Zweig - Stefan - La Lucha Con El Demonio

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LA LUCHA CON EL DEMONIO STEFAN ZWEIG

HLDERLIN KLEIST NIETZSCHE

Amo a los que no saben vivir sino para desaparecer, porque son los que llegan al otro lado. NIETZSCHE Al profesor Dr. Sigmund Freud, espritu de penetracin y sugerencia, dedico estos tres acordes del espritu que crea.

S. Z. Cuanto ms dura es la liberacin de un hombre, tanto ms conmueve nuestro sentir humanitario. Conrad F. Mayer

Con esta obra, como con la anterior triloga que lleva el ttulo: Tres maestros, exhibo tres retratos de poetas, vinculados por una afinidad ntima, que sin embargo debe tomarse solamente como algo alegrico. No es que intente hallar frmulas para lo espiritual, sino que doy forma a espiritualidades. Cuando en mis libros pongo, siempre intencionalmente, un retrato al lado de otro, es para conseguir una sensacin pictrica, como el artista que, con efecto de luz y contraluz, llega a expresar, por contraste, cualidades y analogas que de otra manera permaneceran ocultas. Me pareci siempre que la comparacin es un factor creador de gran eficacia y aun la prefiero como sistema, porque puede ser usada sin necesidad de forzarla. Como las frmulas empobrecen, la comparacin enriquece, al realzar los valores, dando casi un marco de profundidad en el espacio, por una escala de reflejos en torno de las figuras. Este secreto de plstica lo conoca bien Plutarco, el antiguo creador del retrato quien en sus Vidas Paralelas coloca siempre a un romano al lado de un griego, con el fin de que, detrs de la personalidad, pueda de este modo captarse ms claramente su proyeccin espiritual, es decir, un tipo. Una finalidad, parecida a la que persegua ese gran escritor antiguo en la biografa histrica, trato de alcanzar yo tambin en la presentacin literaria de los personajes. Los dos volmenes (Tres Maestros y La lucha con el demonio) son los primeros de una serie proyectada y que intitular: Los Constructores del mundo - Tipologa del alma. Nada hay sin embargo ms lejos de mi intencin que pretender hallar un sistema rgido en el mundo de las mentes geniales. Psiclogo por aficin, plasmador de una voluntad creadora, realizo mis inclinaciones, dejndome llevar por las figuras que ms hondamente me atraen. Por mis tendencias queda as

creada una barrera contra toda idea limitativa. No me quejo de ello, por cuanto lo fragmentario asusta solamente a quien cree en sistemas, en el marco de las fuerzas de creacin y, orgullosamente, se imagina que el mundo espiritual, infinito, pueda ser encerrado en un crculo; en cambio, a m, lo que me atrae en este vasto plan es justamente porque no tiene lmites, porque toca el infinito. As, lentamente, pero con pasin, seguir construyendo un edificio que comenc por casualidad, con ojos llenos de curiosidad, en la incertidumbre de la hora, que se abre sobre nuestra existencia, como un pedazo de cielo. Estas tres figuras picas, Hlderlin, Kleist y Nietzsche, poseen extraas afinidades en los destinos de sus existencias. Los tres, arrebatados a su mismo ser por una fuerza todopoderosa, en cierto modo extrahumana, son arrojados a un desgraciado remolino de pasin. Los tres acaban demasiado pronto su vida, con el alma deshecha y un mortal agotamiento de los sentidos; los tres acaban locos, suicidas. Los tres parecen vivir bajo el mismo signo astrolgico; los tres pasan por la vida como rpido y brillante meteoro, extraos a su poca, incomprendidos por su generacin y se hunden luego en la sigilosa noche de su misin. Ignoran hacia dnde van; salen del infinito para sumergirse nuevamente en el infinito y, de paso, rozan apenas el mundo real. Los domina una fuerza superior a su propia voluntad, una fuerza nada humana, a la que se sienten encadenados. Su voluntad no cuenta: llenos de angustia, ellos mismos lo reconocen en instantes de clarividencia. Son esclavos. Son posesos, en todo el sentido de la palabra, del poder demonaco. Demonio, demonaco. Estas palabras han tenido hasta hoy tantas interpretaciones, desde el primero sentido mstico-religioso de los antiguos, que es necesario darles el color de una interpretacin personal. Denominar demonaca la inquietud, esencial e innata en todo ser humano, que le separa de s y le arrastra al infinito, hacia lo elemental. Parecera como si la naturaleza hubiese dejado subsistir una pequea parte del caos primitivo en cada alma y esa parte se esforzara pasionalmente en retornar al elemento de que sali: lo suprahumano, lo abstracto. Dentro de nosotros, el demonio es el fermento atormentador e inquieto, que impulsa al ser, casi siempre tranquilo, a todo lo que es peligro; exceso, xtasis, renunciacin y hasta anulacin de s. La mayora, el hombre medio, absorbe y agota muy pronto esa peligrosa y magnfica levadura del alma; solo en momentos aislados, en la crisis de la pubertad o en los segundos, en que por amor o por simple instinto sexual el mundo interno entra en orgasmo, solamente entonces, hasta en las existencias burguesas ms vulgares y sobre el espritu, reina ese misterioso poder que sale de lo ntimo, como una fuerza de gravitacin fatal. El hombre prudente, limitado, destruye esa presin extraa, la cloroformiza mediante el orden, porque el burgus es el enemigo mortal del desorden, donde lo halle, en s mismo o en la sociedad. En todo hombre superior y, sobre todo, en los espritus creadores, se agita una inquietud que los

hace avanzar siempre, disconformes con su obra. Esta inquietud, al decir de Dostoievski, se encuentra en todo corazn elevado que se atormenta; es como un espritu convulso que se expande en el propio ser como una aspiracin hacia el cosmos. Todo lo que nos eleva por sobre nosotros mismos y por sobre nuestros intereses personales y, llenos de inquietud, nos lleva a peligrosos interrogantes, debemos agradecerlo a esta cuota demonaca que todos tenemos en lo ms ntimo. Mas ese demonio interior que nos eleva, es una fuerza favorable, si logramos dominarlo; el peligro comienza cuando la tensin desarrollada se convierte en hipertensin, en exaltacin, es decir, cuando el espritu se vuelca en el torbellino volcnico del demonio, porque ese demonio no logra su elemento cabal que es la inmensidad, sino destruyendo todo lo que tiene lmites, todo lo terrenal y finito, y el cuerpo que lo encierra, se ensancha un instante, pero acaba por estallar a causa de la presin interior. Es as como se apodera de los que no saben domarlo a tiempo y llena en primer lugar a las naturalezas demonacas de inquietud terrible y luego, con sus manos todopoderosas, les quita la voluntad y as, arrastrados como nave sin timn, se precipitan contra los escollos de la fatalidad. La inquietud es siempre el primer sntoma de esa fuerza demonaca: inquietud en la sangre, en los nervios, en el espritu. (Por esta razn se llaman demonios las mujeres fatales que llevan en s la intranquilidad y la perdicin). En torno del poseso ruge siempre un viento peligroso de tempestad y sobre l se cierne un cielo siniestro, tormentoso, trgico, fatal. Todos los espritus creadores caen indefectiblemente en el combate con su demonio y ese combate es siempre pico, ardiente y magnfico. Muchos sucumben en esos abrazos de fuego como la mujer ante el hombre-; se entregan a esa fuerza poderosa y se dejan permear, dichosamente, para ser inundados con el licor que fecunda. Otros lo dominan con su voluntad viril y a menudo el abrazo de esta amorosa lucha dura toda una vida. Pues bien, en el artista esta lucha heroica y valiente aparece visiblemente -por decir as- en l y en su obra; en lo que crea, vive y palpita, llena de clido aliento, la sensual vibracin de esa noche de bodas espiritual con el eterno seductor. nicamente quien crea algo, puede trasladar su lucha demonaca, desde los tenebrosos pliegues del sentimiento a la luz del da, al idioma. Mas es en los que caen en esta lucha, donde podemos ver ms claros los rasgos de pasin de la misma y, sobre todo, en el tipo del poeta arrebatado por el demonio; por esta razn he elegido aqu las figuras de Hlderlin, Kleist y Nietzsche, por ser las ms significativas para Alemania, pues cuando el demonio domina, amo y seor, en el alma de un poeta, se alza como llamarada un arte caracterstico: hecho de embriaguez, de exaltacin, de creacin afiebrada; arte espasmdico que arrolla el alma; arte explosivo, inquieto, de orga y ebriedad, el sagrado frenes que los griegos denominaron mana y que existe solamente en lo proftico, en lo ptico. El primer distintivo de este arte es lo ilimitado, lo superlativo; deseo de superacin e mpetu hacia la inmensidad, que es la meta del demonio, porque all est su elemento, el mun-

do de donde saliera. Hlderlin, Kleist y Nietzsche son tres Prometeos que se lanzan llenos de vehemencia contra las fronteras de la vida, la que, rebelde, destroza los moldes y en el furor del xtasis concluye por destruirse a s misma. En su mirada brill la mirada del demonio, que habl por su boca. S, es el demonio quien habla a travs de sus labios, desde su cuerpo en ruinas y su espritu agotado. Nunca es dado ver con ms clara evidencia al demonio husped de su ser, que si es posible atisbarlo a travs de su espritu destrozado por el tormento, crispado por el dolor horrible, y es por esas desgarraduras por donde se ven las tenebrosas tortuosidades en que se oculta el husped maldito. A travs de esos tres personajes se percibe de inmediato la terrible fuerza del demonio, que estuviera hasta entonces casi escondida. Y esto acontece justamente en el instante en que su alma es vencida. Para que mejor resaltaran los caracteres misteriosos del poseso-poeta o poeta-poseso, me he servido de mi sistema de parangn y frente a esas tres figuras he puesto el contraste de otra figura clsica. Observo, sin embargo, que el polo opuesto al alado vate demonaco no puede ser de ninguna manera un no demonaco. No. Es que no hay arte verdadero que no sea demonaco y no tenga su nacimiento, aunque apenas como un murmullo, en lo ultraterrenal. Quien lo afirm de manera recia y rotunda fue Goethe, el enemigo ms representativo de la fuerza demonaca, que siempre se mantuvo a la defensa contra esa fuerza, al decir sobre el tpico a Eckermann: "Todo lo que crea el arte ms elevado, toda inspiracin... no procede del poder del hombre: est por sobre lo terrenal". Y no es de otra manera; no existe arte verdadero sin la inspiracin y sta llega imponderablemente del misterio del ms all y se halla por sobre nuestro saber. Veo as, en oposicin al espritu arrastrado o impulsado fuera de s por su propio exceso, frente al que no conoce fronteras, al poeta dueo de s, que con su viril voluntad domea al demonio interior y lo torna energa prctica y til. En realidad la fuerza demonaca, magnfico poder de creacin, ignora una direccin determinada y slo mira al infinito o al caos de donde viene. Por esto, es arte nobilsimo y grande, en nada inferior al de procedencia demonaca, ese arte creado por un artista, que con su voluntad doblega ese poder misterioso, le imprime una direccin, le subordina a una medida, le "gobierna" en la poesa, en la acepcin goethiana, y sabe convertir lo indefinible en forma delimitada. Quiero decir, en el poeta que es el amo del demonio y no ya su esclavo. Con el nombre de Goethe est determinado el contratipo, presente en cualquier instante en este libro. Goethe no se opuso al vulcanismo solamente en los problemas de la geologa, sino que aun en el arte enfrent lo evolutivo a lo eruptivo y luch contra toda fuerza irregular, indisciplinada, volcnica, es decir contra todo lo que es demonaco, con una resolucin animosa y heroica. Justamente esta lucha enconada nos traiciona su secreto, nos lo revela: para Goethe, la lucha antidemonaca fue por igual problema decisivo de arte, en cuanto slo aquel

que ha tropezado viviendo con el demonio, le ha visto espiando con sus ojos de Medusa, le ha sentido y presentido en toda su peligrosidad, puede saberse y sentirse enemigo mortal del mismo. Goethe hubo de encontrarse enfrentado al Espritu del mal, en alguna muy grave encrucijada de la existencia, decidido a una lucha de vida y de muerte. Lo comprueba acabadamente su Werther, que describe potica y profticamente la vida de Tasso y Kleist, de Nietzsche y Hlderlin. Despus de este temido encuentro, en el alma de Goethe qued siempre un respetuoso miedo, un oculto temor por la espantosa fuerza de su enemigo. El ojo penetrante de Goethe reconoce al adversario mortal en todas las apariencias larvadas, en todos sus embozos: en las pginas musicales de Beethoven, en la Pentesilea de Kleist, en las tragedias de Shakespeare, que, dice, no osa abrir, porque "le destruiran", y cuanto ms su genio aspira a conservarse y adaptarse, tanto ms lo evita lleno de ansiedad. Conoce perfectamente el final de quien se entrega al demonio y por eso le huye y aun le denuncia, por cierto intilmente, a los otros. Goethe necesita la misma fuerza heroica para defenderse, que los otros para capitular. Goethe se juega en la brega algo muy elevado: lo definido, la perfeccin; aqullos luchan nicamente por la inmensidad. nicamente en ese sentido enfrent a Goethe a los tres poetas esclavos del demonio y no en el de la rivalidad, aunque sta existi realmente. Me haca falta una gran figura como contraste, para que no pareciera que lo lrico, lo exttico, lo titnico que desentrao en Kleist, Hlderlin y Nietzsche, lleno de uncin, sea el nico arte posible o el ms alto por su valor. Justamente ofrezco esta anttesis como polaridad anmica del grado ms alto; de esta manera no parecer tampoco redundancia, si trato a menudo superficialmente esa relacin, porque el contraste se halla contenido, como en una frmula de matemtica, en el conjunto general y en los menores episodios de su vida sensitiva: nicamente parangonando con Goethe a sus polos contrarios se puede iluminar hasta lo ms ntimo ese problema, que, en resumidas cuentas, es el parangn de las ms altas formas espirituales. Ante todo salta a la vista, en los tres demonacos, su separacin de lo que pertenece al mundo, porque aqul que cae en las garras firmes del demonio, est arrancado a la realidad. Ninguno de ellos tiene mujer o hijos, como Beethoven y Miguel Angel; ninguno tiene hogar o bienes; ninguno posee un medio de vida fijo, una profesin o un empleo. Nmadas por naturaleza, vagabundos eternos, ajenos a todo, raros y vilipendiados, su existencia es por entero annima. Nada poseen sobre la tierra: ni Hlderlin, ni Kleist, ni Nietzsche han tenido siquiera una cama propia; nada les pertenece; de alquiler es la silla en que se sientan, de alquiler la mesa sobre la que escriben, de alquiler las habitaciones donde van residiendo. En ningn sitio echan races; el amor no puede atarlos con vnculos duraderos: as acontece con los que hallaron como compaero de su vida al demonio. Frgiles son sus amistades, inestables sus situaciones, poco remunerador su trabajo: se encuentran en el vaco, que les rodea por

doquiera. Su existencia se parece un poco a un meteoro, a una estrella errtil que cae eternamente. Por el contrario, no es tal la vida de Goethe, que va trazando una lnea muy clara y definida. Goethe sabe echar races. profundamente, y las races se hunden cada vez ms en la tierra. Tiene esposa e hijos, y el eterno femenino florece continuamente en torno suyo. En todas las horas de su vida tiene a su lado amigos, pocos pero buenos. Vive en una casa cmoda y grande, bien amueblada, llena de colecciones variadas y curiosas; le rodea su fama extendida por el mundo, que le acompaa por ms de cincuenta aos; es consejero oficial y puede usar el ttulo de Excelencia: sobre su pecho se destacan resplandecientes las insignias de todas las rdenes del mundo. Cada da crece en l la fuerza para volar, pero se torna cada vez ms sedentario: aqullos en perpetua fuga corren como fieras acosadas. Donde se halla Goethe, se halla tambin el centro de su "yo", que es el centro espiritual de la nacin, y desde all, desde este punto firme, quieto pero activo, abraza al mundo entero y sus ligaduras, superando a los humanos, crecen hasta alcanzar las plantas, los animales, las piedras y se funden, fecundas, con los elementos. Cuando su vida acaba, amo del demonio, est ms que nunca firme en su ser: aqullos, como Dionisos, concluyen destrozados por su propia jaura. La vida de Goethe conquista al mundo y toda su estrategia tiende a esta conquista: la de aqullos es una guerra heroica continua, sin proyectos, sin plan y en la misma acaban por ser arrancados al mundo y hundidos en el infinito; la violencia debe arrebatarlos de lo terrestre para unirlos a lo ultraterreno. Goethe, en su camino a la inmensidad, no se ve obligado a dar un solo paso fuera del mundo real: lo atrae lenta y pacientemente hacia l. Su mtodo se asemeja exactamente al del capitalismo: todos los aos ahorra una parte de la experiencia adquirida, lo que representa su ganancia espiritual. Buen comerciante, lo anota como un contable, al final del ejercicio, en el Diario y en los Anales. Vivir la vida le produce utilidades, como cultivar un campo produce frutos. Aqullos emplean el sistema de los jugadores, y juegan -con una inconsciencia magnfica por las cosas de la tierra- toda su vida, todo su ser, a una sola carta, ganando o perdiendo de esta manera infinito: el demonio odia la paulatina economa de moneda a moneda. Lo que Goethe aprende a considerar como sustanciales, no tiene para aqullos valor alguno; en la vida slo saben aumentar su sensibilidad y se pierden como santos varones absortos. Goethe aprende toda su vida; ella es para l un gran libro claro en el que estudia lnea a lnea, eternamente curioso, slo en la vejez osa pronunciar las palabras misteriosas: Aprend a vivir; dilatad, oh, dioses, mi tiempo. Aqullos no ven que la vida pueda ensearles algo ni creen, adems, que valga la pena de ser aprendida; presienten vagamente una existencia superior, que supera por tal a la percepcin y a la experiencia. Nada tienen fuera de lo que da la genialidad: toman su parte nicamente de

la ntima plenitud que los invade de luz y se dejan llevar en la inquietud de su ardoroso sentimiento; el fuego es su elemento, la accin llama y lo que los eleva ardiendo, consume sus vidas. Hlderlin, Kleist y Nietzsche al final de su existencia se hallan ms solos que nunca, ms extraos al mundo, ms abandonados que en sus mismos comienzos. Para Goethe, por el contrario, "el ltimo segundo es el ms precioso". En aqullos, en cambio, es el demonio el nico que se va haciendo fuerte y solamente el infinito es el que impera: hay miseria de vida en su belleza y belleza en su miseria de dicha. Tan opuesta orientacin de la vida comprueba la diferente valorizacin de la realidad, en el ms ntimo parentesco con el genio. La naturaleza demonaca desprecia la realidad, que para ella no es ms que insuficiencia. Hlderlin, Kleist y Nietzsche son tres revolucionarios eternos, rebeldes al orden de lo que existe. Prefieren quebrarse antes que ceder al orden preestablecido y su intolerancia es llevada, sin vacilacin, hasta su propio aniquilamiento. Por eso -lo que es magnfico- se tornan personajes trgicos del drama de su vida. Goethe, en cambio, se ve claro que estaba alerta en s mismo, confiesa a Zelter que no se crea nacido para la tragedia, "por lo conciliador de su temperamento". No desea, como los otros tres, una guerra continua; prefiere -por su carcter acomodaticio y conservador- la transigencia y la armona. Se somete con devocin a la vida, porque ella es la energa ms alta y l la adora en todas sus formas y apariencias ("como quiera que sea, la vida es buena siempre"). Nada puede drseles a esos torturados, perseguidos, arrancados del mundo y posesos, si no es la realidad de este valor tan alto: por ello ponen al arte por sobre la vida y la poesa por sobre la realidad. Como Miguel ngel abren a martillazos, en duros trozos de roca, la galera que conduce su vida a la joya brillante que adivinaron en sueos y est enterrada profundamente all. En la misma forma que Leonardo, Goethe percibe el arte como una de las mil formas de la vida que ama tanto; como la ciencia y la filosofa, el arte es una parte solamente de la vida; por esta razn el demonio ntimo de Goethe es siempre ms extensivo, mientras en aqullos resulta intensivo. Goethe asume siempre ms una universalidad, mientras aqullos convierten su vida en un exclusivismo exagerado, en una entrega incondicional. El amor de Goethe por la existencia hace que el artista emplee todo contra el demonio, aun su seguridad y conservacin. Aqullos, despreciando la misma existencia real, van a la peligrosa jugada, ensanchndolo, para perderse necesariamente. En Goethe todas las energas se funden en una sola: la centrpeta; en los otros acta la energa opuesta: la centrfuga. En Goethe se va de lo extremo y de lo externo al centro; en los otros tres se va del centro vital hacia la periferia exterior y esta tendencia violenta hacia afuera los destroza y desgarra sin compasin. La tendencia hacia la abstraccin se torna sublime en el espacio finito por la aficin a la msica: en ella pueden volcarse como en su elemento, un elemento sin lmites ni formas, que con su hechizo atrae a Nietzsche y a Hlderlin y aun a Kleist, el rudo, justamente en la hora de la muerte.

Con la msica un alma posesa se apaga: perdurablemente est rodeada de msica, recela de su atraccin que lleva a la quimera y, cuando est dbil, enfermo o enamorado, abre su alma a ella. El elemento verdadero de Goethe es el dibujo, lo plstico, lo que tiene forma definida, lo que pone lmite a la vaguedad y logra impedir la efusin de s. Tiende perdurablemente a lo que contribuye a la estabilidad individual: el orden, la forma, la norma, la ley; aqullos aman todo lo que liberta y lleva hasta el mismo caos primigenio del pensamiento Abundan las imgenes adecuadas para definir o representar la oposicin creadora de aquel que es dueo y de aquel que es esclavo del demonio. Tomemos una idea geomtrica que es ms clara. La forma vital de Goethe es el crculo, la lnea cerrada y completa que envuelve todo el ser, la eterna vuelta en s mismo, la misma distancia de su centro inalterable hacia el infinito, el crecer armonioso de todas las partes desde el centro. En cambio, la vida de los posesos tiene la forma de la parbola; es una elevacin brusca e impetuosa en una direccin fija, siempre hacia lo superior, lo infinito; luego viene la curva rpida y la cada imprevista. El apogeo -en la poesa y como momento vital- est cerca de la cada: est unido misteriosamente a ella. Por esta imagen se logra comprender a la muerte de Hlderlin, de Kleist v de Nietzsche como parte integrante de su sino. Si no se viera la cada, no se tendra la forma completa de su vida, porque no hay parbola sin el brusco precipitar de la lnea. La muerte de Goethe es apenas una nfima parte de la historia de su existencia: nada esencial, nada nuevo agrega la muerte a esa existencia. No muere, como los otros tres de muerte heroica, mstica, fabulosa; su muerte es la de un patriota (e1 vulgo quiso ver intilmente una nota proftica o simblica en las palabras postreras: Luz, ms luz!). La vida se cumpli por s misma y la muerte no es ms que su fin; en aqullos posesos la muerte es derrumbe y llamarada, que los resarce de la miseria de su vida y llena sus ltimos momentos con una fuerza mstica. Porque aqul que vive la vida en tragedia, muere como hroe. El abandono pasional del propio ser hasta el aniquilamiento, o la defensa pasional de la propia conservacin: las dos formas de lucha con el demonio requieren un supremo herosmo y las dos premian al corazn con una esplndida victoria. La vida de Goethe, toda plenitud, y la muerte de los otros son la misma cosa, pero en sentido contrario. Son la misma meta de un individualismo espiritual que pide a la vida lo inconmensurable. Si he yuxtapuesto estas figuras, es para que resalte ms el doble aspecto de su belleza y no para deducir conclusiones y menos an para confirmar la explicacin clnica, vulgar por lo dems, de que Goethe representa la salud y los otros tres la enfermedad, Goethe lo normal y los otros lo patolgico. Esta palabra "patolgico" vale tan slo en el campo inferior de lo infecundo; la enfermedad puede, es cierto, crear cosas inmortales, pero ya no es enfermedad, sino una energa, un exceso de salud: la salud ms elevada. Y cuando el demonio est en el confn extremo de la vida y se inclina hacia afuera, hacia lo inaccesible, no deja de ser por lo mismo algo inmanente en lo humano y perteneciente al crculo de la naturaleza. Aun esta

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misma, que desde el inicio determina inexorable el crecer de la semilla y fija con exactitud el plazo que el nio ha de vivir en el seno de la madre, ella tambin, prototipo de la inflexibilidad de las leyes, conoce esos arrebatos demonacos y tiene estallidos y en su exuberancia -huracn, tempestad, cataclismo- concentra peligrosamente todas sus fuerzas y lleva a lo extremo su tendencia a destruirse a s misma. Tambin la naturaleza, pocas veces por cierto -pocas veces tambin nace un hombre demonaco-, interrumpe su marcha tranquila, y, entonces, al exceder las medidas normales percibimos su fuerza ilimitada. nicamente lo raro ensancha nuestras sensaciones; solamente en las sacudidas aumenta nuestra sensibilidad. Por esta razn lo raro es siempre el metro de toda grandeza. Y hasta en las formas de mayor complicacin, el valor que crea est siempre por sobre todos los valores y su sentido por sobre nuestros sentidos. S. Z.

HLDERLIN

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Resulta difcil para los mortales reconocer al hombre puro. (La muerte de Empdocles). LA SAGRADA PLYADE Fro y noche llenaran la tierra y el alma se hundira en la miseria,si los dioses benignos no enviaran, de cuando en cuando, a este mundo tales adolescentes para rejuvenecer la vida de los humanos ya marchita. ("La muerte de Empdocles") El siglo nuevo, el siglo XIX, no ama a sus jvenes. Ha nacido una generacin ardorosa y briosa que avanza hacia la nueva libertad. La diana de la revolucin ha despertado; florece en sus almas una primavera divina y otra fe alienta en sus espritus. De repente, lo imposible parece realizable; el dominio del mundo y de su opulencia parece brindado como botn de guerra al primer osado, desde que un joven de veintin aos, Camille Desmoulins, hizo volar de un solo golpe la Bastilla, desde que un abogado de Arras, espigado como un muchacho, Maximiliano Robespierre, hizo temblar a reyes y emperadores con el poder de huracn de sus decretos, desde que un pequeo teniente de Crcega, Napolen Bonaparte, dibuj a su gusto, a punta de espada, los nuevos lmites fronterizos de Europa y tom en su mano de aventurero la corona ms valiosa del universo. Ha llegado la hora de la juventud: como despus de las primeras lluvias de la primavera se ven nacer los tiernos renuevos, brota ahora tambin todo ese semillero de jvenes entusiastas y puros. En todas las naciones se han levantado a un mismo tiempo y, fija la mirada en las estrellas, cruzan las fronteras del nuevo siglo, como si fueran las de un imperio a su disposicin. El siglo precedente, a su modo de ver haba pertenecido a los viejos, a los sabios: a Voltaire, Rousseau, Leibnitz, Kant, Haydn, Wieland, tardos y acomodaticios, grandes hombres y eruditos; sta es la poca de la juventud y la audacia, de la pasin y la impaciencia. Ya se levanta al asalto esta oleada poderosa; desde el Renacimiento, Europa nunca vio una elevacin ms pura en los espritus o una generacin ms hermosa. El nuevo siglo, sin embargo, no ama a esta generacin sin miedo: teme su plenitud, y tiene un sordo pavor por la energa extasiada de su desborde. Y con el filo de su hoz cercena sin piedad esos brotes de su propia primavera. Cientos de miles, los ms valientes, son aplastados por las guerras de Napolen, que como las ruedas de un molino matan y trituran por ms de tres lustros. La guerra derrota a los ms nobles, a los ms arrojados, a los ms bizarros de todos los pases y las tierras de Francia, Alemania e Italia y hasta las lejanas campias nevadas

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de Rusia o los desiertos egipcios se riegan y saturan de su sangre aun palpitante. Pero como si quisiera no solamente aniquilar a la juventud apta para llevar armas, sino el espritu mismo de esa juventud, ese furor suicida no se reduce a lo blico, es decir, a los soldados; la destruccin descarga su hacha sobre soadores y poetas, que casi nios pasaron el umbral del siglo y tambin sobre los efebos del alma, los cantores divinos y las figuras ms sagradas. Nunca en un lapso tan corto han sido inmolados en esplndido sacrificio tantos poetas y artistas, como en esos aos de fin de siglo, de aquel siglo que Schiller salud con un himno resonante, sin presumir su propio hado. Nunca la fatalidad ha fructificado cosecha tan fatal de almas puras e iluminadas. Nunca ha baado el altar de los dioses tanta sangre de dioses. Multiforme es su muerte, pero para todos prematura, y a todos llega en el instante de ms ntima elevacin. El primero, Andr Chenier, con quien Francia vio surgir un nuevo helenismo a la guillotina en la ltima carreta del Terror; un da slo, la noche del ocho al nueve de Termidor, y se hubiera salvado de la garra del verdugo, para recogerse de nuevo en su canto de clsica pureza. Pero el destino no tiene perdn ni para l ni para los dems; con su furia codiciosa, al igual que una hidra, destroza una generacin entera. Inglaterra, al cabo de siglos de espera, ve nacer otro numen lrico, adolescente de ensueos elegacos: John Keats, el sublime anunciador del universo; a los veintisiete aos la fatalidad le arranca del pecho el ltimo aliento. Un hermano espiritual, Shelley, se asoma a su tumba como un soador lleno de fuego; la naturaleza lo haba elegido como mensajero de sus ms hermosos misterios; conmovido, canta al hermano de alma el ms bello canto fnebre que nunca un poeta dedicara a otro, la elega Adonais. Dos aos ms tarde, su cadver es arrojado a la orilla del Tirreno por una minscula tempestad marina. Lord Byron, su amigo, preciado heredero de Goethe, acude a encender en ese lugar la pira fnebre, como Aquiles encendiera la de Patroclo junto al mar meridional; los despojos mortales de Shelley se elevan entre llamas al cielo de Italia, pero el mismo Byron se consume de fiebre en Misolonghi dos aos despus. Un solo decenio y la ms hermosa floracin potica de Francia y de Inglaterra se ha extinguido. Pero esa dura mano no se vuelve por eso ms suave para con la joven generacin de Alemania: Novalis, cuyo ferviente misticismo penetra en los ms recnditos secretos de la naturaleza, se extingue precozmente, consumindose gota a gota, como la luz de una lmpara en una celda tenebrosa. Kleist se salta los sesos en una improvisada desesperacin. Le sigue muy poco despus Raimund en una muerte igualmente violenta. Jorge Buchner, a la edad de veinticuatro aos, es vctima de una fiebre nerviosa. Guillermo Hayff, genio apenas abierto, cuentista tan rico en fantasa, reposa en el cementerio a los veinticinco aos, y Schubert, el

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alma de todos estos poetas convertida en cancin, expira prematuramente en una dulce meloda. Ora es la enfermedad con sus golpes y sus venenos, ora el suicidio o el asesinato lo que pronto da cuenta de esa joven generacin, Leopardi se agosta, con su noble melancola, en su oscura languidez; Bellini, el poeta de Norma, muere al final de este comienzo trgico; Gribodejoff, el espritu ms claro de la nueva Rusia, es apualado por un persa en Tiflis: su coche fnebre se encuentra, por casualidad, all en el Cucaso. con Alejandro Puchkine, el genio ruso que fue la aurora espiritual de su tierra; pero a ste no le queda tiempo sobrado para llorar al desaparecido; a los dos aos una bala le mata en duelo. Ninguno de ellos alcanza a los cuarenta aos, muy pocos a los treinta. As la primavera lrica ms vibrante que conociera Europa, se sumerge en la noche, y la sagrada plyade que cantara en idiomas diversos el mismo himno a la naturaleza y la felicidad al mundo, se ve destrozada y deshecha. Solo, como Merln en el bosque encantado, sin darse cuenta de que el tiempo pasa, en parte olvidado y en parte legendario, est el sabio y anciano Goethe en Weimar; nicamente de esos labios ya caducos fluye todava, de cuando en cuando, el canto rfico. Padre y heredero a un tiempo, de la nueva generacin, a la que sobrevivi milagrosamente, conserva en urna de bronce la llama de la poesa. Uno solo de esa sagrada plyade, el ms puro de todos, se arrastra an por aos y aos sobre la tierra sin dioses. Es Hlderlin, a quien el hado traz el ms extrao destino. Aun sonren sus labios, aun camina con traspis su cuerpo avejentado por tierras alemanas, aun se hunde su mirada celeste, desde una ventana, en el amado paisaje de Necker. Y aun puede entreabrir sus prpados para alzar los ojos hacia el Padre ter, hacia el firmamento eterno; pero su alma ya no est despierta, envuelta en las nieblas de un ensueo infinito. Los dioses celosos no han matado a quien los espiaba, sino que le han cegado el intelecto, como a Tiresias. No han degollado a la sagrada vctima, como a Ifigenia, sino que la han encerrado en una nube, para llevarla al Ponto Euxino del alma, a la oscuridad quimrica del sentir. Un denso velo cubre su espritu y su voz. Vive unas dcadas an, con los sentidos perturbados "en divina esclavitus", extraado al mundo y a s mismo y nicamente el ritmo, que parece una ola, brota todava pulverizado en lamentos sonoros de su boca vibrante. La primavera florece y se marchita una y otra vez a su alrededor, pero l ya no la siente. A su alrededor caen y mueren los hombres, pero l no los ve. Schiller, Goethe, Kant, Napolen, los dioses de su mocedad, le han precedido hace tiempo en el viaje fnebre. Ferrocarriles trepidantes atraviesan por Alemania en todas direcciones; crecen en Alemania las ciudades: se levantan las naciones: nada de todo esto llega a su corazn ya muerto. Poco a poco comienza a nevar sobre su cabeza y no queda ms que una tmida sombra, un miedoso fantasma, del ser agradable de un tiempo. Tambaleante, camina por las

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calles de Tubinga, zaherido por los chiquillos, circundado de estudiantes que se mofan de l, porque no supieron ver al espritu apagado en la trgica envoltura fsica. Hace mucho ya que nadie se acuerda de Hlderlin. Un da, al mediar el siglo, Bettina, que una vez le saludara como a un dios, oye decir que el poeta arrastra literalmente como un reptil su vida en casa de un honesto carpintero y se aterra frente a l, como si fuera un enviado del infierno, tan raro le encuentra ahora, tan extrao le suena su nombre, tan plida y olvidada le parece su magnificencia. Y cuando Hlderlin se acuesta para morir, su desaparicin no alcanza en Alemania mayor importancia que la cada de una hoja marchitada en otoo. Algunos obreros le llevan al sepulcro en una rada mortaja; las pginas que escribiera en su vida, se dispersan y algunas son guardadas al descuido y se cubren de polvo por muchos aos en las bibliotecas. Durante toda una generacin nadie ley el heroico mensaje del ltimo y ms puro de la sagrada plyade. Al igual que una estatua griega, sepultada entre ruinas, la imagen espiritual del poeta queda escondida por aos y aos, bajo el manto del olvido. Mas del mismo modo que esfuerzos piadosos quitan finalmente de la tiniebla el torso sepultado, tambin una generacin divinamente estremecida percibe toda la pureza imperecedera de esa marmrea figura de adolescente. En sus proporciones maravillosas, el ltimo efebo del helenismo se yergue de nuevo hacia el cielo, y, una vez ms, como antes, florece en sus labios vibrantes la exaltacin. Cuando se levanta, parecen haberse tornado eternas todas las primaveras que l anunciara y, ceida la frente con fulgores de gloria, sale de la oscuridad, como quien deja una patria misteriosa para iluminar otra vez nuestra poca.

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LA INFANCIA A menudo, desde su quieta morada, los dioses envan por un tiempo a sus favoritos a los pueblos, para que el corazn humano se alegre con su imagen y recuerdo. El hogar Hlderlin se halla en Lauffen, antiguo villorio conventual a orillas del Neckar, a dos horas de camino de la patria de Schiller. Este paisaje del ducado de Suabia es el ms dulce de Alemania; parece una Italia alemana. Los Alpes no se elevan aqu con sus macizos opresores, pero se intuye su cercana; los ros con sus curvas de plata cruzan por los viedos; el buen humor popular mitiga la crudeza de la raza teutona y la libera en canciones. La tierra es frtil, sin ser exuberante; la naturaleza apacible, sin ser demasiado generosa: las tareas del campesino se alan casi sin eslabones de unin con las de los artesanos. El idilio tiene aqu su patria, porque la tierra satisface fcilmente al hombre, y el mismo poeta que se dejara vencer por la tristeza ms sombra, piensa con serenidad espiritual en el pas perdido: ngeles de mi patria, frente a quienes el ojo ms penetrante y la rodilla del solitario desfallecen, hasta apoyarse en los amigos y pedir a los seres que ama, una ayuda para esta carga de felicidad! Oh ngeles generosos, aceptad mi agradecimiento! Que dulce y con qu ternura de elega estalla la profusin de su tristeza, cuando canta la tierra de Suabia y este cielo, que es su cielo entre todos los de la eternidad! Cmo fluye apacible el oleaje de su emocin extasiada y con qu ritmo regular, si el poeta se conmueve recordando! Prfugo de su patria, traicionado por su Grecia amada, deshechas sus esperanzas, reconstruye una vez ms con intensa ternura el cuadro de su infancia y lo perpeta convirtindolo en inspirada poesa: Afortunado pas! Todos sus collados estn cubiertos de vias. Y en la pradera ondulada caen las uvas como lluvia otoal. Encendidos de sol, baan sus pies los montes en el ro que pasa, y en dulce corona de sombra cien de ramas y musgos sus cumbres. Por el largo declive elvanse casas y castillos

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como nios que el vigoroso abuelo lleva en hombros... Toda su vida le roe la nostalgia de esa patria, que es casi para l el cielo de su alma, porque, para Hlderlin, la infancia fue el perodo ms sincero vivido y dichoso de su vida. La dulce naturaleza le rodea; suaves mujeres le cuidan. Carece desgraciadamente, de un padre que le ensee la energa y la disciplina y robustezca los msculos de su sensibilidad contra ese eterno enemigo que es la misma vida. A la inversa de Goethe, no pesa sobre l un espritu de pedantera y de orden, que despierte en su alma de muchacho an, el sentido de la responsabilidad y marque en su dcil espritu la aficin por los sistemas v las formas sistemticas. Su buena madre y su abuela le ensean solamente la piedad y, desde aquel momento, su inclinacin a soar se refugia en la msica, el mundo sin lmites que, antes que a nadie, se brinda siempre a los jvenes. Pero el idilio concluye precozmente: a la edad de catorce aos, este nio todo sensibilidad llega a ser alumno de la escuela del monasterio de Denkendorf; luego pasa al convento de Maulbronn y a los dieciocho aos entra en el Seminario de Tubinga, para salir de l recin hacia fines de 1792. Su naturaleza librrima se encierra por ms de una dcada entre paredes, en el estrecho espacio de un claustro, en medio de una comunidad que lo oprime. Demasiado fuerte resulta el contraste, para que no deje llagas dolorosas y hasta desastrosas. Ha pasado improvisadamente de sus libres ensueos que paseara por los campos o por las orillas del ro, al encierro; de la ternura femenina y maternal ha pasado a la dureza del rgimen monstico; se siente aplastado por el hbito negro, y 1a disciplina conventual lo encadena a un sistema de trabajo regulado como una mquina. Esos aos de claustro son para Hlderlin lo que para Kleist fueron los aos de cadete: la represin de la sensibilidad, causa de la ms violenta excitacin de su paroxismo nervioso y de una fuerte aversin por el mundo de la realidad. En su ntimo, algo se hundi en pedazos para siempre. Diez aos ms tarde escribe an: "Te dir que de mis aos de nio, de mi corazn de aquel tiempo, guardo todava entre lo que ms quiero, una ternura de blanda cera y justamente esa parte de mi corazn fue la que ms sufri durante todo mi aislamiento en el monasterio". Cuando se cerraron tras l las severas puertas del Seminario, su impulso ms ntimo y noble, su misma fe en la vida, han enfermado precozmente y est casi agostado antes de que el poeta se sumerja en el sol esplendoroso de su primer da de libertad. Alrededor de su plida frente de nio aletea ya, apenas como soplo ligersimo, la vaga melancola del hombre que se extraviara por el mundo y que con el correr de los aos se har cada vez mas honda, envolviendo su alma, cada vez ms sombra, hasta ocultar a sus ojos cualquier motivo de alegra. Y en ese instante, en su infancia crepuscular, en los aos decisivos de su formacin, se inicia en Hlderlin ese incurable desgarramiento interior, esa rotunda separacin entre el mundo de la realidad y el mundo de su intimidad. Esa herida no cicatriz jams; le quedar

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siempre la impresin de ser como un nio alejado de su hogar; experimentar siempre la nostalgia de su patria feliz, perdida demasiado pronto, y que a veces se le figura como una Fata Morgana. aureolada siempre de la atmsfera potica de los presentimientos y de los recuerdos, de los ensueos y de la msica. Ese eterno nio se siente siempre como arrancado al cielo de su juventud, de sus primeros anhelos, de su mundo primitivo e ignorado; se siente despeado con brutal violencia contra la dura tierra, hundido en un ambiente para l repulsivo; y, desde entonces. desde su primer choque con la realidad, mana de su alma herida la sensacin de un mundo enemigo. Desde ese instante Hlderlin resulta como un inadaptado para la vida y todo lo que sienta, con alegra aparente o con aparente desengao, no influye ya en su actitud resuelta e inquebrantable a la defensiva contra lo real: "Ah, el mundo! Desde mi tierna infancia no ha hecho ms que aterrorizar a mi espritu, replegndole en s mismo"... escribe en una ocasin a Neuffer. En efecto, ya nunca tomar contacto o relacin con el mundo: se convierte, por paradigma, en lo que la psicologa llama "tipo introvertido", carcter que se cierra en su enorme desconfianza, para toda incitacin externa y evoluciona intelectualmente de su propio germen interior. Muchacho a medias todava, suea continuamente con su infancia y evoca siempre los tiempos msticos o el mundo del Parnaso, en que nunca vivi. Desde ese momento, gran parte de su poesa no es ms que una variacin de un mismo motivo: la irreductible oposicin entre la niez, llena de fe y sin cuidados, y la vida real adversa, sin ilusiones, es decir, el contraste entre la existencia fsica y la espiritual. A los veinte aos coloca melanclicamente a una poesa este ttulo: Antes y ahora, y, en el canto a la naturaleza, surge sonora, la eterna armona de sus primeras sensaciones: Cuando jugaba an junto a tus velos, cuando surga de ti como una flor, oa tu corazn latir en los ruidos que cerraban mi pecho de ternura transido. Cuando de anhelos y de ensueos lleno estaba como t, un sitio hall todava donde llorar, y todo un mundo para el amor. Mi corazn por eso hacia el sol tenda, como si el sol le oyera y sus hermanos fueran los astros y en divina armona vibrara la primavera. Una dulce brisa meca las ramas, llena de ti, de tu alegre espritu, henchida en oleaje sereno. Das de oro entonces yo viv

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Sin embargo, a este canto de juventud responde en tono grave el alma desengaada, que siente ya la adversidad de la existencia: Muri la que en amor crime,muri el recuerdo de mi breve niez;hasta mi corazn inebriado un dade azul de cielo, ya muri y se extiendecomo el campo despus de la cosecha.Oh! la primavera cantar todavacomo una vez su dulce canto;mas la aurora de mis das pas,y se agost mi primavera interior.Mi amor ms firme envolver para siempre jams la pobreza amarga: no es ms que sombra lo que am... Con los dulces ensueos de la juventud, muri la dicha de la tierra toda; nunca en la niez alegre pens que podra estar mi patria en tanta lejana. Pobre mi corazn que nunca la volvers a hallar si no en un sueo!... En estos versos, repetidos un sin fin de veces, en mil variantes, por toda su obra, est definida la postura romntica que Hlderlin tomara en su vida. Habr siempre en l una mirada retrospectiva sobre el pasado, hacia "la nube mgica que mi buen espritu suscit, para que no viese demasiado pronto toda la mezquindad y la barbarie del mundo que me circundaba". Desde entonces el eterno nio desvalido se defiende con hostilidad de la multitud de los sucesos de cada da. Estn delineadas firmemente las dos nicas direcciones de su alma: hacia arriba una, y hacia atrs la otra. Su voluntad nunca jams se ocupar de la vida real, sino que estar siempre por fuera y por sobre ella. Nada quiere saber con el presente, ni aun para luchar con l. Toda su energa se vuelve fuerza pasiva, silenciosa y trata de conservar solamente la pureza de su ser. Como el azogue nunca se mezcla con el agua, as su propio ser se rehusa a toda combinacin o alianza. Y por eso, fatalmente, est siempre rodeado de una soledad impenetrable. Su forma est virtualmente concluida al abandonar la escuela. Aumentar su intensidad, pero no la extensin de su experiencia. Nada quera aprender o aceptar de este ambiente cotidiano que tanto le repugnaba; su instinto inalterable de pureza le veda mezclarse con la materia impura que forma la vida. Por ello se convierte en pecador impenitente, en el alto significado, contra las leyes del mundo, y su sino no es ms que expiacin de su Hybris, la expiacin de un orgullo santo y valiente; la ley del vivir es combinacin, convivencia, y no tolera que nadie quede fuera de su eterna trayectoria; el que se niegue a hundirse en sus olas, perece de sed en sus orillas. Quien no colabora, est condenado a la eterna ausencia, a la soledad trgica. El nico anhelo de Hlderlin es servir al arte y a los dioses y no a la vida ni a los humanos, y representa una exigencia irreal e irreconciliable, en el sentido ms noble y

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trascendente, como el de Empdocles. nicamente a los dioses es posible permanecer puros, aislados de todo, y si la vida toma venganza de quien la desprecia y emplea en vengarse los medios ms ruines y hasta la falta del pan de cada da; si somete a quien deliberadamente no la quiso servir, a la esclavitud ms miserable, es porque nada poda evitar esta venganza. Justamente porque Hlderlin no quiere tener su parte en el banquete de la existencia, se le quita todo; justamente porque su alma no quiere consentir su avasallamiento, su vida se torna la de un esclavo. La pureza de Hlderlin es su trgica equivocacin. Al poner su fe en un mundo ms noble, se traba en lucha con el mundo vulgar, con lo terrestre, que no puede rehuir sino con el impulso de su lirismo. Y solamente cuando este eterno incorregible comprende un buen da el contenido de su destino, que es una muerte de hroe, se hace dueo del mismo. No dispone ms que del breve lapso que corre entre la salida y la puesta del sol, entre el partir y el fracasar, pero eso, en un joven, es sobradamente heroico: se asemeja a un elevado peasco, que se alza desafiante, batido todo en su torno por el oleaje agitado del infinito. Una vela de fortuna perdida en la tempestad o una luminosa ascensin hacia el ter.

LA FIGURA DEL POETA Nunca entend la palabra del hombre. Yo crec en los brazos de los dioses. Igual a un rayo de sol entre nubes espesas, la figura de Hlderlin resalta en el nico retrato suyo que se conserva: joven esbelto, de rubios cabellos ensortijados, que cien con una aurora brillante su rostro; boca dulce y delicadas mejillas femeninas, que parecen cubiertas por el rojo fuego del entusiasmo; ojos claros bajo la hermosa curva de sus negras cejas. As es su rostro: sin un solo rasgo que deje presumir algo duro u orgulloso; ms bien domina en l una virginal timidez y una misteriosa corriente de sentimiento. "Gracia y donosura", afirma Schiller cuando habla de l. No resulta difcil imaginar a este joven espigado, envuelto en el severo hbito del magister protestante, o pensarlo cruzando reflexivo los corredores del seminario, enfundado en sus ropas negras y sin mangas, con la blanca gargantilla. Se asemeja a un msico; ostenta casi cierto parecido con uno de los primeros retratos de Mozart, y as nos lo describen tambin sus compaeros de estudio. "Tocaba el violn; sus facciones regulares, la expresin suave de su rostro, su elegante silueta, sus trajes tan cuidadosamente limpios y, sobre todo, la distincin de todo su porte, me han quedado grabadas en forma indeleble". As se expresa uno de sus

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compaeros. No sera posible imaginar una palabra dura en sus labios dulces; ningn deseo impuro en sus ojos serenos; ningn pensamiento mezquino bajo su noble frente; sin embargo tampoco hay en su porte delicado de aristcrata algo que nos revele sentimientos realmente alegres. Y as es: reservado, tmidamente concentrado en s mismo, como nos lo describen sus camaradas. Dicen que nunca se dio con los dems, que nicamente en el refectorio lea algunas veces con gran entusiasmo versos de Ossiam, de Klopstock, de Schiller o que algunas veces volcaba la plenitud de su alma en la msica. No es orgulloso, pero guarda las distancias; si sale de su celda, esbelto y derecho, como el que marcha hacia arriba, sus compaeros le asemejan a "Apolo que cruzara por la habitacin". La figura de Hlderlin evoca a la antigua Grecia y all hasta al menos musical, hasta el hijo de pastor que deba ser a su vez pastor y del que cit las palabras. Mas nicamente por un momento su figura aparece aureolada de luz, entre los densos nubarrones de su destino, como una prolongacin de la propia divinidad. No nos queda ningn retrato de su madurez, casi como si el hado no quisiera mostrarnos ms que a un Hlderlin en plena flor, como si no quisiera darnos ms que la faz brillante del joven poeta y no la del hombre que nunca fue realmente. Medio siglo ms tarde, nos da la mscara apergaminada del anciano, otra vez nio. Entre las dos imgenes no hay ms que la oscuridad y el crepsculo. Se logra entender nicamente -con unas palabras que han llegado hasta nosotros- que el fulgor de su persona, casi virginal, y el mpetu de su juventud, comenzaron a extinguirse muy pronto. La "donosura" a la que alude Schiller, se trueca en crispacin y su timidez en terror de misntropo; en su rado ropaje de preceptor, en un rincn de la mesa, casi al lado de las libreas de los sirvientes, habr que asimilar el gesto servil del fracasado. Asustado, tmido, atormentado, no se da cuenta de su energa espiritual ms que por un dolor impotente y pierde muy rpidamente la marcha libre con que su ritmo va por sobre las nubes y, en su espritu, se rompe con ese ritmo, el equilibrio moral. Se torna desconfiado e hipersensible: "le ofenda una palabra, una palabra cualquiera". La inestabilidad de su situacin lo vuelve inseguro y constrie su ambicin en lo profundo de su pecho, como en un refugio, hirindole cruelmente de arrogancia y amargura. Por eso ya no intenta ocultar su faz ntima a la brutalidad del vulgo intelectual, que ha de servir, y paulatinamente la mscara del siervo se le hunde en la carne y en la sangre. nicamente la demencia, como lo hace toda pasin, deja al descubierto la consuncin que padece interiormente. Su servilismo, que en sus tiempos de preceptor ocultaba su mundo ntimo, se convierte en mana por degradarse a s mismo y concluye por ser el gesto eterno con que Hlderlin saluda a cualquier extrao, con gentileza exagerada, con reverencias reiteradas y, por su temor a ser reconocido, le determina a volcar un ro de "Vuestra Santidad", "Vuestra

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Excelencia", " Vuestra Seora"... 'Tambin su cara se permea de cansancio; sus ojos se nublan y, mientras que antes se elevaban al cielo, ahora se inclinan al suelo, dbiles y vacilantes como llama al apagarse. A veces, entre sus prpados relampaguea la mirada del demonio que ya es dueo de su alma. Luego su figura, durante esos aos de largo olvido, se dobla hacia adelante, en un simbolismo aterrador. Medio siglo despus de su primer retrato juvenil, aparece otro, el del poeta encerrado en su celeste prisin. Esbozado al lpiz, Hlderlin es ya un anciano magro y desdentado, tanteando con el bastn: levanta la mano huesuda, lanzando sus versos al vaco, en un mundo insensible. De la destruccin slo se ha librado la proporcin de sus rasgos; la frente conserva todava la pureza de sus lneas, a pesar del derrumbe de su espritu, la pureza de la estatua marmrea, debajo de la cabellera gris, toda revuelta. Tambin la mirada conserva esa pureza, que refleja la pureza interior. Los visitantes miran con un estremecimiento la mscara fantasmal de Scardanelli, e intentan intilmente hallar en l al mensajero fatal, que personificara la belleza y el xtasis sobrenaturales. Pero el mensajero est ausente: se ha alejado, ha huido. Lo que marcha tambaleante por el mundo durante cuarenta aos ms, es slo la sombra de Hlderlin. Los dioses se llevaron al poeta de la figura adolescente: su hermosura queda en otras esferas, pura, sin manchas, resistiendo al tiempo: en el cristal infrangible de sus poemas. LA MISIN DEL POETA Creen en lo divino solamente los que son divinos. Para Hlderlin la escuela fue una crcel; impaciente y tmido al mismo tiempo, penetra de golpe en el mundo, que siempre ha de parecerle extrao. En Tubinga, en el Seminario, haba aprendido todo lo que era posible aprender: domina bsicamente tres lenguas muertas, el griego, el latn y el hebreo; estudi filosofa con Hegel y Schelling en la misma clase: documentos oficiales ostentan con sus sellos los adelantos en el estudio teolgico: studia theologica magno cum successo tractavit. Orationem sacram recte elaboratam decenter recitavit". (Abord con gran xito los estudios teologales. Recit dignamente una sagrada oracin correctamente elaborada). As est habilitado a decir un hermoso sermn protestante y no le ha de faltar un vicariato, con el corbatn y el birrete respectivos. Se ha realizado el deseo de su madre: ante l est abierto el camino para lograr un excelente puesto eclesistico o civil, para llegar al plpito o a la ctedra. Sin embargo el corazn de Hlderlin, desde el comienzo, no ambiciona un puesto de esa naturaleza; conoce solamente una misin: la de mensajero o apstol de un mundo superior. Litterarum elegantiarum assiduus cultor (diligente cultivador de las elegancias literarias), como reza

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un ampuloso y barroco certificado, en la escuela escribi algunas poesas. Principi imitando algunas elegas, luego manifest una neta inclinacin a las ideas de Klopstock y al final sigui el ritmo resonante de Schiller en los Himnos a los ideales humanos. Comenz una novela de lneas imprecisas y vaporosas: Hiperin; nicamente en esta atmsfera ultraterrenal su espritu clarividente halla los elementos afines. Y en seguida, con el mayor entusiasmo, dirige su timn hacia el infinito, hacia esa orilla inabordable, donde se estrellar. Nada hay que pueda alejarlo de esa llamada misteriosa, a la que seguir siempre con una dedicacin, que no vacila ni aun ante su propia ruina. En seguida tambin, Hlderlin no acepta obligacin profesional alguna, ni tolera el contacto con alguna actividad prctica. Rehusa por indigno construir un puente, el ms estrecho de los puentes, para ligar la prosa de un compromiso burgus con la sublimidad de su misin: Cantar lo sublime es mi vocacin; para ello Dios me dio una lengua y puso inteligencia en mi corazn. Con este orgullo se expresa; desea permanecer puro en su decisin e ntegro en su ser. No ama a la realidad, que llama destructora; busca el mundo eternamente puro; con Shelley busca, ... algn mundo, en que msica, claro de luna y amor, son una cosa sola.... un mundo en el cual no sea necesario rozar las cosas vulgares y el espritu puro flote tambin en un elemento puro. Con el fanatismo de esa resistencia, con la enormidad de tanta intransigencia para con la realidad, se manifiesta el sobrehumano herosmo de Hlderlin, con mayor claridad que a travs de cualquiera de sus poemas. Entiende perfectamente que, exigindolo as, anula la seguridad de su vivir; entiende que ello constituye una renuncia a poseer casa y hogar; entiende finalmente que sacrifica para siempre las comodidades de la vida. Sabe tambin que es muy fcil ser feliz, si se tiene un corazn insubstancial y no ignora que le estar vedada para siempre la alegra. No desea que su existencia sea un lugar de paso al que recogerse: quiere un destino de profeta. Y as, con los ojos hacia el cielo, con el espritu insensible a las necesidades fsicas, con el corazn lleno de miseria, avanza arrojado en direccin al ara en la que oficiar a la vez como vctima y como sacerdote. Esa resolucin ntima, esa firmeza en la puridad frente a todo, esa deliberada voluntad de dedicar al alma entera a la vida que se ha trazado, constituye la verdadera fuerza de Hlderlin, de este joven suave y modesto. No ignora absolutamente que la poesa y el infinito no se alcanzan, separando el alma del cuerpo; si se quiere anunciar lo divino, hay que entregarse por

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entero a lo divino y sacrificarse ntegramente. Hlderlin se ha hecho un concepto religioso de la poesa; el poeta de vocacin, el poeta verdadero, debe renunciar a lo que el mundo brinda a los hombres, para aproximarse, en cambio, a la divinidad. Si se est al servicio de los elementos hay que quedar en ellos con sagrada incertidumbre y en perpetuo peligro depurador. El infinito se encuentra slo cuando hay una entera dedicacin a ese infinito; cualquier desviacin volitiva lleva a una meta vulgar o inferior. Hlderlin comprende en seguida lo fatal y necesario de esa entrega incondicional; ha resuelto no ser sacerdote an antes de abandonar el Seminario; ha resuelto no contraer nunca compromisos terrenales y ser slo y siempre el "custodio de la llama sagrada". No conoce el camino, pero sabe perfectamente hacia dnde va. Su poder espiritual le deja percibir todo lo que en su debilidad le amenaza, y se dice a s mismo. estas palabras consoladoras: No son hermanos tuyos todos los humanos? La Parca misma no vendr en tu ayuda? Sigue por tanto tu tranquila marcha por el camino en que vives. Nada temas y bendice las cosas que ocurrieren... Con esta resolucin se coloca bajo el cielo de su sino. Por ella, que le manda no tener ms que un fin en su vida y mantenerse enteramente puro, queda sealado el destino del poeta. As tambin atrae sobre su vida la fatalidad. Mas su padecimiento ntimo llega muy pronto a la tragedia, porque habr de luchar primeramente, no ya contra ese mundo para l odioso, contra el mundo vulgar, sino contra quienes le aman y le rodean de cario; lo que para su corazn tan sensible resulta la mayor de las miserias. Los primeros enemigos con que choca su decidida voluntad de vivir nicamente en poesa, son sus familiares ms queridos, que tambin le quieren. Es la abuela, es la madre, son los parientes ms estrechos los que le cierran el camino. Hlderlin no quiere lastimarlos en sus sentimientos, ms a pesar de todo, tarde o temprano, se ver obligado a herirlos dolorosamente. Es norma: el herosmo humano encuentra el peligro mayor en los seres que ms le quieren; los seres queridos intentan aflojar esa tensin dolorosa y por benignidad soplan sobre la llama sagrada, para convertirla a las cmodas proporciones del modesto fuego que arde en el hogar domstico. Es muy conmovedor observar cmo este joven humilde, fortiter in re suaviter in modo (fuerte en la sustancia y suave en las formas), trata de disculparse con gentiles evasivas, de consolar a sus parientes y de demostrarles reiteradamente su reconocimiento; durante diez largos aos, les expresa su pena en no poder darles la satisfaccin mxima que ellos esperan: la de verle sacerdote, pastor de almas. Esta lucha oculta representa un indescriptible herosmo de evasivas y silencios, por cuanto el poeta esconde tmidamente, casi dirase pdicamente, toda la energa que impulsa y sostiene su espritu; su vocacin lrica. Si habla de sus versos, los denomina

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simplemente "ensayos poticos", y el triunfo ms grande que ofrecer a su madre, est dedicado con estas humildes palabras: "Que un da espera ser digno de su buena opinin". Nunca se enorgullece de sus intentos o de sus xitos; en cambio, afirma que slo se trata de obras de un principiante: "Tengo el convencimiento profundo de que el fin de mi existencia es algo noble y til para los hombres, siempre que logre alcanzar una perfeccin conveniente". Su abuela y su madre, sin embargo, en su lejana aldehuela, detrs de estas palabras no ven ms que la triste realidad: Hlderlin, iluso, corre en pos de extraas fantasas, ciego, sin casa, sin hogar. Las dos pobres mujeres estn sentadas da tras da en su casa de Nrtingen. Por aos y aos ahorran, moneda sobre moneda, de sus comidas, de sus vestidos y hasta de su calefaccin, para poder dar con ello al muchacho los medios para el estudio. Con cunta felicidad leen las cartas llenas de respeto que el poeta joven escribe desde el convento! Se felicitan con l por sus progresos, por sus premios y sienten tambin el orgullo de los primeros poemas que Hlderlin publica. Terminados los estudios, las dos mujeres le ven ya en su cargo de Vicario; ahora se casar ciertamente con una nia dulce y buena y podrn orle orgullosas dirigiendo al pueblo el verbo de Dios, en algn plpito de las iglesias de Suabia. Hlderlin conoce este sueo y sabe que ha de destruirlo, mas no quiere destrozarlo bruscamente: prefiere alejarlo dulcemente, poco a poco, con mano delicada. l se imagina que con toda probabilidad, aun cuando lo quieran entraablemente, comienzan ya a creerlo holgazn; por eso intenta explicarles algo de su vocacin. Les dice: "A pesar de parecerlo, no estoy ocioso. Estoy muy lejos de soar en vivir a costa de los dems". Luego, para quitarles la posibilidad de tal sospecha, insiste formalmente en la seriedad y honestidad de su misin. "No crea, madre, -le escribe- que trato ligeramente mis relaciones con usted; muchas veces me llena de zozobra reconciliar mis ideas con sus deseos". Intenta convencerla de que sirve a la humanidad como si fuera predicador, pero, al decrselo, sabe tambin que nunca lograr persuadirla. "Lo que determina mi tendencia, escribe a la madre- no es un capricho; es mi carcter, es mi destino: a estas cosas nadie puede negarse siquiera a obedecer". Las dos ancianas, tristes y solas, no le abandonan a pesar de ello; llorando envan al muchacho incorregible todas sus modestas economas, lavan su ropa interior y le remiendan los calcetines. A menudo esa ropa est empapada de lgrimas. Los aos pasan y el jovenzuelo, a su modo de ver, sigue viviendo fuera del mundo real. Y por eso, con dulzura, llaman de nuevo a su corazn para recordarle lo que desean. Le insinan temblorosas que no quieren alejarlo de la poesa, pero le dicen que la pasin lrica no excluye un buen vicariato. Le hablan de Mricke, tan parecido a l, que se resign siempre en su vida de idilio y logr dividir el mundo entre la realidad y la poesa. Con ello rozan la cuerda ms sensible de Hlderlin, quien cree rotundamente en la

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indivisibilidad de la fe: el sacerdote se debe solamente a Dios, y expresa este convencimiento como si desplegara una bandera: "Muchos hombres, ms grandes que yo, trataron de ser comerciantes o profesores, cultivando al mismo tiempo la poesa. Pero siempre tuvieron que sacrificar una cosa u otra al final. Lo que nunca ha sido por su bien; el sacrificio de la profesin perjudicaba a los dems, el sacrificio del arte constitua un pecado contra s mismos, contra su misin, contra el don que Dios les dispensara, pecado ste mucho mayor, por cierto, que el cometido contra s mismo." Ms esa absoluta seguridad que l tiene por su vocacin, nunca es confirmada por un triunfo, aunque mnimo. Pasan los veinte aos, llegan los treinta y Hlderlin sigue en modesto magister, comiendo a costa de los dems, y cual nio ha de agradecer a las dos pobres ancianas que le envan calcetines, pauelos y otras ropillas, y ha de sentirse repetir el dulce reproche de siempre. Y eso le resulta una tortura: casi gimiendo escribe a la madre: "Como no quisiera serle de peso, madre!", pero muchas y muchas veces ha de llamar a la nica puerta que puede abrrsele siempre en el mundo, para repetir: "Tened paciencia". Algn da acabar por llegar a caer en el umbral de esa puerta, vencido, hundido. Su lucha de idealista le cost la vida. Este herosmo de Hlderlin es ms esplndido, porque carece de orgullo y de fe en la victoria. El poeta siente su deber, obedece a la voz misteriosa, cree en su vocacin, pero no cree en el triunfo. A pesar de su sensibilidad extremada, le falta siempre la conciencia de ser invulnerable a las armas del destino, como Sigfrido; jams se imagina vencedor o triunfante. Y es justamente esa idea de fracaso, compaera de toda su vida, la que infunde a su lucha esa fuerza enormemente heroica. No se debe, pues, confundir la fe inmarcesible de Hlderlin en la poesa, en la que ve el solo motivo de su vida, con la fe en s mismo como poeta; cuanta ms fe tena en lo lrico, tanto menos se consideraba como poeta. Estaba muy lejos de la fe enfermiza de Nietzsche, representada en ese su lema: paucum mihi satis unum mihi satis, nullum mihi satis. (Me conformo con poco, me conformo con una sola cosa; de nada me conformo). Cualquier palabra que sorprende, le desazona y lo hace dudar de su valer. Una evasiva de Schiller le dej enfermo por algunos meses. Se inclina frente a versificadores vulgares, Conz y Neuffer, como un escolar; mas bajo esta modestia personal se esconde, en su dulzura eterna, una voluntad de hierro para avanzar hasta sacrificarse. "Mi querido -escribe a un amigo-, cundo se admitir que la energa ms grande es siempre la ms modesta, y que al manifestarse lo divino por la boca del hombre, siempre se cumple con humildad y aun con tristeza ?" Este su herosmo no es el herosmo del guerrero, el de la fuerza, sino el del mrtir: una alegre predisposicin a padecer por lo misterioso y a caer vctima. por la fe y el ideal. "Destino, que se cumpla tu voluntad!" Con esta expresin resignada se inclina a la fatalidad, que l mismo se ha proporcionado. No creo que exista forma ms noble y elevada de herosmo: limpio de sangre o de voluntad de imperio, el ms noble porque carece de

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brutalidad, verdadero abandono al sino fatal sagrado, que todo lo puede.

EL MITO LRICO No fueron los hombres, los que me lo ensearon, sino un piadoso corazn lleno de amor, que me impuls al infinito. No hay otro poeta alemn que tuviese tal fe en la poesa y en el nacimiento divino de la misma, como Hlderlin; ningn otro proclam como l la neta separacin que divide la poesa de la realidad terrenal. Hlderlin mismo, en la plenitud exttica, transfiri su pureza ntima a la concepcin lrica. Y no debe extraar, si este dulce aspirante a pastor religioso se ha formado una idea de lo invisible y un plano de observacin para con las potencias supraterrenas, como nadie tuviera nunca desde lo inmemorial. Confa ms firmemente en el Padre ter y en Hado regidor del universo, que sus contemporneos Brentano y Novalis en Cristo. Para l el Evangelio de aquellos no es ms que la poesa, la verdad suprema, el misterio inebriante de la Hostia y del Vino, que comunica el cuerpo con el Infinito. Aun para Goethe la poesa era una parte de su vida, para Hlderlin es toda la vida, es la vida misma y su nico contenido; para el primero fue una necesidad meramente personal; para el segundo una necesidad enteramente religiosa. Hlderlin ve en la poesa el aliento de Dios que anima y fecunda a la tierra, la sola armona en la que su espritu ha de baarse, para extinguir dentro de s mismo el perpetuo disconformismo en una dulce felicidad. La poesa colma el vaco de angustia que hay entre las partes ms nobles y las ms bajas del espritu, entre los dioses y los humanos, en la misma forma que el ter presta color y llena el abismo aterrador que se extiende entre el cielo estrellado y la superficie de la tierra. Insisto, pues, en que para Hlderlin la poesa no es simplemente un adorno humano o una postura moral o intelectual, sino el nico propsito de la existencia, el principio creador que sostiene el universo. Por esta razn, la consagracin de toda la vida a la poesa es la nica oferta de valor. Este solo concepto aclara magnficamente el herosmo de nuestro poeta. Sin desmayar, Hlderlin se refiere en sus composiciones a este mito de la poesa: hay que insistir en ello para que se pueda entender la pasin de su responsabilidad y la voluntad absoluta que domina en su existencia. Creyente fiel, el mundo en su opinin se divide en dos partes, de acuerdo con el concepto de Platn: los inmortales estn arriba, dichosos y en plena luz, inaccesibles para el hombre y,

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sin embargo, partcipes de nuestras vidas; la masa oscura de los mortales est abajo, uncida al triste yugo de la vida de cada da: Vaga en la eterna noche nuestra generacin, casi sumergida en el Orco, lejos de los dioses. Fundidos estn los mortales en su propia tarea y en el rumor del taller no oyen ms que su voz. Con dura mano incansables, trabajan esclavos, pero su obra es vana, estril como la de las Furias... Como en el canto de Goethe El Divn, el mundo se divide en luz y oscuridad, hasta el llegar de la aurora, que, apiadndose del tormento, brinda una transicin entre los dos campos, un enlace. En efecto, la soledad y el aislamiento en el cosmos seran dobles (soledad de dioses y soledad de mortales), si no existiera un vnculo entre ambas partes, que de modo, si se quiere pasajero, refleje el mundo superior en el mundo inferior. Ni los mismos dioses, baados de luz en el campo celeste, podran ser felices, si nadie sintiera su existencia: Para su gloria entera, necesita, lo sagrado, que por cierto le siente el corazn humano y le rinda pleitesa: as tambin el hroe necesita, el laurel y la gloria ms vasta. Lo bajo siente, pues, la atraccin de lo elevado, pero tambin lo elevado tiende hacia lo bajo: la vida se eleva a la espiritualidad; pero tambin la espiritualidad desciende hasta la vida. Carece de sentido la naturaleza, sin que los mortales la reconozcan, sin que los hombres la amen. La rosa no es rosa an, si no la acaricia una mirada contemplativa; ningn ocaso es magnfico, si no se graba en la retina del hombre. Y como el hombre necesita de lo divino para no sucumbir, lo divino ha menester del hombre para ser realmente tal y crea por eso los testigos de su omnipotencia y bocas que entonen sus loas, bocas de lricos que le dan el carcter verdadero de la divinidad. Esta concepcin primordial de la filosofa de nuestro poeta parecera casi algo tomado en prstamo de Schiller; es conocido su concepto en Los dioses de Grecia: El gran seor del mundo estaba triste; de algo careca su misma divinidad. Por eso cre las almas, espejos venturosos, que reflejan la divina felicidad. Mas no es as: la visin rfica de Hlderlin acerca del nacimiento del poeta es muy

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diferente: Abandonado y solo y mudo y triste, Dios Padre estara en las negras tinieblas, mager su omnipotencia, mager su pensamiento todo de llama, si no se reflejara en el hombre, si los hombres con el corazn no le cantaran. Dice Schiller, que la divinidad no crea al poeta por ocio o por melancola; pero eso dara una idea secundaria de la poesa, que para Hlderlin es una necesidad esencial, lo divino no puede existir sin el poeta; solamente gracias a l se forma. La poesa (y ste es el fondo de la ideologa de Hlderlin) es una necesidad del universo, no la ha creado el cosmos: ha sido creada con l. Los dioses no crean a los poetas como crearan un juguete, sino como una necesidad imperiosa: Cansados los dioses de su inmortalidad, necesitan un algo: el herosmo, la humanidad. Necesitan de los humanos, porque los dioses carecen de conciencia de su mismo existir. Si puedo decirlo as, necesitan que alguno les revele la verdad de su misma existencia. Los dioses necesitan de los poetas, pero tambin los humanos experimentan la falta de los ... vasos sacros que conservan el vino de la vida, el alma de los hroes... Por ellos se aplana el dualismo eterno del universo, el elemento de arriba con el elemento inferior; ellos solamente resuelven la desarmona en el acorde de la unidad, por cuanto ... las ideas del espritu comn se complementan callando en el alma del poeta... Por esto el poeta, figura ungida y a un tiempo maldita, surgido del mundo, pero lleno de divinidad, est colocado entre los hombres y los dioses y est llamado a contemplar lo divino para ofrecerlo a los mortales en imgenes adecuadas a la vida terrenal. El poeta procede de entre lo humano, pero sirve a la divinidad; su obra es un apostolado, una misin; escalera melodiosa por la que baja al mundo lo divino. Solamente gracias al poeta la humanidad puede vivir simblicamente en sus tinieblas lo divino. Como en el misterio de la Misa, en el poeta los humanos consumen la hostia y beben el vino, cuerpo y sangre de lo infinito. Y es por ello que el poeta est ungido sacerdotalmente y debe cumplir su voto de pureza.

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Este es el mito que constituye para Hlderlin el eje espiritual del universo: nunca vacil su fe en lo sagrado de la poesa y de all su esencia religiosa y sacramental. Todas las poesas de Hlderlin comienzan por una elevacin. Apenas su alma se dirige a la poesa, olvida todo su ser para tornarse el mensajero que el poder de Dios enva a los mortales. La "voz divina", el "anunciador del herosmo" o, como afirma en otro lugar, la "lengua del pueblo" ha de necesitar la elevacin en su palabra, figura sacramental y pureza personal, como es propio de un apstol de Dios. Y el poeta discurre sobre las gradas invisibles de un templo, a una muchedumbre tambin invisible, a una gente que existe solamente en su ensueo, a un pueblo, en fin, que todava no ha venido a la tierra, pues "lo inconmovible son los poetas que han de fundarlo". Cuando los dioses callan, hablan en su nombre los poetas, para dar forma a lo divino en lo cotidiano. As sus hbitos hacen el ruido de las vestiduras sacerdotales y como stas son limpias y sin manchas; as tambin su voz tiene siempre un tono elevado. Hlderlin nunca olvid esa vocacin de apstol, a pesar de las contrariedades y las desdichas de la existencia que llev; nicamente, ese mito se torn siempre ms sombro, y se convirti en tragedia, perdiendo toda caracterstica optimista y su significado de eleccin libre y feliz, para no ser ms que un destino de hroe. Todo lo que en su juventud se le apareci como una delicada bendicin, concluye por ser en la madurez una misin sublime, envuelta en nubes espesas, iluminada por los relmpagos de la fatalidad y acompaada por el airado tronar de fuerzas misteriosas: Los dioses que nos dieron la llama divina nos dieron tambin el divino sufrimiento. Hlderlin comprende sobradamente que la llamada de los dioses obliga a la renuncia de toda dicha; el ungido se convierte en planta de la selva celeste, marcada para que la reconozca el hacha del leador. La poesa pertenece a la fatalidad, y el poeta sabe que ha de rehusar los goces de la vida y entregarse sumisamente a las fuerzas ultraterrenas. Slo ser un hroe verdadero, quien renuncie a su cmodo hogar, para precipitarse en el torbellino de la tempestad. No basta anunciar lo heroico y lo trgico, es necesario vivirlo tambin. Bien lo dice Hiperin: "Si logras hacer un solo sacrificio al genio, quedarn rotos para siempre jams los vnculos que te atan a la tierra." Pero, solamente Empdocles comprende la espantable maldicin que cae sobre los que saben ver divinamente lo divino: Pero l destruir su casa y, corno un enemigo, destrozar el alma de los seres queridos:

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en su ruina sepultar a sus padres y an a sus hijos. Si no lo hiciera, nunca se asemejar a los dioses, nunca tendr su corona de luz... La postura del poeta ser siempre peligrosa, por su lucha contra poderes que no conocen frenos: es como el pararrayos solitario que concentra sobre s toda emanacin trepidante del infinito y brinda a los mortales en ondas de armona el fuego celeste que recoge. Est solo, ante la atmsfera tensa de las llamas sagradas, que son siempre una fuerza mortal. No est consentido al poeta reservar para s esa llama sagrada que ha recogido en s; no le est consentido callar su quemante profeca: En el fuego celeste se consumira el poeta: no conoce cautiverios la llama divina. Pero tampoco puede el poeta revelar lo indecible. Ocultar lo divino es delito, pero tambin es delito comunicarlo sin lmite alguno. El poeta ha de buscar en los hombres lo divino y lo heroico, y ha de sufrir sus miserias, abstenindose de maldecir a la humanidad: anunciar a los dioses y proclamar su magnificencia, aun cuando ellos lo dejen solo en la desdicha del mundo. Y as el silencio y la revelacin forman parte de consagrada vocacin. La poesa no es lo que Hlderlin crea en su juventud: una dichosa libertad, un suave equilibrio, sino un amargo deber, una esclavitud. Cuando se ha hecho el voto de obedecer, el voto vincula y obliga por toda la vida, y nunca podr arrancarse del cuerpo la quemante tnica de Neso y seguir fatalmente la suerte de Hrcules y de los otros semidioses. Los espritus que elige la poesa, estn elegidos para siempre jams. Hlderlin, pues, se da cuenta cabal de la tragedia de su sino; predomina en l, como en Nietzsche, como en Kleist, desde temprano, la sensacin de una cada dramtica o inevitable y la sombra siniestra est proyectada ante l diez aos antes todava. Mas ese dulce hijo de un pastor protestante posee como Nietzsche (a su vez hijo de pastor), la valenta y la decisin de medirse con el infinito. Nunca intenta, como hiciera Goethe, domar al demonio interior, nunca intenta siquiera ponerle freno. Goethe, para salvar el feliz tesoro de vivir, esquiva constantemente su destino: Hlderlin, alma de acero, se lanza a la brega con una sola arma: su pureza. Lleno de coraje y devocin -este dualismo vital nunca le abandon, ni en la existencia real, ni en la potica- alza la voz para evocar para los poetas, hermanos mrtires, lo santo de su fe y lo heroico de su deber: Nuestro deber impone afirmar la nobleza de nuestro anhelo que se propone plasmar la parte de infinito que hay en cada uno.

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No puede ni debe el poeta escatimar algo de la cotidiana felicidad que es el precio monstruoso precio- pagado por su vocacin. La poesa es un desafo lanzado a la fatalidad, es devocin y coraje. El que habla con el cielo, no puede temer ni los rayos ni los truenos, y menos puede temer al Destino. Descubierta la cabeza, debemos los poetas penetrar en lo profundo de la tempestad. Con nuestras manos debemos aferrar el rayo que precipita del cielo, y envuelto en canciones pasar a los hombres este divino relato. Slo nosotros tenemos el corazn pursimo como tienen los nios; slo nuestras manos son limpias e inocentes. Por eso el rayo que precipita del cielo, no nos destruye; el divino dolor nos estremece y sacude, pero firme eternamente el corazn permanece.

FAETN O EL ENTUSIASMO En ti, Entusiasmo, hallamos un sepulcro feliz.Nos hundimos mudos y alegresen tus olas, hasta or la llamada del tiempo;entonces, despertamos para tornar orgullososa la noche breve de la vida, como las estrellas . Hlderlin -no cabe negarlo- tiene muy escasos dones poticos adecuados a la heroica vocacin a la que ha sido llamado o, mejor, a la que se ha llamado a s mismo. En la capacidad y en la actividad de ese nio de veinte aos, nada hay que traicione su personalidad verdadera. El estilo de sus primeras composiciones, las imgenes aisladas, las mismas frases tienen un parecido casi de plagio con los versos de los maestros de su juventud en Tubinga, con las odas de Klopstock, con los himnos resonantes de Schiller o con la facundia alemana de Ossian. Sus temas poticos son pobres y nicamente el fuego juvenil con que los repite alcanza a ocultar o disfrazar la brevedad de sus horizontes. Su imaginacin va por un mundo indefinido, sin imgenes: el Parnaso, los dioses y la patria delimitan el crculo eterno de su ensueo. Aun las palabras y la reiteracin de adjetivos como celeste y divino se renuevan hasta ser montonos y molestos. Su pensamiento propio no tiene desarrollo todava; es por entero el de Schiller y de la filosofa alemana de la poca; recin mucho ms tarde, desde la profundidad de las tinieblas, apuntan con leve resplandor pocas frases misteriosas, casi de vidente, que no salen de su alma sino del alma del universo. En sus versos faltan asimismo los rastros de los elementos bsicos de la creacin literaria: una visin del mundo real, la gracia, el humor, el conocimiento humano, todo, en fin, lo que de lo humano procede. Pero Hlderlin rehusa constantemente el contacto con la realidad, y as esa condicin de ceguera para las cosas terrenales se convierte en

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un ensueo absoluto, en una visin irreal de un universo forjado solo de idealismo. La esencia de su composicin potica carece de sal y de pan, carece de colorido: resulta etrea, translcida e ingrvida y ni los aos de desdicha alcanzan a darle un matiz mstico y s apenas un misterioso aliento de premonicin. Adems su capacidad productiva es mezquina; parece trabada por una flojedad sensitiva, por la tristeza o por un trastorno nervioso. Al lado de la saturacin sabrosa de Goethe, que escribe poesas llenas de energa y de jugo vital, al lado de un campo tan frtil, en que trabaja una mano fuerte, al lado de esa tierra que absorbe todo el vigor del sol y de los elementos, pobre e indigente aparece el campo lrico de Hlderlin. Es posible que no haya habido nunca en la literatura alemana un poeta tan grande con tanta escasez de dones poticos. Su caudal material era insuficiente: todo lo era la ejecucin, exactamente como se acostumbra decir de los cantantes. Ms dbil que todos los dems, su alma creci sin embargo sustentada por un mundo ms elevado: sus dotes eran reducidas, pero su expansin alcanzaba lo infinito. En fin, la genialidad de Hlderlin era milagro de puridad y no genio artstico; era entusiasmo e impulso oculto. En su aspecto filosfico, el talento lrico de Hlderlin no se mide ni en longitud ni en profundidad: el poeta, nuestro poeta, es un milagro de intensidad. Si lo comparamos con la de Goethe o de Schiller, ambos todo fuerza arrolladora, la figura de Hlderlin resulta msera en su faz potica; al lado de esas dos figuras, l resulta tan modesto y frgil, como lo fue el Pobrecito de Ass, parangonado con las cumbres gigantes de la Iglesia en la Edad Media: Santo Toms de Aquino, San Bernardo o San lgnacio de Loyola. Hlderlin, como San Francisco, posee solamente la ternura transparente y angelical, el sentimiento extasiado de la fraternidad. Pero posee tambin la sublime energa franciscana, la energa de la dulzura y del entusiasmo y el mpetu exttico que eleva por sobre nuestra miserable esfera. Hlderlin como el Pobrecito de Ass, ser un artista sin arte, no un artista por fe evanglica en una vida superior, sino por el rasgo heroico de renunciamiento, como el de San Francisco en el mercado de Ass. Hlderlin est predestinado a la poesa no por una fuerza lateral o por un ingenio literario de tantos, sino por la capacidad de fundir todo su espritu en el xtasis, todo su ser en la exaltacin: la fuerza que lo arrebatar al mundo para precipitarlo en el infinito. Su poesa no mana de los nervios o de la sangre, de su linfa interior o de oportunidades personales: brota de un instintivo entusiasmo espasmdico, de su aspiracin hacia un mundo inalcanzable. Para Hlderlin no hay temas especiales que le inspiren con preferencia; l ve con ojos de poeta todo el universo y vive su existencia nada ms que poticamente. La misma tierra le parece una enorme e inmensa poesa pica; todo lo que toma en sus manos para darle forma, se torna en seguida pico, ya sea paisaje, ro, ser humano o sentimiento. Siente al ter con la caracterstica de un padre, como San Francisco senta su fraternidad solar. La piedra y la fuente son para l como labios que respiran una armona oculta; lo ms prosaico que trueca en palabra

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melodiosa. se convierte en seguida en algo inherente a ese mundo platnico; se vuelve translcido y convibra en suave armona de luz por el vigor de una expresin idiomtica que nada tiene de comn con la usual, si no es por la forma exterior de los vocablos. Sus palabras, slo porque l las emplea, brillan con resplandor nuevo, igual a aqul que da a una pradera el roco: resplandor que carece de aspecto terreno. Nunca, ni antes ni despus de Hlderlin, hubo en Alemania una poesa tan alada, tan liviana, tan parecida al vuelo de un ave; nunca mir nadie el mundo desde tanta altura, como la que desea alcanzar Hlderlin en su ardor entusiasta. Por esta razn, en sus versos todos los seres se nos antojan como contemplados a travs del ensueo, misteriosamente liberados de la fuerza de gravedad, como almas. Nunca -y en eso reside su grandeza y al mismo tiempo su limitacin-, aprendi Hlderlin a ver al mundo como es. Lo ha cantado, nada ms. No pudo llegar a sabio, se qued en soador y fantico. Pero la ignorancia deliberada de la realidad cre en l la magia ms elevada, que fue la eterna aspiracin a la puridad absoluta, el sumergimiento de la realidad en la luz de otros mundos, el ensueo permanente de la misma, que no tocar nunca con mano torpe para mirarla con puro corazn, La nica fuerza personal de Hlderlin es su mpetu interior. El poeta no desciende nunca a lo bajo, a lo terrenal, a lo que la vida cotidiana contamina; de un solo salto, como si volara, asciende a un mundo superior, donde est para l la patria. No vive en la realidad: tiene su mundo, un mundo propio, un "ms all" armonioso, y aspira a subir cada vez ms. Melodas tendidas all arriba, en lo infinito, quisiera volver hacia vosotras, eternamente! Se lanza siempre, como una flecha desde un arco misterioso, hacia las alturas, porque para sentir su propio "yo" le hace falta ascender y hallarse en esferas de sueo exaltado. Un temperamento de esta naturaleza deba estar siempre tenso peligrosamente, y lo estuvo desde un comienzo. Cuando Schiller habla de l, se refiere censurando, sin loas ni admiracin, a la violencia impetuosa de Hlderlin, a su falta de firmeza. Sin embargo, los indecibles entusiasmos en que se borra el espacio y el tiempo y que liberan al espritu para convertirlo en dios, esas convulsiones fuera del propio "yo" son la base, en la que se funda Hlderlin. Constantemente fluyendo y refluyendo, le es imposible ser poeta sin serlo totalmente, con toda el alma. En las horas negras de su vida, cuando no tiene inspiracin, Hlderlin es el ms miserable, el ms esclavo, el ms desesperado y sombro de los seres, en su exaltacin en cambio, es el ms feliz y el ms libre de todos. Pero, a fuer de sinceros, hay que reconocer que el entusiasmo de nuestro poeta carece de toda sustancia; est lleno solamente de entusiasmo y por lo mismo el poeta no se entusiasma, sino cuando canta el entusiasmo, que para l es sujeto y objeto a un mismo tiempo, y si no tiene formas es por ser suprema plenitud, y si no tiene lmites es por venir de lo eterno y volver a lo eterno. Shelley, que tiene un estrecho parentesco espiritual con Hlderlin, une siempre el

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entusiasmo a lo terrenal, para l se vincula a los ideales de la sociedad, al amor por la libertad o al progreso universal. El entusiasmo de Hlderlin, en cambio, hecho de humo, sube directamente al cielo y se pierde en la oscuridad; reposa slo en s mismo y nunca es ms que la sensacin de una dicha divina sobre la tierra. Para l el placer y su descripcin son una misma, una nica cosa: para describirlo debe gozarlo y para gozarlo ha de describirlo. De esta manera Hlderlin representa un estado ntimo que es esencial y nicamente suyo; su poesa es un canto sin interrupcin a la fecundidad, una protesta o una queja pasional por la esterilidad, porque "los dioses mueren, si el entusiasmo desfallece". La poesa se funde en el entusiasmo, y ste se resuelve slo en poesa, en canto. En el sentido potico de la necesidad universal, la poesa resulta as la liberacin individual y humana: Oh, entusiasmo! Roco del cielo! Eres t quien traer de nuevo la primavera de las naciones", afirma afiebrado Hiperin, y Empdocles, su Empdocles no es ms que el contraste increble entre el sentir divino fecundo y el terreno- ingrvido. El carcter de la inspiracin hlderliana aparece claramente en sus lricas trgicas. El fundamento de toda labor productiva es el sentimiento crepuscular, libre de alegras y dolores, de la meditacin ntima y del ensueo contemplativo: El que ignora las necesidades, en el mundo camina con la calma paz de los dioses; marcha a travs de sus propios sentimientos y el aire no osa molestar su ventura. Hlderlin ignora al mundo externo: en s alimenta y le alimenta la fuerza del entusiasmo. Nada le dice el mundo; el entusiasmo brota por s mismo, acreciendo por eso la felicidad: y de pronto en la noche negra del xtasis fecundo nace, chispa viviente, el milagro de la idea. Por lo tanto la inspiracin lrica de Hlderlin nunca surge de un pensamiento. de un hecho o de un acto volitivo, es algo esencial y propio, algo de su entusiasmo, que provoca la energa creadora. No se enciende al contacto de una superficie cualquiera; su fuego brota espontneo, como un milagro verdadero: ...sobre nosotros de pronto baja creador el genio; el alma enmudece y sufre el cuerpo el choque ms hondo, como si le tocara el rayo. El rayo divino que se enciende dentro de nosotros, es la inspiracin. Nuestro poeta nos describe este estado, por conocerlo tan bien, y en l la llama celeste destruye cualquier recuerdo de la realidad terrenal.

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Nos sentimos entonces como si furamos dioses, en su propio elemento, y la dicha, es un canto de cielo. Se borra en ese instante todo dualismo, el cielo abarca todo el sentimiento. Su Hiperin afirma: "Sentirse uno con el todo, es sentirse, es ser dios, es estar en el cielo". Faetn, smbolo vital de Hlderlin, ha alcanzado las estrellas en su coche de fuego y la armona sideral resuena en sus odos. En este xtasis vive Hlderlin el apogeo de su existencia. Sin embargo, hasta en estos instantes de dicha, hay una indefinida sensacin de derrumbe, de fracaso. No ignora en absoluto que se puede permanecer el momento de un relmpago en ese mundo celestial, ante esa mesa de dioses, donde se escancian el nctar y la ambrosa a los inmortales, y en seguida profetiza su destino: Unos instantes apenas vive el mortal la plenitud de los dioses; su vida luego no es ms que memoria perenne del instante. Al cabo del maravilloso viaje en el coche de fuego, como a Faetn, no le resta ya otra cosa que la espantosa cada, la inacabable cada al abismo sin fin. Entiendo que a los dioses no les place nuestra plegaria llena de impaciencias. Entonces la genialidad brillante y dichosa ensea al poeta el revs de la moneda, el tenebroso rostro del demonio. Libertado de la poesa, Hlderlin precipita pesadamente y se estrella en la existencia vulgar de cada da. Al igual que Faetn, cae no sobre la tierra, sino ms abajo an: sobre el mar oscuro de la tristeza. Goethe, Schiller, todos los dems retornan de la poesa como de una excursin o de un viaje; regresarn tal vez cansados, pero con el alma sana y los sentidos intactos. Hlderlin no: se rompe en la cada, se hiere y queda destrozado, sin poder huir ms que rara vez de la realidad. Cuando despierta del sueo del entusiasmo, es como si muriera su alma, y l, hipersensible, ve en el mundo solamente brutalidad y grosera: "Los dioses mueren si el entusiasmo desfallece. Cuando muere Psique, muere tambin Pan". No vale la pena vivir la vida vulgar: todo es sin sabor y sin alma, fuera de los instantes de entusiasmo. En esto se entienden las races de la tristeza especial de Hlderlin, que por cierto no era tristeza espiritual patolgica, sino apenas un contraste de la fuerza de sublime exaltacin, innata en su ser. Esa melancola, a la par que su entusiasmo, no viene de afuera, se nutre de s misma, por cuanto no cabe exagerar el valor del episodio de Diotima. Es nicamente la reaccin despus de la exaltacin y por la misma razn una virtud infecunda. Al elevarse en el ter, sentase permeado de infinito, casi formando parte del mismo; en su tristeza estril se halla terriblemente solo, espantosamente extrao a la vida. Por eso denominara a esa tristeza

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sentimiento de nostalgia, que despierta en el ngel cado el recuerdo del cielo perdido, aoranza sin lmites de una patria invisible. Hlderlin no intent alejar de su alma esa tristeza, como lo hicieran Leopardi, Byron y Schopenhauer, convirtindola en pesimismo terrenal. l mismo nos dice: "Soy enemigo de la hostilidad contra lo humano, que llaman misantropa". Su pietismo le veda renegar de una parte del todo, por pequea y sin importancia que ella parezca. Es que se sabe extrao a la realidad de la vida, ajeno a la vida prctica. No puede hablar a los mortales ms que con el canto, o, lo que expresa mejor la idea, su lenguaje, su discurso no pueden ser otros, para ser entendidos. As la creacin potica resulta para l como una necesidad ineludible. La poesa es para l un amable asilo en que puede refugiarse, para huir de este extrao pas que es el mundo. Ningn poeta enton nunca con mayor devocin el Veni Creator Spiritus, porque l sabe que todo poder creador viene siempre del cielo, como el vuelo del ngel, y nunca nace de s propio; cuando no est en xtasis, pasa por el mundo sin dioses como un ciego. Para l, "cuando muere Psique, muere Pan tambin" y la vida no es ms que un cmulo de cenizas, sin la llama ardorosa del espritu que se abre para florecer. Mas su melancola es impotente contra lo terreno; su tristeza no tiene voz; candor de auroras, cuando llega el crepsculo del da, permanece en silencio y se deja llevar por el oleaje, como el cadver de s mismo, hasta el fin de su existencia, poeta siempre, aun si no logra dar expresin a sus sensaciones: con las alas rotas, Hlderlin se convierte as en el espectro de la tragedia: en Scardanelli. Waiblinger, el escritor que le conoci bien, y estuvo cerca del poeta en el perodo en que su alma ya estaba cubierta de tinieblas, lo retrat en una de sus novelas con el nombre de Faetn, el nombre que los griegos dieron al adolescente que subi a un carro de llama, para llegar hasta los dioses. Los dioses dejan que Faetn se acerque; su marcha alada cruza el firmamento dejando un reguero de luz, pero luego precipita cruelmente en la oscuridad. Los dioses castigan a quien quiera acercrseles demasiado; despedazan su cuerpo, oscurecen sus ojos y arrojan al osado a la sima del destino. Y, sin embargo, aman al audaz que se aniquila por aproximarse a la divinidad, y por la misma razn bautizan con su nombre, figura ideal que servir de ejemplo, a los astros eternos.

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EL INGRESO AL MUNDO El corazn humano se queda muy a menudo adormilado, corno semilla envuelta en yermas cortezas; pero un da, llegar su hora. Cuando sale de la escuela, Hlderlin ingresa al mundo como a un territorio hostil: sabe, en su fragilidad, la guerra que le aguarda. Antes de bajar del carruaje de postas, que adelanta chirriando por el camino, ha escrito ya -extrao smbolo- el himno que se titula El Destino, dedicado a la madre de los hroes, "la necesidad de brazo de acero". Al partir, el poeta lleva su carga de presentimientos y sabe que habr de caer. Al parecer, todo se le ofrece lleno de promesas: el mismo Schiller, personalmente, lo ha apoyado para el cargo de preceptor ante Carlota von Kalb, puesto que se ha rehusado a ser pastor, como quera su madre. En toda Alemania no hay otra casa seorial en que merezcan tanto honor el entusiasmo y la emocin, como sta de Carlota; no hay otra tampoco donde su sensibilidad y su timidez hallen mayor comprensin. La misma Carlota, mujer "incomprendida", entenda en alto grado a las almas sentimentales, por haber sido la amante de Johann Paul. Von Kalb tambin le recibe con extremada cortesa, y el joven le cobra muy pronto sincero afecto. Por la maana Hlderlin es libre completamente; puede hacer poesa. Las excursiones, las cabalgatas, los paseos con la familia, le acercan otra vez a la naturaleza, que por algunos aos haba tenido que olvidar, y durante sus viajes a Jena y Weimar, Carlota, que es mujer de gran inteligencia, trata de presentarlo en los crculos de mayor distincin, y as puede conocer a Goethe. Hlderlin no poda esperar algo mejor, y sus primeras cartas rebosan entusiasmo y, a veces, optimismo; "ahora que no tengo preocupaciones ni pjaros en la cabeza, comienzo a engordar", escribe en broma a la madre. Manifiesta su alegra por la gentileza de sus amigos, que someten a Schiller y hasta publican los primeros trozos de Hiperin, aunque se trate solamente de un esbozo. Parecera por un instante que Hlderlin ha hallado su domicilio en el mundo. Ms en su ntimo aparece muy pronto el demonio de la inquietud, el espritu diablico de la intranquilidad que se lo lleva como la crecida de un torrente. En sus cartas apunta un dejo de tristeza y leves lamentos por su falta de libertad. Su secreto es evidente: quiere irse, porque no puede vivir sometido a un empleo, pero Hlderlin no percibe al demonio que lleva dentro, que le veda tener relaciones, y no sabe todava que lo que lo mueve es su encendida voluntad, su mpetu ntimo. Por incomprensin cree que todo se debe a su molesta testarudez de muchacho, a su vicio secreto que le resulta indomable. Ah est la incapacidad existencial de Hlderlin: puede y sabe ms que l un nio de nueve aos... Y deja el empleo.

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Carlota, cuando le ve partir, comprende la razn y, para consolarla escribe a la anciana madre la dura verdad: "Su alma no puede tener contacto, descendiendo, con las miserias y las tareas del mundo, ms an, su alma padece demasiado por estas cosas". Por s mismo Hlderlin destruye todas las formas vitales que se le siguen brindando. Falso de toda falsedad es el concepto corriente, de carcter meramente sentimental, expuesto en las biografas del poeta y que afirma que Hlderlin sufri en todas partes humillaciones y ofensas, y que en Waltershausen, en Francfort, en Suiza se le quiso convertir en lacayo, atormentando as su sentido de la dignidad. Eso no es verdad: por doquiera se intent favorecerle. Mas su piel era demasiado fina, su sensibilidad excesiva, su alma demasiado dolorida. Se puede decir de Hlderlin y de otros caracteres parecidos, lo que Stendhal reflej en el espejo y personific Enrique Brulard: "Lo que apenas desflora a los dems, me hiere hasta sangrar". Hlderlin ha sufrido ya el encontronazo del mundo, que para l no es ms que vulgaridad, dependencia y esclavitud: nicamente en la poesa podr hallar la felicidad. Fuera del mundo lrico Hlderlin respira apenas, se ahoga; sus manos tantean en el vaco que lo circunda y el aire de la tierra lo asfixia. Asustado por tanta lucha que se le presenta a cada paso, se pregunta: Por qu no podr estar tranquilo como un nio, si nada me veda que me dedique a mi ingenua diversin y todo lo que me circunda es agradable?" No sabe an que es un inadaptado incurable y llama azar y casualidad a lo que es demonaco: su vocacin. Cree que la poesa y la libertad son algo que pueda unirlo al mundo, y se atreve a darse a la vida libre, sin cortapisas, confiando en la obra que ha de cumplir. Saborea la libertad y se dispone a pagar por una vida libre, netamente intelectual, cualquier privacin. Durante el invierno pasa das enteros en el lecho, para economizar la calefaccin; come una sola vez por da; deja de beber vino o cerveza; renuncia en fin al placer ms simple. En Jena nada ve; slo asiste a algunas conferencias de Fichte, de vez en cuando Schiller le concede algunas horas de agradable compaa. Habita un miserable cuartucho, que no es una habitacin. Pero su espritu pasea con Heperin por la Grecia, y casi podra estimarse feliz, si no estuviera predestinado a la intranquilidad y al paroxismo.

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EL ENCUENTRO PELIGROSO Oh, si nunca hubiera ido a vuestra escuela! Cuando se decide a vivir libre, la primera cosa que hace Hlderlin es pensar en la parte heroica del vivir, en el mpetu hacia lo grande. Pero antes de hallar el pensamiento heroico en su alma, quiere conocer a los "grandes espritus", a los poetas. Quiere ver las cumbres consagradas. No le lleva, pues, a Weimar el azar. No. All est Goethe, est Schiller, est Fichte, y en torno, brillantes satlites, Wieland, Herder, Johann Paul, los Schegel, todo el zodaco espiritual de Alemania. Su alma lrica que aborrece lo que no es poesa, quiere vivir en ese elevado ambiente y respirar ese aire espiritual. Cree que all estar el nctar divino, el espritu de la antigedad, para ensayar sus fuerzas en esa gora, en ese foro de luchas poticas. Antes, el joven poeta quiere prepararse a la lid, porque, en su faz intelectual, no se halla digno an de sentarse, por sus ideas y su cultura, al lado de Goethe, espritu que abarca el universo, al lado de Schiller, alma de coloso, que se vuelca en abstracciones sublimes. Por esta razn comete el eterno error de todos los alumnos, que quieren formarse en un modo sistemtico; desea cultivarse y comienza a estudiar filosofa. Como Kleist, hace violencia a su temperamento que es espontaneidad plena, intenta anatomizar el cielo que es su felicidad y trata de someter sus ensueos de poeta a las doctrinas de los filsofos. A mi entender, nadie ni nunca se ha dicho crudamente el enorme dao que ha sido para todos los poetas alemanes y no slo para Hlderlin, encontrarse con Kant y su Metafsica. Los historiadores literarios podrn creer digno de aplauso que los lricos de esa poca trajeran a su ncleo potico la ideologa kantiana, sin embargo los espritus libres deben admitir el perjuicio incalculable producido por la invasin dogmtica en el campo de la poesa. Creo firmemente que la influencia de Kant redujo enormemente la creacin potica de la poca clsica, porque esa creacin sufri demasiado la maestra de construccin sensual, la euforia lrica, el vuelo libre de la fantasa, por someterla a un criticismo esttico. Torn estriles las cualidades puramente poticas de quienes abrazaron sus teoras. No poda ser de otra manera: no puede fecundar la fauna y la flora de la imaginacin un ser puramente cerebral, framente razonador. Este hombre que no conoci mujer, que no sali de su provincia, que en su regularidad se asemejaba a un delicado mecanismo inflexible de reloj y se aferr as a su existencia por ocho, diez, doce lustros: ese hombre sin espontaneidad, sometido a un mtodo rgido, porque su genialidad no era ms que fanatismo constructivo, no poda nunca ser til a un poeta, que vive nicamente por sus sentidos, se eleva por su inspiracin y se deja arrastrar a la inconsciencia por la pasin.

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Kant, con su influencia deletrea, alej a los clsicos de su esplndida pasin, la ms lrica, que tena todo el vigor y el color del Renacimiento y los desvi lenta e insensiblemente hacia un nuevo humanismo: a la poesa de y para los eruditos. Nadie puede negar que para la poesa alemana ha sido una prdida irreparable y enorme, que Schiller, el colosal forjador de figuras poticas, se atormentara en dividir a la poesa en dos familias o especies: la ingenua y la sentimental, y que Goethe disertara con los Schlegel sobre clsicos y romnticos. La excesiva luz filosfica ciega a los poetas, sin que se den cuenta, porque es luz inalterable; justamente al llegar Hlderlin a Weimar, Schiller ya no posee esa embriagadora inspiracin primigenia y Goethe -cuya salud reaccion siempre contra la metafsica metdicase dedica con ahnco a la ciencia. Las cartas cambiadas entre Schiller y Goethe nos muestran a las claras en qu campo de accin hervan sus ideas de ese perodo; esa correspondencia es un documento magnfico, contienen una maravillosa idea del universo, pero nadan en el racionalismo: son el epistolario de dos filsofos, de dos profesores de esttica, pero no una confesin de poetas. Cuando Hlderlin llega al crculo de Weimar, la poesa ha sido desplazada de su centro por la constelacin kantiana y ha sido dejada a la periferia. Se ha iniciado la poca del humanismo clsico. Por fatal contraste con Italia, los espritus ms grandes de la Alemania de entonces, no han buscado refugio, como Dante, Petrarca y Boccaccio, en la poesa, para escapar del fro ambiente de lo erudito; a la inversa, Schiller y Goethe han abandonado el divino mundo de la creacin, para retirarse en la frigidez de la esttica o de la ciencia. Y esos aos divinos nunca volvern. La juventud, que ha tomado a las dos grandes figuras como prototipos, padece la mortal demencia de la formacin filosfica. Novalis, alma serficamente abstracta, y Kleist, mpetu pleno, a pesar que su temperamento rechaza al espritu positivo de Kant y de su escuela, se dejan llevar a la deriva, sin rumbo, hacia el elemento hostil. El mismo Hlderlin, inspiracin pura, que aborrece el mtodo, indomable, raro y rebelde por deliberacin, violenta su carcter y se liga al anlisis filosfico, sintindose constreido a usar la jerga esttico-filosfica que predomina. Toda su correspondencia de los aos de Jena est saturada de inspidas explicaciones de ideas y de intentos para filosofar, elementos completamente opuestos al enorme deseo que le roa. Hlderlin es justamente un espritu ilgico, no intelectual; sus ideas, enormes como relmpagos geniales, no pueden articularse; resisten a cualquier combinacin, a cualquier mtodo. Define y seala muy bien sus lmites, lo que l afirma del espritu de creacin: Reconozco slo lo que florece natural: no reconozco lo que surge de la meditacin. Un alma as puede manifestar solamente la voluntad de llegar, pero no puede trazar mtodos o concepciones. Las ideas de Hlderlin son meteoros -piedras del cielo y no de la

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tierra- y no pueden ser pulidas y colocadas regularmente como para construir una pared, es decir, un sistema, porque un sistema no es otra cosa que un muro. Esos aerolitos quedan como han cado, no necesitan ser pulidas, no necesitan ser modificadas. Goethe dijo una vez algo acerca de Byron, que mejor, mil veces cuadra a Hlderlin: "Cuando razona es un nio; cuando es poeta, es grande, y slo entonces." Desgraciadamente, ese nio ocupa un banco en la escuela de Fichte y Kant y se ahoga, con desesperacin, en las teoras que le exponen; un da el mismo Schiller le advierte: "Siempre que pueda, huya usted de la filosofa; es muy ingrata. Prefiera quedar en las cercanas del mundo sensible: no tendr peligro de perder el entusiasmo". Pasar mucho tiempo, antes de que Hlderlin reconozca el peligro que corre en el laberinto de la lgica. Una merma en su creacin, como el mejor barmetro, le alarma un da y le dice que a pesar de ser todo alas, ha cado en un crculo que lo asfixia. Y al darse cuenta, rechaza todo sistema filosfico: "Por algn tiempo no entend por qu el estudio filosfico, fuente de tantas satisfacciones, me causaba nerviosidad, inquietud y hasta sufrimiento, a pesar de la calma que ese estudio requiere, y aumentaba todava mi desasosiego, a medida que me concentraba ms en l. Ahora comprendo que esto ocurra, porque me alejaba de mi ser, de mi temperamento." Es la primera vez que descubre el poder de su misin potica, tan celosa que no le deja tomar parte en la vida material. Su carcter exige que se cierna entre dos mundos: el superior y el inferior; no hallara el reposo ni en la abstraccin ni en la realidad. La filosofa engaa de esta manera a su esforzado alumno: en su alma toda duda, inspira otras dudas an y no acrecienta de ningn modo la seguridad, la certidumbre, que anhelara. Mas la segunda decepcin, ms llena de peligro, le viene de los poetas. A la distancia, le parecan mensajeros ultraterrenales, ministros de la fe que elevaran su alma a Dios. Lo pareca tambin que su propio entusiasmo aumentara al tomar contacto con ellos, con Goethe y, sobre todo, con Schiller, cuyas obras ley durante noches enteras en el Seminario de Tubinga, y cuyo Don Carlos fue para l como "la nube fantasmagrica de su juventud". Le pareca y lo esperaba, que ellos ofreceran a sus dudas el impulso hacia el infinito, el ardor nobilsimo, que transfiguran la vida. En esto reside o comienza el eterno error de la segunda y tercera generacin, que quiere seguir a los maestros, olvidando que el tiempo se desliza sobre las obras perfectas como sobre el mrmol de las estatuas, sin daarlas, lo que no ocurre con los hombres, an si son poetas; las obras siguen siendo lo que son: los hombres envejecen. Schiller es ya consejero nacional, Goethe consejero privado, Herder consejero municipal, Fichte profesor universitario. Ya no tienen inters en la creacin potica; lo concentran exclusivamente en los problemas poticos y la diferencia es evidente. Todos estn ligados a su obra, han echado anclas en la vida y nada existe para un hombre tan ajeno e inolvidable, como la propia juventud: el malentendido est fatalmente ligado a la edad.

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Hlderlin esperaba de ellos el impulso entusiasta, y ellos le predicaron la moderacin; ansiaba encenderse de llama a su lado, y ellos apenas le iluminan de plida luz; a su lado confiaba en una vida libre y espiritual, y ellos tratan por todos los medios de obtenerle un buen empleo burgus. En ellos trataba de hallar bros para la terrible lucha que el destino deba depararle, y ellos, con toda buena intencin, le sugieren una paz honrosa. Iba a inflamarse y ellos quieren apagar su fuego. A pesar de las afinidades espirituales, a pesar de las simpatas, el ardor de la sangre de Hlderlin, enfrentado a la sangre entibiada de ellos, origina la incomprensin, el malentendido. El primer encuentro con Goethe resulta ya simblico. Hlderlin visita a Schiller y en casa de ste se encuentra con un anciano seor, que le hace pocas preguntas heladas, a las que l contesta con indiferencia; esa misma noche, con verdadera congoja, se entera de que ha estado con Goethe. Espiritualmente no lo reconocer nunca ms, como tampoco Goethe nunca reconoci a Hlderlin durante casi cuarenta aos. Como compensacin, Hlderlin experimenta la atraccin de Schiller, como Kleist la de Goethe; los dos se sienten atrados solamente hacia uno de esos astros e, injustos como todos los jvenes, olvidan enteramente al otro. Goethe no comprende mnimamente a Hlderlin, al decir que "sus versos son un esfuerzo placentero, que se diluye en la satisfaccin de la obra" y no alcanza a ver la pasin insatisfecha de Hlderlin, al alabarle por "su discreta intimidad, sus atractivos y su mesura", y al recomendarle sobre todo las pequeas poesas, olvidando que Hlderlin es el verdadero creador del himno en la poesa de Alemania. El sentido especial de Goethe, con que siempre descubri al demonio ntimamente oculto, en este caso fall lamentablemente y es por esta razn que no se alarma, como saba hacerlo al sospechar lo demonaco; en sus relaciones con nuestro poeta no lo hizo y por eso demuestra para con l una ingenuidad entre amable e indiferente: mira a Hlderlin con ojos superficiales, sin esforzarse nunca hacia lo hondo. Esto hiri enormemente a Hlderlin, de tal manera que cuando se hundi en la tenebrosa demencia, se revolva airado si algn visitante le nombraba a Goethe, porque entre las nieblas de su desvaro, cosa extraa y curiosa, siempre recordaba las simpatas o las antipatas del pasado. Como todos los poetas de su poca, Hlderlin tambin sufri la obligada desilusin, el amargo desengao que hizo decir a Grillparzer, el poeta hermtico y fro, con meridiana claridad: "Goethe se dio a la ciencia, y en su gran quietismo pide mesura, inercia, pasividad, mientras que dentro de m se queman en mil centellas todas las teas de la fantasa". El mismo Goethe, el ms sabio, no lo fue bastante para comprender en su ancianidad que juventud no es ms que otro nombre de la exaltacin. Entre Hlderlin, pues, y Goethe las relaciones no fueron ms que un hilillo muy delgado, si el primero, con su acostumbrada modestia, hubiese seguido los consejos del segundo, y hubiera reducido su periferia, reducindose a ser un idlico o un buclico, su propia misin hubiera estado en grave peligro de zozobrar; la resistencia con que se opuso a Goethe, fue as.

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en el sentido mejor, expresin del instinto de conservacin. En cambio las relaciones con Schiller resultaron trgicas, trgicas y tempestuosas (para Hlderlin), porque tuvo que enfrentarse deliberadamente con el hombre que amaba, que le haba formado, como maestro, espiritualmente. El fundamento de su concepto del universo es el culto que profes por Schiller; y cuando ste, suave, reservado, tibio e inquieto, provoca en el alma sensitiva un verdadero sismo, es el universo de Hlderlin el que tambalea y amenaza precipitar; la incomprensin de Schiller y Hlderlin es algo tico, una defensa afectuosa y dolorosa, una desacuerdo comparable nicamente al que hubo entre Wagner y Nietzsche. Tambin aqu es el alumno el que defiende su pureza de ideales contra su propio maestro y prefiere ser fiel a s mismo a ser fiel al proselitismo. Por lo dems. Hlderlin se conserv ms fiel a Schiller, que el mismo Schiller para consigo. En realidad, Schiller en esa poca domina todava sus cualidades poticas; infunde an a sus palabras el nfasis que penetra hasta lo ms ntimo del alma alemana. Schiller, sin embargo, ha visto antes que Goethe, cmo se iba helando su alma; asmtico, avejentado, se pasa la vida sin salir de su cuarto, hundido en un silln de enfermo. No se ha desvanecido, es verdad, su entusiasmo lrico, pero se ha convertido en entusiasmo intelectual, en teora: el poder creador, rebelde y efervescente del poeta que dio al mundo su In tyrannos ha cuajado en una Metdica del idealismo; su espritu de hoguera se ha vuelto apenas una lengua de fuego; su fe se ha trocado en optimismo, perfectamente adaptable a los propsitos burgueses: una forma de liberalismo. No vive ya ms emociones fras, intelectuales, que nada tienen de integral, como quiere Hlderlin, que no comprenden todo el ser, toda la vida. Debi ser una hora extraa aquella en que Hlderlin se encontr con Schiller, porque el primero era un hijo espiritual del segundo, no por cierto en la forma del verso o en su orientacin, sino en toda su ideologa, en toda la fe que pona Schiller en la elevacin humana. Hlderlin est elaborado de su misma sustancia, es hijo suyo como los hroes de sus obras, como Poa y Max Pccolomini: no puede dejar de ver en Hlderlin un reflejo de su "yo", su verbo hecho carne viva. Hlderlin es justamente todo lo que Schiller exiga a la juventud: pureza, exaltacin, entusiasmo; es el postulado schilleriano convertido en hombre, idealismo trocado en premisa de vida. Y Hlderlin vierte realmente ese postulado, cuando Schiller exige apenas el idealismo dogmtico-retrico. Hlderlin cree en los dioses helenos, que para Schiller no son otra cosa que alegoras decorativas; vive con uncin religiosa y potica nicamente para la vocacin de poeta, que Schiller conceba slo como problema ideal. Y de repente, ste comprueba que en Hlderlin estn encarnadas todas sus teoras idealistas. Es fcil comprender el espanto de Schiller al ver su postulado hecho vida, hecho hombre, lo reconoce de inmediato: "Hall en sus versos mi propia esencia", escribe a Goethe: "y no es la primera vez que este poeta me recuerda a m mismo". Por eso se dobla respetuoso ante el joven todo fuego y, sin embargo, humilde, y lo hace como si estuviera ante su propia figura juvenil, tan alejada ahora

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en el pasado. Ese ardor volcnico, esa exaltacin, sin embargo, que trata siempre de suscitar en su obra, resultan para Schiller, ya maduro, como un gravsimo peligro para la existencia normal; humanamente, no puede aplaudir Hlderlin lo que siempre exigi en el orden potico: efervescencia que juega la vida a una sola carta. Trgicamente apartar de s a su misma creacin, ese idealismo entusiasta, inadecuado a la vida humana. Por vez primera se enfrenta Schiller con la peligrosa contradiccin que hay en dividir la vida ntima entre la poesa heroica y el cmodo vivir burgus. Mientras coloca coronas de laurel a sus alumnos poticos, Posa, Max, Moor, y los enva a morir, porque son demasiado, grandes para la vida en la tierra, se detiene perplejo ante esta otra creacin suya, ante Hlderlin: comprende demasiado que el idealismo sembrado por l como semilla de fuego en la juventud de Alemania, cabe solamente en el mundo ideal, en el drama y que, all en Jena y en Weimar, entregarse incondicionalmente a la poesa, doblegar ntimamente la voluntad al servicio demonaco, equivale necesariamente a la perdicin de toda una juventud. "Posee un subjetivismo peligroso; se halla en grave estado, porque caracteres tales no se pueden guiar ms que con enorme dificultad". Y considera entonces a Hlderlin como un fenmeno ambiguo, apodndole "iluminado", con el mismo significado que daba Goethe a sus palabras llamndolo "patolgico" a Kleist. Intuitivamente ambos reconocen al demonio interior, la tensin ntima, ardorosa y explosiva. En la poesa, Schiller alaba a esos jvenes con un lirismo exaltado que nace de lo ms profundo de su sentir: en la realidad vivida, bondadosamente, intenta solamente moderar y apagar a Hlderlin Se interesa por su vida personal, privada; trata de colocar sus poemas en una casa editora; se hace paternal para con el joven aedo. Con dulce presin se esfuerza por limitar sus entusiasmos, su peligrosa tensin interna, sin calcular que esa leve presin es suficientemente fuerte, a pesar de su suavidad. como para hacer aicos aquella alma suprasensitiva. Paulatinamente se complican as las relaciones entre ambos. Schiller, con ojos que conocen el destino, ve pendiente sobre la cabeza de Hlderlin el hacha destructora; Hlderlin se siente una vez ms incomprendido, y justamente por el solo hombre a quien se entregara por entero, con el alma, y se sometiera fatalmente, en abandono total. Hlderlin haba confiado recibir de Schiller un impulso nuevo, un nuevo robustecimiento. Dice Hiperin: Una sola palabra buena, de labios de un hombre honesto, es como agua espiritual, que mana de las entraas del monte v nos da el vigor misterioso del cosmos. Por desgracia, tanto Schiller como Goethe le dan esa agua gota a gota, tmidamente; nunca le inundan de entusiasmo ni le encienden el corazn. La vecindad de Schiller concluye por resultar para Hlderlin una real tortura: "Siempre quise verle, pero cuando le vi, me toc comprender que yo nada poda significar para usted", as le escribe en un adis dolorido, hasta manifestar claramente su desinteligencia: "Por ello ha de permitirme usted que le diga

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sinceramente: muy a menudo lucho en secreto contra su genio, para poder libertar mi vida de su influencia de usted". Ha visto por lo tanto que no puede entregar su ntima esencia a quien critica sus versos, apaga su exaltacin y parece tener ms agrado en la mezquindad y en la tibieza, que en la tensin y en el entusiasmo. Orgulloso en su humildad, concluye por esconder a Schiller sus creaciones ms substanciosas, ms firmes, y le somete lo ms teatral y epigramtico de su obra. Hlderlin no sabe defenderse: apenas le es consentido inclinarse u ocultarse; no tiene otra postura. Sigue estando siempre de rodillas ante sus dioses juveniles; nunca pierde la veneracin y el agradecimiento para con aquellos que constituyeron la "nube fantasmagrica de su juventud" y le revelaron el secreto del lirismo. Ahora Schiller le dirige de cuando en cuando una palabra gentil y Goethe pasa a su lado sin verle, indiferente y ajeno; mas los dos le dejan arrodillado, hasta que se quiebre la columna dorsal. Por eso el encuentro con esos dos grandes fue para Hlderlin una cosa fatal y peligrosa; ha perdido ese ao de libertad absoluta que pas en Weimar y en el cual crea poder terminar sus obras. De nada le ha valido la filosofa, miserable hospicio para poetas desdichados; de nada le han servido tampoco los poetas. Su Hiperin ha quedado un torso mutilado, el drama est sin terminar y sus recursos, a pesar de la ms severa economa, se han agotado. Ha perdido, al parecer, la primera batalla para alcanzar un vivir de mera poesa. Y vuelve a ser una carga para la madre: cada bocado de su pan est saturado de reproches disimulados. Sin embargo, ha vencido a su peor adversario; no ha dejado destruir la integridad de su entusiasmo; no se ha dejado refrenar ni ablandar por los que hablaban de sus intereses. Su genialidad se ha afianzado ms hondamente en elemento y su demonio ha sabido impedir que se acomodara a las cosas sensatas que le aconsejaban. Por esta razn contesta con un violento exabrupto a los intentos de Schiller y de Goethe, que quieren llevarlo a la poesa idlica, buclica. En Euforin Goethe haba dicho al bardo: Camina suavemente, y muy suavemente; no seas osado, para evitar ruina y perdicin. Si amas a tus padres, frena tus impulsos que por sobrehumanos, son exceso violento. Confrmate embelleciendo en silencio tu campo. Y lleno de pasin Hlderlin le contesta: Qu puedo domar, si el alma se consume al verse prisionera? Por qu vosotros, almas relajadas, de mi propio elemento que es llama, arrancarme queris y yo no puedo

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vivir, sino en la brega combatiendo? El elemento de llama, el entusiasmo en que vive espiritualmente Hlderlin, como una salamandra, pudo ser salvado del helado abrazo de los clsicos; ebrio de su sino, el poeta que no puede vivir sino en la brega, combatiendo, se lanza de nuevo a la lucha, a la vida y en esa fragua entonces se forja su pureza. Lo que deba quebrarle, templa mejor su espritu y lo que templa su espritu, concluye por quebrarle...

DIOTIMA El destino, a pesar de todo, arrastra a los dbiles. Madame de Stal dej escrito en su diario: "Francfort es una ciudad muy hermosa; all se come perfectamente bien y todo el mundo habla francs y se llama Gontard." Y en una familia de apellido Gontard el poeta fracasado entra como preceptor de un nio de ocho aos. Su espritu impresionista no ve al comienzo, como en Waltershausen, ms que "buena gente, como hay poca" y se halla a su gusto, aun cuando ha perdido ya mucha de su energa impulsiva. Escribe melanclicamente a Neuffer: "Por lo dems soy como una planta floreciente, que ha cado a la calle, quebrado el tiesto que la contena; se han perdido los brotes ms tiernos, las races estn mutiladas y slo pueden salvarse de perecer, ahora que ha sido plantada nuevamente, a fuerza de muchos cuidados". Hlderlin comprende exactamente su fragilidad, que no puede respirar ms que un ambiente de idealismo y poesa, en una Hlade de fantasa. En realidad, en ninguna parte, ni en Waltershausen, ni en Francfort, ni en Hauptwyl, hubo de soportar una vida muy dura: pero todos esos lugares, por ser reales y determinados, a sus ojos son trgicos. Ya Keats, su hermano espiritual, dijo una vez: "El mundo es demasiado brutal para m". Almas de tal ternura no podan soportar ms que una vida lrica. Por eso el sentir lrico de Hlderlin se dirige hacia la sola persona que en ese ambiente puede considerarse como un sueo, como un ngel del "ms all". Esa persona es la madre de su alumno, Susana Gontard, su Diotima. Un busto que se ha conservado hasta hoy, resplandece en sus facciones toda la pureza helnica y en este aspecto la ve Hlderlin desde el primer instante. "No es cierto? Es una figura griega", murmura al odo de su amigo Hegel, que

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le visitara en Francfort. "Parece pertenecer a otro mundo, que nada tiene de terrenal". Y ella, cada entre los hombres como l busca su propio elemento, dolorosamente: Sufres y callas en la incomprensin; alma noble, miras el mundo y callas, porque en vano buscas a los tuyos en plena luz solar: esas almas tiernas y grandes en ninguna parte estn. El eterno soador que es Hlderlin ve en la esposa del que le da el sustento, solamente a una hermana, a una mujer exilada de la esfera ntima que l tambin suea, y en este hondo sentimiento de afinidad no llega a fundirse ninguna idea sensual. Cualquier pensamiento suyo vuela siempre hacia arriba, hacia lo espiritual. Por vez primera en toda su vida, ha hallado en el mundo una figura del ideal presentido y, con rara concordancia con los versos que Goethe dirigiera a Carlota de Stein: T fuiste hermana ma o esposa quizs, en los tiempos que ya fueron vividos, l mismo saluda a Diotima, como si la hubiese aguardado largos aos o como si hubiera sido una hermana en alguna vi- da anterior: Diotima, noble espritu, hermana ma, pariente ma divina, ya te haba conocido en un mundo pasado, antes de tenderte la mano. Es la primera vez que en este mundo estragado y fragmentario alcanza a ver en la ebriedad de la exaltacin una criatura que es "todo y uno". Cortesa y nobleza, calma y viveza, alma y corazn, y belleza adems: eso es la privilegiada mujer. Y es tambin la primera vez que en una carta de Hlderlin aparece la palabra felicidad como un eco de msica triunfal. "Aun soy feliz como en el primer instante; ella representa para m una risuea amistad sagrada y eterna, porque es un alma desterrada sobre esta tierra de miseria, desorden y vaco. Mi sentimiento de la belleza no se equivoca y no me engaa: se orienta ya para toda la vida hacia ese rostro de madonna. Mi intelecto se afina a su lado y mi alma perturbada se aquieta y descansa junto a ella, en una paz apacible". Susana ejerce sobre Hlderlin una influencia enorme, porque logra infundirle serenidad: un ser todo xtasis como l, no necesita aprender de una mujer la esencia de la llama y la felicidad, para ese corazn volcnico, es la eficacia saludable del reposo; sa es la influencia de Diotima sobre l: la moderacin. Lo que no haba podido Schiller, lo que no haba podido ni la misma madre, lo puede esa mujer que con armnica dulzura sabe domar su espritu inquieto.

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En las pginas de Hiperin se adivina su mano y su ternura maternales. Se observa cmo ella intenta volver a ganar la vida de ese joven casi perdido, porque, como escribe Hlderlin, "con sus consejos, con sus afectuosas advertencias ella intenta siempre hacerme hombre normal y aun alegre, y me enrostra suavemente el desorden de mi cabellera, el descuido de mis ropas y mis uas consumidas". Le cuida con ternura como si fuera un nio impaciente, mientras sera l quien debera velar por los hijos de ella, y en esta agradable y calma atmsfera Hlderlin se siente feliz. " T sabes muy bien -escribe a un amigo ntimo- como era yo, como viva sin fe. Mi alma estaba cerrada para todo, lo que me haca miserable. Podra ser yo tan dichoso y alegre como un pjaro, si no hubiera conocido a este ser nico?" El mundo se le aparece ms puro y santo, porque ahora su espantosa soledad se ha trocado en armona: Mi corazn est lleno de la vida ms bella Desde que amo, no hay en l una santidad ? El cerebro de nuestro poeta qued libre por breve temporada de su eterna misantropa. Por algn tiempo el hado ya no me oprime. Por una vez, por esta sola vez, en fugaces momentos, su existencia alcanza el equilibrio rtmico y armonioso de la poesa. Por desgracia, el demonio terrible vigila siempre en su interior: ...La flor divina y tierna de la serenidad no floreci largo tiempo. Hlderlin pertenece al nmero de aquellos que no pueden descansar mucho tiempo en el mismo sitio. Hasta el amor "slo le apacigua, para tornarlo luego ms salvaje", como afirma Diotima de Hiperin, hermano espiritual de Hlderlin. El mismo, excitado por los presentimientos, no ignora la desdicha que lleva dentro y sabe demasiado que no han de poder estar mucho tiempo juntos, "como dos cisnes enamorados". La confesin de su trgico secreto, que le hunde en negra nube, est expresada en su Perdn: Mi criatura sagrada, demasiado perturb tu divina paz de oro y de m aprendiste demasiados dolores de esta existencia. Es entonces cuando comienza a percibir "el vrtigo maravilloso de la cima", la misteriosa atraccin del abismo; y poco a poco el poeta cae sin sentirlo en la fiebre pesimista. El mundo diario que le circunda se enturbia de sombras y cual relmpago entre el tropel de nubes, surge en una de sus cartas esta frase: "Estoy quebrado de amor y de odio". Su sensibilidad irritada sufre disgusto por la vulgar riqueza de la casa, porque influye

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fuertemente en los que viven en ella, "como el vino nuevo en los hombres del campo". En cualquier parte ve ofensas, y, como siempre le sucede, al final acaba por explotar violentamente. Es un misterio lo que pasara aqul da; tal vez el esposo sinti la mordedura de los celos y se torn brutal, observando la inclinacin de su mujer para con el poeta; nada sabemos. De cualquier manera, Hlderlin cae herido en el alma y el alma le queda quebrantada. Sus estrofas, desde ese momento, manan en sufrimiento, como gotas de sangre, de sus labios apretados. Si muero en la ignominia, si no se venga mi alma de tamaa insolencia, si me hundo en un foso de vileza por los enemigos del numen, olvdame t tambin y ni recuerdes el sonido de mi nombre, oh corazn piadoso. Mas Hlderlin no se defiende, no se revuelve como un hombre contra quien le ataca: se deja arrojar de la casa, como un ladrn sorprendido, y renuncia a ver otra vez a su amada, con excepcin de contados encuentros combinados secretamente y para los cuales viene desde Hamburgo. La postura de Hlderlin en esta oportunidad decisiva resulta floja y pueril, casi femenina. Enva cartas encendidas de arrebatos a la amiga perdida; la convierte en la novia sublime de Hiperin y vuelca sobre ella las ms desenfrenadas hiprboles de su cario, sin hacer nada, sin embargo, para reconquistarla, a pesar de que ella est all, a su lado, casi. No osa arrancar a la mujer que ama, como lo hicieron Schelling y Schelegel, del tlamo odiado del otro, helado y fro, sonriendo al peligro y a la maledicencia, para llevarla al centro llameante de su existencia. Desarmado siempre, nunca lucha con el destino; se dobla y cede siempre a la fuerza superior, vencido resignada-mente por la vida, ms fuerte que l. "El mundo es demasiado brutal, para m". Podra muy bien considerarse cobarda a tamaa suposicin, si no viramos detrs de ella un orgullo desmedido y una gran energa silenciosa. Este poeta tan dbil siente en s algo indestructible, algo que permanece eternamente inclume a los embates de la vida. "La libertad es algo muy profundo, para el que sabe su sentido. Me han herido, me han herido brutalmente, como nadie fue herido nunca; no tengo esperanzas, no tengo meta ni honra; pero en m siento un algo fuerte e invencible, que me estremece al agitarse en mi pecho, llenndome de exaltacin" En estas lneas est entero el valor de Hlderlin en su derrumbe de neurastnico en su frgil cuerpo caduco, se esconde un invencible aplomo, la invulnerabilidad divina. As permanece invicto frente a las acometidas del mundo y los hechos pasan apenas como nubes rosadas o negras sobre el espejo de su alma, serena siempre. Nada de lo que le sucede, puede afectar su espritu; hasta Susana Gontard le lleg como un sueo, como madonna griega, y como sueo se desvaneci en seguida, dejndole solamente una tristeza llena de

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memorias. Hasta un nio sabe quejarse ms viril-mente y defenderse mejor, si se le quita un juguete, que Hlderlin, cuando se le quita la amada. Su adis es flojo, resignado: casi parece carecer de nervio y de dolor: Voy a partir. Un da tal vez yo vuelva a verte, Diotima; se habr esfumado entonces todo deseo y calmos nos miraremos, ajenos uno a la otra, como los que son dichosos. Para l falta en este mundo hasta lo ms querido. Carece de energa de vida, como los noctmbulos y los iluminados, extraos a la realidad. Nada influye en su intimidad lo que gana o lo que pierde; as se funden en l la extremada sensibilidad y su genial invulnerabilidad absoluta. Quien todo lo da por perdido, ya nada puede perder, y el dolor purifica su alma y acrecienta su poder creador: "Cuanto ms padece un ser humano, tanto ms honda se arraiga su fuerza" Ahora que su alma est lastimada y rota, desplegar la suprema energa de su valor lrico, abandonando todas las armas de defensa, para seguir orgulloso y osado hacia su destino: Todos los hombres son hermanos tuyos y la Parca misma acudir en tu ayuda. Marcha tranquilo a travs de tu vida, no temas nada y bendice todo lo que pase. Nada puede contra Hlderlin lo que nace de la miseria y de la injusticia de los hombres. Su genio recoge el destino que le han fijado los dioses y l lo despliega orgulloso y solemne, en su resonante corazn. EL RUISEOR QUE CANTA EN LA TINIEBLA La oleada del corazn no se coronaria de hermosa efervescencia, ni se convertira toda en espritu, si el escollo insensible del hada no interceptara su paso. nicamente en estos momentos oscuros de tragedia, dichoso en su solitaria cancin, pudo escribir Hlderlin estas palabras elevadas, toda energa y belleza: "No haba conocido como una verdad, esa antigua e infalible voz de la fatalidad, que nos asegura que una dicha nueva se abre en nuestros corazones, cuando soportamos la tortura del dolor; que nos dice tambin que slo en el abismo del dolor surge y retumba divinamente la cancin vital del universo, como se oye en la tiniebla el canto del ruiseor". En este instante la tristeza de Hlderlin, constituida por presentimientos de infancia, se trueca en dolor trgico y la alegra surge como un himno enrgico. Han cado las estrellas de su existencia: Schiller y Diotima. Solo, completamente solo ahora, en la tiniebla, eleva su cancin

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de ruiseor, cancin eterna, hasta que dure la lengua alemana. Todo lo que crear ahora Hlderlin, templado como acero por el dolor, todo lo que crear desde el apogeo que junta el xtasis y la cada, tiene ya la uncin del genio; su obra es obra acabada ya. Se ha roto la corteza, la envoltura, que esconda su verdadera esencia: ya corre libre la real armona del canto incomparable de su destino. Es entonces cuando nace la magnfica triloga de su vida, el triple acorde de la poesa de Hlderlin, la novela de Hiperin y la tragedia de Empdocles, las tres distintas facetas de su culminacin y de su cada. Se hunde su existencia terrena, pero Hlderlin encuentra la armona ms alta entre las armonas espirituales. El que camina sobre su propio sufrimiento, afirma Hlderlin, marcha hacia las alturas. El ha dado su paso decisivo: est por sobre su desdicha, hasta por sobre su propia existencia. No busca ya la sensibilidad vital, vive consciente su trgico sino. Igual que Empdocles en la boca del Etna, con las voces de los hombres abajo, las melodas eternas arriba y un abismo de fuego delante, as est en su esplndido aislamiento el poeta tambin. Se han borrado como nubecillas sus ideales precedentes; aun la figura de Diotima se entrev apagada; se elevan ahora poderosas visiones de profeta, resonantes himnos de anunciacin. Desligado del tiempo y de la realidad social, Hlderlin ha renunciado a todo lo que es comodidad o felicidad; la seguridad de vecina cada le eleva por sobre los cuidados do la vida. Una sola preocupacin muy leve, le conmueve todava: no precipitar demasiado pronto, no hundirse antes de haber cantado sus himnos de loa a Apolo, sus himnos de victoria sobre su mismo espritu. Se postra as ante el ara invisible y solicita la muerte del hroe, la muerte envuelta en canciones: Dadme mi verano, dioses inmortales. Dadme otoo tambin para que el canto madure en m, y pueda desfallecer mi alma, satisfecha de un juego tan dulce. El alma que viviendo no tuvo el divino placer, no descansa tampoco en el Orco inferior. Si cumplo la santa tarea de mi corazn, que es la poesa, bendecir mi llegada al imperio de la sombra. Ir contento aun sin lira, por haber vivido como dios. Esto solo ha de bastar a mi anhelo. Por desgracia, las Parcas, las Parcas silenciosas, tienen hebras de hilo muy cortas y ya las tijeras resplandecen en la mano de Atropos. Sin embargo, este corto lapso contiene algo infinito: Hiperin, Empdocles y las Poesas se han

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salvado y este triple canto genial llegar hasta nosotros. El poeta desaparecer solitario. Los dioses no le conceden acabar su obra perfecta. Es a l a quien dejan acabado.

HIPERIN Conoces lo que lloras? No por algo que hayas perdido en tal o cual ao, no puede decirse con exactitud cundo estaba aqu todava, ni cundo se fue; slo se puede decir: que aqu estaba, que aun est aqu, que est en ti. T marchas en pos de un tiempo mejor y de un mundo ms bello. Hiperin no es otra cosa que el ensueo juvenil de Hlderlin, el mundo del "ms all", la invisible morada de los dioses, el ensueo que l custodi tan fogosamente y del que nunca pudo despertar a la realidad de la vida. "Lo nico que hago es adivinar, sin encontrar nada", dice en el primer fragmento de Hiperin. Careciendo de experiencia, ignorando al mundo y las mismas formas del arte, Hlderlin comienza a escribir el poema de una existencia que no ha sido vivida por l. A la par de cualquier novela romntica, como el Ardinghello de Heinze, el Sternbald de Tieck, el Henri de Ofterdingen de Novalis, tambin Hiperin es algo escrito previamente, a priori, sin experiencia alguna; no es ms que ensueo, poesa. un mundo en que l poeta se refugiaba huyendo del mundo real, porque en los comienzos del siglo los idealistas alemanes escapan de la realidad, para hallar refugio en la literatura, mientras del otro lado del Rhin se interpreta mejor al maestro Rousseau. All estn cansados de soar solamente en un mundo verdadero: hace tiempo que no esperan transformar el universo mediante la poesa y saben que lo harn por la violencia. Robespierre ha roto las poesas que escribiera; Marat ha rasgado los originales de sus novelas romnticas; Camille Desmoulins ha quemado sus malos versos; Napolen ha destruido su novela esbozada sobre las lneas estilsticas de Werther, y todos se preparan a modificar al mundo segn sus ideales. Entretanto los alemanes se revuelven excitados en pleno sentimentalismo o en la msica; denominan novelas libros de ensueo o diarios de sus sensaciones, pero en ellos nada hay de concreto; se pierden en las fronteras a que llegan sus sentimientos soslayados, en modo tal que un mundo fantstico oculta el mundo real. Suea solamente nobles sueos de espiritual voluptuosidad, hasta que sus sentidos se enervan. El triunfo de Juan Paul seala el punto ms alto de estas novelas sui generis, y tambin el fin

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de la novela romntica, en la que el sentimentalismo exceda todo lmite aceptable, novela que ms tena de msica que de poesa; meloda arrancada a las cuerdas de la sensibilidad tensas hasta el mximo; ensayo de una elevacin pasional del alma hasta la meloda universal. Entre todas estas antinovelas, si cabe emplear la palabra, todas emocionantes, puras, juvenilmente divinas, Hiperin resalta como la ms pura, la ms emocionante, la ms joven. Posee la dulce entrega de un ensueo juvenil, unido a un inebriante impulso genial; resulta inverosmil hasta ser parodia y a un tiempo es solemne por su ritmo de marcha hacia el infinito; obliga a meditar para comprender, para descubrir todo lo que se ha perdido en este libro lleno de encantos, por falta de madurez. Y aun no se puede presentir o presumir todo. Frente a una idolatra en ciernes por Hlderlin, que pretende hallar sublime aun lo menos aceptado, como se ha hecho con Goethe, es necesario tener la valenta de declarar que la naturaleza ntima del genio de nuestro poeta desconoca lo humano y era por lo mismo incapaz de trazar una psicologa coherente y slida. Lleno de clara visin de las cosas, haba afirmado: "Amigo, ni me conozco, ni conozco alguna cosa de los hombres". Y ahora, en Hiperin, intenta crear personajes de relieve plstico, sin conocer a los humanos; describe un tema que nunca vio: la guerra; pinta un panorama en el cual nunca estuvo: Grecia; y trata de un tiempo que nunca le tuvo cuidado: el presente. As l, que es todo pureza, todo presentimiento, debe pedir en prstamo a otras obras lo que ha de representar. Toma los nombres de otras novelas; los paisajes griegos de los viajes de Chandler. Copia situaciones y personajes de libros contemporneos, como lo hara un escolar; su argumento no es ms que reminiscencia, la forma epistolar, imitacin, y las consideraciones filosficas, ropaje potico, colocado a escritos y conversaciones ajenas. A fuer de sinceros, hay que afirmar que en Hiperin nada hay que pertenezca a Hlderlin, con excepcin del monstruoso mpetu sentimental, nico y original ritmo de palabra que sacude al lector y refleja el infinito. En el sentido ms noble, esa novela posee nicamente el inters de su musicalidad. Adems a este libro de ensoacin le falta tambin lo espiritual: para ocultar su estructura amorfa, su esencia abstracta e imprecisa, se ha dado en llamarle novela filosfica. Con largo esfuerzo y trabajo, Ernst Cassirer fue separando de este resonante conglomerado que es Hiperin, todo lo que pertenece a Kant, a Schelling, a Schiller, Schlegel; trabajo intil, porque la filosofa hlderliniana no se entronca ni se enraza profundamente con ninguna otra. Indisciplinado, inquieto, desordenado espiritualmente, alimentado solamente de intuicin o de inspiracin, nunca pudo asimilar sistemas filosficos, nunca pudo coordinar arquitecturas de pensamiento. Tpica en Hlderlin es cierta confusin, cierta incoherencia de ideas hermana de la confusin de sentimientos que haba en Kleist; y eso mucho antes de que la enfermedad lo tornara completamente incapaz de ordenar ideas. El espritu inflamable de Hlderlin tomaba fuego por cualquier pequea chispa que cayera en el polvorn de su entusiasmo; la filosofa le era til para lo que fuera fin potico, nicamente

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como elemento inspirador. El mismo puede utilizar las ideas slo si pueden convertirse en mpetu interno; su fuerza intelectual era contemplativa; por esta razn nada debe en absoluto a los especulaciones ideales tericas o las finezas razonativas de los sistemas filosficos. Cuando por casualidad le brindan inspiracin, l las revoluciona, las invierte y las torna xtasis o ritmo. Utiliza palabras de Hegel o de Schelling, del mismo modo que Wagner emplea la filosofa de Schpenhauer en la apertura del Tristn o en el preludio del tercer acto de los Maestros cantores, transformando las palabras o la filosofa en msica, en sensacin o pasin. Su pensamiento es apenas un camino de la sensibilidad que vierte sobre la tierra; as el aliento humano necesita de la flauta, del instrumento por el cual el aire de sus pulmones se vuelva armonioso al tornar a la atmsfera. Tan reducido es el contenido ideolgico de Hiperin, que cabe holgadamente en la cscara de una nuez; de su agota-dora y fogosa poesa se extrae o resalta un solo pensamiento, que como siempre le sucede, a Hlderlin, es el sentimiento de su vida: el dualismo destemplado, lo irreconciliable del mundo real vulgar e impuro con el mundo interior. El cometido supremo del individuo en particular y de la humanidad en general est en refundir lo interior y lo exterior en una forma ideal de unidad y tersura, en crear sobre la tierra la "teocracia de la belleza", la unidad del todo: "Sagrada naturaleza, eres una y la misma fuera y dentro de nosotros. Y no ha de ser tarea muy grave conciliar lo eterno con lo divino que hay en m", esto cree el joven y exaltado poeta, anunciando la religin sublime de la comunin universal. No hay en l la fra voluntad verbal de Schelling, sino la brutal de Shelley, que aspira a la comunin con la naturaleza, o la nostalgia de Novalis, que desea arrancar la tierna membrana que limita al "yo", para poder difundirse con voluptuosidad en el tibio regazo de la naturaleza. La sola cosa de apariencia original en Hlderlin en su anhelo hacia una unidad vital, el mito ureo de una edad humana en la que este estado era instinto, como en la arcadia primera, y tambin su confianza en una segunda edad de oro. Lo que los dioses dieron una vez a los mortales, y stos perdieron por inconsciencia, ese estado de consagracin ser otorgado otra vez, al cabo de siglos de ruda faena, por el espritu, por la exaltacin lrica. Los pueblos ya no tienen la armona infantil y la armona espiritual siempre ser el comienzo de la nueva historia humana. No habr ms que belleza, y el hombre y la tierra se hundirn en un abrazo, para constituir una sola divinidad. 'As -concluye con asombrosa e ingenua inspiracin Hlderlin- todos los ensueos del hombre correspondern a otras tantas realidades. Lo ideal es la naturaleza de otras pocas. El mundo de Alcin debe haber existido, porque padecemos su nostalgia, y si tenemos la nostalgia, en nosotros surge la voluntad de que ese mundo desaparecido resucite. Con la Grecia de la historia, hemos de crear otra Grecia: la del espritu" Y Hlderlin, el mayor patriota de esa nueva patria del alma, no da su imagen en sus libros. Hlderlin busca por doquiera ese nuevo mundo mejor que anuncia; le ha situado en

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Oriente, en pleno mar, para que las costas se ofrezcan en seguida a sus claros ojos. Para Hiperin (sombra resplandeciente de Hlderlin) el primer ideal es la naturaleza, que todo lo abarca; mas aun as ella no puede anular la innata tristeza del eterno soador, porque ella es el todo y se rebela a visiones fragmentarias. Hiperin busca entonces la comunin en la amistad, pero sta no puede llenar su corazn inmenso; y cuando finalmente el amor parece concederle esa unin santa, Diotima se esfuma y el ensueo termina apenas comenzado. Ahora ser el herosmo, la lucha por la libertad; mas el nuevo mundo ideal queda hecho trizas por la realidad, que rebaja la lucha hasta convertirla en saqueo, en homicidio, en brutalidad. Lleno de nostalgia el peregrino va en pos de sus dioses, hacia su patria, mas Grecia no es ya la Hlade antigua; gente descreda profana ahora el misticismo de esos lugares. En ningn sitio el paroxismo de Hiperin halla lo absoluto, la armona; claro se le aparece su horrendo destino: ser vencido, tarde o temprano; el siglo se le demuestra incurable. El mundo no es unidad y no tiene sabor. Desapareci el mundo ideal, el sol del alma: en la helada noche imperan los huracanes. Por eso, invadido de ira, que no logra refrenar, Hlderlin lleva a su protagonista a Alemania, a esa Alemania en la que l mismo padece en su carne la maldicin de no hallar la perfeccin vital y en la que slo encuentra dispersin, soledad y disgregacin. La voz de Hiperin se eleva entonces, para una terrible admonicin. Es como si Hlderlin hubiera predicho con ello todo el abismo a que conduce el Occidente: la mecanizacin, el americanismo, la anulacin espiritual del siglo, de quien peda la "teocracia de la belleza". Hoy todos piensan nicamente con egosmo, para s, a la inversa de los antiguos y tambin de los que vendrn, como l ha soado, y que sern una sola cosa con el universo: Los hombres estn como encadenados a su labor, y en el tronar de las mquinas de los talleres, no oyen ms que su propia voz. Trabajan sin cansancio como salvajes, duramente, pero su obra es estril siempre, infructuosa, como la de las Furias. El individualismo y la independencia de Hlderlin por lo que es el presente, se truecan en guerra declarada a la patria al ver que en Alemania no surge su nueva Hlade, su Germania, y l, que tanta fe tena en su nacin, levanta su voz maldiciendo, con el denuesto ms terrible que nunca un alemn, herido en su fe de patriota, haya dirigido a su propio pas. Haba salido en busca del ideal en la tierra y se ve constreido a buscar refugio, huyendo, en su idealismo. "Mi sueo en las cosas del hombre se ha acabado". Mas hacia dnde huye Hiperin? El autor no lo dice. En el Fausto o en Wilhelm Meister, Goethe hubiera respondido: A la accin. Novalis hubiera contestado: En la imaginacin, en el ensueo o en la magia.

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Hiperin, todo pregunta, no tiene qu responder; su acento se pierde como una queja, en el vaco. Empdocles, el hermano que nace, conoce algo ms acerca de las fugas supremas; huye de la tierra, para cobijarse en la poesa; huye de la vida para hundirse en la muerte. En esto apunta la ciencia del genio; Hiperin no es ms que un eterno soador, un nio eterno, que presiente por instinto, pero nada halla. Hiperin no es ms que una premonicin musicada; ni es obra completa ni poema acabado. No hay necesidad de investigaciones filolgicas: es claro que los aos y las sensaciones se hacen un caos de sedimentos distintos y que la amargura de la desilusin concluye deprimiendo enteramente el encendido optimismo juvenil. Flota en la segunda parte de la novela como un otoo cansino; el brillo exttico es un crepsculo que emboca la noche oscura y comienza por encubrir "el derrumbe de ideas edificadas mucho antes". Y aqu tambin, como en sus otras obras, la impotencia ha impedido al poeta cumplir el ideal, crear la unidad. La fatalidad le ha concedido elaborar un fragmento y su labor nunca realiza algo completo. Hiperin es un torso de joven, un sueo inacabado: felizmente, cualquier impresin de defecto se esfuma totalmente en el ritmo esplendoroso del idioma, que cautiva por su limpidez y su vigor, tanto en el entusiasmo como en el desaliento. La prosa alemana no ha producido nada ms puro y prieto, como estas ondas de sonido que no se quiebran un solo segundo; ni en la poesa alemana hay otra obra que ostente un ritmo tan continuado, una meloda tan vasta y bella. En efecto, para Hlderlin, el lenguaje noble era una forma natural de la expresin, del aliento, algo fundamental de su misma esencia. Nada hay de artificio en sus pginas, sino slo naturalidad y espontaneidad, que compensan la debilidad del contenido con el esplendor de la forma. Todo agrada, todo conmueve en esa prosa nobilsima y arrebatada, que agranda a las figuras ms inadmisibles, dndoles vida y sonoridad. Las ideas, sus pobres ideas, se saturan de tal violencia que suenan como voz del cielo; los panoramas ideales se esfuman en la fantasmagora de la msica verbal, como visiones de una ensoacin pictrica vivsima. El genio de Hlderlin procede siempre de lo que no se concibe ni se mide; es eternamente algo alado que baja de una esfera superior a nuestro espritu dominado por la exaltacin. Por su limpidez, por su musicalidad triunfa siempre, aun siendo apenas un pobre artista sin facultades.

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LA MUERTE DE EMPDOCLES ...De aquellas eternas dudas, surgen, como estrellas tranquilas, puras imgenes. Empdocles resulta el superlativo heroico del romanticismo de Hiperin. No es elega del instinto, sino drama de la certeza fatal. Lo que en Hiperin es cancin lrica al destino, en La muerte de Empdocles se eleva a la categora de rapsodia trgica. El soador, en inquieto incansable, deja el paso al hroe consciente, que no tiene miedo. Cuando Hlderlin vio destrozada su alma, subi el ltimo escaln, el escaln formidable y decisivo, para alcanzar la resignacin luego, con otra zancada, supera el umbral tenebroso del abismo sublime, que no es otra cosa que el abandono voluntario y piadoso al destino fatal. La oculta pena que aletea en ambas obras, es tan diferente, por esa razn, en cada una de ellas: en Hiperin es la media luz de una aurora; en Empdocles es nube siniestra y sombra, cargada de tormenta, vibrante por los relmpagos de la desesperanza, anticipo de la mano que amenaza destruir. El sentimiento de la fatalidad se ha trocado en sentimiento heroico de cada. Hiperin confiaba todava en una existencia pura y noble, en la unidad vital; Empdocles, esfumado el ensueo, con verdadera clarividencia, no pide la vida grande y noble, sino la muerte enorme. Hiperin es una pregunta de juventud, La muerte de Empdocles, una de la virilidad. Hiperin es elega inicial, La muerte de Empdocles la suntuosa apoteosis final, de la cada heroica. Por esta razn la figura de Empdocles est visiblemente por sobre la de Hiperin; la poesa alcanza un ritmo ms alto, porque no halla el dolor casual de un hombre, sino la miseria sagrada de un genio. Su dolor de joven es sufrimiento propio y del mundo, sino innato de cada ser humano; el dolor del genio es tan alto que no le pertenece, es sufrimiento sagrado de los dioses. Se define aqu un nuevo mundo; el anterior estaba y est baado todava por el roco de la fe y es un suave panorama anmico; el otro es esfera heroica, roca enorme, cordillera casi, en la que impera la soledad y la tempestad; la lnea divisoria entre los dos est trazada por la infancia del genio y el embate con el hado. Este hombre, que no supo aprender a vivir, que ha visto derrumbarse el cielo de su confianza hasta quebrarle el corazn, soar ahora su ltimo ensueo, el supremo, el de la muerte inmarcesible. Hlderlin se haba propuesto imaginar para s mismo la muerte elegida, voluntaria, aceptada con libre fuerza y con el libre sentimiento de un alma en plenitud; quera imaginar para s mismo cmo se muere en la belleza. Qu cerca se hallaba esta resolucin en los das en que buscaba su cada! Se hall entre sus papeles un esbozo de un drama: La muerte de Scrates, que deba ser la muerte de un sabio, de un ser libre, sin embargo la figura indefinida todava de Empdocles elimina de pronto la de Scrates, filsofo escptico. Nos ha quedado de Empdocles la siguiente afirmacin: "Se jactaba de ser ms que los

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hombres condenados a tantas desgracias". Esta conciencia de diversidad, de superioridad y de mayor limpidez torna a Empdocles en antepasado de Hlderlin, que al cabo de siglos se dedica a exornar al personaje del mito con todos los desengaos que el mundo le depar a l, carente de unidad. Y viste a la figura antigua de toda la ira que le merece la humanidad egosta e impa. Al joven Hiperin, Hlderlin no poda dar ms que su confuso anhelo, su impaciencia; a Empdocles infunde, en cambio, toda su msti-ca unin con el todo, su exaltacin y su presentimiento de la cada fatal y cercana. Hiperin es poesa y smbolo, Empdocles divinizacin de lo heroico, ebriedad de lo divino. En l se cumple por entero su ideal: elevarse en la plenitud de su sensibilidad intocada. Hlderlin dice en su primera pgina, en su primer rengln, que Empdocles de Agrigento es "el enemigo sin piedad de cualquier vida unilateral". Los hombres y la vida le imponen el sufrimiento, porque l no sabe, no puede "amar y vivir entre ellos, con ese su corazn todopoderoso, fogoso como una divinidad y como una divinidad libre tambin". Le da por eso lo ms suyo: la unidad indivisible de su sentir, y Empdocles, como el poeta y como el genio, tiene el privilegio de confundirse con el universo, el parentesco sublime con la eterna naturaleza. Mas la fuerza inebriante de Hlderlin lo eleva muy pronto ms alto todava, convirtindolo en un mago espiritual, ...para quien la divinidad rasga los velos en la hora sagrada, en la hora alegre de la muerte; a quien amaban la tierra y la luz; en quien el alma del mundo despert su propia alma. Por desgracia, justamente a raz de esa universalidad, el maestro sufre lo fragmentario de la existencia, al ver que todo lo existente se rige por la ley natural de la sucesin. Sufre viendo que los humanos dividen la vida en gradas, puertas, barreras, y que aun el entusiasmo ms alto es incapaz de borrar las divisiones en una unidad ardiente. De esta manera proyecta Hlderlin en lo csmico su experiencia: el desacuerdo entre su fe y la estupidez del mundo real; dota a Empdocles con lo ms exaltado de s mismo, con el xtasis inspirador, pero tambin con el desaliento ms hondo de sus das de depresin. En el instante en que Hlderlin presenta a Empdocles, ste no es ya el alma poderosa; la inspiracin, la divinidad lo ha abandonado y le ha quitado su fuerza, porque Hybris le ha obligado a vanagloriarse de su dicha: ...porque los dioses pensativos odian la grandeza inoportuna. Sin embargo, la sensacin de universalidad ya se haba vuelto encantada, feliz; las alas de Faetn le haban llevado tan alto en el cielo, que crea ser dios y se jactaba: ...la naturaleza, que ha de menester de un dueo, se convirti en mi sierva, y si est magnfica, me lo debe

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a m. Qu sera del cielo y del mar, de las islas y de las estrellas, y de todo lo que ven los humanos, qu sera tambin de la muerta lira, si yo no les infundiera el alma? Qu son los dioses, si yo no soy su mensajero ? Ahora empero le ha sido quitada la gracia divina; de la cumbre elevadsima se ha precipitado a la impotencia ms horrenda. Todo el ancho mundo, lleno, rebosante de vida, es para su alma condenada al silencio, un imperio perdido. La voz de la naturaleza le desflora apenas, casi vaca; ya no sabe henchir de armonas su pecho, y en esta situacin se ve arrojado hacia lo terrenal. En esta obra la experiencia de Hlderlin se sublimiza; se diviniza su cada de la exaltacin ms grande a la bajeza de la realidad y en una escena magnilocuente, el poeta describe toda la ignominia que le est deparada en dolor. Porque inmediatamente los humanos perciben la impotencia de Empdocles y, desagradecidos y maliciosos, se lanzan sobre l y le arrojan de su ciudad, de su patria, como ya arrojaran a Hlderlin de su nido de amor, y le persiguen hasta que se refugia en la soledad ms amarga. Mas en la cumbre del Etna. en la soledad divina, la naturaleza retoma su voz y el cado se levanta, y con l, magnfica, la poesa heroica. Apenas, como Empdocles -smbolo maravilloso- bebe el agua lmpida de la montaa, la pureza est otra vez en su sangre. Otra vez brilla entre tu y yo ese amor de antes, como en una aurora de rosas. La melancola se trueca en luz, la violencia en resignacin. Empdocles conoce el camino que lleva a su patria, que es suprema comunin; el camino pasa por sobre los humanos, est ms all de la vida, solitario y desierto: es camino de muerte. El anhelo ms vehemente de Empdocles es ahora la libertad suprema, la comunin con el todo, y, con plena confianza, se dispone a conseguirla: ...generalmente, repugna a los humanos aquello que es nuevo o raro. Reducidos a cuidar de sus bienes propios, no se preocupan ms que de sus alimentos; su alma no va ms all. Pero un da han de irse, han de dejar la vida y, con miedo, se hunden en el misterio. Cada uno recobra as otra juventud, como los que se refrescan purificndose en un bao. Los seres humanos deberan considerar su mayor bien este rejuvenecimiento y salir de la muerte purificadora elegida, invencible como Aquiles del ro Estige. Hlderlin formula con mano maestra el postulado de una muerte voluntariamente consentida: "Entregaos a la naturaleza, antes de que ella os tome". El sabio comprende toda la sublimidad del sentido de una muerte prematura, fatal y necesaria. En realidad, la vida es destruccin, porque es fraccionamiento, desintegracin, mientras que la muerte disuelve al ser en la naturaleza universal. La prueba es la suprema ley del arte y el artista debe cuidar de mantener pura el alma que encierra, y no la envoltura.

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... Aquel cuya alma ha hablado ya, debe irse. La naturaleza divina se manifiesta en su esencia a veces: divina; as es como la reconoce la estirpe audaz; mas... luego, cuando el hombre ha sentido henchido su pecho de felicidad y ha sido mensajero de la naturaleza, puede quebrar el vaso, para que no se emplee para otros usos. Lo divino no ha de mezclarse con lo humano. Los hombres libres, los hombres felices deben morir, pues; deben morir antes de que se pierdan en el egosmo, en la frivolidad o en la infamia, ofreciendo as a los dioses su sacrificio amoroso. nicamente la muerte puede salvar lo divino que hay en un poeta; nicamente la muerte puede conservar ntegro su entusiasmo, que la vida no ha manchado an, nicamente la muerte puede inmortalizarle y convertirle en mito: ...No tiene otro destino el poeta, para quien los dioses descorren el velo en la hora sagrada y alegre de la muerte; a quien amaban la tierra y la luz; en quien el alma del mundo despert su propia alma. Al presentir la muerte halla su entusiasmo supremo, el ms alto; como el cisne que muere; l tambin siente que su alma se llena de melodas y que la meloda se alza hacia el cielo, magnfica y eterna. Y aqu se acaba ya la tragedia. No poda Hlderlin elevarse ms alto sobre su propio derrumbe, sobre su propia y deliberada destruccin. Pero en la tierra, all abajo, una voz terrena contesta todava a los escogidos, que cantan la suprema necesidad: ...as debe ser, as lo demandan el alma y el tiempo que han madurado, porque nosotros ciegos necesitamos ver el milagro algn da. Y el final sublime concluye en el canto de las loas para ese inconcebible misterio: Su divinidad es grande y grande su sacrificio. Hlderlin, servidor intrpido de la necesidad sagrada, celebra todava el destino, hasta su ltima palabra, hasta su ltimo respiro. En esta tragedia se ha acercado ms que nunca al mundo helnico; con el dualismo de su sacrificio y de su exaltacin, logra la ms alta elevacin, la ms perfecta pureza, que nunca alcanzara la tragedia alemana. El hombre que reta a los dioses y al hado, rebelde por amor vehemente; el dolor del genio hundido en la vulgaridad y la dispersin de este mundo sin alas, ste es el conflicto elemental con que Hlderlin ha manifestado con mano maestra su propia esclavitud. Lo que Goethe no alcanz en Tasso, por cuanto se limita a expresar la tortura del poeta en la mansin burguesa, en el sentimiento de vanidad, del orgullo de clase y de un amor arrebatado, lo logr Hlderlin por la pureza del factor trgico: Empdocles est totalmente deshumanizado y su tragedia es la tragedia de la poesa, simplemente. Ni un trozo de intil episodio o un asomo de teatralidad entenebrece la vestidura armnica de esta relacin dramtica. Ninguna mujer traba la accin con una mnima intriga de amor; entre el alma v la divinidad no interfieren ni criados ni lacayos. Como en Dante, como

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en Caldern, se levanta sobre el destino del individuo un espacio sin lmites y la accin se desenvuelve bajo la gran cpula celeste de la eternidad. No hay otra tragedia alemana que tenga sobre ella tanto cielo, no hay otra que como sta salga del tablado para llegar al gora, a la plaza pblica, a la fiesta y al sacrificio solemnes. En este fragmento (y pasa lo mismo en el titulado Guiskard) el mundo de la antigedad ha sido resucitado gracias a un acto apasionado de voluntad espiritual. Empdocles se yergue aqu. para nosotros. como un templo marmreo de resonantes columnatas, inacabado aparentemente, torso apenas, pero de magistral perfeccin.

LAS POESAS Quien nace puro, es un enigma. La cancin apenas puede descubrirle, pues tal has de quedar como has nacido.

De los cuatro factores de la filosofa griega -fuego, agua, aire y tierra- la poesa hlderliniana slo posee tres; falta en ella la tierra sombra y pesada que somete y cautiva con su poder, smbolo de plasticidad y dureza. La lrica de Hlderlin ha sido fraguada por el fuego de altas llamas que se eleva al cielo; simboliza el impulso, la eterna aspiracin hacia arriba; leve como el aire, se cierne en lo alto como un cortejo de nubes y de vientos rumorosos; es difana y pura. Pasan a travs de ella los colores y posee un ritmo continuo de flujo y reflujo, como el aliento eterno del alma que crea. No la atan las races a la tierra: crece enemiga hacia arriba, en la tierra dura y estril. Su verso es inquieto y errante, como nube que asciende y se arrebola de sol o se oscurece de pesimismo y tambin, a veces, sueltan de improviso el rayo destructor y el trueno de la profeca. Pero siempre est en las alturas, en las regiones del ter, alejado constantemente de la tierra, inaccesible al sentido fsico, sensible slo al sentimiento. "En la cancin aletea su espritu", afirma Hlderlin, cuando habla de los poetas. Y su alma se convierte en msica, como el fuego en humo. Todo se eleva al cielo: "el ardor eleva el espritu"; por la combustin, que en este caso es la idealizacin de la materia, el sentimiento se torna sublime. En el sentir de Hlderlin, la poesa es en permanencia evaporacin de lo material a lo espiritual, quintaesencia en el espritu universal, pero no, nunca, ropaje o adorno de lo fsico.

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La poesa de Goethe, la ms elevada, tiene siempre algo de material: tibieza de vida, sabor de fruta; puede abarcarse con los sentidos. La de Hlderlin huye a nuestra percepcin sensual. La de Goethe tiene an calor de cuerpo, aroma del tiempo, sabor a la tierra; hay algo individual en ella, algo de Juan Wolfgang Goethe y de su mundo. En cambio, la de Hlderlin carece deliberadamente de personalidad: "lo individual incomoda siempre al alma que en su pureza lo concibe", afirma el poeta hermticamente. Mas la falta de material da a su poeta un equilibrio particular; su poesa no se apoya en s misma, como crculo vicioso; se sostiene por esfuerzo propio, como un aerstato; nos recuerda continuamente a los ngeles, espritus puros, sin sexo, seres sin materia en su meloda, que pasan como sueos sobre la tierra. Goethe hace poesa con las cosas del mundo, Hlderlin con las extraterrenas. Como la de Keats, como la de Novalis, como la de todos los poetas muertos demasiado pronto, su poesa es un triunfo sobre la ley de gravedad, una metamorfosis de la expresin en sonido, un retorno al fluido esencial. La tierra, elemento grave y duro, elemento cuarto del todo -como dej apuntado antes- no participa de la formacin espiritual de Hlderlin, para quien la tierra es siempre lo bajo, lo vulgar, lo hostil, lo brutal, la fuerza de la gravedad, recuerdo permanente de su origen terrenal, del que huye. Pero tambin la tierra tiene plenitud de vigor potico, forma, calor, exuberancia divina, para el que sabe hallar. Baudelaire, que todo lo plasma con materia terrena con la misma exaltacin espiritual de Hlderlin, es casi ciertamente el poeta lrico ms completo que se pueda oponer a ste: su poesa est hecha por comprensin (la de Hlderlin por expansin) y poseen frente al infinito la misma slida estructura de la msica de Hlderlin; su resplandor de cristal y su resistencia constructiva tienen la misma pureza, la misma transparencia, la misma armona. Estas dos clases de poesa se enfrentan como la tierra y el cielo, como el mrmol y la nube. En las dos la mutacin de la vida en plstica o en armona resulta perfecta. Lo que se vierta entre ellas, variante sin fin de la inspiracin potica, resulta posibilidad de esplndidas transiciones, ya sea en la materializacin, ya sea en la idealizacin. Las dos formas artsticas son dos extremos: el punto sublime de la concentracin y el punto sublime de la dilatacin. En la lrica hlderliniana, la descomposicin de lo concreto, o, segn lo dijera Schiller, "la negacin de todo lo que sea accidental", es tan perfecta y anula de tal forma lo objetivo, que los ttulos con que encabeza sus composiciones no demuestran sentido alguno y parecen colocados al azar. Para convencerse de ello, basta leer tres odas: Al Rhin, Al Meno, al Neckar. En ellas el paisaje ha perdido toda individualidad: el Neckar corre hacia el mar rtico. de sus ensoaciones, y templos griegos destacan su blancura en las orillas del Meno. Hasta la vida del artista genial se desgrana en smbolos: Susana Gontard pierde su verdadera esencia convertida en Dio-tima, Alemania es una patria mstica, los sucesos se truecan en sueos, el mundo se vuelve mito. Ningn rastro terrenal, ningn atisbo del destino del mismo poeta se salva en el proceso de esa depuracin potica. Hlderlin no transforma el hecho en poesa, como lo hace Goethe; lo borra, lo elimina al

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hacerlo lirismo, sin dejar forma vaca ni perfume. No trueca lo viviente en poesa; huye de la vida para hallar refugio en poesa, que es para l la realidad ms cierta de la vida. Esa carencia de vigor real y de exactitud sensoria no slo desmaterializa lo real en la lrica de Hlderlin, sino que el mismo idioma cesa de ser humano, terrenal y pierde colorido y gusto, para convertirse en algo translcido, nebuloso y blancuzco. Hlderlin hace decir dolorosamente a Hiperin: "el idioma es algo intil y superfluo", y el lenguaje de Hlderlin carece de riqueza; porque no quiere beber en el torrente idiomtico, sino que escoge con sobriedad y atencin las palabras. Su riqueza en palabras no alcanza a la dcima parte de Schiller y apenas a una centsima de Goethe; este ltimo, resuelto y sin escrpulos, tom las palabras de la plaza, de la calle, del pueblo, y as enriqueci su estilo y multiplic sus imgenes, renovndolas. Hlderlin elabora para s un caudal mnimo, montono, sin matices. Hlderlin percibe esa deliberada limitacin y el peligro de la negacin de todo lo sensorial. "Ms me falta ligereza que vigor, ms los matices que las ideas, ms una escala de tonos complementarios menores que el tono mayor, ms sombra que luz, porque yo odio lo vulgar y comn de la vida real". Prefiere su pobreza, la limitacin de su lenguaje, a una sola dracma del idioma del mundo impuro, que l ha de emplear en las esferas celestes. Prefiere marchar "sin adornos, con largos acordes, cada uno de unidad perfecta, y alternar en armona" a dar a su lenguaje potico el acento de la tierra, porque cree que la poesa debe considerarse como un presentimiento de lo divino y no como algo terrestre. Prefiere caer en la monotona a comprometer la absoluta pureza de su poesa: mejor es -para l- ser puro que ser rico. Aunque en variaciones soberbias, se repiten sin cesar los adjetivos divino, celestial, sagrado, santo, eterno, bienaventurado, feliz, no utiliza ms que vocablos antiguos, nobilitados por el tiempo, y rechaza los dems que en su ropaje llevan todava el aliento del presente, y tienen la tibieza de la respiracin popular y del roce del uso continuo. Y como antes el sacerdote vesta blancas ropas sin manchas, as Hlderlin se envuelve en vestiduras severas y solemnes, que le diferencian de la vanidad y superficialidad de los dems poetas. Toma sola y deliberadamente palabras nebulosas, sugestivas, con perfume religioso a incienso, aroma de fiesta solemne, con vaho de consagracin. Sus expresiones elevadas carecen enteramente de lo concreto y tangible, de lo fsico y plstico: porque Hlderlin nunca elige las palabras por su peso o por su color, para concretizar cosas, sino por su fuerza de ascensin, por su impulso espiritual para conducir al lector al mundo superior y divino de la exaltacin mstica. Sus objetivos efmeros: celestial, feliz, sagrado, estas palabras anglicas sin sexo, son incoloras como un velamen, aun cuando al inflarse de ritmos impetuosos, de alientos entusiastas, se llenan con esplndidas ampulosidades y nos elevan, El vigor de Hlderlin -lo dej escrito otra vez- procede enteramente de su poder de xtasis, de su entusiasmo; eleva todo, hasta las palabras, a otros mundos, donde adquieren otro peso que el de nuestro mundo miserable, agotado, en el cual no son ms que una "niebla

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eufnica". En el respiro de esa cancin, las palabras vacas y sin colorido toman una luz nueva, se libran en el cielo solemnes y resuenan con un oculto sentido de misterio. Su encanto mximo es la sugestin, la elevacin del sentir, no su exactitud. Su lrica ha de ser luminosa y no plstica y carece de sombras: no se afana en describir las cosas de la vida real, no quiere describirlas; se propone lo que est por sobre los sentidos y nos eleva al cielo para mostrarnos lo sobrenatural, que se escapa a la inteligencia. As la caracterstica de la lrica hlderliniana es el impulso hacia arriba; todas sus poesas comienzan con el ardor de "la exaltacin, en el punto en que el alma pura y la sinceridad absoluta han superado ya sus lmites". Las primeras lneas de todos sus himnos poseen rudezas, choques, empellones: el idioma de sus versos ha de alejarse en seguida del lenguaje comn, para volcarse en su propio elemento. Goethe no ofrece grandes distancias entre la prosa potica y los versos; basta ver sus cartas juveniles; apenas hay transicin. Su lenguaje vive como anfibio en ambos mundos: el de la poesa y el de la prosa, el de la materia y el del espritu. Hlderlin, en cambio, tiene en su correspondencia un lenguaje pesado y duro; cartas y conversaciones se dan de tropiezos, enfrentando frmulas filosficas; su lxico es desarticulado, comparado con el de sus poesas, que fluye con naturalidad. Como el albatros de Baudelaire nicamente puede arrastrarse por la tierra, mas en el aire, en lo alto, se mueve libre y cmodo, se libra y aun descansa. Cuando Hlderlin se entusiasma, se inspira, el ritmo mana de sus labios como respiracin fogosa; la pesada sintaxis se torna giro artstico; inflexiones magnficas son el contrapunto de una fantasmagrica fluidez; su canto celestial, translcido como membrana alada y cristalina, permite ver a su travs el infinito azul, lleno de sonoridad. Lo que justamente en los dems poetas es menos frecuente, la inspiracin sin decaimientos, la continuidad equilibrada del canto, es cosa natural en Hlderlin. El ritmo no se endurece nunca en La muerte de Empdocles o en Hisperin, nunca decae ni desciende un solo instante. En quien arrebata el entusiasmo, nada queda de prosaico: l habla lricamente como en un idioma posedo a la perfeccin, sin contactos nunca con la prosa de todos los das; se cierne sobre l, como l mismo dice en forma magistral, "la ebriedad de su cada desde los cielos". Ms adelante, smbolo emocionante, su destino demuestra que la poesa, su poesa. era ms fuerte que su espritu, porque cuando anmicamente enfermo se extraa a la vida inferior y hasta pierde el lenguaje cotidiano de la vida real. Su ritmo resonante sigue fluyendo siempre de sus labios que tiemblan. Este esplendor, esta desvinculacin completa de todo prosasmo, este impulso hacia lo etreo no fue una caracterstica de Hlderlin desde un comienzo; la fuerza y la belleza de su poesa aumentan de acuerdo a la presin de su demonio interior. Los comienzos hlderlinianos en poesa son mezquinos y carentes de individualidad. No se ha desprendido todava el ropaje que cubre la larva ntima. Como principiante se limita a imitar, se alimenta de sensaciones ajenas, a menudo en forma tal que no est al margen de lo prohibido: no solamente el metro y

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la sustancia espiritual pertenecen a Klopstock, sino que de su maestro lleva a su obra versos enteros, estrofas completas a sus odas. Ms tarde, en Tubinga, sufri la influencia de Schiller, a quien se acopla invariablemente y sigue arrastrado por ella, envuelto en su atmsfera clsica, esclavo de sus ideas, de sus formas lricas, del acento de sus estrofas. La oda del bardo se torna en seguida himno a lo Schiller, armnico, pulido, con un fondo de nostalgia que se explaya todo sonoridad. La imitacin no solamente alcanza el original, sino que supera las formas ms personales del maestro. -Para m, por lo menos, la oda de Hlderlin "A la naturaleza" es ms hermosa que la ms bella cancin schilleriana.- Sin embargo, cierto ritmo de elega que se destaca apenas traiciona en esas poesas el acento personal de Hlderlin; el artista no har ms que acentuar su tono, entregarse por entero a su mpetu hacia el ter, a su idealismo, sin otra necesidad que la de elegir la forma antigua simple, desnuda, que no tolera ritmos y entonces nacer la verdadera lrica de Hlderlin: el ritmo puro. Pero aun en esta poca de traspaso existe en sus versos su personalidad, algo de construccin intelectual arquitectnica, que parece la armazn de una mquina de volar. Nuestro poeta, aun dependiendo de la esencia sistemtica y razonada de Schiller, trata de conseguir una estabilidad propia para su poesa, que abandonan el ritmo y el encuadre de la estrofa. Al estudiar sus lricas de esa poca, se observa en todas un mtodo rgido, que muchos han denunciado y que estudi particularmente Vitor; hay un triple movimiento: de ascenso, de descenso y de equilibrio, constituyendo un triple acorde de melodas: tesis, anttesis y sntesis. En unas doce poesas de Hlderlin se nota ese fluir y refluir, esa resolucin del problema lrico en armona sonora; mas aun en la mgica liviandad de sus versos, se traiciona el rastro, la huella, el mecanismo, la parte tcnica. Finalmente el poeta, con una sacudida, se quita de encima ese residuo de lo sistemtico, resabio de la tcnica de Schiller, como una serpiente que sale de su vieja piel. Comprende la magnificencia de una libertad sin reglas, de una poesa que sea sola y enteramente ritmo. Las informaciones de Bettina no siempre son dignas de fe ciega, sin embargo, en esta ocasin, las palabras que repite en la narracin de Sinclair pertenecen con toda seguridad a Hlderlin: "El alma se eleva solamente por el entusiasmo y el ritmo obedece nicamente a aquel cuyo espritu se llena de vida, Quien haya nacido para la poesa, en el divino significado de la idea, debe reconocer como nica ley el alma del infinito y a esta ley debe sacrificar todas las dems leyes: "que se cumpla tu voluntad y no la ma". Es la primera vez que Hlderlin echa por la borda en sus poesas el lastre de la razn y se entrega libremente a las fuerzas puras. Todo lo que hay de demonaco en su ser quiebra los obstculos y las trabas con rugidos leoninos y despliega el esplendor del ritmo, apenas fugado de las leyes que lo encadenaban. Y entonces de lo ms profundo de su ser, fluye la msica original, aquella energa desordenada y salvaje, que es toda su intimidad y de la que l mismo afirma: "Todo es ritmo: el destino del ser humano es ritmo de cielo y cualquier obra de arte es

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tambin un ritmo nico". Las reglas de la construccin arquitectnica se desvanecen v su poesa expresa nicamente su meloda personal. No hay en toda la lrica alemana otras producciones en que todo descanse solamente en el ritmo. En la poesa de Hlderlin color y forma no son otra cosa que diafanidad vaporosa, no tiene ya nada de material, ni recuerda para nada la tcnica de Schiller. en la que todo es trabajo, juntura mecnica, remache. Se ha tornado area, angelical, leve como el ave, libre como la nube que se libra en armona, en sonidos. Como la de Keats, y muy a menudo tambin como la de Voltaire, la poesa de Hlderlin es como arrancada a las zonas csmicas del ensueo; nada tiene de terrenal, porque su caracterstica esencial se sobrepone a los contactos tangibles v se eleva misteriosamente. Por esta razn sus lricas carecen de materia real que pueda ser separada y reflejada mediante la traduccin; las poesas de Schiller y de Goethe pueden ser traducidas rengln a rengln a cualquier idioma; las de Hlderlin en cambio no permiten un transplante, porque el autor, aun en alemn, est siempre ms all de su expresin sensible. Su misterio sublime es magia: milagro nico, incomparable y sagrado de un idioma. En Hlderlin el ritmo carece de la estabilidad de que hace alarde Walt Whitman, por ejemplo, que el primero recuerda a menudo por la fluidez y la riqueza. Whitman hall muy pronto el metro adecuado a su ritmo y a su forma lrica, y cuando le hall, lo emple a travs de toda su obra, durante veinte, treinta, cuarenta aos. En nuestro poeta, en cambio, el ritmo se robustece, se ensancha sin cesar, se torna siempre ms sonoro, ms libre, ms vehemente, turbio, primigenio y tormentoso. Comienza con la suave serenidad y sonoridad de una fuente, como meloda que huye, y termina ruidoso, sonoro como torrente. Y esa libertad, esa energa, esa divinizacin del ritmo sin reglas corren parejas misteriosamente, como en el gran Nietzsche, con la destruccin espiritual y el entenebrecimiento de la razn. El ritmo hlderliniano se liberta ms, a medida que caen los lazos de las facultades mentales. Finalmente, el poeta no puede oponer ya un dique al desborde interior, que lo inunda y lo sumerge: su propio cadver es arrastrado por el oleaje rugiente de su propio canto. Esa liberacin, ese poder del ritmo en perjuicio de la coherencia y de la razn, se realiza por etapas: se libera en primer lugar de la rima, condena que le ata los pies; luego deja a un lado la estrofa, ropaje que aprieta su ancho pecho. Como en una obra antigua, ahora su poesa vive la belleza de la desnudez y avanza como un atleta, como un corredor griego, hacia el infinito. Todas las formas que dej la tradicin resultan demasiado estrechas para l; las profundidades son superficiales, las palabras carecen de acento y todos los ritmos parcenle pesados; la regularidad clsica del comienzo intenta edificar la bveda de su construccin lrica, para desplomarse luego; el pensamiento mana y corre oscuro, pero ms vehemente v torturado de lo ntimo de las imgenes que evoca. Contemporneamente el ritmo se torna ms hondo y grvido; a veces. atrevidas ordenaciones de las frases unen varias estrofas en un solo prrafo; la poesa se convierte en canto, en himno, en visin proftica, expresin de herosmo.

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Ha comenzado para Hlderlin la conversin del mundo en mito: todo l se convierte en poesa. Europa, Asia, Alemania se le presentan como panoramas de ensueo, contemplado a una distancia inverosmil; fantsticas asociaciones de ideas funde el horizonte cercano con el del infinito, vale decir, el ensueo y la realidad. "El mundo se torna ensueo, el ensueo se trueca en mundo". Esta frase de Novalis se cumple en Hlderlin; la esfera personal se anula; y en esos das escribe: "las canciones de amor son apenas un vuelo cansino, distinta es la alegra de pureza de las canciones nacionales". Un nuevo nfasis pasa as por su sensibilidad, como una fuerza infernal que desborda. Se inicia el traspaso a lo mstico; el tiempo y la eternidad se confunden en una oscuridad rojiza; a la inspiracin se ha sacrificado por entero la razn; la cancin ha terminado para dejar paso a la oracin versificada que alumbran llamas de antorchas y rayos pticos. El entusiasmo de juventud de Hlderlin se troc en ebriedad demonaca, en sagrado furor. Las poesas corren sin timn como navecillas averiadas en un mar infinito; no obedecen ms que a la orden de los elementos; son gritos del "ms all" y cada una es un barco loco sin gobierno que corre, fatalmente, sonoro de cantos, hacia la catarata. Al final el ritmo se torna tan terso que quiebra el idioma y a fuerza de querer ser verso, pierde el sentido, para ser nicamente "un sonido de la selva proftica de Dodona". Triunfa sobre la idea para convertirse en algo "divinamente vesnico y sin ley", cmo Baco. Poesa y poeta se pierden a la vez en el infinito, mueren en l, por la suprema exaltacin de sus fuerzas. Muere el espritu de Hlderlin, divinizado en la poesa, sin rastro tras de s: al fin es la creciente tiniebla de un caos crepuscular. Todo lo terrenal, todo lo personal, todo lo eterno es destruido en la "auto-destruccin": su voz es mera msica rfica, que se levanta en vuelo hacia su elemento: el ter.

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LA CADA EN EL INFINITO Oh, Empdocles! Lo que uno es, se quiebra. Y as las estrellas declinan en gloria solemne. Los valles resplandecen, ebrios de luz... Cuando Hlderlin pasa los umbrales del nuevo siglo, tiene treinta aos. Los padecimientos de los ltimos tiempos han labrado en l una obra monstruosa. Ha hallado su forma de lirismo, ha creado el ritmo de su canto enorme, su propia juventud se ha encarnado en la persona ideal de Hiperin y la tragedia de su alma que ha quedado eternizada es La muerte de Empdocles. A tal altura no haba llegado nunca, ni haba estado nunca tan cerca de la sima en que caera. Las mismas ondas que en mpetu soberbio le pusieron por sobre su misma vida, constituye ahora una masa amenazadora, lista para dar el golpe demoledor. Profticamente, el poeta percibe la sensacin de su cada: El no quiere, pero el milagroso deseo de roca en roca le arrastra hacia la sima. Y sin timn, navego, ahora a la deriva... De qu le sirve su creacin tan alta? Celosa, la realidad toma venganza del que la despreci y el mundo del que nada quiso en comn con l. Recoge nicamente incomprensin, all donde crea hallar el amor, por cuanto ...una oscura generacin no ama or ni a un semidis, ni quiere escuchar al espritu celeste que llega entre los humanos o sobre las ondas: una raza que desprecia la pureza y desdea hasta la faz de Dios, omnipresente y prximo... A la edad de treinta aos come siempre en una mesa que no le pertenece; imparte sus lecciones, envuelto en la rada ropa de aspirante a pastor. Vive siempre a costas de su vieja madre y de su decrpita abuela, dobladas por la edad. Y como cuando era nio, las dos mujeres siguen remendando sus calcetines, le abastecen de ropa blanca y de trajes. "Aplicndose cotidianamente", trat de hallar en Homburg, como lo hiciera una vez en Jena, la forma o el medio de vivir solamente para la poesa, mediante una insospechable existencia de privaciones; ha limitado su comida y ha querido llamar la atencin de su patria, Alemania, hasta el punto que los hombres tuvieran deseo de conocer el lugar donde naciera y el nombre de su madre. Pero nada logra de lo que desea; nada le favorece; algunas veces, Schiller, con benevolencia

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condescendiente, acepta algunas de sus lricas para su "Almanaque", pero rechaza la mayor parte. El silencio del mundo en su torno quiebra sus arrebatos. En lo ntimo de su espritu, sabe en verdad perfectamente que lo que es sagrado, siempre es tal, aun si los hombres no lo reconocen, pero le resulta cada da ms difcil mantener su fe en un mundo que no le guarda simpata alguna. "El corazn no puede seguir amando a la Humanidad, si no hay hombres a quienes amar". Se vuelve helada, invernal, esa soledad que por tantos aos fuera para l un castillo de sol y oro. "Callo, mudo siempre, y de esta manera se acumula en m un gran peso, que oscurecer sin remedio mi espritu", afirma en son de queja. Y otra vez, escribiendo a Schiller, dice: "Siento fro, el invierno me entumece. Mi cielo es de acero y mi alma de roca"'. Mas nadie se le acerca con el fuego de la amistad. "Son muy pocos los que tienen fe en m", confiesa con dolor resignado, y, paulatinamente, pierde l mismo la fe en sus fuerzas, en su destino. Lo que un tiempo le pareci celestial, divino, es ahora para l vaco, sin sentido: su misin como poeta le resulta sin contenido. Duda hasta de la misma poesa. Los amigos se han alejado. El clarn de la gloria que llama, se ha callado: A menudo me parece que mejor sera dormir o morir, que estar solo as... No s ni qu decir, ni qu hacer y a veces

me pregunto por qu deben existir los poetas en esta hora de desolacin . . . Hlderlin ha sufrido una vez ms la impotencia del alma frente a lo real; doblar una vez ms su espalda al yugo que oprime y aceptar una vez ms una existencia inadecuada, que no es la suya, dado que es imposible para l vivir de su produccin literaria, al no admitir el servilismo. No volver a ver a su patria, ms que un instante feliz en otoo, un da en que junto con sus amigos de Stuttgart celebrar justamente la fiesta del "otoo". Pero luego habr de tomar otra vez su ropn de preceptor, para irse a Suiza, a Haupwyl, para anclar-se de nuevo en un empleo subalterno. El alma proftica del poeta comprende muy bien que ha llegado el momento en que su sol se pone, la hora crepuscular de la cada dolorosa. Y en una elega se despide de su juventud: "Oh juventud, ya te has apagado". Sopla ya en su poesa el aire glacial de la tarde... He vivido muy poco y ya respiro el aire de hielo del ocaso. Mudo estoy aqu como una sombra; en mi pecho el corazn se estremece:

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ya no puede cantar. El resorte de su impulso se ha quebrado; Hlderlin, que nicamente poda vivir volando, con las alas rotas no retoma ya ms su equilibrio. Pagar su culpa, por no haber sabido ocuparse "exclusivamente de lo superficial de s", por haberse abandonado a la accin destructora de la realidad con toda alma y todo amor. La aureola de la genialidad se ha desvanecido en torno a su cabeza; lleno de angustia, se retira en s mismo, para alejarse y esconderse a los hombres, que con su trato le causan una verdadera molestia fsica. Y con el crecer de su debilidad, aumenta el dominio del demonio, que hace vibrar sus nervios. Lentamente, la sensibilidad del poeta se enferma y sus vibraciones anmicas se tornan ataques y choques. Todo lo nimio le excita y el rechazo de lo que le protega como coraza y escudo, se rasga y pone al desnudo su hipersensibilidad. Por doquiera se le antoja ver ofensas y desdenes; su fsico reacciona con dolor a los cambios del clima y de la estacin; lo que en un comienzo fue inquietud espiritual, es ahora neurastenia, crisis y catstrofe nerviosa; sus gestos son excitados, su humor agresivo; sus ojos, tan serenos e inteligentes, ponen una luz de inquietud febril en su rostro afilado. El fuego invade todo su ser; de la vctima se apodera el demonio de la perturbacin y de la confusin; le arrastra a los extremos contradictorios "una turbacin que le aturde" y que "se acumula en torno de su ser anmico": conoce as los polos del ardor y de la frialdad, de la exaltacin y de la desesperanza, de la alegra y de la melancola. Y todo contribuye a llevarlo de pas en pas, de ciudad en ciudad. La irritacin afiebrada agita sus ideas, hasta alcanzar a su poesa; su intranquilidad se refleja en la incoherencia de sus versos se siente incapaz de elaborar un pensamiento, de mantenerse en l, de desarrollarlo. Y como su cuerpo fsico va de casa en casa, su alma pasa de imagen en imagen, de idea en idea. Y este fuego diablico no se calmar sino cuando haya devorado toda la persona y la personalidad del poeta. Queda nicamente el cuerpo, negro esqueleto de una construccin que devoraron las llamas y donde el demonio no puedo destruir lo que aun le queda de divino: el ritmo que mana todava inagotado de sus labios insensibles. En la patologa hlderliniana no se halla, pues, un punto, un momento exacto en que empieza su cada, su hundimiento; no existe una neta lnea de divisin entre su espritu sano y claro y su espritu enfermo. El poeta arde interna y lentamente; el demonio destruye su razn, no con la gran llamarada que incendia de repente toda una selva, sino con fuego oculto, entre rescoldos. nicamente resiste la parte divina de su esencia, tejido de amianto opuesto al incendio ntimo: el sentido lrico sobrevive a la razn y pone a salvo el ritmo, la palabra, la meloda. Posiblemente, Hlderlin es el solo caso clnico, en el cual, despus de la muerte de la inteligencia, sigue subsistiendo la poesa, como a veces, raras por cierto, el rbol carbonizado por el rayo sigue dando flores por una rama alta que permaneci intacta. El paso del poeta hacia lo patolgico, va por grados, progresivo, escalonado. No ocurre como en Nietzsche, el

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derrumbamiento improviso de un enorme y elevado edificio de ideas; en Hlderlin se trata de una desintegracin lenta, piedra a piedra, de una destruccin paulatina de cimientos y construccin, de un despacioso deslizarse hacia la inconsciencia. Apenas en su exterior, solamente en su fsico se acenta visiblemente la inquietud, el miedo nervioso, la sensibilidad excesiva, que acaban en accesos de furia y de crisis neurticas, crecientes en intensidad y reiteradas cada vez con mayor frecuencia. Antes le era dado contenerse meses y aos antes de estallar; ahora las explosiones elctricas se repiten casi ininterrumpidas. En Waltershausen y en Francfort logr dominarse por aos enteros, en Hauptwyl y en Burdeos nicamente aguanta algunas semanas: su capacidad vital no es ms que agresividad. Y al final, la vida le arroja en la casa maternal, como la tempestad arroja a un buque en un puerto, que puede ser el de partida. Y all, completamente desesperado, escribe nuevamente a Schiller, al maestro de su juventud. Schiller no le contesta. Le deja que se hunda, y Hlderlin, pesadamente, cae hasta lo ms hondo de su sino. Parte otra vez, porque ha aceptado el empleo de preceptor; se marcha sin alma, consagrado a la muerte. dando el ltimo adis a los seres que ama. Desde entonces un espeso velo oculta su existencia. La suya no es ya historia: es mito. Sabemos que en una primavera florida pas por Francia, pernoct en las cumbres de Auvernia, entre la nieve, en un lugar desierto. en duro camastro armado de pistola. Sabemos que estuvo en Burdeos, en la casa del cnsul alemn y que de pronto huy. Luego la tiniebla ms oscura le envuelve y oculta su cada. Habra sido Hlderlin ese extranjero, que diez aos despus fue visto en Pars por una mujer, dirigiendo exaltadas frases a las estatuas marmreas de los dioses en un parque? Podemos creer que una insolacin le quit los sentidos y que el rayo de Apolo le hiri, como l mismo dice? Ser cierto que le asaltaron bandidos, dejndole sin dinero y sin ropas? Nadie contestar nunca a estas preguntas. Su regreso a Alemania y su cada son un misterio. Consta nicamente que un da, en casa Matthison en Stuttgart, penetr un da un cadver plido, con vida an, delgado, con los ojos apagados, enmaraados los cabellos, con luenga barba v traje de mendigo. Matthison retrocedi espantado ante esa visin, y el extranjero le dijo con voz apagada su nombre: Hlderlin. Las ltimas chispas se han apagado, sus restos corren a la deriva, hacia la casa materna; mstiles y timn, confianza e inteligencia se han quebrado para siempre. Desde ese momento Hlderlin vive ya en la noche, que iluminan de vez en cuando relmpagos rficos. Su razn ha muerto; de esa tiniebla slo rara vez brota la palabra genial y sobre su cabeza fluye en escasas ocasiones la poesa breve, rpida y sonora. Cuando conversa, no halla el sentido de las palabras; cuando escribe, sus cartas son una masa amorfa o barroca. Su ser sigue cerrado a la realidad, pero se abre a las voces musicales, sin comprender, sin embargo, su significado. Se deshace poco a poco; pierde enteramente la conciencia y su locura se convierte en portavoz de

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ideas pticas. Su boca es el "rgano del imperativo que llega del ms all", como dice Nietzsche, intrprete y mensajero de lo divino que le sugiere el demonio y que no hubiera podido reconocer, ni cuando posea toda su inteligencia. Los hombres se alejan de su compaa, porque su ira se desencadena a menudo, como una bestia desatada, o a veces tambin llegan a burlarse de l. nicamente Bettina, que sabe distinguir el genio a travs del aire, como en Schiller y en Goethe y en Beethoven, y Sinclair, el amigo esplndido, como un ser de leyenda, siguen viendo la presencia de un dios en esa decadencia, en esa degradacin del poeta, que est "prisionero de su celeste esclavitud". "Muy cierto es para m, que una fuerza divina ha rodeado en su oleaje a Hlderlin -afirma esa admirable mujer-, quiero referirme a sus palabras, que como torrente incoercible han inundado sus sentidos, que al paso de esa inundacin han quedado debilitados, muertos". Nadie ha sintetizado con ms nobleza y clarividencia el destino de Hlderlin; nadie ha sabido hacer ms asequibles los ecos de las conversaciones demonacas, que se perdieron, como las improvisaciones de Beethoven, como de Bettina, cuando escribe a la seora Gnderode: "Al orle, parece que uno escucha un huracn desenfrenado: su voz es un himno rugiente, que se interrumpe de improviso, como cesan las rfagas del viento". Entonces est posedo por una ciencia profunda, tan profunda que no se logra creer que haya perdido la razn y hay que escuchar lo que dice de la poesa, para tener la impresin de que est por revelar el misterio del lenguaje divino. Luego, de pronto, todo se hunde en la tiniebla; el poeta languidece, permanece aturdido y afirma "que nunca lo lograr". Todo l se funde en la msica; horas enteras -como el mismo Nietzsche en los ltimos das de su estada en Turn -est sentado al piano, golpeando incesantemente las teclas en un esfuerzo para conseguir acordes, para captar las infinitas melodas que le envuelven y retumban dolorosamente en su cerebro; a veces se recita a s mismo, en largo monlogo, rtmicamente siempre, canciones y palabras. Mientras antes se senta arrebatado por la lrica, ahora se hunde poco a poco en el torrente sonoro; como los indios del Hiawatha, el poema de su hermano espiritual Lenau, se lanza cantando en la cascada que ruge. Espantados y conmovidos, la madre y los amigos le dejan en completa libertad en la casa, respetando el milagro que no comprenden. Pero el demonio explota cada vez ms violentamente en su intimo; padece ataques de furor; antes de apagarse del todo, la llama se eleva en peligrosas contorsiones, hasta que deben llevarle a un sanatorio, luego a casa de unos amigos y finalmente a la de un honesto carpintero. Con el correr de los aos, ese salvajismo furioso se aplaca, sus crisis se apagan y se calman, y Hlderlin se vuelve manso como una criatura; las tormentas nerviosas se disipan y dejan lugar al silencio crepuscular. Su demencia catalptica se tranquiliza, pero con la calma del espritu, no se desgarra el velo oscuro de la razn; muy rara vez un relmpago de ella ilumina su pasado. Su cuerpo sin alma, como en un ensueo, experimenta todava el suave influjo

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benfico de la primavera y aspira con fruicin el aliento grato de la campia; su corazn de solitario late an durante cuarenta aos en su organismo derruido, pero ya no es sino apenas una sombra de lo que fuera. El divino adolescente est, como Aulis, desde hace mucho entre los dioses: vive en otro campo, una vida nada terrenal. Lo que queda en las garras negras del tiempo, es su cadver espiritual; una sombra desfigurada que no se reconoce a s misma y que a veces se llama "el seor bibliotecario" y otras "Scardanelli".

LA TINIEBLA PURPREA ...aun en la tiniebla resplandecen imgenes de luz. Todas las soberbias poesas rficas que brotan del espritu ya apagado de Hlderlin en esos aos de ocaso, esos Cantos de la noche, corresponden a un campo perfectamente determinado de la literatura mundial; slo pueden compararse tal vez con los poemas profticos de William Blake, esa otra figura serfica, confidente divino, que los contemporneos definan: unfortunate lunatic whose personal inoffensivenesd secures him from confinement (el demente desgraciado, que por ser personalmente inofensivo se ha librado de la reclusin) . En Blake, al igual que en Hlderlin, la poesa creada es un dictado demonaco; en ambos se percibe como espina el pueril sentido vago del sentido claro de sus palabras; el sonoro rumor rfico toma la frase como un eco de otras esferas; en ambos los dedos inconscientes de lo real dibujan todava la bveda de un cielo sin paralelos, sobre el caos cruzado por estrellas y rayos, y as elabora un mito propio. La poesa (en Blake tambin el dibujo) alcanza el estado crepuscular y el poeta emplea un lenguaje ptico: como la sacerdotisa, inebriada por visiones indescriptibles, sobre los vapores de la caverna dlfica, murmura balbuciente hondas palabras en sus convulsiones de exaltacin, en ellos el demonio hace manar una lava gnea y piedras al rojo del crter apagado de su alma. En las lricas diablicas de Hlderlin no es la razn la que habla, ni el lenguaje corriente de esta nuestra vida real, sino el ritmo nicamente, sin sentido, incomprensible, que deja ver en un relmpago a travs de un rengln la luz que ilumina todo el universo. El poeta vidente se libra en un campo apocalptico: Valle y ros circundan el monte de la profeca, para que el hombre tienda su mirada al Oriente y partir de all en las variadas metamorfosis.

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Del ter la imagen fiel desciende y divinas palabras llueven y el hondo bosque resuena... Los ensueos lricos se han trocado en una armoniosa anunciacin, en "una resonancia en lo ms hondo del bosque"; la voz del ultra-mundo es voluntad superior a la del poeta, quo ya no habla de s, porque de l no se trata, convertido en hroe sin conciencia de las palabras esenciales. El demonio, suprema voluntad, ha domeado el alma del poeta, ha silenciado su voz y habla por su boca contrada, por sus labios sin sangre, como a travs de algo que ha muerto y que resuena sordamente. Ese varn esclarecido que fue Federico Hlderlin ya se ha ido: de su cuerpo el demonio se sirve ahora, como del cuerpo de una larva sin contenido. Los Cantos de la noche, canciones quebradas, sin duda alguna; son algo improvisado que no nacen de la tierra, del arte cultivado; no salen de lo infinito; no son materia elaborada por el genio en su rumoroso taller: son meteoros precipitados del cielo invisible de la fantasa, rebosantes de la mgica energa de esa regin ultraterrena. La poesa es un tejido de factores artsticos, brotados de la conciencia, de la inconsciencia y de la inspiracin, y las tres tramas se distinguen con mayor o menor evidencia, se acusan con mayor o menor vigor. Y resulta tpico enteramente, que en un poema normal -en Goethe, por ejemplo- en la madurez domine ya la tcnica. el factor material sobre la inspiracin, y por lo mismo que el arte, en un comienzo preciencia consciente, se torne maestra culta, dominadora y llena de sugerencias. En Hlderlin pasa todo lo contrario: lo esencial, lo inspirativo, lo genial, lo demonaco se robustecen: el tejido intelectual, artificioso y planeado, se deshace, como si se soltaran los puntos. Y as en sus lricas posteriores el vnculo intelectual se suelta cada vez ms. Los versos como olas, se superponen, sin obedecer ms a nada que no sea el ritmo armnico del sonido: la forma. la regla, la ley son arrolladas totalmente por el oleaje sonoro. El ritmo ya se ha vuelto dueo y seor; la energa primigenia retorna a su origen. De vez en cuando se nota en el poeta, arrancado a su propio ser, un intento de defensa contra esa fuerza suprema; se nota su esfuerzo para definir una idea potica y desarrollarla espiritualmente, pero el oleaje de sonidos arrebatan lo que est a medio planear, a medio elaborar. Por ello se queja: Qu poco nos conocemos a nosotros mismos! Tenemos un dios adentro que nos domea... Y el poeta sin defensa posible, pierde cada vez ms el dominio de la poesa. Al hablar de esa fuerza superior que le saca de s mismo, dice: "Me siento arrastrado por los confines de una tierra vasta como todo el continente asitico: parece que mil arroyos me llevan". Todo el vigor de retencin de su cerebro ha sido destruido y sus ideas caen perdidas en el fatal vaco; todo lo que comenzara en exaltacin audaz y valiente, termina en balbuceo dramtico. El hilo del discurso se traba, las oraciones se enredan; las frases se mezclan al son del ritmo y es imposible

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hallar su fin o su principio. Cansado, el poeta observa desprenderse de su mente el pensamiento primitivo. Y la mano temblando inhbil une pensamientos incompletos con una copula irracional o abandona resignado el hilo de la idea, limitndose a decir: "mucho queda por decir sobre esto an". Un poema de gran trabazn espiritual: Patmos, que es inmortal, se pierde al final en un farfullar, que es apenas el preludio de lo que pensaba decir. Y en lugar de una oracin, nos ofrece una anotacin taquigrfica, completamente ajena al texto: Y ahora cantar quisiera la partida de los cruzados caballeros para Jerusaln y el errante dolor de Canosa y de Enrique, pero me falla el nimo para hacerlo. Desde Cristo, son aire maanero los nombres y se truecan en sueos... Sin embargo, esos balbuceos, esos sonidos, incoherentes como pensamiento, estn unidos entre s por un alto sentido: el espritu, cubierto de vegetacin lujuriosa, no logra ver y los detalles, el vnculo intelectivo se afloja, pero en las lagrimas formales la esencia de fuego contenida en las poesas de Hlderlin arde con ms calor. El plasmador se ha tornado visionario penetrante y con ojos ardorosos abraza poticamente al mundo entero. En ese balbuceo armnico, en su ilgica ebriedad alcanza una profundidad de significado, que nunca conoci, cuando su alma estaba viva y despierta: ... divinas palabras llueven y el hondo bosque resuena. Si su poesa ha perdido en limpidez maanera y en exactitud de detalles, lo gana ahora en diablica inspiracin, en luminosos destellos espirituales, que iluminan totalmente el caos de las sensaciones y llenan de luz por un instante todas las cimas y todos los abismos de la naturaleza. Las lricas hlderlinianas son ya tempestad, salpicada frecuentemente por rayos de profeta: rpidas, breves, surgen de la tiniebla de sus odas e iluminan el infinito. Se extienden por el universo y son como visiones csmicas dirigidas a su elemento natural: el caos. Con el alma ciega, el poeta tantea en la oscuridad, a la nica luz de relmpagos llenos de vibracin y trata de recoger imgenes enormes y signos del espacio y del tiempo. En su maravilloso camino por esa regin impenetrable, antes de caer, antes de morir, se cumple todava el milagro inaudito: en la mayor tiniebla de su marcha, en pleno ocaso tormentoso del espritu, Hlderlin logra hallar lo que nunca pudo encontrar cuando su mente era sana y despierta, viva y lcida: el misterio de la gracia. Por todos los caminos lo haba buscado desde su niez, en el firmamento de su idealismo, en sus ensueos; adolescente haba buscado una Grecia suya y haba lanzado en vano a Hiperin para encontrar ese secreto por los vericuetos

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del presente y del pasado. De las sombras haba evocado a Empdocles, estudiando los libros de filosofa; el estudio helnico le haba dado un crculo de amigos y haba llegado a ser tan ajeno, tan extrao a su patria y a su poca, por haber vivido siempre en una Hlade de ensueo. El mismo, maravillado de esa influencia ejercida en sus sentidos, a menudo se haba preguntado: Qu es lo que me liga a las orillas dichosas y me hace amarlas ms que a mi misma patria? Porque, en dulce esclavitud hundido, vivo siempre en cualquier lugar por donde pas Apolo. La Grecia antigua haba sido siempre su meta; le haba arrancado al dulce calor de su hogar, a los brazos de su familia, para hundirle en desengao y llevarle a la desesperanza, a la absoluta y suprema soledad. Entonces, de su caos espiritual, de los ms hondos abismos de sus sentidos, resplandece de improviso su secreto helnico. De la misma manera en que Virgilio gua al Dante, Pndaro conduce a ste extasiado, en la plenitud rebosante de su palabra, hacia la suprema ebriedad del himno y el poeta, cegado en el mito crepuscular, ve arder como brasa, en lo ms hondo de la sima abierta, la Grecia que nadie antes adivinara y que luego solamente otro demonaco, otro poseso, Federico Nietzsche, filsofo todo luz, sabr hacer brotar de las entraas de los siglos. Con su verbo de vidente, Hlderlin puede mirar y preconizar la regin de llama y su anunciacin es el primer sentimiento clido de vida y lleno de energa sangunea, que el mundo recibiera de la verdad de aquella fuente espiritual del mundo, perdida entre las ruinas del pasado. No es la clsica Grecia de formas de yeso que mostrara Wincklemann; no es la Grecia tpica que Schiller tomara como modelo de su "medrosa imitacin sin el soplo anmico del arte antiguo" -como definiera Nietzsche-; es la Grecia asitica y oriental, que acaba de dejar la barbarie, inebriada de juventud y de sangre, que aun lleva el estigma ardiente de la matriz catica; es Dionisios, ebrio de bquico fuego que sale de la oscura caverna. No se trata ya de la lmpida y transparente luz de Homero, que alumbra la forma de la vida, sino del trgico espritu de la guerra eterna, levantndose como un gigante entre el placer y el sufrimiento. nicamente lo diablico, triunfante en Hlderlin, deja ver lo antiguo, el sentido verdadero de la Grecia real como una visin del comienzo del mundo, que funde magnficamente las eras histricas, el Asia y la Europa, la interpretacin de las culturas, paganismo, cristianismo. Esta Grecia descubierta por Hlderlin como faro en la tiniebla, no es ya en efecto la pequea pennsula de su nombre, limitada y arrinconada, sino el centro umbilical del universo, origen y ncleo de toda mutacin. "De all viene el futuro Dios, y all ha de volver". Es la surgente del alma, que de pronto brota de los recovecos de la barbarie y, contemporneamente,

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es el sagrado mar en que desembocarn un da los ros de los pueblos: el mar de la futura Germania, intermediario entre el misterio asitico y el mito del Crucificado. Como Nietzsche en el decaimiento espiritual, as Hlderlin est lleno de la premonicin de una unin sublime entre Cristo y Pan, por el "presentimiento dramtico del Dionisos crucificado", que ama figurarse Nietzsche delirando. El smbolo helnico asume proporciones fantsticas: ningn poeta alcanz nunca una ms elevada idea histrica, como lograra Hlderlin en sus ltimos himnos, aparentemente faltos de sentido. En estos himnos, en estas versiones de Sfocles y Pndaro, enormes como rocas del caos, el lenguaje hlderliniano supera el helenismo simple y la claridad apolnea inicial: soberbias construcciones con los bloques megalticos de la Grecia primitiva y armnica, las transposiciones del ritmo de tragedia se yerguen en nuestro mundo idiomtico de ambiente tibio apenas por un calor artificial. No se trata del verbo potico, de la frase suave en un verso en lo que va de una orilla del lenguaje a la otra, sino del germen ardoroso de la pasin que crea y sigue ardiendo con su fuerza ancestral. Y como en el mundo material los ciegos oyen con mayor claridad, porque un sentido muerto aumenta la sensibilidad de los otros as el espritu de Hlderlin, vaco de razn, resulta ms sensible a las energas que le llegan con audacia inslita del misterio ms hondo. Y l estruja el idioma hasta hacerle verter sangre de meloda, hasta romper en pedazos el esqueleto de su trabazn, y volvindolo maleable, y contemporneamente templa su lenguaje en la tensin del ritmo ensordecedor. Hlderlin, como Miguel ngel con sus bloques apenas esbozados tiene ms perfeccin en sus fragmentos caticos, que en la obra acabada, que es meta y fin: en esos fragmentos atruena el canto grandioso, el caos, el poder del universo, y no la palabra potica del ser individual. Y as el espritu de Hlderlin precipita en la tiniebla de la noche; se asemeja a una hoguera, que aun enva hacia arriba una columna de centellas, antes de volverse cmulo de ceniza. Su genio tiene figura de dios y tambin la tiene el demonio de su tristeza. Cuando en los poetas el demonio aplasta al individuo, casi siempre las llamaradas se tornan azules por el alcohol (Gnther, Grabbe, Verlaine, Marlowe) o se perfuman del incienso del voluntario aturdimiento (Byron, Lenau); la ebriedad de Hlderlin, en cambio, es pura y su cada es casi un vuelo hacia atrs, hacia el infinito. El lenguaje de Hlderlin se resuelve y disuelve en ritmos, y su alma en las visiones enormes del mundo primero. Su cada es msica y su desaparicin un canto; como Euforin, smbolo de la poesa en el Faust, Hlderlin, hijo en partes iguales del espritu alemn y del espritu helnico, derrumba todo lo perecedero de s: su cuerpo nicamente es lo que va a la tiniebla de la nada. Su lira de plata surge por sobre los horizontes, hacia las estrellas.

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SCARDANELLI Mas l parti. Porque los genios son demasiado buenos, est muy lejos ya: le entretiene ahora una conversacin de dioses. Lo que resta de Hlderlin permanece hundido en el abismo de la locura durante cuarenta aos. No queda de l ms que su sombra trgica, su imagen triste, Scardanelli, por cuanto as firma con su mano inutilizada el tormentoso oleaje de sus versos. El mundo le ha olvidado y l mismo se ha olvidado de s. Hasta bastante avanzado el siglo, Scardanelli vive en casa de un honesto carpintero. Los das pasan sobre su cabeza, insensible, y a su paso, a su roce, encanece su cabello, que antes fuera revuelta onda de oro. El mundo que le rodea se conmueve y muda continuamente; Napolen invade a su pas, para ser rechazado luego; desde Rusia pasa perseguido para concluir en la isla de Elba y la de Santa Elena, donde vive, Prometeo encadenado, unos diez aos todava. Muere y se convierte en leyenda. Nada sabe de eso el desgraciado solitario de Tubinga, que una vez cantara al vencedor de Arcole. Una noche, algunos artesanos depositan el fretro de Schiller en la lobreguez de una tumba, donde por aos y aos se pudre su esqueleto; luego, un da cualquiera, ese sepulcro se abre y Goethe toma entre sus manos la calavera del amigo que tanto quisiera. Mas el "prisionero celeste" no comprende ni la palabra "muerte" tan slo. Despus parte tambin Goethe, el sabio anciano, a los 83 aos; muere despus de Beethoven, de Kleist, de Schubert, de Novalis. Hasta Waiblinger, que de estudiante visitara muchas veces a Scardanelli en su celda, es sepultado, mientras Hlderlin vive an, arrastrndose como una serpiente. Un da, Hiperin y Empdocles, los hijos de Hlderlin, son reconocidos por la nacin alemana: nada sabe de eso el cadver viviente de Tubinga. Est fuera del tiempo, en lo eterno, ebrio de ritmo y meloda. De vez en cuando algn forastero curioso llega para verlo, como si fuera algo legendario. Cerca de la vieja Torre del Consejo de Tubinga hay una pequea casa; en un cuarto del piso superior se ve una ventana con rejas, que mira sobre la campia: en esa habitacin vive Hlderlin, como en un pequeo remanso. La bondadosa familia del carpintero conduce al visitante hasta arriba; tras una pequea puerta hay solamente un enfermo melanclico, que est paseando casi continuamente, mientras habla sin cesar en lenguaje superior. De sus labios corre un torrente de palabras, sin forma, sin significado, como una montona salmodia. Muchas veces el enfermo se sienta al piano y toca horas y horas, sin nexo musical: del instrumento fluye una armona muerta, una repeticin sin originalidad, casi fantica de un tema brevsimo y miserable, mientras se distingue al mismo tiempo el ruido que hacen sobre las teclas las uas crecidas enormemente. El prisionero est pues encerrado en un ritmo

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permanente. Como el viento pasa cantando por las cuerdas del arpa de Eolo, as en Hlderlin la msica de los elementos pasa por su cerebro exhausto. El forastero, con un poco de temor, termina por llamar a la pequea puerta y una voz desfallecida, que infunde miedo, contesta: Adelante! En la pequea habitacin est una figura flaca y enfermiza, como un personaje de los cuentos de Hoffmann; encorva la edad su cuerpo debilitado; el escaso cabello blanco cae sobre la frente de arrugas. Mas medio siglo de padecimientos y de soledad no han logrado destruir enteramente la nobleza de su juventud: una lnea neta, pura, que los aos han definido mas, marca su elegante silueta; los rasgos delicados del rostro sealan todava las sienes levemente curvas y el mentn prominente. A veces, la nerviosidad agita rpidamente la cara o le sacude hasta lo ms hondo de los huesos. Sin embargo, sus ojos poseen ahora un mirar horrendo en su fijeza: estn apagados e inexpresivos, cuando fueron tan dulces y llenos de ensoacin; se asemejan a las de un ciego sus pupilas. Pero en algn escondrijo de ese cuerpo en decrepitud, todo sombra, arde todava algo de vital. El infeliz Scardanelli se inclina servil, con muchas y exageradas reverencias, como si recibiera una visita honrosa e inmerecida. Abunda en ridculos tratamientos: "Alteza, Eminencia, Santidad. Majestad", y con una gentileza que deprime, lleva a su visitante con hondo respeto al gran silln de honor, que acerca. No conversa, realmente, porque el desgraciado luntico no tiene ilacin en las ideas, que no sabe desarrollar naturalmente y cuanto ms se esfuerza por ordenar convulsivamente sus pensamientos, tanto ms se embrollan sus palabras, hasta constituir un montono balbuceo, que no es lenguaje, sino emisin barroca de fantsticos sonidos articulados. Con enorme dificultad entiende lo que se le pregunta, pero en su mente resplandece un instante de lucidez, si se le nombra a Schiller o algn otro personaje desaparecido. Cuando algn ingenuo o imprudente nombra a Hlderlin, Scardanelli se enfurece y pierde el ltimo control. Las conversaciones le impacientan: el enfermo encuentra demasiado grave el esfuerzo de pensar y coordinar para su inteligencia rendida; y cuando el forastero se va, hasta la puerta le acompaan las reverencias del pobre demente. Sin embargo hay algo raro en l: su espritu est hundido profundamente en la tiniebla, pero en las cenizas apenas tibias de lo que fue, subsiste an un rescoldo, una chispa: la de la poesa. Esta extraa figura no puede atreverse impunemente por las calles, porque la aristocracia moral de Alemania, los estudiantes, se mofan de l y sus burlas torpes provocan en l espantosos ataques. Pero, repito, en ese derrumbe sigue despierta la chispa, que brilla como smbolo. Scardanelli hace poesa, como la hiciera Hlderlin en su niez. Horas y horas se entretiene escribiendo versos y versos o prosas imaginativas, fantsticas. Moricke, que los extravi, afirma que se llevaba esos papeles llenando su capa. Y cuando un visitante le solicita una pgina como recuerdo, se sienta resuelto y con mano firme escribe (la enfermedad no

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afect su escritura) versos a gusto del interesado, sobre Grecia, sobre las estaciones, o pensamientos como el que sigue: "La ciencia, que alcanza la ms honda espiritualidad, se parece al da, que con su resplandor ilumina a los humanos y que con sus rayos unifica los fenmenos crepusculares". Y debajo apunta una fecha, siempre inexacta, por eso la razn le traiciona en seguida al ponerse en contacto con la realidad; al final aade invariablemente este broche: "Vuestro humilde servidor, SCARDANELLI". . Esos versos de la demencia se diversifican completamente de los de su crepsculo intelectual, de las suntuosas ampulosidades de los Cantos de la noche. El poeta parece volver misteriosamente a los inicios: las composiciones actuales no estn escritas en versos libres, como los himnos lanzados en el momento de pisar el umbral de la locura; todas tienen rimas o asonantes; marcan las estrofas de ritmo breve, en contraposicin al ritmo amplio de las odas. El poeta parece fatigado, temeroso de dejarse arrastrar a los himnos, a la catarata del metro sin freno. La rima le sirve casi de muleta. Ninguna lrica tiene un claro sentido, pero tampoco ninguna carece por completo de sentido; no tienen forma lgica, pero s forma eufnica: son algo as como la transcripcin de vaguedades que es imposible desentraar. Aun as, esas poesas de la locura son... poesas; en cambio. los de otros dementes, como las que escribiera Lenau en el manicomio de Winnenthal, carecen de sentido en absoluto y se arrastran como un sonsonete (Die Schwaben, sie traben, traben, traben..." (Les golondrinas trotan, trotan, trotan...) Las de Hlderlin se engalanan todava de imgenes y parangones: y por momentos el alma del poeta aparece an en algn grito sonoro, como en los versos inolvidables: Ya goc todo lo bello en el mundo; la alegra juvenil, su placer se ha ido. Hace tanto! Pasaron abril y mayo y junio: ya nada soy y ya no me gusta vivir... Ms que por un loco, esto parece haber sido escrito por un nio poeta o por un poeta que se ha vuelto nio. Es ingenuo y leve como el pensamiento infantil y carece de lo violento o monstruoso o exaltado de la demencia. Como en un alfabeto las imgenes se alinean una cerca de la otra en ritmo montono y ni un nio de siete aos de edad alcanza a ver un panorama ms puro o ms sencillo, que ste que nos describe Scardanelli: Oh! me cuesta no detenerme frente a este cuadro suave de verdes rboles, como ante la ensea de una hostera. En los das hermosos, no hay duda,

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me parece muy bien todo reposo. A todo esto no te contestara, si lo pidieras. Si no se reflexiona, se asemeja al juego improvisado de un nio feliz, que lo ignora todo de la realidad, menos los sonidos y los colores y la libre meloda formal. Scardanelli, al igual que un reloj con sus manecitas rotas que sigue en marcha, no se detiene, no deja de ser poeta, en el vaco de un universo para l acabado. Su aliento es poesa, hacer poesa. Ha muerto la razn, pero el ritmo sobrevive y as se cumple uno de los anhelos de su vida: no ser ms que poesa, todo poesa y andar por la tierra arropado solamente en ella. El hombre ha muerto para dejar sobrevivir al poeta; su razn no es otra cosa que lrica y muerte y vida tejen su destino, ese destino que un da preconiz con voz de profeta como nica finalidad potica: "Ser devorado por el fuego que no conseguimos dominar".

LA RESURRECCIN Era yo una pequea nube maanera; pasajera e intil. Y en torno mo, el mundo dormitaba, cuando yo en mi soledad floreca. La Diosa ms severa y grave es la Historia. Inmortal e incorruptible, hurga con su mirada aguda las honduras de los tiempos y con mano firme, implacable, sin sonrisas, da forma a los acontecimientos. La inmutable parece ajena e indiferente, pero tiene gustos misteriosos. Ella debe dar forma a los sucesos y de la fatalidad hacer tragedia; pero en su severo trabajo gusta de las pequeas analogas, de las inesperadas coincidencias, que tocan a gentes, pueblos y azares, con profundo sentido. La Historia nada abandona con su destino: para todo acontecimiento halla otro igual o parecido. As, tocar a la muerte de Hlderlin otra anloga. El 7 de junio de l843 se han llevado un cadver ms leve que el de un nio, para llevarle de su pequea habitacin a la fosa que ha de encerrarlo. Ha muerto Scardanelli y Hlderlin no ha resucitado a la gloria. Se ha cumplido su existencia. La historia de la literatura le mencionar de paso, como un discpulo de Schiller. Parte de los papeles que dejara, en muchos tomos y en abultados rimeros. sern destruidos; algunos acabarn en la Biblioteca de Stuttgart, donde se le pone un nmero indicador del cuaderno y se les anota brevemente Mcpt. (manuscrito), con una cifra al lado. El polvo los ir consumiendo; nadie los mirar en medio siglo tal vez no le posar encima una sola mirada algn futuro profesor de literatura, encargado de administrar con mucha comodidad la herencia del superhombre. Silenciosamente se los considera ilegibles,

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obras de loco, como las grafomanas de un manitico, como una curiosidad tan insignificante, que durante cincuenta aos nadie se ensuciar los dedos en su polvo, desatando esos infolios amarillentos. Meses antes, en las postrimeras de l824, en Pars, en pleno Boulevard des Italiens, un obeso seor cae al suelo herido por el rayo de un sncope. Colocan el cadver en un portal, esperando; alguien reconoce en el muerto a un ex ministro del Consejo de Estado, a Henri Beyle. Al da siguiente, los diarios, brevemente, recuerdan que ese seor Beyle haba escrito algunas narraciones de viajes y pocas novelas. firmadas con el seudnimo de Stendhal. Por lo dems su muerte pasa casi inadvertida. Lo mismo ocurre a Hlderlin. Los paquetes de manuscritos son llevados a la Biblioteca de Grenoble, para que dejen de molestar, y all tambin como en Stuttgart, se llenan de polvo que nadie sacudir en medio siglo. Tambin se creen ilegibles, fruto sin valor de un monomanaco literario. Resultan tab. De esta manera las generaciones permanecen indiferentes al mejor prosista francs y al mayor lrico alemn. La Historia, irnica, se complace con estas burlas. Stendhal, profticamente, haba afirmado: "Je serai clbre vers 1900" (Ser clebre alrededor de 1900), vale decir casi al mismo tiempo en que Hlderlin llega a la elevacin del hroe para el pueblo alemn. Pensadores aislados haban llegado a adivinarlo, para ambos, pero slo a Federico Nietzche le toc reconocer a los dos como arraigados en su personalidad: Nietzsche, en efecto, fue el espritu ms lmpido y sabio entre los alemanes. Y vio en Hlderlin al amante magnfico de la libertad, que entrega, proyectndola, su naturaleza al mundo, y en Stendhal un luminoso espritu de independencia, que hurga en las honduras de su conciencia en la bsqueda implacable de la verdad: el uno es un genio de la exaltacin y el otro el de la renunciacin, los dos fuego de pasin artstica. Por exceso de calor o de hielo ninguno de los dos tuvo la temperatura tibia necesaria para que sus contemporneos le amaran. Y Nietzsche halla en ellos los dos extremos de su esencia, sin haber llegado a conocerlos cabalmente porque e} Henry Brulard de Beyle, testamento anmico de Stendhal, se empolv en los anaqueles de las bibliotecas como la obra de Hlderlin. Y surgir y desaparecer toda una generacin para que esas dos figuras geniales sean desenterradas y admiradas. Ms tarde empero, la resurreccin de Hlderlin es magnfica. Puro e inclume, el eterno adolescente vuelve a la luz, como esas estatuas griegas que han quedado enterradas en la arena del pasado por largos siglos, para surgir en la plenitud de su belleza ante nuestros ojos. Muchos poetas se presentan a nosotros en su doble aspecto, de acuerdo con la poca de su existencia en la que los observamos: Goethe es por momentos el joven impetuoso, luego el hombre de razn madura y finalmente un anciano profeta. Schiller es un principiante lleno de exaltacin o un artista que ha llegado a la obra perfecta. En cambio Hlderlin es para nuestra alma siempre algo nico que permanece en la constelacin juvenil, como Kant se nos aparece siempre como un viejo. Al ser trasladado fuera de la realidad, Hlderlin queda ms all del

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tiempo tambin. No nos es dado imaginar a Hlderlin sino como vate alado, brillante genio de aurora, hijo del arte cuyos ojos conservan todo el da la frescura del roco de la maana; parece proceder siempre de una zona superior, y su poesa si carece de la tibieza de la sangre y de la tarea diaria, posee el fuego ntimo de origen misterioso. Por su pureza, toma un esplendor de ngel hasta el demonio que le domina y le estruja y le hace comprender la peligrosa empresa de su vocacin. La palabra brota de su boca y sube, como llama sin humo, como aliento vital. Y as, cndido en su pureza, est ante las generaciones posteriores como la imagen sagrada del idealismo alemn; ese idealismo que marcha entre las nubes, que tom en Schiller la forma teatral, en Fichte la terica, en los romnticos una mstico-catlica y en la masa de la nacin se convirti en optimismo poltico. Esa exaltacin que le brota del alma, toma en Hlderlin una forma esplendorosa, nica y sin parangn: "por cuanto ms es visible el espritu, donde pasan los seres puros". Su destino, que est en el espejo de sus obras, asume un enorme prestigio, como leyenda de hroes. Deseo sin fin por un cielo sin limites, exaltacin juvenil fogosa de la vida que se eleva, juventud eterna de Alemania, todo esto es Hlderlin para las nuevas generaciones que creen en la poesa. Si Goethe es el Jpiter de Otrcoli, divinidad toda plenitud y poder, Hlderlin es Apolo joven, dios de la aurora y de la cancin: mito de suave valenta y sagrada pureza mana de su tranquila personalidad y, como un ngel de alas resplandecientes, por encima de lo grave y confuso de nuestro orbe, se eleva el brillo de plata de su lirismo.

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ENRlQUE VON KLEIST

Resiste a las tormentas la encina muerta. Sucumbe y se desploma la encina sana, deshecha porque el vendaval puede sacudir su cabeza coronada. (Pentesilea). PERSEGUIDO Para ti soy un misterio. Consulate: Dios es tambin un arcano para m. En la rosa de los vientos no hay una sola direccin que no haya seguido Kleist, ese eterno inquieto. No hay ciudad alemana en la que no haya habitado ese eterno solitario. Desde Berln parte apurado en un rechinante carricoche de las postas, para Dresden; atraviesa las montaas del Erz, llega a Bayreuth, cruza por Chemnitz, y como perseguido se va hacia Wrzburg; luego corre por los campos de batalla napolenicos, para ir a Pars, donde piensa permanecer un ao: a las pocas semanas sale huyendo a Suiza; habita en Berna y pasa a Thun y luego a Basilea; de repente se va como la piedra de una honda hasta parar en la tranquila mansin de Wieland en Ossamannstadt. A la noche siguiente, el coche que le lleva pasa por Miln y a travs de los lagos italianos piensa volver a Pars; se introduce en cambio entre los ejrcitos en Boulogne y, en grave peligro, aparece en Maguncia. Huye luego para Berln y Potsdam. En Kenigsberg, un empleo logra retenerle un ao, pero huye de nuevo el inquieto y se mete entre los ejrcitos franceses en marcha hacia Dresden: amanece, acusado como espa, en Chalons. Libre de nuevo, sigue de ciudad en ciudad, pasa por Dresden, va a Viena, que arde en guerra, es hecho prisionero en la batalla de Aspern y logra huir a Praga. A menudo, como ciertos ros subterrneos, desaparece por varios meses, para reaparecer mil kilmetros ms lejos. Al final, atrado como por la fuerza de la gravedad, retorna a Berln. Con las alas tremolantes y casi quebradas, intenta irse otras veces. Trata de llegar a Francfort, buscando casi en casa de la hermana un escondite para sustraerse a la invisible jaura que le pisa los talones. Pero all tampoco halla la paz y el reposo. Toma otra vez el coche, que durante treinta y cuatro aos constituye realmente su verdadero hogar, y se va a Wannsee, donde se hace saltar los sesos con una bala. Su sepulcro se halla al borde de un camino. Pero, qu es lo que lleva a Kleist a esa inacabable peregrinacin? Qu quiere? La filologa no es suficiente para explicarlo: sus viajes ni tienen meta, ni tienen sentido. Son realmente inexplicables. Los motivos que una seria y severa investigacin podra descubrir, no son, en verdad, ms que pretextos de su demonio, excusas. Maguer toda reflexin, ese ir y venir de

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hebreo errante permanecen como un enigma; no extraa que lo detengan a veces como espa. En Boulogne se est alistando un ejrcito napolenico, que invadira a Inglaterra: Kleist, que acaba de abandonar su cargo de oficial del ejrcito alemn, va y viene entre esas tropas: poco falta para que le fusilen. Los franceses avanzan sobre Berln: Kleist marcha con esas fuerzas, hasta que le descubren y es internado. Los austracos libran en Aspern una batalla decisiva: Kleist aparece en el campo de Wahlstatt, sin otros documentos de identidad que algunas poesas patriticas. Esa forma ilgica de proceder en todos estos casos, carece de explicacin razonable; sin duda le domina una fuerza superior y esa misma fuerza le llena de inquietud implacable. Alguien ha hablado de una misin secreta, que le fuera confiada, para explicar sus viajes, sus aventuras. Pero aun esa suposicin, si algo justifica, no puede explicar toda su vida que fue una andanza perpetua. La verdad es otra: Kleist no tena ninguna excusa que justificara sus peregrinaciones. Kleist no trata de ir a determinado sitio: sin apuntar, se dispara del arco de su inquietud, como una flecha. Es cierto: huye de algo que puede ms que l; como dice Lenau, cambia de ciudad, lo mismo que un enfermo de fiebre cambia de almohada. Busca alivio y salud en todas partes, pero intilmente, porque cuando el demonio arrastra, no consiente ni el calor del hogar ni la proteccin de una casa. As tambin Rimbaud viaja por tantos pases; as Nietzsche cambia eternamente de residencia; as Beethoven se va de casa en casa y Lenau de pas en pas. Todos tienen dentro la espuela terrible de la inquietud, la intranquilidad permanente, la dramtica inestabilidad del espritu. Una fuerza sin par, desconocida, los arrastra y nunca han de poder librarse de ella, porque vive en su misma sangre y reina en su mismo cerebro. Para poder aniquilar ese demonio interior, que, los manda, nada pueden hacer, sino destruirse a s mismos. Kleist conoce muy bien hacia dnde le lleva o le impulsa ese poder desconocido: a un abismo. Pero lo que ignora es si huye del abismo o va hacia l. A menudo sus manos crispadas se aferran a la vida, al ltimo trozo de tierra, que habra de cubrirle. Entonces busca algo que le impida caer: el afecto de la hermana, mujeres, amigos, en que sostenerse. Y de pronto, vuelve a correr angustiado hacia el fin, hacia los abismos profundos. Tiene siempre la sensacin de estar cerca de ese abismo, pero no sabe nunca si ese abismo est delante o detrs de l, y si es vida o es muerte. El abismo est dentro de l y por eso nunca podr librarse del mismo: lo lleva consigo como la sombra de s. Huye despavorido por todos los pases, como esos mrtires del cristianismo, esas antorchas vivas, haz humano envuelto en estopa embreada y encendida que inventara Nern y que vestidos de llamas corran sin saber adnde iran. Kleist tampoco sabe dnde ir; las piedras que amojonan la carretera pasan invisibles ante los ojos de Kleist y las ciudades apenas merecen una mirada de sus ojos. Toda su existencia es una carrera permanente huyendo de la sima: una carrera hacia la sima, caza azarosa que hace palpitar el corazn y jadear el pecho. Y

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eso explica el terrible grito de alegra, con que, cansado, se arroja deliberadamente al precipicio. La existencia de Kleist no fue una existencia, sino una eterna carrera por el mundo; casi una monstruosa cacera, toda sangre y sensualidad, crueldad y espanto, en plena excitacin siempre, siempre atravesada y herida por el sonido del cuerno de caza. Le acosa una jaura entera y como ciervo perseguido se interna en la selva espesa; se vuelve de repente, en un mpetu volitivo, contra uno de los perros del destino que le persiguen, cumple su sacrificio tres, cuatro y hasta cinco obras elaboradas en el mpetu pasional- y luego sigue corriendo, lleno de heridas que sangran. Cuando los canes de la fatalidad parecen agarrarle, se levanta magnficamente, con un ltimo esfuerzo, y se lanza en salto funambulesco al fondo de la sima, antes de resultar vctima de la vulgaridad.

EL INSONDABLE Ignoro lo que podra decirte de m; lo cierto es que soy inexplicable. (De su correspondencia). Es imposible utilizar para describirle las imgenes que nos han sido conservadas: hay de l una miniatura vulgar y mal hecha y un retrato sin valor casi. Las dos imgenes ofrecen una cara redonda, de nio, aun cuando es ya hombre hecho; un rostro alemn como tantos, de ojos negros y escrutadores. Nada revela en l al poeta o al hombre anmico; ningn rasgo infunde la curiosidad de preguntar si un alma y qu alma se oculta tras esas facciones. Se le contempla sin inters, sin atraccin. El interior de Kleist est muy hondo en el cuerpo del poeta: su secreto no se halla a flor de piel y es difcil reconocerle. Nadie tampoco ha narrado nada de l: las informaciones que nos han llegado, de contemporneos o amigos, son pocas y sin importancia alguna. Pero todos coinciden unnimes en decirnos que era reservado, hermtico y que nada en l chocaba para quien le observara. Nada en l llamaba la atencin: ningn pintor se hubiera sentido inclinado a retratarle, ningn poeta a describirle. Debe haber tenido en su exterior aspecto vulgar, falta de expresividad y una reserva inigualable. Cientos de personas conversaron con l sin adivinar siquiera que era un poeta; amigos y compaeros se encontraron en sus andanzas decenas de veces, pero ninguno recuerda en sus cartas haber visto a Kleist. Treinta aos de vida no han dado pie ni a una docena de ancdotas. Para comprender mejor la penumbra en que viva Kleist basta recordar la descripcin de

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Wieland acerca de la llegada de Goethe a Weimar: Goethe fue entonces una luz deslumbrante; basta recordar tambin el nimbo atractivo que rode las figuras de Byron y Shelley, Juan Paul y Vctor Hugo, a quienes se nombran cientos y cientos de veces en cartas y libros de su tiempo. Por el contrario, nadie se acuerda en sus escritos de Kleist; lo nico que se conserva como material descriptivo son las pocas lneas de Brentano, que dicen: "Un hombrecito rechoncho, de treinta y dos aos, con cabeza redonda e inteligente, carcter inestable; bueno como una criatura, pobre y tenaz". Pero aun esta imagen es ms dedicada a mostrarnos su temperamento que su fsico. Muchos pasaron a su lado, pero nadie le mir siquiera: quien logr verle, vio su alma. Esto se debe a que su envoltura carnal era gruesa y fuerte: y con esto se explica la tragedia de su vida. Llevaba escondido todo lo que era; las pasiones no aumentaban el brillo de sus miradas; los impromptus no pasaban de sus labios, que ni siquiera articulaban un esbozo de palabra. Era parco en el hablar, tal vez por una sensacin de vergenza, por cuanto era tartamudo; tal vez porque no poda o no hubiera podido expresar libremente sus sentimientos. Kleist mismo admite su cortedad o incapacidad para la conversacin, lo difcil que le resultaba expresarse, lo que contribuy a sellar su boca en el silencio: "Carecemos -afirma- de un medio de expresin. El nico del que disponemos, la palabra, no puede aprovecharse, porque no sirve para que el alma se comunique y slo deja aparecer fragmentaria-mente las sensaciones del espritu. Por la misma razn siempre tem con terror tener que descubrir a otros mi intimidad". Callaba, pues, en permanencia, no porque no tuviera nada que decir, sino por una suerte de castidad del pensamiento; y este callar permanente, sordo, era lo que ms chocaba en su persona, cuando se hallaba en compaa. Haba adems en l como cierta ausencia anmica, como una nube en da sereno. A menudo, mientras hablaba, enmudeca de improviso, como cortado y sus ojos se fijaban lejos, ante s, como si miraran un abismo. Narra Wieland, que "sentado a la mesa, muchas veces barbotaba entre dientes como alguien que est solo o preocupado, con el pensamiento alejado en otro sitio o en otro tema". No saba charlar ni estar naturalmente; le faltaba todo lo convencional, y todos vean en l o rareza o misterio sin atraccin. Otros se disgustaban por su penetracin, su cinismo y su exaltacin, as, a veces, impulsado por su silencio, rompa a conversar de repente. No tena su figura la aureola de una charla amena o amable; de su palabra no surga para nada la simpata y su cara tampoco atraa a la gente. Rahel, que mejor le comprendi, expres tambin mejor que nadie esta figura: "en torno de Kleist haba una atmsfera de severidad". Y hay que tener presente que Rahel, que generalmente narra y describe admirablemente, cuando habla del poeta, se refiere slo a su intimidad, pero nada dice de su fsico, de su figura. As comprendemos que Kleist permanecer para la posteridad como algo invisible, como "no descripto". Casi todos los que le trataron, no se fijaron en l o, a lo sumo, experimentaron una

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sensacin desagradable. Le amaron quienes le comprendieron y se apasionaron a l, quienes lo amaron. Mas, aun stos sentan en su presencia algo angustioso, oculto y fro que les invada el alma y les cohiba. Si el hermetismo de ese hombre se rasgaba por un instante, entonces apareca en todo lo profundo de su alma: un abismo. Nadie se hallaba a gusto a su lado, pero como el abismo, ejerca una mgica energa de atraccin; por eso nadie de los que le conocieron, pudo abandonarle totalmente, aunque nadie qued a su lado incondicionalmente. Muy pocas personas pueden soportar la opresin que fluye de l, su pasin fogosa, la exageracin de sus pretensiones (llega hasta pedir la muerte). Cualquiera que intente acompaarle, se retira ante su demonio ntimo; cualquiera. le sabe capaz de la cosa ms noble y tambin de la ms horrenda y cualquiera sabe tambin que de la muerte le separa tan slo un paso. Pfuel, en Pars, no le halla una noche en su casa: nicamente se le ocurre entonces buscarle en la Morgue, entre los cadveres de los suicidas. Mara von Kleist, estando una semana entera sin noticias suyas, enva a un hijo para que le busque y trate de que no cometa algn desatino. Los que no le conocan le estimaban fro e indiferente; los que le tratan temen el fuego ntimo que lo devora. De esta manera nadie pudo comprenderle y ayudarle; stos porque lo reputan excesivamente fro, aqullos porque saben que es todo fuego. nicamente el demonio debi guardarle fidelidad. Tambin Kleist sabe lo peligroso de su trato, y en una oportunidad lo dice claramente; por eso nunca se lamenta porque le abandonan: comprende que los que estn a su lado, han de quemarse en la llamarada de su pasin. Su prometida, Guillermina von Zenge, deja agostarse a su lado toda la juventud, por sus intransigencias. Su hermana preferida, Ulrica von Kleist, pierde sus bienes por l; Mara von Kleist, su mejor amiga, queda sola, aislada, y Enriqueta Vogel muere con l. Kleist lo sabe exactamente; sabe todo el peligro que representa para los dems su demonio y se recoge en s y se torna ms solitario an de lo que era por naturaleza. Durante sus ltimos aos, pasa los das en cama, fumando y escribiendo; no sale casi nunca a la calle y, si lo hace, no es ms que para entrar en tabernas y cafs. Cada da ms aumenta su aislamiento y cada da ms le olvidan los hombres. En l809 desaparece por dos meses: los amigos le dan por muerto, con la mayor indiferencia. Es que no hace falta a nadie, y su muerte habra pasado tambin inadvertida, si no hubiera sido tan dramtica, porque haba quedado demasiado solo en la vida. No queda, pues, ningn retrato suyo, ninguna imagen de su rostro; tampoco queda otro retrato de su alma, fuera del espejo de sus obras y de su correspondencia. Sin embargo hubo un retrato esplndido de l, por cuya lectura se estremecieron muchos afortunados: unas confesiones, sobre el ejemplo de Rousseau que escribi poco antes de la muerte, con el ttulo de Historia de mi alma. El original no existe ya; o bien lo destruy el mismo autor, o bien sus pginas se perdieron dispersas, por la inconsciencia de los que las recogieron, como sucedi con otras producciones.

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Ignoramos su figura; de este ser hermtico nos falta cualquier retrato moral o fsico. Pero conocemos a su sombro compaero: el demonio.

EL SENTIMIENTO Y SU PATOLOGA Maldecid del corazn que carece de frenos. Los mdicos berlineses, que acudieron, revisaron el cadver tibio an y encontraron que el organismo era fuerte y sano. En ninguno de los rganos aparece el menor estado morboso apreciable: la muerte ha sido producida por la bala que el poeta desesperado se descerraj en la sien. Los mdicos -para embellecer su certificado con palabras eruditas-escribieron: "Sanguinocholericus in summo grado lo que poda acabar perfectamente en un desequilibrio mental. Mas sas son palabras aisladas, escritas despus, en ausencia de pruebas. Queda en pie la parte esencial del certificado, la que afirma que Kleist era sano y fuerte, y que sus rganos no acusaban enfermedades o lesiones. Ni los bigrafos que hablando del poeta, nos dejan entrever raros accesos nerviosos, dificultades digestivas y otros sufrimientos fsicos, no contradicen abiertamente esa salud corporal. Porque las enfermedades de Kleist -si usamos los nombres psicoanalticoseran una fuga de la enfermedad", y no morbo real; vale decir, la necesidad de reposo del organismo fatigado por la tensin espiritual, que buscaba refugio en la supuesta enfermedad. Sus antepasados prusianos le haban dejado en herencia un fsico robusto: su desgracia no se hallaba en la carne o en la sangre: se esconda en el espritu. A pesar de esto, Kleist no era tampoco un enfermo del espritu, como se acostumbra decir; no era un hipocondraco, aun cuando Goethe dice en una oportunidad que su hipocondra era muy aguda; Kleist no era un demente; fue a lo sumo un hipersensible, en el sentido verdadero de la palabra, y no en sentido despectivo, como la usa con antiptica jactancia Teodoro Krner, el bardo hngaro, cuando dio la noticia de la muerte de Kleist. El poeta tena un exceso de tensin anmica; cualquier contrariedad le destrozaba y temblaba permanentemente por esa tensin que vibraba al rasgueo del genio como una cuerda sonora. Su pasin por lo tanto era siempre exagerada, sin freno ni medida, en perpetuo hervor, que le llevaba continuamente a los excesos y que no poda resolverse en palabras o acciones, porque dominaba esa pasin, refrenndola y encadenndola, un sentido moral tambin exagerado, un sentido del deber, como lo entenda Kant, pero en hiprbole esplendorosa. Su vicio era el de la pasin que le llevaba a un concepto patolgico de la pureza. Porque quera ser siempre sincero, deba callar constantemente. Y por eso naca ese estado de tensin permanente, como impulso contenido detrs de sus labios contrados.

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Demasiado grande era su cerebro para el fuego de su sangre; demasiada la educacin para su carcter; demasiados los anhelos para su moral: su sentir era tan exaltado como increble su espritu inverosmil. Y ese conflicto interior se fue agravando cada vez ms en el curso de su existencia: la presin ntima, en constante aumento, haba de concluir explotando, si no hallaba una vlvula de escape. Pero Kleist no tena esa vlvula, ese desahogo, y ste fue el signo de su vida; no poda descargarse en palabras, porque nada de su interior flua en su conversacin; no poda desahogarse en los juegos tampoco, ni en las menudas aventuras de amor, ni en la bebida o los estupefacientes. nicamente en sus sueos, en sus obras, se desataba su fantasa y surgan sus fogosos impulsos, a veces siniestros; y todo esto, cuando no soaba, estaba sujeto a una cadena, prisionero en su mano de acero. Si hubiera tenido un momento de negligencia, puerilidad o abandono, sus pasiones no habran tenido ese algo de pjaro de rapia enjaulado; en cambio, este ser soador, tan repleto de sentimiento, tena el fanatismo del autodominio, se someta a una disciplina prusiana y estaba siempre en lucha consigo mismo. Su intimidad era como una enorme jaula, en la que se hallaran encerradas, sin dormir an. todas sus pasiones, que l con el hierro encendido de su voluntad toda rechazaba siempre. Mas las fieras hambrientas saltaban cada vez ms violentamente en su encierro: y al final le destrozaron. Su tortura y su destino lo constituyeron la irreconciliabidad de su ser real y de su ser anhelado, la tensin constante, la reaccin eterna. Estaba compuesto por dos mitades que no correspondan una a otra, y cuando queran adaptarse, se chocaban; y mordan hasta verter sangre. Pareca un hombre grande, todo mpetu, encerrado en una estrecha armadura de guerra medioeval; tena grandes ambiciones y, contemporneamente, una conciencia tan limitativa que le impeda alcanzarlas luchando. Su inteligencia quera idealismo como Hlderlin, la otra vctima de su alma, ms no intentaba hallarlo en la vida terrenal: profesaba su moral para s mismo y no para los dems. Eternamente exagerado, eternamente hiperblico, exceda tambin en esa su moral, que converta en pasin al rojo vivo. Nada le hubiera daado el no encontrar lo que anhelaba, entre los amigos, las mujeres y los hombres en general; incapaz de dominar esas angustias ntimas, experimentaba sentimientos tambin indomables y esto destrozaba su orgullo: por eso en toda su correspondencia resuena un tono quejoso, a veces un acento de repugnancia para consigo mismo, por el que comprendemos que le posea un concepto sensual de aversin que le vedaba mirar hacia dentro y envenenaba su espritu. Eterno acusador de s mismo, busca siempre la razn y el pretexto para condenarse. Era un juez seversimo de s: "en su alrededor haba una atmsfera de severidad", escribi Rahel. Y la severidad aument siempre para sus propias acciones. Si se miraba dentro, y l pertenece a los pocos que saben verse hasta en lo ms hondo, experimentaba el mismo terror que si hubiera estado mirando a la Medusa. Nada era de lo que quera ser y nadie poda pedir de s tanto como l peda. Y nadie se impuso tantas exigencias morales como Kleist, con menor capacidad para realizar lo concreto de un ideal.

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En realidad, debajo de su piel opaca, en la que nada trasluca, herva un nido de vboras o demonios. Los extraos no sospecharon siquiera esa masa infernal, escondida en su hermetismo externo y fro, pero Kleist la haba notado muy bien desde su niez, descubriendo ese conglomerado de pasiones ocultas en los laberintos de su espritu. La tragedia de Enrique von Kleist comenz temprano; empez con una exagerada excitabilidad y en ella termin. Sera ilgico descuidar por piedad las primeras crisis juveniles del poeta: l mismo las cont a su prometida y a los amigos, y son el umbral del laberinto de sus pasiones. Joven cadete, haba sentido el despertar primaveral de su sensualidad, antes de que conociera a la mujer, a la hembra, haba pasado por la misma senda de la mayora de los jvenes de carcter sentimental, cuando sienten los primeros impulsos inquietos del sexo. Era un Kleist y se abandon de lleno; era un Kleist y sufri lo inenarrable porque vea vencida su voluntad; se crey ensuciado fsica y moralmente, y su imaginacin, tiernamente excitada naufragando entre imgenes horrendas, le pint falsos desastres a consecuencia de esa su vida de mozo; lo que para otro sera simplemente un rasguo sin importancia, se le antoja una lcera que le roe el alma, un vicio mximo que le arruina. En una carta describe a un joven, asilado en el hospital, que "se hunde por sus errores juveniles, plido y descarnado, con el pecho hundido, la cabeza cada" y lo describe para s mismo, como advertencia horrorosa. Esto nos demuestra cmo roan a ese Junker (doncel noble, joven heredero alemn) el desprecio y la repugnancia de si, por haberse rebajado sin saber combatir. Esto tiene otra consecuencia: una sensacin de incapacidad exagerada, como siempre, que le hace creerse intil a los fines del matrimonio; sin embargo se compromete con una nia pura e ingenua, a la que ensea tica en lecciones largas y enredadas, mientras se senta manchado hasta la raz; le explaya cules son los deberes conyugales y la instruye acerca de la futura maternidad, mientras duda de poder servir para las funciones maritales. Nace as en el alma de Kleist una doble existencia, un abismo que le divide en dos y convierte su existencia en lucha sin descanso. As, temprano, comienza para Kleist ese duelo de pasiones terribles, ese remolino salvaje de ambicin, vergenza y moralismo; aquel pero fantstico y terrible, que l oculta discretamente, con temor, hasta que, cuando ya no puede ms, confa al amigo la vergenza que le agota. Pero ese amigo, Brone, no era un Kleist, no era un exaltado o exagerado; vio las cosas tales como eran, en su justo tamao, le indic un mdico de Wrzburg y a las pocas semanas el doctor y cirujano, ms con sugestiones, probablemente, que con la obra quirrgica, le haba quitado su supuesto defecto. Fsicamente estaba sano. Sin embargo su instinto sexual nunca volvi enteramente a la normalidad, a la delimitacin neta. Sobra hablar del "secreto venusiano" cuando se escribe la biografa de una persona; pero en el caso de Kleist toda la energa oculta reside en este secreto, y mager su elevada espiritualidad, su cuerpo se siente arrastrado constantemente a considerables desequilibrios por sus costumbres erticas. Su fantasa exagerada, desenfrenada,

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fogosa, que ama hurgar entre las imgenes y se extiende en exceso de energa, tiene su raz en esos secretos excesos. Quizs nadie haya tenido, a travs de toda la literatura, una imaginacin clnicamente tan clara en su forma, casi dira en su estigma, de un ser como medio hombre y medio nio, que se alimentara de ensueos y en ellos se agotara. Hasta en su labor potica, Kleist, que en las descripciones es normalmente realista y exacto, al llegar a un pasaje ertico se torna soador y exuberante como un poeta oriental; sus visiones resultan entonces sueos de placer, que como sueos se ofrecen (basta recordar a Pentesilea, cuando la novia sale del bao desnuda, ungida de sndalo); es en ese momento cuando su alma oculta se descubre y vibra libremente. Aparece claro que la excitacin sexual de la juventud ech profundas races y que esa crnica inflamacin de su sentido amatorio sigui subsistiendo, aun cuando en apariencia la venciera y acallara, especialmente en sus ltimos aos de vida. Mas ya su equilibrio estaba comprometido; el amor -y digamos "amor" a regaadientes- de Kleist no march nunca ya en una direccin recta, moral, sana. Queda siempre algo que falla, la falta de determinado impulso, y ms que nada- un exceso de exaltacin, una sobreexcitacin. Todas las facultades del poeta tienen el sello patente de lo que llamaramos lo demasiado poco y demasiado mucho, en las categoras ms variadas, en los tonos ms raros, en los matices ms diversos. Justamente al faltarle el impulso amplio del deseo, y, quizs, la posibilidad absoluta, total, haba en l multiplicidades y tonalidades intermedias; por eso se explica tambin su eterno conocimiento de todas las encrucijadas y de todos los laberintos, los disfraces y matices del placer, la ciencia admirable de las expresiones sexuales. Todo esto encuentra eco en la intimidad de Kleist, juntamente con la permanente indecisin ertica. No es inmutable en l ni la elemental tendencia hacia la mujer. En Goethe y otros, el polo de la brjula es siempre la mujer, aun en medio de desvos y vacilaciones; en Kleist este polo no es nico. Basta leer las cartas dirigidas a Rhle, a Lohse y a Pfuel: "A menudo contempl tu cuerpo hermoso cuando te baabas en Thun, casi con sentimiento de muchacha"; a veces es ms explcito: "Si hubiera renacido la edad griega, en mi corazn por lo menos, hubiera podido dormir a tu lado". Cualquiera presumira en Kleist a un homosexual, pero l no lo es; por retencin tal vez, su instinto ertico est exaltado. Con el mismo fuego pasional escribe a su hermanastra Ulrica, a su "nica", la que, por parodia de la femineidad de sus sentimientos, viajaba con traje masculino. En todos y cada uno de sus sentimientos hay siempre un rastro de exagerada sensualidad; sus sensaciones son siempre complicadas. En Luisa Wieland gusta el encanto de la seduccin espiritual, que no pasa ms all de la esfera espiritual (Luisa cuenta apenas trece aos de edad). Mara von Kleist le atrae casi con un sentimiento maternal; a la ltima mujer a quien se vuelve, Enriqueta Vogel, no le liga relacin ntima alguna (qu horrible es esto!), sino el placer voluptuoso de la muerte. Al lado de una mujer, Kleist no se siente nunca hombre sereno, claro, normal: oculta en cambio un mundo abigarrado de pasiones: siempre ese "demasiado poco y demasiado mucho", que

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marca como estigma su sexualidad. Goethe lo supo decir magistralmente: "marcha siempre en una confusin de sentidos, y su fuerza de amor nunca se agota, por hondo que se hunda; nunca sabe, como Goethe, libertarse huyendo o entregndose: queda siempre trabado, cazado, abrazado, sin que logre abrazar, por el veneno sutil que corre en sus venas. Le amarra una slida cadena por l forjada, y que tiene estos eslabones: sensualidad y espiritualidad, crueldad y bondad, conquista y abandono, femineidad y virilidad. Kleist en amor, en lo sexual, nunca es cazador, sino una presa, una vctima del demonio pasional. Nuestro poeta excede en mucho a todos los dems poetas en la ciencia ertica; ello tal vez justamente porque su instinto no se encauza orgnicamente en una direccin normal, rectilnea. Su sangre hierve hasta destrozar sus nervios y hace brotar de lo profundo del ser sus secretos anmicos: los placeres raros, que en otros la ignorancia deja adormilados, hierven en l como una fiebre violenta y se explayan en llamas en la parte ertica de sus lricas. El hbito hiperblico de sus sentimientos fundamentales lleva las sensaciones a lo patolgico; Kleist es artista, un poco por su exacta mirada y otro poco por su constante exageracin. Y esto que se llama burdamente patologa sexual se distingue claramente en sus obras, que parecen verdaderas estampas clnicas; exagera la virilidad hasta tornarla sadismo; convierte la pasin femenina en ninfomana, lujuria y placer de hacer dao (Pentesilea); trueca la abnegacin en masoquismo y abyeccin (Catalina de Heilbronn); adems le atrae y le impulsa a la creacin artstica una mezcla de las fuerzas ocultas del alma, hipnotismo, sonambulismo, lucidez, todo lo anormal, lo excntrico del sentimiento, todo lo que dormita en los recodos ms sombros y lejanos del espritu; en sus obras domina siempre ese sector que se extiende en los ensueos ardientes. nicamente empleando el ltigo de la pasin, poda evocar los demonios de su linfa, para introducirlos en sus personajes. El arte resulta as para Kleist un exorcismo; expresin en lo fantstico de los espritus perversos que esconda dentro. Su erotismo no se aplaca en la vida, sino en el ensueo: por eso aparecen las colosales contorsiones que asustaban a Goethe y repugnaron a todos los no iniciados. Sin embargo, sera grave error ver en Kleist a un erotmano (expresin lo bastante clara como para indicar el contenido sensual de su pasin). Para ser eso, en el sentido voluptuoso, carece de determinada tonicidad del placer. Kleist es lo opuesto de un gozador, es un mrtir de la pasin, que nunca realiza sus sueos ardientes, ni los vive; por lo mismo sus placeres estn siempre tensos, refrenados, reflejos. Como en todo, es tambin en esto un perseguido por el demonio, que lucha con sus instintos y sus renunciaciones, y sufre terriblemente por ese su modo de ser. Su erotismo est nicamente en el crisol de su pasin; y ella es peligrosa por eso, porque la exagera, la lleva al exceso (su caso de exageracin es nico en la historia literaria). Y l convierte todos los sentimientos del alma en fiebre, monomana y tendencia al suicidio. El complejo demonio pasional aparece claramente en todas sus obras, en cualquiera de sus manifestaciones. Era una plenitud de odio, resentimiento y agresividad: se ve claro qu

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dominio ejerca en l ese errneo anhelo de fuerza, cuando se libra de la mano que lo aferra y como animal de rapia se lanza contra los ms poderosos, contra Goethe, contra Napolen. "He de arrancar de su frente la corona de laureles", afirma y es sta la expresin ms suave cuando habla de aquel ante quien antes hablara "con el corazn arrodillado". La ambicin, otra bestia terrible en el caos de sus pasiones, se trueca muy pronto en loco orgullo que todo lo pisotea. Luego le parece sentir dentro de s un vampiro espantoso que le bebe la sangre y le consume vivo: una tristeza sombra, pero distinta de la de Leopardi o de Lenau, que eran pasividades anmicas, crepsculos morales y meldicos; un terror irrefrenable, como l mismo comprende y dice; una fiebre fatal, belicosa, ardiente, tortura que le obliga a refugiarse en la soledad con las heridas intoxicadas, como Filoctetes. Adems, el tormento del desamor, que en Anfitrin encomienda al dios que creara la naturaleza, asume en l una forma y una esencia suprema de soledad. Lo que emociona a Kleist, todo lo que le conmueve, se vuelve en seguida o enfermedad o necesidad; hasta las mismas ideas morales: la honestidad, la verdad las convierte por exageracin en pasiones; el amor a la justicia es en l mana curialesca (Kohlhaas); el impulso a la verdad, fanatismo; la tica, dogmatismo ms fro que el hielo. En sus carnes queda hundido continuamente la punta de sus propias flechas, y sus heridas son rodas por el virus del desengao y de la amargura, porque en l fermentan peligrosamente todos los humores que no expele: como en su erotismo, falta la accin. Su aversin contra Napolen y los franceses se resuelve en ideas homicidas, o por lo menos de tomar a puntapis a todos los galos; pero este pensamiento no cuaja en la accin ni a ella se dirige: as nunca empua un pual ni se arma y toma el fusil para ir a combatir personalmente. En Guiskard su ambicin sera eclipsar a Sfocles y a Shakespeare, ms la obra no pasa del estado de fragmento de escaso vigor. Su tristeza necesita de los dems, e intilmente busca un compaero para emprender el viaje de la muerte. Recin al cabo de diez aos puede hallar a una mujer, atacada por el cncer, sin esperanzas ya, que se ofrece para acompaarle en esa ida fatal. Su fuerza se nutre de ensueos y le torna salvaje y dolorido. La imaginacin, todo funde en l en pasin que le destroza los nervios, y sin embargo "esa carne es demasiado pura, para que pueda disolverse" (como dijo ya Hamlet) . Kleist solloza intilmente frente a sus pasiones y pide calma, paz, tranquilidad; ellas no le dejan. Por eso en los menores detalles de su obra se revela ese vaho ardiente, quo es hipertrofia del sentimiento Nunca su demonio depone el ltigo: sigue persiguindolo, hasta en la vida que se derrumba, para concluir en el abismo. El poeta es apenas un ser perseguido por todas las pasiones, pero -tengmoslo bien en cuenta- no es un desenfrenado, todo lo contrario. Y en esto reside especialmente su tragedia: refrenarse constantemente, disciplinarse, martirizarse con rgida voluntad. Quiere ir hacia adelante y el anhelo de pureza le hace retroceder. Hay en l algo del poeta que va a su propia destruccin, como Verlaine, Gnther, Marlowe, que

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enfrentan su dbil voluntad con una pasin vehemente: por esta razn se deja llevar a la deriva. Aquellos malgastan su tiempo jugando, bebiendo, locamente disipados, y el torbellino de la pasin les arrastra fuera de la vida; marchan hacia el abismo paulatinamente por grados, oponiendo apenas una vaga resistencia. En Kleist una fuente de energa demonaca (en la que reside su tragedia) va a enfrentarse con una voluntad igualmente diablica, como en lo fingido se oponen el calculador lcido y fro al soador sentimental. Mas esa fuerza contra sus propios mpetus es tan exagerada como el mismo mpetu y entre las dos energas se libra en su interior una lucha heroica. Muchas veces Kleist es como Guiskard, que solo en su refugio, su alma, afectado por tumores, febricitante, padece terriblemente, pero se levanta gracias a su enrgica voluntad, oculta su secreto y pasa entre los hombres. Kleist no cede un metro de terreno hacia el abismo; su voluntad se yergue y combate contra esa atraccin monstruosa: Resiste firme y aguanta, como el arco que se mantiene porque sus piedras caen. Brinda tu cumbre al rayo de los dioses, firme como la llave que retiene el arco. Y grita: Golpead! Deja que te hiendan de pie a cabeza, hasta que quede un soplo de vida en tu pecho juvenil, una piedra y un poco de mortero que lo sostengan. El respiro potico lo coloca frente a su destino, oponiendo a la furia de su propia ruina el maravilloso dique de su elevacin personal. As la existencia de Kleist se torna lucha de colosos, descomunal. Su drama, distinto del drama de los dems, no es tener demasiado poco de esto y demasiado mucho de esto otro; tiene demasiado de ambos: demasiado de destruccin y de elevacin, de espritu y de sangre, de normalidad y de pasin, de educacin y de mpetu. Era un ser de plenitud y su mal, como lo dijo Goethe, fue exceso de energas. La naturaleza haba puesto en l demasiados ingredientes, de los que puede contener un hombre en una sola existencia; en su ntimo, este exceso de carga provocaba una lucha y el recargo de la dosis resultaba un veneno, un humor txico, excesivo para la dbil envoltura carnal de un ser humano. Y por eso deba siempre reprimirse, como una caldera bajo presin: no porque su demonio interior careciera de medida, sino porque la tena en exceso.

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UN PLAN DE VIDA En mi todo est resuelto, como la estopa en la rueca. Muy temprano, Kleist percibi el caos ntimo de sus sentimientos. De mozo y de hombre, siente cmo baten las olas del sentimiento contra el mundo que le encierra; sin embargo supone y piensa que esta rara confusin no es ms que fermento juvenil, postura equivocada de su existencia y, ms que nada, carencia de preparacin metdica. Hay mucho de verdad en esto: Kleist nunca fue educado para la vida; hurfano, sin familia, lo educa un sacerdote emigrado; pasa luego a aprender el arte de la guerra en una escuela militar, aun siendo inclinado a la msica, que en l constituye la primera explosin del alma hacia lo inefable. Pero slo a escondidas puede tocar la flauta, y, por cierto, debi tocarla magistralmente; de da est siempre en servicio, en plena disciplina prusiana, la disciplina de la dureza, o haciendo ejercicios en el campo de Marte. La guerra de 1793 le lleva definitivamente a combatir, pero esta fue tambin la campaa ms penosa, aburrida y triste de la historia alemana. Nunca record aspectos o acciones de guerra: nicamente en un himno a la paz traiciona su anhelo de escapar a todo eso que para l no tiene sentido alguno. A su amplio pecho le queda apretado el uniforme; siente que est lleno de energa, pero que esa energa no ha de ser eficaz, si no est disciplinada; nadie le ha enseado, nadie lo ha educado e instruido. Decide por lo tanto ser su propio maestro y trazarse un plan de vida. Como buen prusiano, el plan debe ser todo un plan de orden. Ha de vivir ordenadamente, de acuerdo a principios fijos, de acuerdo a ideas y mximas: de esta manera confa poder dominar el caos interior que presiente. Para lograrlo su vida ha de ser regulada y metdica: as podr entrar -son palabras suyas- en el mundo en las condiciones convencionales. Su idea fundamental es que cada ser humano debera tener un plan de vida, y esta quimera ya no le abandonar nunca: hay que fijarse una meta y luego elegir con mucho cuidado los recursos para alcanzarla, como el general y el matemtico. El hombre que razona, no ha de quedar all donde le sita la fatalidad, el acaso: Kleist sabe o cree que uno puede vencer al destino o por lo menos guiarlo. Resuelve as, a su entender, en qu ha de consistir la dicha suprema y se forja un plan para lograrla. Hasta tanto un hombre no sabe trazarse el plan de vida, sigue siendo un menor de edad y ha de someterse a la tutela de los padres o de la fatalidad. Esta es la filosofa vital de Kleist a los veintin aos, porque cree que podr burlar al destino. Ignora todava que su destino est dentro de l, por sobre todas sus energas. Kleist hace su entrada en la existencia con pleno empuje. Deja el uniforme, porque escribe- "el estado militar me resulta odioso y molesto, con sus fines". Pero, libre de esa disciplina, se crea otra en seguida. Creo haberlo dicho: Kleist no sera prusiano, si su primer

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concepto no fuera el del orden; no sera alemn ahora, si todo no lo esperara del estudio. Formarse es su primer asunto, como lo es para cualquier alemn. Aprender, aprender mucho en los libros, asistir a conferencias, escuchar a los maestros: esto le permitir hallar el camino de la vida. Espera compenetrarse del espritu del mundo y domar a su demonio, con mximas y teoras, con ciencia y filosofa, con matemticas e historia literaria. Eterno exagerado, se sumerge locamente en los libros, y como todo lo cumple con diablica voluntad, se inebria del saber y consuma verdaderas orgas de pedante. La tarea le resulta por cierto tan larga como a Faust: largo es el camino hacia la ciencia y l quisiera recorrerlo en un par de saltos, para luego resolver su verdadera forma de vivir. Imbuido del espritu de su poca, cree -con toda la exageracin de vehemencia- que se puede aprender la virtud en el sentido helnico; que se puede encontrar una frmula, como si fuera una tabla logartmica, para cualquier caso concreto. Se pone a estudiar como un desesperado, lgica, matemticas puras, griego, latn, fsica experimental, todo con la mayor aplicacin, sin saber lo que busca, sin finalidad clara, como caba esperar de su temperamento fantico. Se ve que ha de apretar los dientes para mantener su propsito. "Me propuse confiesa- algo que requiere el concurso de todas mis energas para ser alcanzado, algo que demanda todo mi tiempo", pero ese algo es indefinido y no acabar por definir-se. Aprende en l vaco y cuanto ms conocimiento adquiere, menos sabe adnde mira. "No hay para m una ciencia ms til que otra. Tendr que pasar de una a otra, nadando en la superficie sin poder zambullirme en una sola?" Intilmente afirma siempre la utilidad de lo que hace; sin duda, lo afirma para convencerse a s mismo, aun cuando se dirige a su prometida. Pedantemente le explica un mecanismo tico; durante meses tortura a la joven como un terco maestro de escuela con toda suerte de preguntas sosas, sin sentidos, que le formula por escrito, para educarla. Y Kleist nunca aparece ms antiptico, menos humano y ms prusiano, que en estos aos desdichados en que se busca a s mismo en los libros, en las mximas o en las conferencias. Y nunca tampoco se nos muestra ms alejado de su verdadera personalidad, como en esta poca en que intentaba instruirse y educarse, para resultar un ciudadano til. Lo que no puede hacer, es escaparse a su demonio, aun acumulando sobre s todos los libros del mundo. De tales libros un da estalla hacia l una llamarada horrible. Ese da, de repente se desmorona toda su fe en la ciencia, se deshace su religin de la inteligencia, se derrumba v aniquila su plan de vida. Ha ledo a Kant, enemigo tremendo de todos los poetas alemanes, que seduce y destruye, y su luz brillante pero sin calor, le deslumbra. Con horror, Kleist reconoce el error de sus convicciones ms profundas, su fe en el saber, en la educacin y en la verdad, como energa espiritual. "Nunca podremos afirmar si lo que decimos verdad es tal o si nicamente lo parece". La agudeza de esta idea le penetra dolorosamente en el alma; en una de sus cartas, en el colmo de la excitacin, declara: "Se ha derrumbado mi nica meta; no

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me queda otra..." El plan de vida trazado est deshecho. Kleist se queda otra vez frente a s mismo, frente a ese secreto, oscuro y tremendo YO que nunca habr de domar. El desastre es trgico, desesperantemente trgico, por su temperamento el poeta juega todo a una sola carta siempre. Perdiendo su fe v su pasin, lo ha perdido todo; all est siempre su tragedia y su grandeza: revolverse con pasin en un sentimiento, sin poder hallar la va para salir del paso, si no es estallando o destruyndose. Esta vez se libra por destruccin: arroja contra el muro fatal. el vaso sagrado en que bebiera durante aos la fe y pronuncia una maldicin. Ahora, cuando hable de la razn que idolatr, dir siempre: "la triste razn". Luego huye de los libros hasta el otro extremo. con angustia exaltada, con fervor, con mpetu, porque es eternamente exagerado. Afirma que le asquea todo lo que se llama ciencia, y de un brinco pasa al extremo opuesto, rasga sus creencias, como quien rasga las hojas de un almanaque de un da ya vivido. El iluso que hasta aqu viera la salvacin en el saber, en la instruccin, que creyera en la magia de la ciencia, en la defensa del estudio, se consume para retraerse en lo primitivo y vivir una vida puramente vegetativa. Inmediatamente, porque la pasin de Kleist no conoce la palabra paciencia, se traza un nuevo plan de vida, un plan flojo, porque como el anterior, no tiene en cuenta la experiencia. El Junker prusiano desea ahora vivir retirado, olvidado, tranquilo; anhela a la soledad que Rousseau invent como tentacin. Pide lo que los magos persas llaman "el firmamento de la satisfaccin": "cultivar un campo, plantar un rbol, criar a un hijo". Y no bien ha concebido el plan, pone mano a ejecutarlo; con la misma rapidez con que quera ser sabio, quiere ahora ser un zafio. Huye al da siguiente de Pars, donde le llev extraviado una filosofa equivocada; simultneamente se separa de su prometida, slo porque ella, as, de repente, no osa aprobar su nuevo programa y se preocupa porque, siendo hija de un general, habr de cumplir tareas de sirviente en la campaa o en un establo. Es que Kleist no puede esperar, si una idea lo posee; se pone a estudiar febrilmente libros agrcolas, trabaja con campesinos de Suiza; viaja sin meta por todos los cantones, para comprar un buen campo con su ltimo dinero, justamente en los momentos en que la guerra sacude al pas; lo que busca es una cosa simple, sin embargo no puede realizarlo ms que pasional, diablicamente. Sus programas existenciales son como yesca: arden al primer contacto con la realidad, y cuanto ms trata de alcanzar su finalidad, tanto peor le sale la obra, porque por exagerada, su pasin destruye. Cuando le sale bien algo, es porque sucede contra su voluntad: de vez en cuando el poder sombro vence esa voluntad. Y mientras primero busca la va en la instruccin y luego en la ignorancia, su impulso ntimo se ha libertado; su infeccin interna se abre como una llaga ulcerosa; mientras trata de sanar lgicamente, prudentemente, su fiebre espiritual con

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hierbas y emplastos, su demonio ntimo se ha soltado en poesa. Sonmbulo del sentimiento, sin fin alguno, Kleist haba comenzado en Pars La familia Schroffenstein. Hacindose violencia, muestra el ensayo a los amigos; luego descubre una posibilidad, adivina la vlvula de escape de su pasin interior. Se da cuenta de ello, comprende que en el mundo de la imaginacin sin fronteras, puede soltar la rienda a sus sueos, y entonces se precipita locamente, con toda exaltacin volitiva en esas regiones de la ficcin y su anhelo no afloja un segundo: es el mismo al comenzar que al concluir. La literatura resulta la nica liberacin que halla Kleist: jubiloso se entrega enteramente al demonio, del que quera justamente escapar, y se lanza al precipicio interior, a su abismo.

LA AMBICIN El amanecer de nuestra ambicin es irresponsable. Somos vctimas de la Furia. (De su correspondencia) Kleist se lanza en el mundo sin lmites de la lrica, como preso que sale de la crcel: ha hallado por fin una forma de huir a la fuerza que hierve dentro de l. Su imaginacin encadenada puede librarse ahora en fantasas, desbordar en ros de palabras. Mas a un Kleist nada le basta, porque es insaciable y no conoce la medida. No bien empieza a ser poeta creador, quiere ser en el acto el ms grande, el ms esplendoroso, el ms fuerte de todas las edades. En su primer trabajo de principiante o aprendiz, pretende eclipsar lo ms grande que crearan los griegos, los clsicos; quiere lograrlo todo de un brinco: su exageracin se ha vuelto literaria ahora. Otros comienzan sus pruebas con sueos y esperanzas, modestos, satisfechos si pueden crear una obra que vale. Kleist vive en superlativo y exige de su primer ensayo lo inalcanzable. Cuando pone mano a Guiskard, su primera obra despus del primer ensayo de La familia Schroffenstein, cree que su composicin ser la mejor tragedia de toda la literatura universal; quiere ser inmortal con un solo paso. En la literatura no hay ejemplos de una audacia parecida a la pretensin kleistiana que quiere pasar a la eternidad con su primer boceto. Se ve todo el orgullo que ocultaba en s y que ahora, como el vapor de una caldera, sale silbando y vibrando. Si Platen se jacta con intiles discursos de la Odisea o de la Ilada que habr de crear, expresa apenas con verbosidad vaca, el excesivo aprecio de s, todo debilidad; en Kleist la apuesta contra los dioses espirituales es seria, porque, cuando una pasin le domina, l se entrega con

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una intensidad sin limites y la ambicin llega a ser ya una vocacin fatal de todo l. Su mpetu potico tiene la realidad de la vida y de la muerte, y l, como un desesperado, provocando a los dioses, se lanza a una obra que, como l mismo sugiere a Wieland, como un complejo en el que se fundan los espritus de Esquilo, Sfocles y Shakespeare, Kleist lo juega siempre todo a una sola carta; desde ese momento, con su plan de vida no intenta vivir bien, sino llegar a ser inmortal. Espasmdicamente, en su sacudimiento de ebriedad, Kleist comienza su obra; convierte todo, aun la creacin potica, en una orga; su correspondencia est llena de frases tristes y de frases alegres. Las palabras afectuosas de aliento animan a otros poetas y les dan ms fuerza; a l le llenan de temor y de alegra simultneamente, porque excitan locamente sus pensamientos que oscilan entre el triunfo y el fracaso. Lo que para los dems es placer, en su exageracin es para l grave peligro, porque en la lucha pone tensos todos sus nervios. "Las primeras estrofas de mi poesa -as escribe a su hermana-, en la que describo tu amor por m, llenan de entusiasmo a todas las personas a quienes las leo. Jess mo! Ojal pueda terminarla! Quiera el cielo concederme este deseo cumplido; luego podr hacer de m lo que quiera". Como hemos repetido, Kleist juega el tesoro ntegro de su vida en una sola carta, en Guiskard. Solitario, en el retiro de una isla en el lago de Thun, se entrega por entero a su trabajo: en realidad se hunde ms y ms en el abismo. Lucha con su demonio, como Jacob luchara con el ngel; extasiado grita a menudo: "Muy pronto podr narrarte muchas cosas bellas y alegres, porque me acerco a la dicha". De pronto siente que hay fuerzas ocultas que se conjuran contra l y escribe: "Oh! la ambicin es un tnico que envenena todas las alegras". En esos instantes de abatimiento, le asalta el deseo de morir y escribe: "Estoy solicitando a Dios la muerte"; pero en seguida el terror de morir sin terminar su obra le invade, le hace temblar. Quizs ningn poeta dedic nunca a su obra todo su ser, como lo hizo Kleist en las semanas solitarias de la isla del lago de Thun. Guiskard es sobre todo un espejo que refleja el alma del poeta, que quiere expresar la tragedia entera de su vida, la monstruosa energa de su espritu opuesta a las debilidades y miserias del cuerpo. Con la terminacin de ella, cree Kleist haber conquistado a Bizancio, el dominio del universo, la efectividad de sus ensueos de poder y de ambicin, que deseara realizar luchando contra su mismo fsico. Y como Heracles quiere arrancarse la quemante tnica de Neso, l quisiera libertarse del ardor de su fuego, huir de su demonio, arrojndolo, trocado en smbolo, en imagen, vale decir, en su obra. Terminar esa obra significativa es para l curarse, vencer su divisin interior, conservarse, vivir; por eso lucha con todos los msculos y todos los nervios. La lucha es decisiva; as lo entiende y as lo entienden tambin los amigos que le dicen: "Termine su Guiskard, aunque pesen sobre usted el Cucaso o el Atlas". Nunca se ha entregado ms a su trabajo; escribe esa tragedia dos y tres veces, y vuelve a destruirla; as aprende sus palabras de memoria, que puede recitarlas en casa de Wieland. Por

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largos meses trata de escalar la altura innaccesible de la cumbre mxima, se resbala, cae, pero vuelve a comenzar. No puede desprenderse, como Goethe en Werther, del fantasma que le domina: el demonio, su demonio le ha aferrado dema-siado fuertemente. Al final su mano queda deshecha y tartamudeando escribe a su hermanastra: "Dios sabe, Ulrica querida -y que el cielo me hunda si miento- con qu placer dara yo una gota de mi sangre por cada letra de una carta que empezara as: Mi poesa est terminada. Mas t bien sabes que nadie hace ms de lo que puede. Trat de concluirla durante ms de medio millar de das con sus noches seguidas, para conquistar una corona ms para nuestro apellido. Ahora mi hada protectora me llama y me dice que es bastante. Sera bien necio, si pusiera todava a prueba por ms tiempo mis fuerzas, en algo -estoy convencido- es superior a m. Retrocedo, pues, ante uno que no ha llegado an, y me inclino respetuoso, mil aos antes, frente a su espritu". En ese instante parecera que Kleist acepta obediente su destino, como si su alma lcida dominara el tumulto de sus sentimientos. Mas no, su demonio manda ms violento que nunca y su ambicin, despierta por los golpes, no admite freno. Los amigos tratan intilmente de alejarle de la desesperacin, intilmente le aconsejan un viaje por pases ms alegres. Lo que se le aconsejara como paseo de diversin, se trueca inmediatamente en una fuga. El fracaso de Guiskard ha sido para l una pualada, y su ambicin celeste se convierte en veneno o despecho para consigo mismo. Vuelva en su cerebro una idea juvenil: el sentimiento de la impotencia artstica. Como entonces, en su juventud, cree que no puede llegar a ser poeta, y exagerando espantosamente este concepto de debilidad, gime de dolor. "Me dio el infierno la mitad de lo que es un talento; el cielo o no lo da o, si lo da, lo da entero". Es que Kleist en su exaltacin no conoce el trmino medio: todo o nada, fracaso o inmortalidad. Elegir la nada y realiza as su primer suicidio. Se va a Pars, sin razn ni finalidad; all echa al fuego el manuscrito de Guiskard y otros trabajos, para libertarse de su aspiracin a la inmortalidad. Y queda deshecho su segundo plan existencial. Pero entonces, como siempre le sucede en esas ocasiones, aparece por arte de magia, frente a las ruinas del plan de vida, el contrapunto: un plan de muerte. Libre as de toda ambicin, escribe a su hermanastra una carta inmortal, la ms bella que jams haya escrito un artista al fracasar: "Mi amada Ulrica. Quizs lo que te cuente, podr costarte la vida, pero es mi deber, es mi deber escribrtelo todo. Cuando termin aqu en Pars mi obra, la rele y en seguida la arroj a las llamas: todo ha concluido ahora. Dios me niega la gloria, la mayor dicha del mundo; todo lo dems no me importa y lo arrojo lejos de m, como un nio obstinado. No merezco tu amistad. y sin embargo, la necesito y te necesito. Me echo en los brazos de la muerte. Tranquilzate: morir en hroe, combatiendo. Me alistar en la armada francesa que est por desembarcar en Inglaterra. En el mar ya acechan todos los peligros y me llena de alegra pensar

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en mi magnfico sepulcro, profundo y sin lmites". Extraviado, loco, se lanza a travs de Francia para llegar a Boulogne; con dificultad un amigo logra detenerle. Durante un mes amargo, vive como loco en la casa de un mdico de Maguncia. Acaba aqu el primer salto colosal de Kleist. Hirindose, quera arrojar por esa herida el demonio de su interior; logr nicamente desgarrarse, y en sus manos ensangrentadas queda una obra incompleta, uno de los torsos ms bellos que nunca cre un poeta. Su obra est inacabada, pero s est acabada como un smbolo, la escena de la lucha con la voluntad, en la que Guiskard domina su debilidad y sus padecimientos. Lo dems queda sin concluir. Esa lucha para lograr la tragedia es de por s una tragedia heroica: nicamente quien lleve un infierno en el alma, puede combatir como un dios, como lo hace contra s mismo en su Guiskard.

EL DRAMA NECESARIO Escribo poesas, porque no puedo hacer otra cosa. (De su correspondencia) Destruyendo su Guiskard, Kleist cree haber podido estrangular al perseguidor horrendo que tiene en el alma, pero la ambicin surgida del fuego ms violento de su sangre, no ha muerto; su accin no tena ms sentido que el disparar contra un espejo que reflejara su propia imagen; ha roto la imagen, pero no ha matado al demonio que sigue en acecho. As Kleist no puede prescindir del arte, en la misma forma que un morfinmano no puede prescindir de su veneno. Ha hallado en el arte la vlvula por la que descargar la presin excesiva de sus sentimientos, el exceso de su fantasa; un escotilln por donde dejar escapar los sueos. Se da cuenta de que caer vctima de otra pasin, pero trata intilmente de defenderse. Sabe que no puede dejar el arte, que ejerce en su pltora la virtud de una sangra. Adems ya carece de medios de fortuna; perdi su carrera y la modesta existencia del empleado no puede satisfacer en manera alguna su carcter frondoso: nada le queda por hacer fuera del arte. Con profundo tormento, escribe una vez: "Ah! Escribir por dinero... escribir libros por dinero... Eso nunca!" Y el arte queda la forma necesaria de su vida; el demonio es ya en l un

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personaje que pasea por sus obras; todos los programas de vida elaborados han sido derruidos por el sino; ahora vivir como lo quiere la naturaleza, que siempre ha querido hacer algo inmenso del inmenso dolor humano. As el arte resulta para l algo que lo atenaza y le duele: en eso estriba la fuerza explosiva de sus ramas. Exceptuando El cntaro roto, todos nacieron ms que de l, de su mano nerviosa, como una explosin de sus sentimientos, como un gesto de fuga del infierno de su alma. Todos sus dramas estn como en hipertensin y tienen algo de alarido; salen disparados de sus nervios tensos y son, en resumen, si se me permite la imagen que resulta vulgar pero exacta, la eyaculacin del semen humano, que sale del fuego de la sangre. Carecen de fecundacin anmica, y apenas se nota ellos el rastro de la lgica; son vergonzantemente desnudos y nacen de una infinita pasin para lanzarlos al infinito. Todos sus prrafos llevan los sentimientos en superlativo, todos sus detalles tienen una chispa del fuego de su alma, que los instintos ahogan. En Giskard surge toda su ambicin prometeica, como un chorro de clida sangre; en Pentesilea se revuelve todo su fuego sexual; en la Batalla de Arminio retoza su odio que llega a la bestialidad; todas estas obras, ms que vida real, poseen fuego cruento. Y aun las obras ms serenas, ms alejadas de su yo, como Catalina von Heilbronn y algunas novelas breves tienen toda la vibracin electrizada de sus nervios; se adivina en ellas el paso que media entre la pica ampulosa y la espiritualidad sobria. A cualquier parte se sigue a Kleist, siempre le observamos en zonas diablicas, mgicas, en que los sentidos se ensombrecen, para elevarse a veces hasta el aliento grandioso en la atmsfera pesada y oprimente, que envolvi durante toda su existencia su alma. Y es esa atmsfera de sangre, de fuego y de azufre, la que da tanta extraeza a los dramas kleistianos. Es verdad, en Goethe se observan metamorfosis vitales, pero episdicas; son desahogos de un espritu deprimido; justificaciones; huidas; mas carecen del estallido volcnico de las obras de Kleist, en que la lava ardiente se lanza a ahorros desde lo ms profundo del corazn. El poder volcnico, la accin sobre los escollos entre la vida y la muerte, son lo que distinguen a Kleist de los pensamientos acicalados de Hebbel, a quien todo sale del cerebro y no de lo ms ntimo y hondo del ser, o tambin de Schiller, cuyas obras son edificios enormes, fuera de l, sin raz en la necesidad imperiosa de su esencia. No hay poeta alemn que haya puesto toda su alma en sus obras como Kleist; no hay uno tampoco que haya desgarrado tan criminalmente su propio corazn en la poesa. nicamente la msica puede tener esa energa volcnica, violenta, soadora, y justamente, este carcter peligroso es lo que cautiva mgicamente a Hugo Wolf, hasta crear su msica pasional de Penteses. Esa fuerza kleistiana no traduce tal vez en forma sublime la aspiracin que dos milenios antes Aristteles fij en la tragedia, para que "ella libertara de un afecto peligroso mediante una expansin violenta?" En los dos adjetivos peligro y violento reside el verdadero acento, que no han sabido ver los franceses y muchos alemanes, y eso parece haberse escrito para Kleist, por

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cuanto qu afectos hubo ms peligrosos que los suyos? Qu expansin ms violenta? No lograba dominar los problemas como Schiller; los problemas le dominan a l; y es justamente esa falta de libertad la que le vuelve volcnico y explosivo. Su obra no es una exposicin estructurada y medida de lo que quiere decir, sino una lucha para librarse de cualquier modo de la locura interna, que le atenaza hasta ahogarle. Como l mismo, todos los personajes de sus obras sienten el problema que se les plantea como el nico esencial del mundo, del que dependiese su vida; cada personaje aparece lleno de la locura de esta forma de ser. En l, y por eso en sus personajes, todo se convierte en algo que corta; todo es crisis, es herida. Las desdichas de su patria, que abultan el patetismo de otros poetas, la filosofa -que Goethe justamente soslay con mucho escepticismo, utilizando de ella slo aquello que favoreciera su desarrollo espiritual-, su erotismo, sus sentimientos, todos sus sentimientos en l se convierten en mana, en fiebre, en pasin, en sufrimiento, pero siempre en grado extremo, hasta hacer peligrar su existencia. Por eso la existencia de Kleist es tan dramtica y sus problemas tan trgicos, que no quedan, como en Schiller, meras fantasas lricas, sino que llegan a ser siniestras realidades del sentir. Por eso hay en sus composiciones la atmsfera realmente trgica que otro poeta alemn no ha podido ofrecer en la misma alta medida. Para Kleist el mundo y su vida entera se truecan en tensin; sabe trasladar sus contrastes a las personas hiperblicas de su ficcin, como polarizndolas en la naturaleza: la incapacidad de quedar ajeno a los sentimientos, la rgida severidad de sus ideas, deben conducir siempre a sus personajes al conflicto con el ambiente en que actan. Ya se trate de Aquiles, de Kohlhaas, de Homburg, siendo esa resistencia superlativa, como la del mismo Kleist, la tragedia no ha de surgir al azar, sino fatalmente. Kleist es llevado fatalmente a la tragedia por su misma esencia. nicamente la tragedia puede hacer tocar con mano la interna lucha de su temperamento; mientras la pica posee formas menos violentas, ms conciliadoras y permite un margen de libertad, el drama requiere penetracin, vibracin enrgica, y por eso cuadraba mejor a su temperamento exaltado. Las pasiones le impulsan, por el ansia de liberacin y ellas dan formas a sus obras, no Kleist. Ah reside la causa por la que siempre me ha parecido un error atribuir a Kleist un plan o un sistema o siquiera un esfuerzo para lograr una creacin. Goethe, irnicamente al parecer, ha hablado de su teatro invisible, al que estaban destinadas sus obras; para Kleist sin embargo, ese teatro invisible era la naturaleza diablica del universo, que en su fantstico dualismo, en su rotunda contradiccin, en su fuerza y su movimiento, no poda caber entre los decorados, cualesquiera fueran, sino para destruirlos. Nadie ha sido ni ha querido ser menos prctico que Kleist. Intentaba libertarse de su prisin: todo lo que fuera teatral y prctico se opona netamente a su temperamento. Sus ideas son siempre algo casual y adems inevitable, sus vnculos son ms firmes, la parte tcnica es tratada como un fresco por una mano apresurada e impaciente. Cuando la mano no es genial, cae en

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lo teatral inmediatamente, es lo melodramtico, y de acuerdo con el lugar, precipita en los efectos artificiosos ms vulgares del teatro de suburbio, de magia, y de pronto todo lo corta de un solo golpe, como Shakespeare, y se eleva a las zonas espirituales ms altas. Para Kleist el tema es un simple pretexto; cuando todo lo embellece con pasiones, su arte empieza con todo el entusiasmo humano. Y as, a menudo, crea la emocin con los recursos ms comunes, dbiles o lejanos (Catalina von Heilbronn, La familia Schroffenstein); en cambio, si la pasin le incendia, se halla en su propio elemento, que es choque y lucha de impulsos, y al emplear toda la energa de expansin de su alma, alcanza a una intensidad emotiva sin igual. Su tcnica parece simple, ingenua; sus situaciones burdas o defectuosas; se introduce en lo ms ntimo del conflicto por rodeos y vericuetos solitarios, para saltar luego, con enorme vigor, con la expansin terrible de sentimientos nica en l. Pero antes ha de adentrarse profundamente y tena necesidad, como Dostoiewski, de largos preparativos, de refinadas complicaciones, de laberintos endiablados. Cuando sus dramas comienzan (El cntaro roto, Guiskard, Pentesilea), la situacin se enreda apretadamente, como las nubes que preparan la tormenta; a Kleist parece complacerIe la atmsfera cargada, tensa, sombra, porque la oscuridad, la tensin y la carga son la imagen ms fiel de su alma. La confusin de las situaciones tiene relacin a la confusin de sentimientos que Goethe percibi en este poeta. Es cierto, en lo ms hondo de esa enorme confusin hay una chispa de masoquismo, un goce en la tensin sostenida para ocultar con su inquietud la inquietud ajena. Por eso los dramas de Kleist buscan excitar deliciosamente los nervios en lugar de conmoverlos o para conmoverlos despus; algo semejante ocurre con la msica de Tristn, que provoca un vibrar de los sentidos con su monotona de ensoacin, sus insinuaciones y sus frases incitantes. nicamente en Guiskard rasga de un golpe la cortina, para dejar todo tan claro como el mismo da; en las otras obras dramticas (Homburg, Pentesilea, Batalla de Arminio) empieza con una situacin confusa y, con una imprecisin de personajes; de esa primera confusin surge una avalancha de pasiones que luchan y chocan. A menudo, esa masa de pasiones vencen y deshacen la dbil concepcin; exceptuando Homburg, Kleist da siempre la impresin de que los personajes se le escapan de las manos y que se lanzan febricitantes por sobre toda medida, con una energa que no podra alcanzar ni en sueos. No rige, no domina a sus personajes como Shakespeare, son los personajes los que le arrastran; parece como si ellos acudieran a la llamada del demonio, convertido cada uno en aprendiz de mago, rebeldes a seguir a una voluntad consciente. Dando a la impresin el sentido ms elevado, Kleist no es responsable de sus palabras o de sus acciones: parecen hablar soando y mostrar sin freno los deseos ms ciertos. Esta irresponsabilidad, fuerza superior a su voluntad, se halla tambin en su lenguaje dramtico, parecido a la respiracin ardiente de la exaltacin, en la que se escapa a veces un lamento doliente o un alarido y a veces marca un silencio. Sin cesar su lenguaje ondula entre

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los contrastes ms netos; a menudo la reserva kleistiana se sume en laconismo magnfico; a menudo lo funde en un fuego sin par y sin diques. Por momentos masas vivientes y clidas de sangre nacen de sus palabras; en seguida rompe en pedazos el sentimiento que haba despertado. Hasta donde logra mantener el dominio del idioma, ste es viril, enrgico; cuando los sentidos desenfrenados de sus sueos, Kleist no tiene nunca el dominio completo de la palabra; sus frases son torcidas, oscuras, sin coyunturas. Si quiere que su lenguaje sea duro y enrgico, eternamente exagerado, lo tiende, lo desarticula, hasta que resulta difcil o casi imposible hallarle ilacin. Su paciencia, su dominio, no abarcan ms que frases aisladas; nunca puede abrazar la totalidad; sus versos, por eso, nunca tienen meloda ni fluidez; parecen brotar a chorros intermitentes, envueltos en la espuma y el calor de la pasin. Eso mismo que ocurre con sus personajes, arrebatados por la fiebre y la exaltacin, que rompen las riendas, as le ocurre tambin al lenguaje. Al entregarse de verdad, y en sus obras, Kleist pone todo su YO, la exaltacin pasional lo arrolla y as nunca alcanza a crear una verdadera poesa, si exceptuamos la mgica Letana de la muerte, porque su excesiva tensin y su misma cada no podran crear nunca una fuente amable y cadenciosa, sino nicamente un remolino hirviente; su verso carece de meloda y suavidad, como su aliento. Apenas la muerte pudo transformar en armona su ltimo suspiro. Arrebatado y arrebatador, flagelado y flagelador. Esto es y as aparece Kleist frente a sus personajes. Lo que torna tan horrendamente trgicos sus dramas, no es su tema, no son las aspiraciones espirituales que contienen, no son sus escenas, sino el horizonte sombro y siniestramente cubierto de nubes, que les da el fondo mximo de lo heroico y lo grandioso. Posee Kleist una dramtica visin del mundo, algo innato, porque nunca elabora una tragedia (que no sentira) con una sola faceta, sino que su tragedia es la de un mundo o del mundo. Y lleva en hiprbole siempre su fatalidad a cuestas, y la herida que rasga el corazn de cada uno de sus personajes, no es ms que una parte de la herida que dilacera al mundo y le transforma en dolor eterno. Otra gran verdad dijo Nietzsche y es que Kleist no se ocupaba ms que de la porcin insanable de la naturaleza, porque siempre hablaba de la enfermedad del mundo, que para l era incurable, no tena conciliacin ni alcanzara solucin. Mas justamente por esta razn. Kleist es acreedor al nombre de trgico verdadero; nicamente quien sienta al mundo en el dualismo de juez y de procesado, puede hacer el defensor y el acusador, en cada una de sus frases como deudor y acreedor, y asignar la razn a cada parte, contra lo injusto de la vida que hace a los seres humanos tan fragmentarios, divididos y constantemente insatisfechos. Goethe escribi una vez un pensamiento irnico en el lbum de un ser con alma ensombrecida: Schpenhauer: Si deseas experimentar la satisfaccin de tu mrito,

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has de conceder tambin mrito al mundo. Pero la trgica visin de Kleist nunca le permiti conceder mrito al mundo, y en l se cumpli as la profeca; nunca le alcanz la satisfaccin de su propio mrito; por el contrario, todas sus obras nacen de su disconformidad con el mundo y sus personajes, trgicos de verdadera tragedia, tratan siempre de levantarse por sobre s mismos y quebrar con golpes de cabeza las duras paredes de su destino. La resignacin goethiana para con la vida dio siempre un matiz a los personajes de sus obras, y por esta razn ninguna de sus obras tiene la grandeza soberbia de los antiguos, aun cuando l les pusiera tnica y coturno. Hasta los personajes trgicos de Goethe, Faust y Tasso, terminan por tranquilizarse y ponen a salvo su YO de la cada ltima. Goethe, todo un sabio, conoca el efecto destructor de la tragedia verdadera ("me destruira a m mismo, afirma una vez, si escribiera una tragedia"); con la mirada del guila abarcaba la perspectiva del peligro y, demasiado sabio y prudente, evitaba caer en l. Kleist, en cambio, ignoraba heroicamente el peligro y su coraje y su entereza eran enteramente profundos. Voluptuosa, sdicamente llevaba sus sueos y su creacin hasta la posibilidad extrema, aun sabiendo que en ello iba a perecer. Vio al mundo como una tragedia y escribi tragedias. Con su misma vida supo crear la ltima tragedia, la tragedia sublime.

LA ESENCIA DEL MUNDO Logro estar contento nicamente si estoy en compaa de m mismo: solamente entonces puedo ser sincero. (De su correspondencia). Muy poco conoci Kleist del mundo; mucho supo de su esencia. Viva como un ser raro, casi como un enemigo de lo que lo circundaba; conoca tan poco la astucia y los intereses creados de la humanidad, como la humanidad conoca de su exaltacin. Nula casi deba ser su psicologa, por lo que se refiere al tipo comn de los hombres, a lo normal; su lucidez parece despertar slo si los sentimientos elevan a insospechadas alturas a los seres, apoderndose de ellos. Unen a Kleist con el mundo exterior solamente las pasiones; su soledad que le aisla, deja de ser cuando el temperamento humano se torna demonaco, abismal. Como muchos animales, Kleist no ve claramente en plena luz, sino

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slo en la penumbra del sentir, en la noche o en el crepsculo del alma. La sola cosa que parece apropiada para l, son las intimidades volcnicas y quemantes de los hombres. Domina como videncia su fantasa pasional en lo eruptivo, en lo catico de los sentimientos fundamentales; la superficie de la existencia, la dura y fra corteza de la vida cotidiana, la forma sencilla de lo comn y corriente, no merece ni el roce de una mirada de Kleist. Demasiado intolerante para poder mirar serenamente por un tiempo la realidad, tiende siempre a apurar los acontecimientos, hasta darles ardor tropical; para l, pasional eterno, no hay ms problemas que en el fuego de los sentimientos. Si miramos hasta el fin, nunca logr crear personajes: su demonio hall a un hermano en cada uno de ellos, fuera de lo terrenal: demonios de las personas; demonios de la naturaleza. As sus hroes resultan desequilibrados, porque se han levantado por sobre la vida de todos los das, llevndose un poco del alma de Kleist; cada uno de ellos cargaba exageradamente con su pasin. Todas esas figuras salvajes de su fantasa, como dice Goethe hablando de Pentesilea, de "una singularsima clase" y cada una lleva rasgos del poeta que las crea: intolerancia, acrimonia, testarudez, mpetu, independencia y agresividad; a primera vista se reconoce en ellas rasgos de Can; se ve que han de destruir o ser destruidas. Todos sus hroes poseen esa extraa mezcla de fuego y de hielo, de demasiado poco y demasiado mucho, en brutalidad y vergenza, superabundancia y reserva, versatilidad y exaltacin, la mxima tensin de sus nervios. Todos martirizan hasta a los seres que aman, como Kleist a sus amigos; todos llevan en los ojos un brillo de llama peligrosa que causa terror aun en los ms descredos; por eso su herosmo nunca ser popular, porque no est al alcance del pueblo y nunca sus libros sern los libros de lectura del herosmo. La misma Catalina, que con unos toques leves de vulgaridad podra ser ms popular que Gretchen y Luisa, tiene algo en el alma, tal vez su exceso de abandono, que no toca el lmite del sentido comn. Arminio, el hroe nacional, tiene un exceso de poltica y habilidad, demasiado en resumen de Talleyrand, para poder ser una figura patritica. Es que hasta en lo ms vulgar de Kleist hay siempre un matiz de algo que lo extraa al pueblo; el oficial Homburg, para llevar el laurel de la popularidad, se ve imposibilitado por su esplndido terror a la muerte; lo mismo le ocurre a Pentesilea en su ansia bquica; a Wetter von Strahl por su excesiva virilidad, a Thusnelda por su tontera y orgullo femeninos. Kleist los aleja a todos de lo corriente, de lo schilleriano, por algn dejo inhumano, que aparece desnudo bajo su vestidura teatral. Cada uno tiene algo de raro, de inesperado, de desarmnico, que no pertenece a su espritu; todos, con excepcin de Cunegunda, del bufn y de los soldados, poseen un rasgo muy pronunciado en su fisonoma, al igual que las figuras shakespearianas. Y as como Kleist es antiteatral en sus dramas, es tambin idealista en la formacin de los personajes, pero en plena inconsciencia; cuando se halla en l la idealizacin, se ve que ha sido obtenida mediante un fino retoque deliberado o mediante una visin superficial y de poco

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alcance. Resulta sin embargo que Kleist ve siempre claro y odia terriblemente los sentimientos pequeos, carecer de buen gusto, pero no ser vulgar; pecar por rido en exageracin, pero no por melifluo. Le repugna la ternura, porque su temperamento es rudo y consciente de la pasin real; y as es tambin deliberadamente antisentimental y quiebra justamente los momentos en que se iniciara lo vulgar o lo romntico, haciendo enmudecer a sus personajes, especialmente en las escenas amorosas y permitindole cuando mucho un suspiro, un sonrojo, un tartamudeo, o mejor un silencio lleno de sentido. Cuida extremadamente que sus figuras no sean banales, por eso, si hay que ser sinceros, sus personajes son extraos al pueblo alemn, y no slo al pueblo, sino tambin a todos los que tenemos costumbres literarias y conocemos las tradiciones escnicas. Esos personajes pueden considerarse nacionales, pero de una nacin que no existe ms que en sueos; pueden igualmente considerarse figuras teatrales, pero solamente en ese teatro invisible o imaginario, de que Kleist hablara a Goethe. Son rebeldes tercos, como su acreedor y por lo mismo tiene una aureola de soledad. Sus dramas no tienen contacto alguno con la literatura ni anterior ni posterior a Kleist; no heredan ningn estilo literario ni forman escuela. Nuestro poeta fue un caso individual aislado, y tambin aislado qued el mundo que creara. Exactamente aislado, s, porque ese mundo no tiene fronteras que lo delimiten en el espacio o en el tiempo. No encuadra entre los aos de 1790 hasta l807 ni en las fronteras del Brandenburgo; carece del aliento del clasicismo como de la aurora del romanticismo. Es tan extrao y tan indefinido como el mismo Kleist: un anillo de Saturno alejado de la luz del sol. A Kleist, a la par del hombre, interesa tambin la naturaleza, pero nicamente en sus extremos lmites, cuando linda con lo diablico, cuando lo natural se vuelve mgico y lo comn, extrao; cuando el mundo se une al caos primigenio y se torna inverosmil e inaudito; cuando -si se puede decir as- traiciona todas las reglas y se convierte en vicio y pasin. A Kleist le preocupa lo anormal y anrquico. Vanse La Marquesa de O, La mendiga de Locarno, El terremoto de Chile. Se interesa constantemente por ese punto en que la naturaleza parece quebrar la ruta concntrica que le ha trazado Dios; no en vano ley con exaltada pasin La faz nocturna de la Naturaleza de Schubert. El sonambulismo, la sugestin, el magnetismo, el hipnotismo con sus misterios son la materia adecuada que enciende su imaginacin, atrada tanto por las pasiones humanas como por las energas secretas del cosmos; as sus creaciones aumentan su desorden, porque la confusin de las cosas materiales se agrega a la de los sentimientos. El se halla a su gusto en lo extraordinario; all, en la tiniebla, intenta descubrir por alguna hendidura al demonio, y cuando le ve, le sale al paso; porque all est lejos de la vulgaridad que le repugna y hasta le aterroriza, como un pasional permanente, que cada vez ms se interna en la naturaleza: corre a la bsqueda del superlativo en la forma de ser del mundo, como antes lo haca en el modo de ser del hombre. Su alejamiento de la realidad, a primera vista, parecera emparentarlo estrechamente con

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sus contemporneos, los romnticos; y no puede ser as: hay todo un abismo de sentimiento, entre la indomable tendencia de Kleist para lo abstruso y fantstico y la supersticin ingenua y novelera de aqullos. Los romnticos buscan la devocin de lo maravilloso, l busca la enfermedad de lo extrao en la naturaleza. Novalis quiere creer y elevarse creyendo. Eichendorff y Tieck tratan de resolver en msica la rudeza y contradiccin de la vida; Kleist en cambio no persigue ansiosamente ms que el misterio oculto en las cosas y marcha a tientas hasta lo extremo, para mirar con pasin fra, escrutando, sondeando, investigando, el ltimo rincn de la maravilla. Cuanto ms raro es algo, tanto ms le gusta narrarlo, aguzando su ingenio para aclarar lo indecible por la sobriedad expositiva: as su genialidad, tenaz como un tornillo, penetra hasta lo ms hondo, en las zonas mgicas en que se celebra la extraa boda de la magia de la naturaleza con el demonio de los humanos. Se parece en esto a Dostoiewski, ms que a un alemn cualquiera. Como en el ruso, sus personajes estn repletos de energas nerviosas, morbosas y exaltadas y sus nervios enredados dolorosamente en lo diablico de lo natural. Kleist, como Dostoiewski, nicamente es cierto, al pasar por la exaltacin, cuando le rodea esa atmsfera pesada, pero a un tiempo cristalina, como la de un cielo antes de que sople el Fhn sobre el panorama de un mundo ntimo, como el hielo de la lgica que de repente se convierte en tibia pesadez, de fantasa, para estallar luego impensadamente en tremendas rfagas de pasin. El paisaje espiritual de Kleist es bello, sin duda y alcanza una profunda visualidad, tan intensa como nunca en la poesa alemana, pero contemporneamente se soporta con dificultad; no es posible hundirse por mucho tiempo en el mundo kleistiano, que l mismo no puede tolerar ms de diez aos, porque los nervios se tienden, sus oscilaciones de valor y de fro excitan y llenan de inquietud. Resulta inaguantable resistir toda una existencia en una atmsfera tan cargada y deprimente; parece que el cielo pesa sobre el espritu, porque ese mundo es demasiado ardiente para un sol tan escaso y la luz es excesiva para un ambiente tan reducido. Eterno irresoluto, Kleist no tiene tampoco -en el sentido artstico- una patria, un trozo de tierra slida y firme bajo sus pies de eterno peregrino. Se halla un instante aqu y otro momento all, pero eso no constituye nunca ni su hogar ni su patria; vivo en lo maravilloso y no cree en ello y crea una realidad que no ama.

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EL NOVELISTA La verdadera forma, pues, hace brotar de s en seguida el espritu; la forma deficiente en cambio, retiene el espritu como un espejo y nada nos recuerda ms que a nosotros mismos. (Un poeta a otro poeta). El espritu kleistiano habita y vive en dos mundos diversos, en el clido mundo de la imaginacin y en el mundo fro de la lgica, del anlisis. As tambin su arte se divide en dos mitades, que sealan esos dos extremos. Muy a menudo se ha comparado a Kleist dramaturgo con Kleist novelista, calificado de sobrio su arte dramtico, porque se le confundi con el segundo. En realidad sus dos formas artsticas -drama y novela- son algo inverso y contrario: demarcan la separacin interior agudizada al extremo. El autor dramtico se arroja sin riendas al asunto, lo quema en la fiebre de su sangre; el autor de novelas no se mezcla deliberadamente, se reprime con violencia, permanece ausente en la narracin y cuida de que en ella no se note siquiera el aliento de su alma. Los dramas son todos pasin y tensin; las novelas no tienen ms que la tensin y la pasin que pueda poner el lector, como quiere Kleist. En los dramas el autor est en primer plano, en las novelas en ltimo. En los dramas hay expansin, en las novelas, reserva. Y ambas cosas son llevadas al lmite paroxstico que tolera todava el arte. As los dramas son los ms caudalosos y volcnicos del teatro alemn y las novelas son las ms podadas, fras y comprimidas entre todas las de Alemania. Pero no puede ser distintamente, porque l vive eternamente en superlativo. En las novelas Kleist hace a un lado el YO, ahoga su pasin y deja paso a la ajena, siempre con extrema exageracin. Tal autoseparacin llega al extremo de ser un exceso de objetividad y por esta misma razn un peligro para el arte. Es que el peligro es el elemento de nuestro poeta. En la literatura de Alemania no hay otro ejemplo de estilo objetivo, otra tranquilidad tan evidente, otro realismo tan magistral, como en todas esas pequeas novelas. Tal vez le falta un solo factor para ser perfectas: la naturalidad. Kleist sigue siendo en ellas tambin el eterno esclavo: aqu lo es de su voluntad seversima, como en los dramas lo es del desborde de su pasin. Carecen ellas as de un segundo de alegra, de una presentacin suave, de una sencillez de lenguaje. Se adivinan siempre sus labios apretados, para que no se le escape el aliento ardiente de su sentimiento pasional; su mano est febril a fuerza de contenerse; el hombre lucha para retraerse, para ausentarse. A travs de esa reserva, de esa represin y ocultacin, se traiciona su perversa voluptuosidad para engaar al lector y extraviarle y desorientarle en un laberinto que disfraza ingeniosamente como realidad, que no es otra que su mpetu ertico, alejado de su estilo.

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Para comprenderlo basta leer las Novelas ejemplares de Cervantes, su modelo; el fondo de ellas, que se adivina fcilmente, es secreto y picaresco; la tcnica de Kleist excede en la misma sobriedad. En su alma esclava y rebosante no hay Ariel alguno: el ambiente deprime constantemente y carece de vibracin musical. Quiere ser fro y est helado, quiere hablar en voz baja y calla, quiere ser fuerte en el idioma, latino como Tcito, y las palabras brotan temblorosas. En Kleist, en este sentido o en el otro, la exageracin est siempre presente. La lengua alemana nunca adquiri dureza semejante a la de Kleist, pero al mismo tiempo, tampoco nunca tuvo sonido tan frreo y fro como en su prosa. Hlderlin, Novalis, Goethe la emplean como si fuera un arpa; l no sabe eso y la maneja como un arma o como un arado poderosos. Y en este idioma duro, broncneo, por su eterno contraste interior, Kleist quiere introducir a la fuerza las cosas ms quemantes, sugestivas y su claridad y sobriedad de protestante se traba en lucha con los problemas ms increbles y fantsticos. Su modo de narrar se torna misterioso, complicado, denso, nicamente por la maldad de angustiar al lector, de atraerle, espantarle y luego, al hallarse en el borde del precipicio, tirar de las riendas y parar de repente. Quien no vea en la aparente frialdad de Kleist narrador su placer diablico de alejar al lector de lo que es su verdadero elemento, creer simple cuestin de tcnica lo que realmente es totalmente fanatismo del dominio de s u ocultacin de las pasiones ms hondas. Yo mismo no dejo de estremecerme, al releer las historias de Kleist, no por su argumento, seguramente (como en La mendiga de Locarno y otras), sino por la vibracin tremenda que se refleja en ellas de una diablica voluntad inexorable, que parece callarse y que en su calma aparente es ms, mucho ms terrible que la pasin del verso o los mismos alaridos pasionales de Pentesilea. Todo lo malo y lo oculto de Kleist, todo lo equvoco que hay en l, aparece en su estilo circunspecto, por cuanto tranquilidad, dominio y maestra son la anttesis de su manera de ser. La suprema magia artstica, la naturalidad, no poda lograrse: esa naturalidad superficial no es ms que una regla que el poeta se ha trazado. Pero, en qu forma sabe imponer su voluntad acerada en la prosa de sus novelas! Qu prieta corre en las venas del idioma la sangre! Esa voluntad de hierro se ve ms claramente en las pequeas ancdotas, escritas sin propsito de arte, para llenar algn blanco de su peridico. En todas las noticias policiales o en los menudos episodios de la guerra de los siete aos, se nota en forma inolvidable el triunfo de esa voluntad; la narracin tiene la transparencia del cristal; no hay ni un rastro de intencin psicolgica: en realidad es perfecta. Pero en las novelas el esfuerzo de Kleist para llegar a la objetividad se nota ms: todo el afn de lo complicado y tortuoso, su pasin por hallar siempre lo misterioso u oculto de las cosas, resalta ya considerablemente en las narraciones ms largas, pero ms se adivina en su aparente indiferencia; as en La marquesa de 0., una ancdota de apenas ocho lneas se asemeja a una adivinanza y La marquesa de Locarno resulta una pesadilla. Y esos sueos son ms atormentadores y violentos, porque las figuras aparecen descriptas sobriamente, en lenguaje de

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cronista, sin fantasas, sin claroscuros, acuadas en una naturalidad que va pareja entre lo real y lo espectral. El demonio volitivo se disfraza de sobriedad, pero llevndola al exceso, en un extremo lmite tal que deja percibir claro el reverso de Kleist, exaltacin de la frialdad ms all de toda medida. Stendhal tambin aspir siempre a escribir en un lenguaje sobrio, helado, antirromntico, y todos los das se cuidaba de leer la lengua burguesa de los decretos oficiales. De la misma manera, Kleist trat de modelarse sobre el tono y el destino de los cronistas, pero Stendhal logra crearse una tcnica; Kleist, en cambio, por exageracin precipita en la pasin de carecer de pasin y lo emotivo se traslada del autor al lector. Mas siempre se percibe el eterno demasiado que mana de l y as resultan ms fuertes las novelas en las que crea un personaje que representa su caso; as Miguel Kohlhaas es el tipo ms perfecto que supo crear, porque personifica la exageracin, esa exageracin que concluye destruyndolo. Inconscientemente, tal vez, es la imagen del autor, que de lo mejor de s cre lo ms peligroso: el fanatismo volitivo desborda por sobre toda ley. En esta disciplina y reserva de s, Kleist resulta tan diablico. en la pasin como en la exageracin. Todo esto se percibe ms sensiblemente, como ya he dicho, en las pequeas ancdotas escritas sin proponerse efectos artsticos y adems en las extraas expresiones y manifestaciones de sus cartas. No hay autor alemn, nunca lo ha habido, que como Kleist -en las pocas cartas que se han conservado de l- se muestre tan desnudo, tan descarnado. A mi parecer no tienen parangn alguno con los documentos psicolgicos de Schiller y de Goethe, porque la sinceridad kleintiana es ms audaz, ms sin lmites y sin condiciones, que las confesiones de esos clsicos que se subordinan siempre ms o menos, a las reglas estticas. De acuerdo con su manera de ser, Kleist comete excesos aun en la confesin; hace con sadismo su autopsia, pero no es que ame la verdad, slo experimenta una ardorosa pasin por ella y mantienen una magnfica lnea de arte aun en el dolor ms agudo. No hay nada ms penetrante que el alarido de esa alma, y, sin embargo, el grito parece bajar del cielo, como alarido de terror de un ave herida. As el patetismo heroico de su queja solitaria tiene una grandeza inaudita. Se dira que se oye la tortura de Filoctetes emponzoado, que disputa con los dioses, slo en el islote de su alma, separado de los hermanos y que se arranca los vestidos, para conocerse y queda desnudo ante nosotros, pero no como un lbrico, sino vctima fogosa y sangrienta que termina su ltima lucha. Hay all alaridos que surgen de lo ms hondo, gritos de dios desesperado y destrozado, gritos de animal torturado; luego, vuelven a manar y correr las palabras lcidas que deslumbran. En ninguna de sus obras logr alcanzar las profundidades de sus cartas, donde aparece tan evidente el dualismo de exceso y de restriccin, de xtasis y anlisis, moderacin y pasin, prusianismo y primitivismo. Es posible que hubiera todo este mismo relampaguear y llamear en una nica luz, en el manuscrito perdido de la Historia de mi alma; pero el manuscrito -que no deba ser a buen seguro un acuerdo entre Poesa y Verdad-se ha perdido. Como siempre, aqu tambin el hado intervino otra vez para que no se descubriera el secreto, para que Kleist

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permanezca para nosotros un hombre desconocido y hermtico, para que no podamos verle a l solo, en s, sino siempre hundido en la sombra demonaca.

EL ULTIMO VNCULO Por sobre todo vence siempre el sentimiento de justicia. (La familia Schroffenstein). Kleist revela su alma en cada uno de sus dramas; en cada uno de ellos hay una entrega al mundo de una centella de su espritu, porque en cada uno hay una pasin kleistiana colocada como personaje de la fantasa. A travs de sus obras, pues, le conocemos en parte y sabemos de su denodado luchar; pero nunca hubiera alcanzado a poner pie en el terreno de la inmortalidad, si no nos hubiera ofrecido en su ltima obra lo ms alto: su lucha de hroe. Con su Prncipe de Homburg supo hacer la tragedia del conflicto de su vida entera, y lo ha alcanzado con ese vuelo genial que el destino no concede generalmente ms que una vez a un artista; supo hacer la tragedia genial de su poder ntimo, de su guerra enervante, de la oposicin entre autodominio y pasin. En Guiskard, en Pentesilea, en la Batalla de Arminio reina siempre el mpetu de la pasin hacia lo infinito, exaltado, violento; en su ltima tragedia hay, adems, un mundo en que se agita todo el remolino de los fuerzas pasionales, un mundo en que presin y freno son una unidad, que lo domina todo, en lugar de dejar que las dos fuerzas de accin y reaccin vayan por direcciones diversas. Y ese dominio de las fuerzas, esa unidad, no constituyen la ms alta armona. contrarias, se echan una en la otra, para juntar los labios un solo instante, esos labios que forman el amor y las palabras. Y cuanto ms acentuada es la divisin y la oposicin, tanto ms vehemente es el beso y rugiente el acorde que nace de ese desborde pasional. El Prncipe de Homburg de Kleist, ms que otro drama alemn, posee el esplendor de la tensin suprema, y su autor ha legado a la nacin alemana una tragedia perfecta, a pocos pasos de su destruccin personal, en la misma forma que Hlderlin, poco antes de hundirse en la noche, entona su canto rfico universal y Nietzsche, antes de su derrumbe espiritual, deja correr inebriado la fuente alegre de sus palabras, resplandecientes como joyas. La fuerza mgica, naciente del sentimiento de la propia desaparicin, est por sobre y por fuera de todo anlisis, de toda explicacin y es algo indeciblemente bello, como el postrer salto de una llama

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azulada, que se apaga luego. En Homburg, Kleist pudo, pues, domar al demonio por un momento y aun alejarlo violentamente de su obra. All no se ha reducido a aplastar una sola de las cabezas de la hidra amenazante, como en Pentesilea, en Guiskard, en la Batalla de Arminio; supo aferrar al monstruo por la garganta y arrojarle lejos. Y as puede verse aqu toda la enorme fuerza pasional, que no silba al salir como el vapor comprimido, sino que se precipita contra otra fuerza en abierta lucha. Ni un solo tomo de esa presin interna deja de tomar parte, en esta obra, en la dramtica lucha, porque se expande con toda su violencia; el dique y la corriente se equivalen; tienen la misma fuerza el acantilado y la tempestad. Aqu Kleist no sale de s; se duplica en cambio. Lo antagnico pierde el poder destructor, porque no permite como antes el curso libre de los impulsos y no tolera, en resumen, ningn predominio. Toda la contradiccin de su esencia se ve clara. Y toda claridad permite una mejor visin de las cosas: esa visin produce la reconciliacin. Se acaba la guerra constante entre pasin y disciplina, porque quedan frente a frente, a la luz del sol. La disciplina -el prncipe, que en la iglesia proclama vencedor a Homburg- honra al apasionado y el pasional -Homburg que pide para s la pena de muerte-honra la disciplina. Las dos fuerzas se reconocen primigenias de un solo conjunto; la inquietud requiere movimiento, la disciplina exige orden; y al arrancar de su corazn cargado su eterna lucha, para ponerla entre las estrellas, en lo ms alto, Kleist alcanza por primera vez la unidad y participa de su creacin. As, de improviso, corre fluyendo naturalmente todo lo que haba buscado, todo lo que haba amado y corre en la forma ms noble y lmpida, consagrado por un anhelo de reconciliacin. 'Todas las pasiones de treinta aos se cumplen de pronto, se realizan en la materia, de manera suave y luminosa, y no exagerada o brusca. La alocada ambicin de Guiskard posee todo el gran fuego del adolescente, al entrar en el corazn de Homburg. El patriotismo de la Batalla de Arminio, brutal, asesino, salvaje y obsesionado, se suaviza y humaniza, hasta volverse indecible sentimiento patrio. La mana leguleya o legalista de Kohlhaas es lmpida obediencia a la ley en la figura del prncipe. Toda la mgica decoracin de Catalina es un dulce claro lunar, que alumbra el escenario de un jardn de verano, en el cual la muerte aletea como un soplo del ms all. Y la pasin voluptuosa de Pentesilea, su extraa ansia de vida, se limita a un sentimiento natural de aspiracin. Por vez primera aparece en esta obra de Kleist un fondo oculto de bondad, un aliento humano de comprensin, cuerda de plata, que nunca haba ni rozado siquiera y que suena como la meloda de un arpa. Todo lo que emociona a un ser humano se rene aqu, y as como se afirma que los que mueren, reviven su pasado en los ltimos instantes de la vida, as tambin toda la vida anterior de Kleist pasa por esta obra, con todos sus errores y sus cadas, con todo lo que pareca contrasentido o vana apariencia, y todo recobra en ella su verdadero significado. La filosofa kantiana, que tortur sus veinte aos y casi le ahog en sus planes de vida, se

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refleja ahora en las palabras del prncipe, que se eleva a lo espiritual. Su vida de cadete, la escuela militar, que tanto maldijo, reviven en la esplndida imagen del ejrcito, como un himno a la solidaridad; aun el mundo comercializado de la realidad banal que tanto odi, es ahora el fundamento del drama y la atmsfera, antes hueca, ahora tiene transparencia y horizonte. Todo lo que trat de desechar: tradicin, tiempo, disciplina, est ahora extendido como un firmamento sobre su obra. Es la primera vez que crea algo de su patria, de su hogar, de su misma sangre; es la primera vez que el aire deja de ser denso y pesado: ya no tiemblan sus nervios dolorosamente tensos, su verbo mana claro y armonioso, no nace a borbotones; por primera vez hay msica en su labor. El mundo anmico, presin demonaca antes desde su interior, se cierne sobre lo humano como una aurora o un crepsculo; una dulce tonalidad, como la de los ltimos trabajos de Shakespeare, llena de coraje y de conciencia, envuelve en un velo su mundo todo armona. El Prncipe de Homburg es el drama genuino de Kleist, porque contiene toda su vida; todas las perplejidades de su existencia estn en l: su pasin de vivir, su anhelo de morir, su desorden, su exuberancia, su experiencia, su atavismo. Entregndose por entero, nicamente aqu se levanta por sobre su conciencia. Y de ah le viene el tono proftico y misterioso de la escena de la muerte, y todo su pasado es tambin el miedo al sino, que parece ser el canto a su muerte, escrito de antemano. Nadie ms que aqul que haya sido ungido por la muerte, alcanza esa visin nobilsima, que abarca pasado y porvenir. De todos los dramas alemanes, nicamente El prncipe de Homburg y Empdocles acarician nuestro odo con la msica anmica que es un eco del infinito. Solamente en el umbral de la ltima puerta, las almas pueden diluirse por entero; solamente la resignacin de llegar a esas regiones misteriosas, deseadas por tanto tiempo, concede la expansin completa. Cuando ya nada aguarda, Kleist logra lo que fue negado a su aspiracin ardiente de pasin. Y el destino le concede la perfeccin que antes le negara, nicamente en la hora en que ya han muerto todas sus esperanzas.

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PASIN DE MUERTE He hecho todo lo que consienten las fuerzas humanas; he buscado lo imposible como unatentacin. Todo lo he colocado en la jugada.La suerte est echada... He perdido.... (Pentesilea). Cuando Kleist llega a las cumbres del arte -el ao de El Prncipe de Homburg- alcanza tambin a la ms absoluta soledad. Nunca jams le olvid tanto el mundo; nunca jams qued perdido en el tiempo y en la patria. Ha dejado su empleo: han prohibido su peridico; la misin que debiera arrastrar a Austria a la guerra, haba fracasado en la nada. Manda en Europa, Napolen, su enemigo, y el rey de Prusia se ala con el Corso, despus de ser su vasallo. Las obras de Kleist van de teatro en teatro, sin que las representen, rechazadas por los directores; si las representan, no agradan al pblico; sus libros no tienen editor; l mismo no encuentra un modesto empleo. Goethe, se ha alejado de l; otros ni siquiera le conocen y poco pueden estimarle; sus protectores le han abandonado cuando cay, los amigos le han olvidado y tambin, al final, le abandona Ulrica. Ha perdido en todas las cartas a que ha jugado y slo le queda una: es la que ms vale tambin, el manuscrito de su "capolavoro", El Prncipe de Homburg, que no llega a escena. Nadie le invita ya a su mesa, nadie tiene tampoco confianza en esta ltima carta de su juego. Y Kleist se vuelve de nuevo a su familia, huyendo a una soledad de muchos meses. Se va hacia Francfort sobre el Oder, para ver a los suyos y consolar su alma con un mendrugo de amor; mas los suyos ponen sal en sus heridas y hiel en los labios. La hora que pasa en el hogar le destroza; ellos ven en l al fracasado, que ha perdido su empleo, el dramaturgo sin xito y al final le contemplan con desdn como la vergenza de la familia. Lleno de desesperacin escribe: "Diez veces quisiera morir antes que sufrir otra vez lo que padec ese da en Francfort, durante el almuerzo''. Los suyos le despiden y l se refugiar en s mismo, en su alma deprimida, y humillado y lleno de vergenza, se va, como puede, hacia Berln. Por algunos meses va y viene con los vestidos harapientos y los zapatos rotos, tratando de hallar empleo. Ofrece en vano a los libreros su Prncipe, su Batalla; cansa a sus amigos con su aspecto miserable y l tambin se cansa. 'Mi espritu est tan destrozado -escribe asustado entonces- que hasta la luz del sol me daa, si me atrevo a mirar por la ventana" Han muerto todas sus pasiones; se han disgregado todas sus fuerzas; todas sus esperanzas le han traicionado, porque ... su fama no alcanza a llegar a la atencin de nadie; termina su cancin cuando mira

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el signo de los tiempos ondear en cada puerta; quiere concluir y, en lgrimas, deja que de sus manos se escape la lira. Y es entonces, en la soledad terrible en que se halla -soledad muda que ningn otro genio (exceptuando tal vez a Nietzsche) experiment en su torno- oye resonar una voz siniestra, sombra, que a veces en la desesperanza haba odo llamar: la voz de la muerte, su llamada trgica. La idea de la muerte voluntaria le acompaa desde joven, y de la misma manera como casi muchacho se hizo un plan de vida, ahora, en los ltimos tiempos, se va elaborando un plan de muerte. Esa idea, aun cuando secreta, se haba hecho firme en su alma, y ahora que el oleaje de la esperanza se aleja, como la marea, de su alma, la idea de la muerte surge como negra dura roca, que el reflujo descubre. En su correspondencia son innumerables las alusiones voluptuosas al suicidio. Por paradoja, casi podra decir que si supo tolerar tanto tiempo la vida, fue porque saba que en cualquier momento poda arrancrsela. Le atenaza constantemente el deseo de morir; titubea, es cierto, pero no por miedo, sino por su temperamento excesivo; no ama la muerte de cualquier modo, sino apasionada, exaltadamente; no quiere matarse miserable, cobardemente; ansa -lo ha escrito l mismo a Ulrica- "una muerte magnfica". Aun esta siniestra y tenebrosa idea alcanza en l la voluptuosidad de una embriaguez. Desea ir a morir, como quien va al himeneo; su erotismo, que err el cauce normal, se rebasa e inunda todas las honduras de su carcter, y acaricia ya una muerte de mstico amor, la muerte de dos almas. Un temor ancestral -que inmortaliz en El Prncipe de Homburg- le hace dudar de la soledad de la muerte, que debiera soportar por toda una eternidad; por eso, desde nio, pide a quienes le aman, que mueran con l. En vida ninguna mujer supo aplacar su amor ilimitado; ninguna supo mantener el paso al xtasis de ese demente amoroso; ninguna -ni la novia, ni Ulrica, ni Mara von Kleistpuede soportar el hervor de sus pasiones. Ahora, el ansia de amor de Kleist, su amor, slo hallar satisfaccin en la muerte, que es lo ms elevado, lo insuperable. Ya en Pentesilea se adivina esa pasin. Por eso, nicamente la mujer que quiera morir con l, podr ofrecerle el amor sin lmites, y esa mujer es la nica que l desea, "su sepulcro ser para mi ms agradable que el tlamo de todas las reinas del mundo", dice en su carta de despedida, su ltima carta. Y es as que Kleist pide esa compaa en la muerte a las personas que ms le quieran. A Carolina von Schiller, una desconocida casi, le ofrece "pegarle un tiro y pegarse otro". Quiere atraer a su amigo Rnle y le dice: "No pierdo la idea de que hemos de hacer todava algo juntos; ven conmigo y realizaremos algo bien hecho y encontremos en ello la muerte; ser una muerte entre los millones de muertes que ya hemos sufrido viviendo o hemos de sufrir an; sera slo como si la idea, indiferente al comienzo. se torna en seguida pasin fogosa; cada vez

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ms se entusiasma en su plan de concluir su tardo derrumbe en una explosin improvisa, en una destruccin heroica: quiere arrojarse a una muerte fantstica, para terminar con su eterno lamento, con su lucha intima, con su pasin insaciada, hundido en la ebriedad y en el xtasis. Su demonio se levanta gigantesco y magnfico, porque va a arrojarse a su elemento: el infinito. Ni los amigos ni las mujeres comprenden esa pasin por una muerte compartida con otra persona: nadie tampoco comprendi nunca sus hipertrofias del sentimiento. Insiste intilmente, mendiga casi, para hallar un compaero en la partida: todos se horrorizan y se alejan, cuando oyen la proposicin. Al fin, llena ya el alma de asco y amargura, cuando la tiniebla del alma le borra la visin y el sentimiento, encuentra a una mujer que acepta con agradecimiento su proyecto. Es una enferma, condenada ya; el cncer le roe las entraas, como a Kleist le corroe el alma el cansancio de la vida. Exaltado, el poeta se deja acompaar con voluptuosidad por esa desgraciada; hay alguien por lo menos que anula la soledad de sus ltimos instantes. As naci la extraa noche de bodas del no amado y de la no amada. Esa mujer enferma y fea -Kleist haba visto su rostro nicamente en la exaltacin de la idea- se arroja con l a la inmortalidad. En realidad, no conoca a esa pobre cajera; no la conoca tampoco en el sentido bblico, pero l la desposa bajo otros signos, bajo otros astros, en el sacerdocio sagrado de la muerte. Y la mujer, que viviendo hubiera sido para l pequea, dbil y enferma, ser la esplndida compaera de la muerte, porque es la sola que sobre la muerte coloca la engaosa aurora de amor y compaerismo. Kleist se le ofreci; ella no tena que hacer otra cosa que tomarlo. El estaba pronto. La vida le haba preparado para ello, tal vez demasiado, pisotendole, esclavizndole, desengandole y hasta humillndole. Ahora l sabr elevarse en toda su energa esplendorosa, para hacer de su muerte la ltima tragedia. El artista revive el fuego oculto por las cenizas, al soplar con su aliento poderoso, y de su alma surge una llamarada de alegra. jubilosa, apenas est seguro -como manifiesta en esas mismas palabras: est ya maduro para morir...-, apenas comprende que la vida ya no le retiene, sino que l la domina. Y el hombre que nunca pudo articular un s lmpido y claro, como Goethe, ahora pronuncia su s ms santo y jocundo a la muerte; ese s suena magnfico, sin disonancias. Ha desaparecido toda amargura, toda torpeza ha muerto; todas las palabras tienen ahora un sonido esplndido, bajo el hacha fatal. No le molesta ya la luz del da, porque su espritu alienta la inmortalidad; lo vulgar est lejos, su mundo interior se ilumina y l vive feliz su propio YO. Vive esos versos de su Homburg, que son los versos de su muerte: Eternidad, ahora eres ma, completamente ma! Por la venda que cierra estos mis ojos, tu brillo pasa, como el de mil soles. Me nacen alas y mi alma flota en paz por todo el ter; como un buque llevado por los vientos,

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contempla desaparecer ciudades y puertos, as veo hundirse mi vida entera en el crepsculo. Veo colores y formas. Slo la niebla ahora bajo de m se extiende... La exaltacin que por treinta y tres aos le arrastr por todas las espesuras de la selva de la vida, le alza ahora lleno de amor, en un adis lleno de bondad. Toda su lucha ntima, eterna, se funde en un solo sentimiento. Su sombra le deja, cuando penetra deliberadamente en la tiniebla; el demonio de su existencia contempla un instante su cuerpo en ruinas y luego se disuelve como el humo. En la hora ltima, todo el sufrimiento y la amargura de Kleist se anulan, desaparecen: el demonio mismo, su demonio, se trueca en armona.

LA SINFONA DE LA MUERTE El hombre no debe soportar todos los embates; el que Dios seala, debe hundirse. (La familia Schroffenstein) Otros poetas han tenido una vida grandiosa; su alma se diluy en sus obras y ellos supieron ofrendar al universo el destino y la vida; mas nadie supo morir en forma ms magnfica que Kleist. De tantas muertes, ninguna est aureolada por tanta nobleza y tanta ebriedad; ninguna va rodeada por la msica. Su vida, que, como escribe en su ltima carta, fue "la ms dolorosa que un hombre haya podido sobrellevar", concluye como un sacrificio dionisaco. Por una vez todava, la ltima, en este ltimo momento, su alma alcanza la tensin mxima del sentimiento, y con un gesto maravilloso une la desesperacin y la dicha, tendiendo el puente soberbio sobre el abismo tremendo que las separa. El que en su vida miserable slo conociera el fracaso, triunfa ahora en lo que fue siempre su real sentido de la vida: la muerte del hroe. Como Scrates y Andrea Chenier, muchos llegaron a la ltima hora con un forzado sentimiento de estoica y hasta ridcula indiferencia; aceptaron morir sin lamentarse, a lo sabio. Kleist, en cambio, parte con pasin al encuentro de la muerte, parte con arrebato, orgistico y exttico. Su fin es la dicha. Con un gesto de abandono del que no hay ejemplo, con los brazos tendidos, alegre y exhuberante, se lanza al abismo cantando. nicamente en esta ocasin, solamente en este instante postrero, los labios de Kleist se abren y su voz, antes siempre ahogada y reprimida, brota y se eleva en un canto jocundo. Ese ltimo da nadie le vio sino su compaera de muerte; mas todos nos imaginamos sus ojos

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brillantes de embriaguez y su cara arrebolada por la satisfaccin. Todo lo que hace y escribe en esos momentos, es una superacin; sus cartas de despedida, a mi juicio, son su creacin ms perfecta; son el ltimo salto, como los ditirambos de Dionisos, de Nietzsche, como el Canto de la noche de Hlderlin. En esas cartas alienta un aire de otros mundos, desconocidos, sobrenaturales, desligados de todo lo terrenal. La msica, que tanto am y practic secretamente cuando joven, pero que su voluntad de acero hizo callar, surge de pronto ahora libremente por primera vez, y por primera vez, el hermtico Kleist estalla en msica y ritmo. Su verdadera, su nica poesa la escribi ese ltimo da: es la Letana de la muerte, lrica llena de ebriedad amorosa, de tinieblas y ocaso, que mucho tiene de balbuceo y mucho de oracin, y que sin embargo es fantasmagricamente bella, de una belleza que escapa a toda la crtica de los sentidos. Se ha resuelto aqu en msica toda la dureza, la rigidez y la frialdad de su alma, que siempre constrie su pasin; su severidad prusiana, hecha disciplina enrgica, se suaviza en armona; y por primera vez Kleist se eleva en el ropaje de su palabra, envuelto en su sentimiento: la tierra ya no le aprisiona. Cernindose en las alturas, como "dos areos navegantes" -dice en su carta postrera-, dirige sus ojos al mundo debajo de l y en sus ojos no hay asomo de resentimiento. No entiende ya ni su propia acrimonia; todo est muy lejos, muy sin sentido, muy remoto; todo lo que le oprima ahora est all muy por debajo de las alturas del infinito. Conjurado con su compaera de muerte, piensa sin embargo an en aquella otra mujer, para la que viviera, piensa en Mara von Kleist y le escribe desde el alma una despedida y una confesin. La abraza otra vez en espritu, pero sin pasin ni deseo, como quien parte para la eternidad. Luego escribe a Ulrica: sus palabras son duras todava, porque la infamia de la amargura sufrida en lo ms hondo aun le estremece. Ocho horas ms tarde, en la habitacin en que ha de morir, en casa de Stimmings, en la exaltacin del presentimiento, cree injusto incomodar a nadie desde la felicidad en que se halla, y le escribe nuevamente, con cario, perdonndola y desendole bienaventuranza. Y esto lo encierra Kleist en las palabras: "Que Dios te conceda una muerte apenas la mitad feliz y animosa como la ma; este es mi voto ms cordial y noble, que puedo hacer por ti". Todo est en orden ya; el eterno inquieto se halla en paz, aunque parezca increble. Kleist, el destrozado anmico, halla su intima unin con el mundo. El demonio ya no tiene poder para arrastrarle; el sacrificio exigido a su vctima, est por cumplirse. Kleist hojea sus papeles: all est una novela completa, all estn dos dramas, la historia de su alma, que nunca dar a conocer a nadie, porque nadie ha de conocerla. Ya no se clava en l siquiera el acicate de la ambicin; displicente, quema todos sus papeles -entre ellos Homburg, que se salv, porque haba en otro sitio una copia olvidada-; la gloria pstuma le parece algo mezquino, los siglos de fama no son nada ante el infinito. Quedan ahora pocas cosas nimias por hacer, pero todas las hace con sumo cuidado; en

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cada detalle se nota la limpidez y la calma de su espritu, que ya no turban ni la pasin ni el miedo. Peguilhen cuidar de unas cartas y pagar las cuentas que anota diligentemente centsimo a centsimo; el sentimiento del deber acompaa a Kleist hasta en el Canto triunfal de su muerte. No hay -puede decirse- carta de adis en la que tanto domine el demonio de la prudencia, como la que dirige al consejero: "Estamos muertos en el camino de Potsdam", comienza por escribir, con la misma osada con que se comienza una novela, y al igual que en sus relatos, aqu tambin la narracin es clara y ruda. No hay tampoco otra carta de despedida, que posea la exuberancia de la que escribi a Mara von Kleist; todava se nota su dualismo, su disciplina y su xtasis, todo exagerado hasta lo superlativo, hasta lo heroico. Su firma resulta como el ltimo trazo sobre la monstruosa deuda que la vida tiene para con l. La cuenta est saldada ahora; la cuenta puede romperse. Optimistas, como una pareja de novios, los dos se dirigen a Wannsee. El hostelero les oye correr y rer en el prado; luego toman un poco de caf, all, al aire libre. Despus suenan dos tiros: uno en el corazn de su compaera, otro en su propia boca. La mano no ha temblado. Porque, en verdad, siempre entendi ms de muerte que de vida... Kleist es el mayor poeta trgico de Alemania, no porque l lo quisiera ser, sino porque su temperamento fue necesariamente trgico y tragedia fue forzosamente su vida. Justamente su hermetismo, su reserva, su apasionamiento, lo prometeico de su ser, dan ese algo inimitable que hay en sus dramas y que nadie alcanz, fuera de l, ni Hebbel en su espiritualidad de hielo, ni Grabbe en su fuego de volcn. Su sino y su ambiente son parte de sus obras; me resulta por lo tanto muy necio decir, como oigo a menudo: "A qu altura hubiera llevado Kleist la tragedia, si hubiera sido sano y se hubiera librado de la fatalidad!" Su esencia era tensin, su sino la autodestruccin por exaltacin, por exceso. Y es por eso que tienen idntico significado, como obras de arte, su suicidio y El prncipe de Homburg, porque, a la par de los grandes dominadores de la vida, como Goethe, de vez en vez aparece tambin un gran dominador de la muerte, que hace de su muerte la poesa ms alta de la vida. "Es frecuente que una bella muerte sea el mejor camino de la vida", dice Gnther, el desdichado Gnther, que no logr dar forma de belleza a su muerte, precipit en sus desgracia y se apag como una dbil llama. Al contrario de eso, Kleist, trgico legtimo, nobilita artsticamente sus desgracias en el momento inmortal de su muerte. Todos los padecimientos, sin embargo, contienen plenitud de sentido, si consiguen el don de la creacin, de la humanizacin. Y es entonces que surge la magia ms alta del vivir, porque nicamente el que est destrozado percibe la aspiracin y la necesidad de la perfeccin. Nadie ms que el arrebatado alcanza lo incomensurable. FEDERICO NIETZSCHE

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El inters que provoca un filsofo en m, estriba justamente en su habilidad para darme un ejemplo. (Consideraciones inactuales).

TRAGEDIA SIN ACTORES Vivir peligrosamente, es obtener el mayor goce que puede ofrecer la vida. La tragedia de Federico Nietzsche es un monodrama. Una tragedia en la cual el nico actor, en la breve escena de su existencia, es l mismo. En cada uno de los actos -rpidos todos como un alud-Nietzsche est como un luchador solitario, bajo el firmamento tormentoso de su destino; nadie hay a su lado; nadie hay frente a l; ninguna mujer, presente en ternura, suaviza su tensin atmosfrica. Toda la accin viene de l y se refleja en l, nicamente. Las poqusimas figuras que en un comienzo van a su lado, son compaeros mudos, asombrados o aterrorizados por su empresa heroica; luego, paulatinamente, se alejan de l, como de un peligro. Nadie se atreve a penetrar en el crculo interior de su destino. Y Nietzsche habla, escribe, lucha y sufre siempre por su cuenta, solo. A nadie habla; nadie le habla. Pero, lo que es muy terrible, nadie le escucha. . . La pica tragedia de Nietzsche carece as de actores, de pblico y de decorados, carece de escenario y de trajes; representa, puede decirse en el vaco, en la idea. Basilea, Naumburg, Niza, Sorrento, Sils y Mara, Gnova, no son realmente los nombres de las diferentes residencias del escritor, sino jalones que marcan el camino recorrido en un vuelo de fuego: bastidores, bambalinas y telones fros y descoloridos. El decorado de su tragedia, realmente, fue siempre l mismo: soledad, aislamiento mudo, que rodea siempre a las ideas de Nietzsche, como una campana cristalina; aislamiento sin luz y sin flores, sin msica y sin seres humanos, sin animales, y hasta sin Dios; soledad petrificada; muerta, de un mundo salvaje antes o despus de todos los tiempos. Pero ms vaca y triste, terrible y grotesca a un tiempo, resulta esa soledad por el hecho increble de que soledad tal de glaciar o de desierto se halle -hablo intelectualmente- en pleno pas americanizado, en la Alemania moderna en que trepidan en su marcha los ferrocarriles y cruzan los hilos telegrficos; en un pas lleno de ruido y tumulto, entre una cultura curiossima, de curiosidad malsana, que lanza todos los aos cuarenta mil libros, que en sus cien universidades busca constantemente la resolucin de nuevos problemas, que en sus cientos de teatros contempla diariamente dramas y tragedias y que -a pesar de todo ello- no sabe nada

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absolutamente, no adivina nada, no presiente nada del formidable drama espiritual que se desarrolla en su mismo corazn, en su ncleo ms ntimo. En efecto, ni en los instantes ms grandiosos, la tragedia de Nietzsche alcanza a tener en Alemania un solo espectador, un solo testigo. Al comienzo, cuando habla desde la ctedra y le baa la luz de Wagner, su voz provoca alguna curiosidad; pero cuando ms se hunde en si mismo o en el tiempo, menos, cada vez menos halla eco su palabra. Uno tras otro, los amigos y los extraos se intimidan ante el monlogo valiente, asustados por las metamorfosis cada vez ms primitivas y por las exaltaciones cada vez ms fogosas del eterno solitario que hay en Nietzsche. Por eso le abandonan en la terrible soledad de su destino. Paulatinamente, el actor solitario se llena de inquietud por hablar siempre en el vaco; levanta la voz, grita, gesticula y quiere as despertar una resonancia o una voz contradictoria. Inventa la msica para sus frases: tempestuosa, inebriante, dionisaca, pero nadie le escucha. Recurre a las payasadas, busca una alegra forzada, penetrante, estridente; hace cabriolas con las frases, las embellece: todo por atraer con su artificio diversivo a pocos oyentes de lo terriblemente serio que va a decir; pero ni una mano se levanta para aplaudirle. Y por fin inventa una danza, la danza de las espadas: herido, destrozado, sangrando ejercita su arte nuevo para el pblico, mas nadie comprende o adivina el sentido de esas bromas contradictorias ni la desgarrada pasin que hierve en su aparente frivolidad. Sin pblico, sin resonancia, termina su tragedia espiritual, la ms extraordinaria que haya visto nuestro siglo inquieto. Nadie se toma la molestia de dirigirle una mirada, cuando la cuerda que hace bailar el trompo de sus pensamientos salta por ltima vez y acaba por caer al suelo agotado, "muerto ante la inmortalidad". El aislamiento rotundo, ese estar siempre consigo mismo, es toda la profundidad y toda la tragedia de la existencia de Nietzsche. Jams plenitud espiritual como la suya, ni orga tal de sentimientos cayeron en un vaco tan atroz, en silencio tan hermtico. Ni adversarios tuvo, siquiera; por eso la ms fuerte voluntad de pensar -"encerrada en s y enterrndose a s mismase ve necesitada en buscar en su mismo corazn, en su alma trgica, la contradiccin o la respuesta. Y su espritu enfurecido por el destino, se arranca la tnica de Neso con jirones sangrantes de su piel; se arranca el fuego que le consume, para mostrarse desnudo a la verdad y a si mismo. Mas qu fro polar hay en torno de su desnudez! Qu silencio alrededor de su alarido espiritual! Qu firmamento sombro, cubierto de nubes y surcado por el rayo, se tiende sobre ese "asesino de la divinidad", que, por no tener a un adversario con quien combatir, se lanza contra s mismo, despiadado, como quien se conoce bien y es su propio verdugo! Arrastrado por su demonio, fuera del tiempo y del espacio, fuera de los limites extremos de su esencia, ...es sacudido por fiebre extraa y tiembla ante las puntas de acero de las flechas heladas, repudiado por ti.

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Pensamiento. Inefable! Siniestro! Terrible! Y retrocede a veces, estremecido, con la mirada llena de espanto, al darse cuenta de la lejana fuera de la vida y del pasado a la que le ha arrastrado su vivir. Mas mpetu tan grande no puede volver sobre sus pasos: conscientemente en el supremo xtasis, realiza su destino, que su querido Hlderlin le haba sealado en la figura de Empdocles. Un paisaje de epopeya sin cielo, un vasto espectculo sin pblico, un silencio siempre creciente que acalla en grito trgico de soledad de un alma: ah est la tragedia de Federico Nietzsche. Cabra renegar de tragedias de esa naturaleza, como una de esas crueldades de la naturaleza, sin sentido, si l no la hubiese aceptado con gesto extasiado, si no hubiese elegido l, si no hubiese amado l esa extraa crueldad, por su naturaleza tambin extraa. Deliberadamente, con plena clarividencia, edific esa "peculiar existencia" en su vida segura, con profundo instinto trgico. Su enorme fortaleza de nimo ret a los dioses, para probar en s el peligro mximo en que pueda vivir un ser humano: Salud, demonios! Con este grito de la hybris, Nietzsche evoca con sus amigos las potencias de las tinieblas en una alegre noche, como cuando eran estudiantes; a la hora de las brujas, tiran por las ventanas sus copas de vino, en una calle tranquila de Basilea, como para un sacrificio a los Invisibles. Se trata slo de una burla fantstica, grave de presentimiento; ms los demonios oyeron la invocacin y persiguen al desafiante: as la broma de una noche alegre se convierte en la tragedia fatal. Ya nunca lograr Nietzsche huir a las monstruosas exigencias que le han encadenado: cuanto ms violento golpea el martillo, tanto ms sonoro rebota en la mole de bronce de su voluntad. Y sobre tal yunque, enrojecido por la pasin, se forja a golpes siempre ms fuertes la frmula que defiende su alma como una coraza: Frmula para la grandeza humana: "amor fati", amor de su hado; no amar nada distinto de lo que ha sido, de lo que es o de lo que ser. Soporta la fatalidad. Y ms: no disimularla. Y ms an: amarla. Este canto fervoroso de amor por las potencias infernales sofoca en el ditirambo doloroso; cado, vencido por el silencio, rodo por s mismo, devorado por las amarguras, no levanta siquiera la mano para que el destino le deje; al contrario, pide una miseria mayor, una soledad ms honda, un dolor ms completo: todo lo que sea posible resistir humanamente. Y si levanta la mano, no es para pedir gracia: su oracin es la de los hroes: Oh! voluntad del alma, que sers mi destino, t que ests dentro de mi y por encima de m: consrvame y otrgame un destino ms grande. El que sabe rezar, es odo.

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EL DOBLE RETRATO La ampulosidad del ademn no es cualidad de la grandeza; el que necesite el gesto, es falso... Hay que desconfiar de todas las personas pintorescas. La imagen pattica del hroe: As la describe la mentira del mrmol, la leyenda pintoresca: La heroica testa orgullosamente erguida; la frente alta, surcada por las arrugas de sombros pensamientos; los cabellos revueltos en oleadas; el cuello potente y robusto. Bajo las cejas densas, la mirada del halcn; todos los msculos de la cara tensos en voluntad, salud y energa. El bigote de Vercingtorix que cubre su boca spera y su mentn pronunciado, evocan al guerrero brbaro; involuntariamente pensamos en la espada belicosa y victoriosa, el cuerno de caza, la lanza, frente a esa cabeza robusta de len y a su cuerpo musculoso de vikingo germano. As, como superhombre o antiguo Prometeo, representaron escultores y pintores a este gran solitario espiritual, para hacerlo comprender mejor a una humanidad de poca fe, incapaz de comprender la tragedia si no la viste el ropaje convencional del teatro, por la influencia de los libros de teatro y las representaciones escnicas. Mas el trgico genuino nunca es teatral. Por eso el verdadero retrato de Nietzsche no es tan pintoresco, como lo representan bustos y cuadros. La imagen real del hombre: El miserable refectorio de una pensin a seis francos por da, en un hotel de los Alpes o en la ribera de Liguria. Huspedes insignificantes casi siempre, algunas seoras ancianas en menudo conversar. La campana ha llamado a la mesa. Entra un hombre de espaldas abultadas, de silueta indefinida; tiene el paso incierto, porque Nietzsche con "sus seis sptimos de ciego" marcha tanteando casi, como si saliera de una oscura cueva. El traje es oscuro y pulcramente aseado; oscuro es su rostro tambin y su cabello es castao, y est enmaraado, como revuelto por el oleaje. Oscuros son tambin sus ojos, debajo de los cristales extraordinariamente gruesos. Se acerca con suavidad, casi con timidez; en su torno hay un silencio anormal. Parece un hombre que viniera en sombras, fuera de la sociedad, fuera de las conversaciones, temeroso de todo lo que sea ruido o sonido; saluda a los dems con cortesa y distincin y, con cortesa, se contesta a su saludo. Se acerca a la mesa con su paso indeciso de miope; prueba los alimentos, con la prudencia de un enfermo del estmago, para que ningn plato est sazonado en exceso o el t demasiado cargado, porque todo esto irritara sus intestinos delicados y sus nervios se excitaran terriblemente. No bebe una gota de vino, no bebe un vaso de cerveza; nada de alcohol, nada de caf; ni un cigarro o un cigarrillo; nada estimulante: una comida sobria, una conversacin de cortesa, en voz baja, con el compaero de mesa, como quien haya perdido la costumbre de la conversacin misma y tema que le pregunten demasiado.

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Luego se retira a su cuarto miserable, pobre y fro. Su mesa est llena de papeles, de notas, de escritos, de pruebas; no hay sin embargo ni una flor ni un objeto de adorno; pocos libros y, raras veces, alguna carta. En un rincn un grueso cofre de madera, con toda su fortuna: dos camisas, un traje, libros y originales manuscritos. En un estante, frascos, botellas, medicamentos con que luchar contra sus dolores de cabeza, que le hacen enloquecer horas y horas, con que luchar con los espasmos gstricos y los vmitos, con que luchar con su estreimiento y, sobre todo, con su terrible insomnio, que doma a fuerza de cloral y veronal. Arsenal terrible de drogas y venenos, que resultan la nica ayuda en una habitacin extranjera, donde no encuentra ms que un breve reposo en el sueo forzado, artificial. Envuelto en una capa y en una bufanda -la estufa da mucho humo y poco calor-, con los dedos ateridos, los gruesos lentes casi sobre el papel, escribe velozmente, horas enteras, palabras que luego casi no logra deletrear. Horas enteras se pasa escribiendo, hasta que le arden y le lagrimean los ojos, a veces, escasas veces, tiene la suerte de que alguien apiadado de l se le ofrezca para escribir por l. Si el da es hermoso, el solitario eterno sale a pasear, solo siempre con su pensamiento. Nadie jams le saluda; nadie jams le acompaa; nadie jams le detiene. Si el tiempo es malo, si nieva o llueve -y eso es lo que l odia-, se queda prisionero en su cuarto. Nunca sale de all para encontrar la compaa de los dems. Por la noche, baja a tomar un par de pasteles, una tacita de t liviano y vuelve otra vez a la soledad de sus pensamientos. Vela horas y horas al lado de la lmpara miserable y humosa, sin experimentar cansancio en su tensin nerviosa. Luego toma el cloral u otro somnfero cualquiera, y as, artificialmente, se duerme como los dems, como los que no piensan ni sufren la persecucin de su demonio. A menudo se queda en la cama das enteros: tiene vmitos y espasmos gstricos que le dejan sin sentido, las sienes le duelen como si se las trepanaran, los ojos pierden casi la visin; mas nadie se acerca a su lecho, nadie le tiende la mano para colocar una compresa en sus sienes, nadie se presta a leerle algo, a hablar, a rer con l. El cuarto es siempre el mismo. La ciudad tiene otro nombre: Sorrento, Niza, Turn, Venecia, Marienbad, pero el cuarto es siempre el mismo: un cuarto de alquiler, extranjero, helado, con muebles desmantelados; siempre la misma es la mesa de trabajo, siempre el mismo el lecho de dolor. Siempre la misma tambin es su soledad. A travs de todos sus aos de peregrino, no hay nunca un descanso en una habitacin alegre y agradable; nunca en las noches se apretuja a su cuerpo el cuerpo tibio y desnudo de una mujer; nunca hay un nimbo de gloria despus de sus mil y mil noches de insomnio, de trabajo y de soledad. Qu diferencia entre la absoluta soledad de Nietzsche y la pintoresca meseta de Sils Mara, que los turistas ingleses visitan entre el lunch y el dinner! La soledad de Nietzsche es de toda la vida. Rara vez un husped, un visitante. Pero la corteza se ha endurecido demasiado en torno de su corazn sediento de compaa: el solitario siente alivio cuando el visitante se marcha. En l no queda ya ni el rastro de sociabilidad; conversar cansa y agota a quien se alimenta slo de

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s y que por esta razn solo tiene apetito de s mismo. Algunas veces, veloz como un rayo, pasa cerca de l un rayo de dicha: la msica. Una Carmen en un teatrucho de Niza, un par de sinfonas en un concierto, una hora de piano; pero tambin tal felicidad es forzada y le hace llorar conmovido; su falta de dicha le ha acostumbrado tanto a la amargura, que la felicidad ya no es para l ms que un tormento. Quince aos largos recorre Nietzsche esa catacumba que va de cuarto de alquiler a otro cuarto de alquiler; siempre ignorado, pasa por ciudades oscuras, por habitaciones ms oscuras, por pensiones miserables, por ftidos coches de ferrocarril, por habitaciones de enfermos, mientras en la superficie de la poca hierve la ruidosa feria del arte y de la ciencia. nicamente el caso Dostoiewski, contemporneo, idnticamente oscuro y amargo, tiene la misma luz gris; espectral. En ambos la obra titnica esconde la mezquina figura de Lzaro, que todos los das muere de miseria y dolor, y que cada da vuelve a hallar el milagro volitivo y salvador, que le rapta al abismo. Durante quince aos, Federico Nietzsche sale y vuelve al sepulcro de su cuarto, pasa de muerte en muerte, de sufrimiento en sufrimiento, de resurreccin en resurreccin, hasta que un da todas las fuerzas cerebrales explotan y le destrozan. Hombres desconocidos levantan en una calle a este otro desconocido; desconocidos, extranjeros, le llevan a un cuarto extranjero en la calle Carlo Alberto de Turn. Nadie asiste a su muerte intelectual: su fin est circundado solamente de tinieblas y de soledad. Solo y desconocido, en la oscuridad de su propia noche se hunde el espritu ms lcido del genio...

LA DEFENSA DE LA ENFERMEDAD Lo que no me hace morir, me vuelve ms fuerte. Los gritos de sufrimiento de su cuerpo martirizado son innumerables. Es todo un cuadro clnico, con centenares de notas, y al final esta frase terrible: "En cualquier edad de mi existencia, el exceso de dolor ha sido algo monstruoso en m". En efecto, en ese cuadro no falta ningn tormento demonaco: dolores de cabeza, brutales, continuos, que tienen a ese pobre ser tirado das enteros en un sof o en una cama; espasmos de estmago con vmitos hemorrgicos, migraas, fiebres, agotamientos, depresiones, inapetencias, hemorroides, atonas intestinales, escalofros, sudores nocturnos, un

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terrible crculo. Adems los ojos casi ciegos, que al menor esfuerzo se hinchan y lagrimean y que no le permiten gozar la luz del da ms que un par de horas a lo sumo; pero Nietzsche odia el cuidado del cuerpo y trabaja diez horas por da. Su cerebro se toma venganza con dolores que le enloquecen o con terribles neuritis, porque, sobreexcitado, no se detiene por la noche, y sigue girando en sus visiones o en sus ideas, hasta que Nietzsche le atonta con soporferos. Las dosis son cada vez mayores; en dos meses llega a emplear cincuenta gramos de cloral para dormir un poco; entonces se rebela el estmago, que no puede resistir la prueba. Y, en el crculo vicioso, los vmitos y los dolores necesitan nuevas medicinas; se entabla una lucha terrible e insaciable entre sus rganos irritados, que en alocado juego se arrojan uno a otro la pelota de su padecimiento. Y nunca hay un instante de calma en esa lucha, nunca un momento de placer, nunca un solo mes de descanso o de olvido de su dolor. Durante veinte aos no hay una sola carta suya en que no gima su sufrimiento fsico; y sus gritos son cada vez ms enfurecidos y agudos, por el aguijn incansable de sus nervios sensibles. Se dice l mismo: "Descrgate y muere"; otra vez escribe: "Una pistola, en este momento, es para m una idea consoladora", y en otra ocasin exclama: "Este mi terrible martirio, que ya no puedo soportar, me hace desear la muerte; segn ciertos indicios, creo cercano un ataque cerebral que me traer la liberacin". Luego ya no halla palabras bastante expresivas, para describir su "martirio"; las ha repetido tantas veces, que han perdido ya su contenido, y sus gritos atroces nada tienen de humano: suben desde lo ms hondo de su "vida de perro". De improviso estalla una afirmacin que estremece por monstruosa; una afirmacin firme, certera, que desmiente todas sus quejas precedentes. "En resumen, en estos ltimos quince aos he gozado de buena salud". Cmo? Qu quiere decir con eso? Qu es lo que cuenta: sus padecimientos o su frase lapidaria? Por cierto, las dos cosas. El organismo de Nietzsche era fuerte y resistente, su tronco robusto y ancho poda soportar mucha carga, sus races se pierden profundas en una sana generacin de sanos alemanes. En "la suma de las sumas", como l dice, su constitucin era sana, solamente sus nervios eran demasiado sensibles para la violencia de su sentir y por eso se hallan eternamente en conmocin, sin que por lo dems logren hacer temblar una sola vez su fuerza espiritual. Una vez hall una feliz expresin de su estado en parte peligroso de su salud, al hablar de "los pequeos disparos del sufrimiento", porque realmente en esa lucha nunca apareci una brecha verdadera de sus murallas internas; vive sitiado por un hormiguero de pequeos padecimientos, como Gulliver en Brobdignac. Sus nervios estn siempre alerta, en acecho; toda su atencin se concentra en su propia defensa y nunca le venci una verdadera enfermedad, exceptuando la sorda dolencia que en silencio abri la mina que hizo estallar un da su cerebro. Es que un espritu colosal como el suyo no cae por simple fuego de fusilera; nicamente una explosin puede hacer saltar en pedazos un cerebro de roca. Por eso a un gran sufrimiento se

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opone tambin una gran capacidad de sufrir, y a la gran vehemencia del sentir una extremada delicadeza nerviosa del sistema motor. Cada nervio de su estmago o de su corazn es el manmetro exacto que seala los altibajos terribles, los menores cambios de la tensin. Nada resulta inconsciente para su fsico o para su alma. El ms insignificante de sus nervios, que en los dems enmudece, le marca a l su misin por un sacudimiento amplio, y su "enfurecida irritabilidad" quiebra su enorme vitalidad en mil trozos cortantes y peligrosos. Y de ah vienen sus alaridos penetrantes, que le obligan a emitir sus nervios destrozados por el menor paso que l da en la existencia. La hipersensibilidad mortal y diablica de esos nervios que se contraen doloridos a un solo roce (en otros no pasan el umbral de la conciencia), resulta la fuente mayor y verdadera de su padecer, y simultneamente, es tambin la fuente de su genial estima de los valores. No hace falta que exista una causa palpable o una enfermedad verdadera, para revolver su sangre en una reaccin fisiolgica; basta una nimiedad: las variaciones climticas, por ejemplo, que son motivo para Nietzsche de penas horribles. Tal vez no hubo nunca inteligencia ms sensible a esas variaciones. Es que dentro lleva mercurio; entre su pulso y la presin atmosfrica, entre sus nervios y la humedad del aire, parecen existir misteriosos contactos elctricos; sus nervios denuncian dolorosamente la presin y reaccionan segn la naturaleza oscila. La lluvia y la tormenta deprimen su vitalidad, -"el cielo cubierto me abate profundamente", dice-, las lluvias le restan "potencial", la humedad le debilita, la sequedad le tonifica, el sol le vivifica, el invierno le deja aterido y le mata. La aguja baromtrica de sus nervios nunca se calma, necesita de un cielo sin nubes, le hace falta ir a la meseta de la Engadina, donde el viento no sopla. Y todas esas variaciones, que alteran su estado corporal, se repercuten tambin fuertemente en su alma. Cada vez que brota en l una idea, una chispa elctrica recorre su sistema nervioso hipertenso; en l la accin de pensar se efecta como descarga elctrica, que influye sobre su fsico como una tormenta, y "en cualquier explosin sensitiva, aunque tenga la brevedad de un parpadeo, hay un trastorno en el curso de su sangre". Cuerpo y espritu, en el ms vital de los pensadores, se hallan ntimamente vinculados a las variaciones atmosfricas. Para l las reacciones internas y externas se identifican: "No alcanzo a ser ni espritu ni cuerpo; soy algo distinto: en todo sufro y sufro por todo". Pero esa hipersensibilidad, esa tendencia a la reaccin violenta ante cualquier impresin, va en aumento por el ambiente inmvil y solitario en que Nietzsche vive su vida de soledad. En cada uno de los tantos das del ao ni un amigo, ni una mujer toma contacto con l y durante todas las horas del da nada tiene a su lado, fuera de s mismo. As su vida llega a ser un dilogo constante con sus propios nervios. En este silencio aterrador, mantiene en sus manos la brjula de su sensibilidad y, ermitao, aislado, solo, hipocondraco, contempla hasta los menores cambios en las funciones de su organismo. Los dems se olvidan de s mismos por sus ocu-

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paciones, por sus diversiones o por su mismo cansancio: viven rodeados de indiferencia propia. Nietzsche en cambio es un excelente diagnosticador, que se abandona al goce del psiclogo curioso de su propio dolor y se convierte a s mismo "en un caso de estudio y observacin". Sin cesar, con afiladas pinzas, desnuda sus nervios, mdico y paciente a un tiempo, descubriendo lo ms doloroso de su sentir, y slo logra aumentar su hipersensibilidad, como acontece a todos los neurastnicos. Desconfa de los mdicos y se convierte en su propio mdico l mismo y se cura por su cuenta toda su vida. Ensaya todas las medicinas y todos los tratamientos imaginables: masajes elctricos, dietas, infusiones, curas hdricas; ya calma sus nervios con el bromuro, ya los excita nuevamente con otra droga. La demasiada sensibilidad para los cambios atmosfricos le impele constantemente en busca de un clima especial, de un sitio adecuado, que l llama "el clima de su alma". Ahora est en Lugano, por el aire lacustre y la cadencia de vientos; luego en Pffers, ms tarde en Sorrento; ms luego cree que el balneario de Ragaz le librar de esa parte doliente de su ser o que la regin higinica de Saint Moritz o las fuentes de Baden Baden o de Marienbad le han de convenir. Por una primavera le parece haber descubierto que en la Engadina existe el clima ms apropiado para su fsico, por su aire lleno de ozono vigorizante; despus descubre que el mejor lugar es Niza por su aire seco; luego cree que es Verona o Gnova. Ahora quiere estar en plena selva, dentro de pocos das quiere el mar; luego una pequea poblacin con alimentos sanos y sencillos le atrae y concluye por irse a la Ribera. Nadie sabe los kilmetros de ferrocarril que recorri este fugitivus errans, este errante fugitivo, en procura siempre del sitio fabuloso en que los nervios se aplacaran y dejaran de quemarle. De su prctica patolgica nace paulatinamente una geografa sanitaria. Hojea gruesos libros de geologa, buscando el lugar inhallable, que como anillo de Aladino, ha de darle la paz, la tranquilidad. No hay viaje que le parezca largo; piensa ir a Barcelona, pone sus miras en las cordilleras de Mxico, de la Argentina, del Japn. Su segunda ciencia particular llegan a ser la geografa fsica, la diettica y la climatoIoga. En cada lugar anota la temperatura y la presin baromtrica; mide la humedad con el higroscopio y toma cuenta de las precipitaciones; su cuerpo es ya una columna baromtrica y un alambique. Sistematiza con la misma exageracin su dieta y lleva un registro con todas las anotaciones indispensables. El t debe ser de tal marca y tener tal fuerza; la carne debe ser eliminada; legumbres y verduras deben prepararse de tal manera. Lentamente este sistema curativo, este continuado diagnstico se torna egotismo enfermizo, contemplacin patolgica de s mismo. Lo que ms ha hecho doloroso el sufrimiento de Nietzsche ha sido justamente esta permanente viviseccin; el psiclogo vive dos veces su dolor y por ello sufre el doble: una vez realmente y la otra en la autoobservacin. Pero Federico Nietzsche es un genio con las ms violentas posiciones diversas; a lo opuesto de Goethe, que sabe evitar los peligros, tiene la audaz y fenomenal tendencia de ir

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directamente a ellos, como para tomar, como se acostumbra decir, al toro por los cuernos. La psicologa, el intelectualismo -ya trat una vez de comprobarlo- llevan al hombre sensitivo al sufrimiento y a la desesperanza; pero tambin nicamente por la psicologa, por el intelecto, el hombre puede volver a ser normal; en Nietzsche cura y enfermedad vienen del conocimiento de s. Magistralmente empleada, la psicologa en este caso se trueca en teraputica, aplicacin sin igual del arte de la alquimia, que quiere y cree orgullosamente poder convertir en algo precioso lo que nada vale. Despus de seis aos de torturas sin fin, llega al punto vital ms bajo; parece abatido, destruido, vctima del pesimismo, del abandono de s, y he all que de improviso la salud espiritual de Nietzsche ofrece uno de esos fantsticos "restablecimientos" que parecen de electricidad, un movimiento, como otros muchos, de propia salvacin que han convertido la vida espiritual de Nietzsche en una emocin dramtica eterna. Con brusquedad toma la enfermedad que le mina y la estrecha contra su pecho; el momento es misterioso, ni se puede decir exactamente cundo ocurriera; parece una de las inspiraciones que como relmpagos aparecen en sus obras, donde l descubre su propia enfermedad; se asombra de estar vivo, y de comprobar que durante sus depresiones ms grandes, en los momentos ms dolorosos, ha aumentado en cambio su produccin; entonces, con firme conviccin. proclama que dolores y privaciones son parte esencial de lo nico sagrado de su vida. Desde este momento, su espritu no se apiada ya de su cuerpo, no participa de su dolor, y por primera vez, ve su vida con ojos nuevos y logra un sentido profundo de sus padecimientos. Con los brazos tendidos acepta el dolor deliberadamente, como una necesidad. "Defensor de la vida", l ama todo lo que es la existencia y ante su dolor grita el lrico s de Zarathustra, ese entusiasta "otra vez, otra vez, siempre, eternamente". El conocimiento se trueca reconocimiento y gratitud; desde este elevado puesto de mirar, por sobre sus propios dolores, de donde puede contemplar la vida como la va para llegar a s mismo, con la exaltada alegra que le produce la magia de todas las exaltaciones, descubre que en el mundo a nada est ms ligado y debe ms que a su enfermedad, y que debe agradecer porque haya en su ntimo este terrible verdugo de su vida; le agradece la libertad existencial y espiritual, porque fue siempre la enfermedad que le espole cuando quera descansar, cuando se inclinaba al ocio, cuando se senta tentado por una profesin que le fosilizaba, por una ocupacin o una forma espiritual esttica. Agradece a la enfermedad haberle librado de la carrera militar, para volver a la ciencia; le agradece no haberse estancado en una sola ciencia; ella fue quien le sac de la Universidad de Basilea, para llevarle a su "retiro" a su mundo. Agradece a sus ojos enfermos, que le libraron de ''leer libros" "el mayor beneficio de que ha disfrutado". Todas las trabas que impedan su desarrollo, todos los vnculos que le ataban, fueron rotos por la enfermedad: fue doloroso, pero bueno, til. "La enfermedad me liberta por s misma", confiesa abiertamente; y realmente

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ella fue para l la dichosa auxiliadora en el nacimiento del superhombre que sali de su vida; sus padecimientos no fueron otra cosa que dolores de alumbramiento, y ha de agradecerles, porque la vida para l no result una costumbre, una rutina, sino renovacin y descubrimiento: "Descubr la vida como algo nuevo, y me descubr tambin a m mismo". Slo el dolor da la ciencia: con estas palabras este hombre atormentado entona su canto de gratitud al dolor. La salud animal, por herencia, nunca se sacude, nunca tendr lucidez: nada quiere, nada inquiere; por eso ningn psiclogo goza de buena salud. Toda la ciencia viene del dolor, porque "el dolor busca las causas de las cosas, mientras la salud se inclina a la quietud, a no volver la mirada atrs o adentro"; el dolor aumenta la sensibilidad y es l que labra el terreno para el alma, mientras el dolor del surco producido por el arado que desgarra lo ntimo, prepara el fruto espiritual. "nicamente el dolor liberta al espritu y nos obliga a descender en lo ms hondo de nuestra esencia", y cuando ese dolor es casi mortal, pronuncia an estas orgullosas palabras: Conozco mejor la vida, porque muchas y muchas veces he estado por perderla. Nietzsche sabe vencer el dolor, no con artificio, por negacin, con paliativos; sabe vencerlo, no idealizando su dolor fsico, sino por la fuerza primigenia de su temperamento: por el conocimiento. Este magnfico descubridor de valores, descubre dentro de s el valor de la enfermedad. Mrtir a la inversa, no llega a la tortura con plenitud de fe, encuentra esa fe sufriendo. Por misteriosa ciencia, adems, descubre no slo el valor de la enfermedad, sino su polo opuesto: el valor de la salud. Se necesitan las dos cosas reunidas para tener el sentido verdadero de la existencia, el eterno estado de presin que oscila entre el dolor y la exaltacin, y que proyecta al ser humano hacia lo infinito. Ambas cosas son indispensables: la enfermedad, medio, y la salud, meta, el camino y el fin. Porque como piensa Nietzsche, el sufrimiento es la orilla desdibujada de la enfermedad; la orilla opuesta brilla indeciblemente: es la orilla de la salud, que se alcanza slo si se parte del dolor. Curarse, conquistar la salud, es algo ms que tener un estado normal de salud, no es cambio, metamorfosis, transformacin, sino ms, mucho ms: es ascensin, perfeccin, nobilitacin de la sensibilidad. Se sale de la enfermedad como con la piel renovada, ms delicada; como con un gusto ms afinado para gustar el placer; como con una lengua ms sensible al sabor y una segunda inocencia peligrosa en la alegra, inocencia de nio y, sin embargo, ms refinada que la de un adulto... refinado. Esta segunda salud que viene despus de una enfermedad, que no ha llegado sin saber por qu, que ha sido anhelada, atrada con la voluntad entre mil llantos y lamentos y suspiros; esta salud que se ha conquistado, es mil veces ms viviente que la de quien siempre goz de salud. Quien haya guiado una vez su dulzura y su ebriedad, arde de deseo de disfrutar mil veces ese gozo; se lanza de nuevo en el remolino de llama del sufrimiento, y se somete a las torturas,

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para hallar de nuevo la deliciosa sensacin de curar, esa sensacin inebriante que para Nietzsche reemplaza y supera por mucho los estimulantes vulgares como el alcohol o la nicotina. Mas, apenas l descubre el valor de su dolor y la voluptuosidad de sanar, trata de convertirlo en un apostolado, como el nico sentido de la existencia. Demonaco, como los dems demonacos, se rinde seguidamente a su propia exaltacin y ya nunca se sacia de oscilar entre el dolor y el gozo; quiere ser torturado ms atrozmente, para experimentar un placer ms elevado en la bienaventuranza de la curacin, que es llama y energa. Y en tal ebriedad brillante y quemante, poco a poco confunde su furiosa voluntad de curacin, su fiebre con la vitalidad, el vrtigo de su cada con un aumento de sus fuerzas. La salud! La salud! Este es el estandarte que hace flamear; la palabra que ha de dar sentido al universo, la meta de la existencia, la medida de las cosas, la piedra de toque de todo lo que vale. Y este arrebatado, que, aos y ms aos, fue dando tumbos entre las tinieblas del padecimiento, sofoca ahora sus padecimientos en el himno a la vitalidad, a la fuerza bruta. Desenrolla monstruosamente los colores de la bandera de la voluntad de la fuerza, de la voluntad de la vida, de la voluntad de ser violento y cruel, y parte con esa bandera para hallar una humanidad del porvenir, sin percibir que la energa que le impulsa a alzar su estandarte es la misma que a un tiempo le disparar la flecha fatal. Mas esa segunda salud de Nietzsche, que en su xtasis se solicita a s misma hasta el ditirambo, es autosugestin: es una salud ficticia. Justamente en el instante en que eleva sus manos al cielo, lleno de gozo, en la embriaguez de su energa y se jacta en su Ecce Homo de su propia salud y jura no haber estado nunca enfermo ni dbil, el rayo fatal corre ya por sus venas. Canta en l victoriosa, no la vida, sino la muerte; no es su inteligencia, sino su demonio que se apodera de su vctima. Lo que l cree ser la luz del sol, porque brilla tan fuerte, es el ncleo disfrazado de su morbo; y el fantstico bienestar que le invade en las ltimas horas, lo definira cualquier mdico de hoy como la euforia, la sensacin placentera que precorre al fin. La luz de plata que ilumina sus ltimas horas viene del demonio, del ms all, de otras zonas; en su xtasis l no lo comprende: se limita a experimentar la sacudida del gozo, del mayor gozo posible en el mundo; los pensamientos nacen ardiendo, el lenguaje sale hasta por sus poros, la msica le envuelve el alma. Dondequiera mire, ve slo paz; los transentes le saludan sonriendo en la calle; las cartas que recibe son mensajes divinos; tambalendose llama a Peter Glast, su amigo, y le dice: "Cntame una nueva cancin. El mundo est transfigurado y los cielos alegres se estremecen..." Justamente de ese cielo parte el rayo que le alcanza, fundiendo en una sola cosa indivisible el dolor y la dicha. Los dos extremos del sentimiento le traspasan simultneamente el pecho y en sus sienes que arden, la sangre hace manar la vida y la muerte a un tiempo, en una msica nica de Apocalipsis.

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"DON JUAN DEL CONOCIMIENTO" No es la vida eterna lo que importa, sino el eterno ardor. Kant convive con el conocimiento, como con una esposa; duerme con ella, cuarenta aos, en el mismo tlamo espiritual, y con ella engendra toda una generacin alemana de mtodos filosficos, cuyos hijos y nietos sobreviven todava entre nosotros, en nuestro mundo de burgueses. Sus relaciones con la verdad son meramente monogmicas, como lo son tambin todos sus hijos espirituales: Fichte, Schelling, Hegel, Schpenhauer. Los lleva a la filosofa una voluntad de orden muy alemana, profesional, objetiva, que es disciplina espiritual nunca demonaca, sino por el contrario tendida a la sistematizacin del mismo destino. Aman a la verdad con hondo amor, fiel y duradero. Pero ese sentimiento carece totalmente de erotismo, del deseo de consumir y dominar a s mismo o a otros; perciben la verdad -su verdad- como una esposa o un bien del que no han de separarse hasta morir y al que deben fidelidad constante. Pero en esas relaciones no falta algo que huele a casero. Y, en efecto, cada uno de ellos ha construido su casa para dar albergue a la amada: su sistema filosfico. Trabajan magistralmente en el campo de su espritu, con arado y rastra, porque ese campo les pertenece y lo han conquistado a la humildad, sacndole de la confusin del caos. Con suma cautela plantan cada vez ms lejos los mojones que delimitan sus conocimientos desde el centro cultural de su poca y con su labor y su sudor aumentan la cosecha intelectual. La pasin de Nietzsche, en cambio, que es pasin por saber, sale de una naturaleza muy distinta, de un sitio que est en los antpodas de lo que acabo de exponer. Se planta frente a la verdad en posicin demonaca, vibrante, nerviosa, pasional y vida, insaciable e inagotable, que no se detiene en un resultado, y que, mager todas las contestaciones, sigue preguntando despiadadamente, insaciable siempre. Nunca busca la verdad como una novia ni hace de ella su esposa, su sistema, su doctrina, a quien deba fidelidad. Todos los conocimientos le atraen, pero ninguno le detiene. Apenas un problema ha perdido su virginidad, el encanto de su pudor, lo deja sin piedad y sin celos a los que le siguen, como don Juan, hermano suyo en instintos, con sus mille e tre, que ya no tenan inters para l. Como todos los grandes seductores, que buscan a la mujer en las mujeres, Nietzsche busca el conocimiento completo en los conocimientos aislados, y el conocimiento completo (o cabal) es una cosa eternamente imposible e inaccesible. El martirio de Nietzsche no est en la lucha por el conocimiento, no es su conquista, su posesin, su goce, sino la eterna pregunta, la caza, la busca. Su pasin es a la vez certidumbre y no certidumbre, una voluntad vuelta a la metafsica: amor-placer del conocimiento, deseo diablico de seducir, de desnudar, de violar cada objeto intelectual: conocer en el sentido

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bblico, en que el hombre conoce a la mujer y descubre as su secreto. Eterno relativista de los valores, Nietzsche comprende que ninguno de esos actos de conocimiento, ninguna de esas tomas de posesin, son posesin verdadera, conocimiento genuino, y que la verdad, verdaderamente, nunca se deja poseer por nadie: "quien cree poseer la verdad, cuntas cosas se deja escapar!" Esta es la razn por la que Nietzsche no intenta mantener la verdad a su lado, ni construye un refugio intelectual para ella; quiere -tal vez sea mejor decir "debe", porque le fuerza a ello su naturaleza de nmada- permanecer siempre sin poseer, como Nemrod solitario, que pasea sus armas por todas las selvas espirituales, carece de techo, de mujer, de hijos, de criados, pero en cambio goza plenamente el placer de la caza; as don Juan no busca la posesin del placer o su prolongacin, sino nicamente "los grandes instantes del encanto", las aventuras del espritu, esos peligrosos "tal vez", que encienden y estimulan la persecucin y nunca sacian, ni alcanzados; no busca la presa, el botn, sino, como l mismo dice en Don Juan del Conocimiento, "la vivacidad, el cosquilleo y el placer de la caza o las intrigas del conocimiento, hasta las estrellas ms altas y lejanas, hasta que ya nada le quede por buscar, sino los conocimientos dainos, como el bebedor que al fin concluye por ingerir ajenjo o cido corrosivo". Y realmente, en la concepcin nietzscheana, don Juan ni es un epicreo ni resulta un gran gozador; a ese noble, gentilhombre de gran sensibilidad nerviosa, le falta para ello el obtuso placer de digerir, la perezosa satisfaccin de saciarse, el orgullo fanfarrn del triunfo. Como el Nemrod del alma, el cazador de mujeres es un perseguidor constante de su mismo instinto. Seductor sin escrpulos, a su vez es seducido por su curiosidad sin lmites; tentador es tentado siempre por la tentacin de tentar; por eso Nietzsche pregunta por el gusto de preguntar, por inagotable gozo de psiclogo. El secreto, para don Juan, se halla en todas las mujeres y en ninguna; en cada una de ellas por una noche, cada noche; para siempre, en ninguna. Lo mismo para el psiclogo: la verdad en el instante est en cada problema; en ninguno subsiste en forma permanente. Por esto la vida intelectiva de Nietzsche carece de un punto de reposo, de una superficie lisa como la de un espejo; se parece enteramente a un torrente, de curso nunca igual, lleno de curvas rpidas, meandros y cataratas. La vida discurre en otros filsofos alemanes con tranquilidad pastoral; su filosofa est toda en hilar tranquila y mecnicamente casi el hilo enredado; es una filosofa sentada, con los miembros en descanso y durante el acto del pensamiento apenas si afluye una ola mayor de sangre o un poco de fiebre en el destino. Kant, por ejemplo, nunca da la impresin de un alma en poder de los vampiros del pensamiento o bajo el aguijn perpetuo de la necesidad de crear ideas o de elaborarlas; la vida de Schpenhauer, despus de los treinta aos, cuando ha creado ya El mundo como voluntad de representacin, a mi parecer, tiene los caracteres de la vida de un jubilado, con todas las pequeas y grandes amarguras de la carrera cortada. Todos avanzan con el paso firme, seguro, medido,

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por un camino elegido por ellos, mientras que Nietzsche -como don Juan en sus aventuraslleva un sello dramtico en sumo grado; su vida es una cadena de episodios fantsticos y peligrosos, una tragedia incesante, en la plenitud de emociones y peripecias, una ms llena de vibraciones que otra; y todo acaba en la cada inevitable en un abismo sin interrupcin, el impulso diablico de salir hacia adelante, es lo que infunde a esa vida nica la fuerza trgica nica tambin y un aleccionador gusto a obra de arte, por cuanto en ella nada hay de burgus, de profesional. Nietzsche es un maldito; est condenado a pensar constantemente, como el cazador legendario est condenado a la caza eterna, y lo que era un gozo se trueca en tortura, en pesar, y su aliento toma el ritmo y el ardor de las piezas acosadas por la cacera; su alma tiene en s el fuego y las frialdades de un ser sin reposo, que nunca alcanzar la satisfaccin. As es que resultan emocionantes sus gemidos de Ahasverus, como es el grito proferido en el instante en que quiso el placer de la calma y del reposo; pero siempre le espolea el acicate del descontento eterno y le obliga a dejar el descanso, para seguir su marcha: "Se ama algo, y en cuanto ese algo se convierte en amor profundo, el tirano que llevamos en nosotros mismos, que podramos llamar nuestro Yo superior, manda: eso justamente es lo que te pido sacrifiques. Y realmente lo sacrificamos, torturados sin embargo a fuego lento". Es que estas naturalezas donjuanescas han de abandonar siempre la voluptuosidad del conocimiento, los suaves abrazos de la mujer, porque el demonio los lleva aferrados por la nuca y les hace seguir adelante y es el mismo demonio de Hlderlin, el mismo demonio de Kleist, el mismo de todos los fanticos de lo infinito. El grito de Nietzsche, al irrumpir, suena spero y agudo, como alarido de la pieza cobrada, que cae herida por la flecha. Y ese grito del eterno perseguido, dice: Por doquiera hay para mi jardines de Armida y por doquiera tambin, por esa razn, hay amarguras y padecimientos para mi corazn. Necesito mover los pies heridos y cansados, y si es fatalmente indispensable que as proceda, dirigir una mirada de pesar a todo lo bello que voy dejando atrs y que no he sabido, ni s retenerme... Justamente por eso, porque no he sabido retenerme..." Este grito del alma no tiene iguales, no hay otro tan arrollador, que como ste brote de las simas del padecer; nada hay semejante en todo lo que antes de Nietzsche se escribi en Alemania bajo el nombre de filosofa; tal vez lo hubo entre los msticos de la Edad Media o entre los herejes. A veces, en los santos de los tiempos gticos se halla una exclamacin grvida de dolor igual, tal vez ms sordo, salido de entre los dientes apretados y con palabras vestidas de mayor sobriedad. Pascal, que estaba hundido en el purgatorio de la duda, conoce esta agitacin, este anonadamiento del alma, pero nunca hallamos este acento de emocin en Leibnitz, en Kant, en Hegel o en Schpenhauer. Por rectas que sean esas conciencias cientficas; por valiente y decidida que aparezca su concentracin en el todo, nunca se lanzan,

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sin embargo, en esta forma, con todo su ser, sin clculos, con el corazn, los nervios y las entraas, con todo su destino mismo a este juego heroico y pico de perseguir el conocimiento. Aqullos arden solamente como las velas, por arriba, en la cabeza, por el espritu. Algo en aqullos, la parte terrenal, privada, y por eso la ms personal de su vida, permanece siempre al abrigo del destino, en tanto que Nietzsche anima todo su ser, lanzndose siempre al peligro, no con las ligeras antenas de su pensamiento, sino con la voluptuosidad total y el tormento completo de su sangre, con todo su destino. Sus pensamientos no llegan slo de las alturas, son tambin el resultado de la fiebre que arde en sus venas excitadas, que viene de sus nervios tensos, de sus sentidos insatisfechos, de todo su sentir vital; as sus ideas, como las de Pascal, abarcan trgicamente la historia dramtica de su espritu, son la consecuencia extrema de peligrosas aventuras casi fatales; son un drama vivo, que admiramos emocionados, mientras que los dems filsofos, narradores de la vida, no amplan en un solo palmo el panorama de la inteligencia. Sin embargo, ni en la miseria y en la amargura ms sombra, Nietzsche quiso o hubiese querido cambiar su vida peligrosa con la de los otros, modelo de orden: lo que aquellos buscan mediante el saber no es ms que una aequitas animae, un reposo, un equilibrio del alma, algo as como una pared de contencin al oleaje del sentir; y eso es lo que odia Nietzsche, que ve en ello una disminucin vital. Para l, trgico y heroico, la lucha por la vida no es la bsqueda de defensas o de trincheras contra la misma vida. No, nada de paz y de bienestar! "Cmo podra sentirse esta admirable inquietud, esta plenitud vital, sin interrogar y sin temblar constantemente de curiosidad y de gozo por la eterna pregunta?" Esto pregunta Nietzsche con orgullo, despreciando las almas domsticas, caseras, que viven en satisfaccin. Que se hielen en la certidumbre, que se enquisten en la cscara de un mtodo; l siente nicamente la atraccin del oleaje bravo, la aventura, la multiplicidad que seduce, la tentacin pasional, el encanto eterno y el eterno desengao. Que sigan los dems practicando su filosofa, encerrados en el glaciar del sistema, como en un negocio, en el que econmica y honradamente van acrecentando sus bienes, hasta amasar una fortuna; a l le seduce el juego, le atrae la riqueza suprema: su propia existencia. Nietzsche es tan aventurero, que no ambiciona poseer ni su misma vida; anhela algo ms pico: "No es la vida eterna lo que importa, sino el eterno ardor". Por primera vez en el amplio ocano de la filosofa alemana, Nietzsche enarbola el negro pabelln del pirata: es un hombre de otra raza y de otra clase, trae un nuevo herosmo, una filosofa desnudada de sus sabias ropas, pero provista de coraza para luchar. Los navegantes espirituales que le precedieron, valientes y osados, descubrieron solamente reinos y continentes con fines materiales, como una conquista para la civilizacin y la humanidad, para completar el mapa geogrfico de la filosofa y delimitar, cada vez ms, la porcin de "tierras desconocidas" en el mar del pensamiento.

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Ellos levantan su bandera divina o espiritual en las nuevas regiones conquistadas; construyen ciudades, templos en las tierras antes ignoradas, y en su squito van los gobernantes, los administradores, para hacer cultivar las nuevas campias y recoger las cosechas: llegan los comentadores, los profesores, los artfices de cultura. Pero el sentido supremo de su obra es el reposo, la paz, la seguridad; quieren aumentar lo que el mundo posee, divulgar normas y leyes, todo lo que pertenece a un orden superior. Nietzsche, en cambio, penetra en la filosofa alemana como los filibusteros de fines del siglo XVI entraron en el imperio de Espaa, enjambre de desesperados sin patria, amor, hogar, bandera, ni rey. Como aquellos, Nietzsche nada conquista para si mismo o para los que le siguen, ni para un rey o un dios, ni aun para una creencia, sino nicamente por el gozo de conquistar: nada pretende ganar, poseer, conservar. No pacta con nadie; no edifica casa alguna; desprecia ser estratego filosfico y hallar secuaces; eterno apasionado, destructor de toda calma gris, de toda vivienda cmoda, aspira a saquear, a destruir la propiedad, la paz, el placer de los hombres; ambiciona divulgar, aunque sea a sangre y fuego, la vitalidad que l ama tanto como los hombres aman la paz y el reposo. Nietzsche se presenta como un audaz; voltea las murallas de la tica y los reductos de la fe; no concede cuartel; no le detiene ningn veto de Iglesias o Cortes. A su vera, detrs de l como despus del paso de los filibusteros- quedan las iglesias profanadas, los santuarios violados, los sentimientos zaheridos, las creencias matadas, los rebaos morales dispersos y un firmamento en llamas, como un incendio monstruoso de audacia y de poder. Mas l nunca vuelve su mirada hacia atrs, ni para gozar de lo que supera, ni para satisfacerse con su posesin; su meta perseguida sin tregua es lo desconocido, lo inexplorado: el infinito. Su nico placer es el empleo de la fuerza, "el sacudir la somnolencia". Siempre alista su buque para nuevas aventuras, libre, sin fe, sin patria, hermano de la zozobra, amante de lo ilimitado. Con la espada en el puo, un barril de plvora a sus plantas, aparta su nave de la orilla, y slo el peligro, canta para s, para su gloria, el magnfico canto del pirata, una cancin de fuego, su canto fatal: Oh! s... Ya s de dnde vengo. Me consumo como la llama implacable. Se vuelve luz todo lo que toco con las manos y no es ms que carbn lo que yo arrojo. Cierto, soy una llama...

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LA EXALTACIN DE LA SINCERIDAD Hay un nico mandamiento para ti: ser puro. Pasio nova... Pasin de sinceridad: ste es el ttulo de un libro que Federico Nietzsche se propuso escribir; pero la obra nunca fue escrita. Pero, si no fue escrita, fue vivida, porque la pasin de la sinceridad fantica, el amor exaltado por la verdad, agudizado hasta la tortura, es como un eje en torno del cual se mueve todo el desenvolvimiento del filsofo. Como acerado resorte que mantiene tenso su pensamiento, esta pasin est clavada en sus msculos, metida en su cerebro, atada a sus nervios, y ese resorte es el que le mantiene tambin erguido constantemente ante todos los problemas existenciales. Pureza, sinceridad, honestidad: sorprende un poco no hallar justamente en Nietzsche, amoralista, otro impulso ms extrao, diferente del que comerciantes, burgueses y abogados denominan orgullosamente su virtud: honestidad y sinceridad hasta el sepulcro, la verdadera y genuina virtud intelectual de la gente banal, un sentimiento mediocre y convencional. Sin embargo, cuando se habla de sentimientos, lo que vale en s es su intensidad, no el sentimiento y los temperamentos demonacos pueden tomar la nocin vulgar y llevarla al caos creador, a la esfera del infinito. Ellos pueden dar al factor ms insignificante y convencional el calor de la llama y la belleza de la exaltacin: el ser demoniaco convierte en catico e indomable lo que toma en sus manos; por eso la sinceridad de Nietzsche nada tiene de comn con la correcta sinceridad de los hombres de orden; su amor por la verdad es fuego, es demonio, un demonio de claridad, buitre violento; que tiene hambre de presa, y est dotado de los instintos ms refinados de un animal carnvoro. La sinceridad de Nietzsche nada tiene de comn con la prudencia instintiva, enjaulada, domesticada, atemperada de los comerciantes, y menos todava con la sinceridad brutal y grosera, como la de Kohlhaas, de tantos pensadores, de Lutero, por ejemplo, que, a pesar de tener orejeras a ambos lados, se lanzan furiosamente por el camino de una nica verdad, que es la propia. La pasin de Nietzsche por la verdad puede parecer a menudo poderosa y hasta brutal, pero resulta demasiado llena de nervios y ha sido demasiado cultivada, para limitarse. No se para, no se obstina nunca; en constante vibracin va de problema en problema, encendida en llamas, para iluminar esos problemas y consumirlos, sin saciarse. Dualidad magnfica: sinceridad y pasin estn en l siempre en el mismo plano. Nunca tal vez un genio psicolgico tan alto posey tambin estabilidad moral y carcter tan grandes. Es as como Nietzsche tiene la predestinacin del pensador claro. El que comprenda y practique la psicologa apasionadamente, experimenta todo el gozo que solamente prueban los seres perfectos. Sinceridad (o verdad): esta virtud de burgus, que se percibe fsicamente como fermento en toda vida espiritual, causa las sensaciones de la msica. Las suntuosas exaltaciones

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los in crescendo del contrapunto de su pasin son como una fuga magistral, que pasa en tempestuoso comps desde el andante viril al magnfico maestuoso, siempre renovndose en una polifona esplendorosa. La limpidez se hace obra de magia. Este sabio medio ciego, que camina tanteando el piso y vive, como los bhos, en la soledad oscura, tiene en psicologa un mirar de guila o de halcn, una mirada que cae en un instante desde el cielo altsimo de sus pensamientos, sobre la pista ms escondida separando sin equivocarse los matices ms parecidos de un tono. No es posible ocultarse o disimularse ante conocedor tan profundo, ante psiclogo sin par; sus ojos, como rayos X, atraviesan vestidos, piel, carne, cabellos, hasta llegar a lo ms ntimo de los problemas. Y como sus nervios reaccionan a los cambios de presin atmosfrica, como un medidor de precisin, registra tambin con la misma exactitud los matices anmicos. La psicologa nietzscheana no procede de su intelecto duro y lcido como el diamante: es parte esencial de la hipersensibilidad peculiar de su organismo: siente, olisca, husmea, ("Mi genio est en mi olfato"), espontneamente como si ejerciera una funcin fsica, todo lo parcialmente impuro o malsano en los asuntos humanos e intelectuales. Para el "una lealtad absoluta frente a todo", es ms que un dogma moral, es condicin previa, elemental, necesaria para su vida. "Estoy en peligro si me hallo en un ambiente impuro". Del mismo modo que la atmsfera pesa en sus nervios, de la misma manera que los alimentos gravan en su estmago, la falta de luz, la impureza moral le irritan y le deprimen. Su cuerpo reacciona antes que su espritu. "Poseo una extremada irritabilidad, muy poco agradable, del instinto de pureza, y la percibo fisiolgicamente. en lo ms ntimo de las almas y hasta siento su proximidad". Todo lo que el moralismo, altera, molesta vivamente su olfato y le hace olfatear la mentira: el incienso del culto, el ripio patritico o cualquier otra narcosis de la conciencia. Tiene olfato muy fino para lo que huela a corrompido o a malsano; un olfato que descubre la mezquindad espiritual; para su inteligencia, claridad, pureza, limpieza, son condiciones tan necesarias para su vida, como para su organismo, necesita, como expliqu anteriormente, el aire puro. Esto es psicologa legtima, como l la quiere, llamndola "interpretacin del cuerpo", prolongacin de una facultad nerviosa en lo cerebral. Los dems psiclogos parecen todos graves y obtusos, si se les compara con su caso de sensibilidad adivinatoria. El mismo Stendhal, que tenia nervios delicadsimos, no puede parangonarse con Nietzsche, por carecer del acento exaltado, de la vehemencia insistente y reducirse a registrar observaciones, en tanto que Nietzsche se entrega todo al menor detalle, se abalanza sobre el conocimiento mnimo, como el ave de presa se lanza desde lo ms alto sobre algn pobre animalito. nicamente Dostoiewski posee esos mismos nervios clarividentes, producto idntico de una hipersensibilidad enfermiza y dolorosa, mas Dostoiewski es inferior a Nietzsche en la veracidad. Nietzsche llega a ser a veces injusto, exagerado, pero nunca cede una sola pulgada de verdad ni en el extravo. Nadie por eso tuvo tanta predisposicin a la psicologa como Nietzsche; espritu

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alguno fue construido mejor para ser un barmetro anmico; nunca tampoco el estudio de los valores tuvo un aparato de precisin de tal exactitud y sublimidad, como lo fuera Nietzsche. Mas no es suficiente que la psicologa posea un bistur tan afilado, agudo y exacto; no le basta el instrumento espiritual perfecto; ha menester tambin de una mano de acero duro y templado; que no retroceda ni tiemble durante la operacin. La psicologa no se logra con el talento; precisa carcter, requiere el valor de pensar todo lo que se conoce. En el caso ideal, que es el de Nietzsche, es la facultad de conocer, unida a la fuerza volitiva de querer saber, de querer conocer. El verdadero psiclogo ha de querer ver donde puede ver; no debe dejar desviar su pensamiento por indulgencia sentimental, por apocamiento personal o por innato temor; no puede, no debe dejarse adormecer por escrpulos o sentimientos. Los guardianes, "cuyo deber es vigilar", no deben tener espritu conciliativo, magnanimidad, timidez o piedad; no han de tener virtudes o debilidades de burgus o de mediocre. A tales soldados, a tales conquistadores espirituales les est vedado dejar huir indulgentemente alguna verdad, que hayan logrado cazar en sus salidas a la descubierta. En el vasto campo del conocimiento, "la ceguera es ms que error, es cobarda", la indulgencia es crimen y aqul que tiembla por miedo o vergenza de daar, que teme la gritera del desenmascarado, que se retira ante la fealdad de la desnudez, nunca lograr descubrir el secreto mximo. Todas las verdades que no lleguen al extremo final, todas las verdades que no sean absolutas, no son tampoco valores absolutos. De ello nace la severidad de Nietzsche para con los que descuidan el sagrado deber de la resolucin, por pereza o vileza de pensar; de ello nace su ira contra Kant, que introdujo en su sistema, por una puerta de servicio, el concepto de la divinidad, mientras volva los ojos a otro lado; de ello nace su furor contra todos los que cierran o entornan los ojos en filosofa ante el demonio de la oscuridad y tienden un velo sobre la verdad suprema y ltima. No hay verdades grandes que surjan adulando; no hay misterios que se descubran en una conversacin familiar y llana; por la fuerza, por la violencia, por la tenacidad nicamente, la naturaleza permite que se la arranquen los secretos ms valiosos; slo por medio de la brutalidad puede afirmarse en una gran tica "la majestad y la atrocidad de las exigencias infinitas". Todo lo oculto requiere mano frrea y sin contemplaciones; sin resolucin no existe ni sinceridad ni conciencia espiritual. "All donde desaparece mi sinceridad, hallo las tinieblas; all donde quiero conocer, debo ser, quiero ser tambin sincero, esto es: duro, inflexible, severo, cruel, implacable". Nietzsche no ha recibido su radicalismo (dureza e inexorabilidad) como un regalo de la suerte. Lo ha comprado, y al precio de su vida, de su calma, de su reposo, de su felicidad. En su origen el temperamento de Nietzsche, dulce, bondadoso, afable, alegre y bien dispuesto; necesit por lo tanto una fuerza volitiva realmente espartana para tornarse inaccesible e implacable a sus mismos sentimientos. Pas -puede decirse-la mitad de su vida en las llamas. Para entender todo el dolor de ese proceso moral, hay que estudiarle profundamente, porque el, junto con su debilidad, destruye tambin su mansedumbre y su bondad, todo lo

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humano que le vincula a la humanidad; destruye las amistades, las relaciones, su vida y sus ltimos das llegan a ser tan incandescentes en su propia llama, que los que le tocan, se queman las manos. Hay heridas que se curan con el cauterio: Nietzsche cauteriz como una herida su sentimiento, jura mantenerlo puro y sano; se medica a s mismo con el hierro al rojo de su amor por la verdad, y eso explica su soledad forzada, deliberada. Como los verdaderos fanticos sacrifica todo lo que ama; llega a sacrificar. aun a Ricardo Wagner, en quien hizo el ms precioso de los hallazgos: la amistad. Por su apostolado de la verdad, que quiere realizar por entero, se vuelve pobre, solo, odiado, evitado, infeliz. Como todos los posesos del demonio, la pasin -pasin es sinceridad en l-se trueca paulatinamente en monomana destructora que abrasa todos los bienes de la existencia, como todos los posesos del demonio, concluye por tener esa sola pasin. Cabe, pues concluir de una vez con esas preguntas de maestrito de escuela, y que suenan, por ejemplo. as: -"Qu persegua Nietzsche?" -"Qu quera decir Nietzsche?" "Cul era el sistema filosfico profesado por Nietzsche?" Nietzsche nada quera; le domina una pasin infinita por la verdad. Nada persegua; nunca pens para instruir al mundo o hacerle mejor o hallar una postura tranquila; tiene como nica meta el xtasis de pensar y en el pensar est todo su placer, su nico placer, su nico premio, su nica voluntad, egosta y elemental, como todas las pasiones diablicas. En tanto despliegue de fuerzas, nunca trata de una doctrina; hace mucho que se encuentra ms all de "la infantilidad del principiante que es dogmatismo" y ms all tambin de una religin. "En m nada hay del fundador de religiones: la religin es cosa del pueblo". Nietzsche hace filosofa como quien practica un arte; como artista genuino, no busca resultados, ni asuntos glacialmente definitivos, sino un estilo, el estilo de la moral, y como artista verdadero siente tambin el escalofro de la inspiracin. Con toda probabilidad, pues, es un error llamar a Nietzsche filsofo, amigo del saber, porque en el hombre exaltado, apasionado, no hay sabidura y en el nimo de Nietzsche nada estaba ms lejos como ir en pos de un equilibrio intelectual, que es reposo, tranquilidad, sabidura gris y contenta de s, conviccin firme e indestructible. Nietzsche usa y consume nuevas convicciones, luego las arroja lejos: merecera llamarse mejor filaleta. amante apasionado de Aleteia, la verdad, diosa virginal y cruel, que, al igual que Diana, obliga a su amante a una cacera eterna, para permanecer inaccesible siempre, detrs de su velo rasgado. La verdad, segn l, no es algo rgido, cristalizado, sino voluntad ardiente de sinceridad y de sinceridad constante; la verdad no es para l un trmino de la ecuacin, del trmino final, sino el planteo constante y demonaco de una mayor tensin del sentir vital, exaltacin de la vida en su plenitud. El no quiere nunca, en ningn caso, ser dichoso, sino solamente sincero. No apetece el descanso, como el noventa por ciento de los filsofos: servidor y esclavo del demonio, anhela el superlativo de todas las exaltaciones, de todos los movimientos. Mas

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cualquiera lucha por lo inaccesible asume necesariamente el carcter del herosmo y cualquier herosmo concluye en la fatal y sagrada consecuencia: la cada. Hipertensin tan exagerada e intransigente del mester de sinceridad, exigencia tan peligrosa e implacable como la de Nietzsche choca necesariamente y llega fatalmente a la lucha con el mundo, lucha homicida y suicida a un tiempo. La naturaleza, fusin de mil elementos, se rebela siempre a todo radicalismo unilateral. La vida es en resumen conciliacin, tolerancia; eso es lo que Goethe supo en seguida y realiz pronto en su sabidura. Para conservar el equilibrio hace falta mantenerse en situaciones intermedias, hacer concesiones, admitir compromisos y pactos. Y el que tenga la exigencia antinatural y antropomorfa en este mundo, y que quiera alejarse violentamente de los lazos que son ya una red tejida por los milenios, se pone contra la humanidad y ms an, contra la naturaleza. Cuanto ms pretende el individuo ser "completamente puro", tanto ms se enemista con los contemporneos. Y sea que pretenda como Hlderlin dar forma esencialmente potica a la vida en esencia prosaica; sea que pretenda como Nietzsche pensar en claro, en la horrenda confusin de los acontecimientos humanos, en ambos casos este loco deseo heroico resulta una rebelin a las normas y a las leyes, y lleva como consecuencia el aislamiento ms firme del temerario, la guerra sin cuartel. Lo que para Nietzsche es la mentalidad trgica, la resolucin de agotar el sentimiento, pasa del espritu a la vida real y crea la tragedia. Quien quiera aceptar de la vida una ley sola o en el caos de las pasiones quiera hacer predominar una sola pasin, se convierte en solitario y perece por tal; si es un soador, no pasa de inconsciente, pero es un hroe si conoce el sino y lo desafa. Aun cuando sea un apasionado de la verdad, Nietzsche es un consciente. Sabe del peligro que corre; sabe, desde el comienzo, desde su primer escrito, que sus ideas se mueven en torno de un eje trgico, peligroso; sabe que su vida es igualmente peligrosa, pero, hroe intelectual, ama justamente la vida por ese peligro. "Edificad vuestra casa en el borde del Vesubio", grita a los filsofos, para acicatearlos a una elevada concepcin de la vida, porque la nica medida de la grandeza de un hombre, es "el grado de peligro en que vive, deliberadamente". nicamente quien sepa jugarse el todo, alcanza a ganar el infinito. Solamente quien arriesga su propia vida, puede infundir a su reducida forma terrenal un valor infinito tambin: Fiat veritas, pereat vita, no importa que perezca la vida, si se hace la verdad, la luz de la verdad. La pasin es ms que la vida, el sentido de vivir es ms que la misma vida. Y as con monstruosa pujanza, en la plenitud del xtasis, Nietzsche da a este pensamiento una forma monumental, que sobrepasa a su destino: "Todos preferimos el derrumbe de la humanidad entera, al derrumbe del conocimiento". La suerte se torna ms peligrosa? Ms claro adivina en el cielo el rayo pronto sobre su cabeza y el deseo de esa lucha suprema se hace cada da ms rficamente placentero. La vspera de su cada dice: "Conozco mi destino" "Algn da mi nombre ir unido al recuerdo de algo extraordinario, al recuerdo de una crisis sin par en el mundo, de la mayor

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lucha en la conciencia, de una conjuracin contra todo lo que hasta ese momento se tuvo como artculo sagrado de fe"; pero Nietzsche busca el abismo mximo de cada conocimiento y todo su ser va hacia esta fatal conclusin: Qu dosis de verdad puede soportar un ser humano? Esta es la pregunta que durante toda su existencia dirigi a s mismo este pensador enorme, pero para tener la medida de la capacidad de resistir la verdad, es preciso antes superar la zona de seguridad, para llegar al escaln donde el hombre ya no puede soportarla, donde el conocimiento es algo mortal y la luz es tan fuerte que enceguece. Justamente esos ltimos pasos son los ms emocionantes e inolvidables de la tragedia de su vida. Su espritu nunca estuvo ms lmpido, su alma nunca fue tan apasionada. Sus palabras nunca fueron ms musicales y jocundas, que en el momento en que, consciente y deliberadamente, se lanz al abismo sin fondo de la nada desde las alturas de su existencia.

EN MARCHA HACIA S MISMO La serpiente que no logra mudar la piel, perece. As las almas que no saben mudar de opinin, dejan de ser almas. La gente de orden no tiene normalmente ojos para descubrir lo original; tienen empero un instinto infalible para presentir lo que les es hostil. Los hombres de orden previeron que Nietzsche era un enemigo, mucho antes que apareciera como moralista e incendiario de sus reductos morales. Ellos presintieron de l mucho ms que lo que l mismo poda saber de s. Les molestaba -nadie ejerci tan artsticamente "el arte gentil de hacerse enemigos"-, porque era para ellos un individuo dudoso, un inclasificable de todas las categoras, mezcla de fillogo, filsofo, revolucionario, artista, literato y msico: desde el comienzo los profesionales le odiaron, porque rebasaba sus lmites. Apenas, como fillogo, public su primera obra, Wilamowitz, maestro en filologa -que no pas de maestro, mientras Nietzsche marchaba a la inmortalidad-, le critic en presencia de todos sus colegas. Los wagnerianos, y con justa razn, no tienen mucha confianza en ese apasionado defensor; los filsofos temen sus filosofas; se le oponen los especialistas antes de salir del cascarn de la filologa, antes de que le crecieran las alas. nicamente el genio, que

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sabe de todas las mudanzas, nicamente Wagner ama a esa inteligencia que ser un da un enemigo. Todos los dems en cambio presienten el peligro en su audacia temperamental, hasta en su modo de caminar; comprenden que hay en l uno que no est nunca seguro de s y de los dems, y que no permanecer mucho tiempo fiel a sus convencimientos: presienten en l la libertad absoluta que el hombre practica con todas las cosas y tambin consigo mismo; y aun ahora que su autoridad les causa temor y les aplasta, los especialistas quisieran encerrar otra vez a este Prncipe fuera de la ley en una doctrina, en un sistema, en una religin; quisieran verle atado a la conviccin como ellos, encerrado entre las estrechas paredes de una idea de un plan del universo, que era lo que justamente ms tema Nietzsche; quisieran imponer a este hombre que no puede defenderse, lo definitivo, lo absoluto y colocar al gran nmada en el templo, en el palacio, en una construccin firme, cosa que l nunca admiti y ahora que ya ha conquistado el mundo infinito del alma. Es que Nietzsche no puede ser enclaustrado en una doctrina o enclavado a una conviccin -yo mismo no he tratado ni tratar en estas pginas llegar a la consecuencia del maestro de escuela, segn la cual de la tragedia de esta alma naci la teora del conocimiento-; apasionado de cualquier valor, de todos los valores, nunca quiso ligarse ni a sus mismas palabras, a una conviccin de su intelecto o a una pasin de su alma. "Un filsofo emplea y consume sus convicciones", contesta con orgullo a los sedentarios que ostentan con altanera su fuerza de voluntad y su firmeza de ideas. Cada una de sus convicciones es provisoria y aun su mismo YO, su carne, su cuerpo, su estructura intelectual no fueron en vida a sus mismos ojos ms que "asilo de numerosas almas". En una ocasin llega a decir la frase ms osada: "Es daino para el pensador sujetarse a una sola persona. Cuando se ha llegado a encontrarse a s mismo, es indispensable perderse otra vez, para volverse a encontrar". Su manera de ser es en l manera de transformarse, de perderse para hallarse: un eterno cambio sin paz ni reposo; por la misma razn el nico imperativo en sus escritos es: Llega a ser lo que eres. Goethe ha afirmado con irona que se hallaba siempre en Jena, cuando se le buscaba en Weimar, y la atmsfera preferida de Nietzsche, acerca de la piel de la serpiente, est ya cien aos en una carta de Goethe; pero qu contrarios son la evolucin reflexiva de Goethe y los cambios explosivos de Nietzsche! Goethe va agrandando su vida alrededor de un centro fijo, como un rbol aade ao tras ao un nuevo anillo a la circunferencia de su tronco, y aun si pierde la corteza, se hace siempre ms robusto, slido y alto y su mirada as alcanza cada vez ms lejos. La evolucin goethiana se realiza con paciencia, por una energa en aumento, y as su resistencia, la defensa de su YO se fortalece al mismo tiempo que crece: en Nietzsche, en cambio, se desarrolla violentamente, por la vehemencia volitiva. Goethe sube sin sacrificar nada de s, porque no le hace falta negarse para ascender; Nietzsche, en cambio, es el hombremetamorfosis, que ha de destruirse para reconstruirse despus. Todas sus conquistas, todos sus

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descubrimientos intelectuales proceden de las heridas de su YO o de creencias abandonadas, de una descomposicin, en resumen; para seguir subiendo necesita arrojar lastre de su misma esencia; Goethe, en cambio, no puede sacrificar nada y se reduce a realizar cambios qumicos, destilados de sus factores propios. Nietzsche, para lograr un panorama ms amplio, pasar por caminos de derrumbe y dolor: "El rompimiento de todos los lazos individuales es duro; se me figura, sin embargo, un ala en cada lugar en que antes haba una rmora". Naturaleza demonaca, ignora toda transformacin que no sea brutal, violenta, operada por combustin. Como el ave Fnix todo su cuerpo pasar por las llamas destructoras, para renacer en sus propias cenizas, pero con un canto nuevo, nuevo plumaje y nuevas alas, porque, para Nietzsche, los hombres anmicos han de pasar por el fuego devorador de la contradiccin, para que el espritu pueda elevarse sin tregua libertado de toda conviccin. En su cuadro del universo que se transforma, nada queda de lo anterior; sus nuevas fases no se suman una a otra dulce y fraternalmente, sino en forma hostil. Siempre est en el camino de Damasco; no se trata de una fe que cambia de creencias o de sentimientos, sino de innmeras creencias, porque cada nuevo factor espiritual entra en l por el espritu s, pero hasta las entraas; sus ideas intelectuales o morales se modifican qumicamente, diramos, alterando el curso de su sangre, de sus sensaciones y de sus ideas. Como un jugador insensato Hlderlin tambin lo exige de s- juega "toda su alma en la carta de la fuerza destructora de la realidad" y desde un comienzo sus impresiones asemejan a erupciones de volcn. En su juventud ley en Leipzig El mundo como voluntad y representacin de Schopenhauer, y esa lectura le impidi dormir durante diez das; porque toda su alma est agitada como por un tornado; la fe en que se apoyaba se derrumba ruidosamente, y al salir su alma de tal vrtigo poco a poco, al recobrar su sangre fra, est frente a una filosofa nueva por entero, frente a un concepto vital distinto por completo. As tambin su amistad con Wagner es fuente de amor apasionado, que alarga grandemente la envergadura de su sensibilidad. Cuando regresa a Basilea desde Triebschen, su existencia cambia de rumbo: de repente ha muerto en l el fillogo y el cuadro del pasado, la historia, ha dejado lugar al porvenir. Y justamente porque su corazn est lleno de amor espiritual su ruptura con Wagner le hiere casi mortalmente, con una llaga ardiente que supura siempre y que no cerrar ni cicatrizar nunca por entero. El edificio de sus convicciones se hunde siempre a raz de sacudimientos espirituales, como por un terremoto, y en cada caso se ve obligado a reconstruirse totalmente. Nada se desarrolla en l con suavidad, en silencio, en forma orgnica, Como las cosas en la naturaleza; nunca crece su individualidad por una labor secreta y lenta; todo, hasta los pensamientos, brotan a impulsos como chispas de electricidad; siempre hace falta que su mundo interior caiga en ruinas, para que de los escombros nazca el nuevo cosmos. No hay otro ejemplo de esta fuerza tempestuosa de las ideas; un da afirma: "yo quiero libertarme de la energa expansiva de los sentimientos, que evoluciona en mis obras; muchas veces he pensado que algn da morir

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de improviso por este motivo". Y realmente, en esos procesos de renovacin algo muere de improviso; hay siempre algo que se rasga en su interior, como si un filoso cuchillo llegase a las entraas, para cortar todas las relaciones con lo precedente. Las nuevas inspiraciones incendian hasta dejarlo inservible, su retiro espiritual; sus transformaciones se realizan en medio de espasmos y convulsiones de muerte y dolores de parto. No hubo ser humano que se desarrollara entre tanta y tan horrible tortura; nadie se ha herido nunca tan en lo hondo para buscarse a s mismo; v todos sus libros no son realmente -para hablar con propiedad- ms que historias clnicas de operaciones, exposicin del mtodo de sus vivisecciones, como manuales de partos espirituales. "Mis libros hablan nicamente de las victorias sobre m". Son la historia de sus embarazos y partos, de sus muertes y resurrecciones, de las luchas extraordinarias sostenidas despiadadamente con su YO; historia de castigos y ejecuciones, biografa de todos los hombres distintos que fuera Nietzsche en el curso de su experiencia intelectual. La caracterstica de las transformaciones nietzscheanas est en que la lnea de su existencia representa casi un movimiento de retroceso. Tomemos a Goethe -es Goethe siempre el que hallamos como lo ms simblico de los fenmenos humanos- como prototipo de una naturaleza que marcha misteriosamente al comps del ritmo del universo: las formas de su vida son el reflejo de las diversas edades. En su juventud, es ardiente y exuberante; ya hombre, es sensatamente activo; en la vejez sus ojos son todo luz. El ritmo de su pensamiento corresponde orgnicamente a los grados de su temperatura sangunea. Comienza en el caos, como acontece siempre a los jvenes; termina en el orden, como ocurre siempre en los viejos; el orden se halla al final de su carrera, donde se vuelve conservador, despus de haber sido revolucionario; convertido en hombre de ciencia, despus de haber sido ocultista; administrador de s mismo, cuando antes no hizo ms que prodigarse... Nietzsche va por el camino opuesto al de Goethe: ste anhela lazos que afirmen su ser y Nietzsche busca la disgregacin apasionada y en su pasin, como en todos los demonacos, hay cada vez ms ardor e impaciencia. Hasta su aspecto eterno contradice abiertamente la evolucin normal. Comienza por ser viejo: a los veinte aos, mientras sus compaeros se entretienen todava con bromas estudiantiles y realizan ceremonias bquicas, beben innmeros vasos de cerveza y marchan al desfile con paso de ganso, Nietzsche es ya un profesor genuino, titular de la ctedra de Filosofa, en la Universidad de Basilea. Sus amigos tienen de cincuenta a sesenta aos y son grandes sabios como Ritschl y Burckhardt. Su amigo ntimo es el artista ms serio de la poca: Ricardo Wagner. Una despiadada severidad, una inflexible objetividad le hacen pasar siempre por erudito, nunca por artista, y todos sus libros tienen un perfume didctico ms adecuado para un hombre experimentado que para un principiante. Trata de ahogar con toda su energa las aficiones poticas y el espritu musical; se dobla sobre sus escritos, como un severo profesor de Universidad, que los aos fosilizan; elabora ndices y halla placer en revolver polvorientos paquetes de viejos documentos. La mirada de

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Nietzsche se vuelve entonces hacia el pasado, la historia, lo muerto, lo que ha sido; el gozo de su existencia reside en la mana de lo antiguo; oculta alegra y ardor bajo la dignidad profesoral y sus ojos estn siempre fijos en los libros o en los asuntos de la erudicin. A la edad de veintisiete aos, El origen de la tragedia cava el primer foso en la actualidad, pero el autor conserva an la mscara de la seriedad del fillogo, y slo muy oculto hay en la obra el brillo del futuro, la chispa del amor por el presente y por el arte. A los treinta aos, cuando el hombre normal comienza a convertirse en calmo burgus, cuando Nietzsche llega a consejero, cuando Kant y Schiller son ya profesores, Nietzsche deja sus tareas oficiales, se va de la ctedra y lanza un suspiro de alivio: es su primer paso hacia s mismo, su primer impulso hacia su mundo, su primera modificacin ntima. Esa primera ruptura representa el comienzo del artista. El verdadero Nietzsche se inicia con esa entrada en el presente. Es ya ese Nietzsche inactual y trgico, que mira siempre hacia el futuro, con la nostalgia por el hombre que vendr. Mientras tanto nacen sus mpetus de metamorfosis, surgen cambios radicales en la intimidad de su ser; pasa violentamente de la filologa a la msica, de la gravedad a la exaltacin, de la paciencia positiva a la danza. A los treinta y seis aos de edad, Nietzsche es ya libre, inmoralista, escptico, msico y poeta, ms joven que cuando era joven, libre de la carga del pasado, de su propia ciencia, del presente, y compaero slo del hombre que vendr, del hombre del ms all. Y as, en lugar de arraigarse, hacerse ms positivo, equilibrar su vida como el artista normal, rompe con pasin los vnculos, las relaciones. El ritmo de su rejuvenecimiento resulta realmente monstruoso. A los cuarenta aos el lenguaje de Nietzsche, sus ideas, su esencia, tienen mayor cantidad de glbulos rojos, tienen ms lozana, colorido, audacia, pasionalidad y armona, que a los diecisiete aos: el solitario de Sils Mara camina con paso ms ligero, ms alado: no pesa como el antiguo profesor de veintin aos, precozmente viejo. As, en l, el sentimiento de la vida se intensifica en lugar de entumecerse; sus cambios son cada vez ms rpidos, libres, mltiples, torturados, clnicos; ya no halla en ningn lado un punto de reposo para su espritu inquieto. Si se para, su piel "se seca o se rompe" y, al final, su misma vida no puede ya seguir sus transformaciones renovadoras, que se efectan con un ritmo cinematogrfico, en el cual las imgenes centellean constantemente. Justamente los que creen conocerle mejor, sus amigos de juventud, encadenados a la ciencia, a las convicciones o al sistema, se asombran al encontrarle tan diferente en cada nuevo encuentro. Se sobresaltan al descubrir, en su figura intelectual remozada, nuevos rasgos nada parecidos a los precedentes. El mismo, en eterna solucin, tiene la impresin de hallarse frente a una sombra espectral, si le llaman con su antiguo ttulo, cuando le toman por el profesor Federico Nietzsche, el fillogo, envejecido en la erudicin de hace -casi no puede recordarlo- ms de veinte aos.

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Ha de ser porque nadie arroj tan lejos su pasado como Nietzsche, que elimin de s hasta los rastros sentimentales de antes; y de all procede la soledad terrible de sus ltimos aos: ha roto todos los lazos de lo que fue y su ritmo actuaI no le concede formarse nuevos lazos para las cosas nuevas. Pasa rpidamente al lado de los hombres y de las cosas y aun cuando ms se acerca o parece acercarse a s mismo, tanto ms velozmente huye. Los cambios en su ser son cada vez ms radicales, cada vez ms violentos e imprevistos sus saltos del s al no, cada vez ms bruscas sus chispas elctricas: se consume en un fuego interior y su camino es tambin de fuego. Mas, como se aceleran sus transformaciones, as tambin aumentan en dolor y violencia. Sus primeras victorias, no son ms que liberacin de algunas creencias de muchacho, impuestas o recibidas en la escuela, y ellas quedan atrs, como la piel rida que deja la serpiente al mudarse. A medida que su sentido psicolgico se profundiza, ms hondo ha de hurgar con el cuchillo, en las capas ms ntimas de s; cuanto ms internas, nerviosas, jugosas son sus ideas, sus convicciones, tanto ms vivas y suyas son y tanto ms violenta ser, tanto ms sangrienta su extirpacin. Es el trabajo de verdugo de s mismo, de Shylock, una verdadera viviseccin, que finalmente llegar a las regiones ms ntimas de los sentimientos, tornando las operaciones ms dolorosas y peligrosas. La autoamputacin del complejo wagneriano, principalmente, viene a ser una intervencin quirrgica muy delicada, casi fatal, porque se hace sobre lo ms hondo de su sentir, casi sobre el corazn; est muy cerca del suicidio; en su ritmo violento linda con el asesinato masoquista, porque en el abrazo ms ntimo, en los instantes de ntima unin, su brbaro instinto por la verdad viola y ahoga lo ms querido. Pero cuanta ms violencia, mejor: cruenta es la victoria sobre s mismo, pero ms voluptuoso es el gozo de su ambicin en el experimento a que somete su energa volitiva. Implacable inquisidor de s, expone al interrogatorio despiadado de su conciencia todas sus convicciones ms aferradas y con placer siniestro contempla el auto de fe de sus ideas anteriores, de sus herejas. Lentamente el espritu destructivo de s que hay en l se trueca en pasin intelectual: "Experimento el gozo de destruir en grado igual a mi fuerza destructiva". De la simple metamorfosis de s mismo surge el deseo de autocontradiccin, de autoenemistad: existen prrafos de sus obras que se contradicen forzadamente; por cada s este alumno de sus convicciones, pone el relativo no, y por cada no, no falta el s, nunca. Se explaya hasta el infinito, para desplazar los polos de sus ideas hacia dos puntos contrarios del infinito y experimentar as la tensin elctrica entre tales polos opuestos, tensin que para l es la genuina vida intelectiva. Huir siempre, alcanzarse siempre. Su "alma huye de s misma y trata de hallarse siempre en un crculo ms amplio". Lo cual concluye por suscitar en l una excitabilidad extremada, una exageracin que ha de serle fatal. Porque justamente cuando la manera de su esencia se ha

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extendido infinitamente, la tensin del espritu se quiebra. El germen ardiente, la energa demonaca primitiva explota y, como fuerza elemental, destruye, en un solo estallido volcnico, la grandiosa serie de figuras, que, en su carrera por el infinito, haba creado de su propia carne, de su propia vida, su espritu de plasmador y de artista.

EL DESCUBRIMIENTO DEL SUR El Sur nos hace falta, a cualquier precio; nos hacen falta acentos puros, inocentes, jocundos, dichosos y delicados. Lleno de orgullo, al jactarse de su libertad de pensar que abre caminos nuevos en un campo infinito y no hollado an, Nietzche dice en una ocasin: nosotros, los aeronautas del espritu. En efecto, la historia de sus viajes espirituales, de sus excursiones, de sus metamorfosis y de sus ascensiones, se cumple en un espacio muy amplio, espiritualmente sin lmites. Como un esfrico, que sigue arrojando el lastre, Nietzche se liberta siempre ms, deshacindose de los vnculos que le atan, de los pesos que le entorpecen. Con cada lazo roto, con toda dependencia que quiebra, se eleva ms y ms en horizonte ms amplio, con mayor campo de visin, con una perspectiva individual que supera el tiempo. No se pueden contar los cambios de direccin del globo, antes de que caiga en el huracn tormentoso que le destrozar; esas direcciones son tan numerosas, que no es posible contarlas ni fijarlas. nicamente un instante decisivo, de importancia extraordinaria, se perfila netamente, como un smbolo, en la vida de Nietzsche; es el minuto dramtico, en que se larga. el ltimo cable y el aerstato cautivo pasa a la libertad de su fuerza de ascensin. Este instante simblico se halla el da en que abandona su lugar de amarre -patria, ctedra, profesin- para no regresar a Alemania ya ms que como ave de paso, en vuelo despectivo, que se desarrolla cada vez ms en un elemento ms libre. Todo lo que sucede antes de entonces carece de importancia esencial en la existencia de Nietzsche; sus primeras metamorfosis no son ms que tanteos para conocerse mejor. Sin su impulso decisivo por la libertad, l hubiera sido siempre un ser sujeto, un profesional encadenado a la especialidad, uno de esos hombres, como Erwin Rhode, como Dilthey, admirados en su saber particular, pero que nada revelan a nuestro mundo ntimo. nicamente el nacimiento de su temperamento demonaco, la libre extensin de su pasin intelectual, su sentimiento de libertad primitiva convierten a Nietzsche en una figura de profeta y transforman su sino en mito.

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En esta obra, trato de explicar la vida de Nietzsche como tragedia y no como historia -la tragedia de Nietzsche es una obra maestra espiritual-; por eso su vida no comienza para m ms que en el instante en que en l comienza el artista y tiene conciencia de su libertad. Nietzsche, en la crislida del fillogo, podr ser un problema para fillogos; tan slo el hombre alado -el aeronauta del espritu-pertenece a la creacin literaria. En su ruta de Argonauta en la bsqueda de s, la primera direccin de Nietzsche es el Sur, que siempre quedar la metamorfosis esencial. S, tambin en la vida de Goethe el viaje a Italia es algo decisivo; tambin Goethe va a Italia para hallar su verdadero YO, a la bsqueda de la libertad, de la existencia creadora, que transforme la vida vegetativa anterior. Atravesando los Alpes, cuando recibe en la cara los primeros rayos del sol italiano, la metamorfosis se realiza en el como una explosin. "Parceme -escribe- que vuelvo de una excursin por Groenlandia". Porque tambin Goethe era "un enfermo del invierno", que en Alemania sufra por el cielo cubierto de nubes; porque tambin Goethe, todo anhelo de luz y claridad, al pisar el suelo de Italia siente nacer de su pecho un sentimiento ntimo expansivo, una necesidad de liberacin, alivio nuevo y personal. Pero el milagro del Sur llega para Goethe muy tarde, demasiado tarde, cuando ya tenia cuarenta aos. La corteza de su alma estaba demasiado endurecida; su naturaleza era ya sistemtica y reflexiva; parte de l, de su esencia, se haba quedado en Weimar, ligada a la Corte, a sus mansiones, a su jerarqua: ha cristalizado ya demasiado en s para dejarse transformar por otro factor. Dejarse dominar resultara opuesto a su constitucin fsica: Goethe quiere ser dueo de un destino y tomar de la vida lo que el destino le concede, y nada ms. Nietzsche, Hlderlin, Kleist, en cambio, disipadores eternamente entregados con toda el alma a cualquier impresin, se sienten dichosos al dejarse arrastrar en el remolino ardiente de la existencia- Goethe halla en Italia lo que buscaba: vnculos nuevos de unin con el mundo; Nietzsche en cambio quera romper todo vnculo. Goethe iba en busca de las grandes memorias del pasado: Nietzsche anhela un futuro enorme y el olvido de la historia. Goethe quiere cosas que se hallan en este mundo: el arte de la antigedad, el alma de Roma, los misterios de la naturaleza; Nietzsche ve con placer solamente lo que est fuera y ms all de s mismo: cielos de zafiros, horizontes claros hasta el infinito, magia de luces que parece penetrar por todos los poros. As las impresiones de Goethe son meramente cerebrales y estticas, las de Nietzsche, vitales; Goethe se lleva de Italia un estilo de arte, Nietzsche adquiere all un estilo de vida; Goethe es fecundado, Nietzsche, transplantado, renovado. S, tambin el sabio de Weimar experimenta esa aspiracin de renovarse -ciertamente ms valdra no volver, si no vuelvo despus de haber nacido nuevamente, escribi - pero, al igual que todas las figuras ya constituidas, slo puede recibir impresiones. Para experimentar un cambio completo como el de Nietzsche, Goethe est demasiado formado a los cuarenta aos, tiene demasiado egosmo y carece de disposicin para ello su instinto de conservacin fuerte y

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slido que en su ancianidad resulta verdadera coraza- no admite modificaciones que comprometan su estabilidad. El hombre sabio y el hombre de orden aceptan slo aquello que su temperamento puede utilizar, mientras los caracteres dionisacos lo toman todo, hasta el exceso peligroso. Goethe ambiciona enriquecerse espiritualmente, pero no perderse en una tendencia excesiva, en una metamorfosis radical. Por esta razn sus ltimas palabras al sur resultan mesuradas, agradecidas y fundamentalmente negativas: "Entre todo lo loable que aprend en este viaje -escribe, cuando abandona Italia- est el hecho de que ya me es imposible de manera alguna vivir solo o alejado de mi patria". Si se invierten por completo estas palabras, grficas como la leyenda de una medalla, se tiene sustancialmente el efecto que el sur caus en Nietzsche. La conclusin es la opuesta a la de Goethe: ya no puede vivir ms que solo y lejos de la patria. Goethe, saliendo de Italia, vuelve al mismo sitio donde partiera, despus de una excursin placentera o interesante, trayendo en sus bales muchas cosas de valor para su hogar. Nietzsche permanece expatriado para siempre y halla su genuino YO: prncipe sin ley, dichoso sin patria, sin hogar, sin fortuna, lejos siempre de las mezquindades de su pas y de todo lazo patritico, no tiene otra perspectiva que la vista de pjaro del "buen europeo", de "ese hombre sustancialmente nmada y superior a la idea de nacionalidad", el hombre nuevo que Nietzsche siente llegar inevitablemente, en el aire, y all, en tal punto de vista fija su reino, que es un reino del porvenir. La casa espiritual de Nietzsche est all donde se halle, y no donde naciera, porque eso pertenece a la historia; est nicamente donde l mismo se engendra y vuelve a la vida: ubi pater sum ubi patria: all donde soy padre, donde engendro, all est mi patria, pero no donde fui engendrado. El inapreciable e inalterable beneficio recogido en su viaje por el Sur es entonces que todo el mundo se trueca para l en pas extranjero o en patria a un tiempo, y que puede conservar la perspectiva del pjaro, mirada lmpida y aguda de ave de rapia en las alturas, mirada que abarca todos los horizontes abiertos. Goethe, por el contrario, como l mismo lo dice, pone en peligro su personalidad, pero la recobra al mismo tiempo, "volvindose hacia horizontes cerrados". Cuando Nietzsche se ha establecido en el Sur, se encuentra mucho ms all del pasado; se halla completamente desgermanizado, como se halla libre de filologa, de cristianismo y de moral. Nada caracteriza mejor su naturaleza exagerada y en desenfrenada marcha hacia adelante, como el simple hecho de que nunca diera un paso atrs o una mirada melanclica o nostlgica hacia el pasado. El nauta que navega hacia un reino futuro, es demasiado dichoso de haberse hecho a la mar "con el buque ms veloz que existe para llegar a Cosmpolis", para sentir la nostalgia de su patria, que tiene un solo idioma para manifestarse y por lo mismo es montona y unilateral; por eso cualquier tentativa de germanizar a Nietzsche -tendencia muy en boga actualmente- es un gravsimo error. Ese hombre tan libre no puede por ninguna razn sacrificar su libertad;

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cuando ve y siente sobre s el inmenso azul del cielo italiano, su alma se horroriza recordando la tiniebla que viene de las nubes, de los anfiteatros universitarios, de los templos y los cuarteles; sus pulmones y sus nervios tan sensibles ya no pueden soportar nada nrdico, nada germano, nada pesado; no puede ya vivir con ventanas cerradas, con puertas entornadas en la sombra, en los atardeceres o entre crepsculos intelectivos. Desde ese momento ser sincero equivale a ser claro, ver en cualquier direccin y dibujar lmites en el infinito: ha divinizado con toda la ebriedad de la sangre esa luz elemental y penetrante del Sur y desde esa sublimizacin ha renunciado para siempre jams al "demonio genuinamente alemn, al genio o demonio de la tiniebla". Su sensibilidad de carcter casi gastronmico en el Sur, fuera de su patria, siente en todo lo alemn como un alimento pesado para su gusto afinado, como una indigestin, una necesidad de no terminar con los problemas, como un dejar arrastrar su alma por las vueltas de la vida: lo alemn no ser ya para l lo suficientemente libre y ligero. Las mismas obras que antes le proporcionaban deleite, le pesan casi fsicamente en el estmago; nota esta pesadez en Los maestros cantores; esta obra le incomoda, la halla barroca y percibe en ella el esfuerzo por la serenidad; en Schopenhauer siente una sensacin de sed; en Kant un resabio de hipocresa, como procedente de un moralista oficial; en Goethe la gravedad, hija de las funciones oficiales y el horizonte limitado. Todo lo que es alemn, le resulta sombra, crepsculo de pasado, demasa histrica, inaguantable para su YO renovado que est lleno de posibilidades, aunque carece de claridad: una pregunta continua, un anhelo inacabado de busca, una metamorfosis constante y dolorosa, una vacilacin eterna entre el no y el s. Mas no se trata nicamente de la desazn intelectual frente a la estructura anmica de la nueva Alemania de esa poca, que alcanzaba una lnea extrema; no se trata solamente de una sensacin de displicencia poltica que le causa el Imperio y el sacrificio hecho por tantos de la idea alemana a un ideal de reglas; no se trata solamente de una antipata de orden esttico para con la Alemania de los muebles de felpa y de las columnas de la Victoria. La nueva doctrina del Sur, la de Nietzsche, pide problemas, todos los problemas y no nicamente los nacionales; exige la vida total, pura y lmpida como el sol, "luz, nicamente luz, aunque alumbre lo malo", la luz ms alta por la claridad ms elevada, la gaya ciencia y no la pedagoga didctica malsana del "pueblo escolar", la erudicin paciente y gravemente profesional de los alemanes, que tiene olor a aula o a gabinete. Su renunciamiento al Norte no sale de su espritu, de su cerebro, sino de sus nervios, de su corazn, de sus mismas entraas; es grito de los pulmones que hallan finalmente aire libre, es grito jubiloso de quien ha hallado el clima adecuado a su alma: la libertad. De ello naci su grito lleno de gozo ntimo y casi maligno: "Yo he dado el salto". Y mientras el Sur contribuye a desgermanizarlo, le ayuda tambin a descristianizarse. Como el lagarto goza del sol, mientras la luz en su alma llega a todos los escondites, y pregunta de dnde ha venido por tantos siglos la tiniebla del mundo, y qu es lo que le ha llenado de

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ansia e inquietud y abatimiento y cobarde conciencia del pecado, y que es lo que le ha quitado lo ms sereno y natural y fuerte, avejentando lo ms precioso del orbe, y aun que es la misma vida, Nietzsche ve en el cristianismo -la fe del ms all- el factor que cubre con su sombra el mundo moderno. Este "judasmo maloliente, mezcla de rabinismo y supersticin" ha echado a perder y ahogado la sensualidad y la serenidad universal; para cincuenta generaciones ha sido el ms peligroso de los narcticos, paralizando moralmente todo lo que anteriormente haba sido energa legtima. Ahora -porque de pronto ve la vocacin de su existencia- comenzar la cruzada contra la cruz, para reconquistar los santos lugares de la humanidad: la vida. El "sentimiento de la exuberancia vital" le ha enseado a mirar con apasionamiento todo lo que pertenece al mundo, verdad animal y fin inmediato; nicamente despus de este descubrimiento se da cuenta de que la moral y el incienso humeando le han ocultado "la vida sana y roja". En el Sur, escuela de "salud fsica y espiritual", aprendi el poder de lo natural, el goce sin remordimiento, y ya conoce la vida serena y jocunda, sin temor de Dios ni del infierno. Ha aprendido a tener fe en s mismo, lo que le inspira un neto e inocente s. Mas este optimismo viene slo de las alturas, no de un dios oculto, lgicamente, sino de un misterio abierto; viene de la luz, del sol. "En Petersburgo sera yo nihilista; aqu creo en el sol como las plantas". Toda su filosofa fluye de su sangre libre ya: "sed meridionales, hacedlo por la fe", escribe a un amigo; y ahora que la claridad es tanta, se trueca en algo santo y en su nombre comienza la lucha, la lucha ms terrible contra todo lo que en la tierra conspira para destruir la serenidad, la claridad, la libertad desnuda, la asoleada ebriedad vital. "Mi actitud para con el presente no es otra cosa que una lucha a filo de cuchillo". Fatalmente, con esta osada, entra el orgullo tambin en vida de fillogo que ha estado detrs de ventanas cerradas, en quietud malsana; el curso de su sangre asume un ritmo veloz y ardiente; hasta en los nervios ms escondidos, penetrados de luz, hierve la energa cristalina y lmpida de sus ideas, y en su estilo, en su lenguaje, ahora fuerte e inquieto, hay rayos de sol. "Todo est escrito en el idioma del viento del deshielo", afirma de su primer libro escrito en el Sur; su tono es de liberacin violenta, como de volcn; parecera que se rompiera el hielo y que la primavera clida pasara por el panorama, acariciadora, voluptuosa. La luz brilla el mismo centro nuclear de su esencia; hay limpidez hasta en las nimiedades idiomticas; hay msica hasta en los silencios y, por sobre todo, hay un acento alcinico y un firmamento luminoso. Qu diferente el ritmo de su idioma precedente, fuerte, bien construido, pero en el conjunto como petrificado, qu diferente de este idioma de ahora, sonoro, nuevo y desbordante, suelto en los giros, y que acciona en gestos como los italianos; sin limitarse a hablar firme como los alemanes, no permitiendo al cuerpo que participe en la expresin! Ahora Nietzsche confa sus ideas al severo idioma de los humanistas, idioma de frac, porque sus pensamientos son leves mariposas cazadas durante un paseo; los pensamientos libres, sus

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pensamientos libres, necesitan tambin un lenguaje libre, dctil, danzarn, de cuerpo desnudo y gil como un atleta flexible; un lenguaje que pueda correr, brincar, subir en el aire, bajar, explayarse y danzar todas las danzas, desde la de la melancola hasta la tarantella de la locura; un lenguaje que lo resista todo y lo pueda decir todo, sin tener espaldas de labrador y paso tardo y grave de forzado. Han desaparecido de su lenguaje la pasividad del animal domesticado y la dignidad de las cosas cmodas; sabe hacer piruetas en juegos de palabras y llegar a la serenidad ms noble; sabe asumir el pathos que suena como campana ancestral; y su lenguaje hierve, fermentando por energa, como champaa, que desprende perlas brillantes y burbujea en espuma que se derrama; su estilo se dora de luz y es apenas como el Falerno antiguo, extraamente transparente aun en las mayores profundidades, lmpido, alegre y resplandeciente. Es muy probable que nunca el idioma de un poeta alemn se haya rejuvenecido tan pronto y tan por entero, como en Nietzsche; pero es seguro que en nadie se ha visto tan lleno de sol tan libre, meridional, divinamente armonioso, oliendo a buen vino. Ni tan pagano, tampoco. nicamente en el elemento fraternal de Van Gogh es dado ver una irrupcin tan rpida de la luz en un ser del norte; solo en Van Gogh existen ese traspaso de las tintas grises, graves y tristes de su poca holandesa a los colores agudos, vvidos, crudos y sonoros de los aos de Provenza; solo en Van Gogh hay esa aparicin sbita local de la luz en un alma ya casi ciega, comparable a la iluminacin que ofrece el Sur en la manera temperamental de Nietzsche. La absorcin de la luz con pasin de vampiro, es tan rpida e inefable nicamente en esos das de fanatismo; porque slo los espritus nicamente pueden abrirse tanto al milagro de la luz, con los nervios, la pintura, la msica y la palabra. Mas la sangre de Nietzsche no sera sangre posesa, si pudiera satisfacerse con alguna embriaguez; por ello sigue en busca del superlativo del Sur, de Italia. Quiere ms luz an. Como Hlderlin, que lleva su Hellas al Asia, a Oriente, a los pases brbaros, tambin Nietzsche en su pasin lanza destellos hacia una nueva exaltacin, tropical, africana. No le basta solamente la luz del sol, quiere su llama, fuego luminoso que hiera con crueldad, y no se limite a rodear de claridad las cosas; quiere espasmos de gozo y no serenidad; quiere hacer su anhelo infinito, convirtiendo las excitaciones sensoriales en embriaguez; quiere que la danza sea vuelo y aumentar hasta la incandescencia el calor existencial. Los deseos congestionan sus venas, pero el idioma ya no basta para expresarlos: resulta muy limitado, grave, material. Ha menester de un instrumento nuevo para la danza dionisaca, que comenz inebrindole; necesita mayor libertad que la consentida por la dureza e inflexibilidad de las palabras. Se refugia as en la msica. La msica del Sur se trueca en su aspiracin ltima; es msica en la que la claridad se ha vuelto meloda y en la que el alma obtiene alas nuevas. La busca; la busca en cualquier tiempo y en cualquier lugar, sin hallarla nunca... Hasta que la inventa l mismo.

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EL REFUGIO DE LA MSICA Serenidad dorada, ven a m! Desde el nacer haba estado en Nietzsche la msica, pero oculta y alejada por la resuelta voluntad de justificacin espiritual. Nio an, entusiasmaba a los pequeos y grandes amigos con sus osados impromptus; en sus cuadernos de escolar menudean las alusiones a sus composiciones musicales. Pero a medida que se inclina a la filologa antes y a la filosofa despus, se limita tambin el impulso de su temperamento que quiere libertarse. Para el joven estudiante la msica no es ms que descanso, entretenimiento, narctico, como la literatura, el teatro, la equitacin, la esgrima u otros deportes. As canalizada y deliberadamente encerrada, ninguna gota puede filtrarse y caer fecunda sobre la obra primeriza de Nietzsche. Cuando escribi El nacimiento de la tragedia en el espritu de la msica, esta ltima es apenas un tema, un asunto, pero no la modulacin del sentimiento musical, que penetre en el estilo, en la poesa o en las ideas. Los mismos ensayos lricos juveniles de Nietzsche carecen de musicalidad, y lo que ms asombra an: sus ensayos de composicin, segn juzga Blow, parecen la resolucin de un problema, cosa amorfa, msica antimusical. Por mucho tiempo, para Nietzsche, la msica es slo una tendencia especial, que el joven estudiante acepta con el gozo de la irresponsabilidad, con una alegra de dilettante, y nada ms. La entrada violenta de la msica en el alma de Nietzsche acontece recin cuando se agrieta y se parte su larva de fillogo, su realismo de erudito, cuando todo su mundo se deshace y se destroza por sacudidas de volcn. Slo entonces caen los diques y la inundacin es improvisa. La msica penetra siempre con mayor violencia en los seres torturados por la pasin, agotados y sometidos a tensiones fuertes o desgarrados por todo el ser. Lo supo Tolstoi; lo experiment trgicamente, Goethe, porque ste, que asumiera una actitud prudente frente a la msica, para defenderse casi por temor como hizo todas las veces frente a lo demonaco, porque sabia dnde se ocultaba el demonio- tambin es vctima de ella en los momentos de debilidad, o como l mismo dice, en los momentos de eclosin, cuando se siente arrastrado, trastornado y se vuelve dbil y accesible. Si se ve acorralado por un sentimiento -la ltima vez fue con Ulricay no se domina ya, la msica rompe todos los diques, hasta los ms fuertes, y le hace llorar, como ofreciendo un tributo y le hace derramar msica, como agradecimiento. La msica -hay quien no lo haya experimentado?- ha menester de un estado de sensibilidad receptiva, de una suerte de languidez femenina, para que fecunde un sentimiento; nicamente as llega a Nietzsche, cuando el Sur le ha dado otros horizontes, en que aspira a vivir con ms fuego y poesa.

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Penetra en l -con un simbolismo notable- justamente en el instante en que su vida arroja la paz, la continuidad pica, para dirigirse en rpida solucin hacia la tragedia; quiso expresar El nacimiento de la tragedia en el espritu de la msica, y experimentaba lo opuesto; el nacimiento de la msica en el espritu de la tragedia. La energa excesiva de sus nuevos sentimientos no cabe ya en la expresin del lenguaje medido; necesita un instrumento ms fuerte. "Alemania, es necesario que cantes..." Y exactamente porque la fuente diablica estuvo tanto tiempo cerrada por la filologa, la erudicin y la indiferencia, ahora rompe con ms fuerza y sale con tal presin que llega a los nervios ms ocultos y hasta el ltimo tono de su estilo. Como si hubiera recibido nueva vida, el lenguaje, que aspirara solamente a expresar cosas, comienza a respirar sonoridad y armona. El andante maestoso del estilo, el pesado tono de sus escritos precedentes posee ahora la sinuosidad, la flexibilidad y la ondulacin movida y mltiple de la msica. Todos los refinamientos del virtuoso resplandecen en su discurso: el pequeo staccato de un aforismo, el in sordina lrico de los cantos, el spiccato de la burla, la estilizacin audaz y melodiosa de la prosa, de las mximas y de la poesa. La misma puntuacin, lo que el idioma sobreentiende, el guin, el subrayado tiene la fuerza de notaciones musicales. Nunca, en la lengua alemana, ha habido el sentimiento de la prosa instrumentada para grande o pequea orquesta, como en Nietzsche. Para el artista del idioma, hay un gozo tan voluptuoso como el del msico en los pormenores de la polifona que logr Nietzsche. Qu armona oculta en las disonancias aparentes! Qu espritu de la pura forma se adivina en esa exuberancia desordenada! No slo vibran de musicalidad las puntas de los menores nervios del idioma, sino que tienen una concepcin sinfnica sus obras enteras; no siguen una arquitectura meramente intelectual, framente elaborada, sino a una verdadera inspiracin musical. Hablando de Zarathustra, l mismo dice que estaba escrita en el espritu de la primera fase de la Novena Sinfona. Y no es el preludio del Ecce Homo, divino y nico, un complejo de enormes frases musicales interpretadas por el rgano colosal de la catedral futura? En poesas como El canto de la noche y La cancin del gondolero, no suena la voz netamente humana como en medio de un infinito de soledad? Cundo nunca la ebriedad ha podido ser msica cadenciosa, pica, helnica, como lo es en el ditirambo de Dionisos? Aqu su verbo, permeado de luz del Sur, elevado en un ro de msica, es oleaje sin paz, y sobre su amplitud, como en mar tempestuoso, flota el alma de Nietzsche, yendo en pos del cicln que la hundir. Al penetrar violenta e impetuosa en Nietzsche la msica, con la ciencia de un diablico, su espritu distingue enseguida el peligro y sabe que el cicln podra arrastrarle lejos de s mismo; mas, como Goethe elude el peligro de la msica -en una ocasin Nietzsche hace observar "La prudente actitud del seor de Weimar ante la msica"'-, Nietzsche corre a tomar el peligro por las astas, porque las metamorfosis son su defensa y l convierte el veneno en remedio, como hace con sus sufrimientos fsicos. Es menester que la msica adquiera para l ahora un sentido

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enteramente distinto del de sus aos de fillogo; en aquella poca peda a la msica nervios tensos y cerebro activo (Wagner!); la ebriedad y la abundancia musical era entonces un contraveneno a la calmosa vida de sabio, un estimulante para su sobriedad. Hoy, que su vida es mero exceso y derroche o prdida extasiado de sentimiento, es necesario que la msica sea para l un calmante, bromuro moral, sedante interior. No quiere de ella la ebriedad, porque est constantemente ebrio; quiere -como expres magistralmente Hlderlin- la santa sobriedad. La msica ha de ser un calmante ahora. Le hace falta para refugiarse en ella, al regresar mal herido y roto en la caza de pensamientos; le hace falta como dulce retiro, como bao refrescante y purificador. Msica divina que viene del cielo sereno y no de un alma en fuego, semiasfixiada en un ambiente grave; msica que ayude a olvidar y no a abstraerse, comindole en crisis catastrficas de sentimiento; msica que diga que s y haga s; msica del Sur, clara en su armona simple y pura; msica que pueda silbarse, que es msica y no caos, como ese que tiene en el pecho; msica del ultimo da de la creacin, del da de reposo y alabanza del Seor; msica serena... "Dadme msica, msica, msica, ahora que llegu al puerto". La vivacidad es el amor postrero de Nietzsche, la medida suprema de todo; lo que da vivacidad y salud, es bueno, en el alimento, en el alma, en el aire, en el sol, en el paisaje y en la msica. Lo que nobilita y hace olvidar la gravedad y la tiniebla de la existencia y la fealdad de las verdades, es fuente de gracia. Por eso ama de tardo amor este arte que "hace fcil la vida" y es su mejor estimulante, porque la mayor bendicin del cielo para un espritu atormentado es la msica pura, libre y leve. Y ya no puede prescindir de la msica para disminuir los dolores de sus partos sangrientos. "sin msica la vida es slo fatiga y error". No podra un enfermo febricitante tender los labios secos y quemantes, en delirio sitibundo, de manera ms salvaje que Nietzsche en las ltimas crisis, hacia esa fuente fresca y clara que es la msica. "Tuvo alguna vez hombre alguno tanta sed de msica?" Y esa es su postrera salvacin, que le hace odiar a Wagner, con odio apocalptico, porque envenen la msica con afrodisacos y narcticos. Por eso Nietzsche sufre esos dolores en "el destino de la msica", como por una herida abierta. El solitario enorme ha negado a todos los dioses; desea conservar solamente ese nctar y esa ambrosa que refrescan su alma y la rejuvenecen, esa nica cosa que es la msica: "Arte y nada ms que arte... Tenemos el arte, para no morir a fuerza de verdad". Con la crispacin de ahogo, se aferra al arte, nica fuerza vital independiente de la fuerza de gravedad; al arte que es la nica cosa que alcanza a elevarse a su propio elemento La msica, invocada con tanta emocin, se inclina con bondad y acoge el cuerpo de Nietzche, cuando est por sumergirse. Todos han abandonado a ese ser que delira; hace tiempo que se desbandaron sus amigos; sus pensamientos corren sin cesar en peligrosas excursiones, nicamente la msica le acompaa en su ltima, en su sptima soledad. Todo lo que Nietzsche toca, se impregna de msica; si habla, su voz suena armoniosamente; solamente la msica eleva al que est por caer, y finalmente, cuando Nietzsche cae en el abismo, la msica

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vela su alma apagada. Overbeck, que entra en la habitacin, halla a Nietzche, cegada ya el alma, buscando despertar en el piano con mano que tiembla, nobles armonas, y mientras se llevan a su casa al pobre loco, ste va cantando melodas emocionantes, durante todo el viaje: va cantando La cancin del gondolero. La msica le sigue hasta las tenebrosas profundidades del alma: preside su vida y su muerte la fuerza diablica de la msica.

LA SPTIMA SOLEDAD El gran hombre es empujado, oprimido y torturado hasta su soledad. "Soledad, soledad, oh! patria ma". Este es el triste canto que surge del mundo helado del silencio. Zarathustra elabora su canto de la tarde, precursor de la ltima noche; el canto del regreso eterno a la patria. La soledad ha sido la posada normal, constante del viajero, su hogar sin calor, su techo de piedra. Nietzsche ha vivido en miles de ciudades diversas durante su peregrinacin espiritual; alguna vez intent huir de esa soledad, pasando a otro pas; pero ha vuelto siempre, herido, acabado, desengaado, como quien regresa a la patria. La soledad que fue la compaera de Nietzsche en sus mudanzas se ha modificado tambin a su turno, y cuando l la mira en la cara, se asusta, porque de tanto convivir la soledad ha tomado su parecido. Est dura, cruel y violenta, como l: parece haber aprendido a hacer dao y a agrandarse en el peligro. El la llama "su querida y vieja soledad", con frase cariosa; pero hace mucho ya que el nombre es inexacto, porque es ya aislamiento completo: es la sptima y ltima soledad. Eso ya no es estar solo, sino abandonado por completo. En torno del Nietzsche de los ltimos dos aos el vaco es terrible y el silencio torturante. Ni los eremitas del desierto han estado as, tan abandonados, porque aquellos fanticos tienen an su Dios, que llena con su luz o su obra toda la choza o la caverna. Nietzsche, al contrario, -"el asesino de Dios"- no tiene a nadie a su lado, ni a Dios... Cuanto ms se acerca a su YO, tanto ms se aleja del mundo. Camina y sigue caminando y cada vez ms vasto es el horizonte de su destierro. Generalmente los libros ms soIitarios ven aumentar silenciosa y paulatinamente el poder que ejercen sobre los hombres; por asombroso misterio atraen siempre ms a un grupo de hombres en la rbita de su esencia; en cambio la obra de Nietzsche ejerce un poder repulsivo;

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aleja de s a los amigos, a todos los amigos y se asla de la actualidad con empeo cada vez ms violento. Cada nuevo libro le hace perder una relacin; cada nueva obra le cuesta un amigo. Primeramente perdi a los fillogos, luego vio alejarse de l a Wagner y, finalmente, a sus compaeros de juventud. Termina por no hallar editores en Alemania; el trabajo de veinte aos, amontonado en un stano, pesa seis mil cuatrocientos kilogramos; se ve obligado a recurrir a su propio peculio, al dinero que procede de sus escasos ahorros o de los primeros anticipos sobre las primeras obras. Pero nadie compra sus obras y, cuando Nietzsche las regala, nadie las lee. De la cuarta parte de Zarathustra, impreso por su cuenta, slo tira cuarenta ejemplares: entre setenta millones de alemanes, no halla ms que siete a quienes enviar la obra, porque aun estando en el apogeo de su labor, es un ignorado en su tiempo. Nadie le otorga confianza, crdito o gratitud. Para no perder a su ltimo amigo de la juventud, Overbeck, se siente obligado a excusarse porque escribe: "Mi viejo amigo (hay en esta invocacin un gesto de ansiedad; vemos su faz contrada, sus manos extendidas, la figura de uno que ha sido golpeado y teme otros golpes), lee este libro mo de la primera a la ltima pgina, y no te turbes ni te sorprendas. Concede a mi obra toda tu benevolencia. Aun si el libro te resultara insoportable, hay detalles que no lo sern". As, con estas palabras, en l887, el espritu ms elevado del siglo ofrece a los contemporneos los libros ms elevados tambin de la poca y no halla nada ms heroico, que cantar loas a una amistad, porque nada pudo destruirla, "ni aun Zarathustra". Porque a tal grado haba llegado a hacerse insoportable la creacin de Nietzsche, para los que lo circundan. Tan intolerable que se ha vuelto! La distancia que media entre la genialidad y lo mediocre de su tiempo se ha hecho infranqueable; el vaco crece, pues, en torno suyo y el silencio aumenta cada vez ms. La ltima, la sptima soledad de Nietzsche se convierte por ese silencio en un verdadero infierno; el muro de acero del aislamiento le aplasta el cerebro. "Aparecido Zarathustra, grito de invocacin y llamada desde lo ms profundo del alma, no he odo una sola palabra de respuesta. Nada, nada! Siempre el mismo silencio de la soledad, mil veces ms dolorosa! Esto es mucho ms terrible de lo que pueda imaginarse, o de lo que hace sucumbir al ms firme", afirma como gimiendo y aade: "Y yo no soy el ms fuerte. Creo a veces que estoy herido de muerte". Lo que l pide y espera, no son aplausos, plcemes, glorificaciones; nada le agradara ms, por su carcter de luchador, que la lucha, la indignacin, el desprecio, la burla. "Para el arco tendido hasta romperse, cualquier sentimiento apasionado es placentero y favorable, mientras sea violento"; pero ni una sola contestacin ardiente, tibia o fra; ni una sola prueba que le d la sensacin de existir. Sus mismos amigos eluden contestar, y en su correspondencia evitan el tema, que les es penoso, para no expresar un juicio. Y esta herida le muerde cada vez ms fuerte; inflama su dignidad y su orgullo "la herida de no recibir respuesta" Y la herida

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emponzo su soledad, llenndole de fiebre". Largamente incubada, esa fiebre hace aicos los muros de la prisin y brota hirviendo. Auscultando los escritos o las cartas de Nietzsche de sus aos ltimos, se puede percibir netamente el latido violento y apurado de la sangre, por la monstruosa falta de presin del aire rarificado. El corazn de los escaladores de montaas y el de los aviadores han experimentado ese ritmo de martillo en unos pulmones sometidos a la ruda prueba; tambin la ltima correspondencia de Kleist tiene ese pulso, las vibraciones peligrosas y el zumbido de la caldera que est por explotar. En la apariencia tranquila de Nietzsche nace un rasgo de impaciencia: "Este silencio tan prolongado exaspera mi orgullo": Quiere una respuesta a cualquier precio. Incita y estimula al impresor con cartas y despachos telegrficos, para que edite rpidamente, como si la demora le perjudicara. No espera, como pens en un principio, que La Voluntad del poder, su obra ms importante, est concluida; mordido por la impaciencia, toma algunos fragmentos y los arroja con teas incendiarias en la vida de la poca. Ha desaparecido el "silencio de Alcin", sus obras se llenan de ayes de dolor reprimido; en ellas hay gritos de ira terriblemente irnica, exprimidos de su alma por el ltigo de la prisa; hay gruidos de mastn, con labios llenos de baba y con dientes blanqusimos. Por su orgullo atormentado, la indiferencia termina provocando a la poca y la hace reaccionar contra l en un alarido de rabia salvaje. Como un reto ms violento, comienza a narrar su vida en Ecce Homo, realizado con un cinismo tal que resulta histrico. Ningn libro se ha escrito con esta ansiedad, con este deseo tan afiebrado e impaciente por una contestacin, como los libelos finales de Nietzsche. Jerjes hizo golpear al mar rebelde e insensible con ltigos; Nietzsche, en locura parecida, quiere desafiar la indiferencia en que lo hunden, con los escorpiones de sus libros. En su urgente deseo de respuestas hay la inquietud, el temor espantoso de no poder vivir lo bastante para ver el xito. En cada golpe que da, se percibe claramente que le sigue un momento de pausa. Entonces se asoma fuera de s mismo, como para or el grito de sus vctimas. No hay gritos. Nadie se conmueve. Ni una sola respuesta sube a su soledad elevada de azul. El silencio es un crculo de hierro en torno de su garganta y no se rompe ni aun con el grito ms terrible que escapara de la garganta de un ser humano. Nietzsche lo comprende perfectamente: no hay dios que pueda ya librarle de la soledad suprema y de su tortura. Entonces una clera apocalptica asalta a Nietzsche. Cual Polifemo cegado, arroja de s trozos de montaa, que silban en el aire, y no se preocupa dnde caigan, y no teniendo a nadie que sufra a su lado, que sienta con l o como l, hace blanco en s mismo en dios. "No hemos de convertirnos en dioses, para ser dignos de la accin?" Ha volcado todos los altares y entonces se construye uno nuevo, el Ecce Homo, para celebrar en l su propio sacrificio, para ensalzarse, ya que nadie le ensalza, para jactarse, porque nadie le alaba.

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Acumula las grandes piedras del idioma; suenan golpes furiosos de martillo, como no hubo otros en el siglo; entona exaltado su canto fnebre lleno de xtasis, el pen de sus actos y de sus victorias. Comienza en tono crepuscular y alla en l la tempestad prxima; despus desgarran el aire las carcajadas de loco, malignas, siniestras, como la alegra de un desesperado que parte el alma: eso es su Ecce Homo. Cada vez se hace ms estridente su canto, ms violento; las carcajadas de loco, malignas, siniestras, como la alegra de casi transportado lejos de s mismo, alza sus manos y mueve ditirmbicamente sus pies. Empieza la danza, la danza en el borde del abismo, en que caer espantosamente.

LA DANZA EN EL BORDE DEL ABISMO Cuando mires mucho tiempo en el abismo, llegars a sentir casi que el abismo te mira a ti. Los meses del otoo de l888, los postreros en la vida creadora de Nietzsche, quedan como algo nico en la historia de la literatura. Es casi cierto que en perodo de tiempo tan breve no haya nunca pensado tanto una mente genial, ni lo haya hecho de manera tan intensa, continua, superlativa y radical; nunca seguramente un cerebro humano fue tan colmado de ideas, imgenes y msica, como el de Nietzsche, preparado a ello por el destino. No existe otro ejemplo en la historia de la produccin literaria, que pueda ostentar esta abundancia, esta exaltacin, este fantico furor de crear; nicamente muy cerca de l en el mismo ao. bajo las mismas estrellas, un pintor produce as, con una actividad que linda con la locura. En su jardn de Arls y en el asilo de alienados, Van Gogh trabaja pintando con esa rapidez, con esa pasin de luz y esa superabundancia creadora. No bien termina uno de sus cuadros incandescentes, su mgico pincel corre ya sobre otra tela, sin dudas, sin planes, sin reflexin tampoco. Crea como al dictado, con la lucidez y la clarividencia demonaca, en una sucesin continua de visiones que no se agotan. Los amigos que le han dejado ante el caballete una hora antes, se sorprenden al hallar terminada una segunda tela, mientras el artista con la mirada de fuego ya comienza la tercera. El demonio le tiene asido por la garganta y no le consiente ni el tiempo de respirar, indiferente si como jinete vertiginoso destroza el cuerpo afiebrado y jadeante que tiene debajo de s. As tambin crea Nietzsche, sin resuello, sin reposo, con una velocidad sin precedentes. Sus ltimas obras estn terminadas en diez, quince das, en tres semanas a lo sumo. Gestacin, creacin y elaboracin se funden en un solo perodo breve y brillante como un relmpago. No queda tiempo para incubar, para descansar, para investigar; nada de tanteos, de correcciones o

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rectificaciones: todo es perfecto y definitivo, ardiente y enfriado a un tiempo. Nunca un cerebro ha tenido tensin tan pareja, hasta en las ltimas vibraciones verbales; nunca las palabras se han unido a velocidad tan fantstica; la visin es contemporneamente palabra, la claridad es idea perfecta, y mager tan enorme plenitud, no queda un solo rastro de la violencia del esfuerzo. La creacin ya no es accin o trabajo; es solamente abandono a las potencias superiores. El alma vibrante no necesita ms que alzar la vista, que mira tan lejos, que "piensa tan lejos" y -como Hlderlin en su mpetu postrero de misticismo contemplativo- ve ya enormes trechos del pasado y del futuro, al alcance de su mano, en su claridad demonaca. No tiene ms que extender la mano ardiente y veloz para palparlos y, al tocarlos, se llenan de imgenes, de armonas, de vitalidad. Y el torrente de imgenes e ideas no se corta un solo instante en esas jornadas que realmente podramos decir napolenicas. El alma de Nietzsche est inundada de fuerza. elemental. "Zarathustra me ha asaltado". Con violenta sorpresa, se ve siempre sin armas frente a lo superior, como si en su espritu hubiese sido destruido algn dique de razn o defensa, por la corriente torrentosa que se abalanza sobre el impotente, sin voluntad ya. "Puede ser -dice Nietzsche extasiado al hablar de sus ltimos libros- que nunca se haya producido nada mediante un desborde tal de energas". Pero nunca se atreve a afirmar que esas energas que bullen en su interior y le destrozan, son energas propias. Por el contrario so siente inebriado. Humildemente, percibe que es slo "un portavoz de imperativos del ms all" y que se halla en poder de una fuerza superior y demonaca. Quin podra explicar o describir el milagro de inspiracin, los terrores, los estremecimientos del torbellino creador que sopla cinco meses sin cesar, cuando l mismo lo ha ilustrado ya con profunda gratitud, con la luminosa energa de lo que l viviera por s mismo? Para ello basta copiar solamente esta pgina, como l mismo la escribiera entre el centellear de los relmpagos: "A fines del siglo XIX, hay alguien que tenga una clara idea de lo que los poetas de las grandes edades llamaron inspiracin? Si no lo hubiera, os lo dir yo: Aun con el mnimo resto de supersticin, no sera posible, realmente, negar la creencia de ser nicamente una encarnacin, un portavoz, un mdium de fuerzas superiores: el concepto de revelacin, en el sentido de que imprevistamente, con finura y seguridad inefables, algo claramente audible y visible, algo que estremece y trastorna toda fibra del ser, describe simplemente el hecho. Se oye sin esfuerzo para or; se toma sin tenerlo que pedir; un pensamiento surge como el rayo, necesario; no hay la menor duda de darle estilo, y forma. Nunca me toc elegir. Un encantamiento, cuya tensin formidable se resuelve a menudo en torrente de lgrimas y donde el ritmo de la marcha ya se acelera, ya se retrasa; un estado enteramente fuera de s mismo, con la sensacin evidente de experimentar escalofros hasta la punta de los pies; una dicha profunda en la que lo ms doloroso y sombro no causa efectos de contraste, sino que parece indispensable, como color complementario de esa exuberancia de luz; un instinto de relaciones

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armnicas que abarcan vastos espacios en que las formas se desenvuelven. La necesidad de un ritmo vasto es como la medida de la fuerza de la inspiracin, contrapeso de la tensin, de la presin interiores... Todo ocurre ms all del dominio de la voluntad, en un desborde sentimental de liberacin, de absoluto, de energa, de divinidad. Lo ms tpico es la necesidad de la metfora, de la imagen; no se percibe lo que es imagen o metfora: ellas se presentan como la forma de expresin ms apropiada, justa y simple. Recordando una frase de Zarathustra, se podra decir realmente que objetos y cosas vienen solos a ofrecerse como metforas. ("Todas las cosas se ofrecen dciles en tu discurso, te acarician, te lisonjean; es que quieren mostrarse sobre tus hombros. Aqu cabalgas t mismo sobre cada parbola, marchando hacia la verdad. Aqu te surgen todas las palabras del ser y todos los misterios de esas palabras; el alma, todo tu ser, quieren convertirse en verbo, todo el porvenir quiere manifestarse por ti"). Esto es lo que yo s de la inspiracin. Habra que volver atrs miles de aos, para hallar a alguien que me pudiera decir: "Eso creo yo tambin". En este acento de vrtigo que resuena en esta suerte de himno glorificador de s mismo, los mdicos -yo lo se- ven un caso de euforia, el ltimo sentimiento de voluptuosidad del moribundo, como el estigma de la megalomana, esa exaltacin del YO tan caracterstica de las almas enfermizas. Sin embargo pregunto: Cundo se ha esculpido de esta manera, para la eternidad, con claridad tan cristalina, la ebriedad de crear? Porque se es el milagro especial e incomparable de las ltimas producciones de Nietzsche: un grado mximo de claridad, que acompaa como en los casos de sonambulismo el grado sumo de la embriaguez y ambas son sutiles como serpientes, en la fuerza sin freno de la orga casi bestial. Generalmente, los demonacos, aquellos que Dionisos embriaga en el alma, tienen labios pesados y palabra tenebrosa. Como en sueo, sus expresiones son confusas. Todos los que han contemplado el fondo de la sima, adquieren el verbo o el acento rfico, ptico, misterioso de un lenguaje ultraterrenal, para el cual nuestros sentidos tienen apenas un presentir asustado, en tanto que el espritu no alcanza a comprender. Nietzsche, sin embargo, es claro como un brillante, aun en la exaltacin, y su palabra sigue incisiva, dura y cortante hasta en la ebriedad. No ha habido por cierto otro que se asomara con tanta osada y calma al abismo de la locura, como lo hizo Nietzsche. Su estilo no es sombro y oscuro a fuerza de misterio, como el de Hlderlin y como el de todos los pticos y msticos; a la inversa, nunca fue ms claro y verdadero como en estos ltimos momentos, iluminado, puede decirse, por el misterio. Cierto es tambin que esa luz es muy peligrosa; posee el brillo enfermizo de un sol de medianoche, que se eleva teido de rojo sobre los campos de hielo; es una luz septentrional del alma, que en su magnificencia nica, hace temblar. No calienta: asusta; no deslumbra: mata. No arrastra a Nietzsche al abismo el ritmo oscuro del sentimiento como a Hlderlin; no lo arrastra un torrente de tristeza: Nietzsche se consume en su misma luz, como insolado por el astro demasiado brillante y luminoso, por una alegra incandescente e

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insoportable. La cada de Nietzsche es una muerte de luz, la quemazn del alma en su propio fuego. Hace mucho que arde su alma y brilla su exceso de luz; a veces l mismo se asusta, clarividente, por ese exceso que viene de arriba, y un poco de la salvaje alegra que hay en l: "La intensidad de mis sentimientos me hace estremecer y rer". Mas ya nada puede contener esa corriente de exaltacin, ese reflujo de ideas venidas del cielo como halcones y que aletean entre chllidos en su torno da y noche, constantemente, hasta que siente estallar las sienes. Por la noche halla alivio en el cloral, que le brinda un pasajero refugio en el sueo, contra el asalto tumultuoso de las visiones, pero sus nervios estn candentes, como hilos de metal. todo l se trueca en electricidad y luminosidad. en luz deslumbrante, llena de fulguraciones y llamaradas. Cabe llamar milagro el hecho de que en este remolino de inspiracin tan veloz, en ese torrente de pensamientos vertiginosos, pierda contacto con la tierra firme y, en pos de todos los demonios del alma que le arrastran, olvide quin es y no reconozca ya ni sus propios lmites' Hace mucho ya desde el instante en que percibi que obedeca a algo superior y no a s mismo- que su mano vacila en escribir su nombre al pie de sus escritos: Federico Nietzsche. Es que el nieto del pastor protestante de Naumburg comprende sordamente, que al cabo de tanto tiempo, ya no es l quien vive esa vida asombrosa, sino otro ser sin nombre an, una fuerza superior, un nuevo mrtir de la humanidad. Y as firma sus ltimos mensajes con nombres simblicos: El monstruo, El crucificado, El Anticristo, Dionisos. No firma con su nombre, porque comprende que en l obran fuerzas ultramundanas y en su concepto l mismo no es ya un hombre sino una potencia, una misin. "Ya no soy un hombre, soy dinamita", dice. "Soy un pasaje de la historia del mundo que divide en dos toda la historia de la humanidad", grita en el acceso de enajenacin, en pleno silencio atroz. Como Napolen, que frente a Mosc en llamas, frente al invierno infinito de Rusia, circundado por los restos miserables de su gran ejrcito, lanza todava las proclamas amenazadoras y grandiosas -grandiosas hasta el extremo del ridculo-, Nietzsche frente a ese Kremlin en llamas que es su cerebro, con los restos de sus pensamientos compone terribles libelos. Ordena al emperador alemn que venga a Roma, para ser ejecutado; invita a las potencias europeas a una campaa militar contra Alemania, que quisiera encerrar en una camisa de acero. Nunca furor demonaco tal se ha explayado tanto en el vaco; nunca una hybris ms esplndida ha llevado a un alma tan lejos de la tierra: Sus palabras son golpes de martillo contra la construccin del mundo; quiere que se modifique el calendario, para que cuente no ya desde el nacimiento de Cristo, sino desde la aparicin del Anticristo; pone su figura por sobre las ms altas de todos los tiempos. El delirio mental de Nietzsche supera al de todos los enfermos espirituales: reina en ello, como en todo, la exageracin, el exceso. No hubo en la tierra ser humano que haya sido inundado por tan vasta inspiracin

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creativa, como Nietzsche en ese otoo. "Nunca se escribi de tal modo, nunca se ha sentido as; nadie ha sufrido de esta manera, porque as sufre solamente un dios; un Dionisos"; estas palabras que dice al comienzo de su locura son terriblemente verdaderas. Esa pequea habitacin del cuarto piso y la gruta de Sils Mara cobijan a un tiempo a un enfermo de nervios y las ideas y las palabras ms grandes del siglo; el alma creadora se ha refugiado bajo ese techo ardiente de sol y desarrolla toda su plenitud en un pobre solitario, sin nombre, temeroso y perdido, mucho ms de lo que un hombre sabe soportar. En ese estrecho lugar, ahogado de inmensidad, el pobre espritu terreno, lleno de zozobra, vacila, duda y se tambalea, entre relmpagos e iluminaciones que le golpean. Como Hlderlin, espiritualmente ciego, siente que a su lado hay un dios de fuego, cuya mirada no puede sostener y cuyo aliento le abrasa. El pobre ser estremecido se levanta para mirarle a la cara y los pensamientos huyen en rpida incoherencia, porque el que siente, crea y sufre lo inefable. No es l mismo un Dios? No es l un nuevo dios del universo, si otro ha muerto? Quin es l? El crucificado? Un dios muerto o un dios vivo, el dios de su juventud, Dionisios o las dos cosas a un tiempo?... Sus pensamientos corren como un ro, la corriente hierve a fuerza de luz. Pero eso es luz? No es ms bien msica?... El pequeo cuarto de Va Alberto comienza a sonar, las esferas vibran, los cielos se transfiguran. Oh, qu msica! Las lgrimas le resbalan por el mentn, ardiendo. Oh, qu ternura, qu dicha! Qu inmensa claridad! En la calle all abajo todos le sonren, s, le sonren. Se levanta respetuosamente para saludar y la vendedora elige en su canasta las manzanas ms hermosas. Todos cortejan y reverencian al asesino de Dios, todo es alegra Por que? l lo sabe: porque ha llegado el Anticristo y todos allan: "Hosanna, hosanna". Todo canta, el mundo es msica y jbilo. Despus, todo enmudece. Algo ha cado. S, es l mismo que ha cado frente a su casa. Alguien le levanta. Est de nuevo en su cuarto. Ha dormido mucho? Todo es oscuridad... All est el piano. Msica, msica!... De repente hay muchos hombres en el cuarto. No est Overbeck?... Sin embargo, est en Basilea... Pero, l mismo, dnde est? Dnde?... No lo sabe, ya no lo sabe. Por qu miran todos tan inquietos, tan extraos?... Un vagn, un coche... Los rieles rechinan, como si quisieran cantar... S, estn cantando La cancin del gondolero... Y l comienza a cantar con los rieles, en medio de la oscuridad sin fin... Despus, cunto tiempo en un cuarto oscuro, lejos, en un cuarto siempre oscuro, siempre oscuro! No hay sol ya, no hay luz, ni adentro ni afuera. En algn lado, unos hombres hablan. Hay una mujer... Su hermana?... Ah! su hermana est lejos, muy lejos, en el pas de las Lamas. Una mujer le lee en voz alta un libro... Un libro?... El tambin ha escrito libros... Alguien le habla con suavidad, con dulzura, pero l no entiende lo que le dicen. El que ha sentido pasar por el alma semejante huracn, queda sordo para jams a las palabras del hombre... El que el demonio ha mirado tan hondamente en los ojos, queda siempre ciego, para siempre ciego...

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EL MAESTRO DE LA INDEPENDENCIA Ser grande es marcar rumbos. "Despus de la prxima guerra europea se me comprender". La frase proftica, se halla en uno de los ltimos escritos de Nietzsche. No se adivina el sentido exacto de las palabras de este genio, ni la fatalidad histrica que contienen, ms que en la tensin, en la incertidumbre y el peligro del cambio de siglo. Parece que este gran creador, sensible a los cambios atmosfricos, a un levsimo soplo de viento, cuyo nerviosismo se traduce en genialidad y sta en palabras, sintiera todo el peso mortal de Europa: el ms asombroso huracn espiritual precede al ms fantstico huracn de la historia. La mirada certera de Nietzsche ha visto llegar la crisis, mientras los dems se atontaban en palabras. l se da cuenta de la causa: la mana nacionalista de las almas y el emponzoamiento de la sangre, que asla en Europa a los pueblos como en cuarentena; el nacionalismo del rebao, sin otra idea que el pensamiento histrico egosta, mientras las energas naturales impulsan violentas a la unin futura. El anuncio de la catstrofe surge de sus labios llenos de ira, al ver los esfuerzos para perpetuar en Europa el sistema de los pequeos estados, para sostener una moral que responde slo a inters o negocios mezquinos: "esa situacin absurda no puede subsistir mucho", marca l con dedo de fuego en la pared; "la capa de hielo que nos sostiene, se ha adelgazado mucho: nos llega el aire tibio del deshielo". Es que nadie ha odo como l los crujidos del viejo edificio de Europa; nadie en tal poca de optimismo ha sabido gritar al continente, con tanta angustia, la invitacin a huir hacia la luz, para hallar refugio en una elevada libertad intelectual. Nadie ha presentido el acercarse de tiempos muertos, ni ha adivinado que en la crisis algo se preparaba a viva fuerza: slo hoy todos sabemos lo que l ya sabia en ese momento. Nietzsche medit mortalmente y vivi tambin mortalmente esa crisis por anticipado: all reside su grandeza y su heroicidad. La formidable tensin que atormentaba su alma y que lleg a destrozarle, le vinculaba a un elemento superior: era la fiebre de nuestro mundo antes de que el absceso reventara. Antes de todas las grandes revoluciones, antes de todas las grandes ruinas, siempre aparecen pjaros preanunciando la tempestad, como mensajeros del espritu. Hay una gran verdad en la oscura supersticin popular de que antes de las guerras o de los terremotos, aparece un cometa en el firmamento, un cometa de cola sangrienta y rastro tambin sangriento. Nietzsche fue uno de esos cometas, relmpago preanunciador, tumulto en la montaa, precursor del cicln. Nadie ha adivinado tan exactamente todos los detalles y toda la violencia del derrumbe telrico que se preparaba para nuestra cultura. Mas la tragedia eterna de las almas que viven en regiones de luz y meditacin, no logra comunicarse con la atmsfera densa, espesa, grave de su poca; el presente se queda siempre

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insensible, incomprensivo, si sobre l aparece el signo en el plano superior y mueve las alas profticas. Ni el genio ms grande en su momento ha sido lo suficientemente explcito y claro, para que se le comprendiera, como el Corredor de Maratn, que al finalizar jadeante la carrera sobre la distancia que le separaba de Atenas, no alcanz a anunciar la derrota persa ms que con un grito de exaltacin, pereciendo en el acto, vctima de una hemorragia. Nietzsche pudo nicamente anunciar el derrumbe de nuestra cultura. No pudo impedirla. Lanz el grito terrible y su alma se hizo pedazos. Creo que fue Burckhardt -el mejor lector de Nietzschequien ms acertadamente definiera a ste, diciendo que sus libros "aumentaron la independencia en el mundo". Hombre agudo y muy culto, se expres muy bien: dijo la independencia en el mundo y no del mundo. Porque la independencia no existe an ms que en el individuo singularmente: no sabe, porque no se deja, multiplicar por la masa, ni crece con los libros o la cultura. "No hay tiempos heroicos, sino hombres heroicos". Es siempre el individuo, el que lleva la independencia en el mundo, pero slo para l. Todo espritu libre es un Alejandro. como ste conquista reinos e imperios, pero carece de herederos y siempre un imperio libre cae en las garras de un Diadoco y de los administradores, los historigrafos, los escolsticos: todos esclavos de la letra. Por eso la enorme independencia de Nietzsche no nos da una doctrina, como quisieran los pedagogos, sino una atmsfera infinitamente clara, limpidsima, carga de la pasin del temperamento demonaco, que se suelta en ciclones devastadores. Al tomar contacto con sus libros, se respira aire puro, oxgeno elemental, sin presin, sin nieblas, sin densidad; a travs de ese panorama pico se ve lo ms alto del cielo y se siente la atmsfera nica, hecha para corazones robustos y almas libres. La libertad es el eterno objetivo de Nietzsche. El sentido de su vida es su propio derrumbe, y, como la naturaleza ha menester de las tormentas y de los huracanes, para libertar su exceso de energas, en sacudidas que comprometen su propia estabilidad, as el espritu necesita a menudo un demonaco, cuya mayor potencia se rebele contra el pensamiento en comn y la moral montona. Necesita quien destruya y a su vez se destruya. Pero, estos rebeldes heroicos no son por ello menos creadores de universos, que los silenciosos. Si unos demuestran plenitud vital, los otros nos comprueban su amplitud inaudita, porque slo gracias a los temperamentos trgicos comprendemos o percibimos, por lo menos, las simas del sentir. nicamente a travs de estos espritus inefables, sin medida, conoce la humanidad sus extremas medidas.

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