Cristo Velazquez

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Cuadro: Cristo crucificado

Autor:Velázquez
Fecha:1632
Museo:Museo del Prado
Características:248 x 169 cm.
Material:Oleo sobre lienzo
Estilo:
Una de las obras más famosas de Velázquez, fechada en torno a 1632, no sólo por su valor
estético sino por las leyendas que le acompañan. La obra pertenecía al convento de las Monjas
Benedictinas de San Plácido de Madrid. Se cuenta que fue donado por Felipe IV como
arrepentimiento al haberse enamorado de una monja que allí profesaba. También se dice que la
donación vino a través de D. Jerónimo de Villanueva, Protonotario Mayor de Aragón, por un
escabroso asunto demoníaco que se había producido en dicho convento, teniendo que tomar la
Inquisición cartas en el asunto. Sin duda estamos ante una maravillosa obra con una elegante
figura de Cristo, con el cuerpo y los miembros suavemente modelados, recibiendo una luz clara
procedente de la izquierda, recortándose la figura sobre un fondo neutro. La cabeza caída y el
excelente mechón de cabello que oculta parte del rostro son los elementos más originales de la
pintura. Existe una leyenda, seguramente falsa, según la cual al impacientarse el artista porque
no le gustaba como estaba quedando el rostro, en un ataque de furia tiró los pinceles al lienzo,
obteniendo una mancha que dio origen a la melena que cubre el rostro. Velázquez ha conseguido
obtener perfectamente una imagen de la doble naturaleza, divina y humana, de Cristo.
Velázquez. Diego Rodríguez de Silva Velázquez
Nacionalidad: España
Sevilla 1599 - Madrid 1660
Pintor
Estilo: Barroco Español
Escuela: Barroco sevillano , Escuela Española

Obras: 109

Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, pintor barroco español, nació en Sevilla en 1599. A los
once años inicia su aprendizaje en el taller de Francisco Pacheco donde permanecerá hasta 1617,
cuando ya es pintor independiente. Al año siguiente, con 19 años, se casa con Juana Pacheco, hija
de su maestro, hecho habitual en aquella época, con quien tendrá dos hijas. Entre 1617 y 1623 se
desarrolla la etapa sevillana, caracterizada por el estilo tenebrista, influenciado por Caravaggio,
destacando como obras El Aguador de Sevilla o La Adoración de los Magos. Durante estos
primeros años obtiene bastante éxito con su pintura, lo que le permite adquirir dos casas
destinadas a alquiler. En 1623 se traslada a Madrid donde obtiene el título de Pintor del Rey
Felipe IV, gran amante de la pintura. A partir de ese momento, empieza su ascenso en la Corte
española, realizando interesantes retratos del rey y su famoso cuadro Los Borrachos. Tras
ponerse en contacto con Peter Paul Rubens, durante la estancia de éste en Madrid, en 1629 viaja
a Italia, donde realizará su segundo aprendizaje al estudiar las obras de Tiziano, Tintoretto,
Miguel Ángel, Rafael y Leonardo. En Italia pinta La Fragua de Vulcano y La Túnica de José,
regresando a Madrid dos años después. La década de 1630 es de gran importancia para el pintor,
que recibe interesantes encargos para el Palacio del Buen Retiro como Las Lanzas o los retratos
ecuestres, y para la Torre de la Parada, como los retratos de caza. Su pintura se hace más
colorista destacando sus excelentes retratos, el de Martínez Montañés o La Dama del Abanico,
obras mitológicas como La Venus del Espejo o escenas religiosas como el Cristo Crucificado.
Paralelamente a la carrera de pintor, Velázquez desarrollará una importante labor como
cortesano, obteniendo varios cargos: Ayudante de Cámara y Aposentador Mayor de Palacio. Esta
carrera cortesana le restará tiempo a su faceta de pintor, lo que motiva que su producción
artística sea, desgraciadamente, más limitada. En 1649 hace su segundo viaje a Italia, donde
demuestra sus excelentes cualidades pictóricas, triunfando ante el papa Inocencio X, al que hace
un excelente retrato, y toda la Corte romana. Regresa en 1651 a Madrid con obras de arte
compradas para Felipe IV. Estos últimos años de la vida del pintor estarán marcados por su
obsesión de conseguir el hábito de la Orden de Santiago, que suponía el ennoblecimiento de su
familia, por lo que pinta muy poco, destacando Las Hilanderas y Las Meninas. La famosa cruz que
exhibe en este cuadro la obtendrá en 1659. Tras participar en la organización de la entrega de la
infanta María Teresa de Austria al rey Luis XIV de Francia para que se unieran en matrimonio,
Velázquez muere en Madrid el 6 de agosto de 1660, a la edad de 61 años.
Cristo crucificado es un lienzo de Velázquez, conservado en el Museo del Prado
Durante su estancia en Roma, Velázquez hizo varios estudios del desnudo en los cuadros que
pintó, como en La fragua de Vulcano (1630), y La túnica de José. Los críticos de arte aseguran
que el estudio de desnudo de este cuadro es algo excepcional y magistral por la fusión que
demuestra de serenidad, dignidad y nobleza. Es un desnudo frontal, sin el apoyo de escena
narrativa ni posibilidad de variantes en la actitud del Cristo. En esta obra Velázquez hace un
alarde de maestría y consigue que el espectador pueda captar la belleza corporal y la serena
expresión de la figura.
Descripción del cuadro
Velázquez pinta el Cristo siguiendo la iconografía aceptada en el siglo XVII(es curioso observar
que su maestro, Francisco Pacheco, pintaba el Cristo Crucificado con la misma iconografía que
después usará Velázquez), es decir, con 4 clavos y los pies juntos apoyados en una pequeña
ménsula de madera y con un contraposto clásico que deja todo el peso en una pierna y descansa
la otra. Los brazos dibujan una suave curva en lugar de un triángulo. Pinta el paño de pureza
(también llamado perizoma), bastante pequeño, lo suficiente, sin derroches de vuelos como era
costumbre en el barroco, de esa manera puede mostrar el cuerpo desnudo al máximo posible y
hacer un estudio muscular del cuerpo humano. La cabeza tiene un estrecho halo luminoso que da
la sensación de que emana de la propia figura; el semblante está caído sobre el pecho dejando
ver lo suficiente de sus rasgos y facciones nobles; la nariz es recta. Más de la mitad de la cara
está cubierta por el cabello largo que cae lacio y en vertical como anunciando la muerte ya
sucedida por la herida que aparece en el costado derecho. Carece totalmente del dramatismo
propio del estilo barroco. La sangre es mínima frente a otros ejemplos barrocos, solamente un
poco en las manos, en los pies y en la herida del costado, lo que nos demuestra su inspiración
andaluza mucho menos dramática que los Cristos castellanos realizados por artistas de la misma
época como Gregorio Fernández
Historia del cuadro
No se sabe con exactitud la fecha en que Velázquez pintó esta obra pues no hay un apoyo
documental. Sin embargo los historiadores creen que la obra se realizó después de su regreso de
Italia, probablemente entre los años 1631 y 1632. Seguramente fue un encargo hecho para la
sacristía del convento de monjas benedictinas de San Plácido en Madrid. Se sabe que en el año
1808 el cuadro se encontraba entre los bienes embargados de Godoy, pero le fue devuelto a la
viuda, la condesa de Chinchón. Cuando esta señora lo tuvo en su poder hizo negociaciones en
España para su venta, pero al no llegar a un acuerdo anunció poco después su venta en París, en
1826. Pero el trato tampoco se llevó a cabo en esta ciudad y cuando murió la condesa, su cuñado
el duque de San Fernando de Quiroga, eligió para sí dicho cuadro y acto seguido se lo regaló al
rey Fernando VII quien lo hizo pasar al museo del Prado que ya funcionaba como pinacoteca.
Las leyendas
Una de las habladurías que se difundió por el Madrid de entonces fue que el cuadro llegó al
convento de las monjas de San Plácido por una donación hecha por el rey Felipe IV, como
arrepentimiento por haberse enamorado de una monja de dicho convento.
Otra leyenda asegura que fue el Protonotario Mayor de Aragón, don Jerónimo de Villanueva
quien hizo la donación, a raíz de un asunto turbio relacionado con el tema del diablo que había
tenido lugar en el convento; en este asunto tuvo que tomar decisiones la Inquisición.
Existe otra leyenda relacionada con el rostro de la figura de Cristo: aseguran que Velázquez se
impacientó de tal manera al ver que la cara no iba quedando a su gusto que en un arranque de ira
arrojó en ella sus pinceles produciendo una gran mancha y que esta mancha la aprovechó el
artista para pintar la abundante melena que cubre casi la mitad del rostro.
Esta obra de Velázquez inspiró al escritor y filósofo español, Miguel de Unamuno un poema
titulado El Cristo de Velázquez.

Biografía

Velázquez

Era en año 1599, Sevilla se erigía como el centro cosmopolita y cultural más rico, noble y poblado de
España. Allí nace Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, hijo de un portugués y una sevillana.

Velázquez comienza su formación, a la edad de diez años, de la mano de Francisco de


Herrera el Viejo, pero debido a la rigidez y tosquedad del maestro; el joven se dirige
pronto a la escuela de Francisco de Pacheco, proponiéndole un contrato de aprendizaje en
1610, según el cual, el aprendiz viviría durante sus años de educación en el taller del
maestro, encargado de su manutención. Las lecciones de Pacheco son determinantes para
Diego y tras siete años, el muchacho aprueba el examen para ejercer el arte.
Realiza durante
En 1618, Velázquez se casa con Juana de Miranda, hija del maestro que al descubrir el toda su vida una
talento del joven, pretende situarlo muy cerca de su propio taller. Velázquez recibe los enérgica actividad
típicos encargos de sus contemporáneos, principalmente centrados en argumentos en el dibujo
religiosos, retratos, ciclos monásticos y bodegones. Durante este periodo Velázquez
perfecciona la plasmación de la realidad, introduciendo el artificio del claroscuro.

Cuando Felipe IV sube al trono, el artista, aconsejado por Pacheco viaja a Madrid en 1623, al igual que otros
muchos pintores, albergando grandes expectativas. Solamente consigue retratar a Góngora, pero ha conseguido
darse a conocer en la corte, y será llamado por el conde-duque al año siguiente. En este momento Velázquez
realiza un retrato del rey, quien muy satisfecho, le nombra su pintor de cámara. El pintor se traslada con su
familia Madrid, y se aloja en el Palacio Real donde construye su taller.

El 10 de agosto de 1629, Velázquez, con permiso del rey, parte a Italia con la intención de conocer las
tendencias artísticas de Venecia, donde estudia la obra de grandes artistas como Tiziano, Veronese, Bassano,
Giorgione y Bellini. En Roma permanece un año y a su regreso hace un alto en el camino para retratar a los reyes
de Hungría en Nápoles.

Velázquez realiza durante toda su vida una enérgica actividad en el dibujo, que estudia de forma constante, con
el fin de reproducir las diferentes expresividades de las figuras de sus cuadros. Sobre el dibujo preliminar,
con el que capta la esencia de la realidad, plasmará la luz con gran dominio de la técnica del claroscuro. A su
vuelta al palacio español recibe nuevos encargos pictóricos, donde representa nuevamente temas religiosos. La
formación italiana se revela en el nuevo carácter clasicista y la tendencia cromática que domina en la mayoría
de sus cuadros de esta época. Ejemplo de ello son el lienzo de "San Antonio Abad y San Pablo, primer
ermitaño". Mantiene lo aprendido durante su juventud, pero con la libertad de introducir nuevos elementos
simbólicos, como ocurre en "La Tentación de Santo Tomás de Aquino" y en "Cristo y el alma cristiana", en las
que se hace patente su cultura sobre las historias bíblicas.

Velázquez es elegido para formar parte del grupo de artistas encargado de la decoración del Buen Retiro de
Madrid. Se le encarga el proyecto de pinturas para el gran Salón, compuesto por una colección de retratos
ecuestres del rey Felipe III y de Felipe IV, de sus esposas y del príncipe heredero. Realiza enormes telas
inspiradas en los grandes triunfos y glorias del país, como el famoso cuadro de "Las lanzas" conocido también
como "La Rendición de Breda". Desde 1633 a 1636, junto a los trabajos del Palacio del Buen Retiro, el pintor se
ocupa también del pabellón de caza la torre de la Parada. Velázquez pinta para el palacete algunos retratos de
los miembros de la familia real con indumentaria de caza junto a animales, en el panorama de la sierra del
Guadarrama. Resulta asombroso como el pintor logra captar el mundo interior y la personalidad de cada uno de
los personajes que pinta, con plena sencillez. Es característica también su serie de retratos de bufones y
personajes lúdicos de la corte, en la que continúa con su magistral forma de retratar espíritus. Son cuadros
están cargados de sinceridad y a veces de criticismo, como el retrato de "El bufón llamado don Juan de
Austria".

Diego Velázquez por encargo del rey realiza un nuevo viaje a Italia en noviembre de 1648, cuya singular tarea
consistía en recopilar obras de arte originales romanas y griegas. Durante los primeros meses de este viaje, sus
intereses de coleccionista eclipsan a los de pintor, intentando descubrir las mejores obras de los grandes
artistas del siglo XVI. En Viena adquiere algunas telas de Tintoretto y de Veronese y en Bolonia contrata a
Mitelli y Michelangelo Colonia para trabajar en España. Disfruta de su posición de célebre artista de confianza
del rey y decide prolongar su estancia, a pesar de los reclamos que le hacen desde la corte española, en la
ciudad de Roma, donde es bienvenido en los más reputados ambientes artísticos.

En 1659 se En 1650 regresa a su paleta de colores y pinceles, realizando algunos retratos, incluido el de
encarga de la Inocencio X y un año después regresa, por fin, a Madrid, llevando consigo las obras
selección de las adquiridas y destinadas a la decoración del palacio Real. En 1652, el rey nombra a Velázquez
telas del aposentador mayor, convirtiéndose en un miembro jerárquico de la corte e incrementando
Escorial sus compromisos. En 1659 se encarga de la selección de las telas del Escorial, y a pesar de
las muchas atribuciones y responsabilidades, consigue pintar algunas telas célebres, como la
"Las hiladeras" o "La fábula de Aracne" y cuatro cuadros mitológicos para el Alcázar.

Durante los últimos años de su vida, ante el escaso tiempo del que dispone, Velázquez se ve obligado a reducir
sus labores de pintor, y recurre a colaboradores. Pero ello no le impide aún, pintar para la familia real algunos
retratos colmados de hermosura, en los que se pone de relieve su perfeccionamiento de la técnica, disgregando
el color en pinceladas casi desprovistas de materia. Retratos de la joven reina, de los niños infantes, en los que
consigue plasmar la esencia y melancolía infantiles, y del preocupado rey ante el destino que se avecina para su
reino, son algunas de las obras que el pintor realiza durante esta época, junto a la famosísima gran obra "Las
Meninas" o "La familia de Felipe IV", retrato de la infanta Margarita junto a sus damas.

El 12 de junio de 1658, el pintor Diego Rodríguez de Silva y Velázquez es nombrado caballero, y dos años más
tarde muere como consecuencia de una rápida enfermedad. La gran fastuosidad de su funeral demostraba la
altura nobiliaria del pintor hidalgo.

EL CRISTO DE VELÁZQUEZ EN LA POESÍA DE MIGUEL DE UNAMUNO

“¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío?


¿Por qué ese velo de cerrada noche
de tu abundosa cabellera negra
de nazareno cae sobre tu frente?
Miras dentro de Ti, donde alborea
El sol eterno de las almas vivas.
Blanco tu cuerpo está como el espejo
Del padre de la luz, del sol vivífico…”

Miguel de Unamuno, el más influyente conductor intelectual de la Generación del 98, hizo de la
narrativa y la poesía – al igual que el ensayo- vehículos de las nociones más importantes de su
pensamiento y acción, entre las que predomina el tema de la relación del Ser Humano con Dios,
en estrecha vinculación con su postura estética. Las siguientes líneas tratan de la identificación
de esta constante en el extenso poema El Cristo de Velásquez. Obra en la que se perciben los
ecos de la mística del Siglo de Oro, especialmente de Fray Luis de León, Teresa de Jesús y Juan
de La Cruz, además de la huella de numerosos textos bíblicos.

Ante el avance de la idea de progreso material, propia de la modernidad, Unamuno percibe los
riesgos del deicidio que deja al individuo cada vez más solo y sin finalidad. La existencia humana
que se disuelve en la nada, produce en su ánimo una inmensa rebeldía convirtiéndose en uno de los
motivos más poderosos y reiterados de su producción.

La poesía de Miguel de Unamuno

A los cuarenta y tres años, y cuando contaba ya con una importante obra en prosa, Miguel de
Unamuno publica sus primeros poemas. El libro titulado escuetamente Poesías y publicado en
Madrid, en 1907 significaba un trabajo largamente meditado como el mismo autor señala en
carta a Zorrilla San Martín: “Yo apenas escribí versos hasta pasar de los treinta años, y la
mayoría de ellos, la casi totalidad, después de los traspuestos los cuarenta… son poesías de
otoño, no de primavera”

En el Prólogo de Ana Suárez Miramón a su Poesía Completa (1987) se lee: “Con Unamuno se
identifica de manera total la existencia, el pensamiento y la creación artística. Quizá como
ningún otro autor de su generación, supo unificar el gran problema que atormentaba a los jóvenes
autores: vivir la vida o la creación artística” y más adelante se remarcará que “ toda su obra
refleja esta dualidad, esta agonía entre ser un creador y una criatura de Dios que, en realidad,
responde en última instancia al gran problema del hombre: la soledad”

El propio Unamuno explica su postura frente a la creación poética a propósito de su Cancionero:

“El verso es más liso, más llano y más corriente que la prosa, y si me tengo que valer de él es por
sentirme a ello empujado por un poder íntimo, entrañado y arraigado en el cogollo de mi ánimo.
(…) Y lo que crea es la palabra y no la idea. Que si la idea es idea, la palabra es espíritu.”

En estos conceptos está presente la noción - romántica - de la inspiración como intervención de


la “presión providencial de la Musa”. Pero también lo que Pedro Cerezo Gala (1996) advierte como
“trasfondo místico, conjunción de romanticismo y cristianismo, un desbordamiento de la
intimidad, con la fuerza de un poder que todo lo renueva.” En torno a la relación filósofo – poeta,
Unamuno señala:

“El poeta es el que nos da un mundo personalizado, el mundo entero hecho hombre, el verbo
hecho mundo; el filósofo sólo nos da algo de esto en cuanto tenga de poeta, pues fuera de ello no
discurre él, sino que discurren en él sus razones o, mejor, sus palabras. Un sistema filosófico, si
se le quita lo que tiene de poema, no es más que un desarrollo puramente verbal; no es sino
metalógica, tomando lógica en el sentido que se deriva de logos, palabra.”

En la poesía de don Miguel de Unamuno hallamos el repertorio de sus constantes preocupaciones


de filósofo. La naturaleza humana, Dios, la relación entre ambos, la muerte, la eternidad, la
trascendencia. Temas insistentes de una poesía que frecuentemente, recurre a las interrogantes
en el plano de la expresión. Poética que condensa en verso lo antes - y después - explicado en las
obras en prosa.

Existe otro elemento importante de tenerse en cuenta, es la trascendencia gracias al mensaje


estético: El autor lo dice en una de sus últimas canciones: ‘…cuando me creáis más muerto/
retemblaré en vuestras manos. /Aquí os dejo mi alma - libro / hombre - mundo verdadero. /
Cuando vibres todo entero/ soy yo, lector, que en ti vibro”

El Cristo de Velázquez al interior de la producción poética del autor

El extenso libro - poema El Cristo de Velásquez tuvo una gestación de aproximadamente siete
años y en él se hallan los más importantes temas del pensamiento unamuniano. Entre ellos, la
diferencia entre la historia externa y lo que llama la Intrahistoria, o historia del espíritu, lo que
se ha denominado “intuición esencialista”; la oposición sabiduría mística y racionalidad propia de
la modernidad. Frente al desgarramiento de la conciencia moderna, propone el retorno “ al fondo
eterno y universal de humanidad, que es la más honda y fecunda idea, donde se confunden los dos
mundos”. Aquí conviene recordar que Unamuno pondera a Fray Luis de León como prototipo de
humanista español capaz de conciliar el logos cristiano con la sabiduría clásica. De él dirá:
“Penetró en lo más hondo de la paz cósmica, en la solidaridad universal, en la Razón hecha
Humanidad, amor y Salud”.

Son numerosos los antecedentes de este poema religioso. Destaca, sin embargo, un poema
titulado El Cristo yacente de Santa Clara. El hecho de basarse en un cuadro de uno de los más
grandes pintores españoles de todos los tiempos es igualmente expresiva de su identificación
con los valores de España. Para Ferdinando Castelli (1984) El Cristo de Velásquez es un
desbordarse de sentimientos frente al crucifijo contemplado en todos sus aspectos e invocado
con pasión siempre creciente.

Organización del contenido en el libro El Cristo de Velázquez.

La obra, publicada en octubre de 1920, consta de cuatro partes, divididas cada una en capítulos
de diferente extensión. En total, constituye un texto de 2.538 versos endecasílabos.

La primera parte, que es la más extensa, se inicia con un conjunto de cuatro poemas numerados
en romanos del I al IV. Posteriormente los poemas tendrán no sólo numeración sino también
título. Los primeros versos de esta primera parte es cita textual del evangelio de Juan, capítulo
14, versículo 19 seguidos de la visión de la pintura de Diego Velásquez.

“No me verá dentro de poco el mundo,


más sí vosotros me veréis, pues vivo
y viviréis” – dijiste -; y ve: te prenden
los ojos de la fe en lo más recóndito
del alma, y por virtud del arte en forma
te creamos visible. Vara mágica
nos fue el pincel de don Diego Rodríguez
de Silva Velásquez. Por ella en carne
te vemos hoy.
(…)
Volaste al cielo a que viniera,
consolador, a nos el Santo Espíritu,
ánimo de tu grey, que obra en el arte
y tu visión nos trajo. Aquí encarnada
en este verbo silencioso y blanco
que habla con líneas y colores, dice
su fe mi pueblo trágico…”

Este poema resume los temas que irá desarrollando a lo largo de la obra. El mensaje de la muerte
y la resurrección de Cristo, la creación artística en su capacidad eternizadora y como don del
Espíritu supremo, la particularidad de la fe religiosa española (“mi pueblo trágico”), etc.

El poema IV, con el que inicio esta entrega, es uno de los más difundidos en las antologías
generales de la obra de don Miguel de Unamuno, lleva dos epígrafes: el primero tomado del
Cantar de los cantares (“Mi amado es blanco…”), y el segundo del libro de Santa Catalina de
Siena Libro della Divina Dottrina.

Junto al ya citado evangelio de Juan, y a lo largo de todo el libro, aparece en forma textual o en
paráfrasis gran profusión de citas de Lucas y Mateo, así como fragmentos de Hechos de los
Apóstoles y cartas a los Hebreos, Colosenses, Corintios y del Apocalipsis, con respecto al Nuevo
Testamento. Del Antiguo Testamento, pasajes tomados de los libros Génesis, Ezequiel, Reyes,
Exodo, Cantares, Salmos y Deuteronomio.

La segunda parte está destinada a presentar los tormentos de Cristo en la cruz. En ella no sólo
se ingresa a la interioridad de Cristo, sino también en la esperanza que esa muerte trae al
mundo. Los elementos naturales son humanizados: “El mar, trémulo espejo de los ojos”; “Fuego
eres Tú, que al cielo sube siempre.” Se halla, además, constantes alusiones a la luz, la claridad, el
color blanco símbolo de la fe y la armonía en contraposición a las tinieblas.

“Con tu muerte trajiste Dios al suelo


y la luz verdadera has enterrado;
con ella nos bañaste las entrañas;
de tu sangre, que es luz, has hecho sangre
de nuestras almas, dando vista al ciego.”

La tercera parte, 27 poemas, es la descripción del cuerpo de Cristo en una observación vertical
(años después desarrollada por el pintor catalán Salvador Dalí) que se inicia, de acuerdo con un
orden descendente, en “Corona” y “Cabeza” siguiendo con “Frente”, “Rostro”, “Ojos”, “Nariz”,
“Mejillas” etc. Y a antes de pasar al cuerpo se detiene en “Obediencia” que expresa la actitud
toda de la cabeza.

Cada una de las partes del cuerpo nos va entregando la visión más humana que pueda leerse en
poema místico alguno. El simbolismo del cuerpo y el tiempo es una constante en esta parte del
libro; al mismo tiempo que la reflexión sobre el acabamiento y la eternidad fundamento de la fe.

Pero no es sólo el ser humano el que recibe los dones. La naturaleza toda se salva de la muerte:
“Selvas, montañas, mares y desiertos,/ confluyen a tu pecho, y en Ti abarcas/ rocas y plantas,
bestias, peces y aves. / Es como un arca de Noé tu cuerpo/ donde se salvan del diluvio lóbrego/
cuantos hijos parió la Madre Tierra.”
En la cuarta y última parte donde encontramos entre otros poemas su “Oración final”, insiste en
la reflexión acerca de las consecuencias de la Resurrección. …Pues Tú a la Muerte que es el fin
has hecho/ principio y soberana de la vida”

En el poema “Saduceísmo”, a través de interrogaciones, se recusa la idea de Progreso, basado


exclusivamente en el saber humano, una de las constantes preocupaciones de Unamuno ante el
vacío que veía cernirse sobre el hombre moderno:

“¿A qué saber, si la conciencia al borde


de la nada matriz no espera nada
más que saber? Di, ¿dónde están las olas
que gimiendo en la playa se sumieron?
¿Y aquellas otras que al confín hinchándose
con sus espumas anegar querían
a las estrellas?…”

En “Oración final”, la comunicación se hace más íntima y entrañable. “Mis ojos fijos en tus ojos,
Cristo,/ mi mirada anegada en Ti, Señor!”. Luego, va dando cuenta de las debilidades y flaquezas
unidas a una esperanza conmovedora. Se trata del poema más extenso del libro y tiene notas de
los Salmos, de los evangelios de Juan y Lucas, del libro del Exodo, de Números y de Ezequiel.

Génesis del poema

En la génesis del poema, como señalamos anteriormente, se halla el “El Cristo yacente de Santa
Clara”, surgido de la contemplación de un Cristo anonadado, vencido y aniquilado por la muerte:

“No hay nada más eterno que la muerte;


todo se acaba – dice a nuestras penas-
no es ni sueño la vida;
todo no es más que tierra;
todo no es sino nada, nada, nada (…)
hedionda nada que al soñar apesta’
Es lo que dice el Cristo pesadilla;
Porque este Cristo de mi tierra es tierra”

Como señala Zubizarreta, ante esta realidad de muerte en un siglo que proclama con Nietzsche,
que “Dios ha muerto”, Unamuno propone a España Resucitemos a Dios.

En carta del 28 de julio de 1913, dirigida a Texeiras de Pascoaes, Unamuno confiesa “A mí me ha


dado ahora por formular la fe de mi pueblo, su cristología realista, y lo estoy haciendo en verso…
Quiero hacer una cosa cristiana, bíblica y española”.

Aspectos formales
El libro está compuesto por 2,538 versos en poemas extensos, meditativos y discursivos. En
algunos momentos el yo poético dialoga con un interlocutor próximo; y, en otros, el tono adquiere
las características de un soliloquio.

Con un lenguaje marcadamente sobrio, se construyen imágenes parcas pero de gran emoción
estética. Resalta en este libro la ausencia de sublimación de la figura de Cristo. La métrica
elegida es el endecasílabo llano, flexible por naturaleza, en el que Unamuno encontró la forma
poética acorde a la libertad que plantea el libro.

Temas poetizados.

En El Cristo de Velásquez en gran tema es Dios vencedor de la muerte y por ello motivo de la
esperanza y sentido último de toda la creación: “Tú has humanado al universo, Cristo/ ¡que por Ti
es obra humana! ¡ Vedlo todo! ( “Ecce Homo”).

La Relación entre Razón, Fe y Vida es otro de los grandes motivos unamunianos. En cita de J.
Marías, Unamuno dirá: “No es necesidad racional, sino angustia vital lo que nos lleva a creer en
Dios. Y creer en Dios es ante todo y sobre todo, sentir hambre de Dios, hambre de divinidad,
sentir su ausencia y vacío, querer que Dios exista. Y es querer salvar la finalidad humana del
universo. Porque hasta podría llegar uno a resignarse a ser absorbido por Dios, si en una
Conciencia se funda nuestra conciencia, si es la conciencia el fin del Universo.”

La desconfianza de Unamuno ante las elaboraciones frías del intelecto, de la razón, a la vez que
la supremacía de la vida, queda expresada una vez más:

“Paradojas, parábolas y apólogos


Florecían lozanos de tu boca;
No silogismo, no pedruscos lógicos
Al cuello de la mente cual collar.”

(Tercera Parte: V “Frente” )

El tema de la Muerte y la permanencia, se engarzan frecuentemente a la idea de la muerte


convertida en inicio:

“Tú el fruto, por la muerte ya maduro


del árbol de la vida que no acaba

Pues Tú a la muerte que es el fin has hecho
Principio y soberana de la vida.”
(Cuarta Parte: I “Muerte”)

En “Oración Final”, invoca la eternidad en una súplica que es individual pero, a la vez, involucra a
toda la humanidad. Importante también de tenerse en cuenta es el tema de la dignidad total del
Ser Humano y su “muerte y resurrección de pie”:
De pie y con los brazos bien abiertos
Haznos cruzar la vida pedregosa
- repecho de Calvario - sostenidos
del deber por los clavos, y muramos
de pie, cual Tú, y abiertos bien los brazos
y como Tú, subamos a la gloria
de pie, para que Dios de pie nos hable
y con los brazos extendidos.
(…)
me entre en el claro día que no acaba,
fijos mis ojos de tu blanco cuerpo,
Hijo del Hombre, Humanidad completa,
en la increada luz que nunca muere;
¡ mis ojos fijos en tus ojos, Cristo,
mi mirada anegada en Ti, Señor!”

(Cuarta y última parte: “Oración Final”)

COMENTARIO FINAL

El Cristo de Velásquez, obra de madurez y de larga y rigurosa elaboración, significa una suerte
de condensación de las propuestas de don Miguel de Unamuno y su apuesta radical por la fuerza
y permanencia del mensaje artístico.

Mucho tiempo después de creada, la obra mantiene una impecable vigencia. La preocupación ante
la deshumanización que el autor preveía, alcanza hoy enormes dimensiones. Nunca como hoy fue
más urgente la necesidad volver los ojos a una visión esencial de la naturaleza del ser humano y
el universo. El libro El Cristo de Velásquez de Don Miguel de Unamuno, desde el arte, estimula
esa mirada.

El cuadro Cristo Crucificado de Diego Velázquez de Silva.


(Información en base a: Invitación al Museo del Prado, Exposición didáctica. Madrid: Ministerio
de Relaciones Exteriores. Dirección General de Relaciones Culturales- Ministerio de Cultura.
Museo del Prado. Diciembre de 1987)

Diego Velázquez (1599-1660) pinta su Cristo crucificado, hacia 1630, para la Iglesia del
convento de Plácido de Madrid. Se trata de un óleo sobre lienzo de 2,48 por 1,69 metros.

Cristo aparece clavado en la cruz, con cuatro clavos: dos en las manos y dos en los pies, como era
costumbre representarlo en Sevilla en aquel siglo. Llama la atención que Cristo presente media
cara cubierta por parte de la cabellera. El rostro de bellísimas facciones, se inclina
sosegadamente sobre el pecho. Una corona circunda la cabeza, y el cuerpo que destaca muy claro
sobre la oscuridad del cuadro, está apenas cubierto por un sudario atado al bajo vientre. En la
parte superior de la cruz aparece un madero sobrepuesto en el que se lee en tres idiomas
(Sánscrito, Griego y Latín) la inscripción: “Jesús, el Nazareno, Rey de los judíos.”
LA ESPAÑA DEL BARROCO

La España de los Austrias Menores:


Los conflictos internos

Los Reyes Católicos habían construido el nuevo estado que se había estructurado como un
conjunto de reinos unidos por tener los mismos monarcas pero que mantuvieron sus propias leyes
e instituciones. Desde el siglo XVI se manifestaron conflictos entre una tendencia
centralizadora, que trataba de homogeneizar los territorios de la Corona siguiendo el modelo de
reino más poderoso, Castilla, y una tendencia descentralizadora que buscaba el mantenimiento
de las las leyes (fueros) e instituciones particulares de cada territorio.

A estas tensiones de tipo político se les vino a unir en el siglo XVII las derivadas de la dura
crisis económica y social que sufrió la monarquía hispánica.

Felipe III continuó la política de intolerancia religiosa: en 1609 decretó la expulsión de los
moriscos. Esta medida afectó especialmente a los reinos de Aragón y Valencia y provocó el
despoblamiento de determinadas zonas y falta de mano de obra agrícola.
El valido de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, trató de que los demás reinos peninsulares
colaboraran al mismo nivel que Castilla en el esfuerzo bélico que agobiaba a una monarquía con
graves dificultades financieras. España participaba en esos momentos en la guerra de los Treinta
Años. Este proyecto de Olivares, conocido como la “Unión de Armas” desencadenó la crisis más
grave del siglo XVII, la crisis de 1640.

La negativa a colaborar de las Cortes Catalanas (1626 y 1632) no impidió que Olivares
decidiera llevar tropas para luchar contra Francia a través del Principado. Muy pronto los roces
de las tropas castellanas e italianas con el campesinado alentó el descontento que terminó por
estallar en el Levantamiento del Corpus de Sangre, el 7 de junio de 1640.

La muerte del Virrey fue solo el inicio de una guerra de Cataluña entre los rebeldes catalanes,
dirigidos por la Generalitat con el apoyo de Luis XIII de Francia y las tropas de Felipe IV. La
guerra civil concluyó cuando Barcelona fue recuperada por las tropas españolas en 1652.

Animadas por la rebelión catalana, los estamentos dirigentes portugueses se lanzaron a la


rebelión. Las Cortes portuguesas proclamaron rey al duque de Braganza. Los rebeldes fueron
apoyados por Francia e Inglaterra, potencias interesadas en debilitar a España. Finalmente,
Mariana de Austria, Madre-regente de Carlos II, acabó reconociendo la independencia de
Portugal en 1668.

En plena crisis de la monarquía, hubo levantamientos de tinte separatista en Andalucía, Aragón y


Nápoles.

Pese a ser aplastadas todas las rebeliones, excepto la portuguesa, Felipe IV mantuvo los fueros
de los diversos reinos.

La España de los Austrias Menores:


Los conflictos internos

Los Reyes Católicos habían construido el nuevo estado que se había estructurado como un
conjunto de reinos unidos por tener los mismos monarcas pero que mantuvieron sus propias leyes
e instituciones. Desde el siglo XVI se manifestaron conflictos entre una tendencia
centralizadora, que trataba de homogeneizar los territorios de la Corona siguiendo el modelo de
reino más poderoso, Castilla, y una tendencia descentralizadora que buscaba el mantenimiento
de las las leyes (fueros) e instituciones particulares de cada territorio.

A estas tensiones de tipo político se les vino a unir en el siglo XVII las derivadas de la dura
crisis económica y social que sufrió la monarquía hispánica.

Felipe III continuó la política de intolerancia religiosa: en 1609 decretó la expulsión de los
moriscos. Esta medida afectó especialmente a los reinos de Aragón y Valencia y provocó el
despoblamiento de determinadas zonas y falta de mano de obra agrícola.

El valido de Felipe IV, el Conde-Duque de Olivares, trató de que los demás reinos peninsulares
colaboraran al mismo nivel que Castilla en el esfuerzo bélico que agobiaba a una monarquía con
graves dificultades financieras. España participaba en esos momentos en la guerra de los Treinta
Años. Este proyecto de Olivares, conocido como la “Unión de Armas” desencadenó la crisis más
grave del siglo XVII, la crisis de 1640.

La negativa a colaborar de las Cortes Catalanas (1626 y 1632) no impidió que Olivares
decidiera llevar tropas para luchar contra Francia a través del Principado. Muy pronto los roces
de las tropas castellanas e italianas con el campesinado alentó el descontento que terminó por
estallar en el Levantamiento del Corpus de Sangre, el 7 de junio de 1640.

La muerte del Virrey fue solo el inicio de una guerra de Cataluña entre los rebeldes catalanes,
dirigidos por la Generalitat con el apoyo de Luis XIII de Francia y las tropas de Felipe IV. La
guerra civil concluyó cuando Barcelona fue recuperada por las tropas españolas en 1652.

Animadas por la rebelión catalana, los estamentos dirigentes portugueses se lanzaron a la


rebelión. Las Cortes portuguesas proclamaron rey al duque de Braganza. Los rebeldes fueron
apoyados por Francia e Inglaterra, potencias interesadas en debilitar a España. Finalmente,
Mariana de Austria, Madre-regente de Carlos II, acabó reconociendo la independencia de
Portugal en 1668.

En plena crisis de la monarquía, hubo levantamientos de tinte separatista en Andalucía, Aragón y


Nápoles.

Pese a ser aplastadas todas las rebeliones, excepto la portuguesa, Felipe IV mantuvo los fueros
de los diversos reinos.

La crisis de 1640

El enorme esfuerzo militar que para la Monarquía suponía las continuas guerras europeas
(Guerra de los Treinta Años había comenzado en 1618 y las hostilidades con los rebeldes
holandeses se habían reanudado) y la demanda de sacrificios a los reinos que componían la Corona
realizada por la “Unión de Armas” propuesta por el Conde-Duque de Olivares en 1632
precipitaron la crisis de 1640 con dos escenarios principales: Cataluña y Portugal.

El fracaso de Olivares para que las instituciones catalanas aceptaran la “Unión de Armas” no le
impidió mandar tropas al Principado al estallar la guerra con Francia. La presencia de tropas
castellanas precipitó el estallido de revueltas entre el campesinado catalán. Finalmente el día del
Corpus Christi de 1640, grupos de campesinos atacaron Barcelona, asesinaron al virrey y
precipitaron la huída de las autoridades.

Asesinado el lugarteniente del rey, representante de las instituciones de la monarquía, la


Generalitat presidida por Pau Clarís se puso al frente de la rebelión. Ante el avance de tropas
castellanas, los rebeldes aceptaron la soberanía de Francia. Un ejército galo entró en
Cataluña y derrotó a las tropas castellanas en Montjüic. El Rosellón y Lérida eran conquistadas
en 1642. El dominio de la Francia de Luis XIII y Richelieu acabó con la reconquista del
Principado y la caída de Barcelona en 1652. Sin embargo, la Corona Española perdió el Rosellón
y la Cerdaña en la Paz de los Pirineos en 1659.

Aprovechando la crisis catalana, en diciembre de 1640 se inició la rebelión en Portugal.


La falta de ayuda castellana ante los ataques holandeses contra las posesiones portuguesas en
Asia y la presencia de castellanos en el gobierno del reino provocó que las clases dirigentes
lusas dejaran de ver ventajas en su unión a la Corona española. La rebelión, organizada en torno a
la dinastía de los Braganza, se extendió rápidamente.

El apoyo de Francia e Inglaterra, ansiosas de debilitar a España, llevó a que finalmente,


Mariana de Austria (madre-regente de Carlos II) acabara reconociendo la independencia de
Portugal en 1668.

También hubo levantamientos de tinte separatista en Andalucía, Aragón y Nápoles.

Pese a ser aplastados todos los movimientos, excepto el portugués, Felipe IV mantuvo los fueros
de los diversos reinos.

La España de los Austrias Menores:


La política exterior.
El ocaso de la hegemonía de los Habsburgo

El siglo XVII fue testigo de la aparición y consolidación de un nuevo orden internacional en


Europa. Las guerras fueron una constante del que ha sido denominado Siglo de hierro. La cruel
Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y, ligada a la anterior, la Guerra Franco-Española que
culminó en 1659 son buen ejemplo de ello.

La Paz de Westfalia de 1648 puso fin a la Guerra de los Treinta Años. Este tratado significó el
triunfo de una “Europa horizontal”, basada en monarquías independientes y en la búsqueda del
equilibrio diplomático y militar, y la derrota de la idea de una “Europa vertical” , en la que los
reinos estarían subordinados al Emperador y al Papa.

Más que esto, La Paz de Westfalia supuso el fin de la hegemonía de los Habsburgo (Austrias) en
sus dos ramas, la de Madrid y la de Viena, en Europa.

El reinado Felipe III (1598-1621) fue un reinado pacífico. Agotada España y sus enemigos tras
las continuas guerras del siglo anterior, se paralizaron los conflictos con Francia, Inglaterra y
los rebeldes holandeses, con los que se firmó la Tregua de los Doce Años.

Con Felipe IV (1621-1665) y su valido, el Conde-Duque de Olivares, España volvió a implicarse en


los grandes conflictos europeos. La monarquía española participó en la Guerra de los Treinta
Años (1618-1648), apoyando a los Habsburgo de Viena (Emperador del Imperio Germánico) y a
los príncipes católicos alemanes. El fin de la Tregua de los Doce Años (1609-1621) añadió un
nuevo frente al conflicto.

El conflicto se inició con victorias de los Habsburgo, como la toma de Breda a los holandeses y
las victorias de Nordlingen y la Montaña Blanca en el conflicto germánico. Pronto cambió el signo
del conflicto y las derrotas se repitieron, como en Rocroi ante Francia, mientras que franceses e
ingleses atacaban las posesiones americanas. La impotencia de los Habsburgo llevó finalmente al
Tratado de Westfalia (1648) por el que se ponía fin a la Guerra de los Treinta Años y en el que
España reconoció la independencia de Holanda.

La Paz de Westfalia no marcó el fin de las hostilidades. La guerra continuó hasta 1659 contra
Francia. Finalmente en la Paz de los Pirineos (1659), Felipe IV aceptó importantes cesiones
territoriales, Rosellón y Cerdaña, Artois... en beneficio de la Francia de Luis XIII.

La débil monarquía de Carlos II (1665-1700) fue incapaz de frenar al expansionismo francés de


Luis XIV, España cedió diversos territorios europeos en las Paces de Nimega, Aquisgrán y
Ryswick. Su muerte sin descendencia provocó la Guerra de Sucesión (1701-1713) al trono
español en la que al conflicto interno se superpondrá un conflicto europeo general. La Paz de
Utrecht en 1713 significó el fin del imperio español en Europa.

Evolución económica y social en el siglo XVII

El siglo XVII fue un siglo de crisis económica en Europa en general, en el Mediterráneo en


particular, y, muy especialmente, en la Península Ibérica. En la Corona española la crisis fue más
temprana y más profunda que en el resto de Europa

Ya en la primera mitad del siglo aparecen serios problemas demográficos. Cruentas epidemias,
entre las que destacan las de peste, se repitieron periódicamente, coincidiendo con épocas de
carestía y hambre. Un ejemplo: Sevilla perdió 60.000 habitantes en la peste de 1647. Otros
factores coadyuvaron a la crisis demográfica: la expulsión de los moriscos en 1609 supuso la
pérdida del tres por ciento de la población del reino, siendo especialmente grave en Valencia y
Aragón; las frecuentes guerras exteriores y el incremento de los miembros del clero que
redundó en descenso de la tasa de natalidad. La crisis golpeó con más fuerza a Castilla que a los
reinos periféricos.

En la segunda mitad del siglo, la crisis continuó y se agudizó. A la decadencia de la agricultura,


agravada por la expulsión de los moriscos, se le unió la de la ganadería lanar, que encontró
graves dificultades para la exportación, y la de la industria, incapaz de competir con las
producciones extranjeras.

El comercio también entró en una fase recesiva. La competencia francesa en el Mediterráneo y


la competencia inglesa y holandesa en el Atlántico, agravaron una coyuntura marcada por el
creciente autoabastecimiento de las Indias y el agotamiento de las minas americanas.
Consecuencia de la crisis comercial fue la disminución de la circulación monetaria.
La situación fue empeorada por la incorrecta política económica de los gobiernos de la Corona,
que agravaron más que solucionaron los problemas: envilecimiento de la moneda (menos plata en
su contenido), devaluación monetaria, aumento impositivo…

En este marco de crisis económica, la sociedad estamental española vivió un proceso de


polarización marcada por el empobrecimiento de un campesinado que constituía la mayor parte
de la población, la debilidad de la burguesía y las clases medias, y el crecimiento numérico de
los grupos sociales improductivos como la nobleza y el clero en un extremo y los marginados:
pícaros, vagos y mendigos en otro.

La mentalidad social imperante, marcada por el desprecio al trabajo agravó la crisis social y
económica. El hidalgo ocioso y el pícaro se convirtieron en arquetipos sociales de las España del
Barroco.

Mentalidad y cultura en el Siglo de Oro

La sociedad española siguió marcada por los valores aristocráticos y religiosos de la mentalidad
colectiva en la centuria anterior.

Así, valores típicamente nobiliares como el “honor” y la “dignidad” fueron reivindicados por
todos los grupos sociales. Un ejemplo de esta mentalidad fueron los duelos, costumbre
generalizada que a veces tenía lugar por las ofensas más nimias. Cualquier atentado al honor de
un noble llevaba inmediatamente a dirimir la cuestión mediante la espada. Hubo que esperar al
siglo XVIII para que se prohibieran legalmente los duelos.

Unido a lo anterior se extendió el rechazo a los trabajos manuales, considerados “viles”, es


decir, que manchaban el “honor” y la “dignidad” de aquel quien los ejercía.

Esta mentalidad se apoyaba en los múltiples privilegios que detentaba la nobleza (exención de
pagar impuestos directos, no poder ser encarcelados por deudas, no ser torturados, ser enviados
a prisiones especiales… Los privilegios llegaban hasta el cadalso: los nobles no podían ser
ahorcados y tenían el “privilegio” de morir decapitados.

Esta mentalidad llevó a que, exceptuando ciudades mercantiles como Cádiz o Barcelona, no se
pueda hablar de la existencia de una burguesía (mercaderes, fabricantes) con mentalidad
empresarial que promoviese el desarrollo económico, tal como estaba ocurriendo en Inglaterra,
Holanda…

Las gentes con medios económicos, en vez de hacer inversiones productivas en la agricultura, el
comercio o la artesanía, tendieron a buscar el medio de ennoblecerse, adquirir tierras y vivir a la
manera noble.

Toda esta mentalidad debe enmarcarse en un contexto de pesimismo y de conciencia de la


decadencia del país.
En lo referente a la cultura, España vivió una época de auge sin precedente. Iniciado el siglo
con la figura de Cervantes (1547-1616) y su "Quijote" (1605 y 1614), las letras hispanas brillaron
con figuras como Quevedo, Lope de Vega o Góngora.

La pintura española del Barroco es una de los momentos claves de la historia de la pintura
mundial. Los nombres de Zurbarán, Velázquez, Alonso Cano, Ribera o Murillo muestran el
momento de apogeo del arte barroco español.

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