La Ruta de Las Caravanas - Manuel Pimentel
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Manuel Pimentel
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Título original: La ruta de las caravanas
Manuel Pimentel, 2005
Retoque de cubierta: Titivillus
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A Antonio Llaguno, compatriota de Yuder Pachá.
A Ismael Diadié, descendiente del toledano Alí ben Ziyad.
Mis agradecimientos por su tarea en favor de la cultura
y la convivencia, y por la salvaguarda de la
fabulosa biblioteca de manuscritos
que la familia Kati conserva en Tombuctú
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Del origen
Te dejo estas cintas con los relatos de algunas de las aventuras que me
han acontecido durante estos últimos años. Aunque te cueste creerlo, todas
son reales. No sé si me conoces, o logras ponerme cara. He visto que siempre
estás muy ocupado, por lo que a lo mejor no has tenido tiempo ni ganas de
reparar en una discreta mujer que durante meses ha estado organizando el
archivo de vuestra empresa. Termino hoy mi tarea aquí, y salgo de nuevo
hacia otro largo viaje. Pero, antes de hacerlo, he querido dejarte estas cintas.
Te ruego que las escuches con atención. Ni siquiera sé muy bien por qué te lo
pido; me han hablado de tu afición a la arqueología y a la escritura y quizá,
simplemente, necesitaba compartir con alguien mis propias experiencias,
celosamente guardadas hasta ahora. Haz con ellas lo que quieras; al fin y al
cabo, sólo es el relato de una vida, la mía.
Un fuerte abrazo y hasta siempre,
ARTAFI
Cuando escuché las cintas me llevé una inmensa sorpresa. Con su propia voz,
Artafi narraba unas increíbles aventuras. Me pareció mentira que a principios del
siglo XXI todavía hubiese oportunidad para lances tan fantásticos. Comprobé los datos
que aportaba, y resultaron ser todos reales. Quedé fascinado con sus historias. Tanto
me gustaron, que decidí llevarlas al papel. La primera que transcribí se iniciaba en el
Archivo de Indias, desde donde se adentraba en los misterios del mundo maya.
Publicamos esa aventura bajo el título de Puerta de Indias, sin poder pedirle,
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siquiera, permiso a la protagonista. Ya han pasado más de dos años y sigo sin saber
nada de ella. Ni ha aparecido por Sevilla ni por Córdoba, ni tampoco ha intentado
ponerse en contacto conmigo. Si hubiese estado en España, supongo que se habría
enterado de la publicación de la novela y habría dado señales de vida, aunque sólo
hubiese sido para percibir los derechos de autor que en justicia le corresponden. Yo
actué como simple amanuense, poniendo negro sobre blanco las aventuras que ella
me dejó grabadas. De esa ausencia deduzco que seguirá inmersa en alguna otra
aventura, buceando en los misterios de antiguas civilizaciones o perdida en
geografías exóticas. No creo que esté muerta. Las mujeres como ella no mueren
jamás.
Ahora finalizo la transcripción de la segunda de sus cintas. Y he tomado la
decisión de enviar estos folios a mi editor de Barcelona. No puedo esperar más: una
nueva historia verá pronto la luz. Al fin y al cabo, es lo que Artafi quería, que sus
aventuras fuesen conocidas. Ella misma afirmaba en la primera de las cintas que una
persona no muere del todo mientras alguien la recuerda. ¡Me he acordado tantas
veces de esa frase! A esta segunda aventura la hemos titulado La ruta de las
caravanas. Pronto comprenderá lo acertado del título; dispóngase a conocer uno de
los pocos lugares del mundo donde la aventura es todavía posible, el gran desierto del
Sahara, hogar de tuaregs y templo de la desolación y la belleza.
Por simple deducción, nuestra protagonista tendría unos veinticinco o veintiséis
años cuando afrontó esta segunda aventura. Artafi, de vuelta en Sevilla tras su
epopeya en el Yucatán, recibió una llamada del profesor Cisneros para ofrecerle de
nuevo un trabajo que se presumía sencillo: un erudito de Tombuctú precisaba de un
ayudante. Y esa sugerente propuesta la empujó a una aventura no deseada. Todas las
descripciones geográficas y las aclaraciones históricas que Artafi dicta en su cinta son
reales. Yo mismo lo he comprobado. Tras escuchar la cinta, decidí por mi cuenta
repetir el itinerario de la ruta de las caravanas. Pude comprobar que Artafi no erraba
en ninguna de sus apreciaciones.
Pero basta de preludios; la aventura nos espera. ¡Dispóngase a vivirla!
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Capítulo 1.
Al-Andalus
T enía dos trozos de cerámica antigua en las manos cuando sonó mi móvil.
Aquella hermosa mañana me encontraba en el yacimiento arqueológico del
cerro de la Botinera, enclavado en la sierra de Algodonales, un pueblo blanco de
Cádiz. Inocente de mí, todavía no podía intuir el lío en el que estaba a punto de
meterme. Deposité sobre el suelo las piezas iberorromanas, que me estorbaban, y
atendí el teléfono. Como suponía, era el viejo profesor Cisneros. Había prometido
llamarme en cuanto supiera de un nuevo trabajo. Yo estaba segura de que no fallaría;
por eso esperaba sus noticias con impaciencia. De alguna forma, se sentía
responsable de mis desgracias en el Yucatán. «No te preocupes, Artafi —me insistió
por teléfono—. Esta vez, el trabajo será tranquilo». Al parecer, un erudito de
Tombuctú, recién recalado en España, necesitaba ayuda. El profesor Cisneros,
todavía presa de los remordimientos por los sinsabores causados por su anterior
propuesta, me aseguró que nada tendría que temer en esta ocasión. No saldría de
Andalucía y, al parecer, cobraría un salario razonable. Ambas cosas me gustaron. No
quería viajar y, sobre todo, necesitaba el dinero. Estaba completamente tiesa; durante
las últimas semanas había consumido la práctica totalidad de mis ahorros. Mi carácter
me impedía vivir a costa de mi madre, por lo que necesitaba imperiosamente tanto el
trabajo como el sueldo. Ni que decir tiene que le respondí con un entusiasta «sí», sin
conocer siquiera las condiciones de la oferta. Necesitaba urgentemente mejorar mi
economía y enfrascarme en alguna actividad intensa, únicas pócimas eficaces para
olvidar todo lo vivido en el Yucatán.
No tenía, por tanto, tiempo que perder. Di por concluida mi visita a la Botinera
antes de lo previsto y me dispuse a viajar hasta Córdoba, donde esa misma tarde
mantendría la entrevista con el que iba a ser mi nuevo jefe, según lo acordado con
Cisneros. Al parecer, el erudito me esperaría en un hotel cordobés. Mi amiga, la
directora de la excavación, protestó cuando me excusé. No me quedaría para la
comida que pensábamos celebrar en una venta cercana; salía inmediatamente. «Hija,
Artafi, qué rara eres, no cambiarás nunca», me dijo mientras me montaba en el coche.
«La verdad es que no —pensé, resignada, al arrancarlo—. Nunca cambiaré, no tengo
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remedio». Pero no era momento para terapias introspectivas. Necesitaba una nueva
oportunidad y, al parecer, ésta me esperaba en Córdoba. Tenía que llegar allí cuanto
antes, así que carretera y manta.
A la altura de Écija —la sartén de Europa, por las altas temperaturas que soporta
—, recibí otra llamada del profesor. Quería aclararme algunos aspectos de la cita.
—Mi amigo de Tombuctú se llama Aziz y es un erudito dedicado a su biblioteca
familiar, que contiene antiguos y valiosos manuscritos. Te espera a las cuatro de la
tarde en el hotel Maimónides, junto a la mezquita. Él mismo te aclarará los detalles.
Su familia, que tiene origen en el antiguo al-Andalus, ha ido reseñando durante siglos
toda su genealogía familiar mediante anotaciones en los márgenes de los manuscritos.
Su biblioteca tiene por ello un gran valor histórico. Está buscando financiación
española para su estudio, catalogación y conservación. También quiere rastrear su
propio pasado familiar en archivos de Córdoba y Granada. Por eso precisa de ayuda.
Habla un correcto español, aprendido en alguna visita anterior a nuestro país. Espero
que te guste el trabajo. Mucha suerte.
Y sin decir una palabra más, colgó. Así era el profesor, sucinto en palabras,
pródigo en actividad, rebosante de generosidad.
El asunto parecía de lo más sugerente. Tombuctú… ¡qué bien sonaba! ¿Dónde
estaría exactamente? Sabía, desde luego, que era una ciudad del Sahara, pero me
costaba creer que pudiesen existir eruditos en un lugar tan aparentemente remoto.
Aunque había leído algo sobre esa ciudad mítica, destino de las grandes caravanas
que cruzaban el desierto, no lograba ubicarla exactamente sobre ninguno de los
actuales países de África. ¿Dónde demonios estaría? ¿En Argelia? ¿En Níger? La
verdad es que no tenía ni la menor idea. Pensé que no debía presentarme en Córdoba
sin saber siquiera dónde se encontraba la ciudad del que podría ser mi nuevo jefe.
Realicé un par de llamadas, hasta que Luis Reina, un empollón en geografía, me lo
aclaró:
—A Tombuctú se la conoce como la «Perla del Sahara», capital de los míticos
reinos negros del sur del Sahara y destino deseado para las caravanas. Los
comerciantes llevaban a lomos de sus camellos telas, armas y sal, y traían esclavos,
marfil y oro. La ciudad se encuentra en el actual Malí, uno de los países más pobres
del mundo, prácticamente a las orillas del río Níger, que da nombre a esa zona del
Sahel, conocida como «Curva del Níger». Durante siglos, Tombuctú fue una ciudad
inaccesible para los europeos. Muchos murieron en el intento de alcanzarla. Todavía
hoy, sigue siendo un lugar muy remoto, destino de aventureros y estudiosos. ¿Por qué
te interesa? No pensarás ir para allá, ¿verdad?
—No. Lo último que me apetecería en estos momentos sería una aventura en el
Sahara. Simplemente se trataba de una consulta.
—Llámame para lo que quieras. Si algún día te animas a ir, no te olvides de mí.
Uno de mis sueños es conocer la ciudad. Recuerdo que hace tiempo en un libro o en
una película alguien decía: «Si me pierdo, búscame en Tombuctú». Pues eso, no
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estaría mal perdernos una temporadita allí.
Sí —reflexioné—, en eso precisamente estaba pensado yo. En perderme con
aquel empollón en Tombuctú. Un auténtico horror, vamos. Y, además, tras los
atentados integristas que estábamos sufriendo en Europa, mucho menos. Adentrarme
en el mundo musulmán no me apetecía nada de nada.
—Muchas gracias. Si decido perderme, te llamaré —le mentí para cortar.
Bueno, pues dos cosas había ganado: ya sabía dónde se encontraba Tombuctú y
encima había recibido un pequeño homenaje. Con lo deprimida que me encontraba,
que alguien quisiera perderse conmigo en el mismo corazón del África seca era mano
de santo para mi autoestima. Sí, aunque ese alguien fuese el empollón Luis Reina.
Sentirme deseada siempre había sido el antídoto más eficaz para mi inseguridad, uno
de mis puntos débiles. Nunca había sido de las guapas de la pandilla; había tenido
que resignarme, como otras tantas, a asistir al éxito ajeno, al de mis exultantes amigas
guapas, sonrientes y simpáticas. ¡Cuántas veces se acercaron a mí chavales para
utilizarme como cebo para alcanzar la presa que de verdad ansiaban! Pasaron los
años, y también yo obtuve mis propios triunfos. A todas nos llega nuestro momento.
Pero siempre mantuve ese punto de dependencia emocional que sólo las mujeres
conocemos. Por eso me había reconfortado la descabellada propuesta del empollón
Reina. Ya podía enfrentarme con un mínimo de seguridad y conocimiento al erudito
que me aguardaba.
Llegué sin mayor problema hasta Córdoba, aparqué cerca de la mezquita y me
encaminé hacia el hotel Maimónides.
La cafetería estaba prácticamente vacía. Un único cliente, un negro, estaba
sentado en una esquina. Me quedé pensativa. ¿Sería Aziz? No —pensé—, no podía
ser negro. Cisneros me había dicho que era descendiente de al-Andalus; tendría, por
tanto, que ser blanco. En ese momento, levantó los ojos y nuestras miradas se
cruzaron. Sus palabras resolvieron mi duda:
—Eres Artafi, ¿verdad? —Como yo asentí, él continuó—: Soy Aziz. Te esperaba.
Cisneros me anticipó tu puntualidad. Muchas gracias por venir.
Tardé en responderle. No podía suponer que fuera negro. Y no un negro normal,
sino un rotundo negro zaino, hablando en términos taurinos. Con su correcto
castellano y su exquisita amabilidad, me contó su historia. Al parecer, sus
antepasados hispanorromanos se habían convertido al islam durante el período del
califato cordobés. Después de mil avatares, su familia terminó estableciéndose en
Tombuctú, y como único tesoro se llevó su biblioteca. La custodiaron durante
generaciones y, milagrosamente, había logrado sobrevivir hasta nuestros días. De esa
biblioteca hablábamos precisamente: se trataba de conseguir financiación para iniciar
un programa de catalogación y conservación de sus fondos. Quería que yo lo ayudara
a elaborar los proyectos de solicitud de ayudas ante las diversas instituciones de
cooperación internacional. Como era de esperar, me presté encantada a ello, sin
preguntar siquiera por las condiciones económicas. Una vez más, volvía a caer en el
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mismo error; no parecía haber aprendido nada de mis anteriores fiascos profesionales.
Pero, en fin, así era una. Como decía mi amiga, no cambiaría nunca.
En ese momento, un joven moreno se nos acercó. Era alto y delgado, con unos
profundos ojos negros y el rostro afilado. Instintivamente, me arreglé la ropa; el mozo
era atractivo. Por el color de su piel y su pelo ensortijado, supuse que debía de ser del
norte de África, de Marruecos, probablemente. Y, efectivamente, así resultó ser.
—Artafi, te presento a Abú Omar. Acaba de terminar sus estudios de historia en
la Universidad de Fez y se está doctorando en Córdoba.
—Hola. —Abú Omar me tendió la mano sin sonreír—. El gobierno español me
ha concedido una beca. La dedicaré a ayudar al profesor Aziz. Su biblioteca encierra
importantes tesoros que tenemos que sacar a la luz.
Aziz tomó de nuevo la palabra:
—Artafi es arqueóloga. Me la han recomendado para el trabajo que tenemos por
delante.
Una leve mutación en el rostro de Abú Omar me hizo intuir que no le había
agradado la noticia de mi participación. ¿Por qué? Quizá fuese un machista y pensase
que las mujeres no servíamos para trabajar. Dicen que los moros son así. ¿Por qué
tenía que ser tan mal pensada?, me reprendí a mí misma al observar que Abú Omar
parecía un hombre serio. «Demasiado serio», pensé en aquel momento, a pesar del
esfuerzo que realizaba por parecer amable.
—Artafi… qué nombre más bonito. ¿De dónde viene? —La clásica pregunta que
tanto me gustaba. Como me rezagué en responderle, Abú Omar insistió en un guión
mil veces repetido—: Artafi. Qué sugerente. Tiene aroma oriental, ¿es una divinidad
egipcia, fenicia quizá?
Como tantas otras veces, compuse una media sonrisa de mujer interesante y le
respondí enigmáticamente, como quitándole importancia:
—No lo sé. Puede ser.
Sonreí acordándome de la génesis de mi apodo. Al nacer fui bautizada, con
párroco y pila de mármol, como Rafaela, haciendo honor a la saga maternal iniciada
por mi bisabuela y que había marcado a hierro a todas las mujeres de mi familia. Mi
madre, mujer indecisa, cedió a las presiones de mi abuela, reserva espiritual de las
tradiciones del gineceo familiar, y como Rafaela quedé, un odioso nombre que
supuso mi particular tormento. Ni siquiera el apelativo familiar de Rafi logró romper
el maldito complejo que me acosó durante toda mi infancia y mi primera
adolescencia. ¿Puede una niña llamarse Rafi y no caer en la más profunda depresión?
Una tarde, en los pasillos de mi instituto, se me acercó un chaval del curso superior
que me tenía cautivada; la simple cercanía de aquel muchacho me hizo temblar de
emoción y ansiedad. Inocentemente, me preguntó mi nombre. Yo, avergonzada, pensé
que si le decía la verdad, que me llamaba Rafaela o Rafi, saldría en estampida ante
tamaña afrenta estética, así que, improvisando, decidí inventar algo. Y de una forma
burdamente instintiva se me ocurrió abreviar el nombre de mi padre, Arturo, con el
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de mi madre, Rafi. Bajé los ojos, titubeante, y pronuncié por vez primera Artafi.
«Qué nombre más bonito —me contestó inmediatamente—, parece el de una hada;
suena como algo mágico y misterioso». Salté de alegría al oír su respuesta, porque
había conseguido al que sería mi primer novio y, probablemente, la fórmula de
enterrar, o al menos paliar, mi complejo. Ni que decir tiene que, a partir de ese día, fui
Artafi para siempre y para todos. Y, como es normal, a nadie confesé el verdadero
origen del nombrecito al que respondí a partir de entonces.
Aziz volvió al asunto que nos había convocado. Teníamos que elaborar un
proyecto básico para presentar a los organismos de cooperación. Sería necesario pedir
un buen dinero para lograr poner en marcha la biblioteca. Se trataba de construir un
pequeño edificio para albergar con cierta dignidad los fondos; también de catalogar
los manuscritos, restaurar algunos de ellos y digitalizar el mayor número posible de
los mismos, para garantizar que su valiosa información no se perdiera por deterioro,
robo o destrucción. Durante una hora estuvimos anotando las prioridades para los
próximos días. A medida que avanzábamos, más me ilusionaba el nuevo trabajo.
—Bueno, ya es suficiente para nuestro primer encuentro. Mañana continuaremos.
Si te parece —me sugirió Aziz mientras recogía los papeles emborronados de la mesa
—, podemos quedar mañana por la mañana para comenzar el trabajo. Cisneros me
dijo que eres sevillana, ¿tienes sitio para dormir en Córdoba?
—No, Hoy dormiré en Sevilla, no he traído ropa. Mañana estaré aquí a primera
hora.
—Estupendo. Creo que trabajaremos aquí tres o cuatro días. Después iremos a
Granada.
Observé la parsimonia con la que hablaba Aziz. Emanaba serenidad, no parecía
presa del vértigo ni de la aceleración que tan frecuente resultaba en muchos de los
profesores con los que había trabajado en la universidad. Le calculé unos cincuenta
años. De rostro y sonrisa amable, una barba cana y cuidadosamente recortada le
adornaba el mentón y la perilla. La camisa y el pantalón le quedaban muy holgados.
Nos despedimos. Abú Omar se quedó con Aziz, y yo salí a la calle contenta. Me
había gustado mi nuevo patrón, y también el trabajo. Quizá, así, pudiese olvidar mi
dolor.
Al salir, miré el reloj. Todavía era temprano, podía quedarme un rato más en
Córdoba, Para ambientarme en el califato cordobés, decidí visitar la mezquita, cuyo
muro de piedra dorada tenía ante mis narices. Para mi sonrojo, sólo la conocía de una
lejana excursión escolar. Pero no recordaba nada, salvo la visión entre luces de un
bosque de columnas que asemejaban palmeras, según nos repitió sin cesar nuestra
profesora. En realidad, era como si no la hubiese visitado nunca.
Tras cruzar el patio de los Naranjos, antiguo patio de abluciones, entré en el
interior de la mezquita, tras pagar —eso sí— el ticket de entrada. Me pareció
carísimo, pero pronto comprobé que el estipendio bien merecía la pena. Desde el
mismo momento en que me acostumbré a su penumbra, quedé maravillada ante la
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inesperada belleza del espacio de columnas y arcadas; dobles arcos de herradura de
tradición visigoda con los que los andalusíes solucionaron alturas y luces, en un
auténtico prodigio de arquitectura. Cada columna era distinta; cada capitel, diferente.
Por lo visto, los constructores supieron aprovechar los restos de edificios de época
romana, y consiguieron bordar un conjunto excepcional con retales tan variados.
Los lugares hermosos hay que conocerlos solos, sin acompañante que te distraiga;
así, la comunión con el entorno se hace más intensa y las percepciones más agudas.
Después, si se quiere, se puede compartir con otras personas. Pero siempre quedará el
recuerdo del primer diálogo interior entre nuestra soledad y el monumento. El
silencio, las perspectivas adivinadas y la armonía del espacio sagrado me cautivaron a
medida que avanzaba por el interior de la gran mezquita, No puedo negar que el
confundirme entre los secretos de sus geometrías me sumergió en un oasis de gozo.
Como suele ocurrir ante los grandes monumentos, no tuve la sensación de estar ante
una arquitectura genial. No. Creía estar en un lugar con alma, en un poema escrito en
piedra. «En lugares así, es fácil creer en Dios», pensé en aquellos momentos. No
experimentaba algo parecido desde que bajé al cenote del Yucatán. Creo incluso que
recé al buen Dios, que, de existir, inspiraría obras como ésa. ¿Le pedí algo? No lo
recuerdo bien, ahora que dicto estas cintas. Pero si algo rogué en aquellos momentos
tuvo que ser el que se me permitiera volver a sentir. Sí, ahora lo recuerdo: quería
volver a sentir. Temía que la herida de los sucesos de la playa del Yucatán hubiese
secado mi caudal de sentimiento. Entonces, la imagen de Rodrigo volvió a
estremecerme. No podía hundirme con ella. Decidí consultar la guía que llevaba entre
las manos para que mis recuerdos y mis deseos no desbordaran la capacidad de mi
corazón.
El conjunto monumental de la mezquita de Córdoba se había completado gracias
a cinco grandes ampliaciones, realizadas entre los siglos VIII y X, necesarias ante el
progresivo aumento de la población y del número de fieles de la ciudad. Abderramán
I, el primer emir omeya, inició la construcción de la mezquita en el año 785 sobre la
iglesia cristiana de San Vicente. En 833, Abderramán II la amplió, sumándole otras
ochenta columnas, y el califa Alhakem II realizó la tercera ampliación en el año 964,
erigiendo el maravilloso mihrab —lugar desde donde se dirigía la oración de los
viernes—, que ha llegado hasta nuestros días. El general Almanzor, azote de
cristianos, realizó en 987 la gran ampliación lateral que supuso la finalización de la
planta de la mezquita. Tras la conquista castellana, se erigió la catedral de Córdoba en
el mismo corazón del templo. Ésos eran los datos históricos que —según el folleto
que había cogido a la entrada— acompasaron la construcción de uno de los
monumentos musulmanes más importantes del planeta.
Al tiempo que leía nombres de emires y califas, caía en la cuenta de que, a pesar
de mis estudios universitarios, apenas sabía nada de aquellos remotos Abderramanes
y Almanzores. En nuestros programas de estudio, no se le daba importancia a la
historia musulmana de la península Ibérica; eran simplemente los invasores
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sarracenos, a los que teníamos que expulsar al mar. Los habitantes de al-Andalus
fueron considerados como ajenos a nuestra historia y a nuestra tierra. No eran de los
nuestros: sencillamente eran los otros que había que batir. Su única referencia, la del
enemigo. Por eso, casi nada sabía de ellos. Comprendí que no podría iniciar mi nuevo
trabajo sin repasar los rudimentos de la historia de al-Andalus; no quería hacer el
ridículo ante mi nuevo patrón. Me propuse leer algo aquella noche sobre la historia
musulmana de España.
En mi deambular por el interior de la mezquita, tropecé con la catedral cristiana
enclavada en el mismo centro del bosque de columnas. La visión del gran volumen de
la nave me produjo, además de un inesperado sobresalto, un cierto rechazo. No es que
la catedral fuese fea ni desagradable; al contrario, se trataba de un hermoso edificio.
Pero rompía la armonía del conjunto; más que embellecer, desmerecía. Leí en el
folleto que el emperador Carlos V visitó la mezquita en 1526. Al ver la catedral
cristiana situada en el centro de la mezquita omeya reprendió a los responsables:
«Habéis construido algo que se ve en cualquier parte para destruir lo que es único».
Pues eso mismo pensé yo en aquel momento; podrían haber construido esa catedral
en cualquier otra parte. «Podemos verlo como un símbolo de convivencia, debemos
intentar sacarle algo bueno», me consolé mientras volvía a adentrarme en la
columnata de Almanzor. Al fin y al cabo, los emires también habían destruido la
anterior iglesia cristiana para construir sobre ella su mezquita, y al menos ésta se
había salvado. Así era la historia, y así, probablemente, seguiría siendo.
Cuando salí, la tarde del estío ya declinaba. Compré un par de libros sobre al-
Andalus en una de las muchas tiendas para turistas de los alrededores de la mezquita
y, sin tomar nada, inicié mi regreso a Sevilla. No me gustaba conducir de noche, y
como los días todavía alargaban, quise llegar a casa antes de que oscureciera. Lo
conseguí. Entre dos luces, aparqué el coche ante la misma puerta de mi domicilio.
Cuando entré, cargada con mi bolso y los libros, me encontré a mi madre sentada en
su sillón, hojeando una revista. Me abracé a ella y le estampé un sonoro beso en la
mejilla.
—Qué contenta te veo, Artafi. ¿Has encontrado trabajo?
—Hoy debe de ser mi día de suerte —le respondí—. He encontrado trabajo y
aparcamiento a la primera. Toma —le devolví sus llaves—. Lo tienes aparcado en la
misma puerta.
—Olvídate del coche, ¿de verdad tienes trabajo?
—Sí. El profesor Cisneros me ha presentado a un erudito de Tombuctú que
precisa ayuda en España.
Mi madre tardó unos segundos en responder. Sin duda alguna, estaba procesando
la información que le había aportado. No sabía si debía alegrarse o romper a llorar.
—¿El profesor Cisneros de nuevo? ¿Estás segura de que te conviene ese trabajo?
¿No puedes buscarte un trabajito normal? Qué sé yo, en la Junta o en el
Ayuntamiento, de ocho a tres, tal y como está mandado. ¡Un erudito de Tombuctú! ¡A
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saber dónde caerá eso!
—Tranquila, mamá. Esta vez todo irá bien. Será un remanso de paz y soledad;
trabajaré en archivos históricos de Córdoba y Granada, donde desde hace muchos
siglos no pasa nada de nada.
—Bueno, tú sabrás lo que haces. Esta noche abriremos una botella de tinto para
celebrarlo. No todos los días se encuentra un buen trabajo —añadió sin demasiada
convicción.
—Ni aparcamiento en la misma puerta —la interrumpí.
—Ni aparcamiento en la misma puerta —repitió mi madre sonriendo.
Y entonces me besó. Me notaba feliz, y eso para ella era importante. Siempre
habíamos estado muy unidas, pero desde su separación matrimonial nuestra intimidad
se había acrecentado. Había compartido muchas de sus noches de desconcierto y
dolor, y también me había alegrado cada vez que pensaba que podría recomponer su
vida; tarea, por cierto, fallida hasta aquel entonces. Pero no era noche de melancolías,
sino de gozo. Cenamos y brindamos con el vino de las grandes ocasiones. Mi madre
se fue a la cama pronto y yo decidí trabajar todavía un rato. Rotulé un rotundo AL-
ANDALUS sobre la portada de un cuaderno que guardaba, y comencé a escribir
algunas notas a medida que leía. Pensé que sería una buena idea. Eso me permitiría
estructurar y recordar una historia que me resultaba prácticamente desconocida, la del
islam español. Con mi letra grande y redonda escribí:
El islam afirma que no existe más Dios que Alá, y que Mahoma es su
profeta. Mahoma nació en Arabia en el año 570. Existían entonces varías
tribus árabes que guerreaban frecuentemente entre sí y que adoraban a
dioses diversos. Los árabes, como los judíos, afirman descender de Sem, hijo
de Noé. De ahí que se los conozca como razas semíticas. Los musulmanes
creen en la Biblia, y en ella encuentran el origen del pueblo árabe. Abraham
tuvo un hijo con su esclava egipcia Agar, que se llamó Ismael. Trece años
después nació Isaac, hijo de Abraham y su esposa Sara. Sara no cejó en su
empeño hasta conseguir que Abraham expulsara de su casa a Agar y a su hijo
Ismael, que deambularon varios años por el desierto. Como Abraham no se
había quedado con la conciencia tranquila, rogó a Yahvé que no abandonara
a su otro hijo Ismael. Según el Génesis, Yahvé le respondió: «He otorgado
también tu petición sobre Ismael: he aquí que lo bendeciré y le daré una
descendencia muy grande y muy numerosa: será padre de doce caudillos y lo
haré jefe de una nación grande». Así fue. Madre e hijo deambularon durante
doce años por el desierto, hasta que Ismael se casó con la hija de un príncipe
de la zona interior de la península arábiga. Tuvo con ella doce hijos, que
fueron los padres a su vez de las doce tribus árabes que posteriormente se
extendieron por todo el desierto. Isaac, que permaneció en casa de Abraham,
fue el elegido de Yahvé para instaurar el linaje hebreo. Así pues, tanto judíos
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como árabes, según sus propias creencias, descienden de Abraham. Desde el
principio, árabes y judíos han estado, al mismo tiempo, tan cercanos y tan
lejanos.
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comparación con la población nativa; los habitantes de al-Andalus tuvieron que ser,
en su mayoría, los descendientes de la población autóctona. Sin embargo, siempre
nos referimos a los habitantes de al-Andalus como moros. ¿Serían moros, en verdad?
¿O herederos de los hispanorromanos originarios? ¿Existiría entre los actuales
andaluces sangre andalusíes, o ésta habría sido completamente sustituida por la
repoblación cristiana tras la Reconquista?
Como no tenía respuesta a esas preguntas, me entretuve escuchando las noticias
de la mañana. De nuevo, el tema estrella era la lucha contra el terrorismo
internacional… un terrorismo internacional que siempre parecía tener sello islámico.
Santo Dios, ¿qué pasaba en el mundo musulmán para que, aparentemente, siguiera
anclado en el medievo? ¿Cómo se podía explicar que una civilización que había
florecido como ninguna otra en la Edad Media estuviese postrada en la mas absoluta
de las decadencias? ¿Quién tendría la culpa? ¿Ellos? ¿Nosotros? Su propio fanatismo,
probablemente, sería el único responsable de su situación. Sus ulemas, sus alfaquíes,
sus ayatolás y sus imanes me producían un vivo rechazo; me aterrorizaba que algún
día personajes así pudiesen condicionar mi vida.
De repente, al descender una cuesta, la ciudad de Córdoba se me mostró entera.
Su visión me alegró. Tenía ganas de trabajar, de aprender y de olvidar. Y hacerlo con
Aziz me pareció una extraordinaria oportunidad. Se trataba de un simple intelectual;
nada tenía que ver con la guerra de culturas y civilizaciones que estaba tan en boga en
aquellos días.
Llegué al hotel un poco antes de las nueve; supuse que sería buena hora. Como no
encontré al erudito de Tombuctú en la recepción, me dispuse a esperarlo tomando un
café mientras hojeaba el periódico, Pero Aziz no aparecía. Cuando a las diez todavía
no se había presentado, comencé a inquietarme. Recordaba perfectamente que
habíamos quedado a las nueve. ¿Se habría olvidado Aziz de la cita? Abú Omar
tampoco estaba. ¿Se habrían marchado ya? Aquella posibilidad me angustió. No
quería perder una buena oportunidad como aquélla…
Me acerqué hasta la recepción para preguntar por ellos. Quizá pudiesen decirme
algo. Efectivamente, así fue.
—¿Es usted Artafi? —me preguntó la chica cuando oyó mis preguntas.
—Sí —le respondí.
Me extendió entonces un sobre rotulado con mi nombre.
—Tome, el señor Aziz lo dejó para usted. Abandonó su habitación muy temprano
y nos pidió que se lo entregásemos en cuanto apareciera por aquí.
Lo abrí sin mayor dilación. En su interior había una sencilla nota manuscrita.
Querida Artafi:
Esta madrugada he recibido malas noticias. Hechos muy graves han
ocurrido a mi familia de Tombuctú. Tengo que regresar con la máxima
urgencia. Disculpa, intentaré ponerme en contacto contigo.
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Me quedé de piedra al leer la nota. No, no podía ser, no podía tener tan mala
suerte. No podía perder un excelente trabajo sin ni siquiera haberlo catado.
Instintivamente, volví a la recepción para preguntar:
—¿Ha dejado dicho cuándo volverá?
—No, aunque debe de ir para largo. Nos dijo que regresaba a su casa. Por lo
visto, vive lejos, en África. Dejó su habitación pagada, y se marchó con todos sus
bártulos. No podemos decirle nada más.
—¿Ha aparecido un joven marroquí preguntando por él?
—No, Usted ha sido la única.
Me senté de nuevo a reflexionar. ¿Qué debía hacer? ¿Intentar localizarlo?
¿Esperar noticias suyas? ¿Volver a Sevilla? Cerré los ojos para intentar concentrarme.
Y fue justo entonces cuando la maldita pesadilla que me había atormentado durante
toda la noche se me representó con total nitidez. Los embozados, el salto del muro, el
cuchillo, los cofres cargados en los todoterreno, la mujer desangrándose. ¿Y si la casa
de Aziz hubiese sido objeto de un robo durante esa noche? ¿Y si, más que un sueño,
mi pesadilla hubiese sido un presagio? Intenté serenarme. Me repetí a mí misma que
me estaba alarmando ante una simple casualidad. Pero algo en mi interior seguía
advirtiéndome que las casualidades no existían… Si así fuese… ¿qué debían de
contener los cofres que vi cargar en los coches? ¿Oro, plata, joyas? ¿Dinero? No
lograba adivinarlo. En todo caso, debería ser algo de extraordinario valor. Tanto,
como para que los ladrones estuviesen dispuestos a asesinar para conseguirlo. Sin
duda debía de ser un botín muy valioso. ¿Los manuscritos? No, no estarían guardados
en arcones. Los suponía en armarios y estanterías. Pero si no eran los manuscritos,
¿qué otra cosa podía ser?
Decidí aguardar noticias de Aziz. Mientras paseaba nerviosa por el vestíbulo del
hotel, no dejaba de lamentarme de mi mala suerte. ¿Tendría gafe? Después de lo de
Yucatán, me parecía imposible volver a recaer en otro asunto complicado. Un erudito
de Tombuctú, que venía a España para profundizar en sus raíces familiares, que por
una bendita carambola me contrataba, y que por una maldita casualidad tenía que
salir en estampida para regresar con los suyos. ¿Qué demonios le había pasado para
tanta urgencia? Marqué el número del profesor Cisneros. Quizá supiera algo.
Desgraciadamente no descolgó. Le dejé un escueto mensaje en su contestador
automático: «Profesor, soy Artafi. Estoy en Córdoba. Había quedado con su amigo
Aziz para comenzar a trabajar, pero se ha ido. Ha dejado una nota diciendo que tiene
que regresar a su país urgentemente. ¿Sabe usted algo? Llámeme, por favor».
Me irrité conmigo misma por no haberle dado el número de mi móvil a Aziz.
Quizá desde cualquier aeropuerto podría haberme llamado. Tampoco se lo pedí a Abú
Omar; tal vez él supiera algo. Media hora más tarde, nerviosa por inactiva, tomé
algunas iniciativas. Llamé al teléfono de información del aeropuerto de Madrid para
interesarme sobre vuelos a Tombuctú. La señorita que me atendió creyó al principio
que se trataba de una broma. Pero, al insistir, terminó respondiéndome:
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—Tombuctú no tiene en la actualidad aeropuerto internacional abierto. Para entrar
en Mali hay que volar hasta Bamako, pero no existe ningún vuelo desde Madrid. Sólo
París tiene conexión directa.
Comprendí que no podría seguir el rastro de Aziz. Diariamente salían decenas de
vuelos para París. Podría haber embarcado en Madrid o en Sevilla, o, incluso, haber
ido en tren. Con la alta velocidad ya no era una alternativa descabellada. No, no tenía
ningún sentido intentar localizarlo. Sólo quedaba, por tanto, esperar que él se pusiese
en contacto conmigo o con Cisneros.
Nada me restaba por hacer en aquel hotel. Me despedí de la recepcionista,
dejándole, ahora sí, mi número de móvil por si Aziz intentaba localizarme. Me dirigí
hacia la puerta, y justo entonces lo vi. Abú Omar entraba en el hotel; en dos zancadas
llegó hasta mí.
—Artafi, supongo que ya sabrás lo del profesor.
—Sí, me ha dejado una nota en recepción. ¿Qué le ha ocurrido?
—No lo sé. Me dejó un mensaje en el móvil anunciándome su urgente marcha por
motivos familiares. Decía que suspendíamos la entrevista y que ya sabríamos de él.
Hace un rato he pensado que a lo mejor en el hotel tenían más información, por eso
me he acercado hasta aquí. Me ha sorprendido verte en la puerta, pensé que no
vendrías.
—No le di mi número de teléfono a Aziz, por eso no pudo avisarme. Me dejó esta
nota en recepción. En el hotel no saben nada más.
—Pues no es gran cosa —me respondió al leerla.
—No. ¿Qué podemos hacer?
—Quizá esperar sus noticias. Tiene mi número de móvil; a lo mejor nos llama
esta misma mañana desde algún aeropuerto. Me pondré en contacto contigo en cuanto
lo haga. Dame, por favor, tu número de teléfono.
De nuevo sentí la misma sensación del día anterior: Abú Omar quería largarme.
Parecía no gustarle nada de nada que Aziz me hubiese contratado para compartir el
trabajo. Lo observé de reojo mientras le anotaba el número en un trozo de papel.
Parecía nervioso, y miraba constantemente su reloj. Sin duda, también le había
incomodado la inesperada salida de Aziz. Al fin y al cabo, era un becario, y
necesitaba el dinero tanto como yo… o quizá todavía más.
—Artafi, ¿quieres tomarte un té conmigo? —su inesperada propuesta me
sorprendió—. Conozco un cafetín que te encantará.
Un sexto sentido me advirtió que no debía aceptar la invitación, pero, como otras
tantas veces, me dejé llevar. Total, tampoco tenía nada que hacer. Incluso,
engañándome a mí misma, pensé que quizá recibiríamos noticias de Aziz, y así
podríamos retomar ese trabajo que se me escapaba de las manos. Sin demasiada
convicción, acepté ir con él.
Sin apenas hablarnos —era evidente que yo no le interesaba lo más mínimo—,
nos adentramos en el laberinto de estrechas callejuelas que rodean la mezquita,
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compartiendo el espacio con muchedumbres de turistas ansiosos de inmortalizar en
sus cámaras fotográficas cualquier rincón tópico. El marroquí andaba deprisa y yo lo
seguía sin perder el ritmo. ¿Para qué demonios me habría invitado si después pasaba
olímpicamente de mí? De todas formas —me consolé— el paseo era agradable.
Cuando nos alejamos de la mezquita disminuyó el turisteo, a pesar de que las calles
seguían siendo muy hermosas. «La dictadura de los circuitos turísticos de los tour
operadores», pensé. Lo que ellos no programaban sencillamente no existía, como
bien sabían los hoteles y las tiendas afectadas. «Pues peor para los que se dejan llevar
como turistas-borregos corriendo exhaustos tras guías intercambiables». Se perdían
las mejores. Algunos de esos guías llevaban un paraguas rojo, como bastón de mando
para pastorear a su rebaño. ¡Un paraguas rojo! ¡En Córdoba! ¡Habríase visto algo más
absurdo! Pero ¿de qué me reía yo? Lo mío sí que resultaba patético, corriendo tras un
marroquí que me era prácticamente desconocido, internándome por las calles de
Córdoba, uno de los centros históricos más extensos de toda Europa, sin tener la
menor idea de mi destino. ¿Podía yo dar lecciones de cordura a alguien?
—Hemos llegado, aquí es.
Entramos en un cafetín halal, tal y como rubricaba el cartel escrito en español y
árabe de la entrada. El interior, en penumbra, era acogedor. Las pocas personas que
allí se encontraban consumían té o café, servidos en ornamentadas teteras de plata,
que se vertían lentamente desde cierta altura sobre vasitos de cristal. El olor del té se
entremezclaba con el de las plantas aromáticas que se consumían en algunos
incensarios que no lograba localizar. Las mesitas bajas, los cojines y los divanes
pegados a la pared le daban a la casa un indudable ambiente oriental, reforzado por
los reposteros y los tapices escritos con caligrafía cúfica que cubrían la pared. El
cuadro se complementaba con una suave música andalusí como fondo.
Me sentí bien en aquel lugar, a pesar de todas mis precauciones contra los árabes,
a los que consideraba machistas, retrógrados y, por qué no decirlo, hasta peligrosos.
—No sabía que existieran cafeterías así. Me gusta este lugar.
Abú Omar estaba nervioso. Haciendo un esfuerzo, me respondió:
—Existen cafetines como éste en muchas ciudades españolas, aunque los más
auténticos se encuentran en Córdoba, Granada y Sevilla. Estás en uno de los mejores.
No dijo más. Volvió a guardar silencio, mientras miraba de un lado a otro. ¿Qué
le pasaba? ¿Por qué me había invitado?
Nos sentamos sobre unos cojines bajos, alrededor de una bandeja de bronce
circular ricamente labrada. Pedimos dos tés morunos y me dispuse a disfrutar del
entorno, ya que no podría hacerlo de la conversación que tanto le costaba a Abú
Omar. Parecía muy irritado ante la desaparición de Aziz. Por fin rompió el silencio,
pasados unos minutos.
—¿Conocías a Aziz de viajes anteriores?
—No.
Sin duda alguna, quería sonsacarme información. No se la proporcionaría; al fin y
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al cabo, nada sabía todavía de él. Pero nuestro amago de conversación quedó
bruscamente interrumpido. Un rumor, procedente de la puerta, quebró el remanso de
sonidos tenues que venía disfrutando; rumor que se convirtió en auténtico alboroto en
cuanto se extendió la noticia que un joven, con cara descompuesta, gritaba sin cesar:
—¡Una bomba, ha explotado una bomba! ¡Ha sido en Las Tendillas! ¡Hay
muertos, heridos, se ve sangre por todos lados!
Un escalofrío de terror nos paralizó por un instante a todos los que allí nos
encontrábamos. Teníamos demasiado cerca las masacres que los terroristas islamistas
habían ocasionado en otros atentados. Las imágenes de las sangrías estaban recientes
en nuestras entrañas. El dolor que albergábamos volvió a aflorar con furia. Mientras,
una radio a todo volumen que alguien había conectado tras el pequeño mostrador
desgranaba las noticias que se narraban desde la céntrica plaza de Las Tendillas:
—Al parecer —decía la voz de la locutora—, dos terroristas suicidas se han
inmolado en sendas terrazas de dos concurridas cafeterías de la plaza, Siena y Boston.
Las fuertes explosiones han causado, al menos, tres muertos y varias decenas de
heridos. La confusión es total en estos momentos. Los gritos de dolor de los heridos y
de los familiares que buscan a sus seres queridos se mezclan con las sirenas de las
ambulancias y con las órdenes de la policía, que intenta poner un poco de orden. Se
temen nuevas explosiones. Aunque nadie ha reivindicado el atentado, todos los
indicios apuntan a una nueva acción terrorista de los radicales islamistas…
No podía creerlo. ¡Una nueva masacre, y en Córdoba, donde me encontraba!
¿Qué debía hacer en esas circunstancias? Inmediatamente, marqué desde mi móvil el
número de mi madre. Como no me contestó, le dejé un mensaje en el buzón de voz:
«Mamá, han estallado unas bombas en Córdoba, pero estoy bien. No te preocupes por
mí, ya hablaremos». Al colgar me percaté de que casi todas las personas que estaban
en el salón habían tenido la misma reacción instintiva: llamar a los suyos para
tranquilizarlos. Igualmente, y como impelidos por idéntico muelle, una vez
finalizadas las llamadas nos pusimos en pie. La gente quería salir a la calle, obtener
más información, saber qué había ocurrido. Yo también quise salir. No podía
permanecer ni un instante más encerrada en aquel cafetín árabe. Sentí hacia él un
rechazo claustrofóbico. Me dirigí hacia la puerta, siguiendo al resto de las personas
que allí nos encontrábamos —es curiosa la reacción humana de repetir los mismos
comportamientos—, y antes de salir, me volví para ver si Abú Omar venía detrás de
mí. Recuerdo perfectamente que lo vi sentado en su cojín, como obnubilado.
Mientras el resto de los clientes del café gritaban o corrían, él permanecía sentado,
incapaz de reaccionar. ¿Qué estaría pensando? ¿Lo tendría paralizado el terror?
Nuestras miradas se cruzaron, y en esa fracción de segundo adiviné cuál era el
sentimiento que lo embargaba: sorpresa. Abú Omar estaba más sorprendido que
aterrado, más desconcertado que dolorido. No se esperaba el atentado. O, al menos,
no lo esperaba en ese momento.
No pude dedicarle ni una fracción de segundo más. Fui empujada por varios de
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los que se agolpaban ante la puerta y salí en volandas hasta el exterior. Anonadada,
seguí como un autómata a una voz apócrifa que gritó:
—¡Vamos a Las Tendillas, quizá podamos ayudar!
Olvidándome de Abú Omar y de su sorprendido silencio, me incorpore al grupo
que corría calle arriba, en dirección al lugar de los atentados. Jadeando, en menos de
cinco minutos nos encontramos en sus inmediaciones. Allí nos cortó el paso una
barrera policial, bajo el rótulo de la calle Jesús María. Se oían sirenas y voces y olía a
quemado. Afortunadamente, no llegamos a ver ningún herido; no podría haber
soportado la visión de la sangre. La policía nos instaba a que abandonásemos el lugar,
en nada podíamos ayudar. «¿Qué ha pasado? ¿Cuántos muertos hay? ¿Se han
suicidado los terroristas? ¿Hay muchos heridos? ¿Cómo podemos saber el nombre de
los afectados?». La policía era asaeteada por mil preguntas de este tenor, a las que no
podía responder. Las escenas de dolor desgarrado se multiplicaron a medida que
fueron acercándose personas interesadas por amigos y familiares que no respondían a
su móvil. Sin poder evitarlo, comencé a llorar. De pena, de rabia, de miedo, de
impotencia, de odio hacia los criminales. En ese momento decidí que tenía que
marcharme de aquel lugar. Allí no pintaba nada; sólo estorbaba.
Orientándome como pude a través del laberinto de calles encaladas y rejas
recortadas, conseguí llegar hasta la puerta del hotel Maimónides. Cuando entré, la
recepción estaba repleta de clientes que solicitaban información de lo sucedido. La
omnipresente radio divulgaba a todo volumen la información de la que iban
disponiendo; al parecer, el número de muertos ya confirmados oficialmente ascendía
a cuatro, más los dos suicidas, pero podrían ser algunos más. Las víctimas
comenzaban a incrementarse en el agónico recuento. Yo seguía llorando, sin
capacidad de reaccionar. Salí del hotel, cogí mi coche, y partí rumbo a Sevilla. En ese
momento necesitaba abrazar a mi madre. A medio camino, recibí, por fin, su llamada.
La tranquilicé, ella me tranquilizó a mí, e intentamos serenarnos, pero todo fue inútil,
las dos llorábamos como Magdalenas.
—Mamá, voy para casa —le dije antes de colgar.
Apenas fui consciente del resto del viaje. Estaba obsesionada con lo que había
vivido. Las noticias de la radio incrementaban mi desazón; decidí apagarla. Cuando
llegué a casa, mi madre me esperaba. Nos abrazamos, mientras le balbuceaba lo
sucedido. Durante toda la tarde no salí, con la mirada fija —parecía hipnotizada— en
las imágenes que la televisión no cesaba de repetir. Mi madre, tranquilizada al
tenerme allí, había salido. Estaba sola, y no lograba centrarme en otra cosa que no
fuera darle vueltas a lo vivido en esa mañana. La llamada telefónica del profesor
Cisneros me sacó de mis cavilaciones:
—Artafi, ¿estás bien? Acabo de enterarme de la noticia de las bombas de
Córdoba, y al oír en tu mensaje que estabas allí, me he alarmado. ¿Estás bien?
—Sí, gracias a Dios no me ha pasado nada. Ha sido horroroso. Lo llamé para
comunicarle que Aziz había tenido que marcharse urgentemente a su país. ¿Sabe algo
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de él?
—Me dejó un mensaje en el móvil. No sé qué demonios puede haberle pasado.
Supongo que se pondrá en contacto conmigo en cuanto pueda. Artafi…
—¿Qué, profesor?
—Siento haberte metido en un nuevo lío.
—Usted no es responsable de nada. Todo lo contrario, le agradezco sinceramente
su interés. Atravieso una racha de mala suerte; vendrán tiempos mejores.
—Seguro que sí. Cuenta con mi apoyo, y llámame para todo lo que necesites.
Tras la conversación con Cisneros, me vine abajo. ¿Por qué tenía que tener tan
mala fortuna? ¿Por qué no podía tener una vida normal como todo el mundo, con su
trabajo, sus amores y sus aficiones? Una nueva llamada a mi móvil me sobresaltó. El
corazón me dio un vuelco al oír al hombre que tenía al otro lado del aparato.
—Buenas tardes. ¿Es usted…, bueno, al menos eso pone en el papel que me han
pasado, la señorita Artafi?
—Sí, ¿quién es?
—Soy el subcomisario Fuentes, de la Policía Nacional. Estamos investigando los
sucesos de Córdoba. En el hotel Maimónides nos proporcionaron este teléfono. Al
parecer, mantuvo usted alguna reunión con un súbdito malí llamado Aziz, y con el
marroquí Abú Omar, ¿verdad?
—Sí —le respondí, nerviosa—. ¿Qué ocurre?
—Tranquila, no se la acusa de nada. Estamos investigando los atentados de esta
mañana, y nos gustaría mantener una charla con usted. ¿Podría venir a la comisaría?
—¿A la de Córdoba?
—Pues claro. ¿Dónde está usted?
—En mi casa, en Sevilla.
—Pues necesitamos verla esta misma noche. ¿Podría venir?
—Es tarde, no me gusta conducir de noche.
—Señorita —se notaba que Fuentes hacía un auténtico esfuerzo por mantener la
educación—, como comprenderá, nuestra investigación es vital. Los terroristas están
sueltos, y pueden volver a atentar. Cualquier información es fundamental en estos
momentos. Le insistiría en que viniese cuanto antes a la comisaría de Córdoba.
No supe responderle. Había quedado bloqueada por la brusquedad de la
conversación. Mi silencio no fue bien interpretado por el policía. Sin esperar mi
respuesta, me amenazó:
—Si no viene inmediatamente, entenderemos que dificulta la investigación.
Tenemos otras vías para forzarla a venir, pero serían… ¿cómo decírselo?… más
desagradables para usted. ¿Vendrá?
—Dentro de dos horas estaré allí —le respondí, atemorizada.
Ya no tenía ninguna duda: la maldición que parecía perseguirme había vuelto a
actuar. ¿Qué pasaría ahora conmigo? ¿Quiénes serían realmente Aziz y Abú Omar?
¿Serían terroristas? ¿Me acusarían a mí de algo?
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II
Ni las paredes desnudas de la comisaría, con sus desconchones y sus manchas, ni sus
incómodos muebles de tapicería plástica, colaboraron en suavizar mi angustia durante
la larga espera que tuve que soportar aquella noche en las dependencias policiales de
Córdoba. Cuando llegué, pasadas las doce, me dijeron que aguardara en la sala de
espera, que Fuentes ya vendría a recogerme. La comisaría era un hervidero de
policías que corrían de un lado para otro como enloquecidos, bailando al son de las
noticias. Al parecer, el número de muertos se limitaba a cuatro, más los dos suicidas.
Casi cuarenta heridos se encontraban ingresados con distintos grados de afección en
alguno de los cuatro hospitales de la ciudad, el Reina Sofía, el Universitario, San Juan
de Dios y el de la Cruz Roja. Todo apuntaba a que el trágico suma y sigue de víctimas
podría incrementarse durante las horas siguientes, como ya había ocurrido en otros
atentados similares. La misma solidaridad de los ciudadanos, desvividos por ayudar,
la misma entrega y sacrificio de funcionarios y profesionales públicos, el mismo
horror compartido…
No estaba sola en la sala de espera. Los cariacontecidos presentes mostraban
acusados síntomas de nerviosismo. Un hombre moreno no cesaba de andar de un lado
para otro, alimentando con su caminar la tensión que todos sufríamos. Curiosamente,
no cruzamos ninguna palabra entre nosotros. Al fin y al cabo, habíamos sido citados
por la policía para declarar. En principio, como simples testigos, pero ¿quién sabía si
algunos de los allí presentes tenían alguna relación con los atentados? De vez en
cuando, un agente entraba y llamaba por su nombre al citado. Atemorizados, los
requeridos salían de la sala para ser interrogados. En cualquier momento sería yo la
llamada; de nuevo volvería el tormento de las preguntas maliciosas de los policías,
que antes ya había sufrido. Pero no debía preocuparme. Les contaría toda la verdad,
nada tenía que temer, me repetía a mí misma para darme ánimo. Sin embargo, al
levantarme tras oír mi nombre, las piernas me temblaron.
Fui conducida por Fuentes a un pequeño despacho. Sentado tras una mesa
redonda se encontraba el comisario López. Un ayudante se encargaba de transcribir
las declaraciones. Una grabadora, colocada sobre la mesa, dejaba testimonio de todo
lo allí dicho.
Temblaba de miedo. Los recuerdos de los feroces interrogatorios que hube de
soportar en el Yucatán incrementaron mi inseguridad. Traté de reponerme, no podía
cometer ningún error. De lo contrario, me vería en un grave berenjenal.
Tras una breve identificación, comenzaron a preguntar. Tanto Fuentes como
López parecían cansados. Debían de llevar ya muchas horas en aquel despacho, sin
encontrar nada de interés.
—¿Cómo conoció al ciudadano malí Aziz y al marroquí Abú Omar?
—Un conocido catedrático de Historia de la Universidad de Sevilla, el profesor
Cisneros, me puso en contacto con Aziz. Es un erudito de Tombuctú que viene a
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realizar unos trabajos en España, para conocer el origen de una importante biblioteca
que al parecer custodia en Tombuctú.
—¿Ha dicho Tombuctú? —me interrumpió Fuentes—. ¿Dónde cae eso?
—Al parecer, en el norte de Malí, a las orillas del Níger, y en las mismas puertas
del Sahara.
—¿Me podría proporcionar el teléfono del profesor Cisneros?
—¿Para qué lo quieren? No irán a molestarlo a estas horas, ¿verdad?
—Por favor, esto no es un juego. Apúnteme ese número y continúe con su
historia, por favor.
»Y Abú Omar, ¿quién es?
—Un becario marroquí que también trabajaba para Aziz.
—¿Dónde está ahora?
—No lo sé. Lo perdí de vista cuando salí de una cafetería, tras conocer la noticia
del atentado.
Le conté el resto de la historia de mi encuentro con Aziz, de su inesperada
ausencia y del paseo con Abú Omar, sin omitirle detalle alguno. Bueno, mentira, les
oculté algo: la mirada de desconcierto del marroquí que tanto me había sorprendido.
No me interrumpieron durante mi exposición, aunque, en un momento de la misma,
Fuentes salió de la sala. Supuse que sería para llamar a Cisneros y confirmar mi
historia.
—Señorita, sus palabras son importantes. Intente recordar cualquier detalle, por
insignificante que pueda parecerle.
—No hay nada más. Ya se lo he contado todo.
En ese momento, López se levantó y, mirándome con frialdad y arrastrando las
palabras, me dijo:
—Aziz y Abú Omar pueden ser terroristas. Han desaparecido de forma extraña.
El erudito, antes del atentado; el becario, justo después. ¿No le sorprende eso?
—La verdad es que sí. Yo misma me he hecho muchas veces esa pregunta, pero
no sé darle respuesta. Estoy segura de que Aziz no es ningún terrorista.
—¿Y Abú Omar?
—No lo sé. No lo conozco de nada.
—¿Y si la acusáramos a usted de complicidad con terroristas? Al fin y al cabo, es
bastante raro su encuentro con dos musulmanes que desaparecen el mismo día del
atentado.
Me sentí desfallecer. No, no podía ser cierto lo que oía. ¿Cómo podían
vincularme con el terrorismo? Sacando fuerzas de flaqueza, decidí responder con
contundencia. No podían verme dudar en aquellos momentos.
—Lo que usted dice no tiene ni pies ni cabeza, Soy absolutamente inocente. ¿Es
que tengo cara de terrorista?
—El terror ya no tiene cara, señorita. Es un monstruo que se esconde en lo más
profundo de las entrañas. Puede permanecer toda una vida adormilado. O no, los
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tiempos que corren han despertado a la bestia. Cualquier persona de esas que usted
considera normales puede ocultar al mayor de los asesinos. Usted podría haberles
facilitado la infraestructura en Andalucía a esos malditos criminales.
No supe qué responderle. Anonadada y abatida, me vi encarcelada de por vida.
¿Cómo podría demostrar mi inocencia? En el preciso instante que me disponía a
balbucear una excusa, entró Fuentes.
—Comisario, he hablado con el mencionado profesor Cisneros. Me confirma la
historia que ha proporcionado la señorita. Él se hace único responsable de la relación
entre Aziz y ella. De Abú Omar no sabe nada. Pide que la soltemos inmediatamente,
de lo contrario llamará al rector de la universidad. Podría montar un escándalo.
Me sentí salvada. Un agradecimiento infinito hacia Cisneros inundó mi alma.
¿Qué harían ahora? No tardé en saberlo. López, mientras se levantaba irritado,
pronunció unas palabras que aún recuerdo a la perfección:
—Puede usted salir. Pero quédese en Córdoba. Podemos volver a llamarla en
cualquier instante. Sigue siendo una testigo importante, mantenga el móvil
encendido.
—Pero…
No me dejó terminar. Pensaba decirle que vivía en Sevilla, y que no tenía hotel
reservado en Córdoba, pero todo fue inútil. López y su ayudante abandonaron el
despacho sin despedirse, y Fuentes, tras indicarme con un gesto que lo siguiera, se
encaminó hacia la salida.
Al verme fuera de la comisaría comprendí el follón al que me había visto
arrastrada. No sabía adonde ir, ni qué pensar. No sabía si mi suplicio ante la policía
había concluido ya, o, por el contrario, no había hecho más que empezar. Los
remordimientos me atenazaban. ¿Por que no me había sincerado sobre mis sospechas
sobre Abú Omar? ¿Por que no les trasladé la sensación que me produjo su mirada de
la tetería? Sabía que no significaba incriminación alguna, pero tendría que habérselo
contado. ¿Debía volver a la comisaría para hacerlo? No, me respondí a mí misma.
Eso sería una irresponsabilidad. No podía levantar sospechas sobre nadie por simple
intuición. Al fin y al cabo, Abú Omar no parecía feliz ante la noticia del atentado.
Estaba sorprendido, como si algo inesperado hubiese destrozado el plan previsto.
¿Pero de qué plan hablaba yo? ¿Cómo podría comentar esas absurdas suposiciones a
la policía para condenar a un joven que a lo mejor era totalmente inocente? Tampoco
les había narrado mis pesadillas previas a la desaparición de Aziz. Mejor lo dejaría
correr. Si lo contaba todo, podrían tomarme por loca, o involucrarme aún más en el
asunto. Lo que sí tenía que hacer era llamar a Sevilla para tranquilizar a los míos.
El teléfono de mi casa no respondía y el de mi madre tampoco. ¿Dónde estaría a
esas horas? Le dejé un mensaje: «Mamá, he tenido que regresar a Córdoba para unos
asuntos relacionados con mi nuevo trabajo. Dormiré en casa de unos amigos, no te
preocupes por mí. Mañana te llamaré».
Afortunadamente, sí pude hablar con Cisneros.
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—¿Qué demonios ha pasado? ¿Por qué te ha interrogado la policía?
Tuve que explicárselo desde el principio.
—¿Quieres que vaya hasta Córdoba para hablar con las autoridades?
—No, no se preocupe. Me quedaré en casa de una amiga —le mentí—. ¿Ha
sabido algo de Aziz? —le pregunté para cambiar de tema.
—Nada de nada… Artafi.
—¿Qué?
—Definitivamente, discúlpame. Yo te metí en esto.
—No tiene por qué preocuparse. Le estoy muy agradecida. Acuéstese. Mañana
hablaremos con más tranquilidad… y vaya pensando en un nuevo trabajo, éste ya se
fastidió.
Tras despedirnos, colgamos. ¿Qué haría a partir de entonces? En la calle no podía
quedarme; buscaría una pensión económica, de esas para viajantes o estudiantes.
Durante mi paseo por la judería, pude comprobar que muchas lucían sus carteles
anunciadores. Pregunté la dirección de la mezquita, y, para mi sorpresa, estaba muy
próxima. La comisaría se encontraba junto a la Puerta de Almodóvar, desde donde se
accedía al barrio viejo. Antes de llegar a la muralla, pasé por la puerta del hospital de
la Cruz Roja, en donde no paraban de entrar y salir ambulancias. El tráfico de heridos
entre los hospitales debía de ser intenso. En la puerta se hacinaban decenas de
personas que gritaban y lloraban. Supuse que serían familiares que buscaban a los
suyos. Con un nudo en la garganta, apreté el paso. No quería ver el espectáculo.
¿Cómo podía haber sospechado de mí la policía? ¿Quién había sido el hijo de puta
que había organizado aquello?
Esquivando a los familiares y a los medios de comunicación que brujuleaban por
la zona a la búsqueda de testimonios de dolor, atravesé la puerta de la muralla y me
encontré en el escenario de una calle de la Judería, blanca, con rejas en las ventanas y
tabernas en los bajos; tabernas que, como señal de luto, se encontraban cerradas esa
noche. Desde las ventanas abiertas de las casas —en Andalucía combatimos así el
calor de la noche—, me llegaba el soniquete de radios y televisores que hablaban de
un único asunto: del atentado de Córdoba y de sus victimas, hacia las que millones de
personas volcaban su solidaridad.
Ante tanto dolor, me sentí insignificante y egoísta. ¿Por qué me angustiaba tanto,
si al fin y al cabo estaba viva y en libertad? Ante el inmenso dolor de familiares y
heridos, ante tantas vidas cercenadas, ¿por qué me autocompadecía de esa forma? Lo
único que tenía que hacer era colaborar con la policía, contarle todo lo que sabía y
ayudar a capturar a los malditos asesinos. Pronto los detendrían y podría respirar
tranquila.
Tuve suerte. Encontré habitación en la primera fonda en la que pregunté. No era
demasiado cara y podría pagar con tarjeta. No me preocupé de mi estado de cuentas.
Mi madre me ingresaría lo que me hiciese falta. En esas circunstancias, no me
importaba pedir su ayuda.
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Mi habitación se encontraba en el primer piso, al que se accedía atravesando un
típico patio cordobés de plantas, flores y cacharros de bronce. El cuarto era muy
humilde, pero tampoco podía pedir más. Al fin y al cabo, parecía bastante limpio.
Tenía lavabo y retrete, mientras que la bañera era compartida para toda la planta; un
fastidio soportable, dadas las circunstancias.
Como no llevaba muda, me acosté desnuda. Así aliviaría el calor que irradiaban
paredes y techos. Con las ventanas abiertas, supuse que la oscuridad de la habitación
me protegería de miradas indiscretas. No pude dormirme, la angustia no me permitía
conciliar el sueño. Para atraerlo, decidí leer algo. Llevaba en mi bolso los libros de al-
Andalus que había comprado el día anterior; continué la lectura por donde la había
dejado. Quizá así lograra entender algo mejor la lógica de los fundamentalistas que
tanto dolor causaban al mundo. Las notas en mi cuaderno reflejaban lo que descubría
de la historia del islam.
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numerosos viajes entro en contacto con cristianos, judíos, zoroástricos y
paganos de toda índole: los comerciantes de La Meca acostumbraban a
tratar con sus vecinos bizantinos y persas. De esta época viene su estrecha
amistad con un primo de su mujer, Waraka, profundamente interesado en
asuntos religiosos, que conocía los fundamentos del judaísmo y del
cristianismo, y que había traducido al árabe fragmentos del Evangelio y del
Antiguo Testamento. Fueron años en los que el futuro profeta maduró y
reflexionó sobre lo que él consideraba un disparatado politeísmo. Sólo en la
Kaaba se reverenciaban más de trescientos ídolos.
En 610, Mahoma, con más de cuarenta años, recibió su primera
revelación mientras meditaba en una cueva del monte Hira: Alá lo proclamó
su enviado. Esa noche es rememorada por los musulmanes como la «del
destino o al-Qard». A esta primera revelación la siguieron otras muchas.
Mahoma entraba en trance, temblaba, y al volver en sí, dictaba las nuevas
aleyas que Alá le había dado a conocer. Estas aleyas eran posteriormente
recopiladas, y dieron como fruto el Coran, el libro sagrado de los
musulmanes. Sus más allegados, empezando por su mujer Jadiya, lo creyeron,
pero el conjunto de la población de La Meca, especialmente los más
poderosos, se burló de él, acusándolo de loco y farsante. De las burlas y los
insultos, pasaron a la agresión. La animadversión hacia él y los suyos llegó a
tal extremo que tuvo que huir de La Meca, dirigiéndose al oasis de Medina, a
seis jornadas de distancia. Lo acompañaron ciento cincuenta seguidores. Fue
el año de la Hégira, el 622 en el calendario cristiano, y que marca el inicio
del calendario musulmán.
A partir de entonces, Mahoma fue incrementando su prestigio religioso y
político, mientras continuaban las revelaciones y ganaba paulatinamente
nuevos adeptos para el islam unificado que predicaba. No tardó en entrar en
guerra con las familias que dominaban La Meca. Después de varios años de
luchas, y reforzado por nuevas tribus árabes, logró derrotar a los ejércitos de
La Meca y regresar triunfante a su ciudad. Lo hizo vestido de humilde
peregrino y montando su camello al-Qaswá, el mismo con el que había huido
a Medina. Ordenó destruir los trescientos sesenta ídolos, y, aunque
inicialmente fue tolerante con los otros credos practicados en la Ciudad
Santa, finalmente dio un plazo de cuatro meses para que todos los infieles se
convirtieran o abandonaran la ciudad. Dos años después de la reconquista de
La Meca, Mahoma había logrado reunir bajo su nueva fe a todas las tribus de
Arabia; estaban en condiciones de iniciar la conquista exterior. Mahoma
murió en Medina el 8 de junio de 632, sin dejar ningún hijo varón, lo que
originaría graves problemas a la hora de establecer su sucesión. Sus
revelaciones fueron recogidas en los suras y las aleyas del Corán. De sus
palabras y hechos surgieron los hadices (tradiciones), en base a los
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testimonios fiables de personas que lo conocieron.
A las tres de la madrugada cerré el cuaderno, pensando que ya estaba bien por esa
noche, y justo en ese momento sonó mi móvil. ¡La policía, que me llamaba!, pensé.
¿Sería para un nuevo interrogatorio? ¿Habrían detenido al marroquí? La pantalla
reflejaba una llamada anónima.
—¿Sí? ¿Quién es?
—Artafi, tranquila, soy Abú Omar.
El corazón me dio un vuelco. ¿Qué querría ése de mí?
—¿Dónde estás? —le pregunté—. La policía te busca.
—Acabo de hablar con ellos, no te preocupes. Sigo en Córdoba y necesito verte
urgentemente. ¿Estás aquí?
—Sí, la policía me ha ordenado que no salga de la ciudad.
—¿Te han interrogado? —me preguntó, inquieto. Sin duda temía que lo hubiese
metido en algún lio con mi declaración.
—Si, pero, tranquilo, no he dicho nada malo de ti —me sinceré estúpidamente.
—Estupendo —lo noté más aliviado—. Necesito verte urgentemente.
—¿Ahora? ¡Son más de las tres de la madrugada!
—Acabo de recibir noticias de Aziz. Nos necesita.
Aquel argumento me desarmó. Tendría que encontrarme con Abú Omar si quería
ayudar al erudito desaparecido.
—¿Dónde nos vemos?
—En la plaza de Jerónimo Páez, la del museo arqueológico Estaré bajo un gran
portalón de un palacio que llaman la Casa del Judío.
Dentro de media hora, no tardes. ¡Ah! Y, sobre todo, no le cuentes nada a la
policía hasta que sepas lo que quiero decirte. Después podrás hacer lo que quieras.
Me vestí con toda la presteza de que fui capaz, dadas las circunstancias, mientras
pensaba si era prudente, o no, aquel encuentro con Abú Omar. Mi instinto me decía
que debía llamar inmediatamente a la policía, mientras que mi razón me convencía de
que no existía ningún riesgo, En mi insensatez llegué a pensar, incluso, que tras la
entrevista tendría más información que proporcionar a la policía Quizá así pudiese
ayudar a Aziz. Al final fue mi proverbial imprudencia la vencedora: me reuniría a
solas con Abú Omar. En el patio del hostal se encontraba, despatarrado sobre una
mecedora, el hombre que hacia las funciones de recepcionista de guardia. Le
pregunté cómo se llegaba hasta la plaza de Jerónimo Páez, y, todavía somnoliento,
me lo indicó sobre un pequeño mapa turístico.
—Busco en la plaza un palacio que llaman la Casa del Judío. ¿Es difícil de
encontrar?
—No. Está justo enfrente del museo arqueológico. No tiene pérdida. Tiene una
placita delante de su gran puerta de madera labrada. Dicen que la trajeron de
Jerusalén. Por lo visto, el dueño es un judío pastoso que vive en París. Su capricho es
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Córdoba, por eso de la convivencia entre culturas. Ha ido comprando casas contiguas
hasta formar un verdadero palacio. No he entrado nunca, pero quien lo conoce dice
que es una auténtica maravilla. Pero ¿no le parece que es un poco tarde para hacer
turismo?
—Me gusta pasear de noche. Muchas gracias.
Las calles de la judería estaban desiertas. Sin demasiada dificultad, me pude
orientar entre el laberinto de estrechas callejuelas. A pesar de mi ansiedad y de mi
paso ligero, pude apreciar la belleza de los pasajes y sus rincones. Mis pasos sobre el
firme empedrado reverberaban sobre las paredes de cal. Su sonido fue mi único
acompañante.
Llegué justo a la hora convenida a la plaza de Jerónimo Páez, y no tuve ni
siquiera que buscar la Casa del Judío; nada más llegar, me hicieron señales de luces
desde un coche estacionado. «Será Abú Omar», pensé. Efectivamente, al acercarme,
el marroquí se dejó ver, bajándose del automóvil. Gesticuló para que me acercara.
Me saludó extendiéndome la mano. Simplemente me dijo «hola», sin más
explicaciones. Estaba mucho más nervioso de lo que podría haber sospechado. Sin
darme tiempo ni a responder a su saludo, oí unos pasos a mis espaldas. Entonces todo
se precipitó. Alguien me agarró con fuerza, impidiéndome cualquier movimiento y
tapándome la boca, para que no pudiese gritar. Me pareció que Abú Omar tenía una
jeringuilla en la mano. Noté un pinchazo en el brazo y, al instante, perdí la
conciencia. Todo se sucedió muy deprisa. No logro recordar nada más de aquel
desdichado episodio.
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Capítulo 2.
El Magreb
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estar enterrada viva.
Pero esa sensación de alivio duró poco. A medida que pasaba el tiempo, la
temperatura de la caja fue aumentando. Al rato, el calor se hizo insoportable. Sudaba
copiosamente, y tenía la sensación de que me faltaba el aire. Pero nada cambiaba. El
tiempo pasaba, el rugido del motor continuaba, y la sensación de que el camión
devoraba kilómetros se prolongaba.
Tenía la boca completamente seca y la lengua hinchada. ¿Cuánto tiempo llevaba
sin beber? El calor y la sed me torturaban. No sé cuánto duró aquel suplicio. Supongo
que varias horas, que se me hicieron interminables. Llegué a pensar que no lo
aguantaría. Intentaba recordar cuánto tiempo podía resistir una persona sin beber.
¿Dos o tres días? ¿Cuánto tiempo llevaría encerrada? Sacando fuerzas de mi
debilidad, logré mantener la cabeza razonablemente fría, no gritando ni malgastando
energía. Durante todas aquellas horas de tortura, me mantuve quieta, sin apenas
moverme. Pasado un tiempo, disminuyó algo el calor. Sin duda, debía de estar
anocheciendo, y la tapa del cajón se enfriaba.
Tras un brusco frenazo, el ruido del motor cesó. Me pareció oír voces, y el
corazón comenzó a latirme con fuerza. ¿Quiénes serían? ¿Me liberarían o, por el
contrario, agravarían todavía más mi penosa situación? Quienquiera que estuviese
fuera, estaba apartando cajas o bultos que le obstaculizaban el acceso hasta donde yo
me encontraba; notaba cómo los paquetes se deslizaban con estridencia sobre el suelo
de la caja del camión. A esas alturas, ya no tenía ninguna duda de que me encontraba
en el interior de un vehículo de transporte.
Alguien comenzó a manipular mi caja. Oí perfectamente cómo se abría un
candado. Inmediatamente quedé deslumbrada. La tapa fue bruscamente abierta y la
luz me cegó. En mi ansia por salir, me había olvidado de una sabiduría básica: que la
luz hiere los ojos cuando nos hemos acostumbrado a la oscuridad. Tan ciega y
aturdida estaba, que no logré distinguir la cara del hombre que, sin más presentación,
me dijo:
—Bien venida a Marruecos.
No contesté. Me quedé tumbada, tapándome los ojos con las manos, a la espera
de poder recuperar en algo la visión. Al momento intenté incorporarme. Me mareaba,
y seguía sin apenas poder ver dónde ni con quién me encontraba. Mientras conseguía
ponerme en cuclillas, pude oír las palabras más deseadas:
Toma un poco de agua, debes de estar seca.
Casi a tientas, cogí la botella que me acercaba. El agua fría me sentó a las mil
maravillas. Jamás podría haberme figurado que pudiese saber tan bien. Bebía a
grandes sorbos, dejando que algunas gotas cayeran sobre mi cuello y mi camisa, para
refrescarme. Cuando me sentí ahíta, me sequé la boca con el dorso de la mano y miré
por vez primera al hombre que me había dado el agua.
—Gracias. Estaba sedienta —exclamé con una sorprendente tranquilidad, dadas
las circunstancias—. ¿Dónde estoy? ¿Quién eres tú?
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—Hemos tenido suerte, estás a salvo.
No comprendía nada. ¿Cómo que a salvo? ¿A salvo de quién? Había sido
anestesiada, secuestrada, metida en una caja, transportada en camión hasta
Marruecos, ¿y ahora me decían que estaba a salvo? Toda mi serenidad se agotó en ese
momento. Me percaté de mi situación real: todavía estaba sentada dentro del baúl que
había sido mi prisión, en presencia de uno de mis secuestradores o, igual me daba, de
uno de sus cómplices. Tenía que intentar huir. Quizá aquél fuese un buen momento…
Bruscamente, le arrojé el agua a la cara, para aprovechar su momento de
desconcierto. Me incorporé y salté del cajón. Pero ahí terminó mi intento de fuga.
Mis miembros, entumecidos, no respondieron con la suficiente agilidad a las órdenes
de mi cerebro. Incapaz de salvar el borde de la caja, caí con estrépito sobre el suelo
del camión.
—Pero ¿qué haces? ¿Te has vuelto loca?
Con suavidad, me ayudó a levantarme.
—¿Te has hecho daño?
No le contesté. No lograba interpretar su aparente amabilidad. Sus atenciones no
cuadraban con el comportamiento brusco y áspero que un secuestrador debía
mantener hacia mí. Me sacudí, mientras trataba de tranquilizarme. ¿Estaría
comenzando a sufrir el síndrome de Estocolmo? Dicen que muchos secuestrados
simpatizan con sus secuestradores. Debía mantener la sangre fría hasta lograr aclarar
la situación. Quizá hubiese llegado la hora de enterarme de lo que me había pasado.
—¿Quién eres? ¿Por qué me habéis secuestrado?
—¿De verdad no lo sabes?
—No tengo ni la menor idea. ¿Por qué lo habéis hecho? —le supliqué.
—Antes vamos a bajarnos del camión. Estamos en un lugar seguro, en Xauen.
Nadie nos encontrará…, al menos, por ahora.
Al dar mis primeros pasos para dirigirme a la puerta del camión, comprobé el
estado de debilidad en el que me encontraba. Tuve que apoyarme en aquel hombre
para conseguirlo. De un salto, se bajó del camión y, asiéndome por la cintura, me
depositó en el suelo. Nos encontrábamos en un patio cerrado por una gran cancela,
completamente a salvo de indiscretas miradas del exterior.
—Me llamo Alí —por fin se presentó, mientras abría una pequeña puerta desde la
que accedimos a un cuarto.
—Siéntate. Voy a preparar un buen té.
—¿Puedo ir antes al servicio?
—Es esa puerta verde. Espero que esté lo suficientemente limpio. Hay toalla y
ropa de repuesto. Puedes ducharte, te sentará bien.
El instinto femenino que nunca nos abandona se horrorizó al caer en la cuenta del
aspecto que debía de mostrar. Sencillamente aterrador, así de sucia y maloliente me
vi. Me precipité hacia el cuarto de baño que, afortunadamente, estaba impecable. Por
vez primera en muchas horas, bajo el chorro de agua fría, me sentí bien. Me sequé y
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me dispuse a vestirme con mis antiguas ropas. Pero fui incapaz de hacerlo. No es que
sea una maniática de la limpieza, pero fueron muchas las horas cociéndome en mi
sudor y en mis propias necesidades como para que fuese plato de gusto volver a
ponerme aquellos pestilentes trapajos. Así que decidí vestirme con la muda que Alí
había dispuesto para mí.
No se trataba de ropas occidentales, sino de una amplia chilaba al estilo moruno,
que me bailaba alrededor del cuerpo. Un amago de sonrisa se me escapó al mirarme
al espejo y verme con aquella pinta; sonrisa que corté de inmediato, dada la situación.
No era momento de jugar a los disfraces. Recogí entonces mis ropas sucias, las
remojé en el lavabo, y con gel de ducha las lavé como pude. Las dejé secándose y
volví al cuarto. Alí me esperaba tumbado ante una humeante tetera, colocada sobre
una bandeja en el suelo.
—Debes de estar muy cansada. Recuperarás fuerzas con el té.
Mientras permanecía sentada sobre un mullido cojín en el suelo y tomaba un
delicioso té con hierbabuena, volví a analizar la situación surrealista en la que me
encontraba. Sin ningún género de dudas, yo estaba secuestrada, y, por tanto, en
primer lugar, debería estar aterrada, y deseando escapar a la menor oportunidad, en
segundo. Pero, en verdad, me hallaba cómodamente sentada, saboreando un sabroso
té —estaba hambrienta, necesitaba azúcar—, y deseosa de que Alí comenzase con su
historia. Estaba tranquila, me sentía progresivamente reconfortada, y ni siquiera se
me pasaba por la cabeza la idea de huir.
—¿Quién es, en verdad, Abú Omar? —le pregunté por romper el hielo.
—Es un buen amigo. Lo estamos esperando, no tardará en llegar.
—¡Pero él me secuestró!
—Ya te he dicho que no se trata de un secuestro. Más bien tómalo como una
ayuda.
La simple posibilidad de volver a ver la inquietante sonrisa del marroquí me hizo
recordar todo el calvario que había pasado. La desaparición de Aziz, el terrorífico
atentado, las sospechas de la policía…
—¿Tenéis algo que ver con el atentado de Córdoba? ¿Sois terroristas?
—No, no lo somos. Al contrario, somos gentes de paz.
—Pero, entonces… ¿por qué desapareció Abú Omar tras el atentado? ¿Por qué
me secuestró?
—Trataré de explicártelo desde el principio. Conocí a Abú Omar en el instituto
español de Tetuán, por eso hablamos un buen español. Desde jóvenes éramos muy
religiosos y buenos estudiantes. Al salir de clase, íbamos a la mezquita, donde un
viejo imán nos enseñaba a recitar los suras y aleyas del Corán, al tiempo que nos
introducía en sus secretos. En aquellos años, un renovado fervor islámico arrasaba en
las aulas. Muchos musulmanes estábamos cansados de que durante los últimos siglos
la nuestra fuese una historia de derrota e ignominia. Queríamos volver a ser grandes,
importantes, y para ello debíamos regresar a la esencia del islam, a los principios que
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hicieron que nuestra civilización fuese la más brillante del mundo. Estábamos
cansados de ser pisoteados en nuestro orgullo y honor tanto por los occidentales
como por nuestros corruptos gobernantes, que, en su afán de rapiña, habían saqueado
los bienes del pueblo. Ese sentimiento sigue siendo hoy muy fuerte en los jóvenes
marroquíes, sobre todo en los universitarios.
Lo estaba escuchando con atención cuando acabé mi taza de té. Alí se percató, e
interrumpiendo su charla, me ofreció más. Acepté encantada, aquel bendito brebaje
me estaba sentando de maravilla. También él volvió a servirse con gran parsimonia,
elevando la tetera metálica para que en su caída el té se agitara adecuadamente.
—No te estaré aburriendo, ¿verdad?
—No. Necesito saber por qué y con quién estoy aquí. Tómate todo el tiempo que
necesites para tus explicaciones.
—Como te decía, muchos jóvenes musulmanes sentimos un inusitado fervor
islamista, que asombró a nuestros profesores de instituto y universidad, todos
formados a la europea, muchos de ellos, en Francia o España. No comprendían cómo
queríamos volver atrás, a hurgar en nuestro pasado, en vez de aprender las ciencias y
las leyes que habían hecho grande a Occidente. Las discusiones eran interminables, y
no solo en las aulas marroquíes, sino en las de todo el islam. El caso es que cada día
fuimos más los jóvenes que nos dejamos barba al estilo de los ulemas, y cada día
mayor número de chicas las que decidieron ponerse velo. Era como un gigantesco
grito de rebeldía contra la hegemónica corriente cultural occidental que dominaba el
mundo entero y que amenazaba con arrastrar y destruir todo el hermoso legado
islámico, fruto de siglos de erudición y sabiduría.
—Creía que las mujeres sólo se ponían el velo por obligación —lo interrumpí.
—En algún caso aislado puede que así sea, pero la mayoría lo hacen
voluntariamente. Algunas por simple tradición o por agradar al marido, otras por el
qué dirán los vecinos si no lo hacen, y muchas sencillamente porque les gusta, se
sienten cómodas con él. Pero lo más sorprendente de esta nueva corriente es que
muchas jóvenes de ciudad decidieron cubrirse por vez primera, sin que hubiesen visto
jamás esa costumbre en sus casas. Hijas de madres que nunca en su vida se habían
puesto un pañuelo lo lucen hoy orgullosas. Los occidentales le dais mucha
importancia a eso; para nosotros no tiene tanta.
Decidí no discutir con él; no merecía la pena. Tenía que dejarlo hablar. Necesitaba
saber si estaba con unos malvados secuestradores, con unos malnacidos terroristas o,
simplemente, con una panda de locos. En todo caso, estaba reponiendo fuerzas; me
serían necesarias para cuando decidiera huir.
—Del asombro inicial de los maestros y los profesores —continuó Alí—, pronto
pasamos al desconcierto y al temor de los políticos. La mayoría de los países árabes
estaban y están gobernados por élites corruptas, al servicio del capital occidental. La
nueva corriente islamista suponía un grave peligro para ellos, ya que, en la pureza
inicial del islam, los corruptos serían condenados. Nos bautizaron como
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fundamentalistas y prohibieron nuestras organizaciones. En Marruecos, por ejemplo,
donde están legalizados todos los partidos de molde occidental, extrema izquierda
incluidos, los movimientos islamistas son fuertemente reprimidos. Por eso, nuestra
corriente pronto se sumergió en las catacumbas. Éramos conscientes de que tan sólo
en la clandestinidad podríamos sobrevivir, hasta alcanzar una dimensión adecuada
para dar el gran salto.
»Abú Omar y yo abrazamos con pasión los principios y las creencias del islam
original. Nos trasladamos a Fez para completar los estudios. No merecemos el
apelativo de fundamentalistas con el que nos castigáis. Éramos fieles creyentes que
deseábamos vivir en una sociedad regida por el Libro. Éramos gentes de valores
humanos y religiosos. Estábamos, incluso, dispuestos a dar nuestras vidas por ellos.
Pero pronto comenzaron a aparecer cosas que no nos gustaban. Los postulados se
fueron radicalizando, y el grito de “yihad, yihad” era cada vez más frecuente. Ya no
se trataba de luchar tan sólo por defender nuestra religión y nuestra cultura, sino de
destruir Occidente. Comenzó entonces a oírse hablar de un tal Ben Laden, que al
parecer luchaba desde las montañas de Afganistán. Sin más plan que la fe y los
sermones de nuestros imanes, fuimos creando células de combate, totalmente
independientes unas de otras. Sin que fuésemos conscientes de ello, estábamos
pariendo la más poderosa red de combatientes que el mundo había conocido: al-
Qaeda. Se extendió como una epidemia. Un monstruo invisible había nacido bajo la
mismísima bota de Estados Unidos. Nadie lo veía, pero estaba ahí, en el corazón de
muchos jóvenes islamistas, ansiosos de derramar su sangre por el ideal del islam.
Pero aquello llegó demasiado lejos. 11 de setiembre en Nueva York, 11 de marzo en
Madrid… Muchos de los que habíamos creído en la pureza del mensaje nos
horrorizamos de la deriva que había tomado el asunto. Lejos de lo que algunos
fanáticos predican, el Corán no es el libro de la violencia ni de la venganza: es un
libro de paz y equilibrio. No estábamos de acuerdo con la deriva de violencia y odio a
la que estábamos abocados. Pero no resultaba fácil salir de la espiral. No podíamos
abandonar, ni mucho menos traicionar a nuestros hermanos. Aunque muchos de ellos
eran verdaderos fanáticos, otros no eran más que idealistas religiosos que no
merecían morir ni permanecer el resto de sus vidas encerrados en la cárcel. Por eso
no los delatamos, y por eso decidimos seguir en la organización intentando
moderarla.
—Entonces, ¿pertenecéis a al-Qaeda? —pregunté con horror.
—Al-Qaeda como tal no existe. No es más que una red voluntaria de muchísimas
células autoorganizadas. Ninguna recibe órdenes de estructura alguna, suele actuar de
forma independiente, aunque todas conocen perfectamente el objetivo: golpear al
enemigo occidental donde más le duela y en el momento en que más le perjudique.
Ni siquiera existe una red central de financiación: cada uno se las arregla como
puede. Distinto es la red de mezquitas y de obras sociales, en la que existen
fundaciones y ayudas estatales, sobre todo de carácter wahhabita saudí.
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—¿Quiénes son los wahhabitas?
—Es la corriente religiosa dominante en Arabia. Es muy estricta, y esta
íntimamente ligada al poder saudí. Los Saud era una tribu de beduinos nómadas que
lograron algún poder político en el siglo XVIII con su patriarca Ben Saud, que ofreció
su brazo armado a las doctrinas del religioso Wahhab, que predicaba un radical
regreso a la pureza del islam. De ahí viene la corriente wahhabita, íntimamente ligada
a la dinastía de los Saud. A principios del siglo XX, derrotados los turcos, los
británicos ofrecieron el poder político sobre la mayor parte de la península arábiga a
los Saud, como siempre acompañados de su ropaje wahhabita. A partir de ese
momento consideraron el país como una propiedad familiar. De ahí el nombre de
Arabia Saudí, la Arabia de los Saud. ¿Ha tenido algún otro gobernante en el mundo
entero la desfachatez de bautizar a su país con su propio apellido? Pues aquellos
incultos y rudos beduinos lo hicieron. Y todos y cada uno de los miles de miembros
de la familia Saud cobran un sueldo del Estado desde el día en que nacen. Los saudís,
con su hipocresía basada en un estricto y rígido cumplimiento del Corán, están
haciendo un gran daño al mundo musulmán. La dictadura de costumbres que
imponen no corresponde a la tolerancia del Libro. Los wahhabitas son los que están
azuzando el fundamentalismo en el mundo entero. Los Saud son una gran saga de
corruptos. Abrazan y sirven a Estados Unidos, mientras que apoyan las doctrinas más
reaccionarias. Pero no sé por qué te cuento todo esto. ¿Dónde estaba?
—Perdona, es que te he interrumpido. Me decías que ni a Abú Omar ni a ti os
gustaba la deriva violenta que iba adoptando vuestro movimiento islamista, y que no
sabíais qué hacer.
—Exacto. Participábamos activamente en las discusiones teológicas sobre la
justificación de la violencia y de la yihad, la guerra santa musulmana. Nosotros
encabezábamos un grupo que apostaba por una lucha política e intelectual, sin que
ello significara retroceder en nuestros principios. Pero éramos una minoría.
Abdelkrim, el más exaltado del grupo, consiguió liderar una facción que apostó
abiertamente por la violencia. Lo conocimos en Fez, sin llegar a sospechar su
posterior deriva radical. Escogió España como objetivo. Eso no lo supimos hasta
mucho después, bien que se encargaron de ocultárnoslo.
El caso es que Abdelkrim contactó con algunas células que ya se estaban
estableciendo en España, en Madrid y Andalucía, sobre todo. Nosotros estuvimos al
margen de todo eso, aunque sospechábamos que algo preparaban. A Abú Omar le
insistieron para que se trasladara a España, por si en algún momento hacía falta. Por
ese motivo aceptó la beca en Córdoba. No sabía en verdad en el lío en el que se
estaba metiendo. Yo me quedé en Tetuán, haciendo numerosos viajes a lo largo de
todo el Rif, la zona montañosa que discurre entre el norte de Marruecos y Argelia.
Nos quedamos aterrados cuando descubrimos por televisión que algunos de los
terroristas responsables de algunos de los atentados más sangrientos habían pasado
por las mezquitas de Tetuán y Tánger. Yo conocía personalmente a algunos de ellos, y
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nunca habían destacado por su fe ni su religiosidad. Resulta curioso, pero la violencia
en sí misma es una especie de credo que atrae poderosamente a determinados
personajes. No creen en Dios, sólo comulgan con el terror y la muerte. Perdí el
contacto con Abú Omar, él en Andalucía, yo en Marruecos. Temíamos hablar entre
nosotros, con la convicción de que tendríamos nuestros teléfonos y nuestro correo
intervenidos. No supe de Abú Omar hasta el día de ayer, cuando me comentó que
tenía que recoger un «paquete». El paquete eras tú, y por eso estás aquí. No puedo
contarte nada más; Abú Omar lo hará en cuanto se una a nosotros.
Guardé unos minutos de silencio. Tenía que digerir todo lo que Alí me había
contado. Todo podría tratarse de un vulgar embuste para mantenerme tranquila, o, por
el contrario, ser verdad. ¿Para qué engañarme? Si realmente me tenían secuestrada,
me podrían haber atado, o sedado, o sencillamente haberme arrojado a un zulo del
que me fuera imposible salir.
Alí se dirigió a la cocina y trajo algo de fruta. Mientras la devoraba en silencio, se
despidió de mí:
—Debes descansar, estarás agotada. Puedes dormir sobre ese colchón en el suelo.
Yo vigilaré fuera, seguimos estando en peligro. No te molestaremos hasta mañana;
probablemente ya desayunaremos con Abú Omar.
Y dicho esto, salió y cerró la puerta con llave. No querría arriesgarse a un intento
de fuga por mi parte. Estaba tan cansada que ni siquiera reflexioné sobre la última
frase de Alí: «Seguimos estando en peligro». ¿Peligro? ¿Quién era nuestro enemigo?
No pude seguir pensando, caí en un profundo sueño, profundo y plácido, como nunca
podía haber supuesto que dormirían los secuestrados. Porque, fuesen quienes fuesen
Abú Omar y Alí, yo sólo sabía una cosa: que estaba encerrada en una habitación y
que sólo una palabra podía definir mi situación: secuestro.
II
Desperté cuando el sol estaba bien alto. Había dormido más de diez horas del tirón, y
me sentía mucho mejor. Un agradable olor a té recién hecho me llegaba desde el
patio. La llave de la puerta no estaba echada, y al salir me los encontré a los dos,
tumbados a la moruna en torno a la bandeja del té. Un plato con dátiles y pastas
complementaba el desayuno. Al percatarse de mi presencia, Abú Omar me saludó
con un afecto que no le había conocido en nuestro encuentro en Córdoba.
—¿Cómo estás? Disculpa nuestros modos, no supimos hacerlo de otra manera.
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Por vez primera, los nervios me pudieron. La simple visión del marroquí disparó
en mi interior todos los temores acumulados.
—¿Por qué me secuestraste? ¿Qué tienes tú que ver con los atentados de
Córdoba? ¿Qué pinta Aziz en todo esto?
—Tranquila, todo tiene explicación. Siéntate con nosotros a desayunar, Alí ya te
ha contado algo; yo haré el resto.
Como mi hambre era mayor que mi rabia y mi orgullo, me senté sin más entre
ambos, y entre bocado y bocado escuché las explicaciones de Abú Omar. Muchas de
ellas fueron simples reiteraciones de las que ya había escuchado la tarde anterior,
pero todo lo referente a su persona fue nuevo para mí. Al parecer, no fue a Córdoba
como fruto de la casualidad. Además del interés de colocar personas en España,
quería conocer la historia de al-Andalus, una auténtica obsesión para muchos
musulmanes. Hacía poco, se había enterado de que el propietario de una importante
biblioteca de Tombuctú iría a Córdoba. No cejo en su empeño hasta conseguir
incorporarse al equipo de Aziz. Abdelkrim le había insistido en la importancia de su
trabajo. Por lo Visto, la información le había llegado desde sabios imanes de
Mauritania. Moviendo influencias en varios países, al final habían logrado que Aziz
lo aceptara como becario. Entonces aparecí yo. Como es normal, a Abú Omar eso no
le gustó nada de nada. Significaba una intromisión en la tarea que debía desempeñar,
y un riesgo más que asumir. Todo se estropeó a partir de entonces. La inesperada
desaparición de Aziz, el atentado, las preguntas de la policía.
Como no terminaba de creerme todo aquello que me contaba, lo interrumpía con
frecuentes preguntas:
—¿Tú no sabías nada del atentado?
—Nada de nada, me sorprendió tanto como a ti. Supongo que lo habrá cometido
algún comando itinerante. Aunque se rumoreaba que algún loco podría volver a
intentarlo, no le prestamos demasiada atención. Nosotros estamos por la paz, ya te lo
contó Alí.
—Pero ahora eres sospechoso.
—Si no llega a ser por la inexplicable desaparición de Aziz, y por tu presencia, yo
no hubiese sido otra cosa que un becario marroquí que ayudaba a un erudito de
Tombuctú, de honestidad comprobada. Nadie hubiese sospechado de mí.
—Entonces, ¿por qué me secuestraste?
—Di mejor por qué te salvé. Tras el atentado recibí un único mensaje. No para
tranquilizarme, ni para explicarme lo sucedido: únicamente fue para ordenarme que
te matara. Al parecer, alguien creía que tú sabías demasiado acerca de los contenidos
de la biblioteca de Aziz y de mi relación con él. El mensaje era claro: tenía que
asesinarte y hacer desaparecer tu cadáver.
Quedé aterrada al oír sus palabras. Alguien quería asesinarme por considerar que
sabía demasiado. Pero si yo no sabía nada de nada. Ni quién era Aziz, ni por qué
había tenido que regresar tan repentinamente a Tombuctú. De repente caí en la cuenta
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de que había algo que no cuadraba en la explicación.
—¿Sabemos por qué Aziz regresó tan precipitadamente a su casa?
—Sí. Unos desconocidos entraron en su casa, hirieron a su mujer y se llevaron
valiosos manuscritos. Nadie sabe quién ha sido.
«Mi sueño —recordé—. Fue una premonición».
—¿No habrá sido el dichoso Abdelkrim?
—Quién sabe, aunque no es seguro. Nuestra antigua organización está que trina
con el asunto. Llevábamos tiempo siguiendo a Aziz, pero en ningún caso pensábamos
robarle la biblioteca. Teníamos planeado, por el contrario, ayudarlo a desentrañar sus
misterios. Al parecer, su contenido era muy importante para nuestra causa.
—¿Quién puede haber sido, entonces?
—Son muchos los posibles candidatos. Algún traidor de nuestra propia
organización, bandidos tuaregs, contrabandistas mauros, traficantes songhais,
nacionalistas bambaras. Los manuscritos, además de su valor histórico y documental,
adquieren cotizaciones muy elevadas en los mercados de antigüedades. Los
millonarios del golfo Pérsico pagan verdaderas fortunas por los manuscritos antiguos.
Y si son andalusíes, mucho más. Aziz poseía, probablemente, la biblioteca andalusí
más importante de toda África.
De nuevo, el mundo andalusí volvía a aparecer en escena. ¿Por qué levantaba
últimamente tanto interés?
—Cuando recibí la orden de asesinarte, comprendí que había llegado el momento
de romper con la organización. Sabía que mi decisión era extremadamente peligrosa,
pero no estaba dispuesto a matarte. No quería manchar mis manos con sangre
inocente. Así que lo dispuse todo con exquisito cuidado. Pedí un fuerte anestésico, y
el resto ya lo sabes. Gracias a la ayuda de personas de toda confianza, te sacamos de
España metida en un camión de mercancías.
—Pero ¿por qué a Marruecos? ¿No estaría más segura en España?
—Bueno, no te hemos traído tan sólo pensando en tu seguridad…
—¿Entonces…? —pregunté con angustia.
—Necesitamos tu ayuda.
—¿Mi ayuda? ¿Para qué?
—No tenemos más remedio que ir hasta Tombuctú para ayudar a Aziz a recuperar
sus manuscritos. Debemos conocer qué información contienen. Y como nosotros
podemos estar perseguidos por nuestra propia gente, necesitamos tu ayuda. En teoría,
a estas alturas, tú estás muerta, durmiendo el sueño de los justos en lo más hondo de
un pantano. Nadie te perseguirá, podrás actuar con libertad. Tú conoces a Aziz, eres
historiadora, estás relacionada con el mundo científico. No teníamos a ninguna otra
persona de tu perfil para ayudarnos.
—Pero ¿estáis locos? ¿De verdad creéis que voy a acompañaros hasta Tombuctú?
Su historia no terminaba de convencerme. Para llevarme hasta allí habían
precisado de la ayuda de varias personas. Al menos, la que ayudó a Abú Omar la
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noche del secuestro, en Córdoba, y las que le organizaron el paso del Estrecho.
Estaba convencida de que, a esas horas, toda la organización de Abdelkrim sabría que
yo estaba en Marruecos; era un secreto imposible de guardar. Pero Abú Omar insistía
en sus requerimientos:
—No te forzamos, te lo pedimos por favor. Si te arrastráramos, te convertirías en
una auténtica rémora para nosotros; perderías ademas tu utilidad. Tampoco queremos
matarte. Por eso queremos convencerte, y para eso te hemos traído aquí.
—Estoy sin pasaporte —recapacité.
—No te preocupes por eso, las fronteras saharianas son inexistentes.
—Pero es muy peligroso.
—No menos peligroso para ti será volver a España. Tendrás que presentarte en tu
consulado y explicar cómo has llegado hasta aquí. Aunque te crean, te convertirás
inmediatamente en sospechosa de los atentados. Y una vez allí, no podrás dormir
tranquila. La gente de Abdelkrim no parará hasta asesinarte. Son tenaces en su
venganza.
—Por cierto… ¿Cómo he llegado hasta aquí?
—Pues de la misma forma que cruzan cada día el Estrecho cientos de kilos de
hachís y docenas de inmigrantes: oculta en el interior de un camión. Tengo amigos,
no me costó nada organizarlo. ¿Qué decides?
No parecía tener elección. Tendría que acompañarlos. Pero no fue ése el único
motivo que en aquel momento me impulsó a meterme en el desierto. En el fondo de
mi alma, ansiaba de nuevo la aventura. Quería ayudar a Aziz, quería combatir a
Abdelkrim. Pero, como siempre, necesitaba una excusa. Nunca había sido capaz de
tomar una decisión por mí misma, tenía que sentirme empujada por algo externo para
decidirme. No era lo mismo embarcarme en algo tan descabellado por no tener
alternativa que por libre albedrío. Así era yo, por eso dije sí. De todas formas, su
explicación no terminó de convencerme del todo. ¿Por qué me habrían secuestrado,
en verdad? Algo más debían de querer de mí. No adivinaba qué podía ser. Tampoco
terminaba de creerme del todo su historia de chicos buenos y arrepentidos.
El caso es que, contra toda lógica, acepté. Abú Omar y Alí me lo agradecieron
con aparente sinceridad, pero no me dieron tiempo a preguntarles por más detalles.
—¡Pues vamos! ¡Aziz nos espera!
—¿Cómo que nos espera?
Me guiñó un ojo y sonrió.
—Esta mañana le he enviado un correo electrónico anunciándole nuestro viaje.
En estos momentos, a lo mejor ya sabe que nos dirigimos hacia allí. Sabía que te
animarías a venir con nosotros. No eres de las que se quedan atrás a la primera. Pero
basta de charla. ¡En marcha!
Cuanto antes salgamos, antes llegaremos. Nos quedan más de dos mil kilómetros
de camino.
Me irrito profundamente que ya hubiese decidido por mí, pero no era momento de
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discusiones. Tenía que ponerme en situación cuanto antes.
—¿Cuánto tardaremos?
—Eso solo Ala lo sabe. El desierto es imprevisible. Pero si te sirve de ayuda, en
Zagora, una de las últimas ciudades marroquíes a las mismas puertas del desierto,
aparece un cartel indicativo: Tombuctú, cincuenta y dos días a camello; era lo que
tardaban las caravanas que partían desde allí.
—¿Iremos hasta Zagora?
—No. Viajaremos por carretera hasta Rissani, al sur de Erfoud, en el Tafilalet. Es
más seguro. Desde allí nos adentraremos en el desierto. Pero antes iremos a Fez,
donde debemos reunimos con algunos amigos.
Un viejo todoterreno estaba aparcado en la puerta del patio. Nos montamos en él,
e iniciamos nuestra incierta ruta. El paisaje que pude observar del Rif me sorprendió:
pronunciados valles por los que discurrían arroyos, escarpadas cumbres calizas y
bosques de pinos, encinas y alcornoques. Me recordaba a la sierra de Grazalema. ¡Y
yo que había creído que todo Marruecos era puro desierto!
Ni Alí ni Abú Omar parecían interesados en proporcionarme más información de
nuestro asunto. Respondían con evasivas a todas las preguntas que les formulaba.
Finalmente, me cansé, y guardé silencio. Los kilómetros iban pasando y una intensa
vida rural aparecía tras los cristales del coche. Infinidad de borriquitos portaban leña,
agua o personas. La agricultura se veía muy primitiva, apenas se divisaban tractores.
Los bueyes y los mulos eran todavía animales de tiro para los arados. Multitud de
pequeñas aldeas se diseminaban por todo el paisaje, todas ellas con su
correspondiente mezquita. En varias ocasiones pude ver a mujeres cargadas con
enormes hatos de leña a las espaldas, mientras sus maridos iban a su lado
cómodamente sentados en sus pequeños burros. Aquellas imágenes machistas me
revolvían las tripas, pero no estaba en condiciones de protestar. Mi indignación me
impidió disfrutar de los ropajes y los sombreros costumbristas de la población del
Rif. Algunos de mis compañeros de los años universitarios bajaban al moro a
comprar costo. Iban a un lugar llamado Ketama, que debía de encontrarse en alguno
de los valles de la región. Nunca me habían gustado aquellos porreros; iban
demasiado pasaos para mi gusto. Ahora, sin embargo, me acordé de ellos. Se
morirían de sorpresa si me descubrieran en su paraíso particular.
Alí sólo se mostró dispuesto a hablar sobre los principios del islam. Se veía que
seguía siendo muy religioso. Hábilmente, lo derivé hacia la historia musulmana, de la
que habló un largo rato. Sobre sus palabras escribí en el cuaderno que siempre
llevaba en mi bolso las siguientes notas, continuación de la historia que ya había
comenzado en Andalucía:
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bajo ellos se produjo la vertiginosa extensión del islam. Abú Bark, Umar,
Uthman y Alí condujeron el islam desde la muerte de Mahoma en el año 632,
hasta el 661. Ese año se inició la dinastía omeya, que trasladó la capital
desde Medina hasta Damasco. En el 750 se inició la dinastía abasí, con una
cruel persecución de los últimos omeyas, que originó el destierro del que
llegaría a ser el primer emir de al-Andalus, Abderramán I. Los abasís
llevaron su capital hasta Bagdad, y ejercieron el poder hasta el año 1260,
cuando la ciudad cayó en manos de los invasores mongoles.
Durante el período omeya, la religión musulmana se extendió por la
antigua Hispania romana. El débil estado visigodo y sus conflictos internos
tras la muerte de Witiza parece que facilitaron la entrada de los militares
musulmanes. En el año 711 cruzó el Estrecho Tarik al frente de siete mil
hombres, muchos de ellos bereberes. Acampó en el peñón de Gibraltar —que,
por cierto, le debe su nombre como Djabal Tarik, la montaña de Tarik— y
comenzó después lo que sería una conquista de la Península
sorprendentemente rápida; tanto, que muchos creen que ni siquiera existió, y
que más que un episodio de conquista militar, estaríamos ante una
avanzadilla cultural. Ocho siglos de poder musulmán en el territorio de la
actual España se iniciaron en ese momento. En menos de un siglo, el islam se
había extendido desde España hasta el Asia central, asentándose con firmes
raíces culturales y religiosas que le otorgarían una gran estabilidad. No se
trataba de rápidas y superficiales conquistas, del tipo de Alejandro Magno,
sino de una profunda raigambre cultural y religiosa. Tan fuerte, que todavía
dura en nuestros días.
III
Cuando llevábamos unas tres horas de camino, llegamos a la gran llanura agrícola
donde se ubica Fez, la capital cultural y religiosa de Marruecos. Según me
explicaron, sus tres ciudades imperiales, por haber albergado las cortes de las
sucesivas dinastías reinantes en el país, eran Fez, Meknés y Marrakech. Fez era la
más antigua, enclavada en la intersección entre la cordillera del Atlas y las del Rif;
una encrucijada de caminos en el Magreb que el primer rey musulmán de Marruecos,
Idriss I, convirtió en capital a finales del siglo VIII. Con su hijo, Idriss II, la ciudad
adquirió un gran esplendor, sobre todo tras la llegada de las familias cordobesas que
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fueron expulsadas de la ciudad a principios del siglo IX después de la revuelta de un
populoso barrio contra el emir andaluz. Estos primeros emigrantes andaluces
formaron un barrio en la ciudad vieja que todavía hoy en nuestros días es conocido
como barrio andaluz, y llevaron hasta su nueva ciudad el amplio conocimiento en las
ciencias y las artes que se disfrutaba en el valle del Guadalquivir, cuna de las
civilizaciones más antiguas. A estas familias andaluzas se les unieron otras
procedentes de Kariouán, la ciudad santa de Túnez.
Por lo visto, allí tendríamos que reunimos con algunos de sus amigos para recibir
noticias de la situación. Aparcamos el coche junto a una puerta de la muralla y
entramos en lo que Alí llamó Fes el Bali, esto es, «Fez la vieja». Si no lo veo, no lo
creo. Entrar en aquella medina fue como retroceder en el tiempo hasta la Edad Media.
Era un verdadero laberinto de callejas estrechas, abarrotadas de personas que
compraban o vendían en las pequeñas tiendas que atiborraban todas y cada una de las
calles. Las mujeres con velo, los hombres con chilaba. Mezquitas y madrazas de
puertas entreabiertas pero vedadas para los infieles. Imanes y ulemas que se
mezclaban con aguadores, comerciantes y tenderos. Pequeños talleres de artesanía
rudimentaria, cientos de borriquitos que soportaban cargas imposibles en medio del
bullicio. No podía creer que aquel ambiente fuera real. Más bien parecía el decorado
perfecto para una superproducción de Hollywood, del tipo Lawrence de Arabia. Los
colores y sus olores y aromas enardecían los sentidos. Pero, al mismo tiempo, las
moscas de los puestos de carne, la mugre en los de verduras, la pestilencia que
emanaban los servicios públicos y, sobre todo, el patio de los curtidores de piel
encogían el estómago del occidental urbanita y castigaban su sensibilidad.
Yo hacía esfuerzos por no perder de vista a Abú Omar y a Alí. Me aterraba
quedarme sola en aquel abigarrado laberinto del que sería incapaz de salir. Ni siquiera
sabría indicar la puerta por la que habíamos entrado; no conocía su nombre, ni mucho
menos su situación. A medida que nos internábamos en la medina vieja, más se
incrementaba el bullicio. Cada vez me costaba más trabajo seguirlos, y un molesto
sentimiento de claustrofobia comenzó a agobiarme. Quería salir de allí, quería llegar
pronto a un lugar abierto y solitario. Y no es que me asustaran las bullas; estaba bien
acostumbrada a ellas por la Semana Santa de Sevilla, con sus apretones, sus
empujones y sus sobeteos. Lo realmente angustioso era que me impedía seguir a mis
compañeros, y lo que más podía temer en aquellos momentos era perderme de ellos.
Y, como suele ocurrir en estos casos, lo peor termina sucediendo. En el enésimo
recodo de una callejuela no los vi delante de mí. Tenían que haber estado allí, según
mis cálculos de marcha, pero no era así. Retrocedí sobre mis pasos. No estaban,
habían desaparecido. ¿Dónde podrían haberse metido? Y entonces cometí un
auténtico error de principiante. En vez de quedarme quieta, esperando que ellos
regresaran al advertir mi retraso, comencé a caminar, sin ton ni son, a toda la
velocidad que mis piernas me permitieron. Algunos comerciantes, al paso por su
establecimiento, me indicaban con gestos que pasara a ver su género. «Sin
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compromiso, sin compromiso», repetían. Pero yo no les hacía ni el menor caso; no
estaba para ver alfombras ni kilims en aquellos momentos. A los diez minutos,
exhausta y atemorizada, tuve que reconocer que estaba completamente perdida.
¿Cómo podía haberme ocurrido? ¿Qué podía hacer?
No sabía por qué dirección preguntar. Ni sabía adonde iba, ni tampoco de dónde
venía. Hay pocas situaciones tan angustiosas como la de perderse entre el bullicio de
un zoco marroquí. Me paré junto a una fuente adornada por un llamativo zócalo
cerámico. Me refresqué la cara, sudaba copiosamente. ¿Hacia dónde tiraría? ¿A la
derecha, a la izquierda o de frente? En aquel enredo de calles, cualquiera hubiera sido
igual de buena…, o de mala.
—Por favor, por favor…
Un muchacho, casi un niño, me llamó. Supuse que sería uno más de los que te
asediaban permanentemente para pedirte regalos, caramelos o algunos dirhams, por
lo que no le hice el menor caso.
—Por favor, por favor.
El chaval me tiró del brazo. Por vez primera lo miré a la cara.
—Por favor, venir conmigo. Mi jefe querer enseñar algo.
—No, gracias, no quiero comprar nada.
—No querer vender nada. Sólo enseñar una cosa. Después acompañar hasta
encontrar a tus amigos.
Mi sorpresa fue mayúscula. ¿Cómo podía saber que había perdido a mis amigos?
¿Qué quería enseñarme su jefe? No supe responderme a esas preguntas. No me fiaba
de aquella invitación, pero tampoco tenía más remedio que aceptarla; no podía seguir
internándome en aquel laberinto infinito. Y si aquel encuentro suponía un peligro,
estaría en el mismo si seguía corriendo por la medina. Por eso asentí con la cabeza.
—¿Está lejos?
—No, estar cerca. En las mismas puertas del barrio andaluz.
Unas cuantas callejas más adelante, tras cruzar un puente sobre un arroyuelo,
entrábamos en el barrio de los andaluces. Una extraña sensación me inundó al
saberlo. ¿Estaba en el barrio de unos extraños, o de alguna forma sus antiguos
habitantes tenían algo que ver con los andaluces actuales? Nos detuvimos ante una
puerta, prácticamente idéntica a las muchas que había advertido entre comercios y
recodos. Sus bisagras estaban rematadas con un adorno metálico que representaba
tres herraduras concéntricas. «Es para protegerlos del mal de ojo», me habían
explicado. Mi guía llamó con suavidad. Una mujer morena, sin velo ni pañuelo, nos
abrió y nos invitó a pasar al interior.
Atravesamos un hermoso patio porticado. Con sorpresa, comprobé que estábamos
en una casa palaciega. La suntuosidad de su interior contrastaba vivamente con la
humildad de su fachada. Nadie que pasara ante su puerta podría sospechar la nobleza
del hogar que se encontraba tras aquella sencilla puerta. «Serán cosas de los moros»,
pensé mientras seguía a la sirvienta.
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—Puede usted pasar. El señor Torres la espera en su interior —me indicó
amablemente la mujer mientras me dejaba el paso expedito hacia una habitación
lateral del gran patio.
¿El señor Torres? —me dije—. «¿Qué hará un español aquí?».
Entré en una habitación en penumbra. Cuando mis ojos se acostumbraron a ella,
comprobé que se trataba de una gran biblioteca. De una rápida ojeada pude deducir
que la mayoría de los fondos que se almacenaban en los anaqueles eran muy
antiguos, muchos de ellos con encuadernación de cuero o pergamino.
—Buenos días, señorita.
Fue entonces cuando me percaté de que el señor Torres estaba sentado sobre unos
divanes bajos, en una de las esquinas de la biblioteca, rodeado de cojines y libros que
descansaban sobre una amplia alfombra. Era muy mayor, casi un anciano, y con
dificultad intentaba incorporarse para saludarme.
—Buenos días —le respondí—. No se levante, por favor.
—Muchas gracias. Cada día me cuesta más moverme, los años no pasan en balde.
Siéntese, por favor. ¿Quiere un té?
Se lo acepté más por inercia que por apetencia.
—Se preguntará por qué la he hecho llamar, o, todavía más, cómo he podido
localizarla.
—Si —me sinceré, pensando que no me quedaba otro remedio—. Estaba perdida,
cuando recibí su recado. Me sorprendió muchísimo, pero al final me decidí. Y aquí
estoy.
—Sabía por algunos amigos que Abú Omar y Alí vendrían a Fez, de camino hacia
el sur. Me comentaron que vendrían acompañados por una española experta en
manuscritos. En la medina, las noticias vuelan. Hace unos minutos me comunicaron
que vagaba usted perdida, y mandé a buscarla. No tiene mayor misterio. Las pérdidas
de europeos en la medina vieja de Fez, la mayor de todo el Magreb, son muy
frecuentes. Algunos timadores, pequeños ladrones y sinvergüenzas vanos se
aprovechan de ellos. Pero no la traje aquí sólo para protegerla. En verdad, quería
contarle una historia. ¿Sabe usted cómo me apellido?
—Su apellido es Torres, me lo anunció la mujer que nos abrió la puerta. ¿Tiene
usted antepasados españoles?
—Sí. Mi familia fue cruelmente exiliada de Andalucía. Somos moriscos en
España, aquí nos llaman andaluces. Y como nosotros, muchos otros cientos de miles.
Todavía muchos conservamos los apellidos españoles, Torres o García, por ejemplo.
Y los recuerdos de una tierra que seguimos sintiendo como nuestra han pasado de
padres a hijos. Muchos de estos libros fueron escritos por copistas de Córdoba,
Sevilla y Granada.
Guardé silencio. Como cualquier universitario, sabía que tras las llamadas guerras
de los moriscos, muchos de ellos habían sido exiliados al norte de África; los últimos,
a principios del siglo XVII. Pero creía que aquélla era una historia lejana y olvidada
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que los profesores de la facultad siempre justificaban por aquello de la unificación
religiosa. Fue una medida traumática, nos decían, pero necesaria. Y así pensaba
también yo. En todo caso, era evidente que medio Marruecos ya sabía que yo me
encontraba allí, tal y como había sospechado. «Mal asunto», pensé para mis adentros.
Torres, a lo suyo, volvió a la carga con sus cuestiones andalusíes.
—¿No le ha sorprendido ver la continua presencia de rótulos de cafeterías,
establecimientos diversos, calles o barrios con nombres de ciudades andaluzas?
—Sí, he podido observar varios desde la carretera.
En verdad había visto muchos de ellos, y no había podido darle una explicación a
esa omnipresencia de topónimos andaluces en el norte de Marruecos.
—Muchos son de familias de moriscos. El exilio fue un hecho tan traumático que
marcó a varias generaciones. Algunos consiguieron olvidar su destierro, pero en la
mayoría sigue latiendo el recuerdo. Tenga en cuenta que los andaluces que nos
exiliamos aquí nos sentimos de una cultura superior a la del norte de África.
Añoramos en nuestro recuerdo lo que fuimos y ya no somos. No somos bereberes, ni
árabes. Somos andaluces musulmanes.
Yo asentía en silencio. No entendía bien lo que quería decirme, ni el porqué de
aquel sermón. Pero ya empezaba a acostumbrarme a las cosas sin sentido, así que
decidí no interrumpirlo, para ver dónde terminaba todo aquel desvarío.
—A muchos españoles actuales les extraña que sigamos sintiéndonos andaluces.
Piensan que todos éramos moros y que con nuestra expulsión volvíamos a nuestra
tierra nativa. Es una de las mayores falsedades históricas. Al-Andalus no fue tierra de
árabes, como os dicen allí, y como muchos creen aquí. Fue la tierra de los andalusíes,
de los habitantes primigenios de la Península, sobre todo de la Bética, que terminaron
convirtiéndose al islam. Si llamáramos españoles a los habitantes de aquella época,
los andalusíes no serían árabes, serian españoles musulmanes. Ninguna civilización
desplazó a las poblaciones originales del sur de la Península. No lo hicieron ni los
griegos ni los fenicios, ni siquiera los romanos. Los antiguos tartesios y turdetanos se
romanizaron profundamente, pero la sangre y la raza dominante siguió siendo la de
base ibérica. Igual ocurrió después. Ese mismo pueblo abrazó lentamente el islam,
mucho más acorde con los tiempos que le tocaron vivir. Tampoco es cierto eso de que
todos los moriscos fueron andaluces. También los hubo de todo el Levante, aunque
los nobles valencianos, y sobre todo los catalanes, ayudaron a su integración en la
cristiandad, para no perder buenas manos trabajadoras y expertos artesanos.
Calló para beber de su taza. Se notaba que estaba realizando un gran esfuerzo
emocional. Lo que fuera que quisiera contarme le salía de lo más profundo de su
alma.
—Es usted andaluza, ¿verdad?
—Sí, de Sevilla.
—De la tierra del rey poeta, Almutamid. ¿Se siente española?
—Sí —fue mi escueta respuesta.
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—Pues debe saber que España hundió a Andalucía, bebió su sangre, parasitó su
talento y su creatividad. Al-Andalus fue el apogeo de poder político y artístico de
Andalucía. Desde entonces, es una tierra dominada y vencida, la ramera que usan a su
antojo los poderosos españoles de turno. En el subconsciente colectivo, los
castellanos siguen despreciando lo andaluz. Saben que es lo distinto, y temen que un
día pueda volver a resurgir. Oriente sigue viviendo en el alma de lo andaluz. Por eso,
en el fondo, siempre sentirán nostalgia por su pasado musulmán.
Decidí no interrumpir su perorata, que me parecía vetusta, añorante y
radicalmente equivocada, anclada en sus demonios y sus nostalgias familiares.
¿Cómo podía afirmar que el andaluz tira para la morería? Yo era andaluza de muchas
generaciones, y jamás me había sentido atraída por lo musulmán; al contrario, su
machismo me había producido desde siempre un vivo rechazo y su fanatismo me
producía auténtico terror. Viendo cómo trataban a las mujeres no me gustaría nada de
nada que los musulmanes volvieran a gobernar mi tierra. Torres matizó algo sus
anteriores palabras.
—De todas formas, así fue la historia. No debemos tomar la revancha. España es
hoy una realidad, y seguirá siéndolo por muchos años. No debemos luchar contra
ella. Nosotros no queremos combatirla, simplemente queremos que se nos reconozca.
Andalucía debe recibirnos como uno más de sus hijos. Los andaluces exiliados, a
pesar de haber sido expoliados de nuestros muchos bienes, no queremos ni dinero ni
posesiones, pero sí la nacionalidad española, para poder vivir y descansar en la tierra
de nuestros mayores. Si los descendientes de los españoles en América pueden
solicitarla, ¿por qué no nosotros? Estamos cansados de ser exiliados. Aquí nos
consideran andaluces, y allí moros. Extranjeros dondequiera que vayamos. Es hora de
que regresemos. Le he hablado con el corazón. Quizá mis palabras le hayan parecido
desvaríos de un viejo chocho, pero lo que ha oído lo piensan, desde hace siglos,
muchos miles de personas. A nuestros hermanos españoles no debería preocuparles
que queramos seguir siendo andaluces a las orillas del Guadalquivir y a las faldas de
sierra Nevada. No queremos conquistar, queremos vivir en el lugar de donde somos.
—En un mundo global —fueron mis primeras palabras—, cada uno debería tener
el derecho a vivir donde quisiera.
El señor Torres me sonrió, condescendiente.
—Pobre niña. Aún mantiene sus utopías, propias de su edad. Ojalá fuera así. Pero
entramos en un siglo de fanatismos. Los radicales de uno y otro lado nos harán la
vida imposible. ¿Y quién pagará? Como siempre, los pacíficos. Tenga cuidado con
los jóvenes marroquíes. Algunos impacientes se han adentrado por los caminos de la
violencia. Forman células, conspiran, se dejan intoxicar por imanes iracundos.
Algunos de ellos están detrás de los grandes atentados de España de estos últimos
años. Están equivocados, nos arrastran al desastre. ¿Cómo pretenden que volvamos a
ser aceptados si derraman sangre inocente sin piedad alguna, vulnerando todas las
leyes divinas y humanas? Los auténticos andaluces rechazamos la violencia. Ésa es
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nuestra grandeza, ésa es nuestra miseria. En un mundo donde la fuerza es la única
palanca del poder, a los pacíficos siempre nos tocará el papel de sirvienta. Por eso,
todos nos conquistaron; por eso, con todos nos mestizamos. Así siguen siendo los
andaluces de hoy; así éramos los de aquí hasta que la llama del fanatismo prendió en
los más jóvenes. Abú Omar y Alí parecen de los buenos, pero sus antiguos amigos y
compañeros están locos. Redoblen sus cuidados, pero no cejen en su trabajo. Es
fundamental para nuestra causa que ayuden a Aziz en sus tareas.
¿Cómo podía saber tanto de nosotros aquel viejo erudito de Fez? ¿Cómo conocía
nuestra relación con Aziz? ¿Decía la verdad, o me engañaba como a una colegiala?
Había dicho que ayudásemos a Aziz. ¿Es qué no sabía que su biblioteca había sido
robada? Me cogió suavemente del brazo y me acercó hacia él.
—Tome mis palabras de viejo como un sincero consejo. Mi vida se acaba, y no
podré ver realizados muchos de mis sueños. Por eso quería pedirle un favor. No lo
habría hecho si no hubiese advertido la limpieza de su mirada. Mi familia lleva
custodiando estos manuscritos desde que salimos de Almería. Durante años, los
mantuvimos en Vélez-Blanco, con la falsa ilusión de que la comprensión del marqués
de los Vélez nos serviría de manto protector. Al final tuvimos que salir, llevándonos
nuestra biblioteca como único tesoro. El manuscrito más valioso es éste.
Me mostró un libro encuadernado en piel, muy gastado por el uso. El valor que le
otorgaba, o el cariño que hacia él sentía, se notaba en el sumo cuidado con el que lo
abrió para mostrarme su interior.
—Es una vitela del siglo X. Cada una de sus páginas está realizada con piel de
cordero no nacido. Sus madres eran sacrificadas antes de parir, para poder extraer de
su vientre a esos corderillos. Su piel curtida y alisada se convertía en el pergamino
más fino y de mayor calidad. Su valor era altísimo en aquella época. Calcule cuántos
corderos serían necesarios para hacer un libro como éste; todas sus madres tuvieron
que morir para ello.
Yo ya sabía lo que era una vitela, pero no quise interrumpirlo. Sin duda alguna,
estaba a punto de contarme el verdadero motivo por el que me había llevado hasta
allí. Toda la lacrimógena historia de los andalusíes no había sido otra cosa que una
antesala de su verdadero interés.
—Este libro está bellamente iluminado con oros y tintas de gran valor. Los
arabescos y las filigranas con los que se encabeza cada capítulo fueron hechos con
primor por un copista cordobés. Está escrito en árabe, con caligrafía cúfica, con
interlineados de color.
Deslizaba mi mirada sobre sus páginas, y vive Dios que era hermoso. Aunque no
entendía ni una sola palabra, sus textos irradiaban una serenidad y una extraña
armonía caligráfica. Dicen que para los musulmanes la lengua y la caligrafía es la
evidencia más palpable de la inteligencia humana y el atajo más cercano a Dios. Sin
duda alguna, aquel libro era un buen ejemplo.
—Pero este manuscrito no está completo. Mire, ¿qué ve aquí?
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—Parece que algunas páginas han sido arrancadas. Sí, aquí se puede ver un trozo
de una de las hojas…
—Así es. Aquel que robó estas páginas, que Alá nunca lo reciba en su seno, iba
buscando un texto específico que se hallaba integrado en el libro. ¿Encuentra algo
raro en el trozo que quedó?
Al principio apenas noté diferencia alguna en las escasas líneas que quedaban,
muy borrosas, además. Pero algo me decía que no era el mismo tipo de escritura.
Aunque la caligrafía parecía árabe, su forma y su estructura eran distintas de la
escritura cúfica que había admirado en el resto del manuscrito.
—No es el mismo tipo de letra —le contesté—. Ni la caligrafía ni las palabras
parecen ser idénticas.
—En efecto. Este libro es una historia de al-Andalus, desde sus orígenes hasta la
conversión al islam. El copista cordobés la redactó en árabe, salvo en estas páginas
centrales, donde creemos que utilizó el aljamiado.
—¿Aljamiado? ¿Qué es? ¿Un dialecto árabe?
—Durante muchos siglos, tan sólo las clases instruidas de al-Andalus pudieron
hablar, leer y escribir el árabe. El pueblo hablaba una lengua romance, evolución del
latín popular de los hispanorromanos de la Bética. Aquella lengua romance, de base
latina con alguna modernización árabe, fue bautizada como aljamía. De esa lengua
romance de al-Andalus, la aljamía, procede el actual español, mal llamado castellano.
Me quedé sorprendida. Aquel señor Torres iba cada vez más lejos con sus
fantasías. ¿Que el español procedía de la lengua romance andaluza? ¿Es que estaba
loco?
—Pero si el español nació en Castilla. Los primeros textos escritos aparecieron en
los monasterios riojanos.
—Una mentira oficial más. Durante miles de años, Andalucía fue la tierra más
rica, culta y educada de toda la Península. Fue la más fuertemente romanizada y,
además, la más poblada. Es normal que fuese allí donde se desarrollara el romance.
Las mesetas castellanas apenas estaban pobladas por pastores. Allí no se daban las
condiciones para el nacimiento de una gran lengua. Una prueba más. ¿No le parece
raro que el creador de la primera gramática fuese un andaluz, Elio Antonio de
Lebrija? Se limitó a institucionalizar la lengua de su tierra, que los conquistadores
hicieron suya. Pero, en fin, no es el debate de la lengua nuestro asunto ahora.
Efectivamente, no lo era. Las divagaciones andalusíes de Torres, además de
ralentizar el relato, me irritaban íntimamente. No podía creer que tanta insolvencia
histórica pudiese provenir de un hombre aparentemente culto, consagrado en vida al
estudio de su biblioteca. Quizá fueran los mitos nostálgicos, o el resentimiento de los
derrotados, los que se expresaran por sus palabras. Por eso quise regresar al asunto
principal. No podía permitir que siguiese atentando contra los principios históricos en
los que yo había bebido, y en los que creía firmemente.
—¿Por qué cree que robaron precisamente esas páginas de aljamiado?
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—Hay dos posibilidades: o al ladrón le interesaba estudiar su contenido, o bien, lo
que es más probable, no quería que su contenido se divulgara.
—¿Cuándo fueron arrancadas esas páginas?
—No lo sabemos. Lo más probable es que fuese a principios del siglo XVII, en los
años del exilio. Fueron aquéllos tiempos de gran turbulencia y precipitadas
mudanzas. Sólo entonces el robo de las páginas más valiosas del mejor libro de
nuestra biblioteca hubiese pasado desapercibido. Si hubiese ocurrido antes o después,
con el uso normalizado de la biblioteca, cualquiera de mis antepasados responsables
se habría dado cuenta, lo habría advertido. Sin embargo, no aparece la reseña de su
desaparición hasta mediados del siglo XVII, cuando mi antepasado Yusuf Torres
escribió esta nota marginal en las últimas páginas del libro.
Leí las breves líneas laterales. En un castellano antiguo, pero entendible, decía:
—No sabemos nada más. Ni quién las arrancó, ni cuándo, ni para qué. Como
comprenderá, conocer su contenido es del máximo interés histórico.
—¿Y cómo puedo serle útil?
—Sé que van ustedes hacia Tombuctú. Es un largo y peligroso viaje, pero le
merecerá la pena. Conocerá los caminos que ya hiciera Ibn Battuta o León el
Africano, que la visitó dos veces saliendo de esta misma ciudad de Fez… ¡Ya estoy
divagando otra vez, perdón, es cosa de los años! El caso es que en Tombuctú se
encuentran algunas de las bibliotecas andalusíes más ricas de toda África. En la
biblioteca de Aziz el Qurtubi es posible que haya un manuscrito idéntico a éste. Si lo
encuentra, pídale permiso a Aziz para trabajar con él. Podría copiar las páginas que
me faltan. Dígale que son para mi; aceptará encantado.
—¿Conoce a Aziz?
—Si, nos conocimos en un congreso en Marrakech. Me invitó a ir a Tombuctú,
uno de mis sueños de infancia. Pero no sé si Alá me permitirá cumplirlo.
Intuí que Torres no sabía lo del robo. Tenía que contárselo, no podía mantener la
ficción de que nada había pasado.
—Pero la biblioteca de Aziz ha desaparecido, la han robado —lo interrumpí
imprudentemente, en mi interés por serle útil a aquel anciano erudito.
—¿Qué dice? ¿Que la han robado?
Inmediatamente me percaté del tremendo error que acababa de cometer. Nunca
tendría que haberle proporcionado una información que no me había pedido. En
verdad, no sabía quién era ese señor Torres, ni qué intenciones podrían ocultarse tras
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su aparentemente inocente interés por completar los textos de un viejo manuscrito.
—¿De veras la han robado? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo es posible que nadie me
haya dicho nada?
Me extrañó que una persona tan bien informada sobre las actividades de Abú
Omar y Alí y conocedor de que nuestra meta era llegar a Tombuctú no conociera lo
del robo. Ese desconocimiento sólo podía deberse a tres causas: o Torres me mentía
haciéndose el tonto, o su informador le había ocultado intencionadamente ese suceso
mientras le proporcionaba abundante y exacta información sobre todos los demás
acontecimientos, o realmente la biblioteca no había sido robada, y era a mí a quien
engañaban. Decidí jugármela.
—Aziz tuvo que regresar súbitamente a Tombuctú. Abú Omar me contó que unos
ladrones le habían sustraído su biblioteca y habían dejado herida a su mujer.
Torres guardó un prolongado silencio. Era evidente que estaba procesando la
información que acababa de recibir. Me pareció sincero cuando me comentó:
—Pues entonces el asunto es mucho más grave de lo que había imaginado.
Supongo que van allí para intentar ayudar a Aziz a recuperar su biblioteca. Yo eso no
lo sabía, creía que simplemente iban ustedes para ayudarlo en sus tareas de
investigación. Estarán en peligro. Cuídese mucho, señorita, ha sido para mí un gran
placer conocerla.
Me extendió la mano como para despedirse. Yo no quería irme, necesitaba que
me contase todo lo que supiera del asunto.
—¿Quién cree que puede haberla robado?
—El desierto es jardín de Alá, pero también guarida de ladrones. Miles de ellos
suspirarían por apoderarse de una biblioteca tan famosa. Bandidos tuaregs,
contrabandistas mauros, mercenarios contratados para millonarios del golfo…, quién
sabe. La biblioteca puede estar escondida en alguna remota cueva del desierto, o
volando rumbo a un palacio de los Emiratos o del Líbano. No les será fácil
recuperarla. Les deseo la mayor fortuna en su empeño. Sobre todo, espero que pueda
salir con vida del desierto. No deje de visitarme cuando vuelva por Fez.
»La acompañarán hasta donde se encuentran sus compañeros. Le rogaría que no
les contase nada de esta charla. Puede que no fuese positivo para usted. Limítese a
decirles que estaba perdida, y que la casualidad hizo que mi criado la trajera a esta
casa, al enterarse que era andaluza. No la creerán, pero nos da igual. Si usted no les
cuenta nada más, nada más sabrán. Y, sobre todo, no les comente su confesión del
robo. Es mejor que las cosas sigan su curso.
Y, dando por concluida nuestra conversación, cogió un libro del suelo y reclinó su
cabeza sobre él. A regañadientes, no me quedó más opción que seguir a la criada. En
la puerta me esperaba el mismo muchacho que me había llevado hasta allí.
La medina seguía igual de bulliciosa y multicolor. Si no hubiera sido porque
temía perderme del muchacho que corría delante de mí, la habría saboreado. Aquellas
calles no sólo se veían; sobre todo, se sentían. Mil olores y aromas hacían que
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volviera la cabeza a cada instante. Pero no era momento de hacer turismo. Tenía dos
objetivos que cumplir. El primero y perentorio, no volver a perderme; el segundo,
interpretar la conversación con Torres. Muchas eran las preguntas que tenía que
responderme. ¿Qué podrían contener las páginas arrancadas? Si sabía que
acompañaba a Abú Omar y a Alí hacia Tombuctú, ¿cómo desconocía el robo de la
biblioteca de Aziz? ¿Por qué no le habían contado el expolio de los manuscritos? Era
evidente que tan amigos no debían de ser. Ni le daban toda la información a Torres, ni
el anciano erudito terminaba de confiar en ellos. ¿A quién representaba cada uno de
ellos? ¿Qué intereses perseguían?
Todo me daba vueltas. En teoría, mis dos captores eran algo así como
fundamentalistas arrepentidos que necesitaban esos legajos para paralizar la actividad
de algunos núcleos violentos. Torres sólo parecía interesado en completar su historia
de al-Andalus y de los andalusíes. ¿Qué relación existía, en verdad, entre ellos?
Abandoné mis reflexiones ante una puerta que el muchacho señalaba.
—Aquí dentro están.
Llamamos. Esta vez fue un hombre el que nos abrió.
—Esta señorita se perdió. La he traído.
—¡Artafi! ¿Dónde te habías metido? ¡Te hemos buscado durante más de una
hora!
El rostro de ambos transmitía sincera alegría. Parecían felices. Sin embargo, no
me besaron. Se limitaron a extender el brazo y a darme un apretón de manos; luego se
la llevaron al corazón. Los musulmanes siempre establecían distancia con las
mujeres. Cuando les conté que había estado con Torres, parecieron sorprenderse.
Me invitaron a sentarme y a tomarme el inevitable té. Estábamos en una casa
mucho más humilde que la del morisco Torres, carente casi por completo de muebles,
salvo las esteras y las alfombras. Sobre ellas, usando cómodos cojines, nos sentamos.
También se veían libros y manuscritos, y un ordenador sobre una mesita baja en una
de las esquinas. Me presentaron al dueño, Yusuf, el hombre que me había abierto la
puerta, y después fueron directamente al grano, dejando en el anonimato al otro joven
que me miraba con ojos intensos desde una esquina de la habitación.
—¿Qué quería Torres?
Como esperaba la pregunta, no dudé al responder.
—Nada en especial. Estuvo muy amable. Me contó cosas de su familia antes de
exiliarse de Andalucía y me mostró su biblioteca. Es realmente espléndida.
—¿Por qué te llevó hasta allí?
—Al saberme perdida, prefirió llevarme a su casa mientras os localizaba. Me
contó que era peligroso para una europea andar sola por la medina.
—Y tú, ¿qué le has contado?
Ya me estaba cansando de aquel interrogatorio.
—Nada. ¿Qué os pasa? ¿Qué teméis?
—Estamos en peligro y tenemos una importante misión que realizar. Si nos
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descubren, todo se puede venir abajo. Torres es un buen amigo de nuestra causa, y no
nos delatará. De todas formas, hemos cometido una gran imprudencia entrando con
una mujer en Fez.
—¡Ah, no! ¡Eso sí que no! Me dejasteis atrás. Me perdí por vuestra culpa. ¡No os
soporto más!
Y, sin poder evitarlo, comencé a llorar. Todo el miedo, la incertidumbre, la tensión
que había soportado desde que había sido secuestrada afloró súbitamente. Me sentí
perdida, débil, cansada.
Los cuatro hombres se miraron entre sí. Sabía lo que sus miradas cómplices
significaban: que no se puede hacer nada con mujeres, que son unas débiles, unas
lloronas. La rabia íntima que me produjo aquella irritante superioridad masculina
secó mis lágrimas y detuvo mis sollozos. Nunca he soportado mostrar debilidad ante
los demás, especialmente ante los hombres.
Pero ni siquiera entonces pronunciaron palabra alguna de consuelo. Seguían fríos,
lejanos para mí, a pesar de su evidente buen humor. Ninguno de mis sentimientos
parecía afectarlos. Si me llevaban consigo era porque, por algún motivo, me
necesitaban. Pero no sentían por mí ni el más mínimo aprecio. Al contrarío, desde su
superioridad, parecían despreciarme. No sé si por ser europea, cristiana o mujer.
Guardamos después un prolongado silencio. Cada uno procesaba la situación.
También lo hacía yo. Tenía que regresar a España como fuese, no podía internarme en
el más atroz de los desiertos con aquellos machistas. Aprovecharía un descuido para
llamar por teléfono a mi casa. O, mejor aún, me escaparía para presentarme ante la
policía marroquí y solicitar que me llevasen ante el consulado español. Pero de nuevo
me surgieron las dudas. La sola idea de sufrir un interrogatorio por los agentes
marroquíes me ponía los pelos de punta. ¿Cómo les explicaría que había viajado con
algunos miembros de una célula clandestina? ¿Se creerían lo del secuestro? ¿Me
entregarían al consulado o, por el contrario, me meterían en la cárcel y me
presentarían ante los medios de comunicación como una cómplice española de los
atentados de Marruecos? Así lavarían su imagen ante la opinión pública
internacional. No, me daba miedo entregarme; no sería inteligente hacerlo. ¿Pero qué
otra alternativa tenía?
—¡Mirad esto!
Yusuf, nuestro anfitrión, nos llamaba para que nos acercáramos a la pantalla del
ordenador. Debía de tratarse de algo importante, dada su excitación.
—¡Aziz ha contestado a nuestro correo!
Me abalancé sobre la pantalla, empujando a quien intentó adelantarse. Tenía que
ver con mis propios ojos lo que Aziz nos decía. Efectivamente, el correo tenía como
remite a [email protected]. Lo leí en voz alta:
Me alegra saber de ti, Abú Omar. Me enteré del salvaje atentado durante
mi viaje de regreso a Tombuctú. Temí por vosotros, pero no pude localizaros.
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Yo también he tenido gravísimos problemas. En Córdoba recibí la terrible
noticia de que mi biblioteca había sido robada, y mi mujer herida. Regresé
con la mayor urgencia. Estoy desolado. He estado mucho tiempo en el
hospital. Acabo de abrir vuestro correo, que respondo inmediatamente. Me ha
sorprendido que Artafi esté con vosotros, dispuesta a ayudarme a recuperar
mi biblioteca. Agradecédselo de mi parte. Su ayuda nos será muy valiosa. Me
pedís instrucciones, os las doy. Dirigios hacia Walata, en el desierto
mauritano, y preguntad cuando lleguéis por la familia Ibn Harazem.
Recibiréis noticias mías. Mucha prudencia en el viaje. Es largo y peligroso.
Que Alá esté con vosotros.
AZIZ
Aquellas simples palabras escritas fueron un bálsamo milagroso para mí. Todas
mis dudas quedaron disipadas. No regresaría a Sevilla por ahora. ¡Iría hasta Walata
para ayudar a Aziz! Una vez más me sorprendí por lo fácil que resultaba de
convencer con buenas palabras y cariño. Ante el castigo me crecía, pero ante las
atenciones, me derretía. Y eso era otro síntoma de debilidad que no podía evitar.
—¡Walata! —exclamó Abú Omar—. Es una de las ciudades caravaneras
mauritanas. Tardaremos casi cuatro días en llegar hasta allí, y eso si no tenemos
problemas ni averías.
—¿No sería mejor ir directo hasta Tombuctú? —preguntó Alí.
Como me parecía que ambos dudaban, intervine en la conversación. Por vez
primera, me sentía segura de lo que decía.
—¡Bajo ningún concepto! Si Aziz nos pide que nos dirijamos a Walata, a Walata
hemos de ir. Si lo dice es porque será lo mejor para recuperar la biblioteca. Y
debemos salir cuanto antes.
Mi intervención desconcertó a los cuatro. No lo hubieran esperado de una mujer
que lloriqueaba hacía unos minutos. Pero me hicieron caso, y decidimos que
marcharíamos hacia Walata. El joven silencioso de la esquina también asintió con la
cabeza. Me resultó curioso. Nadie me lo había presentado, no había abierto la boca,
pero sin embargo emanaba una extraña autoridad sobre Abú Omar y Alí, que no se
decidieron hasta comprobar su asentimiento.
—Es peligroso que nos vean atravesar la medina de nuevo. Las europeas llamáis
mucho la atención. Debemos esperar hasta la noche.
—No podemos esperar —le repliqué—. Pero no os preocupéis, tengo la solución.
A partir de este momento dejaré de ser europea. Me convertiré en una piadosa
marroquí más. ¿Tenéis una chilaba y un pañuelo?
Entre la sorpresa y la sonrisa de aquellos que me habían despreciado instantes
antes, aparecí con mi nueva apariencia, completamente tapada, mostrando sólo los
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ojos. Y como los tenía oscuros, no llamaba para nada la atención.
—Vamos —casi les ordené, decidida.
Salimos de la casa separados. Abú Omar y Alí cada uno por su lado, y Yusuf
conmigo, para guiarme. Atrás quedó el misterioso desconocido. La medina estaba
algo más tranquila. Resultaba toda una experiencia salir a la calle completamente
cubierta. Pasaba mucho calor, pero, por otra parte, el anonimato me confería
seguridad y, por qué no decirlo, una especie de morbo. Un par de veces miré
provocadoramente a algunos hombres jóvenes. Ni siquiera pudieron imaginarse que
era una europea la que los seducía bajo el velo. Fue mi único juego placentero
durante las últimas jornadas, una maliciosa e inocente venganza femenina.
Aparentemente, nadie me siguió, aunque mi propia experiencia con el mensajero
de Torres me había convencido de que mil ojos podrían estar espiándonos. Sin
contratiempo alguno, llegué hasta el lugar donde se encontraba el todoterreno. Abú
Omar y Alí cargaban en ese momento las bolsas de alimento y de enseres que nos
serían precisos para el viaje. Nos despedimos de Yusuf y partimos rumbo al sur.
Una vez dentro del coche, no me quité el pañuelo. No quisimos levantar ningún
tipo de sospecha. Desde pequeña, uno de los momentos que más me gustaban de los
viajes era trazar los itinerarios en los mapas. Así lo hice también en esa ocasión con
un plano de carreteras que me pasaron. Nos dirigiríamos hacia el sur, atravesando el
macizo del Atlas Medio. Después, vía Midelt, llegaríamos hasta Erfoud. Al adelantar
la salida de Fez ganaríamos un día de viaje. Iniciábamos la travesía del gran desierto.
Tras atravesar una fértil llanura comenzamos a ascender el Atlas. Las primeras
estribaciones eran bastante áridas, pero a medida que adquirimos altura la vegetación
fue haciéndose más y más rica. De los matorrales pasamos a los pinos y las encinas, y
algo más tarde, a una especie de conífera que no pude identificar.
—¿Qué árbol es ése?
—Son cedros. Abundan en el Atlas Medio. Son muy longevos, y su madera es de
altísima calidad.
Recordé entonces los famosos cedros del Líbano, los que Salomón utilizó para
construir su templo. Por aparente transmisión de pensamientos, Alí continuó con su
explicación.
—Los reyes y los poderosos siempre los utilizaron como madera para sus
palacios. Dicen que una viga de cedro puede durar miles de años. Por eso su madera
es tan valiosa; en el Líbano casi acabaron con ellos. Aquí, afortunadamente, todavía
abundan.
Y era cierto. La masa de cedros se hizo cada vez más extensa. Algunos árboles
eran realmente majestuosos, con un tronco enorme y una altura desconcertante.
Cuando estaba abstraída disfrutando con la vegetación, vi a un animal moverse. Al
principio no pude identificarlo, pero al salir de una chaparrera se me mostró en su
integridad.
—¡Un mono! —exclamé—. ¡Mirad, un mono!
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Mis acompañantes apenas le prestaron atención. Simplemente, para no
desairarme, me explicaron:
—Son macacos. Hay muchos. Estas sierras son muy ricas en fauna. Fíjate que
hasta 1930 hubo leones en estos montes.
—¿Leones?
—Una raza conocida como el león del Atlas. Tenía la melena negra, y fue el que
utilizaron los romanos para sus fiestas en los circos. Aunque ha desaparecido en
libertad, quedan todavía muchos en los zoológicos. Se ha puesto en marcha un
programa de reintroducción del león. Supongo que a los ganaderos no les hará mucha
gracia, pero para el turismo y los cazadores, será un gran atractivo. En este país
prostituido al capital, todo se compra y se vende. Hasta los leones.
Llegamos a Ifrane, una ciudad sacada de contexto. Su arquitectura parecía
nórdica, con grandes mansiones de tejados inclinados y altos de pizarra, de esos que
se pueden ver en todas las estaciones de esquí. Por lo visto, el anterior rey pasaba
parte de sus vacaciones en aquel lugar, y a su sombra floreció la habitual corte. Algo
parecido a Santander, San Sebastián y Biarritz con los Alfonsos, o Baqueira Beret
con Juan Carlos. Lo mejor de lo mejor de cada familia procuraba arrimarse al poder.
Y el poder y el dinero suelen tener buen gusto al escoger sus lugares de asueto. La
ciudad, ajardinada y limpia, no parecía Marruecos, sino Suiza. Dos grandes
estaciones de esquí, con un metro de nieve asegurado en invierno, se localizaban en
sus cercanías.
Cuando comenzamos a bajar de las alturas, la vegetación fue haciéndose más y
más rala hasta desaparecer por completo. Entramos en un altiplano árido, que
resultaba monótono, aburrido. Decidí entonces completar mis conocimientos de la
historia de al-Andalus. Para ello, les leí algunas notas que llevaba escritas en mi
cuaderno sobre la conquista musulmana de la Península. Quería ver cómo
reaccionaban.
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su rápido camino hacia el norte, y pronto tomaron Zaragoza. La euforia de
sus fulgurantes conquistas los animó a realizar un plan todavía más osado.
Cruzar los Pirineos y llegar hasta París. Quizá si lo hubiesen intentado en
esos momentos, habrían tenido alguna posibilidad de éxito. Pero,
afortunadamente para los francos, se interfirieron cuestiones políticas. Tanto
Tarik como Musa habían conquistado la Península por iniciativa propia, sin
previa autorización del califa de Damasco, al que simplemente habían
informado. El califa los convocó a la capital, pero en vez de honrarlos, los
hizo caer en desgracia. Nunca volvieron a Europa.
Pero Musa, antes de emprender su viaje a Damasco atendiendo a la
llamada del califa, logró alcanzar algunos acuerdos con nobles visigodos
enemigos de Rodrigo y encargó a sus hijos que terminasen de conquistar la
Península. Uno de ellos, Abd al-Aziz sería el primer gobernador de al-
Andalus.
En pocos años, toda la Península, salvo las regiones montañosas del
norte, fue dominada por los musulmanes. Algo más tarde cruzaron los
Pirineos, pero Carlos Martel logró derrotarlos en la célebre batalla de
Poitiers, ocurrida en octubre de 732. La severa derrota hizo olvidar para
siempre a los musulmanes sus ambiciones más allá de los Pirineos. Todavía
hoy sorprende la rapidez con la que un ejército de apenas treinta mil
combatientes logró someter al mundo hispanogodo, que contaba con varios
millones de ciudadanos. La población hispanorromana nunca terminó de
identificarse con los godos; probablemente, muchos de ellos se sentirían más
cómodos con los nuevos aires que llegaban del sur.
—No sigas, Artafi —me interrumpió Alí—. Todo eso no es más que pura
contaminación oficial. Los musulmanes nunca obligamos a la gente del Libro a
convertirse al islam. Así lo dice el Corán, que nos exige respeto para las religiones
del Libro. Sencillamente, se les aplicaba un impuesto. La verdad es que la mayoría de
los españoles de aquella época se convirtieron al islam voluntariamente, como antes
habíamos hecho los bereberes.
Como no tenía ganas de discutir, decidí guardar silencio. ¿Qué más me daba a mí
lo que hubiera ocurrido hacía más de mil años?
Intenté en varias ocasiones sonsacarles más información acerca de su
organización, pero siempre me respondían con evasivas. Por eso me sorprendió
mucho una de sus frases, pronunciada en respuesta a una de mis preguntas sobre su
jefe.
—Abdelkrim no está tras los asesinatos. Después de todo, no es tan mal tipo.
Quedé desconcertada. ¿Cómo que no era tan mal tipo? Si ellos mismos me lo
habían puesto a parir, insinuando que podía estar detrás de los atentados, ¿cómo
podían afirmar eso? Pensé que alguna información recibida en Fez les habría hecho
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mitigar sus sospechas y recelos hacia él. Pero no logré sacarles nada más al respecto.
Ya de anochecida, comenzamos un prolongado descenso a través de carreteras
que bordeaban profundas gargantas. Supuse que estábamos llegando al desierto. El
Atlas es un colosal muro de contención que separa los arenales del sur de las tierras
de cultivo del norte.
Estaba tan cansada, que me quedé dormida. Me despertó el traqueteo del coche al
abandonar la carretera. Empezamos a rodar sobre una pista de arena. Ni siquiera
pregunté hacia dónde íbamos. Media hora más tarde, en medio de la nada, detuvieron
el coche.
—Ya hemos llegado. Hoy dormiremos en el hotel más suntuoso del planeta: el
desierto. Tendremos por colchón sus arenas, y al firmamento como techo.
Ésa fue mi primera noche en el desierto. ¡Había leído tanto sobre ello! Cuando me
tumbé, observé las miríadas de estrellas que nos cubrían. Un millón de astros
fulguraban para saludarnos. Pero, aunque me pareció un sacrilegio, apenas pude
disfrutar del espectáculo. Estaba tan cansada que me quedé dormida inmediatamente.
Sin embargo, no dormí de un tirón. Entre sueños me pareció que alguien me tocaba,
como acariciándome la espalda. Pero ni siquiera logré distinguir si era una mano real
o un simple sueño; mi mente volaba en aquellos momentos sobre astros y arenales.
IV
Apenas rompía el alba cuando desperté. Fue entonces cuando disfruté del desierto. El
relente me hacía acurrucarme bajo la escueta manta que me habían proporcionado, las
estrellas agonizaban ante el empuje de la nueva luz, y ningún sonido profanaba el
encanto del momento. Durante unos instantes logré no pensar en nada, sólo recrearme
en la contemplación. Creo que fui feliz. En seguida regresaron mis miedos y mis
preocupaciones por la situación por la que atravesaba, y el recuerdo de mi familia.
Pero durante esos contados segundos comulgué con una limpia infinitud. Como
siempre, los buenos momentos duran poco. Mis compañeros se levantaron, el día
aclaró, y tuvimos que empezar con los quehaceres del viajero. Hacer el té, tomarlo
con algo de pan duro y preparar el día.
Por lo visto, estábamos en los alrededores de Erfoud. No habíamos dormido en un
hotel por dos poderosas razones: porque no queríamos dar nuestros nombres en
ningún registro —yo no tenía pasaporte—, y porque además no teníamos demasiado
dinero. Yo había mirado en mi cartera y llevaba cuarenta euros. Mi tarjeta de crédito
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de poco me serviría en aquellas soledades. Ellos tampoco parecían tener demasiado
efectivo, así que nos propusimos ahorrar en lo posible.
Me comunicaron que tendríamos que encontrarnos con alguien de su
organización en Siyilmassa. Nos facilitarían información y nos aportarían las últimas
novedades. Mis acompañantes ya no recelaban de su gente en aquellos momentos, a
diferencia del miedo que les tenían al principio. Sí, algo tuvo que pasar en Fez para
que ahora estuviesen tan tranquilos.
Al parecer, Siyilmassa había sido una ciudad muy próspera en el pasado. Durante
la Edad Media, en la época gloriosa de las caravanas del desierto, llegó a rivalizar con
Marrakech en belleza y riqueza. Todos los tesoros del Senegal, Guinea y el Sudán,
que así llamaban al país de los negros, entraban por sus murallas a lomos de los miles
de camellos que componían las enormes caravanas que osaban atravesar el más
ardiente de los desiertos. Comerciantes, artesanos, estudiosos y religiosos, todos se
concentraban en aquel emporio de riqueza a las mismas puertas del Sahara. Llegó a
su apogeo en el siglo XIV, antes de que las nuevas vías marítimas abiertas por los
portugueses terminaran arruinando las grandes rutas caravaneras. Tanto me habían
hablado de la ciudad que estaba ansiosa por conocerla. Partimos en cuanto
terminamos de desayunar y de cargar.
Volvimos a salir a la carretera, que atravesaba una amplia zona de palmerales,
irrigados por canales y acequias. Las presas de la montaña habían paliado las
catastróficas consecuencias de las terribles sequías que periódicamente asolaban
aquella zona de África. En muchas ocasiones, pasaban años sin que cayera una sola
gota. Por eso, el intenso verde del oasis, con los cultivos a los pies de las palmeras
datileras, contrastaba vivamente con el secarral que los circundaba.
—Estamos en la región conocida como Tafilalet, situada a los márgenes del rio
Ziz, entre el Atlas y el Sahara. El río suele llevar bastante agua en primavera, cuando
el deshielo de las cumbres. Es todo un espectáculo ver correr un río tan caudaloso,
con su cinturón de palmerales, hacia el desierto donde morirá. Porque ni este río, ni el
Draá, que es el que forma el palmeral de Zagora, desembocan en el mar.
Sencillamente, se pierden en otro océano que en vez de agua y peces tiene arena y
escorpiones.
Me resultó poética la imagen del río que nace en las nieves de las montañas y que
va menguando hasta languidecer en el desierto; moría desangrado después de haber
dado vida a los palmerales y los oasis. ¿Dónde iría tanta agua en primavera? Supuse
que reaparecería en algunos de los imposibles oasis que se encuentran en medio del
desierto, donde nunca llueve. No quise preguntarles más. A veces, con mis preguntas,
parecía una colegiala curiosa, más que una perseguida en busca de una biblioteca
robada.
Las kasbahs y las ksour se encaraban en algunos altos del valle, dominando las
extensiones confinadas de palmerales y huertas. Eran hermosas edificaciones
fortificadas, realizadas con barro, que fueron utilizadas como construcciones
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defensivas, como vivienda o como almacenes de materias primas, especialmente de
grano. Muchas de ellas se veían en ruinas, azotadas por el viento. Supuse que debían
de ser oscuras, sucias e incómodas en su interior, y que las familias que las habían
habitado en otros tiempos se habrían ido mudando a las nuevas construcciones de
pueblos y ciudades.
—Los palmerales del Tafilalet fueron tan extensos y estuvieron tan
primorosamente cuidados que fueron conocidos en el pasado como la Mesopotamia
del Magreb. Todavía hoy se lo considera, con su millón y medio de palmeras
datileras, el oasis más grande del mundo. La economía de miles de personas depende
de su fruto, el dátil.
Y todas las vigas y las maderas para la construcción se hacen con su tronco.
Comprendí las loas del pasado a la región. Para cualquiera que acabara de
atravesar el desierto, aquel extenso oasis se asemejaría al paraíso. En la literatura
árabe, también en la Biblia, el sueño de cualquier persona era poseer un huerto de
frutales y palmerales, generosamente irrigado y cercado por altos muros, para que
ningún extraño profanara su edén particular. Esa idealización del paraíso en la tierra
fue extendiéndose a otras culturas, sobre todo mediterráneas, donde chalets y parcelas
se ajardinan y cercan. Pero no hay ningún otro lugar como el Sahara para idolatrar lo
que supone el verde y el agua. Si se pudiese representar el paraíso, adoptaría la forma
de oasis cantarín.
Tras desviarnos por una carretera que se dirigía al sur, llegamos a Rissani. Para
entrar, tuvimos que atravesar unos arcos que hacían las veces de puerta de la ciudad.
Por lo visto, la actual dinastía alauita provenía de la localidad en la que me
encontraba. Allí se conserva el mausoleo de Mulay Alí Cherif, fundador de la dinastía
alauita en 1640, casa real que aún ostenta la corona de Marruecos en la figura de
Mohamed VI.
Mis compañeros no abrieron la boca desde que entramos en la ciudad. Estaban
alertas, como temerosos de algo. Sobre todo Abú Omar. Alí parecía algo más
relajado. No quise preguntarle al primero por el motivo de su nerviosismo. Sabía que
tendríamos que encontrarnos con alguien de su organización en las ruinas de
Siyilmassa, que nos proporcionaría planos, víveres y algunas indicaciones.
También yo me inquieté. Mi instinto me advertía sobre el peligro de aquel
encuentro. Alguien podía traicionarnos. Mientras nos acercábamos por un camino de
arena a las ruinas, les pregunté:
—¿No será peligroso?
No me respondieron. ¡Por supuesto que lo era! Por sus gestos, pude deducir que
tampoco a ellos les gustaba la situación. Si estábamos allí era porque no debíamos de
tener otra alternativa.
En seguida llegamos hasta las famosas ruinas. Estaban sobre un gran descampado
que bordeaba la ciudad. De nuevo, mi curiosidad logró sobreponerse a mi temor.
¿Cómo serían los restos de aquella mítica ciudad?
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No tardé en desilusionarme. Las ruinas consistían en muros y tapiales de barro y
adobe, semiderruidos y diseminados por una extensa superficie. Nada hacía recordar
un pasado glorioso. Tristes y pobres muros de tierra, con los característicos
mechinales y oquedades para el apoyo de vigas y la entrada de aire. Como siempre
me ocurre ante la decrepitud del pasado, una extraña sensación de melancolía me
embargó. ¿Dónde estarían los reyes, los sabios y los comerciantes de aquella remota
Siyilmassa que asombró al mundo conocido? Sólo quedaba de ellos polvo y
desolación. Nadie nos esperaba, por lo que decidí darme una vuelta por el lugar.
Desperdigados por aquí y por allí aparecían lienzos de los muros arruinados. Trozos
de cerámica y de antiguos ladrillos se encontraban sobre la superficie. Dada mi
formación de arqueología, me entretuve en hacer un muestreo superficial, en un
intento por establecer la antigüedad de los restos. Aquí y allá se veían profundos
agujeros en la arena. Supuse que serían los habituales vestigios de las excavaciones
clandestinas de los expoliadores. No hay ruina que no alimente la leyenda de los
tesoros enterrados. Y donde hay una riqueza oculta, siempre aparece un voluntario
para encontrarla, aunque sea con nocturnidad y alevosía. Tan ensimismada me
encontraba, que no advertí que el todoterreno se había acercado a las ruinas y había
aparcado en el extremo opuesto al que nosotros lo habíamos hecho.
Observé con precaución el vehículo. ¿Serían las personas que esperábamos? En
seguida comprobé que no. Eran europeos, sus atuendos los delataban; dos hombres y
una mujer, los tres bastante jóvenes. Volví la vista hacia nuestro coche; allí seguían
Abú Omar y Alí, que no parecían haberle dado demasiada importancia a los turistas
que se acercaban. Aquello me tranquilizó. Volví a agacharme, a la búsqueda de restos
que me ayudaran a interpretar aquellas ruinas.
Los tres europeos se acercaron hacia donde yo me encontraba.
Cuando pude oírlos me llevé una grata sorpresa: estaban hablando español, eran
compatriotas. Mil dudas me asaltaron en ese momento. ¿Qué hacía? Tuve tentaciones
de correr hacia ellos, gritándoles que era sevillana y que quería volver con ellos a
casa. Pero fue una estupidez efímera. No podía hacer eso. Al final, me limité a
permanecer agachada, sin concentrarme en lo que hacía. Sólo me interesaba la
conversación que mantenían los recién llegados, más audible a medida que se me
acercaban. Como yo vestía a la moruna, con mi larga chilaba, ellos no podían
sospechar que los entendía.
—Aquí debemos grabar. Alí ben Ziyad estuvo en esta ciudad, comerciando con
sus manuscritos, antes de adentrarse en el desierto. Quizá debamos esperar hasta la
tarde. El crepúsculo será la luz más adecuada para teñir de melancolía las ruinas de la
gran ciudad caravanera.
La conversación me interesó vivamente. El calor, que ya comenzaba a apretar, me
hacía sudar copiosamente. ¿Quién demonios había afirmado que las chilabas eran
frescas?
Llegaron hasta donde yo me encontraba y me saludaron.
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—Bonjour, mademoiselle.
Tuve que levantar la cabeza, balbuceando en un francés que ignoraba por
completo. La chica me miró a los ojos, y en ese mismo momento descubrió que yo no
era marroquí. Me sorprendió su intuición, al preguntarme directamente en español:
—¿Eres del grupo de arqueología catalán que está trabajando por aquí?
—No —le respondí, sin ningún ánimo de ocultarme—. Soy andaluza. Estoy de
turismo, he llegado en aquel vehículo. ¿Sois turistas?
—No. Somos malagueños. Tenemos una productora, y estamos haciendo un
reportaje sobre la vida de Alí ben Ziyad, un descendiente de los visigodos que tuvo
que abandonar España en el siglo XV y que atravesó el Sahara para establecerse en el
Níger, donde fundó una de las bibliotecas andalusíes más importantes de Tombuctú.
Vamos a grabar algunas imágenes de las ruinas. Después iremos hacia Walata y
Tombuctú.
«Qué casualidad, igual que nosotros», pensé, aunque no se lo dije.
—Me llamo Artafi —decidí presentarme.
—Encantado. Yo soy Manolo Navarro. Mis compañeros se llaman Juan Carlos
Estrada y Carmen Martínez.
Les di los dos besos de rigor. Me sentí bien con ellos, me gustaba lo que hacían,
pero temía darles mucha más conversación. Si seguían con las preguntas, en seguida
se percatarían de que algo no encajaba en mi historia. En ese momento observé que
un todoterreno se acercaba hasta donde se encontraban mis compañeros marroquíes.
Mientras los malagueños buscaban los planos más adecuados para grabar, estuve
observando al coche recién llegado. Sin duda alguna, debía de tratarse de los hombres
que esperábamos. Se saludaron entre sí, parecían conocerse. Me encontraba a unos
ciento cincuenta metros de ellos, A pesar de la distancia, advertí que discutían. No me
alarmé demasiado, ya estaba acostumbrada a que las conversaciones entre los
marroquíes parecieran riñas. El tono de su discusión fue subiendo. Abú Omar me
señaló, y me llamó a gritos. No me gustó la situación, por lo que me hice la remolona.
No pensaba acercarme hasta estar segura. Sus gritos fueron subiendo de volumen y,
de repente, todo se precipitó. Se oyó un disparo, después otro. Abú Omar cayó al
suelo, gritando de dolor, mientras que Alí salía corriendo, procurando que los muros
protegieran su huida. Corría hacia mí, mientras gritaba:
—¡Al coche, al coche! ¡Era una trampa, quieren matarnos! ¡Le han disparado a
Abú Omar!
Efectivamente, los hombres iniciaron la persecución de Alí, disparándole en
cuanto podían verlo entre las ruinas. Abú Omar quedó tendido en el suelo, inerte. Los
malagueños, tras su desconcierto inicial, comenzaron a gritarme.
—¿Qué ocurre? ¿Por qué disparan?
No había tiempo para explicaciones. Todos estábamos en peligro de muerte.
—Corred, es una emboscada. ¡Vamos al coche!
Afortunadamente, su vehículo estaba cerca. Al cabo de dos segundos, nos
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encontrábamos todos montados en él. Manolo arrancó el motor y metió marcha.
—¡Espera! —le grité.
—¿Cómo que espere? Ésos ya están aquí, y siguen disparando.
Así era. En ese momento no podía ver a Alí, pero divisaba perfectamente a sus
perseguidores, que gritaban y disparaban. Ya se habían percatado de que nos
habíamos montado en el coche, por lo que comenzarían a dispararnos a nosotros
también. Y un disparo a esa distancia era mortal de necesidad. No podíamos esperar
más, teníamos que irnos. Pero eso significaría la sentencia de muerte para Alí.
Desarmado, sin protección, no tendría ninguna posibilidad frente a aquellos asesinos.
—¡Nos vamos, no esperamos ni un segundo más! —gritó con sensatez Manolo.
El coche comenzó a moverse, Alí no aparecía por ningún lado, y sus
perseguidores comenzaron a señalarnos.
—¡Corre! —le grité yo entonces—. Van a empezar a dispararnos.
Alí nos sorprendió al saltar desde uno de los muros bajos de las ruinas. Corría
hacia nosotros, pero veinte metros nos separaban de él. Como no tenía ninguna
protección, esa distancia era una carrera hacia la muerte segura.
—¡Por favor, vamos a recogerlo!
Sorprendentemente, Manolo Navarro me obedeció. Vulnerando cualquier norma
de mínima sensatez, giró bruscamente el volante y corrimos hacia Alí. Fueron unos
segundos interminables. Oíamos los disparos, y podíamos ver los impactos en el
suelo, cada vez más cercanos a Alí y a nosotros. Casi en un ejercicio circense, abrí mi
portezuela al llegar junto a él. Alí se arrojó sobre mí de un salto. Un nuevo volantazo,
y comenzamos a alejarnos. Cuando los asaltantes vieron que nos alejábamos,
detuvieron su loca carrera y, parados, intentaron atinar con sus disparos, mientras su
vehículo se acercaba para recogerlos. No iban a dejarnos escapar tan fácilmente.
Un disparo atravesó la puerta trasera del maletero y causó un gran estrépito en el
equipaje; afortunadamente, no nos alcanzó a nosotros. Al girar tras un montículo de
arena, dejamos de oír disparos. Alí se acomodó como pudo en nuestro asiento,
momento que yo aproveché para cerrar la puerta que había bailado locamente en
nuestra precipitada huida. Pero nuestra tranquilidad duró poco. En seguida apareció el
vehículo detrás de nosotros. Sin duda alguna, no pararían hasta matarnos.
Enfilamos el coche hacia la ciudad, pero los continuos montículos y depresiones
del suelo nos obligaban a dar rodeos. El vehículo que nos perseguía, conducido por
manos expertas en esas lides, reducía continuamente la distancia que nos separaba de
él. En el interior de nuestro vehículo intentábamos ayudar a Manolo, avisándolo de
los hoyos, los trozos de muralla o los montones de arena que se interponían ante
nosotros. A veces, en nuestro desconcierto, más que ayudar, estorbábamos. En alguna
ocasión, grité: «¡A la derecha!» y Juan Carlos: «¡A la izquierda!». Y claro, así no
había manera.
En una de éstas, no pudimos esquivar una de las depresiones del suelo. El coche
cabeceó tan bruscamente que, por un instante, pareció que caíamos a un pozo. Nos
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dimos un fuerte golpe delantero; creímos que nos habíamos quedado clavados en la
arena. Tal fue el sobresalto que Manolo no pudo reaccionar. El coche se caló. Miré
para atrás en ese momento: el vehículo de los asesinos se acercaba levantando una
gran polvareda. Sin duda alguna, estarían pisando fuerte el acelerador: tenían a su
presa atrapada.
Manolo volvió a arrancar el motor, e intentó salir marcha atrás, pero fue un
intento inútil, ya que las ruedas patinaban sobre la arena. Esos malditos segundos se
me hicieron eternos. Nosotros metidos en un hoyo, y nuestros perseguidores
asomando ya a pocos metros.
—¡Mete la tracción a las cuatro ruedas, gira todo el volante hacia la derecha y sal
despacio!
Alí había gritado con tal autoridad, que Manolo, de forma casi inconsciente, le
obedeció. Milagrosamente, el coche empezó a avanzar, muy lentamente al principio,
pero tomando velocidad tras los primeros metros. Parecía que íbamos a lograr
escapar. Pero ya teníamos a nuestros enemigos encima. Mientras salíamos de la
extensa zanja, ellos ya habían llegado a ella. Dudaron qué hacer. Por vez primera,
aminoraron la marcha, hecho que nosotros aprovechamos para terminar de ascender
la rampa de salida. Ellos decidieron acelerar y entrar con velocidad, con el objetivo
de aprovechar la inercia y no quedar atascados en la arena.
De nuevo volvieron a dispararnos. Nuestra ventanilla derecha saltó por los aires y
nos mojó con su lluvia de cristales pulverizados. Afortunadamente, Manolo no
detuvo su marcha. Al contrario, ya más despejado el camino, pisó a fondo el
acelerador. Fue entonces cuando me pareció ver una mancha roja sobre la tapicería
del asiento. Alí, con expresión de dolor, se agarraba con fuerza el hombro derecho.
—¿Te han dado? ¿Estás herido? ¡Déjame que lo vea!
—No es nada, creo que sólo ha sido un rasguño. Me duele, pero no tengo la bala
dentro.
—¡No nos siguen! —gritó entonces Carmen—. ¡Los estamos dejando atrás!
Con entusiasmo, volví la cabeza, sin poder creer que la pesadilla pudiese estar
tocando a su fin. Pero así era. Sorprendentemente, el coche de nuestros perseguidores
no asomaba del interior de la zanja. Debían de haberse quedado atascados. Increíble
pero cierto. Y es que a veces también la fortuna sonríe a los que verdaderamente la
necesitan. Desde la lejanía pude ver que uno de ellos salía a pie de la zanja. Parecía
querer dispararnos, pero ya no temimos sus balas, estaban demasiado lejos como para
que supusieran un peligro real. Por esa vez, habíamos logrado sobrevivir.
Nos internamos en una de las vías de acceso a Rissani. Era hora de tomar
decisiones.
—¡Vamos a un hospital, tienen que mirarle el brazo a Alí! —fue lo primero que
dije cuando me sentí a salvo.
—¡Mientras le echan un vistazo, nosotros iremos a la policía a denunciar esto! —
propuso Carmen con idéntica pasión.
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—Tranquilos, estoy bien. Se curará solo; ha sido un simple arañazo —intervino
Alí—. No merece la pena que nos detengamos en Rissani, podría ser peligroso.
Un extraño silencio siguió a las palabras de Alí. Sin duda alguna, los malagueños
estaban percatándose de su nueva situación: no sólo Alí y yo estábamos en peligro.
—Vayamos a la policía —aconsejó Juan Carlos—. Ellos nos protegerán.
Desde luego era la propuesta que yo habría hecho si hubiera estado en su lugar,
pero como no lo estaba, tenía que convencerlos para que no denunciáramos el suceso.
¿Cómo explicaría mi presencia allí, sin pasaporte ni entrada legal? Iría a la cárcel de
cabeza. Por eso recibí con alivio la convencida respuesta que les ofreció Alí.
—No podemos fiarnos de la policía. Muchos de sus agentes trabajan a sueldo de
las mafias que nos persiguen. Ir a la comisaría sería algo así como llamar a las
mismas puertas de la muerte.
—Alí tiene razón —apostillé—. No podemos ir a la policía, ni perder tiempo en
Rissani. No sabemos si tienen cómplices aquí, ni si ya los habrán alertado de nuestra
fuga.
De nuevo se hizo un forzado silencio. Nuestros argumentos parecían haber hecho
mella en su ánimo. Los malagueños se miraron entre si, hasta que Manolo preguntó:
—¿Qué hacemos? Tenemos que tomar una decisión rápida. También tenéis que
contarnos quiénes sois y por qué os persiguen.
—Os lo explicaremos todo más adelante. Ahora tenemos que salir cuanto antes de
aquí. ¿Cuál era vuestro itinerario? —preguntó Alí.
—Pensábamos dormir hoy aquí, y mañana salir para Zagora. Desde allí
partiríamos al cabo de un par de días hacía el desierto, en ruta hacia las ciudades de
las caravanas.
—Podéis seguir esa ruta. Pero no debéis ir a Zagora, es un destino demasiado
obvio; seguro que nos esperarán allí.
—¿Cómo que nos esperarán? ¿Es que vais a venir con nosotros?
La embarazosa situación que llevaba minutos recelando se había producido. Nos
habíamos quedado sin coche, y teníamos que cruzar el desierto. Sólo resolviendo el
caso del robo de la biblioteca de Aziz podría regresar algún día sana y salva a España
para aclarar todo lo sucedido. Tenía, por tanto, que conseguir que los malagueños nos
aceptaran en su expedición. Al menos por el momento, después ya se vería.
Apurando mi capacidad de convicción, les pedí que nos dejaran ir con ellos. No
correrían ningún peligro una vez que nos hubiéramos adentrado en el desierto, donde
podríamos servirles de ayuda. También nosotros íbamos en busca de una de las
bibliotecas más importantes de Tombuctú.
A todo esto, ya salíamos de la carretera de Rissani. Necesariamente tendríamos
que volver a atravesar los arcos de la entrada, que no distaban demasiado en línea
recta de los descampados de Siyilmassa. Callé por unos instantes mi súplica; temía
que hombres armados nos emboscasen en aquel paso imprescindible. Pero no pasó
nada. Afortunadamente, nadie nos atacó. Pensaba volver a mis argumentaciones
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cuando la onda de una violenta explosión llegó hasta nosotros, seguida de un
estruendoso ruido. Volvimos la cabeza hacia el lugar de donde provenía la gran
detonación. Vimos entonces una columna de humo que salía de detrás de las casas y
los árboles que teníamos a nuestra izquierda.
—¡Ha sido en las ruinas! —exclamó Alí—. Han volado nuestro coche.
Y me temo que con Abú Omar dentro. Querrán que todo parezca un incendio
fortuito o algo así. Tendrán aliados en la policía, que así lo testificarán. El asunto
quedará cerrado, y ellos impunes. Tenemos que huir sin que nadie sepa hacia dónde
nos dirigimos.
La explosión actuó como catalizador para derrumbar la resistencia que nuestros
atemorizados anfitriones habían demostrado hasta el momento. Al parecer,
compartiríamos vehículo y aventura. Pobres malagueños, los habíamos arrastrado
hacia el abismo del riesgo y la huida. Pobre Abú Omar. A pesar de mis iniciales
resabios, había terminado tomándole cierto aprecio. No merecía morir así. Aunque
pertenecía a algún grupo de fanáticos, albergaba cierta humanidad en su corazón.
Más tarde le preguntaría a Alí por los posibles responsables del crimen y por quién
estaba detrás de ellos. Una vez más, conocí el horror que producen los asesinatos en
tu entorno. Pero el instinto por la supervivencia es mayor que la parálisis del dolor.
Ves muerte y te aterras, intuyes una vía de escapatoria, por pequeña que sea, y a ella
te arrojas, olvidando, de momento, el terror y la consternación. Eso también nos pasó
entonces. Nos sabíamos en peligro de muerte, y toda nuestra energía se volcó en
lograr huir de nuestros perseguidores. Nadie derramó una lágrima por el desgraciado
Abú Omar.
Las palabras de Manolo añadieron aún más dificultad en nuestra situación.
—Tenemos que llenar el depósito. Nos queda muy poco gasoil.
Alí tomó en aquel momento las riendas de la situación.
—¡Para en esa gasolinera!
—¿Aquí, en la misma salida de Rissani? Nos pueden atrapar de un solo salto.
—Para. Tengo una idea.
Manolo se detuvo en la gasolinera y pidió que nos llenaran el depósito. Alí,
dirigiéndoseme a mí, me ordenó:
—Pregúntale al operario cuánto tiempo se tarda en llegar a Marrakech, y si es
mejor camino rodear el Atlas, vía Agadir, o atravesar directamente las montañas. Que
se te note nerviosa.
Así lo hice. Y vive Dios si estaba nerviosa. A cada instante volvía la cabeza hacia
atrás, temerosa de que apareciera el todoterreno que nos perseguía. Con voz alterada,
logré formularle la pregunta. El hombre, mirándome detenidamente, me respondió
que tardaría unas cuatro horas, y que sería mejor hacerlo por las montañas. Mi
evidente excitación lo mosqueó; mientras le daba la vuelta a Manolo, miraba
descaradamente hacia el interior del vehículo, como queriendo descubrir cuántos iban
dentro y quiénes eran.
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Volvimos a la carretera y nos dirigimos hacia el norte, buscando la carretera
principal. Todos nos habíamos percatado de la estratagema de Alí para engañar a los
asesinos de Abú Omar, quienesquiera que fuesen. Sin duda alguna, nuestros
perseguidores tendrían noticia de que habíamos parado en aquella gasolinera y
sabrían que pensábamos dirigirnos hacia Marrakech. Marchábamos en silencio.
Ninguno parecíamos tener la suficiente fuerza como para preguntar lo evidente: hacia
dónde nos dirigiríamos en verdad, y cómo lograríamos escapar.
Cuando llevábamos cuatro o cinco kilómetros recorridos, Alí volvió a tomar la
palabra:
—Gira a la izquierda, por esa pista.
Mientras Manolo hacía la maniobra que le indicaban, le pregunté a Alí:
—¿Adónde vamos? Es evidente que lo de Marrakech lo dijimos para despistar.
¿Adónde nos dirigimos?
—Al desierto.
Respiré aliviada. Aunque no sabía cuál podría ser mi salida para aquella
situación, mi única posibilidad estaba en el sur. Cuando llevábamos unos minutos
rodando sobre pista de tierra, noté que Alí se apretaba el brazo. Con el desconcierto
de la huida, no había vuelto a acordarme de su herida.
—¿Cómo vas?
—Bien, no es nada.
—¿Lleváis botiquín? —pregunté a Carmen.
Tras rebuscar en unos bultos de atrás, por fin logró encontrarlo. Sin que el coche
se detuviera, intenté aplicar mis escasos conocimientos sanitarios en su cura.
Afortunadamente, la herida no era profunda. Tampoco había perdido demasiada
sangre. La limpié con agua oxigenada, la desinfecté con Betadine y la vendé. Me
apliqué a fondo en ello. En un momento dado, las miradas del herido y la sanadora se
cruzaron, y pude ver algo más que agradecimiento en sus ojos. Mi instinto femenino
me dijo que allí había pasión. Mantendría cierta distancia desde ese momento con
Alí. Estaba empezando a desearme, y lo que menos necesitaba en aquellos momentos
era un lío con alguien.
—¿Qué hacemos ahora?
La obvia pregunta de Manolo me devolvió a la realidad. En efecto, ¿qué
hacíamos? Sin dejar de dirigirnos al sur, evitando caminos transitados, discutimos por
unos minutos. Los malagueños volvieron a la carga: que nuestra compañía era muy
arriesgada y una sobrecarga para el vehículo. No sé cómo, pero el caso es que al final
logramos convencerlos de que nos llevaran con ellos. Pero sólo hasta Mauritania, nos
insistieron. Nos dejarían en Walata y ellos continuarían hasta Tombuctú, Al menos
eso conseguimos, aunque una cosa era decidirlo, y otra intentarlo. La sola idea de
tener que cruzar el Sahara, de forma clandestina además, me horrorizaba. Alí se
esforzaba por tranquilizarnos.
—No es tan difícil. La travesía del desierto sólo requiere cuatro ingredientes:
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buen coche, orientación, agua y combustible. ¿Tenemos planos y garrafas?
—Tenemos planos —respondió Juan Carlos—. Y disponemos de varias garrafas
de plástico plegables, de esas que se compran en las gasolineras. Pero están vacías.
—Eso es un problema. Necesitaremos combustible para unos mil kilómetros. Por
las pistas de arena se gasta mucho, así que pongamos unos quince litros de media por
cada cien kilómetros… Eso hace ciento cincuenta litros. Acabamos de llenar el
depósito con ochenta, luego nos faltan setenta. ¿Cuántas garrafas tenéis?
—Diez. Son de diez litros cada una.
—Perfecto. Utilizaremos siete para gasoil y tres para agua.
—Tenemos varios packs de botellas de agua mineral.
—Pues, entonces, todas con gasoil.
—¿Dónde está la próxima gasolinera? —preguntó inocentemente Carmen.
—Ahí precisamente radica uno de nuestros problemas. No podemos detenernos
en ninguna gasolinera. Pondríamos sobre nuestra pista a los perseguidores. Mientras
estemos en territorio marroquí no repostaremos en ninguna estación de servicio. Sería
como decirles a nuestros perseguidores: «¡Estamos aquí, venid a por nosotros!».
—Entonces, ¿cómo la conseguiremos?
—Utilizaremos una vieja ley tuareg. Cuando se carece de algo imprescindible
para la vida, es legítimo tomarlo de otros.
—¿Quieres decir que vamos a robar el gasoil?
—Llámalo como quieras.
—¿Y cómo se hace eso?
Alí explicó el plan, que, a primera vista, parecía sencillo. A unos cincuenta
kilómetros hacia el sureste se encontraban unas dunas muy hermosas, las más
conocidas de Marruecos. Por lo visto salían con frecuencia en el cine. El frente de
dunas se conocía como Erg Chebbi, tenía unos treinta kilómetros de longitud, y sus
dunas más altas alcanzaban los cien metros de altura. Los turistas gustaban de subir a
ellas para ver el atardecer sobre el desierto. Ascendían montados en camellos que
alquilaban en un paraje conocido como Merzuga. Llegaban con sus todoterreno,
dejaban los coches y negociaban los camellos allí mismo. Salían hacia las dunas,
guiados por los nómadas, y volvían a las dos horas, con el sol ya puesto. Si se
alquilaban muchos camellos, apenas quedaba ningún camellero en la zona. Los
coches quedaban entonces desprotegidos. La estratagema que nos propuso Alí no
podía ser más simple. Llegaríamos a Merzuga cuando los turistas estuvieran
montándose en sus camellos, aguardaríamos su salida y, si podíamos, quitaríamos un
poco de gasoil a cada uno de los vehículos estacionados. El secreto radicaba en que
los conductores no se sorprendieran de una anómala caída del combustible.
Picoteando de aquí y allí. Alí pretendía que consiguiésemos llenar al menos siete
garrafas sin que los afectados se diesen cuenta. Así, no podrían delatarnos. Si
nuestros perseguidores supiesen que nos habíamos aprovisionado de gasoil en
Merzuga, no tendrían ninguna duda de nuestras intenciones —cruzar el desierto— y
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de nuestro destino, Walata o Tombuctú. Si todo salía según lo previsto, esa misma
noche podríamos comenzar a adentrarnos en el Sahara, mientras los que habían
asesinado a Abú Omar nos creerían en ruta hacia Marrakech.
Me pareció un plan brillante, por simple. Ahora bien, a medida que avanzábamos
lentamente por pistas de tierra y arena —teníamos que hacer tiempo hasta que el sol
comenzara a bajar—, fueron surgiéndome dudas, que mis compañeros resolvían
como si fuesen cosas obvias.
—¿Y cómo sacaremos el gasoil?
—Tenemos este macarrón de plástico. Lo trajimos precisamente por si debíamos
trasegar combustible o agua. La técnica es sencilla: se introduce en el depósito, se
aspira, y justo cuando notes el sabor del gasoil en la boca, lo metes en la garrafa. El
sifón que se produce hará que el líquido vaya llenándolo. Cuando estimes unos cinco
o seis litros, lo retiras y a chupar otro depósito. Como el macarrón es largo, podemos
cortarlo en tres trozos.
—Se nos pondrá cara de vampiros —bromeó por vez primera Juan Carlos—.
Chuparemos la sangre de sus coches para tomar la energía que precisamos. Y lo
haremos cuando el sol ya se ha puesto. Tres vampiros, tres, seremos los que
sorberemos el líquido de vida.
Yo no estaba para bromas. Sin embargo, Manolo y Alí se rieron de la ocurrencia.
Era evidente que nos estábamos relajando; la perspectiva de poder despistar a los
asesinos mejoró sensiblemente nuestro estado de humor.
—¿Cómo abriremos los tapones de los depósitos? —continué con mis dudas.
—Algunos de los vehículos serán viejos todoterreno. Ésos no tienen llave en el
depósito. Los nuevos sí la tendrán. Vosotros trabajaréis con los viejos, yo me
encargaré de abrir los otros.
—¿Sabes forzar cerraduras? —le preguntó incrédula Carmen, que todavía no
sabía con quién estaba hablando.
«Alí sabría forzar cerraduras, hacerle el puente al coche y ponerle debajo una
bomba lapa —pensé para mis adentros—. Nada ilegal le es ajeno».
—Bueno, no se trata precisamente de forzar —se excusó Alí, al que no interesaba
descubrir sus aptitudes—. Digamos que las abro utilizando una especie de llave
maestra, creo que vosotros la llamáis ganzúa.
—¿Dónde aprendiste eso?
—Pues en el ejército. Durante el servicio militar marroquí se aprenden muchas
cosas útiles.
El desparpajo en la mentira y la convicción con la que expresaba su
improvisación me hizo percatarme de que me encontraba ante un auténtico
profesional, entrenado para superar las mil y una dificultades cotidianas de la
clandestinidad. Quizá yo misma tuviese que ir mentalizándome para fingir y mentir,
algo para lo que no estaba preparada.
—¿Y si los coches no se quedan solos y hay vigilancia?
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—Sólo hay una respuesta a esa pregunta: Alá proveerá.
Callamos a partir de ese momento. El resignado fatalismo de los creyentes
musulmanes no era suficiente garantía para nosotros. Con aquellas palabras volvimos
a la realidad. Robar el gasoil no iba a ser ningún juego de niños. Y necesitábamos el
combustible. De no obtenerlo, tendríamos que ir a una gasolinera y nuestra pista
quedaría al descubierto. Pero meternos en el desierto sin una reserva adecuada seria
un suicidio anunciado.
Marchábamos por unas pistas algo alejadas de las usadas habitualmente por los
turistas del Sahara, un público, por cierto, en creciente aumento. Durante horas no
vimos ni un solo vehículo; nadie parecía seguirnos.
Alí decidió que descansaríamos bajo la escasa sombra de un pequeño repliegue
rocoso. La verdad es que agradecía poder salir del coche y dar unos pasos para
estirarme. Paseaba con la mirada baja cuando advertí una roca de extraña forma. Me
agaché y comprobé que se trataba de un fósil, un trilobites de tamaño medio. Llamé a
mis compañeros para mostrárselo, y fue entonces cuando Alí nos explicó que
estábamos en una de las mayores reservas de fósiles del mundo. Efectivamente, nos
fuimos fijando y vimos que muchas rocas albergaban en su seno curiosas formas
fósiles. Esa observación nos sirvió de distracción y nos ayudó a aliviar una espera que
ya terminaba.
—¿Quiénes han matado a Abú Omar? —le pregunté a Alí cuando nos quedamos
a solas.
—No lo sé. No tengo ni la menor idea.
—¿La gente de Abdelkrim?
—No lo creo. En Fez recibimos todo el apoyo de nuestra organización. No tendría
ningún sentido que intentaran asesinarnos. Si hubiesen querido, lo habrían hecho en
Fez. Les hubiese resultado más fácil, nos tenían en sus manos.
—¿Algún traidor?
—Podría ser. Pero, incluso así, algo no cuadraría. Nos habían dicho que teníamos
que estar en Siyilmassa hoy. Vendrían a darnos determinada información e
instrucciones. Así lo hicieron. De hecho, estoy convencido de que los hombres que
llegaron eran los adecuados. Yo no los conocía, pero Abú Omar pareció reconocerlos.
Pero ahí se acaba toda lógica. ¿Por qué comenzaron a insultarnos? ¿Por qué mataron
a Abú?
—¿Por qué no te mataron a ti?
—Tampoco lo sé. Parecían tener un interés especial en increpar y amenazar a
Abú. Cuando sacaron la pistola, le apuntaron directamente a él; a mí, no. Fue Abú el
que me gritó que saliera corriendo. Así lo hice, y al instante sonó el disparo. Giré
instintivamente la cabeza, y lo vi caer. Podrían haberme matado en aquel momento,
pero por algún motivo (su propio sobresalto supongo), no lo hicieron. Me
concedieron dos o tres segundos de gracia. Los suficientes para saltar tras un muro y
comenzar mi carrera hacia la libertad.
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No pudo seguir hablando. Carmen se nos acercó, y no era plan que se enterara de
quiénes éramos ni de por qué estábamos allí. Alí se dirigió a ella, alabando la riqueza
fósil del lugar. Yo me quedé con la copla de que Alí estaba tan desconcertado como
yo. No tenía ni la menor idea del porqué del asesinato de Abú Omar. Y percibí otro
de sus interrogantes: ¿por qué no lo habían matado a él? Sonreí. Seguro que en su
interior habría repetido un fatalista «porque todavía no estaba escrito». Cosas de la
morería. Yo añadí una pregunta de mi cosecha: ¿por qué no nos mataron a nosotros?
En cuanto comenzó a bajar el sol, arrancamos hacia Merzuga. La Operación
Gasoil comenzaba. Durante los tres cuartos de hora que tardamos en llegar hasta
nuestro destino, repasamos el plan, cortamos el macarrón y distribuimos las garrafas.
Manolo, Juan Carlos y Alí serían los «vampiros», Carmen estaría con ellos reuniendo
las garrafas llenas, y yo me quedaría en el coche vigilando.
Llegamos a Merzuga en el tiempo justo. Los turistas salían montados en camellos
guiados por sus camelleros, más preocupados por hacerse fotos que por disfrutar del
paisaje y de la solemnidad del momento. Por fortuna, la afluencia de turistas fue lo
suficientemente alta esa tarde como para que todos los camellos y sus camelleros
quedasen ocupados. Aparcamos el coche en un lugar algo apartado. A los cinco
minutos ya no quedaba nadie a la vista. Alí dio la orden, y cada uno se aplicó en lo
previsto.
Desde nuestro coche, yo me consumía de puros nervios. Los veía trabajar, ir de
aquí para allá bajo mi atenta mirada y, aunque todo parecía marchar bien, no
conseguía tranquilizarme. Llevaríamos unos cinco minutos cuando me pareció oír
unos pasos a mis espaldas. Me giré sobresaltada y lo vi, acercándose hacia nuestro
coche con parsimonia y tranquilidad. Debía de ser uno de los camelleros que se había
quedado en la retaguardia, sin que nosotros nos hubiésemos percatado de su
presencia. Me quedé paralizada. ¿Qué debía hacer? Desde luego, no podía correr
hacia mis compañeros, ni mucho menos gritarles. Lo único que conseguiría sería
alarmar a nuestro visitante. No me quedaba más remedio que intentar distraerlo,
procurando apartarlo de la zona hasta que los vampiros hubiesen terminado su tarea.
Decidí, pues, acercarme a él, para que no llegase hasta el mismo coche, desde
donde podría descubrir a mis amigos. Cuando llegué a su altura, le tendí la mano para
saludarlo. Balbuceé un saludo en francés, que aquel joven me respondió con
efusividad. Sin duda alguna, le habría sorprendido la amabilidad de aquella mujer que
salía a su paso para saludarlo. Me percaté en seguida de la nueva situación. Un
hombre y una mujer, solos. Una mujer que se acerca a un hombre para saludarlo.
¿Qué pensaría cualquier hombre del mundo? Pues que la mujer quería guerra. Ésa es
la mentalidad masculina ante cualquier deferencia femenina. Y ésa podía ser nuestra
salvación: que aquel hombre creyera que yo estaba por él.
—Yo estar sola. Mis amigos en camellos para las dunas —le dije lentamente, para
que pudiese comprender mis palabras.
Me pareció que me respondía que él también estaba solo, que era un nómada del
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desierto, amigo de camellos y turistas.
—¡Qué lugar tan hermoso! —gesticulé exageradamente—. ¿Qué es aquello?
Le indiqué una especie de aparejo de camello que se encontraba a unos treinta
metros detrás de él. Y acentuando mi interés, me dirigí hacia allí. Por unas décimas
de segundo le apreté la mano y tiré ligeramente de él. La liturgia de la seducción se
había puesto en marcha. El camellero me siguió como un corderillo, desandando su
propio camino. Estaba consiguiendo alejarlo del coche, pero todavía necesitaba unos
diez minutos más. ¿Qué podría hacer para distraerlo durante tanto tiempo?
Decidí utilizar la más antigua de las armas de mujer. Sonriéndole, le señalaba el
horizonte, repitiéndole como una idiota:
—¡Qué bonito, qué hermoso, qué romántico!
El buen mozo cada vez se me acercaba más. Veía que yo me estaba insinuando, y
sabía que tenía el tiempo muy contado hasta la vuelta de los camellos y los turistas.
No quería que se le pasase esa oportunidad que, por lo visto, se repetía con cierta
frecuencia. Las europeas, con tantos libros leídos de ardientes amoríos con nómadas
del desierto, llegaban facilonas hasta aquellas latitudes.
—¡Qué bonito es el desierto! —le repetía mientras le sonreía y seguía
alejándome.
—¡Bonita tú! —parecía decirme aquel muchacho en su ininteligible francés,
mientras se arrimaba más y más.
El juego iba entrando en zona peligrosa. Ya no me quedó más remedio que darle
la mano, mientras seguía con mi sonrisa de Mata-Hari. Si de verdad el músculo de la
seducción, el sentirnos deseadas, es lo que nos mantiene jóvenes, yo rejuvenecí ese
día. Jamás había sentido una pasión tan volcánica en la mirada de un hombre. Desde
donde nos encontrábamos, ya no se divisaba nuestro coche. Calculé el tiempo, aún
quedaban más de cinco minutos, una eternidad para lograr contener el calentón de mi
Valentino particular. Me abrazó y tuve que seguirle el juego. Quiso besarme, pero yo
le apartaba la cara, sin dejar de sonreírle y de juguetear con él. Aún debía mantenerlo
encelado durante unos minutos más. Mi ánimo comenzó a quebrarse. Al fin y al cabo,
todos somos de carne y hueso, y la situación era de lo más excitante. Pero pasado
aquel momento de debilidad, en el cual por poco me dejo llevar, conseguí apartarlo
suavemente y señalarle una pequeña duna situada a unos veinte metros delante de
nosotros.
—Tú esperarme allí. Yo prepararme —le dije, mientras provocadoramente le
insinuaba que quería quitarme ropa, antes de solazarme con él—. Prepárate también
tú, desnúdate. En seguida voy.
El nómada se dirigió hacia la duna flotando en una nube de felicidad. Ya veía a su
odalisca rendida en sus brazos, ya saboreaba sus besos y sus arrullos. Antes de
trasponer la duna que lo ocultaría, volvió su mirada hacia mí. Hice entonces como
que me estaba quitando la chilaba y que me ofendía por su mirada furtiva.
—Atrás, atrás —le gesticulaba mostrándome pudorosa ante su mirada.
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El truco funcionó a las mil maravillas. Me lanzó un beso con la mano, y se ocultó
tras la duna. Con toda seguridad, empezaría a desnudarse inmediatamente.
Tenía que aprovechar los dos o tres minutos de que disponía antes de que mi
ansioso proyecto de amante asomara de nuevo la cabeza sobre la duna impaciente
ante mi retraso. Corrí hacia el coche, deseando que mis compañeros ya hubiesen
terminado su tarea. Al trasponer un pequeño alto, los vi. Estaban todos alrededor del
coche. Al descubrir que me acercaba corriendo, arrancaron el motor. Casi a la carrera,
me subí al vehículo, que ya se dirigía de nuevo al desierto. Pasados unos segundos ya
éramos una simple estela de polvo que se alejaba de las dunas de Merzuga, un
hermoso lugar donde todo podía ocurrir. Y, si no, que se lo preguntasen a aquel
apasionado camellero, que en aquellos momentos debía de estar desnudo e
impaciente a la espera de su hurí. No me dio ninguna pena de la decepción que se
llevaría al descubrir que me había esfumado junto con el coche que me había llevado
allí. Probablemente se sentiría como un auténtico imbécil, sentimiento que no podría
compartir con sus amigos, so pena de quedar como un tonto, como un empanadete,
como dicen ahora. Sentí, sin embargo, pena de mí misma. ¿Seguiría por siempre
condenada a huir y a correr, sin poder disfrutar de ninguno de los momentos buenos
que ofrece la vida?
La «operación vampiro» había salido a las mil maravillas. Con nuestras garrafas
repletas de gasoil, nos sentíamos capaces de retar al inquietante Sahara. Mis
compañeros me contaron sus peripecias con tapones y sifones, pero de las mías
simplemente les narré que logré apartar de nuestro campo de acción a un camellero
que se acercó. Me felicitaron por mi habilidad, sin saber, en realidad, cuál de ellas era
la que había puesto en escena en aquella ocasión.
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Capítulo 3.
El Sahara
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buen amigo nuestro, Aziz, erudito de Tombuctú, le habían robado su fabulosa
biblioteca de manuscritos, y que nos había pedido ayuda, todo había ido bien en
nuestro viaje hacia el sur hasta que en Siyilmassa nos atacaron y mataron a nuestro
amigo Abú Omar. Sin duda, los asesinos debían de ser cómplices de los ladrones.
Teníamos que llegar hasta Walata, donde nos pondríamos en contacto con Aziz, Los
tranquilizaba repitiéndoles que el peligro ya había pasado, que el resto del viaje sería
un camino de rosas.
Pero cuando de verdad se esmeraba Alí era cuando se esforzaba en convencerlos
de que ellos no tenían otra alternativa que ayudarnos a conseguir nuestro objetivo.
Hablaba con tanta convicción que yo misma terminaba por creerme sus embustes y
sus medias verdades.
—Sentimos mucho haberos metido en esto —repetía con voz compungida,
procurando enternecerlos—, pero el destino así lo ha querido. Hicimos bien en no
acercarnos hasta la policía de Rissani. Si lo hubiésemos hecho, hoy ya estaríamos
muertos. Desde el mismo momento en que nos salvasteis en Siyilmassa, os
convertisteis en sus enemigos. Nos perseguirán, a vosotros también, hasta la muerte.
Podemos dar gracias a Alá por habernos dejado salir con vida del Tafilalet.
—Pero podemos dirigirnos hacia la costa, hasta Agadir. Allí no nos esperarán.
Denunciaremos los hechos a la policía y podremos continuar el viaje con mayor
tranquilidad.
—Imposible por varios motivos. Primero, eso significaría un día de viaje hasta
Agadir, más dos o tres mínimo de interrogatorios policiales. Hay un muerto de por
medio, una explosión de un vehículo. En el mejor de los casos, nos harían volver
hasta las ruinas de Siyilmassa para reconstruir los hechos. Allí estaríamos de nuevo a
merced de los asesinos y de sus cómplices policías. En el peor, no nos creerían y nos
mantendrían detenidos hasta que las misteriosas circunstancias se aclararan. ¿Y quién
nos dice que no podrían pagar a falsos testigos que afirmasen que fuimos nosotros los
que matamos a Abú Omar e incendiamos nuestro coche para fingir un trágico
accidente y huimos con vosotros? ¿Quién creerá a estas alturas que no nos
conocíamos de nada en el momento del asesinato? ¿Y vosotros? ¿Quién puede creer
que alguien ajeno al asunto nos hubiese montado en el coche y nos hubiese ocultado
en el desierto? ¿Cómo explicaríamos nuestra huida? No, sería una historia demasiado
fantástica. Nadie lo creería.
Fantástica explicación. De nuevo logró convencerme hasta a mí. ¿Qué decir de
aquellos tres infelices —así me lo parecieron en aquellos momentos—, que casi
parecían agradecernos que nos hubiésemos dignado a huir con ellos? Teníamos
asegurado que ya no insistirían con preguntas sobre nuestro pasado. Bueno, al menos
eso creía yo. Fue de nuevo Carmen quién preguntó:
—¿Cómo os conocisteis?
—Conseguí una beca para estudiar en Granada —mintió Alí—, y en uno de los
viajes que hice a Sevilla la conocí. Nos hicimos buenos amigos. A Artafi la llamó
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Aziz para que lo ayudara en la investigación que quería desarrollar en Andalucía.
Abú Omar, becario en Córdoba, era su otro ayudante. Entonces ocurrió el robo, y
todo lo que ya sabéis.
—Abú Omar y Artafi tenían una relación con Aziz. Es normal que intentaran
ayudarlo. Pero tú, ¿por qué te apuntaste al viaje?
Y de nuevo, con toda naturalidad, sin inmutarse ni pestañear, Alí les contó la
mentira más odiosa:
—¿No os lo he dicho antes? Artafi y yo somos novios. ¿Cómo podía dejarla sola?
Aquella respuesta los enterneció. Decididamente eran unos panolis, Alí hacía con
ellos lo que quería. De la admiración que había logrado suscitar en mí por su
capacidad de convicción, pasé al odio más africano. Su embuste me incendió, sobre
todo cuando cogió cariñosamente mi mano para reforzar su historia. No podía
desmentirlo, ni siquiera dejar de hacer manitas. En otras circunstancias lo hubiese
matado, pero en esos momentos tuve que aguantar el chaparrón. Mi propia capacidad
de adaptación a las circunstancias me sorprendió. Fui capaz de mirarlo
amorosamente, e incluso de hacerle una carantoña. Noté cómo nuestros amigos se
mostraban cómplices de lo nuestro; muchas veces ocurre ante las historias de amor
imposible. Mientras le sonreía estúpidamente, me juraba a mí misma no perdonar a
aquel trápala jamás. ¿Nosotros novios? ¿Pero qué se había creído?
Sin soltar mi mano —parecía haberle tomado gusto al asunto—, Alí pasó al
contraataque. A partir de ese momento, las preguntas las formularía él.
—¿Cuál era vuestro plan en Marruecos?
Fue Manolo quien le respondió.
—No teníamos un programa muy cerrado. Queríamos hacer la ruta que Alí ben
Ziyad, un toledano exiliado de España del siglo XV, realizó hasta llegar a la cuenca
del Níger, Sabemos que estuvo en el Tuat, la región de los oasis argelinos, y
Siyilmassa. Compró algunos manuscritos por la zona, con los que enriqueció la
biblioteca que sacó de Toledo y que lo acompañaría durante todo su deambular por el
desierto. Antes de dirigirse hacia el sur, realizó su peregrinación hasta La Meca. Al
regresar, se encontró tanto en el Tuat como en el Tafilalet con serios tumultos
sociales, que derivaron en persecuciones de los judíos que allí habitaban. Cansado de
tanta violencia y fanatismo, decidió emigrar al sur, a la tierra de los negros, donde
esperaba encontrar la paz. Cuando llegó al Níger, se asentó en Gumbu, donde se casó
con una pariente del emperador. Su hijo Mahmud Kati llegó a ser ministro de
Hacienda del reino del Sudán, nombre con el que era conocida entonces la zona.
Hombre de vasta cultura, se le tiene por el primer historiador africano. Enriqueció los
fondos heredados de su padre, hasta constituir el núcleo de los que hoy conocemos
como biblioteca Kati, que milagrosamente ha logrado llegar hasta nuestros días. Éste
es un breve resumen de la historia. Es digna de ser llevada al cine, aunque nosotros
sólo aspiramos a hacer un reportaje para vender a la televisión.
—Pues a vamos a Walata primero. Allí podréis rodar, y después seguiréis hasta
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Tombuctú. Podréis hacer el documental.
—Sí, eso es cierto —respondieron con resignación.
Dimos la charla por concluida. Estábamos cansados, la noche era cerrada, y
debíamos dormir. Nos deseamos buenas noches. Como era lógico, dada nuestra
supuesta relación, Alí se recostó a mi lado. Estábamos tan confiados, o fuimos tan
irresponsables, que no establecimos siquiera turnos de guardia. Yo dormí fatal. La
pesadilla del abrazo de Alí, que no me dejaba escapar, se me repitió a lo largo de la
noche. Creo incluso que llegué a soñar que me casaba con él en una mezquita, vestida
por entero de blanco. Pero entonces me desperté: no estaba preparada para una
pesadilla tan horrorosa.
II
Tras una larga jornada de viaje, al día siguiente dormimos en los alrededores de un
lugar conocido como Qum el Achar. El trayecto transcurrió sin mayores incidentes,
en un interminable traqueteo por pistas de arena y tierra. Ocasionalmente nos
encontrábamos con otros vehículos, camiones o todoterreno, pero la mayor parte del
tiempo marchábamos en solitario. El desierto transmite una rara calma. Apenas
hablábamos en el coche, y mi mente se vaciaba de temores y pensamientos. Aquellas
soledades transmitían sosiego. De vez en cuando, me sobresaltaba al recordar mi
verdadera situación. Desaparecida de mi casa, sin que ni mi madre supiera dónde me
encontraba, sin pasaporte en un país extraño. Las cosas no pintaban bien para mí, la
verdad. ¿Y si me pillaban para meterme en la cárcel? La sola idea de una hedionda
mazmorra me aterraba. Pero a pesar de mis cuitas, sorprendentemente, los kilómetros
de polvo, soledad y calor actuaban como un bálsamo. Progresivamente se nos veía
más relajados. Aunque llegamos muy cansados a la noche, todavía tuvimos fuerzas
para charlar un rato antes de acostarnos.
—Jamás llegué a figurarme que en estos desiertos existieran bibliotecas o gentes
de cultura —me sinceré—. Siempre creí que los musulmanes en general, y los del
desierto en particular, era gente inculta, de camello, pastoreo y ocasionales saqueos.
—Los moros soportamos en España una terrible reputación. Toda una leyenda
negra pende sobre nosotros. —Alí me respondió con sincera calma—. Se supone que
somos guarros, machistas, traicioneros, algo maricones, y que tan sólo pensamos en
volver a recuperar España para el islam, echando a los españoles al mar. Claro, con
esos créditos y estereotipos como carta de presentación, es normal que la gente no
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nos quiera nada de nada.
—Y si encima todos los indicios apuntan a que también el atentado de Córdoba
ha sido obra de terroristas marroquíes, menos aún os van a querer.
Alí encajó el golpe lo mejor que pudo. Yo todavía no tenía claro si había tenido
algún grado de implicación en el mismo, por más que perjurara de la violencia y
luchara contra sus antiguos correligionarios. Desde luego, la sangrienta persecución a
la que éramos sometidos, con la sangre de Abú Omar sobre las arenas de Siyilmassa,
confirmaba que alguien nos odiaba a muerte. Quizá algún radical de su propia
organización los hubiese considerado traidores. Los apóstatas siempre han sido los
más perseguidos por los integrismos de cualquier tipo. En todo caso, no me
interesaba que la conversación derivara hacia esos derroteros, por lo que volví a un
tema más neutro.
—¿Habéis visto ya muchos manuscritos? —pregunté a los malagueños.
—Algunos, aunque teníamos previsto hacerlo a lo largo de todo el camino.
Numerosas bibliotecas jalonan la antigua ruta de las caravanas. Desde siempre, la
cultura cabalgó junto a los comerciantes. Muchos de los viajeros compraban
manuscritos en el norte para revenderlos a mayor precio en el sur. Alí ben Ziyad lo
hizo. Por eso, estábamos interesados en las bibliotecas del Tafilalet. De Siyilmassa
nada queda, es obvio. Pero, sin embargo, algunas importantes bibliotecas de la época
sí que lograron sobrevivir al paso de los años. Como la de Abú Salem, que, aunque
constituida siglos después, logró atesorar más de mil doscientos manuscritos. La
visitamos en Sidi Hamza. Fue una visita rápida, quedamos en volver más tarde. Ya no
podremos hacerlo —suspiró—. Sus libros trataban de religión, historia, filosofía,
astronomía, álgebra, medicina y geometría. La caligrafía de algunas era excepcional.
Me da pena no haber podido grabarlo.
—Volveremos a ver bibliotecas —intentó consolarlos Alí.
—¿Dónde?
—En las ciudades caravaneras de Mauritania. Tiempo tendremos de hablar de
manuscritos y bibliotecas perdidas, también robadas.
Llevaba días oyendo hablar de manuscritos andalusíes, pero hasta aquel preciso
momento no se me había ocurrido plantear la pregunta más obvia.
—¿No quedan manuscritos en Andalucía?
Alí y los malagueños me miraron con ternura. No podían comprender mi
inocencia o mi desconocimiento. Fue Manolo el que me contestó:
—Al-Andalus fue la tierra más rica y culta de su momento. En su seno se
escribieron obras imprescindibles tanto para el islam como para la humanidad en su
conjunto. Cada ciudad tenía sus copistas, que reprodujeron cientos de miles de esos
libros, así como manuscritos de los sabios de Oriente, que traían la tradición griega
entre sus líneas, Al-Andalus albergó cientos de bibliotecas. Algunas, como la que el
califa Al Hakem II creó en Medina Azahara, alcanzó los cuatrocientos mil
volúmenes, la mayor biblioteca de la Europa del momento.
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—¿Y dónde están esos manuscritos ahora? Nunca los he visto.
—Ni los verás. No existen, todos fueron destruidos.
Guardé silencio. Debía de haberlo supuesto. Juan Carlos remató la explicación:
—Los conquistadores castellanos organizaron un auténtico genocidio cultural.
Todo vestigio de escritura andalusí fue destruido. La Iglesia consideró su contenido
como diabólico. Los nuevos amos se aplicaron con eficacia a quemar manuscritos.
Todavía hoy se llora por la pira que el cardenal Cisneros ordenó levantar en la plaza
de Bib Rambla, en Granada. Miles y miles de manuscritos fueron pasto de las llamas.
Ése es el motivo. Hoy no podrás encontrar ni un solo documento andalusí ni en la
mezquita de Córdoba, ni en la catedral de Sevilla, ni siquiera en la Alhambra. Todos
fueron destruidos por los castellanos y sus curas. Sólo existen algunos documentos en
la biblioteca de El Escorial, fruto de un apresamiento marítimo.
No quise seguir escuchando. Era demasiado duro para mí. Tuve que darles la
razón a los malagueños. Aquello fue un genocidio cultural perfectamente organizado
desde el poder. Por eso, los manuscritos andalusíes tenían tanto valor, económico e
histórico. Comprendí que los descendientes de los moriscos se afanaran en el estudio
de los pocos que habían logrado sobrevivir. Un recuerdo me vino a la cabeza y me
hizo preguntarme de nuevo: ¿por qué tenía tanto interés Torres en conocer el
contenido de las páginas aljamiadas arrancadas de su manuscrito? No lograba
adivinarlo. Eran demasiadas las incógnitas que todavía estaban abiertas. Por eso
agradecí las palabras de Alí.
—Descansemos ahora. Ha sido una dura jornada y mañana debemos estar frescos.
Al día siguiente, estábamos en pie apenas los primeros rayos de sol despuntaron
en el horizonte. Comimos unas galletas y, casi sin hablar, nos pusimos en marcha.
—Creo que Smara está a menos de quinientos kilómetros. Continuaremos rumbo
suroeste, algo apartados de las pistas principales. Cuanto menos nos vean, mejor. Si
no tenemos contratiempos, esta noche podremos dormir en sus alrededores.
Alí no tuvo en cuenta la principal ley del desierto: que todo puede ocurrir, y que
sólo Alá conoce sus caminos. Cuando apenas llevábamos una hora de camino, de
amanecida todavía, un par de coches interceptaron nuestro camino. El terror nos
paralizó, apenas superada la sorpresa. Ni siquiera tuvimos la opción de intentar la
fuga. Aparecieron tras los recodos de una roca y, antes de que nos hubiese dado
tiempo a reaccionar, ya habían logrado detener nuestra marcha. Nada podíamos hacer.
Si se trataba de los asesinos que nos perseguían, estábamos perdidos.
Se bajaron de sus vehículos algunos hombres armados. Llevaban los rostros
cubiertos, al estilo de los nómadas del desierto. Gritándonos en una lengua que no
entendíamos, y sumidos en el desconcierto y el temor, nos hicieron bajar con las
manos en alto. Nos empujaron con la punta de sus fusiles ametralladores y nos
metieron en sus coches. A mí junto a Alí, y al resto en el otro vehículo. En apenas un
minuto, sin habernos dado tiempo a pronunciar palabra alguna, estábamos de nuevo
secuestrados. Pero ¿por quién? Alí estaba abatido, con la cabeza baja. Probablemente,
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él supiera de nuestros raptores. Arrancamos y nos dirigimos hacia el sur. Nuestro
todoterreno nos seguía, conducido por alguno de ellos. Teníamos un hombre armado
a cada lado. Ni siquiera pensamos en escapar. Cualquiera que fuese nuestro destino,
estaba en manos de aquellos hombres; nada podíamos hacer para arrebatárselo. Para
mi sorpresa, no estaba demasiado aterrorizada. Supongo que, a esas alturas, ya estaba
curada de todo espanto. Alí, por el contrario, se mostraba nervioso y atemorizado;
percibía su tensión a mi lado. Quienesquiera que fuesen nuestros raptores, no debían
de ser sus amigos. Durante una hora avanzamos en un profundo silencio. En una sola
ocasión nos obligaron a agacharnos, al paso inesperado de unos hombres a camello.
Pasado ese pequeño sobresalto, nos permitieron levantar la cabeza.
El calor comenzó a apretar. La falta de aire acondicionado y la estrechez entre los
cuatro que nos sentábamos atrás hicieron que el sofoco se me hiciera insoportable.
Sudaba y parecía faltarme el aire. Sin poder evitarlo, comencé a moverme; no podía
resistir más aquel insoportable calor. Un desagradable mareo agravó aún más el
malestar generalizado que me estaba abatiendo. Hacía años que no me mareaba en un
coche, y casi había olvidado lo desagradable que podía resultar esa sensación. Pude
controlar las primeras arcadas, que me provocaron dolorosas contracciones del
estómago. Pero seguí sin protestar, ni decir nada. Era evidente que no estábamos en
una ruta de placer, y me atemorizaba la reacción que pudieran tener nuestros raptores.
Por eso aguanté y aguanté, hasta que ya no pude controlarme más. Vomité
copiosamente, procurando no manchar más que el suelo del vehículo. Estaba
realmente azorada, en aquella situación tan embarazosa. Cuando ya esperaba los
golpes, los insultos y los empujones, me encontré con la indiferencia de los ocupantes
del vehículo. No me miraron, ni dijeron nada. Siguieron como si tal cosa,
concentrados en la marcha. Debían de tener mucho interés en alejarse del lugar del
secuestro cuando ni siquiera miraron hacia el vómito. Los vómitos de una mujer no
detendrían su camino hacia… ¿hacia dónde?
En un momento dado, se detuvieron los tres vehículos. Al parecer, una lejana
estela de polvo los había alarmado. Fueron minutos de tensa espera. Yo, algo más
repuesta de mis fatigas, casi compartí su tensión. Aproveché el reposo para intentar
limpiar mis vómitos con unos papeles que encontré bajo el asiento. Ni siquiera así
logré llamar su atención, absortos como estaban en otear el horizonte, en busca de
evidencias de un enemigo invisible. No sabía si nos convenía o no ser salvados por la
policía, el ejército, o las gentes de Abdelkrim. A esas alturas, ya no era capaz de
distinguir muy bien los buenos de los malos, ni siquiera los amigos de los enemigos.
Por eso respiré aliviada cuando la columna de polvo fue alejándose hasta hacerse
imperceptible. Sólo entonces sus rostros se relajaron. Incluso el que parecía ser el jefe
de la partida sonrió en el momento de dar la orden de continuar la marcha. Se
sintieron a salvo a partir de ese momento.
Apenas habían transcurrido quince minutos de marcha, cuando el jefe, que hacía
de copiloto, se volvió hacia nosotros y, dirigiéndose a mí, me preguntó algo en
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francés.
—Excuse-moi —balbuceé—. Je ne parle pas français.
—¿Eres española?
—Sí.
—¿Y tu amigo?
—Es marroquí.
—¿Vuestro guía?
—Sí. Bueno, en verdad es algo más que eso. Es nuestro compañero.
Pareció perder el interés en mí, y habló en árabe a través de un walkie-talkie.
Todos parecían más distendidos. Alí permanecía en absoluto silencio, pero, a pesar de
su inquietud, pude percibir su creciente desaliento.
Comenzamos a rodar sobre pistas de arena, abandonando el campo a través por el
que habíamos avanzado durante las dos últimas horas. Al rato comenzamos a ver
camiones y algunos todoterreno. Con toda tranquilidad, pasamos por su lado, sin
miedo alguno por parte de nuestros raptores. Era como si hubiésemos salido de
Marruecos, dada la impunidad con que nuestros vehículos avanzaban…
¡Es que estábamos fuera de Marruecos! En un camión militar pude leer Ejército
Popular de Argelia. ¡Estábamos en Argelia! ¿Quiénes serían entonces nuestros
raptores?
No tardé en descubrirlo. Fue Zarqum —así al menos dijo que se llamaba al
volverse de nuevo para hablar conmigo— quien me lo aclaró.
—Soy capitán del ejército polisario. Luchamos por la liberación de nuestras
tierras de sus ocupantes marroquíes. Queremos restituirlas a sus verdaderos dueños,
el pueblo saharaui. Pronto llegaremos a nuestro cuartel. Allí decidiremos vuestro
asunto. En principio, los españoles no tendréis ningún problema, sois queridos aquí,
en Tindouf. Pero el marroquí será juzgado.
Así que estábamos en Tindouf, el desolado asentamiento de los exiliados y
desplazados saharauis que no aceptaron la ocupación marroquí del antiguo Sahara
español. Lo había visto mil veces por televisión, con sus desvencijadas casas batidas
por el viento y sus caravanas de niños que todos los veranos eran acogidos por
familias españolas. Tindouf se encontraba en un extremo del desierto argelino; allí
vivían más de doscientos mil saharauis, empeñados en la imposible misión de
recuperar su tierra, embarcados en acciones de guerrillas y pequeños escarceos
militares, mientras la diplomacia internacional alargaba indefinidamente un
referéndum que los marroquíes no deseaban.
Pueblo sin tierras ni futuro, problema encasquillado en una Argelia que
periódicamente daba muestras de cansancio por su prolongada estancia sobre su
suelo. Tan sólo la ayuda internacional —mucha de ella procedente de España—
aseguraba su escuálida supervivencia. Pero a pesar de su miseria y de la pobreza en la
que vivían, el pueblo saharaui, orgulloso, no se rendía. Eso era todo lo que sabía de
aquel lugar y de aquella gente. Desde ese momento, aprendería muchas más cosas.
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Entramos en un gran patio cercado. Algunos hombres armados a su puerta
mostraban que era un edificio militar. Nos dejaron en una sucia dependencia, sin
ninguna indicación ni despedida. Sin duda alguna, iban a comenzar a estudiar nuestro
caso.
—A vosotros no os pasará nada —nos consoló Alí en cuanto nos hubieron dejado
solos—. Las relaciones del Polisario con España son buenas. Pero a mí, como
marroquí, me considerarán prisionero de guerra. Me arrojarán en uno de sus campos
de concentración, donde se pudren cientos de marroquíes. Sólo consiguen sobrevivir
por la ilusión de ser algún día intercambiados por presos saharauis.
No hicimos ni el esfuerzo de tranquilizarlo. Creíamos que, en el fondo, tenía
razón. Precisamente ése era uno de los objetivos de las incursiones que realizaban en
suelo marroquí: conseguir prisioneros que intercambiar por los combatientes
saharauis apresados.
Pasamos allí encerrados varias horas, sin que nadie viniera a visitarnos. Sentados
o tumbados en el suelo, esperábamos angustiados nuestro veredicto. El tiempo
transcurría lento, denso, plomizo. Hacía mucho calor en aquella casucha de cristales
rotos y paredes despintadas. Siempre he sido muy ordenada, por lo que no pude evitar
formularme una pregunta evidente: ¿por qué no ponían a limpiar a aquellos soldados
ociosos que pasaban las horas tumbados a la sombra?
Ya por la tarde, cuando el sol comenzó a decaer, nos dieron agua y unos dátiles,
que me supieron a gloria. Al rato, fuimos conducidos a una sala más espaciosa, pero
igualmente dejada, donde nos esperaban cinco hombres sentados. Se dirigieron a
nosotros en español y comenzaron a interrogarnos acerca de nuestro viaje. Aunque no
nos habíamos puesto de acuerdo en la versión de nuestro encuentro en Siyilmassa y
en nuestro objetivo de llegar hasta Tombuctú para estudiar varias bibliotecas de
manuscritos, no tuvimos demasiados problemas en ser creídos. Obviamente, no
dijimos nada del asesinato de Abú Omar, ni del misterioso robo de la biblioteca de
Aziz, ni mucho menos de la persecución que sufríamos. En cuantos menos líos nos
metiéramos, mucho mejor. Como ya previmos que los problemas los tendríamos con
Alí, continuamos con la pantomima de nuestro noviazgo. Un par de veces, a lo largo
de todo el interrogatorio —en verdad, más que interrogatorio, conversación—, nos
dimos la mano con ternura; así se convencerían de que yo sorbía los vientos por aquel
marroquí. Con el ánimo de enternecerlos, les narré que una hermana de mi madre
recibía en su casa todos los veranos a niños saharauis.
Después de un par de horas de preguntas y explicaciones, nos devolvieron a la
cochambrosa sala que tan bien conocíamos. Atardecía, y todavía no sabíamos nada de
nuestro destino. Teníamos la impresión de que a los españoles nos dejarían libres esa
misma noche, pero nada sabíamos del destino de Alí. Todos juramos defenderlo. No
podíamos permitir que lo arrojaran a un calabozo.
Era noche cerrada cuando Zarqum apareció en la sala con una gran sonrisa en el
rostro. Nos leyó una sencilla nota que traía escrita, con muchos sellos puestos.
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Podíamos abandonar Tindouf y volver a nuestra ruta. Alí también podría marchar,
dada su condición de estudioso y su relación con una española. Los saharauis nunca
harían daño a sus amigos. ¡Éramos libres!
Mi supuesto novio marroquí respiró aliviado, y, sin poder evitarlo, me dio un
prolongado abrazo. Al pasar por su lado, Zarqum me guiñó un ojo, como diciéndome:
«¡De buena has librado al maldito marroquí!». Nos devolvieron nuestro coche, y nos
pidieron una ayuda para su pueblo. Manolo Navarro les dio trescientos euros,
excusándose por no poder donarles más, dado que nos quedaríamos sin blanca. Yo, ni
que decir tiene, no pude darles ni un solo duro.
Recorrimos algunas calles de Tindouf. Familias enteras se sentaban ante las
puertas de sus casas, deseosas de aprovechar el fresco que nos regalaba la nueva
noche.
—¡Mirad! —señaló Carmen—, un coche de una ONG española. Vamos a
saludarlos.
Aunque me moría de ganas de hacerlo, de hablar con ellos, de tomarme una
buena cerveza fría, comprendí que si lo hacíamos cometeríamos una imprudencia
imperdonable. Muchos andaluces iban por esos lares, y alguno podía reconocerme.
Yo estaba fugada, y no sabía si la policía había puesto precio a mi cabeza.
—No, mejor que no. Salgamos cuanto antes. Hemos perdido un día de viaje, y
Aziz nos espera en Walata.
A regañadientes, aceptaron. Repostamos y compramos botellas de agua mineral y
algo de pan. Con ello consideramos finalizada nuestra forzada visita turística a
Tindouf. La ciudad-poblado no tenía mucho que ver, salvo la calidez humana de
miles de personas que no renunciaban a lo imposible. Alí nos comentó que sería
mejor dormir a unos cuarenta kilómetros de allí, antes de llegar a la zona fronteriza.
Resulta más fácil cruzar el desierto de día que de noche; la luz de los faros te delata
desde mucha distancia. Descansaríamos esa noche, y con las primeras luces, nos
dirigiríamos a Smara.
En voz baja le recordé a Alí que yo no tenía pasaporte, por lo que podríamos tener
problemas a la hora de cruzar la frontera. Él, sonriendo, me contestó:
—En el desierto no existen fronteras. A lo sumo, hay unos puestos militares
dispersos, que el viajero debe buscar. Puedes recorrer durante años el Sahara,
cruzando de país a país, sin tener que utilizar pasaporte ni sello alguno. Es uno de los
pocos espacios de libertad del planeta. En las épocas duras de la guerra del Sahara,
entre Marruecos y el Polisario, mi país construyó una gran cerca de alambrada, en
plan muralla china, para impedir las continuas incursiones de los saharauis. Ahora
está abandonada, por eso resulta tan permeable para los terroristas saharauis. Espero
que también a nosotros nos resulte fácil cruzar.
No nos pasó desapercibida la consideración de terroristas que Alí otorgaba a los
que para nosotros eran guerrilleros o luchadores saharauis. Ninguno quiso polemizar
con él. Ya sabíamos que todo ese vidrioso asunto dependía del color del cristal con el
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que se mirara.
Acampamos sobre un suelo arenoso que nos haría más cómodo el descanso. El
único riesgo al que en verdad nos enfrentábamos eran los escorpiones y las víboras,
abundantes en la zona. Por lo visto, en más de una ocasión se habían introducido en
los propios sacos de dormir. Alí nos contó un caso real; afortunadamente, el
sorprendido pudo escapar indemne, Pero no siempre fue así; el desierto no sólo se
cobra su cosecha de muertes por sed, calor o inanición, sino que también lo hace por
picaduras de sus más conspicuos guardianes, serpientes y escorpiones.
En la charla que siempre manteníamos después de cenar, antes de dormirnos bajo
las estrellas, Juan Carlos leyó algunos apuntes que llevaba en su libreta,
proporcionándonos algunos datos sobre el antiguo Sahara español.
—Los españoles, empobrecidos y con la moral baja por la pérdida de casi todas
las posesiones americanas a principios del XIX, apenas estuvimos presentes en la gran
aventura colonial europea en África. España estuvo como simple observadora en el
gran festín del reparto del suelo africano, que tuvo lugar en la Conferencia
Internacional de Berlín de 1884. No teníamos ni el poder ni la energía suficientes
como para pedir nuestra parte del pastel. Se nos asignó el territorio desértico que se
encontraba frente a las costas de Fuerteventura, lo que vino a denominarse como
Sahara español. Las costas del Sahara ya contaban con una presencia centenaria de
pescadores canarios y andaluces, aunque la primera aventura propiamente colonial
fue la conocida como expedición Bonelli, realizada ese mismo año de 1884. Estuvo
financiada por la Sociedad Española de Africanistas y Colonistas, auspiciada por
Cánovas del Castillo y su gobierno. El convenio hispanofrancés de 1900 determinó
las fronteras del ya conocido como Sahara español con Mauritania, al sur, y la
declaración de 1912 del Protectorado Hispanofrancés sobre Marruecos con su vecino
del norte. Al final, su superficie ascendió a 226.000 kilómetros cuadrados, y su costa
se extendía durante más de setecientos kilómetros del Atlántico. La ocupación total
del territorio, con el establecimiento de puntos fronterizos, no se hizo hasta 1940, Tan
gran extensión apenas estaba poblada. Con una superficie equivalente a la mitad de
España, sólo tenía en el censo de 1967 56.736 habitantes, de los que casi once mil
eran europeos.
—O sea, la nada. Un país completamente despoblado.
—Gran parte de su población eran tribus nómadas, que pastoreaban entre Argelia,
Mauritania y Mali. Amantes del desierto, sus tiendas y jaimas eran sus únicas
viviendas. Algunas mezquitas diseminadas, morabitos y unas pocas construcciones en
la costa era todo su patrimonio inmobiliario. Bueno, eso y Smara, la ciudad santa de
los saharauis, toda una leyenda para los europeos, para los que fue inaccesible
durante mucho tiempo. Hacia esa ciudad nos dirigimos.
—¿Smara? ¿Ciudad santa para los saharauis?
—Smara fue construida, en el siglo XIX, por el gran guerrero saharaui Ma el
Aainin, que logró reunir a la mayoría de las tribus del sur en su época. En pleno
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apogeo de su poder, fue nombrado sultán de todas ellas. Si hubiese vivido en siglos
anteriores, Ma el Aainin podría haber emulado las hazañas de sus antepasados
almorávides, pero el ejército colonial francés, dotado de armas de repetición, aniquiló
con facilidad su numeroso ejército cuando se dirigía hacia Marrakech.
»Smara está ubicada en un oasis, y contaba en sus inicios con dos alcazabas, una
mezquita y un laberinto de calles. En los dominios de las arenas infinitas, las
construcciones de piedra eran una excepción. A la muerte de Ma el Ainin, los
nómadas la abandonaron, para volver a sus jaimas y a sus soledades. La ciudad
comenzó a arruinarse. Moría la urbe, nacía la leyenda.
Escuchábamos fascinados la historia de Smara. Manolo Navarro expresó el
sentimiento que en aquel momento compartíamos todos.
—Desde siempre, las ciudades perdidas o inexploradas han ejercido una poderosa
atracción sobre la humanidad. Tombuctú es el ejemplo característico de una mítica
ciudad perdida en el desierto. Muchos exploradores ingleses y franceses murieron en
el intento de alcanzarla.
—Pues sin ser historia tan conocida —continuó su relato Juan Carlos—, los
españoles también tuvimos nuestra ciudad perdida, enclavada en el corazón del
entonces Sahara español. Se trataba de Smara. Aunque una incursión militar francesa
llegó hasta allí en 1913 persiguiendo a unos rebeldes, el primer europeo en alcanzarla
fue el poeta francés Michel Vieuchange. Su epopeya es digna de un libro de
aventuras. Partió de Fasi, al sur de Marruecos, y tras quince días de duro trayecto a
camello, disfrazado de mujer, logró penetrar, ya enfermo, en la abandonada ciudad el
7 de noviembre de 1930. No pudo permanecer allí más de tres horas, que aprovechó
para recorrer sus calles y su mezquita, y para dejar un mensaje encerrado en una
botella que enterró. El poeta aventurero murió de disentería al poco tiempo de
alcanzar Agadir, donde lo esperaba su hermano. Los españoles llegamos algo más
tarde. El capitán Bullón ocupó Smara en 1934. Entonces se produjo la gran sorpresa:
¡apareció la botella con el mensaje del poeta francés! La realidad superaba, una vez
más, cualquier ficción.
»Hoy Smara ha crecido, pero continúa manteniendo su aura de leyenda. Los
españoles abandonamos el Sahara ante el avance de la Marcha Verde que organizó el
rey de Marruecos, Hassán II, aprovechando la agonía de Franco. La retirada española
se produjo en noviembre de 1975, tras los acuerdos de Madrid. Dejamos atrás un
pueblo indefenso ante la ocupación marroquí.
—Los marroquíes no invadimos el Sahara —respondió Alí, airado—.
Simplemente recuperamos un territorio histórico. Desde siempre sus tribus rindieron
pleitesía a nuestros sultanes.
Comenzó entonces una larga ristra de nombres de sultanes y reyes, que habían
dominado aquellos parajes desde Marrakech, Fez o Meknés. Pero aquello ya no me
interesaba. Mi corazón en aquellos momentos estaba con la parte que yo había
percibido como la más débil, la de los saharauis expoliados. Y como gustaba decir a
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Salvador Távora, donde está el sentimiento, la emoción, está la verdad. O al menos
mi verdad. Pero, desde luego, no iba a discutir el asunto. No tenía ni la menor idea de
la historia ni de las razones reales de unos y otros. Y, además, tenía mucho sueño.
Mis párpados se cerraron mientras mis compañeros se enfrascaban en una larga
discusión. Allá ellos, si querían perder horas de sueño. Yo, a descansar;
desgraciadamente, los saharauis de Tindouf seguirían condenados a sufrir de
añoranza e impotencia.
III
Como ya me habían anticipado, en el desierto no existen fronteras. No, al menos, en
el sentido que las conocemos los occidentales. De hecho, a la mañana siguiente,
cuando vine a darme cuenta, ya estábamos en Marruecos. No vimos a nadie. Ni
policías ni soldados. Exclusivamente, a los inevitables nómadas sobre sus camellos.
¿De dónde venían y adónde iban?
Al anochecer llegamos a Smara. De nuevo acampamos en sus alrededores,
siguiendo la liturgia habitual. Atrás dejábamos cientos de kilómetros de pistas
polvorientas y muchas horas de mirada absorta a través de la ventanilla. Apenas
hablamos durante todo el trayecto; ya lo he dicho antes, es como si el desierto te fuera
comiendo las ideas y las ganas de charla. El desierto no es lugar ni para reflexionar ni
para decidir. Te vas confundiendo progresivamente con la realidad mineral que te
rodea. Mente vacía, corazón rebosante de vida y sentimientos. Ésa es la paradójica
relación del cuerpo humano con el mayor de los desiertos.
—¿No tenéis la sensación de que nunca vemos el desierto? —les pregunté a mis
compañeros en algún momento del viaje.
—¿Cómo que no los vemos? Si llevamos días recorriéndolo.
—No sé. Me parece que todavía no hemos entrado. A veces, cuando vamos a
trasponer una loma, o rodeamos unos riscos, me engaño a mí misma diciéndome:
«Ahora sí que veré el desierto». Pero nada. Sigo viendo lo mismo; me parece que
nunca lo alcanzaremos.
No me contestaron. No sé si por considerar una necedad mi reflexión, o porque
ellos mismos estaban experimentando algo similar. El caso es que continuamos en
silencio.
Desgraciadamente, no pudimos entrar en Smara. Pensamos que correríamos un
riesgo innecesario. Teníamos comida, agua y gasoil… ¿para qué arriesgarnos?
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Continuamos nuestro viaje con idéntica rutina diaria. A veces avanzábamos con
cierta velocidad, casi a sesenta kilómetros por hora, pero en las zonas de arenas y
barrancos, la media apenas llegaba a los treinta. Es decir, que un día bueno
conseguíamos recorrer casi cuatrocientos kilómetros, lo cual estaba francamente bien.
El primer día de marcha, tras pernoctar en los alrededores de Smara, entramos en
suelo mauritano. Y, como siempre, sin ver el menor rastro de frontera alguna. Creo
que ya conté que, en el desierto, el viajero es el que tiene que buscar el puesto
fronterizo, si quiere que se le selle el pasaporte.
Y este trámite es importante por un único motivo: si después se quiere salir
legalmente, a través de una frontera reglada o del aeropuerto, la policía le preguntará
cómo entró en el país. Si no puede justificarlo mediante el pasaporte sellado, puede
tener serios problemas. A pesar de todo ello, numerosas personas cruzan y mercadean
a través de esas fronteras durante toda su vida, sin tener nunca un roce con la
administración de fronteras. Pero nosotros no éramos nómadas tuaregs o mauros.
Sabíamos que, tarde o temprano, nos pedirían la documentación, y debíamos estar
preparados para ello. Sería una auténtica locura confiarlo todo al azar del desierto.
Por eso decidimos que los malagueños irían con el coche hasta el puesto fronterizo de
Bir Mogrein. Llevarían así todos sus papeles en regla. Nosotros no podríamos ir, no
teníamos el visado ni para Mauritania ni para Mali. Bueno, yo no tenía ni siquiera
pasaporte. El plan que dispusimos fue bien sencillo: mientras ellos arreglaban los
papeles, nosotros los aguardaríamos escondidos en algún lugar del desierto. Así lo
hicimos. A unos treinta kilómetros de la ciudad, nos dejaron en unos farallones
rocosos que nos servirían de abrigo para el sol de mediodía. Nos quedamos con
varios litros de agua y algo de comida. Tanteamos que la gestión les llevaría unas
cuatro o cinco horas, aunque si tardaban algo más, no deberíamos inquietarnos. Ya
sabíamos que la noción del tiempo es diferente para la burocracia africana.
Cuando vi alejarse el todoterreno, me asaltaron varias dudas. ¿Y si nos descubrían
algunos bandidos? ¿Qué harían con nosotros? ¿Y si mis recientes amigos no volvían,
por extravío, problemas burocráticos o, sencillamente, porque se habían cansado de
nuestra siempre conflictiva compañía? No, eso no podía pasar. Aunque siempre había
sido una ingenua, estaba segura de que Manolo y sus amigos no nos dejarían tirados
en mitad del desierto. Volverían a por nosotros, seguro. Algo más tranquila, me
percaté de que Alí me miraba fijamente. Advertí ese brillo fugaz en sus ojos que las
mujeres tan bien sabemos interpretar: lascivia, deseo. Lo que me faltaba. No, aquello
sí que no. Ese problema era el último que podía esperar. Iba a compartir la más
absoluta de las soledades con alguien que no me miraba como a una compañera de
fatigas y riesgos, sino como a la hembra que en realidad era.
Me puse de inmediato a la defensiva. Alí, en principio, se portó correctamente. El
sol apretaba por momentos y buscamos cobijo en un abrigo de la roca. Alí se tumbó
sobre la arena, y yo, de forma casi instintiva, hice lo propio. Pero al verme recostada
sobre el suelo me sentí más vulnerable. No podía enviarle ninguna señal a Alí, por lo
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que inmediatamente me incorporé. Sentada me sentía más segura y marcaba mayor
distancia con respecto a él. Cosas del lenguaje corporal, que tan de moda estaba entre
mis amigos en aquellos días.
Nuestras conversaciones eran esporádicas e insustanciales. Desde nuestro refugio
podíamos divisar una gran extensión de desierto, y su majestuosa soledad nos
empujaba hacia el silencio. Pasaban las horas, el sol ya estaba en lo más alto, y una
leve inquietud comenzó a apoderarse de nosotros.
—¿Cuánto crees que tardarán? —le pregunté.
—Pueden aparecer dentro de un rato, o volver al anochecer. Los trámites
fronterizos son un suplicio. Dependes de la voluntad de unos guardias aburridos que
necesitan un extra para poder sobrevivir.
El sol comenzaba a rendirse, y sus rayos oblicuos no hacían ya tanto daño.
Incluso paseamos por los alrededores del abrigo. La gran llanura que teníamos
delante iba cambiando de color, a medida que atardecía. Los cambios de la densidad
del aire, del polvo en suspensión y de los rayos de sol propiciaban coloraciones que
ni el más osado de los artistas podría jamás igualar.
—Ya casi es de noche. Han pasado más de siete horas desde que se fueron. Deben
de haber tenido algún problema.
—No debes preocuparte. Así son las cosas en África. El viajero no es el dueño de
su tiempo. Alá y el destino son los únicos que lo gobiernan. Lo que tenga que ser
será. Y si tenemos que dormir aquí esta noche, aquí dormiremos. Tenemos agua y
comida, y las temperaturas no bajarán demasiado en la madrugada.
A medida que te acercas al ecuador, más parece correr el tiempo. En un momento
pasas de la luz a la oscuridad. Ya era completamente de noche, y allí nos
encontrábamos, los dos solos, sin saber qué había ocurrido con nuestros compañeros,
de los que dependíamos completamente. Si no aparecían a lo largo del día siguiente,
agotaríamos el agua que nos habían dejado. ¿Qué haríamos entonces?
—Artafi, creo que ya no vendrán esta noche. Aunque tuvieran todos los papeles
en regla, no se atreverían a adentrarse en el desierto. Se perderían. Tendremos que
aguardarlos hasta mañana.
Cenamos las galletas que nos habían dejado. Apenas nos quedaba ya agua, pero
todavía manteníamos la calma. Estábamos seguros de que, con las primeras luces del
día, saldrían en nuestra búsqueda. O al menos eso era lo que nos repetíamos una y
otra vez.
La ley del silencio que el desierto impone durante el día se quiebra al llegar la
noche. Entonces lo taciturno se vuelve trovador, y lo silente, hablador. Lo mismo nos
ocurrió a nosotros. Charlamos y charlamos. No queríamos dormir. Yo, entre otras
cosas, porque temía a las fieras del desierto, y también a Alí.
—¿Tú crees en Dios, Artafi?
—En esencia, sí. Algo tiene que haber creado todo esto. Dicen los científicos que
fue una explosión inicial de una concentración infinita de energía, qué sé yo. Pero el
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caso es que esa energía debe de provenir de algún sitio. A mí me ocurre como a la
ciencia: si durante el siglo XIX y principios del XX fue atea, ahora se ha convertido en
agnóstica. El científico se ha vuelto más humilde, ya no se cree infalible, ni aspira a
comprender todas las leyes del universo.
—¿Eres católica?
—Queramos o no, en mi mundo todos somos católicos, aunque no vayamos a
misa, ni reconozcamos a la Iglesia como una organización divina. Siempre me gustó
mucho la manera en que Valle-Inclán, un escritor español, definió a su personaje el
marqués de Bradomín: como feo, católico y sentimental. Pues a veces, creo que así
soy yo: fea, católica y sentimental.
—Tú no eres fea, Artafi. Yo te veo muy bonita.
Inmediatamente comprendí que había cometido un gravísimo error al ofrecerle la
puerta a una conversación personal. Tenía que sacarlo de ese terreno, o estaba
perdida.
—Tú eres muy religioso, Alí. Veo que rezas siempre que puedes.
—Sí. Practico el camino del islam lo mejor que puedo.
—Si te pregunto algo, ¿no te enfadarás?
—No, pregunta lo que quieras.
—Para muchos occidentales, el islam significa intolerancia, barbarie…
—Pura leyenda negra. En nuestro seno practicamos la tolerancia. Mientras que en
toda Europa no quedó una sola mezquita, y en España cualquier sospechoso de
profesar el islam era enviado a las hogueras de la Inquisición, en todo el territorio
musulmán convivieron judíos y cristianos. Numerosas iglesias cristianas tienen una
intensa vida espiritual en países musulmanes. Más del cinco por ciento de la
población de Iraq o Irán son cristianos, y practican libremente su culto. En Siria, ese
porcentaje es todavía mayor. Durante siglos nadie los molestó. Puedes ver iglesias
ortodoxas en Anatolia, o coptas en Alejandría. El Corán nos dice que no podemos
convencer por la fuerza a las gentes del Libro, cristianos y judíos. Pero esa
convivencia de siglos se está rompiendo por el fanatismo sionista y el despotismo
occidental, que hieren y humillan al islam desde hace mucho tiempo. Piénsalo. ¿No te
parece que los cristianos habéis sido mucho más intolerantes a lo largo de la historia?
—La culpa no la ha tenido la religión, sino los hombres que la han monopolizado.
Cristo predicó el amor.
—Pero, sin embargo, su Iglesia hizo uso desde siempre del fuego y la sangre.
Primero fuisteis mártires, y después martirizasteis a los demás. Pero tienes razón en
una cosa: Jesús fue un gran profeta. Junto a Abraham y Moisés, el más grande. Su
doctrina es la del amor y el sacrificio, y el islam la incorpora a su tradición, aunque
prioriza la fe. El cristianismo se vive haciendo; el islamismo se sublima creyendo.
Vosotros valoráis la voluntad y la acción; nosotros, la reflexión y la inteligencia. En
el islam lo importante no es lo que haces, sino lo que crees. El que tenga fe verdadera
se salvará.
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—Entonces, la cosa no tiene mérito. Si puedo hacer lo que quiero, y después
rezando cinco veces al día digo que soy creyente, todo el mundo iría al cielo.
—El que de verdad cree no finge. Por eso, lo importante es creer. Para los
cristianos, el dolor y el sacrificio son camino de purificación hacia Dios. Los
cristianos saben que el camino de espinas y el valle de lágrimas son indispensables
para alcanzar el reino divino. Para los musulmanes no es imprescindible. Si Alá se lo
manda, lo aceptan, resignados. Pero no lo buscan. Y si Alá les permite una vida
placentera, pues mucho mejor; Alá lo habrá querido. Ese sentimiento fatalista que sin
duda alguna albergamos nos permite sufrir con resignación los dolores y disfrutar con
intensidad de los placeres.
Y dicho esto, los ojos de Alí volvieron a mostrar el inequívoco brillo que la larga
espera no había logrado apagar. Decidí no prolongar más la conversación, no fuera
ser que el tan creyente Alí se animase más de la cuenta.
Afortunadamente, no hacía frío. Las estrellas, como siempre, se solazaban en su
dominio de firmamentos. El silencio del desierto nos acunaba. Caí profundamente
dormida. Entre sueños, me pareció advertir que una mano comenzaba a acariciarme
la espalda. Me negaba a despertarme, intentando convencerme de que aquellas
caricias no eran más que parte de un sueño. Pero como la realidad física es tenaz,
descubrí que la mano de Alí, tras recorrer mi espalda, comenzaba a explorar mi
cintura.
—Alí, ¿qué haces? —le grité mientras me incorporaba bruscamente.
—Per… perdona. Quería ver si estabas todavía despierta.
—Pues estaba dormida, y me has despertado. Haz el favor de no molestarme más.
Y dicho esto, me aparté de él, le di la espalda y volví a acostarme. Lo había
avergonzado, no volvería a intentarlo. Después de todo, no era mala gente, no me
forzaría. Incluso sentí un poco de pena por él, que estaría debatiéndose entre el deseo
y la contención, la pasión y el respeto. Me sentí en ese momento, por vez primera
desde que nos habían dejado en aquel remoto lugar, fuerte y segura. Me había dado el
gustazo de rechazarlo. Me dormí con un sentimiento de placer algo malévolo. Pero
qué le íbamos a hacer, no podía desterrar de mí mi alma femenina, a la que no
pensaba renunciar en ningún momento. Y mucho menos por un «creyente» que
acababa de afirmar que para él no era importante lo que se hiciera, sino en lo que se
creyera. Que su fe lo iluminara, pero que a mí no me tocara. Sus huríes, en el paraíso
de Mahoma.
El amanecer fue espléndido. Sentada en el suelo, con Alí todavía dormido,
disfruté de un momento sublime. De nuevo, la inmensa belleza del Sahara logró
borrar todas mis preocupaciones. Con la claridad del día, mi compañero despertó y
me saludó con un tímido «buenos días». Lo noté algo azorado. Bajaba la cabeza y la
voz cuando se dirigía a mí. Era, en verdad, un buen muchacho; probablemente, uno
de esos estudiantes religiosos que han pasado su infancia y su juventud sumergidos
en el rigor de la oración y el estudio, ajenos al encanto de las muchachas. Y de
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pronto, en pleno vigor, se las encuentran de frente. Es normal que no sepan cómo
abordarlas, ni cómo tratarlas. En aquel momento podía hacerle sufrir todo lo que
quisiera, pero no era ésa mi intención ni mi estilo. Ya había disfrutado suficiente con
mi rechazo nocturno; no merecía que lo castigase más. Por eso, intenté ponérselo
fácil, como si nada hubiese ocurrido.
—¿Crees que tardarán?
—No lo sé. Nos queda muy poca agua, esperemos que vengan antes del
mediodía.
Nuestro desayuno consistió en un pequeño sorbo de agua. No teníamos galletas, y
no podíamos derrochar la bebida que nos quedaba. Después, permanecimos un buen
rato en silencio, sentados. Para estirar las piernas comencé a ascender algunas
paredes del cortado donde se asentaba nuestro abrigo, al modo de una pequeña cueva.
A medida que subía, las terrazas eran más anchas, y más altos los abrigos y las
cárcavas. No quería alejarme demasiado, pero la belleza y las formas de las rocas me
animaban a continuar con mi paseo.
La pared para alcanzar una de las terrazas era especialmente escarpada. Me costó
subir, agarrándome, en plan escalada, con todas mis fuerzas a los salientes de la roca.
Cuando logré coronar la pared, me tumbé jadeando. Miré las rocas, y descubrí que el
abrigo era muy alto, casi una semiesfera convexa pulida en la pared. Los rayos de sol
parecían extraerles curiosas formas y dibujos. Me llamaron la atención, así que decidí
acercarme hasta ellos. A medida que me aproximaba, las formas se iban definiendo.
No, no podían ser caprichos de la roca, ni juegos de sol. ¿Qué podían ser aquellos
dibujos? Al trasponer una roca, me quedé completamente sorprendida. Ante mí se
extendía un panel de casi veinte metros de ancho, ricamente dibujado de figuras
animales y humanas. No lo dudé ni un solo segundo. Eran pinturas rupestres, del tipo
del Levante español. Figuras antropomórficas que cazaban, jirafas y búfalos que
huían, mil animales en distintas poses, extraños círculos litúrgicos, componían un
espectacular mural. No pude evitar la comparación, me encontraba ante la capilla
Sixtina del desierto. Pasado el instante de sobresalto y emoción, comencé a gritar a
mi compañero:
—¡Corre, Alí, corre! ¡Sube hasta donde yo estoy!
Lo oí correr desesperado, voceando entre jadeos.
—¿Qué pasa, Artafi? ¿Te ocurre algo?
Absorta en la contemplación de aquellas bellísimas pinturas, no le contesté. Su
nerviosismo debía de ir en aumento, en consonancia con mi silencio. A los pocos
minutos vi aparecer su cabeza en la terraza. Primero me miró, asustado, y al
comprobar que nada me ocurría, desvió la mirada hacia la pared. Pude ver el asombro
reflejado en su rostro. Llegó jadeando hasta mí.
—Artafi. Pinturas rupestres, son maravillosas.
Asentí con orgullo. Durante largos segundos nos quedamos embelesados,
mirando los grabados y las pinturas en silencio. Una duda me asaltó entonces.
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—¿Cómo dibujaron jirafas y otros animales típicos de las sabanas húmedas en
pleno desierto? ¿No habrán sido hechas por alguien que conociera esos paisajes?
¿Podrían ser falsas?
—No. Seguro que son auténticas. Nadie, durante los siglos del islam en el
desierto, ha pintado figuras humanas. No olvides que Mahoma lo desaconsejaba.
Estas pinturas son auténticas. Y las has descubierto tú. Existen otros muchos
yacimientos en el desierto, pero siempre aparecen indicados en los mapas. Y en el
nuestro no decía nada de éste. Durante miles de años ha estado esperando a que tú
vinieras a descubrirlo.
Miré hacia aquellos dibujos con orgullo infinito. De alguna forma, eran mis
pinturas. Yo, entre los miles de millones de personas del planeta, las había
descubierto. Embargada de emoción, le di la mano a Alí, que me la apretó con fuerza.
Fue entonces cuando me abrazó, y antes de que pudiera evitarlo, me besó en los
labios. Mejor dicho, rozamos nuestras bocas, porque lo aparté con suavidad, tan
pronto como pude reaccionar. Pero no lo rechacé con violencia, como la noche
anterior. Simplemente le dije: «No, ahora no. Déjame disfrutar de las pinturas». Y esa
sencilla frase mía, formulada sin mayor intención ni promesa, le llegó a lo más hondo
del alma. Lo que para mí fue un rechazo suave para él significó una aceptación
diferida, tal y como, desgraciadamente, más tarde descubriría.
—Hay animales de zonas húmedas, lo que quiere decir que estas tierras no
siempre fueron desierto.
—Así es —me respondió un Alí exultante—. No siempre la extrema aridez
dominó estos parajes. Hasta hace unos tres mil años, el desierto era una llanura verde.
Por eso pudieron desarrollarse en la prehistoria comunidades humanas que cazaban y
pastoreaban. Pero Alá quiso que el agua se alejara para siempre de estas latitudes, y
las antiguas praderas se transformaron en los actuales secarrales. Dice un viejo
proverbio árabe: «El Sahara es el jardín de Alá, que eliminó a todos los hombres,
plantas y animales superfluos para poder pasear en paz,» De aquellas antiguas
civilizaciones neolíticas no quedó nada, salvo las pinturas rupestres que
ocasionalmente aparecen, y contados yacimientos de puntas de flechas y vasijas
cerámicas.
—Tuvo que resultar realmente agobiante para aquellas criaturas comprobar cómo
su clima se endurecía. Tendrían que soportar sequías tremendas y mortandades
dantescas antes de desaparecer o emigrar a otras zonas.
—Todos estamos en manos de Alá.
Callé. No pude evitar recordar cómo el desierto seguía avanzando en nuestros
días. Las sequías golpeaban con tremendas hambrunas a los países subsaharianos,
como Mali, Níger, Chad, Burkina-Faso o Etiopía. Los países mediterráneos cada vez
tenían mayores problemas de suministro de agua. El Sahara ensanchaba sus
dominios, mientras que sus poblaciones nómadas tenían que desplazarse más y más
hacia el sur. ¿No tenía suficiente jardín Alá para pasear? ¿Para qué quería más?
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El grito de Alí me sacó de mi ensimismamiento.
—¡Mira, vienen dos coches!
Efectivamente, abajo, en la gran llanura, se recortaban las grandes estelas de
polvo levantadas por sendos vehículos que se acercaban a toda velocidad hacia
nosotros. Todavía estaban lejos, por lo que no podíamos saber si se trataba de
nuestros amigos. Decidimos, pues, mantenernos escondidos a la espera de
acontecimientos.
Al agacharnos tras la roca, Alí volvió a coger mi mano. Se estaba poniendo
realmente pesado, pero no quería violentarlo en aquellos momentos que presagiaban
peligro. De nuevo lo rechacé suavemente, dejando correr mis dedos entre los suyos.
Los vehículos venían directamente hacia nuestro lugar de acampada. Con casi
toda probabilidad, debía de tratarse de nuestros amigos, demasiada casualidad sería
que alguien llegara precisamente hasta donde nos encontrábamos nosotros. Pero aun
si eran ellos, ¿quiénes venían en el otro coche? ¿Serían policías, o quizá unos
secuestradores que los habían forzado a indicarles el escondite de sus compañeros?
Eso podría explicar su retraso. Sí, ésa tenía que ser la explicación; de alguna forma,
alguien los había retenido, y ahora tenía interés en acompañarlos. Un sudor frío perló
mi frente. Miré a Alí. Él también sudaba; sus reflexiones debían de ser idénticas a las
mías. Volvíamos a estar en peligro, sin posibilidad de escapatoria. Sin agua, comida
ni vehículo, no nos quedaba más remedio que esperar.
En seguida identificamos nuestro todoterreno. Lo seguía otro aún mayor,
absolutamente desconocido para nosotros. ¿Quién demonios sería?
Llegaron hasta la base del escarpado y detuvieron los vehículos. Nuestros
corazones bombeaban con la fuerza que la adrenalina proporciona. Vimos cómo se
bajaban Juan Carlos, Carmen y Manolo. Los ocupantes del otro vehículo
permanecieron en su interior. ¿Los estarían apuntando con sus armas?
Sin embargo, nuestros amigos parecían tranquilos, y bromeaban incluso entre sí.
Pronto oímos sus voces.
—¡Artafi, Alí! ¿Dónde estáis?
Desconfiando todavía de la situación, no les respondimos. Ellos parecían
inquietarse a medida que nuestro silencio se prolongaba. Sus voces eran cada vez más
elevadas y continuadas. Manolo volvió al coche y comenzó a tocar el claxon,
rompiendo con su estruendo el silencio del desierto; el ruido debió de oírse en varios
kilómetros a la redonda.
En ese momento vimos que la puerta del otro coche se abría. Pero en vez de
apearse unos feroces hombres armados, tal como temíamos lo hicieron un par de
jóvenes rubias. Nada parecía tener sentido. ¿Quién demonios eran?
—¿Aparecen vuestros amigos? —las oímos preguntar.
—No —respondió Manolo—. Y es extraño, estoy seguro de que los dejamos
aquí. Este cortado de roca se aprecia desde lejos.
—¿Les habrá pasado algo? —preguntó Carmen.
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Comprendimos entonces que no había peligro. Nuestros temores habían resultado
infundados, por lo que decidimos salir.
—¡Estamos aquí arriba! ¡Esperadnos, en seguida bajamos!
Sin saber quiénes eran aquellas dos rubias, no pensaba mostrarles nuestro
descubrimiento. Por eso preferí bajar en vez de decirles a ellos que subieran.
Descender aquella pared aún me resultó más difícil que subirla. Cuando por fin
llegamos abajo, abrazamos a nuestros amigos y nos interesamos por las causas de su
retraso.
—¿Por qué habéis tardado tanto? Estábamos impacientes, temimos que hubierais
sufrido algún contratiempo en el puesto fronterizo.
—Tuvimos muchos problemas con los pasaportes. Nos denegaban la
autorización, hasta que por fin comprendimos lo que querían: dinero. Les pagamos el
soborno a última hora de la tarde e inmediatamente nos sellaron los documentos, con
franca sonrisa, como si nada hubiese pasado. Ya era de noche, y decidimos quedamos
a dormir. En la única fonda del poblado conocimos a Esther y a Judith, dos inglesas
que hablan perfectamente el español.
—Hola —las saludé cordialmente.
—Hola —me respondieron ellas.
—Están haciendo un documental sobre el desierto, sus paisajes y sus gentes. Se
dirigen hacia el sur, y hemos decidido hacer el viaje juntos. Así será más seguro para
todos.
Aquella compañía no me gustó nada de nada. Seguro que nos traería problemas.
Mi rechazo se evidenció en la absurda pregunta que les formulé:
—¿Estáis preparadas para cruzar el desierto?
—Desde luego, no tanto como tú —me respondió una de las rubias que debió de
sentirse ofendida por mi desconsideración—. Tú sí que vienes preparada, con el
novio a cuestas. Nosotras venimos solas, sin compañía ni amigo incorporado.
Su estupidez levantó las risas de todos. De todos menos la de Alí y la mía, por
supuesto. Sin duda, iba de graciosa. Aquella barbie de mierda creía que había estado
revolcándome con Alí en uno de los abrigos y que por eso no respondíamos a sus
llamadas. Me irritó profundamente su risita imbécil, pero tuve que contenerme. Al fin
y al cabo, mis amigos malagueños creían que Alí y yo éramos pareja. No pude
responderle, pero me vengué de una forma más sutil. Por gestos, le indiqué a Alí que
no contara nada de las pinturas rupestres. No pensaba compartir la gloria del
descubrimiento con aquellas dos. Tiempo tendría, si Alá así lo quería, de regresar al
lugar para reivindicar mi descubrimiento. Marqué su ubicación en el mapa y pedí que
lo fotografiaran desde distintas distancias. Como recuerdo, les dije en mi interior:
«Adiós, volveré». Después me dispuse a atravesar en silencio los kilómetros de
desierto. Manolo y Carmen se fueron con las inglesas. Alí y yo nos quedamos con
Juan Carlos.
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IV
De nuevo, las pistas de arena, el calor, el polvo y la nada. De nuevo, la noche bajo las
estrellas, y en comunión con el silencio. Sin saber exactamente el motivo, la
presencia de las inglesas me hacía sentir permanentemente irritada. No es que me
hicieran nada, no las veía durante todo el día. Pero, de alguna forma, su frivolidad y
su risoteo permanente me enervaban. A lo mejor era envidia. Ellas disfrutaban con su
trabajo, ganaban dinero, podían ir hacia donde quisieran, mientras que yo me
encontraba arrastrada por un torbellino que no me conduciría hasta otro lugar distinto
del desastre. La noche era lo peor. Tenía que fingir normalidad ante el resto de la
expedición, aguantar ciertos arrumacos de Alí y soportar las bromitas de las inglesas.
Desde luego, eso del humor británico no iba conmigo. La noche siguiente dormimos
en las inmediaciones de una de las ciudades caravaneras más importantes de
Mauritania, Chinguetti. La torre de su mezquita, realizada con piedras sueltas, estaba
rematada por cuatro huevos de avestruz. Era una de las imágenes típicas de
Mauritania. Por lo visto, había sido una ciudad muy importante para los almorávides,
de los que apenas sabía nada. Recordaba, eso sí, aquello de las invasiones de los
almorávides, los almohades y los benimerines que estudiamos en el colegio. Por eso,
aquella noche, sentada sobre la arena del desierto, escuché con atención la historia de
aquellos monjes guerreros.
—Debemos remontarnos al siglo XI. Desde hacía tres siglos, todas las tribus del
Sahara habían sido islamizadas. En la extensa zona que abarca el sur de Marruecos, el
Sahara Occidental y Mauritania, vivían numerosas tribus nómadas que terminaron
uniéndose bajo la bandera almorávide. La denominación almorávide procede de la
expresión árabe al-Murabitun, que traducido significa morabito, edificación santa.
Los almorávides no eran árabes, sino bereberes occidentales. Cuando empezaron sus
conquistas hacia el norte, fueron considerados como negros, pero no era verdad. Su
continua mezcla con las tribus negras que habitaban el África subsahariana hizo que
muchos de ellos fueran negros o mulatos.
»No se trató tan sólo de una fuerza militar o política. Fue, sobre todo, un
movimiento religioso, que pretendió reformar el disipado islam de la época, para
volver a la pureza originaria del islam. El germen del imperio almorávide tuvo lugar
en las fortalezas-santuarios conocidos como ribat. Eran lugares santos, denominados
morabitos por los lugareños. Sus hombres llevaban un velo sobre la cara para
protegerse del sol y la arena. Podían atravesar grandes distancias a lomos de sus
camellos y sus caballos sin apenas alimentos, y se protegían con sus anchos escudos
de cuero de lamt, una especie de gacela del desierto. Sus grandes ciudades siguen
sorprendiendo hoy en día: Chinguetti, Walata o Tichitt. Hoy apenas son fantasmas de
lo que fueron.
»En el año 1055, los almorávides ya habían conquistado la ciudad de Siyilmassa,
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puerta norte del comercio sahariano y entrada al Magreb. Uno de los primeros emires
almorávides, Umar al-Lamtuni, fue el responsable de la gesta. Murió en 1056. Su
hermano Abu Bakr cruzó el Atlas y conquistó Agmat, ciudad que convirtió en su
residencia. En 1061, volvió al desierto, dejando a su sobrino Yusuf Tasufin al frente
de sus ejércitos del Magreb. Abu Bakr reforzó su imperio en el sur, invadiendo la
capital de Ghana en 1076. Algunos de los reinos negros del sur, enriquecidos por el
tráfico caravanero de oro y esclavos, se convirtieron al islam gracias a las proezas
militares del almorávide.
»Las cosas también le fueron bien a Yusuf Tasufin en el norte. Fundó Marrakech
en el año 1070. Conquistó Fez, Tánger, Ceuta y Argel. Todo el Magreb estaba en
poder de los almorávides. Al-Andalus, la joya del islam occidental, lo esperaba. Los
andalusíes estaban pasándolo mal. El gran califato de Córdoba había saltado por los
aires en 1031, y los cristianos le ganaban terreno a las débiles taifas herederas del
poder cordobés, Alfonso VI de Castilla, en un enérgico avance, conquistó Toledo en
1085. Los andalusíes, debilitados y desangrados en sus crueles luchas de taifas, no
parecían capaces de frenar el avance de los cristianos. Por eso, sus hombres cultos y
religiosos volvieron sus ojos hacia los almorávides, que con sus ejércitos victoriosos
aparecían como los únicos salvadores posibles. En 1074 comenzaron a dialogar con
Yusuf Tasufin. El guerrero vio la gran oportunidad para cruzar el Estrecho y ampliar
sus extensos dominios. Pero antes de embarcarse en la aventura, impuso sus
condiciones. Pidió al rey de Sevilla, Almutamid, que le entregara la ciudad de
Algeciras. Fue una estrategia inteligente: con Ceuta ya bajo sus dominios, pasaría a
controlar las dos orillas del Estrecho. Un gran ejército almorávide cruzó hasta la
Península, y las tropas de las taifas de Sevilla, Granada, Málaga y Almería se les
unieron. Los andalusíes se sintieron seguros. El poder del sur los libraría de los
bárbaros del norte, aunque los almorávides, rudos hombres del desierto, siempre
fueron considerados como un mal necesario por los cultivados andalusíes. Cuando los
llamaron, pensaron que regresarían a África una vez cometida su misión de apoyo.
Grave error. Algunos consejeros pidieron al rey Almutamid que no recurriera a las
hordas africanas. El monarca sevillano contestó: “Debemos elegir entre trabajar como
porqueros para los cristianos o como camelleros para los almorávides. Y yo prefiero
lo segundo”. Sus palabras resultarían proféticas.
»Con el apoyo africano, los musulmanes se plantearon recuperar Toledo. Los
ejércitos cristianos y almorávides se encontraron en Sagrajas, cerca de la actual
Badajoz. La batalla finalizó con una aplastante victoria almorávide, que retrasó
durante más de un siglo el avance cristiano. Una vez replegados los cristianos, y
recuperada la tranquilidad en al-Andalus, Yusuf Tasufin regresó a Marrakech. Pero la
paz duró poco. Las taifas andalusíes comenzaron de nuevo a luchar entre sí, y alguna
de ellas llegó a aliarse con los propios cristianos. Aquello fue más de lo que Tasufin
pudo soportar, y decidió una segunda intervención. Al emir almohade, sobrio y
austero por naturaleza, le irritaba profundamente la vida disipada y sensual que
T ras un día de viaje, llegamos por fin a las cercanías de Walata. Decidimos que
entraríamos en la ciudad a primera hora del día siguiente. Marruecos quedaba
lejos, y los asesinos no tendrían tanta organización como para intimidarnos. Aziz nos
dijo que se pondría en contacto con nosotros una vez llegáramos a la ciudad. También
nos indicó en su correo que visitáramos a Ibn Harazem. Después esperaríamos
acontecimientos.
—No nos costará encontrar la casa de Harazem. Los actuales habitantes de
Walata no llegan al millar, una cifra muy inferior a la población que llegó a albergar
en sus momentos de apogeo. Preguntaremos y en seguida daremos con ellos.
Las inglesas seguían fastidiándome todo lo que podían, coqueteando
descaradamente con Manolo y Juan Carlos, e intentándolo también con Alí, a poco
que yo me descuidara. Establecí con ellas una relación de absurda rivalidad. Aunque
Alí no me importaba nada, me molestaba profundamente que aquellas dos creyeran
que podían quitarme algo que era mío, al menos en apariencia. Siempre odié a esas
que sólo parecen disfrutar levantándoles los novios a las amigas. Recordé, sin
embargo, con cierta ternura a una compañera de mi adolescencia, Rosa. Con catorce
años recién cumplidos, la pobre era bajita y regordeta, un tipo muy alejado del gusto
de los chicos del momento. Nadie la cortejaba, y por eso mis amigas la hacían rabiar.
Pero como era lista, tenía muy mala leche y mucha sangre fría, ideó su propio plan de
venganza. Con excusas diversas, fue quedando uno a uno con los novios de las más
guapas y presumidas de la clase. Afortunadamente, en este caso, yo no era de ellas.
Una vez que estaba con ellos, se les insinuaba abiertamente. Y como los hombres
parecen funcionar con dos únicas neuronas ubicadas en la entrepierna, casi todos
cayeron en sus brazos. No pudieron resistirse al empuje hormonal de su adolescencia.
Cuando se hubo dado un revolcón con todos ellos —a los que había prometido
silencio ante sus novias—, lo pregonó en la clase, dando todo tipo de datos, fechas y
lugares. Se armó una tremenda. Algunas de las afectadas, en trance de amor
platónico, no podían creerse que sus amores le hubiesen hecho eso —es decir,
ponerles los cuernos— con nadie, y mucho menos con Rosita, a la que tanto
II
Sumida en mis cavilaciones, me fui quedando atrás. No me interesaban las prolijas
explicaciones del grupo, ni participaba en su interés por tomar las mejores fotografías
o rodar las más increíbles escenas. Porque, ahora sí, tanto los malagueños como las
inglesas habían sacado todos sus bártulos de grabación, ambicionando registrar en sus
películas la bellísima decadencia de la ciudad más perdida.
Me alejé del grupo. No corría ningún peligro de extravío en una población tan
pequeña, y en la que tan fácil resultaba orientarse. Quería estar sola, reflexionar sobre
todo lo vivido y oído esa mañana Deambulé sin rumbo fijo. Cuando me di cuenta,
estaba ante la mezquita mayor de Walata, situada en la parte baja de la ciudad. La
puerta estaba abierta. Decidí entrar al patio de abluciones, atraída por su quietud y su
serenidad. Y fue entonces cuando tuve la desagradable sorpresa. Un energúmeno
empezó a gritar y a gesticular para que volviera inmediatamente sobre mis pasos. Sus
III
Pasé la tarde en el porche del hostal, tomando un té tras otro, rumiando mi
desconcierto. Mis compañeros iban y venían con sus cámaras y sus reportajes. Sin
duda estarían consiguiendo excelentes imágenes. Todo parecía luz y armonía en aquel
apartado oasis. Ni siquiera mi situación podía evitar que comulgase con el encanto de
aquella ciudad medieval fosilizada. Miraba hacia el lago, las palmeras y los camellos,
y el tiempo parecía detenerse. En todo el día no había visto ningún otro occidental: el
turismo no desbordaba precisamente la ciudad ni de dólares ni de bullicio. Muchos de
sus habitantes no saldrían de aquel trozo de desierto en su vida. Allí nacerían, se
casarían y morirían. Y todo entre arenas y miseria. Desde allí, los almorávides
forjaron un inmenso imperio que llegó a unir el Ebro y el Níger. En su mísera
postración actual, es normal que añoraran grandezas pasadas, y que los demagogos
como Yasim supieran remover esos rescoldos de nostalgias y suspiros. La vuelta a los
orígenes era la única cura posible de su mal de melancolía. ¿Y de la mía? ¿Quién me
curaría? ¿Qué hacía perdida en un desierto, lejos de los míos? ¿Cuándo me sonreiría
de nuevo la suerte? Estaba deseando poder aburrirme junto a mi madre, llenar mis
IV
La mañana siguiente fue de despedidas, abrazos y recomendaciones. La inglesa no
me saludó. Tampoco yo me esforcé en hacerlo. Se sabía perdedora, y las dos
compartíamos el secreto. De todos los presentes, era la que más deseaba poner tierra
de por medio. Mis amigos malagueños no terminaban de comprender muy bien los
motivos que me impulsaban a permanecer sola en Walata, separándome de Alí. Tuve
que darles una explicación.
—Es necesario. No sabemos si Aziz aparecerá antes por Tombuctú o por aquí.
Uno de los dos queremos estar presentes en cuanto lo haga.
Más difícil fue convencerlos de que aceptaran a Alí en su coche. Al fin y al cabo,
nos habíamos autoinvitado a la fuerza, y ya deseaban que los dejáramos tranquilos.
Tal y como decía un proverbio persa, «el amigo es agradable hasta el tercer día». Y
nosotros no éramos ni sus amigos. Nos colamos en sus vidas, llevando a cuestas
nuestro molesto equipaje de riesgo y aventura. Demasiado bien se habían portado con
nosotros. Pocas personas habrían soportado numeritos como el de Siyilmassa.
Tuve que suplicarles para conseguir que llevaran a Alí hasta Nema. Allí se
espabilaría para llegar hasta Tombuctú. Al final se prestaron con resignación a
hacerme el favor. Alí iría con ellos. Los besos de despedida fueron sentidos.
—Espero que nos volvamos a ver —me dijeron.
—Estoy segura de que sí —respondí yo.
A todo esto, Alí parecía abstraído, nervioso, como si no acabara de entender del
todo lo que le estaba ocurriendo. Creí atisbar en sus ojos una expresión de sorpresa
idéntica a la que descubrí en Abú Omar cuando tuvimos noticia del atentado de
Córdoba. Miraba continuamente de aquí para acá, sin apenas pronunciar palabra.
¿Tanto podía haberle afectado la reprimenda que le eché por el asunto de la inglesa?
¿Y si al final resultaba que estaba colgado por mí y sentía de verdad la separación?
No. Eso sólo pasaba en las novelas de amor. Alí estaba preocupado por algún motivo
Estimado Ahmed:
Gracias por tu hospitalidad. Adelanto mi salida. No te preocupes por mí,
tengo vehículo y guía. Un fuerte abrazo.
ARTAFI
Pero lo bueno siempre dura poco. Quizá lo efímero sea consustancial con esos
momentos de felicidad, siempre tan fugaces, como la vida de las grandes
civilizaciones perdidas. Los músicos abandonaron los ritmos nostálgicos y
comenzaron con los sentimentales. Mientras cantaban una canción especialmente
S entí el relente del alba, en ese mágico momento en el que los astros todavía
compiten con las primeras luces del firmamento. Al despertarme y abrir los ojos,
los vi sobre mí, en el cielo. Es difícil describir las sensaciones de esas amanecidas.
Me destapé. Hacía bastante fresco, por lo que me envolví en la manta y comencé a
indagar por los alrededores del coche. Dejé tras de mí tres bultos durmientes que se
acurrucaban bajo sus mantas, deseando que todavía hubiese noche por delante para
descansar. Sin duda habrían seguido cantando hasta mucho tiempo después de que yo
hubiera conciliado el sueño. Mejor así. Me apetecía caminar sola. Como todavía no
había luz suficiente, y el suelo era pedregoso, andaba con mucho cuidado, procurando
no caerme ni tropezar con piedras. Me habían advertido del peligro de serpientes,
escolopendras y escorpiones; toda una acechante fauna dispuesta a enviarte a mejor
vida con un simple picotazo.
Descubrí que habíamos acampado en un gran llano, jaspeado aquí y allá por
montículos, sobre los que se alternaban piedras, arena y arbustos espinosos.
Habíamos bajado bastante hacia el sur, y eso se notaba en la vegetación. Se podían
ver algunos árboles, que rompían la monotonía del desierto de los días pasados.
Supuse que algunos de ellos serían los árboles de los muertos, que tanto temor
infundían a los del lugar. La verdad era que, a aquellas tempranas horas, todavía se
mostraban un poco lúgubres. Sentí un escalofrío. Nunca me habían gustado los
negocios con los espíritus.
El lugar irradiaba calma. Paseaba evitando los montículos, pero no era capaz de
encontrar ruina alguna. Sin embargo, Abdellah me había asegurado que estábamos
sobre la antigua ciudad de Kumbi Salé. ¿Dónde se encontrarían sus restos? Las
estrellas desaparecieron del cielo y se hizo la luz en los secarrales. Los primeros
rayos de sol apenas calentaban todavía, por lo que seguía tapada con la manta. Me
pasé la mano por la cabeza. Mi pelo, tras varios días de no cepillarlo ni lavarlo, se
había convertido en pura greña. Sonreí con coquetería Pues sí que tenía que albergar
el mauro mucho retrasito para excitarse con una mujer con aquel aspecto.
Decididamente, esa mañana me había levantado de buen humor. Intentaría no
II
En Nema finalizaba bruscamente la carretera de la Esperanza. Así, sin más. Jamás
había visto una ciudad tan desesperanzada como aquel poblado de forajidos. Las más
de dos horas de viaje desde Kumbi Salé pasaron casi de soslayo sobre un paisaje que
se repetía en extensión e infinitud. Los kilómetros finales rodamos sobre una
carretera que teóricamente estaba asfaltada. Alguna zona de baches, algún trozo de
carretera recubierta de arena voladera y algún pinchazo fueron los únicos sobresaltos
que rompieron la silenciosa monotonía de nuestro viaje. A ratos dormité. Ya he dicho
antes que en las travesías del desierto pensar supone un enorme esfuerzo. O al menos
eso me pasaba a mí. Perdía la concentración y capacidad de conciencia. Mi mente se
confundía con el infinito.
Abdellah me sacó de mi ensimismamiento:
—Nema.
En efecto, un desvencijado cartel, escrito en árabe y francés, nos anticipó la
identidad del poblado que se adivinaba al final de la carretera, Y digo poblado porque
mi sueño de encontrarme con una ciudad que mereciera ese nombre se desvaneció en
cuanto recorrimos su única calle asfaltada. Las mismas casas de barro y piedra que
nos habíamos encontrado en el camino, una sucia muestra de desolación. La carretera
finalizaba en una especie de explanada. Sin protocolos ni rotondas. Punto final. La
carretera de la Esperanza moría en Nema, una imposible ciudad en medio de la nada.
Tras ella comenzaban miles y miles de kilómetros de desiertos de arena, calor y
vacío.
No tardé en comprobar que Abdellah se sentía como en su casa en aquel nido de
III
En el desierto, nunca parábamos para almorzar. Todo lo más, unas galletas o unos
cacahuetes en el mismo coche. El calor y la ausencia de sombra no nos animaban a
detener la marcha. Se trataba, por tanto, de quitarnos kilómetros y horas de sol cuanto
antes. A veces pensaba que los desiertos eran como enormes paréntesis que había que
atravesar. Nunca llegué a ver el desierto, siempre me sentí de paso por él.
Abdellah, mientras masticaba algún fruto seco, consiguió intrigarme de nuevo.
No te comprendo, Artafi. ¿Por qué no me preguntas hacia dónde te llevo?
—Ya me he dado por vencida. Cuando necesites contármelo, me lo contarás.
—Te has adaptado bien a las leyes del desierto.
—¡Qué remedio!
—Pues ya va siendo hora de que empecemos a trabajar.
—¿En qué?
—¿Pues en qué va a ser, mujer? ¡En recuperar la biblioteca de Aziz!
De nuevo, su silencio, ese insufrible castigo al que me sometía con sus medias
IV
Antes de que amaneciera, Abdellah me despertó tocándome en el hombro.
—Nos vamos, levántate sin hacer ruido. Que no se despierten tus amigas.
«Mis amigas», pensé mientras me incorporaba a tientas. Las odiaba. No podría
olvidarlas mientras viviera. Tampoco podría arrancar de mi recuerdo la noche que
II
Desde Niafunke seguimos hacia el este, bordeando las zonas húmedas. Abdellah
III
—¡Tombuctú! —señaló, sonriente, Abdellah.
Atardecía, y atrás quedaban horas de pistas y caminos infernales. En efecto, allí
estaba la desconcertante Tombuctú, rodeada de dunas y desierto. Su color se
mimetizaba con las tierras y las arenas que la rodeaban. Desde la pequeña elevación
por la que arribaba la pista, supe distinguir los curiosos minaretes de algunas de sus
mezquitas. Toda la ciudad estaba envuelta por una nube de polvo, por lo que no pude
apreciar más detalles. Pero allí estaba. Hablamos conseguido llegar a Tombuctú.
Detuvimos nuestro vehículo en el alto y bajamos a contemplar la ciudad. Los
malagueños se unieron a nosotros. Con nuestro silencio, realizamos una especie de
IV
Cuando todavía era de noche, me incorporé. Sentada sobre la arena, apenas veía luces
en la ciudad soñada. Gran parte de ella no tenía iluminación pública. ¿Cómo sería en
verdad? ¿Me gustaría, o quedaría desilusionada como tantos otros? «Lo importante
son los sueños, Artafi —me dijo un día mi abuela Rafi—. Lo más bonito es tener
sueños e intentar alcanzarlos. Si te quedas sin sueños, te mueres. Y yo ya me he
quedado sin sueños ni ilusión». Murió a las pocas semanas de decirme eso. ¿Por qué
me acordaba de sus palabras? Pues porque ya había alcanzado lo que parecía ser
nuestra meta. El mito sería profanado esa misma mañana. La realidad disiparía la
imagen que cada uno se había forjado en su interior de la ciudad. Dicen que lo más
importante para el viajero es siempre el camino, y mi camino acababa. Me llegaba la
hora de la verdad. La dureza del viaje y sus mil contratiempos habían amortiguado mi
inquietud. Tenía que asumir de una vez que estaba en grave peligro, que íbamos a
intentar quitarles los manuscritos a unos ladrones debajo de sus propias barbas, que
no sabía, en verdad, quiénes eran amigos ni enemigos, que iba a participar en un plan
absolutamente disparatado, pero para el que no teníamos alternativa alguna. Iríamos
paso a paso. Primero intentaríamos encontrar a Aziz; después, ya veríamos. ¿Y Alí?
Pues seguro que ese mismo día lo localizaría. Si me preguntaba por qué había
abandonado Walata, le contaría la verdad: porque me habían echado, y porque temía,
además, por mi propia vida. Probablemente, él no supiera todavía nada del asesinato
de Harazem. A lo mejor, el marroquí había conseguido información útil para el caso.
En casa de Aziz me facilitarían el lugar donde se alojaba.
Los malagueños se sentaron a mi lado en el momento del amanecer. Lo
observamos en silencio, gozando de ese instante mágico. Con el primer rayo de sol,
Manolo Navarro se incorporó con presteza.
—¡Vamos, tenemos mucho que hacer!
V
—¡Qué raro! ¡Aziz todavía no ha regresado! —dijo Ada una vez que nos acomodó en
el salón de su casa.
No le di mayor importancia al retraso. No me importaba esperar. Recostada sobre
los cojines del suelo, bebiendo el zumo que me habían ofrecido, me sentía a las mil
maravillas. Y además segura. Aziz podía tardar todavía un par de horas más. No me
impacientaría. Si llevaba días recorriendo miles de kilómetros en su búsqueda, no
pasaría nada si mi encuentro con él se retrasaba un rato. Me pillaría más descansada y
en mejor forma.
Sin embargo, Ada estaba preocupada. Repetía que Aziz solía ser muy puntual, y
que le había prometido regresar antes del mediodía.
—A lo peor le ha pasado algo.
Mayram trataba de tranquilizarla:
—Ya sabes cómo son los hombres, hija. Unos informales. Te dicen una hora, tú te
matas preparándoselo todo y cuando llega la hora, ¡zas!, ¡no se presentan!
—No, no. Aziz no es de ésos. Tú lo sabes.
—¡Todos son iguales!
Y entre discusión y discusión, zumo y zumo, el tiempo pasaba, sin que
tuviésemos noticia alguna de Aziz. ¿Dónde demonios podría estar?
El descanso me vino francamente bien. Ya más entonada, intenté sonsacarle a
Ada más información sobre su marido.
—¿Adónde te dijo que iba?
—No me aclaró lugar alguno. Simplemente dijo que dormiría fuera y que vendría
antes del mediodía de hoy.
VI
A la hora convenida, aguardábamos la llegada de Akil en un lugar solitario a algo
más de una hora de camino de Tombuctú. Volvíamos al protocolo que tan bien había
aprendido durante mi travesía del desierto. Los sirvientes preparaban el té en silencio,
mientras que Abdellah y yo esperábamos ansiosos el momento de comenzar la
negociación más dura. Los tuaregs no se hicieron esperar, como en ocasiones
anteriores. Uno de sus todoterreno se quedó atrás, custodiando la retaguardia a los
dos coches que llegaron hasta nosotros. Los saludos fueron corteses, pero no cálidos.
Akil se mostró muy distante conmigo, como si no me conociera de nada. Durante un
buen rato tomamos té, mientras ellos charlaban de temas insustanciales. Como yo no
me enteraba de lo que decían, me aburrí. Por eso me sobresalté cuando Abdellah se
III
—¿Has podido encontrar alguna pista de Aziz? ¿Has conseguido algún dinero para
hacer frente a la compra de los manuscritos?
Asalté al mauro con todas las preguntas que se me ocurrieron en aquel preciso
instante. Quería que no descubriera mi aturdimiento. Cuando alguien alberga en su
interior el rescoldo de una sospecha, resulta imposible evitar el escudriñar todas y
cada una de las palabras que emite la persona de la que se desconfía. Pero Abdellah
respondió con seguridad y naturalidad.
—Ni tengo pista alguna de Aziz, ni he conseguido dinero. Mis amigos no tienen
ni remota idea de dónde puede estar escondido el bibliotecario. Y ni siquiera me he
atrevido a pedirles dinero prestado. Se reirían de mí si lo hiciera.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé. Esta noche hemos quedado con Akil. Si no le llevamos el dinero, el
pájaro puede volar. Perderemos la biblioteca, y quién sabe si también nuestras vidas.
Nuestras esperanzas se resumían en una: encontrar a Aziz para que nos ayudara.
Quizá él podría habernos conseguido algunos fondos.
Pues sí que estábamos bien. Y lo peor para mí ya no era carecer del dinero que
IV
Pero el hombre propone y Dios, o Alá, dispone. El coche que el sirviente había
conseguido era un auténtico desastre. No le entraba la cuarta marcha, por lo que
nuestra velocidad, a pesar de que la pista era buena en muchos tramos, era
desesperantemente lenta. Encima pinchamos. Mientras que a mí me reconcomían los
V
Teníamos dos únicas misiones: una, que nadie nos pillara con el resto del dinero que
aún teníamos: dos, averiguar dónde se encontraba Aziz. Para la primera, decidimos
enterrar la bolsa del dinero bajo unas piedras, en un punto no demasiado alejado del
lugar donde tendríamos el definitivo encuentro con Akil, Pero la segunda se nos
complicó bien pronto. Abdellah mandó a sus sirvientes devolver el coche que nos
habían prestado. Y allí recibieron un terrible mensaje, dejado por los secuestradores
de Aziz: o devolvíamos el dinero antes de veinticuatro horas, o matarían a Aziz. Y
juraban que no hablaban en broma.
Recibí la noticia como un auténtico mazazo. Me sentía responsable, no debería
haberle robado el dinero a Alí, sospechando, como sospechaba, que estaba implicado
en el secuestro. ¿Cómo habrían relacionado aquel coche prestado conmigo? No me
resultó difícil responder a esa pregunta. En mi inocencia expuse, delante de todo
Tombuctú, el todoterreno prestado. Me estuvo esperando a las puertas de mi propio
hotel. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? A los secuestradores no les habría
costado nada enterarse de la procedencia de vehículo. Allí nos habían dejado de
forma clandestina y anónima su mensaje.
—No lo tenemos fácil —argumentó Abdellah—. No podemos ir a la policía,
porque también nosotros hemos robado dinero. Podrían meternos en un lío si nos
denunciaran. Por otra parte, nos será completamente imposible devolverles el dinero,
Akil nunca se desprendería de la cuantía entregada. ¿Qué hacemos? Ellos hablan en
serio. Si no le entregamos su dinero, matarán a Aziz. Ya no tienen nada que perder.
—También tenemos nuestras ventajas. Durante veinticuatro horas, no intentarán
VI
Nos dirigimos excitados hacia donde se encontraba Yasim. Ante las advertencias,
redoblamos nuestra prudencia. Apenas podíamos divisar la fachada de su casa, de tan
lejos que nos situamos. Un numeroso grupo de personas estaban ante su puerta.
Parecían agitados; entraban y salían sin cesar. ¿Qué debía de pasarles? Pues era bien
sencillo de adivinar; debían de estar enfurecidos. Yasim ya se habría enterado del
robo del dinero que debería haberle entregado Alí. Estaría montado en cólera,
maldiciéndonos. Tengo que reconocer que en ese momento me asusté. Creía recordar
que la sharia contemplaba la lapidación como pena capital. Y quizá ésa fuera una
muerte suave, en comparación con la que debían de estar deseándome la mayoría de
aquellos energúmenos. Le pedí a Abdellah que nos alejáramos de allí. Quería
perderme en lo más profundo del desierto, donde nunca jamás nadie pudiera
encontrarme. Salimos de Tombuctú. El calor del mediodía apretaba de lo lindo, y no
había sombra donde refugiarnos. Abdellah ordenó parar, pasado un buen rato de
marcha. Montamos una tienda bastante elemental, utilizando el techo del coche y
unas piedras en el suelo como soporte de la lona que nos cobijó, Y decidimos dejar
pasar el tiempo mientras se nos ocurría algo. ¿Qué haríamos? Y en esos momentos de
desconcierto, todas las alternativas se consideraban posibles. Desde huir con el dinero
que aún nos quedaba —lo que rechacé de inmediato, como si fuera hulmun—, hasta
pagar el rescate, recuperar la biblioteca y entregársela a Ada. Pero eso significaría
abandonar a Aziz a su suerte, y esa suerte ya sabíamos cuál era: pena de muerte sin
indulto posible. No, no podíamos consentirlo. De una u otra forma, teníamos que
VII
La estrategia que diseñamos fue bien sencilla. De hecho, parecida a la que a mí me
sirvió para poder sustraerles el dinero. Si no veíamos a la gente de Yasim cerca, el
sirviente que venía con nosotros llamaría a la puerta y les diría que deseábamos
reunimos con ellos para negociar la entrega del dinero. Suponíamos que esta vez no
morderían el anzuelo con tanta facilidad, pero el tiempo que emplearían en discutir en
la puerta nosotros lo utilizaríamos para saltar por el muro trasero y llegar hasta la
escalera. Una vez que lo consiguiéramos, podríamos liberar a Aziz. Abdellah llevaba
consigo un revólver. Los secuestradores no podrían subir por aquella angosta
escalera, tan fácil de defender desde el piso superior, y tan difícil de conquistar desde
sus escalones inferiores. El sirviente regresaría a casa de Ada y traen consigo a los
familiares y amigos. A los secuestradores no les quedara más remedio que entregarse
o huir, dejando a Aziz en la casa. Era una estrategia simple, pero eficaz. En África,
las cosas son mucho más directas y crudas que por otros lares. Lo que hay que hacer
se hace, sin demasiados impedimentos públicos ni privados.
Dimos una primera pasada a una prudente distancia. No vimos a nadie en la
puerta. Buena señal: los de Yasim parecían haberse marchado. Nos bajamos en una
pequeña plaza situada en la parte trasera de la casa. Desde allí accederíamos al
callejón que yo tan bien conocía. Al cabo de cinco minutos, el sirviente llamaría a la
puerta. Justo entonces nosotros tendríamos que saltar el muro, cruzar el patio trasero
y tomar posiciones en la parte superior de la escalera.
La operación se inició de forma perfectamente sincronizada. Los ocupantes de la
casa oyeron los golpes de la aldaba y se dirigieron hacia ella para abrirla. En ese
momento, nosotros saltamos el muro trasero. Yo ya tenía cierta práctica en la materia,
y Abdellah era lo suficientemente ágil como para saltar sin riesgo. Al dirigirnos hacia
el patio pudimos oír la voz de Alí. Discutía con nuestro sirviente, diciéndole que si yo
quería algo de ellos, fuese personalmente hasta la casa, que me esperarían allí. Como
nos temíamos, no pensaban salir. El sirviente le insistía mientras nosotros nos
acercábamos a nuestro objetivo. La tensión que nos embargaba es realmente difícil de
VIII
Pasamos el día tumbados, haciendo tiempo. No iríamos a por el dinero escondido
hasta que atardeciera. Decidimos que eso sería lo más seguro. El tiempo transcurría
lento, demorado. A cada momento miraba el reloj, desesperada ante la lentitud de su
avance. Apenas hablábamos entre nosotros, no teníamos nada que decirnos. Lo peor,
como siempre, fueron los calores del mediodía, apenas amortiguados por la lona que
dispusimos como jaima.
Me costaba pensar, no lograba concentrarme en un razonamiento. Cada vez que lo
intentaba, terminaba, indefectiblemente, regresando al recuerdo del disparo. La
imagen de Alí rodando por la escalera se me repetía fidedignamente. Su cadáver me
IX
Al amanecer, salimos hacia Tombuctú. Nos custodiaban dos coches tuaregs. Nadie,
en su sano juicio, se atrevería a atacarnos. Con los cofres de los manuscritos con
nosotros, nos las prometíamos bien felices Una vez que los hubiésemos entregado,
nada me restaría por hacer en aquellas latitudes. Podría regresar en paz a mi casa.
Denunciaría mi secuestro, y Abú Omar tendría que confirmar lo sucedido. Sería
declarada inocente de cualquier posible cargo. En pocos días, estaría de vuelta en
Sevilla. Pero, sorprendentemente, la idea no parecía entusiasmarme. Volver, ¿para
qué? ¿Para seguir suplicando un trabajo que nunca llegaba? ¿Para llevar una aburrida
vida burguesa donde lo más excitante era ir al multicine de un centro comercial los
domingos? ¿Para encerrarme en un piso o en unas oficinas? Mientras mi vista se
perdía en la inmensidad del desierto, comprendí que una parte de mi ser no quería
abandonar aquellos arenales. Mis días de Sahara habían sido tan intensos que había
logrado olvidar mis penas pasadas La libertad y el riesgo me habían permitido sentir
de nuevo. Recordé la petición que había formulado en mi visita a la mezquita de
Córdoba. Pedí al buen Dios volver a sentir, y a sentir había vuelto. Pero sentimiento
significa vida, y la vida conlleva siempre riesgo, alegría y dolor. Todo lo viví en un
Sahara del que me costaba despegarme. Pero mi otro yo, el racional, me repetía que
mi lugar estaba a orillas del Guadalquivir. En cuanto pudiera, debía abandonar
Tombuctú.
—¿Sabes? —le dije a Abdellah—. El desierto me parece muy hermoso.
—Es lo más hermoso que creó Alá. Se te mete en el corazón, en la cabeza, y ya
nunca te abandona. Es el amante más fiel. Siempre te espera, porque sabe que tarde o
temprano regresarás a él. Nunca encontrarás nada que te ofrezca lo que él te da.
Medité durante un buen rato sus palabras. Quizá tuviera razón y, pasado un
tiempo, tuviese necesidad de regresar a recorrer las arenas y a surcar los vacíos
XI
Regresé desolada a casa de Aziz. Torres no estaba; había salido junto al erudito a
visitar la ciudad. Tendría que esperar hasta su regreso para conocer finalmente el
contenido de las páginas arrancadas. Me senté sobre los cojines de una esquina, sola.
—¿Qué te pasa, Artafi? Te veo preocupada —se extrañó Ada al no verme
compartir la alegría reinante.
—Nada, estoy bien —la engañé—. Sólo estoy un poco cansada, del ajetreo de los
últimos días.
Ni siquiera la llegada de la jovial Mayram alegró mi corazón. Comprendí que
había llegado el momento de partir. Nada me quedaba por hacer allí.
Sin embargo, dos sucesivas visitas lograron arrancarme de mi ensimismamiento.
La primera fue la de Alasán. El sensato sufí no pareció extrañarse de encontrarme
allí. Más bien parecía que, al contrario, lo supiera y viniera a despedirse. Tras dar su
efusiva enhorabuena a la familia, se dirigió a mí:
—Muchas gracias. Has cumplido tu misión. Una vez más, el libro del destino ha
escrito otra de sus páginas.