Negro

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 324

Biografía

de la Tierra
Historia de un
planeta singular

Francisco Anguita
Biografía de la Tierra
El montaje del autor

Cuando en el año 2001 la Editorial Aguilar me propuso escribir un libro sobre la


historia de nuestro planeta, mi ¡dea inicial fue hacer una versión actualizada y resumida
de Origen e historia de la Tierra, que había escrito para Editorial Rueda en 1988. Sin
embargo, el capítulo de prueba recibió un suspenso. Los editores no querían un
manual universitario, sino -recuerdo muy bien sus palabras- un libro que se pudiese
leer en el metro. Así que nada de recuadros aclaratorios, y muy pocas figuras.

Con la perspectiva de estos diez años, veo que los editores tenían mucha razón.
La obligación de escribir un relato continuado dejó la historia a salvo de las roturas que
suponen los boxes, y la escasez de figuras me obligó a ingeniarme para transformar los
datos (también los datos gráficos) en palabras. Con las dos cosas ganó mucho el libro,
y sobre todo gané yo, porque tuve que reinventar mi forma de escribir, demasiado
marcada por la costumbre de hacerlo para estudiantes universitarios. Empecé a
redactar más suelto, y descubrí con alivio que escribir así era divertido.

La peripecia comercial de Biografía de la Tierra no fue muy airosa. El libro se


vendió mucho menos de lo que la editorial había calculado, y al cabo de un tiempo
Aguilar me contactó para ofrecerme los ejemplares sobrantes antes de destruirlos.
Salvé los que pude, pero me quedó claro que la primera edición sería también la última.
El libro se ha seguido difundiendo lentamente, y en estos momentos, cuando ya está
definitivamente agotado, existe una cierta demanda. Así que, siguiendo la sugerencia
de mi colega Gabriel Castilla, me he puesto a actualizarlo y corregir sus errores,
mientras que Gabriel se ha encargado muy desinteresadamente de digitalizado.

Aprovecharé para, diez años después, llevar un poco la contraria a los editores
de Aguilar, e ¡lustrar esta revisión con figuras adicionales. Añado también las
referencias, muy abreviadas, de las fuentes de los nuevos datos; supongo que casi
nadie las va a usar, pero tampoco estorban demasiado. Y he reservado el color rojo
para los errores más garrafales.

Al acabar esta revisión, me queda un cierto pánico al ver la cantidad de cosas


que ignoraba hace diez años, y la cantidad de ellas que sigo ignorando. Me consuelo
con lo que decía aquel tipo, sin duda inventado, que citaba Juan de Mairena (éste,
inventado seguro): uno que no se iba a la cama contento si no había ignorado alguna
cosa nueva a lo largo del día. Por otra parte, me he vuelto a maravillar del ingenio de
los científicos que reconstruyen el pasado de este planeta, que igual encuentran las
huellas de asteroides que cayeron al principio de su historia, que confirman una
superglaciación o desentrañan la temperatura precisa de los dinosaurios gigantes.

Pero es de verdad triste que esta maravillosa época científica (algunos la han
calificado de prolongación del Renacimiento) se produzca en un tiempo en el que las
esperanzas de una sociedad viable se difuminan un poco más cada día.

Madrid, 1 de agosto de 2011


Indice

Introducción: Un viaje en el tiempo................................... 11

Capítulo I. En el principio.................................... 13
Los cometas gigantes............................................ 13
En la pista..... *...................................................... 18
Nace un satélite...................................................... 20
Los océanos de fuego........... *..................... ...... 25
Años de miles de días........................................... 26
Arqueólogos de la atmósfera............................... 29
Con termostato incorporado............................... 35
Tiempos difíciles.................................................... 38
La Tierra comienza a escribir su diario
de viaje................................................................. 42
Un profeta rechazado........................................... 48
Y, sin embargo, se mueven................................. 51
La nueva Tierra...................................................... 54
Las pruebas a favor de la nueva Tierra.............. 59
De vuelta al Arcaico............................................. 62
A pesar de todo, la vida asoma............................ 68
¿En la playa, o en el fondo del mar?................. 74
Una simple hélice.................................................. 79
Invasores del espacio............................................ 81
Alimentarse de luz...... .......................................... 87

7
Biografía he la Tjf.rra

El Volkswagen de la biosfera, y otros


modelos............................................................. 90
El fin de la infancia............................................. 92

Capítulo II. La edad adulta............................ 95


La atmósfera petrificada................................ 95
Estrategias para un planeta distinto............. 97
Un irresistible magnetismo............................ 99
El oro que cayó del cielo............................... 101
Mitología y geología: la extraña
conexión........................................................ 105
Los muchos pulsos de la Tierra........................ 111
Rodinia............................................................. 117
El Gran Frío.................................................... 121
V
Un poco de ciencia teórica............................ 130
Planetas como peonzas.................................. 133
La Tierra Blanca.............................................. 135
El árbol, o más bien arbusto, de la vida..... , 138
El registro de la vida proterozoica: de los
biomarcadores a las colinas de Ediacara... 142
La biosfera en el Proterozoico y la discutida
marcha hacia el progreso............................ 147
El fin de una larga eternidad......................... 151

Capítulo IIL La Tierra moderna......................... 153


El big bang de la vida ........................................... 153
El baile de los continentes................................. 159
Las crisis de la vida ............................................. 165
La evolución se toma vacaciones...................... 172
Muerte de un antiguo océano............................ 175
La disputada herencia de Rodinia..................... 178
En el Gran Pantano............................................ 182
El continente de un detective aficionado........ 187

8
INDICI';

El tiempo de los desiertos................................. 191


La esposa de Océanos y el Dr. Strangelove.... 193
La madre de todas las extinciones................. . 196
Pangea no aguanta más..................................... 201

Capítulo IV. El pasado reciente..........................207


Paz en la tierra, guerra en el mar....................... 207
Fin de la tregua en Pangea.................... ............ 210
¿Eran tan terribles los dinosaurios?................ 213
Los secretos de un éxito..................................... 217
La segunda conquista del aire........................... 220
El árbol del pan en Groenlandia....................... 226
Inundación.......................................................... 235
¡Catástrofe!.......................................................... 238
Las huellas........................................................... 241
Una de detectives............................................. 249
Después de la revolución.................................. 256
La venganza de los mamíferos......................... 258
Nacen las grandes montañas............................. 260
La Tierra se congela........................................... 266
Niágara en el Mediterráneo.......... .................... 274
La conquista deí Este...................................... 282
Humanos............................................................. 287
Viajes.................................................................... 289
Los motores de la evolución homínida............ 295
Marte en el Oeste............................................... 297
El Dryas Reciente y la Pequeña Edad de Hielo:
mensajes del pasado cercano........................ 300

Capítulo V. Un presente global.......................... 307


A bordo de un mundo inquieto....................... 307
La huella del hombre......................................... 315
Los límites de la Tierra.................................... 322

9
Biografìa de la Tierra

Capítulo VI* El futuro.........................*.............329


El enigma del clima........................„„................. 329
Cuando los mundos chocan............................. 334
Los extraños continentes.................................. 337
El fin de la Tierra............................................... 339

Apuntes biográficos de algunos de los investigadores


citados................................................................... 343

Bibliografía.................................................................... 349

10
Introducción

Un viaje en el tiempo

Vivimos sobre un viejo planeta, y ésta es su historia.


No es una historia hecha a la medida del hombre, un
invitado de última hora que, incluso cuando rastrea sus
propios orígenes, se limita a arañar la superficie del pa­
sado. El planeta ha vivido largo tiempo —miles de mi­
llones de años— sin nosotros, y seguirá viviendo sin
nosotros cuando el hombre ya no exista. Los científicos
de la Tierra buscan pistas como detectives del pasado
y diagnostican dolencias como médicos de) futuro. Ar­
mados con herramientas de alta tecnología, pero sobre
todo con la altísima tecnología de un cerebro super-
desarrollado por la evolución —el famoso sentido co­
mún—, han logrado increíbles reconstrucciones de hechos
que literalmente se pierden en la noche de los tiempos
—cuando el Sol apenas alumbraba—; y se atreven, aun
admitiendo sus limitaciones, a predecir el porvenir del
planeta.
Este relato tiene por tanto la estructura de un via­
je al pasado, con una tímida incursión final en el futu­
ro. Pero este viaje no sería realista si no incluyese las
peripecias de los historiadores. El libro será por ello un
entretejido de las búsquedas, peleas, éxitos y fracasos de
los científicos que investigan la Tierra junto con los

11
B u h ;RAFIA DE LA TIERRA

hechos, a veces prosaicos y maravillosos muchas otras,


que han descubierto. En este viaje usaremos —con
moderación: es una promesa— la vieja añagaza de to­
mar al lector por un viajero en el tiempo. El tiempo de
la Tierra.

12
Capítulo I

En el principio...

LOS COMETAS GIGAN'ITS

«Quizá no es un disco protoplanetario, sino posplaneta­


rio», dice Alfred Vidal, del Instituto Astrofísico de París.
«¿Qué significa eso?». «Que ya hay planetas formados
alrededor de la estrella». Debemos viajar largo tiempo
hacia el sur para ver esa estrella. Es una luz insignifican­
te, vecina de la bellísima Canopus y también cercana a la
Cruz del Sur. Un atlas astronómico nos dirá que la su­
perficie de la estrella Beta de la constelación del Pintor
goza de una cálida temperatura, 10.000 °C, y que la luz
que surge de ella tarda 53 años en alcanzamos. Pero ese
pequeño punto luminoso es además el escenario de una
historia fabulosa, que ha sido reconstruida por los astró­
nomos que se dedican a detectar planetas lejanos. Hace
unos cien millones de años, la gravedad contrajo las mo­
léculas de gas y las motas de hielo, roca y metal de una
fría nube interestelar. Sus choques elevaron la tempe­
ratura hasta que la nube se volvió incandescente: un
millón de años más tarde, su centro era un furioso torbe­
llino de rayos ultravioleta y vientos estelares huracana­
dos que fueron limpiando los residuos de la nube. No
todos: algunas de las briznas de gas, roca y metal se habían

13
Biografía ije la Tierra

fundido en cuerpos mayores, que el viento de la estrella


ya no podía arrastrar.
Ahora, millones de años después, estos cuerpos se
han convertido en planetas, que atraen a los cuerpos me­
nores y los lanzan sobre los otros como un hondero lan­
za sus proyectiles. Beta Pictoris sigue viviendo tiempos
revueltos: grandes masas de hielo y roca son proyectadas
desde la periferia del sistema hacia su congestionado
centro. Las colisiones generan nuevas nubes de residuos,
que el viento de la estrella sigue barriendo...
«Vemos grandes masas de gas que caen por cente­
nares y a gran velocidad hacia la estrella. Esto no tiene
lógica: el viento estelar debería impulsarlas hacia el exte­
rior. Creemos que este gas proviene del núcleo de gran­
des cometas que están bombardeando el interior dei sis­
tema. Y sólo los planetas gigantes pueden atraer cometas
a esta velocidad »,
Buscamos las huellas de nuestro pasado en la luz que
nos llega de un mundo lejano. No podemos hacerlo de
otra manera: nadie puede ser testigo de su propio naci­
miento, pero esperamos aprender viendo otros partos
planetarios. Beta Pictoris nos ha contado la historia que
queríamos oír; una historia que, para la Tierra, empezó
hace algo más de 4.500 millones de años. En la Vía Lác­
tea, nuestra galaxia, hay una población importante de
estrellas de esta edad: un acontecimiento desconocido
provocó en ese momento el nacimiento sincronizado de
miríadas de estrellas. Nuestro Sol, hijo de este alumbra­
miento múltiple, fue sin embargo, en otro sentido, hijo
único, cuando lo normal es que las estrellas pertenezcan
a grupos dobles o triples. Esto depende de la velocidad
de giro de la nube: igual que una batidora a toda veloci­
dad tiende a salpicar salsa, una nube protoestelar que gire

14
F,N El. PKINCIPIO...

rápidamente tiende a fragmentarse en varios centros de


nucleación, cada uno de los cuales dará lugar a una es­
trella. El panorama de nuestros cielos, que podrían estar
ocupados por varios soles (quizá impidiendo la noche)
dependió, en último término, de una simple propiedad
física de la nube primigenia.
Pero éste es sólo el marco general: en cuanto al Sol
mismo, tenemos pruebas de que el nacimiento de nues­
tro mundo fue desencadenado por una defunción cer­
cana. Una estrella anónima explotó en una bola de fue­
go colosal, y la onda expansiva de esta supernova viajó
por el espacio, comprimiendo y contaminando las ne­
bulosas cercanas. Hemos encontrado las cenizas de es­
ta cortina de fuego escondidas en el interior de algunos
meteoritos: las reconocemos porque sus especies quí­
micas (isótopos) no se parecen al resto de los materia­
les del sistema. Por ejemplo, casi la mitad del meteori­
to de Allende, caído en México en 1969, está formada
por minerales hidratados y compuestos de carbono. SÍ
el asteroide del que procede este meteorito hubiese sido
calentado tras su formación (mediante choques, por
ejemplo), no habría retenido agua: esto prueba su ca­
rácter primitivo. El meteorito contiene fragmentos en
los que abundan los isótopos producidos en la explosión
de supernovas.
Los científicos planetarios creen que los aconteci­
mientos que se desencadenaron tras esta contracción
forzosa se parecieron a los que adivinamos en Beta Pic-
toris: el centro de la nube, donde la densidad de partí­
culas era máxima, se convirtió en la estrella que tantos
pueblos antiguos divinizaron. En los espacios próxi­
mos, a altas temperaturas, sólo pudieron estabilizarse
las rocas y el hierro, que dieron origen a la Tierra y sus

15
de la Tur ha

vecinos. Más lejos, los gases generaron planetas gigan­


tes; y en los arrabales, los restos de la nube expulsados
por el viento solar constituyeron un enorme cementerio
helado de cientos de miles de millones de cometas. En
la actualidad, tras 4.570 millones de años de evolución,
todo parece tranquilo en esta parte del Cosmos; pero
ios planetas terrestres llevan consigo las cicatrices de
tiempos revueltos parecidos a los que se desarrollan
ahora en torno a Beta Pictoris. Las manchas oscuras
que la Luna muestra tan claramente en el plenilunio
fueron causadas por un bombardeo de asteroides y co­
metas, quizá impulsados por Júpiter; Mercurio y Marte
presentan similares heridas de guerra; por pura lógica
—no había dónde esconderse—, los científicos piensan
que Venus y la Tierra las ostentaban también, pero su
continuada actividad interna ha cubierto estos cráteres
gigantes.
En 1999, en la ciudad de Turín, un grupo de espe­
cialistas en impactos asteroídales creó una clasificación
de los desastres que podían llegar del cielo. Las conse­
cuencias iban desde el aniquilamiento de una ciudad a la
desaparición de la biosfera. Las probabilidades de coli­
sión, como era de esperar, decrecen con el tamaño del
proyectil: podemos respirar tranquilos durante los pró­
ximos millones de años. Pero, analizado en perspectiva,
lo que esto significa es que el proceso que comenzó con la
explosión de aquella anónima supemova no ha conclui­
do aún. El Sistema Solar sigue sin estar libre de intrusos,
y algunos de ellos, inevitablemente, nos visitarán en el
futuro.
Otras estrellas nos cuentan otras historias: por
ejemplo, la número 55 de la constelación de Cáncer os­
cila como sí un planeta casi tan masivo como Júpiter

16
En n. PKiNtiPio...

gírase en torno a ella. Pero lo hace a una distancia mu­


cho menor que la que separa a Mercurio del Sol. ¿Por
qué en este sistema los planetas gigantes no se forma­
ron lejos de la estrella, como sucedió en el Sistema So­
lar? ¿O se formaron lejos y emigraron después hacia la
estrella? ¿Por qué no lo han hecho Júpiter y sus com­
pañeros? ¿Lo harán en el futuro? ¿Cuál sería entonces
la suerte de la Tierra? No tenemos respuestas -—sí con­
jeturas— para ninguna de estas preguntas. A medida
que hemos ido detectando sistemas planetarios, nues­
tras teorías han ido revelándose como toscas aproxi­
maciones a la verdad: frente a algunas confirmaciones
nos hemos llevado grandes sorpresas. Hasta ahora, la
mayor de ellas ha sido encontrar planetas que no giran
en torno a ninguna estrella. ¿Expulsados de sus órbitas,
o solitarios desde su nacimiento? Nuestros más que­
ridos esquemas se rompen: algunos llaman ciencia a
estos sobresaltos, normales, por otra parte, para un con­
junto de ideas que se habían propuesto a partir de los
datos de un solo caso. ¿Qué enfermedad podría diag­
nosticarse a partir de los síntomas de un único pacien­
te? El siglo XXI será testigo del nacimiento de teorías
generales sobre la formación de planetas, Al lado de
ellas, quizá nuestras ideas actuales parezcan a los cien­
tíficos del futuro tan ingenuas como hoy nos parecen
las de los naturalistas medievales sobre el magnetismo
o los terremotos.
Pero de esta maraña de preguntas ha surgido impe­
tuosa una idea revolucionaria: al menos una de cada
veinte estrellas tipo Sol tiene planetas en derredor. Des­
pués de siglos de especulaciones, Homo sapiens ha encon­
trado otros posibles hogares para su hipotética compa­
ñía cósmica.

17
Biografía í>e la Tierra

En la pista

En sus inicios, el Sistema Solar debió de ser un gran es­


pectáculo: una vez que el viento del Sol despejó las nu­
bes de gas, billones de partículas sólidas, que los científi­
cos han llamado planetesimales, giraban caóticamente
en tomo a la estrella. Como en las pistas de kmtst los ade­
lantamientos no siempre se producían de forma ordena­
da, y las colisiones eran frecuentes; también lo era que
los accidentados quedasen enganchados, soldados por
el mismo calor desprendido en el choque. Así, durante
millones de años, este proceso de canibalismo dio lugar
a unos pocos cuerpos de cientos de kilómetros de diá­
metro, los embriones de los futuros planetas. AJ final, en
ia zona interior de la antigua nube sólo quedaron unos
pocos rivales que se disputaron los embriones planeta­
rios restantes.
¿Por qué hay en torno al Sol cuatro planetas den­
sos, en vez de dos, o de ocho? Sencillamente porque en
la zona interior del sistema sólo había espacio para que
cuatro embriones planetarios creciesen sin destruirse.
Pero el resultado final iba a depender esencialmente de
la excentricidad de las órbitas de los últimos competi­
dores, es decir, de su tendencia a invadir las «calles» de
los otros. Una nebulosa con algo de gas residual hubie­
se sido una pista más peligrosa, porque los embriones
planetarios pueden utilizar el gas para aumentar su ex­
centricidad (es como si se apoyaran en el gas para cam­
biar de velocidad), y al hacerlo así, probablemente se
hubiesen destruido hasta dejar en pista un solo vence­
dor. Es curioso pensar que, si tenemos objetivos accesi­
bles para nuestros primeros viajes espaciales tripulados
(Marte, por ejemplo), ello se debe en último término

18
En el principio...

a que el viento solar hizo un buen trabajo, preparando


cuidadosamente la pista para la escena final del nacimien­
to de los planetas terrestres.
El guión de esta obra es imaginativo, pero no po­
demos asegurar que sea cierto. Se trata de una suma de
suposiciones razonables, pero muy pocas de ellas se han
podido someter a comprobación, y menos aún a cuan-
tificación. Es decir, estamos ante lo que los científicos
denominan una hipótesis de trabajo. La mejor prueba de
ello es que, hace unos años, un grupo de astrónomos ja­
poneses propuso lo que se dio en llamar el «modelo de
Kioto», según el cual los planetas se habrían formado
antes de que los gases fuesen barridos de la nebulosa so­
lar. En esta hipótesis, los planetas terrestres contendrían
al nacer una gran cantidad de compuestos volátiles (es
decir, de bajo punto de fusión, como es por ejemplo el
agua) y, por lo tanto, grandes cantidades de gases: la Tie­
rra, en concreto, habría disfrutado de una tórrida atmós­
fera de hidrógeno (que luego perdió) 10.000 veces más
densa que su atmósfera actual. Un pequeño Júpiter.
Por diferentes que sus predicciones sean respecto a
los de la hipótesis estándar, no se ha podido demostrar
que el modelo de Kioto sea incorrecto; sin embargo, no
explica cómo los planetesimales, con su pequeña masa,
pudieron captar tantos gases de la nebulosa protosolar, ni
tampoco cómo los perdieron. En cambio, esta alternativa
explica un aspecto oscuro del modelo mayori tari o: Júpiter
y Saturno contienen núcleos de roca y metal mucho ma­
yores que la Tierra. Al menos estos embriones planeta­
rios sí se formaron antes de la expulsión de los gases, ya
que fueron cubiertos por cantidades gigantescas de hi­
drógeno y helio. En resumen, parece evidente que no
tendremos hipótesis más sólidas sobre el origen preciso

19
Biografía de la Tierra

de los planetas hasta que no podamos estudiar en deta­


lle la estructura de otros sistemas planetarios.
Volvamos a la pista de choques. Incluso si las velo­
cidades relativas a las que colisionaban los embriones
eran pequeñas («alcances», en la jerga de la Dirección
General de Tráfico), la atracción gravitacional acelera­
ría a los protoplanetas justo antes de los impactos, que
terminarían produciéndose a velocidades respetables,
unos diez kilómetros por segundo. En los cuerpos gran­
des estos choques no son elásticos (no hay rebote), lo
que significa que toda la energía de la colisión se trans­
forma en calor. Los cálculos sobre energía acumulada
indican que, a lo largo de su proceso de crecimiento, los
embriones planetarios pudieron acumular suficiente ca­
lor como para fundirse: durante su formación, los plane­
tas fueron masas semisólidas de roca y metal, auténticos
carros de fuego en los que los metales, más densos, se
habrían ido hundiendo hasta el centro. Las huellas de
este espectacular episodio quedaron borradas por la fre­
nética actividad interna de nuestro planeta; pero se con­
servaron en el museo del Sistema Solar que es la Luna.
Antes de explicar cómo pudo rastrearse esta historia hay
que presentar a uno de los satélites más extraños de to­
do el sistema.

Nace un satélite

La mayor recompensa científica del programa Apolo


fueron^sin duda, los 377 kilos de muestras de rocas lu­
nares, tan antiguas que pueden considerarse un testi­
monio escrito del origen del Sistema Solar. Aunque, por
motivos de seguridad, la mayoría de los alunizajes se

20
i',N KL l'KlX’f.IPin...

realizaron en las zonas más planas, las llanuras de lava


conocidas como marta (los «mares» de los antiguos as­
trónomos), los astronautas fueron adiestrados para reco­
nocer y recoger los fragmentos procedentes de las tie­
rras altas, las partes más antiguas de la Luna. El análisis
de estas muestras ha sido una de las empresas más cuida­
dosamente planificadas de la ciencia moderna. En labora­
torios tan impolutos que (se decía) al lado de ellos muchos
quirófanos resultaban sospechosos, equipos selectos de
geoquímicos se dispusieron a desvelar los misterios del
origen de los planetas. En general, la química de las ro­
cas lunares recordaba mucho a la del manto terrestre, la
capa rocosa situada bajo la corteza; pero un detalle llamó
la atención desde los primeros análisis: la Luna estaba
absolutamente deshidratada (en general, desprovista de
volátiles), y también empobrecida en hierro respecto a la
Tierra. ¿Dónde estaban el hierro y el agua lunares?
En marzo de 1974, menos de cinco años después de
la vuelta del Apolo 11, todos los grandes nombres de las
ciencias planetarias reunidos en Houston Oéxas, EE UU)
oyeron cómo un joven científico desconocido, Wiliiam
Hartmann, exponía una nueva hipótesis sobre el origen
de la Luna: nuestro satélite era, según él, el producto de
la colisión contra la Tierra del último embrión planeta­
rio. Este choque habría despedido una nube de partícu­
las que quedó en la órbita terrestre hasta que se unió
para originar la Luna. No habría apenas hierro porque
el núcleo del planetoide que chocó contra la Terra se
hundió, debido a su mayor densidad, en el interior terres­
tre'; y no habría quedado agua porque la alta temperatura

1Y sin embargo, la corteza terrestre contiene cantidades relativamente elevadas


de metales: es muy probable que parte de ellos provenga del impactor.

21
Bl(U;RAFIA L1K LA TlF'RKA

del choque hizo que todos los volátiles se vaporizasen


y se perdiesen en el espacio. El parecido químico gene­
ral sugería que el intruso se había formado en la misma
zona de la nube solar; probablemente era el embrión
planetario de la pista vecina.
La idea era atrevida, y Hartmann ha confesado des­
pués que se sentía inseguro, especialmente cuando Alan
Cameron, un prestigioso geoquímico, levantó la mano
para interpelarle; para su sorpresa, esta intervención
supuso un inesperado apoyo. Las simulaciones por or­
denador habían llevado a Cameron a una conclusión se­
mejante, pero aún más arriesgada: la masa del ímpactor
debió de ser al menos la décima parte de la terrestre. Un
invasor de tamaño marciano, un auténtico planeta ya
formado. La variante de Cameron sobre el origen de la
Luna es la que se ha hecho más popular, a pesar de que
plantea diversos inconvenientes de detalle. Sin embargo,
posee una virtud: al requerir un choque excepcional, ex­
plicaría también por qué, de entre todos los planetas in­
teriores, tan sólo la Tierra tiene un satélite gigante.
La hipótesis del gran impacto sobre el origen de la
Luna tardó diez años en imponerse entre la comunidad
científica, el tiempo necesario para que se aceptaran los
impactos como un proceso básico en el nacimiento y la
evolución de los planetas. Lo que equivale a reconocer
que, como dijo el científico planetario Cari Sagan, nues­
tro medio ambiente no abarca sólo los prados cercanos,
sino que vivimos en un «medio ambiente cósmico», en
el que las colisiones (microscópicas o colosales) son acon­
tecimientos con los que hay que contar. Esta pirueta in­
telectual se ha visto confirmada por la exploración pla­
netaria, y no sólo por la localización de decenas de miles
de cráteres de impacto en las superficies de todos los
Es* H. J’HlNClFiO,..

cuerpos planetarios, sino también mediante razonamien­


tos más sutiles. Por ejemplo, todos los planetas terres­
tres, de Mercurio a Alarte, forman una familia bien ave­
nida en la que los cuerpos más grandes son también los
más densos. Esto significa que en esencia se pueden con­
siderar todos ellos variantes más o menos compactadas
del mismo material. En el interior de un planeta como la
Tierra se alcanzarán mayores presiones que en el inte­
rior de uno pequeño, como Marte, y ello hará que el ma­
terial alcance mayores densidades.
Sin embargo, Mercurio, casi tan denso como la Tie­
rra pero poco mayor que la Luna, se sale claramente de
la fila. ¿Por qué este planeta es tan denso, a pesar de ser
tan pequeño? Hasta la fecha, la mejor explicación es que
otro gran impacto arrancó de A-lercurio buena parte de
su material rocoso, dejándole una proporción excesiva
de metal. Como vemos, hay algo de arbitrario en los re­
sultados de las colisiones: a veces un gran satélite, a veces
un planeta superdenso, a veces un planeta tumbado, como
Urano, cuyo eje de rotación está contenido en la eclíp­
tica, el plano que contiene las órbitas de los planetas.
Estos procesos siguen siendo, sin embargo, las mejores
explicaciones para el pintoresco zoológico que es nues­
tro sistema de planetas, al que los impactos darían el «to­
que final».
El análisis de las rocas lunares no delató solamente
el origen del satélite, sino que también nos contó histo­
rias de cuando el Sistema Solar era joven. Por ejemplo,
casi todas las rocas lunares son brechas, es decir, han
sido rotas y soldadas de nuevo por los repetidos impac­
tos. Entre ios fragmentos se ha detectado vidrio (mate­
rial enfriado tan rápidamente que no pudo ordenarse
y formar cristales), cuya edad delata el momento del

23
Hiouraha de la Tierka

impacto que formó la brecha. Pues bien, aunque en la


Luna se encontraron fragmentos de rocas muy antiguas
(la muestra que la prensa norteamericana llamó «roca
del Génesis» tiene 4.440 millones de años), no se ha ha­
llado ningún vidrio de más de 3.920 millones de años de
edad. La explicación más verosímil de esta barrera cro­
nológica es que hace unos 3.900 millones de años la Lu­
na sufrió un intensísimo bombardeo asteroidal, en el
que se formaron las mayores cuencas de impacto, y en
el cual, además, fueron destruidas buena parte de las ro­
cas anteriores.
Este brutal acontecimiento ha recibido los nombres
de cataclismo lunar o Gran Bombardeo Terminal; quizá
el segundo nombre sea el más adecuado, porque difícil­
mente un suceso de esta envergadura pudo afectar sólo a
la Luna. Se ha calculado que más de un 80% de la su­
perficie de nuestro satélite fue destruido por los grandes
cráteres y sus eyecta (fragmentos de roca expulsados en
las colisiones). El periodo de bombardeo violento pudo
durar tan sólo 200 millones de años, o incluso sólo 20.
¿Cuál fue su causa? ¿Quizá alguna colisión gigante en el
cinturón de asteroides, que llenó de fragmentos todo
el Sistema Solar? ¿O quizá una lluvia de cometas como
la que sufre ahora Beta Pictoris? Contra la primera idea
se puede argumentar que, tras 600 millones de años de
evolución, el Sistema Solar debería haber agotado ya su
ración de cataclismos; éste parece un periodo razonable
para que los cuerpos adquieran órbitas «limpias», en las
que no tendrían ocasión de competir entre sí. La hipóte­
sis cometaria tiene la ventaja de que en los arrabales del
Sistema Solar las influencias exteriores (el paso del Sol a
través de nubes de polvo interestelar, por ejemplo) pue­
den ser importantes.

24
En i:t. principio...

Volveremos sobre este punto en el apartado «Tiem­


pos difíciles».

LOS OCÉANOS DE FUEGO

El análisis de las rocas de las blancas tierras altas lunares


reveló otro dato interesante. La corteza lunar era muy
homogénea en su composición: procedía en su totalidad
de la cristalización de un magma, y en ella predominaban
los minerales ligeros, como los feldespatos, que le dan su
color claro. La conclusión más razonable fue que la cor­
teza lunar primitiva era como una enorme escoria de
fundición natural: había flotado sobre un mar de magma
hasta enfriarse y solidifican Quizá la Luna nunca estuvo
fundida en su totalidad, pero al menos su exterior sí lo
había estado2. Ai final del viaje más arriesgado de la his­
toria del hombre, los astronautas habían vuelto con un
vellocino de oro científico: Ja prueba tangible de que los
carros de fuego habían existido en realidad.
¿Era el océano de magma lunar una excepción, o
podrían encontrarse huellas de otros mares fundidos en
los planetas terrestres? La extrapolación parecía razona­
ble, pero, por desgracia, no había pruebas. Mientras que
la Luna no ha sufrido ningún proceso que pueda borrar
de su rostro la huella del fuego, la historia de la Tierra,
por ejemplo, ha sido mucho más tormentosa, de forma
que las evidencias han desaparecido. Sin embargo, y

J 1,0 que se explica por la mayor presión del interior, que dificulta el aumento de
volumen, sin el cual no puede haber fusión. Por el razonamiento inverso, la des­
compresión (por rotura de la corteza, por ejemplo) favorecer! la producción de
magmas.
Biografía de la Tierra

basándose en la presencia de núcleos metálicos en los


planetas, la mayoría de los geoquímicos tiende a admitir
que, durante su formación, Mercurio, Venus, la Tierra y
Marte atravesaron, igual que la Luna, por una fase de fu­
sión generalizada que incluyó un océano de magma.
En la Tierra, el mar de lava pudo tener hasta 1.000
kilómetros de profundidad. Datos recientes indican que
el equivalente terrestre de la «roca del Génesis» lunar,
la primera escoria de nuestro planeta, fue un vulgar
granito. Mientras tanto, como ya se ha mencionado,
los metales (sobre todo eí hierro, que es con diferencia
el más abundante en el Universo) cayeron hasta el cen­
tro del planeta como enormes gotas fundidas; a partir
de entonces la Tierra tuvo un núcleo, que fue solidifi­
cando tan lentamente que aún hoy el 95% de él sigue
estando fundido. Esta zona es la que origina el campo
magnético del planeta, y probablemente la que explica
también una parte importante del calor que llega a la
superficie. Es curioso pensar que, tanto al manejar una
brújula de bolsillo como cuando vemos rugir un vol­
cán, estamos contemplando restos de la energía acu­
mulada en el principio de la Tierra, hace más de 4.500
millones de años.

Años de miles de días

El vaivén de las mareas y su relación con la posición de


la Luna fueron seguramente algunas de las primeras ob­
servaciones científicas realizadas por el hombre. Un he­
cho bastante menos evidente es que la Luna frena la ro­
tación de la Tierra. El mecanismo es en el fondo igual al
de los frenos de ios vehículos, que hacen presión con un

26
E\’ l-i. IPIO...

disco rugoso contra la rueda; la diferencia es que entre la


Tierra v la Luna no hav contacto físico. La atracción de
•r1 r

la Luna crea en la Tierra una protuberancia, que es atraí­


da con más fuerza que el resto del planeta por estar más
cerca del satélite. Al girar la Tierra gira también la ele­
vación, pero la Luna tira de ella (igual que el viento
arrastra una cuerda suspendida de un globo) y al hacer­
lo dificulta la rotación terrestre como el disco del freno
impide el giro de la rueda. El principal efecto de este
juego marcal (típico de un gran satélite, como es la Luna
respecto a nuestro planeta) es el alargamiento de los días
a lo largo de la historia de la Tierra.
Como, por la ley de la conservación de la energía,
esta «cantidad de rotación» o momento angular no pue­
de perderse, este proceso tiene otra consecuencia: el
frenado de la Tierra se convierte en aceleración de la
Luna; y, al girar mis deprisa, la Luna se aleja de la Tie­
rra, Nuestro satélite, por tanto, tiende a escapar; sin em­
bargo, nadie huye eternamente: cuanto más lejos esté,
menor será la elevación producida por sus mareas, menor
el frenado terrestre, y por lo tanto también más lento el
alejamiento lunar. Este proceso es ya insignificante: ac­
tualmente el día sólo se alarga 20 segundos cada millón
de años. Pero, ¿y en el pasado? Por el mismo razona­
miento, la Luna debió de estar mucho más cerca de la
11 erra, las mareas debieron de ser gigantescas, y la Ti erra
girar mucho más deprisa. Según cálculos de Hartmann,
la Luna pudo formarse a sólo unos 25.000 kilómetros
de la Tierra (como comparación, el diámetro terrestre
es de 12.000), es decir, quince veces más cerca que en la
actualidad. Sin duda, un buen espectáculo nocturno. Por
otra parte, y debido a las grandes mareas que esta confi­
guración provocaba, su alejamiento tuvo que ser muy
UuHiRAHA de la Tierra

rápido: en unos cientos de millones de años ya estaría


a la mitad de la distancia actual.
¿Queda alguna prueba de este proceso espectacular?
Sí, y nos llega por una vía inesperada, de la mano de la
paleontología. Esta basada en un hecho sencillo: los co­
rales depositan una fina capa de caliza cada día. Además,
igual que sucede con los anillos de los árboles, este cre­
cimiento es sensible a las variaciones estacionales, de
forma que podemos distinguir la zona aportada entre
dos estaciones cálidas. En suma, los esqueletos de los co­
rales (cuando están muy bien conservados) incluyen un
diario, pero también un calendario anual, A principios
de la década de los sesenta, esta idea se aplicó a los cora­
les actuales, los cuales permitieron averiguar que los
años tienen, en general, 365 días. Indiscutible hallazgo,
pensará el lector. No tan trivial como parece, se puede
responder, ya que estos calendarios vivos tienen la bue­
na costumbre de fosilizan Y cuando hacemos el misino
contaje de días y anos sobre corales antiguos, llegamos a
estimaciones sorprendentes: los corales del Devónico
(hace unos 380 millones de años) exhibían 400 líneas de
crecimiento por año. Otros restos fósiles semejantes pe­
ro más antiguos (550 millones de años) llegan a las 420
líneas.
Como el tiempo que la Tierra emplea en su viaje
anual alrededor del Sol no varía (que sepamos), más días
por año significan, lógicamente, días más cortos: hace
550 millones de años los días sólo tendrían 21 horas.
Más atrás en el tiempo, las extrapolaciones se vuelven
arriesgadas, ya que el frenado mareal de nuestro planeta
no es constante, sino que decrece progresivamente. Y es
muy probable que ni siquiera lo haga de forma homogé­
nea, ya que las variaciones en la distribución de la masa de

28
E n H. HKINCLPE(V„

la Tierra (por ejemplo, la presencia de glaciares) pueden


afectarlo. Se han propuesto velocidades de rotación de
cuatro a cinco horas: en estas condiciones, el año tendría
unos 2*000 tifas* Pero, sin pruebas para avalarla, esta ex­
trapolación espectacular no pasa hoy por hoy de ser una
hipótesis provisional.

Arqueólogos df la atmósfera

Vivimos sumergidos en un océano de oxígeno, un peli­


groso elemento que descompone los tejidos anímales y
facilita las combustiones espontáneas. Si hubiese tan só­
lo un poco más del 20% actual, quizá la vida hubiera si­
do inviable sobre un planeta en el que se prendería una
hoguera cada vez que algún material combustible entra­
se en contacto con el aire. El oxígeno, sin embargo, es
muy poco abundante en el Universo (~0,06%), y por la
misma razón debió de ser un componente minoritario
de la nube protosolar. ¿Cómo ha llegado a formar una
quinta parte de nuestra atmósfera? Tenemos pruebas,
además, de que en la Tierra primitiva no existía oxígeno
libre: las rocas sedimentarias más antiguas (entre 3,800 y
3.000 millones de años) contienen minerales (como piri­
ta, un sulfuro de hierro) que son inestables en presencia
de oxígeno (la pirita de las colecciones de minerales se
forma en filones, en profundidad, aislada de la atmósfe­
ra). Así pues, sabemos que el oxígeno se acumuló des­
pués. La respuesta a la pregunta anterior es que esta at­
mósfera casi incendiaria es hija de la biosfera; un piteo
más adelante profundizaremos en este punto.
La siguiente pregunta es qué clase de aire existía an­
tes de la vida , y en concreto durante lo que los historia-

2*>
Biografía de la Tierra

dores de la Tierra llaman el eón Arcaico3, desde el prin­


cipio hasta los 2.500 millones de años (es decir, casi la
primera mitad de la historia del planeta). Un tiempo tan
largo que justifica el apelativo: eón viene del griego aión,
eternidad...
En mayo de 1968, mientras la última fiebre revolu­
cionaria del siglo agitaba Europa, un grupo de veinticin­
co destacados científicos se reuma en Princeton (Estados
Unidos) para discutir sobre el origen de la vida. Entre
ellos se contaban personalidades tan conocidas como
Cari Sagan, Lynn Margulis y James Lovelock; es decir,
el mayor divulgador científico de la historia y los padres
de la teoría Gaia4. Pero la figura dominante de la reu­
nión era sin duda Stanley Miller, quien había ganado
fama mundial en 1953 cuando, recién terminados sus
estudios de química, había conseguido sintetizar ami­
noácidos (los «ladrillos del edificio de la vida», suelen
llamarse) a partir de una mezcla de amoniaco, metano e
hidrógeno, los gases que se suponía que componían la
atmósfera primitiva de la Tierra. ¿Sobre qué podían dis­
cutir un científico planetario, dos biólogos y un químico?
Precisamente sobre la clase de atmósfera que envolvía la
Tierra hace 4.000 millones de años, la época en la que
surgieron los primeros seres vivos. Los debates fueron
grabados, de forma que podemos reproducirlos fielmen­
te. Oigamos el momento clave:
«Mi punto de vista sobre la atmósfera primitiva es
que hay un trabajo por hacer: sintetizar vida», dijo MiUer.

J La historia de la Tierra se divide en tres periodos o eones: Arcaico hasta los


2.500 millones de años, Proterozoico (^primera vida) entre 2,500 y 550 millones
de años, y Fanerozoieo (-sida visible), desde 550 millones de años hasta la actua­
lidad.
+ Según la cual la biosfera controla e! medio ambiente de la Tierra.

30
K n j - x pRiNCJpm,.,

«Para hacerlo, de una u otra forma, es necesario sinte­


tizar compuestos orgánicos. Y hasta donde yo sé, nadie
ha conseguido nunca producir compuestos orgánicos ba­
jo condiciones oxidantes, o sea, en presencia de oxígeno
o con C02 pero sin hidrógeno. Esto significa que nece­
sitamos condiciones reductoras, o sea hidrógeno libre,
aunque sea en pequeñas cantidades. Y en estas condicio­
nes, las especies químicas estables —al menos a bajas
temperaturas— son el metano, el amoniaco, el nitróge­
no, el agua y el hidrógeno».
Interviene Philip Abelson, un geoquímico especialis­
ta en atmósferas: «Pero había tal flujo de rayos ultravio­
leta de alta energía que cualquier cantidad de amoniaco
(NHj) que se produjese sería inmediatamente destruida.
Además, a temperaturas bajas, los mecanismos de for­
mación de amoniaco son lentísimos. Podríamos poner
hidrógeno al lado de nitrógeno a 25° por toda )a eterni­
dad, y no pasaría nada».
«Lo que no entiendo es por qué sí hay amoniaco en
Júpiter», objetó alguien.
«Yo no estoy hablando de Júpiter», cortó Abelson.
Varios de los problemas centrales de la química y la
biología del siglo XX están resumidos en este rápido inter­
cambio. En 1924, el químico ruso Alexander Oparin pro­
puso que la energía de las descargas eléctricas, actuando
sobre una atmósfera primitiva formada por amoniaco, hi­
drógeno y metano, había producido aminoácidos y otras
moléculas orgánicas. Hacia 1950, las atmósferas planeta­
rias mejor conocidas eran, paradójicamente, las de los pla­
netas más lejanos. La causa era simple: Júpiter y Saturno
están dotados de enormes envueltas de gases calientes,
que proporcionan espectros nítidos, y por tanto son fáci­
les de analizar desde la Tierra. Junto con el hidrógeno y el

31
Bjogkaí-ía Dt I.A Tiekha

helio, los gases más abundantes en el Universo, el amo­


niaco y el metano (CH,) resultaron ser los compuestos
químicos más comunes en los planetas gigantes. Harold
Urey, laureado con el premio Nobel y uno de los quími­
cos más prestigiosos de la época, tomó estas atmósferas,
y específicamente la de Júpiter, como patrón de todas
las del Sistema Solar. Urev fue el director del trabajo de
Stanley Mil ler, quien diseñó su famoso experimento si­
guiendo las ideas de su maestro.
Al hacer esta propuesta, Urey ponía en juego un
concepto básico: ¿Eran todas las atmósferas planetarias
herederas directas de la nebulosa protosolar? Según he­
mos visto, las envueltas gaseosas de los planetas gigantes
sí parecen ser jirones de aquella nube atraídos por los nú­
cleos sólidos de Júpiter y sus hermanos. Ahora bien, ¿se
puede decir lo mismo de la atmósfera terrestre? La res­
puesta a esta pregunta es negativa, y los astrofísicos han
dado con ella estudiando el Sol. Nuestra estrella (cuya
composición se considera semejante a la de la nebulosa
de la que surgió) contiene un millón de veces más gases
5
nobles pesados (neón y kriptón ) que la Tierra. ¿Por qué
estos gases son tan escasos en nuestro planeta? Como es­
tos elementos deben precisamente su denominación a su
repugnancia a mezclarse con otros, no podemos suponer
que hayan desaparecido de escena por procesos químicos
(por ejemplo, formando compuestos que hubiesen preci­
pitado en el fondo marino); además, su elevado peso ató­
mico impide que puedan perderse en el espacio como un
globo hinchado con helio. Así que la única forma de elimi­
narlos es expulsar en bloque todos los restos de nebulosa

* Nada que ver con ta kryptonita de Su pe imán.

32
h PRiVf:rpio...

protosolar que hubiesen podido quedar rodeando a la


'Fierra inicial. El Sistema Solar primitivo era un lugar tan
violento que no faltan mecanismos para justificar esta vo­
ladura: el mismo proceso que dio origen a la Luna tuvo
que expulsar, con más motivo, esos volátiles iniciales. Pe­
ro, aun sin choques, las atmósferas pueden ser eficazmen­
te erosionadas por su gran enemigo, el viento solar, sobre
todo si no están protegidas por un campo magnético que
desvíe las panículas cargadas.
Por lo tanto, todos los gases que rodean a nuestro
planeta (y, sin duda, también a sus vecinos) han surgido
de su interior posteriormente, a medida que los pianete-
simales que lo habían formado se desgasificaban en pro­
cesos de vulcanismo masivo. En la jerga de los geoquí­
micos, ni la atmósfera actual ni tampoco la del Arcaico
(llamada protoatmósfera) son atmósferas iniciales, sino
secundarías. Si esto es así, las emanaciones que surgen
actualmente del interior de la Tierra nos pueden indi­
car cuál fue la composición de la protoatmósfera. Estos
gases volcánicos son sobre todo dióxido de carbono (CO,)
y vapor de agua, con trazas de monóxido de carbono
(CO), hidrógeno y ácido clorhídrico (HCI).
El que el CX), sea el gas predominante en las ema­
naciones volcánicas actuales es uno de los motivos por
los que los partidarios de una protoatmósfera de amo­
niaco y metano llevan años combatiendo a la defensiva.
Pero hay un segundo argumento, más convincente: los
estudios de estrellas jóvenes han permitido reconstruir
la historia inicial del Sol. En su juventud, nuestra estrella
debió de atravesar una corta pero energética fase (llama­
da T Tauri por el nombre de la estrella en que primero
se estudió) en la que habría emitido un torrente de rayos
ultravioleta de alta energía; hace 4.000 millones de años

33
B iografía de la T ierra

este flujo sería aún unas diez veces superior al actual. En


los años sesenta, varios geoquímicos demostraron en sus
laboratorios que, sin una capa de ozono que protegiese la
atmósfera, este baño de energía hubiese descompuesto rá­
pidamente el amoniaco y el metano. Con la tajante frase
con la que cierra la discusión histórica («Yo no estoy ha­
blando de Júpiter»), Abelson marca sus distancias con la
escuela de Urey y Miller: el amoniaco y el metano podían
ser estables en los planetas exteriores, donde la radiación
ultravioleta llega atenuada, pero no en los terrestres, Pa­
ra éstos la mayoría de los especialistas proponían atmósfe­
ras secundarias formadas esencialmente por monóxido y
dióxido de carbono, nitrógeno6 y agua, Una atmósfera a
prueba de rayos ultravioleta, porque los óxidos de carbo­
no tienen enlaces fuertes, resistentes a esta radiación.
Una atmósfera primordial de dióxido de carbono pre­
senta, sin embargo, un serio inconveniente, planteado
ya por Stanley Miller en su intervención: nadie había
conseguido sintetizar (ni lo ha hecho después) moléculas
orgánicas complejas en una atmósfera de C03. Así pues,
esto significa que, si nos atenemos a la protoatmósfera
preferida por los geoquímicos, nos quedamos sin proce­
sos químicos sencillos que expliquen el origen de la vida
en la Tierra. Abordaremos este problema al final de es­
te capítulo.
Sin embargo, el dióxido de carbono tiene sus venta­
jas: por ejemplo, produce un eficiente efecto invernadero,
es decir que deja pasar la radiación solar pero absorbe la
energía reflejada por la superficie de un planeta, que es
sobre todo infrarroja (calor). Una concentración elevada

É E! nitrógeno se considera inicial porque no hay ningún proceso razonable me­


diante el cual este gas inerte pudiese haber sido añadido más tarde.

34
En f.l principio,,.

de C02 hubiera calentado Ja Tierra de forma acepta­


ble, Naturalmente, en este contexto temperatura acep­
table significa temperatura idónea para los seres vivos.
La cuestión de por qué en la Tierra no hace ni de­
masiado calor ni demasiado frío es el centro de la llamada
«paradoja del joven Sol frío», un dilema propuesto en
1972 a la comunidad científica por Cari Sagan y su cole­
ga George Mullen bajo la forma del siguiente silogismo:
—A lo largo de la evolución solar, parte del hidró­
geno se convierte en helio.
—La masa de un átomo de helio es cuatro veces ma­
yor que la de un átomo de hidrógeno. Los choques entre
partículas más masivas desprenden más calor.
—Una estrella más caliente es también más lumino­
sa, por lo que emite más energía.
—Luego el Sol calentará cada vez más, por lo que
tuvo que hacerlo mucho menos (aproximadamente un
30%) al principio de su evolución.
La paradoja consiste en que, según estos datos, toda
el agua de la Tierra tuvo que estar congelada durante la
primera mitad de su historia; sin embargo, desde hace
tiempo se conocen sedimentos de más de 3.800 millones
de años de edad totalmente comparables a los que hoy
se depositan en los fondos marinos. Así pues, la Tierra
inicial no estaba congelada. Y hoy, al cabo de 4.000 mi­
llones de años y con el Sol un 30% más caliente, no está
achicharrada. ¿Cómo lo ha conseguido?

Con termostato incorporado

La respuesta que los propios Sagan y Mullen proponían


para su paradoja era que la especial composición de la

35
BlOÍ. RAFIA 15F. L.\ *l"lERHA

protoatmósfera había dado lugar a un efecto invernade­


ro mucho más intenso que ei actual, con lo que se captu­
raba más calor aunque la radiación solar fuese mucho
más débil. Y proponían al metano como protagonista
del invernadero que salvó a la Tierra del hielo. Después,
cuando los inconvenientes del metano se pusieron de
relieve, otros autores han aceptado la solución Sagan-
Mullen pero con el CO, como gas de invernadero. Para
una elevación eficaz de la temperatura (que nunca pare­
ce haber bajado de 10 °C, como media) haría falta una
concentración de C02 de al menos un 3%. Aunque este
valor es cien veces superior al actual, entra dentro de los
cálculos razonables; algunos geoquímicos proponen que
la protoatmósfera contenía un 20% de Cü2. Esta es
una cantidad más importante de lo que parece, porque
probablemente esa atmósfera primitiva era mucho más
densa que la actual: Ja presión en la superficie pudo ser
de hasta setenta atmósferas.
Sin embargo, esta atmósfera caliente plantea un pro­
blema añadido. Para que el vapor de agua se condense
en lluvia hace falta que el aire esté relativamente frío, co­
sa que actualmente sucede hacia los diez kilómetros de
altura; en cambio, si la atmósfera fuese muy cálida, el va­
por de agua podría subir hasta alturas mucho mayores,
de unos cien kilómetros... un peligroso lugar dominado
por los temibles rayos ultravioleta, que como hemos vis­
to, no se comportan nada amistosamente con los com­
puestos de hidrógeno. Rota la molécula de agua, el lige­
ro hidrógeno escaparía al espacio y, si esta situación se
hubiese prolongado, la Tierra hubiese perdido todo su
vapor de agua, como seguramente le ha sucedido a Ve­
nus. Nuestro planeta seria ahora un desierto ardiente, en
vez de un planeta oceánico. El que esto no haya sucedido

36
F.v n pr[N<,u»io.„

significa que la temperatura en la superficie de la Fierra


nunca superó los 50 °C.
En resumen, la 'Fierra se ha conservado siempre ni
muy caliente ni muy fría, y ello a pesar de que la fuente
de calor ha variado sus prestaciones de forma notable.
;Es que varió también, en paralelo, la concentración de
gas de invernadero? ¿Por casualidad? Demasiada casua­
lidad. ¿Por designio? Esta fue la solución de la teoría Gaia
a la paradoja. Los vegetales absorben CO, en la foto­
síntesis; en una época muy cálida, los bosques avanzan
y esta mayor masa biológica absor i )e más CO„ lo que
disminuye el efecto invernadero: la Tierra se enfría.
La Vi tía (aquí, con mayúscula) cuida la temperatura ele la
casa común.
Los geoquímicos tenían otra solución a la paradoja:
también existe un termostato en las rocas de nuestro pla­
neta. La mayoría de las que forman la corteza están com­
puestas por minerales llamados silicatos. Los silicatos se
forman en general a altas temperaturas (al enfriarse un
magma, por ejemplo), y por lo tamo son inestables en la
superficie. En particular, el agua con CO, atmosférico
ataca las rocas, destruyendo los silicatos v formando car-
•r #

bonatos: en este proceso se consume CO,. En una épo­


ca cálida, los procesos ele ataque de los silicatos se acele­
raran (las reacciones químicas suelen funcionar más
eficazmente a altas temperaturas), lo que consumirá un
exceso de CO,, y por consiguiente provocará un descen­
so de la temperatura.
Saber cuál de los dos termostatos, el vegetal o el mi­
neral, ha sal vatio a la Tierra de ser un páramo he la tío o
un desierto ardiente es una de las grandes preguntas, aún
por resolver, de la ciencia moderna. La primera solución
ha sitio tachada de mística: la diosa Gaia protegiendo el
Biografía de la Tierra

arca de Noé. Lo cierto es que los dos termostatos no son


excluyentes, sino compatibles; y que en este debate esta­
mos aprendiendo que el mantenimiento de condiciones
habitables en un planeta depende de procesos sutiles
y no siempre bien comprendidos.

Tiempos difíciles

Wiiliam Hartmann, a quien presentamos como uno de


los creadores de la hipótesis del gran impacto sobre el
origen de la Luna, no está convencido de que hace 3.900
millones de años un enjambre de grandes asteroides ca­
yese sobre los cuerpos del interior del Sistema Solar. Su
principal argumento contra el Gran Bombardeo Termi­
nal es que habían transcurrido ya más de 600 millones de
años desde el origen del sistema. Las grandes catástrofes,
como la que dio origen a la Luna, habían acabado apa­
rentemente hacía cientos de millones de años. ¿Cómo
explicar este repunte tardío de las colisiones? ¿Dónde
habían estado los impactores durante todo este tiem­
po? Los discos de polvo alrededor de las estrellas jóvenes
duran entre 300 y 400 millones de años; suponemos que
algo semejante sucedió en el caso del Sol. Después, los
procesos más socorridos para explicar la llegada de cuer­
pos extraños a las órbitas de los planetas terrestres son
los choques en el cinturón de asteroides, choques en los
que se producen fragmentos que invaden otras órbitas.
Pero el tamaño y la frecuencia de las cuencas de impacto
lunares requieren docenas de impactores de más de cien
kilómetros de diámetro, y por lo tanto superan con mu­
cho los tamaños típicos, no sólo de los fragmentos pro­
ducidos en las colisiones, sino de los propios asteroides.

38
E\ ll PRtNciPio...

Sin embargo, análisis recientes de vidrios de impac­


to lunares siguen proporcionando tozudamente la mis­
ma edad: nunca más de 3.920 millones de años. Como ya
adelantamos (véase «Nace un satélite»), quizá e! bom­
bardeo terminal fue obra no de asteroides sino de come­
tas; se ha argumentado que Urano y Neptuno pudieron
atraer un enjambre de éstos hacia la zona interior del
Sistema Solar; pero sigue sin haber ninguna explicación
lógica para la cuestión crítica, el tiempo.
En cualquier caso, aunque no entendamos el proce­
so, si podemos formular una pregunta intrigante: ¿Qué
efectos pudo tener el Gran Bombardeo Terminal sobre
los planetas terrestres, y específicamente sobre la Tie­
rra? Considerando que la superficie de nuestro planeta
es catorce veces más grande que la de la Luna, y que su
gravedad es seis veces mayor (lo que supone también
mayor capacidad de atracción de potenciales impacto-
res), se ha calculado que sobre la Tierra debió de caer un
número de asteroides unas 2 5 veces mayor que sobre la
Luna: del orden de un millar de cuerpos de decenas a
centenares de kilómetros de diámetro. Si el bombardeo
hubiese durado tan sólo 20 millones de años, esto signi­
ficaría que nuestro planeta habría sufrido un impacto de
consecuencias globales aproximadamente cada 20.000
años; es decir, una crisis ambiental casi permanente. Si el
periodo bélico hubiese sido más dilatado, habría habido
intervalos de calma del orden de los 100.000 años.
En los últimos años se ha intentado precisar la in­
fluencia que esta tardía lluvia sólida pudo tener sobre
una Tierra en la que la vida estaba intentando asentarse.
Una forma de relacionar estos dos fenómenos es compa­
rar el tiempo necesario para las síntesis químicas que po­
drían conducir a la vida con el intervalo medio de caídas

39
Biografía dk la Tierra

de grandes asteroides. ¿Mientras el primero sea más lar­


go que el segundo, la vida no estará garantizada: para
emplear las palabras de Stanley Miller, el «trabajo por
hacer» —la síntesis de la vida— no podría llevarse a ca­
bo por falta de condiciones laborales. Ahora bien, los
bioquímicos reclaman tiempos entre cien mil y un mi­
llón de años para esta tarea; lo cual, teniendo en cuenta
el ritmo de las colisiones, haría las síntesis difícilmente
viables. ¿Tendría entonces la vida que esperar hasta el fi­
nal del bombardeo? Esta es la respuesta clásica, con la
que todo parece encajar, ya que rocas de 3.850 millones
de años ya presentan indicios biológicos. Un guión im­
pecable: acaba el último chaparrón cósmico y entra en
escena la Vida sacudiendo su paraguas. El problema es
de probabilidad: la de que encontremos preservados in­
dicios precisamente del primer ser vivo que existió en la
Tierra es pequeñísima. En pura lógica, encontrarlos en
rocas de 3.850 millones de años (las rocas sedimentarias
más antiguas, hay que subrayar) significa que la vida em­
pezó en la Tierra hace al menos 4.000 millones de años.
Y aquí nos damos de bruces con un serio obstáculo:
lo que antes llamamos crisis ambiental permanente. Se
han realizado cálculos de la cantidad de energía liberada
en los impactos del gran bombardeo terminal. Su distri­
bución más probable es: 50% en fundir y vaporizar las
rocas de la zona de impacto, 25% radiada al espacio, y
25% en vaporizar agua marina. Este último factor es crí­
tico: esta vaporización masiva (una ebullición, por tanto)
no se limitaría a la zona del impacto, sino que, a partir de
un cierto tamaño del proyectil, se produciría una onda
de choque global que afectaría a toda la Tierra. Los obje­
tos de algo menos de 200 kilómetros de diámetro harían
hervir la zona fótica (los 200 metros más superficiales del

40
En kj. phíncipio...

mar) en todo ei planeta; y un impactor de unos 500 ki­


lómetros pondría en ebullición la hidrosfera terrestre
en su totalidad. Algunos de los efectos de estos choques
térmicos (como tsunamis gigantes y lluvias de ácido ní­
trico producido por la combinación explosiva del nitró­
geno atmosférico) serían casi instantáneos; pero otros
(como una atmósfera de vapor de agua y vapor de roca
a 1.700 °C y 100 atmósferas, que impediría la fotosínte­
sis) pudieron durar cientos o incluso miles de años. Así
que, sin pedir permiso a los operarios, el ralier de la vida
era esterilizado cada cierto tiempo, aparentemente an­
tes de que la cuadrilla bioquímica tuviese ninguna opción
de acabar su trabajo; o, en caso de que lo hubiese hecho,
desbaratando irremisiblemente el producto de aquel.
De este violento guión se deduce que los primeros
intentos de producir vida fueron muy probablemente
frustrados por impactos asteroidales. Podemos dejar vo­
lar la imaginación y pensar en las otras posibles biosfe­
ras, no necesariamente iguales a la presente, que podrían
haber echado raíces en la Tierra. Esta cuestión está rela­
cionada además con uno de los grandes debates sobre el
origen de la vida en la Tierra: el que se refiere al marco
físico de las síntesis prebiótieas. ¿Un charco mareal o una
chimenea hidrotermal en el fondo oceánico? El primer
ambiente es el preferido de la biología clásica: siempre se
recuerda que el mismo Charles Daruin citó expresamen­
te la posibilidad de que la vida surgiese en una zona lito­
ral, en la que la evaporación favorecería la concentración
de los productos de las primeras síntesis. Pero las chime­
neas profundas tienen la ventaja de estar más protegidas de
la esterilización, ya que sólo los impaetores más grandes
desprenderían energía suficiente para hacer hervir tam­
bién el océano profundo. Aunque los cálculos son muy

41
Biografía de la Tierra

toscos, se ha propuesto que hace 4.000 millones de años


la zona fótica podría ser esterilizada cada 900.000 años,
mientras que el mar profundo sólo sería visitado por los
intrusos cada diez millones de años.
Las zonas profundas tienen además, como se verá, la
ventaja de depender menos de la fotosíntesis, por lo que
soportarían mejor la oscuridad posterior a los choques.
En esto se basan muchos investigadores del origen de la
vida para opinar que si ésta tuvo la oportunidad de ori­
ginarse en chimeneas hidrotermales profundas, proba­
blemente lo hizo. Se ha propuesto que, si las síntesis
prebióticas tuvieron lugar en este ambiente protegido,
quizá la vida pudo surgir sobre la Tierra hace 4.400 mi­
llones de años; en cambio, si tuvo que originarse en la
expuesta zona intermareal, no lo habría hecho hasta ha­
ce 3.800 millones de años. En uno y otro caso, los bio­
químicos siguen sorprendidos por la rapidez de un pro­
ceso en teoría tan complejo, y desarrollado además en
unas condiciones ambientales tan traumáticas que algu­
nos han llegado a preguntarse si este chaparrón de roca
pudo ser, de alguna forma inimaginable, biológicamente
beneficioso.
Lo que sí se puede asegurar es que este bombardeo
cósmico contaminó químicamente los planetas interio­
res: los impactores, asteroides o cometas, pudieron traer
nuevos componentes químicos. Agua, por ejemplo. Pero
éste es otro tema, que trataremos a continuación.

La Tierra comienza a escribir su diario de viaje

Cada vez que bebemos un refresco, las burbujas nos re­


cuerdan que el dióxido de carbono es muy soluble en

42
En ül principio...

agua, El mismo proceso debió de operar, aunque a esca­


la global, en la Tierra recién nacida. Los gases que co­
menzaban a acumularse por desgasificación del interior
generaron una densa atmósfera de CO,, vapor de agua y
nitrógeno. ¿Cómo sería esta Tierra primitiva vista desde
una nave espacial? Nada parecido al actual oasis blanco y
azul, sino un planeta ardiente velado por una niebla roji­
za, como ahora lo está Titán, el satélite de Saturno. Y es
el oxígeno el que marca la diferencia: el famoso biólogo
inglés James Lovelock (a quien encontramos antes en el
simposio sobre la protoatmósfera) compara el oxígeno a
la lejía, dos eficaces detergentes destructores de materia
orgánica. Un viajero del tiempo no habría encontrado
muchas diferencias entre la Tierra arcaica y Venus.
Cuando la Tierra estuvo lo bastante fría, el agua,
que es menos volátil que el CO, y el nitrógeno, se con­
densó. Las depresiones se llenaron rápidamente con un
agua ácida (al disolverse, el CO, se transforma en ácido
carbónico) y caliente (entre 30 y 60 °C) debido al eleva­
do calor que aún desprendía la Tierra recién solidificada.
Aunque diluido, un ácido caliente es sin duda un disolven­
te eficaz, por lo que el carbónico arrastró rápidamente
iones de las primeras rocas: el sabor salado del agua ma­
rina no se debe al amargo llanto de los pueblos medite­
rráneos (como propone Joan Manuel Serrat en una inol­
vidable canción), sino a las condiciones químicas de la
Tierra recién nacida.
¿Provienen del interior terrestre todos y cada uno
de los 1.348 kilómetros cúbicos de agua que forman la
hidrosfera actual? La respuesta tradicional es un sí ro­
tundo, aunque una alternativa reciente propone que al­
gunos de los últimos impaetores fueron cometas que
aportaron una parte del agua, o incluso toda. Chris Chyba,

43
Bkxíkaeía r>E la Tierra

un joven científico planetario, ha calculado que si tan só­


lo un 10% de los cuerpos que chocaron contra la Tierra
en su etapa de crecimiento final hubiesen sido cometas,
toda nuestra agua (y también la poca que pueda existir
7
en la Luna ) seria de origen cometario. Una curiosa ma­
teria de reflexión para la próxima vez que tomemos un
baño en el mar.
Los compuestos de carbono podrían haber seguido
la misma ruta. Teniendo en cuenta que se trata de espe­
cies químicas muy volátiles, lo lógico es que se encuen­
tren sobre todo en las zonas exteriores del Sistema Solar
(por la misma razón, en las mañanas de invierno el vapor
de agua se condensa en los cristales de la ventana, y no
8
sobre las mantas de la cama) . La exploración deí Siste­
ma Solar ha demostrado que la proporción de carbono
respecto al resto de los elementos va creciendo con la
distancia al Sol, hasta alcanzar un máximo en los come­
tas: son los compuestos de este elemento, en una con­
centración cinco mil veces superior a la que tienen en la
Tierra, los que dan al núcleo del cometa Halley su color
casi negro. De hecho, el interior del Sistema está des­
provisto de carbono respecto al exterior: por eso, para
explicar por qué Venus y Marte tienen (y la Tierra pri­
mordial tuvo) atmósferas ricas en carbono, el bombar­
deo cometario resulta un mecanismo coherente. Aun así,
la concentración de carbono en la biosfera nos habla de

7 A mitad de la decada de los noventa, la sonda Lunar Prospector obtuvo datos


que ptulían interpretarse suponiendo que en el fondo de algunos cráteres lunares
que no recibían nunca la luz solar se concentraban capas de hielo.
* Los volátiles, como el vapor de agua, pasan a líquidos o sólidos al enfriarse sobre
una superficie a baja temperatura. El exterior del Sistema Solar está más trio que
la zona interna, ío que explica la gran cantidad de hielo en esa zona externa; las
cortezas de los satélites v los cometas son sobre todo hielo.
r

44
KN II (íRINt lPlO...

la ingente tarea química de los seres vivos, que a lo lar­


go de miles de millones de años han conseguido hacer
acopio de grandes cantidades de un elemento tan escaso
en el planeta.
Si los cometas nos pudieron traer agua v carbono,
¿por qué no también aminoácidos o proteínas, las mate­
rias primas de la vida? F.l principal inconveniente de es­
ta atractiva hipótesis es que los impactos generan muy
altas temperaturas, en las que los compuestos orgánicos
no se encuentran en su ambiente ideal. Lo normal sería
que cualquier molécula compleja que pudiese viajar a
bordo de un cometa se fragmentara cuando éste chocase
contra un planeta. Y aunque Chyba y Sagan propusieron
que sólo la mitad de los cometas llegan hasta la órbita te­
rrestre a muy alta velocidad, no todos los autores están
de acuerdo con estos cálculos.
Volvamos al agua. Tanto si es un producto de la des­
gasificación como si es un regalo de los cometas, el océa­
no universal cubrió muy pronto la Tierra, ya que hay
datos que prueban su existencia muy temprana: están
grabados en los granos de un mineral prácticamente in­
destructible llamado circón, que se encuentra como ac­
cesorio en el granito, y cuya dureza le ha convertido en
un auténtico superviviente de los primeros días de la
T ierra. A mediados de ios anos ochenta, investigadores
australianos idearon una nueva técnica para averiguar
no ya la edad de un mineral aislado, sino incluso la de
*

cada parte ti el mineral (como los adolescentes, muchos


minerales crecen por etapas, de forma que su centro es
más antiguo que sus bordes). El aparato que pusieron
a punto se llama microsonda iónica, y lanza chorros
de iones sobre un punto del mineral, del que desaloja
y analiza los átomos. Ahora bien, al formarse el circón

45
Biografía de la Tierra

atrapa átomos de uranio, un elemento inestable9 que se


convierte en plomo a una velocidad que se ha determi­
nado de forma muy exacta. Esta propiedad convierte a
los circones en relojes de precisión, ya que midiendo la
proporción de uranio que queda, y la de plomo forma­
do, sabremos cuánto tiempo ha pasado desde que se ori­
ginó el mineral.
Dado el amor de los anglosajones por las siglas, no
es de extrañar que este instrumento maravilloso haya si­
do bautizado «SHRLMP» (gamba), de Sensitive High-
Resolution Ion MicroProbe (las dos últimas palabras
significan mícrosonda iónica). Se ha dicho que este apa­
rato ha abierto una ventana sobre los años de aprendiza­
je del planeta, y sin embargo sus primeros resultados
fueron recibidos con mucha desconfianza; el geoquí­
mico británico Stephen Moorbath, uno de los mayores
especialistas mundiales en datación de rocas muy anti­
guas, tras conocerse las primeras edades de circones, su­
periores a los4.G00 millones de años, comentaba en 1986:
«Mientras tanto [se confirman por otros métodos los
resultados] intentaré reprimir una pesadilla que me asal­
ta una y otra vez: que SHRIMP obtiene uno de estos días
una edad claramente mayor que 4.600 millones de años
[la edad aceptada para la Tierra]».
Tal catástrofe no se ha producido, y por el contrario
la «gamba» sigue produciendo noticias sobre la Tierra
joven. Por ejemplo, a principios de 2001 un resultado
espectacular de SHRIMP acaparó titulares en la pren­
sa científica: algunos circones de Australia habían sido

v Los elementos que, como el uranio, se descomponen espontáneamente emi­


tiendo partículas y radiación se denominan radiactivos. Las partículas expulsadas
chocan con los átomos vecinos, desprendiendo calor.

4 6
Kn i l principio...

datados en 4.400 millones de años. Los minerales no es­


taban en granitos, sino en rocas sedimentarias. Esto sig­
nificaba que los granitos que contenían los circones se
habían erosionado, y que sus restos habían sido arras­
trados, probablemente por un rio, hasta quedar deposi­
tados en su desembocadura. Y aquí residía el interés de
la noticia; los procesos deducidos (erosión, transporte,
sedimentación) constituyen el triunvirato más clásico
de acontecimientos geológicos. Para que puedan pro­
ducirse hacen falta tierras emergidas (aunque sean de
pequeña extensión) y océanos; descubrir la huella de es­
tos procesos, que son triviales en la Tierra actual, fue to­
do un acontecimiento. La datación de estos humildes
minerales (su tamaño medio rondaba un cuarto de mi­
límetro) significaba también extender a tas primeras
tierras y ios primeros mares una partida de nacimien­
to muy antigua, sólo unas decenas de millones de años
después del origen de la propia Tierra. A su vez, unos
mares tan antiguos proporcionan una base más creíble a
las especulaciones sobre rida anterior a 4.000 millones
de años.
La microsonda iónica ha podido también identificar
la roca más antigua: es un gneis (una roca metamòrfica,
es decir, formada por la transformación a alta presión y
temperatura de otra, en este caso un granito) del norte
de Canadá, cuyos circones comenzaron a formarse hace
3.962 millones de años (el método es tan preciso que el
error de la datación es de sólo ±3 millones de años, o sea
un 0,07%). Es aquí donde hemos encontrado por fin los
restos directos de los primeros continentes. Sin embar­
go, las rocas de edad arcaica forman pequeñas manchas
dispersas por todos los continentes. ¿Por que hay tan
poca corteza antigua?

47
B k ) c ; kaha un la T ierra

Como en la historia humana, las épocas más remo­


tas también son las más difíciles de estudiar, y por los
mismos motivos: los documentos han sido destruidos.
En el caso de la historia humana, a los actos de barbarie,
indiscriminada o intencionada, se han sumado los acci­
dentes: las termitas, el fuego o las inundaciones son los
grandes enemigos de nuestra memoria escrita. Para la
historia de nuestro planeta, si se exceptúa el expolio de
algunos yacimientos de fósiles, el vandalismo no es tan
importante. Pero la Tierra misma es una eficaz planta
recicladora que se alimenta de rocas para fabricar más
rocas; a las variantes de reciclado llamamos también pro­
cesos geológicos. Dicho de otra forma, el depósito de
combustible que aún queda en su interior está tan llene
que la Tierra sigue siendo un planeta muy activo: las
rocas antiguas son destruidas, o deformadas hasta volver­
se irreconocibles. Por ejemplo, las rocas sedimentarias
cambian sus propiedades (v. gr,, los fósiles desaparecen)
cuando son sometidas a altas presiones y temperaturas;
o una roca volcánica es desmenuzada por la acción del
agua y los cambios térmicos.
Así que hay muy buenas razones para justificar la es­
casez de rocas antiguas. Sin embargo, para tratar esta
cuestión en profundidad debemos retroceder hasta prin­
cipios del siglo XX, cuando estaba naciendo ia geología
moderna.

Un profeta rechazado

Nueva York, 1926. La Asociación Americana de Geólo­


gos del Petróleo había convocado una reunión, reservada
a los especialistas, sobre la deriva continental. La idea de

48
Rn 11 primi:ipjo...

que los continentes derivan como balsas de piedra a través


de los océanos había sido lanzada por un tal Alfred We­
gener, un alemán que no sólo no era profesor università“
rio sino que ni siquiera era geólogo, y cuyo único logro
destacado había sido participar en dos expediciones a
Groenlandia, En su libro El origen ik los continentes y oeéa-
nos confesaba además que lo que 1c llevó a recolectar da­
tos para confirmar su teoría fue una intuición que le so­
brevino al comprobar sobre un globo terráqueo lo bien
que encajaban las costas de .Africa y Suramérica. Esta me­
todología fue considerada por el mundo académico co­
mo una afrenta al método científico clásico, que ordena
recopilar datos de forma absolutamente neutral hasta
que éstos compongan por sí solos una hipótesis.
Su teoría llevaba quince años perturbando la tran­
quilidad de los geólogos norteamericanos, que en su ma­
yoría la rechazaban. Sin embargo, todos los grandes ya-
cimientos de petróleo en Norteamérica ya habían sido
descubiertos, y los especialistas se planteaban empezar la
prospección en el mar. Evidentemente, los supuestos de
la búsqueda serían muy distintos según que los océanos
fuesen permanentes o por el contrario fueran surgiendo
y desapareciendo a medida que los continentes se des­
plazaban sobre ellos. Por esa razón fue convocado el sim­
posio. Su moderador era un geólogo holandés de nombre
imponente: Walter van Waterschoot van der Grachr. Es­
tas fueron sus palabras iniciales:
«No nos perdamos en detalles menores: no los resol­
veremos ni siquiera en varias generaciones. Intentemos
en cambio aproximarnos en los principios importantes.
¿Es posible la deriva continental? ¿Existen pruebas de
ella? ¿Da una respuesta verosímil a los muchos proble­
mas que hasta ahora nunca han sido explicados adecua-

49
BKXjRAFIA DE LA T I E R R A

damente? Sería aconsejable que, en la medida de lo po­


sible, nos pusiésemos de acuerdo y no nos negásemos
por más tiempo a considerar siquiera la idea de los des­
plazamientos continentales; creo que, si la tuviésemos en
cuenta como una posibilidad seria, cooperaríamos mu­
cho mejor en nuestra tarea común, que es resolver el
problema de la evolución de la Tierra».
Pero estas constructivas palabras sólo fueron teni­
das en cuenta por algunos de los ponentes. La mayoría,
que incluía a profesores de las universidades más pres­
tigiosas de Estados Unidos, rechazó rotundamente las
ideas de Wegener. Encontramos una muestra represen­
tativa de sus argumentos en el párrafo con el que Bailey
Willis, profesor emérito de la universidad californiana
de Stanford, cerró su alocución:
«Cuando consideramos la manera en la que se pre­
senta la teoría encontramos: que el autor no ofrece prue­
bas directas de su verosimilitud; que las pruebas indirec­
tas reunidas a partir de la geología, la paleontología y la
geofísica nada prueban; que, al buscar los argumentos de
estas ciencias conexas, se han seleccionado los que po­
drían apoyar la teoría mientras que se han ignorado los
hechos y pruebas contrarios a ella. De esta forma, da la
impresión de que el libro ha sido escrito más por un abo­
gado que por un investigador imparcial. Pero importa
muy poco lo que pensemos de esta teoría; el futuro la tra­
tará con imparcialidad, de acuerdo con el principio de que
la verdad sobrevive sin ayuda».
No es difícil adivinar una intención despectiva en es­
ta última frase, que, sin embargo, se convirtió en una de
las grandes verdades del simposio: el tiempo —cuarenta
años escasos— hizo justicia al meteorólogo alemán. Lo
cierto es que bajo estas posturas defensivas se adivina el

50
F,n n pkivciplo...

miedo: si YVegener tenía razón, había que olvidar casi to­


da la geología construida desde mediados del siglo XIX, y
comenzar de cero10. Y sin embargo, y a pesar de todas
estas reticencias, pocas décadas más tarde las ciencias de
la Tierra se reorganizaron en torno a la idea de los des­
plazamientos continentales. Alíred Wegener no pudo ser
testigo de su triunfo, porque sólo cuatro años después de
la reunión de Nueva York moría en su tercera expedición
a Groenlandia, al perderse en el hielo tras llevar víveres a
una estación aislada en el centro del casquete glaciar. Su
epitafio reproduce un fragmento de un antiguo poema:
«La materia pasa, las estirpes se suceden, tú mismo has
muerto como ellas. Sólo conozco una cosa que no mue­
re nunca: la memoria de una muerte gloriosa».

Y, SIN EMBARGO, SE MUEVEN

En 1964 se celebra en Londres un Congreso Internacio­


nal de Geología. El geofísico británico sir Edward Bu-
Uard demuestra el poder de una herramienta científica
emergente: gracias a los ordenadores, su equipo ha po­
dido comprobar la intuición de Wegener, al encajar ma­
temáticamente los bordes de los continentes que rodean
al océano Atlántico. Un ajuste casi perfecto, y un golpe
de efecto mortal para la doctrina que defendía la inmo­
vilidad de los continentes y los océanos.

1(1t'n 1859, el geólogo norteamericano Ja mus Hall publicó su teoría del ¡reos in­
clinai, en la que argumentaba que las montañas se formaban debido al levanta­
miento de sedimentos depositados en los bordes de los continentes. Aunque nadie
pudo nunca esplicar de forma creíble U causa de estos levantamientos, I3 teoría
del geosínclínal reinó sin oposición durante un siglo, hasta que fue destronada
por la versión moderna de las ideas de \ Vegcn er.

51
lÍKKiKAfÍA DE J..Y Ti E R R A

Por su parte, persiguiendo el petróleo, los oceanó­


grafos han descubierto unos fondos marinos llenos de
sorpresas. Las dorsales oceánicas son grandes desgarro­
nes sumergidos, zonas donde se crea el propio fondo del
mar, separando los continentes al hacerlo. Las misterio­
sas trincheras (o fosas) oceánicas parecen zonas donde se
zambulle el fondo marino, que vuelve al interior de la
Tierra como una escalera mecánica que desaparece en el
interior del mecanismo. Y hasta los terremotos coope­
ran, ya que permiten detectar movimientos a gran pro­
fundidad: los continentes y los fondos oceánicos sólo
son pasajeros del movimiento global de la Tierra. Como
una gran olla de caldo hirviendo, nuestro planeta se
mueve para expulsar el calor que acumuló en su forma­
ción, y el que la radiactividad ha seguido produciendo
después.
Sigue una época febril: entre diciembre de 1967 y
septiembre de 1968, los descubrimientos se suceden y se
publican a ritmo frenético, a veces semanal. La oposi­
ción cerrada de los geólogos norteamericanos de princi­
pios de siglo se ha convertido, curiosamente, en pasión
por la deriva continental, porque esta revolución cien­
tífica es esencialmente angloamericana. Los grandes
equipos de investigadores en geofísica y oceanografía en
Inglaterra (la Universidad de Cambridge) y Estados
Unidos (el Laboratorio Scripps en California, el Ob­
servatorio Lamont-Doherty en Nueva York, y la Uni­
versidad de Princeton, en Nueva Jersey) entablan una
encarnizada lucha por ser los primeros en redefinir la
geología. Se empieza a entrever un nuevo planeta dinámi­
co, ni uno solo de cuyos átomos (desde las nubes hasta el
mismo centro de la Tierra) tiene un momento de repo­
so. La teoría que explica este planeta redescubierto tiene
ün f.i. phinumu,..

al principio un nombre provisional: se la denomina nue­


va tectónica11 global, y poco después tectónica de placas,
ya que su descubrimiento central es que la capa externa
rígida del planeta (litosfera) se divide en placas que inte-
ractúan entre sí.
Años después, uno de los protagonistas de esta etapa
crítica (William Menard, un oceanógrafo californiano)
la describió en un libro que llamó Los océanos de la verdad.
El título alude a la famosa frase que Isaac Newton pro*
nuncio poco antes de morir: «No sé qué pensarán de mí
los siglos posteriores: yo me veo a mí mismo como un
niño que, jugando en la playa, se alegró al hallar una
concha más bonita que las demás, mientras el océano de
la verdad yacía ante mí sin que yo pudiese comprender­
12
lo ». Una confesión de humildad especialmente enco-
miable en una persona de habitual tan poco humilde co­
mo fue Newton. Tiene además este título una segunda
connotación: los estudiosos de la Tierra habían intenta­
do comprenderla analizando sólo los continentes, es de­
cir, la tercera parte de la superficie del planeta, pero sin
apenas conocer las zonas sumergidas. No es de extrañar
que se equivocasen. Los océanos (aunque también el in­
terior de la Tierra, revelado por las ondas sísmicas) pu­
sieron al descubierto un planeta bien distinto del que
habían defendido los adversarios de Alfred Wegener en
Nueva York en 1926.

11 Tectónica (del griego tektos, constructor) es la rama de las ciencias de la Tierra


que estudia los procesos de deformación de las rocas.
J2 En 1980, Cari Sagan volvió a utilizar la misma imagen en un capítulo de su obra

Cosmos titulado ^En la orilla de! océano cósmico»: al comenzar a explorar su ve­
cindad planetaria, el hombre actual acaba de mojar tímidamente ia punta del pie
eu el agua de un océano del que desconoce casi todo.

53
B iocraf U jjk la T ierra

La nueva Tierka

Como las catedrales de la Edad Media, las grandes teo­


rías científicas crecen a impulsos, y varían a veces nota­
blemente (complicándolos, en general) sus diseños ini­
ciales. La tectónica de placas es un buen ejemplo de este
tipo de evolución, ya que su versión de los años sesenta
difiere bastante de la actual; pero no nos detendremos
en estos cambios, porque para un viajero del tiempo lo
único interesante es comprender cómo funciona (o cree­
mos que funciona) la Tierra actual, y así intentar luego
explicar su historia.
Hablar del «funcionamiento» de la Tierra no es al­
go casual sino intencionado: forma parte de la tradición
científica llamada mecanicismo, en la que se descom­
pone un sistema complejo en sus partes fundamentales
para entender las reglas por las que se rige. Desde este
punto de vista, la Tierra puede compararse a un motor
cuyo combustible es la energía depositada en su inte­
rior por los planetesimales que la formaron, más el ca­
lor desprendido por los elementos radiactivos. Todo el
interior del planeta está, como adelantamos, en movi­
miento, y equivale por tanto a las bielas y pistones de
un motor de explosión; las placas lítosféricas (continen­
tes + fondos oceánicos) son equiparables a las ruedas, las
partes móviles visibles desde el exterior. Los terremotos
son como el traqueteo de cualquier motor al mover­
se; éste no parece estar especialmente bien engrasado.
Y evidentemente los volcanes deben ser el tubo, múlti­
ple, de escape.
La Figura 1 ayuda a visualizar esta imagen. Tanto
el núcleo metálico (fundido en su parte exterior) como el
manto rocoso están animados por el movimiento llamado

54
Ex 1L t'HJNUHO,.,

océanos (por ejemplo, las islas Hawai) como en los con­


tinentes (la meseta basáltica del Decán, en la India).
—La destrucción de litosfera. Sucede en las llamadas
zonas de subducción (ver de nuevo la Figura 1), donde
el fondo oceánico se hunde a través del manto, hasta el
mismo núcleo, 2.900 kilómetros más abajo (por lo tanto,
constituyen el «flujo de retorno» de los puntos calien­
tes). Al descender, algunos minerales son comprimidos y
su densidad aumenta. Este peso añadido actúa como un
ancla sobre el resto de la placa, tirando de ella: por eso se
mueven los continentes.
—Cadenas de montañas (orógenos, Figura 3). En la
subducción se producen dos efectos: calor y compresión.
El calor (que se debe a la fricción y a la propia compre­
sión) se transmite hacia arriba, produciendo magmas,
que llegan a la superficie (volcanes) o se solidifican hacia
los diez o veinte kilómetros de profundidad (plutones).
Al enfriarse los magmas, se forman rocas como andesitas
(volcánica) y granitos (plutónica): unas y otras forman la
corteza continental, de baja densidad. Además, la placa
que subduce comprime el borde continental, deformán­
dolo (pliegues, fallas) y engrosándolo. Al engrosarse, es­
ta corteza ligera elevará su línea de flotación: por eso se
levantan las montañas, algo que nunca pudo explicar la
teoría del geosinclinal. Sin embargo, el máximo levanta­
miento de las montañas se produce cuando otro conti­
nente llega a la zona de subducción. El choque de los
dos continentes produce un orógeno de colisión (Figu­
ra 3c), como el Himalaya o los Pirineos.
—Dorsales oceánicas. Son los relieves submarinos
descubiertos en los años sesenta, y las zonas más jóvenes
de los océanos. Grandes fallas se abren en el fondo oceá­
nico a medida que las placas son arrastradas por la sub-

57
KN H PRJ!\ r í;IPI(>.„

ducción. Por estas grietas (también denominadas con la


palabra inglesa rifts) surge material fundido del interior: a
veces proviene de puntos calientes, y otras se forma a cau­
sa de la propia descompresión que produce la fractura. En
conjunto, las dorsales son zonas de creación de litosfera,
que compensa a la que se destruye en la subducción.

Las pruebas a favor de ia nueva Tierra

Algunas de las pruebas que se esgrimen para demostrar


la realidad de la tectónica de placas son las mismas que
propuso Wegener: por ejemplo, el encaje de los conti­
nentes. Este no es tan sólo una cuestión de geometría, ya
que también las estructuras geológicas (como los oróge-
nos) continúan a uno y otro lado de los océanos, como
las tarjetas de visita rotas que sirven de contraseña en las
películas de espías. También los fósiles que hallamos en
continentes hoy muy separados sirven corno testigos de
su anterior unión. La mayoría de los argumentos a favor
de esta teoría, sin embargo, son nuevos:
—Distribución de los sedimentos oceánicos. Las dor­
sales, el lugar donde teóricamente se crea corteza oceáni­
ca, no están cubiertas por sedimentos, lo que confirma su
juventud. En cambio, en las zonas de subducción, enor­
mes masas de sedimentos se resisten (a causa de su baja
densidad) a subducir, y se adosan al continente, defor­
mándose y mezclándose con rocas del manto y con otras
volcánicas del fondo oceánico. El conjunto se denomina
prisma de acreción. Las ofiolitas son prismas de acreción
antiguos, incorporados va a los continentes,
—Edad de la corteza oceánica. Confirmando lo ante­
rior, se han podido medir las edades máximas de la cor-

59
ÜJOtí RAFIA l)t [-A T sf . rra

reza oceánica en los lugares más lejanos a las dorsales, y


edades menores de un millón de años en éstas. Las eda-
des máximas son, además, de sólo unos 180 millones de
años, lo que significa que únicamente el 7% de la histo­
ria de la Tierra está registrado en los océanos. Así pues,
el fondo oceánico se renueva, como predice la teoría.
—Bandeado magnético. AJ formarse, los minerales
de hierro se magnetizan, como pequeñas brújulas, en la
dirección del campo terrestre. Las rocas volcánicas del
fondo oceánico, que contienen estos minerales, tienen la
curiosa propiedad de presentar bandas alternantes para­
lelas a las dorsales, con máximos y mínimos de magnetis­
mo. La explicación es que el fondo oceánico, al formarse
en las dorsales, adquiere la magnetización del campo te­
rrestre, que (por causas aún desconocidas) cambia de
polaridad cada cierto tiempo’5. Por eso, si medimos el
campo magnético actual junto a una roca de igual pola­
ridad, los dos se sumarán y tendremos un máximo; en
caso contrario, se restarán y habrá un mínimo. El fondo
oceánico se ha comparado a un código de barras, un re­
gistro en código binario (norte/sur) de dos historias dis­
tintas: la del campo magnético y la de la evolución de las
jP +

cuencas oceánicas.
Paleomagnetismo, En el momento de su forma­
ción, cada pequeña brújula marca la dirección de los po­
los magnéticos. Ahora supongamos que un continente se
rompe en varios más pequeños; cada fragmento seguirá
un camino distinto (alguno puede girar, por ejemplo), lo
que desorientará las pequeñas brújulas fósiles. En cada
momento de la historia parecerá que había tantos polos

Sí el viajero del tiempo hubiese llegado a la Tierra hace mi millón de años, su


brújula hubiese apuntado hacia (I Sur.

60
R\ M. M í I n í í PIO

Norte magnéticos como continentes. A no ser que se


proponga un campo magnético con docenas de polos
Norte (y otros tantos Sur, claro), hay que aceptar el mo­
vimiento de ios continentes.
“Anomalías paleoclimáticas. Glaciares en el Sahara,
sales (clima árido y cálido) en el norte de Canadá... Las
rocas que están donde no deben solamente pueden en­
tenderse si aceptamos que los continentes se han movido.
Por último, hoy disponemos de la prueba definitiva,
que Wegener buscó pero no pudo conseguir por falta de
tecnología adecuada: la medición directa de los movi­
mientos continentales. Valiéndose de satélites especiales
que reflejan la luz de proyectores láser, los científicos
han medido los desfases de las ondas causados por los
movimientos de las placas litosféricas. Los primeros re­
sultados se obtuvieron en 1990, y supusieron una con­
firmación espectacular de las predicciones de la teoría.
Desde entonces, se puede decir que la tectónica de placas
ha sido confirmada con una garantía estadística del 95%,
que es el porcentaje medio de coincidencia de las me­
diciones.
Este punto es el adecuado para una pequeña re­
flexión sobre las diferencias entre la vieja y la nueva
geología. La teoría del geosinciinal dominó esta ciencia
durante más de un siglo (exactamente de I 859 a 1964)
a pesar de lio poder responder a cuestiones tan básicas
como el origen de las cadenas de montañas. En cam­
bio, tan sólo pasaron 26 años entre la definición de la
tectónica de placas y su confirmación cuantitativa. La
gran diferencia es que esta última teoría hacía predic­
ciones mimericas: tal continente se movería en tal sen­
tido, y lo haría a determinada velocidad. Naturalmen­
te, estas predicciones eran extrapolaciones de lo que los
H l o e ; R A R A UK L A T l K H K A

geofísicos habían averiguado sobre el pasado del plane­


ta, De este matrimonio entre geología y física surgió la
nueva Tierra.

De vuelta al Arcaico

Repitamos ahora la pregunta que nos hacíamos en el


apartado «La Tierra comienza a escribir su diario de via­
je», pero con una pequeña variación: ¿por qué hay tan
poca corteza arcaica? Además de los conocidos procesos
de reciclaje de rocas, ¿podría ser que la corteza creada en
la primera mitad de la historia de la Tierra hubiese sido
también destruida por subducción? Hace pocos años, es­
ta última pregunta no sólo no podía responderse, sino
que además carecía de sentido. En la tectónica de placas
clásica, la corteza continental, a causa de su baja densi­
dad, no subduce; sin embargo, cada vez hay más indicios
de corteza continental cuyos minerales de alta presión
indican que ha «bajado a los infiernos» (o más bien al
Purgatorio, ya que ha vuelto a la superficie). Aunque es
la corteza oceánica la que experimenta sistemáticamente
subducción, fragmentos de la continental también pue­
den ser arrastrados. En todo caso, ¿había tectónica de
placas en el Arcaico?
Euan Nisbet, un pastor de la Iglesia presbiteriana
que es además uno de los grandes especialistas en el eón
más antiguo, escribía en 1985, sin duda recordando la
térra incógnita de los mapas renacentistas, decorada con
dragones, que «mientras que los tiempos recientes [los
últimos 600 millones de años] son el territorio de ia tec­
tónica de placas, en el Arcaico subsiste aún una malsa­
na fauna de bestias fabulosas que se esconden de la luz

62
EX £L PRINCIPIO...

de la nueva geología». Veamos cuáles son las diferencias


(también hay algún parecido) entre la Tierra arcaica y la
actual:
—Una atmósfera distinta, sin oxígeno libre (aunque
tampoco reductora) pero que generaba un efecto inver’
nadero muy superior al actual y que compensaba la de­
bilidad inicial del Sol.
—Una hidrosfera moderadamente más cálida que la
actual (30-60 °C), y medio ácido. Eso podría explicar
la ausencia de calizas* .6

—Una Tierra que conservaba aún mucho del calor


inicial. Esto significaría un manto más caliente que ahora,
y por lo tanto más fluido: la circulación convectiva sería
más rápida. Significaría también magmas más calientes
que los modernos. Unas lavas ricas en magnesio que só­
lo existen en el Arcaico, las komatiitas, tienen minerales
que indican que fueron emitidas a 1.600 °C. Las lavas
basálticas, las más comunes en la Tierra actual, sólo al­
canzan los 1.200 "C.
Las formaciones más típicas de la corteza continen­
tal arcaica eran conjuntos de rocas volcánicas y sedimenta­
rias no muy metamorfizadas, que formaban bandas lla­
madas «cinturones de rocas verdes» (por el mineral
clorita, de este color, que se forma en el metamorfismo
ligero).
Había también enormes cantidades de minerales de
hierro: de hecho, ésta es la fuente de casi todo el hierro
que explotamos. Son las formaciones bandeadas de

Rocas sedimentarias formadas sobre todo por el minerai calcita, de formula


carbonato càlcico (CaCO,). En la Tierra actual, Ja mayoría de las calizas se depo­
sita por influencia de los seres vivos. En medio ácido se disuelven, en lugar de
precípi tar.

63
Biografía de la Tierra

hierro, llamadas así porque este elemento, en forma de


óxidos, alterna con sedimentos ricos en sílice. Estas
formaciones se generaron en volcanes submarinos pro­
fundos pero se depositaron como sedimentos en plata­
formas continentales, o sea en fondos marinos some­
ros. Su interés científico (que se suma al económico)
reside en que reflejan una atmósfera y una hidrosfera
sin oxígeno libre. El razonamiento es el siguiente: si el
agua de los mares arcaicos hubiese contenido oxígeno
disuelto, el hierro (que tiene una fuerte tendencia a
formar óxidos) se hubiese combinado con él nada más
surgir de los volcanes, para depositarse después sobre
la corteza oceánica. Por el contrario, si pudo llegar di­
suelto a las plataformas continentales es porque en el
mar profundo (y, por extensión, en el resto de los ma­
res y en la atmósfera) no había oxígeno con el que
combinarse. En las plataformas continentales, el hierro
disuelto se encontró con bacterias fotosintéticas (fosili­
zadas a veces en las capas de sílice) que le cedieron el
oxígeno que segregaban: esta precipitación masiva cons­
tituyó los actuales yacimientos.
Esto es lo que los especialistas en fabulosas bestias
arcaicas han podido reconstruir en una primera aproxi­
mación. Dibujado el cuadro general, acerquémonos a
ver algún detalle de interés. Probablemente el mejor lu­
gar del mundo para esta inspección sea el distrito de
Isua, en Groenlandia, un cinturón de rocas verdes que
contiene rocas volcánicas y sedimentarias y que, por la
excelente conservación de sus afloramientos, algunos
geólogos han llamado «el paraíso arcaico». Allí, en el ex­
tremo de una isla frente a la costa, aflora un nivel de hie­
rro bandeado de unos tres metros de espesor cuya edad
es superior a 3.850 millones de años. Otras rocas cerca-

64
K.N I I I'KIN'CIIMM...

ñas parecen turbiditas, es decir, sedimentos depositados


por corrientes de turbidez, avalanchas densas de partícu­
las que descienden por el fondo oceánico hasta las lla­
nuras abisales. La existencia de sedimentos profundos
alternando con rocas volcánicas ha llevado a diversos in­
vestigadores (por ejemplo, el groenlandés Alinik Rosing,
del Museo Geológico de Copenhague) a proponer que
estas rocas forman parte de una ofiolita, es decir, un an­
tiguo prisma de acrcción.
Recordemos que un prisma de acrcción se forma
por aplastamiento contra el borde continental de parte
de tas rocas de una placa litosférica que ha llegado has­
ta una zona de subducción. La conclusión es que en la
Tierra existían placas litosféricas que subducían hace
unos 3.900 millones de años. Es decir, tectónica de pla­
cas. ¿Exactamente igual que la actual? 1 lasta hace unos
pocos años se solía decir que las placas litosféricas del
Arcaico tenían que ser más plásticas que las de hoy, co­
mo consecuencia del mayor flujo térmico. Sin embargo,
la existencia de diques y de grandes fallas (datos ambos
que implican rigidez de la corteza) de edad arcaica ha
convencido a la mayoría de científicos de que esta tec­
tónica de placas inicial era idéntica a la presente. Ade­
más, en Isua se han descubierto rocas de hasta siete eda­
des distintas entre 3.900 y 3.600 millones de años, lo
que se ha interpretado como una serie de choques de
arcos insulares contra el borde continental (como los
ilustrados en la Figura 3). Hoy se piensa que los cintu­
rones de rocas verdes representan los arcos de islas del
Arcaico.
Suráfrica y Australia completan con Groenlandia la
trilogía de los paraísos arcaicos. Dos paraísos lejanos...
en la actualidad. Según una arriesgada hipótesis propues-

65
Biografía oe laTierka

ta a principios de la década de los noventa por Alfred


Króner, un científico de la Universidad de Maguncia
(Alemania), las curvas paleomagnéticas de las zonas más
antiguas de los dos continentes (Kaapvaal, en Suráffica,
y Pilbara, en Australia) coinciden durante casi todo el
Arcaico, de lo que dedujo que las dos regiones fueron
una sola durante buena parte de este eón. Investigacio­
nes posteriores han apoyado esta idea. El supuesto con­
tinente de VaalBara (nombre formado con una sílaba
de la primera región y dos de la segunda) habría existi­
do entre 3.600 y 2.700 millones de años, lo que lo con­
vertiría en el continente más antiguo reconstruido. Sin
embargo, un dato discordante ha surgido de esta hipóte­
sis: puesto que las curvas paleomagnéticas permiten ave­
riguar las distancias recorridas por los continentes, una
simple división por el tiempo empleado en el viaje (que
obtendremos de la edad de las rocas) permitirá deducir
i a velocidad de crucero. Kroner ha calculado así que
VaalBara viajó a una velocidad media de 1,7 cm/año, se»
mejante a la velocidad a la que se abre el Atlántico en la
actualidad, y que contradice la teoría según la cual en el
Arcaico los movimientos del manto debían ser más rápi­
dos que los actuales y, por lo tanto, mayor la velocidad
de las placas. Es evidente que este problema tiene varias
soluciones sencillas: o bien los continentes no viajaron
en línea recta, o bien pudieron detenerse a descansar en
el camino.
Proyectos internacionales en marcha intentarán dis­
persar estos últimos monstruos de la selva arcaica. Entre
otras cuestiones aún sin precisar están las siguientes:
¿Representan todos los cinturones de rocas verdes arcos
insulares, o hay variantes significativas? ¿En qué tipo de
corteza se depositaron los primeros sedimentos? ¿Cuál

66
era la composición del agua de mar hace 4.000 millones
de años? ¿En qué condiciones se formaron las komatiitasr
¿Podemos esperar encontrar granitos de 4.400 millones
de años, como los circones de Australia? Y una especial­
mente intrigante: ¿Por qué no encontramos brechas
de impacto entre las rocas de más de 3.800 millones de
años? En efecto, todas las rocas lunares de esta edad
llevan las cicatrices del gran bombardeo terminal. ¿Por
qué no las terrestres? ¿Quizá no son representativas, o
de alguna forma fueron protegidas de las colisiones?
¿O tal vez hay algo equivocado en nuestras reconstruc­
ciones?
El estudio de estas cuestiones se enmarca en un mé­
todo de trabajo muy específico de la geología, que es el
actualismo. El actualismo nos permite deducir las condi­
ciones del pasado a partir de comparaciones con el pre­
sente: por ejemplo, deducimos que las rocas de Isua son
una ofiolita por comparación con los prismas de acre-
ción actuales. Pero los procesos que no permiten com­
paraciones por no suceder ya en la Tierra actual quedan
fuera del dominio del actualismo. Hov no se forman ko-
V

mabitas, ni hay una densa atmósfera de CO,, ni chocan


planetas contra la Tierra. ¿Con qué bases podemos en­
tonces reconstruir el pasado, tanto el semejante al pre­
sente como el distinto de él? Lo haremos con una mez­
cla de actualismo y extrapolaciones osadas, algunas de
las cuales caen de lleno en una metodología que ha sido
duramente criticada en todos los libros clásicos de geo­
logía: el catastrofismo, teoría que intentaba explicar lus
procesos geológicos como sucesos en los que se libe­
raban cantidades ingentes de energía. Algunas propues­
tas catastrofistas (como el hundimiento de continentes
enteros) han pasado a la selva fabulosa de Nisbet, pero

67
BfrtGRAFÍA Í>F. LA TIKKKA

otras, como las colisiones, se han convertido en elemen­


tos respetables de la geología.
De todas las cuestiones pendientes sobre este pri­
mer acto de la historia del planeta destacaremos, por sus
muchas implicaciones, la aparente tranquilidad cósmica
de las primeras rocas: su carencia de huellas de impactos
afecta a un tema tan crítico para unos seres vivos pen­
santes como es el origen mismo de la vida.

A PESA» DE TODO, LA VIDA ASOMA

El origen de la vida en la Tierra es quizá el más inter­


disciplinar de los temas científicos, ya que, además de
la propia biología y su rama bioquímica, interesa a la
astronomía y a la geología, sin olvidarnos de la filosofía.
Pero Jo que lo convierte en uno de los más arduos pro­
blemas de la ciencia moderna no es su carácter de mo­
saico, sino su lejanía en el tiempo y su categoría de hecho
único. Esto último, un problema común en las ciencias
de la Tierra, queda de relieve cuando nos pregunta­
mos, por ejemplo, sí las proteínas, o el carbono mismo,
son imprescindibles para la vida, o tan sólo son las va­
riantes elegidas (de entre muchas posibles) por la vida
en este planeta. Más enigmática aún es la posibilidad
de que existan otros sistemas de transmitir información
distintos a los ácidos nucleicos17, el código genético que
el hombre comparte con los mirlos, los álamos y las
bacterias.

17 Moléculas producidas por ios seres vivos, que contienen los mecanismos de Ea
herencia y las instrucciones para producir proteínas. Se llaman así por concen­
trarse en el núcleo de la célula.

68
K\ M PRINCIPIO,

Algo parecido sucede con el interv alo de tiempo nece­


sario para que lo vivo aparezca en un planeta (por cierto,
¿es imprescindible un planeta?): ni) sabemos si el apre­
suramiento con el que se aposentó la vida en la Fierra es
un rasgo casual o necesario. La ciencia moderna está po­
niendo cerco a esta cuestión fundamental, pero es im­
portante evitar pensar que nuestro planeta es el modelo
biológico universal. Por ejemplo, en un artículo recien­
te, ('hristopher AlcKay, un especialista en la búsqueda
de vida en Alarte, planteaba ios siguientes requisitos mí­
nimos para la vida:
— Una fuente de energía, normalmente luz solar.
— Carbono.
— Agua líquida.
— Algunos otros elementos, como nitrógeno, fósfo­
ro o azufre.
Es evidente que con estas premisas difícilmente se
podrá encontrar en Alarte una vida que no sea exacta­
mente igual que la terrestre. FJ tiempo dirá si estas bús­
quedas geocéntricas tienen o no sentido. Lo que parece
claro es que no podremos despejar nuestras iludas hasta
que no encontremos otra biosfera. Si alguna vez creemos
haberlo conseguido, ¿cómo sabremos que estamos ante
un sistema vivo? Definiciones como la de Francis Crick,
uno de los descubridores del ADX («La vida parece ser
casi un milagro, tantas son las condiciones que debieron
cumplirse para ponerla en marcha»), no son realmente
muy útiles, salvo para valorar la dificultad de la tarea.
Otras, como «La villa es información [contenida en los
ácidos nucleicos] replicable [mediante proteínas] al abrigo
de una membrana», aunque son ultra precisas, no nos ayu­
darían mucho en la búsqueda porque, ¿cómo saber, por
ejemplo, el tiempo típico de replicación? Un explorador
Biografía nE la Tierra

espacia] podría quedarse perplejo durante años ante un


liquen alienígena. Una tercera posibilidad, «La vida es
desequilibrio, e imprime en el ambiente las huellas de
ese desequilibrio», del belga Christian de Duve, resulta
mejor sin duda: por lo menos ya sabemos que debemos
buscar moléculas complejas o concentraciones anómalas
de elementos o de sus isótopos. Así estamos reconstru­
yendo la vida en el principio de la Tierra, y así nos pre­
paramos para buscarla en otros mundos.
Esta fortaleza formidable se puede asaltar por dos
vías: el laboratorio y la Naturaleza. El punto de parti­
da inevitable de la vía experimental es el ya comenta­
do18, y famoso, ensayo de Stanley Miller, que, aunque
impecable desde el punto de vista de su diseño, estaba
basado en unas ideas erróneas sobre la composición de
la protoatmósfera; sin duda merece quedar registrado
en la historia de la ciencia, pero siempre que se aclare
que sus supuestos entran en contradicción con las hipó­
tesis actuales sobre la Tierra primitiva. Como advertía
el propio Miller, si se repite el experimento empleando
los gases que creemos que formaban la protoatmósfera
(C02, N2, H20) no se forma ningún aminoácido. Sin
embargo, todo el mundo está de acuerdo en que no po­
demos sintetizar proteínas, las factorías de la materia or­
gánica, sin aminoácidos; lo que nos conduce a una difícil
situación, para la cual, afortunadamente, se ha encontra­
do una elegante respuesta que veremos en el apartado
siguiente.
Además de este problema básico, la síntesis de ami­
noácidos que consiguió Miller en 1953 se ha revelado,
medio siglo después, como un callejón sin salida: los

18 En el apartado «Arqueólogos de la atmósfera».

70
E n tL PRINCIPIO..,

experimentalistas no han podido sintetizar ni proteínas


de estructura típica ni ácidos nucleicos, los pasos obli­
gados en la tarea de reconstruir vida en d laboratorio.
De hecho, esta vía ha dejado prácticamente de mencio­
narse en la literatura especializada, a pesar de lo cual
Miller sigue protagonizando todos los debates sobre el
tema. Algunos autores han apuntado que, sin conocer
el ambiente en el que la Naturaleza llevó a cabo esta
operación, el método experimental está condenado ne­
cesariamente al fracaso. Por ejemplo, la síntesis de vida
pudo requerir condiciones especiales, como algún cata­
lizador específico (se han propuesto varios tipos de mi­
nerales, como son las arcillas, la pirita o la galena). Sin
más que intuiciones sobre estos detalles, quizá esencia­
les, intentar dar con la receta de la vida puede parecer­
se a la búsqueda de la piedra filosofal: una tarea imposi­
ble porque no se comprende el sistema que se trata de
reproducir.
Esto nos lleva directamente al segundo enfoque:
la búsqueda de las huellas de la vida en Jos escenarios
donde se originó. En los últimos años, ayudados por
la tecnología SHRIMP, los científicos han conseguido
remontarse de forma espectacular en el tiempo. Sin em­
bargo, no han logrado retroceder lo suficiente río arri­
ba como para ser testigos del nacimiento de la biosfera:
las rocas más antiguas encontradas están marcadas ya
por la huella de la vida. El año 1975 es una fecha clave
en esta búsqueda. iManfred Schidlowski, un bioquími­
co del Instituto Max Planck, en Alemania, anunciaba
un descubrimiento sorprendente: los análisis de isóto­
pos de carbono de las rocas de Isua, en Groenlandia,
reflejaban un exceso del isótopo ligero (Figura 4) que
es típico de los sedimentos donde ha habido actividad

71
K.N l'.L PRINCIPIO...

de años, y que (en ese momento) son las más antiguas de


la Tierra? La casualidad parecía increíble. Los fósiles
más antiguos no pasan de 3.500 millones de años, y no
existen otros restos hasta los 2.500 millones de años. Pa­
ralelamente, William Schopf, un micropaleontólogo de
la Universidad de California, que es la gran autoridad
mundial en los fósiles más antiguos, estaba preparando
un catálogo con las falsas alarmas sobre fósiles arcaicos,
que llamó despectivamente «dubiomicrofósiles», micro-
fósiles dudosos. El ambiente era el peor posible, y el
mismo Schidlowski no tuvo más remedio que reconocer
que las rocas estaban muy alteradas por el metamorfis­
mo; aun así, seguía defendiendo que sólo la actividad de
seres vivos podía provocar un empobrecimiento tan
marcado en carbono 13. Sin embargo, Schopf ganó: ofi­
cialmente, la vida siguió comenzando hace 3,500 millo­
nes de años.
Veintiún años después, en Orieans, Francia, Ste-
phen Mojzsis, un joven doctor (como Hartmann, como
Milíer antes), anunció nuevos datos de empobrecimien­
to de carbono pesado en grafito (un mineral de carbón)
en rocas de Groenlandia todavía un poco más antiguas,
cercanas a 3.900 millones de años, Schopf vio que peli­
graba su récord mundial, y se mantuvo incrédulo: «... es
un trabajo muy interesante, pero creo que deberíamos
reservar un juicio más sólido hasta que tengamos más
experiencia con esta técnica...». Se refería a SHRIMP, la
técnica que ya llevaba años revolucionando la ciencia de
medir edades. A pesar de las protestas, Mojzsis ganó la
batalla: las posibles alternativas para explicar la anomalía
isotópica fueron descartadas una a una, y su análisis le
permitió caracterizar la asociación biológica conserva­
da en ia roca como un conjunto complejo de bacterias,

73
Biografía de la Tierra

algunas fotosintéticas. El 7 de noviembre de 1996, Na-


turet la revista científica más leída del mundo, ilustra su
portada con los grafitos de Groenlandia y un gran titu­
lar: «Las huellas más antiguas de vida en la Tierra». En
1999, el groenlandés Minik Rosing confirma nuevas
anomalías y declara tajante: «Hace 3.900 millones de
años, la vida ya había tomado el timón».

¿En ia playa, o en el fondo del mar?

En el párrafo final de Ei origen de ¡as especies, Charles


Darwin hizo una suprema concesión al espíritu religioso
de la época y afirmó: «Hay grandeza en esta idea de que
la vida [...] fue originalmente alentada por el Creador en
contadas formas, o acaso en una sola». Sabemos que no
era realmente sincero porque poco después, en una car­
ta a su amigo John Hooker que se ha hecho tan famosa
como su obra capital, dejaba el origen de la vida no en
manos de Dios sino de la química: «La vida podría haber
surgido en una charca templada [a warm littlepond\> con
toda clase de sales de amonio y fósforo, luz, calor, elec­
tricidad, etcétera». Una charca en la llanura interma-
real de un mar arcaico caliente ha sido la versión moderna
de la charca templada de Darwin. Esta idea ha sobrevivi­
do un siglo casi exacto (desde 1871 hasta la década de
1970) como el lugar ideal para el origen de la vida, y aún
sigue siendo uno de los ambientes que se proponen; sin
embargo, ha sido superado por otras posibilidades. Ac­
tualmente, la mayoría de los especialistas prefiere pensar
en ambientes de alta temperatura, aunque también se
han propuesto medios fríos, como lagos subterráneos
bajo los glaciares. Las alternativas vivas para el origen de

74
K\ IVL, PRINCIPIO...

la vida son tres: las llanuras intermarea les, los sistemas


hidrotermales (someros o profundos) y el origen extra -
terrestre (panspermia).
La primera hipótesis se basa en que la evaporación
concentraría los productos químicos aportados por el mar,
facilitando las reacciones prebióticas (pre-biológicas); en
marea alta, los productos de las síntesis se dispersarían.
Los inconvenientes son dos: por una parte, la protoat-
mósfera no parece haber sido, como vimos, muy propi­
cia para las síntesis de especies químicas que acabarían
originando vida. El otro inconveniente es que un siste­
ma que se abre a diario no es idóneo para mantener una
concentración alta durante tiempos largos.
Si actualmente se llevase a cabo una votación entre
los especialistas para designar el ambiente favorito co­
mo cuna de la vida, la ganadora sería sin duda una chi­
menea hidrotermal. Varios factores han confluido para
colocar esta idea, relativamente nueva, en el centro de
la escena. El primero fue el descubrimiento, en los
años setenta y por medio de sumergibles de investiga­
ción, de comunidades de seres vivos en tomo a siste­
mas de evacuación de agua hasta a 400 °C (en profun­
didad, debido a la alta presión, el agua hierve por
encima de 100 °C), que se escapa de cámaras magmáti-
cas en las dorsales oceánicas. Se constató que se trataba
del único ecosistema terrestre que no dependía de la
energía solar’0; y que, por tanto, tampoco dependía de

;uCosa no totalmente cierta, ya que algunas bacterias de estos ambientes obtienen


enerva oxidando gases (que proceden de una cámara magunítiea, por ejemplo
11,S) con oxígeno que fue producido mediante fotosíntesis {un proceso que sí re­
quiere energía solar) por organismos superficiales, como las algas. Otros microor­
ganismos, en cambio, viven de oxidar H, con azufre (ambos de origen volcánico):
en este caso sí que existe una independencia energética absoluta respecto al Sol.

75
Biochakía de la Tierra

la composición de la atmósfera, ya que podía funcionar


con independencia de los acontecimientos de la super­
ficie. Y aquí se encontró por fin la salida al laberinto de
Mi 11er: aunque la composición de la protoatmósfera no
fuese reductora, emisiones de gases reductores de ori­
gen volcánico podían crear (por ejemplo, en cavidades
cerradas en rocas volcánicas, o incluso en el interior de
minerales, como las arcillas) microambientes en los
que las síntesis (de aminoácidos y posteriores) pudiesen
Nevarse a cabo.
El segundo hallazgo que contribuyó a realzar el pa­
pel de las chimeneas hidrotermales fue la reorganización,
en 1981, del árbol de la vida (Figura 5). Se cayó entonces en
la cuenta de un hecho sorprendente: todas las encrucija­
das situadas cerca de las raíces (es decir, las líneas más
primitivas) estaban ocupadas por organismos que viven a
temperaturas entre 80 y 110 °C: son los llamados hiper-
terinófilos. Aunque no todos los microbiólogos están
convencidos, este hecho podría implicar que el ancestro
(o, más bien, la población ancestral) común a toda la vi­
da se sentiría a sus anchas cerca de una chimenea hidro­
termal. Aquí surgen dos posibilidades, a cual más intere­
sante, que Euan Nisbet (quien al fin y al cabo no puede
negar su condición eclesiástica) llama, respectivamente
y con sentido bíblico del humor, «Edén hipertermófilo» y
«Arca de Noé hipertermófila». FJ paraíso hipertennó-
filo podría ser de tipo volcánico (como las chimeneas
actuales), o bien caldeado por impactos asteroidales.
El modelo del Arca se produciría si un impacto elevase
la temperatura de la hidrosfera, aunque sin vaporizarla,
de forma que sólo sobreviviesen los termófilos.
Un tercer argumento a favor de un origen de la vi­
da a alta temperatura es la presencia en muchos orga-

76
Biografía l>f i a Tikrra

reparación de daños bioquímicos en hipertermófilos


que viviesen alrededor de chimeneas volcánicas, a los que
cambios en el flujo de las corrientes podrían exponer a
rápidas fluctuaciones de temperatura.
No resulta muy sorprendente que Stanley Miller
no esté en absoluto de acuerdo con un origen hidroter­
mal de la vida. Objeta que las dorsales oceánicas son sis­
temas muy inestables. En efecto, los valles de rift en los
fondos oceánicos actuales se activan y se desactivan de
nuevo (para abrirse en otro lugar) con intervalos de po­
cos millones de años: una chimenea concreta no duraría
mucho más de 100.000 años, un tiempo insuficiente para
las síntesis prebióticas. Además, temperaturas demasiado
altas desestabilizan las proteínas. Su dictamen final es la­
pidario y no del todo académico: «Basura». Nisbet con­
traataca: en torno a cada chimenea existiría un gradiente
de temperaturas, de forma que los hipertermófilos po­
drían elegir su rango favorito, de 80 a 110 °C. En cuanto
a la inestabilidad de los sistemas, apunta dos posibles res­
puestas: o bien la evolución prebiótica es más rápida de
lo que pensamos, o bien las comunidades hipertermófi-
las son capaces de desplazarse, colonizando los nuevos
sistemas hidrotermales a medida que se forman. Esta
capacidad migratoria sería una evidente ventaja cuando
los hipertermófilos evolucionasen para poder abando­
nar los sistemas hidrotermales y colonizar los océanos.
Pero eso aun requerirá algunos ajustes importantes en la
maquinaria.
Este discutido mundo hidrotermal contiene un men­
saje de fuerte carga simbólica: esta conexión entre el in­
terior y la superficie puede representar a la madre Tierra
alimentando a su primera prole con calor y nutrientes.
Después, el Sol tomará el relevo.

78
E_\*M. t'KINLlPIU...

Una simple hélice

Los ácidos nucleicos condenen las instrucciones para


fabricar proteínas. Un tipo de proteínas, las enzimas,
son necesarias para producir ácidos nucleicos* De forma
que ni los ácidos nucleicos ni las proteínas pueden exis­
tir por sí misinos. Entonces, ¿cómo aparecieron en la
célula estos dos tipos de moléculas? Aparentemente,
la única solución posible (aunque inverosímil) a este
enigma es que unos y otras surgiesen al mismo tiempo.
Este problema del huevo y la gallina complicó aún más,
si cabe, la vía experimental hacia el origen de la vida, una
vía que se atascó en la síntesis de proteínas pero que, in­
cluso si hubiese tenido éxito, no hubiese resuelto nada,
ya que, por sí solas, las proteínas no son otra cosa que
moléculas complejas, sin ninguna capacidad para repro­
ducirse.
A finales de la década de 1960, y de forma indepen­
diente, varios bioquímicos consiguieron resolver este di­
lema. Uno de ellos, el británico Leslie Orgel, cuenta su
razonamiento: «Propusimos que el ácido ribonucleico
[ARN, una molécula gigante parecida al ADN pero de
hélice sencilla] habría aparecido primero, estableciendo
lo que ahora se llama “mundo de ARN”. Sería un sis­
tema en el que el ARN catalizaría todas las reacciones
necesarias para que el primer ser vivo se alimentase y se
reprodujese: esto implicaba la capacidad de producir
proteínas, que podría haberse desarrollado siempre que
el ARN estuviese dotado de dos propiedades que enton­
ces no eran evidentes: la de duplicarse sin la ayuda de
proteínas, y la de catalizar todos los pasos de la síntesis
de las proteínas. Si propusimos el ARN fue porque es una
molécula más sencilla que el ADN, y también porque no

79
ñ](H¡H,\KÍA OY L,í\ TIFH R,A

era difícil imaginar mecanismos en los que el ADN po­


día formarse a partir del ARN».
Orgel y sus colegas no vieron confirmados sus pro­
nósticos hasta principios de los años ochenta, cuando
se demostró que el ARN podía autocopiarse sin necesidad
de enzimas, y que además podía desempeñar el papel de
una enzima, o sea proporcionar la base de un metabolis­
mo (fabricar alimentos), aunque fuese primitivo. La pa­
radoja se resolvía con una gallina que era huevo al mis­
mo tiempo. La historia de la vida en la 1 ierra se dividiría
en un antes y un después del ADN, la poderosa fábrica
de pro teínas que domina la biosfera actual, en la que el
ARN tiene un papel secundario. De ahí la expresión
«mundo de ARN», una época en la que la maquinaria
bioquímica era distinta de la presente.
¿Es este mundo un mundo real, o una entelequia co­
mo el séptimo cielo del cantante catalán Sisa? El ARN,
aunque es una molécula más sencilla que el ADN, es
difícil de sintetizar en el laboratorio, incluso en condi­
ciones óptimas. Y, una vez sintetizada, sólo empezará a
autorreplicarse si el investigador se lo facilita bastante.
«Es una molécula bastante inepta, especialmente si se la
compara con las proteínas», admite Orgel. Además, los
experimentos son tan complicados que no se puede ave­
riguar a través de ellos nada sobre las condiciones reales
del mundo de ARN. Stanley Miller protesta también
contra esta hipótesis: «Las condiciones para el origen de
la vida tuvieron que ser iáciles, no especiales». Quizá,
después de todo, hubo un mundo más sencillo, anterior
ai de ARN, Ultimamente, el equipo de Orgel está estu­
diando una molécula del mismo grupo pero aíín más
sencilla, el ácido péptidonucleico (APN), de propiedades
parecidas y síntesis más fácil. Lo que es cierto es que el

80
f\N H l'KIMÍ'IPÍÍ»...

par ADN-proteína, hasta no hace mucho tiempo consi­


derado imprescindible, se aleja rápidamente del centro de
la escena del origen de la vida.

Invasores del espacio

En 1969, un meteorito cayó cerca de la ciudad de Mur­


chison, en el oeste de Australia. Recogido de inmediato,
resultó pertenecer al grupo de las do no mi natías con d ri­
tas carbonáceas, que se caracterizan por tener hasta un
4% de carbono. CAlando se analizó, el meteorito de Alur-
chison parecía un producto del experimento de Miller,
ya que rebosaba aminoácidos. No sólo eso: mientras que
cualquier sustancia biológica terrestre es, como las per­
sonas, diestra o zurda (los términos científicos son dex-
trógiro y levógiro, lo que significa que polarizan la luz
hacia la derecha o hacia la izquierda), los aminoácidos
sintetizados en un laboratorio son la mitad diestros y la
mitad zurdos. Esto significa que los procesos químicos
tienen igual probabilidad de producir un tipo u otro,
mientras que los seres vivos siguen construyendo el mismo
tipo con el que comenzaron. Los aminoácidos del me­
teorito de Murchison eran dextrógiros v levógiros al
50%, lo que significaba que la roca no había sido conta­
minada con materia orgánica terrestre. Los aminoácidos
habían sido fabricados en el cinturón de asteroides, v 7

más concretamente en su parte más lejana (a 500 millo­


nes de kilómetros), en la que abundan los asteroides ri­
cos en carbono.
La posibilidad de que la vida terrestre provenga del
espacio fue sugerida por vez primera, hacia el año 500
a.C., por el filósofo griego Anaxagoras, quien la llamó

HI
fitex;RAH\ ut t\ Tierra

panspermia (mezcla de semillas), concibiéndola como


un gran intercambio vital enere los muchos mundos ha­
bitados. La idea resucitó en el siglo XL\, precisamente al
estudiarse los primeros meteoritos carbonosos. El físico
británico lord Kdvin, uno de los científicos más presti­
giosos de su época, opinaba que «debemos aceptar como
altamente probable la existencia de incontables piedras
meteóricas portadoras de semillas que vagan por el es­
pacio». En cambio, el químico sueco Svante Arrhenius
rechazó esta posibilidad con un argumento que pareció
irrefutable: «Hay que considerar fantástica la idea de
que organismos incluidos en meteoritos sean transpor­
tados por el espacio universal y depositados en otros
cuerpos celestes. La superficie de los meteoritos se vuel­
ve incandescente a su paso por la atmósfera, con lo que
cualquier germen que pudiesen transportar quedaría
destruido».
Si Arrhenius hubiese tenido la oportunidad de reco­
ger un meteorito recién caído, hubiese comprobado con
sorpresa que estaba helado. Las rocas son muy malas
conductoras del calor, por lo cual el generado en el paso
del meteorito a través de la atmósfera produce tan sólo
la fusión de una capa superficial de uno o dos milíme­
tros, y se pierde cuando esta corteza fundida se despren­
de en gotas incandescentes (que son los rastros lumi­
nosos de los meteoros). De esta forma, tan sólo serían
destruidas las sustancias situadas en la superficie del me­
teorito, pero no las que se hallasen en su interior: así se
explica la supervivencia de los aminoácidos de Murchi-
son. Este meteorito marcó la resurrección de la idea de
la panspermia; sin embargo, no representó ningún avan­
ce real en el problema del origen de la vida en la Tierra.
Como vimos (en el apartado «¿En la playa, o en el fondo
En h. i*fti\ciPio...

del mar?»), ios aminoácidos son fáciles de producir en


nuestro planeta.
La cuestión clave es, por supuesto, si han podido lle­
gar a nuestro pianeta organismos vivos desde el espacio.
Hoy nadie discute esta posibilidad: la materia a debate es
su probabilidad. En los últimos años del siglo XX, la discu­
sión se ha centrado en la probabilidad de que la vida en la
Tierra se haya originado... en Marte. La controversia se
produjo cuando en un meteorito de inequívoco origen
marciano (catalogado como ALH84001 por el lugar del
impacto, en la Antártida, y fecha de su hallazgo) se halla­
ron formas semejantes a las bacterias terrestres. Sabemos
que los fragmentos de asteroides que viajan por el inte­
rior del Sistema Solar juegan un billar cósmico que tiene
como consecuencia el intercambio de rocas entre pla­
netas: un asteroide choca contra un planeta, y las salpi­
caduras del impacto viajan por el espacio hasta caer en
otro. Si las rocas de la zona de impacto contenían orga­
nismos, éstos pueden viajar como pasajeros hasta otro
planeta siempre que logren superar tres situaciones peli­
grosas: el impacto de salida, las condiciones del viaje in-
terplanctario, y la brusca llegada a destino.
Como hemos visto, este último escollo no es difícil
de vencer siempre que el pasajero esté bien abrigado en
el interior de la roca. Algo semejante se puede decir de
la salida de un planeta como Marte, porque los dieci­
nueve meteoritos marcianos que han llegado a la Tie­
rra no están demasiado alterados por choques ni altas
temperaturas (se ha demostrado que la temperatura de
Ü
ALH84001 en su salida fue inferior a 40 C), lo que sig­
nifica que tuvieron un despegue relativamente suave. El
gran problema de la panspermia es el viaje interplaneta­
rio. En el espacio, al vacío y a la temperatura cercana al

83
HhxiKaha de la Tierra

cero absoluto hay que añadir la radiación, intensa en las


órbitas de los planetas interiores. Y todo ello durante un
largo tiempo: ALH84001 pasó quince millones de años
en este medio hostil.
Sorprendentemente, algunos microorganismos te­
rrestres pueden soportar (al menos durante tiempos
cortos) estas duras condiciones: se han realizado experi­
mentos con diversos virus y bacterias, que han sobrevivi­
do (mejor las bacterias) en el espacio cuando han estado
protegidas de la radiación ultravioleta, la más letal para
la vida. Bacterias de la cavidad bucal permanecieron vi­
vas durante años en la superficie de la Luna, un medio
comparable al espacio. Teniendo en cuenta que a lo lar­
go de la historia del Sistema Solar podrían haber llegado
a la Tierra millones de toneladas de rocas marcianas, y*u

que basta una sola célula viva para contaminar todo un


planeta, las probabilidades no son despreciables. Nisbet,
por ejemplo, afirma que Marte es el planeta con mayo­
res probabilidades de haber sido la cuna de toda la vida
del Sistema Solar interior. Para ello se basa en su menor
gravedad, que hace más fácil extraer rocas de su superfi­
cie. Se podría decir que Alarte es un exportador nato de
rocas, mientras que los otros planetas cercanos con at­
mósfera, Venus y la Tierra, son importadores típicos,
Ln 1961, ei bioquímico español Joan Oró fue el pri­
mero en proponer que la panspermia podría resolver el
problema de la rapidez de la aparición de la vida en la
'1'ierra. Si al menos algunas de las síntesis prebióticas
hubiesen tenido lugar fuera de la Tierra, ei enojoso pro­
blema de la fábrica de materia viva trabajando bajo el
bombardeo asteroidal sería un poco menos complicado.
Algunos descubrimientos recientes han alentado esta lí­
nea de pensamiento: Louis Allamandola, el fundador del

fH
En li .

laboratorio de Astroquímica en el centro Ames de la


XAS A (el laboratorio donde trabajan los científicos mar-
dmtos más conspicuos), ha sugerido que «esta ventana de
tiempo para la aparición de la vida, que se cierra cada ve7,
mas, implica que el proceso puede haber requerido ayu­
da molecular desde el espacio».
Sin embargo, otros autores han puesto en duda esta
sugerencia: hace 4.000 millones de años, la situación del
Sistema Solar en general no era mejor que la de la Tie­
rra. Suponemos que nuestro planeta estaba recibiendo
la visita de asteroides gigantes porque hemos visto las
señales de esa granizada en la Luna y en Alarte. Pero,
¿qué decir del propio cinturón de asteroides, el lugar de
procedencia de los impaetores? Si había fragmentos ca­
yendo hacia el interior del Sistema era porque en el cin­
turón había una gran inestabilidad, con colisiones fre­
cuentes. De forma que, desde la órbita de Júpiter hacia
adentro, no podemos imaginar ningún oasis donde la
maquinaria bioquímica pudiese comenzar a organizarse
sin sobresaltos.
En esta perspectiva planetaria, el problema deí esca­
so tiempo y las malas condiciones para el surgimiento de
la vida en el Sistema Solar sigue sin estar resuelto. Para
aportar una solución, vuelve a escena Christopher Chy-
ba, el hombre que creía en los cometas. Eos cometas son
ricos en compuestos carbonosos (el 25% del HaIley), y
su lugar de procedencia, la nube de Oort, está mucho
más allá del ambiente revuelto de las órbitas planetarias.
Un medio ideal, por lo tanto, para que las síntesis pre-
hióticas se desarrollen con calma. Pero estos hipotéticos
portadores de vida plantean un problema: cuando llegan
al Sistema Solar interior, se aceleran enormemente (aun­
que son de natural tranquilo, no les queda más remedio
BhhíhaMa [)£ la Tierra

que cumplir con la segunda ley de 21


Kepler ,
por lo que
una colisión contra un planeta se produciría a demasiada
velocidad como para que las moléculas orgánicas queda­
sen intactas. El propio Chyba calculó que el choque del
Halley contra la Tierra liberaría una energía de unos
cien millones de megatones. Hay dos posibles solucio­
nes a este problema: una, que la Tierra estuviese rodea­
da por una atmósfera muy densa (unas diez veces más
que la actual) que frenase eficazmente el impacto, de la
misma forma que se usan las atmósferas de Marte o Ve­
nus para frenar las sondas planetarias. La otra idea es
que los portadores de vida fuesen cometas de los llama­
dos de período corto, que residen entre las órbitas de
Saturno y Urano, y cuyas velocidades son menores.
En 1980, Orgel y Crick dieron lo que podría llamar­
se otra vuelta de tuerca a la panspermia. Su «panspermia
dirigida» apelaba a inteligencias superiores sembrando
vida por el Universo, un tema tan querido a la ciencia-
ficción que es el argumento de clásicos como 2001: una
odisea espacial, de Arthur C. Clarke. Luego, Orgel declaró
que se trataba de una broma, una pequeña provocación
dirigida tanto al público como a sus doctos colegas, aun­
que en el fondo de la broma había, como suele suceder,
una intención seria: recordar las grandes incógnitas que
aún subsisten en el problema del origen de la vida.
Veinte años después, los científicos que investigan
el meteorito ALH84001 han dado un golpe de efecto

*’ Según la cual las áreas barridas por cualquier cuerpo en órbita alrededor del Sol
son constantes. Como (según la primera ley) estas órbitas son elípticas, con el Sol en
un toco de la elipse, las distancias a éste varían a lo largo de la órbita. Cuando la
distancia sea mínima, ta velocidad delve aumentar para compensar la menor lon­
gitud del radio.

86
l-'.v f t l J Kl\< .
1

panspérmico, al revetar alineaciones de cristales de mag­


netita que en la Tierra son sintetizadas por bacterias
llamadas magnetotácticas para, ayudadas por el campo
magnético, orientarse en el agua. Aunque el meteorito
ha sido invadido por materia orgánica terrestre, el am­
biente ukraseco de la Antártida no es el lugar ideal pa­
ra organismos flotantes, por lo que, en buena lógica,
estos restos minerales podrían ser la huella de bacterias
marcianas. Este es, por el momento, el último revuelo
en el apasionante mundo de la panspermia. Significa
que, después de todo, quizá no tengamos que viajar
hasta Marte para encontrar marcianos. O incluso que,
como Ray Bradbury profetizó en un sentido más poéti­
co en sus Crónicas ’marcianas, los marcianos seamos no­
sotros.

AUMENTARSE DE LUZ

¿Cómo pasó la Tierra de su atmósfera de nitrógeno y


CO, a la actual de nitrógeno y oxígeno? Cualquier esco­
lar conoce la respuesta: para construir sus tejidos, las
plantas tienen la capacidad de asimilar carbono, rom­
piendo, mediante la energía solar, moléculas de dióxido
de carbono atmosférico, y emitiendo oxígeno (nada me­
nos que 20.000 millones de toneladas cada año) como
subproducto. Es la famosa «función clorofílica», una
reacción exotérmica del tipo redox, en la que siempre tie­
ne que haber un compuesto reducido y otro oxidado: al
oxidarse el primero se produce energía, con i a que el or­
ganismo propulsa sus procesos meta bélicos. Las plantas
usan agua como sistema reducido, y moléculas comple­
jas (como quinonas) como oxidado.

87
Hio(;rara m- l a Tikiíra

Sin embargo, cuando formulamos esta pregunta en


el marco de la evolución del planeta, nos encontramos
con el pequeño inconveniente de que en el Arcaico no
había plantas, ya que éstas tienen menos de mil millones
de años de antigüedad. Pero el enriquecimiento en car­
bono ligero que presentan las rocas de Isua es precisa­
mente la huella de que algo estaba asimilando (selectiva­
mente) CO?hace más de 3.800 millones de años. Este
enigma no es, de todas formas, muy complicado de re­
solver. Entre las bacterias actuales existen varios grupos
(las principales son las llamadas cianobacterias, literal­
mente bacterias azules) que condenen un tipo de clo­
rofila. Parece evidente que, desde su aparición, estos
individuos se dedicaron sistemáticamente a alterar la
composición de la atmósfera de la Tierra, en lo queja-
mes Lovelock ha calificado irónicamente como el mayor
atentado ecológico de la historia del planeta.
Algo más complicado es esbozar una hipótesis sobre
cómo las bacterias llegaron a tener clorofila. Nisbet pro­
pone que en ambientes hidrotermales, con fuertes dese­
quilibrios químicos debidos a la emisión masiva a través
de las chimeneas volcánicas de elementos atípicos (por
ejemplo, concentraciones importantes de metales), la
síntesis de pigmentos como la clorofila fue puramente
casual; y su asimilación por organismos simples, algo
aleatorio. Pero este paso supuso una enorme ventaja evo­
lutiva, ya que significó una nueva fuente de energía que
explotar, y por lo tanto el principio de la independencia
respecto a las chimeneas volcánicas. Nisbet imagina que
esta adaptación pudo surgir en bacterias termotácticas
(es decir, las que se mueven hacia las fuentes de calor),
una adaptación lógica en un ambiente volcánico. Luego,
alguna estirpe especialmente aventurera pudo utilizar

88
[ \ F r PRINCIPIO...

esta sensibilidad para orientarse hada las aguas más cáli­


das de la superficie, y así colonizar el océano.
Estos organismos usaban una torma primitiva de la
fotosíntesis denominada anoxigénica, que aprovecha las
longitudes de onda menos energéticas del espectro (infra­
rrojo, por ejemplo), y sustancias reducidas como hidróge­
no o azufre. En contraste, la fotosíntesis actual implica
una complicada maquinaria bioquímica, que incluye la
enzima ri bu losa bilostato carboxilasa (que todo el mundo
denomina en broma «Rubisco», por la semejanza, algo
forzada, de sus iniciales con una conocida marca ameri­
cana de patatas fritas), y que es la encargada de capturar
el carbono del CO, atmosférico, o del disuelto en el mar.
Esta fotosíntesis oxigénica utiliza además la parte lumi­
nosa del espectro, más energética que la infrarroja. El
paso de la fotosíntesis primitiva a la moderna segura­
mente se produjo a través de una simbiosis, ya que exis­
te casi total certeza de que los cloroplastos, los organis­
mos celulares de las plantas verdes en cuyo inrerior tiene
lugar la fotosíntesis, son antiguas bacterias admitidas en
el interior de las células de los eucariota", los seres com­
plejos dotados de células con núcleo. Pero para su apari-
ción quedan aún al menos mil millones de años. Por el
momento, durante este largo periodo, las modestas bac­
terias perfeccionaron sus sistemas para, alimentándose
de luz, cambiar la atmósfera del planeta.
Una última y curiosa reflexión sobre la función clo­
rofílica: Ru bisco es una extraña enzima porque sirve tan­
to para asimilar CO, (en la fotosíntesis) como oxígeno
(en la respiración de la planta). Es decir, de alguna forma,
para destruir lo construido. ¿Cómo, en 4.000 millones

" Wase U Finirá 5.


BlOGRAlÍA DE LA TlERRA

de años, la evolución no ha producido un sistema más


estable para sintetizar materia orgánica? Una posible res­
puesta utiliza el paralelo con el teclado de nuestros or­
denadores: existe una leyenda según la cual el famoso
«teclado qwerty», una combinación diabólica de letras
frecuentes e infrecuentes, fue una trampa para evitar que
las mecanógrafas demasiado rápidas produjesen dema*
siados atascos en la mecánica no muy sutil de las prime­
ras máquinas de escribir. De igual forma, la madre Na­
turaleza no habría tenido demasiado interés en hacer
demasiado eficiente su enzima básica, que digiere el dió­
xido de carbono: de haberlo hecho, quizá a estas alturas
de la evolución planetaria no quedase nada de CO: para
los siguientes 5.000 millones de años.

El VOLKSWAGEN DE LA BIOSFERA, Y OTROS MODELOS

Por su forma, el fósil más antiguo conocido parece una


bacteria idéntica a las actuales. Aunque tiene 3.500 mi­
llones de años, es joven comparado con las rocas de
Groenlandia donde otros seres vivos dejaron sus hue­
llas en forma de desequilibrios isotópicos. Aquellos or­
ganismos también debían de ser bacterias, al igual que
la mayoría de los seres vivos actuales. Las bacterias no
son muy variadas: como algunos fabricantes de automó­
viles, se han limitado a generar un diseño básico simple
y fiable, y lo repiten con muy ligeras variantes. Aún así,
forman una parte muy importante de la vida en la Tie­
rra, una de las tres grandes divisiones de la biosfera (ver
Figura 5).
Pero no se trata tan sólo de una cuestión de número,
sino también de tiempo. Los eucariota no aparecieron

90
T: \ i'L prívopío...

hasta hace unos 3.000 millones de años, lo que signifi­


ca que se perdieron casi la mitad de la historia del pla­
neta, que durante ese larguísimo primer acto estuvo do­
minada por organismos de tipo bacteriano. Un tiempo
suficiente para inventar los distintos tipos de fotosíntesis
y así cambiar la composición de la atmósfera. Suficiente
también para salir de los refugios volcánicos submarinos
y colonizar los océanos; para —como afirmaba Alinde
Rosing— tomar el timón.
Solamente en tres de los escasos terrenos arcaicos
de todo el mundo hay rocas sedimentarias. Pues bien, se
da el hecho sorprendente de que en los tres (Groenlandia,
Africa del Sur y Australia Occidental) se han hallado sig­
nos de actividad biológica. Quizá incluso más que su
antigüedad, esta aparente universalidad es lo que ha
hecho cambiar nuestros esquemas sobre la vida: mien­
tras que hace pocos años la veíamos como algo frágil,
ahora no tenemos más remedio que consideraría un fe­
nómeno ubicuo y tenaz. La vida es oportunista: parece
surgir inmediatamente, en cualquier medio, y es capaz
de extenderse adaptándose a todos los nichos ecológi­
cos existentes en un planeta; incluso quizá de viajar de
un planeta a otro, dentro de un sistema estelar. Este es
su techo, ya que no puede viajar entre las estrellas. Que
sepamos.
Todavía más: como vimos en el apartado anterior,
algunos órganos de las células de los eucariota (los cío-
roplastos pero también las naitocondrias, que son alma­
cenes de enzimas) son en realidad bacterias que fueron
admitidas como simbiontes. Hasta el micleo de nuestras
células, donde residen los genes, es probablemente una
bacteria modificada. Así pues, habría que concluir que
Jas bacterias han terminado inundando la biosfera tc-

91
Biografía de la Tierra

rrestre, y quizá el Sistema Solar. Lo han hecho de forma


sigilosa, muchas veces disfrazadas en organismos más
importantes, a los que han enseñado sus mejores trucos:
cómo producir alimentos con energía solar, o cómo ba­
rajar los genes en cada generación con la reproducción
sexual. Por eso, cuando busquemos vida en el Sistema
Solar, el modelo con el que compararemos será también
una bacteria. Por los indicios actuales, no sería del todo
extraño que tuviésemos éxito. Esas cadenas de cristales
de magnetita halladas en el interior deí meteorito mar­
ciano quizá nos están intentando contar una historia fas­
cinante: si son lo que parecen, habría que concluir no sólo
que las bacterias constituyen un patrón muí ti planetario
(¿universal?) de vida, sino también que sus comporta­
mientos (por ejemplo, cómo orientarse en un campo
magnético) son también cosmopolitas. Las bacterias nos
dicen que, suponiendo que no exista panspermia, el mun­
do es un pañuelo.

El fin de la infancla

ELace 2-600 millones de años aparecieron en la Tierra


unas rocas nuevas. Se trataba de capas rojas, extensas
formaciones de areniscas impregnadas de hematites, un
óxido de hierro. Los sedimentólogos han reconstruido
su ambiente de formación, concluyendo que se trata de
depósitos fluviales- Esto implica dos consecuencias: la
primera, que en esa época ya existían continentes exten­
sos; la segunda, que la atmósfera estaba cambiando, por­
que la hematites es el óxido de hierro más rico en oxí­
geno, y por ello no podría haberse formado bajo una
atmósfera de CQ2.

92
E\ [:t. F’Ris'c.ii'io...

Ya sabemos quién es el culpable de la alteración de


la atmósfera. En cambio, el origen de los continentes es
el gran enigma con el que se cierra el eón Arcaico: una
gran parte (quizá hasta el 80%) de la actual corteza con­
tinental se formó en un corto periodo, entre 2.800 y
2.500 millones de años. Hasta aquí la Tierra había sido
esencialmente un planeta oceánico, pero en poco tiem­
po estaba senil irada de grandes extensiones de tierra
emergida. No se sabe cuál fue la causa de esta acelera­
ción en el proceso de producción de granitos. Hace unos
años, cuando se pensaba que la dinámica interna de la
Tierra arcaica era distinta a la actual, se solía argumentar
que este exceso de producción era el reflejo del comien­
zo de la tectónica de placas; pero después, el consenso en
una dinámica «moderna» desde el principio dejó a este
periodo de magmatismo extraordinario sin explicación
(aunque en el siguiente capítulo se propondrá una idea
reciente). El tema de fondo es saber si la Tierra expulsa
su calor gradualmente o mediante pulsos térmicos; v, en
este último caso, cuál es la causa de esta conducta tan ex­
travagante desde el punto de vista termodinámico: nada
parecido le ha sucedido nunca a nuestro plato de sopa.
El acontecimiento térmico con el que acaba el Ar­
caico cierra también la Fierra no actualista, L n viajero
del tiempo sólo notaría Ja falta de cubierta vegetal, pero
la geología ya le resultaría familiar: las formaciones de
hierro bandeado persistirán todavía, pero poco a poco
serán sustituidas por capas rojas; la 'Tierra ya se ha en­
friado considerablemente, por lo que no habrá más lavas
koma ti (ticas. En una palabra, desde el final del Arcaico
este planeta comienza a parecerse bastante al actual; to­
do será más fácil de explicar, y por ello menos fascinan­
te. Después de aventurarnos en la selva arcaica, podemos
B iografìa dj ¿ la T iekra

entender la atracción que esta térra incógnita ejerce sobre


los especialistas. El Arcaico es, como el espacio profun­
do, una de las fronteras del conocimiento humano.

Tabla 1
Acontecimientos clave en la Tierra arcaica
(4.570-2.500 m.a.)

Edad (m.a.) t>atos Interpretación

4.400 Circones Primeros granitos


3.900 Fuerte 5U C negativo
y
Actividad fotosintética
3,900 Ultimas cuencas de impacto Final del Gran Bombardeo
(Luna y Marte) Terminal
3.600 Paleomagnetismo Primer continente
3.500 Primeros micr ofósil es Océanos poblados por
bacterias
2.800-2.500 Granitos masivos Continentes extensos
2.600 Primeras capas rojas Atmósfera oxidante

94
C apítulo II

La edad adulta

La atmósfera petrificada

Hacia el principio del Proterozoico, hace 2.500 millones


de años, la mayor parte de la densa atmósfera del Arcai­
co había desaparecido. Pero no había sido expulsada por
impactos, como la atmósfera primaria. Su destino había
sido mucho más singular: se había convertido en piedra.
Esta paradoja aparente tiene una explicación sencilla: el
C02 es muy soluble en agua, donde forma ácido carbó­
nico. A su vez, este compuesto reacciona con el calcio
disuelto en el mar y forma una sal, el carbonato cáícico
(CaC03) relativamente insoluble, que precipita como el
mineral calcita. Según vimos en el capítulo anterior, las
rocas formadas por calcita se llaman calizas, y se forman
sobre todo en fondos someros de mares cálidos: por es­
te sistema, los corales fabrican diez kilos de caliza por
metro cuadrado y año. Solemos encontrar estas rocas
mucho después, cuando las fuerzas que modelan la su­
perficie de la Tierra han levantado el fondo oceánico por
encima del nivel del mar. Las calizas vuelven a disolver­
se, a veces en formas caprichosas, y así se forman las gru­
tas calcáreas. Cuando visitamos una de estas cuevas esta­
mos contemplando atmósfera petrificada.

95
Biografía de la Tierra

Casi todo el dióxido de carbono que envolvía la Tie­


rra arcaica siguió este camino; pero aun así, quedaba en
la atmósfera del final del Arcaico una cantidad todavía
muy importante de COr Entonces, hace aproximada­
mente 2.400 millones de años, tuvo lugar lo que muchos
historiadores de la Tierra consideran el cambio ambiental
más importante de la evolución del planeta. Las ciano-
bacterias y otros organismos fotosintéticos habían proli-
ferado hasta constituir una masa importante, y su consu­
mo de CO, había, lógicamente, crecido con ellos. Hay
que recordar que, al romper esta molécula, estas bacte­
rias incorporan el carbono para fabricar con él sus molé­
culas orgánicas, y eliminan oxígeno como un producto
de desecho. Al principio, el oxígeno desaparecía rápida­
mente convertido en óxidos, porque los activísimos vol­
canes submarinos del Arcaico emitían grandes cantida­
des de hierro, elemento por el cual el oxígeno tiene gran
avidez: se formaron así los depósitos de hierro bandeado.
Pero cuando la actividad volcánica declinó, el oxígeno se
acumuló en el mar y, al sobrepasar un cierto nivel, em­
pezó a exsolverse (el proceso contrario a la disolución) e
invadir la atmósfera. Sabemos cuándo sucedió este cam­
bio porque la pirita (un mineral, según vimos, incompa­
tible con el oxígeno) empieza a ser rara a partir del co­
mienzo del Proterozoico. Se ha dicho que el oxígeno
actuó como una especie de lejía que limpió la atmósfe­
ra: sólo desde el Proterozoico podemos imaginar cielos
azules.
Sin embargo, la persistencia de hierro bandeado du­
rante otros mil millones de años significa, probablemen­
te, que el oxígeno aún tardó en saturar las zonas más pro­
fundas de los océanos. Tampoco la concentración inicial
de oxígeno bastaba para construir la capa de ozono (O^)
La n>Ar> vmFLTA

que ahora tiene la atmósfera a unos 40 kilómetros de


altitud, y que bloquea eficazmente los peligrosos rayos
ultravioleta. Esto constituye un argumento más para
defender que la vida inicial tuvo que estar protegida,
probablemente por un considerable espesor de agua.
El charco intermarea 1 que imaginó Danvin hubiese sido
un ambiente poco recomendable durante todo el Arcai­
co y el principio del Proterozoico, ya que seguramente
no hubo una pantalla de ozono hasta hace 2.000 millo­
nes de años. En cualquier caso, éste no era el principal
problema al que se cntrentaban nuestros antepasados
microscópicos en esta época.

Estrategias para un planeta distinto

Los organismos arcaicos sólo podían vivir en ambientes


desprovistos de oxígeno. Por lo tanto, la acumulación de
este elemento desencadenó una crisis biológica global,
en la que probablemente desapareció la mayoría de la vi­
da generada en el Arcaico. Los supervivientes tuvieron
que refugiarse en ambientes marginales pobres en oxí­
geno, como aguas profundas y estancadas, ei interior de
sedimentos, o materia orgánica muerta. Se compren­
de que, al lado de esta hecatombe, las modificaciones
que el hombre está produciendo en la atmósfera actual
le parezcan cosa de poca monta ajames Lovelock, el pa­
dre de Gaia.
Sin embargo, otros microorganismos fueron capa­
ces de adaptarse al nuevo ambiente. Una proeza consi­
derable, teniendo en cuenta las ya comentadas siniestras
propiedades del oxígeno. Los depósitos de hierro ban­
deado que se describieron en el capítulo anterior deben

97
BlOfiRAFi* m E. \ Tlt'KK.X

su nombre a las capas de sílex (un precipitado formado


por sílice, Si02) que alternan con las de óxidos de hierro:
en estas bandas silíceas se conservan abundantes bio-
marcadores (moléculas provenientes de la descompo­
sición de seres vivos), e incluso mi ero fósiles, entre ellos
cían obacterias, es decir seres fótosintéticos. Esto signifi­
ca que el hierro emitido por los volcanes submarinos es­
taba siendo aprovechado por las cianobacterias como
depósito del oxígeno que producían: los propios respon­
sables de la catástrofe medioambiental tampoco sabían
qué hacer con el veneno que estaban produciendo, por
lo que buscaban cualquier sumidero, aunque fuese pro­
visional. Una situación curiosamente similar a la que
afronta hoy eí hombre con sus residuos químicos y nu­
cleares. Como el hombre, tas cianobacterias adoptaron
una solución transitoria, pero ésta no era más que una
huida de la realidad: el hierro mantenía los océanos li­
bres de oxígeno, pero en conjunto la situación era insos­
tenible.
La adaptación definitiva al mundo oxidante se logró
con la aparición de enzimas capaces de utilizar el oxíge­
no en reacciones químicas beneficiosas. Por ejemplo,
para descomponer (mediante su oxidación) moléculas
complejas en CO, y agua. Además de producir combus­
tible adicional para la fotosíntesis, estas reacciones ge­
neran gran cantidad de energía. Con ello, la biosfera da
un paso significativo: no sólo domestica la nueva situa­
ción, sino que abre una puerta hacia metabolismos más
complejos, que requieren fuentes de energía más po­
derosas. Una hipótesis muy atractiva, desarrollada re­
cientemente, se basa en la confirmación genética de que
la célula cucariota (o sea, con núcleo) surgió a favor de
endosinibiosis (asimilación mutuamente beneficiosa)

98
La edad adulta

de diversas bacterias. Un tipo de éstas parece ser el que


ha dado lugar a las mitocondrias, órganos celulares es­
pecializados en tratar el oxígeno y convertirlo en ATP
(adenosin trifosfato, energía pura). A partir de este dato,
podemos visualizar una historia estilo Hítchcock, en la que
unos fagocitos (células especializadas en digerir bacterias)
que estaban a punto de perecer a causa de la creciente
concentración de oxígeno, tuvieron la suerte de digerir
un tipo de bacteria que, en lugar de servirle de alimento,
le salvó la vida y cambió así el curso de la evolución.

Un irresistible magnetismo

En esta búsqueda de mecanismos para afianzar su domi­


nio de la superficie terrestre, la biosfera quizá encontró un
aliado insólito en el interior del planeta. Aunque no es
fácil medir la magnetización impresa en rocas muy anti­
guas, los datos de intensidad del campo magnético actual­
mente disponibles muestran, sorprendentemente, que el
Proterozoico es la época de mayor magnetismo en toda
la historia de la Tierra. Las medidas muestran una brus­
ca subida de la intensidad del campo entre 2.700 y 2.500
millones de años, al final de ía cual la Tierra disfruta de
un dipolo magnético con una intensidad que duplica la
actual; hay un máximo hacia los 2.000 millones de años,
y luego un declive hasta que se alcanza el presente valor
hace unos 800 millones de años.
El hecho de que las grandes variaciones en la inten­
sidad del magnetismo se produzcan en los límites entre
eones (Arcaico-Proterozoico primero, y Proterozoico-
Fanerozoico después) quizá sea casual; pero, aunque los
arqueólogos de la Tierra están acostumbrados a no aceptar

99
lilor.lt \ h a m i. \ Tiiírka

las casualidades, sino a buscar relaciones causa-»efecto,


lo cierto es que, en el caso de las variaciones magnéticas
del final del Arcaico, todavía no se ha dado ninguna ex­
plicación convincente* El modelo aceptado para explicar
el campo magnético terrestre es el llamado de la dinamo
autoinducida, que está basado en las leyes del electro­
magnetismo propuesras hacia 18Ó0 por el físico escocés
James Clerk Maxwell: al moverse, un conductor eléctrico
(como lo es el hierro fundido del núcleo terrestre) pro­
duce un campo magnético; pero el movimiento de mate­
rial magnetizado provoca (como en las dinamos indus­
triales) Cimentes eléctricas, las cuales alimentan a su vez
el campo magnético. Y, ¿por qué se mueve el hierro del
núcleo? Porque éste aún está muy caliente (unos 6.000 °C,
la misma temperatura que la superficie del Sol), por lo
que se producen en él corrientes de convección. A su vez,
y aunque el planeta se enfría, la convección se mantiene
por el crecimiento del núcleo interno sólido a expensas
del núcleo externo líquido; va que, al caer las partículas
solidificadas, su energía potencial se convierte en energía
térnúea que alimenta el campo.
Como vimos, e! tránsito Arcaico-Proterozoico se ca­
racteriza por la enorme cantidad de corteza continental
producida en un intervalo corto de tiempo. ¿Está relacio­
nado este hecho con el despertar del campo magnético?
Parecería lógico que fuese así, ya que los dos fenómenos
tienen que ver con la convección en el interior de la Tie­
rra: el campo magnético por lo que se acaba de explicar, y
la corteza continental porque se produce sobre las zonas
de subducción, que se deben a la convección del manto.
Si, por ejemplo, el núcleo hubiese comenzado a solidifi­
carse hace 2.700 millones de años, al magnetismo produ­
cido por la convección habría que sumarle el derivado de

100
L \ I !MI> ADULTA

la transformación de energía gr aviación al en térmica ai


crecer el núcleo interno; a su vez, la convección en el nú­
cleo transportaría calor al manto, cuya convección mueve
la litosfera. Y un movimiento acelerado de ésta podría ex­
plicar por qué se produjo más corteza. El único pequeño
obstáculo en este elegante esquema es que no hay ningu­
na explicación convincente para que el núcleo terrestre
comenzase a solidificarse precisamente en esta época. (En
el apartado titulado «Los muchos pulsos de la Tiara» se
propone una alternativa a la producción masiva de corte­
za continental al principio del Proterozoico).
Fuese cual fuese su causa, estos movimientos pro­
fundos tuvieron una repercusión importante en la su­
perficie de! planeta: un campo magnético intenso signi­
fica una elevada capacidad de desviar partículas solares
cargadas (que solamente llegarían a las zonas polares,
provocando las inofensivas auroras), así como un seguro
contra la erosión de la atmósfera por el viento solar. De
forma que, aunque no comprendamos bien su evolución,
este gran paraguas magnético puede explicar algunas de
las conquistas de la vida en el Proterozoico. Una época
en la que aún quedaban asteroides peligrosos vagando
por el Sistema Solar.

El oro que cayó del cielo

El primer proyectil lanzado por la artillería alemana so­


bre la ciutlad de Leningrado, en los inicios de la Segun­
da Guerra Mundial, mató al único elefante del zoo. Me­
dio siglo después, el geólogo norteamericano Bert King
utilizó esta anécdota para ridiculizar la hipótesis de que
la singular geología de la zona de Vredcfort, en Sur áfrica,

101
Biografía df r. v T¡ f r h \

la fuente de la mitad del oro que se produce en el mun­


do, podía explicarse mediante un impacto asteroidal. La
estructura consta de una elevación (el domo de Vrede-
fort) rodeada por una cuenca sedimentaria donde el oro
se encuentra impregnando estratos de edad arcaica, ¿Que
lógica tenía que en un área tan especial se hubiese pro­
ducido además un acontecimiento único? Hoy sabemos
que la respuesta correcta a esta pregunta era que la sin­
gularidad de la zona se debía precisamente a que sufrió
hace 2.000 millones de años el impacto de un cuerpo ce­
leste, un asteroide de unos ocho kilómetros de diámetro.
Pero para llegar a este convencimiento hubo que recorrer
un largo camino.
En los años cuarenta, casi todos los geólogos esta­
ban convencidos de que los cráteres lunares eran estruc­
turas volcánicas. Forma parte de las curiosidades de la
historia de las ciencias de la Tierra que tuviese que ser
Robert Dietz, un especialista en geología marina con
experiencia en batiscafos (por definición, el científico
menos indicado para escrutar los cielos), el primero que,
contra la teoría dominante, propusiese que nuestro saté­
lite estaba marcado por las huellas de miles de impactos
asteroidales. Lo cierto es que, en 1950, los impactos se­
guían siendo rarezas; en la Tierra sólo se habían admi­
tido once. La discusión se mantuvo a lo largo de la pre­
paración de la llegada a la Luna de los astronautas del
programa Apolo. En 1959, Dietz propuso criterios «de
campo» para identificar cráteres de impacto, y profetizó
que algunas de estas estructuras serían localizadas en
Vredefort. Sólo dos años más tarde, los geólogos surafrí­
canos encontraron conos astillados (unas estructuras con
esa forma y diez a veinte centímetros de largo) donde Dietz
predijo, pero ello no hizo cambiar ci signo de la batalla.

102
L.\ UJAI) VUL'I.TA

I labia dos factores que se oponían con fuerza al re­


levo de las ideas: por una parte, las poderosas escuelas de
minas de Suráfrica llevaban un siglo estudiando Vrede-
fort como una estructura geológica convencional, for­
mada por enfriamiento en profundidad de una masa de
magma, y no estaban dispuestas a abandonar esta tradi­
ción por unas pequeñas estructuras cónicas. En segundo
lugar, la fanática política racista de los gobiernos sura-
frican os había contribuido a aislar a los científicos de
este país, haciéndoles menos permeables a las nuevas
corrientes científicas.
Las pruebas siguieron acumulándose: primero fue­
ron deformaciones microscópicas en granos de cuarzo,
que implican presiones mínimas de 100.000 atmósferas;
luego, formas de cuarzo de alta presión que nunca antes
habían sido observadas (ni lo han sido después) sino en
cráteres de impacto. Pero los geólogos sura frica nos en­
contraban explicaciones para todo. Los rasgos que deno­
taban alta presión se explicaron como resultantes de una
«criptoexplosión», una explosión en profundidad. Cuan­
do el bando pro-impacto argumentó que no había pre­
cedentes actuales de tal fenómeno, replicaron (con ra­
zón) que tampoco los había de colisiones de asteroides
contra la Tierra. En 1987, una conferencia internacional
sobre Vredefort terminó en tablas, con cada facción atrin­
cherada en sus posiciones previas. Y así habrían seguido
de no ser porque el estudio de los impactos experimentó
un avance significativo en los años noventa, como con­
secuencia del debate sobre la extinción de los dinosau­
rios (otra interesante polémica que se revisará en el ca­
pítulo cuarto). Los geoquímicos habían saltado al ruedo
de las discusiones sobre impactos, y ello desequilibró de­
finitivamente la batalla. En 1996, Christian KoeberI,

103
BlfK.H.Un l>t l-\ TlHiH \

de la Universidad de Mena, midió la cantidad tle osmio,


un elemento metálico similar al platino que es muy es­
caso en la Tierra pero está relativamente concentrado en
los asteroides. Los valores resultantes eran imposibles si
no había habido una me/.cla de las rocas de la zona con
material extraterrestre. Se bahía encontrado ío que los
científicos anglosajones denominan smoking gnu, la pis­
tola humeante, la prueba definitiva del impacto.
Va nadie discute sobre el origen de Vredefort; por
el contrario, esta estructura de impacto, la más antigua
conservada hasta hov, ha servido de modelo a otras des-
7

cubiertas después. Un las décadas del debate se aprendió


mucho sobre el domo, y también sobre impactos en ge­
neral. Pero queda un tema por aclarar, y no es del todo
trivial: ¿Hasta qué punto el enorme yacimiento de oro es
una consecuencia del impacto? El oro es anterior al cho­
que, y por lo tanto no vino con el asteroide; sin embar­
go, al crear una zona hundida, la cuenca de impacto, el
asteroide fue el causante de que los sedimentos que con­
tienen el oro se librasen de la erosión (que ataca más a
las rocas elevadas). Además, al chocar, un impactor de
esas dimensiones libera una cantidad gigantesca de ener­
gía, lo que ha dejado su huella en Vredefort: a raíz del
impacto, toda la zona muestra una intensísima actividad
hidrotermal, y estos fluidos calientes seguramente trans­
portaron el oro hacia las grietas de las rocas rotas por el
choque, generando filones.
En suma, el mayor yacimiento aurífero del mundo
es un regalo final de la fase turbulenta de la evolución
del Sistema Solar. Y otro tanto se puede decir de Sud-
bury (Canadá), la mina de níquel más grande del mun­
do. Fue también Dietz quien propuso que esta estructu­
ra no era de origen terrestre, sino que se había formado

104
L,\ KIMI> \ 1)L¡I.TA

por causa de la colisión contra la Tierra, hace 1.850 mi­


llones de años, de un asteroide de unos 4 kilómetros
de diámetro. Este caso era, si cabe, más dudoso que el de
Vredeíbrt, porque Sudburv no es una estructura circu­
lar; pero Dietz pudo demostrar que una orogenia suce­
dida hace mil millones de años deformó el cráter, dán­
dole su actual forma elíptica. Hasta el día de hoy se han
reconocido unos 170 cráteres de impacto en todo el mun­
do; y cada año, gracias a ía generalización de las imáge­
nes de satélite, se descubren cuatro o cinco nuevos2’.
Acaba, con estas ultimas catástrofes, lo que algunos
han llamado historia pre-geológica de la Tierra. A par­
tir de aquí, los acontecimientos principales tejen un ta­
piz mejor hilado; pero en él, contra lo que podríamos
esperar, las leyendas y las reconstrucciones científicas
parecen tener, no sabemos si por casualidad, un fondo
común.

Mitología y geología: la extraña conexión

En diciembre de 1760, al excavar en el Zócalo (la plaza


principal de México) para construir los cimientos de la
catedral, los arquitectos del virrey de la Nueva España
encontraron una enorme losa circular de basalto escul­
pida en altorrelieve. Afortunadamente, el Siglo de las
Luces había alcanzado, aunque muy tímidamente, al im­
perio español, y las piezas arqueológicas no se destruían

^ Aunque los tiempos difíciles lio han pasado totalmente para los sdmpactolo-
la única posible estructura de impacto reconocida en Kspana (centrada en
Azuara, Zaragoza) ha sitio discutida durante los últimos quince anos, y si^ue sién­
dolo actualmente.

105
BkHíIíAI’ÍA ¡jk la Tilkka

sistemáticarnente por ser objetos paganos, como antaño.


Eso sí, la piedra, de casi cuatro metros de diámetro, fue
«convertida» al cristianismo al ser usada como base de una
de las torres de la catedral. Hoy,**con el nombre de Pie-
*

dra del Sol o Calendario Azteca, es la joya del Museo


Nacional de Antropología de Ciudad de México.
Aunque contiene también un calendario, la Piedra
del Sol es sobre todo una historia del mundo, dividida en
cuatro épocas («soles») representadas en cuatro rectángu­
los próximos al centro. La primera es Ocelotonatiub, el
Sol del Jaguar: en este tiempo, los dioses crearon gigan­
tes que habitaban en cavernas, pero que fueron devora­
dos por jaguares. La segunda época, Ehecatonatiuh, es el
Sol de los Vientos: la raza humana fue diezmada por los
huracanes, pero los dioses transformaron a los últimos
hombres en monos para que, al aferrarse a la tierra con
s cuatro extremidades, pudiesen sobrevivir. En la ter
cera época, Quiautonatiuh, el Sol de la Lluvia de Fuego
estuvo a punto de exterminar a los mortales bajo la lava
y las cenizas, hasta que los dioses les convirtieron en pá-
jaros. Por último, Atonatiuh, el Sol del Agua, represent:i
la versión azteca del Diluvio Universal; pero en vez de
sugerir la construcción de un arca, los dioses transmu­
taron en peces a los hombres para salvarlos de (a inun­
dación del mundo. Ninguna de estas leyendas es total­
mente gratuita, sino que representa la interpretación en
clave mítica de observaciones locales: los restos de gi­
gantes eran en realidad huesos de grandes mamíferos
que los aztecas hallaron en as; los bosques antiguos
devastados por los huracanes daban testimonio del Sol del
Viento; los esqueletos descubiertos bajo capas de lava
eran sin duda la huella de la Lluvia de Fuego; y los fó­
siles de peces en los montes fueron interpretados, igual

106
La LDAJ1 AIJULTA

que en otras partes del mundo por otras culturas pre­


científicas, como la prueba de una inundación global.
En 1951, Mircea Eliade, un antropólogo rumano
especializado en la historia de las religiones, publicó un
libro titulado El mito del eterno retomo. En él describía
una sorprendente coincidencia entre los mitos sobre el
origen del mundo sostenidos por culturas primitivas que
de ninguna forma imaginable podían haberse comunica­
do entre sí. Los iranios, los escandinavos o los aztecas
repiten, con ligeros cambios en los detalles, varias his­
torias: en muchas de ellas, el mundo es destruido una y
otra vez, de forma casi total, sólo para renacer después
en una forma nueva con la avuda de las divinidades res-
peed vas. Por ejemplo, el Sol de la Lluvia de Fuego parece
una trasposición de la idea griega de ekpirosis o destruc­
ción del mundo en un vasto incendio, tomada aparente­
mente de los iranios y prolongada con variantes en el rag-
narok escandinavo. Propone Eliade que estos apocalipsis
tienen su origen en el ritmo lunar (la Luna crece, mengua
y desaparece sólo aparentemente para renacer enseguida),
que sirve de arquetipo para periodos de duración mucho
mayor, y de líase para una visión del mundo «optimista».
No lo parecería, con tanta catástrofe, se podría objetar.
Pero lo es, sostiene Eliade: en primer lugar, el mundo nun­
ca se destruye totalmente; y, lo más importante, el reloj
se pone a cero en cada renacimiento del mundo. Y aquí
viene la parte sutil y maravillosa del argumento: al reco­
menzar el tiempo, la historia se anula. ¿Con qué benefi-
ció? Para la humanidad primitiva, la vida debía de ser una
sucesión de calamidades: sujeta a un jefe tiránico, expues­
ta sin apenas defensa a las fieras, al frío, al hambre y a las
enfermedades, comenzar el tiempo desde el principio
podía ser una forma (sin duda burda pero quizás psicoló­

lo?
BHUikAHA ííK !.A Tit UK.A

gica inente efectiva) de negar sus desgracias. Una prueba


de la realidad de este «terror de la historia» seria la fre­
cuencia de los ritos mágicos de refundación de ciudades
como símbolo de un tiempo nuevo y distinto.
Según esta teoría, las épocas de los aztecas no co­
rresponden literalmente a una historia lineal del mundo
tal como la enriende el hombre moderno, sino a una vi­
sión circular del tiempo. Puede ser, interviene de nuevo
lector, pero ¿qué relación tiene todo esto con la histo­
ria de la Tierra? Una no sólo estrecha, sino incluso sor­
prendente. En 1795, el médico y terrateniente
Jí :s Hutton, el padre oficioso de la geología, publicó
su Teoría de la Tierra, libro de enorme influencia en el
que por vez primera se intentaba una comprensión glo­
bal de los procesos que experimenta el planeta. El mayor
hallazgo conceptual del naturalista británico fue haber
intuido la enorme magnitud de los tiempos implicados
en los procesos geológicos, y con ella la gran antigüedad
de la Tierra: lo que después los autores anglosajones han
llamado Deep Time (en castellano, menos poéticamente,
tiempo geológico), v que se suele considerar como la ma­
yor contribución intelectual de la geología a la cultura
científica moderna.
Merece la pena citar literalmente el relato de esc
descubrimiento, uno de los momentos culminantes de la
historia de las ciencias de la Tierra. Se produjo duran­
te una excursión de l hitton y algunos de sus discípulos
a un punto de la costa escocesa denominado Siccar Point
(ilustrado en la Figura 12), y lo cuenta John Playfair, dis­
cípulo aventajado de Hutton y escritor de altura:
«Nos sentimos como si retrocediésemos a los tiem­
pos en los cuales los esquistos, sobre los que nos hallá­
bamos situados, estaban aún en el fondo del mar; los
L a LOAD ALH'L.TA

tiempos en los que las areniscas que teníamos enfrente


empezaban apenas a depositarse en forma de arena o
lodo, desde las aguas de un océano que estaba por en­
cima, Todavía aparecía una época más remota, en la
cual incluso los más antiguos de estos terrenos, en vez
de estar situados verticalmente en capas, yacían for­
mando planos horizontales en el fondo del mar, y no
habían sido aún inquietados por esta inconmensurable
fuerza que irrumpió haciendo pedazos el sólido pavi­
mento del planeta. En la distancia, al fondo de esta
perspectiva extraordinaria, todavía aparecían rcvolu-
cioncs remotas: nuestros pensamientos se volvían
vertiginosos al contemplar momentos tan lejanos en el
abismo del tiempo».
Hay que subrayar que Playfair, un maestro en el uso
del lenguaje, estaba utilizando la palabra «vertiginoso»
(dizzy) en su sentido literal: lo que produce vértigo-4.
Pues bien, lo curioso es que Hutton, claramente un hom­
bre de la Ilustración, precisamente después de hacer
este descubrimiento fundamental, adoptó una visión cí­
clica del mundo muy parecida en el fondo a la de los az­
tecas. Para él era evidente (v aquí habla el propietario
rústico) que el suelo agrícola procedente de i a degrada­
ción de las rocas es arrastrarlo hasta el mar, con lo cual eí
relieve de las montañas se rebaja cada vez más. A su vez,
el peso de los sedimentos hunde el fondo marino que, al
llegar a las zonas profundas de la Tierra, que están ca­
lientes debido al fuego central (aquí se ve la influencia de

Otros científicos se fian sentido poseídos por el vértigo di descubrir una verdad
fundamental. Así, YVemer Ueiscnberg, una madrugada de al desentrañar
hs leyes básicas de la mecánica cuántica: «Tenía la sensación de t]uc. a través de
la superficie de los fenómenos atómicos, estaba mirando a un interior c\traña-
mente hermoso; y me sentí casi mareado por esta idea».

109
B|ÍÍ(; r .\KÍ,\ m- Tlt KRA

su amigo James Watt, el inventor de la máquina de vapor),


se funde, aumentando de volumen, y se eleva, formando
las nuevas montañas que reemplazarán a las gastadas. La
Tierra es como un gran columpio, en el que tierras y
mares intercambian sus posiciones, pero donde nunca
ha pasado, pasa ni pasará nada realmente significativo.
De ahí la famosa frase con la que Hutton cerraba su li­
bro: «Por lo tanto, el resultado de nuestra investigación
es que no encontramos vestigios de un comienzo ni
perspectivas de un final». Una Tierra sin historia, en la
que el tiempo volvía periódicamente a comenzar con ca­
da elevación de nuevas montañas (como el mundo azteca
comenzaba de nuevo tras cada destrucción), pero bastan­
te más aburrida.
El ciclo de Hutton (erosión —» sedimentación —>
fusión —» nueva elevación) ha tenido una excelente carre­
ra: conocido como «Ciclo geológico» o «Ciclo de las ro­
cas», sigue siendo hoy un concepto casi obligado en los
manuales de geología, y ha sobrevivido a todas las revo­
luciones que se han sucedido en los dos siglos de historia
de las ciencias de la 'Fierra, junto a él, otras ideas cíclicas
se han instalado en la cultura geológica, como es el ciclo
del agua (precipitación —> escorrentía —» evaporación),
el ciclo del CO, (disolución —> reprecipitación de cali­
zas), o el ciclo geomorfológico (relieve montañoso —>
llanuras —» nueva elevación —» nueva erosión). Algunos
de ellos, como el ciclo del agua, son indiscutibles, pero la
realidad de otros ha sido objeto de debates inacabables.
Teniendo en cuenta todo lo que se ha dicho en este apar­
tado, no se puede descartar que esta exuberancia de ideas
cíclicas responda en parte a la necesidad, quizás andada
en el subconsciente colectivo de Ja especie, de escapar al
«terror de la historia».

no
L a edad adltlta

Los muchos rasos de la Tu rra


Entre todos los ciclos propuestos, ninguno ha sido tan dis­
cutido como el Llamado ciclo orogén ico, una insistente hi­
pótesis de los geólogos del siglo XIX según la cual las cade­
nas de montañas, con todo su aparato de volcanes, pliegues
y fallas, se construirían periódicamente. Una huella de
esta idea son los «calendarios de fases de plegamiento», es­
pecie de listas de reyes godos compuestas por un sinfín de
nombres de épocas (por ejemplo, la «fase pirenaica») en
las que las cadenas de montañas se habrían plegado. Tales
calendarios, presa favorita de los fabricantes de «chuletas»
para exámenes, circularon por las facultades de ciencias
geológicas hasta que, en los años setenta, el viento de la re­
volución post-wegeneriana los barrió del escenario. Estas
listas se basaban en la premisa de que todas las montañas
del planeta se plegaban al unísono, en una suerte de apre­
tones globales más o menos periódicos, que el holandés
Johannes Umbgrove llamó «el pulso de la Tierra».
Sin embargo, según los postulados de la tectónica de
placas, las deformaciones de una cadena de montañas no
representan sino colisiones más o menos aparatosas (de
otro continente, de un arco insmlar...) en la zona de sub-
ducción sobre la que aquélla se está formando (ver la Fi­
gura 3). Para seguir con el mismo ejemplo anterior, la
«fase pirenaica» representaría en realidad el choque de
la península Ibérica contra el sur de Francia, que creó los
Pirineos. Pero esta colisión no debe tener, lógicamente,
reflejo en los Andes o en el Himalaya; luego los plega -
mientos universales no tenían ninguna base lógica en el
marco de la nueva geología.
Y, sin embargo, cuando el avance de la geocronolo­
gia permitió datar rocas cada vez más antiguas, apareció

lll
B lfKrKAKIA I3K I.A Ttl-KKA

una molesta periodicidad: en determinados momentos


de la historia del planeta parecían producirse más rocas
de origen magma tico, que los partidarios del pulso de la
Tierra interpretaron como las raíces de antiguos oro ge­
nos. Primero se pensó que la periodicidad desaparecería
cuando los datos fuesen más abundantes y fiables; pero
no lo hizo. Y así se llegó a una incómoda situación: mien­
tras que el proceso de subdueción, aparentemente con­
tinuo, llevaba a pensar en una producción de magmas
también continuada, la biblioteca de rocas (el llamado
reverencial mente registro geológico, que, como todo re­
gistro, es la verdad oficial, sobre la Tierra en este caso)
hablaba de discontinuidad y periodicidad. ¿Tenía o no
tenía pulso el planeta?
Las dos escuelas coexistieron durante todo el siglo XX,
y sólo al final de éste han llegado propuestas sintéticas;
una vez más, de la mano de especialistas en un tema to­
talmente distinto, y muy alejado de la geología históri­
ca. Un equipo de geofísicos del Instituto Tecnológico de
California (más conocido como CalTech) había propues­
to en 1993 que, como en las cumbres alpinas o en los ta­
ludes submarinos, en el manto terrestre se producían
avalanchas. Desde luego, hay una importante diferen­
cia: en las montañas, las avalanchas circulan bajo el aire;
en las pendientes submarinas, bajo agua; aire y agua son
fluidos. Pero, ¿cómo puede una avalancha producirse
dentro de la Tierra sólida? Según el equipo de CalTech,
la clave estaba en la densidad. Cuando subduce, La li­
tosfera es comprimida: sus átomos se aproximan, con lo
que se gana densidad, pero a costa de alterar la estruc­
tura cristalina. El mayor aumento de densidad se produ­
ce a los 670 kilómetros de profundidad. Pero cambiar
cada átomo de sitio en la red del cristal requiere energía,

112
I,\ t U\D ADI I 1 \

y la litosfera (una losa de unos 100 kilómetros de grueso


que viene de la superficie terrestre) está demasiado fría.
Por ello, las placas suelen detenerse a esa profundidad
algunos millones de años hasta que, habiendo obtenido
calor del manto circundante, *va < tienen energía
W sufici en-
te para llevar a cabo su transmutación cristalina. Cuando
lo hacen es como si el gas de un barco huta nero se hu­
biese convertido en plomo: se hunden hasta el núcleo te­
rrestre como piedras en un estanque (bueno, algo más
lentamente, unos pocos centímetros cada año).
Las simulaciones por ordenador con las que el grupo
de Cal léch ilustró su hipótesis eran lo bastante atractivas
(Figura 6a) como para ser publica ti as en una revista tan
orgullosa de su diseño gráfico como es National Gcogra-
phic. Pero la revolución no era solamente visual, ya que las
cataratas del manto coincidían con las imágenes del inte­
rior terrestre que sisniómetros y ordenadores-’' estaban
produciendo desile finales de los años ochenta, y que mos­
traban tanto litosfera aparcada a los 670 kilómetros (Fi­
gura 6b) como lanzada sin frenos hacia el núcleo (Figura
6c). Estos buenos mimbres sirvieron a Kent Con die, un
tectónico de Nuevo México, para hacer el cesto con el
que proponer una solución al dilema del pulso de la Fie­
rra. Su hipótesis era sencilla: en un momento determina­
do, se produce una avalancha masiva de litosfera a través
del manto. Al llegar a la base de éste, la litosfera desaloja
material a alta temperatura, que sube como un enjambre
de puntos calientes hasta la superficie, provocando un

A través de Lj aplicación de h técnica denominada Uimugraíia sísmica, análoga


a la usada en medicina para realizar inidgetm tridimcnsinnjlus de órganos. .Múl­
tiples trayectorias de ondas sísmicas son analizadas pan conocer el estado tísico
(temperatura, por ejemplo) de cada pnnro. F.l resultado permite delimitar las zo­
nas trias dei manto* que corresponden a la litosfera MiljducÉda*

113
L. \ KÍ)AD ADULTA

máximo de magmatismo. Este sería, según Condie, el au­


téntico «pulso de la Tierra», una pulsación desencade­
nada en último término por la gravedad. Los máximos
de producción de magma en la historia de la Tierra pare­
cen producirse en ciclos de unos 800 millones de años. Uno
de estos máximos coincide con el límite Arcaico-Prote-
rozoico, con lo que la teoría de las avalanchas profundas
de Condie proporciona una explicación para el mayor
enigma pendiente de la dinámica terrestre, la gran pro­
ducción de corteza continental en esta época, que sería
el eco de la primera gran avalancha a través del manto.
La menor cantidad de corteza producida en los últimos
mil millones de años se debería a la menor energía de la
convección, en una Tierra que se enfría rápidamente.
Los pulsos gravitacionales de Condie representan
sólo la última de las ideas cíclicas propuestas en el marco
de la movilidad continental. Cuando, en los años setenta,
el tectónico canadiense John Tuzo Wilson sugirió que el
océano Atlántico quizá se había abierto y cerrado más de
una vez, estaba delineando un esquema que pronto se
conoció como «ciclo de Wilson», y que describe el naci­
miento y muerte de un océano cuando un continente se
rompe y vuelve después a soldarse. A finales de la década
de los ochenta, varios grupos ensancharon el ciclo de
Wilson y lo hicieron global, como la nueva geología
movilista: así nació la idea del «ciclo del supercontinen-
te», definido como el periodo entre dos pangeas26 que se
fragmentan y se reúnen de nuevo. Puesto que la suhduc-
ción implica la entrada de material frío en profundidad, el

:ff
Derivada del griego «todas las tierras», esta palabra es un neologismo a ruña do
por Wegener para designar la reunión de todos los continentes. Supercontinen-
re se emplea como sinónimo.

115
B k h . k u ú u k i-A T i e r r a

manto bajo un supere«mtinente (que está, por una cues­


tión de puro tamaño, alejado de toda zona de subduc-
ción, ya que ésta sólo puede darse bajo sus costas) estará
más caliente de lo normal, por lo que se expandirá. Como
consecuencia, el supercontinente se abovedará primero,
y terminará por romperse. Esto provocará una descom­
presión que en un periodo relativamente corto (quizá unos
cien millones de años) facilitará la formación de una nu­
be de puntos calientes que romperá la pangea. Así pues,
todos los supercontinentes son intrínsecamente efíme­
ros; pero, puesto que las placas litosféricas 1) viajan sobre
una superficie limitada (la esfera terrestre), y 2) se calien­
tan al chocar, lo que tiende a soldar los fragmentos, la
formación periódica de supercontinentes es inevitable.
Las huellas más directas de un supercontinente son
precisamente las rocas (en general, basaltos) formadas
por los puntos calientes; pero también hay otras marcas
más sutiles, como las variaciones del nivel del mar. Al
formarse una pangea, los continentes son comprimidos,
con lo que la superficie cubierta por los océanos aumen­
ta, y por tanto (puesto que la cantidad de agua no lo ha­
ce) su profundidad se hace menor: el nivel del mar baja
(regresión), y vuelve a subir (transgresión) al dispersarse
el supercontinente. lambién el clima llevaría las huellas
de los supercontinentes: en las épocas de regresión, la
mayor cantidad de rocas expuestas a la erosión significa­
ría (según lo visto en e! capítulo anterior) un mayor con­
sumo de CO,, y con ello un enfriamiento que podría
terminar formando glaciares continentales (glaciación).
Por otra parte, la biosfera sería menos diversa en épocas
supe rconti neníales, debido al menor aislamiento geográ­
fico, de forma que habría más extinciones coincidiendo
con los supercontinentes, y diversificación biológica tras

Ifó
I,A KIIAIA ADULTA

su ruptura. En resumen, como se afirma en uno de los


artículos fundacionales de la idea, «el ciclo del supcreon-
dnente constituye, en cierto modo, el pulso de la Tierra:
en cada latido, el clima, la geología y la población de
organismos progresan y se renuevan».
Algunas de estas predicciones se cumplen aproxima­
damente si tomamos un periodo de unos 500 millones
de años como duración del ciclo supercontinental. Se
han datado importantes enjambres de diques basálticos
(interpretados como momentos de ruptura de supercon-
tinentes) hace unos 2.600, 2.050, 1.600, 1.050, 550 y 250
millones de años. Las dos últimas épocas son también
momentos de crisis biológicas, y la última sigue de cerca
a una glaciación. Sin embargo, Ea escasez de fósiles ante­
riores a 600 millones de años impide confirmar otros po­
sibles momentos difíciles de la biosfera antigua, y las
otras glaciaciones (2.300-2.150, 850-580, 450-420 y 15-
0 millones de años) se niegan a cumplir'el esquema. Por
ello hay que concluir que el ciclo del supercontinente es
en este momento una ambiciosa e interesante hipótesis
de trabajo pendiente de confirmación o refinamiento.
Su principal virtud reside en que da respuesta a la aspi­
ración de encajar en un único esquema los trabajos de la
máquina interna que regula el viajar de los continentes y
las profundas zambullidas de los fondos oceánicos, y los
del motor superficial movido con energía solar, que mo­
dula el clima y la vida.

Rodinia

Aunque ya hemos trabado conocimiento con minerales,


rocas y hasta continentes del eón Arcaico, lo cierto es

117
B|or>'RAFEA <n h T l j k h a

que la cantidad de corteza continental existente en


aquel periodo era aún muy escasa. Los primeros conti­
nentes importantes detectados en el registro geológico,
hace unos 2.000 millones de años, son los de Laurentia
(que comprende la parte más antigua de Norteamérica)
y Báltica (Eseandinavia + Rusia), A su vez, Laurentia pa­
rece haberse formado por la unión de siete pequeños
continentes de edad arcaica; recordemos que, desde el
punto de vista mecánico, la corteza continental es « pe­
gajosa»: las colisiones nunca acaban en rebotes, y sí en
fusiones, cuyas cicatrices (en la jerga geológica, “sutu­
ras”) son orógenos más o menos erosionados. Forzando
ligeramente un paralelo histórico con las colonias in­
glesas que se convirtieron en los Estados Unidos, algún
bromista ha llamado a estos siete bloques las United Pia­
les ofAjncrica.
Laurentia v Báltica chocaron entre sí hace 1.800 mi-
Ilones de años. ¿Se formó en tomo a este bloque el primer
supercontánente? Los datos no permiten afirmarlo, aun­
que sí sugerirlo, ya que existen orógenos de esta edad
en Suramérica, Africa, Asia y Australia, como si también
estos continentes se hubiesen soldado a algo en esa época.
Un dato indirecto que apoya esta supuesta pangea es la
inyección en todos esos continentes, entre 1.600 y 1.300
millones de años, de un gran volumen de magmas de los
llamados anorogénicos, o sea, no relacionados con una
zona de subducción. Este episodio se explicaría como
consecuencia del ya descrito aislamiento térmico que
experimenta el manto debajo de un supercontánente, y
que sería especialmente eficaz en una Tierra más calien­
te, como era la proterozoica respecto a la actual. Es muy
posible que, si existió, la primera pangea se desmem­
brase al impulso de estas intrusiones gigantes.

118
La ei>ai> \dui.ta

Doscientos millones de años después del final de


este episodio se forma el orógeno de Grenville, la pri­
mera gran cadena de montañas que ha dejado una huella
clara en la biblioteca de rocas. Surgió hace unos 1.100
millones de años a lo largo de 5.000 kilómetros de Lau-
rentia (donde, entre otros efectos, dio forma elíptica al
cráter de impacto de Sudbury) y Báltica, desde México
hasta Suecia, aunque rocas magín áticas de esta edad se
encuentran también en Australia, India, Africa, Suramé-
rica y Groenlandia; es decir, en casi todos los continen­
tes existentes en esta época. Aunque de este H¡malaya
proterozoico hoy sólo quedan las raíces gastadas por
más de mil millones de años de erosión, no cabe duda de
que estas rocas representan las soldaduras, hoy rotas
de nuevo, de un gran supercontinente. En 1990, un pa­
leontólogo metido a paleogeógrafo, Mark McMenamin,
llamó a este supercontinente Rodinia (del ruso rod, en­
gendrar, ya que supuso que era el precursor de todas las
pangeas posteriores).
Durante la década de los noventa, Rodinia ha sido
una de las grandes estrellas de la geología histórica.
Probablemente la causa principal de su popularidad
haya sido lo osado de su reconstrucción: las familiares
rocas del centro-oeste de Norteamérica habrían sido
vecinas de las de las montañas Transantarticas, uno de
los lugares más remotos e inhóspitos del planeta: es lo
que se ha llamado la conexión SWEAT (= sudor, segu­
ramente el producido por el esfuerzo de encontrar una
sigla ingeniosa), de suroeste (de Norteamérica) + este
de la .Antártida.
Aunque ha habido varias tentativas de reconstruir
Rodinia, la más completa (Figura 7a) ha sido la de Paul
Hoffman (de la Universidad de Harvard, y que, por cier-

119
ËICKiKAt'ÎA DE LaT[ERR\

to, era el bromista de las Siete Mi crcpi acas Unidas). Co­


mo todas las reconstrucciones de supercontinentes, ésta
se apoya en dos tipos de datos: el paleomagnetismo y
la correlación de unidades geológicas. Es decir, se trata
de colocar los fragmentos continentales de manera que
tanto sus segmentos de orógenos como la dirección de
sus brújulas magnéticas fósiles coincidan. Un problema
importante de cualquier reconstrucción, especialmente
de las muy antiguas como ésta, es que no es fácil obtener
datos precisos; otro, aún mayor (que trataremos en el
apartado siguiente, «El Gran Frío»), es que los datos,
aunque sean óptimos, sólo definen la latitud, pero no la
longitud, de los antiguos continentes, lo que introduce
un grado importante de ambigüedad.

\
i V

7. K1 supercontinente de Rodinia según la reconstrucción de Paul


Hoffinan (a) y la Paleopangea de Piper (b). Los trazos negros son
los orógenos proterozoicos. Las flechas en (b) indican movimien­
tos al final de este eón.

1 2 0
t,\ HDAIJ UíLl.TA

Aunque estos obstáculos pueden resolverse «desa­


rrugando» la roca, y repitiendo las medidas con objeto
de minimizar el error, la ambigüedad permite pensar en
soluciones alternativas. Por ejemplo, James Piper, de la
Universidad de Liverpool, ha criticado las diversas re­
construcciones de Rodinia y ha propuesto en su lugar el
supercontinente que ha denominado Paleopangea, ya
que su forma recuerda a la del que VVegener reconstruyó
a principios de siglo (Figura 7b). Esta reconstrucción (al
igual que otras) excluye la famosa «conexión SWEAT»,
ya que Norteamérica queda enfrentada a Siberia y no a
la Antártida. Piper defiende que su supercontinente es de
mejor calidad paleomagnérica que Rodinia, ya que sólo
presenta cinco ambigüedades paleomagnéricas, frente a
las 18 de su competidor. Los próximos años decidirán
quién es el vencedor de esta pequeña batalla científica;
hoy nos toca asombrarnos de los avances de las técnicas
de reconstrucción de la historia de la Fierra, que nos
han permitido llegar tan lejos.
Rodinia, o Paleopangea, tuvo (a diferencia de otros
supercontinentes, y a semejanza de algunos imperios) una
muerte lenta: comenzó a desmembrarse hace mil millo­
nes de años, pero no terminó de hacerlo hasta después
de 600; poco después seria de nuevo reconstruido, cul­
minando un perfecto ciclo de Wilson; pero esto es ya
parte de la historia moderna de la Tierra, que trataremos
en el capítulo siguiente.

El Gran Frío

Aunque ni) estamos seguros del momento, sabemos que


los hielos volverán a cubrir Europa y Norteamérica, como

121
B u j g r a i -' í a de la Tierra

lo hacían hace 20.000 años. Esto significa que, para pe­


riodos algo superiores al milenio, el clima es un sistema
relativamente predecible, que funciona al ritmo de la
cantidad de energía solar que la Tierra recibe, una cifra
que depende a su vez de la forma de su órbita, y de su
posición en ella. Esta escala de tiempo es interesante
para plantear problemas que conciernen a ia especie hu­
mana. Por ejemplo, ¿qué futuro climático nos aguarda,
dentro de tres o cuatro milenios? Abordaremos esta cues­
tión en el capítulo sexto; ahora nos interesa intentar
comprender el clima no desde el punto de vista dei hom­
bre, sino del del planeta. Esto significa estudiar sus va­
riaciones en periodos de centenares de millones de años:
pasar de la escala de los periodos glaciales, que se producen
aproximadamente cada cien mil años, a la de las glacia­
ciones-7, que duran decenas de millones de años.
Un primer concepto a discutir es si tiene sentido ha­
blar de un «clima normal» para la Tierra. Si el registro
climático fuese representativo (es decir, si estuviésemos
seguros de que todas las glaciaciones ocurridas han deja­
do una huella que podamos reconocer), entonces debe-
riamos concluir que la Tierra es climáticamente «nor­
mal» cuando no hay glaciares a nivel del mar, ya que no
los ha habido durante el 90% de su historia. Averiguar
qué sucedió (¿qué falló en el termostato?) durante el 10%
restante de la historia de la Tierra sería tanto como com­
prender el sistema climático, algo que, dada la incierta

'T Las glaciaciones son los periodos de la historia de la Tierra en los que, como ac­
tualmente, hay una cantidad importante de hielo sobre ios continentes a nivel del
mar (y no sólo sobre las montañas). Dentro de ellas se distinguen periodos gla­
ciales (máximo frío, el hielo avanza) e interglaciales (el hielo retrocede). La Tie­
rra atraviesa actualmente un periodo intergiaciaJ de una glaciación que comenzó
hace quince millones de años.

12 2
B kk ; rakí \ oí ; i . a '1' ikrra

senta una paradoja: las glaciaciones se producen en la se­


gunda mitad de la evolución del Sistema Solar, cuando,
según vimos en el capítulo anterior, el Sol calentaba cada
vez más los planetas. Esta paradoja, que es una variante de
la del joven Sol frío, podría resolverse, como aquélla, con
una atmósfera primitiva muy densa que provocase un in­
tenso efecto invernadero. El problema es que no pode­
mos estar seguros de que la Tierra no haya experimenta­
do alguna glaciación durante el Arcaico: las rocas de esta
edad son tan escasas que no constituyen un registro fiable.
Por ello, la historia climática de la Tierra comienza
en la práctica al principio del Proterozoico y (muy apro­
piadamente) en el helado norte de Canadá, cerca del la­
go Hurón. Allí, unos conglomerados angulosos de 2.300
a 2.150 millones de años de edad reposan sobre un pa­
vimento estriado; los dos rasgos parecen indicar que se
trata de una tillita, o sea un sedimento glaciar28 (una mo­
rrena) compactado. Se han localizado rocas semejantes,
y de la misma edad, en Africa del Sur y Australia. Aun­
que, como vimos, es prácticamente imposible saber si
los tres continentes formaban uno solo al principio del
Proterozoico, ése es un detalle menor, ya que una gla­
ciación extensa puede, como las actuales, abarcar varios
continentes. El dato esencial para reconstruir el clima es
la paleolatitud de estas formaciones, es decir la latitud
a la que las tillitas se depositaron. Adoptando un modelo
actualista (es decir, suponiendo que las glaciaciones anti­
guas tenían características parecidas a la actual), habría
que esperar paleolatitudes elevadas, por encima de 60°,

:KA diferencia de los cantos transportados por los nos, que se redondean al cho­
car entre sí, las rocas transportadas por los glaciares siguen siendo angulosas. Las
estrías se producen cuando estos bloques rozan contra el lecho rocoso.

124
L a edad adulta

la latitud del sur de Groenlandia. Como hemos visto en


el caso de Rodinia, estos datos no son fáciles de obtener
para rocas tan antiguas; sin embargo, los mejores análi­
sis indican que las tillitas canadienses se formaron a una
latitud de 28°, y las surafricanas, a 11 ±5°; no hay datos
para las australianas. De una lectura literal de estas cifras
se deduce que la glaciación huroniana (como se ha lla­
mado a este periodo frío de principios del Proterozoico)
se desarrolló en los trópicos. Un extraño planeta, la Tie­
rra proterozoica, con un clima aparentemente benigno
que de repente da paso a otro profundamente glacial.
En su libro Las edades de Gaiay James Lovelock ha
propuesto una explicación biológica para esta primera
glaciación. Con su producción masiva de oxígeno, las bac­
terias fotosinteticas hicieron inestables las pequeñas can­
tidades de metano producidas por un tipo de arqueas
llamadas metanógenas, aún existentes hoy. La desapa­
rición de este potente gas de invernadero explicaría la
caída de la temperatura y el desencadenamiento de la gla­
ciación huroniana. Lovelock escribe con gran confianza
sobre su hipótesis: «Este modelo sencillo [...] es resis­
tente y no se distorsiona fácilmente por cambios en la
radiación solar en las poblaciones de bacterias-*' o en los
aportes volcánicos de dióxido de carbono [...]. Está basa­
do en la suposición de que el crecimiento del sistema
bacteriano es máximo a 25 °C, y cesa en el punto de con­
gelación y por encima de 50 °C. Hay un abrupto cambio
de temperatura, como cuando aparece la vida. Los or­
ganismos aumentan rápidamente hasta que se llega a
un nivel estacionario en que crecimiento y muerte se 29

29Recordemos que hasta 1995 las arqueas estaban clasificadas como un tipo de
bacterias.

125
B iografía df . la T ierra

compensan: el sistema evoluciona rápidamente [...] has­


ta aproximarse a un equilibrio. Pronto se alcanza la esta­
bilidad, y el planeta se mantiene en una homeostasis [un
equilibrio biológico] adecuada».
Sin embargo, con los datos en la mano, no es fácil
compartir este optimismo. Por una parte, la hipótesis
está hecha a la medida de las observaciones: si la glacia­
ción huroniana se hubiese producido no hace 2.300 sino
2.000 millones de años, es muy posible que Lovelock
hubiera colocado entonces la desaparición del metano;
cosa que, por cierto, hubiese sido mucho más lógica, ya
que es en este tiempo cuando empieza a acumularse el
oxígeno. Además, la glaciación termina al cabo de 150
millones de años, sin que ningún otro acontecimiento
biológico justifique esta vuelta al «clima normal». Por
último, el concepto mismo de glaciaciones inducidas
biológicamente es de difícil digestión en términos gala­
nos: Lovelock repite que Gaia prefiere un planeta frío.
Entonces, ¿por qué sólo lo ha conseguido durante la
décima parte del tiempo geológico? Por eso es doble­
mente extraño que a este periodo de más de cien millo­
nes de años de frío intenso sucedan 1.300 millones de
años sin glaciaciones. Y más aún que, justo al final del
Proterozoico, esta época climáticamente apacible dé
paso al periodo más frío, y más debatido, de la historia
de la Tierra.
Para intentar comprender esta época excepcional,
conocida con nombres diversos, como Véndico, o inclu­
so periodo Criogénico (o sea, «generador de frío», que
parece especialmente apropiado), tenemos que analizar
un fenómeno que agitó los departamentos universitarios
de física en los años ochenta. La física del caos argu­
mentaba que la evolución de los sistemas complejos era

126
L a edad adulta

impredecible, ya que una mínima variación en las con­


diciones iniciales se agigantaba hasta dominar el sistema
entero. Era el famoso efecto mariposa, según el cual el ale­
teo de uno de estos insectos en Asia podía (o no) ser la
causa de una borrasca en California. El ejemplo no es
del todo casual, ya que, por varios motivos, la meteoro­
logía fue el tema de estudio preferido de la física del ca­
os: había un largo registro de datos meteorológicos con
los que alimentar programas de simulación, aunque el
factor decisivo fue que la eclosión de estas ideas coinci­
dió con los primeros debates sobre el futuro climático
del planeta. De forma que en los grandes ordenadores co­
menzaron a desarrollarse modelos climáticos, de los que
surgieron sorpresas diversas. En su libro Caos, el perio­
dista científico James Gleick nos relata una de ellas:
«Desde hace algunos años, los climatólogos saben
que sus modelos globales de ordenador, con los que simu­
lan el comportamiento de la atmósfera y los océanos, ad­
miten cuando menos un equilibrio absolutamente distin­
to al clima normal. Ese clima alternativo jamás existió en el
pasado geológico, pero parece ser una solución igualmen­
te válida del conjunto de ecuaciones que gobiernan el glo­
bo terráqueo. Algunos clima tólogos le atribuyen el nom­
bre de “clima de la Tierra Blanca”, y lo describen como
una situación en la que los continentes se hallan cubiertos
de nieve, y los océanos, helados. Un mundo como ése re­
flejaría el setenta por ciento de la radiación solar, y sería
por lo tanto absolutamente gélido. La troposfera, o capa
inferior de la atmósfera, contraída por el frío, tendría
mucho menos espesor, y las tempestades que azotasen
la helada superficie, con escasa alimentación térmica,
carecerían de la intensidad de las que conocemos. En ge­
neral, el clima sería tremendamente hostil hacia la vida.

127
B iografia df . la T ierra

Los modelos de ordenador tienen una tendencia tan


acusada a buscar el equilibrio de la Tierra Blanca que los
especialistas se extrañan de que este clima nunca haya
existido. Tal vez sea cuestión de suerte».
El primero en obtener una «solución Tierra Blan­
ca» en sus modelos fue Mijaíl Budyko, del Observatorio
Geofísico de Leningrado, en los años sesenta; pero el
climatologo ruso no creyó que esta «catástrofe de hie­
lo», como la bautizó, tuviese ninguna posibilidad de
haberse materializado. En cambio, una mayoría de los
estudiosos del clima de la Tierra en el Proterozoico cree
hoy que la Tierra no tuvo tal suerte y que, al menos en
una ocasión (y quizá en dos), cayó en la trampa climática
de la Tierra Blanca (o Tierra «bola de nieve»).
Aproximadamente al mismo tiempo que los meteo­
rólogos descubrían que las ecuaciones valían de poco ante
la complejidad de los sistemas naturales, los paleoclimató-
logos confirmaban que la situación de glaciación tropical
que al parecer se había dado al principio del Proterozoi­
co se repetía pero aún más acusada al final de este eón. En
efecto, en un largo periodo comprendido entre 850 y 580
millones de años se formaron abundantes tillitas en Afri­
ca, Norteamérica, Groenlandia, Suramérica, Europa, Asia
central, sur de China, Australia y la Antártida, continentes
situados entonces en posiciones cercanas al ecuador (Fi­
gura 9). Probablemente estos datos representan un con­
junto de hasta cuatro glaciaciones.
El asunto se conoció como «la paradoja de las gla­
ciaciones de baja latitud del Proterozoico terminal»,
y admitía tres posibles soluciones:
—Las reconstrucciones pale ogeográficas eran inco­
rrectas, y las glaciaciones se habían producido realmen­
te cerca de los polos.

128
Biografía df. la Tierra

pocos de los depósitos glaciares pueden ser situados en


una paleóla ti tud bien definida, un estudio reciente no ha
encontrado ni una sola tillita del final del Proterozoico
con una paleolatitud de 60° o mayor. Teniendo en cuen­
ta que existen más de un centenar de ejemplos bien dis­
tribuidos en los seis continentes, este dato parece ser
suficiente para descartar la solución actualista. Definiti­
vamente, debemos acostumbramos a la idea de que las
mayores glaciaciones de la historia de la Tierra tuvieron
los trópicos como escenario.
Esto nos obliga a explorar las otras dos alternativas.
La más extraña de ellas es la que propone una alteración
de la inclinación de la Tierra en el espacio. ¿A quién se le
ocurriría sugerir que la Tierra cabecea tan profunda­
mente que su eje de rotación puede pasar de una inclina­
ción como la actual (24°) a otra próxima a los 60o? ¿Cuál
sería la causa de este cambio, y mediante qué mecanismo
adopta el planeta su postura actual? ¿Hay alguna demos­
tración de que tales cambios son posibles? ¿Y de que han
sucedido realmente?

Un poco de ciencia teórica

En 1861, poco después de publicar Sobre el origen de las


especies, Charles Darwin escribió: «Hace treinta años se
decía siempre que los geólogos sólo deberían observar, y
no teorizar; y recuerdo muy bien a alguien planteando
como ideal que un geólogo, por ejemplo, fuese a una
gravera, contase los guijarros y anotase los colores. Cuán
extraño me parece que alguien no se dé cuenta de que,
para que sea de alguna utilidad, cualquier observación de­
be efectuarse a favor o en contra de una opinión previa».

130
L a edad adul ta

La metodología científica que Darwin estaba criticando


se llama inducción, y defiende que las hipótesis se de­
ben proponer sólo al final del proceso científico. Por el
contrario, el gran biólogo sabía que en el mundo real a
los científicos se les ocurren ideas que intentan com­
probar construyendo aparatos y experimentando con
ellos en un laboratorio (esto es lo usual entre químicos
y físicos), o bien llevando a cabo observaciones dirigidas
(caso más frecuente entre los biólogos y geólogos). Es­
ta metodología, llamada hipotético-deductiva, quedó
perfectamente ilustrada con el caso de Alfred Wegener,
al que le llamó la atención el encaje geométrico de Afri­
ca y Suramérica, y se dedicó luego a buscar datos a favor
de su teoría de la deriva continental. Recordemos, sin
embargo, que en el simposio de Nueva York, Wegener
había sido acusado de no actuar como un científico, si­
no como un abogado, seleccionando tan sólo los argu­
mentos favorables a su tesis e ignorando los adversos.
¿Se puede ser imparcial, cuando se busca confirmar una
hipótesis?
La respuesta a esta pregunta es afirmativa; sin em­
bargo, hay que añadir enseguida que la imparcialidad no
es una plaza de fácil conquista. Los ejemplos son dema­
siado abundantes: en la mayoría de las polémicas que se
han descrito, hemos visto cómo cada científico se encas­
tilla en sus ideas e intenta tener razón hasta el final, con
frecuencia despreciando la opinión de sus contendien­
tes. Esto conduce a veces a situaciones patéticas, que tie­
nen muy poco que ver con la ciencia, y mucho con la
soberbia humana, que afecta en diversa medida a cientí­
ficos y no científicos. Pero la cosa no es simple: ¿debió
Wegener renunciar a sus ideas por absurdas, como le re­
clamaba la mayoría de los geólogos de su época? Hoy

131
BuKÍK.VKÍA I>L LA llLKKA

pensamos que acertó manteniendo su hipótesis contra el


viento y la marea de sus numerosos detractores porque
creemos que estaba en lo cierto, pero ¿cómo distinguir#
priori el límite entre la perseverancia y la simple cabe-
zonería? Luis Alvarez, un conocido geólogo al que en­
contraremos en el capítulo cuarto, dijo que un científico
debe poseer en grado sumo dos cualidades contradicto­
rias entre sí: tesón para explorar una idea hasta el final, y
humildad para reconocer que ha seguido un camino
equivocado. Probablemente éste sea un resumen de lo
que es la ciencia mucho más esclarecedor que cualquier
descripción del «método científico».
En todo caso, la ciencia moderna ha establecido un
sistema, en teoría perfecto, para defenderse de los cabe­
zotas y de los deshonestos: se llama publicación contro­
lada por colegas30, en la cual dos o más árbitros anóni­
mos deciden si las nuevas ideas merecen incorporarse a
ía ciencia oficial mediante su publicación en revistas es­
pecializadas. El problema es que los árbitros no siempre
son insensibles a la fama (buena o mala) del autor, al pres­
tigio o desprestigio de su centro de investigación, a su
dominio de la lingua franca de la Ciencia moderna... as­
pectos todos ellos independientes de la calidad de las
ideas presentadas. Se ha dicho que, como la democracia,
el sistema de peer review es tan sólo el menos malo de los
imaginables.
Volvamos al Proterozoico terminal. La discusión
sobre el clima de esta época es un buen ejemplo de có­
mo, en la práctica, todas las metodologías científicas se
entremezclan en la búsqueda interminable que suscita
nuestra necesidad de comprender.

ni pt^T o sea revisión por iguales.

132
L\ RIMU ADULTA

Planetas como peonzas

Algunas de las preguntas que dejamos planteadas al final


del penúltimo apartado tienen respuestas nítidas; casual­
mente, de nuevo relacionadas con la física del caos. A prin­
cipios de los años noventa, los matemáticos franceses Jac-
ques Lascar y Pierre Robutel propusieron que los ejes de
rotación de los planetas no mantenían una posición espa­
cial fija, sino que variaban de forma impredecible en fun­
ción de sus distintas condiciones dinámicas iniciales: el
efecto mariposa aplicado a la rotación planetaria. En cierto
sentido, esto no supuso ninguna sorpresa, ya que el cabe­
ceo del eje de giro es uno de los movimientos terrestres
bien determinados (y la causa, por ejemplo, de que en un
futuro lejano no sea la estrella Polar, sino una de la cons­
telación de Casi opea, la que señale el norte). Pero lo que
Lascar y Robutel estaban sugiriendo eran cambios mucho
mayores y mucho más bruscos: Urano no estaría «tumba­
do» a causa de una colisión, sino que ésa era la posición
adoptada por su eje de giro en este momento de la evolu­
ción planetaria. Como es sabido, las estaciones son una
característica exclusiva de los planetas con oblicuidad,
mientras que los verticales carecen de ellas. Pero el clima
de los planetas cuya inclinación supera un cierto valor
(54°) cambia por completo, pasando el ecuador a ser la
zona más fría (porque la luz del Sol es allí muy rasante), y
cada polo la más caliente durante la mitad de cada órbita.
Til disposición del eje de giro terrestre podría expli­
car la paradoja de las glaciaciones tropicales del Protero-
zoico. La enorme ventaja de la propuesta de Lascar y
Robutel es que no hay que buscar una causa definida a los
cambios de geometría del eje de giro: se producen caó­
ticamente, o sea de forma aleatoria. A la Tierra le habría

133
B iografía de la T ierra

tocado una posición de alta oblicuidad durante el Prote-


rozoico, y más o menos vertical antes y después, en fun­
ción de la dinámica de los planetesimales que la formaron,
de la misma forma que las oscilaciones de una peonza son
función de la forma precisa del impulso inicial que impar­
timos a ésta, sin que sea posible repetir exactamente cada
una de las series de cabeceos, porque las condiciones ini­
ciales nunca son exactamente las mismas.
El caso de las glaciaciones tropicales puede analizar­
se a la luz de las consideraciones sobre métodos de la
ciencia revisados en el apartado anterior. Una intuición
teórica (el cabeceo de los ejes de giro de los planetas) ba­
sada en una nueva perspectiva científica (la física del caos)
conduce a observaciones dirigidas (búsqueda de indica­
dores climáticos anómalos) como paso necesario para
la confirmación o refutación de la hipótesis. Este parece
un caso típico de aplicación del método hipo té tico-de­
ductivo, Pero en cambio el trabajo de los «detectives del
clima», los paleoclimatólogos, siguió una vía inductiva,
ya que, precavidos ante la posibilidad de una equivoca­
ción, revisaron una y otra vez los datos de paleolatitud de
las supuestas rillitas, hasta llegar a la conclusión de que no
había error, y de que debían buscar una hipótesis que
explicase los datos anómalos. Ya conocemos la fuente de
estas precauciones, que se remonta a James Hutton y su
planeta-en-el-que-nunca-pasaba-nada. El rechazo a pro­
poner que algún sistema terrestre, como el clima, funcione
de manera distinta a la actual, se basa en este tabú fun­
dacional, que sigue pesando de forma no del todo cons­
ciente sobre los científicos que estudian la Tierra.
Dicho esto, hay que añadir que la mayoría de los cli-
matólogos no cree que la propuesta de Lascar y Robutel
resuelva la paradoja, ¿Por qué, sí todo parece encajar? Pues

134
La tDAU ADULTA

porque los mismos matemáticos, en sus cálculos, excep­


tuaron a la Tierra del cabeceo caótico de gran periodo.
¿La causa? La acción estabilizadora de la Luna, que actua­
ría, a través de la conexión mareal estudiada en el capítulo
anterior, como un ancla gigantesca que estabilizaría el eje
de giro. La inestabilidad rotacional sí afectaría a planetas
sin satélites o con satélites pequeños, como Venus y Mar­
te. ¿Se ha podido comprobar en éstos? La única forma se­
ría verificar si existen en ellos rasgos climáticos «descolo­
cados» que nos hablen de un clima «tipo Urano». Pero
esto es imposible en Venus, porque la presión atmosféri­
ca de este planeta es de 90 atmósferas, y una atmósfera muy
densa es un sistema muy eficaz de redistribuir el calor, de
forma que en este planeta no habrá zonas climáticas como
en el nuestro. Marte, por el contrario, podría ser el labora­
torio perfecto para la tesis del cabeceo caótico, ya que úl­
timamente se han descubierto distintos indicios de que su
clima ha sido mucho menos frío en el pasado reciente, y el
mejor sistema para explicar un cambio climático brusco es
precisamente un cambio rápido en la inclinación del eje de
giro. ¿Y en la Tierra? La paradoja podría ser la prueba
de la inestabilidad caótica del eje de giro, pero siempre que
no exista ninguna solución alternativa. El clima de la Tie­
rra Blanca es precisamente esa solución. La que, recorde­
mos, reclamaban insistentemente los modelos de ordena­
dor, aun antes de que los dimatólogos hubiesen explorado
en detalle el clima del Proterozoico terminal.

La Tierra Blanca

El periodo Véndico, con el que acaba el Proterozoico,


encierra hasta cuatro paradojas. La primera es el hecho

B5
B iografía , de la T ierra

mismo de las glaciaciones tropicales. La segunda, una


consecuencia de la primera: ¿por qué no funcionó en es­
ta época el termostato carbonato-silicato que se describió
en el capítulo anterior? La tercera, la abundancia del hie­
rro bandeado (que en teoría debería haber dejado de
formarse al final del Arcaico, al aumentar la concentra­
ción de oxígeno en los océanos), que parecería indicar
que durante este periodo el oxígeno escaseó en los océa­
nos. Y la cuarta, la yuxtaposición de indicadores climáti­
cos contrapuestos: las tillitas alternan con calizas masivas,
que representan depósitos en mares cálidos. Todos estos
indicios encajan en la hipótesis de la Tierra Blanca, que
propuso en 1998 un equipo dirigido por nuestro conoci­
do Paul Hoffman: la situación de la mayoría de los conti­
nentes cerca del Ecuador traería como consecuencia un
máximo en la meteorizadón química, proceso que, como
sabemos, consume dióxido de carbono, el principal gas de
invernadero de la atmósfera moderna. De esta forma, la
temperatura de la Tierra comenzaría a descender, y el es­
tablecimiento de los primeros glaciares en las montañas
acentuaría este proceso, ya que el hielo rechaza práctica­
mente todo el calor solar. De esta manera, el enfriamien­
to se autoalimentaría hasta que los glaciares cubriesen
también las tierras bajas (neutralizando así el termostato,
ya que no habría rocas que meteorizar) y llenasen los océa­
nos de icebergs. No todos los defensores de la hipótesis
están de acuerdo en que el océano universal se haya hela­
do por completo; pero algunos modelos pronostican una
cantidad total de hielo diez veces superior a la que cubrió
la Tierra en lo más duro de la actual glaciación.
Veamos si la hipótesis Tierra Blanca es capaz de expli­
car las peculiares paradojas proterozoicas. En esta época, la
radiación solar era solamente un 6% menor que la actual,

136
L.\ tLMU ASJUJ.TA

lo que no justifica que hubiese glaciares a nivel del mar en


posición tropical; hace falta por lo tanto un mecanismo es­
pecial para el enfriamiento del planeta, y hay que recono­
cer que el propuesto, aunque simple (continentes en lati­
tudes bajas) es al menos coherente. La posible anoxia de
los mares véndicos, necesaria para dar razón de los depó­
sitos de hierro, sería explicable tan sólo con un océano
totalmente helado (el hielo impediría la renovación del
oxígeno consumido por la vida marina), pero ello plantea
un problema mayor del que resuelve: ¿cómo sobrevivió
la biosfera? Las bacterias podrían haberse refugiado en
volcanes submarinos, pero en el Proterozoico había ya
importantes poblaciones de algas, y éstas necesitan oxíge­
no. Lo cual ha llevado a Hoffinan a una propuesta de com­
promiso, en la que la cubierta de hielo se rom pena ocasio­
nalmente, lo bastante como para oxigenar algunas zonas
someras* Por último, las calizas representarían el final de la
glaciación, y se formarían cuando los volcanes, no antes de
algunas decenas de millones de años, hubiesen logrado
acumularla suficiente cantidad de CO, como para regene­
rar el efecto invernadero y fundir el hielo. Esta acumula­
ción podría haber sido muy importante, ya que al estar to­
das Jas rocas cubiertas por el hielo y la biosfera al borde de
la extinción, no habría apenas consumo de CO,, Una vez
comenzada, la fusión se desarrollaría de forma catastrófica,
al volver la Tierra a aceptar más calor solar. Con ello, se
pasaría de un clima glacial extremo a otro de sauna (¿de
-50°C a +50°C?) en cuestión de siglos: probablemente
el contraste climático más brutal de la historia del planeta.
Según el equipo de Hoffinan, el clima de la Tierra
Blanca se repetiría al menos dos veces, y quizá cuatro,
entre 850 y 580 millones de años, hasta que la lenta dan­
za de las placas litosféricas alejase a una parte de los con­
BlOli RAFIA DE LA TlERRA

tinentes de su peligrosa posición ecuatorial. Los detrac­


tores de la idea se preguntan por qué hay carbonatos so­
bre algunas tillitas y no sobre otras, y por qué a veces
unos y otras están intercalados, como si las condiciones de
glaciación e invernadero hubiesen alternado repetida­
mente. Otro problema reside en el estroncio de masa 87.
Este isótopo es producido por los granitos, y se acumu­
la en los sedimentos marinos como resultado de la erosión
de los continentes. En una Tierra Blanca, sin erosión, la
cantidad de 87Sr debería descender en picado; pero algu­
nas investigaciones registran exactamente lo contrario,
como si los nos no hubiesen dejado de trabajar.
Está por ver si el modelo aguantará los ataques. Lo
que sí explica son varios descensos bruscos en la abun­
dancia relativa de carbono 13, producidos hace 840, 810,
720 y 590 millones de años, y que son los más acusados
de toda la historia de la Tierra, una prueba de que la vi­
da estuvo a punto de estrangularse: sin consumo de 12C,
el isótopo de masa 13 queda diluido. La idea de que la
causa última de esta situación límite pudo no ser otra que
una disposición específica de los continentes constituye un
buen tema de reflexión: una ocasión para volver a medi­
tar si la vida es frágil o resistente. La Tierra Blanca ha
constituido la mayor sorpresa sobre la historia de la Tie­
rra en el fin de siglo. Como dijo el comentarista de una
revista científica, «ya no hace falta bajar hasta el Arcaico
para encontrar cosas raras».

El árbol, o más bien arbusto, de la vida

Junio de 2001. Un periódico de difusión nacional publica


en sus páginas de ciencia una noticia de dudoso interés:

138
L a edad adulta

«Un estudio confirma que no hubo paso de genes de


bacterias al genoma humano». Un poco más adelante
encontramos la explicación de por qué este hallazgo ha
merecido cuatro columnas: «estas pruebas están apla­
cando los temores sobre los organismos genéticamente
modificados». En todo caso, se insiste en que lo que se
ha demostrado es que no hubo paso directo de genes. Pe­
ro esto no es decir gran cosa: Homo sapiens, recién llega­
do, como vimos, al escenario de la biosfera, sólo ha te­
nido unos cientos de miles de años para recibir genes
ajenos, mientras que las bacterias llevan 4.000 millones de
años de generoso reparto de su dotación genética. A ve­
ces infectando y matando, otras veces siendo utilizadas
como mano de obra (genética) esclava; y algunas más,
para beneficio mutuo de invadido e invasor. Con todo
este trasiego, la biosfera ya no es lo que era; y el famoso
árbol de la vida, tampoco.
Este concepto, tan simple y tan reverente al tiem­
po, de que la biosfera puede asimilarse a un árbol frondo­
so, de tronco único y múltiples ramas, está profundamen­
te arraigado (por una vez esta palabra se puede emplear
literalmente) en la biología moderna. El mismo Charles
Darwin especuló sobre la ascendencia común de todas
las especies modernas, que provendrían de un conjunto
menor de especies ancestrales, y así hasta el origen de la
vida. La ilustración más lógica de este principio de com­
plejidad creciente de la vida era un árbol, y así se ha re­
presentado desde Darwin hasta muy recientemente, con
la etiqueta «Ultimo antecesor común» (que sería la pri­
mera célula viva) en la raíz. Sin embargo, a finales de los
años sesenta los biólogos moleculares comenzaron a usar
una nueva herramienta para averiguar relaciones de pa­
rentesco entre las ramas del árbol. Se trataba de los genes

139
Biografìa »e la Tierra

contenidos en moléculas que forman parte de los ribo-


somas, las «factorías» celulares de proteínas. A través de
ellos se pudieron confirmar algunas sospechas evoluti­
vas, pero también (como siempre que una nueva tecno­
logía se pone a punto) se destaparon unas cuantas sor­
presas. Los puntos confirmados eran:
—Que algunos órganos de la célula eucariota, como
los cloroplastos (fábricas de oxígeno en la función cloro­
fílica) y las mitocondrias (útiles precisamente para tratar
el oxígeno) son bacterias asimiladas para que vivan en
simbiosis. La prueba es que aún conservan genes del tipo
de ios que tienen las bacterias. Lynn Margulis (a quien en­
contramos en el capítulo anterior en una discusión sobre
la protoatmósfera terrestre) fue quien primero propuso
esta idea en 196L
—Que los eucariotas (organismos uní o pluricelula­
res, de células con núcleo, y que incluyen las algas, los
hongos, los animales y las plantas) evolucionaron a par­
tir de los procariotas (organismos unicelulares, de célu­
las sin núcleo, como las bacterias) hace unos 3.000 mi­
llones de años. Según Margulis, también el núcleo es un
antiguo procariota asimilado.
La gran sorpresa fue que existía un tercer grupo de
seres vivos diferente a los procariotas y a los eucariotas.
Hacía sólo dos décadas que los batiscafos más osados
habían traído a la superfìcie unos tipos de bacterias des­
conocidos hasta entonces, aficionados a vivir en el límite,
junto a las chimeneas hidrotermales, a miles de metros
de profundidad. Al principio, debido a lo primitivo de su
dotación genética, los llamaron arqueobacterias; pero el
análisis de estos genes demostró que estaban muy aleja­
das de las auténticas bacterias, por lo que se cambió su
nombre a arqueas. Sorprendentemente, el modo en que

Í4Í)
La edad mi ulta

replican su material genético es más parecido al de los


eucariotas, por lo que en el árbol evolutivo, que iba com­
plicándose cada vez más, ocuparon una rama intermedia
entre procariotas y eucariotas, pero más cercana a estos
últimos (ver de nuevo la Figura 5).
La otra sorpresa lo fue sólo a medias: la transferen­
cia lateral de genes se reveló un proceso tan extendido
que el árbol de la vida se transformó en un arbusto, con
múltiples tallos y ningún tronco, como suelen ser los ar­
bustos. Por supuesto que las personas a las que les preo­
cupen los alimentos transgénicos pueden respirar tran­
quilas: estos procesos han requerido miles de millones
de años, y con seguridad miles de millones de ensayos.
Sobre todo, se han producido porque son beneficiosos
para la célula receptora: ¿cómo fabricarían las plantas el
oxígeno que ha hecho de nuestra atmósfera algo único
en el Sistema Solar sin las bacterias que asimilaron? Más
aún, ¿cómo trataríamos ese oxígeno los animales sin
nuestras bacterias convertidas en mitocondrias? Por en­
cima de estas alarmas, el gran damnificado en esta bata­
lla bioquímica por conocer en detalle nuestros orígenes
es el concepto de árbol de la vida, no en el sentido icó-
nico sino en otro más profundo. Desde Darwin, nos he­
mos acostumbrado a considerar la evolución como un
proceso vertical, que se desarrollaba exclusivamente en
función dei tiempo, y cuyas unidades (las especies) eran
cápsulas genéticas cerradas. Ahora sabemos que debe­
mos imaginar una biosfera mucho más plástica, en la que
los procesos de hibridación son decisivos, y en la que ía
búsqueda de una «primera célula viva» resulta ser un
ideal sin sentido. Uno de los investigadores que ha con­
tribuido a modificar el árbol en arbusto ha escrito: «El
antecesor no puede haber sido un organismo particular:

141
Biografía df. i.a Tierra

era un conglomerado difuso de células primitivas que


evolucionó como una unidad, y que en un momento dado
se desarrolló hasta un punto en el que se separó en co­
munidades distintas, que a su vez se convirtieron en las
tres lineas principales de la vida: bacterias [proeariotas],
arqueas y eucariotas».
Si aplicamos a esta investigación el esquema induc­
ción contra deducción, podremos comprobar su perfecto
cumplimiento de la metodología hipóte tico-deductiva:
un concepto teórico (el «árbol de la vida») se somete a
verificación experimental, lo que en este caso resulta en
su modificación profunda.

El registro de la VIDA PROTEROZOICA:


DE LOS BIOMARCADORES A LAS COLINAS DE EdIACARA

Desde el punto de vista paleontológico, no hay una dis­


continuidad apreciable entre Arcaico y Proterozoico. Las
adquisiciones evolutivas básicas de los procariotas ya ha­
bían tenido lugar en el eón anterior. Sin embargo, las
técnicas de detección de microfósiles, y sobre todo de bio-
marcadores, han avanzado mucho, lo que significa que te­
nemos un registro mucho más completo que el de hace
unos años. A mediados de los años ochenta aún se soste­
nía que los primeros eucariotas habían surgido hacía unos
1.400 millones de años. En 1999, la detección de estera-
nos (compuestos de carbono que son productos típicos
del metabolismo de células nucleadas) en rocas de hace
2.700 millones de años en el oeste de Australia fue la pri­
mera prueba de que los eucariotas se acercaban a su edad
teórica de separación de los procariotas, unos 3.000 mi­
llones de años. Según esto, los primeros seres complejos

142
La f.dad adulta

habrían estado acompañando a ías bacterias desde el Ar­


caico. Complejos y de reproducción sexual, habría que
añadir. ¿Qué ventajas aporta el sexo? Al menos una fun­
damental: al «revolver» los genes en cada generación,
permite a las poblaciones desembarazarse de las mutacio­
nes perjudiciales en paquetes, cuando el individuo que
posee varias muere antes de alcanzar la edad reproductiva.
Lo que sí parece un invento de la biosfera protero-
zoica son los animales, es decir, ios seres con tejidos dife­
renciados y cavidad interna. Desde hace algunos años, los
biólogos moleculares han predicho que, a juzgar por las
diferencias genéticas con otros eucaríotas, el reino Ani-
malia tiene que haber existido desde hace unos 1.200 mi­
llones de años; sin embargo, hasta finales de los noventa, el
registro fósil no daba más allá de unos míseros 600 m.a.
En 1998, un equipo dirigido por un prestigioso paleon­
tólogo alemán, Adolf Seilacher, de la Universidad de
Tubinga, publicó el hallazgo de surcos aparentemente for­
mados por gusanos fósiles en rocas de 1.100 millones de
años situadas en el centro de la India. Estos gusanos pa­
recen haberse movido, como las lombrices actuales, me­
diante la contracción rítmica de los músculos, lo que re­
quiere una cavidad interna y un aparato muscular. Pero
no todo el mundo está convencido del hallazgo: por una
parte han surgido dudas sobre la edad real de las rocas,
que algunos paleontólogos indios dicen que podría ser
mucho menor. Por otra, se ha planteado una objeción
muy práctica: si había gusanos recorriendo los fondos ma­
rinos hace 1.100 millones de años, ¿dónde se escondieron
sus sucesores durante los 500 millones de años siguientes?
Un acontecimiento que ha dejado huellas indiscuti­
bles en la biosfera proterozoica son las glaciaciones del
Véndico. El descenso de carbono de origen biológico

143
L.\ fcDAD ADULTA

el de «estilo de vida»: por vez primera encontramos ha­


bitantes del fondo, reptantes, excavadores y filtradores.
De hecho, Ediacara inventa todos los oficios biológicos
salvo los de depredador y carroñero. Gracias a ello se ha
podido conservar esta fauna: Ediacara fue el último mo­
mento en la historia del planeta en el que «trozos de car­
ne» de buen tamaño podían quedar intactos en el fondo
marino hasta que las bacterias los corrompían, o los se­
dimentos los enterraban.
Vaya un momento para probaturas, podría argüir-
se, y con razón: lo más sensato que podía hacer este ex­
traño grupo era extinguirse rápidamente, como en efec­
to hicieron. Pero nos dejaron como herencia una serie
de hermosos enigmas científicos: ¿Fueron realmente
un ensayo de la vida para pruebas mayores, que vendrían
enseguida? ¿Cómo compaginar su aparición y desapari­
ción meteóricas con su distribución universal? ¿Por qué
apenas hay vestigios de organización tipo Ediacara en la
fauna que aparece sólo cien millones de años después?
¿Implicaban algunas morfologías (como la simetría tri-
rradiada) desventajas fundamentales respecto a otras que
sí se repitieron, como la pentarradiada? ¿Por qué hay en
Ediacara tan pocos organismos de simetría bilateral, que
fue la que predominó en la biosfera moderna? Por últi­
mo, Adolf Seilacher nos regala la mejor polémica, argu­
mentando que en realidad los organismos de Ediacara
no eran animales, sino procariotas muy evolucionados.
No encuentra indicios de cavidad interna ni de tejidos di­
ferenciados, y propone que el fracaso de este intento se
debió a que no había soluciones innovadoras al problema
de la alimentación y transporte bioquímico, sino una or­
ganización general tipo «colchón de playa», formas pla­
nas con acolchamientos interconectados. Dickinsonia,

145
BrotiKAKiA LJK 1-A TIERRA

una especie de torta de un metro de diámetro y pocos


milímetros de grosor, es su ejemplo preferido: en lugar
de boca y un sistema digestivo, este organismo quizá
absorbía su alimento a través de toda su superficie. Si
esto es así, Ediacara estaba experimentando, entre otras
cuestiones, el aumento del tamaño corporal a costa de
un gran aumento de superficie; así, cualquier punto del
organismo podía intercambiar productos metabólicos
con el exterior. Se ha propuesto que Dickinsonia, como
los corales actuales, viviría en simbiosis con algas fo-
tosintéticas, lo cual también explicaría su gran superfi­
cie, que podría absorber mucha luz, Pero este aumento
de superficie complicaría, hasta hacerla inviable, la ta­
rea de mantener la temperatura del organismo, por lo
que éste seria enormemente frágil ante los cambios cli­
máticos.
Y, sin embargo, la fauna de Ediacara había surgido
va en un periodo de frío extremo, ¿Cómo pudo Llegar
Dkkinsonia a su tamaño, contra el clima y contra la ter­
modinámica: Seilacher no responde a esta pregunta, y
deja planteado un interrogante sobre su extinción: qui­
zá un acontecimiento exterior (¿un impacto?) borró de
la biosfera a este último intento de explotar hasta el lí­
mite las características de la vida unicelular. Seguramente
la fauna de Ediacara coexistió con animales auténticos,
como gusanos. Esto significaría que, en este momento
del fin del Proterozoico, la vida pudo elegir entre dos
planes anatómicos totalmente distintos. Al optar por or­
ganismos con cavidad interna, estaba dando paso a la
biosfera que conocemos; pero el hecho de que la alter­
nativa existiese es, para algunos científicos, una prueba
de que el mundo vivo está gobernado por pautas aleato­
rias. Seilacher remata uno de sus estudios sobre la fauna

146
La fuá i » mí 1*1.1' a

de Ediacara con una broma dirigida a los exobiólogos,


los especialistas en imaginar vida fuera de la Tierra: si te­
nemos curiosidad por saber el aspecto que podrían pre­
sentar formas alienígenas de vida (es decir, organismos
con un plan estructural totalmente distinto al nuestro),
dice, no hace falta que viajemos a planetas lejanos, ya que
existieron en el planeta Tierra. Se conocen como launa
de Ediacara.

La biosfera en el Proterozoico y la discutida


MARCHA HACIA EL PROGRESO

La teoría darwinista de la evolución es muy sencilla en


m

sus enunciados básicos, ya que consta de dos proposicio­


nes y una conclusión, todas ellas indiscutibles. Las dos
primeras son que los organismos varían, y que algunas
de las variaciones son heredadas por sus descendientes,
en general demasiado numerosos para sobrevivir todos.
La conclusión es que los descendientes que varíen en el
sentido de mayor compatibilidad con el ambiente ten­
drán mayores oportunidades de sobrevivir. Siglo y me­
dio de avance de la biología no han alterado la acepta­
ción del darwinismo básico, aunque sí han sido testigos
de encendidas discusiones sobre sus implicaciones inás
ideológicas, y en concreto sobre la falta de propósito que
se desprende de un mundo gobernado por el azar de las
variaciones y el de los cambios ambientales. Fue este
materialismo inherente a la teoría evolucionista el que
soliviantó a la sociedad victoriana en la que nació la idea,
y el que sigue siendo digerido a duras penas por muchas
personas que poseen una cultura religiosa, incluidos no
pocos científicos.

147
B iografía l > f la T ierra

Sin embargo, algunos especialistas se quejan de que


la historia de la vida se sigue leyendo en una clave deter­
minista que en realidad está basada en el sustrato reli­
gioso de la sociedad occidental. El más señalado entre
estos protestones es el paleontólogo Stephen Jay Gould,
de la Universidad de Harvard. Gould, a quien tras las
muertes de Asimov y Sagan muchos señalan como el
mayor divulgador científico vivo, I i lira desde hace años
una batalla dialéctica a favor de la contingencia, una te­
sis que ha expuesto en un sinfín de escritos, entre los que
destaca su libro La vida maravillosa. La gran bestia negra
de Gould es la idea de «progreso» que queda explícita
en un archiconocido icono de la evolución humana en el
que los sucesivos primates desfilan hacia el futuro como
un ejército bien organizado. La idea subyacente, según
argumenta el paleontólogo, es la del Hombre-Rey-de-
1 a-Creación, la culminación final de un proceso laborio­
samente conseguido que, pasase lo que pasase, no podía
tener un final distinto del que ha tenido. En otras pala­
bras, dice Gould, se está intentando traducir al lenguaje
científico el relato del Génesis, añadiendo los temas del
progreso biológico y del «inevitable» ascenso hacia la
complejidad.
Por el contrario, Gould defiende, apasionadamente,
que el surgimiento de Horno sapiens es el resultado final
de una larguísima serie de casualidades, entre las que ci­
ta la aparición, en un grupo marginal de peces, de aletas
con un radio central capaz de sostener el peso del cuer­
po fuera del agua, un requisito anatómico imprescindi­
ble para que evolucionasen los vertebrados terrestres; y
la caída del asteroide que fulminó a los dinosaurios,
acontecimiento sin el que los mamíferos nunca hubiesen
podido desarrollarse como lo hicieron. Sostiene Gould

148
L\ KDAD ADULTA

(¡otro admirador de las bacterias!) que el rasgo predomi­


nante de la biosfera es la estabilidad del esquema proca­
riota (bacteriano). No es sólo que las bacterias hayan rei­
nado sobre la Tierra en solitario durante al menos mil
millones de años, sino que, aun compartiéndola después
con los eueariotas, siguen siendo con enorme diferencia
el tipo básico de vida, lo cual es un serio argumento con­
tra la inestabilidad de lo complejo. Para Gould, tanto el
Proterozoico como el Arcaico y el Fanerozoico son «las
eras de las bacterias», porque sólo una mínima parte de
la biosfera se ha hecho compleja; y su mejor demostra­
ción es que nada de lo que el hombre haga al medio am­
biente planetario puede poner a las bacterias en peligro,
aunque la capacidad humana de exterminar animales y
plantas sea formidable.
Si el progreso hacia lo complejo formase parte in­
trínseca del tejido de la evolución, aquél habría sido con­
tinuo, justo lo contrario de lo que muestra el registro
paleontológico: larguísimos periodos sin avances alter­
nando con cortas épocas frenéticas, en las que la biosfe­
ra inventa sin medida. En concreto, 3.000 millones de
años de seres unicelulares (¿por qué tardaron tanto los
animales?) seguidos de cinco millones de años de inten­
sa creatividad’1, y rematados por quinientos millones de
años de variaciones sobre el mismo tema. Por otra parte,
están las extinciones masivas, que evidentemente no han
podido ser programadas, y cuyos supervivientes parecen
serlo por suerte y no por las cualidades que trabajosa­
mente adquirieron en el curso de millones de años de
adaptación a un medio que de pronto cambia sin ningún
miramiento. Gimo dice Gould con evidente fruición,

11 Se refiere al comienzo Het hncrnzoia), que se estudia en el capitulo siguiente-

149
B u x í r a f ú tu: LA T i FRH í .

las extinciones masivas pueden hacer descarrilar cual­


quier refinado experimento evolutivo. Cuando hace 225
millones de años se extinguieron 96 de cada 100 especies
marinas no hubo mucho margen para plantear la supervi­
vencia del más apto: se extinguieron grupos enteros, en­
tre los que sin duda habría especies mejor y peor adapta­
das. En estos periodos (de alguna manera semejantes a
las guerras de los humanos) rigen «reglas evolutivas dis­
tintas»: de entre todo el plancton que vivía hace 65 mi­
llones de años, sólo las diatomeas, un grupo de algas, so­
brevivió. Lo hizo gracias a su capacidad de mutar a una
espora de reposo cuando hay menos alimentos, pero es­
to no autoriza a suponer que las diatomeas habían pre­
visto la caída de un asteroide sobre la Tierra. Se podría
decir, más bien, que las diatomeas tenían un as en la man­
ga, y que la mecánica celeste las colocó en el trance de
tener que usarlo.
El discurso de Stephen Jay Gould es una batalla más
de una larguísima guerra que comenzó, como tantas, en
el siglo de oro de la filosofía griega, con Parménides y
Heráclito defendiendo respectivamente el deterninismo
más absoluto y el más brutal azar. Y, aunque Demócrito
intentó una síntesis («todo lo que sucede es fruto del azar
y de la necesidad»), la realidad es que la ciencia moderna,
desde Newton sobre todo, ha sido ferozmente determi­
nista, despreciando la indeterminación como el lastre
de un conocimiento insuficiente. Propuestas como la de
Gould nos invitan a completar psicológicamente la revo­
lución darvinista reconociendo que la biosfera (la Natu­
raleza, si preferimos) no ha sido hecha a medida del hom­
bre, sólo un invitado casual, y sin duda no el último, a la
Tierra. Un discurso humilde, fácil de leer en clave ecoló­
gica, y una sana interpretación de la biosfera.

150
L a i DAD ADULT\

El fin de una iarga eternidad

El eón Proterozoico abarca un 40% de la historia de la


Tierra. Al comenzar este periodo, el rugiente interior
del planeta experimentaba catastróficas avalanchas sóli­
das de las que quizá nacieron los continentes, y su nú­
cleo apenas estaba comenzando a cristalizar. Un caliente
océano universal salpicado de unas pocas islas volcánicas
y de los primeros gérmenes de los continentes cubría
unos fondos plagados de chimeneas submarinas, y una
sucia atmósfera ultra densa de CO, era atravesada aún,
ocasionalmente, por asteroides que producían conmo­
ciones globales en la apenas organizada biosfera, cuyo
estreno más reciente era la célula con núcleo.
La Tierra que sale del Proterozoico es totalmente
distinta. Por una parte, el interior ha evacuado una bue­
na parte del calor primordial, de forma que la convec­
ción se ha estabilizado. Los continentes se han vuelto
rígidos, y danzan a través del globo un baile que, en últi­
mo término, es el gran motor de la evolución. La vida,
sin embargo, se estanca, como si no tuviese interés en
colonizar nuevos ambientes. Desde la mitad del periodo
podemos ya dibujar los increíbles mapamundis de los
tiempos antiguos. Las pangeas marcan la pauta de la his­
toria del mundo proterozoico, que termina con un su-
percontinente (¿Rodiniar ¿Paleopangea?) que se resiste
a morir, y que no io hará hasta el Fanerozoico, el siguien­
te eón.
Esto significa que el tránsito entre la Tierra inter­
media y la moderna, que se ha fijado en 550 millones
de años, no está determinado por acontecimientos in­
ternos: Rodinia prosigue su lenta desintegración, lo
que provoca unos mares elevados. ¿O quizá serán éstos

151
Biografía de la Tierra

consecuencia de la fusión de los glaciares del Véndico?


No parece muy probable, ya que los hielos vuelven a
avanzar al principio del Fanerozoico. La única novedad
importante la proporcionan los seres vivos: hay una dra­
mática aceleración de la vida tras pasar la frontera, tan
brusca que durante años se creyó que la evolución no
podía explicarla. Hoy hemos podido comprobar que el
big bang de la evolución es real, aunque seguimos tan im­
potentes para explicarlo como en tiempos de Darwin.
Así, aún intentando comprender, entramos en el
epílogo de la historia...

Tabla 2
Acontecimientos clave en la Tierra proterozoica
(2.500-550 m.a.)
. .J. , ; ' mi' -::f i V' W * > í • * .;-v4-ï
Edad (m. a.) ■ Datos Interpretación
£ : **'•>*
t - —^ i• * * s \ * ^ r* $ y. ^X « ; ' c •" \k • r-
2.400-2.000 Desaparece la pirita Acumulación de oxígeno
2.300-2.150 Ti 11 i tas de baja palco latitud Glaciación tropical
2.000 [Estructura de Vredefort Impacto asteroîda)
Máximo de magnetismo c?
1,800 ; Laurcntia se une a Báltica ¿Primera pangea?
1.400-1.300 Intenso magmatismo Ruptura de la Ia pangea
anorogenieo
1.100 Surcos en sedimentos jPrimeros animales?
1.100 Orógeno de Grenville Supercontinente de
Rodinia
850-580 Tillitas universales ¿Tierra Blanca?
700-550 Desciende la actividad ¿Primera extinción?
orgánica
670 Fauna de Fdiacara ¿Primeros animales?

152
Capítulo OI

La Tierra moderna

El big bang de la vida

No lo parece a primera vista, pero la historia de la vida y


la Guerra Fría pueden estar muy relacionadas. En 1995,
y como resultado de la apertura a los civiles de una zona
del Artico siberiano que albergaba antiguos radares an­
timisiles, geólogos rusos y norteamericanos pudieron
estudiar por vez primera una serie de estratos deposita-
dos hace 530 millones de años, en el periodo Cámbrico
Inicial32, casi justo al principio del Fanerozoico. Las ro­
cas no sólo estaban llenas de fósiles, sino que tenían in­
tercaladas coladas de lava que permitieron datarlas con
precisión. Las edades redujeron el tiempo de nacimien­
to de toda la biosfera moderna a unos simples cinco mi­
llones de años. De toda la biosfera que existió hace 531
millones de años, lo único que se ha conservado son
unas conchas insignificantes; pero cinco millones de años
después habían aparecido diez nuevos fila (plural de filum.,

Lús eones (por ejemplo, el Fanerozoico) se dividen en periodos (por ejemplo, el


Cámbrico, entre 550 y 505 millones de años), y éstus en épocas Inicial, Media y
Final, Las épocas también se escriben con mayúscula porque corresponden a pe­
ríodos de tiempo bien definidos: por ejemplo, el Cámbrico Inicial abarca desde
550 hasta 530 m.a.

153
B uhírafla de la T ierra

grupo de animales que comparten el mismo diseño bási­


co). Cinco millones de años parece mucho tiempo, pero
no lo es, teniendo en cuenta que una simple especie pue­
de durar hasta diez millones de años. Y, sobre todo, que
en la «explosión» aparecen representantes de todos los
grupos del reino animal: gusanos, artrópodos (los an­
tepasados de los insectos y los crustáceos), equinoder­
mos, celentéreos (los modernos corales), esponjas, mo­
luscos,.. hasta un cordado, el antecesor de todos los
vertebrados. En total, hasta veinticinco planes anatómi­
cos diferentes. Este esfuerzo creativo parece agotar la
capacidad de improvisación de la biosfera, ya que en los
restantes 500 millones de años ésta no hace más que re­
tocar lo inventado, sin aportar ni un solo diseño nuevo.
Pero lo más inexplicable sigue siendo lo repentino del
acontecimiento, que le ha merecido el apelativo de big
ba?ig de la evolución, y la reputación de ser la mayor pa­
radoja de la biología evolutiva.
En tiempos de Darwin, este brusco ensayo general
de la vida fue considerado un serio obstáculo real al evo­
lucionismo, puesto que se parecía mucho más a una crea­
ción que a la lenta transformación de unas especies en
otras que propugnaba el darwinismo. Los evolucionis­
tas, con el mismo Darwin a la cabeza, consideraron en­
tonces que el salto no era real sino debido a lagunas en el
registro: argumentaron que no faltaba tiempo para la
evolución, sino fósiles que la demostrasen. Sin embargo,
como vemos, la mejora del registro no ha hecho sino
ahondar en lo brusco del salto. Este sigue incluso incre­
mentándose: en 1999, otro guiño del final del deshielo
político ha permitido la localización en China de los pri­
meros peces fósiles, que jtambién vivieron en el Cám­
brico Inicial! Las preguntas son diversas: ¿Dónde están

154
La Tikrra modkrxa

los antecesores de toda esta fauna? ¿Por qué se extinguió


la mayoría de los diseños? ¿Por qué no hay diseños nue­
vos desde entonces? ¿Había algo diferente en el ambien­
te del Cámbrico Inicial? ¿Podría ser que la evolución
funcionase más deprisa hace 500 millones de años? Nin­
guna es fácil de contestar, pero comenzaremos por abor­
dar esta última.
En io que se refiere al surgimiento de las especies, la
evolución puede ser extremadamente rápida. Por ejem­
plo, en el lago Victoria (Uganda-Tanzania) han apareci­
do 400 nuevas especies de peces del grupo de los cíclidos
en un tiempo inferior a 14.000 años. Por el contrario, en
el registro geológico los rasgos cambian mucho más len­
tamente. Es muy probable que la diferencia se deba a
que la mayoría de los rasgos no evolucionan linea luien­
te, y a que la fosilización no registra los vaivenes evoluti­
vos. En todo caso, ha registrado perfectamente la revo­
lución del Cámbrico, lo que demuestra que este periodo
fue realmente especial. ¿Pudo deberse esta aceleración
evolutiva a alguna alteración súbita del ambiente? Varias
pistas nos llevan a una curiosa rueda de sospechosos.
Tradicionaímente, el principal ha sido el periodo de in­
vernadero que siguió a las brutales glaciaciones del final
del Proterozoico. El problema es que éstas acabaron ha­
ce 580 millones de años, o sea 50 millones de años antes
de la explosión evolutiva. Pero también existen huellas de
otra glaciación, menos drástica, que coincide aproxima­
damente con la explosión faunística. Desde el punto de
vista biológico, un planeta glaciado es más interesante
que otro muy cálido, ya que las aguas polares de fondo
afloran en latitudes ecuatoriales, dando lugar a surgen-
cias ricas en nutrientes, como sucede hoy en las costas
peruanas. En el tránsito al Cámbrico se encuentran im­

155
EUK.KAKÍA DK LA TíKURA

portantes depósitos de fosfatos, lo que ha servido para


apoyar la idea de que en los mares de este periodo se die­
ron grandes incrementos de nutrientes, que a su vez
favorecieron cambios críticos en las estrategias evoluti­
vas. Los caparazones de fosfato calcico de una parte de la
fauna del Cámbrico Inicial serían una novedad permiti­
da por la nueva química marina; pero también son muy
comunes las conchas de carbonato calcico, tan usadas
por la nueva fauna como las fosfáticas. Eí conjunto re­
fuerza la idea de un aumento general de la disponibili­
dad de nutrientes (fósforo, calcio y otros elementos) en
los océanos cámbricos, lo que permitió variados diseños
geológicos.
Si la fauna de Ediacara (como vimos especialmente
en el ejemplo de Dickinsonia) pudo representar el últi­
mo esfuerzo por una estrategia simbiótica, la nueva y fa­
vorable situación alimenticia habría estimulado la apari­
ción de organismos filtradores y carroñeros, y también
la de depredadores. La novedad, por lo tanto, no se li­
mita tan sólo a los nuevos tipos anatómicos, sino tam­
bién a la aparición de cadenas alimenticias semejantes
a las del mundo moderno. Las primeras víctimas de la
nueva situación son los estromatolitos: estas cúpulas de
algas, que habían dominado la vida en el Proterozoico,
declinan rápidamente con la nueva fauna, a una parte de
la cual (y en este caso los acusados son los moluscos) le
encantaban las algas. Se inaugura el tiempo de los hete-
rótrofos, los gorrones de la biosfera, que se alimentan de
otros seres vivos. Algunos de estos recién llegados exhi­
bían unos modales bien discutibles, como el llamado
Anomalocaris, un matón de casi medio metro de largo
que inicia, con unas garras temibles, la primera escalada
armamentista. Stephen jay Gould se pregunta qué clase

156
La Tierra moderna

de película de terror hubiese podido rodar Steven Spiel­


berg con Anomalocaris gigantes devorando humanos en
su boca como un brocal de pozo. En la realidad, este ca­
zador del Cámbrico sólo devoraba trilobites, algunos de
los cuales han fosilizado mutilados en desagradables en­
cuentros.
Pero Anomalocaris, como la gran mayoría de la fauna
del Cámbrico Inicial, se extinguió sin tener la oportu­
nidad de crecer más. ¿Por qué? La opinión clásica es
que todas las formas no representadas en la fauna actual
parecen haber sido «callejones sin salida» de la evolu­
ción, destinados a ser sustituidos por organismos mejor
adaptados o más eficientes. Opinión que proporciona al
profesor Gould una nueva oportunidad para abrir la caja
de los truenos. ¿Cómo sabemos que estaban mejor adapta­
dos?, se pregunta. Respuesta: porque sobrevivieron. Pero
ésta, dice, es la típica perogrullada evolucionista. La pre­
gunta correcta es: ¿Podría adivinarse a priori, en un in­
ventario de la fauna cámbrica, qué organismos iban a so­
brevivir y cuáles estaban destinados a perecer? Leamos
su respuesta:
«Pero si nos enfrentamos sin prejuicios a la fauna
del Cámbrico Inicial, hemos de admitir que no tenemos
evidencia alguna (ni una pizca) de que los perdedores en
la gran mortandad fueran sistemáticamente inferiores
en diseño adapta ti vo a los que sobrevivieron. Cualquie­
ra puede inventarse una historia convincente después del
hecho. Por ejemplo, Anomalocaris, aunque era el mayor
de los depredadores del Cámbrico, no resultó ser uno de
los ganadores. De modo que puedo argumentar que su
mandíbula única tipo cascanueces [el brocal de pozo],
incapaz de cerrarse por completo, y que probablemente
funcionaba por constricción en vez de despedazar a la

157
Biockakía Ufc LA TlF.kRA

presa, no era realmente tan adaptativa como una mandí­


bula más convencional constituida por dos piezas articu­
ladas. Quizás. Pero debo afrontar también la situación
contraria. Supongamos que esta especie hubiese vivido y
medrado. ¿No me sentiría tentado de decir, en este caso,
sin ninguna evidencia adicional, que había sobrevivido
porque su mandíbula única funcionaba tan bien? Si es
así, entonces no tengo motivo alguno para decir que Ano-
malocaris estaba destinado al fracaso».
Como ya conocemos las debilidades del profesor
Gould, sabemos que está abogando, una vez más, por la
contingencia. En efecto, un poco más adelante añade
que los especialistas en esta primera fauna ya están co­
menzando a matizar sus opiniones, y a admitir que algu­
nas especies sobrevivieron porque, «sín duda, tuvieron
más suerte que otras». De los tipos anatómicos repre­
sentado en el Cámbrico Inicial, puede decirse que los ar­
trópodos tuvieron un éxito espectacular (tanto, que la
mayoría de los insectos vivientes aún está por clasificar);
los moluscos, celentéreos y anélidos, un éxito notable,
mientras que los equinodermos y las esponjas se han de­
fendido. Los cordados, el filum ai que pertenecemos, está
representado por algunos organismos bastante insignifi­
cantes, parecidos a gusanos. ¿Podría un viajero del tiempo
atreverse, al verlos, a pronosticar que sus descendientes
incluirían a los tiburones, los dinosaurios, los avestruces,
V a él mismo?
m

Sin duda este primer cordado habla el lenguaje de la


contingencia, al igual que la mayoría del resto de la fau­
na del Cámbrico Inicial, esbozos de un proyecto de bios­
fera que no cuajó, y sobre el que los paleontólogos se­
guirán discutiendo en el futuro. Lo que está fuera de
discusión es que de aquí en adelante la vida tuvo materia

158
Biografía uk i.a Tierra

presa, no era realmente tan adaptativa como una mandí­


bula más convencional constituida por dos piezas articu­
ladas. Quizás. Pero debo afrontar también la situación
contraria. Supongamos que esta especie hubiese vivido y
medrado. ¿No me sentiría tentado de decir, en este caso,
sin ninguna evidencia adicional, que había sobrevivido
porque su mandíbula única funcionaba tan bien? Si es
así, entonces no tengo motivo alguno para decir que Ano-
malocarh estaba destinado al fracaso».
Como ya conocemos las debilidades del profesor
Gould, sabemos que está abogando, una vez más, por la
contingencia. En efecto, un poco más adelante añade
que los especialistas en esta primera fauna ya están co­
menzando a matizar sus opiniones, y a admitir que algu­
nas especies sobrevivieron porque, «sin duda, tuvieron
más suerte que otras». De los tipos anatómicos repre­
sentado en el Cámbrico Inicial, puede decirse que los ar­
trópodos tuvieron un éxito espectacular (tanto, que la
mayoría de los insectos vivientes aún está por clasificar);
los moluscos, celentéreos y anélidos, un éxito notable,
mientras que los equinodermos y las esponjas se han de­
fendido. Los cordados, el filum al que pertenecemos, está
representado por algunos organismos bastante insignifi­
cantes, parecidos a gusanos. ¿Podría un viajero del tiempo
atreverse, al verlos, a pronosticar que sus descendientes
incluirían a los tiburones, los dinosaurios, los avestruces,
y a él mismo?
Sin duda este primer cordado habla el lenguaje de la
contingencia, al igual que la mayoría del resto de la fau­
na del Cámbrico Inicial, esbozos de un proyecto de bios­
fera que no cuajó, y sobre el que los paleontólogos se­
guirán discutiendo en el futuro. Lo que está fuera de
discusión es que de aquí en adelante la vida tuvo materia
L a Tierra moderna

prima de sobra para sus experimentos. Si las bacterias


son eficacísimas máquinas químicas, los eucariotas cons­
tituyen admirables máquinas morfogenéticas. En sólo
300 millones de años, un tiempo récord desde el punto
de vísta evolutivo, la vida cámbrica habrá colonizado los
continentes y la atmósfera (inventando varios sistemas
distintos de alas), y entre los descendientes de los trilo-
bites habrá, por ejemplo, insectos con aparatos libadores
exquisitamente adaptados a la polinización de tipos es­
pecíficos de flores. Pero, a pesar de tales maravillas evo­
lutivas, la biosfera nunca volverá a disfrutar de tanta di­
versidad anatómica como la que tuvo en el principio del
Fanerozoico.

El baile de los continentes

Durante los últimos 550 millones de años, los datos pa-


leomagnéticos y las huellas de los choques y separacio­
nes de esos témpanos de corteza ligera que son los con­
tinentes han permitido reconstrucciones bastante fiables
de sus posiciones geográficas. Algunos detalles varían,
pero la mayoría de las secuencias de mapas que relatan
la historia de los continentes se parecen mucho a la de la
Figura 11. La principal característica de esta historia es
que los rasgos geográficos (por ejemplo, el clima) de ca­
da continente han sufrido continuas alteraciones, a me­
dida que cambiaba su posición geográfica. La deriva
continental es la gran clave para interpretar la complejí­
sima evolución de la Tierra.
En el mundo cámbrico, Africa, Suramérica, Austra­
lia, la Antártida, India y partes de China formaban un
bloque que los geólogos del siglo XIX (movílistas antes
La TIKHKA MdlDKKNA

de Wegener) llamaron de Gondwana, por el nombre de


una antigua región de la India. En cambio, Norteaméri­
ca y el fragmentado resto de Asia estaban aislados. Esta
es, recordemos, la Tierra en la que se produjo la gran ex­
plosión evolutiva. El mar cámbrico, como corresponde
a una época de ruptura de una pan ge a, era muy trans-
gresivo, y por lo tanto grandes zonas de los bordes con­
tinentales estaban inundadas: es en estos mares someros
donde surgió la biosfera moderna.
En el Ordovícico, Gondwana se movió hacia el sur;
de hecho, el actual desierto del Sahara ocupaba el polo
Sur geográfico, lo que explica los rastros glaciares que
en esta época jalonan no sólo Africa, sino también Sura-
mérica y partes del sur de Europa que estaban unidas a
Africa hace 450 millones de años; lo que se desconoce es
si la glaciación ordovícíca fue asimétrica (sólo en el polo
Sur), o bien sí sus restos en el Norte no se han conserva­
do por no existir ningún continente allí en aquella épo­
ca. Como puede comprobarse en la secuencia de mapas,
el Ordovícico fue la época del Fanerozoico con menos
continentes en el hemisferio Norte, AJ mismo tiempo,
un bloque formado por Rusia y el norte de Europa (Bál­
tica, en la jerga de los paleogeógrafos) se fue acercando
a Laurentia (la antigua Norteamérica), contra la que
acabó por chocar entre el Silúrico y el Devónico. Esta
colisión generó la orogenia llamada lacónica en Norte­
américa y Caledónica en Europa, y un nuevo continen­
te, Laurussia.
Desde el Devónico, los continentes comenzaron a
amagar la formación de una Pangea, aunque hubieron
de transcurrir 160 millones de años antes de que lo con­
siguieran (suponiendo que unirse sea un objetivo de los
continentes). El orógeno anterior fue erosionado bajo

161
BtíK.RAJ-ÍA DI'. LA TlLRRA

un clima ecuatorial: los sedimentos fluviales producto de


ese desgaste, enrojecidos por óxidos de hierro, cubrie­
ron buena parte de Norteamérica (el delta Catskill) y el
noroeste de Europa (la «Arenisca Roja Antigua»). En
ellos encontramos los primeros restos de grandes plan­
tas, organismos que habían comenzado la conquista de
los continentes desde el Silúrico.
En el Carbonífero, Gondwana se movió hacia el
norte, hasta cerrar el océano que la separaba de Laurus-
sia; se formaron los Apalaches en Norteamérica y la ca­
dena Hercínica (de la región de Harz, en Alemania) en
Europa. Aunque se suele decir que Pangea se formó en el
Carbonífero, lo cierto es que en esta época buena parte
de Asia estaba aún a la deriva en el Pacífico. Una situa­
ción que cambió en parte en el Pérmico, cuando Siberia
chocó con Laurussia (formando los montes Urales), con
el bloque de Kazajstán (montes Altai) y, ya en el Triási-
co, con China (montes Aldan y Verjoiansk). A partir de
estos acontecimientos, Laurussia pasa a denominarse
Laurasia, y además ya se puede hablar formalmente de
Pangea. Un rasgo dominante del Carbonífero son los
yacimientos de carbón de Norteamérica, Europa cen­
tral y Rusia, formados cuando estos continentes estaban
en latitud ecuatorial, en general en deltas ocupados por
marismas y que recibían grandes masas de sedimentos
de las montañas recién formadas. El carbón de Siberia
y China se formó con estos continentes en la zona
templada, probablemente bajo un clima monzónico.
Al i entras tanto, todo el enorme continente de Gond­
wana sutrió una segunda glaciación, que ha quedado
registrada en Atrica del Sur, Suramerica, India y Aus­
tralia; y que alcanzó, como la glaciación actual, las lati­
tudes medias.

162
L a T i k r k a MODERNA

Como consecuencia de la formación de las anterio­


res cadenas de montañas, el Pérmico y el Triásico fueron
épocas en las que el nivel del mar era muy bajo: sin du­
da el momento de la historia de la Tierra en el que el
planeta tuvo más superficie emergida. Las montañas,
probablemente tan altas como el actual H i malaya, pro­
vocaron un «efecto de sombra» plu vi ométrico sobre
grandes zonas de Pangea, que se convirtieron en desier­
tos. La reunión de todas las tierras generó un enorme
océano universal (que algunos han llamado Panthalassa,
del griego «todos los mares») que abarcaba más de
30.000 kilómetros en el ecuador. Las corrientes ecuato­
riales movidas por los vientos alisios podían fluir sin obs­
táculos alrededor de cinco sextas partes de la circunfe­
rencia terrestre: por recibir de lleno esta corriente, el
fondo del golfo oriental de Pangea, ocupado precisa­
mente por Iberia, debió de ser una zona extremadamen­
te cálida, sin duda orlada por arrecifes como los actuales
del sur del Pacífico.
Como vimos en el capítulo anterior, en el apartado
«Rodinia», los supercontínentes son configuraciones po­
co duraderas, y Pangea no fue una excepción: apenas for­
mada, comenzó a dar señales de inestabilidad. En el Jurá­
sico, grandes diques basálticos intruyeron en las zonas
que enseguida iban a ser las costas del Atlántico central.
En el Cretácico, el cisma se propaga hacia el norte y el
sur, y afecta también a Gondwana, que se desmembra
por primera vez en cientos de millones de años. La sepa­
ración comienza por India, a la que sigue Australia, de­
jando a la Antártida aislada en el polo Sur. A medida que
los continentes americanos migraron hacia el oeste, el
fondo del Pacífico subdujo bajo ellos, lo que causa el le­
vantamiento de las Rocosas y los Andes en sus bordes

163
Biografía de la Tierra

occidentales. El microcontinente de Cimeria (que com­


prende desde la actual Turquía hasta Pakistán) chocó
contra Asia. La dispersión de Pangea volvió a cambiar el
clima, al abrirse un corredor oceánico ecuatorial que fun­
cionaba como una cinta transportadora de calor por todo
el planeta. Parece, además, que algo sucedió en el inte­
rior de la Tierra en el Cretácico, porque los océanos se
abrieron a un ritmo inusitadamente rápido, y una explo­
sión universal de plancton indica que el aporte de nu­
trientes a la hidrosfera pasa también por un máximo. Co­
mo corresponde a una etapa de dispersión continental, el
mar inundó las plataformas continentales, donde deposi­
tó abundantísimas calizas. Buena parte de los paisajes es­
pectaculares que vemos hoy en todos los continentes son
calizas cretácicas elevadas desde el fondo marino.
El Cenozoico nos conduce a la geografía y el clima
actuales. India recorrió todo el océano índico hasta cho­
car contra Asia y formar así el Himalaya, la última gran
cadena de montañas; Arabia colisionó con Cimeria (mon­
tes Zagros), e Iberia e Italia contra el sur de Europa (Pi­
rineos y Alpes). Se configuran dos grandes zonas de
generación de montañas: una este-oeste, de colisión,
desde los Pirineos hasta el Himalaya, y la otra, subducti-
va, rodeando el Pacífico desde Nueva Zelanda hasta Tie­
rra del Fuego. En cuanto al clima, se enfrió rápidamente
tras el máximo cretácico. Algunos achacan este empeo­
ramiento a la elevación de la meseta tibetana, una secue­
la de la formación del Himalaya; pero en realidad, como
todos los grandes cambios climáticos, éste es también
una incógnita. Resolverla supondría comprender por
qué hay glaciaciones, ya que en los últimos 30 millones
de años la Antártida se cubre de hielo, y desde hace unos
15 podemos hablar de una glaciación global.

164
L a T i k i í r a Ainm-.tíKA

Este es a grandes líneas el argumento de la película


de la Tierra moderna. Enseguida nos detendremos en
algunas de sus escenas más interesantes; pero antes tene­
mos que discutir por qué la biosfera ha sufrido, a lo lar­
go del Fanerozoico, una catástrofe tras otra.

Las crisis de la vida

A principios del siglo XL\, el naturalista francés Georges


Cuvier, al estudiarlas rocas de la zona de París, halló que
algunas contenían fósiles mientras que otras, intercaladas
con aquéllas, eran completamente estériles. Cuvier no
encontró mejor explicación a este hecho que proponer que
cada fauna había desaparecido en un cambio abrupto
que naturalmente (puesto que escribía en la Francia bo-
napartista) denominó «revoluciones geológicas». Ahora
sabemos que estas rocas fosilíferas representaban inva­
siones periódicas del continente por el mar (o sea, trans-
gresiones): las faunas fósiles no se extinguían, sino que se
retiraban cuando el mar lo hacía. Como vimos en el capí­
tulo primero, este tipo de ideas dio lugar a lo largo del si­
glo a una metodología geológica conocida como catas­
trofismo, y que aspiraba a interpretar todo el registro de
las rocas como una sucesión de acontecimientos únicos
de alta energía, tales como hundimientos de continentes.
Pero Hutton y sus discípulos predominaron sobre los ca-
tastrofistas, y esta escuela quedó desacreditada: una de las
acusaciones que se vertieron contra Wegener fue, preci­
samente, que la deriva continental, con sus rupturas y
choques de continentes, era una teoría catastrolista.
¿Cuál es la opinión actual? Habla Richard Benson,
un ilustre paleontólogo de la Institución Smithsoniana,

165
R k h í R í U í a ur [. a T i k r r . a

uno de los organismos privados de investigación más


respetados de Norteamérica: «Los que acuñaron los
nombres de estos acontecimientos fueron notablemen­
te tímidos en su elección, al describir estos tiempos co­
mo de “crisis”. Una época en ia que hay una mortandad
en todos o casi todos los tipos de vida, y en la que los
sistemas oceánicos y geológicos son completamente re­
estructurados, es algo más que una época de crisis. Los
niños atraviesan “crisis” febriles a causa de la varicela;
pero si uno muere y otro es adoptado para ocupar su
puesto, uno no diría que la familia ha pasado una “cri­
sis”, sino que ha sufrido una “catástrofe”. Sé, sin embar­
go, que esta crítica no va a cambiar nada». ¿A qué tipo
de acontecimientos se refiere Benson? A extinciones co­
mo la del final del periodo Pérmico, hace 252 millones
de años: según algunos cálculos, 96 de cada cien especies
marinas se extinguieron en esa época, ¿Crisis o catástro­
fe? El nombre quizá no sea tan importante; como, por lo
que acabamos de ver, la palabra «catástrofe» no ha teni­
do tradicionalmente buena prensa en geología, podemos
seguir hablando de crisis cuando tratemos de estas ex­
tinciones masivas.
Como es lógico, todas las especies terminan por ex­
tinguirse: normalmente, en un tiempo máximo de unos
diez millones de años, aunque los llamados «fósiles vi­
vientes» pueden durar incluso cientos de millones (por
ejemplo, los tiburones, probablemente gracias a su efica­
císimo sistema immmológico, han sobrevivido a todas las
extinciones sucedidas desde su aparición hace 450 millo­
nes de años). En total, teniendo en cuenta la antigüedad y
diversidad de la vida en la Tierra, se calcula que más del
99% de las especies que han habitado el planeta están ya
extintas. Las extinciones forman parte, por lo tanto, de la

166
La Tierra moderna

evolución normal de la biosfera, pero su intensidad varía


enormemente: hay un «nivel de fondo» de extinciones, y
momentos en que éste se supera de forma clara. Entonces
podemos decir que nos encontramos ante una extinción
masiva, pero no existe ninguna definición universalmen­
te aceptada para este acontecimiento: la que más circula
habla de un mínimo de 50% de especies eliminadas de un
determinado ambiente. Pero en la práctica nadie ha podi­
do establecer un límite entre las extinciones de fondo v
las masivas, como lo demuestra el hecho de que no haya
acuerdo en cuántas (¿cuatro? ¿seis?) de estas últimas han
azotado a la biosfera. Los paleontólogos más gradualistas
niegan que las extinciones masivas sean distintas de las de
fondo, mientras que los más catastrofistas proponen has­
ta ocho, y los más prudentes reconocen que no hay un lí­
mite bien definido entre las dos categorías. El único pun­
to de acuerdo es que la extinción del final del Pérmico
está en una categoría aparte, y superior, a las demás.
Un punto probablemente esencia! para comprender
las extinciones masivas es que son un rasgo exclusivo de
la vida del Fanerozoico, La gran mayoría de los seres vi­
vos que poblaron la Tierra en el Arcaico y el Proterozoi-
co eran, como hemos visto, procariotas: organismos ge-
neralistas, o sea de ecología versátil (no explotaban un
nicho ecológico determinado) y poblaciones de distribu­
ción cosmopolita compuestas por millones, o billones, de
individuos, que evolucionaron de forma extremadamen­
te lenta, y cuyas innovaciones eran todas bioquímicas.
No es difícil percibir que se trata de una organización
biológica muy resistente a los cambios ambientales. Por
el contrario, la gran diversificadón de los eucariotas
que tiene lugar en el Fanerozoico genera una multitud
de organismos de formas especializadas (recordemos el

167
B iografía iíf la T ikkka

ejemplo de los insectos diseñados para libar únicamente


flores de una especie), adaptados a climas determinados
y con poblaciones limitadas en número que con frecuen­
cia ocupan espacios geográficos restringidos. Es eviden­
te la fuerte dependencia de los eucariotas respecto a las
condiciones ambientales, y por lo tanto su fragilidad
evolutiva, castigada con extinciones en masa. Aquí hay
que rendir homenaje a la perspicacia de Darwin, que re­
conoció el principio de la supervivencia selectiva de los
organismos no especializados.
Aceptado esto, nos toca preguntarnos si las extincio­
nes masivas han desempeñado un papel importante en la
evolución de la biosfera fanerozoica. En la geología clá­
sica, las extinciones se veían, paradójicamente, como su­
cesos constructivos: eran el sistema natural mediante el
cual la vida se deshacía de las formas peor adaptadas,
mejorando así su aptitud en conjunto. En cuanto a las
extinciones masivas, eran consideradas como continua­
ciones (o, como mucho, amplificaciones) de esta labor
de depuración. Actualmente, ha aumentado el número de
los paleontólogos que, como Stephen Jay Gould, opi­
nan que, por el contrario, las extinciones son, como pa­
rece a primera vista, una importante fuerza destructiva
que no siempre respeta a las formas mejor adaptadas.
Esta corriente de pensamiento considera las extinciones
masivas como fuerzas modeladoras de la vida de igual
importancia que la selección natural del darwinismo clá­
sico. Según Niles Eldredge, colega y correligionario de
Stephen Jay Gould, sin extinciones masivas, la vida ac­
tual se parecería mucho a la del Devónico (400 millones
de años).
Pero, como cabía esperar, el debate (o más bien com­
bate) de fondo tiene como tema la causa de las extinciones

168
La TlKKRA MODF-'.KNA

masivas, aceptando que éstas existan. En un artículo clá­


sico publicado en 1963, Norman Newell, un paleontó­
logo tradicional, hacía un listado de posibles culpables de
la gran extinción del final del Cretácico que incluía la
aparición de hongos patógenos que atacaron a los dino­
saurios, radiaciones de alta energía procedentes de su­
pernovas, envenenamiento por metales pesados, cambios
bruscos en eí clima, paroxismos orogénicos, y —su favori­
ta— fluctuaciones en el nivel del mar. Descartaba en cam­
bio dos ideas anteriores: «fatiga evolutiva» (y a saber lo
que eso significa) y cataclismos globales. Para estos últi­
mos, argumentaba, «no existe ninguna prueba geológi­
ca». Sólo diecisiete años después, un equipo multidisci­
plinar, pero sin ningún paleontólogo, hallaba pruebas
diversas de que un cataclismo global (el impacto de un
asteroide, una catástrofe mayor que las propuestas por
Georges Cuvier) había podido ser la causa de la extin­
ción de los dinosaurios.
Es a partir de esa fecha, 1980, cuando estalla una
guerra en la que, en uno u otro bando, se implican to­
dos los paleontólogos del mundo. Uno de ellos, David
Raup, escribe un libro sobre extinciones masivas en
cuyo título (¿Malosgenes'o mala suerte?) se burla de la
«fatiga evolutiva», aboga por una visión «contingen­
te» (azarosa) de la evolución y describe las trincheras
del enemigo: «Aduchos paleontólogos están furiosos
al ver que científicos de otras disciplinas están inva­
diendo la paleontología con instrumentos sofisticados
pero sin ninguna experiencia de rocas o fósiles. Para
otros, sin embargo, las nuevas ideas son coherentes, y
están apoyadas por datos de campo y de laboratorio; es­
tos optimistas opinan que la paleontología está haciendo
ahora nuevas aportaciones al conocimiento no sólo de

169
BlOGMAFIA D£ LA TfEKRA

la historia de la Tierra sino también de la astronomía, v* j


por supuesto a nuestra comprensión de las extinciones
y de su papel en la evolución de la vida Normalmen­
te los paleontólogos han adoptado una postura defensi­
va ante las propuestas de que ha habido influencias cós­
micas en la historia de la vida. Cuando se ha planteado
una nueva hipótesis, la reacción típica ha sido buscar sus
puntos débiles. La idea es: “Culpable hasta que se de­
muestre su inocencia”. Probablemente esta actitud es la
correcta en cualquier campo científico que afronta hipó­
tesis radicalmente nuevas, pero también significa que po­
demos perder oportunidades de hacer progresos impor­
tantes».
De todos modos, hay que reconocer que las ideas de
Raup sobre las extinciones eran realmente atrevidas. Al
hacer un inventario de familias fósiles extinguidas du­
rante los últimos 250 millones de años, llegó (junto con
su colega John Sepkoski) a la conclusión de que las ex­
tinciones se producían con una periodicidad de 26 mi­
llones de años; como no se conoce ningún proceso geo­
lógico con ese interv alo, achacaron aquéllas a impactos de
cometas. Para explicar este ritmo, imaginaron diversas
posibilidades de alborotar la nube de cometas que rodea a
la Tierra: una compañera no identificada del Sol (Néme-
sis, la Estrella de la Muerte, la llamaron las revistas sensa-
cionalistas de divulgación científica), el paso del Sistema
Solar a través del plano galáctico, o incluso algún plane­
ta transplutoniano. Mecanismos todos ellos ingeniosos,
pero de comprobación difícil o imposible. Lo que que­
daba más al alcance de la verificación era la realidad de
las extinciones identificadas. Y aquí los colegas de Raup
y Sepkoski (aquellos que estaban furiosos) sí que pudie­
ron hacer sangre en la hipótesis. De las diez extinciones

170
L \ Tll- liKA .IMJUKKN'A

que, con un espaciado de 26 millones de años, deberían


haber sucedido en 250 m.a., los dos paleontólogos tuvie­
ron que reconocer no haber hallado huellas de dos, las
niimeros 5 y 7. Pero el análisis detallado de los datos de
las números 6, 8 y 9 hacía imposible, por distintos moti­
vos, una explicación extraterrestre. La hipótesis periódica
de Raup-Sepkoski, hoy prácticamente abandonada, ha
representado el cénit del nuevo catastrofismo en geolo­
gía: algún colega cruel ha dicho de ella que era una solu­
ción ingeniosa para un problema inexistente.
Si la hipótesis de los impactos periódicos ha supues­
to la resurrección de una antigua metodología geoló­
gica, la última teoría sobre las extinciones masivas, pro­
puesta en 1997, significa una intrusión de la física del
caos en la paleontología. La diversidad de la biosfera
fluctuaría sin ninguna causa determinada, al igual que
no hay que buscar una razón definida para cada frente
frío que llega en invierno a las zonas templadas. Siguien­
do con el paralelo meteorológico, de la misma manera
que existen frentes fríos de desigual intensidad, habría
fluctuaciones más profundas en la diversidad, a las que
llamaríamos extinciones masivas: la variedad de la bios­
fera subiría y bajaría como la Bolsa, y la forma de sus pi­
cos mayores sería idéntica a la de los inás pequeños. En
la jerga de la física del caos, de estas formas que contie­
nen formas idénticas pero menores, en una especie de
sucesión sin fin de muñecas rusas, se dice que tienen di­
mensión fractal.
La teoría fractal representaría el fin de la búsqueda:
ni hongos asesinos, ni metales pesados, ni estrellas de la
muerte. El preguntarse sobre la causa de las extinciones
masivas tendría el mismo sentido que preguntarse por la
causa de la forma de cada nube en una tarde de verano.

171
H u K í K A F Í A ])!■' I.A T I F ' k R A

Los paleontólogos, tanto los «modernos» como los «fu­


riosos», podían colgar sus botas de campo, porque nada
en el registro geológico podría resolver nunca un enig­
ma que, en definitiva, sólo había existido en su imagina­
ción. Afortunadamente para la ciencia, poco después de
publicada esta teoría, otro trabajo halló en ella serios
defectos: de la serie de 570 puntos utilizada para generar
sus curvas, tan sólo 77 eran reales, siendo los otros in­
terpolados. Pero la interpolación genera puntos que
están correlacionados entre sí, lo que significa que la
forma de las curvas era totalmente artificial.
Por el momento, los fósiles pueden respirar tranqui­
los. Sin embargo, todos estos encendidos debates han
dejado una víctima, y ésta es la plácida seguridad con la
que el hombre moderno consideraba sus probabilidades
de supervivencia en el planeta. La simple propuesta de
una idea como la de la fatiga genética (los «malos ge­
nes») como causa de las extinciones significa que hasta
muy recientemente no hemos sabido calibrar la decisiva
influencia que los acontecimientos exteriores, no bioló­
gicos (la «mala suerte»), ejercen sobre la vida. Pero, ha­
blando de la probabilidad de impactos asteroidales, Cari
Sagan dijo que debemos acostumbrarnos a la idea de que
vivimos en una galería de tiro cósmica. A partir de las po­
lémicas sobre las extinciones, el planeta y sus habitantes
parecen más frágiles.

La evolución se toma vacaciones

Queda aún por responder una pregunta sobre la evolu­


ción: ¿qué sucede entre las extinciones masivas? Cari af
Linné, Linneo, el famoso naturalista sueco del siglo XVIII,

172
J.A TlfvRKA MOIJKRNA

había dicho que la naturaleza no marcha a saltos («Na­


tura non facit saltum»), y eso influyo de manera decisiva
sobre Darwin, imbuido, como todos los naturalistas de
su época, de este espíritu gradualista. Para explicar los
cambios evolutivos, el darwinismo propuso por tanto
una acumulación de cambios pequeñísimos33, acumula­
dos, según se dice literalmente en El origen de ¿as especies,
en un millar, o quizá un millón, o cien millones, de gene­
raciones. Es importante recalcar que a mitad del siglo xrx
había menos costumbre que hoy de usar números tan
grandes: claramente Darwin quería dar a la evolución
todo el tiempo del mundo para que pudiese producir es­
pecies. Y sin embargo, íe asaltaba una duda práctica, que
reflejó también en su libro:
«¿Por qué entonces no está cada formación geológi­
ca y cada estrato lleno de tales formas intermedias? Es
evidente que la geología no refleja una cadena orgánica
finamente graduada; y esto es, quizás, la mayor objeción
que puede argumentarse contra mi teoría».
En efecto, tanto en tiempos de Darwin como ahora,
ios paleontólogos constatan que en general las especies
no cambian continuamente de aspecto a lo largo de su
desarrollo en el tiempo. En parte, esto puede explicarse
recurriendo al argumento de la imperfección del regis­
tro fósil; el problema es que de esta forma se está acep­
tando que el registro no permite demostrar la evolución.
En 1972, nuestros conocidos Niies Eldredge y Stephen
Gould propusieron una teoría alternativa de funciona­
miento de la evolución en épocas «normales», que lia-

J:’n Id versión moderna dd darwinismo, llamada nendarwinismo, estas variaciones


se conocen como micrornuraciones, alteraciones genéricas aleatorias teóricamen­
te capaces de producir, por acumulación, nuevas especies.

173
líl()f.kAFÍA l>K ¡.A ‘1'tKkkA

marón de] equilibrio interrumpido34, y que se resumía


en dos propuestas:
—En general, las especies apenas cambian de forma
(estasis, del griego statost inmóvil) desde que aparecen
hasta que se extinguen; precisamente gracias a ello po­
demos reconocerlas como tales especies.
—Las especies no surgen por adición de micromu-
taciones, sino por grandes cambios (macromutaciones)
en genes que controlan a otros muchos. Ésta es la causa
de que las nuevas especies aparezcan rápidamente en só­
lo cientos o miles de años.
Lo curioso es que el dúo estasis-inacromutación no
es completamente nuevo, porque también Darwin pre­
vio esta posibilidad. Citando de nuevo El origen de las
especies:
«Los periodos durante los cuales las especies han
sufrido modificaciones son probablemente cortos com­
parados con aquellos durante los cuales han permanecido
inmutables».
Como argumenta Gould, Darwin era un pluralista, en
el sentido de que daba cabida a argumentos variados; aun­
que a menudo, como en este caso, contradictorios entre
sí. Ahora, al cabo de treinta años de la teoría del equili­
brio interrumpido, la mayoría de los biólogos evolucionis­
tas aceptan esta idea, sobre todo teniendo en cuenta que la
hipótesis no pretende explicar todos los casos, sino que se
declara compatible con el neodarwinismo clásico. A su fa­
vor juega el hecho de que algunas otras innovaciones en la
ciencia de finales del siglo xx (como la teoría de catástro­
fes, o la teoría de las revoluciones científicas) presentan

,4 La expresión Pmutmted cquilibrium se ha traducido de varias formas. Una de


ellas, saitacinnismn, parece pensada expresamente para llevar la contraria a I.hinen*

174
L a T iekka moderna

estructuras semejantes: largos periodos de «normali­


dad » Interrumpidos por frenéticos momentos creativos.
En 1997, algunos paleontólogos norteamericanos die­
ron un paso más en la misma línea, al proponer que habían
encontrado estasis y evolución rápida no en especies ais­
ladas sino simultáneamente en toda una comunidad
fósil. Esta «estasis coordinada» ha encontrado una fuerte
resistencia; pero igual sucedió con el equilibrio interrum­
pido, que ahora casi todos aceptan como una represen­
tación fiel del mecanismo detallado de la evolución.

Muerte de un antiguo océano

Una de las consecuencias geográficas de la destrucción de


Rodinia fue la apertura, entre los fragmentos, de nuevas
cuencas oceánicas (que después volverían a cerrarse, com­
pletando así sus «ciclos de Wilson» particulares). La si­
tuada entre Laurentia (Norteamérica) y Báltica (Europa
del norte) [ver el mapa de la Figura 11 a, periodo Cámbri­
co] recibió primero el nombre de p roto-Atlántico, que
después se cambió por el de Japeto (en la mitología griega,
uno de los titanes, antepasado de los humanos). Las prue­
bas de la existencia del océano de Japeto son múltiples: pa-
leomagnetismo y fósiles distintos para Laurentia y Báltica
indican que estos dos continentes estuvieron separados
entre aproximadamente 700 y 400 millones de años. Ade­
más, en zonas del borde de ambos continentes aparecen
numerosas ofiolitas que (como vimos en el capítulo pri­
mero) son indicadores de colisión. Aunque se ha puesto en
duda que Japeto fuese un océano de anchura semejante a
la del Atlántico, la gran diferencia entre los fósiles de los
dos antiguos continentes parece atestiguar que fue así.
B j o c í K A K Í A MV. l . A ' 1 ' l E K K A

Tenemos pruebas aún más claras de la fase terminal


de este océano: en el sur de Suecia y en el centro-este de
Estados Unidos hay una extensa formación de bentoni-
tas, un tipo de arcilla procedente de la alteración de ce­
nizas volcánicas que se usa en la industria por sus pro­
piedades absorbentes. Las dataciones radiométricas han
permitido determinar que la erupción tuvo lugar hace
exactamente 454 millones de años. Ahora bien, los espe­
cialistas en tectónica han podido datar fases de deforma­
ción (o sea, pequeñas colisiones) en el borde oceánico de
Laurentia desde hace 480 millones de años. Esto signifi­
ca que el fondo del océano de Japeto estaba subduciendo
bajo Laurentia; y en la subducción se produce vulcanis-
mo, de forma que todo encaja. Lo realmente espectacu­
lar es que las bentonitas tienen un volumen de 340 km* y
que, calculando las que debieron de caer en el fondo de
Japeto, se obtiene una cifra bastante superior a mil kiló­
metros cúbicos, lo que haría de esta antigua erupción
volcánica una de las mayores del Fanerozoico.
Hace 430 millones de años, Báltica ya había choca­
do contra Laurentia, dando lugar a Laurussia. Pero el
impulso de la colisión se mantenía, y seguiría causando
deformaciones durante millones de años, al tiempo que
la cadena de montañas que la colisión había generado
(Caledónica, por el nombre romano de Escocia) seguía
levantándose, igual que sucede actualmente en el Elima-
laya. Quedaban aún algunas islas acercándose a Laurus­
sia, que acabaría por absorberlas. En total, la zona no
quedaría pacificada hasta hace 390 millones de años. El
nuevo continente, coronado por la cadena Caledónica,
era un territorio lleno de lagos donde se acumulaban los
productos de la erosión de aquélla. En su zona meridio­
nal, situada en el ecuador, la alteración proporcionó a los

176
Biografía de la T h -' k r \

La disputada herencia de Roddoa

En el capítulo anterior comentamos las dudas que en al­


gunos científicos especializados en el análisis del paleo-
magnetismo despertaba la configuración del superconti-
nente de Rodinia, y que les habían llevado a proponer
una alternativa que llamaron Paieopangea. Estas dudas
no sólo se deben a que las rocas tan antiguas están muy
deformadas, lo que dificulta averiguar la dirección en la
que apuntaban sus minerales magnéticos en el momen­
to de formarse: el problema realmente grave es el de la
ambigüedad de la paleolongitud. La estructura del cam­
po magnético permite transformar la inclinación del
vector magnético en paleolatitud. Si una roca con sufi­
ciente hierro para ser magnetizable se forma justo en un
polo magnético, el campo impreso en ella será vertical,
mientras que otra magnetizada en el ecuador tendrá un
campo horizontal. Es decir, que si los datos son fiables,
podremos averiguar con bastante precisión la latitud a la
que se encontraba un determinado continente antiguo.
En cambio, no hay ninguna diferencia en el magnetismo
de dos continentes situados en el mismo paralelo, aun­
que estén a miles de kilómetros de distancia entre sí.
Éste es el verdadero talón de Aquiles de las recons­
trucciones paleomagnéticas, el que hace posibles solu­
ciones geográficas muy distintas para igual época. Existe
una salida a estas situaciones ambiguas, y es utilizar el se­
gundo tipo de lógica en las reconstrucciones: la táctica de
«la tarjeta de visita rota». Si determinados fósiles, o gran­
des fallas, o segmentos de un orógeno, pueden continuar­
se en continentes hoy separados, podremos alegar que
antes formaron uno solo. Y como encajar continentes es
un juego parecido a solucionar rompecabezas, podemos

178
L a TlEfcKA MODbKNA

usar un símil de estos pasatiempos: dos continentes con


igual paleolatitud son como dos piezas de la misma for­
ma, mientras que los datos de la geología regional son
como el fragmento de dibujo impreso en cada una. El
dibujo decide cuál es el encaje correcto. Los expertos en
rompecabezas pueden objetar que, en ocasiones, Jas dos
piezas sospechosas son de un homogéneo azul cíelo. Tie­
nen razón: por desgracia, hay ocasiones (y de inmediato
vamos a ver una de ellas) en las que, incluso empleando
este tipo de argumentos, las dos posibilidades se mantie­
nen. Los mapas paleogeográficos do la Figura 11, que
datan de mediados de la década de 1990, están basados
en datos paleoinagnéticos depurados, pero eso sólo sig­
nifica que la paleolatitud de cada continente es bastante
segura. En cuanto a la paleolongitud, es la mejor que ha
podido conseguirse con datos de geología regional. Ha­
gamos ahora un pequeño experimento: en el mapa de la
Figura Ub, correspondiente al Ordovícico, movamos
Laurentia (Norteamérica) 60° (dos retículas) hacia el
oeste, sin cambiar su latitud, y por lo tanto respetando
los datos paleomagnéricos. De esta forma, Laurentia cho­
ca contra Suramérica. ¿Hay datos de geología regional
que apoyen esta alternativa? Existe al menos uno, y es que
en partes del noroeste de Argentina se encuentran trilo-
bites de edad cámbrica y ordovícica (o sea, unos 550 a
450 millones de años) iguales a los de Norteamérica.
Tomando este dato como base, un grupo de geólogos
argentinos, formando equipo con Ian Dalziel, un esco­
cés en la Universidad de Texas, ha planteado reconstruc­
ciones palé ogeográficas alternativas para todo el periodo
anterior a la construcción de Pangea, hace unos 250 mi­
llones de años. Los cuatro primeros mapas de la Figura
11 podrían ser sustituidos por los cuatro de la Figura 13.
L a T ierra moderna

te de Laurentia. Sin embargo, la distribución de la Are­


nisca Roja Antigua, que llega hasta Estados Unidos, pa­
rece indicar una colisión más al sur, como propone la hi­
pótesis clásica.
—Los depósitos gigantes de cenizas volcánicas de
Suecia y Estados Unidos quedarían también sin explica­
ción si Laurentia y Báltica no hubiesen estado muy pró­
ximas al final del Ordovícico.
Así están las cosas en este momento, en el que se di­
ría que la alternativa plantea más problemas de los que
resuelve. Su principal virtud es la de todas las ideas
que van contra corriente: obligan a la hipótesis domi­
nante a evaluar cuidadosamente los datos, a buscar prue­
bas decisivas. Dalziel suscita un tema interesante cuando
se pregunta si la hipótesis clásica de colisión Lauren-
tia-Báltica no estará reflejando la gran concentración, en
ambas orillas del Atlántico norte, de los geólogos que tra­
bajan en estos temas. La objeción tiene resonancias
posmodernas, ya que abunda en la queja de esta filosofía
según la cual la Ciencia no sería una empresa objetiva,
sino que estaría lastrada por los intereses de grupo de las
escuelas científicas de los países dominantes. En todo
caso, la hipótesis alternativa no es mucho más universa­
lista: en los mapas de la Figura 13, Laurentia (Nortea­
mérica) tiene un protagonismo desaforado, pues parece
bailar una danza ritual alrededor de los otros continen­
tes, que, salvo precisamente Báltica (Europa), parecen
pasivos, como conscientes de su papel de comparsas.
Además, las reconstrucciones alternativas son hijas de
Rodinia, ya que surgieron como un desarrollo de la «co­
nexión SWEAT», que enlazaba el suroeste de Estados
Unidos con la Antártida. De una u otra manera, Nor­
teamérica siempre ocupa el centro de la escena, lo que

181
Biografía de la Tierra

probablemente significa que, suponiendo que las ideas


de Ian Dalziel sobre los sesgos de la ciencia sean correc­
tas, él no ha podido evitar que éstos hayan invadido tam­
bién su hipótesis.

En el Gran Pantano

En realidad, aunque el tópico sólo se cumple en lo que


fue una estrecha faja de terreno de 10.000 kilómetros a
caballo del ecuador, y en otras menores en Siberia y en
China, entre 30 y 60° norte, seguimos imaginando todo
el periodo Carbonífero como un enorme pantano uni­
versal, con árboles gigantes como secuoyas, e insectos
igualmente gigantescos. Teniendo en cuenta que hacen
falta varios metros cúbicos de madera para generar un
metro cúbico de carbón, los miles de millones de tonela­
das de este material acumuladas en este periodo (y en el
Pérmico, que le siguió) significan, desde luego, miles y
miles de bosques comprimidos y almacenados uno sobre
otro en forma de combustible fósil. Sin embargo, el pe­
riodo Carbonífero no es notable sólo por esto: fue testi-
go del comienzo del ensamblaje de la última pangea, y
su clima fue el más movido de todo el Fanerozoico. Su­
frió una intensa glaciación, al mismo tiempo que gran­
des desiertos se instalaban junto al hielo: y en el Pérmi­
co funcionaron, a pleno rendimiento, las mayores salinas
de la Tierra moderna.
Podríamos preguntarnos si las selvas actuales (la
Amazonia, por ejemplo) están dando lugar a yacimientos
de carbón; y, en caso negativo, por qué no. La respuesta
es que, en un ambiente muy húmedo, la materia vegetal
muerta se pudre inmediatamente a causa de la acción de

182
L a T ierra m o i j k r n a

las omnipresentes bacterias (acompañadas, desde luego,


por hongos y termitas), a no ser que consiga un escudo
protector. El más común es una capa de sedimentos que
la aísle del oxígeno35, del que viven la mayoría de los
procariotas desde la revolución atmosférica del Protero-
zoico. Así que la única forma segura de fabricar carbón
es acumular materia orgánica recién muerta en una zona
donde haya fuerte sedimentación. Los yacimientos de
carbón más importantes se formaron en el borde de gran­
des lagos o en enormes marismas deltaicas periódica­
mente inundadas por el mar y situadas al pie de unas
montañas en plena formación, que se erosionaban y
llenaban las marismas de sedimentos. El combustible pa­
ra la Revolución Industrial se formó porque las enormes
selvas carboníferas no sólo fueron destruidas, sino tam­
bién inmediatamente enterradas. Las montañas eran
los Apalaches, en América, y el orógeno Hercínico en
Europa.
Algunos de los habitantes de estas selvas no carecen
de interés. La evolución hizo con algunos insectos su
primer ensayo de conquista del aire: Meganeuron, una li­
bélula de la envergadura de una gaviota, ha adquirido
una cierta fama, pero estaba acompañada por amigos
menos recomendables, como arañas y escorpiones como
los de algunas películas de terror. Aunque las cucarachas
eran, afortunadamente, de tamaño casi normal, había,
por ejemplo, un ciempiés de dos metros de longitud.
¿Podría ser que nuestra repugnancia natural por muchos

15Una alternativa interesante, aunque difícil de demostrar, es que las bacterias,


hongos y termitas aún no estaban fisiológicamente preparados en el Carbonífero
para digerir la celulosa y la lignina, los compuestos que forman los tejidos de sos­
tén de la nueva vegetación.

183
Biografía dl la Tikrra

insectos se remonte al tiempo de las selvas carboníferas,


cuando los antepasados de los mamíferos competían con
una fauna menos fuerte pero en ocasiones dotada, caso
de los escorpiones, de armamento químico? Quizá algu­
na de las batallas que a veces tenemos que librar en nues­
tra cocina contra las cucarachas esté impresa en nuestros
genes desde hace 300 millones de años.
El otro gran avance evolutivo se da con los anfibios,
un intento algo tímido de adaptación al medio terrestre.
¿Por qué los anfibios comenzaron la exploración de la
tierra firme? En los años cincuenta la hipótesis domi­
nante era que los peces se habían transformado en anfi­
bios para adaptarse a un clima más seco. Esta idea choca
con las evidencias del registro fósil: la inmensa mayoría
de los anfibios siguió viviendo en medios húmedos, y
muchos no quisieron saber nada de la tierra. Parece mu­
cho más lógico pensar que la adaptación de algunos pe­
ces a respirar fuera del agua tuvo que ver con el móvil
universal de la evolución: la tendencia a explotar todos
los recursos disponibles, realizando para ello todas las
modificaciones morfológicas imaginables. En este caso
los recursos no eran sólo alimenticios (los insectos gi­
gantes debían de componer menús ricos en proteína y
fibra), sino también oxígeno, mucho más fácil de asimi­
lar en tierra que en el agua.
Estas recompensas tenían sus contrapartidas, y la
transformación de las branquias en pulmones fue el me­
nor de los problemas. El principal fue el del soporte: la
columna vertebral de un pez está adaptada a realizar fle­
xiones laterales, mientras que la de un anfibio tiene que
soportar sobre todo presión vertical, lo que requiere una
modificación tanto de la columna como de su musculatu­
ra asociada, para evitar el desplome de la espalda cuando

184
La TlfcHKA MOLJtKNA

el animal se incorpora. Igual sucede con los músculos del


cuello, que deben aprender a sostener la cabeza, y los
ventrales, sin los cuales el paquete intestinal andaría por
los suelos. Y, por supuesto, la modificación de las aletas
en patas, que requiere su anexión a la columna (en los
peces se unen a la cabeza, o son flotantes), de forma que
puedan combinar su función impulsora con otra, nueva,
de soporte.
Pero hay que decir que, tras este iifting tan comple­
to, la madre evolución consiguió unos modelos de exce­
lentes prestaciones: los anfibios del Carbonífero no eran
seres huidizos como las ranas o salamandras actuales, si­
no los depredadores supremos de su tiempo, Eriops, con
aspecto de cocodrilo, era un piscívoro de dos metros,
pero tenía primos que llegaban a los seis. Sus
parecen haber estado destinadas a protegerle tan sólo de
la desecación, ya que ocupaba el escalón más alto de la
pirámide alimenticia. Esta idílica situación iba a cambiar
pronto, en cuanto la evolución dio con una fórmula me­
jorada para la reproducción de grandes vertebrados te­
rrestres. Hacia el final del Carbonífero (-300 m.a.), los
anfibios vieron aparecer otros familiares ele extrañas cos­
tumbres, ya que no ponían sus huevos en el agua sino en
tierra, y además éstos eran de un diseño nuevo, que in­
corporaba los últimos adelantos de la tecnología: alimen­
to sobrado para el viaje, un saco para los desperdicios,
una cómoda envuelta para el embrión y (aquí reside e
secreto del éxito) una carrocería a prueba de (algunos)
accidentes y que, además de asegurar la conservación del
grado óptimo de humedad, permitía la salida del CO, y
la entrada de oxígeno.
Esta «charca autoeontenida», cuvo nombre técnico
es huevo amn¡ótico, supuso ía ruptura definitiva con el
Bkkíkafla de la Tierra

modo de reproducción de los anfibios, que era sólo una


copia del de los peces. Esta era la única novedad de los
primeros reptiles, pero fue suficiente para proporcionar­
les una ventaja decisiva sobre los anfibios. A principios
del Pérmico (-280 m.a.), los primos reptiles no sólo se
reproducían con más éxito, sino que se habían vuelto de­
cididamente peligrosos: algunos, como el llamado Dime-
tivdon, modificaron sus mandíbulas, convírtiéndolas en
palancas más eficaces, e inventaron unos dientes como
hojas de cuchillo y rematados por picos que les permi­
tían cortar carne de forma muy práctica: una escalada de
armamentos cualitativa, ya que a partir de ese momento
no hay un límite de tamaño para las presas potenciales.
Cada vez que utilizamos un cuchillo de cocina con la
hoja serrada estamos imitando a este antiguo reptil, el
primer carnicero eficaz de la historia de la vida.
Pero lo más curioso de Dimetrodon fue otra innova­
ción anatómica, una especie de vela dorsal. La mayoría
de los paleontólogos piensa que le sema para obtener ca­
lor más rápidamente, en un mundo, el Pérmico, que se
encaminaba rápidamente hacia otra glaciación. Modelos
matemáticos han permitido calcular que, si este depreda­
dor colocaba su vela de forma que recibiese de lleno los
rayos del sol matinal, su temperatura corporal subiría
muy rápidamente, lo que le permitiría actividades de ca­
za varias horas antes que si no hubiese dispuesto de esta
especie de panel solar. Lo curioso es que Edaphosaurus,
un reptil del mismo grupo pero herbívoro, estaba tam­
bién dotado de cresta dorsal. ;La utilizaba para huir de
Dimetrodon? Quizá enfrentada a la más bien esperpénti-
ca posibilidad de una biosfera en la que todos los anima­
les terrestres ostentasen una enorme cresta, la evolución
dio marcha atrás (el equivalente pérmico de las actuales

186
L a T ií - rra . modkrka

conferencias de limitación de armamentos) y decidió reti­


rar las velas dorsales del arsenal táctico. Parece que acer­
tó, ya qne los restantes reptiles se apañaron muy bien sin
ellas. De todas formas, hay que considerar estas estructu­
ras como un primer ensayo de la endotermia o regulación
interna del calor, que caracteriza a los mamíferos.
O quizá a algunos reptiles más avanzados: para mu­
chos especialistas, los terápsidos, que aparecieron hará
unos 270 millones de años, y cuya estructura corporal
recuerda ya mucho a la de los mamíferos, fueron los pri­
meros endotermos: a veces los representan incluso con
el cuerpo recubierto de pelo. Para un depredador, las
ventajas de la endotermia son enormes, ya que permite,
por ejemplo, la carrera continuada. Sin embargo, había
también terápsidos herbívoros, con una dentición tipo
rumiante y troncos más anchos para acomodar paquetes
intestinales más largos. En conjunto, Ja evolución pare­
ce satisfecha con sus nuevos modelos: en sólo cinco o
siete millones de años aparecen más de veinte grupos di­
ferentes de terápsidos. Pero estamos ya a finales del pe­
riodo Pérmico, y las selvas donde se formó el carbón
*v

están dando paso a otro paisaje muy distinto.

El continente de un detective aficionado

Una vez que AJfred Wegener hubo imaginado su Pan-


gea, tuvo que revisar bibliotecas enteras en busca de da­
tos que apoyasen su intuición. Es un tributo a la calidad
de su trabajo que, al cabo de casi cien años, muchos de
los ejemplos que aportó sigan siendo utilizables como
pruebas del movimiento de los continentes. Veamos tres
de ellos:

187
L a TlEKKA M()]JI (ÍNV\

(le Xiesasa-urttS) uno de ios reptiles que, en el Pérmico, es­


taban relegando a los anfibios. Era un depredador fluvial
cuyos fósiles sólo se encuentran en Brasil y en Namibia.
La pregunta de YVegener —¿cómo pudo Me sos a tiras vivir
en ríos tan distantes entre sí?— sigue teniendo hoy la
misma solución que el ilustre meteorólogo alemán le dio.
—¿Qué hace un arrecife de coral en las islas Spitz­
berg, a 80° de latitud Norte? Ha sido transportado hasta
esta gélida latitud por ta lenta deriva de los continentes
(en concreto, del de Báltica) desde la latitud tropical
donde se formó hace 500 millones de años (comprobar
en la Figura 11 a).

Según los datos actuales, la colisión de Gondwana


contra Laurussia, con la que comenzó la construcción de
Pangea, se produjo desde hace unos 355 millones de años,
o sea a mitad del Carbonífero. Como es normal en las co­
lisiones, el nivel del mar baja (recordemos, los continentes
se encogen, y las cuencas oceánicas ensanchadas aumen­
tan su capacidad); sin embargo, en este caso la causa de la
regresión es doble, porque precisamente en esta época
bailamos los primeros indicios de que un gran casquete
glaciar está creciendo sobre Gondwana. Millones de kiló­
metros cúbicos de agua oceánica van a quedar atrapados
sobre los continentes durante cien millones de años, y el
nivel del mar bajará 60 metros sólo por esta causa.
Igual que en otras glaciaciones, el desencadenante
no está claro, pero la situación geográfica parece muy fa­
vorable: como puede verse en la Figura 1 Id, la punta sur
de Africa estaba casi sobre el polo Sur, es decir, en un cli­
ma muy frío pero con un océano muy próximo. Esta cer­
canía de la fuente de humedad se considera decisiva para
que el volumen de nieve sea grande y pueda formarse

itjy
B iografía pe la T ierra

una importante masa de hielo. A esto se unieron otros


dos factores que enfriaron el clima: la propia construc­
ción del supercontinente (que interrumpió las corrientes
marinas ecuatoriales) y la elevación de una gran cadena
de montañas* que provocó la aparición de campos de
nieve que a su vez rechazan más calor solar La superfi­
cie cubierta por el hielo en esta glaciación carbonífero-
pérmica fue del mismo orden que en la actual: los hielos
llegaron hasta una latitud de 30° Sur. Tradicionalmcnte
se ha dicho que, como en la glaciación ordovícica, tam­
poco en la permocarbonífera hubo glaciares en el he­
misferio Norte. Sin embargo, como puede verse en las
Figuras lid y e, Siberia estuvo situada muy cerca del
polo Norte en ambos periodos, y recientemente han
aparecido en este continente pruebas de un episodio de
glaciación en el Pérmico.
Los glaciares, que se habían instalado hace 340 mi­
llones de años, comenzaron a retroceder hacia los 270,
pero cerca del polo Sur se mantuvieron hasta los 240
m.a,, o sea, durante todo el Pérmico. En este periodo
final de la glaciación encontramos uno de los contras­
tes climáticos más extraños de la historia de la Tierra,
porque nunca el clima ha sido tan continental como
entonces: el ecuador era una zona muy cálida (seguía
formándose carbón), mientras que cerca del polo Sur
la diferencia entre las temperaturas medias del verano
y del invierno era de [50 °C!: esto significa que, a lo largo
del año, probablemente podían oscilar entre, p, ej., -4-0
y +40 °C. Resulta difícil imaginar que la vida pudiese
prosperar bajo esta especie de ducha escocesa climáti­
ca; por eso el reciente hallazgo de un bosque fósil de
edad pérmica en las montañas Transantárticas ha des­
concertado tanto a los paleoclimatólogos. Sobre todo

190
La Tu rra moderna

teniendo en cuenta que los datos paleomagnéticos in­


dican que los árboles vivieron entre 80° y 85° Sur, por
lo que a los problemas de temperatura deben añadirse los
de oscuridad total durante los meses de invierno. Eviden­
temente, el reino vegetal es capaz de hazañas que esca­
pan a la comprensión del reino animal; o, al menos, de
los eucariotas.

El tiempo de los desiertos

Un indicador geoquímico que ya conocemos, el isótopo


de masa 87 del estroncio, nos confirma que el periodo
Pérmico sufrió extremos climáticos que incluían una in­
tensa aridez: la proporción de 87Sr desciende claramen­
te durante todo este periodo, y sólo se recupera parcial­
mente durante el siguiente (Triásico). La interpretación
de los defensores de la «Tierra Blanca» proterozoica
era que, al ser el estroncio 87 un isótopo característico
de los continentes (se acumula en los granitos, la roca
típica de la corteza continental) que es transportado
por los ríos hasta los océanos, su empobrecimiento en
sedimentos marinos significaría que el transporte flu­
vial había comenzado una huelga de bajo rendimiento.
En el Pérmico, el descenso del estroncio pesado es un
indicio que se une a otras pruebas más evidentes de ari­
dez: en el norte de Alemania, los depósitos de sales de
esta edad alcanzan espesores de más de mil metros, in­
cluyendo sales potásicas. Estas sales son más solubles
que las sódicas, por lo que sólo precipitan cuando la
masa de agua que las contiene se evapora de forma
prácticamente total: por lo tanto, indican una aridez
extrema.

[91
HtOCiK.M-ÍA [>F LA Ti FURA

Así pues, entre el ecuador cálido y los helados polos


existieron en eí Pérmico unas franjas tropicales de inten=
sa aridez, con precipitaciones máximas de 20 mm/ines
durante casi todo el año (ésa es precisamente la precipi­
tación mensual media en el árido sureste español). La
zona norte abarcaba desde Texas hasta Rusia, y la sur
desde Brasil hasta Arabia. Una parte de estas zonas esta­
ba ocupada por desiertos de arena (se han conservado
espectaculares dunas fósiles), mientras que otras eran
invadidas periódicamente por el mar. En este caso ope­
raría un mecanismo semejante al de las salinas artificia­
les: evaporación, con saturación y precipitación de las
sales, comenzando por las menos solubles. Así se forman
series de sedimentos evaporíticos, como las de la zona de
Perm, en Rusia central, donde encontramos, en orden
de depósito, calizas (relativamente insolubles), sulfatos
como el yeso (más solubles), cloruro sódico (muy solu­
ble) y por fin cloruro potásico (la sal más soluble). Esta
situación se mantuvo en el Triásico, donde el ya descri­
to clima de Pangea, con una corriente ecuatorial global,
debió de generar una zona hiperárida que incluía a la pe­
nínsula Ibérica.
En total, la cantidad de sales que se encuentran en
el Pérmico es de un millón y medio de kilómetros cú­
bicos; teniendo en cuenta las zonas ya erosionadas,
puede calcularse que la cantidad de sal retirada del mar
pérmico fue aproximadamente el doble. Según algu­
nos geoquímicos, esto sería suficiente como para re­
bajar la salinidad desde el nivel normal (35 gramos por
litro) hasta 30 gramos por litro. ¿Cómo influyó esta
desalinización en el mar universal, la Panthalassa, en
un tiempo de cambios acelerados como fue el final del
Pérmico?

t92
La esposa de Océanos y el doctor
STRANCtFI ove

Muchas mitologías asiáticas sitúan un mar interior en el


centro-sur del continente. Kn 1893, el gran geólogo aus­
tríaco Eduard Suess identificó, en el lugar aproximado
de estos lugares míticos, una masa de agua auténtica, al
localizar en Irán sedimentos depositados en el fondo de un
océano que, comprimido entre Asia y Gondwana, había
dado lugar al Himalaya y otras montañas próximas. Para
subrayar el carácter oceánico de este nuevo mar, Suess lo
llamó Tethys, por la esposa y hermana de Océanos, el
dios griego del mar. Suess demostró su olfato, pues el mar
de léthys ha sobrevivido intacto a la revolución wege-
neriana: en los mapas modernos de evolución continen­
tal (por ejemplo, los de la Figura I le, f y g) aparece como
un enorme golfo tic más de 10.000 kilómetros de pro­
fundidad, con Eurasia al norte, Africa, India y Australia
al sur, y las penínsulas Ibérica e Itálica en su extremo
occidental.
El mar de Tethvs duró doscientos millones de años, # *

desde el Tria si co hasta el Cretácico. Los mapas del Triá-


síeo y Jurásico reflejan la movida historia de este océano:
en el primen) (Figura 1 11), un fragmento continental se
ha desprendido de Africa y viaja hacia el norte; en el se­
gundo (Figura 1 lg), está a punto de colisionar contra el
sur de Asia. Tiste mi croco ntinen te, quizá un arco insular,
ha recibido el nombre de Cimeria, por un antiguo pue­
blo asiático. Su viaje hacía el norte a través del mar de
Tethys hasta chocar con Asia es un preludio del que
tiempo después realizará India y, en general, de la frag­
mentación de la antigua Gondwana. Pero si en el plano
tectónico el dominio de Tethvs estuvo lleno de acontecí-
B iografía de la T ierra

mientos, la evolución química de sus aguas también re­


sultó movida: como acabamos de ver, algunos geoquími­
cos sospechan que la sustracción de sal en el Pérmico pu­
do causar una cierta desalinización pasajera, de inciertos
efectos sobre la fauna marina. Más sólidas son las huellas
químicas que marcan el final de este periodo (Figura 15).
El descenso brusco de la proporción de carbono 13 pa­
rece significar que, justo en el tránsito entre los periodos
Pérmico y Triásico, algo impidió (igual que sucedió du­
rante la Tierra Blanca) que el plancton absorbiese el car­
bono 12, con lo cual el isótopo pesado se diluyó. Ken-
neth Hsü, un geoquímico chino de la Universidad de
Zúrich, relata cómo su curiosidad le llevó a averiguar la
causa de estos colapsos de BC: 15

15. Variación en la proporción


de isótopos de carbono (S 13C) en
el tránsito Pérmico-Triásico, me­
dida en un sedimento que fue de­
positado en el fondo del mar de
Tethys y ahora se encuentra en
Irán: los océanos se convirtieron
en lugares hostiles para la vida.

194
La Tiekra :

«Como depende de la luz solar, el fitoplancton [for­


mado por algas, y el zooplancton, que se alimenta de él]
sólo aparece hoy en las aguas superficiales. Dado que Jas
algas prefieren los átomos de carbono 12 a los de carbo­
no 13, las aguas superficiales quedan enriquecidas en
carbono 13 en las zonas en que florece el plancton. Si el
enriquecimiento relativo en carbono 13 en las aguas oceá­
nicas superficiales es obra del plancton, ¿qué pasaría si
no hubiera plancton en los océanos?
»Le planteé esta cuestión a Wallace Broecker en
1981, cuando riño a Zúrich a dar una conferencia. Wally
6
trabaja en Lamonri , y su fama procede de sus investi­
gaciones sobre los ciclos del anhídrido carbónico en los
océanos. De su cabeza las ideas brotan continuamente,
como las burbujas en las bebidas carbónicas. Cuando le
hice esta pregunta, al final de su conferencia, me con­
testó con soma: “Ah, lo que me estás preguntando es el
efecto ‘Doctor Strangelove’. Un océano sin plancton
no tendría ninguna variación de isótopos de carbono.
La composición seria la misma desde el fondo a la su­
perficie. ¡Ese océano seria un océano del doctor Stran­
gelove!”.
»Yo no había visto la película, pero comprendí que
el doctor Strangelove quería borrar de la superficie de
la Tierra a todos los seres vivos, excepto una reducida
élite entre la que, evidentemente, se encontraba él, utili­
zando una explosión nuclear. Esta selecta élite sería la
que, en su momento, repoblaría el planeta. Medio er
broma, Broecker había elegido un término muy pinto­
resco, y no desaproveché la ocasión para formalizar tan­
to la idea como el término en mi siguiente publicación».

■** Ver el apartado «Y, sin embargo, se mueven» en el capítulo primero.

195
[ l i i H i R . u Í A i>h: i a T i h k k a

Un suspenso al doctor Hsü (a quien, por cierto,


volveremos a encontrar) por pasarse la vida estudiando
57
y no ver la obra maestra de Stanley KubricE , lo que
explica que haga un resumen algo pintoresco de su argu­
mento. Sobresaliente, en cambio, por la celeridad con la
que se apropió de la idea del doctor Broecker, que ha
conseguido popularizar (citando además, como es debi­
do, la procedencia). Ahora podemos interpretar sin pro-
blemas la Figura 15: el plancton desaparece bruscamen­
te de los océanos al final del Pérmico, con lo que deja de
secuestrar carbono 12, y el agua deja de estar enriqueci­
da en carbono 13. Pero, ¿por qué toma valores negativos
el carbono 13? Según Hsü, esto se debe a que los «océa­
nos Strangelove» estaban acompañados de «continentes
Strangelove», llenos de materia vegetal muerta que, al
ser arrastrada a los océanos, los llenó de carbono 12, di­
luyendo aiin más el isótopo pesado; una idea que se ha
reforzado al detectarse en este nivel una elevada concen­
tración de esporas de hongos, que se nutren de materia
vegeta] muerta.
En suma, todo parece implicar que ei final del pe­
riodo Pérmico fue una época muy dura para la vida.

La madre de todas las extinciones

Conseguir que se extingan más del 90% de las especies


oceánicas, y más del 70% de las familias de vertebrados te-
*u

rrestres, no es una tarea fácil. En 1998, un equipo de geo-


cronólogos y paleontólogos consiguió demostrar que real­

í7Dr Stnntgvfavv: or lír.nv ¡ hamal to stop nwnyijig ¿imí iovc the Iminh (1963) fue es­
trenada en España con el extraño título de /ívivfmiu rujo? Volamos haatf Mosai

196
1,.\ Tn-'KKA Mnm-RNA

mente había existido nn cataclismo, al datar, con la técni­


ca SHRLMP, 172 granos de circón hallados en niveles de
cenizas volcánicas que están a caballo del tránsito Pér­
mico-Tria sico en China. Los resultados fueron especta­
culares: casi todas las especies extinguidas perecieron en
menos de un millón de años, alrededor de 252 m.a.; y e
descenso del carbono 13 que señala el «océano Strangelo-
ve» pudo durar solamente 10.000 años. «Sea lo que fuese,
sucedió muy rápidamente», dijo un miembro del equipo.
Sin duda el final del Pérmico ha sido el momento en
el que, a lo largo de toda su evolución, la biosfera terres­
tre ha estado más cerca del colapso total. A partir del
renovado interés por las extinciones masivas, una lluvia
de propuestas de explicación ha caído sobre «la madre de
todas las extinciones», irónica expresión con la que en
los años noventa los paleontólogos empezaron a aludir a
dicha extinción masiva. Ahora es necesario evaluar esta
selva de hipótesis a la luz de los últimos hallazgos; los
principales asuntos aún sin aclarar son: a) La extinción
afectó tanto a la fauna marina como a la continental, pe­
ro las plantas pasan la crisis sin apenas bajas, b) Ln e! Triá-
sico reaparecen una serie de especies que aparentemente
se habían extinguido al final del Pérmico (son los llama­
dos «grupos Lázaro», ya que parecen haber ba do).
c) Como vimos en el apartado anterior, en el límite hay
una clara anomalía en ios isótopos de carbono y de estron­
cio; en cambio, no hay concentración de iridio, d) Aun­
que hay en el Pérmico grupos que muestran declives pro­
longados, la extinción en masa se produjo rápidamente.
Las principales hipótesis propuestas para explicar
esta extinción masiva son:
—La hipótesis tlel supe rcon finen te. La regresión con­
secuente a la formación de Pangea redujo en un 70% la

197
Biografía df la Ti fura

extensión de las plataformas continentales * lo que diez­


mó la vida en la zona fótica.
—La hipótesis del cambio climático. El enfriamiento
causado por la glaciación carbónífero-pérmica hizo de­
saparecer la zona climática intertropical, donde se pro­
dujeron la mayoría de las extinciones. La desertización
de parte de Pangea pudo contribuir a este proceso.
—Las hipótesis de los cambios geoquímicos. La re­
gresión dejó expuesta a la acción atmosférica gran canti­
dad de materia orgánica de los organismos que vivían en
la plataforma continental. La oxidación masiva de esta
masa orgánica muerta consumió mucho oxígeno atmos­
férico, lo que provocó un episodio de anoxia (carencia de
oxígeno) en los océanos. Otra alternativa geoquímica es
la desalinización que pudo producirse en los mares a cau­
sa de los grandes depósitos de sales del Pérmico.
—La hipótesis volcánica. Al final del Pérmico, y en un
intervalo menor de un millón de años, se produjeron en Si-
beria las mayores erupciones volcánicas del Fanerozoico,
que emitieron 1,5 millones de kilómetros cúbicos de lava.
Asimismo, un millón de kilómetros cuadrados de China
están cubiertos por cenizas, al parecer de una erupción vol­
cánica explosiva producida al final del Pérmico. Los efec­
tos climáticos de estas erupciones aún no se han estudiado
en detalle, pero pueden interpretarse como agentes de ca­
lentamiento global (a través de la emisión de Cü2), aunque
también como causa de enfriamiento, si emitieron aeroso­
les como ácido sulfúrico, que velan la radiación solar.
—La hipótesis del impacto. La colisión de un aste­
roide habría llevado a la atmósfera una gran cantidad de
polvo, que opacaría la radiación solar, quebrando las ca­
denas alimentarias desde la base, por la imposibilidad de
fotosíntesis.

198
La Tu rra modi'k\ v

Algunos de los rasgos básicos de la extinción son fá­


ciles de explicar. Por ejemplo, que las plantas sufriesen
menos que la fauna es totalmente lógico, dado que los
vegetales han desarrollado un conjunto de eficaces siste­
mas de supervivencia, como un aparato reproductor (la
semilla) resistente a la desecación, o raíces, que pueden
sobrevivir a la muerte del aparato subaéreo. Igualmente
carece de misterio la aparición de especies resurrectas,
que evidentemente debieron de buscar refugio en lugares
más protegidos de los cambios ambientales. Y en cuan­
to a las anomalías isotópicas de carbono y estroncio, ya
explicadas, parecen efectos respectivos de la mortandad
del plancton, y de la desertización de finales del Pérmico.
Pero la mayoría de las explicaciones tiene inconve­
nientes serios. El principal problema de la hipótesis del
supercontinente es que una regresión no sirve para ex­
plicar extinciones de animales terrestres; además, otras
regresiones no han causado extinciones. En cuanto a los
cambios climáticos, no hay un enfriamiento especial ha­
cia el fin del Pérmico; incluso son más importantes los
cambios climáticos en el Carbonífero, cuando comienza
el crecimiento del casquete de hielo de Gondwana, pero
este acontecimiento climático no va acompañado de nin­
guna extinción. El episodio salino del Pérmico no debe
de ser la causa de la extinción masiva, ya que la precede en
más de diez millones de años. Por último, para apoyar
la idea del impacto faltan las huellas geoquímicas típicas
de los asteroides, que son el iridio y otros elementos me­
tálicos del grupo del platino38, muy raros en las rocas te­
rrestres y relativamente abundantes en aquellos cuerpos.
,hEn noviembre de 2001, paleontólogos japoneses han detectado un importante
enriquecimiento en hierro y níquel (elementos típicos de algunos meteoritos) en
un nivel pérmico-triásíco en China.

199
BlOCRAMA UK I.A TiKKR A

Como vemos, dos ideas han sobrevivido a este primer


filtro: la erupción volcánica de las lavas de Siberia, y la
anoxia. La primera tiene la ventaja de poder explicar una
extinción rápida, y la desventaja de que sus efectos con­
cretos no han sido calculados. En cuanto a la anoxia, seria
muy eficaz en el medio oceánico, y probablemente tam­
bién sobre los vertebrados continentales, seres de meta­
bolismo complejo, y por ello sensibles a un descenso del
oxígeno atmosférico; el problema es que se trata de un
proceso puramente teórico, que todavía nadie ha podido
demostrar que se diese en la realidad. Como vemos, no
hay una sola hipótesis satisfactoria; y aunque David Raup
sigue defendiendo la idea de una causa única (y se inclina
por la del impacto), la mayoría de los paleontólogos sos­
tiene que, puesto que el Pérmico puede definirse como la
época en la que todo fue mal (clima inestable, demasiado
vuleanismo, adiós a los mares someros, una geoquímica
de pesadilla...), la extinción pérmica tiene que ser necesa­
riamente un acontecimiento complejo. Incluso se ha pro­
puesto una secuencia de catástrofes: regresión-vulcanis-
mo-transgresión. Pero la rapidez de la extinción es un
problema añadido: por ejemplo, los cambios en el nivel
del mar, por rápidos que sean, requieren millones de años
y, recordemos, todas las extinciones parecen haberse pro­
ducido en menos de un millón de años.
Un nuevo dato ha venido a complicar, o quizás a
simplificar, el tema: el hallazgo, exclusivamente en el
sedimento del límite Pérmico-lriásico (y no en los supe­
riores ni los inferiores), de gases nobles (helio y argón)
con la distribución isotópica típica de los meteoritos, que
es muy diferente a la de las rocas terrestres. Los gases se
habrían conservado encerrados en grandes moléculas de
carbono. Pero, ¿por qué helio y argón, pero no iridio?

200
¿Quizá el impactor fue un cometa en vez de un asteroide?
Evidentemente, este único dato no va a resolver el pro­
blema de la mayor mortandad de la historia de la Tierra,
tras la que, como se ha dicho, los pocos supervivientes
llegaron al tiempo Triásico «como náufragos dispersos,
arrojados a la playa de una isla deshabitada».

Pangea no aguanta más

Ya sabemos que los supercontinentes no duran nada, pe­


ro la sucesión del os tíos últimos ha sido bien diferente:
mientras que la herencia de Rodinia fue la confusión (aún
no sabernos qué camino siguió cada uno de sus hijos), Ja
de Pangea, además de estar bien documentada, fue sucu­
lenta, ya que consistió en yacimientos gigantes de petró­
leo. La razón de esta positiva diferencia es doble: por una
parte, en los últimos 200 millones de años, la época de la
fragmentación del último supercontinente, la recons­
trucción de las posiciones de los continentes no es pro­
blemática; por otra, el cambio radical de geografía que se
produce con la rotura de una gran masa continental su­
pone una interesante oportunidad para la vida. Esta ape­
nas se había desarrollado cuando Rodinia murió, pero al
final de Pangea era ya una potencia política de peso en el
destino del planeta, y aprovechó la ocasión.
Como una taza vieja que vuelve a romperse por los
bordes mal pegados, Pangea volvió a tallar por las antiguas
suturas. El profundo golfo que era el mar de Tethys, en
cuyo fondo coexistían las antiguas fronteras de Gondwana
y Laurasia, dio muestras de inestabilidad poco antes de los
200 millones de años (Triásico Final). Una profunda grie­
ta comenzó a abrirse, separando Iberia del norte de Africa,

201
B iografía de la T ierra

y por ella comenzaron a entrar las muy salinas aguas de la


Panthalassa ecuatorial. Las sales que encontramos en el
centro de la Península, en Marruecos, y en el fondo del
Atlántico frente a las islas Canarias, dan testimonio de es­
ta época en que el centro de Pangea se estaba convirtien­
do en una especie de mar Rojo. La grieta continuó su pro­
pagación muy lentamente. Evidentemente, no tenía un
plan bien trazado, porque la vemos dudar ante cada bifur­
cación del camino. Por el momento ha despreciado el fu­
turo Atlántico norte (un mar, sin embargo, con grandes
posibilidades, pero ¿quién podía saber eso en el Jurásico?)
para dedicarse a excavar su surco entre Norteamérica y
Africa (futuro Atlántico central, 175 m.a.). Vacila otra vez
en la encrucijada que existe entre Norteamérica, Sur amé-
rica y Africa, pero se decide a separar los dos continentes
americanos, excavando en el futuro golfo de México, don­
de se repetirá el depósito de sales. Allí se toma un respiro.
Mientras, Pangea parece un castillo de naipes en su
fase final: al mismo tiempo que nace el Atlántico central,
India y la Antártida comienzan su secesión respecto a
Africa. Por un tiempo, la actividad de los bulldozers con­
tinentales se detiene. Cuando se reanuda, hace cien mi­
llones de años, es para acabar rápidamente el desmante-
lamiento de Pangea: se abre el Atlántico sur, separando
(¡por primera vez en mil millones de años!) Suramérica
de Africa; al mismo tiempo, Eurasia se aleja de Nortea­
mérica (80 m.a.), y (~60 m.a.) Australia e India siguen
caminos hacia el norte, alejándose de Africa y la Antárti­
da, que también se separan entre sí. Panthalassa ha visto
recortada su extensión con el nacimiento de dos nuevos
océanos: el Atlántico, que recorre el planeta de polo a
polo, y el Indico, un mar tropical. Pero los dos, como el
Pacífico (el nombre de la nueva Panthalassa disminuida)

202
La Tierra moderna

enlazan en el sur alrededor de la Antártida, y allí la rota-


*m

ción del planeta se encarga de que giren sin parar hacia


el oeste: ha nacido la corriente circumpolar, un elemen­
to decisivo en el clima de la era siguiente.
Además de los depósitos de sales, estos divorcios de
la corteza han dejado prohindas huellas en los nuevos
continentes, algunas literalmente desgarradoras. En las
fronteras entre continentes y océanos aparece un nuevo
tipo de corteza, de menor grosor que la continental (por
ejemplo, en Galicia sólo cinco kilómetros en vez de los
25 de la original), que parece formada por estiramiento
de la original, y que nos dice que la separación no fue in­
cruenta. Un aspecto de importancia es que, al adelgazar­
se, la corteza continental (que, por su baja densidad, fun­
ciona como un flotador de la litosfera) tiende a bajar. El
mar del Norte, otro caso semejante, es un ejemplo exce­
lente de este efecto: al hundirse, se acumularon en su
fondo hasta 3.000 metros de sedimentos que, por el ca­
rácter relativamente cerrado de la cuenca, retuvieron
gran cantidad de materia orgánica, y hoy son importan­
tes yacimientos de petróleo y gas. Algo parecido sucedió
en el golfo de Aléxico, también una zona marina restrin=
gida con fuerte sedimentación. Aquí las sales depositadas
en la etapa «tipo mar Rojo» desempeñaron un papel de­
cisivo, porque, debido a su carácter impermeable, la sal
sirve como roca sellante del petróleo, que impide que
éste escape a la superficie. Los yacimientos de Texas y
Oklahoma son el resultado de esta serie de casualidades.
Las cicatrices del desmembramiento de Pangea no
se limitan a los bordes continentales. Las grietas rompe-
continentes no siempre resolvieron sus vacilaciones de
forma neta: a veces tomaron el camino equivocado, pa­
ra volver luego sobre sus pasos. Estas vías exploradas y

203
BMXrKAHA J>t LA TtLKK\

luego abandonadas se pueden reconocer porque Jos gran­


des ríos de la cuenca atlántica las han aprovechado para
excavar sus valles, algo muy lógico puesto que se trataba
de zonas fracturadas y por lo tanto más fáciles de erosio­
nar. El Amazonas, el Río de la Plata, el San Lorenzo, el
Níger, son todos, en un cierto sentido, «hijos de Pan-
gea». Pero las montañas del Atlas también lo son. ¿Có­
mo se explica esto? Cuando la cicatriz abandonada es lo
bastante profunda, la litosfera llega a separarse, en un
ensayo avanzado de fragmentación continental que se li­
mita a la fase «tipo rift africano» sin llegar a la fase «tipo
mar Rojo», pero que es suficiente para que cantidades
importantes de sedimentos se acumulen en el surco. Lue­
go, los vaivenes de las nuevas placas cerrarán la cicatriz,
y los sedimentos plegados darán lugar a una nueva cadena
de montañas. Es razonable pensar que las islas Canarias
se deben también a un proceso similar, ya que se levan­
tan precisamente en la prolongación de esta misma zona
de debilidad en la litosfera.
Y, ¿qué hay de los puntos calientes que, según timos
en el apartado «Los muchos pulsos de la Tierra», eran
los artífices de la mina de los continentes? Estos apara­
tos térmicos han dejado sus marcas en los restos de Pan-
gea, en forma de lo que recientemente se han empezado
a llamar Grandes Provincias Igneas, acumulaciones de
rocas magmáticas con extensiones continentales. Una
de ellas, por ejemplo, abarca todas las orillas del Atlán­
tico norte, desde Nueva York a Escoda, y los volcanes de
Canarias podrían ser su herencia tardía; otra compren­
de los grandes derrames basálticos del Paraná en el sur
del Brasil, Karroo en Namibia y Suráfrica, y los diques de
Ferrar, en la Antártida; y una más está formada por los
basaltos del Decán, en India. En general, las costas de

204
La hi'KKA MO])i'k\A

los hijos de Pangea exhiben con profusión dos tipos de


huellas de la época de los desgarres: por una parte, evi­
dencias de estiramiento mecánico, como en las cortezas
adelgazadas; por otra, marcas térmicas como inyección
de diques. Lo que significa que en una fracturación con­
tinental actúan dos tipos de procesos: uno térmico cau­
sado por puntos calientes que debilitan la litosfera, y otro
mecánico que completa ia rotura desencadenada por el
primero, Kn la defunción del último supereontinente
podernos encontrar rastros abundantes de unos y de otros.
Siempre, como dijo Goethe («Sólo vemos lo que sabe­
mos»), que sepamos lo que estamos buscando.

Tabla 3
Acontecí??? i entos clave en la 1 Ierra paleozoica
($50-250 tu,a.)

Edad (m.a.) Daros Interpretación

530 Diez nuevos fila animales El big bang de la biosfera


450-420 Ti ¡litas en Gondwana Glaciación ilei Ordovicico
430 Deformación en Kuropa y Orogenia Calédonien
Norteamérica
390 Primeros insectos Invasión de los continentes
(4
Primeros anfibios
U
300 Primeros árboles
340-240 Tillitasen Gondwana Glaciación carbonífero-
pérmiea
Li Vertebrados continentales
Huevo amniótico
300 Polen v semillas
M
Vegetales en ambientes
secos
CL
Apalaches v í lercínides Colisión Laurussia-
J
Gondwana
H formación masiva de carbón ¿Clima + orogenia?
* F1
¡ 25 2
■ Muere >90% esp. marinas c-
1 250 Elevación de los Urales Colisión Laurussia-Siberia
\_____________________________ - -

205
Capítulo IV

El pasado reciente

Paz en la tierra, guerra en el mar

Si el viajero del tiempo pudiese retroceder doscientos


cincuenta millones de años, lo más probable sería que
al salir de su cápsula se encontrase entre un rebaño de
animales parecidos a pequeños hipopótamos y, como
ellos, de hábitos semiacuáticos. Pero a pesar de su por­
te poco gallardo, Lystrosaurus (que en otras descripcio­
nes se asemeja más a un cerdo bien alimentado) es un
animal importante, casi heroico: de más de cincuenta
géneros de reptiles tipo mamífero que existían en el
Pérmico, él fue el único que logró llegar al Triásico. Es­
te superviviente nato fue premiado por la evolución
con una vida prolífica, larga y tranquila. Se han descu­
bierto cientos de restos de Lystrosaurus en Suráfrica,
India, Rusia, China y la Antártida; en este último con­
tinente, en 1969, significaron un espaldarazo para la
recién aceptada tectónica de placas, ya que, por muy
distinguido que hubiese sido el comportamiento evolu­
tivo de este reptil, nadie podía imaginárselo cruzando
océanos a nado. La pacífica vida de este herbívoro está
documentada en el registro fósil, en el que coexiste con
un solo carnívoro (otro reptil, Proterosuchus, una especie

207
Hhk.haj-u df i. \ Tit kk v

de cocodrilo primitivo) muy poco abundante, lo que


significa que Lystrosaurns apenas tenía enemigos natu­
rales, y explica su proliferación. Con esta curiosa uni­
formidad, la Pangea del Triásico quizás se pareció a una
granja porcina.
Esta buena armonía no reinaba en cambio en Pan-
thalassa. Mientras que unos grupos de reptiles se habían
hecho dueños de la tierra, otros estaban regresando al
agua recién abandonada. Lo hacían, sin embargo, como
a regañadientes, si juzgamos por la abundancia de formas
de ambiente costero. Algunos se dedicaban al marisqueo,
para lo que habían desarrollado dientes diferenciados,
los delanteros como espátulas que usarían para arrancar
las conchas que machacaban con los restantes, parecidos
a martillos. Existió incluso un posible pescador de caña,
que utilizaba su propio cuello, más largo que el resto de
su cuerpo, como herramienta. Sólo al final del Triásico
(hacia los 220 m.a.) hubo una di versificación («radia­
ción» en la jerga evolucionista) importante de reptiles
marinos. Es cierto que, una vez que se decidieron, hi­
cieron su trabajo a conciencia, ya que fueron los due­
ños de los océanos durante más de 150 millones de
años, a pesar de que su aparato respiratorio no «regre­
só», por lo que cargaron con la desventaja de tener que
respirar en superficie. En ese sentido fueron los pre­
cursores de los grandes depredadores mamíferos oceá­
nicos, como algunos cetáceos actuales. Los ictiosaurios
(literalmente, peces-lagarto) adquirieron un diseño pa­
recido al de los delfines, mientras que los plesiosaurios
se han hecho populares a partir de la leyenda del mons­
truo del lago Ness, aparentemente modelado a semejan­
za de estos grandes lagartos acuáticos, uno de los cuales
llegó a medir doce metros. A estos grupos se unieron

208
EL PASADO KliClLNTp;

pronto grandes cocodrilos marinos, ios primeros carní­


voros de gran tamaño que existieron en la Tierra. La gue­
rra en el mar estaba en marcha, y los peces (que también
diseñaron los tipos modernos en el Triásico) no serán las
únicas víctimas: los reptiles terminarán devorándose
unos a otros, inaugurando las cadenas alimentarias com­
plejas, en las que el carnívoro dominante se alimenta de
otros carnívoros.
Desde el punto de vista evolutivo, es notable que los
icriosaurios, que aparecieron a principios de! Triásico
(245 m.a.) se extinguieran antes (90 m.a.) que ningún
otro reptil marino. Sus características anatómicas pare­
cen indicar que cazaban presas a gran profundidad: los
ojos de uno de ellos, de un diámetro de 26 centímetros,
eran los más grandes que ha poseído nunca un ser vivo.
Se ha calculado que su apertura focal sería de 0,9, como
la del gato: ¡un objetivo reflex de lujo, sólo que mucho
más grande que toda una cámara fotografica! No hay
duda de que su poseedor necesitaba mucha vista para sus
negocios, la pesca en aguas abisales. Los modelos anató­
micos le atribuyen intervalos de veinte minutos entre
dos inspiraciones, un caso espectacular de convergencia
evolutiva con el cachalote, también un depredador abisal
que necesita respirar en ia atmósfera.
La irrupción de los grandes reptiles marinos es sólo
una parte de lo que algunos paleontólogos llaman «re­
volución marina del Mesozoico». Desde hace unos cien
millones de años, los nuevos océanos que se abren con la
ruptura de Pangea se ven invadidos por nuevas faunas:
peces modernos (del grupo de los teíeósteos) de gran
tamaño, crustáceos dotados de pinzas para abrir conchas,
gasterópodos con dardos venenosos an ti peces, o molus­
cos, Jos antepasados de la actual sepia, que inventaron

209
Biografía de la 'F i e r r a

la propulsión a chorro y las defensas químicas (nubes de


tinta) contra los depredadores. A esta guerra de todos
contra todos* algunos moluscos respondieron produ­
ciendo conchas espinosas, o cada vez más macizas: al final
del Cretácico (~70 m.a.), algunos ammonites habitaban
conchas como ruedas de tractor. Otros moluscos, llama­
dos rudistas, eligieron la vida en colonias, y construye­
ron arrecifes; la única vez en la historia de la biosfera en
que los corales tuvieron competidores en su tarea de
producir montañas vivas.

Fin de la tregua en Pangea

La oferta de empleo (en la jerga científica, nicho eco­


lógico) para la Granja Pangea decía: «Se busca depre­
dador eficaz, no importa tamaño. Esencial buena den­
tadura. Comida sana y abundante. Empleo garantizado
durante cinco millones de años». Demasiado suculenta
para que el puesto permaneciese vacante mucho tiem­
po. La Naturaleza premió a Lystrosaurus con una muer­
te tranquila, pero sus sucesores iban a sufrir tiempos
revueltos. Los descendientes del discreto Proterosuchus
evolucionan a toda velocidad: son los arcosaurios, los
«lagartos dominantes», un apelativo que les hace ho­
nor, Teniendo en cuenta su rendimiento durante los si­
guientes 175 millones de años, hay que admitir que es­
tos reptiles se hicieron con todas las ofertas de trabajo
estimables durante el final de Pangea y en todos los con­
tinentes sucesivos: fueron los depredadores más temi­
bles, pero también las presas más codiciadas, los carro-
ñeros más eficaces, los dueños de la tierra y también
del aire (aún siguen siéndolo, ya que su estirpe incluye

210
El PASA]«') KLÍMÍ’.N'TE

a las aves). Y no admitieron competidores: en todo este


enorme lapso del tiempo de la Tierra el mamífero más
grande que pudo evolucionar no pasó del tamaño de un
gato.
Poco después de desaparecer Lystrosaurw, irrumpen
en escena cocodrilos de buen tamaño, unos tres metros,
dotados de una sana dentadura, como pide el anuncio, y
que además esbozan un adelanto anatómico que será de­
cisivo en los tiempos que vienen: la capacidad de mover­
se ocasionalmente sin reptar, habilidad que aumenta mu­
cho la velocidad punta (como puede verse en las películas
de Tarzán, los cocodrilos siguen practicando el mismo
truco cuando se lanzan hacia la chica que nada despreve­
nida). Pronto, sur gen especies que pueden erguirse oca­
sionalmente sobre las patas traseras, el primer paso hacia
la marcha bípeda.
Pero para ser más rápidos, los reptiles tienen que
modificar por completo las articulaciones. La necesi­
dad de esta reforma queda clara si hacemos un parale­
lismo: los reptiles primitivos caminaban colocando sus
extremidades a los lados del cuerpo, como las personas
cuando hacemos flexiones sobre el suelo, los temidos
«fondos». Cualquiera que haya hecho fondos compren­
derá que los primeros reptiles arrastrasen la barriga.
Los cocodrilos han conseguido acercar sus patas a la
vertical del cuerpo, y por eso sólo reptan ocasional­
mente. Pero hace 240 millones de años, un grupo de
arcosaurios desarrolló un tipo de fémur cuya cabeza
esférica salía de un lateral, con lo cual ía extremidad
podía situarse verticalmente debajo del cuerpo. La in­
novación concedía tales ventajas evolutivas que apareció
de forma independiente jhasta en diez grupos diferen­
tes de arcosaurios! Y eso sin contar con que (afortuna-

211
BkK.kAHA UL LA TlF.RRA

demente) los reptiles de los que descendemos ios ma­


míferos también la adoptaron. Para los que creen en la
unidad de la biosfera, puede ser un pensamiento re­
confortante saber que compartimos una innovación
funcional casi perfecta con los dinosaurios y sus ante­
pasados.
Algunos han comparado esta ruptura anatómica al
invento de la ametralladora: se dice que esta arma deci­
dió la primera guerra del siglo \x, la de Gran Bretaña
contra los bóers surafricanos, pero también es cierto
que pocodespués el artefacto se había generalizado, en­
cendiendo la mecha de una feroz carrera de armamen­
tos. Lo mismo sucedió en el Triásico Final. Los depre­
dadores corrían más, y lo misino tuvieron que hacer sus
presas; unos para obtener comí tía, y los otros para no
servir de ella. Una pregunta aparentemente ingenua
puede hacernos aprender algo sobre la evolución: si se
trataba de un adelanto tan decisivo, ¿por qué no apare­
ció antes? Hay dos buenas razones para esta tardanza:
en primer lugar, sólo los anfibios que se aventuraron en
tierra necesitaban sostener el peso de su cuerpo. En se­
gundo término, es la necesidad la que crea el órgano:
fue el vacío ecológico de Pangea tras la gran extinción
pérmica el que hizo útiles esta y otras mejoras anatómi­
cas profundas.
Aunque los primeros arcosaurios que pueden clasi­
ficarse como dinosaurios aparecen en Suramérica hace
230 millones de años, el estreno triunfal de este grupo
se produce tras una extinción menor sucedida en el
Triásico Final (225 m.a.). Desaparecen casi todos los
reptiles mamiferoides, y eso supone aún más oportuni­
dades para los arcosaurios emergentes, que empiezan a
llenar todos los nichos ecológicos vacíos (herbívoros,
Kl. l’ASADO KLCIE j VI'K

piscívoros, carnívoros, carroñeros, incluso caníbales) y


en toda ia gama de tamaños: mínimos, grandes y gi­
gantescos.

¿Eran tan terribles los dinosaurios?

La palabra dinosaurio significa «lagarto terrible». Su inven­


tor, el naturalista y profesor de la Universidad de Oxford
Richard Owen, la propuso en 1841, cuando solamente se
conocían restos de tres de estos reptiles. Owen argumen­
tó que, si las reconstrucciones eran certeras, todos ellos
correspondían a bestias gigantescas. Por ejemplo, com­
parando los dientes de ¡gim/iodon con los de las iguanas,
calculaba que este dinosaurio podría medir entre 30 y 60
metros de largo. Datos posteriores permitieron compro­
bar lo incorrecto de esta extrapolación: igiumodon no [la­
saba de ios siete metros. Pero, exageradas o no, las noti­
cias sobre estos gigantes del pasado captaron la fantasía
del público inglés, sobre todo a partir de 1854, cuando,
bajo Ja dirección de Owen, se construyeron cerca de Lon­
dres maquetas a tamaño natural de estos reptiles y de otros
animales prehistóricos. Por entonces, iguanodon había
recobrado su tamaño real, pero la mecha ya estaba pren­
dida. El hombre había descubierto un mundo anterior a
él y dominado sin lugar a dudas por sus viejos rivales los
reptiles. La exposición del Palacio de Cristal de Londres
es el comienzo de una fascinación que llega sin interrup­
ciones hasta los actuales dinos de peluche,
Naturalmente, si hemos convertido a los dinosaurios
en animales de compañía, esto significa que nuestro con­
cepto sobre ellos ha cambiado. De monstruos gigantes­
cos represores de los pequeños mamíferos del Mesozoico

213
BlOfiBAKÍA DK J.A I ftKkA

han pasado a convertirse en seres de comportamiento


mucho más próximo. Al menos dos datos han influido en
este cambio psicológico:
—El cuidado de las crías. Las cuidadosas puestas de
huevos y Ja existencia en los nidos de restos de vegetales
indican que al menos algunos dinosaurios incubaban los
huevos y alimentaban a los individuos recién nacidos.
—Las huellas ele los grandes dinosaurios herbívoros
atestiguan que se trasladaban en grandes manadas; algu­
nos paleontólogos aseguran poder reconocer que los in­
dividuos jóvenes viajaban en el interior del grupo, prote­
gidos por los adultos, como hacen los elefantes.
Por si estas muestras de comportamiento maternal y
social «tipo mamífero» fuesen pocas, Robert Bakker, del
Museo de Dinosaurios de Wyoming (en quien se dice
que está basado el protagonista de Parque jurásico), pro­
pone que ios dinosaurios eran endotermos (o sea, de
sangre caliente). Sus elementos de juicio son varios: por
una parte, la densidad de conductos de Havers (los orifi­
cios de los vasos sanguíneos) en los huesos de dinosau­
rios no es muy diferente a la de los mamíferos; además, Ja
proporción carnívoros/herbívoros entre los dinosaurios
de un área es parecida (-10%) a la que se da en los ma­
míferos, y muy distinta a la típica de los reptiles (~40%).
Esto significaría que hacía falta un gran número de presas
para cada dinosaurio depredador, lo cual parece indicar
un metabolismo muy activo, característico de los endo­
termos. Por último, sólo animales endotermos podrían
disponer de la energía suficiente para desarrollar los há­
bitos de cacería que se han reconstruido en algunos di­
nosaurios.
Este último argumento nos lleva hasta una cuestión
clave: ¿Eran realmente los dinosaurios capaces de una

214
K l PASADO RECIKNTK

actividad física prolongada, como la que por ejemplo de­


ben realizar a veces los grandes felinos actuales para su
alimentación? ¿Cuál era la velocidad punta de Tyranno-
samus rex™} ¿Era realmente, con sus 14 metros de lon­
gitud, el depredador más poderoso de todos los tiempos,
o tan sólo un carroñero? A pesar de los grandes avances
producidos recientemente en la reconstrucción del com­
portamiento de los dinosaurios, ninguna de estas pre­
guntas tiene una respuesta clara. Por ejemplo, hay varias
fórmulas para calcular la velocidad de un animal extin­
guido, midiendo su zancada y la longitud de sus extremi­
dades. Lo que es más complicado es averiguar la dura­
ción del galope, ya que esto requeriría una gran cantidad
de huellas. Los resultados de los cálculos indican que al­
gunos tipos de dinosaurios relativamente pequeños, como
los celurosaurios (un grupo que incluye al ahora famoso
Veloánaptor), podían galopar a velocidades cercanas a ios
50 km/hora. En cuanto al tiranosaurio, se han obtenido
resultados muy erráticos, entre los 16 v los 65 km/hora.
Esta dispersión se explica por la escasez de esquele­
tos completos y de huellas, aunque en los últimos años ha
habido varios descubrimientos importantes que han me­
jorado la fiabilidad de las reconstrucciones. La cifra más
alta se corresponde con la velocidad punta de un caballo
de carreras; pero los cálculos más recientes están cerca de
la media de los anteriores, unos 40 km/hora, una presta­
ción respetable que permitiría a los tiranosaurios dar
caza a los grandes herbívoros (Diplodocus, -11 km/hora),

^ Rey tirano de los saurios. Todo ser vivo (o fósil) se designa con dos nombres en
latín; el primero, con inicial mayúscula, para el género, y el segundo para la espe­
cie. Cuando el género es muy conocido, como en este caso, se suele adaptar a las
lenguas modernas (aijuí, tiranosaurio). perdiendo ia mayúscula.
B iografía v a la T ikkka

e incluso a los dinosaurios acorazados tipo rinoceronte,


como Triceratops, que podían correr a unos 25 km/hora.
Esta velocidad encaja con el descubrimiento muy re­
ciente de uno de los antepasados del tiranosaurio, un
celurosaurio de unos cinco metros de largo que aún con­
serva extremidades anteriores funcionales. Se confirma
así la llamada «hipótesis tiran oraptor», según la cual
Tyrannosaurus y Veloárraptor son primos no muy lejanos.
Otra cosa es que el «rey tirano» estuviese muy dis­
puesto a enfrentarse a los cuernos de Triceratops. En los
yacimientos de dinosaurios, los huesos de los indefensos
hadrosaurios (dinosaurios herbívoros llamados común­
mente «de pico de pato») tienen doble número de hue­
llas de mordeduras de tiranosaurios que los del dinosaurio
cornúpeta; en cambio, los huesos de ankilosaurios, her­
bívoros completamente acorazados y revestidos de enor­
mes espolones, no muestran ni una sola huella de dientes.
En cuanto a sus hábitos de caza, la presencia en algunos
yacimientos de tiranosaurios de huesos de muchos indi­
viduos parece indicar que, al menos ocasionalmente, és­
tos (como otros carnosaurios, según se denomina el gru­
po que incluye a los grandes carnívoros bípedos) vivían
en manadas. Las mandíbulas de muchos de estos anima­
les, especialmente las de los jóvenes, presentan frecuen­
tes señales de lucha, lo que demuestra la dura estructura
jerárquica de las manadas; pero además, algunos de los
huesos de los animales que se han encontrado en estos
grupos (bien es verdad que sólo un pequeño porcentaje)
tienen marcas de dientes de otros tiranosaurios en partes
vitales, por lo que hay que concluir que el gran depreda­
dor era un caníbal ocasional.
Al mismo tiempo, estos datos confirman que Tyran-
aosaurus era un cazador; si hubiese sido un carroñero,

216
El. IMS Allí) RKCIION'IK

habría muchos más restos de los propios tiranosaurios


mordidos. Lo que nadie discute es que, como todo de­
predador, consumiese ocasionalmente presas ya muer­
tas, que significan proteínas prácticamente gratuitas; algo
muy interesante para un animal que debía economizar
las carreras para disminuir el riesgo de caídas, ya que,
por una parte, sus escuálidas patas anteriores no le servi­
rían de ayuda para levantarse; por otra, porque cálculos
del impacto de la caída (cinco toneladas desde una altu­
ra de hasta seis metros, la alzada del animal) han llevado
a expertos en biomecánica a augurar que muchas caídas
de tiranosaurios podrían ser mortales. Hemos aprendido
muchas cosas sobre los grandes dinosaurios depredado­
res, y el balance actual es que, por muchos muñecos de
peluche que fabriquemos, estos y otros dinosaurios gran­
des y pequeños siguen mereciendo el nombre de lagartos
terribles.

LOS SECRETOS DE UN ÉXITO

FJ largo periodo de dominio de los continentes por par­


te de los dinosaurios siempre ha sido un motivo de cu­
riosidad para los estudiosos de la historia de la Tierra,
una curiosidad acentuada por la repentina desaparición
de esta fauna. Varios factores pueden explicar este éxito
evolutivo. En primer lugar, el clima del Mesozoico fue
muy cálido, oscilando entre árido en el Triásico y húme­
do en el Jurásico y Cretácico: sin duda un clima favorable
para los reptiles, aunque no fuesen endotermos. Pero no
sólo ayudaba el clima, sino también la geografía: en el
Triásico, cuando surgieron los dinosaurios, las montañas
Hercínicas y los Apalaches llevaban casi cien millones de

2J7
DE L X T iE KH \

años erosionándose, por lo que ya no eran obstáculos


para el tránsito de faunas con buenas capacidades loco­
motoras. Pangea fue como una autopista para los pri­
meros dinosaurios, que además ni siquiera tuvieron que
disputar a ningún rival el gran continente, ya que éste
estaba vacío de especies que se pudiesen considerar avan­
zadas desde el punto de vista fisiológico o anatómico: al
principio del Mesozoico, los dinosaurios, que ahora ve­
mos como arcaicos, eran indudablemente la fauna «mo­
derna».
Las modificaciones anatómicas que fueron surgien­
do en el transcurso de la evolución de este grupo fueron
profundas: por ejemplo, algunos herbívoros incorpora­
ron un modelo distinto de cadera, dirigiendo hacia atrás
los huesos de la pelvis para dejar más sitio a sus larguísi­
mos intestinos. Como ésta es precisamente la geometría
de la pelvis de las aves, se ha llamado ornitisquios (lite­
ralmente, «cadera de ave») a estos dinosaurios, entre los
que se cuentan Triceratops, Stegosaunts y los hadrosaurios.
Sin embargo, los mayores herbívoros, como Diplodocus y
BrachiosauruSj no incorporaron esta modificación, lo que
hace dudar de su eficacia. Y, muy paradójicamente, di­
nosaurios que mantenían la cadera reptiliana (v que por
ello se conocen como saurisquios) fueron los anteceso­
res de las aves. La moraleja es que, por sí misma, la in­
novación no garantiza una mejor adaptación.
Y, ¿qué hay del tamaño, el factor sin el cual los di­
nosaurios no serían las celebridades que son? La carrera
hacia el cetro de los pesos pesados empezó muy rápida­
mente (a principios del Jurásico) pero, significativamen­
te, culmina y acaba enseguida, al final de este periodo,
con los mayores animales terrestres que han existido
nunca. ¿Hasta qué punto un gran tamaño es una ventaja

218
Ki. i’AS.xnn rkciknte

evolutiva? Es evidente que si Tyrannosauras ocupó la


cúspide de la pirámide alimentaria fue debido a su gran
tamaño; por el mismo motivo, los grandes herbívoros de­
bían de ser difíciles de atacar. Además, un gran volumen
significa mayor capacidad de mantener la temperatura
corporal, Jo que sería una alternativa a la costosa endo-
termia (un mamífero gasta el 80% de Ja energía que pro­
duce en mantener su temperatura; un reptil, sólo el 8%).
Y desde luego, 3a capacidad de movimiento (y con ella, la
de colonizar nuevos ambientes) es en parte proporcional
al tamaño. En vista de todos estos datos positivos, ¿po­
drían haber crecido aún más los dinosaurios?
La biomecánica nos explica que hay un límite prácti­
co al crecimiento animal. Cuando aumenta la longitud, el
aumento de peso, por ser proporcional al volumen (o sea
al cubo de la longitud), es mucho mayor. Las patas de un
animal cuadrúpedo que pesase 140 toneladas tendrían
que ser tan anchas que se tocarían unas con otras, lo que
imposibilitaría su movimiento, de modo que éste es el lí­
mite absoluto del peso de un animal terrestre. Probable­
mente hay otro límite inferior, más práctico: un dinosau­
rio de más de cien toneladas no tendría tiempo materia]
para ingerir todo el alimento que necesitara. Se ha calcu­
lado que Brachiosaurus, el dinosaurio más pesado que se
ha podido reconstruir con ciertas garantías, podría pesar
unas 75 toneladas. Más allá de Brachiosaurus reinan las
bestias fabulosas de nombres espectaculares (Supersawns,
Ultrasaurus, Seimiosaurus), de las que sólo conocemos
fragmentos, pero cuyos descubridores extrapolan hasta
tamaños del orden de los 30 metros. Extrapolaciones pe­
ligrosas, como podrían explicar Richard Owen y su igua­
nodonte de 60 metros. Se ha dicho que los paleontólogos
especialistas en dinosaurios son, respecto al tamaño de

219
lilm'iRAFÍA DE I.A TJKKK\

sus capturas, de la misma estirpe que los pescadores de


caña. Pero el hecho de que Brachiosaurus viviese en el Ju­
rásico, y que a lo largo de los 80 millones de años del Cre­
tácico no surgiese ningún dinosaurio claramente mayor
seguramente significa que la vía evolutiva consistente en
adquirir seguridad térmica y física a cambio de tamaño
había llegado ya a su final práctico.
Con estos leviatanes coexistieron dinosaurios ena­
nos, como Compsognatbus, que vivió en el Jurásico y tenía
el tamaño de un pollo, lo cual desmonta el mito de que
todos los dinosaurios eran gigantes. Tampoco es cierto
que los grandes dinosaurios, como Bracbtomurus o Diplo-
docus, viviesen permanentemente en el agua para lograr
sostener el peso de su cuerpo: tanto los sedimentos que
los envuelven como la vegetación que les acompaña son
claramente terrestres. Un tercer lugar común sobre los
dinosaurios se refiere a su inteligencia: el dato más ci­
tado es que Stegosaurus, un herbívoro del Jurásico que me­
día de 4 a 6 metros y pesaba tonelada y media, tenía un
cerebro del tamaño de una nuez. No debió de ser un ge­
nio, desde luego, pero probablemente fue un caso extremo
(ver la Figura 16), Como veremos, algunos dinosaurios
del Cretácico Final parecen haber sido, por el contrario,
extremadamente hábiles.

La segunda conquista del aire

La evolución trabajó febrilmente durante los diez millo­


nes de años que van desde 215a 205, es decir, el final del
Triásico. Además de originarse los primeros dinosaurios,
uno de los escasos reptiles mamiferoides, parecido a la
musaraña, se decidió a dar el salto evolutivo y cambiar el

220
Biochafja de. la Tierra

modelo reproductivo del huevo amniota por el de la ges­


tación interna, inaugurando un linaje que nos parece
ilustre porque pertenecemos a él. Pero las novedades no
se agotaron aquí: algunos pequeños arcosaurios de hábi­
tat costero hipertrofiaron la falange de su cuarto dedo y
la utilizaron como soporte de una membrana con la que,
después de los insectos del Carbonífero, invadieron por
segunda vez el medio aéreo. Estas alas tenían un diseño
muy distinto a las de las aves, ya que consistían en una
membrana reforzada por miles de fibras de un material
desconocido, seguramente queratina, que le aportaban
resistencia y probablemente permitían al animal contro­
lar el vuelo alterando su forma: de nuevo la innovación
biológica, en este caso el ala de geometría variable, se
adelanta en un buen puñado de millones de años al in­
vento tecnológico.
Así, al mismo tiempo que algunos arcosaurios daban
lugar a los dinosaurios, surgieron unos primos alados
de éstos, los pterosaurios (literalmente, «lagartos con
alas»), cuya estirpe reptilíana era muy evidente en su bo­
ca provista de dientes, en las garras prensiles y en la co­
la, muy larga en las especies iniciales. Sin embargo, otras
características anatómicas, como huesos huecos v un es-
* a

ternón de gran tamaño que les senda de quilla, son típi­


cas de las aves; y un fino recubrimiento piloso denota su
endotermia. Los primeros pterosaurios eran del tamaño
de gaviotas, pero pronto, igual que sus parientes dino­
saurios, comenzaron a crecer, al tiempo que se despoja­
ban de la cola y los dientes. En 1972 se encontraron res­
tos de uno, Quetzalcoatlus, que quizá llegaba a quince
metros de envergadura, el tamaño típico de una avione­
ta. Descartado que fuese piscívoro (demasiado lejos de la
costa), se ha sugerido que este reptil se alimentaba de los
Et, PASADO RECIENTE

cadáveres de dinosaurios: quizá Quetzakoatlus era el su-


perbuitre del Cretácico.
Por otra parte, es dudoso que la batida de las alas de
estos pterosaurios gigantes Ies proporcionase energía su­
ficiente para sustentar su peso, por lo que se les imagina
más como planeadores que batirían las alas sólo al des­
pegar. No está claro tampoco el sistema de locomoción
mientras estaban en el suelo: si la membrana alar llega­
ba, como en los murciélagos, hasta las patas traseras, los
pterosaurios caminarían con grandes dificultades, casi
arrastrándose; si no, podrían incluso correr, lo que faci­
litaría sus despegues. Para ello no hay ningún inconve­
niente anatómico: Pteramdon, un pterosaurio típico, tema
una envergadura de cinco metros y patas de 55 centíme­
tros, una relación (9:1) muy parecida a la de grandes aves
actuales, como el albatros gigante (3,20 metros y 40 cen­
tímetros, relación 8:1).
Sesenta millones de años después de las primeras in­
cursiones aéreas de los vertebrados, en una costa selvática
bordeada de arrecifes, al norte del mar de Tethys, en la
zona que ahora es Alemania, había lagunas poco comuni­
cadas con el mar abierto, y por lo tanto de aguas pobres
en oxígeno. Aunque había poca vida en ellas, las tormen­
tas ocasionales arrastraban a su fondo restos muertos que,
precisamente por la anoxia, no se descomponían de inme­
diato. AJiora esas antiguas lagunas constituyen el famoso
yacimiento fósilífero de Solnhofen, formado por unas ca­
lizas de grano especialmente fino. Por suerte para los pa­
leontólogos del siglo XIX, esas calizas («litográficas») re­
sultaron excelentes para su uso en imprenta, por lo que se
establecieron en Solnhofen unas canteras muy activas. En
*

1860, cuando toda la Europa culta estaba enzarzada en el


debate levantado el año anterior por Charles Danvin con
U j o <; k a k í a dk la Tn'kka

su Origen de las especies, los obreros encontraron, entre las


calizas depositadas 150 millones de años antes, una solita­
ria pluma fósil. Pero al año siguiente lo que se halló fue el
esqueleto íntegro de un animal del tamaño de una paloma
y extrañas características: tenía alas con plumas como las
de un ave, pero estaban acompañadas de una cola ósea,
y su pico estaba lleno de dientes.
Ahora bien, uno de los puntos débiles del recién na­
cido evolucionismo era la ausencia en el registro fósil de
formas de tránsito entre los distintos grupos de fósiles,
los llamados «eslabones perdidos», que Darwin confiaba
en que se encontrasen en el futuro. Así quc Archaeopteryx^
lithograph ica, como se denominó el fósil, se convirtió en
la sensación del momento. Entra de nuevo en nuestra
escena Richard Owen, el «inventor» de los dinosaurios,
que por entonces había pasado a dirigir el Museo Britá­
nico de Historia Natural. A pesar de ser un antievolu-
cionista convencido, Owen pujó por el fósil y lo adquirió
para el Museo (donde aún se puede admirar). Allí fue es­
tudiado por Thomas Henry Huxley, el paladín de Dar­
win, quien llegó a la conclusión de que era un dinosaurio
evolucionado, y un excelente ejemplo de que todas las
aves provenían de los dinosaurios. En 1870 intentó de­
mostrar su hipótesis ante la Sociedad Geológica de Lon­
dres, presentando una lista de 35 rasgos que la extremidad
trasera del avestruz compartía con la de Megalosaurus, un
gran carnosaurio jurásico. Pero Huxley fracasó en su in­
tento: ¿no se deberían los parecidos a la adaptación a la
carrera de un ave que ya no podía volar? Además, ¿cómo
podrían ser los dinosaurios, animales enormes que no po­
dían volar, antepasados de las aves?

m Que se pronuncia «^rqueópterix».


IXI KVVMU) KkCIFNTK

Solnhofen sií^aiio produciendo fósiles, entre ellos


otros cinco Anbaeoptcryx; pero también un esqueleto del
más pequeño de los dinosaurios (6U centímetros) bauti­
zado como Cojupsogm/tb fts, del grupo de los ce lu rosa li­
rios. Cuando se compararon los dos fósiles, se tuvo la
certeza de que por fin se había hallado el eslabón perdi­
do: sus extremidades eran idénticas. Archaeoptayx\ y con
él las aves, habían surgido de la especial ización radical de
un celurosaurio que se empeñó en varias transformacio­
nes; entre ellas, utilizar la quera tina no para fabricar es­
camas sino otro tipo de recubrimiento cutáneo más ligero
y más eficaz como aislante térmico. En otras palabras,
en transformar sus escamas en plumas. Las ventajas de
escapar a los depredadores terrestres eran inmensas, y
por tanto también lo era la presión evolutiva a favor del
nuevo avance. Quizá por eso estas primeras plumas son
ya completamente modernas e indistinguibles de las de
las aves voladoras. Esto disipa las dudas de que realmen­
te esta primera ave pudiese volar, aunque pro!>al>lemente
usaba sus garras para trepar a los árboles y, como los pte-
rosaurios, alternaba el vuelo auténtico con el planeo.
En 1970, justo un siglo después de que T. H. Hux-
ley fracasara en su intento de convencer a sus colegas,
John Ostrom, un paleontólogo de la Universidad de
Yale, revivía la vieja idea de que las aves proceden de los
dinosaurios. Había estado estudiando Ja anatomía de otro
celurosaurio, un temible carnicero llamado Deimnychus
(literalmente, «garra terrible») caracterizado por tener
una especie de guadaña en lugar del segundo dedo de
sus extremidades traseras, *vVhabía encontrado enormes
semejanzas entre él y las primeras aves. No deja de ser
curioso que un grupo zoológico, el de los pájaros, que
despierta nuestra simpatía instintiva (salvo en una hístó-

22>
Bhh.kaha ük la Tierran

rica película de Alffed Hitchcock, nunca han sido nues­


tros enemigos) provenga de algunos de ios carnívoros
más inquietantes que evolucionaron hacia el final del
tiempo de los dinosaurios.
En su libro Los dragones del Edén, y al estudiar el pro­
blema del surgimiento de la inteligencia, Cari Sagan
presenta un esquema (Figura 16) en el que se relacionan
masa cerebral y masa corporal para algunos dinosaurios
v también para animales actuales, incluido el hombre.
Aparte de confirmarse la escasa brillantez de Stegosaurns,
el dato más destacado del gráfico es la proyección de un
celurosaurio en una zona intermedia entre el lobo v el m

chimpancé: es decir, en el área reseñada para mamífe­


ros. ¿Significa esto que algunos de los últimos dinosau­
rios estaban a punto de alcanzar un nivel de inteligencia
superior? Esta es una pregunta a la que nunca podremos
responder, pero que abona el campo de la contingencia
que con tanto ardor defienden Stephen Jay Gould y
otros científicos. Los celurosaurios no parecen haber te­
nido malos genes; quizá sí mala suerte.

El árbol del pan en Groenlandia

En 1883, el botánico alemán Otto Heer participó en una


expedición a la costa oeste de Groenlandia. Allí, a una la­
titud de 65° Norte y en un ambiente glacial, encontró
sedimentos depositados en las márgenes de un río que
corrió hace cien millones de años; y, en el interior de los
sedimentos, abundantes restos de plantas fósiles. Una de
ellas tenía una hoja tan característica que el asombrado
científico tuvo que admitirlo: Artocarpus incisa, el «árbol
del pan» de los trópicos de Asia y Oceanía, había vivido

226
El. 1’ASADO RF.CIF.NTF

en Groenlandia durante el Cretácico Inicial. Éste fue el


principio de una serie de hallazgos que delatan un clima
excepcionalmente cálido durante todo el jurásico, el Cre­
tácico y el principio del Cenozoico, y especialmente en­
tre 110 y 70 millones de años.
La lista de pruebas es larga, e incluye bosques de
edad cretácica en la isla Alexander (Antártida, 70° Sur) y
otros de la misma época en la isla Ellesmere (Canadá,
80° Norte); en las islas Spitzbergen (Artico, 77° Norte)
se han hallado dinosaurios variados: Stegosaurus en los
estratos triásicos y hadrosaurios y carnosaurios en los cre­
tácicos; y, también en Ellesmere, tres grupos de reptiles
(entre ellos cocodrilos y grandes ofidios, como un ante­
pasado de la boa) que no se encuentran boy más que en
el cinturón tropical, es decir entre 25° Norte y 25° Sur.
Es importante subrayar que esta anomalía paleoclimdtica
no está causada por la distinta latitud de los continentes
en el Alesozoico, puesto que la mayoría de las áreas cita­
das ya estaban aproximadamente en su latitud actual; en
todo caso, incluso corrigiendo las latitudes para la geo­
grafía del Cretácico, queda claro que esta distribución
de fauna y flora sería inviable con un clima como el ac­
tual. En otras palabras: durante buena parte del Meso­
zoico y el principio del Cenozoico, el planeta Tierra fue
como un gran invernadero.
Otro dato que refuerza esta conclusión es la gran
cantidad de rocas negras (ricas en materia orgánica) de­
positadas en el mar profundo en el Cretácico. Aparente­
mente no había bacterias que descompusieran la materia
orgánica, lo que significa que apenas había oxígeno (sin
el cual tampoco pueden vivir la mayoría de las bacterias)
en los fondos marinos; una situación bien distinta de la
actual, ya que hoy la corriente de fondo antartica, for­

227
JlUK, K:\H.Y UK i.A Tlhkk.-V

mada por agua muy fría (y por ello densa) que se origina
en las orillas de este continente, se encarga de oxigenar
los fondos de todos los océanos. Esos tangos oscuros sig­
nifican que en el Cretácico la Antártida tenia un clima
muv suave: se ha calculado que el mar podría estar a
unos aceptables 10-15 °C. Por lo tanto, el agua circun­
dante no se entriaría v no se formaría una corriente de
fondo, con lo que et agua profunda de tocios los océanos
sería templada y pobre en oxígeno. En efecto, el agua
del fondo del Atlántico en esta época estaba a unos 16-
17 °C, frente a los 1,5 °C actuales: el invernadero alcan­
zaba hasta los lugares más fríos y hostiles para la vida,
como son las profundidades abisales.
Frente a estos datos que apoyan Ja idea de unos polos
de clima tropical, otros argumentan a favor de un clima
polar solamente templado, o incluso estacionalmente
frío: por ejemplo, la fauna australiana de dinosaurios cre­
tácicos, que vivieron a unos 75° Sur, está formada casi
exclusivamente por ejemplares enanos (jwr ejemplo,
saiimsy un carnosaurio de cuatro metros, en vez de los
diez normales), un rasgo típico de climas fríos. 1 lay tam­
bién datos de temperaturas en latitudes elevadas que en­
cajan mejor en un clima fresco; probablemente el inte­
rior de los continentes era frío en invierno. Lo que nadie
discute es la ausencia de casquetes glaciares a lo largo de
todo el Mesozoico. Pero, suponiendo que los polos dis­
frutasen de un clima tropical, un hecho a tener en cuen­
ta a la hora de explicar la distribución de fauna y flora es
la irregular insolación de las latitudes altas. Muchos de
los animales y vegetales citados vivían dentro de los
círculos polares, y por lo tanto tendrían que ingeniárse­
las para soportar varios meses de oscuridad continuada.
Se ha propuesto que los dinosaurios podrían haber ad­

228
J'l IMS Vr’JO RrC!K\ ! F

quirido hábitos migratorios, como algunos rumiantes


actuales de latitudes altas, pero la propuesta ofrece pocas
garantías v demasiadas dificultades.
r

¿Cómo puede averiguarse si el agua estaba buena


para un baño en la Antártida? Recurriendo a los isóto­
pos, igual que cuando rastreamos las huellas de la vida
en los sedimentos. Los organismos marinos que cons­
truyen conchas de carbonato calcico (CaC'(),), como son
la mayoría de los moluscos, incorporan tanto el isótopo
ligero de oxígeno, de masa 16, como el pesado, de masa
18. Lo hacen, sin embargo, en proporciones que varían
con la temperatura del agua, y aquí tenemos nuestro ter­
mómetro. Supongamos una época fría, con casquetes
glaciares. Los continentes estarán mucho más fríos que
el mar, que es siempre un gran depósito tle energía tér­
mica. Por tanto, habrá un fuerte contraste de tempera­
turas entre tierra y agua, lo que provocará una elevada
evaporación. El oxígeno ligero se evapora, como es lógi­
co, más fácilmente que el pesado, por lo cual las precipi­
taciones, que hacen engrosar los casquetes de hielo, esta­
rán enriquecidas* en R(). Se genera así un gran almacén
de oxígeno ligero en los continentes, con lo que el agua
oceánica (y por lo tanto también las conchas marinas,
que están en equilibrio con ella) queda enriquecida en IKG.
En resumen, a más oxígeno pesado, clima más frío, y vi­
ceversa. Esta es la teoría. En la práctica, la fiabilidad de
los datos está limitada por la alteración química de los
fósiles; además, el nragonito y la calcita (dos minerales
de carbonato calcico presentes en los fósiles) suelen dar
resultados discordantes, y las ecuaciones que llevan a las
paleotetnperaturas incluyen constantes de valor discuti­
do, por lo que los isótopos de oxígeno constituyen sólo
una orientación general sobre el clima del pasado.

229
Bl(l(rltAFl.\ DE L\ i'l'EKR \

Pero, puesto que está basado en datos tan diversos,


nadie discute el invernadero cretácico. Es muy probable
además que este clima excepcional fuese la causa de los
grandes cambios que se produjeron en la vegetación a lo
largo del Mesozoico, y especialmente en el Cretácico:
hasta hace unos 120 millones de años, los bosques eran
sólo de coniferas, los antecesores de los actuales pinos
y abetos. A partir de esa época comienzan a p rol iterar muy
rápidamente las plantas con flores (angiospermas). Sus
ventajas son evidentes: la semilla no está desnuda sino
oculta en el interior de la flor, al abrigo de la desecación,
de infecciones y de pájaros demasiado curiosos. .Al mis­
ino tiempo, las hierbas comienzan a hacer la competen­
cia a los heléchos, hasta entonces la vegetación baja más
típica. La radiación fue especialmente desenfrenada en­
tre los 90 y los 70 millones de años: surgieron cincuenta
familias nuevas de angiospermas, y la perspectiva atesti­
gua la eficacia de la innovación: hoy existen 550 especies
de coniferas frente a unas 250.000 de plantas con flores.

Mucho se ha especulado sobre las causas de este


«gran verano» de finales del Mesozoico y principios del
Cenozoico. Las principales ideas son:
—Un aumento de la energía radiada por el Sol.
—Un cambio en la posición del eje de rotación te­
rrestre, con oblicuidad cercana a cero grados durante el
periodo de invernadero.
—La situación de los continentes, que favorecería la
distribución global de calor por las corrientes oceánicas.
—Una aceleración de la actividad interna de la Tierra:
más vulcanismo supondría más cantidad de CO, emitido
a la atmósfera, lo que resultaría en un efecto invernade­
ro más efectivo.

230
El pasado reciente

El principal inconveniente de la primera hipótesis es


que, si la radiación solar hubiese sido mayor, el ecuador
tendría que haber estado mucho más caliente que los polos.
Sin embargo, los datos de isótopos de oxígeno apuntan ha­
cia temperaturas homogéneas en todo el planeta, al menos
durante el clímax térmico. Por otra parte, se desconocen
los mecanismos por los cuales el Sol podría cambiar tan
bruscamente de régimen energético. Algo parecido sucede
con la segunda idea: como vimos en el capítulo segundo,
los cambios bruscos en la oblicuidad del eje de giro de la
Tierra que son permitidos por la física del caos estarían (en
teoría) inhibidos por la acción estabilizadora de la Luna.
No obstante, cambios de 15 a 20°, quizá desencadenados
por avalanchas en el manto, se han propuesto reciente­
mente para distintos momentos del Cretácico Final, aun­
que los datos no convencen a la mayoría de los geofísicos.
Además, el problema paleoclimático no quedaría resuelto
aunque la Tierra cambiase su inclinación: incluso con obli­
cuidad cero (que eliminaría las largas noches polares), un
sol rasante en los polos llevaría más bien a un invierno per­
petuo en ambos, justo lo contrario de lo que se observa.
Desde que se aceptó la idea de la movilidad conti­
nental, la distribución de continentes v océanos ha sido
una de las hipótesis clásicas para explicar el clima del
Cretácico, En esa época (ver la Figura 1 Ih), el Atlántico
central se había abierto lo suficiente como para permitir
una circulación oceánica completa a lo largo del ecua­
dor, un sistema perfecto para distribuir por todo el pla­
neta el calor de la zona intertropical. La mayoría de los
yacimientos gigantes de petróleo (golfo Pérsico, Libia,
Maracaibo, golfo de México), que se formaron en el Cre­
tácico, se sitúan sistemáticamente a lo largo de este co­
rredor marino, que debía bullir de plancton. Pero existen

231
H]< m * h \ h \ i > k t \ 'í'iKkk^

al menos dos argumentos contra esta hipótesis: el prime­


ro es que, sobre todo en el Cretácico Inicial, el Atlántico
norte aún no se había abierto, con lo cual el calenta­
miento del océano Artico solamente podría haberse pro­
ducido a través del Pacífico. El segundo es que, con una
menor diferencia de temperaturas entre el ecuador y los
polos, los vientos (y, con ellos, las corrientes oceánicas)
serían más débiles. En resumen, esta hipótesis parece
funcionar para explicar un clima polar fresco, pero es in­
suficiente para climas polares tropicales.
La posibilidad de conectar los sucesos de la superficie
del planeta con su mecánica interna ha sido una idea muy
frecuentada últimamente: vimos un ejemplo de este tipo
de planteamientos en el capítulo segundo, al exponer la
idea del ciclo del supcrconrinente, que pretende explicar
tanto las orogenias como las glaciaciones. A principios de
la década de 1990, el oceanógrafo norteamericano Roger
Larson propuso que, hace 120 millones de años y por al­
gún motivo que reconoció no saber explicar, el núcleo te­
rrestre había experimentado un notable máximo térmico.
Este calor se habría transmitido al manto, donde habría
formado una gran columna ascendente de material a alta
41
temperatura , un enorme penacho térmico que, en su tra­
yecto, habría cedido calor al manto, disminuyendo su
viscosidad y por lo tanto facilitando su circulación. Esta
agitación del manto se habría transmitido a la litosfera,
acelerando las placas y activando la creación de corteza
oceánica en las dorsales. Al llegar a la superficie (en el
centro del Pacífico), el material caliente habría provoca­
do una larga época de intenso vulcanismo submarino. 11 *

11L na stiperpltwif, término traducirlo incorrectamente por «supcrplunia^ (ver


nou númeru 14).

232
El. PASADO k KCl KV IK

Nivel de/ mar ( m )


)
0C
Temperatura (

Campo Normal
magnético
Invertido

140 120 100 80 60 40 20 0

Tiempo ( millones de anos )

17. Algunos datos significativos de la Tierra en el Cretácico y el


Cenozoico. La abundancia de petróleo y rocas negras, las altas
temperaturas y nivel de! mar, y la elevada producción de corteza
oceánica coinciden, durante el primero de estos periodos, con un
intervalo en el que el campo magnético no cambió de polaridad. Se
sospecha que este último hecho es la causa de los otros, pero la re­
lación no ha podido probarse. Los datos de nivel del mar están re­
feridos al nivel actual. Simplificado de Larson, Geology, 19 (1991).

233
fSl(X;KAKÍ,\ i)K L:\ Í IEKKA

Algunos elementos contenidos en el magma, como azu­


fre, nitrógeno o fósforo, que son nutrientes biológicos,
habrían pasado al océano, provocando una explosión de
plancton; y el dióxido de carbono y otros gases de inver­
nadero emitidos se habrían concentrado en la atmósfera,
cambiando el clima. En suma, un impecable efecto domi­
nó que servaría para explicar procesos sólo en apariencia
inconexos, una pulsación gigantesca que surge del mismo
núcleo del planeta y llegaría en forma de clima benigno
hasta los cocodrilos que tomaban el sol en el polo Norte
(Figura 17): tan elegante como un buen silogismo, proba­
blemente la teoría de Roger Larson es la más bella pro­
puesta realizada hasta la fecha sobre la Tierra.
«Es como si escribiese poesía épica, pero quizá está
descubriendo relaciones fundamentales», ha dicho un
colega. No todos están de acuerdo con su hipótesis, pero
algunos datos parecen encajar: para explicar el inverna­
dero, los paleoclimatólogos necesitan que la atmósfera del
Cretácico tuviese una concentración de C02 entre dos
y doce veces la actual. Cálculos basados en relaciones
isotópicas de sedimentos marinos cretácicos han obtenido
precisamente una concentración entre cuatro y doce ve­
ces la actual. Asimismo, múltiples indicios de corrosión
en estos mismos sedimentos podrían indicar abundancia
de ácido carbónico, que se forma a partir del COr Sin
embargo, queda por explicar el desencadenante. Kent
Condie, el hombre de las avalanchas en el manto, piensa
que una de ellas, de entidad modesta, pudo ser la causa.
Su idea es que quizá esta inyección de material frío alteró
la pauta circulatoria del núcleo: como puede verse en la
Figura 17, durante 35 millones de años (entre 118 y 83
m.a.) dejó de haber inversiones de polaridad. El proble­
ma es que no sabemos por qué hay inversiones, ni menos

234
Kl. l"SSAD(i RECIENTE-’

aún por qué deja de haberlas: aún no hemos aprendido a


hablar el magnético lenguaje del núcleo de la Tierra.
En resumen, podría ser que el invernadero del final
del Mesozoico, al igual que la Tierra Blanca del final del
Proterozoico, tuviese su origen en las turbulencias del in­
terior del planeta. Por el momento, ambas hipótesis son
sólo respuestas sugestivas pero claramente incompletas.
El trabajo de descifrado de los climas extremos de la Tie­
rra no ha hecho más que empezar.

Inundación

Como una persona que, en su tercera edad, volviese a te­


ner aspecto infantil, a mediados del Cretácico la Tierra
volvió a parecerse al planeta marino del Arcaico (Figura
18). El nivel de los océanos subió más de 200 metros, y
casi la mitad de la superficie de los continentes quedó
cubierta por mares someros: Norteamérica, .Africa y Aus­
tralia fueron partidas en dos por las aguas, y Europa se
convirtió en un archipiélago. Esta curiosa situación se pro­
longó durante treinta millones de años. Hoy, en algunas
zonas de esos continentes se conservan grandes masas de
sales, que precipitaron cuando el agua comenzó a retirar­
se; y buena parte de los fósiles que encontramos en cual­
quier excursión pertenecen a rocas marinas depositadas
en los continentes durante la inundación. La geografía de
la Tierra sufrió un vuelco brusco: en parte por la deriva
continental y en parte por esta transgresión, la mayor de
la historia geológica, la Pangea casi intacta del Jurásico se
transformó en una docena de continentes-islas.
Sin duda, la vida tuvo que adaptarse a esta nueva si­
tuación. Al menos cinco familias de mamíferos surgieron
El p asado reo km k

en esta época, lo que indicaba muy poco respeto por los


lagartos terribles. En un mundo terrestre tan fragmenta­
do, es evidente que los grandes depredadores no podían
llegar a todas partes. Una prueba espectacular de ello nos
la proporciona Dravidosaums, un miembro de la familia
de los estegosaurios que vivió tranquilo hasta el final del
Cretácico en la India (su nombre evoca las lenguas del sur
de este país) mientras ésta navegaba como una balsa a tra­
vés del recién abierto océano Indico, y cuando en el resto
de los continentes todos sus primos ya habían fallecido en
circunstancias sospechosas a lo largo del Jurásico. Parece
ser que, por algún motivo, ningún gran depredador abor­
dó esta balsa en particular, lo cual nos devuelve al debate
sobre los motores de la evolución. Puesto que, como vi­
mos en la Figura 16, los estegosáuridos no se distinguían
por sus cualidades intelectuales, la supervivencia de algu­
no de ellos podría ser, como en este caso, algo puramente
casual. David Raup diría que, aunque no tenía muy buenos
genes, Dravidosaums tuvo bastante suerte, que le supuso
una supervivencia adicional de 80 millones de años.
Sin un marco teórico suficiente, la generación de geó­
logos anteriores al movilismo nunca pudo explicar esta
enorme variación del nivel del mar, sobre todo teniendo
en cuenta que se producía en un tiempo sin glaciaciones.
Hoy sabemos que, igual que en el caso del invernadero
cretácico, hay que culpar a los movimientos internos de
la Tierra de esta geografía anómala. Estimuladas por el
hiperactivo manto, las dorsales, las fábricas de corteza
oceánica, estuvieron funcionando a pleno rendimiento
entre 120 y 80 millones de años (como en la Figura 17).
Esto, sumado al vulcanismo submarino del penacho tér­
mico, supuso una gran cantidad de nuevo material vol­
cánico en el fondo marino. Ante esta situación, los océanos

237
Biografía de la Tierra

cretácicos se desbordaron sobre los continentes igual que


una bañera llena se desbordaría si arrojásemos en ella unos
cuantos pedruscos. Un ejemplo más de interacciones sor­
prendentes entre los sistemas terrestres.

¡Catástrofe!

Corría el año 1830 cuando Charles Lyell, un abogado es­


cocés, comenzó a publicar su obra en tres tomos Principios
de Geología. El libro conoció un éxito inmediato y durade­
ro: hubo once ediciones en vida del autor (cuidadosamen­
te espaciadas, decían los maliciosos, para asegurar el nego­
cio) que le valieron a Lyell el título de fundador de la
geología moderna. En el diario de su viaje alrededor del
mundo, Darwin cuenta cómo buscaba afanosamente los
tomos que le faltaban en las librerías inglesas de Buenos
Aires. Gran argumentador, como buen abogado, Lyell se
reconocía deudor de Hutton, sobre todo en su filosofía
gradualista: no hay sobresaltos en la Tierra, que funciona
como una máquina bien engrasada. Resulta interesante
ahora destacar una de las ideas contenidas en una edición
de los Principios, escrita en pleno entusiasmo Victoriano
hacia los dinosaurios, y que hoy nos parece peregrina: se­
gún Lyell, la vida en la Tierra es un reflejo perfecto del cli­
ma, de forma que si, por ejemplo, volviese el invernadero
cretácico, volverían los dinosaurios. Darwin aún no había
hecho pública su teoría de la evolución, en la que cada pe­
riodo geológico tenía su fauna y flora específicas, pero
Lyell la husmeaba en el ambiente, y la consideraba enemi­
ga de sus propias ideas sobre un planeta que no cambiaba.
Al final de su vida científica, el abogado escocés tu­
vo que rendirse a la evidencia de que la vida en la Tierra

238
El pasado reciente

había evolucionado. Incluso se dedicó a estudiar los fósi­


les de los terrenos más recientes, los cenozoicos, e ideó un
método estadístico para averiguar su edad. El sistema es­
taba basado en una observación sencilla y eficaz: cuanto
más antiguo un terreno, más diferentes eran los fósiles
que contenía comparados con la fauna actual. Remontán­
dose en el tiempo cenozoico, concluyó que en el último
periodo de esta era había un 90% de especies comunes
con las actuales; en el anterior, un 50%; en el anterior a
éste, como un 20%, y en el que formaba la base del Ce­
nozoico, tan sólo un 3 %. Sin embargo, el método naufra­
gó al llegar al Mesozoico: las faunas de éste se parecían
entre sí, pero no tenían ni un solo elemento común con
las cenozoicas. Ello a pesar de que entre las capas más an­
tiguas del Cenozoico y las más recientes del Mesozoico,
descubiertas hacía poco en los Países Bajos, cerca de la
ciudad de Maastricht, no parecía haber movimientos tec­
tónicos. Aparentemente, Mesozoico y Cenozoico eran
una sola cosa, pero la vida había cambiado por completo
al pasar de una a otra era. Para Lyell, la única solución fue
imaginar una fuerte erosión que hubiese eliminado los es­
tratos que habían contenido los fósiles de tránsito. La re­
dacción de esta idea, sin embargo, indica que el propio
autor no estaba demasiado convencido de ella:
«Allí aparece, pues, un abismo mayor entre los restos
orgánicos de las capas del Eoceno [el Cenozoico más an­
tiguo] y las de Maastricht, que el que existe entre las del
Eoceno y los estratos recientes; pues hay algunas conchas
recientes que vivieron en las formaciones del Eoceno,
mientras que no hay fósiles eocénicos en el grupo Secun­
dario [Mesozoico] más reciente. No es improbable que la
gran diferencia en los restos fósiles indique que entre ellos
ha transcurrido un intervalo importante de tiempo».

239
Biografía df. la Tierra

Ahora sugeriremos a nuestro viajero del tiempo un


pequeño salto, algo casi imperceptible para alguien acos­
tumbrado a moverse a lo largo de los eones: sólo desde el
siglo XIX hasta 1977. Un tiempo corto que sin embargo
ha visto cambios radicales. Los científicos que estudian la
Tierra ya no trabajan aislados en sus gabinetes, sino en
equipos multidisciplinares que viajan por todo el mundo.
Walter Alvarez, un geólogo de la Universidad de Berke­
ley con antepasados asturianos, estaba integrado en un
grupo internacional que estudia precisamente los estra­
tos que dejaron perplejo a Charles Lyell. Su objetivo era
datar con precisión cada estrato en el tránsito Mesozoi-
co-Cenozoico, para averiguar la velocidad de formación
de las rocas sedimentarias en un mar situado donde aho­
ra están los montes Apeninos, en Italia. El padre de Wal­
ter, Luis (un Nobel de física que había trabajado en bom­
bas nucleares) le sugirió medir la cantidad de iridio, un
elemento relativamente fácil de analizar, en los sedimen­
tos. Casi todo el iridio (un metal precioso parecido al pla­
tino) que hay en la Tierra está enterrado en el núcleo; el
muy escaso que hay en la superficie proviene de polvo
meteorítico; como se supone que éste cae de manera cons­
tante, cuanto más iridio contenga un estrato, más tiempo
habrá tardado en depositarse.
Walter estuvo de acuerdo, y envió muestras de la zo­
na a dos químicos de Berkeley. Cuando los Alvarez vieron
los resultados, quedaron sorprendidos porque la concen­
tración de iridio, que era normal tanto en los estratos del
Mesozoico como en los del Cenozoico (ambos formados
por caliza) saltaba a un máximo, cien veces mayor, en una
capa de arcilla de un centímetro de grosor situada justo en
el límite. Era evidente que la lluvia normal de polvo cós­
mico no podía ser la culpable de la acumulación de tanto

240
El. p a s a d o reciente

iridio, pero la alternativa era demasiado escandalosa, y


durante un año entero el equipo estuvo discutiendo, su-
giriendo y rechazando ideas. O bien la sedimentación ha­
bía cesado casi por completo durante largo tiempo, en el
transcurso del cual el antiguo mar sólo había recibido pol­
vo de estrellas (que, al no diluirse con sedimentos normales,
aparecía supercon centrad o)... o bien una enorme cantidad
de material meteorítico había caído en un instante sobre
la zona. Por fin, en 1979, se decidieron por la única solu­
ción que había pasado el filtro. En junio de 1980, la revis­
ta Science publicaba la propuesta de un equipo compuesto
por dos químicos, un físico y un geólogo de California,
según la cual un asteroide del tamaño de una montaña
había chocado contra la Tierra, causando, mediante un
complejo efecto dominó, la extinción masiva del final del
Mesozoico. La gran controversia científica sobre la Tierra
que dominaría el final del siglo XX quedaba abierta.

Las huellas

El revuelo que se formó puede calibrarse teniendo en


cuenta los antecedentes: esta extinción en particular había
sido detectada (aunque a regañadientes) por el padre mis­
mo de la geología moderna, de manera que los geólogos,
y más específicamente los paleontólogos, llevaban siglo y
medio cavilando sobre ella. Según un recuento reciente,
habían propuesto más de ochenta hipótesis para explicarla.
Ahora, un equipo en el que no había ningún paleontólogo
proponía, sin estudiar un solo fósil, una solución que no
tenía nada que ver con la geología. Todos los recelos que
David Raup enumeraba cuando discutía las extinciones se
activaron de forma automática. Citando de nuevo a Lyell:

241
Biografía de la Tierra

«Oímos hablar del súbito aniquilamiento de linajes


completos de animales y plantas, y otras hipótesis en las
que vemos revivir el antiguo espíritu de la especulación
[...] En nuestro intento de desentrañar estas complejas
cuestiones, adoptaremos un enfoque totalmente distin­
to, restringiéndonos a lo conocido o a lo posible».
El capítulo anterior acababa con la cita de un prover­
bio que se atribuye a Goethe: solamente podemos ver lo
que conocemos. Y ésta fue la principal defensa del grupo de
los Alvarez: los paleontólogos no eran culpables de no ha­
ber visto las huellas de un impacto asteroidal porque no
estaban entrenados para distinguirlas. En realidad, nadie
(ni geólogos, ni físicos, ni químicos, aunque quizá sí un
grupo formado por todos ellos) estaba entrenado para
distinguir impactos asteroidales que habían tenido lugar
hacía decenas de millones de años, un tiempo suficiente
para que la erosión y la sedimentación destruyesen el crá­
ter. De forma que los Alvarez comenzaban proponiendo
un ejercicio de aritmética, y otro de fe. El primero era
algo así como la cuenta de la vieja, aunque extrapolada a
la era espacial: como habían analizado una cantidad de
iridio equivalente a 60-100 nanogramos (milmillonési-
mas de gramo) de iridio por centímetro cuadrado, la su­
perficie total de la Tierra tuvo que recibir de 300.000 a
500.000 toneladas de iridio. Suponiendo un asteroide de
densidad y concentración de iridio típicas (4 g/cm3 y 0,1
g/Tm, respectivamente), éste debería tener unos diez ki­
lómetros de diámetro. A continuación venía el ejercicio
de fe: esta montaña de materia planetaria chocando con­
tra la Tierra a unos 15-20 km/s debería producir un crá­
ter de entre 180 y 200 kilómetros de diámetro, es decir, el
mayor del planeta (la famosa estructura de Vredefort, cu­
ya discusión comentamos en el capítulo segundo, sólo

242
El. PASADO RECIENTE

alcanza los 140). En 65 millones de años, el cráter podría


haber subducido, o haber sido cubierto de sedimentos.
Pero existir, había existido, aunque no lo viésemos.
Recordemos que (como vimos en el capítulo prime­
ro) al atravesar la atmósfera, un cuerpo tan grande crea
una especie de túnel en el aire. En el impacto, el asteroi­
de y la zona del blanco se volatilizan, se funden, se frag­
mentan. Una parte de los gases y partículas fundidas y
sólidas generadas aprovecha el agujero en la atmósfera
para escapar a la estratosfera y colocarse en órbitas esta­
bles; la mayoría del material, sin embargo, es proyectada
en trayectorias balísticas y caerá como una lluvia de misi­
42
les ardientes por todo el planeta ; por último, el material
expulsado del borde del cráter avanzará a ras de suelo a lo
largo de centenares de kilómetros como un telón de ro­
ca triturada. En caso de que el impacto hubiese sido so­
bre el mar, se generarían tsunamis (olas formadas por una
conmoción oceánica que arrasan las costas con muros de
agua) de varios kilómetros de altura. El mayor efecto am­
biental lo producirían los gases y el polvo que llegasen a
la estratosfera, donde permanecerían durante meses opa­
cando la luz solar. Algunos modelos meteorológicos pre­
veían una oscuridad total durante uno a dos meses, y luz
insuficiente para la fotosíntesis a lo largo de un año, lo
que provocaría una caída de las temperaturas de unos
20 °C durante meses. Las consecuencias biológicas serían
importantes: tanto las angiospermas como el fitoplanc­
ton entrarían en crisis, arrastrando a los animales herbí-

42 La diferencia con los meteoritos (que, como se explicó en el capítulo primero,


llegan fríos a la Tierra) es que, mientras que aquéllos atraviesan la atmósfera prác­
ticamente en vertical, la trayectoria balística de los eyecta les hace viajar mucho
más tiempo a través de aire denso, lo que eleva su temperatura, como le sucede
al transbordador espacial.

243
BlO(,RAFIA DE LA I II'KlíA

voros y al zooplancton y, en el siguiente escalón de la ca­


dena alimentaria, a los carnívoros terrestres y marinos.
Estas osadas profecías desataron una fiebre investi­
gadora como no se había conocido en las ciencias de la
Tierra desde los tiempos de la primera tectónica de pla­
cas. Al cabo de veinte años, la polémica aún no se ha
apagado; pero al abrigo de ella, el límite entre Mesozoi­
co y Cenozoico se ha convertido en el momento mejor
estudiado de la historia del planeta. Las primeras explo­
raciones resultaron muy esperanzadoras para el equipo
de los Alvarez, ya que pronto se confirmó que el nivel
rico en iridio en el tránsito Mesozoico-Cenozoico era
universal (hoy existen cerca de 200 máximos de iridio
analizados) y, como en Italia, estaba umversalmente em­
pobrecido en carbonatos y formado por arcilla concen­
trada (de ahí el apelativo de «arcilla del límite»). Pero el
estrato-límite era una caja de sorpresas: acompañando al
iridio se hallaron esférulas de 1 mm de diámetro seme­
jantes a las «gotas» de vidrio producidas en los impactos
y denominadas tectitas. Algunas contenían minerales ri­
cos en níquel que sólo se podían formar en el tránsito at­
mosférico de un meteoro. Acompañándolos, había granos
de cuarzo con microfracturas, que denotan presiones
por encima de 90.000 atmósferas, y (ocasionalmente)
también una forma de cuarzo de muy alta presión, la
stishovita, que requiere presiones superiores a 220.000
atmósferas; ni unos ni otra se han encontrado nunca salvo
en cráteres de impacto. Por último, mezclada con la arci­
lla se encontró entre un 1 y un 2% de materia carbonosa,
claramente terrestre, que se interpretó como hollín pro­
cedente de incendios. La extrapolación de la cantidad de
hollín llevó a grandes cifras de bosques quemados, entre
un 10 y un 25% de la superficie del planeta. Glenn Izett,

244
El pasado Rr.cii'.NTK

un investigador del Servicio Geológico de Estados Uni­


dos, abrumado por la acumulación de datos extraños en
un espacio tan reducido, tomó la costumbre de llamar
«nivel mágico» al estrato del límite. Sus reflexiones per­
sonales reflejan la excitación, un poco religiosa, de aque­
llos años: «Al principio yo era un escéptico. Lo que me
convenció fue la aparición repentina de todos aquellos mi­
nerales fracturados, justo en el límite. En el estrato mismo,
ves por todas partes granos [de cuarzo] con esas estruc­
turas; y, sólo uno o dos milímetros más abajo, no ves ni
uno. Es algo asombroso».
Un avance puramente teórico fue la idea de que la
enorme energía del impacto habría provocado la com­
binación con el oxígeno (es decir, la combustión) del
normalmente inerte nitrógeno atmosférico. Se habrían
formado así elevadas concentraciones de NO, y, con el
agua, HN03, ácido nítrico: la lluvia habría tenido pH~l
durante una larga temporada, y este chaparrón ácido ha­
bría disuelto el plancton calcáreo que vive en los mares
someros como un asesino el cadáver de su víctima. Esta
catástrofe química sería la explicación de por qué en el
límite la cantidad de carbonato descendía en picado. A su
vez, al descomponerse, el carbonato liberaba C02, que
junto con el N02 y el vapor de agua crearon un impor­
tante efecto invernadero. Así que, tras la congelación de
las tinieblas iniciales habría habido una época más larga
de temperaturas muy elevadas. Una huella de la lluvia
87
ácida podía ser el incremento de Sr, delator de un au­
mento de la erosión en los continentes.
Otro de los investigadores que se involucró de lleno
en esta persecución de vellocinos científicos fue Ken-
neth Hsü, el hombre de Strangelove. Catastrofista acé­
rrimo, inicialmente propuso su propia hipótesis sobre la

245
Biografía de la Tierra

extinción, protagonizada por un cometa del que se des­


prendían nubes de cianuro que envenenaba al plancton.
Más tarde retiró prudentemente esta idea y tomó parte
en varias campañas oceanográficas con el objetivo de con­
firmar en los fondos oceánicos los descubrimientos conti­
nentales. En una de ellas, en el Atlántico sur, encontró por
fin lo que buscaba. Allí, la arcilla del límite era como el
sueño del catastrofista más entusiasta (que es, probable­
mente, el propio Hsü): para empezar, un nítido máximo
de iridio, seguido de un buen mínimo de carbonatos; y,
como plato fuerte, un espléndido mínimo de carbono 13.
Es decir, un «océano Strangelove», la huella de la mor­
tandad en masa del plancton calcáreo.
Después de todos estos éxitos parciales, y a finales de
la década de los ochenta, la situación bélica podía resu­
mirse así: en el frente geológico, la situación era intere­
sante para los partidarios del impacto... de no haber sido
porque el cráter seguía sin aparecer. Varios candidatos (en
Estados Unidos, en el océano índico) habían sido recha­
zados por no dar la talla, y la cosa no pintaba muy bien,
porque un cráter de 200 kilómetros no se encuentra todos
los días: de hecho, hasta ese momento no se había encon-
trado ninguno tan grande. Una salida a este atolladero era
que el cráter estuviese cubierto por el mar, y enmascarado
por sedimentos; pero los cuarzos son minerales típicos de
rocas continentales, como el granito. En cuanto al frente
paleontológico, una gran mayoría de los especialistas re­
chazaba que el impacto, si es que se había producido, fue­
se la causa de las extinciones. En este tema, el punto clave
era averiguar si la desaparición de los grupos extinguidos
había sido gradual o repentina, si aquéllos estaban o no en
declive durante el Cretácico Final. Pero no era fácil llegar
a un acuerdo ni siquiera en esto. En el caso de los dino­

246
El pasado reciente

saurios, porque la fosilización de los animales terrestres es


difícil, sobre todo para los de gran tamaño; y un concep­
to estadístico como es la abundancia relativa sólo puede
apoyarse en grandes números. Lo curioso es que los pale­
ontólogos no se ponían de acuerdo tampoco en cuanto a
la buena salud de los microfósiles (que se cuentan por mi­
llones); pero en general, en los tratados de paleontología
reinaba la idea de que la mayor parte de los grupos que
habían perecido al final del Cretácico, dinosaurios, am-
monites o foraminíferos (plancton calcáreo) estaba en de­
cadencia. Quizá la excepción más clara era el «máximo
de heléchos» (feni spike) que se encontraba en el límite,
sobre todo en sus afloramientos norteamericanos: mien­
tras que en el último nivel cretácico la proporción de he-
lechos a plantas con flor era de -20%, en el límite mismo
pasaba bruscamente (en milímetros de sedimento) al 99%:
las angiospermas prácticamente desaparecían, para rea­
parecer después poco a poco.
A estas alturas de la batalla, la oposición gradualista
comenzó a contraatacar. En 1983, el volcán Kilauea ha­
bía entrado en erupción, arrojando lavas que contenían
una cierta cantidad de iridio, un total de tres gramos;
posteriormente, se detectaron también trazas del metal
en los volcanes de la isla Reunión. Aunque en los dos ca­
sos la concentración era menos de una milésima parte de
la existente en los meteoritos, los opuestos a la hipótesis
del impacto se agarraron a ella como a un clavo ardien­
do. Coincidió además con este momento la datación de
los basaltos del Decán (oeste de la India), un gran volu­
men de rocas volcánicas emitidas en menos de un millón
de años, y precisamente a caballo de la frontera entre
Mesozoico y Cenozoico. Teniendo en cuenta que tanto
Hawai como la Reunión como el Decán son volcanes

247
B u k ; r .\!'1\ di- i.a Tiürra

procedentes de puntos calientes, se propuso que el iridio


que veíamos en el límite no provenía del espacio sino del
núcleo terrestre (donde hunden sus raíces los puntos ca­
lientes), y en concreto de la erupción del Decán. Algu­
nos geólogos incluso propusieron que los cuarzos con
microfracturas podían formarse en erupciones volcáni­
cas muy explosivas.
Al poco tiempo se demostró que estos ataques al
«nivel mágico» carecían de fundamento. En primer lu­
gar, por algún motivo que nadie entiende, los basaltos
del Decán tienen una cantidad de iridio muy próxima a
cero, de forma que, por muy voluminosos que sean, es
imposible que hayan depositado 500.000 toneladas de
iridio sobre la superficie del planeta. Más aún: el «nivel
mágico» fue encontrado poco después en sedimentos
intercalados entre los basaltos, lo que demostraba que se
trataba de dos fenómenos diferenciados. Uno (el vulca-
nismo) comenzó casi medio millón de años antes de la
crisis; el otro (la lluvia de iridio) coincide exactamente
con ella. Por otra parte, los partidarios de la hipótesis
volcánica no pudieron presentar un solo ejemplo claro
de cuarzos con microfracturas que estuviesen asociados
a erupciones. Con estos datos, uno se pregunta cómo la
hipótesis volcánica ha podido ser presentada durante
tanto tiempo como una alternativa válida al impacto as-
teroidal para explicar las características del límite. Según
los catastrofistas, su único mérito ha sido el de intentar
mantener la extinción en un marco clásico, es decir, te­
rrestre y gradualista. Quizá tengan razón, ya que muy
recientemente oceanógrafos norteamericanos han insis­
tido con una hipótesis híbrida: las ondas de choque del
impacto habrían desencadenado la formación de magma
en las antípodas, dando lugar al vulcanismo del Decán.

248
El. P A S A D O R E C I E N T E

Sin embargo, por muy amigo que sea uno de los volcanes,
la propuesta viola una de las reglas básicas del razona­
miento científico, según la cual la causa debe ser ante­
rior al efecto, y no medio millón de años posterior.
>

Una de detectives

En 1978, un geofísico mexicano y otro norteamericano


que trabajaban para Pemex (la empresa estatal mexicana
de petróleos) descubrieron, mitad en tierra y mitad su­
mergida, pero en los dos casos cubierta por más de mil
metros de sedimentos, una gran estructura circular en la
costa de la península de Yucatán. En 1981 anunciaron su
descubrimiento en un congreso, sugiriendo varias posibi­
lidades de explicación, entre ellas un cráter de impacto;
pero el secreto que siempre guardan las compañías pe­
troleras sobre sus datos les impidió ser muy precisos. Sin
embargo, un periodista local que escuchó la idea estaba al
tanto del debate sobre la extinción de los dinosaurios, y
convirtió la reseña en una gran pregunta: ¿Y si el cráter
tan buscado estuviese precisamente en México? Pero la
idea pareció puro sensacionalismo, y la historia se olvidó.
Diez años después, Alan Hildebrand, un geólogo de
la Universidad de Arizona, llegó a Haití (sin duda un país
con un excelente nivel de magia) persiguiendo precisa­
mente niveles mágicos. Encontró que el estrato con tec-
titas y cuarzos de impacto no tenía uno o dos centíme­
tros de grosor como en el resto del mundo, sino medio
metro. Hildebrand concluyó que el impacto tenía que
haberse producido en el área del Caribe. AJguien le ha­
bló de la gran estructura circular descubierta por Pemex,
y le informó de que la empresa había hecho profundos

249
Biografía di: la Tierra

sondeos en la zona: quizá en los testigos (los cilindros de


roca que se extraen de los sondeos) hubiese datos intere­
santes. Pemex no puso ningún inconveniente, salvo uno:
el almacén que contenía las muestras se había incendia­
do, y los testigos se habían perdido. Además, en el área
no se habían detectado indicios de petróleo, por lo que
no volverían a hacerse sondeos. Hildebrand dio el tema
por acabado y regresó a Estados Unidos. La casualidad
intervino: en 1990, en otro congreso, trabó una conver­
sación casual con el viejo periodista, que había investiga­
do por su cuenta y sabía que, antes del incendio, se ha­
bían enviado algunas muestras a un geólogo de Nueva
Orleans. Esta vez sí hubo suerte: cuando Hildebrand
pudo ver las muestras, supo que había encontrado lo que
todo el mundo andaba buscando hacía más de diez años.
En el límite entre el Mesozoico y el Cenozoico, la roca
era una brecha, es decir una mezcla caótica de fragmen­
tos de todos los tamaños; bajo ella había una gran masa
de vidrio, es decir roca fundida y enfriada rápidamente.
Esta secuencia de brechas y vidrio es muy típica de los
cráteres de impacto: el vidrio representa las rocas fundi­
das en el impacto, y las brechas el relleno de la cavidad
con residuos; además, el vidrio es muy fácil de fechar. El
resultado de la datación fue de 64,98 ± 0,05 millones de
años. Science se apresuró a publicar el trabajo, en el que
el equipo de Hildebrand anunciaba que el cráter de
Chicxulub (el nombre de un pequeño pueblo de pesca­
dores en la costa de Yucatán), con sus 180 kilómetros de
diámetro, era la prueba de que una gran catástrofe había
cerrado la era mesozoica. "h

A partir del descubrimiento de Yucatán, las investi­


gaciones tomaron un carácter regional. Como el impac­
to había tenido lugar en el borde del continente, tenía

250
B i f k ;]{ ai ’ ia m: la T i i : usí a

cuarzo fracturado), no eran arcillas, sino arenas gruesas


en un estrato de hasta tres metros de espesor, con abun­
dantes restos de plantas y señales de haber sido deposi­
tadas rápidamente y por corrientes muy enérgicas. Sin
embargo, estos depósitos resultaron controvertidos: pa­
ra algunos sedimentólogos, no eran producto de un tsu-
nami sino de corrientes de turbidez, los flujos densos
que descienden por los taludes continentales a favor de
la gravedad.
Después de años de debate, un prestigioso grupo de
sedimentólogos decidió intentar resolver el tema defini­
tivamente, con las rocas como testigos. Así que, en fe­
brero de 1994, organizó una expedición, codirigida por
un partidario del impacto y por un gradualista, a uno de
los lugares representativos, en el norte de México: un
duelo científico. Las rocas hablaron: las arenas habían si­
do depositadas poruña corriente que había fluido alter­
nativamente en sentidos opuestos. Los tsunainis arrasan
la costa y luego refluyen hacia el mar; pero las corrientes
de turbidez sólo pueden ir talud abajo. En una antigua
playa del norte de México, el impacto ganó aquel día
una batalla. El cronista de la revista Science comparó la
excursión a la que, exactamente dos siglos antes, James
Llutton y sus discípulos habían hecho a la costa escoce­
sa para descubrir el Tiempo Profundo: en las dos, los
sabuesos de la Tierra habían aprendido a entender una
historia contada por las rocas mismas. Sólo que los geó­
logos actuales habían refinado sus sistemas de traduc­
ción, y ahora podían formular preguntas sutiles sobre
direcciones de corriente v microfracturas.
r1

Otro duelo parecido estaba teniendo lugar simultá­


neamente en un congreso, en I Iouston, Estados Unidos.
Cuatro micropaleontólogos especialistas en foraminíferos
1*1. I’AS\U<> KF.CIKVl i

(un grupo de plancton calcáreo que casi desapareció en


el Cretácico) presentaron los resultados de un experi­
mento a ciegas: habían recibido seis muestras sht etiqueta
de sedimentos que abarcaban el tránsito Mesozoíco-Ce-
nozoico, para que clasificasen los foraminíferos presentes
en ellas. Las muestras procedían de una serie de estratos
de Túnez sobre los que había habido largas discusiones:
por los gradualistas, Certa Keller (Universidad de Prin-
ccton) proponía que un tercio de los foraminíferos desa­
parecía antes del límite (y por tanto que la extinción del
grupo era gradual), cosa que negaban los catastrofistas,
representados por Jan Smit (Universidad Libre de Ams-
terdam). El muestren se hizo por las primeras espadas de
cada bando, bajo la estricta vigilancia del árbitro del
combate, un sedimentólogo de la Universidad de Mia-
ini. Lina gran expectación rodeó Ja presentación de los
resultados, los cuales, como suele suceder en las eleccio­
nes políticas, fueron considerados triunfales por todos
los contendientes. Keller subrayó el hecho de que nin­
guno de los cuatro especialistas hubiese encontrado to­
das las especies de foraminíferos en la última muestra
del Cretácico, pero Smit contraatacó: incluso contando
sólo las especies identificadas por al menos dos especia-
istas, todas llegaban al límite (Figura 20) y, por lo tanto,
a extinción había sido brusca. Esto significaba, para la
gran mayoría de los congresistas, que la extinción que
Charles Lyell había detectado era, además de importan­
te, súbita; también, que los trabajos individuales debían
ceder paso a los equipos, «Por fin, la paleontología ha
entrado en el siglo XX», dijo uno de ellos.
Por estas mismas lechas comenzaron a presentarse
datos sobre otros tipos de fósiles. A principios de los
años ochenta se daba como segura la extinción gradual

253
Biografía de la Tierra

Cenozoico

20. Distribución de orga­


I nismos planctónicos en el
Cretácico Final y el inicio
del Cenozoico en El-Kef,
Cretàcico i Túnez. Cada barra (cuyo
ii grosor es proporcional a
t
I la abundancia de fósiles)
Tiempc representa una especie.

de los ammonites a lo largo del Cretácico Final. Sin em­


bargo, en 1991 llegó un desmentido: se habían encon­
trado al menos 22 especies (nueve en Zumaya, Guipúz­
coa) de ammonites hasta el mismo nivel del límite, e
incluso habían surgido especies nuevas justo antes de la
extinción (que ahora, naturalmente, se interpretaba co­
mo repentina). En cuanto a los dinosaurios, algunos pa­
leontólogos siempre han discutido su supuesto declive,
pues sostienen que está basado exclusivamente en los
datos de yacimientos norteamericanos: en definitiva, no
v *

ven tal declive (y sí más bien un relevo) en los europeos,


y aseguran que los yacimientos de Mongolia indican un
aumento de la diversidad al final del Cretácico. Un fac­
tor a tener en cuenta a la hora de evaluar la rapidez de
una extinción es el llamado «efecto Signor-Lipps», por el

254
El pasado reciente

nombre de los paleontólogos que lo propusieron. Se tra­


ta de algo tan simple como esto: no es fácil hallar preci­
samente los últimos restos que un ser vivo dejó antes de
extinguirse, de forma que, a no ser que busquemos con
sumo cuidado y tengamos muy buena suerte, lo normal
será que certifiquemos su defunción antes de tiempo.
Y, cuanto más raro sea el fósil (los dinosaurios serían el
caso más crítico), tanto más fácil es que anticipemos su
desaparición.
El último aspecto de interés sobre las extinciones se
refiere a las víctimas y a los supervivientes: ¿por qué
unos perecen mientras otros se salvan? Según Eric Buf-
fetaut, un paleontólogo de vertebrados de la Universi­
dad de París, la fauna que se alimentaba de materia or­
gánica en descomposición aguantó mucho mejor la crisis
ambiental. Eso comprende a muchas comunidades de
agua dulce (pequeños invertebrados, peces, anfibios, tor­
tugas y cocodrilos), pero también a otras terrestres, como
los lagartos y pequeños mamíferos que se alimentan de
insectos (los cuales sobrevivían a base del humus). En
cambio, Jas especies apoyadas en cadenas alimentarias
basadas en la producción primaria (plantas o fitoplanc­
ton) fueron barridas, especialmente los gigantes que re­
querían grandes cantidades de alimento: pesar más de 25
kilos fue duramente penalizado por la evolución en uno
de sus momentos de crisis.
Mientras tanto, la compañía Pemex ha comenzado a
rentabilizar los sondeos de Chicxuluh: aunque la zona
del cráter es estéril, a unos 150 kilómetros, el campo
Cantarell está produciendo más de un millón de barriles
de petróleo cada día. Las rocas que almacenan el oro ne­
gro son brechas, se cree que producidas en una avalan­
cha submarina desencadenada por el impacto. El mismo
HiOí;kAl í.\ l i í i,a Tii'.KkA

que, quizá, exterminó a los lagartos terribles al final del


Mesozoico, y con seguridad inyectó savia nueva en la
geología del final del siglo XX.

Después de ia revolución

Veinte años después de la publicación del artículo de los


Alvarez, la situación se ha calmado un tanto. También
los paleontólogos han aceptado que hubo un impacto, y
que probablemente éste provocó una importante crisis
medioambiental; pero, en cuanto a la extinción, la mayoría
apoya la tesis del «golpe de gracia»: la fauna cretácica es­
taba a punto de ser relevada cuando cayó un asteroide que
precipitó la situación. Se trata de una postura bastante ra­
zonable: si examinamos de nuevo la Figura 17, veremos
que el largo verano cretácico, el verano de los dinosaurios,
estaba tocando a su fin. F1 nivel del mar descendía de for­
ma pausada pero continua, y también lo hacían las tem­
peraturas, probablemente como una consecuencia de lo
anterior (la continentalización favorece climas extremos).
Pero podemos preguntamos: ¿fue eso suficiente?
Tanto el nivel del mar como el clima siguieron durante
el principio del Cenozoico en valores como mínimo
iguales a los del jurásico, una época cálida también do­
minada por los grandes reptiles. ¿Por qué no hubo un
otoño para la vida mesozoica? Para muchos, la hipótesis
más lógica es que el verano fue sustituido sin transición
por el invierno del impacto. Una mayoría de científicos
de la Tierra opina hoy que el drástico relevo de la vida
(quizá el 75% de todas las especies de plantas y anima­
les) que constató con sorpresa Charles Lyeil nunca se
hubiese producido (o lo hubiese hecho en otra época,

2 5 ñ
El. P A S A I > ( > K K C I R N T E

y de una forma muy distinta) de no haber sido por la lle­


gada del intruso. ¿Mala suerte? Para los reptiles, sin du­
da; a los mamíferos nos tocó la lotería cósmica. Y, como
dice Walter Al vare z, las catástrofes evitan que la evolu­
ción se quede atascada.
Un retoño imprevisto de este debate llegó hasta el
ruedo de la política. Los mismos meteorólogos que
construyeron Jos modelos del invierno de los dinosau­
rios advirtieron que las consecuencias climáticas de una
guerra termonuclear masiva serían muy semejantes. Con
el nombre de «invierno nuclear», y con la colaboración
de Cari Sagan, la idea fue presentada ante conferencias
internacionales y ante los estados mayores de los ejérci­
tos más importantes. Es difícil evaluar cuál fue su influen­
cia en el final de la Guerra Fría, pero alguna debió de
tener. Alexei Leonov, un general y astronauta ruso, cuen­
ta: «Cari Sagan vino a Moscú e informó al Comité Cen­
tral sobre el invierno nuclear. Cuando se fue, una doce­
na de generales del Estado Mayor se miraron unos a otros
y dijeron: “Bueno, se acabó, ¿no?”. La carrera de arma­
mento nuclear ya no tiene sentido. No podemos seguir
con esto. La amenaza de represalias masivas ha dejado
de ser creíble. Pone en peligro demasiadas cosas impor­
tantes».
Y mientras las aguas de la polémica se van aquietan­
do, un grupo de científicos planetarios acaba de encon­
trar un nuevo sistema (el isótopo de helio de masa 3) para
sustituir al iridio como medidor de la velocidad de se­
dimentación. Su primer resultado indica que el «nivel
mágico» se depositó en sólo unos 10.000 años, lo que
implicaría una extinción rápida. La historia, que empezó
de forma casual cuando un físico curioso buscaba un re­
loj para la sedimentación, vuelve a comenzar.

257
Biografía he la Tierra

La venganza de los mamíferos

El final del Mesozoico se ha comparado a la caída del


Imperio Romano: después de un largo periodo de domi­
nio de un grupo sobre el que hay mucha información» la
historia se dispersa en docenas de pequeñas historias
complejas y difíciles de reconstruir. De igual manera» la
dispersión definitiva de Pangea supuso la especialización
de la biosfera» con cada continente desempeñando un
papel distinto. La gran diferencia es que los reptiles no
fueron expulsados del poder por otro grupo: la vieja hi­
pótesis de la competencia triunfante de los mamíferos
no se sostiene* Antes al contrario, como ya vimos (Fi­
gura 16), los reptiles estaban poniendo a punto mode­
los perfeccionados de cazamamíferos que hubiesen da­
do mucha guerra a nuestros antepasados. Es más, ahora
tenemos pruebas de que el relevo no tuvo causas bioló­
gicas: si hubiese sido así, el registro fósil reflejaría una
gran radiación evolutiva de mamíferos a partir de la de­
saparición de los dinosaurios, cosa que no sucede. Los
relojes moleculares (comparación de secuencias de ge­
nes43 de animales emparentados, que indican la anti­
güedad de su último ancestro común) nos dicen, por el
contrario, que al menos cinco órdenes de mamíferos
surgieron a lo largo del Cretácico, aunque ninguno al­
canzó mucha importancia: el mamífero mesozoico típico

4'Se utiliza para ello el llamado ADN mitocondrial (ADNmt). I.as mitocondrias
(órganos productores de energía en la célula) tienen su propio ADN, el cual, a di­
ferencia del del núcleo, se hereda solamente de la madre, y por lo tanto no se re-
combina al dividirse la célula, como hace el resto del material genético. De esta
forma, las secuencias de ADNmt sólo varían cuando sufren mutaciones; si supo­
nemos que éstas se producen a un ritmo constante, la divergencia entre las se­
cuencias de dos especies será una medida del tiempo transcurrido desde que evo­
lucionaron a partir de un ancestro común.

258
El PASADO KLClLNTt

era un merodeador nocturno de la envergadura de un


ratón. Obligados a esconderse en aquel mundo de gi­
gantes, es posible que estas sabandijas desarrollasen oído
y olfato más agudos (lo que requeriría un sistema ner­
vioso más eficiente), y articulaciones más flexibles que
les permitiesen trepar. Pero sin duda los pequeños in­
trusos no hubiesen pasado de esta presencia discreta de
no mediar la catástrofe del final del Cretácico.
Sí es cierto que, comparados con los reptiles, los ma­
míferos presentan un conjunto de mejoras anatómicas:
—Temperatura constante (salvando la discusión so­
bre el carácter endo termo de algunos dinosaurios).
—Piel aislada con pelo, un sistema más ligero que
las escamas (aunque menos protector).
—Viviparismo, Los huevos son una presa fácil, o
bien requieren mucho cuidado parental.
—Lactancia, que resuelve el dilema de las madres
entre el cuidado del nido y la alimentación de la prole.
—Cráneo más grande respecto al cuerpo, adecuado
para albergar el centro de un sistema nervioso potente.
—Dientes complejos y especializados, que permiten
una alimentación más variada: los mamíferos son los pri­
meros omnívoros.
—Oído avanzado, por modificación de algunos hue­
sos de la mandíbula.
En resumen, los mamíferos eran independientes
(hasta cierto punto) del clima, podían permitirse una ali­
mentación oportunista, y tenían más opciones de dejar
descendencia. No está de más preguntarse por qué, siendo
tales maravillas evolutivas, no consiguieron desbancar a
los reptiles. Quizá todo radique en los veinte millones de
años de ventaja que estos últimos habían cobrado en el
Triásico, un tiempo suficiente para adaptarse con éxito

259
lì un ¿rafia de la Tierra

a los ambientes continentales; un poco como esas mar­


cas de coches clásicas que copan una cuota de mercado
de las que modelos más modernos no siempre son capa­
ces de desalojarlas. En todo caso, estas mejoras sirvieron
a los mamíferos para adaptarse a múltiples papeles tras la
desaparición de los grandes reptiles.
Contemplada en perspectiva, esta sustitución encie­
rra una buena dosis tic ironía. Los mamíferos descienden
de un grupo de reptiles triásicos que fue desbancado, ca­
si extinguido, por la competencia de los arcosaurios, que
enseguida darían origen a ios dinosaurios. Pero este li­
naje residual de reptiles mamiferoides, reducido a la mí­
nima expresión evolutiva, resistió casi 150 millones de
años de sometimiento para hacerse finalmente con el
reino. Si bien es cierto que lo lograron a favor de una
contingencia, de la cual se libraron precisamente a causa
de su carácter subordinado: fue la imposibilidad de cre­
cer, debido al dominio de los grandes reptiles, lo que les
libró de sobrepasar el umbral maldito (25 kilos) que ha­
ce 65 millones de años significó una condena a muerte.

Nacen las grandes montanas

Los dinosaurios habitaron un mundo bastante plano. De


las grandes cadenas de montañas actuales, sólo las Roco­
sas y los Andes habían comenzado a crecer en el Meso­
zoico; el Himalaya y los Alpes surgieron en un planeta
que ya había visto perecer a los grandes reptiles. Estos
cuatro orógenos forman, en realidad, dos únicos siste­
mas de relieve: uno norte-sur, desde Alaska a Patagonia,
y el otro este-oeste, desde los Pirineos y el Atlas hasta
Indochina. Cuando se creía en orogenias universales, se

260
EL J'ASMin KKOENTI'.

decía que todos estos relieves se habían formado en la


llamada «orogenia alpina», aunque era evidente el ab­
surdo de imponer a todas las cadenas el nombre de la
más pequeña de ellas. Hoy se reconoce que lo único que
tienen en común estos cuatro sistemas es que surgen de
las interacciones de los fragmentos en los que se disgre­
gó Pangea. El sistema Rocosas-Andes, por el movimiento
hacia el oeste de los continentes americanos, y el conjun­
to Alpes-Himalaya por colisión contra Eurasia de bloques
como la península Ibérica, Arabia o la India.
Al moverse Norteamérica y Suramèrica hacia el oes­
te, el fondo del océano Pacífico comenzó a subducir ba­
jo ambos continentes. La subducción bajo el borde occi­
dental de Norteamérica comenzó en el Triásico Inicial
(-240 m.a.), y continuó a lo largo del resto del Mesozoi­
co y el principio del Cenozoico. Se ha calculado que más
de 10.000 kilómetros de corteza oceánica han desapare­
cido bajo el continente norteamericano, o bien han cho­
cado contra él. Uno de los resultados de esta interacción
ha quedado impreso en el borde oeste del continente,
adornado con docenas de terrenos alóctonos recogidos
en su carrera a través del Pacífico: muchos de ellos aún
llevan puestos restos de corales, señal de que en sus me­
jores tiempos fueron atolones en un mar tropical.
Desde el Cretácico, esta subducción comienza a de­
jar sus huellas en el borde del continente en forma de un
arco magmàtico, una cadena de volcanes y plutones. Es
interesante ver cómo esta línea de fuego va migrando
hacia el este: hace 100 millones de años estaba en Cali­
fornia, hace 70 en Nevada, y hace 60 en Colorado. Esta
migración, que también se ha detectado en los Andes,
significa que la zona de producción de magmas, bien
abajo en la zona de subducción (ver la Figura 3), está

26 1
Biografía de la Tierra

siendo «pisada» por el avance del continente hacía el


oeste, el cual, por lo tanto, recibe los magmas cada vez
más en su interior. El movimiento del continente fue
especialmente rápido entre 75 y 40 millones de años, y
probablemente a causa de ello su borde empezó a ple­
garse y romperse en esta época. La corteza continental,
que el calor del magmatismo había hecho muy plástica,
también se comprimió, aumentando de grosor; estaban
naciendo las Rocosas.
Hace 30 millones de años, el avance avasallador de
Norteamérica hacia el oeste lleva al continente encima
de la dorsal, la fábrica del fondo oceánico del Pacífico, y
aquí tenemos la clave de buena parte de la espectacular
geología del oeste del continente: los géiseres y volcanes
de Yellowstone son la evidencia de la dorsal intentando
perforar el continente; el golfo de California es otro sec­
tor de la dorsal, cuya actividad productiva de corteza
oceánica casi ha conseguido separar del continente la
península de California; y la falla de San Andreas es una
gran fractura que enlaza dos segmentos de dorsal. La in­
tensa actividad térmica ha permitido el engrosamiento
de la corteza hasta los 70 kilómetros bajo la meseta del
Colorado. La corteza continental es ligera, de forma que
cuanto más gruesa, más se eleva (igual que flotaríamos
más altos con dos colchones de playa que con uno solo):
la elevación aumentó la pendiente de los ríos de la zona,
y con ella su capacidad de erosión. El resultado es uno
de ios paisajes más bellos del mundo: el Gran Cañón del
río Colorado.
Los Andes tienen una historia parecida a la de sus
hermanas las Rocosas: las dos cordilleras son hijas de la
subducción. La diferencia más visible es que los Andes
están al borde mismo del Pacífico, mientras que las Ro­

2 62
E l p \ v \ do reciente

cosas son una cadena interior. La causa es probablemen­


te que el fondo del Pacífico norte era más accidentado
que el del Pacífico sur, lo que significó el choque de más
terrenos alóctonos contra el borde de Norteamérica. La
historia de los Andes empieza en el Jurásico (-190 m.a.),
cuando la subducción produce centenares de plutones en
el borde occidental de Suramérica, lo que los geólogos de
la región llaman el Batolito Granítico Andino (un bato-
lito es un conjunto de plutones). Esta etapa de magma-
tismo intenso termina hacia los 100 millones de años con
una fortísima compresión cuya causa concreta se desco­
noce. Algunos apuntan su coincidencia aproximada en el
tiempo con el superepisodio magmático que propone
Roger Larson para el centro del Pacífico; pero la verdad
es que nadie sabe cómo convertir una columna ascen­
dente de material caliente en una fuerza de compresión
contra un continente.
Durante los últimos cien millones de años de su his­
toria, en los Andes se instala un arco magmático que mi­
gra hacia el este, igual que el norteamericano, y por
iguales motivos: por eso los grandes volcanes activos,
como el Cotopaxi (Ecuador) o el Lascar (Chile) están
lejos de la costa, entre 200 y 300 kilómetros. Una pecu­
liaridad andina es que la compresión de la corteza ha
producido, en los Andes centrales (Boiivia y norte de
Argentina), la corteza continental más gruesa del mundo
(75 km), y por lo tanto una gran meseta elevada (4.000
metros de media), que se llama Altiplano en Solivia y
Puna en Argentina, Es el equivalente de la meseta del
Colorado, pero mucho más alta y extensa. Además, está
situada en uno de los lugares más secos del planeta (el
desierto de Atacama), por lo que no ha habido ningún
río Colorado que la erosione. Las muy escasas lluvias se

263
Biíh;r,\kia i>f [.a Tií-‘KKa

han depositado en lagos efímeros, en los que fían preci­


pitado sales aportadas por los volcanes: son los salares.
Las dos Américas fueron continentes separados has­
ta hace 13 millones de años. En esa época, la subducción
comenzó bajo lo que enseguida iba a convertirse en el
istmo centroamericano. Primero fue solamente un arco
de islas, que no logró interrumpir totalmente la circula­
ción entre el Atlántico y el Pacífico. Después, hace nue­
ve millones de años, se registra el primer intercambio de
fauna entre los dos continentes (sin duda algún buen na­
dador); y hace exactamente 3.700.000 años el istmo está
completo, con lo que comienza lo que en los libros de
historia de la Tierra se suele conocer pomposamente
con el nombre de El Gran Intercambio Terrestre Ame­
ricano. Los grandes carnívoros norteamericanos hicie­
ron estragos en Suraméríca, que carecía de ellos.
El cinturón Alpes-Himalaya es una compleja cadena
de colisión: el mar de Tethys se cerró como una gran te­
naza que tuviese su bisagra en la península Ibérica y su
extremo en Indochina. Las piezas que se movieron fue­
ron fragmentos de corteza continental situados en el bor­
de sur del antiguo océano. Iberia (la actual península),
antes contigua a la costa atlántica francesa, giró hasta su
posición actual entre 100 y 55 millones de años para for­
mar los Pirineos. La placa Adriática (actual península Itá­
lica) embistió contra Centroeuropa hace 45 millones de
años: la elevación de los Alpes centrales no acabó hasta
hace cinco. Hace veinte nació el mar Rojo, separando
Arabia de África yv lanzándola contra el actual Irán: así se
1

formaron los montes Zagros, en este último país.


Pero la actuación estelar en esta escuadrilla de pla­
cas kamikazes correspondió sin duda a la India: se sepa­
ró de África y la Antártida hace cien millones de años

264
El pasado recientf

para emprender la aventura de cruzar sin escalas la par­


te más ancha del mar de Tethys, una dura travesía de
más de 7.000 kilómetros. Naturalmente, no viajaba sola
(aunque lo parezca en un mapa paleogeográfico como el
de la Figura l lh), sino transportada por el fondo oceá­
nico, como un pasajero que subiese pegado a una escale­
ra mecánica: por detrás, la escalera surge del mecanis­
mo, igual que el fondo oceánico surge de la dorsal; por
delante, la escalera es engullida, de la misma forma en
que el fondo oceánico subduce. Si no hubiese subduo
ción, los continentes no podrían aproximarse, ya que no
pueden despegarse del fondo oceánico, igual que nues­
tro pasajero pegado a la escalera no puede subirla an­
dando. Hace unos 67 millones de años, la India alcanzó
su objetivo (una media impresionante, más de veinte
centímetros al año), comenzando un lento choque con­
tra el centro de Asia, el Tíbet actual.
De alguna forma, el choque no ha terminado aún,
porque la dorsal que hay tras la India sigue produciendo
corteza oceánica. Sin embargo, la colisión significa que
la porción de corteza oceánica que había entre los dos
continentes se ha agotado. Como, a causa de su haja
densidad, éstos no pueden subducir (o pueden en muy
pequeña cuantía), si la escalera sigue funcionando, su
parte delantera se romperá y habrá un terrible amonto­
namiento de escalones rotos en la parte frontal. Algo así
ha sido la formación del H i malaya: después de la coli­
sión, la India ha continuado siendo empujada hacia el
norte, lo que ha comprimido la corteza con una fuerza
colosal, hasta hacerla interpenetrarse con la del centro
de .Asía. Así, por un mecanismo parecido al del Altipla­
no de Bolivia, ha nacido la meseta tibetana, con un espesor
de corteza de unos 70 kilómetros, una elevación media

J65
Blocírakía de la Tierra

de cinco kilómetros y una extensión equivalente a la de


Europa. Al mismo tiempo, los sedimentos marinos del
fondo del Tethys se plegaron y rompieron en la colisión,
cabalgando sobre ellos mismos. Toda esta masa defor­
mada se levantó a hombros de su gruesa corteza, pero
este proceso se tomó su tiempo: por los sedimentos que
los ríos llevan hasta el golfo de Bengala, sabemos que el
Himalaya sólo alcanzó alturas semejantes a la actual des­
de hace algo más de veinte millones de años, y quizá só­
lo llegó a ser el «techo del mundo» desde hace un mi­
llón de años. Tal vez los primeros homínidos asiáticos
fueron testigos de este levantamiento.
Y la dorsal sigue empujando: toda Asia central está
sometida a tensión. De vez en cuando, ésta sobrepasa la
resistencia de las rocas, y una falla salta. Así se producen
los terribles terremotos de la India y de China, ecos fi­
nales de la última gran embestida entre continentes que
registra la historia del planeta.

La Tierra se congela

Las llanuras de Europa central están sembradas de


grandes bloques (llamados «erráticos»), que desde el si­
glo xvill habían llamado la atención de los naturalistas.
Las hipótesis sobre ellos eran tan erráticas como los blo­
ques mismos: restos de una inundación (probablemente
el Diluvio), rocas arrojadas por los volcanes, meteoritos...
Curiosamente, fueron alpinistas y guías de montaña quie­
nes comenzaron, a base de sentido común, a apuntar en
otra dirección. En 1829, Ignace Venetz, un ingeniero
suizo, propuso que los bloques eran restos abandonados
por una inmensa capa de hielo que había cubierto el cen­

266
El pasado reciente

tro del continente y luego se había retirado, dejando los


glaciares de los Alpes como recuerdo. Estas ideas fueron
recibidas con incredulidad: nadie podía entender que el
ambiente de la Tierra pudiese cambiar tanto como para
que Europa hubiese tenido un clima polar. Uno de Jos
más encarnizados oponentes de la hipótesis del manto
de hielo era otro suizo, Louis Agassiz, un joven profesor de
zoología de la Universidad de Neuchâtel que se había
especializado en peces fósiles. En vista de que aquellas es­
trafalarias nociones iban extendiéndose, Agassiz terminó
por acceder a acompañar a Venetz a la montaña con el fin
de convencerle de lo absurdo de su idea. Como el viaje­
ro del tiempo seguramente ha imaginado, volvió de la ex­
cursión, sin embargo, convertido en un entusiasta de la
hipótesis del hielo continental.
Lo que sigue es parte de la leyenda académica, quizá
no rigurosamente cierta, pero sin duda una bonita his­
toria. Al día siguiente de su vuelta de los Alpes, Agassiz
debía pronunciar una lección magistral sobre sus peces
fósiles ante la docta Société Helvétique des Sciences Na­
turelles. El converso rehízo febrilmente su discurso la
noche anterior, y sorprendió a su auditorio con una en­
cendida defensa de la hipótesis del casquete glaciar, desa­
rrollando por primera vez la idea de que la Tierra había
atravesado una Edad de Hielo. El Discours de Neuchâtel,
como se ha llamado históricamente la conferencia que
Agassiz pronunció una noche de julio de 1837, barrió los
prejuicios de los naturalistas suizos sobre los climas del pa­
sado; a la larga, los de todo el mundo. Fue uno de los pri­
meros golpes asestados al gradualismo, al demostrar que
el clima de la Tierra había oscilado de forma brutal.
Sin embargo, la historia tiene un final amargo. El
enorme prestigio que consiguió Agassiz hizo que las

267
Biografía r>F la Tierra

universidades extranjeras se disputasen sus servicias.


Aceptó una oferta de Ja de Harv ard, y allí le sorprendió
la revolución darvinista, la cual, siendo un creadonista44
convencido, nunca aceptó. En 1865 viajó a Brasil para
buscar pruebas de que la glaciación que él había demos­
trado para el hemisferio Norte había sido en realidad
una catástrofe climática universal que había aniquilado
toda la vida en el planeta hasta la siguiente creación. De­
cidido a encontrar los restos de una glaciación reciente,
interpretó cualquier roca granítica como un bloque errá­
tico, y la lisura de los famosos «panes de azúcar» como
una prueba de la erosión de los glaciares: el sabio lema
que intentaba inculcar a sus alumnos («Estudia la natu­
raleza, no los libros») no le salvó del error. En sus años
finales, y aunque se quedó solo defendiendo la glacia­
ción universal, Agasstz, que gracias a un admirable tra­
bajo de divulgación se había convertido en uno de los na­
turalistas más respetados del mundo, nunca se retractó
de sus ideas.
Hacia el final del siglo xix, las posibles explicaciones
de las épocas glaciales comenzaron a menudear. En
1899, el geomorfólogo norteamericano Thomas Cham-
berlin propuso la primera hipótesis moderna, al sugerir
que la edad de hielo era un resultado colateral de la ele­
vación de las cadenas alpinas. Argumentaba que las rocas
recién expuestas al ataque de los agentes superficiales
consumirían cantidades extra de CX)2, lo que rebajaría el
electo invernadero y desembocaría en una glaciación.
Casi un siglo después, los modelos de ordenador más

w La creencia aceptada en I<h ambientes cubos de la Kuropa del siglo XIX era que
cada especie animal y vegetal había aparecido sobre la 'tierra por on acto creati­
vo especial de Dios, fue esta sociedad la que se escandalizó del (brwinismo.

268
El pasa un Recie ví k

avanzados sobre el clima (denominados en la jerga de los


climatólogos «modelos de circulación general») con­
cuerda n en que Chamberlin no andaba totalmente des­
caminado: si en los modelos se suprimen los relieves
alpinos, el clima reciente cambia por completo, hacién­
dose más suave. La versión moderna de la «hipótesis
orogéniea» de las glaciaciones incluye el enfriamiento
de los continentes al quedar aislados por las montañas de
la humedad oceánica (se concede una importancia espe­
cial a la elevación de la meseta tibe tana), y algunas preci­
siones sobre el consumo acelerado de C02, que sería
favorecido por la concentración de las lluvias en las mon­
tañas, y por las fuertes pendientes, en las que las frecuen­
tes avalanchas ayudarían a renovar las rocas expuestas
a la meteorización.
Para comprobar esta y otras hipótesis sobre Ja últi­
ma glaciación debemos aprender algo de su desarrollo.
Los primeros glaciares aparecen, en las montañas an­
tarticas, hace unos 38 a 36 millones de años. Sólo dos
millones de años después, la Tierra se enfría bruscamen­
te, como queda registrado en el crecimiento de los gla­
ciares, el establecimiento de una plataforma de hielo de
agua salada en torno a la Antártida, y en la severa extin­
ción de fauna del fondo marino, lo que indica que las
corrientes frías profundas han comenzado a circular. La
temperatura sigue su descenso en picado: hace 25 millo­
nes de años se registran los primeros glaciares antarticos a
nivel del mar, y con ellos los primeros icebergs, que al
fundirse llenan de bloques de roca los fondos de los mares
cercanos. Sin embargo, todavía quedan bosques en la An­
tártida. Un auténtico casquete glaciar parecido al actual se
establece hace sólo quince millones de años. Inmediata­
mente se registra otro descenso brusco de temperaturas,
Biografía de la Tierra

suficiente para que se formen grandes extensiones de hie­


lo marino en todos los océanos a latitudes relativamente
bajas: si hubiese habido habitantes en Galicia, se hubiesen
distraído viendo pasar los icebergs. La Tierra, cubierta de
blanco en buena parte, refleja cada vez más calor solar, y
por lo tanto sigue enfriándose; pero hace tan sólo tres mi­
llones de años que comienzan a formarse los casquetes
glaciares del hemisferio Norte, que cubrieron la mitad
de Norteamérica y de Europa durante el último millón de
años. Por ser tan tardía en el norte, esta glaciación se co­
noció tradicionalmente como cuaternaria (periodo que
abarca los últimos 1,6 millones de años), pero ya recibe el
nombre, más adecuado, de neógena (el Neógeno com­
prende los últimos 23 millones de años).
Si intentamos comprobar hasta qué punto la hipóte­
sis orogénica es correcta, deberemos comparar estas fe­
chas con las de la elevación de los relieves. Sin embargo,
obtendremos un resultado ambiguo: en la época de los
primeros hielos, algunas cadenas alpinas se habían le­
vantado ya (caso de los Pirineos), pero otras (como el
Hi mal aya) no lo harían hasta mucho después. Además,
la glaciación comenzó en el hemisferio Sur, y sólo al fi­
nal se propagó hasta el Norte, mientras que casi todas
las montañas alpinas están situadas en este último.
Otro grupo de hipótesis propone que la glaciación
neógena fue el resultado de cambios en la circulación
oceánica. Los primeros glaciares de montaña en la An­
tártida coinciden con el cierre de la corriente ecuatorial
que con tanta eficacia había repartido el calor de los tró­
picos por el resto del planeta en el Cretácico y el princi­
pio del Cenozoico. Sin embargo, la brusca caída, hace
34 millones de años, de las temperaturas de los océanos
que rodean a la Antártida no tiene una explicación con­

270
V a . pasado reciente

vincente, ya que el paso de Drake, que conectó Atlántico


y Pacífico completando la corriente circumantartica, no se
abrió hasta los 30-25 millones de años. Sí parece que es­
te acontecimiento oceánico pudo impulsar la glaciación,
al aislar la Antártida del resto del planeta, impidiendo
que le llegase calor desde el resto de los océanos. Tam­
bién el establecimiento del casquete hace quince millones
de años tiene una buena razón oceánica, porque coincide
con la separación de Groenlandia y Norteamérica, Esto
supuso la apertura de una comunicación entre los océa­
nos Artico (que aún no era un mar helado como hoy) y
Atlántico, desde donde bajó hasta la Antártida una co­
rriente de agua calentada en el ecuador, cuya evaporación
proporcionó la humedad necesaria para el crecimiento
del casquete antartico.
La correlación entre concentración atmosférica de
CO, y temperatura no es sólo teórica, sino que se ha com­
probado en el hielo obtenido en un sondeo antártico (de­
nominado «Vostok» por estar cerca de la base rusa de es­
te nombre). La cantidad de CO, del aire se mide en las
burbujas del hielo, y la proporción de los isótopos de oxí­
geno nos da la temperatura. Las dos variables suben o ba­
jan en paralelo, pero se puede observar que las bajadas y
subidas de temperatura preceden a las bajadas y subidas
de la concentración de anhídrido carbónico, una relación
que sólo recientemente se ha podido explicar. Los perio­
dos glaciales son épocas de fuerte contraste térmico entre
aguas superficiales y profundas. Cuando estas últimas lle­
gan a la superficie (lo que en oceanografía se llama un
«afloramiento»), lo hacen muy cargadas de sustancias nu­
trientes, que no han sido consumidas por la escasísima
fauna profunda. Tal situación permite la proliferación de
gran cantidad de plancton; como buena parte del píanc-
KUXiKAm W LA TlEKKA

ton es vegetal (fitoplancton), el consumo de CO, se dis­


para, lo que hace bajar la concentración de este gas en el
mar, y después en la atmósfera haciendo disminuir el efec­
to invernadero. Los datos del Vostok, que cubren ya cer­
ca de 200.000 años, confirman que nuestro temor ante el
efecto invernadero artificial, que se basa en la influencia
del CO, en eí clima, tiene una sólida base científica.
Los bloques erráticos que llamaron la atención a Ve-
netz y Agassiz son los detritos del último avance del hie­
lo, producido hace unos 18.000 años y denominado Würm
en Europa. El Würm es el último de los periodos de frió
extremo que se producen en un periodo frío inás largo
denominado periodo glacial (entre 110.000 y 1 L000
años), que, a su vez, está flanqueado por dos periodos ín-
terglaciales: el llamado Eemiense, entre 140.000 y 110.000
años, y el Holoceno, los últimos 11.000 años. A princi­
pios de este siglo, el astrónomo yugoslavo Milutin Mi-
lankovitch propuso que la alternancia de periodos glaciales
e interglaciales se debía a las variaciones de la geometría
de la órbita terrestre, hipótesis que han confirmado Jas
investigaciones posteriores. Se da así la paradoja de que
entendemos detalles importantes de una glaciación, co­
mo son sus alternancias climáticas, pero no entendemos
los mecanismos de la glaciación misma.
Por otra parte, tanto el periodo glacial como los in-
terglaciales muestran continuos máximos y mínimos. Es­
te es el descubrimiento más importante realizado a través
de los sondeos en e) hielo: el clima es un sistema de fuer­
te inestabilidad, algo que ya se sabía con respecto a los
periodos glaciales, pero que se ha podido reconocer tam­
bién, con preocupación, en los interglaciales. En el inter­
glacial Eemiense se produjeron en pocas décadas descen­
sos de la temperatura media de la Tierra de basta 14°C\ Pasar

272
Kl, TASADO REC1LN1L

de un clima como el actual a un clima polar en el trans­


curso de una vida humana no debe de ser una experien­
cia agradable* Estos intervalos fríos, además, tuvieron du­
raciones erráticas, desde 70 años hasta varios milenios.
No se ha organizado aún una hipótesis sostenible de la
causa de estas pequeñas catástrofes climáticas. Se sospe­
cha que tienen relación con la circulación oceánica, pero
no se entiende bien cómo ésta puede explicar variaciones
tan repentinas: la impresión es que, durante una glacia­
ción, el sistema climático tiene dos estados estables, el gla­
cial y el interglacial, y que bastan pequeñas desviaciones
del equilibrio para pasar de uno al otro. Es el efecto ma­
riposa aplicado no a la meteorología sino a la climatolo­
gía, que al fin y al cabo no es más que meteorología a muy
largo plazo. Los climatólogos están empezando a sos­
pechar que la estabilidad del clima durante los últimos
1L000 años (el presente interglacial) puede ser una casua­
lidad. Una casualidad que ha permitido al hombre mo­
derno extenderse por el planeta con una facilidad que qui­
zá sea engañosa. Los sondeos a través del hielo nos han
traído una advertencia desde el pasado cercano.
El Wíirm es la Edad de Hielo de la geología clásica,
y la que más podemos imaginamos, con nuestros antece­
sores (y también los osos) viviendo en cavernas para pro­
tegerse del frío. Duró desde los 25.000 hasta los 16.000
años, tiempo durante el cual una costra de hielo de hasta
dos kilómetros de espesor cubrió Norteamérica y Europa,
lo que supuso, como contrapartida, un descenso del nivel
del mar de entre 150 y 200 metros. Al sur de los casquetes
se extendía una gran llanura de desagüe glaciar, y más aún
hacia el sur, bosques de tipo tundra. Los bosques templa­
dos estarían confinados a Florida y el norte de Africa. Es­
to no significa que en Centroeuropa nuestros antepasados

273
Bco^raeh de i.a 1'ierra

prehistóricos tuviesen un hábitat como los actuales es-


quimales: si el hielo llegaba tan al sur no era porque hi­
ciese demasiado frío, sino porque, como cualquier mate­
rial plástico, fluye bajo su propio peso. Lo que sucedía era
que las zonas climáticas se habían comprimido hacia el
ecuador: la lluvia que ahora cae en la cuenca mediterránea
caía entonces sobre el Sahara, como atestiguan las pintu­
ras rupestres de animales de sabana que se encuentran en
pleno desierto como recuerdo de un clima más húmedo.
También las aguas subterráneas fósiles que hoy se explo­
tan en Libia o en California son una herencia de este cli­
ma lluvioso; pero, en general, los continentes eran lugares
mucho más secos que ahora, porque la ev aporación (y con
ella la lluvia) es mucho menor en mares más fríos.
Hace unos 14.000 años, los glaciares comenzaron a
fundirse muy rápidamente, y hace 7.000 Habían desapa­
recido por completo de las latitudes medias de Nortea­
mérica v Eurasia, salvo de las montañas más altas. El
m *

hielo, que se había acumulado durante 100,000 años, de­


sapareció en sólo 7.000. Sabemos que volverá, pero los
especialistas en el clima aún no han conseguido averi­
guar cuándo. Esta indeterminación es típica de las hipó­
tesis sobre las glaciaciones. Se han propuesto docenas de
ellas, lo que quiere decir que ninguna es totalmente sa­
tisfactoria: pueden explicar algunos de los rasgos, pero,
más de siglo y medio después de Louis Agassiz, aún se­
guimos intentando entender las edades de hielo.

Niágara en el Mediterráneo

A finales del siglo xix, cuando perforaban pozos en busca


de agua subterránea en el sur de Francia, los prospectores

274
El. PASADO KfcíJIKNTK

encontraron, a 200 metros de profundidad, un enorme


desfiladero excavado en granito y relleno de grava. Hu­
biese podido pasar por el cauce de un antiguo río, si no
hubiese sido porque su fondo estaba 300 metros por de­
bajo del nivel del Mediterráneo. No hace falta ser un
especialista en ríos para saber que éstos siempre desem­
bocan al nivel del mar, el llamado «nivel de base» del río.
¿Cómo había conseguido este río antiguo desembocar
mucho más abajo del nivel del Mediterráneo? El enigma
quedó en suspenso, pero los datos fueron recuperados
medio siglo después: con técnicas de sondeo avanzadas
se pudo confirmar que en efecto se trataba de un valle
ahora cubierto por sedimentos más recientes. El antiguo
barranco, tan sólo un poco mayor que el Cañón del Co­
lorado, tenía un curso de casi 200 kilómetros v desem-
7 ¥

bocaba en el mismo lugar que el actual Ródano, cuyo


delta había cubierto el antiguo cauce con 900 metros de
sedimentos. El misterio, por lo tanto, no se había re­
suelto sino que se había enconado: el antiguo río podía
haber desembocado 300 metros por debajo' del actual ni­
vel de base en un momento en que el nivel del mar fuese
más bajo; pero nunca, en toda la historia de la Tierra, ha
habido una época en la que el nivel de los mares fuese
900 metros más bajo que el actual.
Casi al mismo tiempo, pero en el otro extremo del
Mediterráneo, sucedían acontecimientos políticos que
están relacionados con esta historia. El presidente egip­
cio Gamal Abdel Nasser había encontrado en la Unión
Soviética la ayuda que Occidente le había negado para
construir una gran presa en Asuán. Cuando los ingenie­
ros soviéticos hicieron sondeos en el valle del Nilo bus­
cando roca firme en la que asentar los cimientos de la
obra, encontraron bajo el río... una profunda garganta

275
ÜKX.KAHA lili. l.\ Tll-RR.V

rellena de sedimentos, cuyo fondo quedaba 200 metros


por debajo del nivel del mar. Asuán está a más de mil ki­
lómetros de la costa, de forma que este curso invisible sí
que dejaba pequeño al Gran Cañón norteamericano; pe­
ro su profundidad final nunca se ha podido averiguar,
porque nunca se han realizado en el delta del Nilo son­
deos de suficiente longitud. En cualquier caso, los datos
sobre antiguas gargantas sumergidas que desembocaban
por debajo del nivel del Mediterráneo se sucedieron: en
Libia, en Argelia, en Israel, en Siria. En paralelo, los ocea­
nógrafos empezaron a localizar cañones submarinos (es
decir, valles bajo el mar) en la prolongación de muchos
ríos que desembocaban en el .Mediterráneo. Los caño­
nes eran largos, y con frecuencia llegaban hasta profun­
didades de más de 2.000 metros. Aunque en general los
cañones submarinos son excavados por corrientes de
turbidez, los mediterráneos tenían unos perfiles más tí­
picos de valles labrados por ríos.
En 1961, los oceanógrafos embarcados en un cruce­
ro científico descubrieron algo más en el Mediterráneo:
utilizando un nuevo instrumento que lanzaba potentes
señales acústicas y recogía el eco, localizaron abundantes
estructuras en forma de cúpula, de varios kilómetros de
diámetro y hasta mil metros de espesor. Los geofísicos
dijeron que las cúpulas se parecían a domos de sal, y sus
colegas les creyeron, porque si hay una estructura que
un geofísico marino está acostumbrado a identificar, ésa
es un domo de sal. La «culpa» la tienen las propiedades
de este material, que es muy plástico y de baja densidad,
por lo que tiende a deformarse y a subir perforando las
capas superiores: de ahí las cúpulas. Es también muy im­
permeable, por io que cierra el paso a cualquier fluido
que intente escapar: ésa es la causa de que con frecuencia

276
til.. PASADO KKCIKN L K

haya yacimientos de petróleo refugiados en los costados


de las cúpulas, y éstos, a su vez, son el motivo de que las
cúpulas no' pasen desapercibidas.
Sin embargo, estas cúpulas mediterráneas estaban
situadas en un lugar que no les correspondía: normal­
mente, la sal se deposita cuando se evaporan cuerpos de
agua muy reducidos (como en las salinas), por lo que so­
lemos encontrarla entre sedimentos costeros. En cam­
bio, encontrar sal en el fondo marino a 2.000 metros de
profundidad era algo demasiado extraño: las sales son
tan solubles que sólo precipitan cuando casi toda el agua
en que estaban disueltas se lia evaporado, lo que no pue­
de suceder en pleno mar. ¿Eran realmente domos de sal
las estructuras en cúpula? Si lo eran, ¿de dónde provenía
una cantidad de sal que rondaba el millón de kilómetros
cúbicos? La única forma de salir de dudas era perforar
sondeos en el fondo marino, para averiguar la compo­
sición del material que formaba las cúpulas. Este fue el
objetivo de una nueva campaña, que realizó en 1970
el buque oceanógrafico domar Challenger con una dota­
ción de veinte científicos bajo la dirección de nuestro
viejo amigo Kenneth Hsii, con quien ya nos hemos tro­
pezado dos veces. El primer sondeo, perforado a unos
160 kilómetros al sureste de Barcelona, llevó hasta la cu­
bierta del barco excelentes muestras de yeso y anhidrita,
dos sales que sólo se forman por precipitación en lagos
de zonas muy áridas: la hipótesis de las sales se había
confirmado sin ninguna duda. Ahora sólo quedaba en­
contrar una buena explicación para su presencia, porque
evidentemente el Mediterráneo, con sus 4.000 millones
de metros cúbicos de agua, no es un pequeño lago.
Acompañando a las sales, el equipo de Hsü encontró
gravas. Las gravas no son del todo extrañas en los grandes

277
Biografía de la Tierra

fondos marinos, adonde pueden llegar transportadas pre­


cisamente por las corrientes de turbidez; pero, en esos
casos, están compuestas por materiales continentales
(como granito o rocas metamórficas, o minerales resis­
tentes, como el cuarzo). Las gravas del sondeo sólo conte­
nían fragmentos de basalto y de sedimentos marinos en­
durecidos. Como el basalto es la roca típica de la corteza
oceánica, parecía como si las gravas proviniesen de la
erosión del mismo fondo del Mediterráneo. Sin embar­
go, y salvo casos excepcionales, los fondos marinos son
lugares de sedimentación, y no de erosión, al contrario
de lo que sucede en las zonas emergidas, siempre some­
tidas a erosión. ¿Entonces?
A Kenneth Hsü le encanta la famosa frase que Sher­
lock Holmes espetaba a la menor ocasión al sufrido
Watson: «Es una vieja máxima mía que, cuando se des­
carta Jo imposible, lo que quede, aunque parezca impro­
bable, debe ser la verdad». Un tanto simplista, pero fun­
cionó en esta ocasión. El razonamiento del científico
chino fue que, como la precipitación de sales en un mar
abierto es un imposible físico-químico, la situación del
Mediterráneo en la época de la formación de aquéllas
tuvo que ser completamente distinta a la actual. Suman­
do al nuevo descubrimiento los enigmas pendientes de
los valles enterrados y los cañones submarinos, Kenneth
Hsü llegó a la conclusión de que, en algún momento de
su historia, el Mediterráneo había sufrido una catástro­
fe climática, desecándose total o casi totalmente. ¿Cuán­
do, exactamente? Al pedir a los paleontólogos de a bordo
que datasen los inicrofósiles recogidos, para averiguar la
edad del desastre, Hsü se encontró con una agradable
sorpresa: los sedimentos anteriores y posteriores tenían
una fauna de aguas profundas, aunque completamente

278
E l pasadh kF.ciKN n:

distinta entre sí. Una enorme renovación biológica ha­


bía coincidido con el depósito de ía sal, sucedido hacía
unos 5,5 millones de años.
El mar Alediterráneo nació hace 20 millones de
años, cuando la colisión de Arabia y Asia creó los mon­
tes Zagros y encerró un resto del antiguo mar de Tethys
entre Iberia y Egipto. Pero el extremo oeste siempre
había estado abierto, por lo que el ¿Mediterráneo era
una especie de golfo del Atlántico. Sin embargo, hace
unos seis millones de años Africa avanzó hacia el norte,
y poco después tomó contacto con Iberia en Gibraltar.
La cadena B ética se elevó, y el Medi térra neo se convir­
tió en un mar cerrado. El bajo nivel dei mar debido ai
crecimiento del casquete antartico fue sin duda un fac­
tor favorable. Hsü calculó que en esta zona la lluvia y
los aportes de los ríos sólo suman el 10% de la evapo­
ración, por lo que, sin el continuo aporte de agua del
Atlántico, el Mediterráneo se desecaría en sólo mil
años. Así que, hace cinco millones de años, los aconte­
cimientos habían condenado al mar de los griegos a
convertirse temporalmente en un mar Muerto, con su
fauna obligada a emigrar o exterminada. Cuando la de­
secación se completó (o, a lo más, cuando quedasen
unas pocas charcas en las que precipitaban las últimas
sales), el nivel de base era 3.000 metros inás bajo que el
actual, y la red fluvial excavó en toda la cuenca y su pe­
riferia profundos valles hoy en parte enterrados por se­
dimentos posteriores, y en parte anegados por el retorno
de las aguas mediterráneas. Porque el episodio habría
terminado de una forma tan catastrófica como había
comenzado, con la rotura del istmo de Gibraltar y las
aguas del Atlántico rellenando la cuenca en una formi­
dable cascada.

279
HKKikM'ÍA m- i A'J'ii' kkA

Entra en acción otro de nuestros conocidos; Robert


Dietz, el oceanógrafo que lo sabía todo sobre cráteres de
impacto, no está de acuerdo con que el Mediterráneo se
haya evaporado. Su principal argumento es que la dese­
cación de todo este mar sólo daría lugar a una capa de sal
de 60 metros, y para lograr toda la sal detectada (recorde­
mos, nada menos que mil metros) sería necesario eva­
porar un mar de 50 kilómetros de profundidad. Por otra
parte, ¿no indican los grandes valles enterrados una gran
erosión, y por lo tanto un clima muy húmedo? ¿Cómo
compaginar este hecho con la aridez extrema requerida
para evaporar todo un mar? Tampoco le parece, por mo­
tivos diversos, que el relleno de la cuenca haya sucedido
a través de Gibraltar. Y acusa, aunque elegantemente, a
los promotores de la hipótesis de hacer una ciencia sen­
sacional ista, a la medida de la prensa de gran tirada: «Me
ha perturbado la reciente y repetida promoción que los
medios de comunicación han concedido al modelo de la
cuenca profunda [mediterránea] desecada». Hsü no tar­
da en responder. En un artículo que titula dramática­
mente «La posteridad juzgará», escribe: «La gran aten­
ción de los medios de comunicación al modelo de la
desecación del Mediterráneo no se debe a que esta idea
sea poética, bella o imaginativa El valor del modelo
reside en su capacidad de explicar muchos datos increí­
bles del mundo mediterráneo».
También en este caso el tiempo ha dado la mayor
parte de i a razón al catastrofista doctor Hsü, aunque
(como sucede a casi todas las hipótesis que intentan ex­
plicar procesos complejos) siguen quedando puntos os­
curos. El principal se refiere a la primera objeción de
Dietz. En efecto, parece como si el Mediterráneo se hu­
biese desecado y rellenado del orden de diez veces, y no

2SG
KL PASADO KMIlENTt

se enriende muy bien la facilidad con la cual la puerta de


este mar muerto se abría y se cerraba, por Gibraltar o
por otro punto. La segunda objeción no es tan impor­
tante, ya que en climas áridos las lluvias muy violentas,
aunque espaciadas, pueden producir una intensa ero­
sión. La datación ha sido refinada, y se ha precisado que
el acontecimiento tuvo dos fases: una previa entre 5,75 y
5,6 millones de años, en la que el nivel del mar bajó só­
lo ligeramente y se depositaron sales en lagos costeros; y
la central, de 5,6 a 5,3 millones de años, en la que tuvo
lugar la desecación catastrófica, con un rápido y brutal
(1.500 metros) descenso del nivel del mar, depósito de
las evaporitas y erosión de los cañones. Dietz tenía ra­
zón, en cambio, en el tema de Gibraltar, donde no hay
huellas de la gigantesca erosión que la gran catarata de
relleno habría producido. Pero en 1996 se descubrió un
cañón submarino de 200 metros de profundidad y 300
kilómetros de largo que no estaba en prolongación de
ningún río terrestre: se le ha bautizado como la Gargan­
ta de Valencia, porque está situado entre Levante v las
Baleares, en la prolongación de la cadena Bórica, que ha­
ce unos cinco millones de años aún no se había levanta­
do, sino que estaba semisumergida. El agua del Atlánti­
co que rellenó repetidamente el Mediterráneo no entró
en éste por Gibraltar, sino por un estrecho pasillo entre
Huelva y Alicante. Un cálculo del caudal que excavó es­
ta garganta sugiere que cada relleno se pudo producir en
sólo 50 años. Al final, parece que la gran catarata que
empequeñeció a las de Niágara y que fue tan celebrada
por los medios de comunicación en busca de titulares,
existió realmente.
Esta pirueta de la Tierra ha podido tener un efecto
global: la retención en el Mediterráneo de una cantidad

2R5
B iografía dl la T il . rra

tan grande de sal rebajó, hasta en un ó%, la salinidad del


océano mundial. Como el agua dulce se congela más fá­
cilmente que la salada, la formación acelerada de hielo
marino que se produce en esta época podría deberse al
episodio mediterráneo. A su vez, estas plataformas de
hielo rechazan más calor solar, de forma que es muy po­
sible que este acontecimiento fuese la causa última del
avance de la glaciación en el hemisferio Norte. Un buen
ejemplo de la ampliñcación de los pequeños efectos que
deberíamos tener presente a la hora de discutir el sutil
equilibrio climático.

La conquista del Este

En 1758, en la décima edición de su obra fundamental,


Systema Naturae, Linneo remató su orgía clasificatoria
del mundo vivo definiendo los órdenes en los que se di­
viden los mamíferos. Uno de ellos era el de los primates
(del latín, significa «el primero de la lista»), que incluía a
los simios y al hombre, el famoso Homo sapiens. En los
dos siglos y medio transcurridos desde que nos autode-
finimos, hemos llegado a saber algunas cosas sobre no­
sotros mismos: por ejemplo, que el hombre surgió en
Africa y que era un viajero incansable. Sobre este segundo
punto trataremos un poco más adelante. El primero es
un concepto relativamente reciente: durante el siglo XIX
y la primera mitad del XX, los antropólogos estaban con­
vencidos, tanto por ideas preconcebidas de corte racista
como por los primeros hallazgos (mandíbula de Mauer
en Alemania, hombres de Cromañón en Francia y de
Neanderthal en ambos países) de que el hombre se había
originado en Europa.

282
EL KUiMHí KLCILNTL

Hemos conseguido rastrear nuestros orígenes has­


ta hace unos cuatro millones de años. En los años se­
tenta, con música de los Beatles en su campamento de
Hadar (Etiopía), el equipo del antropólogo Donald Jo-
hanson encontraba el esqueleto casi íntegro de un ho­
mínido que podía describirse como un hombre con ca­
beza de mono (un chimpancé bípedo, en otra versión) y
que había vivido hacía tres millones de años. Era una
hembra, «Lucy», nuestra abuela peluda, bautizada cien­
tíficamente Australopithecus afarensts. Lucy era una mu­
jer pequeña: medía poco más de un metro y pesaba
treinta kilos. En 1978, un miembro del equipo de la an-
tropóloga Mary Leakey descubrió, en un estrato de
cenizas volcánicas compactadas en Laetoli, en Tanzania,
una concavidad que le recordó a una huella humana.
Era la pisada de un homínido, el principio de un rastro
de 27 metros dejado por tres miembros de un grupo
(¿una familia?) de afarensts. Hace casi cuatro millones
de años, la pequeña banda recorrió una llanura en la
que un volcán en actividad y un chaparrón repentino
formaron una perfecta arcilla de modelar. ¿Buscaban
comida, o quizás huían del volcán? Nunca lo sabremos,
pero las huellas de Laetoli nos traen una imagen increí­
blemente vivida de nuestros antepasados mejor conoci­
dos, Al cabo de un cuarto de siglo del hallazgo de Lucy, los
paleoantropólogos están de acuerdo en que afarensis,
una especie que parece durar un millón de años (entre
4 y 3 m.a.) pertenece al tronco del árbol genealógico
homínido (Figura 21).
La búsqueda de fósiles aún más antiguos ha seguido
dando resultados: ahora conocemos otros australopite-
cos que datan de 4,4 millones de años, y es previsible
que en el futuro lleguemos a tener retratos de nuestros

283
El pasado reciente

tatarabuelos de hace ocho o diez millones de años. La


cuna es, desde luego, Africa Oriental, y en concreto las
áreas cercanas al valle del Rift, una gran fosa tectónica
de casi 3.000 kilómetros de largo que recorre de norte
a sur esa parte del continente* Esta región, hoy ocupada
por Etiopía, Kenia y Tanzania, parece haber sido la base
de operaciones desde la cual los homínidos partieron a
conquistar el resto de África primero, después el plane­
ta, y por último el Sistema Solar. ;Quc tiene de especial
esta zona de la Tierra para que en ella surgiese la especie
que iba a cambiar el mundo? Esta misma pregunta se
hacía el paleontólogo francés Yves Coppens cuando, en
1982, en el descanso de un congreso, entró en una bi­
blioteca universitaria v buscó un atlas.
«i

Alfred Wegencr había comenzado a gestar su idea


de la deriva continental al contemplar en mi mapamun­
di, allá por 1910, la forma de las costas atlánticas, y Cop­
pens también vio, en un mapa de África que incluía la
distribución de los primates, algo que le llamó la aten­
ción: el chimpancé y el gorila viven en las selvas tropi­
cales, siempre al oeste del valle del Rift, mientras que
todos los homínidos fósiles se han encontrado exclusiva­
mente al este de la gran grieta. A estas alturas, los biólo­
gos moleculares habían demostrado con sus relojes de
genes lo que Darwín y sus contemporáneos solamente
intuyeron: los grandes simios (y, en concreto, los chim­
pancés) son primos cercanos de Homo sapiens, es decir,
comparten un antepasado común relativamente próxi­
mo en el tiempo. La divergencia se había producido
hacía unos diez millones de años, y Coppens tuvo una
intuición: si la edad del valle del Rift coincidía... En re­
vistas de tectónica, cuya existencia había desconocido
hasta entonces, encontró el dato que buscaba: el rift

285
BlOCi HA FÍA D E LA TlERHA

había surgido hace ocho millones de años, cuando las


corrientes del manto terrestre intentaron dividir Africa
en dos partes desiguales. Entonces el paleontólogo estu­
vo seguro de que la causa de la divergencia de simios
y homínidos era geográfica.
Hemos visto antes (al intentar explicar el tórrido cli­
ma de hace cien millones de años, por ejemplo) cómo los
fenómenos geológicos profundos tienen con frecuencia
efectos en la superficie. De ser cierta la idea que ger­
minó en la mente de Yves Coppens, es probable que la
formación de esta gran cicatriz africana haya cambiado
la historia del mundo al propiciar la aparición de Homo
sapiens. La hipótesis era simple: antes de la formación del
valle, Africa ecuatorial era, desde el punto de vista fau-
nístico, una provincia homogénea habitada por el ante­
cesor común de homínidos v simios. Hace ocho millo-
nes de años, las fuerzas internas de la Tierra estiraron la
corteza en el sector oriental, provocando su rotura y el
hundimiento de algunos bloques, como teclas de piano
pulsadas. A su vez, este colapso fue compensado con la
elevación de los bordes: en algunas zonas, el desnivel su­
peró los 2.400 metros. Esta barrera topográfica alteró la
circulación atmosférica: el aire húmedo del Atlántico si­
guió dejando lluvias abundantes en todo el ecuador afri­
cano al oeste del valle, mientras que en la parte este se
desarrolló un clima monzónico, con estaciones secas, y
la selva se convirtió pronto en una sabana abierta. Los
primates del oeste carecieron de estímulos para evolu­
cionar, mientras que los del este tuvieron que adaptarse
a un ambiente totalmente nuevo: de esta adaptación na­
cieron los homínidos. Cuando años después Coppens
fue invitado a Nueva York a dar una conferencia sobre su
hipótesis, decidió llamarla, en honor de sus anfitriones,

286
E(. PASADO RECIENTE

«East Side Story»45, la historia de cómo, cuándo y por


qué el linaje del hombre surgió en el borde oriental de
un valle africano.

Humanos

El siguiente capítulo de la historia nos obliga a ampliar li­


geramente el campo de visión: afarensis vagabundea por
las sabanas del continente y se establece en algunas de
ellas, Al cabo de un tiempo, estos grupos se aislarán y da­
rán lugar a nuevas especies de homínidos. Así se originó,
en la actual Suráfrica, Ajistralopitbecus ajricanus (3 a 2,5
m.a.), que parece una versión ligeramente avanzada de
afarensis, con rasgos faciales menos simiescos, y a quien ca­
be el honor de haber sido el primer homínido descubier­
to en Africa, Su definidor no fue un antropólogo sino un
médico, el surafricano Raymond Dart, quien se atrevió,
nada menos que en 1925 y en pleno apartbeid, a desafiar la
opinión unánime de los científicos de su época sobre el
origen europeo del hombre. Contemporáneos a africanas,
pero no tan viajeros (puesto que se originaron en el mismo
valle del Rift) son los Parantbropw o austraiopitecos «ro­
bustos» (en contraste con africanus, de formas más delica­
das, a los que se suele llamar «gráciles»). Paranthropus era
un tipo completamente distinto de homínido, con un crá­
neo dotado, como el del gorila, de grandes salientes óseos
destinados a la inserción de potentes músculos muy ade­
cuados para la masticación de tubérculos.

Homenaje a West Sidc Story, un musical de Broadway que trasponía a Nueva


York la historia de Romeo y Julieta, y cuya versión cinematográfica, realizada en
1961, se convirtió en un hito de la historia del cine.

287
BKKiK.UiA Ut: LA I lKRK\

Hace dos millones de años, los Parantbropus no sólo


se mantenían al este del valle, sino que se habían extendi­
do a Suráfrica. Pero además, los afaremis habían seguido
evolucionando: tanto, que hacia esta época dejaron de ser
Australopithecus para convertirse en «hombres» (empleo
aquí esta palabra con el sentido de pertenencia al género
Homo). Ahora bien, ¿cómo definir la humanidad a partir
de unos cuantos huesos? El problema no es trivial, sobre
todo teniendo en cuenta que los cambios anatómicos son
sutiles: sólo los especialistas pueden distinguir (y no sin
discusiones) el cráneo de un australopiteco grácil del de
un hombre. Aunque hay una clara diferencia entre la ca­
pacidad craneal de los simios actuales (-600 centímetros
cúbicos) y la del hombre moderno (>1.300), esta distan­
cia se estrecha más y más a medida que nos remontamos
en el tiempo, de manera que los primeros hombres tie­
nen volúmenes cerebrales que se solapan con los simies­
cos. Por otra parte, no es del todo convincente el criterio
de la fabricación de herramientas, porque se encuentran
piedras talladas no sólo asociadas a los restos de Ho?fwy si­
no también a los australopitecos robustos de la misma
edad. El criterio actual es incluir un fósil en el género
Homo cuando presenta una batería de caracteres tanto
anatómicos como culturales considerados «humanos».
Entre los primeros están una cara más bien pequeña y
con tendencia vertical, molares reducidos y nariz promi­
nente; entre ios segundos, el encontrar herramientas aso­
ciadas a los fósiles. El lenguaje sería un elemento decisi­
vo, pero es difícil identificarlo en el registro, aunque los
antropólogos consideran que la caza organizada requie­
re el uso de algún tipo de lenguaje.
De esta forma tan complicada reconocemos como
humanos a nuestros antepasados. Pero la presencia de

288
El. J’ASMJLT RECIENTE

indicios de cultura en paralelo a los cambios anatómicos


significa que la evolución ha cambiado de ritmo, hacién­
dose no sólo más rápida, sino también más diversa. Ha­
ce dos millones de años, en el valle del Riff coexistieron
hasta cuatro especies diferentes de homínidos: tres «hom­
bres» v un Parantbropus, un pequeño big bang de la evo­
lución homínida. De ellos, los más importantes son
Homo habilis y Homo ergaster («trabajador»). Los fósiles
de bóbilis, que tienen edades de entre 2,3 y 1,8 millones de
años, se llamaron así por encontrarse asociados regular­
mente a guijarros toscamente trabajados para sacarles fi­
lo. Los antropólogos se han preguntado para qué querría
un instrumento cortante un homínido que se alimenta­
ba de frutas; probablemente bóbilis era un carroñero
ocasional. Pero sus aptitudes no son sólo procedimenta­
les, sino también anatómicas: aunque es contemporáneo
de africanas, casi duplica su capacidad craneal. Homo er­
gaster es ligeramente posterior (1,9 a 1,3 m.a.) a bóbilis y
muy probablemente evolucionó a partir de poblaciones
de aquél. Quizá ergastei* fue el primer «mono desnudo»,
ya que no parece lógico que nuestro sistema de refrige­
ración por glándulas sudoríparas surgiese de la noche a
la mañana. Se le puede considerar como el primer ho­
mínido de «diseño» moderno, y exhibe rasgos que apa­
recerán enseguida más nítidos en Homo ereetus, uno de
los grandes protagonistas de la evolución humana.

Viajes

se reveló muy pronto como un soberbio


Ho??io ergaster
andarín: nadie le vio salir de su cuna en Atrica, pero ha­
ce 1,8 millones de años ya había llegado a China y Java.

289
B kkíkaí ' ía de l ,\ I’ li : küa

¿Cuál fiie el motivo de nuestros antepasados para empren­


der migraciones que les llevaron a todos los continentes
del Viejo Mundo a lo largo de un millón de años? Podría­
mos responder a esta pregunta de forma simple: también
migran las aves buscando climas favorables, e incluso al­
gunos mamíferos en busca de mejores pastos. Sin em­
bargo, los movimientos de los homínidos (como se llama
al grupo de primates que comprende a Homo sapiens y a
sus antecesores directos) no se parecen a los bien orga­
nizados viajes estacionales de ida y vuelta de las aves o
los herbívoros, sino más bien al correteo nervioso de las
hormigas en busca de alimento. Algunos antropólogos
sospechan que los actuales problemas del hombre con su
medio ambiente son sólo el final de esta incesante bus-
queda de recursos «más allá del horizonte» que comen­
zó en Africa hace un poco menos de dos millones de
años.
Al llegar a Extremo Oriente, Homo ergaster se había
convertido en Homo erectas («hombre erguido»), al que
en un primer momento se llamó Pithecanthropus (literal­
mente, «hombre-mono»). Eue el homínido más longe­
vo, ya que los últimos erectas no desaparecerán de Indo­
nesia y Australia hasta hace 40.000 años, y alguno puede
incluso haber perdurado hasta los 10.000. Pero no sólo
es el modelo más duradero, sino también el que más
anécdotas ha acumulado sobre sus huesos. Comenzando
por su nombre antiguo, escasamente adecuado, ya que
no tenía nada de «mono», sino que se trataba de un hom­
bre moderno: como ha dicho un antropólogo, si un erec­
tas viajase hasta el presente y subiese a un autobús, el
conductor quizá le miraría de reojo; pero si lo intentase
un Homo babilis, pararía el vehículo y llamaría urgente­
mente al zoo. El anecdotario de los hallazgos de este

290
F.l. L1 a SAI JO líMMKMK

homínido incluye insólitas peripecias: el primer descu­


bridor de Pithecantbrop'us fue de tal manera ridiculizado
que, en venganza, tuvo el cráneo guardado durante trein­
ta años en una caja fuerte, sin verlo ni enseñárselo a nadie;
por su parte, ios restos hallados en China (el Sinatithropus)
fueron robados por los japoneses en la Segunda Guerra
Mundial, y luego desaparecieron para siempre. Uno de
sus descubridores, Pierre Teilhard de Chardin, un jesui-
ta antropólogo y filósofo, estaba de tal forma orgulloso
de su hombre fósil que se apresuró a descalificar los pri­
meros hallazgos africanos: «el ramo Australopiteco es un
grupo marginal, cerrado; [...] quizá haya de incluirse en
el brote de la especie humana, pero a título de ensayo
abortado». Por último: si la denominación de pitecán­
tropo era inadecuada, la actual es aún más penosa, ya
que la postura bípeda a la que se refiere la palabra erectas
se había conseguido al menos cuatro millones de años
antes.
Pero erectas es importante por muchas razones. A lo
largo de su evolución, su capacidad craneal aumentó de
800 a 1.100 cni3, fue el primer cazador organizado (y por
tanto, también el primer homínido carnívoro), descu­
brió el fuego y fabricó herramientas de manera sistemá­
tica. También fue el primero que vivió en campamen­
tos estables aunque, paradójicamente, nunca perdió los
hábitos viajeros de su padre el Homo ergaster. En este
punto se plantea, sin embargo, uno de los enigmas de la
evolución homínida: mientras que ergaster llegó desde
Africa a Extremo Oriente en sólo 100.000 años, su ca­
mino hacia Europa parece, por algún motivo desconoci­
do, mucho más arduo; otra posibilidad es que encontra­
ra posadas más acogedoras, ya que tardó más de un
millón de años en recorrerlo. Los restos europeos más

291
[iHICR.-U’ÍA DI' r,,\ T ikrka

antiguos de un descendiente de ergaster son los del Homo


antecessor hallado en la Gran Dolina de Atapuerca (Bur­
gos) a partir de 1994. Tenía un rostro vertical, fabricaba
instrumentos toscos y era candial, aunque no se sabe si
ocasional o sistemático, Pero su característica crucial es
su antigüedad, de al menos 780.000 años, que hace de
antecessor el primer europeo, por el momento. El enigma
es: ¿dónde están los homínidos que marcan la migración
desde Africa hasta Europa? La distribución de los fósiles
indica sin lugar a dudas que la invasión no se produjo
por Gibraltar, sino desde el este; por lo tanto, esta olea­
da migratoria tuvo que atravesar todo el continente para
llegar hasta la península Ibérica; y, en un área tan bien
explorada desde el punto de vista geológico, tendrían
que haber aparecido ya algunos restos.
Este pequeño misterio forma parte de la gran discu­
sión actual sobre la evolución humana. Las hipótesis que
compiten son dos: la «multirregional» y la «africana»
(que los anglosajones vuelven a denominar, con una
imagen cinematográfica, Out of Africa^'). Según la pri­
mera, los descendientes de Homo ergaster se extendieron
por todo el Viejo Mundo hace aproximadamente un mi­
llón de años, pero adquiriendo características «regiona­
les» que darían lugar a las razas del hombre moderno: la
idea básica es que Homo sapiens es una especie de origen
cosmopolita. La hipótesis africana propone que, si bien
ergaster colonizó toda Eurasia y Africa, fue tan sólo en
este último continente donde evolucionó a Hamosapienst
que luego se extendió al resto. Así pues, de Africa ha­
brían salido no una sino dos oleadas migratorias: la de

-“Lejos de Africa», película dirigida por Siduey Poítack en 19H5 que en España
se tituló Memorias de Africa.

2 9 2
Kl I’ASADO RKUEN'l'li

ergaster hace dos millones de años y la de sapiens hace al­


go más de 100.000. El problema es que no hay datos de­
cisivos en favor de ninguna de las dos ideas. Cuando, en
1987, se hicieron pruebas multirraciales de biología mo­
lecular, se concluyo que parte del material genético de
cualquier persona de cualquier raza parecía tener el mis­
mo origen, un ancestro africano que la prensa popular se
apresuró a denominar «Eva» y que habría vivido hace
entre 200.000 y 130.000 años. El espaldarazo al mode­
lo africano parecía definitivo, pero luego han surgido
muchas dudas sobre el calibrado de los relojes molecula­
res. En concreto, la suposición de que las mutaciones se
acumulan a un ritmo continuo no ofrece muchas garan­
tías: algunos científicos recuerdan su sospechoso pareci­
do con la hipótesis de que el iridio se acumulaba a veloci­
dad constante en los sedimentos marinos, que los Alvarez
hicieron saltar en pedazos con su hipótesis del impacto
asteroidal. En estos momentos hay una cierta mayoría
de paleoantropólogos a favor de la hipótesis africana, pe­
ro el tema no está resuelto. La discusión, además, no es
solamente académica sino que tiene una vertiente ideoló­
gica: algunos defensores de la hipótesis africana han acu­
sado a sus adversarios de racistas por oponerse a la idea
de que las diferencias raciales son muy recientes, y por lo
tanto superficiales. Estos contraatacan argumentando
que la hipótesis africana requiere que los descendientes
de Eva colonizasen toda Eurasia sin ningún cruce con los
otros homínidos; lo cual, dicen no sin razón, no ha suce­
dido en ningún ejemplo histórico de conquista.
La copa de nuestro árbol genealógico comprende
otras tres especies. Homo h eidelb ergen sis pobló todo el
Viejo Mundo entre 500.000 y 150.000 años. Toma su
nombre de la localidad alemana cerca de la que se en­

293
MKKíRM'ÍA 11K LA T)KKRA

contró, en 1907, su primer resto, un enorme maxilar (la


«mandíbula de Mauer»), del que se dijo de todo, incluso
que era un hueso de un cosaco de los ejércitos napoleó­
nicos. Se trata de individuos de gran capacidad craneal,
hasta 1.400 cm3 (la media del hombre moderno es de
3
1.375 cm ), pero de cráneo bastante más robusto que el
de Homo sapiens. Igual sucede con Homo manderthalen-
sis, que parece una especie derivada de la anterior que
surge en Europa y Oriente Próximo hace 150.000 años,
dotado de huesos macizos y potente musculatura. Las in­
vestigaciones más recientes indican que los neandertales
no eran los seres brutales que muchos imaginan: inventa­
ron los vestidos para sobrevivir a los periodos glaciales y
crearon una cultura (llamada musteriense) relativamente
avanzada. Algunos de los neandertales de Oriente Próxi­
mo (y también el esqueleto de un niño hallado reciente­
mente en Portugal) parecen tener rasgos en cierto modo
híbridos con Homo sapiens-, pero tanto ellos como las po­
blaciones de neandertales típicos comienzan a desapare­
cer hace 40.000 años; desde hace 30.000, pasan a enri­
quecer la galería de los homínidos fósiles.
Mucho se ha escrito (tanto desde el punto de vista
científico como en la ficción) sobre el papel que sapiens
desempeñó en la extinción de los neandertales, y aún hoy,
las opiniones de los expertos siguen encontradas. El con­
tacto se ha comparado con un «encuentro en la tercera
fase», pero entre alienígenas del mismo planeta: salvo en
algunas películas, la cultura más atrasada siempre sale
perdiendo. De todos modos, ios especialistas subrayan
que ambos homínidos coexistieron durante algunos miles
de años: «No fue una guerra relámpago», dice el arqueó­
logo Steve Kuhn, de la Universidad de Arízona. Por el
contrario, parece como si este largo contacto hubiese

294
líi. pxsaiío rkcikntj:

estimulado a las dos especies, que produjeron durante


el periodo en el que coexistieron mejores herramientas
de piedra y ornamentos más refinados. Los partidarios de
la hibridación sugieren que, después de todo, quizá los
neandertales no se extinguieron sino que se diluyeron
en las poblaciones, mucho más abundantes, de sapiens.
Sin embargo, los estudios de genética molecular no han
detectado genes neandertalenses en el hombre moder­
no; el problema es que parece probado que partes del
ADN mitocondrial pueden desaparecer en los descen­
dientes, con lo que estamos de nuevo en la indetermi­
nación. Según recientes investigaciones, el último de
los neandertales vivió en algún lugar de Iberia, arrinco­
nado por la expansión de sapiens, hace 28,000 años. Na­
die ha podidt) demostrar que dicha expansión fuese
cruenta; lo que sí es indiscutible es que, habiendo sido
nombrado heredero único de todo el planeta, el hom­
bre moderno se dedicó, casi inmediatamente, a hacer la
guerra contra sí mismo.

LOS MOTORES DE LA EVOLUCIÓN HOMÍNIDA

Los homínidos fósiles son excelentes ejemplos de equili­


brio intermitente en la evolución, pero también de evo­
lución acelerada. Exceptuando Ho?no erectas, las especies
de homínidos atraviesan el escenario como cometas. Por
eso es el momento de preguntarnos cuál fue el eficiente
motor que en poco más de cuatro millones de años con­
virtió un peludo primate en la especie dominante en el
planeta. Cuando se aborda esta cuestión desde una pers­
pectiva histórica se puede apreciar una interesante evo­
lución de las ideas sobre este tenia. Por ejemplo, Charles

295
liiotíRAKÍA 11 k la T ierra

Darwin concedió una gran importancia evolutiva a la


posibilidad de liberar las manos de las tareas locomoto­
ras, con lo que aquéllas podrían dedicarse a manejar he­
rramientas, y específicamente las armas defensivas que le
eran vitales en su competencia con los grandes depreda­
dores de la sabana. Esta interpretación literal de la «lu­
cha por la vida» fue la que recogió Stanley Kubrick en el
preámbulo de su película 2001: una odisea espacial
A principios del siglo XX, con el darvinismo en re­
troceso (antes de que los genéticos viniesen a rescatarlo),
se pensó que el aumento rápido de la masa encefálica, y
no la capacidad defensiva, era la clave de la hominiza-
ción. Más tarde, en los años cincuenta, en un periodo de
gran avance industrial, se puso de nuevo el énfasis en el
hombre como fabricante de herramientas. En los sesen­
ta, la época de las ideologías de la comunicación (como la
«aldea global» de McLuhan), se hizo hincapié en que
la capacidad de utilizar un lenguaje sería el auténtico
trampolín de la evolución homínida. En los setenta, la
base de muchas teorías sobre el origen del hombre fue
la imagen de la cooperación decisiva de la mujer reco­
lectora: era la época de mayor expansión del movimien­
to feminista. Por último, en el fin de siglo, con la mujer
incorporada en masa al mundo del trabajo, cunde la idea
de que el impulso decisivo para la hominización se con­
siguió cuando Hamo erectas se organizó en una estructu­
ra dual de caza (el hombre) y recolección (la mujer), en
la que compartían los alimentos obtenidos por cada uno
en campamentos estables.
Esto no significa que se deban descartar estas hipó­
tesis sucesivas a favor de la última, sino que el origen del
hombre es un tema con una fuerte carga ideológica, y
por tanto muy permeable a las ideas dominantes en cada

296
K l . V A C A D O R [|\NT1Í

etapa social. La progresión hacia el nivel humano ha si­


do un proceso complejo además de rápido, cuyo primer
desencadenante fue con mucha probabilidad la postura
bípeda, adquirida por algún antepasado de Australopi­
thecus afarensis hace ocho o diez millones de años. Pero,
¿por qué algunos australopitecos comenzaron a caminar
sobre dos patas? La hipótesis más verosímil sigue sien­
do que un cambio climático convirtiese en sabana parte
del bosque: la postura bípeda es una forma más eficien­
te de recoger alimento en este tipo de entorno. De for­
ma que, volviendo a la idea de Coppens, podríamos con­
cluir que el culpable último de que estemos aquí es la
energía liberada por ese motor térmico que es la Tierra,
una energía capaz de cambiar el paisaje hasta hacerlo
irreconocible; y con él, el clima y la vida.

Marte en el Oeste

En lo más lejano del noroeste de Estados Unidos existe


un área conocida como channded scablands (literalmente,
«costras acanaladas»), del tamaño aproximado de Ara­
gón y adornada por un extraño paisaje: una topografía
plana cortada por profundos valles como tajos en el
duro basalto, y huellas diversas de que el agua no se con­
formó con circular por su fondo, sino que inundó tam­
bién las divisorias, para lo cual tendría que haber alcan­
zado alturas de hasta 300 metros. Bloques de hasta cinco
metros de diámetro sin ninguna huella glaciar se en­
cuentran entre los valles, y enormes agujeros como los
que se forman al pie de las cataratas adornan la base de
algunos escarpes. En 1923, el geólogo norteamericano
Ha ríen Bretz propuso que esta topografía tan especial

297
BnxjkAKÍA tíl: i,a Tjkkua

era el resultado de la erosión causada por la liberación


catastrófica de una enorme cantidad de agua de deshie­
lo, aunque no podía precisar la causa de la catástrofe. En
un cálculo preliminar, Bretz estimaba el caudal del flujo
en 1,9 millones de metros cúbicos por segundo, pero avanza­
ba también que la cifra era un mínimo, y expresaba su
convicción de que cálculos más precisos la elevarían no­
tablemente.
Las ideas de Bretz fueron muy mal recibidas, y no
es difícil imaginar por qué. Sólo hacia 1840, tras el Dis-
cmtrs de Neuehdtel de Agassiz, habían podido librarse los
naturalistas de las ideas de raíz bíblica sobre el Diluvio
Universa] y la gigantesca inundación que provocó. Sin
embargo, como las viejas ideas no son fáciles de desa­
rraigar, diluvios más o menos universales habían seguí-
«• •

do apareciendo como propuestas seudoci en tíficas hasta


principios del siglo xx: una experiencia demasiado pró­
xima como para que los geólogos norteamericanos ad­
mitiesen siquiera la posibilidad de una inundación catas­
trófica que pudiese anegar una región entera. En 1927, la
Sociedad Geológica de Washington (el estado donde se
hallan los scablands) organizó un congreso para discutir
el tema, en el que todos los asistentes se unieron contra
las ideas de Bretz. Uno de Jos participantes pidió que se
hicieran «todos los esfuerzos necesarios para explicar las
saiblmuís sin recurrirá una suposición tan violenta». Toda
una cruzada científica, pero que olvidaba algunas nor­
mas científicas básicas, como la de conocer aquello de lo
que se había: muchos de los adversarios de la hipótesis
catastrofista confesaban que no habían estado nunca en
el terreno sobre el que discutían.
Una persona que sospechaba algo de lo que podía
haber sucedido era james Pardee, un joven geólogo del

298
llí, PASADO KKC:iKNT|-:

Servicio Geológico que no sólo conocía los scablands si­


no también el vecino estado de Montana, donde había
estudiado un lago de desagüe glacial, el Missoula (hoy
desecado), que se había formado en la última retirada del
casquete glaciar que cubrió buena parte de Norteamé­
rica hasta hace unos 8.000 años. ¡Pardee conocía la cau­
sa que Bretz no había podido encontrar! Pero, en un in­
forme interno, había propuesto una idea no demasiado
distinta de la de Bretz, y su jefe lo había rechazado como
catastrofista. Así que Pardee no intervino en el coloquio,
del que Bretz salió rechazado, pero no vencido. El mis­
terio de los scablands se había convertido en un tema de
moda en la geología norteamericana, y varios geomorfó-
logos comenzaron a estudiarlo desde un punto de vista
gradúa lista; aunque quizá sería mejor decir con anteoje­
ras gradúa listas.
En 1940, en otra reunión científica, los revisionistas
presentaron sus conclusiones, y esta vez Pardee sí habló,
demostrando que el lago Missoula se había drenado en
cuestión de horas, probablemente a causa de la rotura de
la barrera de hielo que lo cerraba. El resultado habría si­
do la formación de un muro de agua de varios cientos de
metros de altura que se movió a gran velocidad hacia la
región de los scablands, la avanzadilla de una inundación
catastrófica provocada por los 2.000 kilómetros cúbicos
de agua que contenía el lago. Fue el triunfo de Bretz,
que en 1952, ya cerca de los setenta, aún pudo hacer una
última campaña de campo para resolver los problemas
que quedaban pendientes, y publicar varios artículos,
hoy convertidos en clásicos, sobre la dificultad de las
nuevas ideas científicas para abrirse paso cuando van
contra principios muy arraigados. El caudal definitivo
se calculó en 10 millones de metros cúbicos por segundo.

299
IhoíaíAKiA ni' i,a Tir-’RitA

En 1965, tras realizar una excursión a] lugar de los he­


chos, un grupo internacional de geomorfólogos telegrafió
a Bretz (que ya no estaba para excursiones): «Ahora, todos
somos catastrofistas».
Por fin, en 1973, el geólogo de la NASA Harold
Masursky, al describir los paisajes de Marte que la sonda
Mariner 9 descubría por primera vez para los ojos de los
terrestres, dijo que estaban viendo en otro planeta lo
mismo que Harten Bretz había visto en un extraño rin­
cón de la Tierra justo medio siglo antes: las huellas de
unas increíbles, catastróficas inundaciones* En efecto,
buena parte de Marte está surcada por cauces secos de
una magnitud descomunal: sus desembocaduras tienen
decenas de kilómetros de ancho. Y en los cursos de estos
amazonas marcianos la topografía es igual que la de las
cbarmeled scahlands.

El Dryas Reciente y la Pequeña Edad de Hielo:


MENSAJES DLL PASADO CERCANO

El lago Missoula fue uno más de los lagos de desagüe


glaciar que se formaron desde hace 18.000 años, cuando
los casquetes de hielo comenzaron a retroceder. Hace
unos 11.000 años, cuando la fusión de los glaciares esta­
ba anunciando el final del último periodo glacial, un
enorme lago, al que se ha dado el nombre del naturalista
suizo Agassiz, se formó hacia el centro de Canadá. El río
Misisipí drenaba el lago Agassiz hacia el golfo de Méxi­
co hasta que el retroceso del hielo brindó al agua del lago
una salida más fácil, a través del río San Lorenzo, hasta
el Atlántico norte. La llegada a éste de una gran canti­
dad de agua dulce rebajó la densidad del agua atlántica...

3(>u
Kl iíi - í : í [-:\ t !■'

y cien años después el hielo no sólo había detenido su re­


troceso, sino que estaba avanzando de nuevo sobre Euro­
pa. Estos son los datos, pero ¿cuál es su conexión? La ma­
yoría de los clima tólogos están de acuerdo en que la
clave final del clima está en los océanos. En el Atlántico
norte se genera una corriente de agua fría profunda que
baja por el Atlántico sur hasta el Indico y luego el Pacífi­
co, donde se calienta y vuelve como corriente de super­
ficie. Este flujo es el gran distribuidor de calor en todos
los continentes, salvo la Antártida, aislada de el por la
corriente Cñrcumantártica. Pero si el agua del Atlántico
norte perdiese salinidad, perdería también densidad, con
lo que no podría hundirse, la circulación oceánica mun­
dial se interrumpiría y el planeta se enfriaría.
:s la mejor explicación que tenemos para el
brusco enfriamiento del clima de la Tierra durante mil
años, alrededor de los 11.000, llamado Dryas reciente
por la flor ártica Dryas octopctaia, que acompañaba el
avance de los glaciares. Este repunte del frío fue muy
corto, ya que en esta época Jos datos orbitales de ta Tie­
rra implicaban un máximo de energía solar captada, lo
que (siguiendo el calendario previsto por Mi 1 anbovitch)
acabó de forma inapelable con el ultimo periodo glacial.
En los siguientes 11.000 años no hemos tenido grandes
sobresaltos climáticos: las civilizaciones que se han suce­
dido en los últimos milenios se han beneficiado de este
anormalmente largo clima interglacial; aun así, ha habi­
do algunos altibajos dignos de mención, como por ejem­
plo la llamada Pequeña Edad de I lielo, sucedida entre
1450 y 1850, cuatro largos siglos durante los cuales la
temperatura media bajó 1,5 °C, natía serif) si lo compara­
mos con los 7 a 10 °C que es el descenso típico en un pe­
ríodo glacial. Y, sin embargo, las consecuencias fueron

301
Rtnr.RAHA l>£ LA Tilrka

importantes: por ejemplo, supuso el final de la colonia


islandesa en Groenlandia (establecida en un periodo cá­
lido entre 800 y 1200), ya que provocó la destrucción de
su agricultura, y los viajes a Europa quedaron interrum­
pidos por un mar helado incluso en verano. En la misma
Islandia, al igual que en buena parte de Inglaterra, los
cereales no se pudieron cultivar, y el hambre fue gene­
ralizada en Europa. Los registros climáticos de otras
partes del mundo denotan una crisis climática global: el
nivel del lago Malawi, entre este país, Tanzania y Mo­
zambique, bajó cien metros, lo que significa que la plu-
viosidad en la zona cayó hasta la mitad de la actual, en
•r

una sequía que empequeñece los recientes dramas su fi­


salia ríanos. Parece evidente que, como en los periodos
glaciales, las zonas climáticas se estrecharon hacia el
ecuador, con lo que las áreas de selva pasaron a tener cli­
mas áridos. ("liando vemos hermosos valles que parecen
recién abandonados por los glaciares, en el Parque de
Yoscmite o en los Alpes centrales, estamos contemplan­
do Ja huella de la Pequeña Edad de l líelo.
No todos los efectos de este último período frío
fueron negativos: a principios del siglo X I X , las praderas
de Norteamérica eran más húmedas que en la actua­
lidad. Las caravanas de colonos que invadieron estos
grandes espacios lo hicieron atraídas por historias que
hablaban de una tierra siempre fértil; desgraciadamen­
te, hacia 1850 el clima cambió y los colonos tuvieron
que adaptarse a una tierra semidesértica (la que vemos
en las películas del Oeste). No tenemos ninguna explica­
ción sólida sobre las causas de la Pequeña Edad de I lie-
lo, ni sobre su brusco final. El hallazgo de que este últi­
mo periodo írío coincidió con un mínimo de manchas
solares y del flujo de partículas solares sobre la Tierra es

M)2
Ki PASADO KICIKiN'TF

interesante, pero no decisivo: no sabemos cómo la acti­


vidad solar se refleja en el clima. Se ha sugerido que
influye en la circulación de las masas de aire caliente,
pero éste es un terreno incierto, en el cual, sin embargo,
habrá que hacer progresos en el futuro inmediato, ya
que muchas cosas dependen de nuestra comprensión
del clima.
¿Cuáles serían las consecuencias de otra pequeña
edad de hielo en nuestra nave sobrecargada? Podríamos
pensar que nuestra tecnología nos libraría de los proble­
mas de un mundo en el que los icebergs invadieran los
mares hoy templados y las lluvias cambiaran de latitud-
sin embargo, olvidamos que la tecnología moderna no
está al alcance de buena parte de los habitantes deJ pla­
neta, y que en cualquier caso se basa en recursos que no
son inagotables. Cuatrocientos (o seiscientos, o tres mil)
inviernos muy duros son una perspectiva temible. La
tecnología, además, podría no entrar en esta disyuntiva
como solución, sino como parte del problema. Si el ca­
lentamiento global prosigue (la temperatura media au­
<J
mentó 1 C en el último siglo), una de las consecuencias
más inmediatas sería la desestabilizaeión de los casquetes
glaciares: el Antartico lleva un tiempo emitiendo icebergs
de tamaño desusado pero, según las ideas dominantes
sobre el efecto del agua dulce en el Atíántico norte, la
fusión del de Groenlandia sería mucho más peligrosa, ya
que podría alterar la circulación en el océano global. El
calentamiento producido por el uso de combustibles
fósiles podría ser, paradójicamente, el causante de una
edad de hielo bastante más seria que la larga época géli­
da que padeció Europa durante toda la edad moderna.
Un buen tema para reflexionar, ahora que todavía esta­
mos a tiempo.

303
lìmo rafia UK la ’Ììi'.RkA

Tabla 4
Acontecimientos clave en la Tienda meso- y cenozoica ■ •*

(ISO m.a. hasta hoy)

Edad (rti»a+) Datos Interpretación

250 Reptiles mamiferoides Supervivientes de! Pérmico


irí
Pimi eros arcosa tirios Comienza el dominio
reptil i a no
240 Fémur antireptación Los reptiles apuntan
al hipedismo
230 Primeros dinosaurios Culminación de los reptiles
220 Ieri osa uri os, teíeóstens Revolución marina
mesozoica
210 Primeros mamíferos De los últimos terápsidos
200 1 Dispersión de Pan gen Se abre el Atlántico central
uso India se separa de Africa Origen del océano Indico
150 Primeras aves Tercera invasión deí medio
aéreo
130 Primeras flores El mayor cambio en !a
u Clima de i uve ma riero vegetación
110-70 60% del petróleo conocido ;Efectos del calor del
F,l mar sube >200 metros manto?
100 Compresión de los Andes Avance de Suramérica
Ivacia el oeste
100-75 Elevación de His Rocosas Avance de Norteamérica
hacia el oeste
67 Colisión hulia-Asia Comienza a formarse
el Fli mala va
65 Ultimos dinosaurios ¿Por
•n la colisión de un
asteroide?
55 Iberia choca con Francia Origen de los Pirineos
45-5 Italia choca con Europa Se forman los Alpes
20 Separación Africa- AraIda Nacen los mares Rojo
y Mediterráneo
15 Casquete antartico ;?
tt
Croen laudili se separa de F,l Atlántico, totalmente
Norteamérica abierto
, 5,7-5,3 Se deseca e! Mediterráneo Crisis tectón ico-climática
10. PASADO kKOU'MTK

11
! Edad (m,a.) Datos Interpretación
i

1 4-i.- A ¡istmiojyilbecíís afarensis La base de la evolución
3, >
homínida
3,7 Norteamérica se une con Cierre del istmo
Suramcrica centrt) americano
3 Glaciares en el hemisferio La glaciación se hace
N orte global
~2 Género lh/no La evolución se hace
cultural
1 Máxima elevación del La India sigue empujando
1 lima la va
0,2-0,1 Homo sapiens ¿Ultima migración
africana?

305
Capítulo V

Un presente global

A BORDO DE UN MUNDO INQUIETO

FJ de 1975 fue un invierno frío en el norte de China: las


temperaturas nocturnas bajaron con frecuencia de los
-20 °C. Pero el 3 de febrero, las autoridades locales, si­
guiendo el consejo de los sismólogos, deddieroq evacuar
la ciudad de líaicheng: más de un millón de personas co­
menzaron a abandonar sus viviendas para acampar al aire
libre. Esa noche, el termómetro marcó -24 °C. La eva­
cuación se completó al día siguiente a las dos de la tarde.
Alas 19.36, ?un intenso terremoto cuyo foco estaba a sólo
■■

12 kilómetros de profundidad sacudió Haicheng, destru­


yendo
w
la mitad de sus edificios, *nueve de cada diez en las
zonas más dañadas. Murieron 250 miembros de los equi­
pos de vigilancia, pero, de no ser por la evacuación, las
víctimas hubiesen sido cientos de miles.
Esta historia aparece hoy en todos los libros de sis­
mología como el mayor éxito en la predicción de te­
rremotos. El problema es que después de 1975 se han
producido en todo el mundo (incluyendo a China) ca­
tástrofes sísmicas que han causado decenas de miles de
víctimas y que no se han podido prever. En 1 Iaicheng se
combinaron varios factores favorables. Algunos años an­

307
BldiVKAKM DK LA ¡ IhRKA

tes se había producido una serie de terremotos en la re­


gión, con los focos sísmicos acercándose ominosamente
a la ciudad: a 600 kilómetros en 1967, a 400 en 1969..,
En junio de 1974, los sismólogos detectaron en algunas
zonas de la región h incitamientos cenó métricos del sue­
lo, un precursor sísmico muy característico, y predijeron
un seísmo de magnitud media a alta en un plazo de uno
a dos años. A principios de febrero de 1975, una serie de
temblores fue identificada correctamente como ef prelu­
dio del terremoto previsto, lo que desencadenó la deci­
sión de evacuar.
La situación se repitió al año siguiente en la misma
zona: esta vez la población sometida a prueba fue la de
Tangshan, una ciudad del mismo tamaño que Haicheng
y situada a 400 kilómetros de ella, en dirección a Beijing.
Tangshan, como la mayor parte de China, estaba situada
también en una zona sísmica: cuatro terremotos de cier­
ta consideración se habían producido desde 1966, pero
nunca uno de gran magnitud, por lo cual las construc­
ciones no habían sido reforzadas contra los terremotos.
Sin embargo, el 28 de julio de 1976, sin ninguna clase de
aviso, un temblor aún más intenso que el de Haicheng
y de foco muy somero sacudió la tierra, prácticamente
debajo mismo de la ciudad. Las vibraciones fueron tan
brutales que el suelo se deformó como si fuese un líqui­
do. De los 350 edificios altos que había en la ciudad, 117
se derrumbaron por completo, y otros 80 parcialmente:
las fotografías muestran los pisos de cemento amonto­
nados unos sobre otros, corno si las paredes se hubiesen
evaporado. Veinte puentes se desplomaron o quedaron
inutilizables, siete Irenes descarrilaron, y hubo que de­
moler con explosivos cuatro altos hornos porque, sin
agua ni electricidad, el acero que contenían se solidificó.

308
Un PRKSf'NTF. CI.OHAI.

Las autoridades declararon 240,000 muertos, pero esti­


maciones extraoficiales cifraron las víctimas en un nú­
mero tres veces mayor. Tangshan ha sido reconstruida
en el mismo lugar.
Estas dos impresionantes historias sirven para enla­
zar el tema de los riesgos naturales con la historia de la
Tierra que hemos contado en los capítulos previos. Los
riesgos existen porque vivimos en un planeta que aún
guarda en su interior una cantidad importante de ener­
gía: los 4.570 millones de años de su historia no han sido
suficientes para calmar su furia y, aunque su juventud ya
esté lejos, sigue siendo un lugar complicado para vivir.
Es curioso pensar que las propiedades que hacen a la
Tierra apta para mantener la vida son las mismas que
la convierten en peligrosa. La Luna, por ejemplo, es un
cuerpo seguro, aunque muerto. La diferencia con la Tie­
rra es esencialmente de tamaño: los cuerpos más grandes
pierden más lentamente su energía interna, por igual ra­
zón que la sopa se enfría más despacio en la olla que en
el plato. Pero mayor tamaño también significa mayor
campo gravitatorio, y por lo tanto capacidad de retener
una atmósfera, algo indispensable para la vida. Así que
podemos imaginar que cualquier planeta con una bios­
fera a bordo debe ser también un lugar cuyos habitantes
tienen que elegir con cuidado el sitio donde viven. De
esta forma, el estudio de los riesgos se puede considerar
una continuación de la historia de un planeta con las
condiciones adecuadas para producir una biosfera. Des­
de el punto de vista humano, los riesgos naturales son el
presente de la historia de la Tierra.
Como vimos en el capítulo anterior, la corteza de
China está sometida a una presión constante debido al
continuado empuje que el centro de Asia sufre desde el

309
Biografía df la Tiküka

Hitnalaya. Esta deformación causa fallas, y el movimien­


to de los bloques en las fallas provoca a su vez vibracio­
nes (ondas sísmicas) qtie se propagan a través de las ro­
cas, La tarea de los sismólogos que se dedican a prever
terremotos se resume en averiguar, de entre los miles de
fallas de una región, cuál va a moverse, cuándo y con qué
energía. Afortunadamente, cuentan con una batería de
ayudantes, los cambios en Jas propiedades del terreno
llamados precursores sísmicos; desgraciadamente, los
precursores parecen actuar de forma caprichosa, ahora
aparezco, ahora no. Por supuesto que llamamos capri­
cho de estos sistemas naturales a lo que no son otra cosa
que nuestras limitaciones a la hora de comprenderlos:
Jos científicos aún no han conseguido averiguar qué pro­
piedades del terreno determinan cuándo un precursor
actuará o no.
Los precursores sísmicos más fáciles de detectar son
las elevaciones del terreno, la variación en el nivel de los
pozos, los cambios en las propiedades eléctricas y mag­
néticas del suelo y los aumentos en el número de peque­
ños temblores (microseísmos). Todos están relacionados
con la deformación del terreno ante un esfuerzo que
empieza a vencerle: el suelo se agrieta, lo que significa
que se vuelve poroso y con ello su volumen aumenta. El
agua invade estas grietas, con lo que disminuye su nivel
en los pozos y, al mismo tiempo, cambian las propieda­
des físicas del terreno. El aumento en el número de mi­
croseísmos delata la aceleración de las deformaciones, y
preludia el terremoto. Esto si todo va bien, como en el
seísmo de Haicheng. En los casos tipo Tangshan, los pre­
cursores no hacen acto de presencia, o lo hacen de forma
demasiado débil para ser detectados en una vigilancia
rutinaria. Se habló mucho de que los sismólogos chinos

310
ÜS' PRKSfcNTK (ÍI.OU.M.

habían empleado los informes sobre comportamientos


atípicos de animales como precursores sísmicos. No hay
nada esotérico en ello, porque es sabido que algunos ani­
males tienen sentidos, como el olfato, más agudos que
ios humanos. La deformación deJ terreno puede propor­
cionar vías de escape a gases que sean imperceptibles pa­
ra el hombre pero que alertan a algunos animales de que
algo va mal; además, la deformación del terreno puede
expulsar de sus madrigueras a íauna diversa, como repti­
les o roedores.
Un tema extracien tí tico, pero de gran interés, que se
planteó en relación con el terremoto de Haicheng fue­
ron los problemas de las evacuaciones en el contexto
sociopolítico de cada país. Por ejemplo, en países con
sistemas políticos democráticos seria imposible evacuar
una gran ciudad en 24 horas. Varias alarmas sísmicas en
California han terminado ante los tribunales, con los cien­
tíficos acusados de la caída del valor de las propiedades
inmobiliarias. Estos problemas se añaden a la actual in­
capacidad de los científicos para predecir con precisión
el momento y la energía de un seísmo.
O de una erupción volcánica: también en este tema
hay algunos ejemplos interesantes. Los volcanes son, a
su manera, tan caprichosos como Jas fallas. Lo cierto es
que, en demasiadas ocasiones, los vulcanólogos pueden
levantar acta de que un volcán está atravesando una cri­
sis eruptiva, pero solí) ofrecer ideas aproximadas sobre
cómo acabará ésta. Precisamente el no poder identificar
correctamente el tipo de erupción que estaba atravesan­
do el monte St, Helens47 Nevó a los vulcanólogos del

nQue no debe traducirse por «monte Santa Helena», ya que Si. Helens era el
apellido de un diplomático y najen» británico, que bautizó el volcan en el siglo XLV

311
UleKtKANA ite e_,\ Tierra

Servicio Geológico de Estados Unidos a un relativo fra­


caso durante una erupción de este volcán, situado en el
noroeste de Estados Unidos, en 1980. Se trata de un vol­
cán bien estudiado, que a lo largo de varios siglos ha al­
ternado erupciones explosivas pero no peligrosas, con
otras en las que emite nubes ardientes, suspensiones ul­
tra densas que viajan a alta velocidad y tienen un gran
potencial destructivo. En marzo de 1980 empezó a sen­
tirse en el área del St, Hclens un temblor continuo, una
señal típica de que el magma se está acercando a la su­
perficie; unos días después se inició una espectacular pe­
ro inofensiva erupción con altas columnas tic pi roelas tos
(fragmentos de magma que los gases lanzan por el aire).
Por precaución, los vulcanólogos hicieron evacuar
parcialmente las inmediaciones del volcán, aunque un
campamento maderero siguió en actividad; la falsa alar­
ma producida unos años antes en un volcán vecino, eva­
cuado inútilmente durante un año, hizo que las precau­
ciones no se extremasen. El 18 de mavo de 1980, un *J

pequeño seísmo hizo que el flanco norte de! St. Helens


se derrumbase. Se produjo entonces un catastrófico
efecto dominó: el magma, que estaba muy cerca de la su­
perficie, se desgasificó violentamente, como una botella
de champán que se abre tras ser agitada, y una nube
ardiente a 800 °C surgió de la boca, moviéndose hacia
el norte a más de cien kilómetros por llora. Hubo ól
muertos, entre madereros, periodistas y vulcanólogos.
El mapa de las zonas peligrosas (mapa de riesgo) no
coincidió en absoluto con la realidad: un observador hu­
biese podido contemplar indemne el espectáculo desde
el mismo pie del volcán (aunque es probable que hubie­
se fallecido de un ataque cardiaco)... si se hubiese colo­
cado al sur de éste, mientras que hubo victimas que esta-

312
U n p k l n i í n t k (¡i,ofí\i

han a trece kilómetros a! norte deí volcán, y algunas de


sus nubes ardientes llegaron a 28 kilómetros de distan­
cia. Lo irónico es que existía un precedente exacto de
una erupción tan asimétrica, la del Bezymianny, en Sibe-
ria, que también sufrió un colapso lateral en 1956; pero
todo el mundo consideraba que una erupción como
aquélla era irrepetible.
Lo contrario, un mapa de riesgo totalmente acerta­
do precediendo a una erupción previsible (por repetida),
sucedió en el volcán Nevado del Ruiz, en Colombia, en
1985. El 13 de noviembre, una pequeña erupción fundió
parte del glaciar que coronaba el volcán, y el agua de la
fusión formó un torrente de fango que sepultó la peque­
ña ciudad de Armero, situada a 50 kilómetros aguas aba­
jo dei volcán, en la que se ahogaron 20,000 de sus 29.000
habitantes. En esta catástrofe, la ironía estuvo en que los
vulcanólogos colombianos acababan de editar un ni apa
de riesgo donde preveían con gran precisión los tipos,
alcance y magnitud del peligro. Pero además, la zona ha­
bía sido devastada por coladas de fango aún mayores
otras dos veces en tiempos históricos (1595 y 1845), an­
tes de la fundación de Armero; de hecho, la ciudad esta­
ba construida sobre los depósitos de esta última avalan­
cha. De fonna que no hubo ninguna sorpresa, pero en este
caso las autoridades no quisieron arriesgarse a evacuar la
población, ante el riesgo de una falsa alarma.
Como Tangshan, Armero ya se ha reconstruido,
también sobre los restos de la anterior ciudad. Como
Managiia, destruida repetidamente por seísmos, o como
el puerto de El Callao, cerca de Lima, devastado una y
otra vez por tsunamis. ¿Es que Homo sapiens es incapaz
de aprender nada de los avisos de la Tierra? La realidad
es que la elección de los asentamientos de la población
liioGít\m i» la Tikkk\

obedece a la lógica de lo cotidiano, no de lo excepcional.


Nuestros antepasados se establecieron junto a los recur*
sos primarios: agua y suelo cultivable. Las inundaciones
de los ríos no les hicieron buscar otro lugar, sino inten­
tar domesticar los ríos mediante su encauzamíento. El
problema es que aún no hemos aprendido a domesticar
los volcanes ni las fallas. En todo caso, vivimos en un
mundo superpoblado donde la gente ya no puede elegir
libremente dónde vivir, como sucedía hace unos siglos:
si alguien evacuase un lugar por peligroso, otros menos
conscientes o más desesperados ocuparían inmediata­
mente su sitio.
La enumeración de los riesgos naturales no se ago­
ta con los terremotos y los volcanes. El sistema caótico
que es la atmósfera experimenta con frecuencia máximos
de energía que llamamos «gotas frías» y ciclones. Las
inundaciones no son sus únicas consecuencias, porque
los deslizamientos de tierra también suelen seguir a las
Murías intensas. ()tras situaciones son difíciles de clasifi­
car; por ejemplo, los ya descritos tsunamis pueden ser
desencadenados por la caída de un asteroide, pero tam­
bién, con inás frecuencia, por la explosión de una isla
volcánica (como la de Krakatoa, en 1836), o por defor­
maciones del fondo marino causadas a su vez por terre­
motos: un sistema en cascada que puede terminar con
cientos o miles de ahogados en las zonas costeras. Los des­
lizamientos pueden tener otras causas además de la llu­
via. En 1970, en Perú, un pequeño seísmo causó la peor
avalancha de la historia moderna, al desestabilizar la
cumbre del Nevado Huascarán, que se precipitó sobre
la ciudad de Yungai sepultando a 80.000 personas.
En ninguna de estas catástrofes hubo un desencade­
nante humano, aunque sí ocupación imprudente de lu­

314
U\ •»KHSKN'ti. tJl.OttAl.

gares peligrosos, como son los valles en las zonas de alta


montaña. Otras veces, las av alanchas han sido provoca­
das por la deforestación que se realiza para ganar tierras
agrícolas. En estos casos entramos en otra categoría de
acontecimientos, con el hombre actuando como culpa­
ble además de hacerlo como victima.

La huella del hombre

En su Tbeory ofthe Eurth, James Hutton, además de pro­


clamar la antigüedad de la Tierra y proponer que en ella
los cambios se compensaban, dando un sistema inmuta­
ble en su conjunto, introdujo ideas sobre la relación entre
el hombre y el planeta que hoy nos parecen alarmantes,
como cuando escribía «la Tierra es un mundo peculiar-
mente adaptado al propósito del hombre, el cual deter­
mina su producción a su gusto». Hutton no puede evitar
que salga aquí a relucir su vena de terrateniente; tam­
bién, seguramente, el punto de vista de un ilustrado, en
la época en que la mejora de rendimientos se veía como
un objetivo básico para crear riqueza, lo que en poco
tiempo desembocaría en la Revolución Industrial.
Hoy, al cabo de tíos siglos de creación de mercancías
a costa de un serio expolio del planeta, vemos tas cosas de
un modo bastante distinto. La Tierra no es una finca crea­
da para el hombre, al fin y al cabo uno de sus más recien­
tes inquilinos: la biosfera en su conjunto tiene derechos
que no pueden depender sólo de nuestras necesidades.
F.stas ideas surgen de una cierta ética de la Naturaleza,
pero también del hecho de que, aunque sólo muy re­
cientemente (tanto que, para algunos, ya es demasiado
tarde), hemos comenzado a damos cuenta de lo pcligro-

315
tít(K,k.\l-ÍA olí la Tierra

so que es para nosotros mismos el tomar al planeta como


un conjunto de recursos dispuestos para nuestra como­
didad. Desde el tiempo de Hutton, hemos deforestado
millones de kilómetros cuadrados, hemos cambiado la
composición de la atmósfera (el doble de metano y un
25% más de CO, en el aire), hemos multiplicado la cir­
culación de elementos tan peligrosos como el arsénico o
el mercurio, y liemos sintetizado y producido a escala
industrial más de 70.000 compuestos químicos, de los
que nadie salle cuántos son nocivos.
Sería un error, de todas formas, atribuir a la civiliza­
ción moderna la culpa exclusiva del abuso de los recur­
sos. Desde el periodo, hace algo más de 100.000 años, en
que el hombre empieza su rápida colonización del pla­
neta, se suceden las extinciones bruscas, sobre todo de
animales de gran tamaño. Desde el principio se sospe­
chó que himno sapiens* un cazador demasiado hábil, era el
culpable de estas muertes masivas, pero las pruebas de
esta «sobrecaza» siempre habían sido indirectas. Por
ejemplo, el mamut se extinguió en Siberia y en Nortea­
mérica prácticamente al misino tiempo (hace 11,000 años)
en que comienzan a encontrarse campamentos huma­
nos en esos continentes; todos los campamentos contienen
huesos de mamut, ocasionalmente con puntas de flecha
clavadas. Otros animales desaparecen de Norteamérica
hacia las mismas fechas, y en general se puede estudiar
una oleada de extinciones que desciende hacia el sur de
Jas Américas a medida que el ser humano las invade. Las
islas, cuya fecha de colonización por el hombre se pue­
de datar con más precisión, proporcionan pruebas adi­
cionales contra el acusado. En Nueva Caletlonia se han
identificado diez especies de vertebrados extinguidas en
los últimos 2.000 años, coincidiendo con la licitada de los

516
U v pfcEsrvri <;lobm.

melanesios. En Nueva Zelanda, más de treinta especies


de vertebrados han desaparecido desde la llegada de los
niauríes en el año 900, y registros semejantes existen pa­
ra otras islas del Pacifico y el Mediterráneo.
La hipótesis de la sobrecaza, propuesta en 1967, no
ha sido aceptada sin discusión. Su principal competido­
ra ha sido la hipótesis climática, apoyada en la coincidencia
de las extinciones con el periodo trío Dryas reciente. Sin
embargo, los restantes datos no encajan bien: por una
parte, los mamuts y muchos otros mamíferos habían
sobrevivido felizmente a más de veinte periodos glacia­
les más extremos que el Dryas. Además, en las extin­
ciones de hace 11.000 años perecen tanto animales de
medios cálidos como de ambientes fríos, que tendrían
que haber sido capaces de a ti a piarse al empeoramiento
climático. La prueba ti e fin i ti va contra el hombre pre­
histórico ha llegado en 2001, cuando un grupo de bió­
logos de la Universidad de California elaboró un mo­
delo tle ordenador que alimentó con todas las variables
conocidas de los cazadores y de sus presas. Cuantíe» los
cazadores virtuales invadían un territorio virgen, incluso
las bandas más sedentarias y de técnicas de caza menos
m

eficientes precipitaban las extinciones masivas; espe­


cialmente rápidas eran las tle los animales grandes, cuyas
lentas tasas de crecimiento y largos periodos de gesta­
ción hacían imposible la recuperación de las pohjacio­
nes diezmadas.
Parece que los aborígenes australianos, otros maes­
tros de las extinciones (55 especies eliminadas en unos
pocos miles de años), utilizaron más las técnicas indirec­
tas, y en concreto el incendio tle los bosques para facilitar
tanto la caza como el viaje a través del continente. Esta
destrucción de los ecosistemas originales, más la acción

317
lÍHKiK.UÍA LIE LA TlEHKA

de los depredadores que acompañan al hombre (perros,


gatos y ratas), debió de ser tan letal como la caza misma.
La confirmación de la hipótesis de la sobrecaza tiene un
mensaje para el hombre actual: a pesar de su técnica ru­
dimentaria, los cazadores primitivos tuvieron una enor­
me capacidad de alteración ambiental. V lo más impor­
tante: no tenían ni la menor idea de la destrucción que
estaban ocasionando. Como decían los Beatles en su can­
ción N&wbere man: «¿No se parece un poco a ti y a mí?».
Hoy sabemos que el hombre primitivo era un apren­
diz, aunque adelantado, de «Homo faber», el homínido
con una fe ciega en la tecnología protagonista de la no­
vela de este título del suizo Max Frisch. La búsqueda de
recursos comienza por la caza y la recolección, pero ha­
ce 10.000 años el hombre descubre la agricultura, con lo
que sus necesidades se diversifican: ya no se trata sólo de
alimentarse, sino también de obtener agua, suelo culti­
vable y energía. Entre esta revolución y los males me­
dioambientales que afligen al hombre moderno sólo
inedia un suspiro. Cientos de millones de personas care­
cen de agua potable en sus viviendas, mientras el agota­
miento o contaminación (en países marítimos de clima
48
árido, salinización) de acuíferos es un problema cróni­
co en la mayor parte del mundo; en otras, el hombre
está utilizando acuíferos fósiles formados en el último
avance de los hielos, hace 20.000 años, que son irrecu­
perables. El preciado y precioso suelo vegetal, que tarda
miles de años en formarse, se ha revelado incompatible
con la sed de madera y suelo cultivable del hombre civi­
lizado: la deforestación (un millón de kilómetros cua­
drados cada década) ha dejado sin protección al suelo,

w Agua contenida en los poros de las rocas, a cierta profundidad.

318
UV l’RKÜtNTK

que se escurre hacia el mar ante nuestros ojos (siete kilos


de suelo perdidos por cada kilo de alimento producido),
al tiempo que los desiertos recuperan terreno.
El problema de la energía merece un tratamiento
especial. Los primeros agentes energéticos utilizados, el
viento y las corrientes fluviales, siguen de actualidad. La
construcción de presas fue como una fiebre entre 1900
y 1940, cedió sólo con la Segunda Guerra Mundial y re­
puntó en 1950: las sequías, una característica inevitable
del clima, se volvieron dramáticas cuando la población
siguió creciendo exponencialmente, por lo que se si­
guen proyectando presas a pesar de que todos los em­
plazamientos lógicos están ya ocupados: sólo en China
se están construyendo actualmente 250. Las presas sir­
ven para producir energía, para retener el agua para
riego, y para impedir las crecidas de los ríos. ¿Por qué,
entonces, la Unión Europea anunció en 1994 que no
volvería a financiar embalses para regadíos, y por qué
en Estados Unidos hay planes para destruir algunas
presas? Porque no todo son beneficios: al embalsar ios
ríos, se impide que los sedimentos lleguen a la desem­
bocadura, lo que significa la muerte para los humedales
de los deltas. Los embalses también hacen disminuir
(hasta un 50%) la diversidad vegetal en las riberas, y en­
torpecen los ciclos biológicos de los peces; además, se
llenan de sedimentos (los que no llegan a la desemboca­
dura), por lo que aumenta la erosión aguas abajo (como
el agua no lleva sedimentos, tiene más energía para ero­
sionar). En general, tienen una vida media corta, un si­
glo por término medio; al cabo de este tiempo se han
llenado de fango y ya no pueden embalsar más agua; en
algún caso extremo, esta colmatación de lodo se ha pro­
ducido en un solo año.

3(9
filtKiKAKIA [>E LA TJF.RKA

Siempre son, por tanto, trampas de sedimentos que


desestabilizan los deltas de sus ríos, como ha sucedido en
el Nilo tras la construcción de i a presa de Asuán; en los
peores casos, son trampas mortales, como la de Vaiont,
en los Alpes italianos. En 1963, con la presa llena hasta
el rebosadero, una avalancha cavó en su vaso: la ola for-
mada saltó por encima de la coronación de la presa y
arrasó el valle aguas ahajo: hubo 3.000 ahogados. El aná­
lisis posterior reveló lo peligroso del emplazamiento ele­
gido. El valle estaba mareado por múltiples huellas de
avalanchas anteriores, y tanto las fortísimas pendientes
como la disposición en cuenco de las capas y el tipo de
roca (arcillas y una caliza muy cavernosa, y por tanto con
gran capacidad de cargarse de agua y resbalar) hubiesen
hablado, si les hubiesen dejado, contra el proyecto. Fue,
además, una catástrofe anunciada: durante la semana an­
terior, bajo fuertes lluvias, la roca se estaba deslizando
entre 20 y 40 centímetros por día, y los animales (aquí
más sabios que los humanos) huyeron de la zona de la ca­
tástrofe, en la que murieron todos los técnicos de la pre­
sa. ¿Por qué se construyó ésta? La economía, como casi
siempre, es la respuesta: Vaiont proporcionaba una gran
cantidad de energía a una región deprimida.
Pero, al menos, las centrales hidroeléctricas situadas
en la mayoría de las presas producen energía limpia; todo
lo contrarío sucede en las centrales térmicas, que usan
derivados del carbón y el petróleo (lignito y fuel-oil,
generalmente) con cantidades variables pero en general
importantes de óxidos de azufre, y que son una peligrosa
fuente de contaminación atmosférica: la lluvia àcida que
esteriliza lagos y destruye bosques, el mal de la piedra
que acaba con nuestra historia, y el efecto invernadero
artificial que parece estar cambiando ya el clima, tienen

32ü
f'RJ'.SHNTK til.OBAI.

su origen parcial aquí (y el resto en nuestros automóviles,


aviones y fábricas). Bueno, además de todo esto, las cen­
trales térmicas producen energía. Junto a ellas, las nuclea­
res son una especie de hermanitas de la caridad... si todo
va bien v la central no revienta, y si alguna vez alguien
tiene una idea brillante sobre qué hacer con los residuos
nucleares, que siguen siendo peligrosos durante cientos o
miles de años.
Pero no hay que olvidar que los mucho menos céle­
bres residuos químicos (los de las incineradoras, por
ejemplo, que contienen compuestos tan poco agradables
como la dioxina) son peligrosos eurnanmite. Lo nuclear
tiene una bien ganada mala fama, pero lo químico no
tiene aún la mala fama que se merece. Por ejemplo, al
«genio» que inventó los clorofluorocarbonos (CFCs)
nadie le ha propuesto aún para el Nobel de Química, y
sin embargo su idea era brillante: fabriquemos un com­
puesto absolutamente inerte, que por lo tanto será abso­
lutamente seguro. Así, sin enzarzarse con ninguna otra
molécula, los CFCs subieron a los cielos, donde los po­
tentes rayos ultravioleta sí fueron capaces de romper las
moléculas irrompibles, liberando el cloro, un elemento
que cataliza la reacción de destrucción de ozono. Así
conseguimos el famoso agujero, una de las «maravillas»
de la técnica moderna. Este tema motivó uno de los pri­
meros acuerdos internacionales de protección del medio
ambiente, un Convenio firmado en Viena en 1985 para
abandonar la producción de CFCs, que fue revisado en
términos cada vez más estrictos en cuatro reuniones en­
tre 1987 v 1992. Como resultado de tanta reunión, las
f1 *

industrias han sustituido sólo los productos para los que


tenían un repuesto fácil, pero siguen fabricando otros de
recambio complicado, que diversos países siguen usan-

n i
IÍLOCRAKÍA l)K LA TíKliRA

do. Por ejemplo, España ha resuelto seguir usando en


fumigados agrícolas el metilbromuro, un compuesto que
está en ia lista de sustancias destructoras del ozono. El
resultado de este tipo de conductas es que en septiembre
Je 2001, los científicos que vigilan el agujero comunica­
ron que el tamaño de éste alcanzó un tamaño récord, 28
millones de kilómetros cuadrados, una superficie como
la de Africa.
El telón de fondo de estos problemas es el crecimien­
to exponencial de la población: hace 10.000 años, cuando
Homo sapiens era recolector y cazador, los habitantes del
planeta eran tan sólo entre cinco y diez millones. Pero,
tras la Revolución Agrícola, la población humana se dis­
paró: hacia el año cero ya era de 800 millones, con un
periodo de duplicación de 1.500 años, que ha permitido
llegar a 6.000 millones con tiempos de duplicación de
35 a 40 años (f igura 22).

LOS LÍMITES DE LA TIERRA

Cada año, cada ciudadano norteamericano gasta una


inedia de 16 toneladas de minerales y combustibles fósi­
les. Al multiplicar esta cifra por la población de Estados
Unidos (270 millones) se obtiene una cantidad de tone­
ladas evidentemente excesiva. Peor aún: en todo el mun­
do desarrollado el consumo crece a una media compara­
ble al crecimiento económico, en torno al 3%. Esta cifra
parece inocente, pero no lo es: significa que dentro de
sólo 23 años consumiremos el doble que ahora. Y lo mis­
mo sucede con el resto de los recursos, con las conse­
cuencias previsibles: destrucción de las reservas de pes­
ca, talas (y quemas) desmesuradas, o extracción cada vez

322
b

líteV.'KAKIA DK LA TlFRRA

del crecimiento^ que desató una dura polémica. Algunos


titulares de prensa fueron: «Un ordenador mira al futu­
ro y tiembla: un estudio vislumbra el desastre para el año
2100». «Los científicos advierten sobre la catástrofe glo­
bal». Las conclusiones eran tres:
«1. Si las actuales tendencias de crecimiento en la
población mundial, industrialización, contaminación,
producción de alimentos, y explotación de recursos con­
tinúan sin modificaciones, los límites del crecimiento en
nuestro planeta se alcanzarán en algún momento de los
próximos cien años. El resultado más probable será un
declive súbito e incontrolable tanto de la población co­
mo de la producción industrial.
»2. Es posible alterar estas tendencias de crecimien­
to y establecer unas condiciones de estabilidad económica
V ecológica que puedan ser sostenidas en el futuro. El es­
tado del equilibrio global puede ser diseñado de tal forma
que las necesidades materiales básicas de cada persona
sean satisfechas V que todos, mujeres y hombres, tengan
igualdad de oportunidades para realizar su potencial hu­
mano individual.
»3. Si la población del inundo decidiera encaminar­
se en este segundo sentido y no en el primero, cuanto
antes inicie esfuerzos para lograrlo, mayores serán sus
posibilidades de éxito».
La solución del Club de Roma al problema del futu­
ro se llamó «Crecimiento Cero»: una congelación de la
demografía, pero también de la producción industrial.
Para evitar el colapso, el mundo debería dedicarse, se­
gún el informe, a redistribuir la riqueza ya lograda. Vein­
te años después, este intento privado de prever el futuro
fue sucedido por otro oficial: en 1983, la Asamblea Ge­
neral de las Naciones Unidas creó la Comisión Mundial

324
U\’ l'U USENTE GIOIIAI.

sobre Medio Ambiente y Desarrollo, presidida por la


noruega Gro Harlein Brundtland. Tras más de tres años
de trabajo, la comisión emitió un informe, Nuestro futu­
ro común, más conocido como Informe Brundtland, en el
que, contra eí concepto de Crecimiento Cero del Club
de Roma, proponían el de Desarrollo Sostenible, defini­
do como «el progreso social y económico que resuelva
las necesidades del presente sin comprometer la capaci­
dad de las generaciones futuras de satisfacer sus propias
necesidades», O sea, solidaridad intra e intergeneracio­
nal. Las medidas concretas que había que poner en mar­
cha de forma inmediata para lograr un mundo sostenible
eran:
—Erradicar la pobreza mediante una ayuda inme­
diata y masiva al Tercer Mundo, que incluiría la condo­
nación de la deuda externa, pero también una inyección
económica gigantesca, a la que se dedicaría el creci­
miento de la economía mundial hasta el año 2000, y que
sería, como media, del 4% anual. Esto significaría mul­
tiplicar el volumen de la economía entre cinco y diez ve­
ces en cincuenta años.
—La supresión de la pobreza traería consigo auto­
máticamente una disminución de la natalidad en el Ter­
cer Mundo, como ha sucedido a lo largo del siglo XX en
los países en los que ha mejorado el nivel de vida.
—La protección de la producción agrícola del Ter­
cer Mundo y un estricto ahorro de energía en el mundo
desarrollado, cuya industria deberá asumir el coste de la
contaminación, y cuyos ministerios de Medio Ambiente
deberán tener el mismo peso político que los de Econo­
mía.
El concepto de Desarrollo Sostenible no sólo se ha
convertido en doctrina obligada en las reuniones inter-

325
Biografìa df_ i.a T i freía

nacionales sobre medio ambiente y desarrollo, sino tam­


bién en el modelo económico oficial de las Naciones
Unidas. Sin embargo, las inversiones económicas masi­
vas que el plan requería (y que en el Informe Brundtland
se sugería obtener de los gastos militares, que ascienden
a 2.700 millones de dólares al día, entre todos los países)
nunca se materializaron. Los habitantes del Tercer Mun­
do siguen siendo tan pobres como eran, y nadie ha hecho
ningún esfuerzo serio por convencer a los de los países
desarrollados de que si no consumen cada vez menos, en
vez de más, el futuro es in vi able no sólo para el Tercer
Mundo, sino también para el Primero, Consejos que cho­
carían, además, con la convicción, profundamente arrai­
gada en el subconsciente del hombre moderno, de que la
tecnología, inventada o por inventar, solucionará cual­
quier problema, como ha sucedido en el pasado.
Es curioso, por lo tanto, que el concepto haya inva­
49
dido el área del modelo rival, el momalthusiano Club de
Roma. En una actualización de 1991 {Más allá de los lí­
mites del crecimiento), defienden que «una sociedad soste-
níble es aún técnica y económicamente posible». Las
dos grandes utopías sociales de final del siglo xx han ter­
minado por unirse, un final absolutamente lógico, dado
que las dos cuestionan el modelo económico vigente,
que propone un desarrollo sin pausa al que sólo se coloca
el adjetivo «sostenihle» en las conferencias sobre medio
ambiente. Las grandes diferencias entre las dos corrien­
tes son, por una parte, que los «sostenibles» defienden
un crecimiento masivo e inmediato: aunque sea por una

¥> De Robert Malthus, socín logo inglés, autor, en 179H, de Ensayo ¡¡obre el primi-
pio de ia población, en el que defendía la limitación del crecimiento demográfico
como el medio idóneo de conservar unos recursos también limitados.

326
Un Cíl.OBAI.

buena causa, la evolución es la misma que proponen los


industrialistas. Además, ¿cómo obligar a un país a licen­
ciar a su ejército y dedicar su presupuesto militar a los
pobres? La otra diferencia es el tono con el que encaran
el futuro: mientras que los «sostenibles» hablan (aunque
en un tono más bien desmayado) de esperanza, los «ro­
manos» exhiben una lúcida desesperación. En el capítu­
lo de conclusiones, Más allá de los límites... contiene el si­
guiente diagnóstico: «La utilización por el hombre de
muchos recursos esenciales y la generación de muchos
tipos de contaminantes han sobrepasado ya las tasas que
son físicamente sostenibles. Sin reducciones significati­
vas en los flujos de materiales y energía, habrá en las dé­
cadas venideras una incontrolable disminución de la
producción de alimentos, energía y producción indus­
trial per cápita». No hace falta insistir demasiado en que
la tendencia real del consumo es muy distinta a la desea­
ble. Por ejemplo, entre 1999 y 2000, la demanda de com­
bustibles en España creció un 6,9%, a pesar de los altos
precios; si mantuviésemos ese ritmo, nuestras necesi­
dades de combustibles se duplicarían en sólo diez años.
Y como ésa es la pauta general, algunos analistas han lle­
gado a la sorprendente conclusión de que el discutido
pero ya confirmado calentamiento de la Tierra no llega­
rá a ser peligroso... porque los combustibles fósiles se
agotarán antes, en algún momento de la segunda mitad
del siglo XXL
Por su parte, la demografía muestra una cierta desa­
celeración del crecimiento: quizá sólo seamos 8.000 mi­
llones, y no 10.000, en el 2050. ¿Será suficiente? En
1983, habitantes de Assam, un estado de la India fronte­
rizo con Bangladesh, atacaron a emigrantes bengalíes
acusándoles de robarles las tierras, y mataron a 1.600 en

327
BtoíjRAFU l>L l\ Tierra

un solo incidente. El ejército intervino, pero las matan-


zas se repiten periódicamente. No nos hemos ganado el
apelatno de sapiens que nos diera Linneo en 1758; preci­
samente el mismo año en que, en una Europa convulsio­
nada por las guerras, nacía Friedrich von Schiller. En
una de sus últimas obras, el dramaturgo alemán corrigió
la clasificación del naturalista sueco al hacer pronunciar
a uno de sus personajes una terrible sentencia sobre el
comportamiento del hombre: «Contra la estupidez hu­
mana, los propios dioses luchan en vano».

328
C a p j ' t u l o VI

El futuro

El enigma del cuma

Durante varios siglos, hacia el final del tercer milenio


antes de nuestra era, un pueblo que se llamaba a sí mis­
mo acadio dominó Mesopotamia desde las Fuentes del
Tigris y el Eufrates hasta el golfo Pérsico. Los arqueó­
logos han encontrado huellas de que esta refinada civili­
zación se derrumbó rápidamente hacia el año 2200 a.C.
¿Cuál fue la causa de este final repentino? Sondeos en el
cercano golfo de Omán han revelado el incremento, en
esta época, de sedimentos transportados por el viento
desde Mesopotamia, lo que apoya la idea de que fue un
aumento brusco pero persistente de la aridez lo que causó
la decadencia y desaparición de este imperio. La pre­
gunta que nos podemos hacer hoy es: ¿cómo sobrelleva­
ría nuestra civilización tecnológica un cambio climático
de esta envergadura?
El futuro comienza en el pasado. Las lecciones de la
historia, que los científicos que estudian la Tierra ayu­
dan a descifrar, nos sirven de pauta para intentar prever
lo que el sistema climático nos tiene reservado. Por ejem­
plo, ¿cómo sería el clima a finales del siglo XXJ si, por
culpa del uso masivo de combustibles fósiles, la cantidad

329
Bhj(;kakia DI- LA Tllkra

de CO, en la atmósfera aumentase hasta el doble de la


actual? Los grandes ordenadores nos dan una respuesta
aproximada de las condiciones de este invernadero gene­
rado por eí hombre: la temperatura media del planeta au­
mentaría entre 1,5 y 5,8 °C. Este calentamiento es seme­
jante al que tuvo lugar desde el final del último periodo
glacial, hace 18.000 años; pero sucedería entre diez y cien
veces más deprisa. No hay nada parecido en la historia
del hombre, y por tanto sus consecuencias no son muy
seguras, pero entre ellas hay que contar con pérdidas im­
portantes en la mayoría de los ecosistemas (por ejemplo,
los bosques, entre ellos el bosque mediterráneo del sur
de España), que no podrían adaptarse a tal choque térmi­
co; cambios en el patrón de precipitaciones (en general,
un clima más inestable, con temporales e inundaciones
más frecuentes), aumento de la evaporación, y por lo tan­
to de la aridez (25% menos de humedad en el suelo hacia
2050); fusión de los glaciares con la consiguiente eleva­
ción (de 0,2 a 1,5 metros) del nivel del mar y salinización
de acuíferos costeros; y muerte masiva de los corales
(¿desaparición de los arrecifes en 2050?).
Pero una cosa son los modelos de ordenador (inclu­
so de superordenador), y otra la realidad, ¿Hay datos que
apoyen la idea de que este apocalipsis térmico está ya en
marcha? Esta no es una pregunta fácil de responder, ya
que estamos en un período interglacial, y por tanto la Tie­
rra lleva 18.000 años calentándose, lógicamente sin nin­
guna ayuda humana. Distinguir un posible calentamien­
to debido a los gases de invernadero sobre este fondo de
evolución climática es una tarea complicada. Lo que sí es
indiscutible es que eí clima se ha calentado aún más al dar
comienzo la actividad industrial: los años más fríos de la
última década son más cálidos que casi todos los de hace

330
IÍKHíKU'ÍA Dt: LA I lLKtíA

Bien, y ¿qué hacemos ahora? La rapidez con la que


podrían suceder los temibles cambios que pronostican
los climatólogos es un factor decisivo para evaluar nues­
tras posibles respuestas. En este campo, las noticias tam­
poco son buenas: por lo que estamos averiguando del
sistema climático (a través del estudio del hielo fósil, co­
mo vimos en el capítulo anterior), cambios de este tipo
se pueden producir en pocas décadas, o incluso, en los
casos más drásticos, en pocos años. El clima parece tener
varios estados de equilibrio (invernadero, glacial, Ínter-
glacial), y también la capacidad de pasar de uno a otro de
forma casi instantánea. El gran problema es que aún no
sabemos cuál es el desencadenante preciso de estas alte­
raciones; por eso, al proseguir con nuestra escalada en
la quema de combustibles fósiles, los habí cantes de este
planeta estamos, como ha dicho el climatólogo Wallace
Broecker (el colega del doctor Hsü), «llevando a cabo si­
gilosamente un gigantesco experimento medioambien­
tal, jugando a la ruleta rusa con el clima, esperando que
el futuro no nos traiga sorpresas desagradables; pero sin
que nadie realmente sepa siquiera qué clase de proyectil
hay en la cámara cargada del revólver».
Las negociaciones sobre el clima acaban en compro­
misos teóricos que después ningún país cumple, en par­
te por desacuerdos científicos (por ejemplo: ¿absorben
los bosques CO, de manera eficaz? Si fuese así, los países
boscosos no tendrían por qué rebajar las emisiones) y, en
et fondo, por la negativa generalizada a renunciar al cre­
cimiento industrial. En este ambiente de desconcierto,
la nota irónica la pone el pronóstico (ya comentado en el
capítulo anterior) según el cual no debemos preocupar­
nos de ningún invernadero antrópico, ya que el petróleo
se habrá acabado mucho antes del año 2100. Esta ciudad

332
Va. kuturo

alegre y confiada sigue, por lo tanto, sin ponerse de


acuerdo en si debe hacer algo sobre el clima futuro; y,
en caso positivo, qué hacer. El bando industrialista insis­
te en que el invernadero antro pico es una hipótesis no
comprobada, por ío que sería absurdo emprender medi­
das contra unos efectos que quizá no se produzcan nun­
ca. En la trinchera opuesta, la opinión ecologista presiona
para rebajar las emisiones de CO,, con lo que, de paso,
se reservaría parte del petróleo para las generaciones
futuras. Y una minoría, en la idea de que el clima es un
sistema demasiado complejo y peligroso para dejarlo al
cuidado de la Madre Naturaleza, propone medidas de
ingeniería planetaria semejantes a las que se barajan en
ía terraformación de Marte: por ejemplo, inyectar en la
atmósfera polvo para reflejar más radiación solar. Por el
momento, estas ideas no han tenido una acogida dema­
siado calurosa: si el clima es impredecible, las contrame­
didas lo serian más aun, y podrían ser perjudiciales, o
bien (aun no siéndolo) ser culpadas de cualquier evolu­
ción desagradable del sistema.
Mirando hacia un futuro más lejano, los datos orbi­
tales de la Tierra hacen pensar que, pase lo que pase con
el invernadero artificial, el actual periodo interglacial
debe de estar tocando a su fin, ya que ha durado bastan­
te más de la media, que es de unos 12.000 años. Según
estos cálculos, un nuevo periodo glacial nos alcanzará
dentro de un máximo de 4.000 años, quizá mucho antes.
Luego, la Tierra se sumirá en un largo invierno de
100.000 años. ¿Podría una civilización futura hacer frente
a esta situación? En este caso, la intervención de inge­
niería planetaria se contempla mucho más benévola­
mente; primero, porque éste no es un problema acu­
ciante; y segundo, porque nadie discute que los hielos

333
Rlílf ¡RAFEA DE 1,A TlF.RRA

volverán a invadir las latitudes medias de la Tierra, y no


parece que el hombre vaya a aceptar sin lucha el com­
partir con ellos un planeta superpoblado. Así que es ima­
ginable que, dentro de unos milenios (o quizá tan sólo
unos siglos), la especie humana estará peleando por su
supervivencia mediante el diseño y emisión dosificada a
la atmósfera, de los hoy tan denostados gases de inverna­
dero. Si logrará o no suprimir los siguientes periodos
glaciales, es una pregunta para los científicos del futuro;
pero el análisis del clima del pasado no invita al optimis­
mo: las glaciaciones duran un promedio de cincuenta
millones de años, y no es fácil aceptar que un sistema na­
tural se pueda desviar de su camino por tan largo tiem­
po. En este contexto, es evidente que el comprender por
qué la Tierra se hiela periódicamente sería una ayuda
significativa; por ello, es seguro que la climatología será
una de las ciencias de la Tierra más mimada durante los
siguientes milenios.

Cuando i os mundos chocan

El 1 de febrero de 1994, la fricción con la atmósfera hizo


explotar un asteroide de unos 30 metros sobre el océano
Pacífico, liberando una energía equivalente a la de varias
bombas atómicas como la que destruyó a Hiroshima.
Contado así, este hecho parece increíble. ¿Cómo es que
nadie se enteró de este acontecimiento? La respuesta es
que la explosión, que sucedió a 21 kilómetros de altura,
sólo fue registrada por los satélites espías militares, y su
energía se disipó sin causar daño. Si hubiese sido un po­
co mayor (por encima de 50 metros), hubiese explotado
cerca de la superficie, y entonces sí habría salido en los

334
El futuro

periódicos, como sucedió con el que en 1908 se desinte­


gró a ocho kilómetros de altura sobre Tunguska, en Si­
beria. Se trataba de un asteroide de roca de unos sesenta
metros: la explosión liberó una energía de quince mega-
tones, la de una bomba de hidrógeno de alta potencia,
y destruyó un área de 2.000 kilómetros cuadrados, por
suerte deshabitada.
Nuestros datos sobre los asteroides y sus órbitas nos
permiten calcular que colisiones como la de Tunguska
ocurren una vez por milenio; explosiones de un megatón
de potencia, una vez por siglo, y las de tipo Hiroshima,
todos los años. Sólo los asteroides mayores de cien me­
tros (la longitud típica de un campo de fútbol) pueden
alcanzar la superficie sin explotar antes, aunque casi siem­
pre se fragmentan en la atmósfera, y por eso encontra­
mos meteoritos pequeños. Por encima de este umbral
empezamos a entrar en una zona peligrosa. Un asteroi­
de de quince kilómetros, como el de Chícxulub, liberó
una energía de más de cien millones de megaton es, pero in­
cluso uno de dos kilómetros produciría una catástrofe
global, con cientos de millones de muertos y un enfria­
miento drástico y persistente como el de un invierno nu­
clear. La estadística nos tranquiliza: la Tierra sólo sufre
una colisión de estas características cada tres o cuatro
millones de años. Pero también es cierto que solamente
conocemos las órbitas de una pequeña parte de los mi­
llones de asteroides que hay en el Sistema Solar.
Las colisiones asteroidales han formado parte del
pasado de la Tierra, y desde luego formarán parte de su
futuro. Si el asteroide que impactó contra la Tierra al fi­
nal del Cretácico (-65 m.a.) cayese ahora, destruiría la
civilización, al menos en su versión actual. Como la pro­
babilidad de un impacto así es de una vez por cada cien

335
UttK.UAt'ÍA IJK L A TlKKRA

millones de años, esto significa que si el hombre puede


esquivar el riesgo de autodestrucción y también salir vi­
vo de la glaciación actual, tendrá que enfrentarse, más
tarde o más temprano, con la amenaza del impacto de
un asteroide. Cari Sagan fue el primer científico en pro­
poner que el control del espacio próximo a su planeta
era el reto que distinguía a las civilizaciones de larga du­
ración: esto significa que, en la última parte del siglo XX,
el riesgo de impactos se ha convertido en un tema serio.
Aunque haya sido la industria cinematográfica la que
mejor haya aprovechado la idea, pequeños grupos de as­
trónomos (como el Proyecto Spacewatch, en Arizona)
han comenzado, primero por su cuenta y más tarde con
financiación oficial o privada, a escrutar las órbitas de los
asteroides, a fin de poder distinguir algún posible intru­
so. En 1994, Spacewatch realizó mediciones precisas de
las órbitas de 77.000 asteroides y cometas.
El problema de qué hacer si se distingue un objeto
potencialmente peligroso cobró actualidad el 12 de marzo
de 1998, cuando uno de estos grupos emitió un comuni­
cado de prensa según el cual la trayectoria del asteroide
1997XFU, de un diámetro estimado en un kilómetro,
podría llevarle a colisionar con la Tierra en 2028. Sólo
horas después de que la noticia hubiese saltado a los ti­
tulares de los periódicos, otros astrónomos anunciaron
una revisión de los cálculos, con mejores datos, según
los cuales el asteroide pasaría a 950.000 kilómetros del
planeta, una distancia que implica un riesgo de colisión
prácticamente nulo. El comunicado y su desmentido de­
sencadenaron una tormenta entre los científicos. Los
alarmistas defendieron su proceder, argumentando que
ello llevaría a una concienciación del público sobre los
riesgos astronómicos, pero la mayoría recordó el cuento

336
El futuro

del lobo, y advirtió que, si el incidente se repetía, el te­


ma de las colisiones perdería toda credibilidad,
¿Y si se descubre un asteroide que realmente vaya a
colisionar con la 'Fierra? Si el hecho nos da un plazo de,
digamos, cinco años, lo mejor es que nos vayamos di­
ciendo adiós unos a otros, lamentando no haber comen­
zado antes la búsqueda. Si la alarma salta con diez años
de antelación, nuestras probabilidades son pequeñas; só­
lo si tenemos por delante unos cincuenta años se podría
organizar una defensa seria. El esquema básico implica­
ría usar un cohete para interceptar al asteroide, delec­
tándolo mediante una explosión cercana, pero diseñada
de forma que no convierta al asteroide en una lluvia de
objetos menores. Descritas así, tales soluciones parecen
más ficción que ciencia, pero los astrónomos se toman el
asunto muy en serio. En 1999, una reunión sobre este
tema, ya mencionada al principio de este libro, congre­
gó en la ciudad de Turín a un centenar de especialistas
en asteroides. De allí salió una clasificación de los ries­
gos, conocida como Escala de Torino (el nombre italia­
no de la ciudad), que divide en diez categorías, desde
acontecimientos sin importancia hasta colisiones seguras
de consecuencias globales, las agresiones que nuestro
planeta puede sufrir por parte de su entorno cósmico.

LOS EXTRAÑOS CONTINENTES

En comparación con estas previsiones de corte catastro­


fi sta, especular sobre la futura posición de los continen­
tes es un relajado ejercicio académico. La Figura 24 es
un mapamundi que intenta imaginar cómo será la geo­
grafía dentro de 150 millones de años. Está construido
LL tCI IKU

manto, que a su vez se alimenta del calor del núcleo; por


lo tanto, el baile seguirá mientras el depósito de energía
que es el interior de la Tierra se mantenga a una tempe­
ratura suficiente. La predicción más arriesgada que se ha
planteado hasta ahora ha sido la de Henry Pollack, un
geofísico de la Universidad de Chicago. Según Pollack,
el límite de caducidad de la tectónica de placas se sitúa
alrededor de los 2.000 millones de años en el futuro,
cuando la temperatura interna habrá descendido tanto
que el manto dejará de moverse, y la configuración de
los continentes en ese momento se volverá definitiva.
También cesará la producción de magmas. Sin continen­
tes móviles, ni nuevas cadenas de montañas, ni seísmos,
ni erupciones volcánicas, la Tierra será un lugar muy
distinto del que conocemos ahora: los continentes serán
inmensas llanuras, y los ríos apenas transportarán sedi­
mentos. Si la tectónica de placas ha podido ser el esti­
mulante de la evolución, parece lógico que una Tierra
estática sea también un planeta estancado desde el pun­
to de vista biológico. De todas formas, la vida se encon­
trará con otros problemas más graves antes de llegar a
esa lejana época.

El fin de l\ Tierra

La ciencia moderna siempre ha sabido que el destino fi­


nal de la Fierra es acabar destruida por la misma estrella
que le proporciona la vida. El Sol aumenta su luminosi­
dad en un 1% cada cien millones de años. Para algunos
climatólogos, este incremento hará que dentro de mil
millones de años la temperatura de la Tierra se eleve tan­
to que los océanos comiencen a evaporarse masivamente;

339
í ) k k ; r a h .\ o í ; i , a Tu-hra

otros argumentan que Ja evaporación provocará mayor


nubosidad, la cual elevará la cantidad de calor solar re­
chazada, aliviando así un poco el horno. Pero el final
será sólo cuestión de tiempo: líos océanos tardarían unos
mil millones de años en evaporarse, io que daría una
fecha de 2.000 millones de años para el final de la vida
en el planeta. Es curioso, aunque parece casual, que es­
ta fecha coincida con la de la muerte geológica de la
Tierra. Sí no se tratase de enormes macrosistemas po­
co propicios para el sentimentalismo, podríamos pen­
sar en uno de esos matrimonios de ancianos en los que
la muerte de un cónyuge desencadena, al poco tiempo
y sin que medien causas fisiológicas definidas, la del
otro.
Dentro de 2.000 millones de años, la Tierra estará
rodeada por una enorme masa de vapor de agua, con una
presión atmosférica de 300 atmósferas. El actual Venus,
con una presión de 90 atmósferas, será un paraíso al lado
de la Tierra futura. Y sus desgracias no acabarán aquí, ya
que, al cabo de otros 3.000 millones de años (o sea, en
+5.000 m.a.), el hidrógeno existente en el núcleo del Sol
se agotará, y nuestra estrella comenzará a consumir el
hidrógeno de sus capas exteriores. Estas se calentarán y
expandirán, haciendo que la estrella se hinche y se con­
vierta en una gigante roja, con un diámetro entre 100 y
400 veces mayor que el actual. Hasta ahora se creía que
esta expansión haría que el Sol creciese hasta la órbita de
Venus, e incluso de la Tierra, y que podría englobar a los
tres planetas interiores, pero un nuevo argumento hace
dudoso este final para nuestro planeta. En esta fase, con
sus capas externas alejadas y muy calientes, el Sol emiti­
rá un viento solar masivo que podría hacerle perder has­
ta el 40% de su masa. Como consecuencia, ejercería una
El I-UTL'KO

atracción mucho menor sobre los planetas, que se aleja­


rían, salvándose de la quema en el horno solar. Sin em­
bargo, el calor recibido será tan grande que la superficie
terrestre se volverá incandescente, y en último término se
fundirá. Al cabo de 10.000 millones de años de evolución,
este planeta terminará como probablemente empezó: con
su superficie cubierta por un océano de magma. La dife­
rencia es que ahora, en vez del débil Sol inicial, una es­
trella enorme llenará el cielo; aparte de este detalle, la
historia previsible de la Tierra está dotada de una bella
simetría.
El final de la Tierra es también, lógicamente, el final
de este libro. No es obligatoriamente el final del hom­
bre. Desde su cuna africana ha recorrido todo el planeta,
continentes y océanos, selvas y polos, alturas y profundi­
dades, y recientemente salió de su cuna para poner un
tímido pie en el cuerpo planetario vecino. En la presen­
te generación se prepara para saltos mayores, ya fuera de
la vecindad de la Tierra. La historia del planeta, que he­
mos estado descifrando, nos dice que una especie puede
durar entre 1 y 10 millones de años. Teniendo en cuen-
ta que sólo 10.000 años separan las hachas de sílex de los
microchips de silicio, está claro que los avances tecnoló­
gicos que podrían alcanzarse en un tiempo tan vasto son
inimaginables. Dos futuros distintos se abren ante Homo
sapiens: o bien se autodestruye, o destruye en guerras los
recursos del planeta, o bien se convierte en una especie
multi planetaria, que viviría tanto en otros mundos como
en ciudades espaciales.
En este contexto, parece adecuado terminar este via­
je en e! tiempo citando una vez más a uno de los grandes
gurús de la exploración científica tlel espacio. En un ar­
tículo de 1972 sobre la evolución de la atmósfera terrestre,

341
BlíK.KAm OI*: 1-A TlEKftA

Cari Sagan discurrió sobre posibles remedios para la fa­


se futura de calentamiento terrestre: «Es difícil imaginar
lo que podríamos hacer para impedir este efecto inver­
nadero, incluso disponiendo de una tecnología muy
avanzada, pero en esa misma época la temperatura glo­
bal de Marte será muy parecida a la de la Tierra actual.
Si quedan organismos inteligentes en nuestro planeta en
ese tiempo remoto, quizá pudiesen aprovechar esta coin­
cidencia». Como siempre, Sagan sugiriendo senderos
que llevan más allá...

342
Apuntes biográficos de algunos
de los investigadores citados en el libro

Walter A Ivarez
«Mi padre me puso un nombre que empezaba con W
para poder firmar siempre los artículos por delante de
mí», cuenta con sorna este geólogo refiriéndose a su pa­
dre Luis, un fisico atómico. Un trabajo encabezado por
ambos provocó la última conmoción en ciencias de la
Tierra, al proponer una causa extraterrestre para la ex­
tinción del Cretácico.

Cbristopber Cbyba
Discípulo aventajado de Cari Sagan, Chvba trabaja en el
Instituto SETI, donde ausculta el cielo en busca de se­
ñales codificadas de otras civilizaciones. También dirige
el Comité de Exploración del Sistema Solar de la NASA,
y ha trabajado como asesor de la Presidencia de Estados
Unidos en temas de política medioambiental (aunque,
dado el egoísmo que caracteriza a la política norteameri-
cana en este campo, éste es un mérito dudoso).

Yves Coppcns
Este doctor por la Sorbona buscó restos de nuestros
antepasados en Chad y Etiopía durante diez años; pero
sólo mucho después cristalizó esta experiencia en una

5+3
B iografía df . i . a T if . rka

gran síntesis, la idea de que fueron los cambios en i a geo­


grafía los desencadenantes de ía acelerada evolución
humana.

Jan Daiziei
El prototipo de geólogo cosmopolita: ha estudiado ca­
denas de montañas antiguas (como la Caledónica, el
orógeno de Grenville o las montañas Transantárticas) y
modernas (como los Andes) a través de todo el mundo.
Por lo tanto, su capacidad de establecer conexiones en­
tre lugares distantes es inmejorable. De esta capacidad
surgió Rodinia, la gran estrella de la paleogeografía de
los años noventa.

Cbristian de Duve
En 1974, este científico belga recibió el premio Nobel
por sus descubrimientos sobre el funcionamiento de la
célula. Ha escrito un libro (Polvo vital: la vida como un
imperativo cósmico) a caballo entre la ciencia y la filo­
sofía.

Roben Dietz
Este experto en batiscafos ha sido durante toda su carre­
ra científica un productor de ideas originales, tanto den­
tro como fuera de su campo de especialidad. Fue uno de
los padres de la tectónica de placas, pero estudió tam­
bién geología planetaria, que le ayudó a entender los
grandes cráteres de impacto terrestres.

Stephenjay Gould
Con libros como El pulgar del panda o La sonrisa delfín -
meneo, construidos con artículos sueltos en los que ex­
plora los recovecos de la evolución, este ameno paleon­

344
APUNTKíi lilOfíftÁI-’K'ON

tólogo neoyorquino se ha convertido en uno de los maes­


tros actuales de la divulgación científica.

Wilíiam Hartmann
Este polifacético nativo de Arizona igual pergeña una
hipótesis científica, que pinta un cuadro sobre colisio­
nes planetarias que escribe una novela de ciencia-fic­
ción. Es el mayor especialista en datación de superficies
planetarias.

Paul Hoffman
Uno de los enfants terribles de la geología actual, Hoff­
man (cuyo físico es exacto al de don Quijote, aunque
en guisa de geólogo de campo) está revolucionando con
sus ideas el campo de la historia de la Tierra. Su hipóte­
sis de la "Fierra Blanca parece solamente el principio de
un asalto en toda regla a los enigmas de los climas del
pasado.

Kenneth Hm
Vivió en su infancia los tiempos revueltos de la guerra
chino-japonesa, lo que le convirtió en un apasionado de
la historia (y en concreto, en un experto en la guerra ci­
vil española). Emigró a Estados Unidos, y por fin recaló
en Suiza; pero su campo de trabajo abarca todo el plane­
ta, continentes y océanos por igual.

Roger Larson
Geólogo continental convertido en oceanógrafo, ha di­
rigido más de diez campañas en el océano Pacífico. Co­
menzó a sospechar que algo extraño había sucedido en el
Cretácico al comprobar que el centro de su océano pre­
ferido estaba tapizado por una cantidad gigantesca de

345
I3í<x;r.m-í.\ hf i.a Tii-kra

rocas volcánicas de esta edad: de aquí surgió la «super-


pluma». En sus ratos libres se dedica a navegan

James Loveíock
Quizá el único científico vivo de importancia que no tra-
baja en una universidad o un centro de investigación.
Loveíock, lamoso por haber ideado la teoría Gaia, vive
del dinero que le dan las patentes que crea en su granja de
la campiña inglesa.

i ynn Marguiis
«¿Algún biólogo auténtico entre el público? ¿Sí? Entonces,
creo que tendremos pelea». Para esta bióloga heterodo­
xa, ésta es una forma típica de empezar una conferencia.
Una de las grandes inteligencias científicas actuales, sería
interesante saber si apoya la teoría Gaia por convicción
o por su afición a llevar la contraria al resto del mundo.

Christopher McKay
Este apóstol de la exploración tripulada de Marte es una
figura habitual de los programas de divulgación científi­
ca sobre el espacio. Prototipo del científico-aventurero
y aficionado a ios climas rigurosos (los más parecidos
a Marte), es corriente verle acampando en el Artico o
buceando en un lago bajo el hielo de la Antártida.

Mhiik Rossing
Este geólogo groenlandés trabaja en el Museo de Histo­
ria Natural de Copenhague, pero no ha perdido sus raí­
ces; todos los años viaja a su tierra para desentrañar los
secretos de los primeros seres vivos y del ambiente en el
que surgieron. Es un partidario decidido de la tectónica
de placas en el Arcaico.

346
Aí'UM'KS ÜTOí;KAKICOS

Cari Sagan
A los diez años, Cari quedó asombrado cuando supo que
la astronomía, que devoraba en la biblioteca pública de
su humilde barrio de Nueva York, era también una pro­
fesión con la que podría ganarse la vida. En 1979 pidió a
su universidad un año sabático para realizár un programa
de televisión, Colmos, que determinó la vocación cientí­
fica de millones de personas. Probablemente el mejor
comunicador de ciencia que ha existido nunca.

Jan Smit
Este sedimentólogo de hábitos tranquilos (pero gran de­
vora dor de mariscos) ha trabajado desde hace años en
España: descubrió una fuerte anomalía de iridio en la
zona de Murcia y se hizo uno de los partidarios más fir­
mes de la hipótesis de los Alvarez sobre el impacto. Sus
debates con Gerta Keller sobre las causas de la extinción
cretácica se han convertido en clásicos.

Iíarold Urey
El ejemplo perfecto de cómo un científico puede cambiar
de especialidad y seguir haciendo ciencia de alto nivel.
Urey fue el descubridor del deuterio (por lo cual recibió
el Nobel de Química en 1934), pero luego se interesó
por el Sistema Solar. En 1952, su libro l'he planets fue el
pistoletazo de salida para las Ciencias Planetarias.

John ’Iuzo Wilson


Quizá este tectónico canadiense fuese el último gran geó­
logo clásico: se jactaba de no haber utilizado jamás una
sola ecuación en sus artículos, entre los que se cuentan
los que aportaron las primeras ideas sobre los puntos ca­
lientes v las fallas transformantes.
■*

347
An gilí tu, E: Origen e historia de la ’¡Ierra. Editorial Rue­
da, Madrid, 1989.
Arsuaga, J. L.: Homínidos: el origen del hombre. Planetario
de Madrid, 2001.
Dalziel, 1. VV.: «La Tierra antes de Pangea». Investigación
y Ciencia, marzo de 1995.
De Duve, C.: «E! origen de las células eucariotas». In­
vestigación y Ciencia, junio de 1996.
D o í ) 1 i ttl e, W. F.: «El n u evo á rb o 1 de 1 a vi d a ». In vestigacián
y Ciencia, abril de 2000.
Erwin, D. H.: «La mayor extinción biológica conoci­
da ». Investigación y Ciencia, septiembre de 1996,
Gould, S. J,: La vida maravillosa. Editorial Crítica, Bar­
celona, 1991.
Gould, S. J. (editor): El libro de la vida. Editorial Crítica,
Barcelona, 1993.
Hoffman, P. E. y Schrag, D. P,: «La Tierra, una bola de
ni e ve », hw es i igación y Cié ncia, marzo d e 2 000.
Hsii, K. : La gran extinción. Antón i Bosch Editor, Barce­
lona, 1986.
Karl, T. R. y otros: «El clima que viene». Investigación y
Ciencia, julio de 1997.

349
B iografía Dt la T ierra

Knoll, A. H «El final del eón proterozoico». investiga­


ción y Ciencia, diciembre de 1991.
Larson, R. L,: «La superpluma del Cretácico medio».
investigación y Ciencia, abril de 1995.
Murphy, J. B. y Nance, R. D.: «Las cordilleras de ple-
gainiento y el ciclo supercontinental», investigación
y Ciencia, junio de 1992.
Tattersall, L: «Homínidos contemporáneos», investiga­
ción y Ciencia, marzo de 2000.
Taylor, S. R. y McLennan, S. M.: «La evolución de la
corteza continental», investigación y Ciencia, marzo de
1996.

350

También podría gustarte