Primeras Paginas La Cruzada Del Oceano Es
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LA CRUZADA
DEL OCÉANO
La gran aventura
de la conquista de América
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ÍNDICE
Prólogo ..................................................................................... 15
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PRÓLOGO
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mundo que ya no era el de las culturas amerindias, pero que tampoco era
propiamente una España ultramarina, porque la América Hispana muy
pronto tuvo su singular personalidad. El antecedente más parecido que se
le puede encontrar a este magno proceso es la construcción del imperio
romano: del mismo modo que Roma creó en Europa un mundo sobre la
base de su lengua, sus legiones y su derecho, así España creó en América
un mundo sobre la base de su religión, su idioma y su ley.
La religión, en efecto, es crucial, y nada se entiende sin ella. Por su-
puesto que los aspectos económicos y políticos fueron determinantes en
la iniciativa del salto al otro lado del mar —y ello desde su origen—, pero
una visión objetiva del asunto obliga a revisar muchos tópicos sobre la
naturaleza económica de la conquista. La empresa americana difícilmen-
te se habría prolongado en el tiempo sin la convicción de estar actuando
en consonancia con un proyecto de origen divino, bajo un expreso man-
dato evangelizador. En un mero cálculo de coste-beneficio, la empresa de
Indias habría quedado suspendida muy pronto, en cuanto se vio que
aquello no era Asia, ni había allí ricas ciudades ni prósperos mercados, ni
se hallaba el paso a Cipango y a Catay. Durante los primeros veinte años
hay más sinsabores que gloria y, por otro lado, las cifras de bajas son ate-
rradoras: un 30, un 40, hasta un 50 por ciento de muertos en cada expe-
dición a los pocos meses de pisar tierra. ¿Beneficios? Durante muchos
años, muy pocos. Las grandes entradas de oro y plata tendrán que esperar
hasta la década de 1540. ¿Y mientras tanto? Mientras tanto, nuestra gente
actuaba movida por la certidumbre de ser el brazo de Dios para conver-
tir a aquellos infieles, un sentimiento inseparable del afán de gloria y fama
que elevara el nombre del conquistador hasta el Olimpo de los grandes
héroes. Por eso España no se marchó de allí.
Enfrente estaban los indios, por supuesto. Pero también sobre este
particular hay que hacer infinitas matizaciones y revisar numerosos tópi-
cos. Los excesos románticos de la literatura indigenista nos han vendido la
imagen del pérfido depredador español que llega a las Indias para explo-
tar al buen indio que dormitaba tranquilamente en la puerta de su bohío.
Es una imagen ridícula. Primero y ante todo: los indios son tan protago-
nistas de la conquista como los propios españoles. Colón jamás habría po-
dido instalarse en La Española sin la aquiescencia de una buena parte de
los taínos. Cortés jamás habría conquistado México sin los tlaxcaltecas y
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otros pueblos aliados, como Pizarro jamás habría conquistado el Perú sin
los tallanes, los huancas y los chachapoyas, entre otros muchos. Segundo y
no menos fundamental: taínos, tlaxcaltecas, tallanes y demás pueblos alia-
dos de los conquistadores se unieron a los españoles porque estaban sien-
do salvajemente explotados por los caribes, los aztecas y los incas, respec-
tivamente. Esa era la realidad.
La estampa del indio que dormitaba feliz a la puerta de su bohío es
estrictamente falsa. Las comunidades amerindias, prácticamente sin ex-
cepción, eran sociedades muy conflictivas, muy violentas, donde unos
pueblos aniquilaban a otros sin la menor contemplación, donde la escla-
vitud era una institución absolutamente convencional, donde las mujeres
—en términos generales— eran usadas como objeto de cambio y donde
los sacrificios humanos formaban parte de la vida cotidiana.Todo esto no
fue un invento de los cronistas para legitimar la hegemonía española; to-
dos los hallazgos arqueológicos lo confirman. Por eso los pueblos más dé-
biles, los que sufrían la violencia de los más fuertes, se unieron a los espa-
ñoles de muy buen grado: aquellos sujetos barbudos envueltos en hierro
eran su única salvación. La conquista no se sustancia, pues, en un simple
esquema «europeos contra indios». La realidad fue muchísimo más com-
pleja. Y así como hubo poblaciones indígenas enteramente aniquiladas,
hubo otras —de hecho, la mayoría— que abrieron la puerta a la conquis-
ta y contribuyeron a la radical transformación del continente. Las cosas
fueron así.
¿Y no hubo una gran mortandad de indígenas? Sí. ¿Y no se exter-
minó a los indios hasta el punto de que se puede hablar de un genocidio?
No, y este es otro tópico que es imperativo revisar. A este respecto los es-
tudios de los últimos treinta años son prácticamente unánimes: hubo cier-
tamente altas cifras de mortandad entre las poblaciones amerindias, pero
las cifras se reparten por igual entre los aliados de los españoles y sus ene-
migos, y aún más, las cifras de mortandad entre los propios españoles son,
proporcionalmente, más elevadas aún que entre los nativos. Es decir que la
mortandad es cierta, pero no el genocidio. ¿Cuál fue la causa? Todo apun-
ta a que la causa principal de la mortandad entre nativos y entre españo-
les fueron los virus: los indígenas cayeron a mansalva bajo el efecto de en-
fermedades que los españoles llevaron consigo y que en aquel mundo
eran desconocidas —peste porcina, viruela, sarampión, etc.—, mientras
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EL DESCUBRIMIENTO
ellos hacia la mar. Fray Antonio es un monje devoto, pero sus devociones
no se limitan a lo religioso: este hombre sabe de cosmografía, sabe un
poco de náutica, sabe un mucho de astronomía; el estrellero, le llaman.Y sus
conversaciones en La Rábida, además del apostolado, versan también so-
bre los cielos y los mares, las corrientes de las aguas y los vientos y las
medidas de la Tierra. En Palos encuentra excelentes interlocutores.
Fray Antonio de Marchena, como cualquier hombre culto de su
tiempo, sabe que la Tierra es redonda. Eso se sabía desde que Aristóteles lo
observó: cuando uno marcha por el llano, ve cómo al fondo surgen poco
a poco las montañas. Si la tierra fuera plana, las montañas no surgirían
poco a poco, sino que su perfil sería el mismo todo el tiempo. Evidente,
¿no? Por otro lado, el Sol y la Luna son esferas, y esféricos son los demás
cuerpos celestes. Eratóstenes midió después la circunferencia de la Tierra.
Ya lo dijo el venerable San Beda, allá por el siglo VIII: «Pues de verdad es
un orbe situado en el centro del universo; su ancho es el de un círculo, y
no circular como un escudo sino más bien como una pelota, y se extien-
de desde su centro con redondez perfecta hacia todos lados». Fray Anto-
nio jamás intentará explicar esto a los rudos marineros de Palos. Bastante
le había costado a él mismo entenderlo. Pero el hecho es que la Tierra es
una esfera.
Y bien: si la Tierra es una esfera, ¿qué hay al otro lado, hacia el oes-
te, más allá del océano? Nadie lo sabe. Los portugueses habían descu-
bierto medio siglo atrás las Azores. Aún antes los castellanos habían to-
mado pie en las Islas Canarias. Más allá, sin embargo, no hay nada. Solo
mar tenebroso. Los mejor informados no conocerían otra cosa que el
mapa del veneciano Zuane Pizzigano, el primero —y era 1424— que
dibujó un plano del Atlántico donde aparecían ya las Azores, Madeira e
incluso algunas misteriosas islas a poniente. ¿Cómo no entender el pavor
de los hombres de la mar a adentrarse en tales aguas? Según las medidas de
Eratóstenes, Cipango, el Japón, está lejísimos. Imposible llegar hasta allí
en barco, ni siquiera en esas modernas carabelas portuguesas. Además, in-
cluso si pudiéramos ir, ¿cómo podríamos volver? Lo más probable es que
al barco se lo tragaran las aguas o cualquiera de esas horribles bestias que
pueblan los océanos. Y ya no las ballenas, que los españoles llevan qui-
nientos años cazando en el norte, sino esos terribles cefalópodos que los
marinos bien conocen. Pocos meses atrás un pesquero había traído a
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Por desgracia para los barcos castellanos, esa puerta les estaba vetada.
Ya hemos mencionado el Tratado de Alcazobas. Durante la áspera guerra
de sucesión al trono de Castilla, Portugal había entrado en liza defen-
diendo la candidatura de Juana la Beltraneja frente a la de Isabel. En la es-
tela de esa guerra apareció un duro objeto de litigio: el comercio en el li-
toral atlántico africano, porque Castilla controlaba las Canarias y los
portugueses comerciaban con Guinea. Así, aquella guerra tuvo una im-
portante vertiente naval.Y por lo mismo, cuando llegó la paz se hizo pre-
ciso delimitar las zonas de influencia. En Alcazobas se decidió que Casti-
lla mantendría el control de las Canarias, pero el resto del Atlántico, desde
las Azores hasta Cabo Verde y Guinea, sería para Portugal. Más aún: Cas-
tilla y Aragón cedían a Portugal el derecho a conquistar el reino moro de
Fez, en Marruecos, lo cual significaba que el área de influencia española
quedaba reducida al este del Magreb. Para la marinería castellana y arago-
nesa, eso era tanto como quedarse sin mercados al oeste de Ceuta, salvo el
tráfico a las Canarias. Otra puerta se cerraba. ¿Adónde ir?
Los Reyes Católicos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, lo te-
nían claro: cruzarían el estrecho de Gibraltar e irían hacia el sur, a las tie-
rras de lo que hoy es Argel, Orán, Tremecén, Mazalquivir, que se conver-
tirían en nuevo horizonte de misión. En aquel mismo momento, enero
de 1485, Isabel y Fernando afrontan la conquista del reino de Granada.Ya
están a punto de cobrarse la franja occidental del reino nazarí, desgarrado
por luchas intestinas. En la mente de Isabel y Fernando el siguiente paso
solo puede ser uno: saltar el mar para llegar al otro lado del mundo cono-
cido. Así, la vieja Mauritania romana, el solar de San Agustín, volverá a ser
tierra de la Cruz. No será una tarea fácil: las ciudades costeras del Magreb,
desde Marruecos hasta Túnez, son un auténtico nido de piratas. Los bar-
cos berberiscos castigan desde antiguo el litoral mediterráneo, lo mismo
en España que en Italia. Pero precisamente eso significa que habrá traba-
jo y gloria para los hombres de la mar.
Con todo, el salto al otro lado del Estrecho no era todavía más que
un lejano proyecto. La situación real, aquí y ahora, enero de 1485, es que
los barcos de Castilla apenas si tienen ya oportunidades en el Atlántico.Y
a quienes se les consentía surcar esas rutas, se les obligaba a pagar al rey de
Portugal una quinta parte de sus ganancias. Muchos burlarán la ley y tra-
tarán de seguir explotando el filón africano, pero ese tráfico ilegal se verá
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¿Por qué no? Cualquier cosa antes de que caiga en manos de otro, de
Francia o de Inglaterra, por ejemplo. Fray Antonio es un misionero: llevar
la palabra de Dios al confín del Oriente bien vale el riesgo de la aventu-
ra. De este modo la suerte de Colón vuelve a experimentar un especta-
cular giro.
En aquellos mismos meses de 1485 fray Antonio de Marchena escri-
bió cartas de recomendación a los poderosos duques de Medinaceli y de
Medina Sidonia, en cuyas tierras crecían los principales puertos de Anda-
lucía. Escribió también a fray Hernando de Talavera, confesor de la reina
Isabel. Puso a Colón en contacto con la abadesa del vecino convento de
Santa Clara, Inés Enríquez, tía del rey Fernando. Con todo eso en su
mano, el navegante marchó a Córdoba, donde se hallaba entonces la corte
por exigencias de la guerra con el reino moro de Granada. Así arrancaba
un camino que enseguida iba a llevar a Colón ante los reyes Isabel y Fer-
nando. Empezaba a gestarse la mayor aventura de la Historia Universal.
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internas del enemigo. El Zagal, el tío del rey Boabdil, que era uno de los
poderes en litigio, termina rindiéndose a finales de 1489; exiliado en Áfri-
ca, su sobrino pedirá al rey de Fez que lo encarcele y le saque los ojos. En
el reino nazarí ya solo queda el propio Boabdil, ligado a Isabel y Fernan-
do por sucesivos pactos de vasallaje.
El último tramo de la guerra no será tanto una sucesión de batallas
como una larga serie de negociaciones hasta verificar la entrega de Gra-
nada, asfixiada por un implacable asedio. Gonzalo Fernández de Córdoba,
el futuro Gran Capitán, llevará la voz cantante. El 25 de noviembre de
1491 se firmaban las capitulaciones. El 2 de enero de 1492 Granada ya era
cristiana. En toda Europa se iba a festejar el acontecimiento como lo que
realmente era: el triunfo final en una larga cruzada. El prestigio de la mo-
narquía española se multiplicaba.
Cuando Colón llegó al campamento, todo estaba ya a punto de con-
sumarse: Granada caía sin remedio. En la corte de los reyes Isabel y Fer-
nando imperaba la euforia. El propio Colón no debía de sentirse menos
eufórico. El navegante expuso su plan y sus condiciones. La reina Isabel
aceptó y, rutinariamente, lo trasladó al consejo. Había llegado el gran mo-
mento. Pero he aquí que, contra toda previsión, el consejo volvió a decir
no. Colón debió de sentir que la tierra se abría bajo sus pies.
¿Por qué el consejo dio la negativa al plan de Colón? Esta vez no fue
por razones científicas, como ocurrió en la Universidad de Salamanca,
sino por motivos estrictamente económicos: las condiciones de Colón
para emprender la aventura eran tan leoninas que los consejeros de Cas-
tilla las consideraron inasumibles, tanto por el dinero que había que in-
vertir como por los beneficios que el navegante exigía en recompensa.
Las arcas del reino estaban exhaustas después de la guerra de Granada. ¿A
cuento de qué gastarse ahora una fortuna en un lance de incierto resulta-
do? No habría oro para el enigmático marino venido de Portugal.
Las negociaciones debieron de ser dignas de verse. Por parte de los
reyes actuaba el zaragozano Juan de Coloma, señor de Elda, Alfajarín, Ma-
lón y Maloncillo, secretario de Fernando de Aragón, notario mayor de
Isabel de Castilla, que había permanecido junto a los monarcas durante
toda la campaña de Granada. En nombre y representación de Colón in-
tervenía fray Juan Pérez, el humilde franciscano de Palos. Coloma era un
negociador duro y correoso; Pérez, todo flexibilidad y fluidez. Cuando el
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Bien sabéis que por algunas cosas hechas y cometidas por vosotros en de-
servicio nuestro, fuisteis condenados por nuestro Consejo a que fueseis
obligados a servirnos dos meses con dos carabelas armadas a vuestras pro-
pias costas y expensas cada una, y ello cuando y donde quiera que noso-
tros os lo mandáramos, y bajo ciertas penas, según lo que más largamen-
te se contiene en esta sentencia contra vosotros. Y ahora, por cuanto
hemos mandado a Cristóbal Colón que vaya con tres carabelas de arma-
da, como nuestro capitán de las dichas tres carabelas, para ciertas partes de
la mar océana sobre algunas cosas que cumplen a nuestro servicio, Nos
queremos que lleve consigo las dichas dos carabelas con las que nos tenéis
que servir.
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zan a reclutar la tripulación en las cárceles. Allí acudirá. Pero entonces los
franciscanos de La Rábida le hacen ver lo descabellado del propósito: ¿va
a embarcarse en un viaje lleno de incertidumbres con una dotación de
criminales? Lo más probable es que al primer tropiezo la tripulación se
amotine, arroje al capitán por la borda y huya a cualquier parte. No, lo
que Colón necesita es otra cosa. Ante todo, es preciso contar con hombres
de garantía. Hombres que crean en el proyecto y cuyo prestigio y capaci-
dad de liderazgo muevan a los marinos de Palos a enrolarse por su propia
voluntad. ¿Quién puede obrar tal prodigio? La familia Pinzón, lobos de
mar unánimemente respetados en la comarca. ¿Y quién puede convencer
a los Pinzón para que se sumen a esta empresa? Los franciscanos conocen a
la persona indicada: Pero Vázquez de la Frontera.
Este Pero Vázquez era un anciano marino que llevaba medio siglo
navegando por el Atlántico, lo mismo bajo bandera portuguesa que en
barcos castellanos. Al parecer, en alguna de sus singladuras había llegado
hasta el mar de los Sargazos, esa enorme extensión de algas que flota fren-
te a las costas americanas, inmóvil en el espacio muerto de las corrientes,
muy al occidente de las Azores. ¿Llegó allí en verdad? Sea como fuere, lo
cierto es que Vázquez apoyó a Colón. Y fue él quien tendió el puente
para que los Pinzones entraran en el juego.
La familia Pinzón era uno de los clanes decisivos en toda la comarca
del Tinto-Odiel. El linaje, según se cree, arrancaba de un abuelo llamado
Martín que fue buzo y marino en Palos. Este Martín tuvo un hijo, tam-
bién Martín, que hizo fortuna con la navegación. Y el segundo Martín
tuvo a su vez tres hijos: Martín Alonso,Vicente Yáñez y Francisco Martín,
que continuaron el negocio y multiplicaron sus beneficios. Los Pinzones
llevaban años dedicándose al comercio de cabotaje tanto por el Medite-
rráneo, hacia Italia, como por el Atlántico, hacia las Canarias y las costas
africanas. Pero sus barcos no se limitaban al tráfico mercantil, sino que
también habían estado en la guerra contra los portugueses —donde se
cubrieron de gloria— y en los mil encontronazos con los corsarios nor-
teafricanos. Como eran buenos navegantes, empresarios avispados y pa-
trones generosos, todos los marinos de la comarca querían navegar con los
tres hermanos Pinzón.Y entre los tres destacaba el mayor, Martín Alonso,
un auténtico líder natural: si el viaje de Colón tenía que salir adelante, se-
ría imprescindible contar con él.
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qué a él? ¿Cuándo había entrado al servicio de los reyes de España? Mis-
terio. El hecho es que el cántabro llegó a Lisboa, obtuvo toda la informa-
ción precisa sobre la hazaña africana de Bartolomé Díaz y a uña de caba-
llo volvió a Castilla, justo a tiempo de evitar que le atraparan los alguaciles
portugueses. Cumplida la misión, Juan de la Cosa se instaló en El Puerto
de Santa María, en Cádiz, y fletó un barco, una nao, para dedicarse al co-
mercio. Quizás esperaba una vida tranquila. Pero el destino había dispues-
to otra cosa.
Una vez más, nadie sabe exactamente qué papel jugó Juan de la Cosa
en la preparación del primer viaje colombino y en la resolución de los
problemas de don Cristóbal. Tampoco es posible saber en condición de
qué actuó el marino cántabro, pero es bastante verosímil que los reyes le
encargaran muy precisamente supervisar de cerca el desarrollo del pro-
yecto haciendo de custodio y, a la vez, de vigilante de Colón. El hecho es
que Juan de la Cosa, que sin duda conocía ya a los Pinzón, entra en la
empresa y aporta nada menos que su barco: La Gallega, una nao de 30
metros de eslora por 8 de manga, con tres mástiles y cinco velas cuadras,
armada con cuatro bombardas y otros ingenios. Para la ocasión será re-
bautizada como la Santa María y actuará como nave capitana. Juan de la
Cosa irá a bordo como maestre bajo el mando nominal de Colón.
Entre Pinzones, Niños y Quinteros se cubren los puestos de mando
de la expedición. La Santa María, el barco de Juan de la Cosa, será pilota-
do por Pedro Alonso Niño. Los otros Niño, Juan y Francisco, irán en la
Niña, como piloto el primero y como marinero el segundo. Martín Alon-
so Pinzón capitaneará la Pinta, el barco de Cristóbal Quintero, donde este
navegará como marinero. Como maestre —segundo de a bordo— lleva-
rá a Francisco Martín Pinzón. El pequeño de los Pinzones,Vicente Yáñez,
viajará como capitán de la Niña.
Las tres familias harán algo más: irán de puerto en puerto escogien-
do a los marineros que conformarán la tripulación. En total, unos noven-
ta hombres. No era poco lo que se les ofrecía: unos 4.000 maravedíes por
el viaje. Conocemos casi todos sus nombres: el carpintero Morales, el no-
tario Escobedo, el orfebre Cristóbal Caro, el médico Alonso… Había un
intérprete, Juan de Torres, en la convicción de que los barcos llegarían a
Oriente. Tampoco faltaba un sastre: Juan de Medina. Muchos de los tri-
pulantes de la Santa María venían de Cantabria y las provincias vasconga-
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