Queen, Ellery - El Misterio Del Ataud Griego
Queen, Ellery - El Misterio Del Ataud Griego
Queen, Ellery - El Misterio Del Ataud Griego
Ellery Qyeen
PRÓLOGO
Paréceme obra de especial interés prologar El Misterio del Ataúd Griego, por
cuanto su publicación fue precedida por una extraordinaria oposición de parte de
Mr. Ellery Queen en lo tocante a su consentimiento.
Los lectores de Mr. Queen recordarán, posiblemente, por lo ya expresado en
anteriores prólogos de otras novelas de Queen, que sólo por rarísima casualidad
estas auténticas memorias del hijo del inspector Richard Queen, luego de
refundidas en el crisol de la novelística popular, fueron entregadas a la avidez del
público lector, no sin que antes los Queen se retiraran a descansar en cierta
asoleada región de Italia, para disfrutar de sus laureles. No obstante ello, después
de lograr persuadir a mi amigo de dar a publicidad la primera de sus hazañas
(*), el caso Queen inicial que gozó del honor de aparecer en forma de libro, todo
se deslizó entonces en el mejor de los mundos y no tropezamos con dificul tad
alguna en convencer a este simpático joven, a veces un tanto terco y difícil, de
permitir la novelización de sus fidedignas aventuras acaecidas durante la época
en que su señor padre actuó como inspector de la Oficina de Detectives del
Departamento de Policía de Nueva York.
A buen seguro que el amable lector se maravillará de la oposición de Mr.
Queen en dar su licencia para la impresión del caso Khalkis. Ello se debe a una
interesante dualidad de razones. En primer lugar, el caso Khalkis ocurrió en las
primeras etapas de su carrera como investigador no oficial, protegido por el ala
paternal de la autoridad del inspector Queen; de hecho, Ellery no había
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J. J. McC.
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PERSONAJES
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LIBRO PRIMERO
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A—Biblioteca de Khalkis.
B—Dormitorio de Khalkis.
C—Dormitorio de Demmy.
D—Cocina.
E—Escalera 2O piso.
F—Comedor.
G—Sala.
H—Vestíbulo.
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1.
Desde el principio mismo, el caso Khalkis trasuntó una nota trágica. Comenzó
con la muerte de un anciano, hecho éste en extraña armonía con lo que le reservaba
el porvenir. El fallecimiento de dicho anciano fue tejiendo su trama, a semejanza de
una melodía de contrapunto, al través de todos los intrincados compases de la
marcha fúnebre subsiguiente, en la cual estaban ausentes los acordes
correspondientes a seres inocentes. En su parte final estalló en un crescendo de
culpabilidad orquestal, un canto de muerte, macabro y horrible, cuyos ecos re-
percutieron en los oídos de todo Nueva York mucho tiempo después que se apagara
el son de la postrera nota de tragedia y de horror.
Cabe aseverar que cuando Georg Khalkis falleció de un ataque cardíaco, nadie
—y menos aun el propio Ellery Queen— sospechó que ese suceso constituía el
preludio de una Sinfonía de Crímenes. De hecho, es harto dudoso que Ellery Queen
se enterara siquiera de la muerte de Georg Khalkis antes de que el suceso llegara a
su conocimiento, poco menos que por fuerza, tres días después que los restos
mortales del anciano ciego fueran inhumados, con el ceremonial de práctica, en el
lugar en que todos creían que sería su última morada.
Los periódicos olvidaron hacer resaltar, en sus primeras noticias de la muerte
de Khalkis, el detalle concerniente a la interesante situación de la tumba del
anciano. Ello traía a luz ciertos pormenores curiosos del viejo Nueva York. El
palacio de Khalkis, de frente parduzco, estaba situado en la calle 54, este,
elevándose junto a la tradicional iglesia de la Quinta Avenida que ocupa la mitad de
la manzana entre aquélla y la avenida Madison, mientras que por el norte y por el
sur está flanqueada por las calles 55 y 54, respectivamente. Entre la mansión de
Khalkis y la iglesia se extiende el cementerio, considerado como uno de los más
antiguos de la ciudad. En dicho campo santo debían ser enterrados los restos mor-
tales del anciano potentado. La familia Khalkis, que durante casi dos centurias
había sido feligresa de dicha iglesia, no estaba afectada en modo alguno por esa
ordenanza municipal que prohíbe entierros en el corazón de la ciudad. Sus
derechos a dormir el último sueño bajo la sombra de los rascacielos de la Quinta
Avenida quedaron establecidos en virtud de su tradicional posesión de una de las
bóvedas subterráneas del cementerio aludido. Dichas bóvedas eran invisibles a los
transeúntes, por cuanto sus túneles se hunden alrededor de un metro bajo tierra, y,
por ende, el suelo del campo santo no aparece quebrado por las sombras trágicas
de las tumbas. El funeral fue tranquilo, sin lágrimas, y en privado. El cadáver,
convenientemente embalsamado y vestido con sus prendas de gala, fue depositado
en un vasto ataúd, negro y lustroso, colocado sobre un catafalco que los empleados
de la Empresa de Pompas Fúnebres dispusieron en la sala del primer piso de la
mansión. Elder, pastor de la iglesia contigua, ofició los servicios fúnebres. No se
advirtió señal alguna de excitación o emoción, y salvo un sospechoso desmayo,
representado con vigor por Mrs. Simms, ama de llaves del difunto, no hubo ningún
acceso de histerismo.
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No obstante ello, como señalara luego Joan Brett, algo vidrioso cerníase en la
casa. Algo que atribuiríamos a la misteriosa intuición femenina que las eminencias
científicas tachan, precipitadamente, de tontería pura. Sea como fuere, Joan
describió ese algo como cierta "tensión en el aire". Desde luego, no atinaba a
individualizar al individuo o a los individuos causantes de esa tensión... si ésta en
realidad existía. Cumple subrayar que, antes al contrario, todo pareció
desarrollarse normalmente, y con ese toquecillo, conveniente de dolor íntimo,
inexteriorizado. Concluidos los sencillos servicios fúnebres, por ejemplo, los
miembros de la familia y un puñado de amigos y empleados o colaboradores
desfilaron ante el túmulo, dieron en silencio su postrer adiós al cadáver, y luego
regresaron con decoro a sus respectivos lugares. Delphina lloró, pero a la manera
de los aristócratas: una lagrimilla, un sollozo, un suspiro. Demetrios —a quien
ninguno soñaría siquiera en llamar por otro nombre que no fuera el de Demmy—
clavó su fija, y a la vez, ausente mirada estúpida en la faz fría de su primo tendido
para siempre en el ataúd. Alan Cheney, de rostro un poco empurpurado, sepultó
sus manos en los bolsillos de su jacket, esbozando muecas en el aire. Gilbert Sloane
palmeó la mano regordeta de su mujer. Nació Suiza, director de la Galería de Arte
de Khalkis, correcto hasta en el último detalle en su atuendo, aguardaba, con aire
lánguido, en un rincón. Woodruff, abogado del finado Khalkis, sonóse
estrepitosamente las narices. Una escena por demás natural y correctísima. A
continuación, el encargado del ceremonial fúnebre, un sujeto de expresión
preocupada y continente de enriquecido, de nombre Sturgess, puso en movimiento
a sus subordinados, y en un periquete la tapa del ataúd fue atornillada. Sólo que-
daba ahora organizar la postrera procesión. Alan, Demmy, Sloane y Suiza se
ubicaron junto al catafalco, levantaron el ataúd sobre sus hombros, bajo el severo
examen profesional de Sturgess, y las preces del reverendo Elder, y, finalmente, el
fúnebre cortejo avanzó en dirección a la calle.
Ahora bien, cumple informar a los lectores de que Joan Brett —como reparara
luego el propio Ellery Queen— era una jovencita sagaz y sutil. Si había sentido
aquella "tensión en el aire", a buen seguro que ésta existía. Pero, ¿dónde? ¿Desde
qué dirección? ¡Parecía tan difícil acusar a alguien de ello! Acaso procedía del
barbudo doctor Wardes, quien cerraba la marcha juntamente con Mrs. Vreeland. O
bien de los que llevaban el ataúd. O acaso de los que iban a la zaga del mismo, junto
a Joan. A decir verdad, bien podría proceder de la misma mansión, emanando de la
extraña desesperación de Mrs. Simms, desplomada en su lecho, o bien de Weekes,
el mayordomo, quien se acariciaba vagamente el mentón en el estudio del difunto.
Por cierto que esa tensión misteriosa no puso obstáculos en la marcha del
cortejo fúnebre, que no penetró en el cementerio por la puerta principal de la calle
54, sino por una puertecilla excusada abierta en el callejón privado circundado por
las seis residencias de las calles 54 y 55. Doblaron a la izquierda y atravesando el
portón del costado oeste del callejón en cuestión, penetraron en el cementerio. Los
transeúntes y curiosos, apiñados como moscas en las verjas de la calle 54, se vieron
defraudados en sus esperanzas de presenciar el cortejo; ésta fue, precisamente la
razón por la cual la familia escogió aquella marcha discreta por la puertecilla
lateral. Los curiosos, encaramados en las verjas coronadas de lanzas, atisbaban el
cementerio a través de los barrotes de hierro; entre ellos pululaban periodistas y
cameramen, y todos guardaban extraño silencio. Los actores de la tragedia no
pararon mientes en aquellos entremetidos. Al cortar camino por el pelado campo
santo, otro pequeño grupo de personas apareció a su vista, rodeando una cavidad
rectangular en el césped, y un montículo de tierra matemáticamente excavado. Dos
sepultureros — ayudantes de Sturgess— y Honeywell, sacristán de la iglesia,
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2.
Esfumado... es decir, esfumado hasta pocos minutos después que los deudos y
sus acompañantes regresaran a la mansión por el callejón interior.
La tensión volvió a materializarse entonces, subrayada esta vez por una serie
tal de horribles acontecimientos que luego tornaron clara su fuente de emanación.
El preanuncio de los futuros sucesos resonó en boca de Miles Woodruff,
abogado del difunto Khalkis. El panorama del caso parece punzante en este punto.
El reverendo Elder había regresado a la casa de la familia Khalkis a los efectos de
brindar a los deudos sus evangélicos consuelos, llevando a la zaga al atildado y
modosito Honeywell. La diminuta anciana de ojos brillantes que aguardara el paso
del cortejo en el cementerio, se encontraba ahora en la sala, inspeccionando el
túmulo funerario con ojos críticos, mientras Sturgess y sus ayudantes se afanaban
retirando los lúgubres accesorios de su labor. Nadie invitó a entrar a la vieja mujer,
y ninguno pareció reconocerla o notar siquiera su presencia en la mansión, salvo
acaso el idiota Demmy, quien la contemplaba con ojos en que brillaba cierto ligero
disgusto. Los demás ocupaban sillas o vagaban por los salones cercanos;
entablábanse pocas conversaciones; nadie, con excepción de los empleados de
pompas fúnebres parecía saber lo que debía hacer.
Miles Woodruff, inquieto como todos, pugnando por evadirse de aquella
atmósfera tensa y extraña, penetró al azar en la biblioteca del muerto, y Weekes, el
mayordomo, saltó sobre sus pies, presa de cierta confusión; al parecer, el buen
hombre había estado descabezando un sueñecito. Woodruff agitó la mano y
siempre sin rumbo fijo, absorto en sus lúgubres pensamientos, atravesó la sala en
dirección al trecho de pared, situado entre dos estanterías de libros, en que estaba
empotrada la caja fuerte de Khalkis. Woodruff afirmó luego tozudamente que su
acción de manipular con los discos de combinación de la caja, acción que motivó la
apertura de la puertecilla, fue puramente maquinal. Y según afirmara luego, no
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3.
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de poco provecho, pues bastará una revisión prolija para ponerlos en descubierto;
amenos que fuera escondido por el camino o bien en el propio cementerio... ¡Muy
interesante! ¡Interesantísimo, Mr. Woodruff! Bien, ¿quiénes son esos extraños,
como les llama usted?
—Ahí está uno de ellos —el abogado señaló a la diminuta mujer del anticuado
sombrerito—. Es una tal Mrs. Susan Morse, solterona medio loca que vive en una
de las seis casas contiguas al pasaje. Por lo tanto, es vecina nuestra —Pepper
asintió, y Woodruff apuntó al sacristán, encogido y medroso detrás del reverendo
Elder—. Luego figura Honeywell, que es ese individuo timorato de allí, sacristán de
la iglesia vecina; y finalmente, los dos hombres a su lado, ambos sepultureros y
dependientes de aquel individuo de más allá, de nombre Sturgess, representante de
la Empresa de Pompas Fúnebres. Ahora bien, el cuarto punto es que, mientras
estábamos en el campo santo, nadie penetró o salió de la casa: yo mismo establecí
ese importante detalle de boca de los periodistas agrupados a la puerta de casa. Y
yo mismo eché la llave a las puertas después de eso; de modo, pues, que nadie pudo
entrar o salir de aquí desde entonces, Pepper.
— ¡Hum! Creo que me está embarullando el caso, Mr. Woodruff —murmuraba
el detective cuando un vozarrón acre retumbó detrás de él, y, al volverse, se
encontró frente a Alan Cheney, más encarnado que nunca, que blandía su índice
acusador ante las narices de Mr. Woodruff.
— ¡Oiga usted, oficial! —bramaba el muchacho—. ¡No le crea! ¡Es falso que
llamara o interrogara a los periodistas! Fue Miss Joan Brett... ¡Joan Brett!... ¿No es
cierto, Joanie?
Joan poseía lo que podría describirse como el fundamento de una expresión
helada en su carita agraciada; su cuerpo era alto y esbelto, su mentón altivo, sus
ojos muy claros y vivaces, y su naricilla susceptible de gestos desdeñosamente
altivos. Miró junto a Cheney en dirección de Pepper, y respondió con acento frío y
vibrante a la vez:
—Creo que se achispó de nuevo. Mr. Cheney. Y le suplico que no me llame
"Joanie". ¡Detesto las familiaridades!
Alan contempló, boquiabierto, los interesantes hombros de la muchacha.
—Se ha vuelto a embriagar —dijo Woodruff a Pepper—. Es Alan Cheney,
sobrino de Khalkis y...
Pepper se excusó y caminó tras Joan, quien le enfrentó con aire un tanto
desafiante.
— ¿Fue usted quien pensó en interrogar a los periodistas, Miss Brett?
— ¡Pues claro está! —luego dos rosas adorables aparecieron en sus mejillas—.
Por supuesto, Mr. Cheney pensó también en eso; salimos juntos, y Mr. Woodruff
nos siguió. Es notable que ese jovenzuelo ebrio tuviera la galantería de destacar la
acción de una mujer en...
—Sí, sí, desde luego, Miss Brett —Pepper sonrió, con esa su sonrisa
cautivadora que reservaba para el sexo bello—. ¿Usted es la...?
—Era la secretaria de Mr. Khalkis.
—Un millón de gracias —Pepper regresó junto al apaciguado abogado—. Bien,
Mr. Woodruff, ¿decía usted...?
—Nada más que lo necesario para desbrozarle el terreno, Pepper —Woodruff
se aclaró la garganta—. Iba a informarle que las dos únicas personas presentes en la
casa durante el funeral fueron Mrs. Simms, ama de llaves, quien sufrió un desmayo
luego del fallecimiento de Mr. Khalkis, y permaneció confinada en su dormitorio
desde ese momento; y el mayordomo Weekes. Ahora bien, Weekes —y eso es lo
increíble del caso— estuvo dentro de la biblioteca todo el tiempo que duró nuestra
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ausencia. Y jura y perjura que nadie entró allí. Todo el tiempo tuvo bajo sus ojos la
caja fuerte.
—Bien, ya vamos concretando —respondió Pepper—. Si podemos dar crédito a
Weekes, nos será posible determinar con mayor precisión el momento en que
ocurrió el hurto. De fijo, ello sucedió durante los cinco minutos transcurridos entre
el instante en que usted estudió el testamento y el momento en que el cortejo salió
de la casa. Es bien sencillo.
— ¿Sencillo? —Woodruff no parecía demasiado seguro.
—Ni más ni menos. Cohalan, ven aquí —el detective cruzó el salón, seguido
por ojos casi todos inexpresivos—. ¡Escúchame! Buscamos un testamento hurtado,
que se halla en uno de cuatro lugares. O bien ha sido escondido en la casa, o se
encuentra en poder de alguno de los de la casa; o ha sido arrojado en algún punto
del pasaje particular; o se halla en el propio cementerio. Iremos eliminándolos uno
por uno. Aguarda un momento mientras me comunico por teléfono con el jefe.
Disco el número telefónico de la oficina del procurador del distrito, Mr.
Sampson, y a poco regresó frotándose las manos.
—El jefe enviará gente para ayudarnos. Después de todo, investigamos un
delito. Mr. Woodruff, ruégole cuidar de que nadie salga de esta habitación mientras
yo y Cohalan vamos a inspeccionar el cementerio y el pasaje. ¡Un momento, por
favor, caballeros! —los circunstantes le miraron boquiabiertos—. Mr. Woodruff
queda encargado de la dirección de las cosas, y ustedes deben cooperar buena-
mente con él. ¡Qué ninguno abandone el cuarto! —ambos detectives salieron de la
habitación.
Quince minutos después regresaban con las manos vacías, encontrando a
cuatro recién llegados en la biblioteca. Integraban el grupo el sargento Thomas
Velie, gigante de cejazas negras, adscrito al servicio del inspector Queen, dos de los
hombres del propio Velie, Flint y Johnson, y una corpulenta mujer policía. Pepper y
Velie, sostuvieron un grave coloquio en un rincón; Velie se mantenía reservado y
frío como de costumbre, en tanto que los demás aguardaban en patético silencio.
— ¿Registraron a fondo el pasaje y el cementerio? — —Sí; pero no estaría de
más que usted y sus hombres reinspeccionaran el terreno —replicó Pepper—, para
mayor seguridad.
Velie masculló algo a Flint y Johnson, quienes salieron del cuarto. Velie,
Cohalan y Pepper iniciaron una revisión sistemática del palacio, partiendo de la
habitación en que se encontraban, el estudio de Khalkis, y cubrieron cuida-
dosamente todo el dormitorio y el cuarto de baño del difunto, y el dormitorio del
idiota Demmy. Regresaron, y Velie, jan dar explicaciones, reinspeccionó el estudio.
Trajino alrededor de la caja fuerte, en los cajones del escritorio del muerto, entre
los libros y estantes alineados sobre los muros... Nada escapó a sus ojos, ni siquiera
un pequeño taburete colocado en una alcoba, sobre el cual reposaban un filtro y
vajilla de té; Velie, con inmensa gravedad, sacó la apretada tapa de la cafetera y
curioseó dentro. Gruñendo, encabezó el grupo fuera de la biblioteca, saliendo al
vestíbulo, desde donde se desperdigaron para revisar la sala, el comedor, las
cocinas, cuartitos y despensa de los fondos. El sargento examinó con cuidado
especial las desmanteladas piezas del ceremonial fúnebre proporcionadas por la
empresa de pompas fúnebres de Sturgess; pero no descubrió nada. Treparon las
escaleras, e invadieron los dormitorios de los altos como hordas vándalas, evitando
únicamente el santuario de Mrs. Simms; seguidamente, subieron al altillo, y
levantaron nubes de polvo huroneando entre viejos escritorios y apolillados baúles.
—Cohalan —ordenó Velie— encárgate de los sótanos.
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todos los presentes, salvo el propio Ellery. Sampson se mostró irritado. El mismo
inspector parecía molesto y Ellery terminó por hundirse en uno de los mejores
sillones del procurador estatal, traicionando ligero bochorno y fastidio.
Todos estaban solemnes. Sampson, casi en los comienzos de su carrera de
fiscal, era un individuo delgado, en la flor de la edad; sus ojos eran vivaces y
traslucían no poco azoramiento ante aquel problema exasperante, que tan ridículo
parecía hasta que se le examinaba de cerca. Pepper, integrante del cuerpo de
colaboradores de Sampson, era mucho más ducho en cuestiones criminológicas
cuerpo macizo y saludable todo entero reflejaba desesperación. El viejo Cronin,
primer ayudante del fiscal Sampson, era mucho más ducho en cuestiones
criminológicas que sus dos colegas; veterano de la oficina, poseía cabellos rojos y
maneras nerviosas, y era elástico como un potrillo y sabio como un viejo rosillo. El
inspector Richard Queen, más parecido a un pájaro que nunca, mostraba en el
grupo su cara afilada y blancuzca, sus cabellos espesos y canosos y sus poblados
mostachos; anciano esbelto y menudo, poseía un gusto extravagante en cuanto a
corbatas, la elasticidad potencial de un sabueso y un vasto conocimiento en
criminología ortodoxa. Jugueteaba con exasperación con su venerable tabaquera de
rapé.
Y por fin, estaba el propio Ellery Queen... Ellery el travieso castigado. Cuando
hacía hincapié en algo, esgrimía sus centelleantes lentes. Cuando sonreía, sonreía
de oreja a oreja, distorsionando un rostro agraciado, de largas y delicadas facciones
y ojos grandes y límpidos de pensador. En ese instante observaba con atención al
fiscal Sampson, y el fiscal Sampson se sentía pronunciadamente incómodo.
—Bien, caballeros, tropezamos de nuevo con la cantinela de siempre —
murmuró Sampson—. Multitud de pistas, pero sin meta a la vista. Pepper,
¿descubrió usted algo capaz de dejarnos boquiabiertos?
—Ni el más mínimo indicio de importancia —replicó, aplastado, Pepper—.
Desde luego, eché mano de ese individuo Sloane en la primera oportunidad que le
encontré solo... Recuerden ustedes que él es el único perdedor en el nuevo
testamento Khalkis. Bueno, Sloane se cerró en sus negativas como una ostra...
negándose de plano a formular declaraciones... ¿Qué podía haber hecho yo?
¡Carecemos de pruebas!...
—Siempre existen formas de... —musitó, vagamente, el inspector.
— ¡Necedades, viejo! —replicó, acremente, el fiscal—. Contra él no poseemos
ni brizna de evidencia... No es posible amedrentar a tipos como Sloane por simples
sospechas, fundadas en el hecho teórico de que tenía motivos para hurtar el
testamento en cuestión. ¿Qué más, Pepper?
—Bueno, Velie y yo estábamos bien hundidos y así lo comprendimos.
Carecíamos de derecho legal para aislar la casa del mundo, y Velie tuvo que retirar
ayer a sus hombres. Como no estaba dispuesto a rendirme así como así, decidí
permanecer en la casa toda la noche, movido por cierto impulso extraño que...
Bueno, no creo que valga un pito lo que yo...
— ¿Vio algo? —inquirió Cronin.
—Sí... vi algo, pero... —musitó, vacilante, Pepper—. ¡Oh, no, no!... No creo que
eso signifique mucho... ¡Es una muchacha adorable... incapaz de...!
— ¿De quién demontres habla usted, Pepper? —gruñó Sampson.
—De Miss Brett... Joan Brett —replicó Pepper, con palmaria repugnancia—. A
la una de la madrugada de hoy la vi rondando por la biblioteca de Khalkis. Desde
luego, no tendría que haber estado allí, pues Velie les indicó claramente que se
mantuvieran apartados de esa habitación.
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6.
De modo, pues, que el viernes 8 de octubre Mr. Ellery Queen fue presentado a
los involuntarios actores del drama Khalkis en el propio escenario de la tragedia.
El grupo reunióse en la sala de la mansión el viernes por la mañana; y
mientras aguardaban el arribo del ayudante de Sampson, Mr. Pepper, y del
inspector Queen, Ellery trabó conversación con una muchachita alta y sonrosada,
inglesa por más señas y de modales encantadores.
—Es usted la famosa Miss Joan Brett, ¿verdad?
—Señor —respondió ella, con severidad—, cuenta usted con esa ventaja sobre
mí —dobló sus manecitas blancas sobre el regazo y luego miró de soslayo hacia la
puerta, donde Woodruff y Velie conversaban con animación—. Doy por seguro que
usted es un poli, ¿no?
—Una mísera sombra de policía, señorita. Apenas si soy Ellery Queen,
insignificante astillita del ilustre inspector Queen.
—No creo que sea usted una sombra muy convincente, Mr. Queen.
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— ¿Verdad que sí? —coreó Joan—, Bien, yo tenía que franquearles la puerta a
esas dos personas y cerciorarme de que los sirvientes no les salieran al paso.
Naturalmente, cuando Mr. Khalkis ponderó la naturaleza extremadamente privada
del asunto a ventilar con aquellos dos caballeros, me abstuve de formular preguntas
indiscretas y seguí las órdenes como una perfecta secretaria. Digna de un premio,
¿verdad, caballeros?
El inspector frunció el entrecejo, y Joan bajó la vista, zumbonamente.
—Pues bien, los visitantes llegaron a las once —continuó la muchacha— y al
instante reparé en que uno de ellos era el mismo individuo de la tarde anterior, vale
decir, el hombre a quien ustedes designan con el nombre de Grimshaw. El otro, el
misterioso caballero, estaba embozado hasta la coronilla, y por lo mismo, no llegué
a verle el rostro. Recibí la impresión de que era hombre maduro o viejo ya, pero...
¡eso es todo cuanto podría decirle al respecto, inspector!
El policía resopló:
—Ese misterioso caballero, como dice usted, podría ser de enorme
importancia desde nuestro punto de vista, Miss Brett. Dénos usted una descripción
más cabal de él... ¿Cómo estaba vestido?
—Usaba sobretodo y sombrero redondo, que no se sacó en ningún momento,
y... Bueno, no atino a recordar el color o el estilo de su sobretodo... Y eso es todo lo
que sé de su... —se estremeció— de ese horrible Mr. Grimshaw...
El inspector sacudió rabiosamente su encanecida cabeza.
— ¡Ahora no hablamos de Grimshaw, Miss Brett! ¡Vamos, vamos! ¡Tiene
usted que saber algo tocante al segundo hombre, muchacha! ¿Acaso no ocurrió algo
anormal o significativo esa noche, algo que contribuía a identificarle?
— ¡Oh, Dios mío! —la muchacha rió entre dientes y balanceó sus esbeltas
piernas—. ¡Vaya una persistencia la de los representantes de la ley y del orden!
Bien, si consideran significativo el incidente con el gato de Mrs. Simms...
— ¿El gato de Mrs. Simms, Miss Brett? —repitió Ellery, vivamente interesado
—. Sí, tal vez sería significativo... ¡Ea, vengan esos detalles truculentos, muchacha!
—Bueno, Mrs. Simms posee una retozona gatita a quien llama Tootsie. La
minina siempre mete sus frías narices en lugares vedados a los gatos educados. El
caso fue que el hombre desconocido, el sujeto embozado hasta los ojos, penetró el
primero en el vestíbulo cuando les franqueé la entrada. Grimshaw estaba un poco
atrás y a un costado de él. La gata de Mrs. Simms, que por lo general se refugia en
los altos, andaba vagando por el vestíbulo en el preciso instante en que abría la hoja
y entraban los visitantes. Bien, el desconocido se paró de súbito, un pie en el aire,
cayéndose casi de narices en sus esfuerzos por evitar pisar a la minina. Con
franqueza, hasta que no reparé en los balanceos acrobáticos de nuestro visitante no
advertí la presencia de Tootsie en el vestíbulo. Al momento la ahuyenté de allí,
Grimshaw pasó por el umbral de la puerta, y volviéndose a mí, dijo que Khalkis les
aguardaba. Sin más ni más, les guié hasta la biblioteca. Y éste es, caballeros, el
incidente de la gatita de Mrs. Simms.
—No muy productivo, que digamos —confesó Ellery—. ¿Y el embozado no dijo
esta boca es mía, Miss Brett?
—Ese individuo era un grosero —aseveró Joan, cejijunta—, pues no sólo no
articuló palabra— ¡después de todo, bien podía ver que yo no era una máquina!—
sino que me empujó a un costado en el momento en que una servidora disponíase a
abrir la puerta de la biblioteca. No llamó con los nudillos, y él y Grimshaw se
colaron dentro y me cerraron la puerta en las narices. Confieso que me puse
rabiosa...
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—No... Bajé al vestíbulo a buscar algunos huevos... crudos... pues creía que
con ellos contribuiría a hacer reaccionar a Mr. Cheney. Camino de la cocina, pasé
por fuerza frente al estudio, advirtiendo entonces que debajo de la rendija de la
puerta ya no se filtraba luz. Inferí que los visitantes habían partido mientras yo
estaba arriba y que Mr. Khalkis ya se había acostado.
—Cuando pasó frente a la puerta, como dice usted, ¿cuánto tiempo había
transcurrido desde el instante en que recibió a los visitantes?—Es difícil calcular,
inspector. Tal vez media hora o más.
— ¿Y no volvió a ver a los dos hombres?
—No, señor.
— ¿Y está segura que ello ocurrió el viernes último por la noche, vale decir, la
víspera del fallecimiento de Mr. Khalkis?
—Efectivamente, inspector.
Siguió un largo silencio que parecía profundizarse por momentos. Los
circunstantes parecían embargados en lúgubres pensamientos. El propio Woodruff
mostrábase carilargo y cejijunto.
La fría voz de Ellery reanimó aquellos espíritus alicaídos:
—Miss Brett, díganos exactamente quiénes estaban en la casa el viernes
último por la noche.
—Francamente, no podría decirle nada en concreto, Mr. Queen. Desde luego,
las dos doncellas estaban en sus dormitorios, Mrs. Simms se había retirado
también, y Weekes estaba ausente de casa, en uso de licencia. Aparte de Mr.
Cheney, no podría jurar por nadie.
—Bueno, eso lo averiguaremos pronto —gruñó el inspector—. ¡Mr. Sloane! —
alzó la voz y Sloane, botellita de sales en mano, dio un respingo que casi se la hizo
saltar de entre sus trémulos dedos—. ¿Dónde estaba usted el viernes pasado por la
noche?
— ¡Oh! ¡En las Galerías! —respondió Sloane aprisa—. Con frecuencia trabajo
allí >asta las primeras horas de la madrugada.
— ¿Nadie estaba con usted?
— ¡No, no! ¡Nadie, nadie, señor inspector!
— ¡Hum! —el anciano exploraba su tabaquera—. ¿A qué hora retornó a casa?
— ¡Oh! ¡Bien pasada la medianoche!
— ¿Vio usted por casualidad a los dos visitantes de Khalkis?
— ¿Yo? ¡Por supuesto que no, inspector!
—Es curioso —mascullo Queen, escamoteando la tabaquera de la vista—. Mr.
Georg Khalkis parece haber sido un individuo misterioso como pocos. ¿Y usted,
Mrs. Sloane? ¿Dónde se encontraba el viernes último por la noche?
— ¿Yo? —la mujer humedeció sus labios descarnados, parpadeando como una
lechuza—. Pues arriba... durmiendo... No sé nada de los visitantes de mi hermano...
¡nada en absoluto!
— ¿Dormida a esa hora, Mrs. Sloane?—Sí... me retiré temprano, a las diez...
Una jaqueca terrible me volvía loca...
—Una jaqueca terrible, ¿eh?... ¡Hum!... —el inspector volvióse en redondo
hacia Mrs. Vreeland—. ¿Y usted señora? ¿Dónde y cómo pasó la última parte del
viernes pasado?
Mrs. Vreeland sacudió voluptuosamente su cuerpo de formas opulentas y
sonrió con coquetería:
—Pues, en la Ópera, inspector... ¡en la Ó-pe-ra!
Ellery sintió el irresistible impulso de espetarle un: "¿¡Qué Ópera, señora!?",
pero logró contenerse a tiempo. Aquella digna representante del sexo bello olía a
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perfumes caros a una legua; perfumes caros y derrochados por una manita que no
sabia de freno ni recato alguno...
— ¿Sola?
—Con un amigo —la mujer sonreía dulcemente—. Seguidamente cenamos en
el "Barbizon" y regresamos a casa a la una de la madrugada.
— ¿No advirtió luces en el estudio de Khalkis cuando entró?
—Creo que... no, señor inspector...
— ¿No tropezó con nadie aquí abajo?
— ¡Cielos, inspector! La casa estaba obscura como una tumba. ¡No vi ni un
fantasma!
El inspector se tironeaba pensativamente los mostachos; cuando levantó los
ojos tropezó con los brillantes ojos castaños del doctor Wardes.
— ¡Ah, sí, si! ¡El doctor Wardes! —murmuró, complacidamente—. ¿Y usted,
doctor, qué podría decirnos? *
—Pasé la tarde en el teatro, inspector —el médico jugueteaba con sus barbazas
pobladas.
—En el teatro, ¿eh? ¡Hum! ¿Regresó entonces antes de la medianoche?
—No, señor. Di unas vueltas por algunos lugares de diversión antes de volver
a casa. De hecho, no retorné hasta bien avanzada la madrugada.
— ¿Pasó solo la noche?
—Sólo como un beduino en el desierto.
Los astutos ojillos del anciano policía brillaban mientras tomaba otra
pulgarada de rapé. Mrs. Vreeland, sonriendo glacialmente, sentábase muy rígida en
su asiente y abría tamaños ojos, grandes como platos. Los otros parecían
vagamente fastidiados. Ahora bien, el inspector contaba con centenares de
interrogatorios en su larga carrera profesional, y ello desarrolló en él cierto sentido
especial de discernir lo falso de lo verdadero. Algo en las contestaciones demasiado
fáciles del doctor Wardes y de Mrs. Vreeland le hacía olfatear alguna pista
interesante...
—No me parece que diga usted la verdad, doctor Wardes —dijo con soltura
forzada—. Desde luego, comprendo sus escrúpulos caballerescos, pero... En
concreto, usted se hallaba con Mrs. Vreeland el viernes último por la noche,
¿verdad?
La mujer se quedó cortada. El doctor Wardes enarcó sus pobladas cejas. Jan
Vreeland escrutaba los rostros de su esposa y del facultativo, y su cara arratonada
reflejaba preocupación y desazón.
— ¡Una brillante deducción, inspector! —exclamó el médico, soltando una
risilla de conejo—. ¡Y muy cierta!— inclinóse ligeramente ante Mrs. Vreeland—.
Con su permiso, señora... —la mujer cabeceó como una yegua nerviosa—.
Inspector, no me importa poner en tela de juicio las acciones de esta digna dama
por razones comprensibles. Pues bien, sí, acompañé a Mrs. Vreeland al "Metro-
politan" y luego al "Barbizon"...
— ¡Oiga, caballero! —interrumpió Vreeland, con ligero tonillo de protesta—.
No veo a qué viene eso de...
—Mi querido señor, la noche fue de lo más inocente. Y deliciosa, a decir
verdad. Mrs. Vreeland sentíase muy sola a raíz de sus prolongadas ausencias, y
como yo no cuento con amigos en Nueva York, nos pareció natural hacernos mutua
compañía. Ya ve usted que todo fue inocente como...
— ¡Pues a mí no me gusta eso! —vociferó Vreeland—. ¡No me agrada nada,
Lucy, y no me recato en decírtelo! —arrastró sus piernas patianchas hasta su mujer
y sacudió su índice bajo sus narices.
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El Misterio del Ataúd Griego Ellery Qyeen
Mrs. Vreeland puso cara medrosa y se asió con fuerza de los brazos de su silla.
El inspector, con rudeza, ordenó al irritado hombrecillo guardar silencio, y éste
regresó a su asiento, cerrando, mortificado, sus ojillos de rata. El doctor Wardes
sacudió ligeramente sus amplios hombros.
Al otro lado de la habitación, Gilbert Sloane exhaló un hondo suspiro; la
carona adusta de Mrs. Sloane exteriorizó fugaz animación. El policía arrojó
miradas agudas a unos y otros, hasta que sus ojos penetrantes se posaron en la
figura contrahecha de Demetrios Khalkis...
Demmy parecía la contraparte de su primo Georg Khalkis, salvo por su
expresión idiótica. Sus grandes ojos renegridos concentrábanse constantemente en
una fijeza anormal; su belfoso labio inferior proyectábase por encima de un mentón
huidizo; su cráneo era casi chato y claramente distorsionado. Vagaba
silenciosamente por el cuarto, sin conversar con nadie, atisbando, con parpadeo de
miope, los rostros de los circunstantes, apretando y desapretando sus puños con
extraña regularidad.
— ¡Oiga, amigo! ¡Khalkis! —llamóle el inspector. Demmy no le prestó atención
alguna, continuando su peregrinaje—. ¿Es sordo? —preguntó, irritado, el anciano,
sin dirigirse a nadie en concreto.
—No, inspector —contestó Joan—. Es que no entiende inglés. Recuerde usted
que no es natural del país, sino griego...
—Primo de Khalkis, ¿verdad?
—Exactamente —terció, inesperadamente, Alan—. Pero está "tocado" de aquí
—apuntó, significativamente, a su bien conformada cabeza—. Mentalmente,
equivale a un idiota.
—Esto es extremadamente interesante —dijo Ellery—. Sabrá usted que la
palabra "idiota" es de origen griego, y que etimológicamente connotaba a un
individuo ignorante dentro de la organización social helénica: idiotes en griego.
¡Nada de imbécil o tonto, amigo mío!
—Bueno, pues Demmy es un idiota en el sentido moderno del inglés —
respondió, cansadamente, el muchacho—. Tío lo trajo de Grecia hace unos diez
años; él era el último miembro de la familia Khalkis residente en dicho país.
Demmy nunca logró captar siquiera el inglés; mamá dice que es casi un iletrado en
griego...
—Bueno es preciso que le interrogue —gruñó el inspector, con acritud—. Mrs.
Sloane, este hombre es también primo suyo, ¿no?
—Sí, inspector. El pobre Georg... —los labios de la mujer temblaron, como si
fuera a soltar el llanto.
— ¡Vamos, señora, vamos! —exclamó aprisa el policía—. ¿Conoce usted esa
jerigonza? En concreto, ¿podría hablarle en griego o en la lengua que ese hombre
chapurrea?
—SÍ... lo suficiente para conversar con él...
—Pregúntele entonces acerca de sus movimientos durante la noche del
viernes pasado.
—Mrs. Sloane suspiró, alisó sus faldas, y apresando al desgarbado idiota por
el brazo, le sacudió con vigor. Demmy viró en redondo, sorprendido y luego de
escrutar con ansiedad su faz, sonrió estúpidamente, y tomó la mano de la mujer
entre sus dedazos peludos. Ella comenzó a hablarle al punto en un idioma
extranjero, gutural y entrecortado. Al cabo, Mrs. Sloane se volvió al inspector:—
Dice que Georg le envió a la cama esa noche alrededor de las diez.
— ¿Su dormitorio está cerca del de Khalkis?
—Sí.
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— ¿Esa noche, señor? ¿La víspera de la muerte de* Mr. Khalkis? Sí, señor, sí,
lo recuerdo muy bien...
—Cosa que me place, Mrs. Simms. Tengo entendido que usted se acostó
temprano, ¿verdad?
—Efectivamente, señor. El propio Mr. Khalkis así me lo ordenó...
— ¿No le indicó nada más señora?
—No... nada de importancia, si usted se refiere a eso... —la mujer se sonó con
su inmenso pañuelo—. Me llamó al estudio y...
— ¿Dice usted que la llamó?
—Sí... tocando el timbre... En su escritorio había uno conectado a una
chicharra de la cocina...
— ¿A qué hora fue eso?
— ¿Hora?... Veamos... —la mujer frunció, meditabunda, sus labios resecos—.
Diría que me llamó a eso de las once menos cuarto.
— ¿De la noche, por supuesto?
— ¡Pues claro está, señor! Y cuando acudí, me pidió que le llevara en seguida
una tetera, tres copas y platillos, algunos coladores para té, crema, limón y azúcar.
¡En seguida, dijo él!
— ¿Se encontraba solo cuando usted entró en la biblioteca?— ¡Oh, sí, señor!
Solo, sentado muy tieso en su sillón... ¡Y pensar que ahora... ahora él...!
—Bueno, no piense en eso, señora —respondió aprisa el policía—. ¿Que
ocurrió después?
La mujer se enjugó los ojos:
—Llevé al señor inmediatamente el servicio de té, que procedí a colocar sobre
un taburete contiguo a su escritorio. Él me preguntó entonces si traía todo lo
ordenado...
— ¡Vaya! ¡Es curioso! —articuló Ellery.
—De ninguna manera, señor. El pobre patrón no podía ver. Bien, luego me
dijo, en tono algo más áspero —parecía un poco nervioso aquella noche, sea dicho
de paso, caballeros— que me retirara en seguida a mi cuarto. Asentí y regresando
derechamente al dormitorio, me acosté. Y eso es todo, señor.
— ¿No le dijo nada acerca de la visita de esa noche?
— ¿A mí, señor? ¡Oh, no, no! —Mrs. Simms se sopló de nuevo las narices
restregándoselas con vigor con el pañuelo—. Por supuesto sospeché que tendría
alguna compañía, dadas las tres tazas y los platillos y lo demás... Con todo no me
correspondía formularle ninguna pregunta, caballeros, y no abrí la boca.
—Eso se entiende, señora. ¿De modo, pues, que esa noche no vio a ninguno de
los huéspedes de Mr. Khalkis?
—No, señor. Como ya dije, me marché a mi habitación y me acosté. Estaba
muy cansada, señor, después del trajín del día. Además, mi reumatismo...
—Sí, sí, comprendemos, señora, comprendemos —interrumpióle,
precipitadamente, el inspector—. Eso es todo por ahora, Mrs. Simms; un millón de
gracias por su gentileza.
Ellery parecía embargado por sus pensamientos mientras descendían las
tapizadas escaleras. Pepper le atisbaba curiosamente:
— ¿Piensa usted que...? —preguntó.
—Mi querido Pepper —respondió el joven—, ésa es la maldición de mi
existencia. Siempre pienso... ¡pienso!... Soy perseguido por eso que Byron, en
Childe Harold, creyó pertinente llamar el "azote de la vida... el demonio
Pensamiento..."
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8.
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superficies anteriores revisten especial importancia, dado que el cuerpo yacía boca
abajo en el ataúd. Los puntos sujetos a la presión de los vestidos y las partes en
contacto con ciertos bordes agudos y costados duros aclararon en zonas dicha
palidez cadavérica. Claro está que todo esto son detalles...
—Lo cual significa... —apremió Ellery.
—Los pormenores mencionados no significan mucho —respondió el auxiliar
médico— en lo referente a la fijación exacta de la hora en que se produjo la
defunción, aun cuando la palidez cadavérica señala una putrefacción que data de
un lapso no menor a tres días, con la posibilidad de poderse doblar dicho período.
Nada podemos decir en definitiva hasta realizar la autopsia. Ya ven ustedes que los
puntos referidos establecen meramente cierto mínimo temporal. La desaparición
misma del rigor mortis determina un intervalo de un día a un día y medio, a veces
dos. La flaccidez secundaria fija la tercera etapa; sabido es que inmediatamente
después de la muerte se presenta un estado de flaccidez primaria. A continuación,
aparece el llamado rigor mortis. Cuando éste pasa, se presenta la flaccidez
secundaria, que implica un retorno a la relajación muscular.
—Sí, pero eso no... —comenzó el inspector.
—Desde luego —interrumpióle Frost— existen otros pormenores importantes.
Por ejemplo, el abdomen presenta un "punto" verde formativo, que es uno de los
primeros fenómenos de la putrefacción, distintamente distendido por gases.
—Eso coadyuva a la fijación de la hora del fallecimiento —agregó el otro
facultativo—, pero siempre conviene tener presente infinidad de detalles. Si el
cuerpo, antes de su inhumación en el ataúd de Khalkis, yació en lugar seco,
comparativamente exento de corrientes de aire, no se descompondría tan
rápidamente como en el caso contrario.
—Bueno, bueno —gruñó, impaciente, Queen—, destrípelo no más, doctor, y
comuníquenos exactamente el resultado de su autopsia.
— ¡Oigan! —terció Pepper, de improviso—. ¿Y el cadáver de Khalkis? ¿No
habrá inconvenientes con él? ¿En concreto, el fallecimiento de Khalkis fue normal o
bien...?
El inspector miró fijo a Pepper y luego de palmearse el antebrazo,
prorrumpió:
— ¡Al demonio, viejo! ¡Vaya una idea excelente! Doctor Frost, ¿fue usted el
médico que atendió a Mr. Khalkis antes de su fallecimiento?
—En efecto.
Entonces fue usted quien extendió el certificado de fallecimiento.
—Ni más ni menos, señor.
— ¿Notó algo anormal en su muerte?
—El facultativo se ir guió:
—Mi querido señor —dijo, glacialmente—, ¿cree usted que habría certificado
su fallecimiento debido a una enfermedad cardiaca de no hallarme absolutamente
seguro?
— ¿No hubo complicaciones? —gruñó el doctor Prouty.
—A la hora de la muerte, no, doctor. Con todo, Khalkis era un hombre muy
enfermo. Doce años hacía, por lo menos, que sufría de hipertrofia compensatoria,
una dilatación del corazón resultante de un defecto en la válvula mitral. En estos
últimos tres años empeoró su estado la aparición de algunas molestas úlceras
estomacales. El precario estado de su corazón vedaba toda intervención quirúrgica
y por lo mismo intenté procedimientos intravenosos. Desgraciadamente, surgieron
algunas hemorragias y ello aparejó su ceguera.
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¡No sacaremos nada en limpio de allí! Cualquiera diría que todos los policías de la
ciudad metieron sus manoplas en él.
Los fotógrafos llenaban la habitación de destellos silenciosos. La biblioteca se
convirtió en un campo de agramante. El doctor Prouty asomó sus narices por allí
para despedirse del inspector Queen; los dos cadáveres y el cajón fúnebre fueron
acarreados fuera de la casa; Jimmy y los fotógrafos partieron con viento fresco; y el
inspector, mordiéndose los labios, empujó a Ellery y Pepper dentro de la biblioteca
y cerró con un portazo.
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—Vea usted Mr. Queen: el señor solía tomar a pecho su ceguera. Hombre
enérgico como pocos, no admitió jamás, ni siquiera para sí mismo, que la pérdida
de la vista comportaba algunas diferencias dentro de su vida normal. Por eso
insistió en mantener su control sobre todos los asuntos concernientes a las
Galerías. También por eso se empeñó en que nadie tocara un solo objeto de esta
habitación o de su dormitorio. Nadie osó jamás mover un palmo una silla en ellos
mientras duró la ceguera de Mr. Khalkis. De esta manera siempre sabía donde se
hallaban las cosas y podía moverse sin inconvenientes por sus cuartos particulares
casi con la misma facilidad que si gozara de una vista perfecta.
—Usted no contesta a mi pregunta —apuntó Ellery, gentilmente—. De sus
palabras se desprende la certeza de que Khalkis negaríase rotundamente a solicitar
ayuda para ejecutar actos tan sencillos como saltar del lecho y vestirse. ¡A buen
seguro que nuestro hombre sabía vestirse a maravillas!
— ¡Es usted terriblemente perspicaz, Mr. Queen! —exclamó con sorna la
muchachita, y Cheney optó por escabullirse de su lado—. No creo que Demmy
intentara decir que ayudó a Mr. Khalkis a saltar del lecho o a vestirse... ¡en un
sentido práctico! Vea usted, joven: una cosa había que el señor no podía hacer y
para la cual tenían que ayudarle.
— ¿Y cuál es esa cosa, señorita?
— ¡Pues, seleccionar sus prendas de vestir! —respondió ella, triunfalmente—.
En tratándose de su apariencia personal, Mr. Khalkis era de una minuciosidad
única, fastidiosa. ¡Sus ropas tenían que ser impecables! Y como era ciego, no podía
seleccionar sus prendas del día. De modo, pues, que Demmy siempre le ayudaba en
esa tarea.
Demmy, quien había estado mirándoles boquiabierto, interrumpió aquel
coloquio con una lluvia de palabras griegas.
—Desea continuar adelante con su relato —tradujo Trikkala—. Bien, dice que
ayudó a vestirse a su primo Georg de acuerdo con el "programa". Luego...
— ¿De acuerdo con el "programa"? —interrumpieron a una los Queen.
Joan rió:
— ¡Lástima grande que no sepan griego!... Inspector, Demmy no logró jamás
asimilar las complejidades de] guardarropa de Khalkis. Como he dicho, el señor era
escrupulosísimo en cuanto a su atuendo; poseía infinidad de trajes y usaba algo
diferente todos los días. Un conjunto completamente nuevo. Si Demmy hubiese
sido un ayuda de cámara de inteligencia común, el problema habría sido muy
simple. Pero recuerden ustedes que el pobre muchacho es un débil de espíritu. A
objeto de ahorrarse el trabajo de ordenar un nuevo conjunto todas las mañanas,
Mr. Khalkis había redactado una especie de programa o lista, en griego, en la cual
especificaba el conjunto que deseaba usar cada día de la semana. Con ello no se
abusaba de la escasa mentalidad de Demmy... Desde luego, el "programa" era
elástico. Si Mr. Khalkis deseaba alterarlo, impartía algunas instrucciones verbales a
Demmy en su propia lengua.
— ¿Dicho "programa" se usaba una y otra vez? —inquirió el inspector—. ¿O
bien Mr. Khalkis trazaba un nuevo programa todas las semanas?
— ¡Oh, no, no! se trataba de un programa integrado por siete días, y que se
repetía todas las semanas. Cuando sus trajes delataban señales de uso, solicitaba su
duplicado exacto al sastre. Seguía idéntico procedimiento con el camisero, el
zapatero, etc., etc. De esta manera, pues, el "programa" referido continuó siendo el
mismo desde que Mr. Khalkis quedó ciego. —Interesante —murmuró Ellery—.
Supongo que también prescribía conjuntos de noche, ¿verdad?
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— ¡Oh, no! Mr. Khalkis llevaba religiosamente traje de gala todas las noches;
este detallo no recargaba inútilmente la memoria de Demmy y por lo mismo, no
figuraba en el "programa".
— ¡Muy bien! —masculló el inspector—. Trikkala, pregúntele a este bobo qué
ocurrió después de eso.
Las manos del griego se agitaron en grandes ademanes, mientras un torrente
de palabras guturales fluía de su boca. El rostro del idiota cobró cierta animación
inteligente. Comenzó a hablar con expresión amistosa y Trikkala acabó por
contenerle con un ademán imperioso.
—Dice que vistió a su primo Georg de acuerdo al 'programa" y que alrededor
de las nueve, ambos abandonaron el dormitorio y bajaron a la biblioteca.
—Mr. Khalkis tenía la costumbre de conferenciar todas las mañanas con Mr.
Sloane en este estudio. Cuando concluía de discutir los negocios cotidianos con Mr.
Sloane, acostumbraba a dictarme largamente —dijo Joan.
—Este hombre no dice nada al respecto —continuó, impaciente, Trikkala—.
Agrega que dejó a su primo aquí sentado ante su escritorio y que salió de la casa.
No atino a comprender con exactitud lo que trata de decirme, inspector Queen.
Parece algo acerca de un médico, pero su conversación es tan confusa que...
— ¡Miss Brett! —gruñó el inspector—. ¿Sabe usted lo que Demmy quiere
decirle al intérprete?
—Sí... Imagino que alude a su visita al consultorio del doctor Bellows, médico
psiquiatra de nota. Mr. Khalkis esforzábase siempre por mejorar el estado mental
de su primo, aunque ya se le había dicho repetidas veces que se trataba de un caso
incurable. El doctor Bellows, interesado por el caso, buscó a una persona
conocedora del idioma griego y mantuvo a Demmy bajo observación en su
consultorio, situado a pocas cuadras de aquí. Demmy visitaba al doctor Bellows dos
veces por mes, en día sábado. A buen seguro que concurrió al consultorio referido.
Sea de ello lo que fuere, el caso es que regresó a las cinco de la tarde. En el ínterin,
Mr. Khalkis había fallecido, y en la confusión reinante en la casa, nadie atinó a
prestar atención a Demmy. De suerte, pues, que cuando volvió a casa, nada sabía
acerca de la muerte de su primo.
— ¡Qué triste fue todo! —suspiró Mrs. Sloane—. ¡Pobre Demmy! Al enterarle
del hecho, el muchacho recibió una fuerte impresión, y lloró como un niño. A su
manera, este pobre idiota profesaba profundo cariño por Georg. — ¡Muy bien,
Trikkala! Dígale que se quede allí, a su lado. Es posible que le necesitemos aún —el
inspector se volvió hacia Gilbert Sloane—. Evidentemente, usted fue el primero
que, después de Demmy vio a Khalkis el sábado pasado por la mañana, Mr. Sloane.
¿Se entrevistó usted con él a las nueve, como de costumbre?
Sloane aclaróse, nerviosamente, la garganta.
—Exactamente, no, señor inspector —dijo con su tono ligeramente chillón—.
Si bien todas las mañanas me reunía con Khalkis en el estudio a las nueve en punto,
el sábado pasado me quedé dormido; la noche anterior había trabajado hasta tarde
en las Galerías y... De modo que no bajé hasta las nueve y cuarto. Georg parecía un
poco... bueno, algo irritado por la demora. Se mostraba malhumorado y gruñón; en
los últimos meses su humor se tornó colérico, posiblemente a causa de su creciente
complejo de inferioridad...
— ¿No advirtió usted algo anormal en la habitación cuando entró esa
mañana?
—No veo cómo... ¡Oh, no! ¡Claro que no, inspector!... Todo estaba como de
ordinario.
— ¿Mr. Khalkis se hallaba solo?
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hora, poco más o menos, tomé dictado del señor. Cuando concluyó, le dije: "Mr.
Khalkis, ¿quiere usted que telefonee a la Casa Barret para solicitarle esas nuevas
corbatas?" Él meneó la cabeza, contestándome que las pediría él mismo. Luego me
entregó un sobre, lacrado y estampillado, ordenándome que lo echara en seguida al
correo. Eso me sorprendió un tanto, pues generalmente atendía yo a su
correspondencia...
— ¿Una carta, eh? —musitó el inspector—. ¿A quién iba dirigida?
Joan frunció el entrecejo:
—Perdone usted, inspector, pero no lo sé... A decir verdad, no" me molesté en
examinarla detenidamente, Recuerdo que la dirección estaba escrita con tinta, y no
dactilografiada, cosa que sería naturalísimo, puesto que en casa no contamos con
ninguna máquina, pero... —encogióse de hombros—. Sea de ello lo que fuere, el
hecho es que, al salir del cuarto con la carta en cuestión, vi que Mr. Khalkis
levantaba el auricular telefónico, solicitando después el número correspondiente a
la Casa Barret. Entonces salí para echar la carta al buzón. — ¿A qué hora?
—Pues alrededor de las diez menos cuarto. — ¿No volvió a ver con vida a Mr.
Khalkis? —No, inspector. Una media hora más tarde, encontrándome en los altos,
en mi dormitorio, oí chillar a alguien aquí abajo. Bajé a escape y hallé a Mrs. Simms
desmayada en el estudio y a Mr. Khalkis muerto ante su escritorio. —Luego, murió
entre las diez menos cuarto y las diez y cuarto, ¿verdad?
—Sospecho que sí, señor. Mrs. Vreeland y Mrs. Sloane descendieron
precipitadamente las escaleras detrás de mí y luego de, echar un vistazo al cadáver,
empezaron a chillar. Pugné por volverlas a sus cabales y, finalmente, logré
persuadirlas de que asistieran a la pobrecilla de Mrs. Simms, tras lo cual telefoneé
al doctor Frost y a las Galerías. Weekes entró al punto procedente de los fondos de
la casa, al mismo tiempo que el doctor Wardes, quien creo que se había quedado
dormido. El doctor Frost declaró extinto a Mr. Khalkis. Nada nos quedaba por eje-
cutar, sino arrastrar a Mrs. Simms escaleras arriba y tratar de hacerla reaccionar.
—Ya veo, Miss Brett. Bien, aguarde un instante —el inspector llevó aparte a
Ellery y Pepper—•. ¿Qué opinan ustedes, muchachos? —pregunto con cautela.
—Creo que vamos extrayendo conclusiones interesantes —murmuró Ellery. —
¿De dónde infieres eso?
Ellery clavó la mirada en el cielo raso. Pepper se rascó la coronilla:
— ¡Que el diablo me lleve si veo claro en este mare mágnum! —masculló con
rabia—. Ya me había enterado de todos esos detalles cuando investigamos la
desaparición del testamento de Khalkis, pero no veía cómo... —Bueno, Pepper —rió
Ellery—, quizá, siendo norteamericano, le clasificaron dentro de la última categoría
de ese adagio chino, citado por Burton en su famosa "Anatomía de la Melancolía",
según el cual los europeos poseen un solo ojo, dos los chinos, y ninguno los restan-
tes habitantes del mundo...
— ¡Déjate de dislates, hijo! —gruñó el policía—. Escúchenme, muchachos —
bajó la voz un punto, expresando algo que, al parecer, revestía importancia. Pepper
perdió una pizca de color, agitóse inquieto unos instantes, pero acabó por
encogerse de hombros y tomar, a juzgar por la expresión de su rostro, una decisión
trascendental. Joan, encaramada al borde del escritorio, aguardaba con paciencia.
Si anticipaba la inminente borrasca, no traicionó señales de ello. Alan Cheney se
puso rígido.
— ¡Veremos, veremos! —concluyó alto el inspector—. Miss Brett —manifestó
luego, vuelto hacia la muchacha—, permítame usted formularle una preguntita algo
particular. ¿Cuáles fueron, exactamente, sus movimientos durante la noche del
miércoles pasado?
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Un silencio de tumba cayó sobre el estudio. El mismo Suiza, con las piernas
esparrancadas sobre la alfombra, aguzó los oídos. En el instante en que Queen
formulaba su pregunta, la pierna estatuaria de Joan cesó de balancearse, y su
cuerpecillo quedó casi rígido, tenso. Luego, reanudando su columpiamiento,
contestó en tono casual:
—En realidad, inspector, no se trata de nada particular. Los sucesos de los
días precedentes —el fallecimiento del señor, la confusión reinante en casa, los
pormenores tocantes a las exequias y el propio funeral— me habían dejado poco
menos que exhausta. La tarde del miércoles ambulé un rato por el Central Park
para tomar un poco de aire fresco y luego, de cenar temprano, me retiré
inmediatamente a descansar. Leí en la cama alrededor de una hora, o más, quizá, y
apagué las luces del cuarto a eso de las diez. Eso es todo.
— ¿Disfruta usted de un sueño profundo, reparador, Miss Brett?
— ¡Oh, sí! —respondió ella, soltando una risa argentina.
—Y afirma usted haber dormido como un lirón toda la noche, ¿verdad?
—Ni más ni menos, señor.
El inspector posó su mano sobre el rígido brazo de Pepper y soltó su bomba:
—En ese caso, mi estimada Miss Brett, ¿cómo explica usted el hecho de que a
la una de la madrugada —una hora después de la medianoche del miércoles— Mr.
Pepper la haya visto merodeando por este cuarto y hurgando dentro de la caja
fuerte de Khalkis?
Durante un minuto largo nadie osó respirar. Cheney paseaba su vista febril de
Joan al inspector y viceversa; parpadeó repetidamente y luego clavó una mirada de
odio en el pálido rostro de Pepper.
La propia Joan, empero, parecía la menos impresionada de todos. Sonriente,
encaróse directamente con Pepper:
— ¿De veras que me vio usted merodeando por el estudio, Mr. Pepper, y
metiendo las uñas dentro de la caja fuerte? ¿Es verdad eso?
—Mi querida señorita —gruñó Queen, palmeándole el hombro—, considere
inútiles esas mañas suyas de querer ganar tiempo con nosotros. Y tenga a bien no
colocar a Mr. Pepper en la embarazosa situación de tildarla de mentirosa. ¿Qué
hacía usted aquí abajo a esa hora? ¿Qué buscaba?
Joan sacudió la cabeza con una sonrisilla perpleja:
—Mi querido inspector —contestó, remedando al anciano—, no sé siquiera de
qué habla ninguno de los dos.
El inspector contempló a hurtadillas a Pepper.
—Sólo repetía lo que. . . Bueno, amigo Pepper, ¿veía usted a un bonito duende
o se trataba de esta negativa muchachita?
Pepper pateó la alfombra:
— ¡Era la mismísima Miss Brett, señores! —exclamó.
—Ya ve usted, querida mía —continuó sardónico el policía—, que Mr. Pepper
se sabe al dedillo lo que afirma. Pepper, ¿recuerda usted lo que llevaba esta gentil
muchacha?
—Ciertamente, señor. Pijama y salto de cama.
— ¿De qué color era este último?
—Negro. Yo cabeceaba en ese sillón ubicado al otro extremo de la habitación,
cuando entró en ella Miss Brett, muy cautelosamente, y luego de cerrar la puerta,
giró la llave del velador del escritorio. Eso me proporcionó luz suficiente para ver lo
que usaba y hacía, inspector. Hurgó en la caja fuerte y revisó documento por docu-
mento, sin dejar nada por curiosear —estas últimas palabras brotaron
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torrencialmente de labios de Pepper, como si éste ardiera por acabar cuanto antes
con su relación.
La muchacha se había puesto pálida. Mordióse los labios con rabia y algunas
lágrimas brotaron de sus ojos.
— ¿Es cierto eso, Miss Brett? —interrogó el inspector, llanamente.
—Yo... yo... ¡Oh; no, no! —gritó Joan y cubriéndose la faz con las manos estalló
en convulsivos sollozos.
Profiriendo un juramento, Alan cargó como un energúmeno contra Pepper y
atrapándolo del cuello, lo zamarreó como a un pelele.
— ¡Condenado! —bramó—. ¡Cobarde, acusar a una muchacha inocente!
Pepper, la cara púrpura, se desprendió a viva fuerza del apretón de Cheney. El
sargento Velie, pese a su voluminosa mole, voló en un santiamén al lado del
impetuoso joven y, aferrándole el brazo con fuerza, le apartó de su víctima.
— ¡Vamos, muchacho, vamos! •—dijo el inspector con suave entonación—.
¡Domínese! ¡Repórtese un poco! Eso no es...
— ¡Es una infame celada! —aullaba el enloquecido Alan, retorciéndose entre
las manazas del sargento.
— ¡Siéntese, mocoso! —tronó el inspector—. Thomas, acomode o ese potrillo
en un rincón y vigílelo para que no vuelva a las andadas—. Velie gruñó con una
expresión rayana en la alegría, y arreó a Alan, como si fuera una criatura, hasta una
silla situada en el costado más apartado del cuarto. Cheney acabó por someterse,
gruñendo y jurando entre dientes.
— ¡Alan! ¡Cálmese, cálmese! —las palabras de Joan, bajas y estranguladas,
sobresaltaron a los circunstantes—. Mr. Pepper decía la verdad —su voz se apagó en
un sollozo—. ¡Yo.. yo me hallaba en el estudio la noche del miércoles pasado!
—Eso es mas cuerdo, querida mía —afirmó, alegremente, el inspector—. ¡Diga
siempre la verdad y llegará lejos en el mundo! Bien, ¿qué buscaba usted allí?
La joven habló rápidamente, sin levantar la voz:
—Pensaba... pensaba que sería difícil que me creyeran si confesaba... ¡Y es
difícil, realmente difícil! Yo... ¡Oh!... Desperté a la una y de improviso recordé que
Mr. Knox, ejecutor de los bienes Khalkis, querría una lista detallada de ciertos...
bueno, de los bonos de Mr. Khalkis... De suerte que... que bajé al estudio para
registrarlos y... y...
— ¿A la una de la madrugada, Miss Brett? —inquirió fríamente Queen.
—Sí, sí... ¿por qué no, señor?... Eso... eso pensaba al levantarme, pero cuando
los vi, intactos, en la caja fuerte, comprendí cuan absurdo era ejecutar semejante
trabajo a esa hora de la noche y decidí... reintegrarlos en su lugar y regresar... a mi
dormitorio... ¡Eso es todo, inspector! —parches arrebolados aparecieron en sus
mejillas; la chica mantenía clavados los ojos en la alfombra. Cheney la miraba con
horror; Pepper suspiró.
El inspector sintió que Ellery le tironeaba del codo.
— ¿Que, hijo? —inquirió en voz baja.
Pero Ellery habló alto, con una sonrisilla enigmática a flor de labios:
—Esa explicación suena bastante razonable —manifestó cordialmente.
Su progenitor le miró largamente de hito en hito: —Sí —musitó luego—, así
parece... ¡Ah!... Miss Brett, usted se siente algo... indispuesta... y necesita un poco
de distracción... Suba usted al primer pise y niegúele a Mrs. Simms que baje en
seguida, por favor.
—Es un placer, inspector, un placer... para mí... — replicó Joan, en un hilo de
voz. Escurriéndose del filo del escritorio, dirigió una mirada fugaz de
agradecimiento a Ellery, húmeda de lágrimas, y precipitóse fuera de la biblioteca.
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—A título de simple aclaración, Mrs. Simms —terció Ellery—, ¿no tocó usted
nada en estas habitaciones desde el momento en que sobrevino la muerte de Mr.
Khalkis, siete días atrás?
—No puse un solo dedo en ellas, joven —tartajeó la vieja—. Recuerde usted
que estuve enferma... — ¿Y las doncellas que se despidieron? —Creo haberle dicho
antes, Mr. Queen —respondió Joan, con voz estrangulada—, que se marcharon de
casa el mismo día del fallecimiento del señor. Esas tontas se negaron hasta a pisar
sus habitaciones. — ¿Y usted, Weekes?
—No, señor. Nada fue tocado hasta el martes, día de los funerales del pobre
amo, señor, y después de eso se nos ordenó no tocar absolutamente nada, señor. De
modo, pues, señor, que...
— ¡Oh! ¡Admirable, estupendo! Miss Brett, ¿qué puede usted decirnos?
—He tenido otras cosas que hacer, Mr. Queen —murmuró.
Ellery abarcó el grupo con una rápida mirada envolvente:
— ¿Alguno de ustedes tocó algo de estas habitaciones desde el sábado pasado?
—no hubo contestación—. ¡Doblemente admirable! En otras palabras, la situación
parece plantearse en los siguientes términos: la inmediata renuncia de las doncellas
de servicio dejó corto de servidores el ménage; Mrs. Simms, confinada en su lecho,
no tocó nada; la casa, sumida en indescriptible confusión, no fue arreglada por
nadie. Y después de los funerales del martes y del descubrimiento de la
desaparición del testamento, nada se movió en estas habitaciones obedeciendo,
según creo, órdenes terminantes de Mr. Pepper.
—Los de la Empresa de Pompas Fúnebres trabajaron en el dormitorio de Mr.
Khalkis —intercaló tímidamente Joan— preparando el cuerpo para las exequias...
—Y durante la búsqueda del testamento, Mr. Queen —indicó Pepper—,
aunque entramos poco menos que a saco en los cuartos, le aseguro categóricamente
que no se sacó nada ni se removió un solo trasto de ellos.
—Creo que conviene descartar a los de la funeraria — manifestó Ellery—. Mr.
Trikkala, ¿quiere usted interrogar al respecto al amigo Demetrios?
—Sí, señor —Trikkala y Demmy entablaron un nuevo y frenético diálogo; las
preguntas de Trikkala eran ásperas, casi explosivas. Una visible palidez se extendió
por el rostro deforme del idiota, y comenzó a tartamudear en griego—. No se
explica con claridad, Mr. Queen —informó Trikkala, cejijunto —. Trata de aclarar
que no puso pie en ninguno de los dos dormitorios después del fallecimiento de su
primo, pero hay algo más que...
—Si permiten ustedes la interrupción, señores —terció Weekes—, creo saber
lo que quiere explicar Mr. Demmy. El pobre señor quedó tan fuera de sí por la
muerte de Mr. Khalkis, tan perturbado, por decir mejor, por una especie de temor
pueril de la muerte, que rehusó dormir en su antiguo dormitorio, contiguo al de
Mr. Khalkis, por lo cual, siguiendo órdenes de Mrs. Sloane, tuvimos que prepararle
uno de los cuartos dejados por las doncellas de servicio.
—El pobrecillo vivió allí —suspiró Mrs. Sloane— como un pez fuera del agua.
Algunas veces, nuestro querido Demmy es un problema para sus parientes.
—Suplico que se cercioren bien de ello —puntualizó Ellery con entonación
marcadamente diferente—. Mr. Trikkala, pregúntele si entró en su dormitorio
desde el sábado último.
No fue necesario que Trikkala tradujera la horrorizada negativa del idiota.
Éste se encogió todo entero y arrastrándose hasta un rincón, se quedó allí, inmóvil,
mordiéndose las uñas, como un animal acosado. Ellery le estudió, perplejo.
El inspector se volvió hacia el barbudo médico británico:
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—Doctor Wardes, poco antes estuve conversando con el doctor Frost, quien
me indicó que usted había examinado el cadáver de Khalkis inmediatamente
después de muerto. ¿Es verdad eso?
—Sí, señor.
— ¿Cuál es su opinión profesional respecto a la causa de su fallecimiento?
El facultativo enarcó sus pobladas cejas:
—Exactamente la misma consignada por el doctor Frost en el certificado de
defunción.
— ¡Magnífico! Bien, permítame usted algunas preguntas personales, doctor.
Detálleme usted las circunstancias merced a las cuales se encuentra en esta casa.
—Creo que eso fue tocado ya —respondió indiferentemente el galeno—. Bien,
soy médico londinense, especialista en ojos. Visitaba Nueva York, gozando de unas
vacaciones, cuando Miss Brett fue a visitarme al hotel y...
— ¡De nuevo Miss Brett! —Ellery arrojo una mirada a la muchacha—. ¿Cómo
es eso? ¿Ya se conocían ustedes antes?
—Sí, por intermedio de Sir Arthur Ewing, antiguo empleador de Miss Joan.
Traté a Sir Arthur, aquejado de tracoma, y de esa manera trabé conocimiento con
esta jovencita —respondió el médico—. Bien, cuando ella se enteró por los
periódicos de mi llegada a Nueva York, fue a visitarme a mi hotel a fin de reanudar
nuestra amistad y, a la vez, sondearme con respecto a la posibilidad de que
examinara los ojos de Mr. Khalkis.
—Cuando vi el anuncio de la llegada del doctor Wardes en las noticias
marítimas de los diarios —terció Joan, de un tirón— le hablé a Mr. Khalkis de su
fama como médico oculista, insinuándole que él podría condescender a examinarle
la vista.
—Desde luego —continuó Wardes— al principio no me agradó la idea de
convertir mis vacaciones en gira profesional. Pero Miss Brett insistió y, finalmente,
accedí a sus deseos. Mr. Khalkis se mostró gentilísimo conmigo, insistiendo en que
fuera su huésped mientras durara mi estada en los Estados Unidos. El paciente,
empero, falleció cuando hacía menos de quince días que le tenía en observación.
— ¿Concuerda usted con el diagnóstico del doctor Frost y del especialista
acerca de la naturaleza patológica de la ceguera de Mr. Khalkis?
— ¡Oh, sí! Ya se lo había dicho así antes al sargento y a Mr. Pepper. Sabemos
muy poco respecto a la naturaleza exacta del fenómeno de la amaurosis —ceguera
completa— cuando es provocado por hemorragias de úlceras o cánceres de
estómago. No obstante ello, su caso era fascinante desde el punto de vista médico, y
ensayé algunos experimentos propios, esforzándome por estimular una posible
recuperación espontánea de la vista. Desgraciadamente, no logré éxito alguno. Mi
último examen tuvo lugar una semana antes del jueves pasado, y su estado
permanecía inalterable.
— ¿Está usted seguro, doctor, de que nunca vio anteriormente a ese individuo
Grimshaw?
—No, inspector, no —replicó impaciente el facultativo—. Además, nada
conozco de los asuntos privados de Khalkis, sus visitantes, o cualquier otro
pormenor que ustedes consideren útil para el buen éxito de su indagación. Mi única
preocupación por el momento es regresar a Gran Bretaña.
—Bueno —rezongó glacial el policía—, el otro día no parecía tan inclinado a
eso, doctor... No será fácil concederle permiso para partir. Recuerde usted que
investigamos un asesinato, caso grave como ninguno.
Cortó en seco una protesta airada del barbudo facultativo y se volvió hacia
Alan. Las contestaciones del muchacho fueron breves. No, nada podía agregar al
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testimonio anterior. No, no había visto jamás al tal Grimshaw, y lo que era más,
agregó rabiosamente, le importaba un soberano ardite quién demontres le
mandara al otro barrio. El inspector enarcó sus cejas, vagamente divertido, e
interrogó a Mrs. Sloane. El resultado de tales esfuerzos fue desconcertante y
desilusionador: la mujer sabía menos que su hijo. Su única preocupación era
reorganizar el hogar de los Khalkis, de suerte que adquiriera cierto aspecto de
propiedad y orden. Mr. Vreeland, su esposo, Nació Suiza y Woodruff resultaron
igualmente poco prolíficos en informaciones útiles. Al parecer, ninguno de ellos
había visto u oído hablar de aquel Grimshaw... El inspector apremió al mayordomo
Weekes sobre el particular; pero el criado aseguró categóricamente que, pese a sus
ocho años de servicio en la casa Khalkis, el muerto no había aparecido jamás por
allí antes de sus visitas de la semana anterior.
En las pupilas del inspector llameaba una cólera impotente. Pregunta tras
pregunta salían disparadas de sus labios recubiertos de tupidos mostachos.
¿Alguien había advertido actividades sospechosas después de los funerales? ¡No!
¿Alguno de los presentes había visitado el cementerio después de las exequias?
¡No! ¿Alguien había visto a otro u otros allegarse hasta el campo santo, después del
entierro? Una vez más retumbó una atronadora negativa: ¡No!
Los dedos del inspector se curvaron en un gesto impaciente y el sargento Velie
taconeó aprisa hasta su superior. Éste mostrábase de un humor de perros. Velie
tenía que hundirse en el lúgubre silencio del cementerio e interrogar en persona a
Honeywell, al reverendo Elder y a los demás miembros integrantes de la parroquia,
y descubrir si alguno de ellos había presenciado algún incidente o escena
interesante en el campo santo después de los funerales de Khalkis. Incumbíale,
asimismo, la tarea de interrogar a vecinos y sirvientes de las casas del pasaje
interior, y cerciorarse, sin dejar lugar a dudas, de que no había descartado ningún
testigo posible de la probable visita de un supuesto sospechoso al cementerio, en
particular durante las horas de la noche . ..
Velie, acostumbrado a los humores de su superior jerárquico, sonrió con gesto
helado y salió a escape de la habitación.
El inspector se mordiscó el bigotazo:
— ¡Ellery! —gritó con paternal irritación—. ¿Qué diablos haces ahora,
muchacho?
Su hijo no respondió inmediatamente. Su vástago acababa de descubrir algo
de agudo interés. Su hijo, concluyamos, silbaba la melodía temática de la Quinta
Sinfonía, de Beethoven, curvado sobre una tetera de aspecto vulgarísimo,
depositada sobre un taburete al otro lado de la habitación.
10.
Ahora bien, cabe consignar que Ellery Queen era un joven curiosísimo.
Durante horas y horas había estado presintiendo acontecimientos importantes,
presa de algo así como el deseo de concretar un sueño; en suma, la intuición de que
se encontraba al borde de un brillante descubrimiento. Vagaba por la biblioteca,
estorbándole el paso a la gente, tanteando muebles y curioseando libros y
tornándose una verdadera molestia. Dos veces había pasado frente al colador sin
dedicarle más que una miradita atravesada ceñuda; la tercera vez, empero, sus
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fosas nasales se dilataron, menos por un olor palpable, que por el venteo,
intangible, de una pista sensacional. Contempló unos instantes la dichosa tetera y
luego levantó la tapa para husmear adentro. Sea lo que fuere lo que el muchacho
esperaba encontrar en ella, la suerte no le acompañó, pues sus ojos curiosos sólo
divisaron agua, vulgarísima agua.
No obstante, sus pupilas chispeaban cuando levantó la cabeza y comenzó a
silbar el acompañamiento musical de sus pensamientos, que acabó por fastidiar a
su progenitor. La airada pregunta de éste estaba condenada a quedar sin
contestación, pues Ellery, volviendo la cabeza hacia el ama de llaves, formuló la
siguiente pregunta con incisivo retintín:
— ¿Dónde se hallaba este taburete, con la vajilla de té, cuando usted encontró
muerto a Mr. Khalkis?
— ¿Dónde? Pues al lado del escritorio, señor, obedeciendo órdenes expresas
del amo.
—Bien, bien —exclamó triunfalmente Ellery, abarcando al corro en una sola y
penetrante mirada—, ¿quién retiró este taburete a la alcoba después del sábado por
la mañana?
Una vez más Joan Brett respondió a la pregunta del detective, y una vez más
todas las miradas se dirigieron a ella, matizadas ahora por una sombra de
sospecha. —He sido yo, Mr. Queen.
El inspector fruncía el entrecejo. Ellery sonrió al viejo y dijo:
— ¿De veras, Miss Brett? Bien, le suplico que me indique cuándo ocurrió eso y
por qué lo hizo.
—Por momentos parece que yo no dejé cosa por hacer... —musitó la
muchachita, riendo nerviosamente—. La tarde de las exequias había tanta
confusión en la casa, y tanto ir y venir de gente buscando el dichoso testamento, y
ese taburete estaba tan en el paso, junto al escritorio, que creí conveniente retirarlo
del camino y colocarlo en la alcoba y eliminar así un obstáculo en... A buen seguro
que ese acto mío no entraña nada criminal, ¿no? — ¡Desde luego que no! —
respondió Ellery con indulgencia, encarándose de nuevo con Mrs. Simms—.
Cuando usted trajo la vajilla de té el viernes por la noche, ¿cuántas bolsitas incluyó
en el servicio?
—Un puñado, señor. Recuerdo que eran seis.
El inspector se adelantó rápidamente, imitado por Pepper, y entrambos
investigadores ojearon el taburete con perplejo interés. Este último era pequeño y
antiguo, sin detalle o característica alguna que l0 diferenciara de los demás. Sobre
él se veía una gran bandeja plateada; y en la misma, lado a lado de la tetera, tres
tazas y platillos, con sendas cucharitas; una azucarera de plata; otro plato con tres
rodajas secas de limón, inexprimidas; otro plato con tres bolsitas intactas de té; y
una jarrita diminuta, de plata, con crema amarillenta. En cada una de las tres tazas
advertíase un sedimento seco de agua de té, y en cada una de ellas un anillo
marcado por el tanino del té cerca del borde interior de la taza. Cada una de las tres
cucharitas de plata estaba opaca y manchada. Y en cada uno de los tres platillos
reposaba una rodaja, seca e inexprimida, de limón y una bolsita amarillenta de té. Y
nada más, como bien podían verlo el inspector o el propio Pepper, a pesar de que
contemplaban todo aquello con ojos abiertos de par en par...
Pese a estar acostumbrado a las extravagancias de su retoño, el inspector
consideró demasiado exagerados aquellos alardes:
—No entiendo qué...
— ¡Vamos! ¡Sé leal al viejo Ovidio, papaíto de mi alma! —río Ellery—. "Ármate
de paciencia y soporta: esta infelicidad te será beneficiosa algún día" —el joven
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LUNES: Traje "tweed" gris; zapatos negros, calcetines grises; camisa gris
claro, cuello pegado; corbata rayada gris.
MARTES: Traje marrón obscuro cruzado; zapatos marrones cordobán;
calcetines marrones; camisa blanca; corbata de muaré rojo; cuello "palomita";
polainas canela.
MIÉRCOLES: Traje gris claro, sencillo, rayitas negras; zapatos puntiagudos
negros; calcetines de seda negra; camisa blanca; corbatín negro; polainas grises.
JUEVES: Traje azul, sencillo; zapatos negros; calcetines de seda azul; camisa
blanca a rayitas azuladas; corbata azul con lunares, cuello blando que combine.
VIERNES: Traje de "tweed" canela, un botón; zapatos marrones; calcetines
canela; id. camisa, cuello pegado; corbata a rayas castaño-canela.
SÁBADO: Traje de tres botones gris obscuro; zapatos negros puntiagudos;
calcetines de seda, negros; camisa blanca; corbata de muaré verde; polainas grises;
cuello "palomita".
DOMINGO: Traje cruzado de sarga azul; zapatos negros, punta cuadrada;
calcetines de seda negra; corbata azul obscuro; cuello "palomita"; camisa blanca
con pechera semialmidonada; polainas grises.
— ¿Y bien? ¿Qué hay con esto? —preguntó el inspector.
— ¿Cómo qué hay con esto, papá? —repitió Ellery—. ¡Pues mucho! —
corriendo a la puerta, sacó la cabeza por el marco—. ¡Mr. Trikkala! ¿Quiere usted
venir aquí un instante? —el intérprete griego taconeó obedientemente hasta el
dormitorio— ¡Trikkala! —exclamó el muchacho, entregándole el papel con la
traducción griega del "catálogo"—. ¿Qué dice aquí? ¡Léala en voz alta!
Así lo hizo el heleno. Tratábase, en verdad, de una traducción literal del
"programa" en inglés que Ellery acababa de leer al inspector y a Pepper.
Ellery despachó de nuevo al hombre a la biblioteca y se engolfó de lleno en la
tarea de inspeccionar uno a uno los demás cajones del mueble. Nada pareció
llamarle la atención hasta que en el tercer cajón descubrió un paquete, largo y
chato, sellado y sin abrir. El sobrescrito rezaba así: Mr. Georg Khalkis, 11 E. 54th.
Street, New York City. Llevada el sello de la Casa Barret, Camisería Fina —
Artículos para Caballeros, impreso en el ángulo izquierdo superior; abajo, en el
extremo inferior, se leían tres palabras marcadas con un sello especial: Entregado
por Mensajero. Ellery abrió el paquete y halló seis corbatas de muaré rojo, todas
idénticas. Arrojó el paquete deshecho sobre la tapa del mueble y sin descubrir nada
más de interés en los otros cajones, enderezó sus pasos hacia el dormitorio de
Demmy, contiguo al de Khalkis. Era apenas un agujero, con una sola ventana
abierta sobre el pasaje interior de los fondos. Por el moblaje parecía la celda de un
ermitaño. El cuarto no traspiraba señal alguna de personalidad definida.
Ellery se estremeció un tanto; pero el clima desolado de la habitación no fue
óbice para que revisara cuidadosamente todos los pajones del armario del idiota. El
único detalle que suscitó su curiosidad fue una hoja de papel, idéntica en un todo al
"catálogo", redactado en griego, descubierto por el joven en el dormitorio de
Khalkis. De hecho, tratábase de una copia carbónica, pormenor éste que verificó al
instante cotejando ambas cuartillas.
Regresó inmediatamente al cuarto del difunto; el inspector y Pepper habían
vuelto a la biblioteca. Ellery puso rápidamente manos a la obra, enfilando
derechamente hacia la silla con las prendas apiladas encima de ella. Revisó con
cuidado cada prenda: un traje gris obscuro, una camisa blanca, una corbata roja, un
cuello "palomita"; caído en el piso, junto a la silla, advirtió un par de calcetines
negros, un par de zapatos del mismo color, y un tercer par de polainas grises.
Contempló, pensativo, aquellas ropas del muerto, tamborileando sus lentes contra
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ese tal Vreeland. Su viaje a Québec quedó probado por pasajes de tren, cuentas de
hotel, sellos aduaneros... ¡Hum!... Demetrios Khalkis, ¿eh?... ¡Hum!... Pasó todo el
día en el consultorio del doctor Bellows... Los informes pertinentes a las
impresiones papilares descubiertas en la casa del difunto son nulos... ¡no conducen
a nada concreto!... Las impresiones de Grimshaw fueron encontradas en el
escritorio de la biblioteca, conjuntamente con muchísimas otras. En cuanto a las
marcas halladas en el féretro. .. ¡Igual, igual!... Thomas, ¿qué averiguó Piggot en la
Casa Barrett?
—Todo concuerda, jefe —respondió el sargento—. Piggot individualizó al
empleado que tomó la orden telefónica. Dicho vendedor asegura que el propio Mr.
Khalkis llamó por teléfono a la casa el sábado último por la mañana, ordenando
media docenas de corbatas rojas de muaré; la hora concuerda con nuestros datos*
al igual que la clase de corbatas ordenadas. El mandadero de la Casa Barrett me
mostró la firma de Weekes en el recibo del paquete conteniendo dichos artículos.
—Bueno, eso bastará y sobrará, hijo, para satisfacerte —dijo el policía a su
inteligente vástago—, aunque maldito si comprendo tu interés por estos
insignificantes detalles.
— ¿Y la casa vacía, sargento? —inquirió Pepper—. ¿Consiguieron esa orden de
allanamiento?
—Todo el asunto quedó en agua de cerrajas —gruñó el inspector.
—Lograrnos arrancar una orden de allanamiento — agregó Velie, con voz
tonante—, Pero Ritter, uno de nuestros especialistas en estos casos, informó que la
casa no encierra absolutamente nada de importancia para nosotros. El edificio está
desnudo como la palma de mi mano; no encontró ni rastros de muebles, salvo un
viejo y destartalado arcón metido en los sótanos del caserón. Ritter asegura
terminantemente que no pudo descubrir pista alguna.
—Bien —dijo el inspector, tomando otra hoja de papel— pasemos ahora al
caso Grimshaw.
— ¡Es verdad! El jefe me solicitó especialmente que averigüe lo que ustedes
han "desenterrado" con respecto a ese individuo —terció Pepper.
—Por desenterrar, amigo, desenterramos bastante — replicó, sombrío, el
anciano policía—. Grimshaw fue puesto en libertad en Sing-Sing el martes antes de
su muerte, vale decir, el 28 de septiembre pasado. No le conmutaron pena por
buena conducta. Recordarán ustedes que le condenaron a cinco años de trabajos
forzados por falsificación. No le encarcelaron hasta tres años después de su delito,
pues la policía no lograba dar con su paradero. Su prontuario previo indica una
condena a dos años de prisión, hace unos quince años, a raíz de una tentativa frus-
trada de hurtar un cuadro valioso del Museo de Chicago, en donde ocupaba el cargo
de ayudante.
—Por eso les decía, caballeros —recalcó Pepper—i que la falsificación
constituía sólo parte de sus fechorías.
—Un hurto en el Museo de Chicago, ¿eh? —terció Ellery, aguzando los oídos
—. ¿No les suena' a ustedes un tanto raro semejante coincidencia, amigos míos?
Por un lado, un comerciante en objetos de arte, por el otro, un ladrón de museos...
—Sí, alguna relación existe en estos dos puntos —musitó el policía—. Sea
como fuere, nuestro Grimshaw pasó del presidio de Sing-Sing a un hotel de la calle
49 Oeste, de Nueva York, en donde se registró bajo su propio nombre de
Grimshaw. El hotel en cuestión es el Benedict, un tugurio al parecer muy poco
recomendable.
—El tipo no parece haber usado alias —comentó Pepper?—. ¿De agallas, eh?
— ¿Interrogó usted a la gente del hotel? —preguntó Ellery.
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Velie asintió.
—Nada pudimos sacar en limpio del empleado diurno, a cargo de la Mesa de
Entradas, ni del gerente. Sin embargo, dejé orden de que el empleado se presente al
despacho a la brevedad posible.
— ¿Se sabe algo más acerca de sus movimientos, inspector? —preguntó
Pepper.
—Sí, señor. En un tugurio de la calle 48 Oeste le vieron con una mujer el
miércoles de la semana pasada por la noche, esto es, al otro día de su excarcelación.
¿Trajo a Schick, Thomas?
—Sí, aguarda afuera —Velie salió de la oficina.
— ¿Quién es Schick? —preguntó Ellery.
—El propietario de la taberna. Un veterano.
Velie regresó en pos de un individuo macizo, robusto, carirrojo, en cuyo rostro
melifluo se leía la palabra "exbarman". Mostrábase nerviosismo.
—Bue... buenos días, inspector, Lindo día, ¿no?
—Más o menos —gruñó el policía—. Siéntese, Barney. Deseo hacerle algunas
preguntas.
Schick enjugó su frente sudorosa:
—No hay nada personal en este interrogatorio, ¿verdad, inspector?
— ¿Cómo? ¡Ah! ¿Se refiere usted a su boliche? No...con usted no es el asunto
—el inspector dio una sonora palmada en el escritorio—. Bien, atiéndame usted un
instante, amigo. La policía sabe que cierto ex presidiario, llamado Albert
Grimshaw, excarcelado recientemente, visitó su bar la noche del miércoles último,
¿Es cierto eso?
—Creo que sí, inspector —Schick se agitaba, inquieto—. El tipo que fue
liquidado, ¿eh?
—Ya me oyó decírselo todo la primera vez, amigo — masculló Queen—. Bien,
alguien le vio con una mujer esa noche. ¿Qué sabe usted al respecto?
—Bien poca cosa, inspector. Y se lo digo de corazón. No conozco a la
muchacha... no la había visto en mi vida...
— ¿Cuál era su aspecto?
—Pues... robusta. Una rubia grandota. Le calculo unos 35 años. Con patas de
gallo...
— ¡Adelante! ¿Qué ocurrió?
—Bueno, los dos penetraron en mi casa alrededor de las nueve; a esa hora hay
poco trabajo por allí... — Schick tosió—. Se acomodaron en una mesa y Grimshaw
pidió un trago. La mujer no quiso beber nada. Y muy pronto comenzaron a menear
la lengua, discutiendo. No alcancé a oír lo que decían, pero cacé al vuelo el nombre
de ella: Lily. Parece que él trataba de inducirla a hacer algo, y ella se encabritaba,
negándose. De pronto, ella se levantó y dejó plantado al moscardón, quien se quedó
rabioso y rumiendo palabrotas entre dientes. Así se estuvo cinco, diez minutos más,
y después se esfumó. Eso es todo lo que sé, inspector.
— ¿Lily? ¿Una rubia robusta, eh? —el inspector se rascó el mentón, pensativo
—. ¡Okay, Barney! ¿No regresó Grimshaw después del miércoles?
—No. Se lo juro por mi madre, inspector.
—Bien, lárguese.
Schick, incorporándose con precipitación, salió a escape.
— ¿Quiere que busque a la rubia, jefe? —preguntó Velie.
—Sí; sin pérdida de tiempo. Thomas. Probablemente es alguna mujerzuela
con la cual Grimshaw anduvo liado antes de su encarcelación. Si discutían, es
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seguro que ella no era una mujer cualquiera encontrada de casualidad al día
siguiente de su liberación. Examínele el prontuario, sargento.
Velie abandonó rápido la habitación. Cuando retornó, arreaba a un jovenzuelo
palidísimo, de ojos trémulos de espanto. —Este muchacho es Bell, empleado
nocturno del Hotel Benedict, jefe. ¡Andando, viejo, andando! Nadie le morderá —
empujando al infeliz sobre una silla, se pavoneó ante él.
—Queen le hizo señas de que se apartara:
—Bien, Bell —dijo suavemente—, cálmese usted; se encuentra entre amigos.
Sólo deseamos algunas informaciones. ¿Cuánto tiempo hace que trabaja de noche
en el Hotel Benedict?
—Cuatro años y medio, señor.
— ¿Se hallaba usted de servicio el 28 de septiembre pasado?
—Sí, señor. No perdí una noche desde...
— ¿Recuerda usted un huésped llamado Albert Grimshaw?
—Sí, señor, sí. Es el hombre que los diarios dicen hallaron muerto en el ce...
cementerio de la calle 54.
—Bien, Bell. ¿Le atendió usted cuando se registró?
—No, señor.
— ¿Quién fue?
—El del turno diurno, señor.
—Entonces, ¿cómo le conoce usted, amigo?
—Se trata de algo... extraño, señor —Bell parecía menos nervioso—. En la
semana que vivió en el hotel hubo una noche que... bueno, ocurrió algo singular, se-
ñor, y eso me hizo recordarle.
— ¿Qué noche fue? —preguntó ávidamente el policía—. ¿Y qué pasó?
—Lo que voy a relatarles ocurrió dos noches después de registrarse. El jueves
por la noche de la semana pasada. ..
— ¡Ah!
—Bien, el tal Grimshaw recibió esa noche la visita de cinco personas. ¡Y todas
en apenas media hora!
El inspector estuvo admirable. Recostándose contra el respaldo de la silla,
tomó con delicadeza una pulgarada de tabaco picado como si la declaración de Bell
careciera de importancia.
— ¡Adelante, muchacho! —dijo luego.
—Alrededor de las diez vi a Grimshaw llegar de la calle con otro hombre.
Marchaban juntos, conversando de prisa... No pude oír lo que decían, señor.
— ¿Cuál era el aspecto del compañero de Grimshaw? —inquirió Pepper.
—No sabría decirle, señor. El tipo iba todo arrebozado. ..
— ¡Ah! —articuló el inspector por segunda vez.
—Sí, todo arrebozado... Como si no quisiera que le reconocieran... Podría
identificarle si le viera de nuevo, pero no bajo juramento... En fin, el caso es que se
encaminaron al ascensor, y ésa fue la última vez que los vi.
—Un momento, Bell —el inspector se volvió al sargento—. Thomas, haga
comparecer al ascensorista de noche.
—Ya le di la orden, señor. Hesse lo traerá de un momento a otro.
— ¡Bravo! ¡Adelante, Bell!
—Bien, como les decía, ese incidente ocurrió alrededor de las diez de la noche,
de hecho, mientras Grimshaw y su amigo aguardaban aún abajo el ascensor. Un
individuo penetró en el hotel y deteniéndose ante el mostrador, preguntó por
Grimshaw. "Allí va, señor —le respondí, en el preciso momento en que los dos
entraban en el ascensor—. El número de su cuarto es el 314" —agregué, y el tercer
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hombre puso una cara extraña. Como quiera que sea, el caso es que fue a esperar el
descenso del ascensor.
— ¿Y bien?
—Desde hacía algunos minutos observaba que una mujer ambulaba por el
vestíbulo, tan nerviosa como el otro. De pronto se acercó al mostrador,
preguntándome si había un cuarto vacío contiguo al 314. Sospecho que la mujer
había escuchado nuestra conversación. Pensé que aquel enredo era medio
sospechoso, especialmente si se tiene en cuenta que ella no traía ningún equipaje.
La suerte la acompañó, pues el cuarto contiguo al 314 estaba vacío. Tomando la
llave correspondiente, llamé a uno de los cadetes. Pero no: la mujer no quería al
cadete, según aseguró, recalcando que se bastaba para llegar hasta su habitación.
Le entregué entonces la llave y ella se metió en el ascensor. Para entonces el otro
hombre se había esfumado.
— ¿Cómo era la mujer en cuestión?
— ¡HUIR!... Creo poder reconocerla si la veo de nuevo, señor... Era pequeñita,
regordeta, madurita...
— ¿Bajo qué nombre se anotó, Bell?
—Mrs. J. Stone, señor. Juraría que trataba de desfigurar su escritura, pues
escribió el apellido con letra torcida como si lo hiciera adrede.
— ¿Era rubia?
—No, señor. Tenía cabello negro, algo entrecano. El caso fue que pagó una
noche por adelantado, un cuarto sin baño, y yo me dije que no había por qué
preocuparse de las cosas de nuestros huéspedes. Bien, unos quince o veinte
minutos más tarde otros dos hombres se llegaron hasta el escritorio,
preguntándome si allí vivía un individuo de nombre Albert Grimshaw.
— ¿Llegaron juntos?
—No, señor. Con un intervalo de cinco o diez minutos.
— ¿Podría identificarlos si los viera de nuevo?
— ¡De seguro, señor! Vea usted —agregó Bell en tono confidencial— lo que me
llamó mucho la atención fue que todas aquellas personas estaban muy nerviosas,
como si temieran que las viesen. El mismo sujeto que vino con Grimshaw obraba
de modo extraño.
— ¿Vio a algunos de ellos abandonar el hotel?
La cara mofletuda de Bell traspiró desolación:
—Merecería que me dieran de puntapiés, señor. Comprendo que tendría que
haber mantenido abiertos los ojos, pero sobrevino un apurón del diablo, un
batallón de coristas entraron para registrarse en el hotel y... bueno, todos debieron
largarse cuando estaba atareadísimo...
— ¿Y la mujer? ¿Cuándo se marchó?
—Ahí ocurrió otra cosa extraña, señor. El empleado de día me contó, cuando
vine a relevarle a la noche siguiente, que la mucama le había informado que nadie
había dormido en el lecho del cuarto 316. De hecho, la llave estaba aún en la
cerradura. De fijo se marchó poco después de anotarse, como si hubiera cambiado
de idea. A nosotros poco nos importaba, pues había pagado adelantado.
— ¿Qué ocurrió las otras noches, Bell? ¿El miércoles o el viernes, por ejemplo?
¿No recibió Grimshaw nuevos visitantes?
—No sabría decírselo, señor —respondió el empleado en tono de disculpa—.
Todo lo que sé es que nadie preguntó por él en el escritorio. Se marchó del hotel el
viernes por la noche, alrededor de las nueve, sin dejar nuevo domicilio. No llevaba
tampoco equipaje, y ése fue otro de los detalles que me hizo recordarle.
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—Mr. Queen, ya sabe usted —dijo a Ellery— que estoy metido en este asunto
hasta el cuello. El jefe descargó toda la responsabilidad sobre mis escuálidos
hombros. Nuestro interés radica en el testamento, pero parece que nunca
lograremos... ¿Dónde demontres estará ese papelucho?
—Pepper, amigo mío —respondióle Ellery—, el testamento pasó ya al limbo de
las cosas intrascendentes. Rehuso repudiar mi sagacísima deducción —y
perdóneseme la vanidad— de que el documento en cuestión fue inhumado
conjuntamente con Mr. Khalkis.
—Por cierto que así parecía indicarlo todo cuando nos lo explicó.
—Y estoy convencido de ello —Ellery encendió otro cigarrillo—. En cualquier
caso, creo poder decirle quién conserva el testamento, si es que aun existe.
— ¿De veras? No... no le entiendo, Ellery. ¿Y quién puede ser?
—Pepper —suspiró el muchacho—, el problema es infantil. ¿Quién, sino el
hombre que enterró a Grimshaw?
14.
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—Sí señor —los pasos del empleado del Benedict no vacilaron cuando cruzó el
cuarto y palmeó al hombro del doctor Wardes—. En cualquier parte reconocería a
este caballero, señor —agregó—. No es fácil olvidar esas barbas.
El policía miró estupefacto al médico inglés, y éste le devolvió la mirada,
punto menos que inexpresivo.
— ¿Cuál de ellos era, Bell?
—El último visitante, señor.
—Por descontado, inspector —apuntó el facultativo con voz glacial—, que
comprenderá usted que todo esto es tontería. Ni más ni menos. ¿Qué lazos podrían
vincularme con un delincuente yanqui, caballeros? ¿Qué motivo me impulsaría a
visitarle, en caso de conocerle?
— ¿Y es usted quien me lo pregunta a mí, doctor Wardes? —el anciano sonrió
—. Yo soy quien debe preguntárselo a usted. Acaba de identificarle un hombre que,
por su oficio, trata cotidianamente con decenas y decenas de personas distintas, un
hombre adiestrado por su trabajo a reconocer caras ajenas. Y como dice Bell, y dice
bien, su rostro no es fácil de olvidar, ¿Qué me contesta, señor?
—Pues que a mí me parece, inspector, que la misma... ¡ejem!... la misma
singularidad de esta mi hirsuta fisonomía me brinda un poderoso argumento de
refutación. ¿No advierte usted que sería la cosa más sencilla del mundo
personificarme con esta condenada barba mía?
— ¡Bravo! —murmuró Ellery a Pepper—. Nuestro matasanos tiene
imaginación.
— ¡Demasiada!
—Una contestación muy sutil, doctor, sutilísima —dijo admirado el inspector
—. Y completamente verídica. Bien, aceptaremos su palabra de que alguien le
personificó. Todo lo que necesitamos saber ahora, doctor Wardes, son sus
movimientos durante la noche del treinta de septiembre, en ese intervalo durante
el cual tuvo lugar la... ¡ejem!... la personificación.
—El jueves pasado por la noche, ¿eh?... ¡Hum!... Veamos, veamos —el galeno
frunció el ceño y luego se encogió de hombros—. ¡Vamos, inspectores! ¡Vaya una
tontería! ¿Cómo espera usted que yo recuerde dónde me encontraba hace una
semana?
—Bueno, usted recordó fácilmente dónde se hallaba el viernes por la noche de
la semana última —observó, glacial, el policía—. Eso es un hecho inobjetable que
figura en nuestras actuaciones. Verdad es que su memoria suele jugarle malísimas
pasadas, pero...
Volvió la cabeza al oír la voz de Joan. Todos los circunstantes la miraban. La
jovencita, sentada en el borde de la silla, sonreía forzadamente:
—Mi querido doctor Wardes —dijo—, ya veo que es usted un digno caballero,
anacrónico en nuestra época de crudo materialismo. Ayer defendió usted a la
señora Vreeland en la forma más galante del mundo... y ahora trata de preservar mi
empañada reputación... ¿O acaso olvidó ya que...?
— ¡Cielos! —exclamó el doctor Wardes, instantáneamente, enarcando las
tupidas cejas—. ¡Vaya! ¡Soy un estúpido a carta cabal, Joan! Efectivamente,
inspector — agregó, dirigiéndose al policía—, el jueves por la noche me encontraba
con Miss Joan Brett.
— ¿De veras? —el policía paseó su mirada irónica del médico a Joan—.
¡Magnífico!
—Sí —prosiguió rápidamente la joven—. Y fue después que vi entrar a ese
Grimshaw en la casa, acompañado por la doncella de servicio. Regresé a mi
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dijo con calma—: El pájaro voló, jefe. Extrajo todo su dinero del banco esta mañana
a las nueve.
— ¡Demontres! —estalló el policía—. ¡Vaya un tuno! ¿Hay algún detalle de
interés?
—Sí... Cheney tenía 4.200 dólares en el banco. Llevó esa suma en billetes
chicos. Tenía una valijita que parecía nueva. No dio explicaciones al banco
referentes a su actitud. Y eso es todo.
El inspector corrió a la puerta:
— ¡Hagstrom! —un detective de tipo escandinavo entró en el cuarto,
sobresaltado y trémulo—. Alan Cheney desapareció, retirando 4.200 dólares del
"Mercantile National" hoy a las nueve. ¡Encuéntremelo! Averigüe primero donde
pasó la noche. Hágase dar una orden de detención y llévela consigo. Láncese sobre
sus huellas. Búsquese ayuda. Es posible que el tipo trate de escurrirse fuera del
país. ¡Al avío, amigo!
Hagstrom desapareció seguido por la mole imponente de Velie.
El inspector tornó a confrontar a sus víctimas; esta vez su mirada no
transparentaba benevolencia cuando se volvió hacia Miss Brett:
— ¿Qué sabe usted acerca de la fuga del amigo Cheney?
—Nada, inspector —su vocecilla era trémula.
— ¡Nada! ¡Siempre nada! —bramó el viejo policía—. Bueno, ¿alguno de
ustedes lo sabe? ¿Por qué escapó ese pájaro? ¿Qué significa esa fuga?
Preguntas. Y más preguntas. Palabras aceradas. Heridas internas que
sangraban ocultamente. .. Y los minutos pasaban.
Mrs. Sloane sollozaba.
—Seguramente, inspector, no pensará usted que él... que mi Alan... ¡Él es mi
hijo!... ¡Oh!.. . ¡No puede ser que...! ¡Aquí ocurre algo anormal!
—Ya dice usted bastante con esas palabras, Mrs. Sloane —respondió el policía,
con una sonrisa espantosa. Girando sobre sus talones, volvióse hacia la puerta, en
donde montaba guardia el sargento Velie, semejante a Némesis—. ¿Qué pasa,
Thomas?
Velie extendió su brazo hercúleo, cuya mano asía una hojita de papel. El
inspector se lo arrancó con avidez, gruñendo. Ellery y Pepper se adelantaron
vivamente; los tres hombres leyeron las líneas garabateadas sobre la hojilla. El
inspector miró luego a Velie, y ambos se retiraron a un rincón. El anciano formuló
una sola pregunta, y el gigantesco sargento respondió lacónicamente, regresando
entonces el primero al centro del cuarto.
—Señoras y señores, permítanme leerles este mensaje —anunció—. Tengo
aquí una misiva descubierta por el sargento Velie en esta casa, y firmada por Alan
Cheney —levantando la hoja, Comenzó a leer, lenta y distintamente—: "Me marcho.
Tal vez para siempre. En estas circunstancias... ¡Oh! ¿De qué sirve todo? Cada cosa
es ahora un confuso remolino, y no atino a ver como... Adiós. No tendría que
escribir esto. Es peligroso para ti. Por tu propio bien, te suplico quemarla. — Alan."
Mrs. Sloane se incorporó a medias en su silla. Su faz, carmesí, estaba
desencajada. Profiriendo un gemido, se desvaneció. Sloane atrapó al vuelo el
cuerpo inerte en el momento en que caía de boca. La habitación estalló en un
estruendo confuso. Gritos, exclamaciones, protestas. El policía vigilaba la escena
con impresionante calma, inmóvil como un felino al acecho.
Finalmente, lograron reanimar a la inconsciente mujer. Luego el policía,
irguiéndose ante ella, deslizó el papel debajo de sus ojos hinchados por el llanto:
— ¿Ésta es la escritura de su hijo, señora? —inquirió.
—Sí... —balbuceó la pobre mujer—. Sí... ¡Oh! ¡Hijo mío! ¡Hijo mío!
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—Sargento Velie —articuló con claridad la voz del inspector Queen—, ¿en
dónde descubrió usted ese mensaje?
—Arriba, en unos de los dormitorios —gruñó el sargento—, oculto bajo un
colchón.
— ¿A quién pertenece ese dormitorio?
—A Miss Joan Brett, señor.
Eso era ya demasiado... ¡demasiado para todos! Joan cerró los ojos para
apartarse de aquel círculo de miradas hostiles, de acusaciones inaudibles, de la
expresión triunfal del inspector Queen.
— ¿Y bien, Miss Brett?
La jovencita reabrió los ojos y Ellery advirtió que brillaban de lágrimas:
—Yo... yo lo descubrí esta mañana... Alguien lo había deslizado debajo de la
puerta de mi cuarto. .. —balbuceó.
— ¿Por qué no nos lo informó en seguida, Miss Brett?
La joven calló. — ¿Por qué no nos comunicó inmediatamente la ausencia de
ese tuno, Miss Brett?
Silencio...
—Y más importante aún que todo eso —prosiguió implacable el policía— es
por qué Alan Cheney escribió que era "peligroso" para usted. ¿Qué significan esas
enigmáticas palabras, señorita?
En ese punto, se abrieron las "compuertas" de los ojos de la muchacha y ésta
pareció disolverse en un diluvio de lágrimas, estremecida, jadeante, desesperada.
Era un espectáculo tan brutal que turbó a todos los presentes. Mrs. Simms, después
de dar un paso instintivo hacia la joven, se retiró murmurando por lo bajo. El
doctor Wardes parecía, por una vez, presa de ira; fulgores airados brotaron de sus
pupilas castañas, clavadas en el inspector. Ellery meneaba la cabeza, en gesto de
desaprobación. Sólo el inspector Queen permanecía inconmovible.
—Contésteme, Miss Brett.
Por toda contestación, la inglesita, saltando de su silla, sin mirar a nadie,
ocultando sus ojos con un brazo encogido, corrió locamente fuera del cuarto. Los
circunstantes oyeron el ruido de sus tacones en los peldaños.
— ¡Sargento Velie! —gritó frío el policía—. Cuide usted de que sean
debidamente vigilados todos los movimientos de Miss Brett.
Ellery tocó el brazo de su padre, y éste le miró de mala manera:
—Mi querido, respetado y venerado papá —murmuró Ellery de suerte que sólo
le oyera el viejo—, eres posiblemente el más grande detective del orbe... pero como
psicólogo... —y meneó tristemente la cabeza.
15.
Ahora bien, si hasta ese momento Ellery Queen sólo había estado rondando
en torno al caso Khalkis, aquella memorable tarde del sábado le precipitó de lleno
en el propio corazón del problema, cesando de ser un simple observador para
convertirse en uno de los primerísimo actores del drama.
La hora estaba madura para sensacionales revelaciones; el escenario estaba
tan admirablemente montado, que no pudo resistirse a aparecer en él. Se recordará
que éste era un Ellery Queen más joven, un Ellery con ese desmesurado egoísmo
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propio del estudiante universitario novato. La vida era dulce, había un intrincado
problema que resolver y un buen fiscal que conquistarse. Pues bien, dicha
"intervención" activa dio comienzo, como otros tantos acontecimientos
trascendentales, en la inviolabilidad del despacho del inspector Queen. Sampson se
encontraba allí, ambulando por el cuarto como un tigre; Pepper estaba también allí,
con expresión meditabunda; el inspector hallábase allí, desplomado en su sillón,
echando lumbre por los ojos y apretando los labios con mayor firmeza que nunca.
¿Quién podría resistirse? En especial, cuando en medio de un resumen
sampsoniano del caso, el secretario del inspector Queen escurrióse dentro del
despacho, jadeante de excitación, anunciándoles que Mr. James J. Knox, el James
J. Knox, poseedor de muchos más millones de lo que es decente poseer, el
banquero, el rey de Wall Street, el amigo del presidente, aguardaba afuera el
momento de entrevistarse con el inspector Queen. Toda resistencia después de eso
lindaría en lo sobrehumano.
Knox era realmente una leyenda. Usaba sus millones y el poder de ellos para
evadirse de los ojos innúmeros del público. Y éste sólo conocía su nombre y no al
hombre del nombre. Y fue bien humano que messieurs Queen, Sampson y Pepper
se levantaran como un solo hombre cuando Knox fue introducido en la oficina, ex-
teriorizando más deferencia y aturdimiento de lo que prescribe la democracia. El
gran hombre, estrechando rápidamente sus manos, se arrellanó en una silla sin que
nadie le invitara a ello.
Nuestro multimillonario semejaba la desecada armazón de un gigante.
Frisaba en los sesenta y era visible la decadencia de su vigor físico. Sus cabellos,
cejas y bigotes estaban canos; su boca era poco firme; sólo sus ojos grises parecían
jóvenes aun.
— ¿De conferencia? —preguntó.
— ¡Ejem! Sí, sí —replicó Sampson, aprisa—. Discutíamos el caso Khalkis. Un
asunto lamentable, Mr. Knox.
—Realmente lamentable —Knox miró fijo al inspector—. ¿Algún progreso?
—Pocos —gruñó el inspector, desamparadamente—•. ¡Una maraña
enredadísima! Mentiría si afirmara que ya vemos claro el asunto.
Ése era el momento. El momento quizá entrevisto en los ensueños del joven
Ellery Queen: los desconcertados representantes de la ley y la presencia de una
personalidad de campanillas...
—Pecas de modesto, papá —dijo.
Nada más en ese momento. Sólo un ademán gentil, cortante. Y una sonrisita.
Y formulaba aquella aseveración como si su progenitor supiera de sobra lo que
señalaba...
El inspector se le quedó mirando tranquilamente. La boca de Sampson se
entreabrió. El gran hombre miró a Ellery y luego al padre, con mirada inquisitiva.
Pepper les contemplaba estupefacto.
—Vea usted, Mr. Knox —continuó Ellery, en el mismo tono modesto— si bien
ciertos cabos y pistas quedaron sin atar q desarrollar, mi padre olvida decir que el
cuerpo principal del caso ha tomado definitivamente una forma sólida.
—No le entiendo, joven —dijo Knox.
—Ellery... —balbuceó el inspector, aterrado.
—Pues todo es bastante claro y comprensible —indicó Ellery, con fingida
melancolía—. El caso ha quedado resuelto.
Es en estos momentos, arrancados de la tumultuosa corriente del tiempo,
cuando los egotistas recogen sus más brillantes cosechas. Ellery estaba magnífico, y
sus ojos astutos estudiaban las cambiantes expresiones asomadas en los rostros del
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error, consistente en emplear la misma agua para cada una de las tres tazas, en
lugar de tomar tres cantidades separadas de líquido de la tetera. Pero, ¿para qué
tomarse tanto trabajo de aparentar que tres personas habían allí, cuando eso era
cosa aceptada, dada la presencia de los dos visitarles y las propias instrucciones de
Khalkis? Sólo por una razón: para recalcar el hecho. Pero si tres personas estaban
en el estudio, ¿por qué recalcarlo? En mi opinión, sólo porque esas tres personas,
por extraño que parezca, no estuvieron allí.
Ellery fijó sus ojos en los demás con triunfal satisfacción. Alguien suspiró y
Ellery se sintió divertido advirtiendo que era el fiscal. Pepper le escuchaba hablar
embobabo, y el inspector asentía tristemente. Knox comenzó a frotarse el mentón.
—Bien, si tres personas bebieron té en el estudio de Khalkis, tres tazas de agua
tenían que faltar de la tetera. Supongamos ahora que alguien no bebió. ¡Muy bien!
¿Qué malo hay en ello? ¿A santo de qué afanarse para hacer aparecer que todos
habían bebido té? Sólo para substanciar la creencia aceptada, apoyada por el
propio Khalkis, de que tres personas hallábanse presentes en el estudio el viernes
por la noche de la semana anterior, la misma en que asesinaron a Grimshaw.
"Por consiguiente, enfrentamos un interesante problema: si allí no había tres
personas, ¿cuántas había? Bien, podría haber habido más de tres: cuatro, cinco,
seis, cualquier número podría haberse introducido en el estudio, sin ser vistos por
Joan Brett, luego que la muchacha les franqueó la puerta a dos de ellos y subió a los
altos a meter en la cama al pícaro de Alan Cheney. Puesto que el número exacto no
es posible fijar por ninguno de los medios de que disponemos, la teoría de más de
tres visitantes no nos conduce a ninguna parte. Por lo demás, si examinamos la
teoría de que fueron menos de tres nos encontraremos de boca en una pista
candente.
"No podía ser uno solo, pues Miss Brett vio entrar a dos de ellos en el estudio.
Ya hemos demostrado que, sea lo que fuere, no eran tres. De acuerdo, pues, con la
única alternativa de la segunda teoría, debieron ser sólo dos.
"Si dos personas estaban en el estudio, ¿cuáles son nuestras dificultades?
Sabemos que Albert Grimshaw era una de ellas, pues fue visto e identificado
después por Miss Brett. Khalkis, de conformidad con todas las leyes de las
probabilidades, era la segunda. Si es así el acompañante de Grimshaw, el hombre
todo "arrebozado", según lo describió Miss Brett, debió ser el mismo Khalkis. Pero,
¿es posible esto?
Ellery encendió otro cigarrillo:
—Es posible. Una curiosa circunstancia parece corroborarlo. Recordarán
ustedes que, cuando los dos visitantes entraron en el estudio, Miss Brett no se
encontraba en posición para mirar su interior; el compañero de Grimshaw la
empujó a un costado, como si tratara de impedir que ella arrojara un vistazo a lo
que estaba —o no estaba— dentro del cuarto. Caben muchas explicaciones
plausibles al respecto, pero lo cierto es que la teoría más correcta es la que asevera
que el acompañante de Grimshaw era el propio Khalkis, interesado como ninguno
en evitar que Miss Brent mirara dentro del estudio y comprobara su desaparición ...
¿Qué más? Bien, ¿cuáles eran las características del compañero de Grimshaw?
Físicamente se parecía a Khalkis; era de su misma talla y complexión. Ése es un
punto. Del otro, el incidente con la preciosa gatita de Mrs. Simms, Tootsie,
inferimos que el compañero de Grimshaw podía ver, por cuanto la gata, inmóvil
sobre la alfombra de la puerta, constituía un obstáculo que evitó diestramente el
sujeto arrebozado levantando el pie en mitad del aire y posándolo luego en forma
de evitar pisarla: si hubiese sido ciego, no podría haber dejado de caminar sobre la
minina. Eso queda demostrado por nuestras deducciones acerca de la corbata;
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Khalkis no estaba ciego el día de su muerte, sino que fingía estarlo... y contamos
con infinitas razones para sostener la teoría Se que recobró la vista el referido
jueves, fundándonos en el hecho conocido de que el doctor Wardes le examinó los
ojos ese mismo día, vale decir, el día anterior al incidente de los dos visitantes.
"De esto se desprende la respuesta a mi primer interrogante: ¿por qué Khalkis
mantuvo en secreto la recuperación de su vista? He aquí la respuesta: si se descu-
bría la muerte violenta de Grimshaw, si la policía apuntaba como sospechoso a
Khalkis, él recurriría a la coartada de su ceguera para confirmar su inocencia; pues,
¿cómo suponer que Khalkis, ciego, podría haber sido el asesino del hombre
desconocido, el homicida de Grimshaw? Por demás sencilla es la explicación
concerniente a la forma en que Khalkis dispuso los elementos físicos de su
impostura: luego de solicitar el té la noche del viernes, y retirada Mrs. Simms a su
habitación, Khalkis debió cubrirse con su sobretodo y sombrero, y escurriéndose
sigilosamente fuera de la casa, se reunió con Grimshaw cerca de ella, tornando a
entrar con aquél como si fuera uno de los dos visitantes esperados.
Knox no se movía siquiera en su silla; pareció a punto de hablar, pero luego
parpadeó y optó por callarse.
— ¿Qué puntos confirman la farsa de Khalkis? —continuó Ellery, con acento
triunfal—. Por lo pronto, él mismo cuidó de fomentar la idea de las tres personas,
reunidas en su estudio, en las instrucciones impartidas a Miss Brett, indicándole,
deliberadamente, la inminente llegada de sus dos supuestos invitados, uno de los
cuales, según él, deseaba mantener en secreto su identidad. Además, con toda
deliberación retuvo la información pertinente a la recuperación de su vista,
circunstancia ésta harto condenatoria para él. Y por fin, sabemos que Grimshaw fue
estrangulado entre seis y doce horas antes del fallecimiento de Khalkis.
— ¡Vaya un error funesto! —murmuró el fiscal,
— ¿Cuál? —preguntó Ellery.
—El de Khalkis usando la misma agua para llenar las tres tazas. Una
equivocación imbécil, en verdad, considerando su sutilísimo proceder en todos los
otros detalles del crimen.
Pepper terció con impetuosidad atolondrada:
—Pues a mí me parece, jefe —dijo—, con el debido respeto por la opinión de
Mr. Queen, que quizá Khalkis, al fin y al cabo, no incurrió en equivocación alguna.
— ¿Y de dónde deduce usted eso, Pepper? —inquirió Ellery.
—Bueno, supongamos que Khalkis ignoraba que la tetera estaba llena.
Supongamos que diera por descartado que estaba llena sólo a medias.
Supongamos, en fin, que no supiera que esa tetera sirve para seis tazas cuando está
llena. Cualquiera de esas suposiciones explicaría su supuesta torpeza.
—Sí, hay algo en eso — dijo Ellery sonriente—, ¡Muy bien! Nuestra solución
deja ciertos cabos sueltos, ninguno de los cuales podríamos anudar de modo
concluyente, si bien nadie nos impide aventurar algunas deducciones plausibles.
Por lo pronto, si Khalkis mató a Grimshaw, ¿qué motivos le impulsaron a ello?
Sabemos que éste le había visitado solo la noche anterior. Y sabemos también que
esa visita dio pie para que Khalkis instruyera a Woodruff, su abogado, con respecto
a la redacción de un nuevo testamento. De hecho, telefoneó a Woodruff esa misma
noche. Y de manera urgente... quizá bajo presión... El nuevo testamento cambiaba
el legatario de las Galerías Khalkis, una herencia de considerable valor, y nada más.
Recuerden que Khalkis agotó todas las precauciones posibles para mantener
secreto el nombre del flamante legatario. No es descabellado, pues, afirmar que ese
Grimshaw, o algún individuo representado por él, era el nuevo legatario. Pero, ¿por
qué Khalkis practicó un acto tan extraordinario? La respuesta más obvia es
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—Ya aprenderá usted, joven, que no existen triunfos sin fracasos... —indicó,
como un oráculo, el eminente ciudadano—. Bien, esos dos elementos eran los
siguientes: 1) Las tazas de té. Su explicación era muy ingeniosa Mr Queen, pero
Miss Brett la hizo volar por los aires. Ahora ya no tiene usted motivos para
pretender que sólo dos personas se hallaban presentes en el estudio de Khalkis.
Dice usted que sólo dos individuos, Khalkis y Grimshaw, figuraban en la lista, y que
el primero realizó una tentativa deliberada para aparentar que en su estudio había
tres personas. Finalmente, asevera usted que el tercer hombre no existió jamás y
que el propio Khalkis era el segundo en cuestión. ..
—Es verdad —murmuró Ellery, tristemente.
—Es falso —respondió Knox, en tono suave— por la sencilla razón de que
existió un tercer hombre. Y puedo demostrárselo por conocimiento directo y no por
deducción.
— ¿Cómo? —la cabeza de Ellery se movía como si estuviese sujeta a un muelle
—. ¿Cómo dice usted, señor? ¿Así que ese tercer hombre...? ¿Y afirma usted que
puede probarlo? ¿Y de qué manera? ¿Cómo lo sabe usted?
Knox rió entre dientes:
—Lo sé —murmuró— porque YO ERA ESE TERCER HOMBRE.
16.
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dos nos beneficiaríamos con su muerte porque su "socio" lo sabía todo al dedillo y
nos perseguiría hasta los quintos infiernos si algo le ocurriría... Y agregó que no
pensaba revelarnos la identidad de su "socio", naciendo un gesto entonces de modo
significativo. El hombre era un miserable.
—Por cierto que ese relato suyo trastrueca las cosas, Mr. Knox —indicó el
fiscal—. Ese Grimshaw era muy diestro, o tal vez lo era su cómplice, posible
maquinador del embrollo todo... La conservación del secreto de su identidad
constituía una protección admirable para los dos.
—Eso es obvio, Sampson —respondió el multimillonario—. Bien, prosigo.
Khalkis, pese a su ceguera, extendió el pagaré al portador y luego de subscribirlo, se
lo entregó a Grimshaw, quien lo hizo desaparecer en su cartera.
—Encontramos esa cartera —terció el inspector, gravemente—, pero sin nada
adentro.
—Sí, eso inferí de los artículos periodísticos al efecto. Entonces comuniqué a
Khalkis que me lavaba las manos de todo ese asqueroso asunto. Y que purgara sus
propias necedades. Cuando nos marchamos, Khalkis era apenas un pobre guiñapo
humano. Un ciego acabado. Un sujeto que se había querido pasar de vivo.
Grimshaw y yo abandonamos juntos la casa, y no encontramos a nadie en nuestro
camino, por suerte. En la escalinata de la calle previne a Grimshaw que, en tanto se
apartara de mi paso, nada tenía que temer de mí. ¡Trampearme a mí, tan luego a
mí! ¡Vaya, sí que les canté clarito las cuarenta!
— ¿Cuándo vio usted por última vez a Grimshaw, Mr. Knox? —inquirió el
policía.
—Esa vez. Y contento de librarme de él. Dirigiéndome hasta la esquina de la
Quinta Avenida, chisté a un taxímetro y regresé a casa.
— ¿Dónde se hallaba Grimshaw?
—La última vez que le vi estaba de pie en la acera, mirándome
sardónicamente.
— ¿Directamente enfrente de la casa de Khalkis?
—Sí... Y hay algo más aun. A la tarde siguiente, luego de enterarme de la
muerte de Khalkis, recibí una misiva personal de él. De acuerdo con el matasellos,
había sido echada al correo esa mañana, antes del fallecimiento de Khalkis. De fijo
fue escrita inmediatamente después que Grimshaw y yo nos marchamos de su casa
el viernes, siendo despachada a la mañana siguiente. Aquí la tengo —Knox hurgó
en uno de sus bolsillos y extrajo un sobre que puso en manos del inspector. Éste
sacó una cuartilla de papel de carta y leyó alto el garabateado mensaje:
"Estimado J. J. K.:
Confieso que lo ocurrido anoche me dejó mal ante sus ojos, pero no estaba en mis
manos evitarlo. Perdí dinero y me excedí un poco. No tenía la intención de
complicarle a usted en el caso, y no imaginaba siquiera que ese pillastre de
Grimshaw se acercaría a usted para extorsionarle. Deseo asegurarle que, de
ahora en adelante, no quedará usted envuelto en este enredo. Procuraré cerrarles
la boca a Grimshaw y a su cómplice, aunque para ello deba malvender mis
bienes, subastando todos los lotes de mis galerías y, si ello es necesario, pidiendo
dinero prestado a cambio de mi seguro. De todos modos, considerérese a salvo,
por cuanto los únicos conocedores del asunto tocante al "Leonardo" somos
nosotros dos y Grimshaw y su cómplice, a quienes cerraré la boca con el dinero
que me exigen. Nunca informaré a nadie de este caso, ni siquiera a Sloane, quien
corre ahora con las cosas en reemplazo mío...
K."
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—Sí, ésta debía ser la carta que Khalkis entregó a la Brett para despachar el
sábado por la mañana —rumió el inspector—. ¡Hum! ¡Una caligrafía un tanto
garrapateada! Bastante buena para un ciego...
— ¿No habló nunca con nadie del caso, Mr. Knox? — preguntó Ellery.
— ¡Desde luego que no! —gruñó el multimillonario—. Naturalmente, hasta el
viernes último imaginaba impecable el infundio de Khalkis y creía a pie juntillas
que el Museo Victoria evitaba publicidad al respecto y todo lo demás. Mi pinacoteca
particular es visitada a menudo por amigos, coleccionistas, connaisseurs. De modo,
pues, que siempre mantuve oculto el Leonardo. Y nunca hablé de él a ser viviente.
Lógicamente, desde el viernes pasado menos razones de hablar me asistían. Por mi
parte, nadie sabe palabra del Leonardo...
Sampson hizo una mueca extraña:
—Desde luego, Mr. Knox, comprenderá usted su situación... anormal...
— ¿Anormal, Sampson? ¿Por qué?
—Pues porque usted... En fin, el hecho de encontrarse usted en posesión de
una pieza robada entra en la categoría de... de...
—Mr. Sampson quiere decir —intervino el inspector— que usted,
técnicamente, cometió un delito.
— ¡Qué disparate! —rió Knox, de golpe—. ¿Qué pruebas tienen ustedes de
ello?
—Pues su propia confesión al respecto.
— ¡Bah! ¡Bah! ¡Bah! ¿Y si yo quiero desmentirme?— ¡Vamos, vamos, Mr.
Knox! —gruñó el policía con firmeza—. Seguro estoy que usted no hará nada por el
estilo.
—El cuadro en cuestión demostraría la acusación — terció el fiscal,
mordiéndose con nerviosidad los labios. Knox no perdía su buen humor:
— ¿Podrían ustedes presentar el cuadro? —desafió—. Sin ese Leonardo no
tienen en qué apoyarse. Los ojillos del policía se estrecharon: — ¿Pretende usted,
Mr. Knox, seguir ocultando ese cuadro, rehusando entregarlo a la policía,
negándose a confesar su posesión? —dijo.
Knox, acariciándose las quijadas, paseaba su mirada de unos a otros:
—Vean ustedes, señores, a mí me parece que encaran el caso erróneamente.
¿De qué se trata? ¿De un crimen? ¿De un delito o de robo? En resumidas cuentas,
¿qué están investigando?
—Mr. Knox, lamento que adopte usted una actitud tan extraña —dijo el
inspector incorporándose lentamente—. Es obligación nuestra investigar todos los
delitos cometidos contra la sociedad. Si albergaba usted esas intenciones al efecto,
¿a santo de qué contarnos todo esto?
—Bien, ahora vamos hablando con mayor claridad, inspector —replicó el
multimillonario con aspereza—. Confesé por dos razones: primera, para ayudarles a
resolver el crimen, y segunda, porque abrigo mis propios agravios que vengar. —
¿Qué quiere usted decir?
—Pues que he sido trampeado, engañado, embaucado. ¡Ese Leonardo, por el
cual pagué la bonita suma de setecientos cincuenta mil dólares no es un Leonardo!
— ¡Ah! —los ojos del policía le escrutaban con aire taimado—. De suerte que
era eso lo que le tenía amargado, ¿eh? ¿Cuándo lo descubrió usted?
—Ayer noche. Hice examinar el cuadro por mi experto. Garantizo su
discreción: no dirá esta boca es mía. Bien, el técnico en cuestión afirma que la
pintura salió del pincel de uno de los discípulos de Leonardo, o quizá de Lorenzo di
Credi, uno de los tantos pintores contemporáneos del maestro, ambos discípulos, a
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su vez, del Verrocchio. Citaré sus propias palabras: "La técnica es de Leonardo,
pero ciertos detalles demuestran que no es de Leonardo. Esa porquería vale sólo
unos pocos miles de dólares..." Sí, señores, esos pillos me "engañaron".
—De todos modos, pertenece al Museo Victoria —respondió el fiscal— y es
necesario reintegrárselo...
— ¿Cómo sabemos que pertenece al Museo Victoria, señores? ¿Cómo sabemos
que la pintura adquirida por mí no es una copia desenterrada por algún experto
sagaz? Supongamos, por un instante, que el Leonardo del museo aludido fue
hurtado. Pues bien, eso no significa que sea el mismo que me ofreciera Grimshaw.
Tal vez ese ladrón nos hizo el cuento. O acaso fue el propio Khalkis. ¡Quién sabe!
Por otra parte, ¿qué proyectan ustedes hacer al respecto?
—Sugiero que callemos el asunto —indicó Ellery.
Y así lo dejaron. Knox quedaba dueño de la situación. El fiscal parecía el
hombre más embarazado del orbe; cuchicheaba acaloradamente al inspector, y éste
se encogía de hombros.
—Perdónenme ustedes si vuelvo a la escena de mi ignominia —intercaló Ellery
con insólita humildad—. Mr. Knox, ¿qué ocurrió en realidad la noche del viernes
último con referencia al testamento?
—Cuando Grimshaw lo rechazó, Khalkis, con gesto mecánico, lo reintegró a la
caja fuerte embutida en el muro y, tras guardarlo dentro de la cajita de acero, cerró
la portezuela de la misma.
— ¿Y el servicio de té?
—Grimshaw y yo penetramos en la biblioteca. El servicio de té estaba sobre el
taburete contiguo al escritorio. Khalkis nos preguntó si queríamos tomar esa
infusión, y entrambos rehusamos. En tanto hablábamos, Khalkis se sirvió una
taza...
— ¿Utilizando una bolsita de té y una rodaja de limón?
—Sí. . . Sin embargo, volvió a sacarlas del líquido. En la excitación de la
conversación suscitada más tarde, nuestro hombre olvidó beberse la taza. Y el té se
enfrió. Y no lo tomó durante todo el tiempo que permanecimos con él...
—Sobre la bandeja había tres tazas y platillos, ¿verdad?
—Sí... Las otras quedaron sin usar, limpias. En ellas no se vertió agua alguna.
—Juzgo necesario reajustar ciertos conceptos erróneos. Hablando en plata,
creo ser el blanco de burlas de un adversario taimado. Jugaron conmigo con astucia
maquiavélica. Y me hicieron aparecer ridículo.
"Por otro lado, urge evitar que ciertas consideraciones personales
obstaculicen nuestras investigaciones y la feliz consecución de nuestros propósitos.
Atiéndanme: si incurro en alguna equivocación, les ruego que me la corrijan al
punto."He sido víctima de la perfidia de un astuto criminal que, concediéndome el
beneficio de una mentalidad laboriosa, pergeño con toda deliberación una trama de
pistas falsas tendientes todas ellas a encauzarme en la estructuración de una
solución "sutil", solución que, en resumidas cuentas, señalaría a Khalkis como al
asesino de Grimshaw. Dado que sabemos que, durante un período de algunos días
después de la muerte de Khalkis, sólo había una taza de té sucia, el manipuleo con
todo el restante juego de té constituye una "celada", una "trampa" astutamente
tendida por el criminal. El relato de Miss Brett estableciendo la hora en que vio las
tazas en su condición original absuelve por completo a Khalkis en cuanto a dejar la
pista falsa de las tres tazas de té sucias, pues sabemos ya que, cuando Miss Brett las
vio en el estado aludido, Khalkis había sido enterrado. Existe solamente una
persona con motivos poderosos para tendernos la celada de la pista falsa, y esa
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cigarrillo con dedos firmes—, permíteme continuar. ¿Por dónde íbamos? ¡Ah! Bien,
toda la solución relativa a la supuesta culpabilidad de Khalkis falla por su base, y se
nos viene al suelo estrepitosamente. Esa solución fundabase en dos puntos:
primero, que Khalkis no era realmente ciego, y segundo, que sólo dos personas
estaban en el estudio el viernes último por la noche. El segundo argumento ha sido
pulverizado ya por Mr. Knox y Miss Brett. Ahora tengo la convicción de que yo
mismo desmenuzaré el primer argumento dentro de unos minutos. En otras
palabras, si podemos demostrar que Khalkis era ciego aquella noche, ya no
contamos con razón alguna para sospechar más de Khalkis como asesino de Grims-
haw que de cualquier otro individuo involucrado en el asunto. De hecho, conviene
eliminarlo como sospechoso; el único interesado realmente en dejar tras de sí indi-
cios falsos era el asesino; las pistas de mentirillillas fueron arregladas después de la
muerte de Khalkis; y lo que es más aun, ellas entrañaban el designio de hacer
aparecer a Khalkis como el criminal. De suerte, pues, que aquél es inocente de la
muerte violenta de Grimshaw.
"Ahora bien, conforme al relato de Mr. Knox, es evidente que Grimshaw fue
ultimado a raíz de algún motivo vinculado con el Leonardo robado —continuó el
joven—. Un punto hay que tiende a apuntalar mis sospechas al efecto: cuando
Grimshaw fue descubierto inhumado dentro del féretro de Khalkis, el pagaré que le
entregara éste, según indicó Mr. Knox, no apareció ni en su cartera ni entre sus
ropas. Obvio es que el homicida se apropió de él luego de estrangular a Grimshaw.
El asesino estaría entonces en condiciones ideales para esgrimir ese pagaré contra
Khalkis, pues recuerden que Grimshaw fue muerto antes del fallecimiento de aquél.
Cuando murió Khalkis de modo inesperado, el pagaré resultó virtualmente sin
valor alguno para nuestro bribón, pues si ese documento se protestaba ante
cualquiera que no fuera el propio Khalkis, aquél quedaría bajo sospechas, inicián-
dose entonces una investigación de consecuencias incalculablemente riesgosas para
el criminal. Cuando robó el pagaré a Grimshaw, el asesino cimentaba sus proyectos
en un Khalkis vivito y coleando. En cierta manera, Khalkis, al fallecer, hizo un
señalado favor a sus legítimos herederos, pues ahorró a la sucesión la considerable
suma de medio millón de dólares.
"Surge ahora un hecho aun más importante —prosiguió el joven—.
¡Atiéndanme bien! La única persona, como ya dije momentos antes, con motivos
suficientes para procurar substraerse de sospechas y enfilarlas hacia el muerto —
Khalkis— era, naturalmente, el asesino. Por lo tanto, dos son las características que
debe poseer el criminal: 1), encontrarse en condiciones de urdir la falsa pista del
juego de té. Y para ello, el homicida tuvo acceso a la mansión de Khalkis después de
las exequias, esto es, entre el martes por la tarde, cuando Miss Brett vio las dos
tazas limpias, y el viernes, momento en que descubrimos las tres tazas sucias; y 2),
la farsa de dicha vajilla sucia, tendiente a aparentar que sólo dos personas estaban
involucradas en el caso, dependía en absoluto —¡y recuerden bien este punto!— de
que Mr. Knox guardara silencio en cuanto al hecho de ser él el tercer hombre, el
tercero en discordia del entredicho Grimshaw-Khalkis.
"Permítanme explayarme sobre este último punto. Sabemos ahora que tres
personas estaban presentes esa noche. El individuo que luego intentó aparentar
que sólo había dos personas en el estudio de Khalkis la noche fatal, sabía
obviamente que ellas eran tres y el nombre de esas tres personas. Pero observen
ustedes que él pretendía hacer creer a la policía que sólo había dos en el estudio;
por ende, cada uno de los tres individuos presentes debía acallar ese indicio, o la
farsa sería infructuosa. Nuestro embaucador dependía, en el momento en que
tendió la falsa pista, del silencio de dos de los tres hombres: Grimshaw, que había
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—Sí —masculló Schick—. Sólo que en ese momento no estaba muerto, sino
más vivo que yo.
—Déjese de chistes. ¿Seguro que esta es la mujer que vio con él?
—Ni más ni menos, jefe.
El inspector encaróse con Mrs. Odell:
— ¿Sigue usted afirmando que no conocía a Albert Grimshaw, señora?
Los labios sensuales de la mujer comenzaron a ponerse trémulos. Odell se
inclinó hacia dejante, ceñudo:
—Si mi mujer dice que no, es no —bramó.
El r policía consideró las palabras del gigantesco irlandés:
— ¡Hum! —murmuró—. Huelo algo en esto... Barney, amigo mío, ¿no
recuerda haber visto nunca a este agresivo chiquillo? •—señaló con el pulgar al
airado esposo.
—No. Me parece que no, señor.
— ¡Muy bien, Barney! Vuelva al lado de sus queridos parroquianos—. Schick
saltó sobre sus pies y salió escapado—. Mrs. Odell, ¿cuál era su nombre de soltera?
—Morrison.
— ¿Lily Morrison?
—Sí. ...
— ¿Cuánto tiempo hace que está casada con Odell?
—Dos años y medio.
— ¡Hum! —el anciano consultó de nuevo un ficticio sumario—. Bien,
escúcheme usted con atención, Mrs. Lily Morrison Odell: ante mí tengo una serie
de informaciones fidedignas. Cinco años ha, un tal Albert Grimshaw fue
aprehendido y encerrado en Sing-Sing. Al tiempo en que lo detuvieron no existen
datos de que usted estuviera vinculada en alguna forma con él. Eso es cierto. Sin
embargo, sabemos que algunos años antes usted convivía con él en... ¿Cuál era la
dirección, sargento Velie?
—Uno... cuatro... cinco de la Décima Avenida —respondió Velie.
Odell se puso de pie de un salto, con el rostro purpureado de rabia:
— ¿Conviviendo con él, eh? —tronó—. ¡No existe ningún canalla capaz de
vomitar eso contra mi mujer y salirse con la suya! ¡Las zarpas afuera, viejo carroña,
montón de huesos mondos! ¡Te voy a...!
El belicoso irlandés pronto a saltar hacia el policía, batía y aspaba el aire con
sus enormes puños. De súbito, su calabaza cayó hacia atrás con tanta violencia que
casi se quebró el espinazo, desplazada en esa dirección bajo la tracción poderosa de
los dedos del sargento Velie, que ahora apresaba el cuello del hombrachón. Velie le
sacudió media docena de veces, como una criatura sacude un sonajero, y Odell, con
la boca abierta, se encontró de nuevo sepultado en su asiento.
— ¡Pórtese bien, grandullón! —dijo el sargento, gentilmente—. ¿No se da
cuenta de que amenaza a un representante de la autoridad? —no aflojó un átomo
sus garfios del cuello del irlandés, hasta que el hombre tosió sofocado.
— ¡Oh, sí! ¡Seguro que se portará bien, Velie! —observó el inspector, como si
nada enfadoso hubiera ocurrido—. Ahora bien, Mrs. Odell, como le decía antes...
La mujer, que había asistido al maltrato de su hercúleo marido con ojos
dilatados de horror, tragó saliva una y otra vez:
—No sé nada— gimió—. No entiendo nada de lo que me dice, señor. Nunca vi
a ningún hombre llamado Grimshaw. Nunca jamás en mi...
— ¡Uf! ¡Demasiados "mineas", Mrs. Odell! ¿Por qué Grimshaw fue a verla
apenas salió del presidio hace dos semanas? —No contestes —jadeó el gigante.
— ¡No diré nada, no diré nada!
—Es raro, pues él dice que le vio en su escritorio entre las diez y las diez y
media de la noche del jueves treinta de septiembre.
— ¡Mentira!
—Y agrega que usted le preguntó en el mostrador cuál era la pieza de Albert
Grimshaw.
— ¡Falso!
—El número en cuestión era el 314, Odell, ¿Recuerda ahora? ¡Un número
facilísimo de rememorar!... ¿Verdad?
Odell se levantó de la silla:
—Atiendan. Yo soy un ciudadano honesto y buen contribuyente, y nada sé de
lo que ustedes están ahí ladrando. ¡Aquí no estamos en Rusia! —bramó—. ¡Y estoy
en mis derechos de no permitir semejante interrogatorio! ¡Vamos, Lily! ¡Andando!
¡Estos individuos no pueden retenernos aquí!
La mujer se incorporó obedientemente. Velie se interpuso ante Odell y por
unos instantes pareció que los dos Hércules chocarían fragorosamente, pero el
inspector ordenó con gestos a Velie apartarse del paso. Los Odell, primero con
lentitud y luego con ridícula aceleración, embistieron hacia la puerta de la oficina,
que transpusieron en un periquete.
—Hágales seguir por alguien, sargento —ordenó Queen con voz sombría y
aquél siguió a los Odell por la puerta afuera.
— ¡En mi vida vi peor caterva de testigos! —gruñó el fiscal—. ¿Qué demontres
se oculta tras todo esto?
—Aquí me huelo algo vidrioso, jefe —terció Pepper—. Este Grimshaw anduvo
siempre en líos.
El inspector abrió desamparadamente sus manos, y los cuatro se sumieron en
silencio largo tiempo.
Sin embargo, cuando Pepper y el fiscal se incorporaron para marcharse,
Ellery interpuso, radiante:
—Digamos con Terencio: "Sea lo que fuere lo que nos traiga la suerte,
sepamos soportarla con ecuanimidad."
Hasta el lunes por la tarde el caso Khalkis estancóse en un status quo de
desoladora persistencia. El inspector enfrascóse en sus asuntos, que eran múltiples;
y Ellery engolfóse en los suyos propios, consistentes en consumir cigarrillos,
devorar al azar trozos de versos sáficos de un diminuto volumen que llevaba en su
bolsillo, y aprovechando los intervalos forzosos para despatarrarse sobre el sillón
de cuero de su progenitor y abismarse en furiosas reflexiones. Al parecer, resultaba
más sencillo citar a Terencio que seguir sus consejos.
La bomba estalló precisamente al tiempo en que el inspector Queen,
concluido su trabajo diario, aprestábase a reunirse con su hijo para enderezar sus
pasos hacia la casa de los Queen. De hecho, el inspector se cubría ya con su
sobretodo cuando Pepper hizo irrupción en el despacho con la cara roja de
excitación y trasuntando extraña inquietud. Sobre su cabeza tremolaba un sobre:
— ¡Inspector! ¡Mr. Queen! ¡Miren esto! —arrojando el sobre encima del
escritorio, comenzó a ambular por el cuarto sin cesar—.Acaba de llegar por el
correo, dirigida a Sampson, como ustedes pueden ver. El jefe salió y su secretario la
abrió y me la entregó a mí. ¡Demasiado bueno para mantenerse en reserva! ¡Léala
pronto!
Ellery, incorporándose aprisa, se puso al lado de su padre, y juntos
contemplaron el sobre. Éste era de calidad económica; la dirección venía
manuscrita; el matasello indicaba que había sido puesta esa misma mañana en el
Correo Central.
"El que esto escribe ha descubierto algo candente — bueno y candente— con
respecto al caso Grimshaw. Al señor fiscal debe interesarle.
Helo aquí: registren los antecedentes de Albert Grimshaw y descubrirán que
tenía un hermano. Pero lo que no descubrirán es que ese hermano ha estado
activamente involucrado en la investigación. De hecho, el nombre con que se
presenta ahora ante la sociedad es Mr. Gilbert Sloane."
18.
Sin embargo, en el instante en que dejaba caer la tapa, sus fosas nasales se
contrajeron, y luego se inclinó rápidamente sobre el arcón, olfateando:
— ¡Eureka! —musitó—. Papá, Velie, huelan este perfume.
Los dos policías husmearon, y enderezándose, Queen murmuró:
— ¡Cielos! ¡El mismo tufo del féretro abierto! Claro que más débil... mucho
más débil...
—Exactamente —terció el timbre basso profondo de Velie.
—Sí —Ellery soltó la tapa que encajó de nuevo en su lugar—. Hemos
descubierto el primer lugar del descanso eterno, por así decirlo, de los restos
mortales de Mr. Albert Grimshaw.
— ¡Gracias a Dios descubrimos algo! —musitó, piadosamente, el inspector—.
Aunque no comprendo cómo ese imbécil de Ritter no...
Ellery continuó diciendo, más para sí mismo que para sus compañeros:
—Grimshaw probablemente fue estrangulado aquí, o cerca de aquí. El crimen
ocurrió en la noche del viernes 19 de octubre. Su cadáver fue encajado dentro del
arcón y dejado allí. No me sorprendería que el criminal no abrigara primero la
intención de esconder el cuerpo de su victima en algún otro punto. Este caserón
resulta un lugar ideal para ocultarle...
—Y luego Khalkis falleció —indicó el inspector.
— ¡Ni más ni menos, papá! Después Khalkis murió, y el homicida vio en ello
una oportunidad espléndida para proporcionarse un escondrijo más permanente y
seguro para el cadáver. Aguardó la celebración de los funerales y, en el curso de la
noche del martes o del miércoles, escurrióse fuera de los sótanos, llevando el
cuerpo de Grimshaw y. ... —el joven hizo una pausa y dirigiéndose aprisa a los
fondos del obscuro sótano, cabeceó dos o tres veces cuando vio una vieja puerta
corroída por los años—. Sí, 'salió por esta puerta al pasaje, atravesó las verjas del
campo santo y excavando algunos pies hasta la bóveda, logró... ¡Oh! Un trabajo
sencillísimo, a cubierto de las tinieblas, con tal de no dejarse impresionar por un
cementerio, cadáveres, tufos sepulcrales y espíritus. Nuestro criminal es un sujeto
de imaginación práctica. De lo cual se desprende que el cuerpo del asesinado
reposó aquí cuatro o cinco días y noches. Eso bastaría —agregó sombrío— para
explicar el hedor cadavérico.
Hizo girar el haz de la linterna. El piso del sótano, de cemento en algunos
puntos y de madera en otros, estaba desnudo, excepción hecha del polvo y del
arcón apolillado. Cerca de allí, empero, perfilábase una mole siniestra que se erguía
hasta el cielo raso... La antorcha jugueteó locamente por el sótano, y el "monstruo"
se transformó en un vasto horno: la caldera de calefacción central de la casona.
Ellery, dirigiéndose hacia ella, tironeó de la manija oxidada de la portezuela del
hogar y abriéndola luego de golpe, metió la mano con la linterna.
— ¡Aquí hay algo! —exclamó al momento—. ¡Pronto, papá, Velie!
Los tres hombres se inclinaron sobre el horno y escrutaron sus obscuras
entrañas. Sobre el suelo, en un rincón apartado, elevábase un montoncito de
cenizas y sobresaliendo de éstas se veía un pequeño — ¡pequeñísimo!— fragmento
de grueso papel blanco...
Ellery, sacando una lupa de uno de sus bolsillos, dirigió el haz de su linterna
hacia el papel, aguzando la vista.
— ¿Y bien? —preguntó el inspector.
—Creo —respondió lentamente el joven, irguiéndose y bajando la lupa— que
hemos hallado, finalmente, el testamento de Georg Khalkis.
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— ¡Oh, no, no! ¡Estoy seguro! En verdad, Albert me preguntó con acento
irónico en qué me ocupaba, y yo hice caso omiso a sus preguntas. No quería que se
entremetiera en mis cosas...
—Algo más, Mr. Sloane. ¿Se reunió usted con su hermano en la calle el jueves
por la noche, penetrando luego juntos en el Hotel Benedict?
—No... Llegué solo. Entré en el vestíbulo casi a la zaga de Albert, y de otro
individuo todo arrebozado...
El inspector articuló una exclamación ahogada.
—...Todo arrebozado... No le vi el rostro. No seguí toda la noche a Albert, e
ignoraba de dónde venía. Al verle, solicité al empleado del hotel el número de su
pieza, y seguí a los dos a los altos. Aguardé un tiempo en uno de los corredores
transversales del tercer piso, esperando que el segundo individuo se ausentara para
colarme yo en la pieza de mi hermano, y salir lo más pronto de un lugar que me
quemaba los pies...
— ¿Tuvo usted la puerta del cuarto 314 bajo su observación directa? —inquirió
Ellery.
—Bueno, si... y no. Con todo, supongo que el compañero de Albert logró
escabullirse del cuarto en un momento en que no miraba la puerta. Esperé
entonces unos minutos y luego, dirigiéndome al cuarto 314, golpeé en la puerta.
Albert la entreabrió un instante y...
— ¿La pieza estaba vacía?
—Sí... Albert no mencionó su anterior visitante, y supuse que sería algún
conocido ocasional del hotel —Sloane suspiró amargamente—. Con franqueza, me
sentía demasiado ansioso de terminar con ese asunto y escapar de allí cuanto antes,
para formularle preguntas sobre cosas que no me interesaban. Luego nos dijimos lo
que ya saben y salí, experimentando un inmenso alivio...
—Eso es todo —afirmó, de súbito, el inspector.
Sloane saltó sobre sus pies:
—Gracias, inspector/gracias mil por su espléndida generosidad. Y a usted
también, Mr. Queen. Temía que me aplicaran... bueno, ese "tercer grado"... ¡Ejem!
—se tocó el nudo de la corbata y las amplísimas espaldas de Velie temblaron como
el Vesubio durante una erupción—. Voy a... marcharme, caballeros —agregó débil-
mente—, a trabajar en las galerías. Bueno...
Los tres se mantuvieron en silencio, contemplándole. Sloane murmuró algo,
articulando un sonido asombrosamente parecido a una risilla nerviosa, y se
escurrió prestamente por la puerta afuera. Instantes después escuchaban el portazo
de la puerta del frente.
—Thomas —dijo el inspector—, consígame una reproducción completa de la
lista de pasajeros del Hotel Benedict, indicando quiénes pasaron allí el jueves y el
viernes, treinta y primero, respectivamente. —Por lo visto, papá —exclamó,
divertido, Ellery, mientras el sargento hacía mutis del estudio—, crees que existe
algo de cierto en esa sospecha de Sloane concerniente al supuesto conocido del
hotel.
La cara del inspector enrojeció:
— ¿Y por qué no, muchacho? —rumió—. ¿No opinas lo mismo?
Ellery suspiró.
Y fue en ese preciso momento cuando Pepper irrumpió en el cuarto. Su rostro
encarnado estaba más encarnado aun por el viento y sus ojos chispeaban mientras
solicitaba ver el fragmento del testamento, pescado de la caldera de la casa
contigua. Ellery se sentó despacio, cavilando, en tanto Pepper y el policía
examinaban el papel a la fuerte luz de la lámpara de escritorio.
El departamento de los Sloane en los altos estaba dividido en dos cuartos: una
salita y un dormitorio.
Ellery rehusó participar en la búsqueda y permaneció con los brazos cruzados
mientras su padre y Pepper andaban por todos los trastos del dormitorio. El
inspector fue muy circunspecto y no dejó escapar nada: hincándose sobre sus viejas
rodillas, tanteó debajo de la alfombra, golpeó los muros, exploró el interior de los
muebles. Pero todo en vano. No descubrieron ni vestigios de algo que él o Pepper
consideraban necesario mirar dos veces.
Regresaron a la salita y recomenzaron la tarea. Ellery, recostado contra la
pared, observaba sus progresos. Extrajo un cigarrillo, lo puso entre sus delgados
labios, encendió un fósforo, y lo apagó sin prender el cigarrillo. Ese no era lugar
para fumar. Colocó el cigarrillo y el fósforo quemado en el bolsillo desplegando en
ello inusitadas precauciones.
Cuando podía preverse un rotundo fracaso, los investigadores hicieron el
descubrimiento salvador. Y el descubrimiento lo hizo el diligente Pepper, al hurgar
dentro de un antiguo escritorio tallado, colocado en un rincón. Luego de husmear
dentro de todos los cajones sin resultado alguno, una gran tabaquera atrajo,
hipnóticamente, su atención. Levantó la tapa. El tarro estaba lleno de tabaco para
pipa.
—Éste podría ser un buen lugar para... —murmuró entre dientes, callándose
en seco cuando sus dedos, hundiéndose y escarbando dentro del tabaco, palparon
un objeto metálico. Soltó una exclamación ahogada—. ¡Cielos! —exclamó—. ¡Vaya
un descubrimiento!
Queen, que estaba huroneando cerca de la chimenea, levantó la cabeza y
enjugándose el sudor, se precipitó hacia el escritorio. La flema de Ellery se
desvaneció como por ensalmo y se adelantó aprisa en pos del policía.
En la palma de la trémula mano de Pepper, entre cuyos dedos enredábanse
aún algunas hebras de tabaco, había una llave.
El inspector se la arrancó con rabia:
—Ésta parece que es... —murmuró, y luego, chasqueando los labios, sepultó la
llave en un bolsillo del chaleco—. Creo que esto es maravilloso, Pepper. ¡Salgamos
de aquí en seguida! ¡Si esta llave pertenece a una cerradura que yo me sé, juro que
aquí se armará la de Dios es Cristo!
Abandonaron el departamento con cautelosa premura. Escaleras abajo
tropezaron con Velie.
—Despaché a un hombre al Hotel Benedict —gruñó el sargento —y ya debe
haber llegado allá a...
— ¡Dejemos eso por ahora, Thomas! —dijo el inspector, sacudiendo la zarpa
de su colaborador.
Espiando en torno con suspicacia, extrajo la llave del bolsillo y la apretó
contra la mano de Velie, diciéndole luego algo al oído. Velie asintió y taconeó hacia
el vestíbulo, y minutos más tarde le oyeron salir del caserón.
—Bien —dijo el policía sombríamente, inhalando tabaco picado con singular
vigor—, parece que el bueno de... ¡sniff sniff!... McCoy nos vendrá a mano. Oigan,
vamos al estudio para salir del paso de la gente.
Arreó a Pepper y Ellery al estudio y se quedó junto a la puerta, dejada
entreabierta un resquicio. Callaron, aguardando con paciencia. En el rostro delgado
de Ellery apareció una expresión de expectativa. De súbito, el anciano abrió la
puerta, y el sargento Velie pareció materializarse al extremo del brazo del
inspector.
20.
La Madison Avenue, en las proximidades de las Galerías Khalkis era una zona
obscura y quieta de la ciudad cuando el inspector Queen, Ellery, el sargento Velie y
cierto número de detectives, descendieron esa noche por ella procedentes de
diversas direcciones. El grupo trabajó sin inútil estrépito. El comercio, como
comprobaron espiando por las vidrieras del frente, estaba en tinieblas; su entrada
se hallaba bloqueada por la cortina metálica. Sin embargo, una puerta excusada,
abierta a un costado de la principal, llamó la atención de los detectives, y el inspec-
tor Queen y el sargento Velie cuchichearon juntos unos instantes. Seguidamente, el
segundo aplastó su formidable pulgar sobre el botón de la Campanilla Nocturna,
según rezaba un cartelito colocado arriba, y aguardaron en silencio. No hubo
respuesta. Velie llamó de nuevo. Transcurrieron cinco minutos sin que se oyeran
ruidos q se encendieran luces dentro del establecimiento, y Velie, gruñendo, ordenó
a varios de sus hombres que derribaran la puerta. Cedió ésta con gran estrépito, y
los policías precipitáronse en tropel dentro del obscuro vestíbulo.
En masa cargaron escaleras arriba hasta llegar a otra puerta, protegida,
conforme verificaron a la luz de sus linternas, por un dispositivo de alarma contra
ladrones. Desentendiéndose de la alarma transmitida a la agencia central de
protección, los detectives atacaron con grandes bríos el nuevo obstáculo y no
tardaron en sacarlo del paso.
Encontráronse entonces en una larga y obscura galería, que corría a todo lo
largo del piso. Sus antorchas revelaron los rasgos inmóviles de numerosos rostros
pintados en telas adosadas a los muros, algunos cajones conteniendo objets d'art, y
muchas obras de antigua y moderna escultura. Todo parecía en orden, y nadie
apareció ante los policías para protestar contra aquella invasión.
Casi al extremo de la galería, a mano izquierda, un chorro de luz cortaba el
piso, procedente de un portal abierto. El inspector voceó el nombre del hermano de
Grimshaw, pero no hubo contestación. Precipitáronse en tropel hacia la fuente de
luz y no tardaron en hallarse frente a una puerta de acero abierta de par en par, en
la cual se leía:
—De suerte que Sloane era el asesino, ¿eh? —musitó Woodruff—. Sospeché
siempre que él fue quien hurtó el testamento... Bueno, inspector, el caso es cosa
acabada, ¿cierto?
—Sí, gracias a Dios.
— ¡Lástima de hombre! —murmuró Pepper, meneando la cabeza—. ¡Una
forma lastimosa de marcharse de este mundo! ¡Como un cobarde! Sin embargo, de
acuerdo con lo que me informaron, ese Sloane era un hombre atildado,
melindroso... Woodruff y yo regresábamos a la casa Khalkis cuando nos topamos
con el sargento Velie, quien nos comunicó lo ocurrido, apresurándonos a venir
aquí. Woodruff, ¿qué le parece si les habla del testamento?
El hombre asintió y sentándose en un diván, se enjugó el sudor que perlaba su
frente:
—Poco es lo que debo decirles, caballeros —destacó—. Ese fragmento es
genuino. Pepper confirmará cuanto asevero; el papel concuerda exactamente con la
parte correspondiente en la copia de mi estudio... ¡exactamente!... Y la escritura —
el nombre manuscrito de Grimshaw— es de Khalkis, sin lugar a dudas.
— ¡Magnífico! Pero convendría asegurarnos mejor, Woodruff. ¿Trajo consigo
el fragmento en cuestión y la copia?
— ¡Ciertamente! —Woodruff entregó al policía un amplio sobre de papel
manila—. Adentro coloqué algunas otras muestras de la letra de Khalkis.
El viejo policía hurgó dentro del sobre, asintió, y llamó con señas a uno de sus
hombres apostados en el cuarto:
—Johnson, vaya a buscar a Una Lambert, la experta en grafología, y dígale
que examine todas las muestras de letra contenidas en este sobre, al igual que la
palabra dactilografiada del fragmento de papel chamuscado. Necesito un examen
inmediato.
Johnson hizo mutis en el preciso momento en que la alta y escuálida figura
del doctor Prouty, mordiscando su inevitable cigarro, entraba con pachorra en el
cuarto.
— ¡Adelante, doctor, adelante! —gritó jubiloso el inspector—. Tengo otro
"fiambre" a su disposición. Y creo que será el último...
—De este caso —respondió alegremente el facultativo. Depositando su valija
negra en el piso, miró la destrozada cabeza del muerto—. ¡Hum! ¿De modo que eras
tú? A la verdad que no esperaba encontrarle de nuevo en estas circunstancias —
sacándose sombrero y sobretodo, puso manos a la obra.
Cinco minutos más tarde se levantaba:
—Suicidio —gruñó—, ése es mi veredicto, a menos que alguien pretenda lo
contrario —agregó—. ¿Dónde está el arma?
—Se la di a uno de mis hombres, doctor —replicó el inspector—. El revólver va
de acuerdo con todo.
—Calibre 38, ¿no?
—Ni más ni menos.
—El motivo por el cual decía eso —continuó el galeno, mascando su cigarro
—es que no encuentro la bala.
— ¿Qué quiere usted decir? —inquirió Ellery rápidamente.
—No se salga de sus casillas, muchacho. ¡Vengan aquí! —el joven y los policías
aglomeráronse en torno al escritorio de Sloane, en tanto el médico, agachándose
sobre el cadáver, levantaba la ensangrentada cabeza tirándole de los desordenados
cabellos. En el costado izquierdo, sobre el cual reposara la cabeza en el papel
secante verde, veíase un cuajaron y un siniestro boquete; el secante estaba tinto en
21.
pero aquí hay algo que huele mal. —Hijo, de nada vale darnos de cabeza contra la
pared. Ellery sonrió débilmente:
—Eso podría quizá sacarnos chispas del cerebro —murmuró, mordiéndose
luego el labio—. Sígueme un instante —levantó el diario y el anciano caminó,
golpeteando sus zapatillas, hacia su hijo. Éste acababa de abrir el diario en la
página correspondiente a la última entrada, un texto nutrido, escrito con letra clara
y pequeña, debajo de la fecha impresa: domingo 10 de octubre. La página opuesta
estaba encabezada por la fecha del día siguiente: lunes 11 de octubre. En blanco—.
Ahora bien, papá —agregó Ellery, suspirando—, acabo de leer escrupulosamente
esta interesante y personalísima libreta de apuntes, y no pude menos de advertir
que Sloane no escribió nada esta noche... ¡la noche de su suicidio, como tú afirmas!
Permíteme hacer una recapitulación del contenido espiritual de este diario.
Dejemos aparte el hecho de que en ninguna de estas páginas se mencionan los
incidentes tocantes al estrangulamiento de Grimshaw; y de que el fallecimiento de
Khalkis apenas merece una referencia convencional a nuestro amigo, cosas éstas
naturales de suyo, pues que Sloane; de ser el criminal, como presupone la policía, a
buen seguro evitaría consignar en su diario referencia alguna que pudiera luego
incriminarlo. Por otra parte, ciertas observaciones son evidentes por sí mismas; en
primer lugar, Sloane procedía a escribir en su diario todas las noches de la semana
y a la misma hora, asentando, previamente, dicha hora en el encabezamiento;
observa que durante meses ello ocurrió a las once de la noche o poco más o menos.
Además, este diario revela que Sloane era un egoísta, un paranoico poseído de su
importancia; una breve lectura de estas cuartillas nos impone de ciertos detalles
vividos — ¡terriblemente vividos!— pertinentes a sus líos sexuales con algunas
mujeres o mujerzuelas cuyos nombres omite extremando precauciones.
Ellery cerró de golpe el libro y arrojándolo sobre la mesa, se puso de pie
ambulando luego por el cuarto como un endemoniado, la frente surcada por un
millar de arrugas. El viejo policía le contemplaba con expresión desolada.
—Ahora bien, papá —murmuró el hijo, febrilmente—, quiero preguntarte, en
nombre de todos los grandes descubrimientos de la psicología moderna si un
hombre como éste, un hombre que dramatizaba todo cuanto le concernía, cosa
archidemostrada en su diario, un hombre que encontraba en la expresión exaltada
de su Ego esa morbosa satisfacción harto característica de los sujetos de su tipo,
podría haber pasado por alto esa oportunidad única, grandiosa, cósmica, de llenar
páginas tras páginas de literatura trágica en torno al más grande acontecimiento de
su vida: ¡su inminente muerte!
—Es posible que el pensamiento de esa misma muerte excluyera toda otra
preocupación de su mente —aventuró el anciano.
— ¡Es dudoso! —murmuró amargamente Ellery—. Sloane, en el supuesto caso
de que hubiera sido informado por esa llamada telefónica de las sospechas
abrigadas por la policía contra él, comprendiendo que ya no lograría eludir el
castigo de sus crímenes, de fijo aprovecharía el breve intervalo de tiempo que le
restaba de libertad para explayarse, larga y heroicamente, en su última entrada en
el diario amigo... Y esta suposición es apuntalada por el hecho de que todo ocurrió
alrededor de las once de la noche, momento en que solía confiarse a su diario. ¡Pese
a ello —gritó excitadísimo—, nuestro hombre no escribió absolutamente nada en
una noche que, para él, era la noche de las noches!
Sus ojos reflejaban fiebre. El policía, incorporándose, pasó su mano paternal
sobre el brazo de Ellery, sacudiéndolo con ternura casi femenina:
— ¡Vamos! ¡No lo tomes así! Esos argumentos suenan bien en los oídos, pero
no demuestran nada... ¡Ven a la cama!
LIBRO SEGUNDO
22.
Ellery Queen descubrió, con un creciente sentido de futilidad, que una de sus
innúmeras fuentes antiguas de sabiduría, Pitaco de Mitilene, no había previsto un
margen suficiente para la flaqueza de los mortales. El tiempo, observó Ellery, era
inasible. Los días volaban y no estaba en su poder el detenerlos. Pasó una semana,
y de las fugaces horas sólo logró exprimir algunas gotas de amargura y ni pizca de
savia mental. Un crisol vacío, cuyo fondo árido el joven contemplaba con creciente
desdicha.
Sin embargo, para otros la semana había sido desbordante. El suicidio y
sepelio de Gilbert Sloane desataron la inundación. Los periódicos se revolcaron en
copiosos detalles, chapoteando en el cieno de la historia de Gilbert Sloane.
Desmenuzaron a éste, y con sutiles palabras de inculpación lograron, sin gran
esfuerzo, humedecer y ablandar el caparazón exterior de su vida hasta que, res-
quebrajado ya, salió por sus grietas una reputación arruinada. Los que
sobrevivieron al suicida quedaron apresados por las arremolinadas aguas del
escándalo, y entre esos sobrevivientes, la víctima propicia debía ser, naturalmente,
Delphina Sloane. Olas de palabras fueron a estrellarse en las playas de su dolor. La
casa de los Khalkis se había convertido en un faro inexpugnable, hacia cuyas luces
dirigían sus naves los impávidos representantes de la prensa.
un periodicucho, que podía haberse llamado "La Audacia" —aun cuando no
fuera así— ofreció a la viuda un rescate de raja para que autorizase una serie de ar-
tículos con su firma titulados: Delphina Sloane cuenta la historia de su vida con
un asesino. Y aunque la magnífica oferta fue rechazada con ultrajado silencio, este
modelo brillantísimo de impudicia periodística logró excavar algunos detalles
personales del primer matrimonio de Mrs. Sloane, exhibiéndolos ante sus lectores
con el celo y el orgullo de unos victoriosos arqueólogos. Alan Cheney zurró a un
cronista fastidioso, despachándolo de vuelta al director con un ojo hinchado y las
narices rojas. Y la familia Sloane tuvo que mover muchas influencias para evitar
que el diario hiciera detener a Alan, acusado de agresión.
Durante este ínterin tumultuoso, en el cual los cuervos graznaron en torno a
su carroña, el Departamento de Policía guardó singular silencio y calma. El
inspector retornó a sus menos complejos problemas ordinarios, contentándose con
esclarecer algunos puntos obscuros, para su correspondiente consignación en los
archivos, del sonado caso Khalkis-Grimshaw-Sloane, como lo titulaban, vir-
tuosamente, los diarios. La autopsia practicada en el cadáver de Gilbert Sloane por
el doctor Prouty no trasuntó la más mínima señal de "juego sucio", no
encontrándose ni rastros de veneno ni marcas de violencia; la herida de bala era,
cabalmente, la herida de bala que se inflige un individuo cualquiera al suicidarse de
un balazo en la sien; y el cuerpo de Sloane, como ya consignáramos, fue "so-
breseído" definitivamente por el médico policial, autorizándose su traslado del
Departamento de Policía a la tumba de un cementerio suburbano.
El único trozo de información que parecía "digerible" para Ellery Queen fue el
referente a la instantaneidad de su muerte. No obstante, el desesperado muchacho
no veía cómo ese detalle podría ayudarle a desenredarse de la arremolinada niebla
que le circundaba desde hacía largo tiempo.
Aquella niebla, si bien no lo preveía aún durante ese lapso de tinieblas, estaba
llamada a disiparse brevemente; y los hechos derivados de la muerte instantánea
de Gilbert Sloane se trastocarían, de hecho, en brillantísimos mojones
demarcatorios.
23.
toda una serie de acontecimientos. El caso habría dormido el sueño eterno en los
voluminosos archivos policiales —concepto expresado reiteradamente por Ellery
Queen años después—si el inspector, pugnando astutamente por disipar la ex-
presión adusta de la faz de su hijo durante la cena, no le hubiera contado el
incidente de la visita de Mrs. Sloane al Departamento de Policía, albergando quizá
la esperanza de que esa novedad traería sosiego al alma atormentada de su
filosófico vástago.
Ante su pasmo, la treta salió a maravillas. Ellery mostróse instantáneamente
interesado. Las arrugas de preocupación disipáronse de su rostro, reemplazadas
por otras característicamente meditabundas:
— ¿De modo que ella también supone que Sloane fue asesinado, papá? —
murmuró sorprendido—. ¡Interesante!
— ¿No es verdad? —el inspector guiñó un ojo al escuálido Djuna, quien
acababa de levantar una bandeja con sus delgadas manos y contemplaba al joven,
por sobre el borde, con sus negros ojazos orientales—. Es interesante cómo
funciona la mente de las mujeres. ¡No quieren dejarse convencer! Igualito que tú,
demonio —rió entre dientes, pero sus ojos aguardaban un guiño en respuesta.
El gesto en cuestión no apareció en el rostro del muchacho, quien murmuró
quedamente:
—Creo que tomas el asunto con excesiva despreocupación, papá. Ya he
haraganeado bastante, chupándome los dedos y dormitando como un niño. Sí...
¡voy a poner manos a la obra!
El inspector le miró alarmado:
— ¿Qué piensas hacer, hijo? ¿Remover los rescoldos? ¿Por qué no lo dejas de
una vez?
—Esa actitud de laissez jaire —puntualizó Ellery—ocasionó infinitos daños a
muchas naciones, en terrenos distintos de los de la economía fisiócrata. Barrunto
que más de un pobre diablo, enterrado como un asesino, cuenta con tantos
derechos para ser conocido como tal por la posteridad, como tú o yo...
— ¡Habla con tino, hijo! —masculló el anciano policía—. ¿Es posible que estés
convencido, contra toda razón, de la inocencia de ese individuo?
—Nada de eso, papá —respondió el muchacho, golpeando un cigarrillo contra
la uña—. Lo que digo es esto: muchos puntos de este caso, que tú, Sampson,
Pepper, el comisario y Dios sabe cuántos más, consideran carentes de importancia,
permanecen aún en el misterio. Tengo el propósito de perseguir su dilucidación
mientras exista la más débil esperanza de satisfacer mis vaguísimas sospechas.
— ¿Ves algo claro en el asunto, hijo? —preguntó el taimado inspector—.
¿Vislumbras quién es el asesino, ya que insistes en que Sloane murió inocente?
—No tengo la menor idea de quién está detrás de todas estas incursiones por
el mundo del delito —Ellery exhaló una potente bocanada de humo—. Pero existe
un punto acerca del cual estoy tan seguro como que todo el mundo está patas
arriba, y es que Gilbert Sloane NO ASESINÓ a Albert Grimshaw... ni se suicidó...
puerta. Y ésta no se abrió más que un resquicio. Y a través del mismo, Ellery
percibió el cráneo sonrosado y los ojos medrosos de Weekes. Después, ya no hubo
dificultades; y el joven ni siquiera sonrió cuando el mayordomo abrió la puerta
rápidamente luego de arrojar miraditas temerosas calle abajo y calle arriba, tornó a
cerrarla con cómica premura, conduciéndolo entonces a la sala.
Mrs. Sloane, al parecer, se había encerrado en sus propias habitaciones de los
altos. El apellido Queen, informó el criado, entre uno y otro acceso de tos
profesional, había tenido la rara virtud de enrojecer el rostro de la viuda y de hacer
llamear sus ojos, arrancándole amargas invectivas de los labios. Weekes lo sentía
en el alma, pero Mrs. Sloane... ¡ejem, ejem!... no podía, no debía, no quería ver a
Mr. Queen.
Mr. Queen, empero, no estaba allí para ser rechazado. Agradeció gravemente
al mayordomo y en lugar de dar vuelta hacia el sur, rumbo al corredor, en cuya
dirección encontrábase la salida, giró hacia el norte, dirigiéndose a la escalera que
conducía al piso superior. Weekes pareció sorprendido y quedóse retorciéndose las
manos.
El plan del joven para ser recibido era muy simple. Llamo a la puerta con los
nudillos y cuando la áspera pregunta de la viuda, inquiriendo quién era, resonó en
sus oídos, limitóse a contestar que era alguien que no creía en la culpabilidad de
Gilbert Sloane. Su contestación fue inmediata. La puerta se abrió y Mrs. Sloane se
irguió en el vano, respirando aceleradamente, y escrutando el rostro de aquel
oráculo deifico con ojos ansiosos. Cuando vio quién era su visitante, la ansiedad se
trocó en odio.
— ¡Un ardid! —murmuró acremente—. ¡No quiero ver a ninguno de ustedes,
imbéciles!
—Mrs. Sloane —respondió gentilmente el joven—, comete usted conmigo una
grave injusticia. No fue un ardid, y crea lo que dije.
El odio fuese esfumando por grados y en su lugar apareció una expresión de
cálculo frío. Ella le estudiaba en silencio. Luego la frialdad se disipó y suspirando,
le franqueó el paso, murmurando:
—Perdóneme usted. Mr. Queen. Estoy un poco... conturbada... Pase usted ...
Ellery no se sentó. Colocó bastón y sombrero sobre el escritorio. La tabaquera
fatal aun estaba allí.
—Vayamos en seguida al grano, señora. Evidentemente, usted necesita ayuda,
y bien claro veo que usted arde en deseos de esclarecer el buen nombre de su
marido.
— ¡Por Dios, juro que sí, Mr. Queen!
— ¡Muy bien! No iremos a ninguna parte con evasivas. Voy a estudiar este
caso, sin dejar un rincón por explorar. Mrs. Sloane, deposite en mí su confianza.
— ¿Quiere usted decir que...?
—Digo que debe usted confesarme por qué visitó a Albert Grimshaw en el
Hotel Benedict hace algunas semanas —dijo Ellery con firmeza.
Ella sepultó sus pensamientos en su pecho, y Ellery aguardó sin mucha
esperanza. Cuando la mujer levantó los ojos, empero, el hombre comprendió que
acababa de ganar la primera escaramuza.
—Voy a decírselo todo —replicó—. Y ruego a Dios que le sea útil... Mr. Queen,
no mentía cuando afirmé la vez pasada que no fui al Benedict a entrevistarme con
Albert Grimshaw. A la verdad, ignoraba dónde iba. Sepa usted —agregó, clavando
la mirada en el piso— que estuve siguiendo a mi marido toda aquella noche.
Y la relación surgió poco a poco. Meses antes del fallecimiento de su hermano
Georg, Mrs. Sloane había sospechado que su esposo mantenía relaciones
usted sabe, este caso es cosa acabada. No obstante, existen ciertos puntos obscuros,
tal vez poco importantes, que continúan, tozudamente, torturando mi mente... Miss
Brett, ¿cuál era su misión la noche en que Pepper la vio merodeando por el estudio
de abajo?
Ella le miró, pausadamente, con sus fríos ojos azules:
— ¿De modo que no le sonó verídica mi explicación, eh?... ¡Muy bien! "La
Secretaria Fugitiva confiesa", como dirían sus periódicos escandalosos. Cantaré de
plano, y me atrevo a pronosticarle una gran sorpresa para usted, Mr. Queen.
—No lo dudo ni remotamente.
—Prepárese —la muchacha aspiró profundamente—. Ante usted ve, Mr.
Queen, una detective con faldas.
— ¡No!— ¡Mais oui! Soy empleada del Museo Victoria, de Londres; pero no de
Scotland Yard, no, señor, eso sí que no... Eso sería demasiado, ¿verdad? Sólo del
museo, Mr. Queen.
—Bueno, que me arrastren por las calles para descuartizarme,
despachurrarme y hervirme en aceite —murmuró el joven—. ¡Habla usted en
enigmas! ¿El Museo Victoria, eh? Querida señorita, nuevas como éstas soñamos
todos los días los grandes detectives. ¡Desembuche!
—La historia es soberanamente melodramática. Mientras ofrecía mis servicios
a Mr. Khalkis, trabajaba como investigadora a sueldo del Museo Victoria. Operaba
siguiendo una pista conducente a Khalkis, un amasijo confuso de informaciones
que le indicaban como complicado, acaso en calidad de "recibidor", en el hurto de
una tela valiosa del museo nombrado...
La sonrisa esfumóse de los labios de Ellery:
— ¿Una tela de quién?
—Un simple detalle, Mr. Queen. Pero el cuadro se tasaba a un precio
elevadísimo; se trataba de un Leonardo legítimo, una obra de arte descubierta
recientemente por uno de los "pesquisas" del museo, un cuadro al óleo ejecutado
por ese genio italiano después de abandonado el proyecto original de realizarlo al
"fresco". Se le catalogó bajo el título de "Detalle de la Batalla de los Estandartes"...
— ¡Vaya una suerte! —murmuró Ellery—. ¡Adelante! Cuenta usted con mi
atención más apasionada. ¿Hasta qué punto estaba complicado Khalkis?
—Salvo sospecharle de "recibidor" —suspiró la muchacha—, nada sabíamos en
concreto. Más una intuición, que el resultado de una información definida. Pero
comencemos desde el principio.
"Mis recomendaciones para Khalkis eran genuinas. Sir Arthur Ewing, quien
las extendió a mi nombre, es uno de los directores de ese museo al igual que uno de
los más famosos comerciantes en objetos de arte de Londres. Naturalmente, él
conocía el secreto. Mi "papel" era lo menos importante de la trama. Anteriormente
ejecuté trabajos de investigación de esta naturaleza para el Museo Victoria, pero
nunca en este país. Los directores exigían absoluto secreto: trabajo oculto, buscarle
la "pista" al cuadro hurtado y tratar de localizarle. En el ínterin, el hurto fue
ocultado al público por medio de una serie de anuncios de "restauración"...
—Comienzo a ver claro ahora.
—Entonces tiene usted vista de lince, Mr. Queen —respondió Joan,
gravemente—. ¿Deja usted que siga mi historia o no?... Bueno, todo el tiempo que
pasé en esta casa trabajando como secretaria de Mr. Khalkis lo empleé en buscar
alguna pista o indicio conducente al paradero del desaparecido Leonardo; pero
nunca logré descubrir ni la menor pista, ni entre sus papeles ni en la conversación.
A la verdad, empezaba a desesperar, a pesar de que nuestra información parecía
auténtica.
"Y todo eso nos lleva a Mr. Albert Grimshaw. Ahora bien, conviene que le diga
que el cuadro había sido substraído por uno de los ayudantes del museo, un
individuo que se hacía llamar Graham, y cuyo nombre real era Albert Grimshaw. La
primera esperanza, la primera indicación tangible de encontrarme sobre la pista
surgió cuando Grimshaw presentóse a la puerta de calle aquella noche fatal del
treinta de septiembre. Comprendí en el acto, conforme a la descripción que tenía,
que aquel hombre no era otro que el ladrón Graham, desaparecido de Gran Bretaña
sin dejar rastros y cuya pista esfumóse en el aire durante los cinco años
transcurridos desde la fecha del robo.
— ¡Oh, magnífico!
—Ni más ni menos. Probé de espiar por la puerta del estudio, pero no percibí
palabra de la conversación de Khalkis con Grimshaw. Tampoco adelanté un paso
más la noche inmediata cuando Grimshaw apareció con el "desconocido", el
hombre cuyo rostro no pude ver... Y para complicar las cosas aun más —el rostro
agraciado de la jovencita se ensombreció—, Mr. Alan Cheney escogió ese preciso
instante para penetrar, trastabillando, en casa, borracho como una cuba. En fin,
que cuando terminé con él, los dos hombres se habían marchado. Pero de algo
estoy segura, y es que entre Grimshaw y Khalkis estaba el secreto del lugar donde
se ocultaba el Leonardo...
— ¿Debo inferir, por ende, que su búsqueda en el estudio inspirábase en la
esperanza de encontrar allí dentro algún documento importante del difunto, alguna
pista flamante del paradero del cuadro hurtado?
— ¡Exactamente! Pero esa revisión, como tantas otras, resultó infructuosa.
Vea usted, de vez en cuando revisaba personalmente la casa, el comercio, las
galerías, y esas pesquisas, inútiles por cierto, me demostraron que el cuadro no se
hallaba al alcance de Khalkis. Por otra parte, el desconocido acompañante de
Grimshaw se me figuraba alguien interesado en la tela, dada la nerviosidad de Mr.
Khalkis, el secreto de la entrevista, el misterio que rodeaba todo... Sí, abrigo la
absoluta convicción de que ese individuo constituye la "clave vital" del caso
Grimshaw...
— ¿Y nunca descubrió su identidad?
—No... —la muchacha miró a Ellery con aire suspicaz—. ¿Qué? ¿Acaso le
conoce usted?
Ellery no replicó. Sus ojos estaban ausentes.
—Y ahora, Miss Brett, una preguntilla más... Si las cosas comienzan a ponerse
tan candentes, ¿por qué proyecta usted retornar a su patria?
—Por la bonísima razón de que el caso es muy embrollado para mí —la
muchacha buscó en su cartera, sacando a poco una carta fechada en Londres, que
procedió a entregar a Ellery. Éste la leyó sin comentarios; iba escrita en papel del
Museo Victoria y suscrita por su director—. Mantuve a Londres informado de mis
progresos o, por mejor decir, de mi falta de progresos. Esta carta llegó en
contestación a mi última información pertinente al desconocido. Ya comprenderá
usted que nos hallamos en un impasse. El Museo Victoria escribe que, desde la
consulta original transmitida por cable por el inspector Queen algunos días atrás,
se ha suscitado un considerable intercambio de correspondencia entre el director y
la policía neoyorkina. Desde luego, al principio no sabía si contestarla o no, pues
ello equivaldría a relatar la historia entera...
"Esta carta me autoriza, como usted ve, a confiar el secreto a la policía de
Nueva York y a usar de mi discreción en las futuras investigaciones —suspiró—. Mi
discreción, amigo mío, me permite comprender que el caso se halla fuera de mis
bueno, de Joan Brett... Y sepa que durante muchos meses la sorprendí atisbando,
merodeando, espiando por toda la casa, como si buscara algo... ¡Dios sabe qué!... Y
nunca jamás dije palabra de esto a nadie. .. ¡Ni siquiera a ella!... Sí, fui un adorador
sacrificado, romántico y todo lo demás... Cuando el inspector la "cocinó" respecto a
la historia de Pepper yo... bueno, no sabía qué decir... Sumé datos y... ¡horrible,
horrible!... Presentía que estaba envuelta en este asunto horroroso. Así que... —
cayó en un farfulleo ininteligible.
Ellery suspiró:
— ¡Oh, el amor, el amor! —musitó—. Siento brotar dentro de mí media docena
de citas, pero mejor será que me las guarde... De modo que usted, amigo Alan, el
noble Sir Pelleas, desdeñado por la coquetuela Lady Ettarre, huyó a lomo de caballo
lejos de la deliciosa presencia de la ingrata y...
—Bueno, si piensa tomarme el pelo voy a... —Bramó Alan y luego se encogió
de hombros—. Sí, escapé... ¡vaya si escapé! Y sólo para jugar al caballero galante. Y
nada más que para desviar las sospechas policiales de esa mujer con una huida
misteriosa. ¡Uf! —se encogió de hombros amargamente—. ¿Y ella se merecía ese
sacrificio? ¿Cuál es la contestación? Celebro en el alma desembuchar esta historia y
olvidarla... ¡a ella y a la historia!
— ¡Y dicen que esto es una investigación criminalista! —suspiró el joven
detective—. ¡Oh, bueno, bueno! Hasta que la psiquiatría aprenda a tomar en
consideración todos los impulsos del corazón humano, las investigaciones cri-
minológicas continuarán en su estado infantil... Gracias, Sír Alan, un millón de
gracias, y no desespere jamás. Se lo encarece de todo corazón un amigo... ¡adiós!
Alrededor de una hora después, Mr. Ellery Queen ocupaba una silla frente al
abogado Miles Woodruff, en el modesto despacho de este caballero situado en el
bajo Broadway, fumando uno de sus mejores cigarros, reservados sólo para las
ocasiones memorables, y anudando cabos de conversación poco importantes.
Woodruff, aparentemente, experimentaba una especie de constipación mental;
hinchado, con los ojos amarillentos y cutis bilioso, escupía de vez en cuando, con
escasa elegancia, en una reluciente salivadera púdicamente colocada debajo de su
escritorio; y la suma y la substancia de sus quejas fincaban en que jamás de los
jamases, en todos los trabajados años de su vida profesional, había tropezado con
un testamento que presentara tantas y tan espinosas dificultades como el que
"resolvía" la situación de los bienes del difunto Khalkis.
—Sí, Queen —gemía—; usted no tiene idea de lo que estamos afrontando.
Aquí tenemos ese fragmento del nuevo testamento quemado, y tendremos que
establecer una situación de coerción ilegal, o de lo contrario, los bienes de
Grimshaw se perderán... ¡Oh, bueno! El pobre Mr. Knox está abrumado de trabajo
y rabioso por haber consentido en obrar como ejecutor testamentario.
— ¿Knox, eh? Sí... Anda con las manos llenas, ¿verdad?
— ¡Es algo terrible! Después de todo, aun antes de determinar el estado legal
exacto de los bienes, es necesario realizar ciertas diligencias. Los "lotes" son
abundantísimos. Supongo que él cargará todo el trabajo sobre mis hombros, cosa
usualísima cuando un ejecutor ocupa la posición de Knox.
—Quizá —murmuró el indiferente Ellery—. Ahora que el secretario de Knox se
halla enfermo y que Miss Brett no encontró aún trabajo...
El cigarro de Woodruff danzó en su boca:
— ¡Miss Brett! ¡Queen, ésa es una idea magnífica! Desde luego, ella conoce
todo cuanto concierne a los negocios del finado... Creo que se la traspasaremos al
viejo. Sí, creo que yo veré de...
Sembradas las semillas, Ellery se despidió poco después, sonriendo
jubilosamente para sus adentros mientras taconeaba a pasos vivos por Broadway.
Por todo lo cual descubrimos que el abogado Woodruff, menos de dos
minutos después de cerrada la puerta tras las anchas espaldas de Ellery, se trababa
en telefónica conferencia con Mr. Knox:
—Creo que ahora Miss Brett nada tiene que hacer dentro de la casa Khalkis...
— ¡Woodruff! ¡Es usted un genio!
Y el resultado final de todo esto fue que Mr. Knox, exhalando un profundo
suspiro de alivio, agradeció al abogado Woodruff su espléndida inspiración, y no
terminaba de colgar el tubo cuando ya llamaba a la casa de los Khalkis.
Y cuando logró traer a Miss Brett al teléfono, expresándose como si la idea
hubiera sido original de su privilegiado cerebro, solicitóle sus servicios para el día
siguiente y los subsiguientes hasta completar el período necesario para el
ajustamiento de la sucesión Khalkis, Mr. Knox sugirió luego que, en vista de ser ella
británica y sin residencia permanente en Nueva York, fuera a vivir en su casa
mientras prestara servicios a su lado...
Miss Brett aceptó gravemente la oferta del millonario, recibiendo una
remuneración respetablemente más generosa que la de aquel caballero
norteamericano de ascendencia helena, cuyos huesos reposaban plácidamente en la
bóveda de su familia. Y al mismo tiempo, devanábase los sesos preguntándose
cómo diablos Ellery Queen había logrado conseguir lo que se propusiera.
24.
en alta voz: "¡Dios mío! ¡Tendré que escribir la palabra número!" y colocando una
nueva hoja en el carro, empezó a transcribir los números con un rápido tecleo.
— ¿Novedades de Londres? —musitó el joven.
Ella negó con la cabeza y flaqueando unos instantes en su teclear veloz, dijo:
"No estoy acostumbrada a la máquina de Mr. Knox... Es una "Remington" y
siempre usé "Underwood", y en la casa no hay otra máquina..." Concluyó su
trabajo, sacó la hoja, y entregándosela a Ellery, susurró una preguntita indiscreta:
— ¿Es posible que él tenga el Leonardo?
Ellery apretó su hombro con tanta fuerza que la chica hizo un visaje de dolor,
palideciendo un tanto.
— ¡Espléndido, Miss Brett! —elogió él, sonriente— ¡Mucho ojo! —susurró por
lo bajo, sepultando el escrito en uno de los bolsillos de su chaleco—. ¡No se le vaya
la mano! ¡Cuidado con dejarse atrapar husmeando por ahí! Confíe en mí. Usted es
su secretaria y nada más. No diga palabra a nadie acerca del billete de mil dólares...
—Eso está perfectamente bien, Mr. Queen, sin duda alguna —respondió ella
con voz casi vibrante, guiñando un ojo con toda la picardía de una seductora
hechicera.
25.
—No —respondió ella con voz trémula—. ¡No, Jerry! Hacemos mal en encarar
el asunto de este modo. No conoces a la policía. Ellos nos perseguirán hasta
descubrir la verdad... Dile a Mr. Queen cuanto sabes, Jerry...
—Ésa es una medida sapientísima, Mrs. Odell —indicó Ellery cordialmente—.
Si nada les pesa en la conciencia, ¿a santo de qué persistir en no hablar?
Las miradas de k>s dos campeones chocaron con furia. Luego Odell inclinó la
cabeza hirsuta, rascándose su poderosa quijada cuadrada con la uña del meñique;
meditó, tomándose su tiempo, y Ellery esperó con paciencia.
—Okay —gruñó al fin—. ¡Hablaré! Pero Dios le asista, hermano, si trata de
jugarme una mala pasada. Siéntate, Lily, que me pones nervioso —obedientemente,
ella se sentó en el sofá—. Sí, estaba allí, como decía el inspector. Y llegué al
escritorio pocos minutos después que la mujer...
—Usted fue, sin duda, el cuarto visitante de Grimshaw —murmuró Ellery,
meditabundo—. ¿Por qué fue a verle, Mr. Odell?
—Ese bribón de Grimshaw buscó a Lily apenas salió de la cárcel. No lo sabía...
ignoraba la vida pasada de Lily cuando me casé con ella. No es que me importara
un ardite, camarada, pero ella imaginaba que me importaba, y como una tonta no
me dijo lo que había sido antes de conocerla...
— ¡Muy poco sagaz, Mrs. Odell! —sermoneó Ellery gravemente—. Siempre
debe usted confiarse en su compañero del alma... ¡siempre! Ése es uno de los
fundamentos de las perfectas relaciones maritales, o algo por el estilo.
Odell sonrió como un gorila.
—Escucha los sermones del mozo... ¿Creías que te abandonaría, eh, Lily? —la
mujer no contestó; clavaba los ojos en su regazo, retorciendo las puntas del delan-
tal—. Sea como fuere, Grimshaw averiguó su paradero — ¡no sé cómo diablos lo
consiguió, pero así fue!— y la obligó a reunirse con él en el tugurio de ese tipo de
Schick. Y ella fue, temiendo que me viniera con cuentos a mí si rehusaba.
—Comprendo.
—El tipo se figuraba que ella "trabajaba" para algún otro... No quería creerle
cuando le dijo que ahora marchaba derecho y que no deseaba saber nada de bri-
bones de su calaña. Grimshaw se enojó y le exigió reunirse con él en el cuarto del
Hotel Benedict. Y ella lo dejó plantado y regresó a casa y me lo dijo todo... en-
tendiendo que la broma había ido demasiado lejos...
— ¿Y usted fue al hotel para entendérselas con él?
—Ni más ni menos •—Odell miró, sombrío, sus grandes, manos chamuscadas
—. Le canté las cuarenta al muy bribón, aconsejándole sacar sus zarpas sucias de mi
mujer, o lo despellejaba vivo. Eso fue todo. Luego de meterle un miedo de cien mil
diablos en el cuerpo, me marché de allí...
— ¿Cómo reaccionó Grimshaw?
—Creo que le dejé temblando como un condenado — respondió Odell,
embarazado—. El tipo se puso verde de terror cuando le atrapé por el cogote y...
— ¡Ah! ¿Usted le maltrató, amigo?
Odell reventaba de risa:
— ¿Atrapar a un tío por el cogote le llama maltratarlo, Mr. Queen? Oiga, usted
tendría que ver como aplastamos las válvulas del vapor cuando dejan salir
demasiado humo... No, apenas si le sacudí un poco. Era demasiado cobarde para
amenazarme con un revólver.
— ¿Llevaba armas de fuego?
—Bueno, quizá no... No se las vi... Pero esos pajarracos siempre andan
armados.
Ellery se quedó meditabundo. Mrs. Odell interpuso tímidamente:
Ellery encontró tedioso el viaje en subterráneo a Nueva York; poco tenía que
pensar y no halló solaz alguno en el diario que acababa de adquirir. Cuando llamó
al timbre de la puerta de calle del tercer piso del edificio ocupado por los Queen en
la calle 87 Oeste, el muchacho fruncía el entrecejo, y ni siquiera la vista del agudo
rostro romano de Djuna, proyectado sobre el filo del portal, tuvo la virtud de borrar
su ceño, a pesar de que el criado era, normalmente su tónico espiritual.
El artero cerebro de Djuna adivinó el desasosiego de Ellery y le anduvo en
torno pugnando por disiparlo en ésa su manera astuta. Tomó el saco, bastón y
sombrero de Ellery con una reverencia cortesana, rubricada con algunas
morisquetas experimentales que de ordinario arrancaban una sonrisa en
contestación —cosa que no ocurrió entonces— y precipitándose del dormitorio a la
sala encajó un cigarrillo entre los labios de Ellery, encendido en medio de gestos
grandilocuentes. — ¿Ocurre algo, Mr. Queen? —preguntó, quejoso, advirtiendo la
inutilidad de sus esfuerzos reanimadores.
Ellery suspiró:
—Djuna, mal van las cosas. Y se me figura que eso me alentará. ¿Acaso la
"canción no es diferente cuando todo marcha mal", como dijera Robert W. Service,
en una poco ambiciosa copla de ciego? Por otra parte, no me siento hoy con ánimos
de hacer "violín violón", como cualquier soldadito de antaño. Siempre fui un
animal musical.
Puras tonterías parecían aquellas palabras a Djuna; pero Ellery estaba en tren
de citas, y Djuna, sonriéndole, lo alentó a seguir adelante sin miedo.
—Amigo mío —murmuró Ellery, palmeándole el espinazo—, atiéndeme un
instante. Maese Grimshaw recibió cinco visitantes la noche fatal; de esos cinco,
identificamos tres: el finado Gilbert Sloane, su valiosa cara-mitad y el temible
Jeremiah Odell. De los dos visitantes restantes, por decirlo así, abrigamos la
convicción, pese a sus desmentidos, de que uno de ellos era el doctor Wardes. Si
esclareciéramos la situación de nuestro galeno británico, cuyas explicaciones bien
podrían ser perfectamente inocentes, eso nos dejaría el fascinante remanente de UN
visitante desconocido, jamás identificado; el cual, si Sloane fue nuestro criminal,
llegó segundo en la quíntuple fila...
—Sí, señor.
—Por otra parte, hijo mío —continuó Ellery—, confieso mi jaque mate
vergonzoso, Esto es pura verbosidad. Nada descubrí hasta ahora que permitiera
arrojar más que ligeras aspersiones a la validez general de la solución Sloane.
26.
al primer piso y vio luz en el despacho de Sloane. En ese catálogo había algo que
deseaba hacer esclarecer por Sloane; de suerte, pues, que entró en la oficina y,
naturalmente, encontró el cadáver de Sloane, en la misma posición descubierta por
la policía tiempo después.
Ellery mostrábase extrañamente excitado. Sus ojos clavábanse
hipnóticamente en los de su padre, mientras se ponía un cigarrillo en la boca con
un gesto maquinal.
— ¿Exactamente en igual posición, viejo? —preguntó.
—Sí, sí —gruñó el policía—. La cabeza reposando sobre el escritorio, la pistola
bajo su brazo colgante, caída en el piso... ¡todo igualito! Incidentalmente, ello
ocurrió escasos minutos antes que llegáramos, hijo. Desde luego, nuestro hombre
se sobrecogió de pánico —y no se lo reprocho— comprendiendo que se había
metido en un berenjenal. Cuidó de no tocar nada, dándose cuenta de que, si se le
sorprendía allí, tendría que menear la lengua de lo lindo, explicándonos la mar de
cosas y, finalmente se largó con viento fresco.
— ¡Por las inexistentes barbas de Napoleón! —musitó Ellery—. Si fuera
posible...
—Si fuera posible ¿qué? Siéntate, hijo; de nuevo te vuelves medio chiflado —
tronó el inspector—. No te metas ideas falsas en la mollera, Ellery. "Cociné" a Suiza
una hora entera, formulándole preguntas acerca del aspecto general del despacho
de Sloane, y el tipo salió "ileso" del bombardeo ciento por ciento. Cuando las
nuevas del suicidio de Sloane aparecieron en los diarios, se sintió algo aliviado,
pero siempre nervioso. Dijo que quería ver si aparecía algo nuevo. Cuando no
ocurrió nada, vio que no causaría ningún daño confesárnoslo todo y vino a verme
para desembuchar la historia en cuestión. Y eso es todo, muchacho.
Ellery fumaba con furiosas pitadas, abstraído.
—De todos modos —agregó el policía un tanto inquieto— se trata de algo
desconectado con la historia central. Es apenas un incidente interesante que no
afecta en lo más mínimo la solución Sloane.
—Sí, sí, concuerdo contigo en ello. Es obvio que Suiza, de quien nada se
sospechaba, no nos habría salido con esa historia de su visita al lugar del... ¡ejem!...
del suicidio de no ser inocente... No pensaba en eso, papá... ¡Oye!
— ¿Qué?
— ¿Quieres confirmación de tu teoría relativa al "suicidio" de Sloane?
— ¿Cómo dices? ¿Confirmación? —el anciano resopló—. Ésa no es una teoría,
sino un hecho, hijo. Sin embargo, algunas pruebas más nos vendrían al pelo. ¿Qué
rumias, Ellery? El muchacho parecía electrizado de entusiasmo: —Es
perfectamente cierto —tronó— que, en base a lo que acabas de relatarme, el relato
de Suiza no entraña nada susceptible de invalidar la solución Sloane. Con todo,
podemos corroborar aún más esa teoría formulándole algunas preguntas a Mr.
Suiza... A pesar de tu convicción de que la visita de Suiza no altera los hechos es-
tablecidos, aun subsiste un diminuto resquicio, una posibilidad infinitesimal de...
¡A propósito! Cuando Suiza abandonó la finca esa noche, ¿no puso en estado de
funcionar la alarma contra ladrones? —Sí... Dijo que lo hizo mecánicamente...
— ¡Ya, veo! —Ellery se levantó de un brinco —. Visitemos en seguida a Suiza.
No dormiré tranquilo esta noche si antes no esclarezco un punto obscuro.
El inspector se acarició el labio inferior:
— ¡Demontres! —murmuró—. Cachorro, como de costumbre tienes razón.
¡Tonto de mí no haberle formulado esa pregunta! —se puso de pie con prisa,
extendiendo el brazo hacia su sobretodo—. El tipo dijo que regresaba a trabajar a
las galerías. ¡Andando hijo, andando!
de Sloane? ¿Por ventura le reconoció como Gilbert Sloane? Es hasta posible que
conociera el rostro de Sloane... ¿O bien le vio más tarde e identificando su voz, ató
cabos y dedujo que Sloane se figuraba que sólo él sabía la verdad? Difícil resulta
saberlo, pero estamos seguros que ese desconocido se hallaba aquella noche en el
cuarto de Grimshaw, que oyó toda la conversación y que dedujo, por A más B, que
Gilbert Sloane y Albert Grimshaw eran hermanos. Ésta es la única forma de
razonamiento que explica el misterio de ese hecho aparentemente desconocido.
—Bueno, por fin llegamos a alguna parte —dijo el fiscal—. ¡Adelante, Ellery!
¿Qué más adivinó ese nigromántico cerebro suyo?
—Lógica, Sampson. Nada de nigromancia, aunque verdad es que anticipo
futuros acontecimientos mediante una especie de consulta con los difuntos... Veo
esto con claridad: el desconocido, oculto en el cuarto, en su carácter de
acompañante de Grimshaw antes de la llegada de Sloane, no es otro que el
cómplice del muerto, ese "socio" especificado por el propio Grimshaw al día
siguiente en la biblioteca de Khalkis. Y este desconocido, socio y asesino de
Grimshaw, es el único que podría haber escrito el anónimo a la policía, revelando
los vínculos fraternos entre Sloane y Grimshaw.
—Parece que es así, sin duda —murmuró el inspector.
—Ni más ni menos —Ellery cruzó las manos atrás del cuello—. ¿Por dónde
íbamos? Esa carta fue una de las "pistas" fraguadas contra Sloane por el criminal a
objeto de colgarle el sambenito de sus fechorías, con este detalle diferenciador de
los ya mencionados: que esa "pista" no fue falsa, sino la verdad. Nada directamente
incriminatorio, desde luego, pero sí un bocadillo escogido para los paladares
policiales cuando combináramos esas pruebas con otras más directas. Ahora bien,
"plantada" esa pista, es razonable presumir que la llave de los sótanos descubierta
en la tabaquera de Sloane no era más que un ardid del criminal, al igual que el reloj
del muerto hallado en la caja fuerte de Gilbert. Sólo el matador de Grimshaw podía
poseer ese reloj; siendo Sloane inocente, el asesino de Grimshaw colocó el reloj en
un lugar en que sería inmediatamente descubierto después del aparente suicidio de
Gilbert. Los restos del testamento de Khalkis constituyen, de fijo, una treta para
entramar aún más a Sloane. En tanto es probable que Sloane hurtara el testamento,
escondiéndolo en el féretro de Khalkis, imaginando deshacerse de él para siempre
es incuestionable que el homicida lo encontró en el ataúd al inhumar en él el ca-
dáver de Grimshaw, retirándolo y guardándoselo a los efectos de utilizarlo luego
como arma eficaz, cosa que hizo, efectivamente, en su confabulación contra Sloane,
luego del derrumbe de la "solución Khalkis".
Pepper y Sampson asintieron.
—En cuanto a los motivos —agregó Ellery—, ¿por qué Sloane fue escogido
para colgarle el sambenito del asesinato de Grimshaw? Este punto ofrece
interesantes facetas. Por supuesto, siendo Sloane hermano de Grimshaw y
habiéndose cambiado el apellido a causa de la vergüenza caída sobre la familia por
la carrera criminal de Grimshaw, aparte del hurto del testamento de Khalkis y su
ocultamiento en el féretro, y lo demás, todo ello daba al criminal una razón
admirable para escoger a Sloane como "asesino" aceptable para la policía.
"Con todo, si las declaraciones de Mrs. Vreeland son ciertas en cuanto a que
Sloane se encontraba en el cementerio la noche del miércoles cuando el cadáver de
Grimshaw fue inhumado dentro del cajón de Khalkis, Sloane debía haber estado
allí por alguna razón no relacionada necesariamente con el escamoteo del cuerpo
en cuestión, dado que no era el matador de su hermano... No olviden ustedes que
Mrs. Vreeland no le vio acarrear nada... ¡Muy bien! ¿Por qué estaba Sloane
merodeando por el pasaje interior y el mismo cementerio la noche fatal del
miércoles? —Ellery fijó sus ojos en el hogar—. Se me ocurre una idea un tanto
atrevida. Si Sloane hubiera observado esa noche ciertas actividades sospechosas y
seguido al criminal al campo santo y asistido al entierro de Grimshaw y visto al
homicida extraer el testamento... ¿Comprenden ustedes lo que quiero
insinuarles? ... Sobre la base de estas suposiciones podremos inferir los ulteriores
movimientos de Gilbert. Conocía la identidad del asesino, pues le había visto
enterrando el cuerpo de Grimshaw. ¿Por qué no lo denunció a la policía? Por una
excelente razón: el criminal tenía en su poder el testamento que eliminaba a Sloane
como legatario. Por ventura, ¿es desatinado razonar que Sloane se acercó tiempo
más tarde al asesino formulándole la proposición de que callaría la identidad del
matador de Grimshaw si aquél le devolvía el documento en cuestión o bien lo
quemaba en el acto? Dicha proposición proporcionaría al bandido un motivo
adicional, un motivo todopoderoso por el cual tendría todas las razones del mundo
para escoger a Sloane como a criminal "aceptable", matándolo luego y simulando
su muerte como un suicidio, de suerte de eliminar para siempre a la única persona
viviente conocedora de la identidad del homicida.
—A mí me parece —objetó el fiscal— que en este caso el asesino, ante las
exigencias de Sloane, tendría que haberle entregado inmediatamente el testamento.
Y eso no concuerda con los hechos, por cuanto descubrimos el documento de
marras quemado en el sótano de la casa de Knox a pesar de que usted, amigo
Ellery, afirma que el asesino lo dejó allí adrede para que lo encontráramos luego.
Ellery bostezó:
—Sampson, Sampson, ¿cuándo aprenderá usted a usar la materia gris de sus
meollos? ¿Supone usted tonto a nuestro maniático asesino? Todo lo que tenía que
hacer era amenazar a Sloane. Le diría: "Si dice usted a la policía que maté a
Grimshaw, yo entregaré el documento a las autoridades. No Mr. Sloane, retendré el
testamento para asegurarme de su silencio." Y Sloane no tendría otro recurso, que
aceptar la transacción. De hecho, no bien quiso entendérselas con el criminal, ese
pobre diablo de Sloane firmó su propia sentencia de muerte. A la verdad, creo que
el infeliz no era muy inteligente que digamos...
27.
fin hay dos cablegramas de ninguno de esos dos caballeros, cables que, me permito
puntualizarlo, podrían desembocar en alguna seria complicación internacional.
—En puridad de verdad —murmuró Knox, sonriendo amistosamente—, no
veo el motivo por el cual podría hallarme interesado en esos líos. Pero soy un
ciudadano respetuoso de las leyes y... ¡Adelante, amigo, adelante!
La cara del inspector Queen se arrebató de ira; pero logró reprimirse,
desplomándose de nuevo en su silla.
—El primero de los cablegramas referidos —prosiguió el fiscal— es el mensaje
enviado por el inspector Queen al Museo Victoria después de enterarse de su
relación, es decir, cuando se derrumbó la "solución Khalkis". Aquí está el cable en
cuestión —Sampson procedió a leerles el siguiente cablegrama en voz alta, muy
alta:
Contestación de Queen:
Contestación de Queen:
Reza así:
28.
La bomba estalló el jueves, dos días después que James J. Knox exteriorizara
su férrea voluntad de andarse a la greña con todos los Estados Unidos y el Imperio
Británico. La solidez o la flojedad de las jactancias del anciano millonario estaban
llamadas a no pasar por la prueba del crisol de los tribunales. El jueves por la
mañana, mientras Ellery holgazaneaba en el despacho de su padre en el
Departamento de Policía, contemplando el firmamento con expresión
desamparada, el Dios Mercurio, en la forma y figura de un escuálido mensajero de
telegramas entregó un mensaje destinado a aliar al belicoso multimillonario con las
fuerzas del orden y de la ley.
El telegrama llevaba firma de Knox y entrañaba un enigma desconcertante:
"Inspector Queen:
"James J. Knox:
El que escribe esta nota quiere algo de usted, y usted se lo entregará sin chistar. A
fin de mostrarle con quién está usted lidiando, sírvase mirar el reverso de esta
hojita... y no tardará en reparar que escribo sobre la mitad del pagaré entregado
por Khalkis a Grimshaw en su presencia algunas semanas atrás...
Ellery lanzó una exclamación ahogada y el inspector cesó de leer alto para dar
vuelta al papel entre sus trémulos dedos. Increíble como pareciera, era verdad... En
el dorso del anónimo vieron la garrapateada escritura de Georg Khalkis...
—Sí... ¡es la mitad del pagaré! —gritó el inspector—. ¡Tan patente como las
narices de tu cara! Arrancó la mitad por algún motivo... y ésta contiene parte de la
firma de Georg Khalkis.
— ¡Extraño! —musitó Ellery—, ¡Adelante, papá! ¿Qué dice el resto de la carta?
El policía se humedeció los resecos labios mientras volvía la hoja y reanudaba
la lectura del extraño mensaje:
29.
"El primer pago, Mr. Knox, será de $ 30.000. En billetes no menores ni mayores
de $ 100 cada uno. Pagaderos en un pequeño paquete que dejará usted esta
noche, no antes de las 10 p. m., en la Sala de Equipajes del edificio del "Times", en
Times Square, dirigido a Mr. Leonard D. Vincey, con instrucciones de que el
paquete sea entregado al ser invocado ese nombre. Recuerde que no puede
recurrir a la policía. ¡Y estaré alerta contra toda posible treta, Mr. Knox!"
"INSPECTOR BROOME.
SCOTLAND YARD. LONDRES. CONFIDENCIAL. LEONARDO EN POSESIÓN DE
FAMOSO COLECCIONISTA NORTEAMERICANO QUE PAGÓ £ 150.000 BUENA
FE DESCONOCIENDO ROBO. EXISTEN DUDAS RESPECTO CUADRO ALUDIDO
MISMO ROBADO MUSEO VICTORIA, PERO AHORA GARANTIZAMOS
DEVOLUCIÓN MUSEO PARA EXAMEN. ALGUNOS DETALLES DEBEN
ESCLARECERSE AÚN. DENTRO VEINTICUATRO HORAS NOTIFICAREMOS
FECHA EXACTA ENTREGA.
INSPECTOR RICHARD QUEEN."
Cuando el mensaje pasó a la redonda para ser aprobado por los circunstantes
—Knox se limitó a ojearlo—el inspector devolvió la cuartilla a Joan, la cual
telefoneó el cablegrama inmediatamente a una agencia telegráfica.
El policía esbozó de nuevo los planes aceptados para aquella noche; Knox
asintió, cansadamente, y los visitantes se cubrieron con sus sobretodos. Sin
embargo, Ellery no hizo movimiento alguno en dirección a su abrigo.
— ¿Vienes, hijo?
—No, papá. Voy a abusar un momento más de la hospitalidad de Mr. Knox. Ve
no más con Pepper y Sampson, viejo. Dentro de poco volveré a casa.
— ¿A casa? ¡Si voy al despacho, hijo!
—Bueno, entonces iré a la oficina, papá.
Los tres le contemplaron con aire curioso; el joven sonreía, con singular
desenvoltura. Saludó con la mano, señalándoles la puerta, y aquéllos salieron sin
articular palabra.
—Bueno, joven —dijo Knox, cuando la hoja se cerró tras ellos—; ignoro sus
propósitos, pero sea usted bienvenido si gusta quedarse en casa. El plan de Queen
consistiría en presentarme al banco para simular retirar los treinta mil dólares. El
fiscal sospecha que el extorsionador andará vigilando la casa...
—Sampson sospecharía hasta de su sombra —musitó Ellery—. Mil gracias por
su hospitalidad.
—No hay de qué, joven —gruñó Knox, dirigiendo una miradita curiosa hacia
Joan Brett, sentada ante su escritorio con el aire indiferente de la perfecta
secretaria—. Eso sí, le recomiendo que no me seduzca a Joan, pues luego me
echarían la culpa a mí —Knox, encogiéndose de hombros, salió de la habitación.
Ellery aguardó diez minutos. No interpeló a Joan, ni ésta cesó una sola vez en
su veloz tecleo. El joven malgastó ese tiempo de modo lamentable: contemplando
la abierta ventana del despacho. Luego vio que la elevada figura de Knox se
perfilaba debajo de la puerta cochera, encaramándose a poco en un automóvil. El
coche rodó calle abajo.
30.
—Papeles. Cortados a medida de los billetes de banco —su voz era segura,
pero cierta tensión nerviosa transparentábase detrás de sus enérgicas facciones.
— ¡Al demontre, caballeros! —prorrumpió el fiscal, después de un nebuloso
silencio—. ¿Qué estamos aguardando ahora? Mr. Knox, mejor empezar de una
buena vez. Nosotros le seguiremos. El lugar ya está rodeado de policías y no
podemos...
—Señores —interrumpió Ellery—, me atrevo a decirles que ya no existe
necesidad de visitar el Salón de Equipajes del edificio del "Times".
Siguió entonces un largo minuto de dramático silencio, uno de esos minutos
similares al escogido por Ellery semanas atrás cuando arrojó la bomba de la
"solución Khalkis"... Pero si esta vez temía enfrentar de nuevo el ridículo, ese temor
no se traslució en su semblante. Sonreía casi complacientemente, como si todos
aquellos tumultuosos preparativos, los coches policiales estacionados en las
vecindades del edificio "Times" y las patrullas de detectives, fueran cosas la mar de
divertidas.
El inspector irguió su cuerpo diminuto unas pulgadas más,
— ¿Qué quieres decir, Ellery? Perdemos tiempo inútilmente. ¿O pretendes
salimos ahora con alguna de tus fantasías?
La sonrisa abandonó el rostro del muchacho. Les contempló fijo,
sopesándolos con ojos sombríos. Una expresión dura, acerada, apareció en lugar de
la sonrisa:
— ¡Muy bien! —murmuró sombrío—. Voy a explicárselo todo. ¿Saben ustedes
por qué sería fútil —de hecho, ridículo— que nos llegáramos hasta allá?
— ¡Ridículo! —balbuceó el fiscal—. ¿Por qué?
—Porque sería tiempo y esfuerzo perdidos. Porque nuestro hombre no se
presentará allá. Y porque hemos sido diestramente chasqueados, Sampson.
Joan Brett lanzó una exclamación ahogada. Los otros le miraron
boquiabiertos.
—Mr. Knox —dijo Ellery, volviéndose al banquero—, ¿quiere usted llamar a su
mayordomo?
El magnate obedeció. Su frente estaba fruncida en mil arrugas. El individuo
alto y escuálido apareció al punto.
—Sí, ¿Mr. Knox?
Ellery fue, empero quien respondió secamente:
—Krafft, ¿conoce usted bien el sistema de alarma contra ladrones de esta
casa?—Sí, señor.
—Inspecciónelo inmediatamente.
Krafft vaciló. Knox hizo un gesto imperioso, y el mayordomo se esfumó. Nadie
dijo palabra hasta que el larguirucho criado regresó al cuarto, el rostro
descompuesto y los ojos dilatados de pasmo:
—Alguien anduvo con él, señor... ¡no funciona!... ¡Y ayer mismo estaba en
perfectas condiciones!
— ¿Cómo? —tronó Knox.
—Justamente lo que esperaba... Eso es todo, Krafft... Mr. Knox, creo que
ahora podré poner de manifiesto, ante usted y mis incrédulos colegas, la forma en
que hemos sido sobrepujados en astucia. Se me figura conveniente, Mr. Knox, que
vaya a echarle una ojeada a su preciosa tela.
Cierta agitación interior asomó al rostro del magnate. Un destello curioso
apareció en sus ojos grises. Revelaba temor, y espoleado por ese temor puso
inmediatamente manos a la obra, sin articular palabras, salió precipitadamente del
cuarto. Ellery siguió en pos y los demás cerraron, desperdigados, la marcha.
DESAFÍO AL LECTOR
ELLERY QUEEN.
31.
— ¿Está usted seguro, Mr. Knox, de que el cuadro ha sido hurtado? ¿Acaso lo
colocó usted mismo en el panel?
Un poco de color tornó a las mejillas del banquero, quien asintió con un ligero
esfuerzo:
—Una semana atrás lo examiné allí. Y estaba adentro. Nadie más sabía eso.
Nadie. Construí el panel hace mucho tiempo.
—Acabo de telefonear a Toby Johns, uno de los más famosos críticos de arte
de los Estados Unidos, Mr. Knox. ¿Acaso le conoce usted?
—Sí.
—Bueno, pronto le tendremos aquí. Hasta entonces, armémonos de paciencia,
caballeros.
32.
cada uno de los criados como asesino; pero, ¿por qué alguno de ellos no pudo
haber sido cómplice de un asesino de ajuera? ¡A ver qué respondes a esto!
Ellery no replicó; suspirando, dejó así las cosas. El policía, desplomándose
sobre una silla giratoria, exhaló un resoplido de descontento:
—Vaya una omisión imbécil... ¡Y cometerla tú, tan luego tú, Ellery! ¿Sabes que
me sorprendes? Este caso alteró tus facultades mentales. De hecho, cualquiera de
los sirvientes podría haber sido sobornado por el matador de Grimshaw y Sloane
para dactilografiar la segunda carta en la máquina de Knox, mientras él se
mantenía apartado de allí y gozando de una espléndida impunidad. No digo que
esto sea cierto, hijo, pero jugaría mil dólares contra un puntapié en salva sea la
parte que los picapleitos de Knox pondrán este punto de relieve ante los jueces, y
en ese caso ¿qué quedará de tu argumento que elimina a todos hasta dejar sólo al
viejo? ¡Bah! Tú lógica es falsa como el demonio.
Ellery asintió con humildad:
— ¡Brillante deducción, papá, brillantísima! Espero... ejem!... confío en que
ningún otro pensará ahora en eso...
—Bueno —refunfuñó el inspector, con ceño torvo—; Henry no lo pensó
siquiera, pues de lo contrario ya nos lo hubiera disparado en pleno rostro y a voz en
cuello. Es un consuelo, por lo menos... Oye, hijo, y no te ofendas. Es evidente que tú
conocías esa objeción desde el principio«mismo. ¿Por qué no la subsanas ahora,
antes que sea demasiado tarde y me cueste el puesto... y el de Henry?
— ¡Oh! ¿Pides que subsane ese error, papá? —Ellery se encogió de hombros—.
¡Cielos! ¡Qué cansado me siento!... Bueno, voy a decírtelo en seguida, mi querido y
sufrido antepasado. ¡Por la sencilla razón de que no me atrevo!
El inspector meneó la cabeza:
—Creo que te has vuelto chiflado, hijo —murmuró—. ¿Qué quieres decir con
que no te atreves? ¿Acaso ésa es una razón lógica? Bueno, digamos que es por
Knox. ¡Pero el caso, muchacho, el caso! Proporciónanos algo más definitivo y
concreto para trabajar, Ellery; sabes bien que te respaldaré hasta el fin, si veo que
estás convencido de la verdad de cuanto afirmas.
— ¡Cuan bien conozco eso! —bisbiseó Ellery—. ¡La paternidad es una cosa
maravillosa! Sólo existe algo más maravilloso aun y es la maternidad... Papá, ahora
no puedo agregar una sola palabra más. Diré, en cambio, y tú podrás aceptar mis
palabras en lo que valen, considerando su fuente objetable, que ¡el más grande de
los acontecimientos de este estupendamente enmarañado caso está aún por
ocurrir!
33.
Y fue durante este período que una brecha amplia abrióse entre padre e hijo.
Compréndese fácilmente la psicología del inspector: aplastado literalmente por la
extraña sucesión de acontecimientos, emocionalmente liquidado, el hombre
primitivo emergió en él, amenazando por horas desnudar sus dientes ante el más
leve estremecimiento de Ellery, que la mayor parte del tiempo se mantenía
silenciosamente inmóvil. El anciano, presintiendo algo malo en el aire, incapaz de
señalar con el dedo un hecho material, tangible, reaccionó en su forma
característica: bramó y rabió y tornó un infierno las vidas de sus subordinados y
algún lugar surgió la sombra de un hombre. En silencio, los Queen tomaron sendas
linternas de su mano, y obedeciendo órdenes del inspector, Velie y Ellery las
envolvieron con pañuelos, tras lo cual los tres se escurrieron sigilosamente por el
entenebrecido sótano. El sargento, evidentemente familiarizado con el terreno,
rompía la marcha con el paso furtivo de un felino. La penumbrosa luz de sus
antorchas iluminaba borrosamente las tinieblas. Semejantes a indios en pie de
guerra, deslizáronse por el sótano, pasaron frente al espectral horno y comenzaron
a subir las escaleras. Al tope de las mismas, Velie hizo nueva pausa; cambió algunas
palabras apagadas con otro policía estacionado allí, y luego hizo señales de que le
siguieran, abriendo la marcha y penetrando, sigilosamente, en las tinieblas del
vestíbulo del piso bajo.
En tanto caminaban en puntillas por el corredor, el grupo se detuvo en seco
sin producir el menor ruido. Arriba se percibían hilillos de luz filtrándose por los
resquicios, el tope y el pie de una puerta.
Ellery tocó ligeramente el brazo al sargento. Velie volvió su enorme cabezota.
El joven susurró unas palabras. Y aunque no era visible, Velie sonrió,
despectivamente, en las tinieblas, mientras su mano, sepultándose en un bolsillo
interior, salía esgrimiendo un pesado revólver.
Destelló dos veces sobre el piso y al instante otras sombras renegridas
convergieron sobre ellos, desplazándose con infinitas precauciones. Siguió a ello un
diálogo apagado entre Velie y otro hombre, cuya voz le sindicaba como el detective
Piggot. Al parecer, todas las salidas estaban vigiladas... El grupo, a una señal del
sargento, escurrióse escaleras arriba rumbo a los traicioneros hilillos de luz. Ante la
puerta, todos parecieron petrificarse. Velie aspiró una gran bocanada de aire y
haciendo señales a Piggot y a otro detective de que se colocaran a su lado, tronó un
"¡AHORA!" retumbante, y los tres policías, los hombros de hierro de Velie en el
medio, se abalanzaron, rabiosamente, contra la puerta, haciéndola trizas como si
fuera de cartón, irrumpiendo en la habitación. Ellery y el inspector se precipitaron
adentro, y abriéndose todos en abanico, dirigieron los brillantes haces de luz de
sus linternas por todo el cuarto, captando la figura de alguien petrificado en mitad
de él, un figura que había estado estudiando, a los rayos de una linterna de bolsillo,
dos cuadros idénticos extendidos sobre el piso...
Durante fracciones de segundos, reinó impresionante silencio; luego, de modo
tan repentino como si el conjuro no hubiera existido jamás, el hombre del cuarto se
estremeció como perro fuera del agua. De su pecho brotó un rugido, un gemido, un
alarido ahogado de animal, y retorciéndose como una pantera, un brazo saltó hacia
el bolsillo del saco, apareciendo al instante armada con una pistola automática. Y
una suerte de infierno estalló entonces entre aquellos extraños fantasmas...
La figura obscura del cuarto fijó su mirada felina en el elevado cuerpo de
Ellery Queen, entresacándole, con precisión fantástica, de las figuras aglomeradas
en la puerta. Con rapidez increíble, en un dedo oprimió el gatillo de la automática;
y en el mismo instante, retumbaron los roncos bramidos de muchos revólveres
policiales. Y el sargento Velie, la faz distorsionada en una expresión de cólera
blanca, precipitóse impetuosamente contra la obscura silueta del agresor. Y éste
desplomóse sobre el polvoriento piso como un títere de papier-maché...
Ellery Queen, exhalando un sordo gruñido de sorprendido dolor, abrió los
ojos de par en par, cayendo a las propias plantas de su horrorizado padre.
Diez minutos más tarde, la luz de las linternas, iluminó una escena tan
tranquila como tumultuosa fuera la que la precediera. La robusta figura del doctor
Duncan Frost inclinábase sobre Ellery, recostado sobre una pila de sobretodos de
detectives, convenientemente acondicionados encima del sucio piso. El inspector
Queen, blanco como el papel, frío, y duro, y quebradizo como porcelana, contem-
plaba con terrible fijeza el rostro palidísimo de su hijo. Nadie articulaba palabra, ni
siquiera los policías que rodeaban la deforme figura del agresor de Ellery, siniestra-
mente inmóvil sobre el piso, en la parte central de la habitación.
El facultativo levantó la cabeza:
— ¡Mala puntería! El muchacho reaccionará pronto perfectamente. Es una
ligera herida en el hombro. ¡Atención! ¡Ya vuelve en sí!
El inspector suspiró largamente. Los ojos de Ellery parpadearon y se abrieron.
Un espasmo de dolor contrajo sus facciones juveniles. La diestra apretó,
convulsivamente, el hombro opuesto, envuelto en vendas. El policía se acuclilló a
su lado:
— ¡Ellery, hijo mío! ¿Verdad que te sientes bien?
Ellery sonrió trabajosamente. Sacudiéndose de los pies a la cabeza, se puso de
pie, penosamente, ayudado por manos amigas:
— ¡Uf! —musitó, haciendo un visaje—. ¡Salud, doctor! ¿Cuándo llegó usted?
Tendió la mirada en torno y sus ojos se clavaron en el apiñado grupo de
silenciosos detectives. Caminó con trabajo hacia ellos y el sargento Velie se echó a
un costado, murmurando disculpas pueriles. Ellery, aferrado al poderoso hombro
del gigante con su mano derecha, se inclinó adelante y fijó sus ojos en el cuerpo
desplomado en el piso. En su mirada no destellaba expresión alguna de triunfo,
sino cierta melancolía que cuadraba a maravillas con la luz de las linternas, el
polvo, los hombres sombríos y las sombras grisáceas.
— ¿Muerto? —preguntó.
—Cuatro balas en los pulmones —gruñó Velie—. ¡Muerto como Matusalén!
El muchacho asintió; sus ojos se desviaron, enfocando dos telas pintadas,
extendidas sobre el polvo, harto humildemente, en el mismo lugar en que alguien
las había arrojado con descuido.
— ¡Bueno, bueno! —musitó, desentrañando una sonrisa sombría—. Por lo
menos, los tenemos a los dos —clavó de nuevo la vista en el muerto—. Un incidente
penoso, amigo mío, un incidente penosísimo para usted. Igual que Napoleón, ganó
todas las batallas menos la última...
Estudió unos instantes los abiertos ojos del cadáver y estremecido de asco, se
volvió hacia el inspector, de pie a su lado, quien le observaba con ojos
desencajados.
Ellery sonrió débilmente: —Bueno, papá, ya podemos poner en libertad al
pobre Knox. Fue la víctima propiciatoria y sirvió a maravillas a nuestros
propósitos... Tu caso yace, impotente, sobre el polvo acumulado en el piso de
Knox... El lobo solitario de todo el proceso ... extorsionador, ladrón, asesino ...
Padre e hijo bajaron los ojos hacia el muerto. El criminal desplomado en el
piso, cuyos ojos parecían devolverles la mirada como si pudiera ver — y en cuyas
facciones malignas desdibujábase aún una aviesa sonrisa de desafío— no era otro
que el ayudante del fiscal Pepper...
34.
—No existe razón en el mundo, Mr. Cheney —dijo Ellery—, para que usted no
reciba las explicaciones necesarias... Usted, y desde luego... —la campanilla de calle
repicó y Ellery detuvo a Djuna en el momento en que éste se precipitaba a la
puerta.
Miss Joan Brett apareció en el umbral de la sala. La muchacha parecía tan
sorprendida de ver allí a Alan como Alan de ver a Joan. Alan, incorporándose de un
salto nervioso, manoseó el torturado nogal de la excelentísima silla Windsor de los
Queen; y Joan se asió del marco de la puerta como si de súbito necesitara algo en
que recostarse.
Un final de lo más apropiado, pensaba Ellery Queen mientras se levantaba del
sofá en que estuviera recostado, el hombro izquierdo envuelto en vendajes, un final
maravillosamente seductor... El muchacho estaba un poco pálido. Por primera vez
en muchas semanas, su semblante transpiraba una dulce expresión de serenidad
infinita. El terceto que se alzó con él, integrado por su padre, extrañamente
abatido, el fiscal de distrito Sampson, de cuyos ojos aun no se había esfumado el
horror de la noche anterior, y Mr. James J. Knox, caballero multimillonario,
aplomado y correctísimo, se inclinó, profundamente, ante la radiante aparición, Sin
embargo, esta última no les retribuyó con una sonrisa, hipnotizada por aquel joven,
igualmente paralizado, que se apoyaba desesperadamente en la silla Windsor de los
Queen...
Luego sus ojos azules se desviaron, buscando las sonrientes pupilas de Ellery:
—Yo pensaba... Usted me pidió que...
El joven corrió a su lado y tomándola del brazo, la llevó hasta una silla
profunda en la cual se desplomó con muestras de evidente embarazo.
—Usted pensaba... Yo le pedí que... ¿Qué, Miss Brett? Ella vio entonces el
hombro vendado:
— ¡Está usted herido! —prorrumpió.
—A lo cual —respondió Ellery— me limitaré a contestarle con las palabras
clásicas del héroe invicto: "No es nada... ¡apenas un rasguño!" ¡Siéntese usted, Mr.
Cheney!
Mr. Cheney se desplomó en su asiento.
— ¡Vamos, vamos! —gruñó impaciente el fiscal—. No conozco la opinión de
los demás, pero creo que usted me debe una explicación, Ellery.
El muchacho se recostó de nuevo en el sofá y con una mano sola se ingenió
para encenderse un cigarrillo:
—Bien, ahora que estamos todos cómodos... —murmuró; sus ojos tropezaron
con los de Knox y ambos sonrieron como evocando algún chiste graciosísimo y
secreto—. ¿Una explicación, eh? Bueno, ahí va, amigo Sampson.
Y Ellery comenzó a hablar. Y mientras sus palabras restallaban a lo largo de
una hora, como un acompañamiento de maíz frito, Alan y Joan, sentados muy
modositos, las manos juntas, no se atrevieron a mirarse ni una sola vez.
—La cuarta solución, pues hubo cuatro soluciones, como bien saben ustedes, y
que son a saber: la solución Khalkis, en la cual Pepper me llevó de las narices; la
solución Sloane, que podríamos calificar como un desafío a muerte entre yo y
Pepper, ya que jamás creí en ella; la solución Knox, en la cual conduje a Pepper por
la nariz; y finalmente, la solución Pepper, que era la correcta; la cuarta solución,
repito, la última y verídica, que asombró a todos, pero que, en realidad, es tan clara
como la buena luz del sol que nuestro imbécil Pepper ya no volverá a ver jamás ... —
durante unos instantes guardó silencio—. Ciertamente, la revelación de que un
hombre joven y de buena reputación como el ayudante del fiscal Pepper fuera el
primer motor de una serie de crímenes maquinados con profunda imaginación y
menos segura en las mentes policiales. Sería una locura cargarle el fardo de los
crímenes a Knox si el verdadero criminal sabía que la policía no lo aceptaría jamás
como culpable. Por consiguiente, el asesino ignoraba lo relativo "al famoso billete
de mil dólares de Knox. De saberlo, jamás habría intentado enredar arteramente a
Knox. A esta altura de nuestro razonamiento, podríamos eliminar a otra persona en
base a deducciones matemáticas, aparte de ser ella un investigador al servicio del
Museo Victoria, hecho éste que, desde luego, no la absuelve necesariamente de toda
sospecha, pero que tiende a aureolarla con un halo de inocencia. Dicha persona es
esa hermosa muchacha, cuyo rubor observo que aumenta a cada momento: Miss
Brett; efectivamente, ella se hallaba presente cuando Mr. Knox me contó la historia
de ese billete de mil dólares; en caso de haber sido el asesino o el cómplice del
asesino nunca habría tendido esa celada a Mr. Knox o permitido que el criminal así
lo hiciera.
Joan se irguió en su asiento; sonrió luego borrosamente, desplomándose de
nuevo sobre el respaldo. Alan Cheney parpadeó. Estudiaba el tapiz tendido a sus
pies como si se tratara de algún precioso ejemplar de Esmirna, merecedor del
examen concienzudo de un joven anticuario.
—Por consiguiente — ¡una plétora de "por consiguientes", caballeros!—, de
todas las personas que podrían haber escrito la segunda carta, hemos eliminado a
Knox y a Miss Brett, ya como asesinos, ya como cómplices del mismo.
"Ahora bien, ¿alguno o algunos de los integrantes de la servidumbre de Mr.
Knox podría haber sido el propio asesino? No, porque ni uno solo de los criados
podría haber sembrado, físicamente, las pistas falsas urdidas contra Khalkis y
Sloane. En efecto, en la lista de todas las personas que visitaron la casa de los
Khalkis no figura ninguno de los sirvientes de Knox. Por otra parte, ¿acaso alguno
de los criados de Mr. Knox podría haber sido cómplice de un asesino de afuera,
quien utilizó sus servicios sólo porque podía usar la máquina de escribir de su
patrón?
Ellery sonrió:
—No, como pasaré a demostrárselo, caballeros. El hecho de que la máquina
de escribir de Mr. Knox fuera empleada en la "celada" aludida, indica que el asesino
abrigaba la intención de utilizarla desde el principio mismo; efectivamente, la única
prueba concreta que el criminal proyectaba "emplazar" contra Knox fincaba en esa
segunda carta extorsionadora, confiando en que no tardaríamos en descubrir que
ella había sido dactilografiada en su "Remington"; éste era el meollo de la
maquinación de Pepper. Por otra parte, es obvio que habría sido grandemente
ventajoso para el criminal, ya que albergaba el propósito de enredarle por medio de
su máquina de escribir, haber mecanografiado ambas cartas en dicha "Remington".
No obstante, sólo la segunda fue escrita con esa máquina, habiendo sido
dactilografiada la primera en una "Underwood" desconocida, recordándoles, de
paso, que la "Remington" de Mr. Knox era la única de toda la casa. .. Si el homicida
no empleó entonces la máquina de Knox para escribir la primera carta, ello indica
claramente que en ese momento aun no había ganado acceso a la "Remington" de
Mr Knox. Todos los criados, empero, habían tenido acceso a dicha "Remington" en
el tiempo en que se dactilografió la primera misiva, pues ya sabemos que todos y
cada uno de ellos trabajaban allí desde hacía cinco años o más. Por tanto, ninguno
de ellos podía haber sido cómplice del criminal, o si no, éste habría escrito la
primera carta en la máquina de Knox.
"Sin embargo, nuestros razonamientos eliminaban a Mr. Knox, Miss Brett y a
todos los sirvientes de la casa como asesino de Grimshaw o bien cómplice del
mismo, cosa que parecía absurda por cuanto la segunda carta había sido
dactilografiada en la propia casa de Knox.
Ellery arrojó su cigarrillo al hogar:
—Sabemos ahora que el extorsionador, aun cuando se encontraba en casa de
Mr. Knox por algún motivo cuando escribió la segunda carta, no se hallaba en ella
en el momento en que dactilografió la primera, pues de otro modo habría empleado
su "Remington" también para esta última. Sabemos, asimismo, que ningún extraño
fue admitido en casa de Mr. Knox después de la recepción de la primera carta, es
decir, ningún extraño, salvo una sola y determinada persona. Ahora, si bien es
cierto que cualquiera podría haber escrito la primera carta, sólo una persona se
encontraba en condiciones de dactilografiar la segunda: la única que ganó acceso a
la casa después de la llegada de la primera misiva extorsionadora. Entonces otro
punto se presentó claro ante mis ojos. ¿Por qué había sido necesaria la primera
carta? He aquí una pregunta que no cesó de morderme el alma hasta dar con su
solución. El hecho en sí parecía tonto, incapaz de brindar grandes servicios. Los
extorsionadores, por lo general, asestan sus golpes desde la primera carta
amenazante; rarísimas veces se complacen en escribir largas cartas jactanciosas y
estúpidas; no establecen su posición como chantajistas en la primera carta para
exigir el dinero en la segunda. La explicación al efecto era psicológicamente
perfecta: la primera misiva resultaba esencial para el criminal, sirviendo para algún
oculto propósito. ¿Cuál propósito? ¡Pues para franquearse la entrada de la casa de
Knox! ¿Y para qué? Nada menos que para encontrarse en condiciones de
dactilografiar la segunda carta amenazante en la "Remington" de Knox... ¡Todo
concordaba a maravillas!
"Ahora bien, ¿quién fue la única persona que logró infiltrarse en esa casa
entre el momento de la recepción de la primera carta y el de la segunda? Extraño
como ello pareciera, increíble y extraordinario y desconcertante, no pude menos de
ver perfilarse ante mis ojos el hecho de que ese visitante era nuestro querido colega,
nuestro coinvestigador, en suma, el ilustre ayudante de fiscal Pepper, quien había
pasado varios días allí con el ostensible propósito (y, como recordé
instantáneamente, siguiendo sus propias insinuaciones) de aguardar la llegada de
la segunda carta.
"Mi primera reacción fue lógica. ¡No podía creerlo! Parecía tan imposible
que... Sin embargo, por sorprendente que resultara esa revelación, en particular si
se piensa que era ésa la primera vez que se me ocurría siquiera pensar en Pepper
como en una posibilidad explotable —continuó el muchacho— el caso se
presentaba asombrosamente claro, por poco que se le examinara. No podía
rechazar una sospecha y un sospechoso —que ya no era sospechoso simplemente,
sino el verdadero criminal, de acuerdo a la lógica— porque la imaginación se
negara a dar crédito a los resultados del razonamiento fríamente profundizador.
Impuse a mi voluntad una recapitulación de hechos. Examiné todo el caso desde el
principio a fin de comprobar si Pepper y sus actos concordaban con los hechos
conocidos.
"Bien, el propio Pepper identificó a Grimshaw como al hombre a quien
defendiera criminalmente cinco años atrás; naturalmente, siendo el criminal,
Pepper formuló esta confesión a los efectos de contrarrestar un posible
descubrimiento casual de los vínculos que le unieran anteriormente con el ladrón
del Leonardo, luego de haber tenido oportunidad de reconocer a la víctima y de
haber negado todo; conocimiento al respecto. Se trata de un detalle nimio, pero
revestido de cierto significado psicológico. Con toda probabilidad, esta relación se
inició unos cinco años atrás, bajo la forma de un conocimiento de cliente y
abogado. Grimshaw fue a ver a Pepper después de robar el Leonardo del Museo
Victoria, solicitándole, posiblemente, que cuidara de sus cosas mientras él,
Grimshaw, purgaba su pena en la penitenciaría, período en que el cuadro, aun
impago, permaneció en poder de Khalkis. No bien Grimshaw salió de prisión, se
presentó en casa de Khalkis exigiéndole el pago del Leonardo. Es incuestionable
que Pepper fue el bribón que se movía entre bastidores, detrás de todas las escenas
y dramas que se sucedieron en torno al cuadro fatal, manteniéndose siempre
invisible y entre las sombras de la tragedia. Estas relaciones entre Pepper y
Grimshaw serán esclarecidas por Jordán, antiguo socio de Pepper, si bien abrigo la
convicción de que Jordán es un hombre enteramente inocente de toda culpa y
cargo.
—Ya le andamos buscando, joven —indicó Sampson—. Jordán es un abogado
de nota.
—No lo dudo —murmuró, glacial, Ellery—. Pepper no se hubiera aliado
abiertamente con un delincuente... No, era demasiado vivo... Pero buscamos
confirmación a nuestras teorías. ¿En qué forma se asoma el debitado punto del
motivo si consideramos a Pepper estrangulador de Grimshaw?
"Después de la reunión de Grimshaw, Khalkis y Knox el viernes por la noche,
y luego que el primero recibió el conocido pagaré al portador, Mr. Knox salió con
Grimshaw y se separó de él justo ante la puerta de calle; el ladrón permaneció junto
a ella. ¿Por qué? Posiblemente para reunirse con su cómplice, conclusión ésta que
no es gratuita de acuerdo a las propias declaraciones de Grimshaw en cuanto a la
existencia de un "socio". Por lo tanto, Pepper debía aguardarle en las
inmediaciones de la finca. Ambos se retiraron a cubierto de las sombras de la
noche, y Grimshaw debió informar a Pepper de cuanto ocurriera en la casa. Pepper,
comprendiendo que ya no necesitaba más a Grimshaw, el cual constituía un peligro
constante para él, decidió entonces asesinarle. El pagaré constituyó un motivo
adicional de sus intenciones ya que, entendido al portador —y vivo aun Khalkis—,
representaba medio millón de dólares para su poseedor; y Mr. James J. Knox
perfilábase en el fondo como otra posible fuente de extorsiones. Indudablemente,
Pepper asesinó a Grimshaw al abrigo de las sombras proyectadas por el portal del
sótano o bien en éste mismo, colándose allí por medio de una llave duplicada. Sea
de ello lo que fuere, luego de ocultar el cadáver de su víctima en el sótano de la
vacía casa de Knox, Pepper revisó sus ropas, apropiándose del pagaré de Khalkis y
del reloj de Grimshaw (tal vez con la idea de utilizarlo después como "pista falsa")
y, desde luego, de los cinco mil dólares entregados por Sloane a su hermano para
que abandonara la ciudad. En el momento de estrangular a Grimshaw, Pepper
debía tener algún proyecto en cuanto a la eliminación del comprometedor cadáver;
o quizá abrigaba el propósito de enterrarlo directamente en el sótano de Knox. Pero
cuando Khalkis falleció, inesperadamente el día siguiente, nuestro asesino debió
comprender, instantáneamente, que allí se le ofrecía una oportunidad sin igual
para ocultar el cuerpo de Grimshaw en el féretro de Khalkis. El tipo jugaba a la
buena suerte; el día del entierro de Khalkis, el propio Woodruff solicitó ayuda al
fiscal Sampson, y se apresuró a rogar que le pusieran a cargo de la investigación
relativa al desaparecido testamento. Otro indicio psicológico que señalaba
rectamente a Mr. Pepper.
"Ahora bien, habiendo ganado acceso a la casa de los Khalkis, Pepper vio que
las cosas le serían de una facilidad despampanante. En la noche del miércoles,
después de los funerales, nuestro criminal retiró el cadáver de Grimshaw de los
sótanos de la casa de Knox, en donde lo dejara embutido dentro de un viejo arcón,
y acarreándolo a través del pasaje interior y del obscuro cementerio, excavó la
modo, víctima de las circunstancias, el criminal hizo lo que era más lógico al salir
del cuarto: cerrar la puerta. E inadvertidamente, volcó su propio carro de
verduras...
"Casi por dos semanas se aceptó la teoría Sloane; el "asesino", al parecer,
comprobando que el juego había terminado, puso fin a su vida de un certero
balazo... Pepper vio que ahora se le ofrecía un campo despejado para robarle el
cuadro a Mr. Knox; sus planes consistían en despojarle del cuadro en forma que
pareciera, no que Mr. Knox era el criminal, sino como si se hubiera robado a sí
mismo el Leonardo a objeto de no devolvérselo a las autoridades del Museo
Victoria. Pero cuando Suiza formuló sus famosas declaraciones que invalidaron la
teoría mencionada, y ese hecho se hizo público, Pepper se dijo que la policía
continuaba aún buscando al asesino. ¿Por qué no "perfilar" a Mr. Knox no sólo
como el ladrón del Leonardo, sino también como asesino de Grimshaw y Sloane?
Donde las maquinaciones de Pepper salieron descaminadas —y no por culpa suya—
fue cuando creyó que Knox era una posibilidad teórica como criminal. Es posible
que ello fuera así —aun cuando lo relativo a los motivos del crimen resultaba un
hueso duro de roer— de no haber venido Mr. Knox con su historia del billete de mil
dólares, en un momento en que no albergaba motivo alguno para repetir esa
historia, ni siquiera a mi padre, ya que en ese período la teoría Sloane era aceptada
por la policía. De suerte, pues, que Pepper siguió adelante con sus propósitos de
enredar a Mr. Knox en los crímenes y en el robo referidos, ignorando que yo, al fin,
le tenía arrinconado... si bien cabe consignar que en ese instante desconocía la
identidad de nuestro astuto confabulador. Apenas Mr. Knox recibió la "celada" de
la segunda carta de extorsión, yo, sabiéndole inocente, sindiqué a esta última como
una nueva seudopista y deduje, finalmente, como ya he demostrado, que el propio
Pepper era el culpable de tantos horrores y crímenes. ..
— ¡Hijo! —murmuró el inspector, hablando por primera vez—. Bebe un trago.
Tienes seca la garganta. ¿Cómo marcha el hombro?
—Regular... Bien, ya ven ustedes el motivo por el cual la primera carta de
extorsión necesitaba ser escrita fuera de la casa de Knox y además, cómo la
respuesta al efecto señala directamente a Pepper. Nuestro hombre no podría haber
logrado infiltrarse en casa de Knox por un período suficientemente prolongado,
como para descubrir el escondrijo del cuadro en cuestión y a la vez dactilografiar la
segunda carta. En cambio, enviando la primera misiva consiguió que le apostaran
en esa casa en la cómoda y casi omnímoda posición de investigador. Sírvanse
recordar que ello fue a instancias del propio Pepper; otro granito de arena
depositado en el platillo de la culpabilidad de Pepper.
"La remisión de la segunda carta a Mr. Knox, dactilografiada en su propia
"Remington", constituyó el penúltimo eslabón en la cadena de enredos de Pepper.
El último paso, desde luego, consistía en el robo del cuadro. Durante el período en
que vigiló la finca, Pepper registró las dependencias para dar con él. Naturalmente,
no sabía palabra acerca de la existencia de dos telas exactamente iguales.
Descubierto el panel corredizo de la galería, substrajo el cuadro y escamoteándolo
fuera de la mansión, lo ocultó en la casa vacía de Knox de la calle 54... ¡un es-
condrijo ingenioso! Acto continuo procedió a remitir la segunda carta de extorsión.
Desde su punto de vista, la trama era completa; todo lo que le quedaba por hacer
era asentarse en su posición de alerta guardián de la ley, a las órdenes directas del
fiscal Sampson y ayudar a cargarle el fardo de sus culpas a Mr. Knox, sindicándole
como remitente de esa segunda misiva de extorsión, por si acaso un servidor no
captaba debidamente el significado cabal de ese signo de libra esterlina decapitado;
una idea, consistente en utilizar un poco de verdad y buena parte de novelería. Los
ojos de Ellery bailaban recordando aquella escena: —Anuncié a Mr. Knox que le iba
a detener —puramente en beneficio de Pepper— y a acusarle, planteando un caso
concreto contra él, agotando todas las medidas necesarias para convencer a Pepper
del éxito rotundo de su trama contra Mr. Knox. Ahora bien, cabe decir que Mr.
Knox se comportó de modo espléndido; él quería su desquite contra Pepper por
intentar éste jugarle tan sucia pasada, y descargar su conciencia por sus intenciones
ilícitas de entregar una copia al Museo Victoria, cometiendo un delito penado por
las leyes; así que Mr. Knox consintió en hacer el papel de víctima de mi pequeña
confabulación. Llamamos a Toby Johns —esto ocurrió el viernes por la tarde— y
juntos inventamos una historia que yo estaba seguro forzaría la mano de Pepper.
Un dictáfono registró esa conversación, en cuyo curso discutimos todos los detalles
abiertamente, en el caso de fracasar en nuestros propósitos de hacerle morder el
anzuelo a Pepper, una simple precaución tendiente a demostrar que la detención de
Mr. Knox no iba en serio y que constituía parte de una estratagema para atrapar al
genuino criminal.
"Ahora bien, estudiemos la posición en que se encontraba Pepper después de
oídas las declaraciones altisonantes y bellamente expuestas de nuestro experto,
mechadas con resonantes referencias históricas y de nombres ilustres en el arte de
la pintura, relativas a la "leyenda" de la "sutil distinción" entre ambas pinturas;
todo esto, desde luego, pura agua de cerrajas. No hubo jamás más que un cuadro
sobre ese motivo, y ese cuadro es el famoso Leonardo del Museo Victoria; y nunca
existió una copia "contemporánea", la de Mr. Knox era una copia moderna hecha
en Nueva York y reconocible como tal por cualquier conocedor; todo eso constituía
mi propia contribución para nuestra fascinante contramaquinación... Y bien,
Pepper se enteró, de labios del muy digno Mr. Johns, de que la única manera de
determinar cuál era el Leonardo genuino y cuál la copia "contemporánea" estribaba
en colocarlos el uno al lado del otro. Nuestro pillastre debió decirse para sus
adentros lo que yo quería que se dijera: "Bueno, no hay forma de reconocer cuál de
los dos es mi cuadro, si el verdadero o la copia inútil. No puedo aceptar la palabra
de Knox ni para remedio. De modo que tendré que ponerlos los dos juntos... y
pronto, porque el que tenemos aquí, guardado en los archivos del fiscal, no estará
allí por largo tiempo." El muy tuno pensaría que, si cotejaba ambas piezas de arte,
determinando cuál de ellas era el Leonardo famoso y devolviendo la copia
posteriormente a los archivos de Sampson, no correría ningún peligro... ¿Acaso el
propio experto no había confesado la imposibilidad de determinar cuál era cuál si
no se las colocaba la una al lado de la otra?
"Un rasgo realmente genial —murmuró Ellery— y me felicito de ello. ¿Cómo?
¿No resuenan aplausos?... Naturalmente, si lidiáramos con un hombre conocedor
de las cosas del arte, con un esteta, un pintor o un aficionado a las cosas bellas,
jamás habría arriesgado yo el caso, formulando la ridícula historia de Johns; pero
Pepper era un lego en materia de arte y no podía hacer menos que tragarse
tranquilamente la historia, particularmente cuando todo parecía genuino: la
detención de Knox, su encarcelación, las deslumbrantes crónicas periodísticas, la
notificación a Scotland Yard y... ¡Ah!... ¡Estupendo, estupendo!... También sabía
que usted, amigo Sampson, y tú, papá de mi alma, no verían claro en esa historia de
mentirillillas; con todo el respeto debido a su capacidad como cazadores de
hombres, conocen tanto de arte como el propio Djuna. La única persona de quien
tenía razones de temer era Miss Brett... y esa tarde le dije bastante de nuestra
maquinación como para que nuestra deliciosa criatura aparentara una sorpresa y
un horror adecuados ante la detención de Mr. James J. Knox. Incidentalmente,
las "seudopistas Khalkis" fue una acción totalmente voluntaria de parte del asesino.
En otras palabras, Pepper tenía a mano al mundo entero para escoger a un "asesino
aceptable". Naturalmente, él escogió el más "cómodo", el menos "peligroso".
Eliminado el cómplice, la aparición de uno nuevo constituiría una medida tan poco
satisfactoria como torpe. Por consiguiente, atribuyendo correctamente cierta
astucia natural a nuestro criminal, afirmé, rotundamente, que él mismo había
sembrado esas seudopistas.
— ¡Muy bien, muy bien! —murmuró el fiscal alzando las manos.
— ¿Y Mrs. Vreeland, Ellery? —preguntó el inspector con curiosidad—.
Siempre sospeché que ella y Sloane eran amantes. Eso no combina con sus
declaraciones de haber visto a Sloane penetrando aquella noche en el cementerio.
Ellery agitó su cigarrillo:
—Un detalle. El relato de Mrs. Sloane de su visita al Hotel Benedict demuestra
que Sloane y la Vreeland andaban liados en un affaire de coeur. Pero creo que no
tardaremos en descubrir que, tan pronto como Gilbert Sloane comprendió que la
única manera de heredar las Galerías Khalkis era por intermedio de su esposa,
decidió arrojar por la borda a su amante y dedicarse a cultivar el favor de su esposa.
Naturalmente, Mrs. Vreeland, siendo como es, reaccionó de la manera más usual, y
trató de ocasionar el máximo de daño a Sloane.
Cheney pareció salir de su modorra. Como surgiendo de la nada —evitando
siempre con cuidado mirar a Joan— preguntó:
— ¿Y ese doctor Wardes, Queen? ¿Dónde diablos está ese tipo? ¿Por qué se
escabulló? ¿En qué forma ensambla en el caso, si es que ensambla de alguna
manera?
Joan Brett examinaba sus manos con un interés supremo.
—Creo que Miss Brett podrá contestar a esa pregunta —replicó Ellery,
encogiéndose de hombros—. ¿No es verdad, Miss Brett?
Joan, levantando los ojos, sonrió dulcemente, si bien no osó mirar en
dirección de Alan:
—El doctor Wardes era aliado mío, Mr. Queen. ¡Ni más ni menos! Uno de los
más sagaces investigadores del Yard.
La nueva parecía de perlas a Mr. Alan Cheney; tosió sorprendido, y estudió la
vulgarísima alfombra con mayor interés que nunca.
—Comprenderá —prosiguió la muchacha, sonriendo tan dulcemente como
antes— que si no le dije nada a usted, Mr. Queen, sobre este particular fue porque
él me lo prohibió. El doctor Wardes desapareció para seguirle la pista al Leonardo
fuera de toda interferencia de las autoridades norteamericanas. Disgustábale la
manera en que se presentaban las cosas...
—Por supuesto, usted le infiltró a propósito en el caso de Khalkis, ¿verdad? —
preguntó Ellery.
—Sí... Cuando advertí que el caso se me escapaba de las manos, escribí al
Museo Victoria comunicándoles mi impotencia, y ellos solicitaron ayuda a Scotland
Yard. El doctor Wardes poseía título de médico y de hecho actuó como tal en otros
casos famosos.
— ¿Visitó aquella noche a Grimshaw en el hotel? —inquirió el fiscal.
— ¡Ciertamente, Mr. Sampson! Esa noche no me fue posible seguir a
Grimshaw; pasé la palabra al doctor Wardes y él, siguiéndole, le vio reunirse con un
hombre no identificado...
—Pepper, desde luego —murmuró Ellery.
—...Y detúvose en el vestíbulo del hotel mientras Grimshaw y Pepper tomaban
el ascensor. Vio subir a Sloane y luego a Mrs. Sloane y Odell y, finalmente, subió él
FIN
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