de Odell formábanse nubes poco reconfortantes.
—Vengo a hablar con ustedes. Nada oficial. Sólo deseo cotejar...
— ¡Pensaba que el caso estaba liquidado! —bramó el titán.
—Así es —Ellery suspiró borrosamente—. No le distraeré más de unos
minutos... Para mi propia satisfacción ando esclareciendo algunos puntos sin
importancia, pero aun obscuros... Desearía saber si...
—Nosotros nada tenemos que decirle.
— ¡Vamos, hombre! —murmuró Ellery, sonriendo—.Estoy seguro que usted
no tiene nada importante que decirnos, Mr. Odell, todas las cosas importantes nos
son conocidas al dedillo...
—Oiga, ¿éste es uno de los infames ardides policiales o qué?
— ¡Mr. Odell! —Ellery puso cara compungida—. ¿No leyó los diarios? ¿Por
qué buscaríamos tenderle una trampa? Cuando usted fue interrogado por el
inspector Queen, se mostró evasivo. Bueno, las cosas cambiaron algo desde
entonces. Ya no se trata de sospechas, Mr. Odell...
— ¡Bueno, bueno! ¡Desembuche de una vez, amigo!
— ¿Por qué mintió usted negando haber visitado a Grimshaw en el Hotel
Benedict?
— ¡Oiga! —tronó Odell con voz agresiva. Se contuvo, sintiendo la presión de la
mano de su mujer sobre el hombro—. No te metas en esto, Lily.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No —respondió ella con voz trémula—. ¡No, Jerry! Hacemos mal en encarar
el asunto de este modo. No conoces a la policía. Ellos nos perseguirán hasta
descubrir la verdad... Dile a Mr. Queen cuanto sabes, Jerry...
—Ésa es una medida sapientísima, Mrs. Odell —indicó Ellery cordialmente—.
Si nada les pesa en la conciencia, ¿a santo de qué persistir en no hablar?
Las miradas de k>s dos campeones chocaron con furia. Luego Odell inclinó la
cabeza hirsuta, rascándose su poderosa quijada cuadrada con la uña del meñique;
meditó, tomándose su tiempo, y Ellery esperó con paciencia.
—Okay —gruñó al fin—. ¡Hablaré! Pero Dios le asista, hermano, si trata de
jugarme una mala pasada. Siéntate, Lily, que me pones nervioso —obedientemente,
ella se sentó en el sofá—. Sí, estaba allí, como decía el inspector. Y llegué al
escritorio pocos minutos después que la mujer...
—Usted fue, sin duda, el cuarto visitante de Grimshaw —murmuró Ellery,
meditabundo—. ¿Por qué fue a verle, Mr. Odell?
—Ese bribón de Grimshaw buscó a Lily apenas salió de la cárcel. No lo sabía...
ignoraba la vida pasada de Lily cuando me casé con ella. No es que me importara
un ardite, camarada, pero ella imaginaba que me importaba, y como una tonta no
me dijo lo que había sido antes de conocerla...
— ¡Muy poco sagaz, Mrs. Odell! —sermoneó Ellery gravemente—. Siempre
debe usted confiarse en su compañero del alma... ¡siempre! Ése es uno de los
fundamentos de las perfectas relaciones maritales, o algo por el estilo.
Odell sonrió como un gorila.
—Escucha los sermones del mozo... ¿Creías que te abandonaría, eh, Lily? —la
mujer no contestó; clavaba los ojos en su regazo, retorciendo las puntas del delan-
tal—. Sea como fuere, Grimshaw averiguó su paradero — ¡no sé cómo diablos lo
consiguió, pero así fue!— y la obligó a reunirse con él en el tugurio de ese tipo de
Schick. Y ella fue, temiendo que me viniera con cuentos a mí si rehusaba.
—Comprendo.
—El tipo se figuraba que ella "trabajaba" para algún otro... No quería creerle
cuando le dijo que ahora marchaba derecho y que no deseaba saber nada de bri-
bones de su calaña. Grimshaw se enojó y le exigió reunirse con él en el cuarto del
Hotel Benedict. Y ella lo dejó plantado y regresó a casa y me lo dijo todo... en-
tendiendo que la broma había ido demasiado lejos...
— ¿Y usted fue al hotel para entendérselas con él?
—Ni más ni menos •—Odell miró, sombrío, sus grandes, manos chamuscadas
—. Le canté las cuarenta al muy bribón, aconsejándole sacar sus zarpas sucias de mi
mujer, o lo despellejaba vivo. Eso fue todo. Luego de meterle un miedo de cien mil
diablos en el cuerpo, me marché de allí...
— ¿Cómo reaccionó Grimshaw?
—Creo que le dejé temblando como un condenado — respondió Odell,
embarazado—. El tipo se puso verde de terror cuando le atrapé por el cogote y...
— ¡Ah! ¿Usted le maltrató, amigo?
Odell reventaba de risa:
— ¿Atrapar a un tío por el cogote le llama maltratarlo, Mr. Queen? Oiga, usted
tendría que ver como aplastamos las válvulas del vapor cuando dejan salir
demasiado humo... No, apenas si le sacudí un poco. Era demasiado cobarde para
amenazarme con un revólver.
— ¿Llevaba armas de fuego?
—Bueno, quizá no... No se las vi... Pero esos pajarracos siempre andan
armados.
Ellery se quedó meditabundo. Mrs. Odell interpuso tímidamente:

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—Ya ve usted, Mr. Queen, que mi Jerry no cometió ningún delito.


—Mrs. Odell, permítame decirle que ustedes dos se habrían ahorrado muchas
molestias adoptando esta franca actitud cuando les interrogamos antes.
—No quería meter el cogote en el nudo corredizo—gruñó el gigantesco
irlandés—. No me agradaba la idea de ser detenido por asesinar a ese perro.
—Mr. Odell, ¿vio usted a alguien más en el cuarto de Grimshaw?
—A nadie, salvo al mismo mequetrefe.
— ¿No advirtió usted adentro rastros de colillas o vasos de licor, o algo similar
que indicara la presencia de alguien más en él?
—Si lo había, no me fijé. Estaba muy enojado...
— ¿Alguno de ustedes dos volvió a ver a Grimshaw después de esa noche?
Ambos menearon la cabeza al mismo tiempo.
— ¡Muy bien! Les garantizo que no volverán a ser molestados.

Ellery encontró tedioso el viaje en subterráneo a Nueva York; poco tenía que
pensar y no halló solaz alguno en el diario que acababa de adquirir. Cuando llamó
al timbre de la puerta de calle del tercer piso del edificio ocupado por los Queen en
la calle 87 Oeste, el muchacho fruncía el entrecejo, y ni siquiera la vista del agudo
rostro romano de Djuna, proyectado sobre el filo del portal, tuvo la virtud de borrar
su ceño, a pesar de que el criado era, normalmente su tónico espiritual.
El artero cerebro de Djuna adivinó el desasosiego de Ellery y le anduvo en
torno pugnando por disiparlo en ésa su manera astuta. Tomó el saco, bastón y
sombrero de Ellery con una reverencia cortesana, rubricada con algunas
morisquetas experimentales que de ordinario arrancaban una sonrisa en
contestación —cosa que no ocurrió entonces— y precipitándose del dormitorio a la
sala encajó un cigarrillo entre los labios de Ellery, encendido en medio de gestos
grandilocuentes. — ¿Ocurre algo, Mr. Queen? —preguntó, quejoso, advirtiendo la
inutilidad de sus esfuerzos reanimadores.
Ellery suspiró:
—Djuna, mal van las cosas. Y se me figura que eso me alentará. ¿Acaso la
"canción no es diferente cuando todo marcha mal", como dijera Robert W. Service,
en una poco ambiciosa copla de ciego? Por otra parte, no me siento hoy con ánimos
de hacer "violín violón", como cualquier soldadito de antaño. Siempre fui un
animal musical.
Puras tonterías parecían aquellas palabras a Djuna; pero Ellery estaba en tren
de citas, y Djuna, sonriéndole, lo alentó a seguir adelante sin miedo.
—Amigo mío —murmuró Ellery, palmeándole el espinazo—, atiéndeme un
instante. Maese Grimshaw recibió cinco visitantes la noche fatal; de esos cinco,
identificamos tres: el finado Gilbert Sloane, su valiosa cara-mitad y el temible
Jeremiah Odell. De los dos visitantes restantes, por decirlo así, abrigamos la
convicción, pese a sus desmentidos, de que uno de ellos era el doctor Wardes. Si
esclareciéramos la situación de nuestro galeno británico, cuyas explicaciones bien
podrían ser perfectamente inocentes, eso nos dejaría el fascinante remanente de UN
visitante desconocido, jamás identificado; el cual, si Sloane fue nuestro criminal,
llegó segundo en la quíntuple fila...
—Sí, señor.
—Por otra parte, hijo mío —continuó Ellery—, confieso mi jaque mate
vergonzoso, Esto es pura verbosidad. Nada descubrí hasta ahora que permitiera
arrojar más que ligeras aspersiones a la validez general de la solución Sloane.

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—No, señor —replicó Djuna—, no le hay más que un poco de café en la


cocina...
—No hay más que un poco de café en la cocina, gusanillo antigramatical —
gruñó, severo, Ellery.
Tomado en conjunto, aquel había sido un día de lo menos satisfactorio.

26.

Ese día, sin embargo, no había terminado todavía, como prontamente


descubrió Ellery. Con la llamada telefónica de su padre, interpuesta una hora más
tarde, el árbol plantado por Mrs. Sloane en su vana visita de días pasados, floreció y
fructificó con una fecundidad tan asombrosa como inesperada.
—Algo apareció por ahí —dijo vivamente el inspector por el cable— que suena
harto extraño, y pensé que te agradaría enterarte de ello.
Ellery no confiaba mucho en esas promesas:
—He recibido tantas desilusiones...
—Bueno, en lo que a mí se refiere, este nuevo incidente no altera el valor de la
solución Sloane —el viejo policía se volvió brusco—. ¡Oye! ¿Te interesa esto o no?
—No lo sé, papá. ¿Qué ocurrió?
Ellery oyó resoplar, toser y carraspear a su progenitor, señal infalible de
desaprobación.
—Es mejor que vengas al despacho, hijo. Es una historia larga.
— ¡Muy bien!
Con poco entusiasmo, Ellery se dirigió al centro de la ciudad. Los
subterráneos le daban náuseas, sentía un ligero dolor de cabeza y el mundo todo se
le figuraba un cementerio. Además, encontró a su padre de conferencia con un jefe
inspector, y se vio obligado a aguardar afuera casi una hora. De modo que fue un
Ellery exasperado el que entró, arrastrándose, en el despacho del inspector.
— ¿Cuáles son esas formidables noticias, papá?
El policía le alcanzó una silla con un envión del pie:
—Descansa los huesos, hijo. Esto es lo que pasó. Recibí una llamada social de
tu amigo... ¿cuál es su nombre?... ¡Oh! ¡Ah! Suiza... sí, Suiza...
— ¿Mi amigo? ¿Nació Suiza? ¿Y bien?
—Y me dijo que estuvo en las Galerías Khalkis la noche del suicidio de Sloane.
La fatiga huyó de Ellery. Poniéndose de pie. Bramó un "¡no!" taladrante.
—No te salgas de las casillas, hijo —masculló el inspector—. No hay por qué
excitarse. El caso es que Suiza trabajaba esa noche en un catálogo de las piezas
integrantes de las Galerías Khalkis; me dijo que la tarea en cuestión era larga y
tediosa y que imaginó ganar tiempo haciéndola de noche...
— ¿La misma noche del suicidio de Sloane?
—Sí. ¿Quieres escuchar, animal? Bueno, el tipo llegó allí, se coló dentro con su
llave maestra y subió las escaleras hasta la galería principal de los altos...
— ¿Cómo, que se coló dentro con la llave? ¿Acaso no funcionaba la alarma
eléctrica?
—No, no funcionaba, hijo. Y ello demostraba que aun había alguien en la casa
pues, por lo general, el último en salir verificaba la instalación de la alarma,
notificándolo a su agencia detectivesca. Sea como fuere, el caso es que Suiza subió

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

al primer piso y vio luz en el despacho de Sloane. En ese catálogo había algo que
deseaba hacer esclarecer por Sloane; de suerte, pues, que entró en la oficina y,
naturalmente, encontró el cadáver de Sloane, en la misma posición descubierta por
la policía tiempo después.
Ellery mostrábase extrañamente excitado. Sus ojos clavábanse
hipnóticamente en los de su padre, mientras se ponía un cigarrillo en la boca con
un gesto maquinal.
— ¿Exactamente en igual posición, viejo? —preguntó.
—Sí, sí —gruñó el policía—. La cabeza reposando sobre el escritorio, la pistola
bajo su brazo colgante, caída en el piso... ¡todo igualito! Incidentalmente, ello
ocurrió escasos minutos antes que llegáramos, hijo. Desde luego, nuestro hombre
se sobrecogió de pánico —y no se lo reprocho— comprendiendo que se había
metido en un berenjenal. Cuidó de no tocar nada, dándose cuenta de que, si se le
sorprendía allí, tendría que menear la lengua de lo lindo, explicándonos la mar de
cosas y, finalmente se largó con viento fresco.
— ¡Por las inexistentes barbas de Napoleón! —musitó Ellery—. Si fuera
posible...
—Si fuera posible ¿qué? Siéntate, hijo; de nuevo te vuelves medio chiflado —
tronó el inspector—. No te metas ideas falsas en la mollera, Ellery. "Cociné" a Suiza
una hora entera, formulándole preguntas acerca del aspecto general del despacho
de Sloane, y el tipo salió "ileso" del bombardeo ciento por ciento. Cuando las
nuevas del suicidio de Sloane aparecieron en los diarios, se sintió algo aliviado,
pero siempre nervioso. Dijo que quería ver si aparecía algo nuevo. Cuando no
ocurrió nada, vio que no causaría ningún daño confesárnoslo todo y vino a verme
para desembuchar la historia en cuestión. Y eso es todo, muchacho.
Ellery fumaba con furiosas pitadas, abstraído.
—De todos modos —agregó el policía un tanto inquieto— se trata de algo
desconectado con la historia central. Es apenas un incidente interesante que no
afecta en lo más mínimo la solución Sloane.
—Sí, sí, concuerdo contigo en ello. Es obvio que Suiza, de quien nada se
sospechaba, no nos habría salido con esa historia de su visita al lugar del... ¡ejem!...
del suicidio de no ser inocente... No pensaba en eso, papá... ¡Oye!
— ¿Qué?
— ¿Quieres confirmación de tu teoría relativa al "suicidio" de Sloane?
— ¿Cómo dices? ¿Confirmación? —el anciano resopló—. Ésa no es una teoría,
sino un hecho, hijo. Sin embargo, algunas pruebas más nos vendrían al pelo. ¿Qué
rumias, Ellery? El muchacho parecía electrizado de entusiasmo: —Es
perfectamente cierto —tronó— que, en base a lo que acabas de relatarme, el relato
de Suiza no entraña nada susceptible de invalidar la solución Sloane. Con todo,
podemos corroborar aún más esa teoría formulándole algunas preguntas a Mr.
Suiza... A pesar de tu convicción de que la visita de Suiza no altera los hechos es-
tablecidos, aun subsiste un diminuto resquicio, una posibilidad infinitesimal de...
¡A propósito! Cuando Suiza abandonó la finca esa noche, ¿no puso en estado de
funcionar la alarma contra ladrones? —Sí... Dijo que lo hizo mecánicamente...
— ¡Ya, veo! —Ellery se levantó de un brinco —. Visitemos en seguida a Suiza.
No dormiré tranquilo esta noche si antes no esclarezco un punto obscuro.
El inspector se acarició el labio inferior:
— ¡Demontres! —murmuró—. Cachorro, como de costumbre tienes razón.
¡Tonto de mí no haberle formulado esa pregunta! —se puso de pie con prisa,
extendiendo el brazo hacia su sobretodo—. El tipo dijo que regresaba a trabajar a
las galerías. ¡Andando hijo, andando!

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Encontraron a Nació Suiza terriblemente desasosegado en las desiertas


Galerías Khalkis de la Madison Avenue. Suiza presentóse menos inmaculado que
de costumbre, y en sus aceitados cabellos serpenteaban unos "canales" inaceptables
en un caballero elegante. Recibió a sus visitantes frente a la puerta clausurada del
despacho de Gilbert Sloane explicándoles, con palmaria nerviosidad, que el mismo
no había sido usado desde la muerte de aquél. Pura charla, desde luego, pirotecnia
verbal para esconder harto genuinas perturbaciones. Sentándose en su propia
oficina, atestada de objetos artísticos, balbuceó:
— ¿Ocurre algo anormal, inspector? ¿Algo que no...?
—No se impaciente, amigo mío —respondió el policía dulcemente—. Mr.
Queen desea formularle un par de preguntas.
— ¿De... de veras?
—Sabemos que usted penetró en el despacho de Sloane la noche de su
misterioso fallecimiento, a raíz de haber visto adentro reflejos de luz. ¿Es verdad
eso?
—No... no exactamente, Mr. Queen —Suiza dobló con fuerza sus manos—. Mi
intención era hablar con Sloane sobre algo que... Bueno, mientras marchaba por la
galería comprendí que él se hallaba en su despacho porque la luz se filtraba por
debajo de la puerta. ..Los Queen dieron un respingo, como si estuvieran sentados
en sendas sillas eléctricas.
— ¿Por debajo de la puerta, eh? —murmuró Ellery con retintín extraño—.
Luego la puerta de la oficina de Sloane estaba cerrada cuando usted entró en ella,
¿no es así?
Suiza les miró, atónito:
— ¡Pues claro está! ¿Es importante eso? Creí habérselo mencionado,
inspector...
— ¡No me lo mencionó! —bramó el policía—. Y al escabullirse de allí dejó
abierta la puerta, ¿no?
—Sí —tartajeó el hombre—. Yo... andaba con un miedo pánico y no pensé en...
Pero, ¿cuál es su pregunta, Mr. Queen?
—Acaba usted de contestárnosla, amigo mío —replicó, glacial, Ellery Queen.

Media hora después, los Queen estaban de regreso en su departamento; el


inspector de un humor perruno, mascullando por lo bajo; Ellery, alegre como unas
pascuas, canturreaba y ambulaba frente a la chimenea precipitadamente encendida
por el intrigado Djuna. Ninguno de los dos hombres articuló palabra hasta que el
anciano hubo llamado dos veces por teléfono. Ellery se calmó luego, pero sus ojos
chispeaban al arrojarse sobre su silla predilecta, los pies apoyados sobre un tronco
y las pupilas fijas en las llamas.
Djuna contestó una estrepitosa llamada del timbre de la calle, franqueando la
entrada a dos enrojecidos caballeros: el fiscal Sampson y su ayudante Pepper.
Tomó sus sobretodos con creciente pasmo; ambos hombres parecían nerviosos,
ambos bramaron un saludo, ambos tomaron sillas y ambos se engolfaron de lleno
en la general excitación imperante en el cuarto.
— ¡Vaya un bonito estado de cosas! —tronó Sampson—. ¡Vaya, vaya y vaya!
¡Usted parecía terriblemente seguro al telefonearme, Queen! ¿Acaso usted...?
El anciano cabeceó hacia su vástago:
—Pregúntele a él. La idea fue toda suya, demonios.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Bueno, Ellery, desembuche... ¡vivo!


Los tres le miraron en silencio. El joven lanzó su cigarrillo al fuego y sin
volverse, murmuró:
—De aquí en adelante, caballeros, tengan más fe en las vocéenlas de mi
subconsciencia. Mis sospechas de la existencia de algo vidrioso en el caso, como
diría Pepper, quedaron justificadas por los hechos.
"Pero todo esto está fuera del asunto. El punto es éste: la bala que mató a
Sloane penetró en su cabeza y salió luego siguiendo una trayectoria conducente a
través de la puerta del despacho. Descubrimos dicho proyectil hundido en un tapiz
pendiente del muro de la galería, frente a la puerta de la oficina y fuera de ella. Es
obvio, pues, que la puerta estaba abierta cuando se disparó el arma. Al irrumpir en
las Galerías Khalkis el día de la muerte de Sloane, descubrimos esa puerta abierta,
lo cual concordaba con el locus del plomo homicida. Ahora bien, Nació Suiza se nos
vino recientemente con la historia de que nosotros no habíamos sido los primeros
en entrar en las galerías después del fallecimiento de Sloane: él, Nació Suiza, nos
había precedido. En otras palabras, cualquier hecho tocante a la puerta del
despacho de Sloane debía ser reajustado y vuelto a examinar a la luz de esa visita
previa. La pregunta, pues, surgía sola: ¿la puerta en cuestión se encontraba en las
mismas condiciones que cuando Suiza llegó a las galerías? Si él la había hallado
abierta, no habríamos dado un solo paso adelante.
"'Pero Suiza halló cerradas las dichosas puertas, caballeros —rió el muchacho
—. ¿En qué forma eso altera la situación? Bueno, cae de su peso que, cuando el tiro
fue descerrajado, la hoja debía haber estado abierta, o en caso contrario, la bala
habría chocado contra la puerta y no en el tapiz colocado frente a la puerta, fuera
de la oficina. ¡Entonces, la puerta se cerró después de disparado el tiro! Y eso
implica que Sloane se disparó la bala en su propia cabeza y seguidamente, por
alguna razón inexplicable, se levantó de su silla, corrió a la puerta y cerrándola,
regresó al escritorio para sentarse en la misma posición ocupada antes de tirar del
gatillo. Es ridículo. Más aun, imposible. Sloane murió instantáneamente, cosa co-
rroborada por el doctor Prouty en la autopsia. Y esto también anula la posibilidad
de que se suicidara en el pasillo exterior y arrastrándose hasta la oficina, cerrara la
puerta a sus espaldas. ¡No, no! Cuando se descargó el arma, Sloane falleció en el
acto... ¡y la puerta estaba abierta! Pero ahora resulta que Nació Suiza la encontró
cerrada...
"En otras palabras, dado que la puerta fue encontrada cerrada por Suiza
después de la muerte instantánea de Sloane, y que el proyectil no podía perforarla
—nuestras investigaciones preliminares indicaron una estructuración de acero— la
única conclusión lógica es que alguien cerró la puerta después del fallecimiento de
Sloane y antes de la llegada de Suiza.
—Mr. Queen, ¿no sería posible que Mr. Suiza no fuera el único visitante de
Sloane? —objetó Pepper—. Alguien podría haber estado allí antes de llegar él a las
galerías...
— ¡Una excelente sugestión, Pepper! Y es eso, precisamente, lo que pretendo
destacar: otro visitante hubo antes que Suiza... ¡y ese otro visitante fue el asesino de
Sloane!
— ¡Bueno, que me cuelguen! —masculló Sampson, masajeándose, irritado, los
carrillos—. Es posible que Sloane se suicidara, Ellery. Piense usted que el supuesto
visitante podría haber sido un inocente que, como Suiza, temiera confesar a la
policía haber estado allí esa noche fatal.
Ellery agitó, desdeñosamente, la mano:

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—Es posible, pero me huele a demasiado descabellado el imaginar a dos


visitantes inocentes dentro de un tiempo limitado. No, Sampson, no creo que
ninguno de ustedes trate de negarme que, al presente, contamos con pruebas
suficientes para arrojar gravísimas dudas sobre la teoría del suicidio y afianzar una
flamante teoría de crimen.
—Es verdad —respondió el inspector, desamparadamente—. ¡Es demasiada
verdad!
Sampson, empero, era tenaz como un bull-dog:
—Bien, digamos que Sloane fue asesinado, y que su matador cerró la puerta al
marcharse. Se me figura que eso es una acción por demás estúpida. ¿Acaso no
advirtió el criminal que la bala había perforado el cráneo de Sloane, atravesando
luego la puerta?
— ¡Sampson, Sampson! —amonestó Ellery, cansadamente—. Recapacite usted
unos instantes. ¿El ojo humano puede, por ventura, seguir la trayectoria de una
bala, siquiera sea a velocidad retardada? Naturalmente, si el homicida advertía que
el proyectil había atravesado limpiamente el cráneo de Sloane, no habría cerrado la
puerta. El hecho de cerrarla indica que no reparó en ello. Recuerde usted, amigo
mío, que la cabeza de Sloane cayó sobre su escritorio en forma que su costado
izquierdo —el mismo por el cual saliera el plomo— reposó sobre el papel secante.
Esta posición habría ocultado por completo el orificio de salida de la bala, al igual
que los coágulos de sangre, aunque estos últimos sólo en cierto grado, poco
importantes a los efectos de nuestras deducciones. Además, el asesino debía llevar
una prisa de cien mil demonios. ¿A santo de qué levantarle la cabeza al muerto para
investigar supuestas futesas? Después de todo, él no tenía motivo alguno para
esperar que la bala saliera por el otro lado del cráneo. Cosa poco usual en estos ca-
sos, como bien saben ustedes, caballeros...
Los cuatro guardaron silencio un rato, y luego el anciano sonrió torcidamente
a sus dos visitantes:
—El muchacho nos atrapó por las narices, amigos. El caso es clavado para mí:
Sloane fue asesinado.
Los demás asintieron, sombríos.
Ellery volvió a hablar, esta vez ásperamente, sin ese retintín de triunfo que
mechara sus explicaciones en torno a la falsa "solución Khalkis":
— ¡Muy bien! Recapacitemos el asunto. Si Sloane fue asesinado, como
tenemos muy buenas razones para suponer, Sloane no mató a Grimshaw. Y eso
significa que el criminal, el matador de Grimshaw, ultimó, asimismo, a Sloane,
aparentándolo un suicidio por desesperación, pues el hecho de que Sloane pusiera
fin a sus días disparándose un balazo comporta una confesión tácita de que había
sido el asesino de Grimshaw.
"Volvamos ahora a nuestras tesis originales. Sabemos, por anteriores
deducciones, que el matador de Grimshaw, a los efectos de poder "plantar" en
nuestro camino ciertas pistas falsas contra Khalkis, debía tener conocimiento de
que Knox poseía el cuadro robado; demostré ese punto hace ya tiempo cuando
puntualicé que la solución Khalkis dependía de la seguridad asumida por el
homicida en el sentido de que Knox no se presentaría ante la policía. Alors, el único
extraño en posesión de este conocimiento, demostrado, asimismo, en ese pasado
vergonzante, era el compinche de Grimshaw. Q. E. D.: el socio de Grimshaw es el
asesino, y dado que el propio Sloane fue también ultimado, éste no podría haber
sido el cómplice de Grimshaw. Por ende, el criminal se encuentra todavía libre y
activamente engolfado en sus divertidas maniobras, delictuosas. Todavía en
libertad, agregaría, y en poder de toda la historia de Knox.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

"Reinterpretemos ahora —continuó Ellery— las supuestas pistas e indicios


enderezados contra Gilbert Sloane, pistas e indicios que, dado que Sloane fue
asesinado y es, consiguientemente, inocente, sólo pueden ser otras tantas celadas
dejadas por el auténtico criminal a los efectos de cargar inocentes con sus culpas.
"En primer lugar, supuesta la inocencia de Gilbert Sloane, ya no podemos
poner en tela de juicio la validez de sus declaraciones en cuanto a lo acaecido la
noche de su visita a Grimshaw en el Hotel Benedict. Por lo tanto, la afirmación de
ese hombre de ser el segundo visitante de la noche es, posiblemente, verídica; el
misterioso desconocido le precedió, como aseverara Sloane; y ese desconocido, de
consiguiente, debió haber sido el compañero de Grimshaw, el hombre que le
acompañaba al penetrar en el vestíbulo del hotel, el hombre que le siguió hasta la
pieza 314, cosa testificada por el ascensorista. De ahí, pues, que la serie de
visitantes es como sigue: el desconocido; el sujeto arrebozado; luego Sloane,
después Mrs. Sloane, seguidamente Jeremiah Odell y, por fin, el doctor Wardes.
Ellery martilleó el aire con el índice extendido: —Permítanme ustedes
demostrarles cómo la lógica y los ejercicios mentales proporcionan interesantes
deducciones. Recordarán ustedes que Sloane dijo que él era la única persona en el
mundo que sabía que era hermano de Grimshaw, y que éste ignoraba hasta que
hubiera cambiado de nombre. No obstante, el individuo remitente de la carta
anónima conocía este hecho: el hecho de que Sloane, como tal, era hermano de
Grimshaw. ¿Quién escribió esa carta? Grimshaw, desconociendo el nombre de su
hermano, no podría habérselo dicho a nadie; Sloane, de acuerdo a sus propias y
fidedignas declaraciones, no lo mencionó tampoco a ser viviente; por tanto, la
única persona que pudo descubrir este hecho es alguien que les vio juntos, que les
oyó tratarse de hermanos, y que ya sabía o supo más tarde, al hablar con Sloane y
recordar su voz y su rostro, que el hermano de Grimshaw era Gilbert Sloane. Aquí
se interpone un hecho curiosísimo. El mismo Sloane afirmó que la noche de su
visita a Grimshaw en el Benedict constituyó la única ocasión desde que cambiara
de nombre — ¡un lapso de muchos años!— en que los dos hermanos se encontraron
frente a frente.
"En otras palabras, sea quien fuere que descubrió el hecho de que Gilbert
Sloane era el hermano de Albert Grimshaw, debió hallarse presente, en carne y
hueso, la noche mencionada en la habitación de Grimshaw. Pero el mismo Sloane
dijo que Grimshaw estaba solo cuando conversaban. ¿Cómo es posible, entonces
que ese otro sujeto pudiera estar también allí? Muy sencillo. Si Sloane no vio a esa
persona, y esa persona, pese a ello, se encontraba presente, se infiere que nuestro
desconocido no era visible para Gilbert Sloane. En otras palabras, escondido en
algún lugar del cuarto, ya sea en el armario o bien en el cuarto de baño. Recuerden
ustedes que Sloane no vio a nadie salir del cuarto 314, a pesar del hecho que el
compañero de Grimshaw penetró con éste pocos minutos antes allí. Y recuerden,
asimismo, que Sloane dijo que llamó a la puerta con los nudillos y que su hermano
sólo abrió algunos minutos después, según las propias palabras del testigo.
Deducimos, pues, que cuando Sloane llamó a la puerta, el compañero de Grimshaw
se hallaba aún en el cuarto 314, y que, deseoso de evitar ser visto, se escu rrió ya en
el armario, ya en el cuarto de baño, contando, desde luego, con el consentimiento
previo de Grimshaw.
"Ahora bien —continuó Ellery—, visualicemos la situación. Sloane y
Grimshaw conversan mientras nuestro misterioso desconocido está escuchando,
todo oídos, desde su escondrijo. Durante la conversación oye decir, malicio-
samente, a Grimshaw haber casi olvidado que tenía un hermano. El caballero
oculto infiere que Grimshaw y el visitante son hermanos. ¿Reconoció acaso la voz

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

de Sloane? ¿Por ventura le reconoció como Gilbert Sloane? Es hasta posible que
conociera el rostro de Sloane... ¿O bien le vio más tarde e identificando su voz, ató
cabos y dedujo que Sloane se figuraba que sólo él sabía la verdad? Difícil resulta
saberlo, pero estamos seguros que ese desconocido se hallaba aquella noche en el
cuarto de Grimshaw, que oyó toda la conversación y que dedujo, por A más B, que
Gilbert Sloane y Albert Grimshaw eran hermanos. Ésta es la única forma de
razonamiento que explica el misterio de ese hecho aparentemente desconocido.
—Bueno, por fin llegamos a alguna parte —dijo el fiscal—. ¡Adelante, Ellery!
¿Qué más adivinó ese nigromántico cerebro suyo?
—Lógica, Sampson. Nada de nigromancia, aunque verdad es que anticipo
futuros acontecimientos mediante una especie de consulta con los difuntos... Veo
esto con claridad: el desconocido, oculto en el cuarto, en su carácter de
acompañante de Grimshaw antes de la llegada de Sloane, no es otro que el
cómplice del muerto, ese "socio" especificado por el propio Grimshaw al día
siguiente en la biblioteca de Khalkis. Y este desconocido, socio y asesino de
Grimshaw, es el único que podría haber escrito el anónimo a la policía, revelando
los vínculos fraternos entre Sloane y Grimshaw.
—Parece que es así, sin duda —murmuró el inspector.
—Ni más ni menos —Ellery cruzó las manos atrás del cuello—. ¿Por dónde
íbamos? Esa carta fue una de las "pistas" fraguadas contra Sloane por el criminal a
objeto de colgarle el sambenito de sus fechorías, con este detalle diferenciador de
los ya mencionados: que esa "pista" no fue falsa, sino la verdad. Nada directamente
incriminatorio, desde luego, pero sí un bocadillo escogido para los paladares
policiales cuando combináramos esas pruebas con otras más directas. Ahora bien,
"plantada" esa pista, es razonable presumir que la llave de los sótanos descubierta
en la tabaquera de Sloane no era más que un ardid del criminal, al igual que el reloj
del muerto hallado en la caja fuerte de Gilbert. Sólo el matador de Grimshaw podía
poseer ese reloj; siendo Sloane inocente, el asesino de Grimshaw colocó el reloj en
un lugar en que sería inmediatamente descubierto después del aparente suicidio de
Gilbert. Los restos del testamento de Khalkis constituyen, de fijo, una treta para
entramar aún más a Sloane. En tanto es probable que Sloane hurtara el testamento,
escondiéndolo en el féretro de Khalkis, imaginando deshacerse de él para siempre
es incuestionable que el homicida lo encontró en el ataúd al inhumar en él el ca-
dáver de Grimshaw, retirándolo y guardándoselo a los efectos de utilizarlo luego
como arma eficaz, cosa que hizo, efectivamente, en su confabulación contra Sloane,
luego del derrumbe de la "solución Khalkis".
Pepper y Sampson asintieron.
—En cuanto a los motivos —agregó Ellery—, ¿por qué Sloane fue escogido
para colgarle el sambenito del asesinato de Grimshaw? Este punto ofrece
interesantes facetas. Por supuesto, siendo Sloane hermano de Grimshaw y
habiéndose cambiado el apellido a causa de la vergüenza caída sobre la familia por
la carrera criminal de Grimshaw, aparte del hurto del testamento de Khalkis y su
ocultamiento en el féretro, y lo demás, todo ello daba al criminal una razón
admirable para escoger a Sloane como "asesino" aceptable para la policía.
"Con todo, si las declaraciones de Mrs. Vreeland son ciertas en cuanto a que
Sloane se encontraba en el cementerio la noche del miércoles cuando el cadáver de
Grimshaw fue inhumado dentro del cajón de Khalkis, Sloane debía haber estado
allí por alguna razón no relacionada necesariamente con el escamoteo del cuerpo
en cuestión, dado que no era el matador de su hermano... No olviden ustedes que
Mrs. Vreeland no le vio acarrear nada... ¡Muy bien! ¿Por qué estaba Sloane
merodeando por el pasaje interior y el mismo cementerio la noche fatal del

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miércoles? —Ellery fijó sus ojos en el hogar—. Se me ocurre una idea un tanto
atrevida. Si Sloane hubiera observado esa noche ciertas actividades sospechosas y
seguido al criminal al campo santo y asistido al entierro de Grimshaw y visto al
homicida extraer el testamento... ¿Comprenden ustedes lo que quiero
insinuarles? ... Sobre la base de estas suposiciones podremos inferir los ulteriores
movimientos de Gilbert. Conocía la identidad del asesino, pues le había visto
enterrando el cuerpo de Grimshaw. ¿Por qué no lo denunció a la policía? Por una
excelente razón: el criminal tenía en su poder el testamento que eliminaba a Sloane
como legatario. Por ventura, ¿es desatinado razonar que Sloane se acercó tiempo
más tarde al asesino formulándole la proposición de que callaría la identidad del
matador de Grimshaw si aquél le devolvía el documento en cuestión o bien lo
quemaba en el acto? Dicha proposición proporcionaría al bandido un motivo
adicional, un motivo todopoderoso por el cual tendría todas las razones del mundo
para escoger a Sloane como a criminal "aceptable", matándolo luego y simulando
su muerte como un suicidio, de suerte de eliminar para siempre a la única persona
viviente conocedora de la identidad del homicida.
—A mí me parece —objetó el fiscal— que en este caso el asesino, ante las
exigencias de Sloane, tendría que haberle entregado inmediatamente el testamento.
Y eso no concuerda con los hechos, por cuanto descubrimos el documento de
marras quemado en el sótano de la casa de Knox a pesar de que usted, amigo
Ellery, afirma que el asesino lo dejó allí adrede para que lo encontráramos luego.
Ellery bostezó:
—Sampson, Sampson, ¿cuándo aprenderá usted a usar la materia gris de sus
meollos? ¿Supone usted tonto a nuestro maniático asesino? Todo lo que tenía que
hacer era amenazar a Sloane. Le diría: "Si dice usted a la policía que maté a
Grimshaw, yo entregaré el documento a las autoridades. No Mr. Sloane, retendré el
testamento para asegurarme de su silencio." Y Sloane no tendría otro recurso, que
aceptar la transacción. De hecho, no bien quiso entendérselas con el criminal, ese
pobre diablo de Sloane firmó su propia sentencia de muerte. A la verdad, creo que
el infeliz no era muy inteligente que digamos...

Y lo que siguió fue, a la vez, rápido, penoso y fastidioso. El inspector, contra


su voluntad, se vio obligado a comunicar a los diarios las declaraciones formuladas
por Nació Suiza y sus ulteriores complicaciones. Los periódicos dominicales
tocaron apenas el asunto, pero los del lunes traían sus planas atestadas de
informaciones al efecto y toda la inmensa población de la ciudad de Nueva York
supo, inmediatamente después de leídas las informaciones, que el vilipendiado Mr.
Gilbert Sloane no había sido ni asesino ni suicida ni nada, y que la policía intuía
ahora que era víctima inocente de un astuto criminal, diabólico, como adjetivaran
los diarios más escandalosos. La policía continuaba buscando aún al verdadero
asesino, sobre cuya sangrienta conciencia pesaban ya dos crímenes alevosos en
lugar de uno solo como se suponía previamente.
Mrs. Sloane brillaba ahora en medio de un aura gloriosa y angelical. El honor
de la familia quedó salvado y repulido, brillando ahora, deslumbrante, entre las lu-
ces, tardías pero siempre bienvenidas, de la pública apología presentada a la
desventurada mujer por la prensa, el público y el fiscal de distrito. Mrs. Sloane no
era ingrata; detrás de la historia concerniente a Nació Suiza presentía la fina mano
intelectual de Ellery Queen, abrumando a nuestro caballeresco citador con infinitas
muestras de agradecimiento, recogidas al punto por los caballeros de la prensa.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

En cuanto a Sampson, Pepper, Queen padre... cuanto menos se dijera de ellos,


tanto mejor... Sampson atribuyó luego algunos de sus cabellos plateados a esa
etapa de su carrera, y el inspector siempre afirmó que Ellery, tanto por su "lógica"
como por su "persistencia" le arrastró poco menos que a la tumba.

27.

El martes 26 de octubre, exactamente una semana después que Mrs. Sloane


iniciara, inadvertidamente la cadena de acontecimientos conducentes al derrumbe
de la "teoría Sloane", Mr. Ellery Queen fue despertado a las diez de la mañana por
la llamada del teléfono. El "moscardón" era su padre. Cierta situación escabrosa
acababa de producirse a raíz del cambio de cablegramas entre Nueva York y
Londres. El Museo Victoria comenzaba a irritarse.
—Conferencia en el despacho de Sampson dentro de una hora, hijo —el viejo
parecía cansado—. Pensé que te gustaría estar presente.
—Bien, iré —respondió Ellery—. ¿Dónde está ese espíritu espartano tuyo,
inspector?
Ellery, al llegar a la oficina del fiscal una hora más tarde, se encontró en
medio de una turbulenta concurrencia. Él inspector ponía cara larga e irritada;
Sampson gruñía por lo bajo; Pepper calaba; sentado como en un trono, con su
rostro adusto surcado de arrugas, Ellery vio al eminente Mr. James J. Knox.
Los cuatro apenas si respondieron al saludo del joven; Sampson indicó una
silla con un ademán displicente y Ellery se desplomó en ella, con los ojos brillantes
de expectación.
—Mr. Knox —Sampson ambulaba a uno y otro lado del "trono"—, solicité su
concurrencia a mi despacho hoy para...
— ¿Para qué?
—Oiga usted, Mr. Knox —prosiguió el fiscal, aspirando otra bocanada de aire
—, no participé activamente en estas investigaciones, como quizá sepa usted, a
causa de estar demasiado ocupado en otros asuntos. Mr. Pepper, mi ayudante,
manejó todo desde el principio al fin. Ahora bien, con el debido respeto a las
singulares virtudes de Mr. Pepper, debo decirle que este asunto llegó a un punto en
que me veo obligado a ocuparme del caso personalmente.
— ¿De veras? —la voz de James J. Knox no vibraba con desdén ni con
indiferencia acusadora; parecía aguardar, agazapado mentalmente, para el salto.
—Sí —dijo Sampson, casi en tono de trueno—. ¡Ni más ni menos! ¿Quiere
usted saber por qué he tomado la dirección de las cosas de manos de Mr. Pepper?
—deteniéndose ante la silla del magnate, le miró de hito en hito—. Pues porque su
actitud, Mr. Knox, provoca una seria complicación internacional. Ésa es la causa.
— ¿Mi actitud? —Knox parecía divertido.
Sampson no replicó en seguida. Dirigiéndose al escritorio, recogió un legajo
de hojas blancas, unidas con clips, todas ellas cablegramas de la "Western Unión".
—Ahora, Mr. Knox —continuó el fiscal con voz estrangulada, haciendo
esfuerzos de opera bouffe para fiscalizar su lengua y su sangre fría—, voy a leerle
algunos cablegramas en serie. Estos mensajes representan la correspondencia
sostenida entre el inspector Queen y el director del Museo Victoria, de Londres. Al

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fin hay dos cablegramas de ninguno de esos dos caballeros, cables que, me permito
puntualizarlo, podrían desembocar en alguna seria complicación internacional.
—En puridad de verdad —murmuró Knox, sonriendo amistosamente—, no
veo el motivo por el cual podría hallarme interesado en esos líos. Pero soy un
ciudadano respetuoso de las leyes y... ¡Adelante, amigo, adelante!
La cara del inspector Queen se arrebató de ira; pero logró reprimirse,
desplomándose de nuevo en su silla.
—El primero de los cablegramas referidos —prosiguió el fiscal— es el mensaje
enviado por el inspector Queen al Museo Victoria después de enterarse de su
relación, es decir, cuando se derrumbó la "solución Khalkis". Aquí está el cable en
cuestión —Sampson procedió a leerles el siguiente cablegrama en voz alta, muy
alta:

"EN LOS ÚLTIMOS CINCO AÑOS FUE ROBADA VALIOSA PINTURA


LEONARDO DA VINCI DE SU MUSEO."

Knox suspiró. El fiscal continuó, luego de unos instantes de vacilación:


—Ésta es la respuesta del Museo Victoria recibida cierto tiempo después. Y
dice así:

"ESA TELA HURTADA CINCO AÑOS ATRÁS. ANTIGUO AYUDANTE CONOCIDO


AQUÍ COMO GRAHAM, VERDADERO NOMBRE GRIMSHAW, SOSPECHADO
DE HURTO, PERO HASTA AHORA NO DESCUBIERTOS RASTROS TELA.
OBVIAS RAZONES MOTIVARON OCULTAMIENTO HURTO. SU CABLE
DEMUÉSTRANOS CONOCE PARADERO LEONARDO. COMUNÍQUENOSLO
INMEDIATAMENTE. CONFIDENCIALMENTE."

— ¡Un error! ¡Un condenado error! —dijo Knox, suspirando.


— ¿Cree usted eso, Mr. Knox? —Sampson estaba rojo. Dobló el segundo
cablegrama de una sonora palmada y leyó el tercero, respuesta del inspector al
museo:

"EXISTE POSIBILIDAD LEONARDO HURTADO NO SEA OBRA MAESTRA SINO


DE PUPILO O CONTEMPORÁNEO Y POR TANTO TASADO SÓLO FRACCIÓN
PRECIO CATÁLOGO."

Respuesta del director del Museo Victoria:

"CONTÉSTENOS PREGUNTA CABLE ANTERIOR. ¿DÓNDE TELA? SERIAS


ACCIONES CONTEMPLADAS SI PINTURA NO DEVUELTA
INMEDIATAMENTE. AUTENCIDAD LEONARDO INDICADA EMINENTES
EXPERTOS INGLESES. VALOR DESCUBRIMIENTO FIJADO DOSCIENTAS MIL
LIBRAS ESTERLINAS."

Contestación de Queen:

"ROGAMOS CONCEDERNOS TIEMPO. NO ESTAMOS SEGUROS SOSPECHAS.


TRATAMOS EVITAR PELIGRO ESCÁNDALO EN BIEN AMBOS. DISPARIDAD
OPINIONES PARECE INDICAR PINTURA EN CUESTIÓN NO LEONARDO
GENUINO."

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Réplica del museo:

"NO ENTENDEMOS SITUACIÓN. SI PINTURA ES DETALLES DE LA BATALLA


DE LOS ESTANDARTES TRABAJO VINCINIANO ÓLEO EJECUTADO DESPUÉS
ABANDONO PROYECTO FRESCO PALACIO VECCHIO AÑO MIL QUINIENTOS
CINCO ENTONCES TELA NOS PERTENECE. SI TASADO EXPERTOS
AMERICANOS ENTONCES POLICÍA CONOCE PARADERO TELA. INSISTIMOS
DEVOLUCIÓN PESE CONCEPTO NORTEAMERICANO VALOR. ESTE TRABAJO
PERTENECE MUSEO VICTORIA POR DERECHO DESCUBRIMIENTO Y SU
PRESENCIA ESTADOS UNIDOS FRUTO DE HURTO."

Contestación de Queen:

"NUESTRA POSICIÓN EXIGE TIEMPO. RUEGO CONFIANZA."

El fiscal hizo una pausa significativa:


—Bien, Mr. Knox, llegamos ahora al primero de los dos cablegramas,
susceptibles de originarnos más de un dolor de cabeza a todos. Nos llegó en
respuesta al mensaje que acabo de leerle y lleva la firma del inspector Broome, de
Scotland Yard.
— ¡Interesante! ¡Muy interesante! —gruñó glacial, Knox.
— ¡Y algo más que interesante, caballero! —masculló Sampson, reanudando
su lectura con voz trémula.

El cablegrama de Scotland Yard rezaba así:

"MUSEO VICTORIA COLOCÓ CASO PINTURA NUESTRAS MANOS. ROGAMOS


ACLARAR POSICIÓN POLICÍA NUEVA YORK."

—Espero —tartajeó el indignado fiscal, dando papirotazos a la blanca cuartilla


—, espero sinceramente, Mr. Knox, que usted comenzará a vislumbrar la situación
que estamos encarando. Ésta es la réplica del inspector Queen al anterior
cablegrama:

"LEONARDO NO ESTÁ EN NUESTRAS MANOS. PRESIÓN INTERNACIONAL AL


PRESENTE PODRÍA REDUNDAR PÉRDIDA COMPLETA TELA. TODAS
ACTIVIDADES NUEVA YORK PERSIGUEN SÓLO INTERÉS MUSEO.
CONCÉDANOS DOS SEMANAS."

James Knox asintió; giró la cabeza hasta enfrentar al inspector y murmuró


lentamente, con la cálida aprobación zumbona:
—Una respuesta excelente, inspector. ¡Muy sutil! ¡Muy diplomática! Un
trabajo impecable.
No hubo respuesta a estas palabras, conforme advirtió Ellery, que se divertía
en grande ante aquella tragicómica escena, aunque tuvo la delicadeza de
mantenerse serio. El inspector tragó saliva, trabajosamente, y Sampson y Pepper
cambiaron miradas cuyo vitriolo no estaba reservado para ninguno de los dos. El
fiscal continuó su disertación, en tono tan cortante que las palabras escasamente se
podían discernir:
—Y aquí está el último cablegrama, llegado esta misma mañana y firmado,
asimismo, por el inspector Broome.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Reza así:

"SOLICITACIÓN DOS SEMANAS PLAZO CONCEDIDA MUSEO. DIFERIREMOS


ACCIÓN HASTA ENTONCES. BUENA SUERTE."

El silencio reinaba en la habitación cuando Sampson arrojó el legajo de


cablegramas sobre la mesa, encarándose con Knox, los brazos en jarras:
—Bien, Mr. Knox, ahí tiene usted todo. Ya pusimos nuestras cartas sobre la
mesa. ¡Por amor de Dios, sea usted razonable! Concédanos por lo menos, el
derecho de inspeccionar el cuadro de Leonardo, y de hacerlo examinar por nuestros
expertos...
— ¡No haré tal tontería! —replicó el magnate con soltura—. No hay necesidad
de eso, amigo. Mi experto asevera que esa tela no es de Leonardo, y él debe saberlo.
¡Para eso le pago! ¡Que se vaya al diablo el Museo Victoria! Todas esas instituciones
son iguales.
El inspector se puso de pie como una furia, incapaz de reprimirse un solo
instante más:
— ¡Magnate o no magnate, Henry, que me maten si dejaré que ese... ese...! —
bramó, sacudiéndose como un perro fuera del agua y estrangulándose luego en un
farfulleo idiota, se quedó inmóvil, como paralizado por un rayo. Sampson,
atrapándole del brazo, le arrastró a un rincón del despacho, secreteándole cosas al
oído largo rato. Un poco de color desapareció del rostro de Queen, reemplazado por
una expresión artera—. Excúseme usted, Mr. Knox •—dijo luego, contrito,
volviéndose hacia el multimillonario—. Perdí los estribos. .. ¿Por qué no se porta
como un perfecto caballero y devuelve ese cuadro al museo? Resígnese a la pérdida
de ese dinero como un auténtico deportista. ¡Diablos! ¡Otras veces perdió tres veces
más en la bolsa sin parpadear siquiera!
La sonrisa desapareció de los labios de Knox:
— ¿Deportista, en? —tronó, poniéndose trabajosamente de pie—. ¿Existe
alguna razón bajo el sol que me obligue a devolver algo por lo cual pagué mis
buenos setecientos cincuenta mil dólares? ¡Contésteme, Queen!
—Después de todo —dijo Pepper, con mucho tacto, previéndose una posible
contestación acre por parte del inspector Queen—, Después de todo, señor, su
entusiasmo y capacidad de coleccionista no se hallan en juego, por cuanto esa tela,
de acuerdo con la opinión de su propio experto, carece prácticamente de valor
como obra de arte.
—Y usted cometería un delito penado por las leyes — terció el fiscal.
— ¡Pues pruébenlo! —el magnate terminó por montar en cólera; el perfil de
sus quijadas delineábase duro y agresivo—. Ya les he dicho que el cuadro hurtado al
museo no es el que compré. ¡Prueben ustedes que lo es! Si ustedes me apuran,
caballeros, se verán metidos en un lío tremendo.
— ¡Vamos, vamos! —musitó Sampson, desamparadamente.
Ellery preguntó entonces en el tono de voz más suave del mundo:
—A propósito, Mr. Knox, ¿quién es su experto?
El multimillonario giró sobre sus talones. Parpadeó reiteradamente, riendo
luego entre dientes:
—Son cosas mías, Queen. Ya lo sacaré a relucir cuando, sea necesario. Y si
ustedes se muestran excesivamente impertinentes, llegaré hasta a negar la posesión
de ese condenado cuadro.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No haría yo eso —gruñó el inspector—. No, señor, no me atrevería a cometer


ese delito tan grande llamado "perjurio"...
Sampson dio un puñetazo sobre su escritorio:
—Mr. Knox, su posición absurda nos coloca a todos, a mí y a la policía, en un
lío de consecuencias posiblemente graves. Si usted persiste en esa su actitud pueril,
nos obligará a entregar el caso a las autoridades federales. Scotland Yard no se
avendrá a tantas tonterías, ni menos el señor fiscal federal de los Estados Unidos.
Knox, recogiendo al vuelo su sombrero, taconeó, rabiosamente, hacia la
puerta. Sus anchas espaldas exteriorizaban categórica obstinación.
—Mi estimado Mr. Knox —murmuró Ellery—, ¿pretende usted luchar contra
los gobiernos de los Estados Unidos y de Gran Bretaña juntos?
Knox giró sobre sus talones, encasquetándose el sombrero:
—Joven —masculló—, no imagina usted contra quienes lucharía por algo que
me costó tres cuartos de millón. Y esa suma no es desdeñable ni siquiera para
James J. Knox. Otras veces luché contra gobiernos... ¡y he ganado!
Y la puerta cerróse con un golpazo.
—Conviene que lea más a menudo su Biblia, Mr. Knox —dijo Ellery
suavemente, contemplando la vibrante hoja de madera—. "Dios ha escogido las
débiles cosas del mundo para confundir a las poderosas..."
Pero ninguno le prestaba ni pizca de atención. El fiscal, agitándose como un
poseído, tronó:
—Ahora nos encontramos en un lío peor que nunca. ¿Qué diablos podríamos
hacer, amigos?
El inspector se tironeó sus enhiestos mostachos:
—No me parece atinado andarnos más con paños tibios. ¡Basta ya de
cobardías! Si Knox no nos entrega el condenado cuadro, colocaremos el caso en
manos del fiscal federal. ¡Y que él se las entienda con la policía londinense!
—Creo que tendremos que tomar posesión del cuadro por la fuerza —masculló
Sampson.
— ¿Y si suponemos, maestros ilustres —insinuó Ellery—, que el poderoso
James J. Knox no puede encontrar la pintura pese a todos sus esfuerzos?
Los otros tres rumiaron el caso y descubrieron, a juzgar por sus expresiones,
que el hueso era duro de roer. Sampson se encogió de hombros:
—Joven amigo, usted suele tener siempre lista una solución para todo. ¿Cuál
sería la suya en este lío extraordinario? ¿Qué haría usted?
Ellery clavó la mirada en el albo cielo raso.
— ¿Yo?... Nada, menos que nada, amigo mío... Ésta es una situación en que se
justifica la política del laissez faire. Ejercer presión sobre Knox significaría
enconarle aún más. El tipo es tozudo y si le conceden cierto respiro... ¿Quien
sabe...? Démosle, por lo menos, las dos semanas concedidas por el Museo Victoria.
Indudablemente, el próximo movimiento provendrá de Knox...
En las cabezadas de Queen y Sampson percibíase cierta repugnancia.
Sin embargo, el joven, una vez más en aquel caso de tantas y tan grandes
contradicciones, se hallaba equivocado de medio a medio. El siguiente movimiento,
cuando llegó, dimanó de otra fuente totalmente diferente... un movimiento que,
lejos de esclarecer el caso, pareció complicarlo hasta el infinito...

28.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

La bomba estalló el jueves, dos días después que James J. Knox exteriorizara
su férrea voluntad de andarse a la greña con todos los Estados Unidos y el Imperio
Británico. La solidez o la flojedad de las jactancias del anciano millonario estaban
llamadas a no pasar por la prueba del crisol de los tribunales. El jueves por la
mañana, mientras Ellery holgazaneaba en el despacho de su padre en el
Departamento de Policía, contemplando el firmamento con expresión
desamparada, el Dios Mercurio, en la forma y figura de un escuálido mensajero de
telegramas entregó un mensaje destinado a aliar al belicoso multimillonario con las
fuerzas del orden y de la ley.
El telegrama llevaba firma de Knox y entrañaba un enigma desconcertante:

"ENVÍEN A UN POLICÍA DE PARTICULAR A BUSCAR UN PAQUETE MÍO EN


LAS OFICINAS DE LA WESTERN UNION DE LA CALLE 33 STOP POR OBVIAS
RAZONES NO PUEDO COMUNICARME CON USTEDES POR MEDIOS MÁS
DIRECTOS."

Padre e hijo se miraron en los ojos:


— ¡Vaya una sorpresa! —murmuró el inspector—, ¿Crees tú que Knox
empleará ese medio para remitirnos el Leonardo, Ellery?
El joven estaba ceñudo:
—No, no, papá —murmuró, impaciente—. No es posible que sea por eso. La
tela en cuestión, si mal no recuerdo, mide cuatro pies por seis. Aunque la tela haya
sido cortada y enrollada, dificulto que fuera un "paquete". No, es algo diferente,
papá... Te aconsejo obedecerle inmediatamente. El mensaje de Knox me suena
algo... bueno, algo extraño...Aguardaron llenos de ansiedad mientras un detective
se llegaba hasta la oficina telegráfica referida. El hombre regresó a la hora llevando
un paquetito, sin dirección, con el nombre de "Knox" a un costado. El viejo lo abrió.
Adentro había otro sobre con una carta, y otra hoja de papel, que resultó ser un
mensaje de Knox al inspector Queen, todo esto armado con cartulinas como si se
tratara de desfigurar el contenido del paquete. Leyeron primero la nota de Knox,
breve, sucinta, comercial. Decía así:

"Inspector Queen:

Remito adjunto un anónimo recibido esta mañana por correo. Temo,


naturalmente, que el remitente vigile la casa, y adopto este método indirecto para
despacharle la carta. ¿Qué haremos? Quizá logremos atrapar al bandido si
andamos con precauciones. Es obvio que ignora aún que yo les confesé todo lo
pertinente al cuadro semanas atrás.
J. J. K."

La nota del multimillonario había sido laboriosamente escrita en rasgos


apretados y nerviosos.
La carta del sobre remitido por Knox estaba escrita sobre un pequeño trozo de
papel blanco. El sobre era de una clase común, ordinario, tales como pueden
adquirirse por un centavo en cualquier librería suburbana. La dirección de Knox
estaba dactilografiada. La carta había sido despachada por una oficina de correos
de extramuros, y su matasellos revelaba que, probablemente, había sido cursada la
noche anterior.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Cierta curiosa peculiaridad advertíase en la hoja de papel sobre la cual el


remitente dactilografiara el mensaje a Knox. Un borde íntegro del papel presentaba
un aspecto rugoso, dentado, mellado, como si la hoja original midiera el doble de
tamaño y, por alguna razón inexplicable, hubiera sido rasgada en dos, por el medio,
sin adoptarse demasiadas precauciones.
El inspector, empero, no se detuvo a examinar el papel propiamente dicho;
sus viejos ojos devoraban el mensaje dactilografiado:

"James J. Knox:
El que escribe esta nota quiere algo de usted, y usted se lo entregará sin chistar. A
fin de mostrarle con quién está usted lidiando, sírvase mirar el reverso de esta
hojita... y no tardará en reparar que escribo sobre la mitad del pagaré entregado
por Khalkis a Grimshaw en su presencia algunas semanas atrás...

Ellery lanzó una exclamación ahogada y el inspector cesó de leer alto para dar
vuelta al papel entre sus trémulos dedos. Increíble como pareciera, era verdad... En
el dorso del anónimo vieron la garrapateada escritura de Georg Khalkis...
—Sí... ¡es la mitad del pagaré! —gritó el inspector—. ¡Tan patente como las
narices de tu cara! Arrancó la mitad por algún motivo... y ésta contiene parte de la
firma de Georg Khalkis.
— ¡Extraño! —musitó Ellery—, ¡Adelante, papá! ¿Qué dice el resto de la carta?
El policía se humedeció los resecos labios mientras volvía la hoja y reanudaba
la lectura del extraño mensaje:

"Usted no será lo bastante tonto como para denunciarme a la policía, porque


tiene usted en su poder el Leonardo hurtado, y si piensa ir con esto a ellos, tendrá
que confesarles toda la historia de un respetable Mr. James J. Knox que posee una
obra de arte solicitada vehementemente por un museo británico y tasada en un
millón. ¡Ríase de eso! Voy a "ordeñarle" convenientemente, Mr. Knox, y pronto le
daré específicas instrucciones en cuanto a la forma de ejecución de la primera
"ordeñada", por así decirlo. Si usted intenta resistirse, peor para usted, porque
veré que la policía se entere de que usted posee objetos robados."

La carta no llevaba firma.


— ¿Un pájaro de cuenta, eh? —murmuró Ellery.
— ¡Bueno, esto sí que está bueno! —gruñó el policía, meneando la cabeza—. El
tipo que escribió la carta es un fresco. ¡Mira que extorsionar a Knox por tener
cuadros hurtados! —depositando con cautela la carta sobre el escritorio, restregóse
las manos jubilosamente—. Bueno, hijo, creo que atrapamos al pillo. ¡Como si le
tuviéramos ya entre rejas! Se figura que Knox no puede hablarnos porque
ignoramos este condenado tejemaneje, Y...
Ellery asintió, distraído:
—Así parece —ojeó el papel con expresión enigmática—. Sin embargo,
convendría verificar la escritura de Khalkis. Esta nota es... ¡No imaginas cuánta
importancia reviste para el caso, papá!
— ¡Importante! —rió el anciano—. ¿No crees que la sobreestimas, hijo?
¡Thomas! ¿Dónde está Thomas? —corriendo a la puerta, agitó el dedo en dirección
de alguien sentado en la antecámara. El sargento Velie llegó estrepitosamente—.
Thomas, consígame el anónimo referente a la existencia de vínculos de sangre entre
Sloane y Grimshaw. Y tráigame también a Miss Lambert. Dígale que busque
algunas muestras de la escritura de Khalkis. Creo que ella tiene algunas...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Velie hizo mutis, retornando brevemente en compañía de la joven de duras


facciones y mechones de cabellos grises entre su cabellera renegrida. El sargento
entregó un paquete al inspector.
— ¡Entre, Miss Lambert, entre! —dijo el policía—. Tengo un trabajito para
usted. Eche una ojeada a esta carta y compárela con la que examinó anteriormente.
Una Lambert puso silenciosamente manos a la obra. Comparó la escritura de
Khalkis del reverso del papel con la muestra que trajera consigo. Luego examinó el
anónimo extorsionador con una poderosa lupa, volviéndose con frecuencia hacia la
nota traída por Velie a los fines comparativos. Los tres aguardaban con impaciencia
la decisión de la mujer.
Finalmente, Una levantó la vista de los papeles:
—La escritura de este nuevo anónimo es la de Mr. Khalkis. En cuanto a las
notas mecanografiadas, ambas fueron escritas incuestionablemente en la misma
máquina, inspector, y quizá por la misma persona.
El inspector y Ellery asintieron.
—Una corroboración útil —dijo el segundo—. El autor de la nota referente a la
consanguinidad de Sloane y Grimshaw es, sin duda, nuestro hombre.
— ¿Algún otro detalle? —inquirió el inspector.
—Sí... Como en el caso de la primera nota, señor, se empleó una
"Underwood", tamaño grande, la misma de siempre. Con todo, compruebo aquí
una notable falta de detalles y pruebas internas. Sea quien fuere que escribió ambas
notas tuvo buen cuidado de eliminar toda traza de su personalidad.
—Luchamos contra un criminal astutísimo, Miss Lambert —recalcó Ellery,
glacial.
—No lo dudo. Vea usted, nosotros valuamos esos puntos de acuerdo con
ciertas referencias constantes: espaciado, márgenes, puntuación, percusión sobre
algunas letras, etc., etc. Aquí se produjo un deliberado y fructífero esfuerzo para
eliminar todo índice individual. Pero existe un detalle que el autor del anónimo no
podía desfigurar, y es la característica física de los tipos propiamente dicha. Cada
tecla de cada máquina entraña cierta y definida personalidad propia, por así
decirlo; y virtualmente, son tan diferenciadas como impresiones papilares. Es
incuestionable que ambas misivas fueron mecanografiadas con la misma máquina
y diría —sin responsabilizarme por ello— que las mismas manos escribieron la una
y la otra.
—Aceptamos su opinión —sonrió el policía— con todo el respete que merece.
Gracias, Miss Lambert... Thomas, lleve el anónimo a los laboratorios para que
Jimmy lo inspeccione en busca de impresiones digitales. Aunque supongo que
nuestro pajarraco es demasiado listo para dejarlas...
Velie retornó prestamente con la nota y una contestación negativa. El papel en
cuestión no tenía ni rastros de impresiones papilares en el costado dactilografiado.
Al dorso, en cambio, donde Khalkis garabateara su pagaré a Grimshaw, el experto
había encontrado una impresión claramente definida, correspondiente a Georg
Khalkis.
—Con lo cual el pagaré es autenticado como perteneciente a Khalkis, tanto por
la escritura como por las impresiones digitales —murmuró el policía, con pomposa
satisfacción—. Sí, hijo mío, el individuo que escribió ese mensaje al reverso del
pagaré es nuestro hombre, el mismo que asesinara a Grimshaw, substrayéndole el
documento de entre sus ropas...
—Por los menos —murmuró Ellery— esto confirma mi deducción que Gilbert
Sloane fue asesinado.
—Efectivamente, hijo. Vamos al despacho de Sampson con la nota.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Los Queen encontraron a Sampson y Pepper encerrados en la oficina del


primero. El inspector, triunfalmente, sacó a relucir el anónimo y dio cuenta de los
descubrimientos de los peritos policiales. Los abogados se pusieron radiantes y el
despacho se alborotó de esperanza ante la promesa de una rápida — ¡y correcta!—
solución del endiablado enigma.
—Una cosa es segura —opinó Sampson— y es que conviene que usted no meta
la nariz aquí, Queen. Pronto recibirá Knox otra nota del sujeto que le envió la
primera. Y quiero que haya alguien en el lugar del hecho cuando ello ocurra. Si sus
zapatones policiales hollan los linderos del palacio de Knox, nuestro pajarraco
podría espantarse y volar.
—Creo que tiene usted razón, Henry —confesó el policía.
— ¿Qué le parece si fuera yo, jefe? —preguntó Pepper, ansiosamente.
— ¡Magnífico! ¡Usted es el hombre! Vaya allá y aguarde los acontecimientos —
el fiscal sonrió desagradablemente—. De ese modo mataremos dos pájaros de un
tiro, Queen. Apresaremos al remitente de ese anónimo... ¡y estaremos en
condiciones, merced a la presencia de nuestro hombre en la casa de Knox, de
vigilar el paradero del condenado cuadro!
Ellery rió entre dientes:
— ¡Sampson, chóquela! En defensa propia me veo forzado a cultivar la astuta
filosofía del Bautista: "Para los hombres arteros —decía— seré muy gentil."

29.

Pero si el fiscal Sampson era astuto, también parecía serlo el escurridizo


criminal contra el cual apuntaban las baterías de la astucia del fiscal.
Efectivamente, pasó una semana sin novedades. El autor del anónimo había sido
tragado por alguna ignota convulsión de la Naturaleza. Diariamente Pepper
informaba desde el palazzo de Knox que no se había recibido palabra del asesino
extorsionador, ni palabra ni rastros siquiera de existencia. Tal vez, pensaba
Sampson, y así se lo comunicó a Pepper a modo de aliento, el bandido estaba
alarmado, inspeccionando el terreno de sus fechorías sospechando alguna celada
policíaca. Pepper, tras una conferencia con Knox, quien parecía misteriosamente
indiferente ante la falta de acontecimientos, parecía dispuesto a no correr riesgo al-
guno, y durante varios días se albergó en la casa de Knox, sin poner siquiera pie
fuera de ella, ni aun de noche.
Una tarde, Pepper informó por teléfono a su superior que Mr. Knox
continuaba guardando artero silencio con respecto al Leonardo desaparecido. .. o
lo que se suponía un Leonardo... El magnate rehusaba dejarse sonsacar o
complicarse en alguna celada. Pepper agregó que vigilaba estrictamente a Miss
Joan Brett... ¡muy estrictamente, jefe! Sampson gruñó al oírle; infería que el
trabajo no dejaba de deparar momentos agradables a Mr. Pepper...
En la mañana del viernes 5 de noviembre, empero, el armisticio voló en añicos
bajo una lluvia de granadas. A las primeras luces del día la mansión Knox hirvió de
vida tumultuosa. La astucia y las estratagemas producían su fruto. Pepper y Knox,
encerrados en el cubil obscurecido del multimillonario, examinaban, triunfalmente,
la carta que acababa de entregar el cartero. Tras una premiosa conferencia, el
abogado, con el sombrero encasquetado hasta los ojos, salió volando por la puerta

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

de servicio, la preciosa misiva cuidadosamente sepultada en su bolsillo. Saltó a un


taxímetro estacionado frente al caserón, solicitado previamente por teléfono, y voló
hasta la Center Street. Irrumpió luego en el despacho del fiscal con un grito a flor
de labios...
Sampson manoseó la nota traída por su ayudante, mientras en sus pupilas
chispeaba el destello acerado del cazador de hombres acechando a la presa. Sin
articular palabra, tomó al vuelo carta y sobretodo, y saliendo como bala del edificio,
precipitáronse al cercano Departamento de Policía.
Ellery mantenía su vigilia como un acólito policial, un acólito dado a roerse
las uñas en lugar de nutrirse con algo más substancioso. El inspector jugueteaba
con su correspondencia matutina... Cuando Sampson y Pepper irrumpieron en el
despacho, holgaron las palabras. El caso era claro. Los Queen se pusieron en pie de
un salto.
— ¡Segunde anónimo extorsionador! —jadeó Sampson—. Acaba de llegar con
la correspondencia de hoy.
— ¡Y viene dactilografiado sobre la otra mitad del pagaré, inspector! —barbotó
Pepper.
Los Queen examinaron juntos la cartita. Como puntualizara el ayudante del
fiscal, ella había sido escrita sobre la mitad restante del pagaré de Khalkis. El
policía extrajo la primera mitad, colocándolas juntas por el borde irregular: ambas
ensamblaban a la perfección.
El segundo anónimo, al igual que el primero, venía sin firma y rezaba así:

"El primer pago, Mr. Knox, será de $ 30.000. En billetes no menores ni mayores
de $ 100 cada uno. Pagaderos en un pequeño paquete que dejará usted esta
noche, no antes de las 10 p. m., en la Sala de Equipajes del edificio del "Times", en
Times Square, dirigido a Mr. Leonard D. Vincey, con instrucciones de que el
paquete sea entregado al ser invocado ese nombre. Recuerde que no puede
recurrir a la policía. ¡Y estaré alerta contra toda posible treta, Mr. Knox!"

—Nuestro pillastre posee cierto sentido del humor. El tono de su carta es


curiosísimo, al igual que el ardid de anglicar el nombre de Leonardo da Vinci. ¡Un
caballero de felicísimas ocurrencias!
—Pues pronto reirá del otro lado de las rejas —masculló Sampson— y tal vez
antes que termine la noche.
— ¡Muchachos, muchachos! —rió el inspector—. ¡Basta de pirotecnia! —
bramó unas palabras en un teléfono interno y minutos más tarde la ya familiar
figura de Miss Lambert, experta en manuscritos, y el cuerpo ligero del jefe de la
Sección Impresiones Digitales del Departamento de Policía curvábanse sobre la
carta, depositada en el escritorio del inspector, concentrándose en el mensaje, por
lo que éste pudiera revelarles. Miss Lambert mostróse cautelosa:
—Esta nota fue escrita en una máquina diferente de la utilizada en la primera,
inspector. Esta vez lo fue en una "Remington", tamaño grande, flamante, diría, de
acuerdo al estado de los tipos. En cuanto a su autor... —se encogió de hombros—.
No me dejaría cortar la mano en apoyo a mi afirmación, pero probablemente ha
sido dactilografiada, conforme a ciertas pruebas superficiales, por la misma
persona que escribió las otras dos... Aquí veo un detalle interesante, inspector. Una
equivocación al marcar los números correspondientes a treinta mil dólares. El
mecanógrafo, a pesar de su astucia, sentíase no poco nervioso y...
— ¿De veras? —murmuró Ellery, agitando la mano—. Dejemos eso por el
momento. En cuanto a identificación, no es necesario probar que ambas notas

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

provienen de un mismo autor. El mismo hecho, papá, de que la primera nota


extorsionadora fuera mecanografiada sobre la mitad del pagaré de Khalkis, y la
segunda en la parte restante, lo demuestra de modo irrefutable.
— ¿Alguna impresión papilar, Jimmy? —preguntó el inspector, poco
esperanzado.
—Ninguna.
— ¡Muy bien! Eso es todo, Jimmy. Muchas gracias, Miss Lambert.
— ¡Siéntense, caballeros, siéntense! —dijo Ellery, divertido, siguiendo luego
su propio consejo—. No hay apuro. Tenemos todo el día —Sampson y Pepper,
nerviosos como chiquillos, obedecieron pasivamente—. Esta nueva carta presenta
ciertas extrañas particularidades.
— ¿De veras? Pues a mí me parece bastante auténtica —gruñó el inspector.
—No me refiero a su "autenticidad", papá —replicó Ellery—. Observen, por lo
pronto, que nuestro extorsionador tiene gustos curiosos en cuanto a los números.
¿No les parece extraño que exija treinta mil dólares? ¿Alguna vez tropezaron con
un extorsionador que solicitara semejante suma de dinero? Por lo general, ella es
de diez mil dólares... veinticinco mil... cincuenta mil o cien mil. — ¡Pschtt! —
articuló el fiscal—. Déjese de sutilezas. No veo nada de extraordinario en esa suma,
amigo mío.
—No discutiré el punto con usted, pero eso no es todo. Miss Lambert señaló,
asimismo, un detalle interesante —levantando la segunda nota del extorsionador,
señaló con el índice los números correspondientes a los treinta mil dólares—.
Observarán ustedes —dijo Ellery, mientras los otros se aglomeraban en torno suyo
— que el remitente cometió aquí un vulgar error de dactilógrafo. Miss Lambert
opina que estaba nervioso. Epidérmicamente considerado, eso parece ser una
explicación bastante razonable...
— ¡Desde luego! —masculló el policía—. ¿Qué hay con eso?
—El error consiste en esto —continuó Ellery, pausadamente—. Percutida la
"tecla de cambio" a fin de marcar el signo correspondiente a dólares —"$"—
nuestro criminal necesitaba soltarlo luego a los efectos de percutir la tecla del "3",
colocada siempre en la hilera inferior de los signos. Ahora bien, conforme a las
pruebas presentadas, es aparente que el bandido no había soltado por completo la
"tecla de cambio" cuando percutió el número 3, originando una primera impresión
poco clara, lo cual obligó al dactilógrafo a retroceder y golpear de nuevo la tecla del
3. Muy interesante. .. ¡interesantísimo!
El grupo estudió los números, cuyo aspecto era el siguiente:

— ¿Qué ve usted de interesante en esto? —gruñó Sampson—. Tal vez sea. yo


un tipo torpísimo, amigo mío, pero no creo que ese error involucre algo más de lo
que acaba de indicarnos, esto es, que el mecanógrafo cometió una equivocación y
no se molestó en borrarla. Las conclusiones de Miss Lambert en cuanto a que el
error en cuestión fue hijo de la prisa o de la nerviosidad, está de acuerdo con los
hechos.
Ellery, sonriente, se encogió de hombros:
—El "elemento" interesante en el caso, mi estimado Sampson, no es el error,
sino que la máquina "Remington", empleada en esta nota, no tiene teclado
universal. Se me figura que es un descubrimiento poco importante, pero...

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

— ¿Que no tiene teclado universal? —repitió el fiscal, atónito—. ¡Demontres!


¿Cómo llegó usted a esa conclusión?
Ellery se encogió de hombros.
—De cualquier modo —interrumpió el inspector—, es indispensable no
provocar las sospechas de ese miserable, a quien le echaremos el guante cuando
aparezca por el edificio del "Times" a retirar el dinero.
Sampson, quien ojeaba a Ellery con expresión desasosegada, sacudió sus
hombros como si pugnara por librarse de algún peso impalpable— y asintió:
—Cuide sus pasos, Queen. Knox debe fingir depositar el dinero como se lo
ordenaran. ¿Tomó ya todas las providencias del caso?
—Deje usted eso por mi cuenta —sonrió el policía—. Ahora necesitamos
discutir este asunto con Knox y es menester andarse con cuidado en cuanto a la
forma de escurrirnos dentro de su casa. Nuestro hombre debe andar sobre aviso.
Los cuatro abandonaron el despacho del inspector y solicitando un coche
policial, de aspecto discreto, detuviéronse tiempo más tarde ante la puerta de
servicio de la mansión Knox. El chófer policial, con inteligente circunspección, dio
vuelta por toda la manzana antes de frenar ante dicha entrada; por los alrededores
no advirtieron la presencia de ningún individuo sospechoso, y ambos Queen,
Sampson y Pepper atravesaron, precipitadamente, el umbral de las grandes verjas
de entrada, escabulléndose dentro del departamento de la servidumbre.
Encontraron al dueño de casa en su deslumbrante "cubil", señorial e
impávido, dictando algo a Miss Brett. Joan se mostró recatada, en particular con
Pepper; Knox la excusó, y cuando ella se retiró a su escritorio, colocado en una
esquina del "cubil", el fiscal Sampson, el inspector Queen, Pepper y Knox
discutieron el plan de ataque de la noche.
Ellery no ingresó en el círculo de cabalistas; vagó por la habitación, silbando
entre dientes, ingeniándose por remolonearse luego cerca del escritorio de Joan, en
donde la chica escribía con calma, indiferente a todo. Espiando por sobre el
hombro de la joven, como examinando lo que escribía, el joven cuchicheó a su oído:
—Conserve esa expresión inocente de tierna colegiala, nena. Se porta usted
espléndidamente, y las cosas empiezan a marchar a pedir de boca.
— ¿De veras? —murmuró ella, sin mover la cabeza; y Ellery, sonriendo, se
irguió, regresando a reunirse con los otros.
Sampson sermoneaba de lo lindo a James J. Knox: —Por supuesto, Mr. Knox,
usted comprenderá ahora que las cosas se dieron vuelta. Luego de esta noche, usted
habrá contraído con nosotros una deuda de ésas que no se olvidan jamás. Nos
hemos colocado en la posición de brindarle protección a usted, un ciudadano
norteamericano, que nos recompensa rehusando entregar esa tela valiosa... Knox
alzó las manos al cielo:
— ¡Muy bien, caballeros, muy bien! ¡Me entrego a discreción! Creo que esta es
la última gota en el vaso... ¡El cuadro de Leonardo me tiene harto! Este asunto de
extorsión es... Bueno, llévenselo y hagan lo que quieran con él...
—Creo que usted afirmó que el cuadro hurtado del museo no es el suyo —dijo
calmosamente el inspector.
— ¡Y vuelvo a decirlo! Ese cuadro es mío. Pero se lo entrego para que lo
examinen sus expertos... ¡y cuando quieran ustedes! Sólo les pido que, si descubren
que dije la verdad, me devuelvan el zarandeado cuadro.
— ¡Oh! ¡Pues claro está que se lo devolveremos! —gruñó Sampson.
— ¿No le parece que tendríamos que ocuparnos primero del extorsionador,
jefe? —interrumpió Pepper ansiosamente—. El tipo podría...

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—Creo que tiene razón, amigo —contestó Queen, de bonísimo talante—.


¡Antes que nada, las viejas y gloriosas esposas sobre el criminal! ¡Oiga, Miss Brett!
—el anciano atravesó el cuarto, irguiéndose ante Joan, la cual le miró con sonrisa
inquisitiva—. ¿Qué me dice si me copia un cablegrama cortito? No... ¡espere un
instante! ¿Tiene lápiz?
Obediente, la muchacha le entregó lápiz y papel. El policía garrapateó
febrilmente unos minutos.
—Tome, querida, copie el mensaje en seguida. ¡Es importante!
La máquina de escribir de Joan comenzó a teclear. Si su corazoncito dio
tumbos al leer las palabras del mensaje, su cara no dio señales de ello. El cable que
iban escribiendo sus deditos era el siguiente:

"INSPECTOR BROOME.
SCOTLAND YARD. LONDRES. CONFIDENCIAL. LEONARDO EN POSESIÓN DE
FAMOSO COLECCIONISTA NORTEAMERICANO QUE PAGÓ £ 150.000 BUENA
FE DESCONOCIENDO ROBO. EXISTEN DUDAS RESPECTO CUADRO ALUDIDO
MISMO ROBADO MUSEO VICTORIA, PERO AHORA GARANTIZAMOS
DEVOLUCIÓN MUSEO PARA EXAMEN. ALGUNOS DETALLES DEBEN
ESCLARECERSE AÚN. DENTRO VEINTICUATRO HORAS NOTIFICAREMOS
FECHA EXACTA ENTREGA.
INSPECTOR RICHARD QUEEN."

Cuando el mensaje pasó a la redonda para ser aprobado por los circunstantes
—Knox se limitó a ojearlo—el inspector devolvió la cuartilla a Joan, la cual
telefoneó el cablegrama inmediatamente a una agencia telegráfica.
El policía esbozó de nuevo los planes aceptados para aquella noche; Knox
asintió, cansadamente, y los visitantes se cubrieron con sus sobretodos. Sin
embargo, Ellery no hizo movimiento alguno en dirección a su abrigo.
— ¿Vienes, hijo?
—No, papá. Voy a abusar un momento más de la hospitalidad de Mr. Knox. Ve
no más con Pepper y Sampson, viejo. Dentro de poco volveré a casa.
— ¿A casa? ¡Si voy al despacho, hijo!
—Bueno, entonces iré a la oficina, papá.
Los tres le contemplaron con aire curioso; el joven sonreía, con singular
desenvoltura. Saludó con la mano, señalándoles la puerta, y aquéllos salieron sin
articular palabra.
—Bueno, joven —dijo Knox, cuando la hoja se cerró tras ellos—; ignoro sus
propósitos, pero sea usted bienvenido si gusta quedarse en casa. El plan de Queen
consistiría en presentarme al banco para simular retirar los treinta mil dólares. El
fiscal sospecha que el extorsionador andará vigilando la casa...
—Sampson sospecharía hasta de su sombra —musitó Ellery—. Mil gracias por
su hospitalidad.
—No hay de qué, joven —gruñó Knox, dirigiendo una miradita curiosa hacia
Joan Brett, sentada ante su escritorio con el aire indiferente de la perfecta
secretaria—. Eso sí, le recomiendo que no me seduzca a Joan, pues luego me
echarían la culpa a mí —Knox, encogiéndose de hombros, salió de la habitación.
Ellery aguardó diez minutos. No interpeló a Joan, ni ésta cesó una sola vez en
su veloz tecleo. El joven malgastó ese tiempo de modo lamentable: contemplando
la abierta ventana del despacho. Luego vio que la elevada figura de Knox se
perfilaba debajo de la puerta cochera, encaramándose a poco en un automóvil. El
coche rodó calle abajo.

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Ellery pareció galvanizarse instantáneamente. Y lo mismo ocurrióle a Joan.


Sus manitas cayeron sobre las teclas, mirándole con aire de expectativa, mechado
con una sonrisilla aviesa.
Ellery cargó directamente sobre el escritorio.
— ¡Cielos! —chilló ella, presa de cómico terror, encogiéndose ante el joven—.
Supongo que usted no seguirá tan pronto la infame sugestión de Mr. Knox,
¿verdad?
—Toda carne perecerá —bramó Ellery—. Ahora que nos encontramos
desoladoramente solos, mi estimada jovencita, voy a formularle algunas
preguntitas interesantes.
—La perspectiva me encanta y me seduce, señor.
—Considerando su sexo... ¡Oiga, milady! ¿Cuántos pajecillos y demás trajinan
en este suntuoso palacio?
Ella puso cara desilusionada, los labios enfurruñados:
—Una pregunta extraña, milord, extraña por demás para una joven doncella
que anticipaba una dura lucha en defensa de su amenazado honor. Bueno, déjeme
pensar —la joven contó en silencio—: Ocho... sí, ocho... Mr. Knox mantiene un
hogar tranquilo. Creo que da pocas fiestas.
— ¿Sabe usted algo acerca de esos criados?
— ¡Señor mío! Una mujer siempre lo sabe todo... Pregunte no más, Mr.
Queen.
— ¿Entre la servidumbre figuran personas recientemente empleadas?
— ¡Cielos, no! Éste es un establecimiento muy recatado y serenito, du bon
vieux temps. Entiendo que todos los sirvientes trabajan para Mr. Knox desde hace
por lo menos cinco o seis años, y algunos desde hace quince.
— ¿Confía el patrón en ellos?
—Ciegamente.
— ¡C'est bien! —la voz de Ellery sonaba ásperamente—. Maintenant,
mademoiselle, attendez, il jaut qu'on fait l'examen des serviteurs, des bonnes, des
domestiques, des employés. Tout de suitel.
Ella se levantó e hizo una cortesana reverencia:
—Mais oui, monsieur! Vos ordres?
—Voy a retirarme a la otra habitación, dejando la puerta cerrada —replicó el
joven—. Es decir, entreabriéndola apenas un resquicio de modo de observar por él
el desfile de las gentes al entrar. Llámelos uno por uno, con un pretexto u otro,
manteniéndoles dentro de mi línea de visión el tiempo suficiente para que examine
a fondo sus rostros... ¡A propósito! El chófer no responderá al timbrazo, pero ya vi
su cara. ¿Cómo se llama?
—Schultz.
— ¿Es el único chófer?
—Sí.
— ¡Muy bien! Commencez!
Corrió precipitadamente al cuarto contiguo, apostándose ante el resquicio de
la puerta. Vio tocar el timbre a Joan. Una mujer de edad madura, vestida con
tafetán negro, entró en el "cubil". Joan le formuló una pregunta, ella contestó y
luego salió. Joan llamó otra vez; tres muchachas jóvenes, con ropas de mucamas,
penetraron en el cuarto, seguidas en rápida sucesión, por el mayordomo, un sujeto
larguirucho y escuálido; un hombre rechoncho y pequeñito con rostro bondadoso y
un si es no es acicalado; y un caballero, de aspecto afrancesado, uniformado con
prendas convencionales del perfecto chef. Cerrada la puerta tras el último, Ellery
surgió de su escondrijo:

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— ¡Espléndido! ¿Quién era la mujer de edad madura?


—Mrs. Healy, ama de llaves.
— ¿Las doncellas de servicio?
—Grant, Burrows, Hotchkiss.
— ¿El mayordomo?
—Krafft.
— ¿El hombrecillo del rostro estoico?
—Es el mucamo de Mr. Knox, Harris.
— ¿Y el cocinero?
—Boussin, un emigrado francés.
— ¿Y eso es todo? ¿Segura? ¿Estarán todos los que son?
—Sí, excepción hecha del chófer Schultz.
Ellery asintió:
—Todos ellos son extraños para mí... ¿Recuerda usted la mañana en que se
recibió el anónimo número uno?
— ¡Perfectamente!
— ¿Quién penetró en casa desde aquella mañana? Extraños desde luego...
—Cierto número de personas penetraron en casa, como dice usted, pero
ningún ser viviente pasó más allá del saloncillo de recibo de la planta baja. Mr.
Knox no consintió ver a nadie desde aquella carta. La mayoría de los peticionantes
fueron puestos en la calle con un cortés: "El señor no está en casa", de Krafft...
— ¿Y eso a qué se debe?
Joan encogió sus hombros:
—A pesar de su desparpajo y, a veces, insolencia, sospecho que Mr, Knox se
atemorizó un tanto desde la llegada de la primera nota extorsionadora. A menudo
me pregunté el motivo por el cual no contrataba los servicios de una agencia de
detectives.
—Por la bonísima razón —dijo Ellery, sombrío— de que nuestro
multimillonario no quiere que nadie —o no quería anteriormente— metiera las
narices en su casa. Y mucho menos con ese Leonardo, o copia de Leonardo,
escondido en alguna parte de la casa...
—El patrón no se fía de alma viviente. Ni siquiera de sus viejos amigos, o
conocidos, o clientes de sus muchos intereses comerciales.
— ¿Y el amigo Miles Woodruff? —preguntó Ellery—. Se me figura que Mr.
Knox le retuvo para atender todos los trámites finales de la sucesión Khalkis.
—Así es, en efecto. Pero Mr. Woodruff no vino por aquí en estos últimos días,
si bien es cierto que Mr. Knox y él mantuvieron muchas conversaciones por
teléfono y...
— ¿Es posible? —musitó Ellery—. ¡Qué suerte! ¡Una suerte asombrosa! —
tomó sus manitas y las apretó con fuerza, profiriendo ella un chillido de terror. Las
intenciones del muchacho, empero, no podían ser más platónicas. Oprimiendo
aquellas delicadas manos con una indiferencia poco menos que insultante, bramó:
"¡La mañana ha sido fructífera, Joan Brett, magníficamente fructífera!"

Pese a las seguridades dadas por Ellery a su progenitor en el sentido de que


retornaría "dentro de poco" a su despacho, acercábase ya el atardecer cuando el
joven entraba en el Departamento de Policía, sonriendo a cierta íntima sensación
reconfortante de bienestar.
Por fortuna, el policía estaba abrumado de trabajo y no tuvo tiempo de hacer
preguntas. Ellery anduvo remoloneándose por allí, aguardando un intervalo

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conveniente, despertando sólo de sus letárgicos ensueños cuando oyó al anciano


policía dar ciertas instrucciones al sargento Velie concernientes a la reunión
detectivesca en los sótanos del edificio del "Times".
—Tal vez —dijo Ellery, y el viejo pareció sorprendido de verle allí—, tal vez sea
más apropiado reunirnos esta noche a las nueve en el palacio Knox en el Drive.
— ¿En el palacio de Knox? ¿Y por qué, hijo?
—Por varias razones. Es necesario que tus sabuesos venteen el aire de las
cercanías del lugar potencial de captura, pero me parece que la reunión oficial
tendría que realizarse en casa de Knox. De todos modos, hasta las diez no
precisamos encontrarnos en el edificio del "Times".
El policía comenzó a protestar, pero percibiendo un destello acerado en las
pupilas de Ellery, parpadeó reiteradamente y, al fin, murmuró:
— ¡Oh, bueno, bueno! —volviéndose al teléfono, disco el número del despacho
de Sampson.
El sargento Velie salió fuera de la oficina. Ellery, desplegando una energía
desconcertante, siguió aprisa al "hombre-montaña". Lo alcanzó en el extremo del
corredor y apresándole con fuerza del nervudo brazo, empezó a hablarle con
infinita gravedad, casi con acento suplicante y lisonjero.
Y es fama que el rostro del sargento Velie, de facciones normalmente
glaciales, se transfiguró con muestras evidentes de animación, una animación
caracterizada por creciente desasosiego en tanto Ellery le secreteaba sus cosas al
oído. El bueno de Velie movía los pies, cargando el peso de su corpacho ora en uno,
ora en otro. Su espíritu flotaba en un mar de indecisión. Sacudió la cabeza Se
mordió los labios. Rascóse las pinchosas quijadas. Puso cara apenada, vapuleado
por encontrados sentimientos.
Finalmente, incapaz de resistir las súplicas zalameras de Ellery, suspiró
desdichadamente, gruñendo.
— ¡Muy bien, Mr. Queen! Pero si algo marcha mal, eso me costará las jinetas
—dicho esto, se alejó del muchacho como si se alegrara en extremo de escapar de
aquella pulga tenaz.

30.

Cautelosamente, en parejas furtivas, los policías convergieron aquella noche,


a cubierto de un cielo sin luna, sobre la casa de Knox. Al toque de las nueve, todos
se hallaban reunidos en el "cubil" de Knox: los dos Queen, el fiscal Sampson, su
ayudante Pepper, Joan Brett y el mismo Knox. Negras cortinas habían sido corridas
sobre las ventanas, de suerte que ni un hilillo de luz filtrábase fuera de la mansión.
Todos ellos hablaban en voz baja, casi furtivamente, presas de evidente
nerviosidad.
Todos... Es decir, todos menos Ellery, el cual, comportándose con el decoro y
la gravedad impuestos por la memorable ocasión, trataba de dar la impresión de no
sentirse lo más mínimo preocupado por el resultado final de aquella noche única.
La conversación anudábase nerviosamente.
— ¿Tiene el paquete, Mr. Knox? —el inspector erizaba los mostachos. Knox
extrajo un pequeño bulto de uno de los cajones del escritorio:

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—Papeles. Cortados a medida de los billetes de banco —su voz era segura,
pero cierta tensión nerviosa transparentábase detrás de sus enérgicas facciones.
— ¡Al demontre, caballeros! —prorrumpió el fiscal, después de un nebuloso
silencio—. ¿Qué estamos aguardando ahora? Mr. Knox, mejor empezar de una
buena vez. Nosotros le seguiremos. El lugar ya está rodeado de policías y no
podemos...
—Señores —interrumpió Ellery—, me atrevo a decirles que ya no existe
necesidad de visitar el Salón de Equipajes del edificio del "Times".
Siguió entonces un largo minuto de dramático silencio, uno de esos minutos
similares al escogido por Ellery semanas atrás cuando arrojó la bomba de la
"solución Khalkis"... Pero si esta vez temía enfrentar de nuevo el ridículo, ese temor
no se traslució en su semblante. Sonreía casi complacientemente, como si todos
aquellos tumultuosos preparativos, los coches policiales estacionados en las
vecindades del edificio "Times" y las patrullas de detectives, fueran cosas la mar de
divertidas.
El inspector irguió su cuerpo diminuto unas pulgadas más,
— ¿Qué quieres decir, Ellery? Perdemos tiempo inútilmente. ¿O pretendes
salimos ahora con alguna de tus fantasías?
La sonrisa abandonó el rostro del muchacho. Les contempló fijo,
sopesándolos con ojos sombríos. Una expresión dura, acerada, apareció en lugar de
la sonrisa:
— ¡Muy bien! —murmuró sombrío—. Voy a explicárselo todo. ¿Saben ustedes
por qué sería fútil —de hecho, ridículo— que nos llegáramos hasta allá?
— ¡Ridículo! —balbuceó el fiscal—. ¿Por qué?
—Porque sería tiempo y esfuerzo perdidos. Porque nuestro hombre no se
presentará allá. Y porque hemos sido diestramente chasqueados, Sampson.
Joan Brett lanzó una exclamación ahogada. Los otros le miraron
boquiabiertos.
—Mr. Knox —dijo Ellery, volviéndose al banquero—, ¿quiere usted llamar a su
mayordomo?
El magnate obedeció. Su frente estaba fruncida en mil arrugas. El individuo
alto y escuálido apareció al punto.
—Sí, ¿Mr. Knox?
Ellery fue, empero quien respondió secamente:
—Krafft, ¿conoce usted bien el sistema de alarma contra ladrones de esta
casa?—Sí, señor.
—Inspecciónelo inmediatamente.
Krafft vaciló. Knox hizo un gesto imperioso, y el mayordomo se esfumó. Nadie
dijo palabra hasta que el larguirucho criado regresó al cuarto, el rostro
descompuesto y los ojos dilatados de pasmo:
—Alguien anduvo con él, señor... ¡no funciona!... ¡Y ayer mismo estaba en
perfectas condiciones!
— ¿Cómo? —tronó Knox.
—Justamente lo que esperaba... Eso es todo, Krafft... Mr. Knox, creo que
ahora podré poner de manifiesto, ante usted y mis incrédulos colegas, la forma en
que hemos sido sobrepujados en astucia. Se me figura conveniente, Mr. Knox, que
vaya a echarle una ojeada a su preciosa tela.
Cierta agitación interior asomó al rostro del magnate. Un destello curioso
apareció en sus ojos grises. Revelaba temor, y espoleado por ese temor puso
inmediatamente manos a la obra, sin articular palabras, salió precipitadamente del
cuarto. Ellery siguió en pos y los demás cerraron, desperdigados, la marcha.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Knox se encaminó hacia un cuarto ancho, largo y tranquilo, situado en la


planta alta: una galería exornada con hermosas pinturas antiguas, entapizadas con
obscuros terciopelos. .. Nadie tenía ojos en ese momento para las cosas estéticas...
El mismo Ellery pisaba los talones de Knox, mientras éste atravesaba aprisa la
galería dirigiéndose a uno de los rincones más apartados de ella. Deteniéndose de
súbito ante un panel practicado en el muro, manipuló largamente con un tirador de
madera... Una vasta sección en el muro aparentemente sólido deslizóse
silenciosamente a un costado, revelando una abertura negra como boca de lobo.
Knox metió la mano dentro, gruñendo como un cerdo, escrutando, salvajemente,
las tinieblas del agujero...
— ¡Desapareció! —bramó, con el rostro ceniciento—. ¡La tela ha sido hurtada!
—Precisamente —dijo Ellery, secamente—. Una estratagema habilísima, digna
del genio del cómplice de Grimshaw.

DESAFÍO AL LECTOR

Confieso que experimento infinito placer al intercalar a esta altura de la


historia del "Misterio del Ataúd Griego", mi acostumbrado desafío al ingenio del
lector. Permíteme explicarte que siento ese placer porque los problemas de este
misterio cristalizaron en una de las más enredadas marañas que estuviera en mis
manos desentrañar. Es un deleite, un deleite real para quien oye constantemente
las risas burlonas de los "parroquianos" preguntándose: "¿Ése es un enigma?"
"¡Bah! ¡Yo lo solucioné desde el principio mismo!", es un deleite, repito, gritar a
esas personas: "Bien, maestros, dense ahora el gusto de esclarecer este misterio. ¡A
pesar de todo, lo mismo serán puntualmente chasqueados!"
Tal vez soy un poco rencoroso. Sea como fuere, a lo hecho, pecho; poco gentil
lector: al presente te hallas en posesión de todos los hechos pertinentes a la ÚNICA
SOLUCIÓN CORRECTA de este problema trinitario: la identidad del estrangulador de
Albert Grimshaw, del matador de Gilbert Sloane y del ladrón del cuadro de Mr.
Knox.
Y termino expresándote con toda mi buena voluntad y orgullosa humildad:
Garde á vous, ¡y cuidado con esas jaquecas peligrosas!

ELLERY QUEEN.

31.

— ¿Está usted seguro, Mr. Knox, de que el cuadro ha sido hurtado? ¿Acaso lo
colocó usted mismo en el panel?
Un poco de color tornó a las mejillas del banquero, quien asintió con un ligero
esfuerzo:
—Una semana atrás lo examiné allí. Y estaba adentro. Nadie más sabía eso.
Nadie. Construí el panel hace mucho tiempo.

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—Lo que yo desearía saber —terció el inspector— es cómo demontres se


entiende este asunto. ¿Cuándo fue hurtada la tela? ¿Cómo penetró el ladrón en la
casa? ¿Cómo sabía donde se encontraba el cuadro, si Mr. Knox ha dicho la verdad?
—La pintura no fue hurtada esta noche: eso es seguro •—murmuró
suavemente el fiscal—. Entonces, ¿por qué no funciona el sistema de alarma contra
ladrones?
—Y ayer estaba funcionando, según afirmó Krafft y, posiblemente, anteayer —
interpuso Pepper.
Knox se encogió de hombros.
—Todos los misterios serán resueltos, caballeros —dijo Ellery—. Sírvanse
regresar al "cubil' de Mr. Knox.
El muchacho parecía muy seguro del terreno que pisaba y todos le siguieron
en manso silencio.
De regreso al despacho de Knox, Ellery puso manos ala obra en jubilosa
vivacidad. Primero cerró la puerta, ordenando a Pepper apostarse ante la misma y
cuidar de que no les interrumpieran. Luego se dirigió sin vacilaciones a un enrejado
situado cerca del piso, en una de las paredes del "cubil". Luego de tantearlo unos
instantes, terminó por retirar de su emplazamiento al enrejado. Depositándolo
sobre el piso, introdujo la mano en la abertura del muro. Todos estiraron los
pescuezos, ávidos de interés; adentro veíase un radiador de varias serpentinas.
Ellery pasó rápidamente los dedos sobre éstas, como un arpista pulsando las
cuerdas.
—Sírvanse observar —exclamó luego, sonriente, aun cuando era obvio que los
circunstantes no podían observar nada— que mientras siete de las ocho serpentinas
queman —su mano descansó sobre la última serpentina—, ésta de aquí está fría
como el mármol —curvándose de nuevo sobre las espirales, empezó a manipular
algún resorte colocado al extremo de la serpentina fría. Instantes después
destornillaba una tapita hábilmente disimulada—. Salió con toda facilidad —
murmuró, afablemente—. ¡Un lindo trabajo, Mr. Knox! —agregó, levantando la
serpentina, en cuya boca inferior se observaban unos filetes metálicos poco menos
que invisibles. Ellery torció algo con extraordinario vigor, el fondo comenzó a
desplazarse y, con inmenso asombro de los presentes, la tapa se desenroscó por
completo, mostrando un interior tapizado de amianto. Ellery, colocando la tapita
sobre una silla, levantó la espiral, sacudiéndola con energía. Su mano estaba lista...
y un rollo de vieja tela deslizóse fuera del caño...
— ¿Qué es esto? —murmuró el policía.
Ellery, con una sacudida de su mano, desenrolló la tela.
Se trataba de un cuadro, una escena, compacta y turbulenta, pintada con
vividos colores. La escena de una batalla girando en torno de un grupo de feroces
guerreros renacentistas trabados en enconada lucha por la posesión de un
estandarte, una bandera de rico colorido y deslumbrantes bordados.
—Créase o no —agregó Ellery, depositando la tela sobre el escritorio de Knox
—, admiramos un conjunto de pintura y de arte tasado en un millón de dólares. En
otras palabras, éste es el escurridizo Leonardo.
— ¡Bobadas! —dijo alguien con aspereza y Ellery giró sobre sus talones,
enfrentándose con James J. Knox, de pie, rígidamente, a pocos pasos de él, fijos los
ojos alucinados en la valiosa tela.
— ¿De veras? Descubrí esta obra maestra, Mr. Knox, mientras me tomaba la
imperdonable libertad de merodear esta tarde por su casa. ¿Decía usted que se la
habían hurtado? En tal caso, ¿Cómo justifica usted su ocultamiento en su propio
despacho cuando todo hacía presumir que se hallaba en poder de un ladrón?

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—Dije "bobadas" y no me desmiento, joven —rió el multimillonario—. Ya veo


que no le acredité suficiente inteligencia, Queen. Pero está usted equivocado. Dije
la verdad. El Leonardo fue hurtado. Creía poder ocultarles el hecho de que poseía
dos Leonardos...
— ¿Dos? —balbuceó el fiscal.
—Ni más ni menos —suspiró el magnate—. Abrigaba la intención de jugarles
una mala pasada. Aquí ven ustedes la segunda tela. Es obra de Lorenzo de Credi o
de alguno de sus discípulos, pero no un Leonardo auténtico. Lorenzo imitaba
perfectamente a Leonardo, y es de presumir que los discípulos del primero
siguieron el estilo de su maestro. El cuadro debió copiarse del Leonardo original,
del malhadado fresco mural de Florencia, realizado en 1513 sobre el vestíbulo del
Palazzo Vecchio y...
— ¡Nada de conferencias, Mr. Knox! —masculló el práctico inspector—. A
nosotros nos interesa el...
— ¿De modo que su experto opina que, después de abandonado el proyectado
fresco por Leonardo —el grupo central fue pintado por el maestro, según recuerdo
de mi manual de Bellas Artes, pero al aplicarse el calor a los colores, éstos se
corrieron y la pintura descascaróse toda—, este cuadro al óleo fue realizado por
algún pintor contemporáneo de Leonardo, el cual utilizó el motivo central del
cuadro?
—Sí. Sea de ello lo que fuere, esta tela sólo vale una fracción pequeñísima del
genuino Leonardo. ¡Naturalmente! Cuando adquirí el original de Khalkis —sí,
admito haberlo comprado y saber que era auténtico desde el principio mismo—, me
apropié también de esta copia contemporánea. No dije palabra al respecto, pues me
figuraba que... Bueno, si las autoridades me obligaban a devolver la tela del
maestro al Museo Victoria, entregaría tranquilamente este cuadro sin valor
acompañándolo con la historia de que se trataba del mismo adquirido a Khalkis...
Los ojos de Sampson chispearon:
—Ahora contamos con testigos de sobra, Mr. Knox. ¿Dónde se halla el
original?
—Ya les he dicho que me lo hurtaron —gruñó tozudamente el magnate—. El
cuadro quedó oculto en el depósito detrás del muro de la galería. ¡Demonios!
¿Supongo que no imaginarán ustedes que yo...? No... Evidentemente, el ladrón
ignoraba la existencia de la copia, que siempre mantuve escondida en esa
serpentina del radiador. ¡El condenado robó el original! No sé cómo lo consiguió,
pero ésa es la triste verdad. Confieso que mi intención de entregar la copia del
Leonardo al museo era una treta bastante sucia, pero...
El fiscal arrastró a Ellery, Queen y Pepper a un costado y entablaron una viva
conversación en voz muy baja. El muchacho escuchaba con gravedad de juez y
luego de expresar algo en tono de confianza, se volvió hacia Knox, miserablemente
solo ante la tela multicolor colocada sobre su escritorio.
—Bien, señor mío —dijo Ellery—, aquí parece haberse producido una ligera
diferencia de opiniones. El señor fiscal y el inspector Queen sienten que, ante el
curso tomado por las circunstancias, no les es posible aceptar de buenas a primeras
su palabra insubstanciada de que este cuadro es una copia del Leonardo, y no el
Leonardo mismo. Ninguno de nosotros vale dos cuartos como conocedor de estos
asuntos y creemos que urge conocer la opinión de un auténtico experto. De modo
que...
Sin aguardar la lenta cabezada del multimillonario, el muchacho caminó hasta
el teléfono y luego de discar un número, entabló breve conversación con un
invisible interlocutor, colgando, finalmente, el tubo.

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—Acabo de telefonear a Toby Johns, uno de los más famosos críticos de arte
de los Estados Unidos, Mr. Knox. ¿Acaso le conoce usted?
—Sí.
—Bueno, pronto le tendremos aquí. Hasta entonces, armémonos de paciencia,
caballeros.

Toby Johns era un caballero rechoncho y patizambo, de ojos brillantes,


atuendo impecable y continente sereno y aplomado. Franqueóle la entrada el
propio Krafft, a quien despidió en seguida el impaciente magnate. Ellery, que le
conocía de vista, se dio el lujo de presentarlo a los demás. Johns se mostró
especialmente jovial con Knox. Seguidamente, mientras aguardaba a que alguien le
explicara los motivos de la urgente llamada, sus ojos perspicaces cayeron sobre la
tela depositada sobre la mesa.
Ellery se anticipó a su pregunta:
—El asunto es serio, Mr. Johns. Excúseme usted si le suplico que cuanto se
diga aquí dentro no debe trascender al público —el experto asintió, como si ya
hubiera oído antes solicitaciones de esa índole—. ¡Muy bien, caballero! —el joven
señaló el cuadro con la cabeza—. ¿Sabría usted identificar al autor de esa obra de
arte, Mr. Johns? Los cinco aguardaron en silencio. Ajustándose gravemente un
monóculo en el ojo derecho, el perito inclinóse sobre la tela. Inmediatamente
después procedió a extenderla sobre el piso, aplanada, impartiendo instrucciones a
Ellery y Pepper en el sentido de retenerla fuertemente por las cuatro puntas
mientras hacía juguetear las suaves luces de las lámparas sobre ella. Nadie dijo
nada, y Johns trabajó en silencio. La expresión de su rostro bermejo no cambió un
ápice. Examinó el cuadro pulgada a pulgada, desplegando en ello una atención
minuciosísima, particularmente interesado en las caras de los personajes
agrupados cerca del estandarte...
Al cabo de media hora de examen, el perito asintió, placenteramente, y
Pepper y Ellery depositaron de nuevo la tela sobre la mesa. Knox exhaló un suave
gruñido, fijos los ojos en el rostro del experto.
—Esta obra tiene una historia particularmente interesante —dijo al fin Johns
—, historia vinculada con lo que voy a explicarles —los circunstantes estaban
pendientes de cada una de sus palabras—. Durante muchos años — continuó Johns
—; de hecho, durante muchas centurias, sabíase de la existencia de dos cuadros con
este tema como motivo central, idénticos en todos los detalles, salvo uno...
Alguien murmuró algo entre dientes.
—Todos los detalles, repito, salvo uno solo... Uno de estos cuadros ha sido
pintado por el propio Leonardo, Cuando Piero Soderini persuadió al gran maestro
de ir a Florencia a fin de pintar una obra maestra sobre los muros del nuevo
vestíbulo del consejo en el Palacio de la Señoría, Leonardo escogió como tema
cierto episodio de la victoria lograda por los generales de la República Florentina
en 1440 sobre Nicolo Piccinino, batalla dada en las proximidades del puente de
Anghiari. El mismo borrador o boceto —término técnico aplicado al dibujo original
— en el cual Leonardo trabajara en primer lugar es, a menudo, conocido con el
título de "La Batalla de Anghiari'. Incidentalmente, en ese tiempo y lugar se entabló
un gran concurso de pinturas murales en el cual participó Miguel Ángel con un
motivo pisano. Ahora bien, como probablemente sabe Mr. Knox, Leonardo no com-
pletó su obra mural, que quedó interrumpida luego de ejecutados los detalles
pertinentes a la batalla por el estandarte. Y ello a causa de correrse y descascararse

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

la pintura mural después de aplicado el "proceso calcinante" al muro, lo cual


acarreó la ruina virtual de la obra.
"Leonardo abandonó Florencia. Se presume que, desilusionado grandemente
por el fracaso de su obra, pintó una réplica al óleo del boceto original como una
especie de autojustificación artística. Sea de ello lo que fuere, rumoreábase no poco
acerca de la existencia de este óleo, considerándosele perdido, hasta que pocos
años atrás lo descubrió uno de los empleados viajeros del Museo Victoria en no sé
qué aldehuela italiana."
Los demás se mantenían imperturbablemente quietos, pero Johns no pareció
parar mientes en ello.
—Ahora bien— prosiguió complacido—, sábese de la realización de muchas
copias contemporáneas del mencionado boceto, siendo especialmente notables las
de Rafael, fray Bartolomeo y otros; pero el boceto propiamente dicho parece haber
sido recortado para servir de modelo a los mencionados copistas. El boceto
desapareció; y el fresco original del vestíbulo de la Señoría fue cubierto en 1560 por
otros frescos ejecutados por el gran Vassari. Consiguientemente, el descubrimiento
del boceto primitivo asumió proporciones cósmicas en el mundo del arte. Y ello nos
trae a la parte curiosa de mi historia.
"Poco antes manifesté que existen dos cuadros diferentes de este mismo tema,
idénticos en todo sentido... ¡salvo en uno!... El primero de ellos fue descubierto y
exhibido largo tiempo ha; su autor no fue jamás identificado hasta realizado el
descubrimiento del Museo Victoria hace seis años. Bien, he aquí el pero en
cuestión, los expertos no lograron jamás demostrar que el primero de los cuadros
descubierto fuera un Leonardo; de hecho; se cree comúnmente que fuera el trabajo
de Lorenzo de Credi o de alguno de los tantos discípulos de Leonardo. Como en
todas las controversias suscitadas en el mundo de arte, menudearon disputas,
sarcasmos, desprecios; pero el descubrimiento efectuado por el Museo Victoria
hace seis años aclaró ese punto.
"Desde luego, existían ciertas crónicas antiguas. Dichas crónicas aseveraban
la existencia de dos óleos sobre el mismo tema: uno de ellos pintado por el propio
Leonardo, y el otro, una simple copia del primero. Los escritos se mostraban
desesperadamente vagos en cuanto a la firma de la copia. Ambos, según afirmaba
la leyenda, eran idénticos, excepto un detalle: un matiz diferenciante en los tonos
dados a las carnes de los personajes apiñados en derredor del estandarte. La
leyenda cuenta que el Leonado poseía tonos de carnes más obscuros, una
distinción sutilísima, por cuanto las crónicas insistían en que sólo colocándolos el
uno al lado del otro podrían diferenciarse sin dejar lugar a dudas. De modo que...
—Interesante —musitó Ellery—. Mr. Knox, ¿sabía usted todo esto?
— ¡Desde luego! Y también Khalkis —Knox se columpió sobre sus talones—.
Como dije, tenía este cuadro, y cuando Khalkis me vendió el otro, era fácil ponerlos
juntos y ver cuál era el Leonardo. Pero ahora —hizo una mueca— eso es imposible
después de desaparecido el Leonardo... ¡Condenado sea el ladrón!
— ¿Eh? —Johns le miró perplejo y luego sonrió de nuevo—. Bueno, supongo
que nada de eso es cosa mía. Sea como fuere, ambas obras de arte fueron colocadas
juntas por el Museo Victoria y, con no poco alivio de sus entendidos, lograron
determinar que el cuadro descubierto por su representante viajero era el auténtico,
el único Leonardo. Poco después desapareció la copia. Los rumores decían que
había sido vendido a un riquísimo coleccionista norteamericano, el cual había
pagado por él una enorme suma de dinero a pesar de tratarse de una simple copia
—dirigió una mirada escrutadora a Knox, pero nadie dijo nada.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Johns cuadró sus hombros pequeñitos: —Por consiguiente, si el Leonardo del


Museo Victoria desapareciera de la vista por algún tiempo, sería difícil —o
prácticamente imposible— decidir cuál de los dos, examinados separadamente, es
el original. Con uno solo de ellos para juzgar, nunca podría estarse seguro de
nada...
— ¿Y éste, Mr. Johns? —preguntó Ellery. —Éste es, por cierto, o uno u otro —
murmuró el experto, encogiéndose de hombros—, pero sin su réplica poco... —se
interrumpió, enjugándose la frente—. ¡Desde luego, desde luego! ¡Soy un estúpido!
Esta tela es la copia. El original se encuentra bien guardado en el Museo Victoria.
—Sí, sí... ¡Así es! —dijo aprisa Ellery—. Si entrambos cuadros son tan
parecidos, Mr. Johns, ¿por qué uno de ellos es tasado en un millón y el otro en
algunos pocos millares de dólares?
— ¡Mi estimado señor! —prorrumpió el experto—. Realmente esa pregunta
suena un poco... ¡ejem... pueril, ridículamente infantil! ¿Cuál es la diferencia entre
un Sheraton genuino y una réplica moderna? Leonardo era el indiscutido maestro;
el autor de la copia, probablemente un discípulo del citado Lorenzo de Credi,
limitóse, simplemente, a duplicar la obra maestra de Leonardo, según reza la
leyenda. La diferencia esencial es el abismo que media entre el chef-d'oeuvre de un
genio y la copia perfecta de un artista bisoño. ¿Importa acaso que las pinceladas de
Leonardo fueran imitadas a la perfección? ¿Afirmaría usted, por ventura, que una
falsificación impecable de su firma entraña la misma autenticidad de su auténtica
firma?
Johns estremecía su cuerpecillo achacoso en un frenesí de gesticulaciones
indignadas; y Ellery, agradeciéndole con la debida humildad, le arreó hasta la
puerta. Y sólo cuando el experto hubo partido los demás recobraron el hálito vital.
— ¡Arte! ¡Leonardo! ¡Puff! —pronunció el inspector, disgustado con el mundo
entero—. ¡El caso está más enredado que nunca! ¡El oficio de detective ya puede
irse al hoyo! —alzó las manos al cielo con desesperación casi cómica.
—No veo tan malas las cosas —murmuró meditabundo el fiscal—. Las
declaraciones de Mr. Johns substancian, por lo menos, las explicaciones dadas por
Mr. Knox, aunque nadie sepa quien es quién. Ahora sabemos, al menos, que existen
dos cuadros y no uno solo, como pensábamos hasta el presente. De modo que
tendremos que dar con el ladrón del otro cuadro y...
—No puedo comprender —dijo Pepper— el motivo por el cual el Museo
Victoria no informó palabra respecto al segundo cuadro. Después de todo...
—Mi estimado Pepper —respondió perezosamente Ellery—, ellos poseen el
original. ¿Para qué romperse la cabeza por una simple copia? Ésta no puede
interesarles... Sí, Sampson, tiene usted razón. El hombre que buscamos es el ladrón
del otro cuadro, el remitente de las cartas extorsionadoras a Mr. Knox, el bribón
que empleó el pagaré como papel de cartas y que, por ende, debe haber sido el
asesino de Gilbert Sloane y, en su carácter de socio de Grimshaw, el matador de
este último y el que hizo caer a Georg Khalkis.
—Un resumen excelente —dijo el fiscal, sarcástico—. Ahora que se tomó el
trabajo de sintetizar todo cuanto conocemos, convendría que nos dijera lo que NO
SABEMOS, vale decir, la identidad de ese hombre.
Ellery suspiró:
— ¡Sampson, Sampson! ¡Siempre sobre mis huellas, tratando de
desacreditarme, de exponer mis innúmeras faltas al mundo entero!... ¿De veras
anhela conocer el nombre de ese individuo?
El fiscal le miró torvamente. Queen comenzó a ojearle con aire interesado.

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— ¡Vaya! ¿Pregunta usted si me interesa conocerlo?—bramó el fiscal—. ¡Una


pregunta inteligente como pocas!.. Claro está que quiero saberlo —sus ojos se endu-
recieron y la lengua pareció paralizársele unos instantes—. ¡Ellery! —murmuró
quedamente—. ¿De veras le conoce usted?
—Sí —dijo Knox— ¿Quién diablos es, Ellery?
El muchacho sonrió:
—Celebro que usted me lo haya preguntado, Mr. Knox. Relea usted
concienzudamente sus libros favoritos, pues un número no escaso de ilustres
caballeros repitieron eso en múltiples formas: La Fontaine, Terencio, Coleridge,
Cicerón, Juvenal, Diógenes. Es una inscripción grabada sobre el templo de Apolo,
en Delfos, y atribuida a Tales, Pitágoras y Solón. En latín es: Ne quis nimis. Y en
nuestra lengua: Conócete a ti mismo. ¡Mr. James J. Knox! — pronunció Ellery, en
el tono más elocuente del mundo—. ¡Considérese detenido!

32.

¿Sorprendido? ¿Pasmado? El fiscal de distrito Sampson lo negó luego


rotundamente. Sostuvo toda aquella noche que, desde el principio mismo, había
abrigado ciertas sospechas vagas de Knox. Por otra parte, su inmediata avidez de
explicaciones era significativa. ¿Por qué? ¿Cómo? El hombre llegó, incluso a
ponerse preocupado. Pruebas... ¿Dónde estaban esas pruebas?... Su trabajado
cerebro concretaba el caso presentado ante los tribunales... Y el corazón le
susurraba que el caso era un hueso duro de roer...
El inspector no dijo nada... Aliviado, dirigía miradas escrutadoras al perfil
impenetrable de su hijo. El impacto dado por las sensacionales revelaciones, el
derrumbe horrible de Knox y su casi milagrosa reacción, el chillido de horror de
Joan Brett...
Ellery dominaba la escena sin alardes jactanciosos. Rehusó explicarles nada
con tercos movimientos de cabeza, mientras el inspector Queen solicitaba ayuda al
Departamento de Policía, y James J. Knox era despachado, silenciosamente, del
cuarto. No, afirmaba, esa noche no diría nada; mañana por la mañana... Sí... tal vez
mañana por la mañana...
El sábado 6 de noviembre por la mañana reuniéronse los actores del
enmarañado drama. Ellery insistió en que no sólo explicaría el caso al mundillo
oficial, sino también a las atormentadas víctimas del caso Khalkis y, desde luego, a
los clamorosos caballeros de la prensa. El sábado por la mañana los diarios
publicaron grandes titulares anunciando la detención del magnate; rumoreábase
que cierto dignatario, perteneciente a esferas cercanas al presidente, había dirigido
una comunicación personal al alcalde de Nueva York, cosa que, probablemente, era
cierta, pues el alcalde hizo zumbar los cables toda la mañana, exigiendo
explicaciones claras al comisionado, que sabía menos que él; al fiscal de distrito
Sampson, quien tornábase gradualmente frenético de desesperación; al inspector
Queen, el cual sacudía su canosa cabeza, limitándose a decir a todos los
consultantes oficiales un seco: "¡Aguarde!" El cuadro descubierto en casa de Knox
había sido puesto a cargo de Pepper a los efectos de guardarle en el despacho del
fiscal Sampson hasta el momento de la vista del proceso contra Knox; Scotland
Yard había sido notificado de que el zarandeado Leonardo figuraría como prueba

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

dentro de la batalla legal que se perfilaba ya en lontananza, pero que sería


entregado al Museo Victoria tan pronto como el jurado integrado por sus pares
decidiera la suerte de James J. Knox.
La oficina del inspector Queen era demasiado pequeña para contener el
crecido concurso de críticos en potencia que Ellery insistiera en reunir en ella. Un
selecto grupo de periodistas, los Queen, Sampson, Pepper, Cronin, Mrs. Sloane,
Joan Brett, Alan Cheney, los Vreeland, Nació Suiza, Woodruff, el comisionado de
policía, el jefe inspector y un caballero muy intranquilo, cuyos dedos recorrían de
continuo el espacio comprendido entre el cuello y el pescuezo, y a quien algunos
"linces" identificaran como a uno de los más íntimos correligionarios del alcalde,
reuniéronse en una vastísima sala del Departamento de Policía, especialmente
acondicionada para esta reunión trascendental. Al parecer, Ellery Queen presidiría
aquella conferencia, procedimiento éste de lo más antiortodoxa, y ante el cual rabió
Sampson, pasmóse el representante del alcalde y refunfuñó el comisionado de
policía,
Con todo, Ellery no era hombre capaz de dejarse amilanar. La sala tenía un
estrado, y sobre este estrado se puso el joven igual que un maestro a punto de
dictar una lección a un aula rebosante de niños boquiabiertos; detrás de él
negreaba un pizarrón y ante éste se erguía nuestro amigo, muy rígido, muy tieso,
muy digno, con las gafas recientemente pulidas y repulidas. En los fondos de la
cámara, Cronin, ayudante del fiscal, susurró a oídos de éste:
—Henry, amigo mío, el caso se presenta mal a más no poder. James J. Knox
se apresta a luchar con dientes y uñas y me estremezco pensando en lo que nos
pasará si llega a vencernos.
Sampson no replicó; de hecho, no había nada que decir...
Ellery comenzó quedamente, bosquejando, en rápidas frases todos los hechos
y deducciones de análisis previos, en exclusivo beneficio de los que no se hallaban
al tanto del desarrollo del caso. Después de explicar los incidentes tocantes a la
llegada de las cartas extorsionadoras, el joven hizo una pausa, humedeciéndose los
labios; exhalando un hondo suspiro, zambullóse de firme en el corazón de sus
nuevos argumentos:
—El único que podría haberlas remitido —dijo— era alguien que sabía que
James Knox se hallaba en posesión del cuadro hurtado, cosa que ya he puesto
previamente de manifiesto. El hecho de que Knox poseyera la tela en cuestión fue
mantenido, por ventura, en el más estricto secreto. Ahora bien, ¿quiénes, aparte del
grupo de investigadores, conocían tal hecho? Dos personas, y sólo dos personas:
primero, el cómplice de Grimshaw, sindicado ya en análisis previos como asesino
de Grimshaw y Sloane; y segundo, el propio Knox, hecho éste no considerado en su
hora por ninguno de nosotros.
"¡Muy bien! La circunstancia de que las cartas extorsionadoras fueran
dactilografiadas en sendas mitades del pagaré de Khalkis demuestra,
categóricamente, que el remitente de las mismas era el asesino de Grimshaw y de
Sloane, vale decir, el propio socio del primero, por cuanto el criminal era el único
en condiciones de retener en su poder el pagaré substraído del cuerpo de
Grimshaw. Sírvanse grabar esto en la mente, pues se trata de una "piedra"
importante dentro de nuestra estructuración lógica.
"Por añadidura, ¿qué descubrimos examinando las misivas extorsionadoras?
Pues que la primera de ellas fue mecanografiada en una máquina "Underwood", la
misma máquina empleada por el homicida para escribir el anónimo contra Sloane,
en el cual revelábase, incidentalmente, que éste era hermano de Grimshaw. La
segunda carta llegó escrita con "Remington". En la dactilografía de esta última se

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deslizó una pista interesante. El mecanógrafo cometió un error al percutir el


número "3" en la cifra compuesta de $ 30.000; y de conformidad con esta
equivocación es aparente que el signo correspondiente al registro de las
mayúsculas, en el número "3", no pertenece al teclado ordinario. Permítanme
demostrarles gráficamente la forma en que aparecían los números integrantes de la
cifra 30.000 en la nota aludida, todo lo cual contribuirá a explicar y esclarecer esta
demostración.
Volvióse y escribió rápidamente sobre el pizarrón los siguientes símbolos:

—Sírvanse observar, caballeros —continuó Ellery, girando sobre sus talones


de nuevo—, que el error del dactilógrafo consistió en no soltar por completo la
palanca de cambio luego de percutir la tecla del dólar —$— con el resultado de que
la tecla subsiguiente, el ser percutida, dejó una impresión irregular, rota, sobre el
papel. Naturalmente, el mecanógrafo retrocedió y reimprimió el número "3", cosa
ésta carente de importancia; lo importante es que quedaron las ligeras y quebradas
impresiones de la tecla "3". Ahora bien, ¿qué ocurre cuando alguien comete este
error vulgarísimo, el error de no soltar por completo la palanca de cambio para las
"mayúsculas" cuando se va a imprimir un signo del teclado inferior? Pues esto,
simplemente: el espacio correspondiente a la minúscula queda en blanco; un poco
arriba del espacio mencionado aparece una impresión de la parte inferior del signo
superior; un poco más abajo, la de la parte superior del signo inferior. Observen
ustedes nuestro caso particular en este esquema trabado grosso modo sobre la
pizarra. ¿Está claro esto?
El concurso asintió al unísono.
— ¡Espléndido! Supongamos, por unos instantes, que tenemos delante la tecla
correspondiente al signo "3" intercalada en todos los teclados de máquinas de
escribir de fabricación nacional —continuó Ellery—. ¿Qué es lo que podríamos ver?
Pues que el número "3" ocupa la parte inferior de la tecla y el signo # la parte su-
perior. Permítanme mostrárselo —volvióse de nuevo al pizarrón y escribió el
símbolo de "número"—. Sencillo, ¿verdad? —dijo tornándose—. Voy a demostrarles
ahora que el error cometido en la dactilografía de la segunda carta extorsionadora
NO INDICA un teclado "standard", al menos en cuanto se refiere a la tecla "3". En
efecto, en donde el signo decapitado, impreso sobre el "3" retrocedido, debiera
mostrar la parte inferior del símbolo de "número", aparece un garabato distinto en
absoluto al aludido anteriormente. Y se trata, de hecho, de un signo harto extraño:
un "gancho" hacia la izquierda y una línea curva que, arrancando del "lazo", corre a
nuestra derecha.
El muchacho absorbía la atención de la concurrencia como si les mantuviera
encadenados a sus asientos. Inclinándose adelante, prosiguió:
—Es obvio, pues, como ya dije, que la máquina "Remington", con la cual se
escribiera la segunda misiva extorsionadora cuenta con un signo peculiar en la
sección "mayúsculas" de la tecla del "3", en lugar del ordinario símbolo de
"número" —sacudió la cabeza en dirección al # trazado sobre el pizarrón— que le
corresponde. Es obvio, asimismo, que esta suerte de "lazo" es, simplemente, la

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

mitad inferior de un signo completo. ¿Cuál es la conformación general de este


símbolo? ¿Cómo es su mitad superior? —Ellery se irguió calmosamente—.
Recapacitemos unos instantes y observemos luego ese garabato trazado sobre el
número "3" del pizarrón.
Aguardó y todos aguzaron los ojos. Pero nadie contestó:
—Es realmente terminante esta observación mía —murmuró Ellery, zumbón
—y me asombra que ninguno de los presentes, en especial los periodistas, lo haya
identificado. Afirmo, con plena convicción, y me atrevo a desafiar a cualquiera a
demostrarme lo contrario, de que ese "gancho" o "lazo" corresponden a la mitad in-
ferior del único signo en el mundo concebible de encontrarse en una máquina de
escribir, y ese signo es el que se asemeja a una "L" mayúscula, cruzada en su fuste
por un palillo... ¡En otros términos, es el símbolo de la libra esterlina británica!
Se elevó en la sala un murmullo de aprobación y asombro:
— ¡Muy bien! Sólo nos resta entonces examinar una "Remington", destinada,
desde luego, al mercado nacional, cuyo símbolo, para las "mayúsculas" en la tecla
del "3", corresponde al de la libra esterlina. Calculemos las probabilidades
matemáticas de que una "Remington" norteamericana tenga dicho signo en esa
tecla: creo que nuestros cálculos ascenderían a millones. En otras palabras, si
halláramos una máquina en esas condiciones militarían a favor mío todos los
derechos, matemáticos y lógicos, de sostener que esa máquina es la misma utilizada
en dactilografiar la segunda carta extorsionadora.
Ellery gesticuló ampliamente:
—Esta explicación previa es esencial para la mejor comprensión de lo que
pasaré a enumerarles. Sírvanse escucharme con atención. Descubrí, mientras
conversaba con James J. Knox en el período en que Sloane era considerado suicida,
y antes, por consiguiente, de la recepción de la primera carta extorsionadora, de
que Knox tenía en su poder una nueva máquina en la cual se reemplazó una de las
teclas. Averigüé esto accidentalmente visitando a Knox; nuestro hombre daba
instrucciones a Miss Brett en el sentido de llenarle un cheque en pago de una
factura correspondiente a una máquina de escribir nueva, recomendándole no
olvidase de adicionar una determinada suma de dinero en pago del "reemplazo de
una tecla". Además, por la propia Miss Joan Brett descubrí, en el mismo período,
que esa máquina era una "Remington", pues ella lo mencionó específicamente; y
averigüé, asimismo, que se trataba de la única máquina de escribir de la casa; Knox
instruyó a Miss Brett de remitir la vieja a la Sociedad de Beneficencia. Miss Brett
comenzó a dactilografiar cierta nota con algunos números de serie; se detuvo de
sopetón y echando a un costado la hoja, dijo que tendría que escribir la palabra
"número". Desde luego, lo subrayado es mío... Y aunque en ese momento, eso no
significaba nada para mí, comprendí que la "Remington" de James Knox, la única
máquina de escribir de la casa, no tenía el signo de "número", ¿caso contrario,
porqué Miss Brett tenía que escribir la palabra "número"?, y que en ella había sido
reemplazada una de las teclas. Ahora bien, dado que en la nueva máquina de
escribir se había reemplazado una tecla, y que en ella faltaba el signo co-
rrespondiente a "número", por lógica estricta se comprende que la tecla del símbolo
de "número" era la que había sido reemplazada. ¡Una lógica elemental! Sólo me
restaba, pues, descubrir un nuevo hecho para completar mis argumentos; si en la
tecla reemplazada descubría el signo de la libra esterlina sobre el "3", lugar en que
tendría que encontrarse el signo de "número", entonces podría afirmar,
justificadamente, que esa "Remington" era, probablemente, la máquina utilizada
para dactilografiar la segunda carta extorsionadora. Naturalmente, sólo necesitaba
echarle una ojeada a la máquina para esclarecer este punto después de la llegada de

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la segunda misiva en cuestión. Y bien, el símbolo estaba allí, señoras y señores... De


hecho, el señor fiscal Sampson, su ayudante Pepper y el inspector Queen
recordarán que podrían haber comprobado ese hecho sin examinar el teclado de
esa máquina; en efecto, ese día, el inspector redactó un telegrama, una de cuyas
frases contenía las palabras correspondientes a "ciento cincuenta mil libras
esterlinas"; cuando Miss Brett hubo copiado el mensaje de Queen en la máquina de
escribir, observé que ella no había usado la palabra "libras", sino el símbolo
correspondiente de la "L" mayúscula, cruzada por un palillo. Aun cuando nunca
hubiera visto la máquina con mis propios ojos, el simple hecho de que Miss Brett
imprimiera el signo de la "libra esterlina" en el cablegrama, acoplado con otros
factores, tornaría inevitable esa deducción... La prueba, tan matemáticamente
segura como puede serlo cualquiera otra prueba extraída por deducciones, me saltó
a la cara: la máquina utilizada para mecanografiar la segunda carta extorsionadora
había sido la de Mr. James Knox.
Los periodistas sentábanse en primera fila; sus anotaciones crecían de bulto
como Alicia en el país de las maravillas. No se percibía el menor ruido salvo el de
las agitadas respiraciones y el rechinar de los lápices. Ellery desmenuzó una colilla
debajo de su zapato, desentendiéndose de reglamentos policiales y de los dictados
de la urbanidad ciudadana.
— ¡Eh bien! —dijo plácidamente—, nous jaisons des progrés. Efectivamente,
sabemos que, desde el momento en que Knox recibió la primera carta
extorsionadora, él no permitió la entrada de visitante alguno en su casa, ni siquiera
la de Mr. Woodruff, su abogado incidental. Eso significa que las únicas personas
que podrían haber usado la máquina de Knox para dactilografiar la segunda nota
eran las siguientes: el propio Knox, Miss Brett y los miembros de la servidumbre de
la mansión Knox. Ahora bien, en razón de que dichas cartas habían sido escritas al
dorso del pagaré, dividido en mitades iguales por el criminal, se deduce que uno de
los individuos del grupo antes mencionado era el asesino.
Ellery prosiguió hablando con tanta rapidez que cierto movimiento fugaz,
producido en el fondo del salón —de hecho, sobre el asiento en que se sentaba el
inspector Queen —pasó inadvertido. Una sonrisa sombría enarcó los labios del
joven ante aquella deliberada sofocación de una posible crítica paterna: —
Eliminemos. ¿Sería el extorsionador uno de los sirvientes? No, pues ninguno de
ellos estuvo en casa de Khalkis durante el período de nuestras primeras inves-
tigaciones y, por consiguiente, no podría haber estado en condiciones de "plantar"
las pistas falsas contra Khalkis, primero, y luego contra Gilbert Sloane; una caracte-
rística esencial de nuestro criminal es ésa su manía de "sembrar pistas".
De nuevo se produjo un movimiento irritado hacia el fondo, y otra vez Ellery
reanudó aprisa sus observaciones:
— ¿Podría haber sido Miss Brett?... No, pues si bien se encontraba en casa de
Khalkis durante el período en que el asesino "sembró" las pistas falsas, de modo al-
guno podría considerársele "cómplice" de Grimshaw, otra calificación necesaria del
criminal. ¿Cómo sabemos que ella no fue socio de Grimshaw desentendiéndose de
lo grotesco del pensamiento? ¡Muy simplemente! — hizo una pausa, buscó los ojos
de Joan y descubriendo un brillo consolador en sus pupilas, continuó rápidamente
—: Miss Brett me confesó que, desde hace cierto tiempo —y aun sigue siéndolo—
trabaja como pesquisante al servicio del Museo Victoria.
Una oleada de exclamaciones de asombro ahogó sus palabras. Por un tiempo,
la reunión pareció condenada a volar por los aires; pero Ellery golpeó sobre el piza-
rrón, exactamente igual que un maestro y el estruendo se fue apagando hasta morir
por completo. Continuó adelante con su exposición, sin mirar a Sampson, Pepper o

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

a su propio padre, los cuales le contemplaban con entremezcladas expresiones de


reproche y furia.
—Como decía anteriormente, Miss Brett me confesó que trabaja para el
Museo Victoria en calidad de pesquisante secreto, ganando acceso a la mansión de
los Khalkis con el único propósito de hallar rastros del hurtado Leonardo. Ahora
bien, Miss Brett me hizo esta confesión después del aparente suicidio de Gilbert
Sloane y antes, por consiguiente, de la recepción de la primera carta de extorsión.
En aquel momento me mostró algunos pasajes de vapor, pues abrigaba el propósito
de regresar a Gran Bretaña. ¿Por que? Pues porque ella sentía que había perdido la
pista del cuadro en cuestión, y que ya no era más necesaria en una investigación
detectivesca demasiado embrollada para ella. ¿Qué significaba esa adquisición de
pasajes para su país natal? Obviamente, que ella ignoraba el paradero del
Leonardo, pues de otra manera habría permanecido en Nueva York; su misma
intención, de regresar a Londres constituía una prueba rotunda de su falta de
conocimientos al respecto. En cambio, ¿cuál es la característica primordial de nues-
tro criminal? ¡Pues que él sabía dónde se hallaba el cuadro! En otras palabras,
Miss Brett no podría haber sido el asesino ni escrito la segunda carta
extorsionadora. .. o la primera, ya que ambas fueron dactilografiadas por la misma
persona.
"¡Muy bien! Si eliminamos a Miss Brett y a los sirvientes como sospechosos,
sólo nos resta el propio Knox como remitente de la segunda carta y por ende, como
socio y asesino de Grimshaw.
"¿En qué forma demostrarlo? Knox satisface todos los requisitos esenciales
del criminal; en efecto, se encontraba en casa de Khalkis durante el intervalo en
que fueron colocadas esas pistas falsas contra el primero; además —y perdóneseme
la digresión—, ¿por qué Knox se presentó ante las autoridades confesando ser el
tercer hombre, después de tomarse tanto trabajo en demostrar que nunca hubo ese
tercer hombre? Por una razón muy sencilla: Miss Brett ya había pulverizado la
teoría de la no existencia del tercer hombre con su relación concerniente a las tazas
de té, y ello, en su presencia; de modo, pues, que Knox nada tenía que perder y sí
mucho que ganar fingiendo venir en ayuda de nuestras penosas investigaciones, un
movimiento pleno de audacia para apoyar su pretendida inocencia. Knox encaja,
asimismo, en el molde del caso Sloane; él podría haber sido la persona que
acompañó a Grimshaw al Hotel Benedict, enterándose, de esta forma, que Sloane y
Grimshaw eran hermanos, tras lo cual decidió enviar ese anónimo para enredar
mañosamente a Sloane; como asesino poseía, además, el testamento substraído del
ataúd de Khalkis y por ende, podría haberlo colocado en los sótanos de su casa
contigua a la de Khalkis y dejado la llave de la puerta en la tabaquera de su víctima;
y finalmente, en calidad de criminal, poseía el reloj de Grimshaw, hallándose, por
ende, en condiciones de esconderlo en la caja fuerte de Sloane luego de asesinarlo
en las Galerías Khalkis.
"Sin embargo, ¿por qué escribió esa carta a sí mismo, urdiendo un presunto
robo de su cuadro? Por una razón excelente: públicamente desacreditado y
desmentido el supuesto suicidio de Sloane, él sabía que la policía continuaba a la
caza del asesino. Además, las autoridades ejercían presión sobre él en el sentido de
devolver el cuadro a su legítimo dueño; escribiéndose esas misivas
extorsionadoras hacía aparecer como que el criminal, todavía en libertad, no era
Mr. James J. Knox, y que algún extraño las había remitido; desde luego, jamás
habría escrito las cartas de saber que descubriríamos después que habían sido
dactilografiadas con su propia máquina de escribir "Remington".

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

"Ahora bien, al robarse a sí mismo el cuadro en cuestión, nuestro inteligente


amigo afianzaba su ilusión, fingiendo que ese extraño de mentirillillas había atraído
a la policía fuera de la casa a objeto de hurtarle el Leonardo; estropeó su propio
sistema de alarma contra ladrones a fin de que, cuando regresara la policía del
edificio del "Times" con las manos vacías, dicho sistema de alarma demostrara que
el cuadro había sido substraído durante nuestra infructuosa caza del delincuente.
Un plan astuto, de hecho; pues la desaparición de la pintura eliminaba su
obligación de devolverlo al Museo Victoria, conservándola, en cambio, en su poder,
libre ya de todo inconveniente futuro...
Ellery sonrió hacia los fondos del salón:
—Ya veo que el señor fiscal Sampson se muerde los labios con rabia y
preocupación. Mi estimado Mr. Sampson, es evidente que usted anticipa los
argumentos de los señores abogados de Knox, ¿verdad? Es indudable que ese
selecto conjunto de luminarias legales intentará demostrar, mediante la
presentación de ejemplos del estilo ordinario dactilográfico de Knox, de que los
mismos difieren del de las dos notas extorsionadoras que usted le acusará de haber
escrito contra sí mismo. No se aflija usted por eso, amigo mío: será evidentísimo
para cualquier jurado que Knox alteró deliberadamente su habitual estilo
mecanográfico: espaciado, puntuación, percusión en determinadas teclas, etc., etc.,
a fin de robustecer la simulación de que las mismas fueron escritas por otra
persona que él...
"En cuanto a los cuadros en sí mismos, caben dos suposiciones: 1), que Knox
los tenía a los dos, como afirma, o 2), que sólo poseía uno de ellos, el adquirido a
Khalkis. Si tenía uno solo, mintió entonces en cuanto a habérselo hurtado, pues
encontré uno en su casa después de afirmar que había sido robado. Y cuando vio
que lo había encontrado, se apresuró a echar mano de la historia relativa a las dos
telas para hacernos creer que todo el tiempo ellas habían estado en su poder, y que
la que encontráramos era la copia, habiendo sido hurtado el original por el
supuesto ladrón-asesino. Esto es cierto. Sacrificó la tela, pero salvó su pellejo... ¡o
creyó salvarlo!"Por otro lado, si realmente poseyó esos dos cuadros, entonces el que
descubrí es, o el Leonardo o bien la copia, y no existe forma de identificar el
verdadero hasta que hayamos encontrado la otra tela, inevitablemente escondida
por Knox en algún lugar secreto. Sea cual fuere el cuadro que al presente se
encuentra en poder del fiscal, resta aún el otro en manos de Knox, y este otro no
puede presentarlo Knox a las autoridades, pues ya se pisó a sí mismo al afirmar que
había sido hurtado por algún extraño a la casa. Mi querido fiscal, si usted puede
encontrar esa otra tela en algún lugar de las dependencias de la casa de Knox, o
descubrirla en cualquier otro punto y demostrar que el propio Knox la colocó allí, el
caso contra él quedará más robustecido que nunca.
Sampson, a juzgar por su rostro adusto, parecía dispuesto a rebatirle ese
argumento; al parecer, el hombre no consideraba tan "robusto" el caso contra Knox
como Ellery. Éste, empero, no le permitió exteriorizar sus pensamientos y continuó
sin pausa:
—En resumidas cuentas —aseveró—, el asesino necesitaba poseer esas tres
clasificaciones. Una: hallarse en condiciones de sembrar las falsas pistas contra
Khalkis y Sloane; dos: ser el remitente de las cartas extorsionadoras; y tres:
encontrarse en casa de Knox a los efectos de poder dactilografiar la segunda carta.
Esta tercera calificación incluye a los sirvientes de Knox, a éste mismo y a Miss
Brett. La calificación una elimina a los criados, la dos a Miss Brett, y como sólo nos
resta Knox, el cual encaja a maravillas en las tres calificaciones, él debe ser el
criminal.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Nadie podía haber afirmado que el inspector Richard Queen se regodeaba


ante el público triunfo de su vástago. Concluidas las inevitables preguntas,
felicitaciones, discusiones y disturbios periodísticos —y es notable señalar que
entre los cronistas menudearon meneos y encogimientos de hombros— los Queen
se retiraron al santuario del despacho del inspector, y éste dio rienda suelta a su
malestar interior, que hasta ese instante reprimiera a duras penas; y Ellery sintió
en carne viva todo el impacto del descontento paterno.
Apresurémonos a consignar, como síntoma importante, que el propio Ellery
distaba cien leguas de presentar el insolente aspecto del triunfador. Antes al
contrario, sus delgadas mejillas endurecíanse en largas arrugas de preocupación y
sus pupilas reflejaban cansancio y excitación nerviosa. Fumaba cigarrillo tras
cigarrillo, aplastado por alguna aflicción interna, evitando con cuidado los
acusadores ojos de su progenitor.
El anciano rezongaba en términos que no daban lugar a dudas:
— ¡Diantres! ¡Demonios coronados! —bramaba—. Si no fueras mi hijo te daba
aquí mismo de puntapiés hasta cansarme. Nunca en mi vida escuché una sarta peor
de disparates que abajo con... —se estremeció de terror—. Ellery, recuerda bien mis
palabras. ¡Aquí se producirá un lío de ordago! Esta vez mi fe en ti se ha venido...
Bueno, que me has dejado peor que nunca. Y Sampson... ¡Demonios! Henry, no es
ningún necio; cuando se marchó de la sala vi, más claro que el sol, que el tipo se au-
guraba la más furiosa batalla legal de todos los tiempos. Ese caso no hará pie ante
los jueces, muchacho... ¡nunca jamás! No existen pruebas. ¡Ni motivos! Nada...
¡menos que nada!... Tú no has dicho palabra al respecto. ¿Por qué Knox asesinó a
Grimshaw, tonto? Seguramente que es muy bonito emplear esa fementida lógica
tuya para demostrarnos, matemáticamente o como demontres te dé la gana, de que
Knox es nuestro hombre; pero, ¿y los motivos del crimen? ¡Los jueces exigen mo-
tivos, y no lógica! La cosa está que arde y aquí se nos va a venir el mundo abajo.
Knox está en la cárcel, defendido por los mejores abogados del país... y esos legule-
yos, pobre hijo tarambana, esos bribones agujerearán de tal modo tu seudo caso
que dentro de poco parecerá un perfecto queso Gruyere... Sí, tan lleno de agujeros
como un...
A esta altura del discurso, Ellery se estremeció de pies a cabeza. Durante la
perorata paterna había escuchado con paciencia, incluso asintiendo, como si el
inspector dijera lo que aguardaba y que, si bien no le daba precisamente la
bienvenida, no creía que se trataba de argumentaciones insuperables. Ahora,
empero, se irguió de un salto, y una nube de alarma temerosa cruzó por su rostro
varonil:
— ¿Tan Heno de agujeros como qué, papá? —preguntó—. ¿Qué quieres decir?
— ¡Aja! vociferó el policía—. Eso parece sublevarte, ¿eh? Imaginabas que el
viejo es un idiota, ¿verdad? Tal vez Henry no se percató de ello, pero yo, sí, y si tú
no lo viste, eres más imbécil todavía que él —palmeó la rodilla de Ellery—. Oye,
Ellery Sherlock Holmes Queen, dijiste que eliminarías a todos los sirvientes en
razón de que ninguno de ellos había estado en casa de Khalkis durante el período
en que el criminal "sembró" las pistas falsas.
— ¿Y qué?
— ¿Y qué, hijo? Pues que eso suena muy bien. Magnífico. ¡Soberbio! ¡De
acuerdo! Pero mi precioso y malaventurado hijito —dijo el anciano con acento
amargo—, tú no profundizaste bastante ese punto, por lo que veo. Eliminaste a

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

cada uno de los criados como asesino; pero, ¿por qué alguno de ellos no pudo
haber sido cómplice de un asesino de ajuera? ¡A ver qué respondes a esto!
Ellery no replicó; suspirando, dejó así las cosas. El policía, desplomándose
sobre una silla giratoria, exhaló un resoplido de descontento:
—Vaya una omisión imbécil... ¡Y cometerla tú, tan luego tú, Ellery! ¿Sabes que
me sorprendes? Este caso alteró tus facultades mentales. De hecho, cualquiera de
los sirvientes podría haber sido sobornado por el matador de Grimshaw y Sloane
para dactilografiar la segunda carta en la máquina de Knox, mientras él se
mantenía apartado de allí y gozando de una espléndida impunidad. No digo que
esto sea cierto, hijo, pero jugaría mil dólares contra un puntapié en salva sea la
parte que los picapleitos de Knox pondrán este punto de relieve ante los jueces, y
en ese caso ¿qué quedará de tu argumento que elimina a todos hasta dejar sólo al
viejo? ¡Bah! Tú lógica es falsa como el demonio.
Ellery asintió con humildad:
— ¡Brillante deducción, papá, brillantísima! Espero... ejem!... confío en que
ningún otro pensará ahora en eso...
—Bueno —refunfuñó el inspector, con ceño torvo—; Henry no lo pensó
siquiera, pues de lo contrario ya nos lo hubiera disparado en pleno rostro y a voz en
cuello. Es un consuelo, por lo menos... Oye, hijo, y no te ofendas. Es evidente que tú
conocías esa objeción desde el principio«mismo. ¿Por qué no la subsanas ahora,
antes que sea demasiado tarde y me cueste el puesto... y el de Henry?
— ¡Oh! ¿Pides que subsane ese error, papá? —Ellery se encogió de hombros—.
¡Cielos! ¡Qué cansado me siento!... Bueno, voy a decírtelo en seguida, mi querido y
sufrido antepasado. ¡Por la sencilla razón de que no me atrevo!
El inspector meneó la cabeza:
—Creo que te has vuelto chiflado, hijo —murmuró—. ¿Qué quieres decir con
que no te atreves? ¿Acaso ésa es una razón lógica? Bueno, digamos que es por
Knox. ¡Pero el caso, muchacho, el caso! Proporciónanos algo más definitivo y
concreto para trabajar, Ellery; sabes bien que te respaldaré hasta el fin, si veo que
estás convencido de la verdad de cuanto afirmas.
— ¡Cuan bien conozco eso! —bisbiseó Ellery—. ¡La paternidad es una cosa
maravillosa! Sólo existe algo más maravilloso aun y es la maternidad... Papá, ahora
no puedo agregar una sola palabra más. Diré, en cambio, y tú podrás aceptar mis
palabras en lo que valen, considerando su fuente objetable, que ¡el más grande de
los acontecimientos de este estupendamente enmarañado caso está aún por
ocurrir!

33.

Y fue durante este período que una brecha amplia abrióse entre padre e hijo.
Compréndese fácilmente la psicología del inspector: aplastado literalmente por la
extraña sucesión de acontecimientos, emocionalmente liquidado, el hombre
primitivo emergió en él, amenazando por horas desnudar sus dientes ante el más
leve estremecimiento de Ellery, que la mayor parte del tiempo se mantenía
silenciosamente inmóvil. El anciano, presintiendo algo malo en el aire, incapaz de
señalar con el dedo un hecho material, tangible, reaccionó en su forma
característica: bramó y rabió y tornó un infierno las vidas de sus subordinados y

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

durante ese tiempo su cólera se desvió, oblicuamente, en dirección a la gacha ca-


beza de su hijo.
En varias ocasiones hizo un movimiento como para abandonar el despacho y
era en esos momentos cuando Ellery parecía revivir de nuevo; y escenas de
creciente irritación suscitábanse entre ambos.
—No debes salir. Aguarda aquí. ¡Por favor!
Una vez el inspector se rebeló y salió; y Ellery, curvado sobre el teléfono, tenso
como un perdiguero al acecho, se sintió invadido de nerviosidad y sus dientes mor-
dieron el labio inferior hasta arrancarle sangre. Sin embargo, la. resolución del
policía fue débil, regresando a poco, carirrojo y enfurruñado, continuando aquella
espera inexplicable con creciente perplejidad. El rostro de Ellery se iluminó;
desplomóse de nuevo en su silla, con el teléfono a mano, aguardó, armándose de
paciencia y pensando con furia, con rabia, con increíble tesón...
Las llamadas telefónicas llegaban con monótona regularidad. De quiénes eran
y qué significaban, constituía un profundo misterio para el inspector; pero cada vez
que el timbre repiqueteaba, Ellery saltaba sobre el aparato como si en ello le fuera
la vida. Todas las veces recibió una desilusión profunda; escuchó sombríamente,
asintiendo, y luego de agregar algunas palabras indiferentes, colgaba.
En cierta ocasión, el inspector llamó al sargento Velie, descubriendo,
pasmado, que el fidelísimo sargento no se había presentado al Departamento de
Policía desde la noche anterior; y que nadie sabía dónde paraban sus huesos y que
su propia "cara mitad" no podía explicar su ausencia prolongada. El caso era serio,
y las narices del anciano se alargaron un palmo y sus quijadas se cerraron ' con
ruido seco, presagiando borrasca para el desventurado sargento. Con todo, había
aprendido su lección y no dijo esta boca es mía; y Ellery, que quizá nutría cierto
resentimiento contra su padre por haber dudado de sus facultades detectivescas, se
cuidó mucho de esclarecerla. Durante la tarde, el inspector se vio obligado a llamar
a varios integrantes de su cuerpo de detectives por asuntos vinculados con el caso
Grimshaw; y con inmenso asombro, descubrió que varios de ellos, entre los cuales
figuraban sus hombres más fieles —Hagstrom, Piggot, Johnson —también brillaban
por su inexplicable ausencia.
—Velie y los demás salieron en cumplimiento de una importantísima
diligencia —dijo Ellery, quedamente— por órdenes mías.
— ¡Tus órdenes! —el policía apenas podía articular palabra. Su mente
divagaba en medio de una densa niebla de cólera al rojo blanco—. ¡De fijo sigues a
alguien!— agregó, trabajosamente.
Ellery asintió; sus ojos no se apartaban del teléfono.
Hora tras hora llegaban enigmáticos informes telefónicos para Ellery. El
inspector sofrenó con mano firme su creciente cólera —el peligro de una abierta
rebelión ya había desaparecido— y se engolfó con rabia en un tumulto de
procedimientos rutinarios. El día se prolongaba en el atardecer; Ellery ordenó un
refrigerio; ambos comieron en silencio. La mano de Ellery no andaba jamás lejos
del aparato.

Cenaron de nuevo en el despacho del inspector, sin apetito, mecánicamente,


envueltos en una atmósfera de temerosa bruma. Ninguno de los dos pensó en tocar
la llave eléctrica; las sombras se espesaban en el cuarto y el policía abandonó, con
disgusto, su trabajo. Sentados, aguardaron febrilmente.
Y sólo entonces, detrás de la puerta cerrada, Ellery revivió sus antiguos
afectos, y algo serpenteó entre ellos, y el joven comenzó a hablar. Y habló rápida y

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

seguramente, como si lo que decía se hubiera cristalizado en su mente después de


muchas horas de fría meditación. Y en tanto discurría, el último vestigio del mal
humor del inspector esfumóse de su cara, y una expresión de inmenso asombro
apareció en ella, cuartéandosela en infinitas arrugas acanaladas. De continuo
sacudía la cabeza, musitando:
—No lo creo, hijo. ¡Es imposible! ¿Cómo puede ser que él haya...?
Y al concluir Ellery su exposición, un reflejo avergonzado apareció en el seno
de sus pupilas. Sólo fue por unos instantes; luego sus ojos brillaron, y desde ese
momento también él observó el teléfono como si fuera una cosa viviente.
A la hora normal de abandonar el trabajo, el inspector llamó a su secretario
para dictarle algunas misteriosas instrucciones. El empleado se marchó en seguida.
Al cabo de unos quince minutos circuló por los corredores del Departamento
de Policía la noticia de que el inspector Queen había partido a su hogar,
aprestándose a reunir todas sus fuerzas para la inminente batalla contra los
abogados de Mr. James J. Knox.
No obstante ello, Queen continuaba sentado en su obscuro despacho,
aguardando con Ellery la llamada telefónica de sus subordinados. El aparato estaba
ahora conectado por una línea privada.
Afuera, en el cordón de la vereda, un automóvil policial, con dos hombres
adentro, había estado aguardando toda la tarde, con el motor funcionando.

Pasada la medianoche llegó, por fin, la ansiada llamada.


Los Queen entraron en acción con la velocidad del rayo. El teléfono
repiqueteaba estridentemente. Ellery, arrancando el receptor, bramó un
ensordecedor:
— ¿Qué hay?
Se oyó una respuesta apresurada.
— ¡En marcha! —gritó Ellery, colgando aprisa el tubo—. ¡A casa de Knox,
papá!
Precipitáronse fuera del despacho del inspector, cubriéndose trabajosamente
con sus sobretodos mientras corrían como locos por los corredores del edificio.
Descendiendo las escaleras hacia el automóvil estacionado, Ellery impartió
instrucciones como una ametralladora a los dos policías, y el coche salió volando
por las calles obscuras de Nueva York, con las sirenas ululando.
Las instrucciones de Ellery, empero, no les llevaron ala mansión de Knox
situada en Riverside Drive. El coche dobló por la calle 54, donde se alzaba la iglesia
y la mole sombría de la casa de los Khalkis. Las sirenas habían sido acalladas
algunas cuadras antes. Deslizándose sobre sus pies de caucho por el callejón
entenebrecido, el coche se detuvo, silenciosamente, junto al cordón de la vereda, y
los Queen saltaron fuera con una prisa del demonio. Sin vacilaciones, enderezaron
hacia las sombras que envolvían la entrada de los sótanos de la casa de Knox em-
plazada puerta por medio de la de Khalkis...
Ambos se deslizaban como fantasmas, sin hacer el menor ruido. Los
gigantescos hombros del sargento Velie surgieron de una zona abismada en
sombras, justamente debajo de los carcomidos peldaños. Un destello de luz cubrió
fugazmente a los Queen, apagándose al instante:
— ¡Adentro! —secreteó el sargento—. ¡Trabajemos rápido! ¡La casa está toda
rodeada! No puede escapar. ¡Pronto, jefe!
El inspector, calmo y aplomado como nunca, asintió; y Velie empujó
suavemente la puerta del sótano. Detúvose un momento en el antesótano y de

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

algún lugar surgió la sombra de un hombre. En silencio, los Queen tomaron sendas
linternas de su mano, y obedeciendo órdenes del inspector, Velie y Ellery las
envolvieron con pañuelos, tras lo cual los tres se escurrieron sigilosamente por el
entenebrecido sótano. El sargento, evidentemente familiarizado con el terreno,
rompía la marcha con el paso furtivo de un felino. La penumbrosa luz de sus
antorchas iluminaba borrosamente las tinieblas. Semejantes a indios en pie de
guerra, deslizáronse por el sótano, pasaron frente al espectral horno y comenzaron
a subir las escaleras. Al tope de las mismas, Velie hizo nueva pausa; cambió algunas
palabras apagadas con otro policía estacionado allí, y luego hizo señales de que le
siguieran, abriendo la marcha y penetrando, sigilosamente, en las tinieblas del
vestíbulo del piso bajo.
En tanto caminaban en puntillas por el corredor, el grupo se detuvo en seco
sin producir el menor ruido. Arriba se percibían hilillos de luz filtrándose por los
resquicios, el tope y el pie de una puerta.
Ellery tocó ligeramente el brazo al sargento. Velie volvió su enorme cabezota.
El joven susurró unas palabras. Y aunque no era visible, Velie sonrió,
despectivamente, en las tinieblas, mientras su mano, sepultándose en un bolsillo
interior, salía esgrimiendo un pesado revólver.
Destelló dos veces sobre el piso y al instante otras sombras renegridas
convergieron sobre ellos, desplazándose con infinitas precauciones. Siguió a ello un
diálogo apagado entre Velie y otro hombre, cuya voz le sindicaba como el detective
Piggot. Al parecer, todas las salidas estaban vigiladas... El grupo, a una señal del
sargento, escurrióse escaleras arriba rumbo a los traicioneros hilillos de luz. Ante la
puerta, todos parecieron petrificarse. Velie aspiró una gran bocanada de aire y
haciendo señales a Piggot y a otro detective de que se colocaran a su lado, tronó un
"¡AHORA!" retumbante, y los tres policías, los hombros de hierro de Velie en el
medio, se abalanzaron, rabiosamente, contra la puerta, haciéndola trizas como si
fuera de cartón, irrumpiendo en la habitación. Ellery y el inspector se precipitaron
adentro, y abriéndose todos en abanico, dirigieron los brillantes haces de luz de
sus linternas por todo el cuarto, captando la figura de alguien petrificado en mitad
de él, un figura que había estado estudiando, a los rayos de una linterna de bolsillo,
dos cuadros idénticos extendidos sobre el piso...
Durante fracciones de segundos, reinó impresionante silencio; luego, de modo
tan repentino como si el conjuro no hubiera existido jamás, el hombre del cuarto se
estremeció como perro fuera del agua. De su pecho brotó un rugido, un gemido, un
alarido ahogado de animal, y retorciéndose como una pantera, un brazo saltó hacia
el bolsillo del saco, apareciendo al instante armada con una pistola automática. Y
una suerte de infierno estalló entonces entre aquellos extraños fantasmas...
La figura obscura del cuarto fijó su mirada felina en el elevado cuerpo de
Ellery Queen, entresacándole, con precisión fantástica, de las figuras aglomeradas
en la puerta. Con rapidez increíble, en un dedo oprimió el gatillo de la automática;
y en el mismo instante, retumbaron los roncos bramidos de muchos revólveres
policiales. Y el sargento Velie, la faz distorsionada en una expresión de cólera
blanca, precipitóse impetuosamente contra la obscura silueta del agresor. Y éste
desplomóse sobre el polvoriento piso como un títere de papier-maché...
Ellery Queen, exhalando un sordo gruñido de sorprendido dolor, abrió los
ojos de par en par, cayendo a las propias plantas de su horrorizado padre.

Diez minutos más tarde, la luz de las linternas, iluminó una escena tan
tranquila como tumultuosa fuera la que la precediera. La robusta figura del doctor

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

Duncan Frost inclinábase sobre Ellery, recostado sobre una pila de sobretodos de
detectives, convenientemente acondicionados encima del sucio piso. El inspector
Queen, blanco como el papel, frío, y duro, y quebradizo como porcelana, contem-
plaba con terrible fijeza el rostro palidísimo de su hijo. Nadie articulaba palabra, ni
siquiera los policías que rodeaban la deforme figura del agresor de Ellery, siniestra-
mente inmóvil sobre el piso, en la parte central de la habitación.
El facultativo levantó la cabeza:
— ¡Mala puntería! El muchacho reaccionará pronto perfectamente. Es una
ligera herida en el hombro. ¡Atención! ¡Ya vuelve en sí!
El inspector suspiró largamente. Los ojos de Ellery parpadearon y se abrieron.
Un espasmo de dolor contrajo sus facciones juveniles. La diestra apretó,
convulsivamente, el hombro opuesto, envuelto en vendas. El policía se acuclilló a
su lado:
— ¡Ellery, hijo mío! ¿Verdad que te sientes bien?
Ellery sonrió trabajosamente. Sacudiéndose de los pies a la cabeza, se puso de
pie, penosamente, ayudado por manos amigas:
— ¡Uf! —musitó, haciendo un visaje—. ¡Salud, doctor! ¿Cuándo llegó usted?
Tendió la mirada en torno y sus ojos se clavaron en el apiñado grupo de
silenciosos detectives. Caminó con trabajo hacia ellos y el sargento Velie se echó a
un costado, murmurando disculpas pueriles. Ellery, aferrado al poderoso hombro
del gigante con su mano derecha, se inclinó adelante y fijó sus ojos en el cuerpo
desplomado en el piso. En su mirada no destellaba expresión alguna de triunfo,
sino cierta melancolía que cuadraba a maravillas con la luz de las linternas, el
polvo, los hombres sombríos y las sombras grisáceas.
— ¿Muerto? —preguntó.
—Cuatro balas en los pulmones —gruñó Velie—. ¡Muerto como Matusalén!
El muchacho asintió; sus ojos se desviaron, enfocando dos telas pintadas,
extendidas sobre el polvo, harto humildemente, en el mismo lugar en que alguien
las había arrojado con descuido.
— ¡Bueno, bueno! —musitó, desentrañando una sonrisa sombría—. Por lo
menos, los tenemos a los dos —clavó de nuevo la vista en el muerto—. Un incidente
penoso, amigo mío, un incidente penosísimo para usted. Igual que Napoleón, ganó
todas las batallas menos la última...
Estudió unos instantes los abiertos ojos del cadáver y estremecido de asco, se
volvió hacia el inspector, de pie a su lado, quien le observaba con ojos
desencajados.
Ellery sonrió débilmente: —Bueno, papá, ya podemos poner en libertad al
pobre Knox. Fue la víctima propiciatoria y sirvió a maravillas a nuestros
propósitos... Tu caso yace, impotente, sobre el polvo acumulado en el piso de
Knox... El lobo solitario de todo el proceso ... extorsionador, ladrón, asesino ...
Padre e hijo bajaron los ojos hacia el muerto. El criminal desplomado en el
piso, cuyos ojos parecían devolverles la mirada como si pudiera ver — y en cuyas
facciones malignas desdibujábase aún una aviesa sonrisa de desafío— no era otro
que el ayudante del fiscal Pepper...

34.

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

—No existe razón en el mundo, Mr. Cheney —dijo Ellery—, para que usted no
reciba las explicaciones necesarias... Usted, y desde luego... —la campanilla de calle
repicó y Ellery detuvo a Djuna en el momento en que éste se precipitaba a la
puerta.
Miss Joan Brett apareció en el umbral de la sala. La muchacha parecía tan
sorprendida de ver allí a Alan como Alan de ver a Joan. Alan, incorporándose de un
salto nervioso, manoseó el torturado nogal de la excelentísima silla Windsor de los
Queen; y Joan se asió del marco de la puerta como si de súbito necesitara algo en
que recostarse.
Un final de lo más apropiado, pensaba Ellery Queen mientras se levantaba del
sofá en que estuviera recostado, el hombro izquierdo envuelto en vendajes, un final
maravillosamente seductor... El muchacho estaba un poco pálido. Por primera vez
en muchas semanas, su semblante transpiraba una dulce expresión de serenidad
infinita. El terceto que se alzó con él, integrado por su padre, extrañamente
abatido, el fiscal de distrito Sampson, de cuyos ojos aun no se había esfumado el
horror de la noche anterior, y Mr. James J. Knox, caballero multimillonario,
aplomado y correctísimo, se inclinó, profundamente, ante la radiante aparición, Sin
embargo, esta última no les retribuyó con una sonrisa, hipnotizada por aquel joven,
igualmente paralizado, que se apoyaba desesperadamente en la silla Windsor de los
Queen...
Luego sus ojos azules se desviaron, buscando las sonrientes pupilas de Ellery:
—Yo pensaba... Usted me pidió que...
El joven corrió a su lado y tomándola del brazo, la llevó hasta una silla
profunda en la cual se desplomó con muestras de evidente embarazo.
—Usted pensaba... Yo le pedí que... ¿Qué, Miss Brett? Ella vio entonces el
hombro vendado:
— ¡Está usted herido! —prorrumpió.
—A lo cual —respondió Ellery— me limitaré a contestarle con las palabras
clásicas del héroe invicto: "No es nada... ¡apenas un rasguño!" ¡Siéntese usted, Mr.
Cheney!
Mr. Cheney se desplomó en su asiento.
— ¡Vamos, vamos! —gruñó impaciente el fiscal—. No conozco la opinión de
los demás, pero creo que usted me debe una explicación, Ellery.
El muchacho se recostó de nuevo en el sofá y con una mano sola se ingenió
para encenderse un cigarrillo:
—Bien, ahora que estamos todos cómodos... —murmuró; sus ojos tropezaron
con los de Knox y ambos sonrieron como evocando algún chiste graciosísimo y
secreto—. ¿Una explicación, eh? Bueno, ahí va, amigo Sampson.
Y Ellery comenzó a hablar. Y mientras sus palabras restallaban a lo largo de
una hora, como un acompañamiento de maíz frito, Alan y Joan, sentados muy
modositos, las manos juntas, no se atrevieron a mirarse ni una sola vez.
—La cuarta solución, pues hubo cuatro soluciones, como bien saben ustedes, y
que son a saber: la solución Khalkis, en la cual Pepper me llevó de las narices; la
solución Sloane, que podríamos calificar como un desafío a muerte entre yo y
Pepper, ya que jamás creí en ella; la solución Knox, en la cual conduje a Pepper por
la nariz; y finalmente, la solución Pepper, que era la correcta; la cuarta solución,
repito, la última y verídica, que asombró a todos, pero que, en realidad, es tan clara
como la buena luz del sol que nuestro imbécil Pepper ya no volverá a ver jamás ... —
durante unos instantes guardó silencio—. Ciertamente, la revelación de que un
hombre joven y de buena reputación como el ayudante del fiscal Pepper fuera el
primer motor de una serie de crímenes maquinados con profunda imaginación y

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

suprema indiferencia a todo, debe producir inmensa confusión en todos cuantos


ignoran los cómo y los por qué del caso. Con todo, Mr. Pepper fue atrapado por mi
vieja y querida aliada la Lógica, el logros de los griegos y el terror, confío, de
muchos futuros criminales y confabuladores.
Ellery aventó las cenizas de su cigarrillo sobre la impecable alfombra de
Djuna:
—Ahora bien, confieso que, hasta la sucesión de acontecimientos ocurridos en
la mansión de Knox, en el Drive refiriéndose principalmente a las cartas
extorsionadoras y al robo del Leonardo, hasta esos incidentes, repito, no abrigaba
la menor sospecha acerca de la identidad del criminal. En otras palabras, si Pepper
se hubiera detenido en el crimen de Sloane, habría podido escaparse con toda
tranquilidad. Pero en este caso como en otros menos celebrados, el delincuente
cayó víctima de su propia codicia. Y con sus propios dedos tejió la telaraña en que,
finalmente, le atrapó el cruel Destino.
"De consiguiente, ya que la serie de acontecimientos que tuvieron lugar en la
mansión de Knox, en el Drive, constituye el hecho más saliente de esta parte del
caso, permítaseme comenzar por ellos. Recordarán ustedes que ayer por la mañana
resumí las calificaciones capitales del criminal; creo necesario repetirlas ahora.
Una: hallarse en condiciones de "sembrar" las pistas urdidas contra Khalkis y
Sloane; dos: debía ser el remitente de las cartas extorsionadoras; y tres: debía
encontrarse en casa de Knox a fin de dactilografiar la segunda carta de extorsión.
"Ahora bien, caballeros, está última calificación, como expliqué ayer por la
mañana, era equívoca, deliberadamente equívoca por razones que se evidenciarán
luego. Mi astutísimo progenitor puso de relieve ayer, en privado, los puntos en que
estaba "equivocado" en mi hermosa seudo explicación dada en el Departamento de
Policía. En efecto, en la frase "en la casa de Knox" escogí, como significado a un
"miembro del hogar Knox", en tanto que es obvio que esa frase abarca un
significado mucho mayor. Cuando digo "en la casa de Knox" me refiero a todos los
que se albergan en ella, permanentemente o no, ya pertenezcan a la familia o la
servidumbre, o no. En otras palabras, el remitente de la segunda carta no
necesitaba ser, forzosamente, uno de los moradores habituales de la casa, pues bien
podría haber sido un extraño a quien las circunstancias le permitieran ganar acceso
a la casa Knox. Sírvanse ustedes grabar estos conceptos en la mente.
"Comenzaremos, por lo tanto, con esta tesis: la segunda carta, de acuerdo con
las circunstancias propias, debió haber sido escrita por alguien que se encontraba
en esa casa en el momento de ser dactilografiada; y ese "alguien" no «s otro que
nuestro asesino. Pero mi inteligente progenitor destacó que eso no era
necesariamente verídico; ¿acaso el redactor de la nota de marras no podría haber
sido un cómplice del criminal, sobornado por éste para dactilografiarla,
permaneciendo aquél lejos de la casa de Knox? Desde luego, eso significaría que el
homicida no podía ganar acceso legítimo a la casa o en caso contrario la escribiría
él mismo, eliminando intermediarios peligrosos... Un problema sutil, caballeros, y
correcto como pocos, que evité dilucidar ayer a la mañana por cuanto ello no
cuadraba dentro de mis propósitos, consistentes en tenderle una celada a Pepper.
"¡Muy bien! Si demostramos ahora que el asesino no podía haber tenido
cómplices dentro de la casa Knox, inferiríamos que el propio criminal
mecanografió la segunda carta y que ello ocurrió en el mismo "cubil" de Mr. Knox.
"Con todo, para probar que no existieron cómplices en este asunto,
necesitamos establecer primero la inocencia de Knox, pues de otro modo el
problema sería insoluble. "La inocencia de Mr. Knox se demuestra de la manera
más sencilla del mundo. ¿Acaso mis palabras les resultan extrañas? Sin embargo,

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

es ridículamente sencillo. El hecho se establece por medio de cierto secreto poseído


solamente por tres personas en el mundo: Knox, Miss Brett y un servidor.
Consiguientemente, Pepper, como veremos después, ignorando ese hecho esencial,
cometió su primer error en la larga cadena de maquinaciones y
contramaquinaciones.
"Este hecho es el siguiente: durante el período en que Gilbert Sloane era
considerado generalmente asesino de Grimshaw, Mr. Knox, voluntariamente —
¡recuérdenlo bien!— me informó, ante Miss Brett, que la noche en que él y
Grimshaw visitaron a Khalkis, éste le había solicitado que le prestara mil dólares,
suma que debía entregar a Grimshaw a modo de anticipo; y que él, Knox, había
visto al malhechor guardando el billete de mil dólares en la parte posterior de su
reloj, y que aquél había partido de la casa de Khalkis con ese billete todavía dentro
de la caja del reloj de marras. Mr. Knox y yo nos encaminamos inmediatamente al
Departamento de Policía, descubriendo en ese mismo lugar al mencionado billete
de mil dólares. El billete era el mismo entregado por Knox, pues le identificamos en
seguida por el número de su serie. Ahora bien, el mismo hecho de que ese billete
fuera identificable como de Mr. Knox, implica que, si él hubiera asesinado a
Grimshaw, de fijo que habría empleado todos los medios al alcance de su mano
para evitar que el billete cayera en poder de la policía. Por cierto que le habría
sido muy sencillo, en caso de haber estrangulado a Grimshaw, retirar el billete del
reloj de su víctima en el momento mismo del hecho, por cuanto sabía en dónde lo
ocultaba Grimshaw.
"Sin embargo, el billete se encontraba aún en el reloj cuando examinamos el
interior de su caja en el Departamento de policía. Ahora bien, si Mr. Knox había
sido el criminal, ¿por qué no escamoteó el billete del reloj, como dijera
recientemente? De hecho, ¿por qué Mr. Knox, lejos de eliminar el comprometedor
billete de mil dólares, vino a verme por su propia y libre voluntad, para decirme
que el mismo se encontraba allí dentro, cuando yo, al par que los demás
representantes de la ley, no soñábamos siquiera en la existencia de ese billete?
Observarán ustedes, caballeros, que su proceder difería grandemente de lo que
habría sido en caso de ser cómplice y asesino de Grimshaw y por lo mismo me vi
forzado a confesar en ese momento que, fuera cual fuera el culpable, éste no podía
ser James J. Knox...
— ¡Gracias a Dios! —bisbiseó Knox roncamente.
—Caballeros, adivinarán ahora ustedes a dónde nos conduce esta conclusión,
que en su momento significaba poco para mí, dado que se trataba de un
descubrimiento negativo. Efectivamente, sólo el asesino —o un posible cómplice—
podía haber dactilografiado la segunda carta extorsionadora, por cuanto tanto ésta
como la primera habían sido escritas en sendas mitades del pagaré de Khalkis.
Supuesto que Mr. Knox no era ni el asesino ni el cómplice, no podía haber sido el
remitente de las cartas en cuestión, pese al hecho de haber sido escritas en su
propia máquina de escribir. Por ende, la persona que había dactilografiado la
segunda carta usó deliberadamente la máquina de Knox. Pero, ¿con qué propósito?
Pues con el de hacer aparecer que Mr. Knox había escrito la carta y
consiguientemente, era el asesino. Otra "celada" para la policía, la tercera del caso;
las dos primeras habían sido arteramente —aunque sin fruto— dirigidas contra
Khalkis y Sloane.
Ellery frunció el ceño, meditabundo:
—Llegarnos ahora a razonamientos más sutiles. Veamos: es evidente que el
verdadero criminal, al enredar a James J. Knox en un "lazo" tendiente a mostrarle
como al asesino y ladrón de nuestro caso, le consideraba como posibilidad más o

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

menos segura en las mentes policiales. Sería una locura cargarle el fardo de los
crímenes a Knox si el verdadero criminal sabía que la policía no lo aceptaría jamás
como culpable. Por consiguiente, el asesino ignoraba lo relativo "al famoso billete
de mil dólares de Knox. De saberlo, jamás habría intentado enredar arteramente a
Knox. A esta altura de nuestro razonamiento, podríamos eliminar a otra persona en
base a deducciones matemáticas, aparte de ser ella un investigador al servicio del
Museo Victoria, hecho éste que, desde luego, no la absuelve necesariamente de toda
sospecha, pero que tiende a aureolarla con un halo de inocencia. Dicha persona es
esa hermosa muchacha, cuyo rubor observo que aumenta a cada momento: Miss
Brett; efectivamente, ella se hallaba presente cuando Mr. Knox me contó la historia
de ese billete de mil dólares; en caso de haber sido el asesino o el cómplice del
asesino nunca habría tendido esa celada a Mr. Knox o permitido que el criminal así
lo hiciera.
Joan se irguió en su asiento; sonrió luego borrosamente, desplomándose de
nuevo sobre el respaldo. Alan Cheney parpadeó. Estudiaba el tapiz tendido a sus
pies como si se tratara de algún precioso ejemplar de Esmirna, merecedor del
examen concienzudo de un joven anticuario.
—Por consiguiente — ¡una plétora de "por consiguientes", caballeros!—, de
todas las personas que podrían haber escrito la segunda carta, hemos eliminado a
Knox y a Miss Brett, ya como asesinos, ya como cómplices del mismo.
"Ahora bien, ¿alguno o algunos de los integrantes de la servidumbre de Mr.
Knox podría haber sido el propio asesino? No, porque ni uno solo de los criados
podría haber sembrado, físicamente, las pistas falsas urdidas contra Khalkis y
Sloane. En efecto, en la lista de todas las personas que visitaron la casa de los
Khalkis no figura ninguno de los sirvientes de Knox. Por otra parte, ¿acaso alguno
de los criados de Mr. Knox podría haber sido cómplice de un asesino de afuera,
quien utilizó sus servicios sólo porque podía usar la máquina de escribir de su
patrón?
Ellery sonrió:
—No, como pasaré a demostrárselo, caballeros. El hecho de que la máquina
de escribir de Mr. Knox fuera empleada en la "celada" aludida, indica que el asesino
abrigaba la intención de utilizarla desde el principio mismo; efectivamente, la única
prueba concreta que el criminal proyectaba "emplazar" contra Knox fincaba en esa
segunda carta extorsionadora, confiando en que no tardaríamos en descubrir que
ella había sido dactilografiada en su "Remington"; éste era el meollo de la
maquinación de Pepper. Por otra parte, es obvio que habría sido grandemente
ventajoso para el criminal, ya que albergaba el propósito de enredarle por medio de
su máquina de escribir, haber mecanografiado ambas cartas en dicha "Remington".
No obstante, sólo la segunda fue escrita con esa máquina, habiendo sido
dactilografiada la primera en una "Underwood" desconocida, recordándoles, de
paso, que la "Remington" de Mr. Knox era la única de toda la casa. .. Si el homicida
no empleó entonces la máquina de Knox para escribir la primera carta, ello indica
claramente que en ese momento aun no había ganado acceso a la "Remington" de
Mr Knox. Todos los criados, empero, habían tenido acceso a dicha "Remington" en
el tiempo en que se dactilografió la primera misiva, pues ya sabemos que todos y
cada uno de ellos trabajaban allí desde hacía cinco años o más. Por tanto, ninguno
de ellos podía haber sido cómplice del criminal, o si no, éste habría escrito la
primera carta en la máquina de Knox.
"Sin embargo, nuestros razonamientos eliminaban a Mr. Knox, Miss Brett y a
todos los sirvientes de la casa como asesino de Grimshaw o bien cómplice del

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

mismo, cosa que parecía absurda por cuanto la segunda carta había sido
dactilografiada en la propia casa de Knox.
Ellery arrojó su cigarrillo al hogar:
—Sabemos ahora que el extorsionador, aun cuando se encontraba en casa de
Mr. Knox por algún motivo cuando escribió la segunda carta, no se hallaba en ella
en el momento en que dactilografió la primera, pues de otro modo habría empleado
su "Remington" también para esta última. Sabemos, asimismo, que ningún extraño
fue admitido en casa de Mr. Knox después de la recepción de la primera carta, es
decir, ningún extraño, salvo una sola y determinada persona. Ahora, si bien es
cierto que cualquiera podría haber escrito la primera carta, sólo una persona se
encontraba en condiciones de dactilografiar la segunda: la única que ganó acceso a
la casa después de la llegada de la primera misiva extorsionadora. Entonces otro
punto se presentó claro ante mis ojos. ¿Por qué había sido necesaria la primera
carta? He aquí una pregunta que no cesó de morderme el alma hasta dar con su
solución. El hecho en sí parecía tonto, incapaz de brindar grandes servicios. Los
extorsionadores, por lo general, asestan sus golpes desde la primera carta
amenazante; rarísimas veces se complacen en escribir largas cartas jactanciosas y
estúpidas; no establecen su posición como chantajistas en la primera carta para
exigir el dinero en la segunda. La explicación al efecto era psicológicamente
perfecta: la primera misiva resultaba esencial para el criminal, sirviendo para algún
oculto propósito. ¿Cuál propósito? ¡Pues para franquearse la entrada de la casa de
Knox! ¿Y para qué? Nada menos que para encontrarse en condiciones de
dactilografiar la segunda carta amenazante en la "Remington" de Knox... ¡Todo
concordaba a maravillas!
"Ahora bien, ¿quién fue la única persona que logró infiltrarse en esa casa
entre el momento de la recepción de la primera carta y el de la segunda? Extraño
como ello pareciera, increíble y extraordinario y desconcertante, no pude menos de
ver perfilarse ante mis ojos el hecho de que ese visitante era nuestro querido colega,
nuestro coinvestigador, en suma, el ilustre ayudante de fiscal Pepper, quien había
pasado varios días allí con el ostensible propósito (y, como recordé
instantáneamente, siguiendo sus propias insinuaciones) de aguardar la llegada de
la segunda carta.
"Mi primera reacción fue lógica. ¡No podía creerlo! Parecía tan imposible
que... Sin embargo, por sorprendente que resultara esa revelación, en particular si
se piensa que era ésa la primera vez que se me ocurría siquiera pensar en Pepper
como en una posibilidad explotable —continuó el muchacho— el caso se
presentaba asombrosamente claro, por poco que se le examinara. No podía
rechazar una sospecha y un sospechoso —que ya no era sospechoso simplemente,
sino el verdadero criminal, de acuerdo a la lógica— porque la imaginación se
negara a dar crédito a los resultados del razonamiento fríamente profundizador.
Impuse a mi voluntad una recapitulación de hechos. Examiné todo el caso desde el
principio a fin de comprobar si Pepper y sus actos concordaban con los hechos
conocidos.
"Bien, el propio Pepper identificó a Grimshaw como al hombre a quien
defendiera criminalmente cinco años atrás; naturalmente, siendo el criminal,
Pepper formuló esta confesión a los efectos de contrarrestar un posible
descubrimiento casual de los vínculos que le unieran anteriormente con el ladrón
del Leonardo, luego de haber tenido oportunidad de reconocer a la víctima y de
haber negado todo; conocimiento al respecto. Se trata de un detalle nimio, pero
revestido de cierto significado psicológico. Con toda probabilidad, esta relación se
inició unos cinco años atrás, bajo la forma de un conocimiento de cliente y

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

abogado. Grimshaw fue a ver a Pepper después de robar el Leonardo del Museo
Victoria, solicitándole, posiblemente, que cuidara de sus cosas mientras él,
Grimshaw, purgaba su pena en la penitenciaría, período en que el cuadro, aun
impago, permaneció en poder de Khalkis. No bien Grimshaw salió de prisión, se
presentó en casa de Khalkis exigiéndole el pago del Leonardo. Es incuestionable
que Pepper fue el bribón que se movía entre bastidores, detrás de todas las escenas
y dramas que se sucedieron en torno al cuadro fatal, manteniéndose siempre
invisible y entre las sombras de la tragedia. Estas relaciones entre Pepper y
Grimshaw serán esclarecidas por Jordán, antiguo socio de Pepper, si bien abrigo la
convicción de que Jordán es un hombre enteramente inocente de toda culpa y
cargo.
—Ya le andamos buscando, joven —indicó Sampson—. Jordán es un abogado
de nota.
—No lo dudo —murmuró, glacial, Ellery—. Pepper no se hubiera aliado
abiertamente con un delincuente... No, era demasiado vivo... Pero buscamos
confirmación a nuestras teorías. ¿En qué forma se asoma el debitado punto del
motivo si consideramos a Pepper estrangulador de Grimshaw?
"Después de la reunión de Grimshaw, Khalkis y Knox el viernes por la noche,
y luego que el primero recibió el conocido pagaré al portador, Mr. Knox salió con
Grimshaw y se separó de él justo ante la puerta de calle; el ladrón permaneció junto
a ella. ¿Por qué? Posiblemente para reunirse con su cómplice, conclusión ésta que
no es gratuita de acuerdo a las propias declaraciones de Grimshaw en cuanto a la
existencia de un "socio". Por lo tanto, Pepper debía aguardarle en las
inmediaciones de la finca. Ambos se retiraron a cubierto de las sombras de la
noche, y Grimshaw debió informar a Pepper de cuanto ocurriera en la casa. Pepper,
comprendiendo que ya no necesitaba más a Grimshaw, el cual constituía un peligro
constante para él, decidió entonces asesinarle. El pagaré constituyó un motivo
adicional de sus intenciones ya que, entendido al portador —y vivo aun Khalkis—,
representaba medio millón de dólares para su poseedor; y Mr. James J. Knox
perfilábase en el fondo como otra posible fuente de extorsiones. Indudablemente,
Pepper asesinó a Grimshaw al abrigo de las sombras proyectadas por el portal del
sótano o bien en éste mismo, colándose allí por medio de una llave duplicada. Sea
de ello lo que fuere, luego de ocultar el cadáver de su víctima en el sótano de la
vacía casa de Knox, Pepper revisó sus ropas, apropiándose del pagaré de Khalkis y
del reloj de Grimshaw (tal vez con la idea de utilizarlo después como "pista falsa")
y, desde luego, de los cinco mil dólares entregados por Sloane a su hermano para
que abandonara la ciudad. En el momento de estrangular a Grimshaw, Pepper
debía tener algún proyecto en cuanto a la eliminación del comprometedor cadáver;
o quizá abrigaba el propósito de enterrarlo directamente en el sótano de Knox. Pero
cuando Khalkis falleció, inesperadamente el día siguiente, nuestro asesino debió
comprender, instantáneamente, que allí se le ofrecía una oportunidad sin igual
para ocultar el cuerpo de Grimshaw en el féretro de Khalkis. El tipo jugaba a la
buena suerte; el día del entierro de Khalkis, el propio Woodruff solicitó ayuda al
fiscal Sampson, y se apresuró a rogar que le pusieran a cargo de la investigación
relativa al desaparecido testamento. Otro indicio psicológico que señalaba
rectamente a Mr. Pepper.
"Ahora bien, habiendo ganado acceso a la casa de los Khalkis, Pepper vio que
las cosas le serían de una facilidad despampanante. En la noche del miércoles,
después de los funerales, nuestro criminal retiró el cadáver de Grimshaw de los
sótanos de la casa de Knox, en donde lo dejara embutido dentro de un viejo arcón,
y acarreándolo a través del pasaje interior y del obscuro cementerio, excavó la

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tierra sobre la bóveda de Khalkis, abrió la puerta horizontal y saltando adentro,


destapó el ataúd de Khalkis, encontrando, inmediatamente, el famoso testamento
dentro de su cajita de acero. Comprendiendo que dicho documento podría
brindarle preciosos servicios a los efectos de extorsionar a otra figura de la tragedia,
Sloane, Pepper debió apropiarse entonces del testamento en cuestión, otro
instrumento potencial de extorsión. Aplastando el cuerpo de Grimshaw dentro del
cajón fúnebre de Khalkis, colocó la tapa en su correspondiente lugar, saltó fuera de
la bóveda, bajó la puerta horizontal y llenando de nuevo con tierra el foso,
abandonó el cementerio, llevándose cuanta herramienta utilizara en su abominable
empresa, amén del testamento y la cajita de acero. Incidentalmente, en este punto
tenemos una nueva confirmación de la solución Pepper. En efecto, el mismo
Pepper contó que fue esta noche cuando vio a Miss Brett entregada a su expedición
merodeadora del estudio. Por lo tanto, Pepper, de acuerdo a su propia confesión,
estuvo levantado hasta tarde esa noche del miércoles referido; y no es aventurado
presuponer que ese canalla ejecutó sus espantosos planes inmediatamente después
que Miss Brett abandonó el estudio.
"Ahora podremos ensamblar aquí la relación de Mrs. Vreeland, de haber visto
a Gilbert Sloane penetrando esa noche en el camposanto aledaño. Sloane,
comprobando ciertas actividades sospechosas de Pepper, debió seguirle hasta el
cementerio y visto cuanto realizara en él —incluso la inhumación del cadáver de
Grimshaw y el escamoteo del testamento—, adivinando entonces que Pepper era un
asesino... Claro está que, en ese momento, entre las tinieblas, Sloane no debió saber
quién era la víctima...
Joan se estremeció:
— ¡Oh! ¡Ese joven tan pulcro, tan gentil, tan...! ¡Es increíble!
—Eso debiera enseñarle una lección, Miss Brett —dijo Ellery, con fingida
severidad—. No se aparte jamás de los seres de quienes se siente segura... ¡Ejem!...
¿Por dónde íbamos? ... ¡Ah, sí, sí!... Bien, Pepper se sentía espléndidamente seguro
de todo y de todos; el cadáver de Grimshaw estaba bien enterrado y nadie
alimentaba motivo alguno para buscarle. Pero cuando al día siguiente anuncié la
posibilidad de que el testamento hubiera sido escondido dentro del ataúd,
insinuando una exhumación, Pepper debió darse a todos los diablos. No podía
evitar el descubrimiento del asesinato sin regresar al cementerio y retirar el cuerpo
de la bóveda de Khalkis; en ese caso, el problema de eliminarlo volvería a
presentársele; un asunto, de hecho, muy arriesgado. Por otra parte, Pepper
barruntaba que el descubrimiento del cuerpo podría brindarle nuevas
oportunidades de lavarse las manos de todo cargo y culpa. De suerte, pues, que
teniendo a su entera disposición las dependencias de la casa de Khalkis, dejó
"pistas" en ellas que señalarían al difunto Khalkis como al asesino de Grimshaw. El
muy bribón conocía un ejemplo de mi tipo específico de razonamiento y delibe-
radamente jugó conmigo, dejando en pos, no pistas deslumbrantes, sino sutiles,
que él bien sabía que no me pasarían inadvertidas. Dos razones existen para que
Pepper escogiera a Khalkis como a su "asesino": 1), la solución impresionaría
vivamente a mi imaginación; 2), Khalkis muerto, no podía negar nada de lo
sugerido por Pepper en sus seudopistas. Coronaba esa maquinación perfecta el
hecho de que, si la solución era aceptada, ningún vivo sufriría por ello.
Recordemos, al efecto, que Pepper no era aún un asesino empedernido, con el alma
encallecida por continuos crímenes impunes...
"Ahora, como puntualizaría al comienzo, Pepper no podría haber colocado
esas seudopistas contra Khalkis a menos que abrigara la absoluta convicción de que
Knox, dueño ilegal del cuadro hurtado, se mantendría bien callado en la sombra,

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

guardando silencio en cuanto a haber sido el tercer hombre de la conferencia


Khalkis-Grimshaw-Knox... Sabemos que parte de las falsas pistas urdidas por
Pepper contra Khalkis involucraban la teoría de que sólo dos hombres habían
participado esa noche en las discusiones en torno al desaparecido Leonardo. Sin
embargo, si Pepper sabía que Mr. Knox poseía ese cuadro, él no podía ser otro que
el cómplice de Grimshaw, como demostráramos ya varias veces. Debió ser, sí, el
desconocido acompañante de Grimshaw en el Hotel Benedict la noche de las
múltiples visitas.
"Cuando Miss Brett, inadvertidamente, reventó la "burbuja Khalkis",
puntualizando la discrepancia existente entre las tazas de té, Pepper debió sentirse
poco menos que liquidado. Al mismo tiempo, empero, a buen seguro que se dijo
que el fracaso no fincaba en su astutísima confabulación, pues siempre cabía la
posibilidad de que alguien reparara en el estado y disposición de las tazas de té
antes de que él tuviera oportunidad de enredar las cosas. Por otra parte, cuando
Mr. Knox, inesperadamente, contó su historia, revelándose como el tercer hombre
del caso, Pepper comprendió el derrumbe inmediato de todas sus maquinaciones y
además, que yo ya sabía que las pistas en cuestión eran seudopistas, deliberadas
falsificaciones dejadas a las plantas de la tonta policía. Pepper, ocupando la
admirable posición de saber en cualquier momento todo cuanto YO sabía, decidió
sobre la marcha sacar buen provecho de su posición realmente única para arreglar
las cosas de manera que concordaran con mis propias teorías abiertamente
expresadas. Desaparecido Khalkis, su pagaré no valía un comino. Eso no lo ignora-
ba Pepper. ¿Qué otra fuente de recursos quedaba abierta a su codicia? No podía
extorsionar a Knox con respecto a la posesión del cuadro robado, por cuanto aquél
había aplastado sus esperanzas contándole toda su historia a la policía. Es verdad
que Knox había dicho que su tela valía comparativamente poco y que era una mera
copia, pero Pepper prefirió no dar crédito a esas afirmaciones, presintiendo que
Mr. Knox empleaba esa historia como un subterfugio para cubrir sus pasos, cosa
que era muy cierta, Mr. Knox, dicho sea de paso. Pepper adivinó, astutamente, que
usted estaba mintiendo...
Knox gruñó, demasiado dolorido para hablar.
—De cualquier modo —continuó Ellery, blandamente—, la única fuente de
recursos al alcance de Pepper era el robo del Leonardo en poder de Knox; sentíase
seguro que él poseía el genuino Leonardo, y no una simple copia. Pero para ello
necesitaba despejar el terreno de operaciones; la policía merodeaba por todas
partes, buscando al criminal.
"Y eso nos lleva al caso Sloane. ¿Por qué Pepper escogió a Sloane como a su
segunda "cabeza de turco"? Ahora contamos con hechos y deducciones suficientes
para responder a esa pregunta. De hecho, toqué este punto hace algún tiempo.
¿Recuerdas aquella noche, papá? —el anciano policía asintió en silencio—. En
efecto, si Sloane vio a Pepper en el cementerio y sabía que él era el asesino de
Grimshaw, Sloane poseía pruebas de la culpabilidad de Pepper. Pero, ¿cómo sabía
Pepper que Sloane lo sabía? Sloane había visto a Pepper retirar el testamento del
ataúd; deseaba que ese comprometedor documento fuera destruido, además, y a tal
efecto, debió ir a ver a Pepper acusándole de asesinato y exigiendo el testamento
como precio de su silencio. Pepper, enfrentando aquella terrible amenaza contra su
propia seguridad, entró en regateos con su enemigo, diciéndole que guardaría el
testamento como arma que le aseguraba del silencio de Sloane. Interiormente,
empero, proyectaría ya la eliminación de Sloane, el único testigo viviente que
podría llevarle a la silla eléctrica.

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"En esa forma, Pepper "arregló" el "suicidio" de Sloane, aparentando, además,


que éste había sido el asesino de Grimshaw. Sloane ensamblaba a maravillas en los
motivos motores del crimen; además, el testamento chamuscado de los sótanos de
la casa de Knox, la llave de los mismos descubierta en la habitación de Sloane y el
reloj de Grimshaw aparecido en la caja fuerte de las Galerías Khalkis integraban
una "cadena" de seudopistas terriblemente peligrosas para su víctima.
Incidentalmente, papá, tu hombre Ritter no es culpable de no haber visto el
fragmento del testamento dentro del horno de los sótanos de Knox. Cuando Ritter
revisó la casa, ese fragmento no se hallaba allí aun. ¿Entiendes? Pepper quemó
luego el documento en cuestión, cuidando de dejar el nombre de Albert Grimshaw,
escrito de puño y letra por Khalkis, en el fragmento de marras, depositando frag-
mento y cenizas en el horno algún tiempo después de la investigación de Ritter...
En cuanto al uso del revólver de Sloane como medio de asesinar a éste, es
indudable que Pepper lo substrajo del cuarto de Sloane el día en que colocó la
seudopista de la llave en la tabaquera.
"De modo, pues, que Pepper mató a Sloane para evitar que "hablara". Al
mismo tiempo, adivinó que la policía se preguntaría lo siguiente: "¿Porqué Sloane
se suicidó?" Un motivo obvio de ello sería que Sloane sabía que le detendrían en
base a las pistas descubiertas por la policía. Y Pepper se preguntó cómo podría
saberlo Sloane, encarándolo desde el punto de vista policial. Bueno, Sloane podría
haber sido prevenido... Entiendan ustedes que todo esto es el posible razonamiento
de Pepper. ¿Cómo dejar una "pista" del hecho que Sloane había sido "prevenido" de
su supuesta detención? ¡Ah! ¡Nada más sencillo! ¡Su simplicidad es asombrosa! Y
eso nos trae a la misteriosa llamada telefónica emanada de la casa de Khalkis la
tarde del suicidio de Sloane.
"¿Recuerdan ustedes ese día? ¿Recuerdan los hechos sobre los cuales nos
fundábamos para afirmar que Sloane había sido prevenido de nuestras
intenciones? ¿Recuerdan, en fin, que Pepper, en nuestra presencia, comenzó a
discar el número de Woodruff para concentrar con él una entrevista relativa a la
autenticidad del fragmento chamuscado de testamento? Pepper observó, cuando
colgó el tubo instantes después, que la línea estaba ocupada; casi inmediatamente
después disco de nuevo y esa vez habló con el mucamo de Woodruff. Pues bien, la
primera vez había discado el número correspondiente a las Galerías Khalkis.
Sabiendo que la llamada sería averiguada, este hecho cuadraba a la perfección en
sus planes; cuando Sloane contestó, Pepper cortó, sencillamente, colgando el tubo y
sin decir una palabra. Sloane debió pasmarse no poco ante tan extraña llamada.
Pero eso fue suficiente para establecer una llamada de la casa a las Galerías
Khalkis; y una treta particularmente astuta por cuanto se llevó a cabo bajo nuestros
propios ojos. Otra confirmación psicológica de la culpabilidad de Pepper ya que
nadie, particularmente aquellos interesados en prevenir a Sloane, admitiría haber
hecho esa llamada a las Galerías Khalkis.
"En seguida, Pepper abandonó la casa de Khalkis, con el ostensible propósito
de encontrar a Woodruff y substanciar el fragmento de testamento. Pero antes se
detuvo en las galerías para asesinar a Gilbert Sloane, limitándose a reajustar
algunos detalles para que esa muerte pareciera suicidio a los ojos policiales. El
incidente de la puerta cerrada, que luego destruyó la teoría del suicidio, no cons-
tituyó un error de Pepper; ésta ignoraba que el proyectil, atravesando el cráneo de
Sloane, había salido por el portal; Sloane cayó sobre la parte del rostro por la que
saliera la bala y Pepper, naturalmente, no osó tocar más de lo necesario el cuerpo
de Sloane, si es que lo tocó en algún momento. El proyectil no hizo ningún ruido al
golpear contra el muro, a causa del grueso tapiz pendiente del techo. Y de ese

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modo, víctima de las circunstancias, el criminal hizo lo que era más lógico al salir
del cuarto: cerrar la puerta. E inadvertidamente, volcó su propio carro de
verduras...
"Casi por dos semanas se aceptó la teoría Sloane; el "asesino", al parecer,
comprobando que el juego había terminado, puso fin a su vida de un certero
balazo... Pepper vio que ahora se le ofrecía un campo despejado para robarle el
cuadro a Mr. Knox; sus planes consistían en despojarle del cuadro en forma que
pareciera, no que Mr. Knox era el criminal, sino como si se hubiera robado a sí
mismo el Leonardo a objeto de no devolvérselo a las autoridades del Museo
Victoria. Pero cuando Suiza formuló sus famosas declaraciones que invalidaron la
teoría mencionada, y ese hecho se hizo público, Pepper se dijo que la policía
continuaba aún buscando al asesino. ¿Por qué no "perfilar" a Mr. Knox no sólo
como el ladrón del Leonardo, sino también como asesino de Grimshaw y Sloane?
Donde las maquinaciones de Pepper salieron descaminadas —y no por culpa suya—
fue cuando creyó que Knox era una posibilidad teórica como criminal. Es posible
que ello fuera así —aun cuando lo relativo a los motivos del crimen resultaba un
hueso duro de roer— de no haber venido Mr. Knox con su historia del billete de mil
dólares, en un momento en que no albergaba motivo alguno para repetir esa
historia, ni siquiera a mi padre, ya que en ese período la teoría Sloane era aceptada
por la policía. De suerte, pues, que Pepper siguió adelante con sus propósitos de
enredar a Mr. Knox en los crímenes y en el robo referidos, ignorando que yo, al fin,
le tenía arrinconado... si bien cabe consignar que en ese instante desconocía la
identidad de nuestro astuto confabulador. Apenas Mr. Knox recibió la "celada" de
la segunda carta de extorsión, yo, sabiéndole inocente, sindiqué a esta última como
una nueva seudopista y deduje, finalmente, como ya he demostrado, que el propio
Pepper era el culpable de tantos horrores y crímenes. ..
— ¡Hijo! —murmuró el inspector, hablando por primera vez—. Bebe un trago.
Tienes seca la garganta. ¿Cómo marcha el hombro?
—Regular... Bien, ya ven ustedes el motivo por el cual la primera carta de
extorsión necesitaba ser escrita fuera de la casa de Knox y además, cómo la
respuesta al efecto señala directamente a Pepper. Nuestro hombre no podría haber
logrado infiltrarse en casa de Knox por un período suficientemente prolongado,
como para descubrir el escondrijo del cuadro en cuestión y a la vez dactilografiar la
segunda carta. En cambio, enviando la primera misiva consiguió que le apostaran
en esa casa en la cómoda y casi omnímoda posición de investigador. Sírvanse
recordar que ello fue a instancias del propio Pepper; otro granito de arena
depositado en el platillo de la culpabilidad de Pepper.
"La remisión de la segunda carta a Mr. Knox, dactilografiada en su propia
"Remington", constituyó el penúltimo eslabón en la cadena de enredos de Pepper.
El último paso, desde luego, consistía en el robo del cuadro. Durante el período en
que vigiló la finca, Pepper registró las dependencias para dar con él. Naturalmente,
no sabía palabra acerca de la existencia de dos telas exactamente iguales.
Descubierto el panel corredizo de la galería, substrajo el cuadro y escamoteándolo
fuera de la mansión, lo ocultó en la casa vacía de Knox de la calle 54... ¡un es-
condrijo ingenioso! Acto continuo procedió a remitir la segunda carta de extorsión.
Desde su punto de vista, la trama era completa; todo lo que le quedaba por hacer
era asentarse en su posición de alerta guardián de la ley, a las órdenes directas del
fiscal Sampson y ayudar a cargarle el fardo de sus culpas a Mr. Knox, sindicándole
como remitente de esa segunda misiva de extorsión, por si acaso un servidor no
captaba debidamente el significado cabal de ese signo de libra esterlina decapitado;

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

y eventualmente, después que cesara el barullo, vender el cuadro a algún


coleccionista poco o nada escrupuloso o bien a algún "reducidor" adinerado. ..
— ¿Y el asunto del sistema de alarma contra ladrones? —preguntó Knox—.
¿Cómo lo explica usted, joven?
— ¡Ah, ese es otro punto interesante! —respondió Ellery—. Luego de robar el
cuadro y escribir la carta, Pepper anduvo desconectando la alarma contra ladrones.
Esperaba que concurriéramos a la cita del "Times", regresando de allí con las
manos perfectamente vacías. Nos daríamos entonces cuenta, calculaba Pepper, de
que habíamos sido "engañados", de que el propósito de esa carta era arrastrarnos
fuera de la casa para permitir el hurto del Leonardo. Ahora bien, ésa era la
explicación más obvia; sin embargo, cuando cargáramos la culpa sobre sus espal-
das, Mr. Knox, de fijo diríamos que usted había estropeado el sistema mencionado
para hacernos suponer que el cuadro había sido robado durante la noche por un
extraño a la casa... Un plan completo, que requiere concentración para su
comprensión cabal. Con todo, nos ilustra con respecto a la sutileza del proceso
mental de Pepper.
—Creo que todo esto es bastante claro —dijo el fiscal Sampson, quien seguía
las explicaciones dadas por Ellery como un podenco—. Pero lo que deseo
comprender es ese embrollo en los dos cuadros y por qué detuvo usted a Mr. Knox
y todo lo demás. Por primera vez una sonrisa dibujóse en el rostro curtido de Knox.
Ellery rió alto:
—Continuamente recordábamos a Mr. Knox de que procediera como un
caballero, como un perfecto deportista. La respuesta a su pregunta, Sampson,
demuestra que Mr. Knox es un caballero perfectísimo y un magnífico deportista. Ya
tendría que haberles dicho que toda esa palabrería en torno a la "leyenda" de
cuadros auténticamente antiguos y que sólo se diferenciaban por cierto matiz en las
carnes de los personajes, es pura bambolla, mentira pura. La tarde de la llegada de
la segunda carta de extorsión sabía todo por simples deducciones: la maquinación
de Pepper, su culpabilidad, sus intenciones. No obstante, me encontraba en una
posición peculiar: no poseía ni brizna de prueba con la cual ustedes pudieran
condenarle si le hacía detener en el acto; además, ese precioso cuadro estaba oculto
en alguna parte. Si nosotros le denunciábamos, el Leonardo no sería encontrado ja-
más; y era deber mío velar para que el cuadro fuera devuelto a su legítimo dueño, el
Museo Victoria. Por otra parte, si atrapábamos a Pepper en forma de sorprenderle
con las manos en la masa, es decir, con el robado Leonardo en sus manos, su
simple posesión constituiría una prueba de culpabilidad y por añadidura, nos
aseguraría la tela.
— ¿Quiere usted decir que todas esas bobadas del matiz de las carnes de los
personajes fue una invención, una farsa? —preguntó Sampson.
—Sí; mi "maquinación" particular, con la cual jugué con Mr. Pepper como él
jugara antes conmigo. Depositando mi confianza en Mr. Knox, le narré todo, cómo
y por qué le estaban enredando en una trampa diabólica. Nuestro amigo me
confesó entonces que, luego de comprado el verdadero Leonardo, él había hecho
hacer una copia del mismo, declarando que su intención era devolver esa copia al
Museo Victoria si la presión ejercida por la policía resultaba demasiado intensa,
agregándole la historia de que ése era el cuadro adquirido a Khalkis. Es claro que
en ese caso la pintura habría sido reconocida inmediatamente por los técnicos del
Museo Victoria como una copia; pero la relación de Mr. Knox era invulnerable y
probablemente se habría salido con la suya. En otras palabras, mientras Mr. Knox
había ocultado la copia en esa falsa serpentina del radiador, el original estaba
detrás del panel secreto, original robado por nuestro diestro Pepper. Eso me dio

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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen

una idea, consistente en utilizar un poco de verdad y buena parte de novelería. Los
ojos de Ellery bailaban recordando aquella escena: —Anuncié a Mr. Knox que le iba
a detener —puramente en beneficio de Pepper— y a acusarle, planteando un caso
concreto contra él, agotando todas las medidas necesarias para convencer a Pepper
del éxito rotundo de su trama contra Mr. Knox. Ahora bien, cabe decir que Mr.
Knox se comportó de modo espléndido; él quería su desquite contra Pepper por
intentar éste jugarle tan sucia pasada, y descargar su conciencia por sus intenciones
ilícitas de entregar una copia al Museo Victoria, cometiendo un delito penado por
las leyes; así que Mr. Knox consintió en hacer el papel de víctima de mi pequeña
confabulación. Llamamos a Toby Johns —esto ocurrió el viernes por la tarde— y
juntos inventamos una historia que yo estaba seguro forzaría la mano de Pepper.
Un dictáfono registró esa conversación, en cuyo curso discutimos todos los detalles
abiertamente, en el caso de fracasar en nuestros propósitos de hacerle morder el
anzuelo a Pepper, una simple precaución tendiente a demostrar que la detención de
Mr. Knox no iba en serio y que constituía parte de una estratagema para atrapar al
genuino criminal.
"Ahora bien, estudiemos la posición en que se encontraba Pepper después de
oídas las declaraciones altisonantes y bellamente expuestas de nuestro experto,
mechadas con resonantes referencias históricas y de nombres ilustres en el arte de
la pintura, relativas a la "leyenda" de la "sutil distinción" entre ambas pinturas;
todo esto, desde luego, pura agua de cerrajas. No hubo jamás más que un cuadro
sobre ese motivo, y ese cuadro es el famoso Leonardo del Museo Victoria; y nunca
existió una copia "contemporánea", la de Mr. Knox era una copia moderna hecha
en Nueva York y reconocible como tal por cualquier conocedor; todo eso constituía
mi propia contribución para nuestra fascinante contramaquinación... Y bien,
Pepper se enteró, de labios del muy digno Mr. Johns, de que la única manera de
determinar cuál era el Leonardo genuino y cuál la copia "contemporánea" estribaba
en colocarlos el uno al lado del otro. Nuestro pillastre debió decirse para sus
adentros lo que yo quería que se dijera: "Bueno, no hay forma de reconocer cuál de
los dos es mi cuadro, si el verdadero o la copia inútil. No puedo aceptar la palabra
de Knox ni para remedio. De modo que tendré que ponerlos los dos juntos... y
pronto, porque el que tenemos aquí, guardado en los archivos del fiscal, no estará
allí por largo tiempo." El muy tuno pensaría que, si cotejaba ambas piezas de arte,
determinando cuál de ellas era el Leonardo famoso y devolviendo la copia
posteriormente a los archivos de Sampson, no correría ningún peligro... ¿Acaso el
propio experto no había confesado la imposibilidad de determinar cuál era cuál si
no se las colocaba la una al lado de la otra?
"Un rasgo realmente genial —murmuró Ellery— y me felicito de ello. ¿Cómo?
¿No resuenan aplausos?... Naturalmente, si lidiáramos con un hombre conocedor
de las cosas del arte, con un esteta, un pintor o un aficionado a las cosas bellas,
jamás habría arriesgado yo el caso, formulando la ridícula historia de Johns; pero
Pepper era un lego en materia de arte y no podía hacer menos que tragarse
tranquilamente la historia, particularmente cuando todo parecía genuino: la
detención de Knox, su encarcelación, las deslumbrantes crónicas periodísticas, la
notificación a Scotland Yard y... ¡Ah!... ¡Estupendo, estupendo!... También sabía
que usted, amigo Sampson, y tú, papá de mi alma, no verían claro en esa historia de
mentirillillas; con todo el respeto debido a su capacidad como cazadores de
hombres, conocen tanto de arte como el propio Djuna. La única persona de quien
tenía razones de temer era Miss Brett... y esa tarde le dije bastante de nuestra
maquinación como para que nuestra deliciosa criatura aparentara una sorpresa y
un horror adecuados ante la detención de Mr. James J. Knox. Incidentalmente,

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permítanme regodearme ante otro éxito mío: mi modo de obrar. ¿Acaso no me


comporté como un actor consumado? —Ellery sonrió—. Ya veo que mis talentos no
son debidamente apreciados... Como quiera que sea, sin nada que perder y todo
que ganar, aparentemente, al menos. Pepper no resistió a la tentación de colocar
los dos cuadros juntos a fin de compararlos durante unos minutos... Precisamente,
eso era lo que yo anticipaba.
"Al mismo tiempo que acusaba a Mr. Knox en su propio hogar, el sargento
Velie andaba revisando el departamento y la oficina de Pepper en previsión de la
posibilidad harto remota de que nuestro pillastre hubiera escondido el cuadro en
uno de esos dos lugares. Desde luego, no se lo encontró ni en uno ni en otro; pero
era menester asegurarme de ello. La noche del viernes cuidé de que entregara
Pepper la tela para llevarla al despacho del fiscal Sampson, en donde la tendría a su
disposición en cualquier instante que así lo deseara. Naturalmente, él prefirió
quedarse tranquilo esa noche y todo el día de ayer; pero como todos ustedes saben
ahora, Pepper escamoteó anoche la pintura de los archivos oficiales de Sampson,
dirigiéndose a la casa vacía de Mr. Knox, en donde le sorprendimos estudiando las
dos telas: la copia y el original. Por supuesto, el sargento Velie y sus hombres le
siguieron la pista todo el día, como sabuesos infernales; y yo recibía frecuentes
informes acerca ele sus movimientos, dado que ignorábamos el paradero real del
Leonardo desaparecido.
"El hecho que disparara contra mi corazón —Ellery se palmeó tiernamente el
hombro— y que, afortunadamente para la posteridad, errara el tiro por escasa
distancia, prueba, a mi parecer, que en ese instante de horror, Pepper, comprendió,
al fin, que yo le estaba devolviendo la pelota. Y con eso, creo yo, podemos poner
aquí el finis.
Los demás suspiraron, agitándose. Djuna apareció, como por artes mágicas,
llevando el servicio de té. Durante algunos instantes el caso quedó olvidado en
medio de la conversación —en la cual es digno de notarse que no participaron ni
Miss Brett ni Mr. Cheney—, diciendo, finalmente, Mr. Sampson:
—Ellery, le reservo algo que necesita esclarecerse. Ha sudado usted el quilo en
sus análisis de los sucesos concernientes a las cartas de extorsión tratando de
demostrar la imposibilidad de que Pepper contara con cómplices. ¡Esplendido!
Pero, ¿qué puede usted decirme sobre sus análisis originales? —gritó el fiscal,
apuñalando el aire, triunfalmente, con el índice—. Recuerde que usted mismo
afirmó que, por el hecho de sembrar las falsas pistas contra Khalkis en la casa de
éste, Pepper debía haber sido forzosamente el asesino.
—Sí —respondió Ellery, parpadeando.
—Pero usted no se ocupó en absoluto de la posibilidad de que un cómplice del
criminal podría haber sembrado esas pistas, Ellery. ¿Cómo presume que fue el
propio homicida, descartando hasta la posibilidad de la existencia de un cómplice?
—No se acalore. La explicación es evidente. El propio Grimshaw dijo que sólo
contaba con un socio, ¿verdad? En base a otros pormenores demostramos que ese
socio había asesinado a Grimshaw, ¿verdad? De acuerdo con ello dije que,
habiendo ese "socio" muerto a Grimshaw, abrigaba motivos de sobra para tratar de
cargar el fardo de sus culpas sobre los hombros de algún inocente, en ese caso
Khalkis, deduciendo que el asesino había sido el sembrador de las seudopistas.
Ahora me pregunta usted por qué no cabe la posibilidad lógica de que las sembra ra
un cómplice cualquiera. Pues por la sencilla razón de que, matando a Grimshaw, el
asesino se desembarazaba deliberadamente de un cómplice peligroso. ¿Acaso
habría matado a su cómplice para dar inedia vuelta y cargarse con otro a los efectos
de diseminar huellas y pistas falsas contra Khalkis? Por añadidura, la colocación de

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las "seudopistas Khalkis" fue una acción totalmente voluntaria de parte del asesino.
En otras palabras, Pepper tenía a mano al mundo entero para escoger a un "asesino
aceptable". Naturalmente, él escogió el más "cómodo", el menos "peligroso".
Eliminado el cómplice, la aparición de uno nuevo constituiría una medida tan poco
satisfactoria como torpe. Por consiguiente, atribuyendo correctamente cierta
astucia natural a nuestro criminal, afirmé, rotundamente, que él mismo había
sembrado esas seudopistas.
— ¡Muy bien, muy bien! —murmuró el fiscal alzando las manos.
— ¿Y Mrs. Vreeland, Ellery? —preguntó el inspector con curiosidad—.
Siempre sospeché que ella y Sloane eran amantes. Eso no combina con sus
declaraciones de haber visto a Sloane penetrando aquella noche en el cementerio.
Ellery agitó su cigarrillo:
—Un detalle. El relato de Mrs. Sloane de su visita al Hotel Benedict demuestra
que Sloane y la Vreeland andaban liados en un affaire de coeur. Pero creo que no
tardaremos en descubrir que, tan pronto como Gilbert Sloane comprendió que la
única manera de heredar las Galerías Khalkis era por intermedio de su esposa,
decidió arrojar por la borda a su amante y dedicarse a cultivar el favor de su esposa.
Naturalmente, Mrs. Vreeland, siendo como es, reaccionó de la manera más usual, y
trató de ocasionar el máximo de daño a Sloane.
Cheney pareció salir de su modorra. Como surgiendo de la nada —evitando
siempre con cuidado mirar a Joan— preguntó:
— ¿Y ese doctor Wardes, Queen? ¿Dónde diablos está ese tipo? ¿Por qué se
escabulló? ¿En qué forma ensambla en el caso, si es que ensambla de alguna
manera?
Joan Brett examinaba sus manos con un interés supremo.
—Creo que Miss Brett podrá contestar a esa pregunta —replicó Ellery,
encogiéndose de hombros—. ¿No es verdad, Miss Brett?
Joan, levantando los ojos, sonrió dulcemente, si bien no osó mirar en
dirección de Alan:
—El doctor Wardes era aliado mío, Mr. Queen. ¡Ni más ni menos! Uno de los
más sagaces investigadores del Yard.
La nueva parecía de perlas a Mr. Alan Cheney; tosió sorprendido, y estudió la
vulgarísima alfombra con mayor interés que nunca.
—Comprenderá —prosiguió la muchacha, sonriendo tan dulcemente como
antes— que si no le dije nada a usted, Mr. Queen, sobre este particular fue porque
él me lo prohibió. El doctor Wardes desapareció para seguirle la pista al Leonardo
fuera de toda interferencia de las autoridades norteamericanas. Disgustábale la
manera en que se presentaban las cosas...
—Por supuesto, usted le infiltró a propósito en el caso de Khalkis, ¿verdad? —
preguntó Ellery.
—Sí... Cuando advertí que el caso se me escapaba de las manos, escribí al
Museo Victoria comunicándoles mi impotencia, y ellos solicitaron ayuda a Scotland
Yard. El doctor Wardes poseía título de médico y de hecho actuó como tal en otros
casos famosos.
— ¿Visitó aquella noche a Grimshaw en el hotel? —inquirió el fiscal.
— ¡Ciertamente, Mr. Sampson! Esa noche no me fue posible seguir a
Grimshaw; pasé la palabra al doctor Wardes y él, siguiéndole, le vio reunirse con un
hombre no identificado...
—Pepper, desde luego —murmuró Ellery.
—...Y detúvose en el vestíbulo del hotel mientras Grimshaw y Pepper tomaban
el ascensor. Vio subir a Sloane y luego a Mrs. Sloane y Odell y, finalmente, subió él

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mismo, aun cuando no entró en el cuarto de Grimshaw, limitándose a estudiar el


"ambiente". Luego les vio salir a todos, excepción hecha del primer hombre.
Naturalmente, el doctor no podía comunicarles esos detalles sin revelar su
identidad, cosa para la cual no parecía dispuesto... Sin descubrir nada de provecho,
el doctor Wardes regresó a la casa de Khalkis. La noche siguiente, cuando vinieron
Grimshaw y Mr. Knox —aunque entonces ignorábamos que se trataba de él—, el
doctor Wardes había salido, por desgracia, con Mrs. Vreeland, cuya amistad
cultivaba siguiendo un... ¡ejem!... Un... ¿cómo decir?... ¡un palpito!
— ¿Y dónde se encuentra ahora ese caballero? —dijo Alan, dirigiéndose, al
parecer, al impecable dibujo de la alfombra.
—Creo —murmuró Joan, hablando al aire recargado de humo de tabaco— que
el doctor Wardes está ahora en alta mar, camino de la patria.
— ¡Ah! —articuló Alan, como si la respuesta de la chica fuera la mar de
satisfactoria. Idos el fiscal Sampson y el multimillonario Knox, el inspector Richard
Queen suspiró y luego de asir, paternalmente, la manita de Joan y palmear el
hombro de Alan, partió en cumplimiento de alguna misión característicamente
suya, a buen seguro que para enfrentar a una horda de famélicos periodistas y —lo
que era aún más agradable— a algunos superiores muy superiores, todos los cuales
experimentaran pronunciada exacerbación de ánimo en vista de los
relampagueantes zigzags del caso Grimshaw-Sloane-Pepper.
Solo con sus huéspedes, Ellery comenzó a prestar una minuciosísima atención
a su hombro herido. De hecho, se mostró bastante grosero con sus visitantes. Joan
y Alan, algo amoscados, se levantaron, aprestándose a despedirse de su adusto
anfitrión.
— ¿Qué? ¿No se habían ido? —bramó Ellery, misericordiosamente.
Arrastrándose fuera del sofá, les sonrió con aire idiota; las ventanas de la nariz de
Joan aleteaban como un pajarillo enojado, y Alan se ocupaba ahora de seguir las
sinuosidades complejas del dibujo de la alfombra que examinara tan atentamente
durante una hora—. ¡Bueno, bueno! No se marchen todavía, amigos míos.
¡Aguarden un poco aun! Reservo algo especial para usted, Miss Brett.
Ellery salió, acelerada y misteriosamente, de la sala. Durante su ausencia no
se pronunció palabra. Ambos jóvenes esperaban como chicos peleados, mirándose
con el rabillo del ojo. Suspiraron a la par cuando Ellery, brotando de su dormitorio,
les mostró una larga tela cubierta de pintura.
—He aquí —murmuró el muchacho con gravedad— el chirimbolo causante de
la tragedia. Ya no necesitamos más al tristemente abusado Leonardo. .. Pepper
muerto, no habrá lugar a vista de proceso...
— ¿Usted no... no pensará en dármelo para... para...? —balbuceó Joan,
lentamente.
Alan Cheney miró la punta de su nariz.
—Precisamente para eso. ¿No regresa acaso a Londres? De suerte, pues, que
me permito tomar la libertad de ofrecerle un honor que se ha ganado duramente,
teniente Joan Brett: el privilegio de llevar usted misma el Leonardo al Museo
Victoria...
— ¡Oh! —la boquita naturalmente sonrosada de la muchacha dibujó una
elipse, un poco trémula; y no parecía sentir mucho entusiasmo ante la perspectiva
del viaje a la patria.
Tomó el rollo de tela y lo pasó de la mano derecha a la mano izquierda y de
ésta a la primera y viceversa, como si no supiera qué hacer con aquella obra de arte,
con la tela maldita por cuya posesión perecieran tres hombres.

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Ellery, encaminándose a un armario, extrajo una botella, una botella de


hermoso color castaño obscuro que tintineaba alegremente al tocarla y cuyas
paredes despedían un brillo reconfortante; Ellery pronunció algunas palabras al
oído de Djuna y ese modelo insuperable de criados precipitóse a la cocina,
regresando al momento con un sifón y otros accesorios del arte bebestible.
— ¿Un whisky, Miss Brett? —preguntó Ellery, jubilosamente.
— ¡Oh! ¡No, no!
— ¿No aceptará un cocktail? ¿O algo por estilo, Miss Brett?
—Es usted muy amable, Mr. Queen, pero nunca bebo —desaparecida la
primitiva confusión, Miss Brett volvía a ser de nuevo ella misma, por ninguna razón
lógica aparente, al menos para los embotados ojos masculinos.
Alan Cheney contemplaba, embobado y sediento, la tentadora botella. Ellery
ajetreábase con sus vasos y cosas. Pronto el líquido ámbar burbujeó en un vaso alto
como una torre, que procedió a ofrecer a Alan, adoptando el aire cortés de un
hombre de mundo con otro hombre de mundo.
—Un whisky excelente —murmuraba el muy tuno de Ellery—. Sé bien que
usted se muere por estas cosas. .. ¿Cómo? ¿cómo? —Ellery logró enmascarar el
rostro con una expresión de pasmo. ¡Mr. Alan Cheney, ardiendo bajo la mirada
centelleante de Miss Brett, Mr. Alan Cheney, decimos, el reputado y famosísimo
borrachín aristocrático, rehusaba, ni más ni menos, el aromático líquido!
—No —musitó tercamente—. No, Queen, gracias mil. Ya he abandonado el
vicio. Todos los whiskys del mundo no podrían tentarme el paladar.
Un rayo de cálida luz tocó las facciones perfectas de la muchacha; un
individuo cualquiera, lego en las cosas del mundo, podría haber dicho que Joan
estaba radiante de alegría; la verdad es que el hielo de su rostro se fundió como por
ensalmo y sin razón alguna ni motivo lógico, enrojeció como una amapola y
clavando los ojos en el piso, estudió la punta de su dedo mayor que en ese instante
hacía la mar de movimientos extraños; y el Leonardo tasado en un millón de
dólares, comenzó a deslizarse de entre sus dedos trémulos, ignorado tan
desconcertadamente como si fuera un almanaque de dos al cuarto.
— ¡Pssitt! —murmuró Ellery—. Y pensar que yo pensaba que usted pensaba
que... ¡Brrr!... ¡Bueno, bueno! —se encogió de hombros, con poco convincente
desilusión—. Es como uno de esos viejos melodramas representados por los
cómicos de la lengua. El héroe salta del techo del infierno al primer escalón del
paraíso... iniciando una nueva vida al final del tercer acto... y pare usted de contar...
De hecho, oí decir que Mr. Alan Cheney consintió en supervisar los bienes de su
madre, ¿verdad, Cheney? —Alan asintió, jadeante—. Y probablemente regenteará
también las Galerías Khalkis cuando acaben todos esos líos legales y extralegales.
El pobre muchacho parloteaba de lo lindo. Y al cabo de unos minutos paró la
lengua, pues ninguno de sus dos huéspedes le prestaba atención. Joan se había
vuelto, impulsivamente, hacia Alan; la comprensión de las cosas — ¡o como quieras
llamarle, lector amigo! —cegó el abismo que les separaba, y Joan enrojeció de
nuevo, volviéndose hacia Ellery, que les contemplaba con aire malicioso.
—No creo necesario regresar a Londres —murmuró—. Es usted demasiado...
demasiado gentil conmigo Mr. Queen...
Y Ellery, cerrada la puerta detrás de los dos enamorados, contempló,
meditabundo, la tela caída en el piso de la habitación —que se deslizara,
inadvertidamente, de debajo el brazo de Miss Brett— y lanzó un prolongado
suspiro. Bajo la mirada ligeramente desaprobadora de Djuna, que desde su corta
edad revelara firme tendencia antialcohólica, saboreó sólo su delicioso whisky con

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soda, un ritual nada desagradable, a juzgar por la expresión placentera reflejada en


su rostro inteligente.

FIN

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