Cuando Los Santos Vienen Reptando
Cuando Los Santos Vienen Reptando
Cuando Los Santos Vienen Reptando
Colosenses 3, 1.
Y esto, más que en tal o cual frase puntual del texto, hay que descubrirlo en su
clima general, su atmósfera; insistamos: en su caligrafía. Aquí sabe más el buen paladar
que el aceitado silogismo. Pues se trata de eso: de un sabor, un inefable sabor pastoso,
terroso, arcilloso, sin reminiscencias ni a la Roca ni al Agua ni al Fuego, que son los
precursores de todo lo que sabe a Dios. Además, dirían los enólogos, es un vino
“corto”, que se apaga en la boca de inmediato.
Hay algo paradojal en el estilo verbal de Francisco; algo así (si se me permite)
como un contra-Kells. Si era asombrosa la proeza de las iluminaciones medievales, que
lograban en una sola letra meter tanto arte, tanta belleza, tanta verdad… aquí el
fenómeno es inverso (y no por eso menos asombroso): que pueda decirse tan poco con
tantas palabras. O incluso más: que pueda decirse la misma nada inerte de un modo
tan facundo y ampuloso.
Pero hay dos cosas apenas más asibles que esto del “clima y sabor general” que
vale la pena intentar poner entre vidrios para concienzuda biopsia. Pues son dos masas
malignas que no sólo molestan allí donde se dan, sino que (por el lugar neurálgico en
que están ubicadas) corren el tremendo riesgo de generar una metástasis general en
poco tiempo.
Urge biopsia. Urge cirugía. Urge extirpar. Y (lo siento mucho) urge luego un
largo tratamiento agresivo que garantice la salud.
Para lo primero puede ser de provecho partir de una cuestión muy colateral:
sabido es por todos lo que el papa aborrece la teoría económica del derrame o rebalse.
Esa que insiste en que la sociedad crece en su nivel de vida de arriba hacia abajo y no al
revés. Mi ignorancia en esta materia es supina de modo que no opinaré al respecto (y
aunque lo hiciera, está claro que el asunto debe ser opinable y para nada dogmático)
pero sí me atrevo a notar que esa misma objeción es la que Francisco aplica ahora a la
caridad. Y en este caso sí es dogmática la sentencia que afirma la “teoría del derrame”.
El supuesto “protocolo” del Juicio de Mateo XXV, por un lado no puede ser
aislado del resto de las Escrituras al mejor estilo Protestante, y más allá de eso,
analizado solo tampoco arroja esta astringida resolución de la santidad en el amor al
prójimo. Lo que allí se plantea es que ese amor a Dios sobre todas las cosas (y todas las
personas y todos los pobres y todos los hambrientos y todos los presos y enfermos y
todos los vagabundos y todos los inmigrantes), ese amor se manifiesta (como la causa
se muestra en sus efectos) en las obras de misericordia.
Por eso dirá santo Tomás que la virtud de Religión (aquel hábito a cultivar por
encima de todo hábito: el hábito de religarse al Señor, de vincularse a Él en un trato
asiduo, íntimo, profundo, creyente, agradecido, compungido, leal, amoroso), que esa
virtud es mayor a todas las virtudes humanas. Es el sarmiento injertado en la vid
verdadera de Jn XV.
A tal punto esto es así que la sana Teología insistirá en algo escalofriante para los
filántropos: que el hombre, el prójimo, no es lícito amarlo por él mismo, sino por efecto
rebote, porque Dios lo ama, o por el Dios que lo habita. Por “derrame”. No dice el
protocolo: “aquel pobre tuvo hambre y no le diste de comer” sino “Yo tuve hambre y
no Me diste de comer… en el pobre”.
Por eso, quien sirve a su hermano sin amor a Dios, es un mentiroso, vive
enfangado en la más rastrera mentira.
Aún muy lejos de la santidad, esta experiencia del “derrame” la hemos tenido
todos: ¿quién no ha experimentado, en primera persona, el modo concretísimo en que
esa Lectio divina bien hecha, ese Rosario rezado con fervor, esa Hora de Adoración
eucarística redundara en la calidad de mi paciencia, de mi afabilidad, de mi
generosidad, de mi servicialidad? ¿Quién no ha experimentado alguna vez cómo,
cuando crece por la plegaria el amor a nuestro Señor, el corazón enamorado se
ensancha, se enciende, se aligera y ocurre el milagro: todo cuanto lo rodea cobra otro
cariz, desde el color de los árboles hasta el rostro del mendigo…
Escalofriante.
Invertir el orden interno del Mandamiento del Amor, o peor aun, absorber y
reducirlos ambos en el segundo es, de algún modo, la madre de todos los males y
deformaciones que se están operando. De allí se sigue la persecución y el fustigue de
cuantos se “obsesionan” (sic) por cuidar la Liturgia, los que buscan el insano (sic)
beneficio del silencio, los que, poniendo los ojos en blanco, rezan “mucho” (sic) cuando
no hace falta que sea tanto… generando con estas prácticas un descuido del pobre e
indigente.
Lo segundo tiene que ver con la fisonomía de la santidad. Seguimos (no huelga
avisarlo) parados sobre el epicentro mismo de nuestra Fe, de nuestra identidad
cristiana. ¿Qué es un santo? Responder a esto no es periférico sino dar en el blanco del
paradigma del discípulo de Jesús.
Y la Iglesia, por dos mil años, recibiendo como un ascua encendida las palabras
mismas del Maestro, nos ha transmitido el ideal de santidad con temor y temblor, en
una certeza abisal de estar proponiendo un “imposible para los hombres” (Mt XIX, 26).
La Iglesia, no sin vértigo, ha repetido sin ambages lo que a su vez recibió: sed perfectos
como Dios (el Padre) es perfecto (Mt V, 48).
Y ha erigido este ideal, esta meta, esta cumbre del monte, avisando que el
desafío es para todos, la propuesta es para todos, aunque sean muy pocos los que en
verdad alcancen la cima. No dice por eso que quienes no alcancen la cima queden
descalificados. En absoluto. Pero pocos llegan propiamente a la cumbre. Y esto no
desanima: a todos nos hace bien que la meta sea alta, incluso inalcanzable, pues (como
enseñaron tantos) el arco ha de lanzar la flecha bien alta, a sabiendas de que en el
recorrido declinará su trayecto.
Santa Teresa lo dice a su modo: si no lo son las obras, hermanas, que al menos los
deseos sean grandiosos, altos, sublimes. Que del deseo a la acción es inevitable la
merma.
Nos han querido achicar la santidad. La han encogido. La han hecho humana y
normal. Ya no se trata de estar muerto para que Cristo viva en uno (Gal II, 20), sino que
se trata de ser macanudo.
Nos han robado el color de la santidad. Y lo más vil: la han hecho “posible” (Cf
la nota 47, de GE). Posible porque ya no es una gracia, un milagro otorgado de lo Alto,
sino el arte de sacar cada cual “lo mejor de sí mismo” (¡sic!) (GE 11), sin desmesuras.
El nuevo invento se llama: santidad clase media, (sic), para todos y todas. Y al
alcance de la mano. Esto significa: una santidad (en términos espirituales, presumimos)
ni muy rica ni muy pobre: clase media. Es la santidad-bonsai, de raíces prolijamente
recortadas, que hacen posible tener un ombú en tu departamento sin que estorbe. Es la
santidad buenista, del que no hace olas, del tipo prolijo y educado, que cede el paso en
el tránsito y evita tocar la bocina. Es la santidad civilizada, domesticada, chiquita,
rastrera. Ya sin esos aires un tanto dionisíacos de “locura” (1Cor II, 14), de
“extremosidad” (Jn XIII, 1) con que los santos “de antes” han desestabilizado por
completo su entorno o, incluso, a la Iglesia entera. Hoy a eso se le llama “fanatismo”.
Hoy se nos alienta a dejar de desear esas locuras, a no mirar mucho la forma concreta
en que ellos encarnaron la santidad; se nos exhorta a “no entretenernos en los detalles”
(GE 22) con que vivieron, pues pueden haber sido erróneos (sic) o propios de su época.
Y se nos pide, más bien, limitar nuestra imitación a que ellos amaron y a nosotros se
nos pide “lo” mismo, así, en un vacuo neutro inofensivo. Ya no se trata de mirar el
aguileño vuelo aristocrático de los santos, ni su marchar glorioso; el góspel canta ahora:
“Cuando los santos vienen reptando”.
Digamos, a modo de corolario, que esta doble constatación (lo invertido del
Mandamiento Nuevo y la devaluación de la Santidad) no tiene por mero cometido
constatar los errores del papa reinante (tres mil palabras para concluir eso sería una
concesión muy generosa). Ni debe dejarnos amargados o desalentados. Omnia in
Bonum. No hay mal que por bien no venga. Debe ser ésta la ocasión más favorable
para renovar nuestro cristianismo: tanto nuestro compromiso por cultivar la virtud de
religión, para amar con mayor intensidad a nuestro Señor, como para renovar nuestra
fascinación por la vida de los santos, esos inmensos faros que iluminan la tormentosa
noche de nuestra barcaza.
Estas provocaciones deben ser acicate. No un dardo que nos adormezca sino
todo lo contrario: un aguijón que nos azuza y espolea para redoblar la marcha.
Redoblemos el grito vigoroso de nuestra Fe: ¡buscad las cosas de Arriba! ¡La
vista fija en las cosas del Cielo, no en las de la tierra! (Col III, 1-2). Que Cristo descendió
para ascendernos, se empobreció para enriquecernos, se humilló para elevarnos. Que
Dios se hizo hombre para divinizarnos, ¡no para humanizarnos! ¡No repten!, ¡no se
contenten con un cristianismo rastrero; ¡remonten vuelo!, ¡que han sido creados para
las Alturas!
Y que el ocaso de nuestra vida nos encuentre roncos de gritar estas certezas.