Eco, Umberto (1984) - Semiótica y Filosofía Del Lenguaje PDF
Eco, Umberto (1984) - Semiótica y Filosofía Del Lenguaje PDF
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II
III
IV
Enero de 1984
CAPITULO I
SIGNO E INFERENCIA
1. ¿Muerte del signo?
Precisamente en el transcurso del siglo en el que la semiótica
se ha consolidado como disciplina se han producido una serie de
declaraciones teóricas sobre la muerte o, en el mejor de los
casos, la crisis del signo.
Sin duda, es correcto que una disciplina someta a examen,
ante todo, el objeto que la tradición le ha asignado. Aunque
indisolublemente ligado al término τεκμζειον (que suele
traducirse por ‘síntoma’), el término griego σημετον aparece ya
como término técnico en la escuela hipocrática y en la
especulación parmenídea; la idea de una doctrina de los signos
toma cuerpo con los estoicos; Galeno usa el término σημεωτική;
y a partir de entonces, cada vez que en la historia del
pensamiento occidental surge la idea de una ciencia semiótica,
comoquiera que se la denomine, siempre es definida como
‘doctrina de los signos’ [cf. Jakobson 1974; Rey 1973; Sebeok
1976; Todorov 1977]. Sin embargo, puesto que la noción de
signo adquiere significados no homogéneos, es justo someterla a
una crítica severa (aunque sólo sea en el sentido kantiano del
término). Lo curioso es que esta crítica ya se ha hecho pues la
noción es puesta en tela de juicio desde el momento mismo en
que aparece.
Lo malo es que durante las últimas décadas esta razonable
actitud crítica ha degenerado en moda. Y así como se considera
de buen tono iniciar un curso de filosofía anunciando la muerte
de la filosofía, o un debate de psicoanálisis anunciando la muerte
de Freud (la propaganda cultural del momento abunda en tales
estelas mortuorias), muchos piensan también que es útil abordar
la semiótica anunciando la muerte del signo. Puesto que tal
anuncio raras veces va precedido de un análisis filosófico del
concepto o de una reconstrucción sobre la base de la semántica
histórica, lo que se hace es condenar a muerte a algo desprovisto
de carné de identidad; a menudo, por tanto, resulta fácil
resucitar al muerto cambiándole sólo el nombre.
Por lo demás, esta saña moderna contra el signo se limita a
repetir un rito antiquísimo. En el curso de los últimos dos mil
quinientos años, el signo se ha visto sometido a una especie de
ocultación silenciosa. El proyecto de una ciencia semiótica se ha
mantenido a través de los siglos: unas veces en forma de
exposición orgánica (pensemos en el Organon de Lambert, en
Bacon, en Peirce, en Morris o en Hjelmslev); con más
frecuencia como serie de indicaciones dispersas en el contexto
de análisis más generales (Sexto Empírico, Agustín o Husserl);
en ocasiones en forma de anuncio explícito de una tarea que
deberá realizarse como si todo lo realizado hasta el momento
debiera someterse a una reelaboración en clave semiótica
(Locke y Saussure). Todas estas exposiciones, indicaciones y
anticipaciones apenas si aparecen en la historia de la filosofía, de
la lingüística o de la lógica, como si se tratase de exorcizar un
fantasma. El problema es presentado, y luego eludido. Eludir no
significa eliminar como presencia, sino callar como nombre (y
por tanto como problema autónomo): se usaban signos y se
construían gramáticas de esos signos para producir discursos,
pero no se quería reconocer como discurso filosófico a una
ciencia de los signos. En cualquier caso, los grandes manuales
de historia del pensamiento callan cada vez que un pensador del
pasado ha hablado de esa ciencia.
De ahí el carácter marginal de la semiótica, al menos hasta
este siglo. Después se produjo una explosión de interés tan
obsesiva como el silencio que la había precedido. Si el siglo XIX
evolucionista había abordado todos los problemas desde la
perspectiva biológica, y el siglo XIX idealista lo había hecho
desde la perspectiva histórica, el siglo XX, que empezó
enfocándolos desde la perspectiva psicológica o física, ha
elaborado en su segunda mitad una «mirada» semiótica
totalizante que desde la perspectiva de la semiótica abarca
incluso los problemas de la física, la psicología, la biología y la
historia.
¿Triunfo del signo, negación de una negación milenaria? No
parece que sea así, porque a partir de ese momento es cuando
(a diferencia de Hobbes o Leibniz, Bacon o Husserl, que
hablaban de los signos sin complejos) gran parte de la semiótica
actual se comporta como si su tarea consistiese en decretar el fin
de su propio objeto.
2. Los signos de una obstinación.
Indiferente a las discusiones teóricas, el habla cotidiana (y
los diccionarios que registran sus usos) se obstina en utilizar la
noción de ‘signo’ de las más variadas maneras. Incluso
demasiado. Un fenómeno de este tipo merece ser examinado
con cierta atención.
2.3. Diagramas.
2.4. Dibujos.
2.5. Emblemas.
2.6. Blancos.
Por último, en italiano existen expresiones como «Colpire
nel segno», «Metiere a segno» [Dar en el blanco], «Passare il
segno» [Pasar de la raya], «Fare un segno dove si deve
tagliare» [Hacer una marca donde debe ir el corte]. Aquí los
signos son ‘blancos’, termina ad quae, que se usan como punto
de referencia para proceder ordenadamente («Per filo e per
segno»). En este caso, el aliquid no está en lugar de sino que
está allí donde se dirige esa operación; no hay sustitución, hay
instrucción. En este sentido es signo para el navegante la
Estrella Polar. El mecanismo de remisión es de tipo inferencial,
pero con alguna complicación: si ahora p, y si después haces z,
entonces obtendrás q.
3. Intensión y extensión.
Demasiadas cosas son signo, y muy distintas entre sí. Pero
en medio de esta zarabanda de homonimias se introduce un
nuevo equívoco. ¿El signo es «res, praeter speciem quam ingerit
sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire»
[Agustín, De doctrina christiana, II, 1, 1], o, como el mismo
Agustín sugiere en otra parte, algo con lo que se indican objetos
o estados del mundo? ¿El signo es artificio intensional o
extensional?
Tratemos de analizar ahora una típica maraña semiótica.
Una bandera roja con la hoz y el martillo equivale a comunismo
(p ≡ q). Pero si alguien lleva una bandera roja con la hoz y el
martillo, entonces es probable que sea comunista (p ⊃ q). O
bien, supongamos que yo afirme /En casa tengo diez gatos/.
¿Cuál es el signo? ¿La palabra /gatos/ (felinos domésticos), el
contenido global del enunciado (en mi vivienda albergo diez
felinos domésticos), la referencia al hecho de que se da el caso
de que existe en el mundo de la experiencia real una
determinada casa donde existen diez determinados gatos? ¿O
bien el hecho de que si en casa tengo diez gatos, entonces debo
disponer de espacio suficiente, entonces es difícil que pueda
tener también un perro, y entonces soy un aficionado a los
animales?
Más aún ¿en todos estos casos es signo la manifestación
concreta o el tipo abstracto? ¿La emisión fonética [gato] o el
modelo fonológico y léxico /gato/? ¿El hecho de que tenga hic et
nunc diez gatos en casa (con todas las inferencias posibles) o la
clase de todos los hechos de esa naturaleza, en virtud de la cual
cualquiera que tenga diez gatos en casa dará señales de ser
aficionado a los animales y de la dificultad de tener un perro?
En este laberinto de problemas parecería realmente oportuno
deshacerse de la noción de signo. Más allá de la función de estar
en lugar de el resto de las identidades desaparece. Lo único que
parece indiscutible es la actividad de significar. Parece común a
los seres humanos (y la zoosemiótica se pregunta si esto no será
también propio de muchas especies animales) producir
acontecimientos físicos —o tener la capacidad de producir
clases de acontecimientos físicos— que sustituyen a otros
acontecimientos o entidades, (físicos y de otra índole) que los
seres humanos no están en condiciones de producir en el acto de
la significación. Pero entonces la naturaleza de estos aliquid y el
modo del estar en lugar de, así como la naturaleza de aquello a
lo que se remite, se fragmentarían en una multiplicidad de
artificios imposible de recomponer. Los procesos de
significación serían el artificio indefinible al que los seres
humanos, incapaces de tener todo el mundo (real y posible) al
alcance de la mano, recurrirían para suplir la ausencia de los
signos.
Conclusión fascinante pero ‘literaria’; sólo desplazaría el
problema, porque ¿cómo funcionan, pues, los procesos de
significación? ¿Son todos de la misma naturaleza? La discusión
sobre la muerte del signo se cifra en la dificultad de resolver este
problema sin que la semiótica sea capaz de dotarse de un objeto
(teórico) de alguna manera definible.
4. Las soluciones elusivas.
Algunos afirman que el término ‘signo’ se aplica a las
entidades lingüísticas, convencionales, emitidas o emitibles
intencionalmente con objeto de comunicar, y organizadas en un
sistema descriptible conforme a categorías precisas (doble
articulación, paradigma y sintagma, etc.). Todos los otros
fenómenos que no sean subsumibles a las categorías de la
lingüística (y que no sean claros sucedáneos de las unidades
lingüísticas) no serían signos sino síntomas, indicios, premisas
para inferencias posibles, y su estudio correspondería a una
ciencia distinta [Segre 1969, pág. 43]. Otros adoptan una
decisión análoga pero consideran que esa otra ciencia es más
general que la lingüística y en cierto modo la abarca. Malmberg
[1977, pág. 21], por ejemplo, decide llamar ‘símbolo’ a todo
elemento que represente otra cosa, y reserva el término ‘signo’
para «las unidades que, como los signos del lenguaje, presentan
doble articulación y deben su existencia a un acto de
significación» (donde ‘significación’ equivale a comunicación
intencional). Todos los signos son símbolos pero no todos los
símbolos son signos. Decisión moderada que, sin embargo, no
llega a determinar a) en qué medida los signos pueden estar
emparentados con los símbolos, y b) cuál es la ciencia que debe
estudiar los símbolos y sobre la base de qué categorías. Además,
en ese contexto no se aclara la diferencia entre extensión e
intensión, aunque esté sobreentendido que la ciencia de los
signos es de naturaleza intensional.
A veces la distinción entre las distintas esferas se propone
con objetivos epistemológicos más radicales. Véase la siguiente
tesis de Gilbert Harman: «El humo significa (means) fuego y la
palabra combustión significa fuego, pero no en el mismo sentido
de significa. La palabra significar es ambigua. Decir que el
humo significa fuego equivale a decir que el humo es un
síntoma, una señal, una indicación, una prueba del fuego. Decir
que la palabra combustión significa fuego quiere decir que la
gente usa esa palabra para significar fuego. Además, no existe
un sentido ordinario de la palabra significar conforme al cual la
imagen de un hombre signifique tanto un hombre como ese
hombre. Esto sugiere que la teoría de los signos de Peirce
abarca, al menos, tres temas bastante distintos: una teoría del
significado que el emisor quiere dar a entender (intended
meaning), una teoría de la prueba y una teoría de la
representación pictórica. No hay razón alguna para pensar que
esas teorías tengan principios comunes» [1977, pág. 23]. La
argumentación de Harman tropieza ante todo con los hábitos
lingüísticos: ¿por qué desde hace más de dos mil años la gente
se empeña en llamar signos a unos fenómenos que deberían
subdividirse en tres grupos distintos? Harman podría replicar
que se trata de un caso normal de homonimia, como el de la
palabra /bachelor/, que significa graduado de primer nivel, paje
de un caballero, varón adulto no casado y foca que no copula
durante el celo. Pero un filósofo del lenguaje interesado en los
usos lingüísticos debería preguntarse precisamente por las
razones de esas homonimias. Jakobson ha sugerido la
posibilidad de que un único núcleo semántico profundo
constituya la base de la aparente homonimia de /bachelor/: se
trata de cuatro casos en los que el sujeto no ha llegado a la
conclusión de su currículo, ya sea éste social o biológico. ¿Cuál
es la razón semántica profunda de la homonimia de /signo/? En
segundo lugar, la objeción de Harman tropieza contra el
consensus gentium de la tradición filosófica. Desde los estoicos
al medievo, desde Locke hasta Peirce, desde Husserl hasta
Wittgenstein, no sólo se ha buscado el fundamento común entre
teoría del significado lingüístico y teoría de la representación
‘pictórica’, sino también el fundamento común entre teoría del
significado y teoría de la inferencia.
Por último, la objeción tropieza contra un instinto filosófico
que Aristóteles define inmejorablemente cuando habla del
‘asombro’ que mueve al hombre a filosofar. /En casa tengo diez
gatos/: ya nos lo hemos preguntado, el significado ¿es el
contenido comunicado (intended meaning) o el hecho de que yo
tenga diez gatos (del que pueden inferirse otras cualidades
mías)? Puede responderse que el segundo fenómeno no tiene
nada que ver con el significado lingüístico, y pertenece al
universo de las pruebas que pueden construirse utilizando los
hechos que representan las proposiciones. Pero, el antecedente
que evoca el lenguaje ¿es realmente tan fácil de separar del
lenguaje que lo ha representado? Cuando abordemos el
problema del σημεῖον estoico, veremos cuán ambigua y
enrevesada es la relación que existe entre un hecho, la
proposición que lo representa y el enunciado que expresa esa
proposición. De todos modos, lo que dificulta tanto distinguir
entre ambos problemas es precisamente el hecho de que en uno
como en otro aliquid stat pro aliquo. No porque varíe el modo
del estar en lugar de ha de negarse que en ambos casos actúa
una singular dialéctica de presencia y ausencia. ¿No será ésta
una razón suficiente para preguntarse por la existencia de un
mecanismo común, por profundo que sea, al que ambos
fenómenos obedezcan?
Fulano lleva en la solapa un distintivo con una hoz y un
martillo. ¿Estamos ante un caso de significado intencional
(Fulano quiere decir que es comunista), de representación
pictórica (ese distintivo representa simbólicamente la unión entre
obreros y campesinos) o de prueba inferencial (si lleva ese
distintivo, entonces es comunista)? El mismo acontecimiento
pertenece al dominio de cada una de las tres teorías que Harman
distingue. Ahora bien, sin duda un mismo fenómeno puede ser
objeto de teorías totalmente diferentes: ese distintivo pertenece a
la esfera de la química inorgánica por la materia con que está
hecho, a la física por estar sujeto a la ley de la gravedad, a la
merceología por ser un producto industrial comercializable. Pero
en el caso que estamos considerando se trata de un fenómeno
que es al mismo tiempo objeto de las tres (supuestas) teorías del
significado, de la representación y de la prueba, única y
exclusivamente porque no está en lugar de sí mismo, no está en
lugar de la manifestación de su composición molecular, de su
tendencia a caer hacia abajo, de su posibilidad de ser
empaquetado y transportado, sino que está en virtud de lo que
está fuera de él. En este sentido despierta asombro y se
convierte en el mismo objeto abstracto de la misma pregunta
teórica.
5. Las desconstrucciones del signo
lingüístico.
Las críticas que figuran a continuación tienen un rasgo en
común: ante todo, aun cuando hablan del signo en general y se
refieren también a otros tipos de signos, se basan en la
estructura del signo lingüístico; en segundo lugar, tienden a
disolver el signo en una entidad de mayor o menor alcance.
12.1. Huellas.
12.2. Síntomas.
12.3. Indicios.
12.5. Vectores.
12.6. Estilizaciones.
12.10. Invenciones.
12.11. Conclusiones.
1.1. Lo Remitido.
donde
I. las expresiones entre corchetes representan la
presuposición;
II. S es el sujeto y O el objeto de la acción (estado de
cosas que también puede representarse
lingüísticamente mediante una frase incrustada);
III. las expresiones en mayúsculas se consideran primitivos
(suponiendo que la enciclopedia los analice, se trata de
interpretantes);
IV. wo representa el mundo de referencia (mundo real) y
wj cualquier mundo posible que representa la actitud
proposicional (creencias, expectativas, proyectos) del
sujeto;
V. to representa el instante temporal que expresa el tiempo
verbal, y t—1 cualquier instante temporal anterior.
12.2. Metonimia.
/x/ → Faspecto de x AQuién o qué produce x MDe qué está hecho x PPara
qué sirve x
READ → 01
MULTIPLY → 03
Así pues, una prueba del hecho de que las instituciones son
s-códigos consiste en que su observancia o inobservancia no
constituyen casos de verdad o mentira, sino de corrección o
incorreción.
Aun así, hay un sentido en el que las instituciones valen
como sistemas de correlaciones, y este carácter correlacional
depende precisamente de su carácter modal.
De hecho, la conformidad con la regla institucional remite
siempre, y ante todo, a mi decisión de mostrarme fiel a la propia
institución. Ahora bien, esta posibilidad de correlación incluye la
posibilidad de mentir.
a) Supongamos que quiera fingirme caballero del Santo
Grial. Puedo hacerlo izando los estandartes correspondientes
(pero entonces me refiero a un código propiamente dicho; el de
las divisas o banderas). Puedo hacerlo auxiliando a una virgen
indefensa, aun cuando no suela dedicarme a defender a los
oprimidos ni emprenda justas lides. La posibilidad de mentir se
basa en el hecho de que las reglas del sistema de la caballería no
son necesarias (como las de las matemáticas), sino en principio
sólo proairéticas, es decir, que suponen una lógica de la
preferencia y, por tanto, toleran su inobservancia. No puedo
fingirme matemático afirmando que dos y dos son cuatro. Es
algo que estoy obligado a saber en toda circunstancia. A lo sumo
puedo decidir valerme de mi conocimiento de algunas reglas
complejas como ‘signo’ de mi conocimiento de todas las reglas
matemáticas, mediante un procedimiento de tipo sinecdóquico.
Las reglas de la caballería, en cambio, no son obligatorias para
todos, y si observo una de ellas puedo dar a entender que las
observo todas. El carácter no obligatorio de la aceptación de las
reglas de un sistema determina que su observancia resulte
significante.
b) Supongamos ahora que mientras telefoneo a Juan en
presencia de Luciano quiera darle a entender a éste que Juan me
ha preguntado algo. Formulo, pues, el enunciado /no, no creo
que vaya/ (cuando quizá lo que ha hecho Juan es afirmar que
Luciano es un tonto). Aclaremos que por el momento no estoy
utilizando inclusiones semánticas (decir /no iré/ permite suponer
que me han pedido que /fuese/), sino que me limito a ocultar el
hecho de que Juan ha formulado una afirmación y estoy dando
a entender que ha planteado una interrogación. En tal caso, me
estoy refiriendo a una regla conversacional (‘si se pregunta algo
hay que responder’) y estoy sugiriendo una reversibilidad
correlacional de la regla (si se responde es signo de que se ha
recibido una pregunta) pues al formular el consecuente doy a
entender que ha tenido que existir determinado antecedente.
También puedo basarme en la regla conversacional ‘siempre se
interroga a un interlocutor presente’ (regla que sólo admite
violaciones hipercodificadas retóricamente: el apostrofe) y
formular preguntas por teléfono para que Luciano crea que
estoy hablando con alguien cuando en realidad no es así. O bien
puedo presuponer la regla ‘hay que ponerse en pie cuando entra
un superior’ y ponerme de pie cuando entra Juan para que
Luciano crea que Juan es el jefe. En este caso, los consecuentes
significan los antecedentes en virtud del carácter supuestamente
vinculante de la regla.
La diferencia entre a) y b) reside en que en el primer caso
finjo aceptar un sistema de reglas no obligatorio (pero vinculante
una vez que se lo ha aceptado) y para fingir observo una de sus
reglas, mientras que en el segundo caso presupongo que ya he
aceptado, junto con otros, un sistema obligatorio de reglas
vinculantes y finjo observar una de sus reglas (cuando de hecho
la violo). Por tanto, hay que distinguir entre una mentira sobre
las reglas y una mentira mediante las reglas.
c) También se puede mentir usando de modo impropio las
modalidades de un género literario: puedo iniciar un poema
conforme a las modalidades de la épica, con una invocación a
las musas, y luego traicionar las expectativas con un anticlímax
que desemboque en lo heroico-cómico o en lo grotesco. En un
cuento de tipo tradicional puedo introducir un actor que tenga
todas las características del ayudante y luego resulte ser el
enemigo. Puedo dotar al malo con las características del héroe
(novela negra) o al héroe con las características del malo (hard-
boiled novel). Este es un caso mixto entre a) y b) porque por un
lado el carácter no obligatorio de la regla me permite fingir que
la acepto, y por el otro el carácter vinculante de las reglas (una
vez que se han aceptado) permite que mi violación resulte
significante (aun cuando en el caso del anticlímax no se trata de
una mentira, sino de una incorreción deliberada).
d) Al margen de las prácticas engañosas, puedo hacer que
resulte significante —como en c)— la violación deliberada de
las reglas: no observo las reglas de cortesía caballerescas para
significar que no soy un caballero y para connotar en todo caso
que no reconozco la validez de esas reglas. No estrecho la mano
de una persona a quien desprecio para significar que no
pertenece al círculo de personas dignas de respeto.
En todo caso, ahora deberíamos saber por qué tan a menudo
las instituciones (que son s-códigos) se interpretan como
códigos: porque su función social hace que su observancia
resulte significativa (/aceptación de la regla/ →
«conformismo») y porque su carácter internamente vinculante
establece por hábito correlaciones entre la presencia de los
consecuentes y la supuesta presencia de los antecedentes.
5. El problema del código genético.
Hasta el momento hemos mostrado que siempre que se
habla de código correlacional aparecen fenómenos inferenciales,
y siempre que se habla de código institucional aparecen
fenómenos de correlación entre antecedentes y consecuentes,
estrechamente vinculados con otros procesos inferenciales.
Tratemos ahora de ver qué sucede con otra acepción de
/código/, también bastante destacada en esta segunda mitad del
siglo: la noción de código genético.
Es interesante señalar que la temática de la comunicación
genética también surge explícitamente en la segunda mitad del
siglo, aunque sus premisas se desarrollaron con anterioridad: el
descubrimiento de la doble hélice se produce en los años
cincuenta, en 1961 Jacob y Monod descubren los procesos de
transcripción del ADN al ARN y, por fin, en el Congreso de
Moscú de 1961 se presenta el primer desciframiento del código
genético.
No sabemos si la mecánica del código genético, tal como la
reconocen actualmente los especialistas, es un fenómeno real o
si el código genético sólo es por ahora una mera construcción
hipotética de los genetistas. Digamos, sin embargo, que aun
cuando se tratara de una hipótesis errada, no por ello resultaría
menos significativa para la historia de las ideas. Esquematizando
muchísimo, la información contenida en el cromosoma y
almacenada en el ADN (ácido desoxirribonucleico, de estructura
doble helicoidal cuya unidad fundamental, el nucleótido,
contiene una base, un glúcido y un ácido fosfórico) determina la
construcción de una molécula proteica. Una molécula proteica
está constituida por aminoácidos. Los aminoácidos son veinte y
de su combinación nacen las distintas moléculas proteicas.
En el ADN encontramos diversas sucesiones de cuatro bases
nitrogenadas (adenina, timina, guanina y citosina —sean A, T,
G, C) y la sucesión de esas bases determina la sucesión de los
aminoácidos. Puesto que los aminoácidos son veinte y las bases
nitrogenadas cuatro, se necesitan varias bases para definir un
aminoácido. Como una secuencia de dos bases permitiría 16
permutaciones, y una secuencia de cuatro bases permitiría 266,
la máxima economía combinatoria parece alcanzarse mediante
secuencias de tres bases, o tripletes, que también permiten
definir —con sus 64 combinaciones para veinte aminoácidos—
el mismo aminoácido mediante ‘homófonos’ o sinónimos, así
como utilizar algunas combinaciones nulas como signos de
puntuación entre secuencias ‘significantes’. Aquí no nos interesa
determinar si esa economía es un resultado del proceso
evolutivo o bien una mera economía metalingüística construida
por el biólogo; podría suceder que las secuencias reales fuesen
266 (y que el código tuviese cuatro bases) sólo que únicamente
veinte aminoácidos hubieran sobrevivido a la selección evolutiva
y todas las combinaciones no utilizadas resultaran nulas u
homófonas. Comoquiera que sea, es evidente que el sistema de
los tripletes del ADN también es un s-código y como tal está
sujeto a cálculos de transformación y a evaluaciones de
economía estructural.
Pero el ADN está en la célula, mientras que la información
que tiene almacenada debe trasladarse al ribosoma donde se
produce la síntesis proteica. Por consiguiente, los tripletes del
ADN son copiados dentro de la célula por otro ácido nucleico, el
ARN (ácido ribonucleico), que como ARN-mensajero transporta
el mensaje al ribosoma.
Allí el ARN-soluble (probablemente mediante una nueva
traducción en tripletes complementarios, que por razones de
simplicidad no tomaremos en cuenta) inserta un aminoácido
para cada triplete de bases nitrogenadas.
La traducción del ADN al ARN se produce por sustitución
complementaria de tripletes y, además, la timina del ADN es
reemplazada por una nueva base, el uracilo (sea U). Estamos
pues, al menos formalmente, en presencia de un código
propiamente dicho, que por comodidad llamaremos ‘código de
célula’:
A→ U
T→A
G→C
C→G