Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo
Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo
Tarkovsky Andrei - Esculpir en El Tiempo
Andrei Tarkovski
Esculpir en el tiempo
...
...
- En El espejo yo no quería hablar de mí mismo, sino de los sentimientos que tengo
frente a las personas que me son próximas, de mis relaciones con ellas, de mi perpetuo
sentimiento hacia ellas, pero también de mi fracaso y del sentimiento de culpa que por
ellas siento. Los acontecimientos que el protagonista recuerda -hasta su último detalle-
en el momento de su más grave crisis, esos acontecimientos le hacen sufrir, despiertan
en él nostalgia, inquietud.
Al leer una obra de teatro, se puede entender su sentido. Ese sentido, en cada una de las
puestas en escena, se puede interpretar de una manera diferente. La obra de teatro tiene,
desde el principio, un perfil propio. Por el contrario, de un guión no se desprende el
perfil de la futura película. El guión muere con la película; y aun cuando una película
extraiga sus diálogos de la literatura, el cine, en su esencia, no tiene una relación con la
literatura. Una obra de teatro se convierte en literatura, porque las ideas son caracteres
que expresan su esencia en diálogos. Y el diálogo es algo literario. En el cine, por el
contrario, el diálogo es sólo uno de los elementos de la estructura material.
Todo aquel que en un guión pretende hacer literatura, más tarde, en el proceso de
nacimiento de la película, por principio y de forma muy consecuente, tiene que
reelaborar su trabajo. La literatura ha de ser refundida hasta ser arte cinematográfico. Lo
que significa que deja de ser literatura una vez que la película está hecha. Cuando ésta
se ha rodado del todo, ya tan sólo queda lista para el montaje. Y a nadie se le ocurrirá
decir que eso es literatura. Se parece más, bien a la narración de lo que ha visto un
ciego.
...
Hay que esforzarse por neutralizar el color y evitar un efecto activo del color sobre el
espectador. Si el color como tal pasa a ser el aspecto dominante de la toma, entonces el
director y el director de fotografía están tomando prestados de la pintura métodos
eficaces para influir sobre el público. La recepción por parte del espectador de una
película corriente, profesionalmente digna, se parece mucho a la recepción de una
revista «profusamente ilustrada». Se está planteando el interrogante de las posibilidades
expresivas de una fotografía en color.
Quizá se debería neutralizar el efecto activo del color por medio de una combinación de
color con escenas monocromáticas, para reducir así el efecto de todo el espectro
cromático. Si la cámara, como se dice, fija sólo la vida real en el celuloide, ¿por qué,
casi siempre, le parece a uno que la película en colores es algo falso, escasamente
sincero? La explicación me parece que se halla en el hecho de que en el caso de una
reproducción mecánicamente exacta de los colores está ausente la posición del artista,
que éste ha perdido su papel configurador y, por ello, tiene que prescindir de la
posibilidad de elegir. La gama de colores tiene su propia lógica y el director ha perdido
la batuta si la ha dejado en manos del proceso técnico. Es prácticamente imposible
obtener una selección consciente que acentúe los elementos cromáticos del mundo real.
Y por muy extraño que nos parezca, aunque el mundo que nos rodea tiene color, la
película en blanco y negro reproduce su imagen con mayor cercanía a la verdad
psicológica, naturalista y poética, correspondiendo, por lo tanto, mejor a la naturaleza
de un arte que se basa en las características de la visión.
...
Andrei Tarkovski
Esculpir en el tiempo, 1984 (Ediciones Rialp
Justicia: a ocho años de la muerte del realizador soviético Andrei Tarkovski, la Filmoteca de la
Generalitat de Catalunya organizó a principios del mes de diciembre un ciclo retrospectivo que incluyó la
totalidad de su obra. Justicia, digo, porque, aun tratándose de uno de los corpus cinematográficos más
enigmáticos, cerrados y crípticos de la historia, éramos muchos quienes deseábamos ver restituida, en
toda su dimensión, la imagen de este creador que, por encima de clasificaciones (no es únicamente un
director «de culto»), despierta reacciones encontradas. A ello contribuyó un espléndido regalo: el estreno
absoluto en nuestro país del film La apisonadora y el violín, que es de hecho el trabajo de graduación de
Tarkosvki para la escuela V.G.I.K. de Moscú. En la sesión correspondiente a este estreno se contó con la
presencia de Larissa Tarkovski, quien contestó a las preguntas de los asistentes en un breve coloquio
previo a la proyección.
Antes de comentar sucintamente las películas expuestas, debo hacer mención de un hecho que me
sorprendió gratamente. Con respecto a reposiciones anteriores de fllms de Andrei Tarkovski, la afluencia
de público, y más concretamente de público joven (entre veinte y treinta años), sólo puede interpretarse
como un síntoma optimista de la salud de la cinefilia barcelonesa... a pesar de las dificultades para
cultivar esta afición en un entorno de sobras conocido por muchos lectores. Público, pues, de cine de
autor y dispuesto a soportar, en algún caso, largas colas para contemplar films rara vez accesibles.
Con Solaris (1973) consigue Tarkovski, desde mi punto de vista, alcanzar la cima de su estilo. Es una
inteligente y emocionante adaptación de la novela de Stanislaw Lem, de la que sabe captar perfectamente
su sentido alegórico. La trama de Solaris, encuadrada genéricamente en una ciencia-ficción (conciencia-
ficción, la han definido algunos acertadamente) muy lejana de cualquier tópico genérico, es en realidad la
aventura del hombre a través de su asunción de los límites del conocimiento, y de la necesidad de que
esos límites jamás puedan ser franqueados. La potencia expresiva de muchas secuencias de este film
irrepetible (la levitación en la biblioteca, el impresionante zoom retrospectivo final) sigue insuperada.
Sucede a este film El espejo (1974), la obra más críptica de su autor, en la que, dentro de un conjunto
difícil de sistematizar y dotar de sentido, destacan algunos movimientos de cámara de enorme impacto
(travelling alrededor de una mujer sentada en una- valla, o una cámara que desde el aire, sigue las
evoluciones de quienes circulan por un pasillo, en una idea deudora del Dreyer de La pasión de Juana de
Arco).
En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que de nuevo dos
personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente distinto de vivir «a través de»
o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer personaje, un hombre que ha abolido ya las
distancias entre vida y fe que trata de romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano
Erland Josephson, que da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo
autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su lenguaje, que
culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el protagonista atraviesa un largo
desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.
Sacrificio (1986), su última obra, es la más ambiciosa proyección de Tarkovski, puesta en funcionamiento
con capital francés y sueco y una fotografía de Sven Nykvist que nadie que haya contemplado puede
olvidar. En este film depura Tarkovski aún más su estilo, permitiéndose acercar al público, sin transgredir
su arte, la fuerza de un discurso cada vez más necesitado de recepción. El director apenas pudo revisar las
últimas etapas del montaje, pues su enfermedad, un cáncer, acabó con él antes de que acabara el año.
Cómo no emocionarse ante la historia, vuelta en imágenes, del actor que se ofrece a sí mismo en
sacrificio para salvar al mundo, cuando se piensa en que el artífice de esa historia tenía noticia de su
propio destino. Sacrificio cierra elocuentemente el bucle discursivo de una filmografía que, con sus
particularidades y dificultades insoslayables, se erige, sin discusión, como una de las más interesantes y
perturbadoras jamás rodadas.
En Italia rodaría Tarkovski Nostalghia, dominada por una fotografía sublime, en la que
de nuevo dos personajes se enfrentan, inevitablemente, a causa de su modo radicalmente
distinto de vivir «a través de» o «sin» la fe. La aparición de un determinante tercer
personaje, un hombre que ha abolido ya las distancias entre vida y fe que trata de
romper el protagonista, en encarnada por el actor bergmaniano Erland Josephson, que
da vida a un psicópata absolutamente creíble. Lejos de recrearse en un estilo
autocomplaciente, el director ruso llega cada vez más lejos en profundización de su
lenguaje, que culmina, en esta muestra, con la sobrecogedora secuencia en la que el
protagonista atraviesa un largo desecado con una vela encendida, rodada en tiempo real.
LARGOMETRAJES
MEDIOMETRAJE
LIBROS
DOCUMENTAL
Andrei Tarkovski nació el 4 de abril de 1932 en Zavraje, a orillas del río Volga y murió en París el 29 de
diciembre de 1986
1. La textura sensible del filme y la persuasión emocional de la obra de arte
Luis Buñuel fue uno de los realizadores preferidos de Tarkovski. era uno de los
cineastas de los que se sentía más próximo. Y explicaba así por qué:
Ya en 1964, el joven ruso de 32 años que se preparaba para realizar Andréi Rublev,
contaba a Buñuel entre sus maestros. Los siguientes extractos corresponden a una
entrevista publicada en la revista Cine Cubano de ese año:
[A. T., «La infancia dejada atrás», entrevista por E. Pineda Barnet, Cine Cubano (La
Habana)]
nº 22 (1964), pp. 31, 33-34.
4. A propósito de Nazarín
Y ello explicaba, como se ha dicho, el caso de Buñuel, una de cuyas obras analizó en
particular Tarkovski en los términos que siguen.:
Es evidente que si contemplamos un gran fresco desde muy cerca -escribió Tarkovski en
un libro-homenaje a Luis Buñuel, en 1979-, muchos de sus detalles pueden parecernos
hasta feos. Pero en toda gran composición, el detalle no es algo que se baste a sí mismo,
algo que represente o sintetice exhaustivamente el contenido total de la obra. Un fresco
ha de ser contemplado, sin duda, desde una cierta distancia. Y lo mismo sucede con una
película, que debe ser enjuiciada en su totalidad -tanto más, cuanto que una secuencia
aislada de una película es mucho más compleja, en términos emocionales, que el detalle
de un fresco-. En cierta ocasión, un crítico de cine estableció la siguiente fórmula:
«escena "n" = imagen n1 + n2 + n3 + ... + nn». Y en efecto, cualquier escena de una
película la percibimos como una secuencias de imágenes en una determinada unidad de
tiempo. Esa misma relación es de la que parte el director cinematográfico, cuando se
pone a trabajar.
El padre Nazarín es bueno sin medida, casi como Cristo, como el príncipe Mishkin o
como don Quijote. Y su bondad llega a ser un lugar común y la esperanza de todos
aquellos que están «cansados y afligidos». Cuando sale de la pequeña ciudad se le
pegan dos mujeres solitarias e infelices. Una -joven y bella- ha sido abandonada por su
amante; a la otra -una prostituta digna de lástima- , don Nazarín la había ocultado de la
policía. Más adelante, sin querer, Nazarín se convierte en esquirol y ocasión de un
derramamiento de sangre. Otro día, él y sus acompañantes atienden en un pueblo a unos
apestados, abandonados a su suerte por sus convecinos, arriesgándose sin miedo al
contagio. Las gentes se agolpan alrededor de él y solicitan su ayuda llenas de esperanza.
En otro pueblo se le pide que cure a un niño enfermo, porque las mujeres le tienen por
un santo. Poco a poco se va asustando de que se le venere de esa manera. No es un
santo, es sólo una buena persona. De modo totalmente forzoso, resulta cada vez más una
víctima de aquellos que desean recibir su ayuda. Un capricho del destino le lleva a la
cárcel, donde se ve rodeado de un grupo de presos que le hacen blanco de burlas. Hacia
el final de la película, la situación ha llegado a tal punto que cada vez se exigen de
Nazarín nuevos sacrificios y sufrimientos y que él, llevado de su modo de pensar
consecuente y rectilíneo, considera naturales. Pero el padre Nazarín está cansado. No
quiere sufrir más. No ve la interacción entre el bien y el mal, no quiere verla. Él ya no
puede renunciar a su modo de vida, aunque tampoco su alma asimila esas
contradicciones. La vida y los hombres le condenan al sufrimiento y a la soledad, pues
él no admite componendas. Al final, se convierte en un mártir. Esta analogía va
implícita en el simbólico final, y hace de la película una especie de parábola.
El autor da por supuesto que el espectador conoce el Evangelio. La escena final alude a
aquel pasaje en el que Jesús dice tener sed: «Cuando Jesús supo que todo estaba
consumado, para que se cumpliese la Escritura dijo: "tengo sed"».
Exhausto por el sol calcinante, hambriento y lacerado, Nazarín avanza a duras penas por
una polvorienta carretera bajo la vigilancia de un carabinero. En ese momento viene a
su encuentro una carreta de campesinos. Una mujer del pueblo lleva fruta al mercado.
El carabinero compra unas manzanas o naranjas; Nazarín no tiene dinero para comprar
él algunas, y se queda a un lado, con la mirada abatida. La mujer le pregunta al
carabinero por él, y éste le contesta que es un presidiario. Entonces la mujer coge una
piña de su carro y se la da a Nazarín. Don Nazarín se estremece y, profundamente
conmovido, comprende la situación. En ese momento, ve representado sensiblemente el
texto del Evangelio. Intenta negarse, pero la mujer insiste en entregarle la fruta.
Después de haber aceptado este símbolo del sufrimiento hasta el último aliento, sigue su
camino hacia su Gólgota por la polvorienta carretera, entre sordos golpes de tambor, con
una mirada trágicamente transfigurada.
"El bien es pasivo, el mal activo", dice Buñuel. Y nada más natural que eso: la película
se desarrolla en el México de un Porfirio Díaz. Si las experiencias personales del autor
le fuerzan a un final de un dramatismo tan intenso, ello no se le puede reprochar al
autor; porque son sus experiencias, una experiencias muy concretas y totalmente
objetivas. No es infrecuente que nosotros [en los países socialistas] critiquemos a los
artistas occidentales por su pesimismo. Pero ellos están en su derecho, y la importancia
de su trabajo no se debe medir solamente con arreglo a cuáles son sus convicciones o su
compromiso con la lucha [por el socialismo], sino que se debe ver también, y sobre
todo, en su actitud de crítica social. Incurriría en un grave error quien pensase que, tras
esa opinión del autor, no hay ninguna toma de posición; tanto más, cuanto que, en el
caso de Buñuel, sus ideas anticlericales y antiburguesas son no poco activas y
progresivas.
Sin embargo, un simbolismo de este tipo es para Buñuel una excepción. En una
entrevista, dijo una vez que no tenía una especial predilección por los símbolos, pero
que en su trabajo creativo le gustaba mucho emplear lo que él denominaba «falsos
símbolos». Se refería a esas imágenes de sus películas que, por más que tengan la forma
llamativa del símbolo, en el fondo únicamente poseen un significado emocional.
En esta película que comentamos, hay una conversación entre don Nazarín y las
mujeres que le acompañan, que es una de esas escenas en las que Buñuel emplea un
falso símbolo. Los compañeros de camino están sentados junto al fuego y conversan
entre sí. Nazarín ve delante de él un caracol, que va arrastrándose por el camino. Lo
coge en la mano y lo contempla durante un rato. El guión y el director han concebido la
escena de modo que la conversación se desarrolle paralelamente a la imagen del caracol,
pero sin relación alguna con ella. Y sin embargo, Buñuel nos ofrece la posibilidad de
contemplar con todo detalle una imagen ampliada del caracol. Este especial énfasis
dirige el interés del espectador sobre todo al objeto, y hace que el objeto (o el curso de
la acción) tome rasgos de un símbolo despojado de su significado.
Junto a otras muchas cosas, este especial tipo de mistificación activa tanto el interés
como el pensamiento del espectador. Al igual que a esos complicados símbolos se les
puede negar todo contenido de sentido, también se les puede atribuir, como es natural,
un significado de infinita profundidad, cuyo núcleo permanece cerrado, porque existen
infinitas posibilidades de interpretación. Esta inasibilidad es precisamente lo que
constituye el atractivo de los falsos símbolos tan característicos de la forma de dirigir de
Buñuel.
Dentro del modo de trabajar de Buñuel, vamos a fijar nuestra atención en los así
llamados «medios prohibidos», de los cuales -se dice una y otra vez- el director
abusaría. Nos encontramos ante una cuestión de sumo interés, también, y sobre todo,
porque últimamente estos medios están sometidos a una fuerte discusión, y de ninguna
manera es Buñuel el único que gusta de recurrir a ellos. En Nazarín tenemos la siguiente
escena: la prostituta a la que Nazarín, llevado de su compasión, acoge, despierta en la
cama que el protagonista le ha cedido. La mujer tiene fiebre. En una pelea callejera la
hirieron con un cuchillo. La sed le atormenta, pero en esa habitación no hay nadie que
pueda darle de beber. Entonces, la mujer se deja caer de la cama y se arrastra hasta un
jarro, que descubre vacío. Atormentada por la sed, acaba bebiendo de la palangana en la
que había sido lavada su herida.
Las mejores películas de Buñuel, como Nazarín, Los olvidados (México, 1950) o
Viridiana (España- México, 1961), dan buena muestra del valor cívico del artista y de
que los problemas que trata son de gran relevancia.
5. A propósito de Tristana
Sin embargo, Tarkovski, él mismo un gran artista, no se casaba con nadie. La siguiente
adaptación cinematográfica que Buñuel hiciera de una novela de Galdós le valió al
cineasta ruso un juicio muy distinto, que dejó anotado en su diario (18 de septiembre de
1970), en los siguientes términos:
Hoy he visto una película muy mala de Buñuel -no recuerdo el nombre; ah, sí: Tristana-,
acerca de una mujer a al que han amputado una pierna y que, de vez en cuando, sueña
con una campana en la que la cabeza de su marido ocupa el lugar del badajo.
Increíblemente vulgar. De vez en cuando, Buñuel se permite lapsos como éste.
Crítica y crítica: Andrei Tarkovski como acto puro y como presencia de la ausencia de la
excepción.
Ahora bien, todo eterno problema tiene su eterna solución, y esta es, como no
podía ser menos, un callejón sin salida, pero uno muy largo, muy largo, muy largo, tan
largo que parece realmente un camino abierto, e incluso el único camino que queda
abierto. Esta es, justamente, la forma de un problema filosófico. En este caso, el
problema tomaría la forma de una pregunta por la autenticidad, es decir, justamente por
el criterio que en el círculo crítico-cinenematográfico quedaba sin problematizar. Por
ahí se escaparía de la órbita de ese giro. Así se pondría en marcha algo así como una
crítica cinematográfica a un nivel superior, a un nivel superior y con herramientas
propiamente filosóficas, para preguntar acerca de qué es eso de la autenticidad, y para
responder que eso no puede ser otra cosa que la verdad, la bondad, la unidad (y en el
peor de los casos, la belleza), ya sea como tales, o como meras máscaras de la ficción, la
moral cristiano-burguesa, la diferencia (y, en el mejor de los casos, el gusto dominante).
Dependiendo del criterio que se emplee para diferenciar lo auténticamente auténtico de
la —digamos— autenticidad frustrada, acabaremos orbitando alrededor de la noción de
sentido, de la noción de libertad, de la noción de sensibilidad (o dicho con otras
palabras, de la noción de Dios, de la de alma, o de la de mundo). Si por el contrario
renunciamos al uso de un criterio para identificar lo auténticamente auténtico de lo que
no lo es, tendremos que considerarlo todo auténticamente auténtico, o todo como una u
otra autenticidad frustrada. Pero entonces comenzaremos a girar en una órbita, todavía
más alejada —la órbita, ya casi, de un cometa—, alrededor de la noción de sentido del
sentido, de liberación de la libertad, o de mundaneidad del mundo (o dicho de otra
manera: Ser, lenguaje, cuerpo)... etc.
“Yo no dirigí ningún “mensaje” a la Rusia actual, ni lo haré nunca, porque no soy un
profeta. Tan sólo soy un hombre a quien Dios le ha dado la posibilidad de ser poeta: de
poder decir una plegaria, de una manera distinta a la utilizable por los fieles en una
catedral” [5] .
En efecto en Andrei Tarkovski no hay diferencia entre Ser, lenguaje, y cuerpo. Todo el
mundo lo sabe. Tarkovski es, no existiendo, sino haciendo ser al lenguaje en unos
cuerpos que no son cuerpos y que sin embargo son y son de tal manera que en ellos es el
lenguaje el que es, y los cuerpos se dicen sin que ese decirlos sea un hacerlos ser sino un
darse cuenta de su haber sido siempre ya como diciéndonoslo, como diciéndose. Por eso
no hay ahí diferencia entre el significante, el significado, y el sentido, y no hay lugar
para hablar de ningún “mensaje”, sino de la Revelación.
Andrei Tarkovski no puede ser interpretado ni como crítico ni como cineasta, porque no
es ninguna de las dos cosas. Él es el cine siendo la crítica y es la crítica siendo el cine.
Es la cinefanía crítica y la críticafanía cinematográfica. Andrei Tarkovski es un acto
puro.
Por eso, sólo adoptando la perspectiva de Andrei Tarkovski (cosa que nosotros los
hombres que no somos Andrei Tarkovski sólo podemos hacer de vez en cuando: viendo
sus películas), nosotros —los seres afectados de potencia— reconocemos la primacía
del acto sobre ella, la anterioridad del acto respecto de la potencia, pero también la
necesidad de que la potencia secunde al acto, de que los planetas sigan girando
alrededor de sus órbitas y los filósofos alrededor de las suyas.
3. Andrei Tarkovski como la excepción que confirma las reglas (del juego).
“¿Cuál era el tema principal que debía resonar en Stalker? Dicho en términos muy
generales: ¿cuál es en verdad el valor de una persona y con qué tipo de persona nos
encontramos cuando está sufriendo la pérdida de su dignidad? Me permito recordar que
la meta de las personas que en esta película se encaminan hacia la zona es una
habitación donde se cumplirán sus más secretas aspiraciones. Mientras atraviesan el
curioso territorio de la zona, rumbo a esa habitación, Stalker narra al escritor y al sabio
la historia, real o legendaria, de Dikoobras, que llegó a aquel lugar ansiado pidiendo que
su hermano, de cuya muerte él era culpable, volviera a recobrar la vida. Pero cuando
Dikoobras volvió de la «habitación», se encontró repentinamente enriquecido. La zona
le había regalado su verdadero deseo íntimo, y no aquello que había pretendido desear.
Por eso, Dikoobras se ahorcó” [6] .
Ahora bien, como suele suceder en estos casos, cuando se dicen estas cosas, no se puede
evitar la sensación de haber puesto en el fondo de ese callejón sin salida muy, muy, muy
largo, solamente una imagen hipertrofiada de aquello mismo que había en el punto de
partida, de haber puesto al final de esa perspectiva una versión unidimensional del
paisaje mismo que se retrata y que actúa de esa manera como punto de fuga de la
misma, dando un volumen a lo que es sólo un único plano. Ese único plano que, a través
de esas reconstrucciones trata de organizarse teleológicamente, y que constituye en
realidad una única superficie en la que se organizan topológica y no teleológicamente
los elementos, no puede denominarse, en todo caso, sino como Andrei Tarkovski.
Bien, todo eso es posible porque Andrei Tarkovski nació, creció —probablemente
incluso se multiplico— y vivió entre nosotros (o entre otros más afortunados que
nosotros). Porque hizo siete películas entre 1962 y 1986. Porque esas siete películas
fueron consideradas por los hombres como otros tantos pecados, y por ellas hubo de
sufrir el destierro y la injusticia, y, finalmente, la muerte —muerto de nostalgia por un
reino que no era de este mundo, y ofreciendo su vida y sus obras (ya muy enfermo)
como un sacrificio para intentar salvar a los hombres—. Todos estos hechos explican,
ciertamente, porqué en sus películas hay estos y aquellos planos, tienen estos o aquellos
títulos, y se ruedan en estos o en aquellos años (y ganan o no un premio en el festival
de Cannes en estas o aquellas ediciones). Pero ¿qué es lo que explica que, después de
muerto, Andrei Tarkovski resucitase, y ascendiese a los cielos al tercer día, y se sentase
allí a la derecha del Padre, rodeado de todos los demás, y que, todavía hoy nos siga
enseñado el camino de la salvación y conduciéndonos, como un guía, a través de esa
zona llena de peligros hasta las puertas mismas del cielo?
Quizás los cineastas y los críticos puedan a estas alturas no creer en Dios, pero no tienen
más remedio —incluso los más insensatos de ellos— que creer en Andrei Tarkovski.
¿Por qué los directores de cine hacen películas en lugar de construir locomotoras? ¿Por
qué a ningún director de cine se le ha ocurrido construir una locomotora y arrollar con
ella a todos sus espectadores, cuando realmente está tan claro que es eso lo que
“originariamente” quiere? ¿Si de lo que se trata es de conseguir “un realismo integral,
un cine identificado totalmente con lo real en su sentido más físico: lograr en la pantalla
una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la realidad misma”, hasta el punto de que
“se anula el doble” y “si seguimos hasta sus últimas consecuencias el principio de
identidad de los indiscernibles”, no se podría llamar, entonces, a ese doble tan realista
“locomotora de vapor”? ¿Hay algo más “integral”, más “identificado totalmente con lo
real”, más “físico”, más “objetivo”, más “sensorial” y más “inmediato” que arrollar con
una locomotora a los espectadores de una sala de cine? ¿Acaso no es la diferencia entre
arrollar a los espectadores con una locomotora en una sala de cine y arrollar a los
espectadores con una locomotora en una sala de cine “indiscernible”? ¿Por qué razón
los vanguardistas rusos no fueron capaces de comprender esto y se complicaron la vida
con teorías acerca del montaje y el movimiento en lugar de subirse en una locomotora y
arrollar “inmediatamente”, “físicamente” y “objetivamente” a los burgueses con ella,
llevando a cabo así un auténtico acto revolucionario en lugar de acabar haciendo esas
cosas que no entendía nadie y que resultaban casi “indiscernibles” del arte burgués-anti-
burgués de las vanguardias occidentales?
Quizás todas estas paradojas sólo se puedan explicar examinando el asunto desde el
punto de vista del “espectador”, de la “historia del espectador”, como lo hace el artículo
de Víctor Cadenas de Gea titulado «Identificación y especificidad. El cine de Andrei
Tarkovski», de algunas de cuyas precisas expresiones nos hemos servido y nos
seguiremos —si se nos permite— sirviendo —sin que esto signifique, desde luego, que
queramos comprometer al autor de dicho artículo con el uso que hacemos aquí de ellas
—.
“El primer espectador no concibe, desde un punto de vista anímico, lo que ve como
imagen sino como cosa; no como representación de algo, sino como ese mismo algo”, y
“este hecho es esencial en el cine y se mantendrá casi intacto a lo largo de su historia”.
Pero son las limitaciones técnicas las que impiden que esa “emoción primigenia”
sobreviva, las que impiden que ese “hecho esencial” se mantenga intacto, y que esa
“identificación” física entre la representación y lo representado siga haciéndolos
“indiscernibles”: “El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es,
paradójicamente, en los Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo
después, el espectador tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había
participado y los creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban
su quehacer hacia otros derroteros (...) El cine fantástico nace motivado por una
carencia técnica, carencia que hace ver a los pioneros la imposibilidad de realización del
realismo integral al que estaba destinado en un primer momento el cine”.
En resumen: no sólo los directores de cine quieren que las representaciones sean
indiscernibles de las realidades sino también los espectadores. Los directores quieren
arrollar a la gente con una locomotora, pero son técnicamente incapaces de hacerlo,
mientras que los espectadores quieren ser arrollados por una locomotora, pero son
psicológicamente incapaces de conseguirlo y no pueden conseguir que su neurosis sea
tan aguda que consiga que la mera contemplación de una película les arrolle
“físicamente”. No nos engañemos. Todos (cineastas y espectadores) queremos que
nuestras representaciones sean las cosas mismas —como lo son para Dios, a cuya
imagen, al fin y al cabo estamos hechos—, y realmente todos (espectadores y cineastas)
creemos que el conseguirlo es sólo un problema técnico o psíquico. Pero como —aún—
no somos ni técnica- ni psíquicamente capaces de conseguirlo, estamos dispuestos a
“suspender nuestra incredulidad” y a tomar esa “casi” realidad que nos presentan
nuestras representaciones “como si” fuese una auténtica realidad en lugar de tomarla por
lo que “originariamente” es: por una mera “ficción”, por una “alucinación neurótica”
más o menos grave —el subrayado de todas estas expresiones es nuestro—.
Los directores de cine no arrollan a sus espectadores con una locomotora, no porque no
quieran, sino porque no pueden. Los espectadores, por su parte, no consiguen ser
arrollados en una sala de cine por una locomotora por que no están lo bastante locos.
Por eso no podemos realizar el “ideal mítico” de crear originales en lugar de copias
(representaciones que sean las cosas mismas). Esto desemboca en el desarrollo de la
“especificidad del cine”, en el desarrollo de un género de representación
específicamente surgido de este conflicto que es el que caracteriza a la subjetividad
moderna (tal y como el artículo de Víctor Cadenas de Gea ha sabido mostrar
perfectamente) y que se hace manifiesta de manera paradigmática, precisamente en la
relación de esta subjetividad con las artes, y en especial con la imagen cinematográfica
(tal y como el famoso artículo de Walter Benjamin La obra de arte en la época de su
reproductibilidad técnica mostraba también perfectamente). La “especificidad
cinematográfica” consiste, en —tener que— desarrollar tácticas específicamente
psicológicas para arrollar a los espectadores psicológicamente, de manera “ficticia” y
“fantástica”. Consiste en —diríamos— diseñar una locomotora específicamente
cinematográfica, como por ejemplo Octubre de Sergei Eisenstein: un artefacto técnico
capaz de “conmocionar emocionalmente al espectador”, de arrastrarle mediante el
movimiento irresistible del montaje de los planos hasta “una determinada idea colectiva
adscrita a la revolución comunista” o hacia una determinada idea colectiva adscrita a la
revolución nacional-socialista (pensemos en Él triunfo de la voluntad de Leni
Riefenstahl), o a cualquier otra locura o “alucinación neurótica” (más o menos aguda)
semejante; es decir, a cualquier “determinada idea colectiva adscrita a una revolución”
cualquiera.
Este es justamente el obstáculo que Andrei Tarkovski habría logrado superar. Andrei
Tarkovski habría desarrollado una “técnica” “psíquica” más refinada, capaz de arrollar
tanto los prejuicios burgueses de sus espectadores como aquello que habría aún en ellos
de “adoctrinable” y de acceder a la “espiritualidad del espectador”. La “libertad
creativa” de Andrei Tarkovski habría resuelto de una manera —digamos— “libre”, o
más correctamente: “íntima” (“íntima” en el sentido de no basarse en una determinada
“técnica” —ni física (como la fabricación de locomotoras) ni psicológica (como el
montaje)— sino en ser “la intimidad que gobierna la evolución del metraje”, la que se
dirige a “la intimidad del receptor”, habría salvado —decíamos— las aparentemente
“insalvables” e “inmensas” dificultades técnicas, y habría logrado así realizar la
aspiración a la totalidad del cine total de la manera más total posible (es decir, dentro de
las limitaciones específicas de la especificidad cinematográfica); no ya a través de
herramientas “psíquicas” sino “espirituales”: “Su estética entronca con algo anterior a la
revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente
moral”. Es decir: Andrei Tarkovski habría desarrollado una especie de locomotora
filosófica o espiritual, en lugar de psíquica, capaz de transmitirnos una determinada —
digamos— idea individual adscrita a la revolución del alma, a la revolución moral (a
una determinada revolución moral, que en su caso es la cristiana, pero que podría ser
cualquier otra).
Con ese artefacto Andrei Tarkovski podría arrollar todo lo arrollable hasta dejar, tan sólo
la “temporalidad de la conciencia” representada —o más bien des-arrollada— en unas
“imágenes-mónadas” cuya carencia de una segunda articulación sería capaz de mostrar
efectivamente “el tiempo de la vida subjetiva”, y con ello “la vida del hombre”.
Ciertamente, ¿qué es la vida del hombre desde el momento en que es técnicamente
incapaz de crear el mundo y tan sólo puede representárselo mediante una ficción que
sólo suspendiendo —neuróticamente— su incredulidad puede tomar por realidad, sino
una sucesión de imágenes-mónada des-arrollandose en una conciencia e intentando
constituirse en una determinada representación del todo sin conseguirlo sino
confusamente, y convirtiéndose así en una mera perspectiva?
Y esto es lo que nos muestra perfectamente Andrei Tarkovski: que la vida humana no
tiene ningún sentido. Y eso es lo que claramente se desprende del hecho de que sus
películas no tengan ningún sentido, de que sus películas no sean sino un refinadísimo
fracaso de su intento de arrollarnos con una locomotora, como resulta palmario a
cualquiera que haya visto una de sus películas y haya podido seguir viviendo, como
resulta evidente para cualquier “espectador” de sus películas; puesto que es eso,
justamente, lo que diría cualquier “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski —
en el supuesto caso de que pudieran tener alguno—. Es eso lo que tendría que decir
cualquiera en tanto que “espectador” de las películas de Andrei Tarkovski.
Otro problema distinto es lo que habría que decir de las películas de Andrei Tarkovski
como crítico y no como “espectador” de las mismas. ¿Cómo podría explicar un crítico
el hecho paradójico de que, en general, los directores de cine no fabriquen locomotoras,
o más bien, el hecho de que sean un desastre fabricándolas y las acaben fabricando muy
mal, que acaben fabricando unas locomotoras que no son capaces de arrollar nada y que
incluso acaban des-arrollando aquello que querían arrollar?
Bien, ciertamente, un crítico —al menos si se atuviera a una noción de crítica más o
menos tradicional como la desarrollada por Kant— tendría que partir de la
consideración de que lo “originario” no es nuestro deseo de que nuestras
representaciones sean las cosas mismas —ni siquiera en el caso de que eso sea
“históricamente” lo primero, de que sea eso lo que nos ha “configurado históricamente”
como unos “espectadores” [10] — sino que lo originario estaría en esa separación, en
ese abismo, en la distancia entre las cosas y las representaciones, entre las cosas mismas
y los fenómenos, entre las sensaciones y los conceptos. Para un crítico esta diferencia
(la que hay entre lo —digamos— físico y lo —digamos— psíquico, o entre lo sensible y
lo inteligible) no sería una mera diferencia de grado (de —digamos— grado de
neurosis), sino una diferencia irreductible. Habría entonces —por decirlo así— una
anfibología fundamental en el concepto de “locomotora”, cuyo sentido sería distinto
según la usásemos en el plano de la física (para referirnos, por ejemplo, a aquellas cosas
que se mueven a mucha velocidad, que se mueven como locas, y son capaces de
arrollarnos físicamente, y que llamaríamos “locomotoras a vapor”) o en el terreno de lo
psíquico (y usásemos el concepto para referirnos a aquellas otras cosas que también se
mueven a mucha velocidad —24 fotogramas por segundo— pero que en todo caso sólo
son capaces de arrollarnos “psíquicamente” —por muy pequeña que parezca la
diferencia—; y a las cuales haríamos bien en llamar: “películas sobre locomotoras a
vapor”—. Pero para un crítico no sólo habría que reconocer necesariamente esa
diferencia entre el plano de la representación y el plano de la realidad, y no sólo sería
esa diferencia irreductible, sino que esa diferencia sería incluso buena... Pensemos que
esto significaría que tendríamos que considerar deseable aquella “carencia técnica
insalvable” que nos impide crear el mundo e incluso aquella incapacidad psicológica
nuestra de acabar de creernos nuestras propias alucinaciones neuróticas y ser, al menos,
unos paranoicos consecuentes. La —digamos— “inmensa” perversidad del crítico al
querer sostener la bondad de estas cosas le llevaría a tener que recurrir a modelos de
fundamentación de tipo teleológico o estructural e incluso hermenéutico (como los que
se apuntaban en el texto que precede a este apéndice) cuya fragilidad teórica se
mostraría en el carácter ridículo que no pueden dejar de presentar a nuestros ojos
cuando se presentan esquemáticamente, y que requerirían un despliegue tan grande de
matizaciones y explicaciones para que alguien pueda llegar a tomárselas en serio que
uno simplemente se diluye en ellas, se muere de aburrimiento y de desidia antes de
haber podido llegar a conseguir entender qué demonios era eso del Dasein, si era el
“ser-ahí” o era el “ahí-ser”.
En efecto, las limitaciones técnicas que el cine puso en sus “orígenes” de manifiesto y
que impidieron en su momento arrollar a los espectadores, o más bien, la ceguera de los
propios cineastas que no supo dar con una fórmula efectiva para arrollar a los
espectadores cómodamente mientras estaban sentados en sus butacas [11] , hizo
necesario perseguirlos por toda Europa para intentar acabar con ellos, es decir, hizo
necesario inventar ese medio artístico que sí consiguió culminar las expectativas de los
pioneros del cinematógrafo de un “cine total” superando sus limitaciones “específicas”,
y cumplir su “ideal mítico”: la “Gran Guerra”. La Gran Guerra consiguió causar en los
espectadores de una manera —esta vez sí— “física”, “objetiva” e “inmediata” —con
una inversión técnica realmente grandiosa, pero relativamente rápida—, la sensación de
ser arrollados por una locomotora. Así, desde 1916 la “Gran Berta” —un enorme cañón
instalado sobre un vagón de ferrocarril— disparaba proyectiles de 100 Kg. sobre los
espectadores Alemanes, pero carecía aún de la suficiente movilidad como para
arrollarlos, sin embargo en 1918 los ingenieros ingleses desarrollaron los primeros
tanques. Con ellos el problema técnico de producir la sensación de ser “físicamente”,
“inmediatamente”, “indiscerniblemente” arrollado por una locomotora quedó resuelto.
En general, el desarrollo entre 1914 y 1945 de ese “gran” medio artístico que podríamos
llamar la “Gran Guerra” consiguió arrollar de una manera mucho más efectiva que la
manera específicamente cinematográfica, tanto los prejuicios de la psicología burguesa
como, en general, cualquier resto de cualquier “idea colectiva adscrita a una revolución”
cualquiera, e incluso cualquier resto de cualquier idea cualquiera. Lo que quedó es,
justamente aquello que podemos ver en el film La infancia de Iván (de Andrei
Tarkovski) : “Iván está loco, es un monstruo; es un pequeño héroe; en verdad es la más
inocente y conmovedora víctima de la guerra: ese muchacho, al que no es posible dejar
de amar, ha sido forjado por la violencia, la ha interiorizado. Los nazis lo han matado
cuando han matado a su padre y aniquilado a los habitantes de su pueblo. No obstante
vive. Pero, en otro lado, en ese instante irremediable donde ha visto caer a su prójimo.
Yo mismo he visto a ciertos jóvenes argelinos alucinados, modelados por las matanzas.
Para ellos no había ninguna diferencia entre la pesadilla de la vigilia y las pesadillas
nocturnas. Los habían matado, querían matar y hacerse matar” [12] . Esto es lo único
que ha quedado, lo que pasa es que, de ninguna manera podemos verlo como
“espectadores”, de ninguna forma podemos “identificarnos” con ello; sólo podemos
entenderlo como críticos, pero entonces ¿Qué diferencia era ésa que había entre “ahí-
ser” y “ser-ahí”?
* Juan Jesús Rodríguez Fraile es becario del Ministerio y está realizando la tesis en la
Facultad de Filosofía UCM.
[1] Declaraciones de Andrei Tarkovski en la conferencia de prensa dada a propósito de
“Nostalghia” en el Festival de Cannes, 1983.
[2] Pongamos, por ejemplo, “Dogma 1995” de Lars von Triers.
[3] Lars von Triers, por ejemplo, filma “Los idiotas” —significativo título para una
crítica de la crítica—.
[4] Woody Allen dirige, por ejemplo, ”Deconstruyendo a Harry”, y en uno de los
círculos de su infierno sitúa al crítico.
[5] Entrevista de Laurence Cossé a Andrei Tarkovski. “France Culture”, 7-1-1986.
[6] TARKOVSKI, A. Esculpir en el tiempo. Madrid, Rialp, 1991, p. 220.
[7] Durante todos esos años Andrei Tarkovski dirige sólo siete películas: La infancia de
Iván (1962), Andrei Rublev (1966). Solaris (1972). El espejo (1974), Stalker (1979),
Nostalghia (1983), y Sacrificio (1986).
[8] La necesidad relativa pero no por ello menos necesaria dadas unas ciertas
condiciones como son las condiciones que denominamos habitualmente Andrei
Tarkovski.
[9] Y que precisamente por eso no podía aparecer sino como enteramente arbitrario.
[10] O como “espectadores” de un determinado tipo o de otro; o bien como
espectadores de un tipo de espectáculo o de otro, o incluso como espectadores de ese
cierto tipo de espectáculo que podríamos llamar —con Kant— la metafísica.
[11] ¿Por qué no se le ocurrió a nadie construir una cámara cinematográfica
técnicamente más evolucionada que produjese locomotoras a vapor, una cámara de cine
que fuese “indiscernible” de la fábrica de locomotoras que se encontraba en las afueras
de París, y una sala de cine que fuera “indiscernible” de una estación de ferrocarril de
Moscú? ¿Cómo no se le ocurrió eso (que no es, ni más ni menos, que inventar el cine)
ni al “gran André Bazin”?
[12] Jean-Paul Sartre, carta dirigida a Alicata (director del periódico italiano Unitá)
acerca de un artículo publicado en ese periódico sobre la película de Andrei Tarkovski
La infancia de Iván. La carta apareció después en ese mismo periódico el 9 de octubre
de 1963, y posteriormente en Les Lettres Françaises (1 de enero de 1964). La traducción
castellana (de J. Martínez Alinari) se encuentra en: Jean-Paul Sartre, Problemas del
marxismo, Losada, Buenos Aires, 1964, y también en la Revista de Occidente nº 175
(diciembre 1995) p.p. 21-30.
Se nos muestra como un rectángulo que parece ocultarnos tal completud. No nos enseña
más que una parte del acontecimiento. A diferencia del teatro o la pintura, la impresión
que provoca el cine es la de la ausencia de un fuera de campo: todo continúa al otro
lado, a izquierda y derecha de la tela blanca, aunque nosotros no veamos más que lo
acotado por ésta.
En cualquier caso es, para nosotros, sorprendente la vivencia experimentada por los
primeros espectadores ante la llegada del tren. Resulta difícil de creer y por varias
razones. En primer lugar no era, ni mucho menos, la primera vez que se experimentaba
la imagen en movimiento. Hay pioneros en este campo antes que los hermanos
Lumière; piénsese por ejemplo en Marey o en las secuencias fotográficas de Muybridge.
En segundo lugar, la cámara no está posicionada sobre las vías, lo cual incrementaría
coherentemente el terror de creer que el tren arrasa la sala, sino que está situada tal y
como cualquiera se coloca a la llegada de un ferrocarril en la estación, esto es, en el
andén. En tercer lugar, lo rudimentario de la imagen que, aun cuando la
contempláramos hoy sin los estragos que cien años han marcado sobre ella, es una
imagen de blancos y negros, acelerada y altamente granulada, muy diferente de nuestra
percepción habitual. Quizá, en esa primera sala de cine, palpitara un deseo colectivo de
querer aceptar la representación como realidad; quizá dominara las mentes un
superlativo aplazamiento de la incredulidad, aspecto éste que, con variantes accidentales
pero no esenciales, nos sigue definiendo como espectadores.[2] Pero demos un paso
más, pues tanto los pioneros como los espectadores tenían clara conciencia tanto de ese
deseo de identificación como de esas tres objeciones. La técnica que se maneja refleja
una carencia insalvable, algo que frenaba las aspiraciones perseguidas. Estas
aspiraciones presiden buena parte de las técnicas de reproducción de lo real del pasado
siglo, desde la fotografía al fonógrafo. En el caso del cine, se pretende una técnica capaz
de lograr un realismo integral, un cine identificado totalmente con lo real en su sentido
más físico: lograr en la pantalla una presencia objetiva, sensorial, inmediata de la
realidad misma.
Este anhelo de los creadores se suele conocer bajo la etiqueta de el mito del cine total y
numerosos autores se alimentaron de ella (Marey, Poulaille, Nadar, etc.).
Pero este ideal había de enfrentarse con una técnica que en buena medida lo
imposibilitaba. Lo científico-técnico en que descansa el cinematógrafo, lejos de permitir
la realización de tal idea mítica, la impedía. Esto fue lo que llevó a decir al gran André
Bazin, bastante tiempo después, que el cine, tal y como había sido gestado en la mente
de sus creadores, no ha sido inventado todavía. Algo que, por otra parte, podríamos
seguir suscribiendo hoy en día.
El lugar donde más se ha acercado el cine a su ideal mítico es, paradójicamente, en los
Lumière y en esas primeras proyecciones. Muy poco tiempo después, el espectador
tomaba conciencia de la alucinación colectiva en la que había participado y los
creadores, renunciando a una identificación física pavorosa, derivaban su quehacer
hacia otros derroteros. Este desplazamiento resulta en un primer momento intrigante
pero es comprensible si seguimos hasta sus últimas consecuencias este
desacompasamiento entre el ideal y la técnica. En efecto, si la pretensión genética era la
de lograr un cine identificado físicamente con la vida, un cine fiel a lo real, resulta
sorprendente ese pronto desplazamiento hacia el cine fantástico encarnado en la figura
de Georges Méliès y su aluvión de trucajes, apariciones y desapariciones,
sobreimpresiones y mundos imaginarios. No es en cambio sorprendente si nos fijamos
en cómo el mago francés llegó al descubrimiento de tales técnicas de irrealismo. En un
texto de 1907 Méliès expone el suceso que cambió radicalmente su concepción del cine.
Del mismo modo que los pioneros, pero algo después, el espectador se da cuenta de tal
sepelio. La imagen que contempla es claramente defectuosa, incapaz de lograr la tan
deseada identificación inmediata. Los márgenes de la pantalla ya no se transgredirán
físicamente nunca más; aparecen como límites infranqueables; la tela blanca ya nunca
más desintegrada en ni confundida con la oscuridad de la sala.
Se toma clara conciencia de la separación lógica existente entre la sala y la pantalla, esto
es, del objeto mediador que separa una y otra, la cámara que filma e inmortaliza un
suceso pasado reactualizándolo. Se descubren los engranajes del asunto, lo ilusorio del
artificio, el juego de feria. Una vez el espectador se da cuenta de todo esto, y sobre todo
de la naturaleza del objeto mediador, los recursos para lograr que lo representado en
pantalla vulnere sus lindes y avasalle la sala serán muy distintos. Asistimos, lentamente,
al advenimiento de una identificación no ya física, sino psíquica.[4] De todos modos,
aun cuando el paso que va de los Lumière a Méliès es considerable, no debe ser
exagerado. En cierto modo, son más sus coincidencias que sus diferencias, si atendemos
a lo que sobrevino después de ellos. La puesta en escena de Méliès sigue tratando de
lograr una identificación física y sensible, aunque por medio de lo imaginario. En este
sentido, lo fantástico está fuertemente ligado al realismo y al cine total. Se pretende un
realismo global pero no por medio de contenidos realistas sino más bien
fantasmagóricos, en todo caso transidos de fisicalidad. Así se explicaría el coloreado a
mano de imágenes (no sólo en Méliès sino también en nuestro Segundo de Chomón) o
la ausencia de elementos cinematográficos posteriores como el montaje en paralelo o los
primeros planos.
El efecto que produjo en los espectadores fue sin lugar a dudas distinto. Sorpresa en
ambos casos, pero la amenaza real del tren de los Lumière no se repitió en las
fantasmagorías de Méliès. Su Voyage dans la Lune, o su Le voyage a travers
l'imposible, con su teatralidad y su ansia de número circense provocaban la risa. La
identificación, a nivel de lo imaginario, dió lugar a la comedia.
La utilización del montaje en paralelo, el primer plano, el travelling, etc., así como los
contenidos de persecución y vida onírica, nos introducen en un modo diferente de
concebir el realismo cinematográfico. El desarrollo de las potencialidades del aparato
tomavistas se dirigen a un cine que tiende a la verosimilitud por medio de recursos
profundamente irreales, alejados de la percepción cotidiana. En efecto, el montaje en
paralelo da la sensación en el espectador de contemplador privilegiado.
Y del mismo modo, las primeras utilizaciones del flash-back y del sueño persiguen una
ubicuidad temporal similar. El reflejo esencial de la vida que persigue a estas alturas el
cinematógrafo no se logra por medio de un plano subjetivo continuo, sino más bien
dotando al espectador de una movilidad espacial y temporal intensificada.
Se oye el ruido del proyector. Un tren aparece en la pantalla. Y después una niña que
camina hacia la cámara. De pronto, en la sala, suena un grito. Una mujer corre hacia la
pantalla, hacia la niña. Llora. Tiende sus brazos. Llama a la niña por su nombre. Pero
ésta desaparece. Y el tren desfila nuevamente por la pantalla. "¿Qué ha ocurrido?",
pregunta el corresponsal obrero. Uno de los espectadores: "Es el cine-ojo. Filmaron a la
niña cuando vivía. Hace poco enfermó y murió. La mujer que se ha lanzado hacia la
pantalla es su madre.[5] Han pasado los años. Ya no es el tren el que produce terror. La
identificación opera a otro nivel. Ya no es el terror físico y presente de un tren que nos
amenaza aquí y ahora. Es más bien el horror y la pena que produce la revitalización del
pasado por parte del cinematógrafo. La identificación cambia de temporalidad, pero
aquí todavía no opera al nivel de la ficción, ni siquiera produce una experiencia
colectiva.
La madre llora a su verdadera hija muerta, llora en ese renacer que supone el
cinematógrafo. Si bien la fotografía conserva un pasado inmóvil, el cine presencializa
ese pasado, lo reactualiza, lo lleva a la vida, lo resucita. Hablaríamos en este caso más
bien de una identificación física y dolorosa a nivel de un pasado revitalizado, un pasado
presente.[6] El peculiar documentalismo de Vertov, muy distinto del de un Flaherty o de
un Vigo, nos muestra en este ejemplo su rostro más desgarrador. Se trata de un cine
ambiguo que, por un lado sólo filma acontecimientos reales, organizándolos después
por medio de técnicas totalmente irreales. A mi juicio esto se explica por la casi
desesperada búsqueda de este gran creador de una especificidad cinematográfica, de una
serie de recursos y elementos que no tuvieran su correlato en otros medios de expresión.
Sus interesantísimos manifiestos (ABC de los kinoks, Nosotros, Manifiesto por un cine
sin actores, etc.) así como su principal obra escrita Memorias de un cineasta
bolchevique, nos perfilan más detalladamente esta misma idea: exclusión de todo lo
narrativo-literario, de toda dramaturgia teatral, de toda composición pictórica, de todo
acompañamiento musical. Se trata, en definitiva, de un cine que aboga por los hechos
reales en contra de toda ficción, pero en vez de mostrárnoslos de un modo directo,
natural, las técnicas de montaje se nos aparecen claramente artificiosas. Como en otro
lugar escribe, se trata de ver los procesos de la vida en un orden temporal inaccesible al
ojo humano, en una velocidad temporal inaccesible al ojo humano.
De nuevo la omnipresencia. Se filma la realidad pero trucándola con todos los medios
estrictamente fílmicos, sin parangón con las otras artes. Podríamos decir que el fin
buscado es el realismo, pero los medios empleados no lo son en absoluto. En su deseo
de liberarse de todo lo teatral, verdadera carga insidiosa que lastraba al cinematógrafo
casi desde su nacimiento, se apuesta por una metamorfosis excesiva del espacio y el
tiempo. En su manifiesto más conocido, Nosotros, podemos leer:
NOSOTROS protestamos contra la mezcla de las artes que muchos califican de síntesis.
La mezcla de muchos colores, aunque idealmente elegidos entre los del espectro, nunca
dará blanco, sino suciedad.[7] Parece claro que ese ataque a lo sintético hace clara
mención al Manifiesto de las Siete Artes de 1914 de Riccioto Canudo, padre de la
expresión "séptimo arte", para él entendido como una culminación, en el sentido de
mezcla sintética, de las demás artes. Vertov niega tajantemente tal concepción, alegando
que el cine posee una especificidad genuina que ha de buscarse en su propio ámbito.
Pero he aquí que en esa negativa radical a todo lo que recuerde o remita a otros medios
de expresión, el cine de Vertov casi parece sacrificar ese realismo documentalista e
inmediato que en principio perseguía.
Creo que esto se debe principalmente a sus afinidades futuristas. En efecto, el cine de
Vertov es una perpetua y heroicamente enfermiza obsesión por el movimiento.
Es bien sabido que el nombre de su apodo, Dziga, menciona el giro incesante de una
peonza. Continuamente se glorifica la poesía de la máquina, en serio detrimento de una
poesía de la vida, con un aluvión de mensajes que no pueden dejar de hacernos recordar
a Marinetti, Ginna y Balla.[8] El efecto que produce Vertov cuando hoy en día se
proyecta una de sus películas es bastante representativo. Se comprende fácilmente cuál
era su interés principal: la voluntad lúdica de experimentación y la búsqueda y
desarrollo de una especificidad cifrada principalmente en dos aspectos: por una parte la
intensísima ubicuidad espacial, el movimiento y la velocidad vertiginosa de las
imágenes, que a menudo producen una confusión perceptiva a mi juicio sin precedentes
en la historia del cine. Cuando el gran Eisenstein ejemplificaba en Vertov el "montaje
métrico", cuyo único y matemático criterio es la mayor o menor longitud extensional de
los fragmentos a montar, decía que tal técnica no podía percibirse por impresión sino
por mensura. Esto es absolutamente cierto. Ni el juego experimental que propone ni el
contenido del mismo (poesía de la máquina) provoca una identificación afectiva, sino
algo puramente formal: nos damos cuenta de que lo que andaba buscando era aquello
que no existía en otros medios de expresión. Por otra parte, en la inversión paroxística y
la transformación excesiva del tiempo, hasta literalmente romperlo, o "vencerlo", como
a él le gustaba proclamar. En "El hombre de la cámara", los ralentíes dejan paso
súbitamente a imágenes aceleradas, o a procesos de producción y movimiento que son
proyectados al revés. Por ejemplo, de la barra de pan a la fábrica que la ha elaborado,
del chapuzón en la piscina al trampolín desde el cual se ha saltado.
En cambio el plano general parece funcionar como plano subjetivo: captamos aquello
que el personaje está mirando, estamos en sus ojos, miramos lo que él mira. Pero a mi
entender todavía no podemos hablar de identificación completa. El espectador
solamente puede asegurar: "el personaje está triste", pero de ningún modo tal
percepción introduce en ese espectador una vivencia de la tristeza. No se identifica con
aquello que adscribe en el personaje.[10] El efecto Kuleschov nos convence por otra
parte de esa permanente búsqueda de especificidad, de un modo menos ruidoso y
estrafalario que en Vertov. El resultado que logra, aun cuando presente en otros medios
de expresión, se consigue de un modo genuinamente cinematográfico. Lo realiza por
medio de una sencillez asombrosa: no hay aquí ni rastro de la extravagancia vertoviana.
No se vence al espacio y al tiempo por medio de la confusión generalizada.
Espacialmente, se nos muestran solamente dos puntos de vista, un primer plano y un
plano general.
Podemos decir con seguridad que a partir de este momento el cine soviético vive su
época dorada. Se presenta una cinematografía consciente de sus inmensas posibilidades,
que trascienden el estricto marco espectacular para encardinarse en un impulso
revolucionario. Vsevolod Pudovkin, Alezander Dovzhenko y Sergei Eisenstein son sus
principales profetas.[11] La trayectoria de este último es ejemplar a la hora de estudiar
en él las dos principales ideas que explora nuestro artículo: la identificación y la
especificidad.
Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras
maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero
sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja ("Esculpir en el tiempo"), revelan como en
una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias
propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad
contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda
a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una
lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma.
Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa
comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse
cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo
esencial cinematográfico.
Tarkovski es el hijo contestatario del cine ruso. Sus siete películas, todas ellas obras
maestras; sus disquisiciones teóricas, principalmente condensadas en su irregular pero
sincero volumen Sapetschatljonnoje wremja (“Esculpir en el tiempo”), revelan como en
una fotografía la imagen poderosamente creciente de un artista ajeno a tendencias
propagandísticas y a estéticas preocupadas exclusivamente por la novedad
contemporánea de sus aspiraciones. Quizás por ello la originalidad de su cine es lograda
a partir de una sencillez de planteamientos y de una honestidad asombrosas, de una
lucha por la libertad creativa, de un perpetuo interrogatorio a lo más recóndito del alma.
Y le califico de contestatario no por una rebelión ciega e ignorante, sino por una previa
comprensión de la herencia poderosa de sus abuelos, comprensión que le llevaba a darse
cuenta del desvío, más bien del desvarío de un arte siempre perdido, siempre ajeno a lo
esencial cinematográfico. Tarkovski comprende bien las aspiraciones de sus
antecesores, pero su época ya vislumbra las decepciones de un proyecto político
corrompido. Nace en 1932, año de emisión de la más bien terrible doctrina estética del
ingenuamente llamado “realismo socialista”. Dieciocho años más tarde se matricula en
el Instituto Estatal de Cinematografía, la más antigua escuela de cine del mundo, donde
Kuleschov y Eisenstein impartieron clase durante tanto tiempo. Su maestro y tutor es
Mikhail Romm, que como no podía ser de otro modo, a su vez fue discípulo del maestro
Eisenstein. Estos acontecimientos describen una línea de tradición que nuestro autor
pronto se encargará primero de matizar, luego de negar. Su adolescencia se rodea de un
cine nacional muy pobre, de un arte no sólo adecuado sino más bien sometido a
directrices políticas que coartaban todo intento de sinceridad. La cinematografía rusa,
hasta Tarkovski, está dominada por la política. Pero si bien bajo Lenin la
experimentación no sólo era permitida sino aplaudida, bajo Stalin la estética se hace
cada vez más conservadora, más estéril. En ambos casos la propaganda es obligada,
pero la forma de ambos cines es antagónica. Para darse cuenta de esto sólo hay que
visionar “Octubre”, políticamente correcta pero animada principalmente por una
búsqueda de especificidad, y acto seguido “Chapaiev” de los hermanos Vasiliev, o
alguna de las últimas películas de Pudovkin en la década de los cincuenta, que
prescinden de toda indagación formal. El cine deja de ser revolucionario para conservar
y perpetuar de modo petrificado las directrices stalinistas. Ya se ha olvidado el
dinamismo y la transformación práxica, y lo reaccionario que transpiran estas películas
lo asemeja profundamente a la estética burguesa que pretendían derrumbar. Para colmo
del asunto, el primer congreso de escritores soviéticos de 1934 osa llamar al proyecto
alumbrado “realismo”, abogando por una “representación verídica de la realidad surgida
de su dinamismo revolucionario”. El desvarío y la mentira de estas palabras es absoluta:
ni pizca de sinceridad en un cine que ha perdido toda capacidad de crítica. Incluso
Andrei Zhdanov, mano derecha de Stalin, se atreve todavía a hablar de un “cine del
proletariado”. No fue así, sino más bien de un cine para el proletariado, pero no
realizado por él. Tampoco hay asomo de inteligencia. El pueblo tantas veces enarbolado
es tomado por un niño con deficiencias mentales. El mismo Eisenstein deja incompleta
una película maravillosa como es Bezhin lud (“El prado de Bezhin”), ya que el Estado
considera que tal obra es incomprensible para el pueblo[13]. Lo mismo le sucede a un
compositor tan genial como Dimitri Shostakovitch y a numerosos escritores. Tal senda
de barbarie continúa presente incluso en tiempos de Tarkovski. Ya desde su primera
película en 1962, Ivanovo Destno (“La infancia de Iván”), tiene más de un problema
con el Comité Estatal de Cinematografía. Y los impedimentos de la censura de Goskino
se amontonarán año tras año- “Andrei Rublev” es prohibida durante cinco- hasta
obligarle, en contra de su voluntad, a realizar sus dos últimos films en el extranjero. Los
títulos de éstos son bien representativos del estado emocional del creador: “Nostalghia”
y Offret (“Sacrificio”). Tarkovski no abunda en todos estos acontecimientos, pero hay
que tenerlos bien presentes para darnos cuenta de la necesidad de su concepción
cinematográfica y de su desencanto.
El primer aspecto que nos interesa destacar es su negativa a todo cine propagandístico y
a todo “realismo socialista”. El cine de Tarkovski va mucho más lejos que la selección
de aquellos contenidos que beneficien al régimen. Tampoco lucha en contra de éste: sus
intereses son mucho más profundos. Su estética entronca con algo anterior a la
revolución socio-política. Su revolución es la del alma y su ideal específicamente moral.
Para él, el cine debe retratar la vida en su fluir cotidiano, sin proclamas ni manifiestos,
sin órdenes ni censuras. A todos sus antecesores, quizá con la única excepción de su
idolatrado Dovzhenko, les asignará una misma crítica general: su tratamiento del cine
revela una violencia que él no está dispuesto a acatar. Creo que desde este marco
general pueden entenderse muchas cosas en Tarkovski.
Debemos abundar en este aspecto pues resulta esencial para entender la evolución de la
identificación cinematográfica. La presencia del protagonista es fundamental en
Tarkovski. La negativa a asumir un narrador omnisciente, su crítica de la linealidad
narrativa, la huída de un montaje violentador, todos estos aspectos construyen la
apariencia de películas contadas, desarrolladas y evolucionadas desde la psicología
difusa de los protagonistas. Es su intimidad la que gobierna la evolución del metraje. Y
este desarrollo no sólo rige la temporalidad, el decurso de lo filmado, sino también la
misma espacialidad, el entorno de los personajes. Consideremos dos ejemplos
paradigmáticos: en “Solaris”, se narra un viaje futurista en el cual un grupo de
científicos estudian un extraño planeta, una especie de superficie gelatinosa que produce
en ellos numerosas alucinaciones. Este “océano pensante” funciona narrativamente
como un espejo de la psicología profunda de aquel que le visita, materializando los
deseos e ideas del pasado, presente y futuro. Dependiendo del carácter de cada uno de
ellos, así serán las “alucinaciones verdaderas” que padecen. En “Stalker”, su última
película soviétiva, tres personajes, un guía, un escritor y un científico, se introducen en
un extraño lugar llamado la “Zona”, en el cual según se cuenta, existe una habitación
donde se cumplen los deseos. El viaje hacia esta habitación está repleto de trampas
psicológicas, espejismos y alucinaciones. El trecho que les separa de la tan ansiada
habitación es de pocos metros, pero se ven obligados a dar numerosos rodeos, pues en
ese lugar “la línea recta no es la más corta”.[16] El extraño lugar se transforma espacio-
temporalmente de modo continuo según sea la psicología de sus visitantes. En un
momento dado, Stalker, el guía, advierte al profesor y al artista: “La Zona es como
nosotros queramos que sea” y un poco más adelante: “Lo que aquí ocurre depende de
nosotros”.
BIBLIOGRAFÍA
[2] Este fenómeno es, por otra parte, característico de toda recepción colectiva de una
escenificación y su estudio detenido rebasaría con mucho los propósitos de este artículo,
pues nos conduciría no sólo al teatro y a la tragedia griega sino a mi juicio más atrás
aún, al ritual religioso. En cualquier caso, tal tendencia a la identificación tiene a finales
de 1895 un ejemplo bastante gráfico y bastante compulsivo. Aquí vemos que tal
inclinación a aceptar la ilusión “como si” fuera real se cobra en el acto una inmediata
repulsión y huída. Se juega aquí con una ambivalencia anímica verdaderamente
sorprendente, ambivalencia que vuelve a remitirnos a lo fascinante y horroroso de lo
sacro. (volver al texto)
[3] Méliès, G., “Las vistas cinematográficas”, citado en Romaguera y Ramio, J.; Alsina
Thevenet, H.; (Eds.), Textos y manifiestos del cine, Cátedra, Madrid, 1998, pp. 394-395.
(volver al texto)
[6] El ejemplo propuesto es importante por la carga filosófica que contiene y por la
diferencia que marca entre cine y fotografía, pero en ningún caso puede ser equiparable
a la globalidad del cine vertoviano, como los párrafos siguientes se ocupan de
demostrar. (volver al texto)
[8] A este respecto, sería muy interesante estudiar en otro trabajo las distintas
implicaciones ideológicas que han promovido diferentes tendencias de raigambre
futurista. Piénsese, por ejemplo, en el cine de Vertov vinculado a la revolución
bolchevique; el texto “La Cinematografía” de Marinetti y Ginna adscrito a la revolución
fascista; y el “Manifiesto del Excentricismo” firmado por el FEKS (Fábrica del Actor
Excéntrico) de Kozintsev, Trauberg y Yutkevitch, seducido por la burguesía dadaísta
francesa y la industria cinematográfica norteamericana. (volver al texto)
[9] Condensemos una vez más nuestra terminología. La identificación física menciona
aquel proceso en el que el espectador sufre una alucinación intensa al desconocer el
objeto mediador que le separa de la pantalla. La identificación psíquica cobra
conciencia de tal intermediario, renunciando a la fisicidad, si bien se desglosa en varios
niveles, de los cuales estudiaremos tres: la mera proyección, la identificación
intelectual-coleciva y la identificación espiritual-individual, respectivamente
ejemplificados en Lev Kuleschov, Sergei Eisenstein y Andrei Tarkovski. (volver al
texto)
[10] Edgar Morin, en su gran obra Le cinema ou l’homme imaginaire, estudia la
proyección-identificación como una participación afectiva de ida y vuelta, la que va del
sujeto al objeto y viceversa. Pero siempre concibe este doble movimiento de manera
inseparable. Nosotros en cambio nos atrevemos a separar ambos movimientos.
Entendemos por proyección el proceso mediante el cual el sujeto, esto es, el espectador
asigna una emoción o estado anímico al objeto, esto es, al personaje. Y entendemos por
identificación aquel proceso mediante el cual el objeto interpela, de muy variados
modos, al sujeto introduciendo en él la vivencia anímica que el objeto sufre. Aun
cuando el cine pronto desarrollará estos procesos inseparablemente, el experimento de
Kuleschov aísla solamente el primero. No hay identificación afectiva sino proyección
afectiva. (volver al texto)
[12] Desde nuestra terminología no hay identificación afectiva sin previa proyección.
Ésta es condición necesaria pero no suficiente. Para que sea posible la impregnación en
el espectador de la vivencia anímica del personaje (identificación afectiva), es ineludible
una anterior designación por parte del espectador de la vivencia que sufre el personaje
(proyección). (volver al texto)
[13] Hay que tener en cuenta que la permisividad relativa de la que gozaron sus dos
últimos proyectos, “Alezander Nevsky” y Ivan Grozny (“Iván el terrible”) , se explica
únicamente por la importancia patriótica que el Estado atribuía a los dos protagonistas.
(volver al texto)
[14] He de confesar que tal tratamiento “bélico” de la imagen está presente en toda la
vanguardia soviética y puede estudiarse en todos los autores rusos que hemos estudiado.
Aunque las críticas de Tarkovski se dirigen principalmente a Eisenstein, podemos por
nuestra cuenta verificarlas en los demás:
[15] Este anhelo de ideal moral mediante recursos puramente psicológicos está presente
en numerosos autores de la época. Creo que Tarkovski ratificaría esa frase de Jean-Luc
Godard que decía: “La ubicación de la cámara y la duración del plano no es una
cuestión técnica sino moral”. Es sorprendente comprobar cómo estos dos autores,
presentando una filmografía estilísticamente tan diferente, convergen en su concepción
filósofica del cine. Por otra parte, los dos son declaradamente contradictorios, pues por
un lado critican todo intelectualismo en el cine, para luego incurrir precisamente en eso
que critican. Tarkovski dice: “Uno no debería esforzarse por plantearle al espectador
una idea; ésta es una tarea ingrata y sin sentido. Es mejor mostrarle la vida y él ya sabrá
qué hacer con ella”, “Esculpir en el tiempo”, pp. 182-183. Godard declara a propósito
de su excelente película Le Mépris (“El desprecio”): “... en el cine, como en la vida, no
hay nada secreto, nada que dilucidar, sólo hay que vivir, y filmar”, “Cahiers du cinéma”,
nº 146, agosto 1963. Pero al mismo tiempo Tarkovski reconoce a su pesar un
intelectualismo en algunas secuencias “literarias” y “simbólicas” de su cine, así como
nos encontramos tal intelectualismo en los diálogos que profieren sus personajes, y más
aún en sus exégetas. Y es bien sabido cómo en Godard, desde su etapa maoísta hasta
Histoire(s) du cinéma y For Ever Mozart, el intelectualismo rebosa desmesuradamente.
(volver al texto)
[17] Este aspecto es muy importante, pues niega la técnica cómica y el suspense. Como
es bien sabido, si en algo se define el suspense de un Alfred Hitchcock es precisamente
en dar al espectador más información de la que posee el personaje, acentuando de este
modo la risa o el temor que se produce al saber de antemano qué va a ocurrir. Tal
concepción del cine como premonición es inexistente en Tarkovski. Aunque él no lo
menciona, supondría una univocidad que coartaría la libertad del espectador para asumir
libremente lo visto. (volver al texto)
Resumen de un capitulo:
Capitulo :
Andrei Tarkovski: Esculpir el
tiempo
¿Qué es, pues, el cine? ¿Cuál es su peculiaridad, cuáles son sus
posiblidades, procedimientos e imágenes, no sólo en sentido formal
sino -- si se quiere -- también en sentido intelectual? ¿Qué materia
trabaja el director de una película?
¿De qué forma fija el cine el tiempo? La definiría como una forma
táctica. El hecho puede ser un acontecimiento, un movimiento humano
o cualquier objeto, que además puede ser presentado sin movimiento ni
cambio (si es que también el flujo real del tiempo es inmóvil).
¿Por qué va la gente al cine? ¿Qué les lleva a una sala oscura donde
durante dos horas pueden observar en la pantalla un juego de sombras?
¿Van buscando el entretenimiento, la distracción? ¿Es que necesitan
una forma especial de narcótico? Es cierto que en todo el mundo
existen consorcios y trust de entretenimiento, que explotan para sus
fines el cine y la televisión lo mismo que muchas otras formas de arte.
Pero éste no debería ser el punto de partida, sino que más bien habría
que partir de la naturaleza del cine, que tiene algo que ver con la
necesidad del hombre de apropiarse del mundo. Normalmente, el
hombre va al cine por el tiempo perdido, fugado o aún no obtenido. Va
al cine buscando experiencia de la vida, porque precisamente el cine
amplía, enriquece y profundiza la experiencia fáctica del hombre
mucho más que cualquier otro arte; es más, no sólo la enriquece, sino
que la extiende considerablemente, por decirlo de algún modo. Aquí y
no en las "estrellas", ni en los temas ya gastados ni en la distracción:
aquí reside la verdadera fuerza del cine.
Esculpir en el tiempo. Como punto de referencia y norma que nos retará en este
análisis citaré lo más fuerte, lo más exigente de esta reflexión: “La idea y el
objetivo de una película deben ser claros para el director desde el inicio. Suceda lo
que suceda o lo mucho que tenga que buscar el artista, desde el momento en que
esta búsqueda queda fija sobre la película, es decir, desde el momento en que esta
idea se ha vuelto una cosa con estatuto objetivo, uno tiene que aceptar que el
artista encontró lo que quiso decir con su película”.
“La comunicación exige siempre un esfuerzo y un triunfo sobre el quedarse mudo,
hasta pide un continuo esfuerzo sobrehumano. Sin ello, sin una entrega
apasionada, no es ciertamente posible que una persona comprenda a otra”.
“La creación artística no es un mero modo de formular una afirmación que existe
objetivamente; más bien no existe a menos de ser una visión personal y única del
mundo. La obra de arte implica una unidad estética y filosófica integral, como un
organismo vivo que se desarrolla según sus propios principios internos”.
No hay nada más carente de sentido que relacionar términos como "búsqueda" o
"experimento" con una obra de arte. Tras ellos se esconden falta de fuerzas, vacío
interior, falta de conciencia realmente creativa y miserable vanidad.(...)
falta? ¿Hay alguien a quien le haga falta? Cuestiones que se plantea no sólo el
artista, sino también cualquier persona que recibe o "consume" el arte, como
A cualquiera, pues, le afecta esta cuestión y cualquiera que tenga que ver con
el arte intenta darle una respuesta. Alexander Blok decía que "el poeta crea la
que no quiera ser "consumido" como una mercancía consiste en explicar por sí
de lo mundano.
siendo la experiencia clave de cada persona, una experiencia que tiene que
hacer siempre de nuevo él solo. Una y otra vez, el hombre se pone en relación
descontento del hombre y del sufrimiento por la insuficiencia del propio yo.
Pero ahí se terminan los puntos que tienen en común esas dos expresiones
del espíritu humano creador, insistiendo en que ese espíritu creador tiene que
ver no sólo con descubrir, sino efectivamente con crear. Aquí, en este
la ciencia, el conocer humano sigue los peldaños de una escalera sin fin, en la
que siempre hay conocimientos nuevos sobre el mundo que sustituyen a los
antiguos. Es, pues, un camino gradual con ideas que se van sustituyendo unas
vez como una imagen nueva y única del mundo, como un jeroglífico de la
verdad absoluta. Se presentan como una revelación, como un deseo del artista,
este mundo, unido a esa verdad absoluta, espiritual, escondida para nosotros
arte se dirige a todos, con la esperanza de despertar una impresión que ante
espiritual.
El arte surge y se desarrolla allí donde hay ese ansia eterna, incansable, de
idea, a una idea más general y más elevada. El artista es un vasallo que tiene
que pagar los diezmos por el don que le ha sido concedido casi como un
por el ansia de lo ideal, es precisamente ese ideal, no quiero decir con ello que
artística es siempre un símbolo, que sustituye una cosa por otra, lo mayor por
infinito no es materializable, tan sólo se puede crear una ilusión, una imagen.
la verdad absoluta, cada uno de éstos es una imagen del mundo, incluido de
esfera especial, más general, que crece hasta el infinito. Estas revelaciones
unión espiritual con los demás es algo atormentador, que no aporta ningún
ciencia.
"supra"-emocional.
lógico incluso en los casos en los que aparece como una luz, como una
inspiración. Y esto es así porque las variantes lógicas, sobre la base de
perciben como un proceso natural, no como una nueva etapa. Esto quiere decir
del sabio nada tiene que ver con la del poeta. El nacimiento de una imagen
artística -una imagen única, cerrada, creada y existente a otro nivel, a un nivel
acuerdo en la terminología.
Su impresión del mundo es inmediata, por mucho que se mueva por las
suyo.
Condición imprescindible para la recepción de una obra de arte es el estar
ese vacío seduce la cuenta y lleva a una fórmula vulgar y simplista, al "¡No
gusta!! o "¡No interesa!" Un argumento fuerte, pero es el argumento de quien
padecimiento que sufre un artista para comunicar a los demás la verdad que
experimenta en ello.
tiempo es, en mi opinión, el hecho de que hoy en día una persona corriente
y cada una de sus obras supone un acto al que no se puede negar libremente.
La sensibilidad para la necesidad de ciertos pasos lógicos y para las leyes que
la vida humanos (y esto es válido incluso en el caso del filósofo que llega a la
finalidad del arte consiste más bien en preparar al hombre para la muerte,
dentro de sí la voz que también inspiró al artista. En contacto con una obra de
aquella tensión específica que surge entre una obra maestra de arte y quien la
sentimientos.
sobre la realidad, cuyo valor se mide por el grado en que consiga expresar la
¡Qué difícil es hablar de una gran obra! Sin duda, además de un sentimiento
muy general de armonía, existen otros criterios claros que nos permiten
descubrir una obra maestra dentro de la masa de otras obras. Además, el valor
se cree que la importancia de una obra de arte se puede medir por la reacción
de las personas frente a esta obra, por la relación que resulta entre ella y la
persona sea capaz o incapaz de descubrir, de percibir lo que une la obra con el
resultado de sus propias relaciones con la realidad. Goethe tiene toda la razón
cuando dice que es tan difícil leer un libro como escribirlo. No puede existir
aquella obra de arte tuvo suerte con quienes la interpretaron. Por otra parte, las
afinidades estéticas de una persona en muchos casos dicen mucho más sobre
arte. Para una recepción así, pura, haría falta una capacidad fuera de lo común
juzga las obras de arte por analogía con sus ideas subjetivas o con
variopinta, se enriquece, y así llega a obtener una cierta plenitud de vida. "...
Las obras de los grandes poetas aún no han sido leídas por la humanidad -sólo
los grandes poetas son capaces de leerlas-. Las masas, sin embargo, las leen
como si leyeran las estrellas...; si hay suerte, como astrólogos, pero no como
comprobar las cuentas y no ser engañados. Pero del leer como noble ejercicio
intelectual no tienen idea; además, sólo hay una cosa que se pueda llamar leer
narcotizando nuestros más altos sentimientos, sino aquello a lo que hay que
vigilia".
o destacar algo sin que sufra la totalidad. En una obra maestra es imposible
creador a la hora de formular los objetivos y las funciones que van a tener
valor definitivo. En este sentido, Ovidio escribía que el arte consiste en que
infinito. Esta idea, que hace de una obra arte, se esconde en el equilibrio de las
Por este motivo decía Goethe que una obra de arte es tanto más elevada
esta clase desata asociaciones cuanto más perfecta es. Lo perfecto es algo
El pensamiento es efímero la imagen absoluta. Esta idea vertebra la obra del cineasta Andrei Tarkovsky dejando sentadas las bases
de su poética. La utilización de específicos recursos formales como los "travellings" lentos, la profundidad de campo, los extensos
plano secuencia junto a su particular concepción del montaje (ritmo interno en el interior del cuadro) hacen posible la escenificación
del estado interior del hombre. A través de la relación dialéctica entre forma y contenido, captura lo esencial de la existencia, ese
universal concreto que sucede a cada instante. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos reconoce
el verdadero sentido de ésta.
Su concepción de la imagen, capaz de expresar la totalidad del universo, dispara esa misma imagen hacia una vertiginosa polisemia.
Cada una de sus imágenes está destinada a materializar diversos mundos posibles existiendo en cada uno de ellos un espectador.
Como dice Ivanov citado por el mismo Tarkovsky: "El símbolo, sólo es verdadero cuando su significado es inagotable e ilimitado,
cuando en su lenguaje secreto expresa alusiones y sugerencias de algo inefable que no se puede expresar con palabras" (1984).
El cine de Tarkovsky no puede ser explicado, debe ser transitado como lo hacen sus personajes en un periplo inacabable solo
abortado por la "muerte". Muerte simbólica, no real. La idea de viaje está presente en su filmografía. Algunas veces es un viaje
concreto como en Nostalgia donde un poeta viaja a Italia para encontrar material sobre un músico o como en La Zona, lugar en el
que se internan los tres personajes. En otros casos es un viaje interior como el del protagonista de El Sacrificio, y en otros es concreto
e interior a la vez como en Solaris, donde el protagonista viaja a la estación espacial desde donde emprenderá otro "viaje", esta vez al
interior de su psiquis. Pero en todos los casos se puede hablar de un viaje fundacional donde se sale al encuentro de la propia
identidad, del autoconocimiento, de la libertad, poniendo así en juego la propia existencia del personaje, quienes experimentan crisis
espirituales, crisis de fe en la existencia, en sí mismos.
La tendencia de las obras de Tarkovsky hacia lo absoluto no implica fe en su encuentro; sin embargo, esta intensión se transforma en
formalización estética, en actividad creadora, en constante movilización interior. "La entonación de lo inconfundible y único domina
todos los momentos de la vida. Unica e inconfundible es también la vida que el artista intenta recoger y configurar una y otra vez,
siempre de nuevo. En la esperanza frustrada, una y otra vez de dar con la imagen inagotable de la verdad de la vida"
(Tarkovsky,1991: 128)
A pesar de no poder el hombre percibir el universo en su totalidad, es capaz de expresar su imagen, y a través de ella entramos su
relación con lo infinito. Entiéndase verdad, Dios o Absoluto.
Capturar lo esencial de la existencia, ese universal concreto que sucede a cada momento, es para Tarkovsky la posibilidad que le da
su arte de reproducir las sensaciones más vitales. De esta forma, devuelve valor a los pequeños actos de la vida porque en ellos
reconoce el verdadero sentido de ésta.
Y si el artista no puede permanecer sordo ante la búsqueda de la verdad, que es lo único capaz de determinar y disciplinar su
voluntad creadora, entonces el tiempo tampoco puede quedar ajeno a ella por ser condición vinculada a la existencia de nuestro yo.
Para el cineasta ruso el tiempo posee un peso específico ejercido en el interior del cuadro y por lo tanto en la interioridad de los
personajes. En sus películas se produce un aflojamiento de los nexos sensoriomotores (que se prolongan en acción reacción)
desapareciendo la imagen-acción y dando lugar a la imagen puramente visual. Esa imagen óptica y sonora pura, de la que habla
Deleuze: "Una imagen entera y sin metáfora que hace surgir la cosa en sí misma en su exceso de horror o de belleza" (1983).
La cámara de Tarkovsky busca autonomía al no seguir los movimientos de los actores ni al trasladar a estos sus propios
movimientos. De esta forma los reencuadres transmiten funciones del pensamiento develando un constante reflexionar, tanto sobre la
propia imagen como sobre su contenido. Según Deleuze, la cámara no se contenta con seguir unas veces el movimiento de los
personajes y otras con operar ella misma los movimientos en los cuales los personajes no son sino el objeto. La cámara subordina la
descripción del espacio a funciones del pensamiento. La cámara posibilita relaciones mentales.
Esta estrategia manifiesta el concepto que el cineasta tenía del tiempo. Ritmo cinematográfico que surge en el montaje interno al
cuadro. "El ritmo de una película surge mas bien en analogía con el tiempo que transcurre dentro del plano... Ritmo cinematográfico
determinado no por la duración de los planos montados, sino por la tensión del tiempo que transcurre en ellos" (Tarkovsky,1991). El
montaje queda anticipado ya durante el rodaje y determina desde el principio lo que se va rodando. El ritmo interior de las imágenes
es lo que guía el montaje posterior; actividad que tiene el simple objetivo de coordinar el tiempo fijado en cada una de las partes
filmadas. De esta forma rechaza el "cine de montaje" como estrategia vertebradora con la cual se da forma a la película. El montaje
significa para Tarkovsky no perturbar la relación orgánica de las escenas que ya se han premontado.
Su cine es un cine de imágenes puras porque sus "opsignos" y "sonsignos" se enlazan directamente a una imagen-tiempo que ha
subordinado al movimiento. Las imágenes de sus films no están en relación con una imagen indirecta del tiempo dependiendo de un
montaje externo. De esta forma, genera vínculos poéticos. El cine de Tarkovsky es un cine del tiempo donde escenifica el estado
emocional del hombre.
De aquí se desprende el lugar activo del espectador. Debe leer la imagen no menos que mirarla. En la mayoría de sus películas, por
no decir todas, trabaja un espacio y un tiempo no cotidiano. Espacio y tiempo ya no son los mismos, tienen otras reglas. Como en La
Zona, lugar con sus propias reglas a las hay que respetar si se quiere transitar por ella. O como en Nostalgia, un pueblito italiano al
cual el protagonista es totalmente ajeno. O Solaris; es en el espacio de la estación donde se experimentan vivencias que sólo allí tienen
lugar.
¿Cuáles son los paradigmas que construyen el estilo Tarkovsky, su discurso, su sintagma? Los específicos recursos formales que
atraviesan toda la obra del director ruso dejan sentadas las bases de su poética. Poética en donde forma y contenido son inseparables
y funcionan en una relación dialéctica. La utilización de los largos planos secuencia, sumado a los sutiles, casi imperceptibles
movimientos de cámara, es lo que hace que sus películas sean como pausas hipnóticas donde el espectador debe bajar toda
resistencia y abandonarse a ese nuevo ritmo al cual no está acostumbrado. Travellings en plano detalles que nos muestran elementos
significativos que pueblan la escena, como por ejemplo los juncos en Solaris o el sueño de Stalker en La Zona. Esta estrategia no
describe los objetos sino que les otorga un valor simbólico. También emplea largos planos secuencia donde el espectador debe bucear
dentro de la imagen buscado su propio recorrido. Se los podría considerar como "planos nuca", en donde encontramos un primer
plano del personaje pero invertido porque no le vemos el rostro (sacrilegio para un cine comercial), movimientos de cámara en
contrapunto con el movimiento del actor sacándolo de cuadro. De esta forma se pone un peso muy importante en el fuera de campo
apoyado desde la banda sonora, diálogos en espacio off, ruido de agua en primer plano cuando ésta no se ve en cuadro. También el
silencio juega un papel fundamental en sus películas. La utilización dramática y no descriptiva del plano general nos devuelve al
hombre inserto en la naturaleza. Naturaleza por otra parte que tiene valor dramático casi de personaje. A través de estos recursos
formales, Tarkovsky da expresión material a su intención y búsqueda creadora. Teniendo presente a Pareyson cuando habla de estilo
como "modo de formar", podemos decir entonces que todos estos elementos cooperan en la organización del discurso Tarkovsky,
tanto en el nivel del significado como del significante, del contenido como de la forma. Y este discurso vehiculiza una ideología, da
cuenta de ella: "Si toda obra es un mundo y si su mundo incluye una concepción personal de la realidad, toda obra contiene en sí una
determinada idea del arte y del lugar que ésta ocupa o merece ocupar en la relación entre los hombres y la vida espiritual"(1954). No
se puede leer arte ni hacer arte sin una idea del arte y el lugar que esa obra ocupa en el cosmos entre el mensaje y el receptor. Y aquí
Tarkovsky tiene una posición claramente tomada que se esparce a lo largo de su proceso artístico. El arte para él consiste en explicar
por si mismo y a su entorno, el sentido de la vida y de la existencia humana o tan sólo enfrentarlo a ese interrogante. "El arte tiene
una función comunicativa y es una de las formas, junto a la ciencia, de conocimiento del hombre en el camino hacia la verdad
absoluta"(Tarkovsky, 1984). La filmografía de este gran director se construye como metalenguaje: reflexiona y autoreflexiona a la
vez. Absoluto, por otra parte, al que se accede únicamente por la fe y la actividad creadora. Fe que supera toda religiosidad, fe en la
existencia del hombre, en el amor como redención posible (temas recurrentes en sus films), en el sacrificio individual; y fe (como
posibilidad de cambio) que se debe transmitir a otros.
La utilización del mismo primer plano (un travelling en ascenso por el tronco de un árbol) para comenzar su primer largo metraje,
La Infancia de Iván, y para terminar su última película El Sacrificio, se convierte en un símbolo posible de contener toda la
experiencia artística del poeta ruso. No es una clausura circular de su obra. Es una posibilidad poética que se eleva en este camino
del universo fílmico. Depende de los nuevos cineasta continuarlo.
Tarkovski, quien demostró su gran heroísmo y pasión
por el séptimo arte, entregándose a él por completo,
dejando un testimonio de fe sobre sus convicciones y
creencias. Estas reflexiones nos quedan más tangibles
en su diario de trabajo, Esculpir en el tiempo; que el
director fue haciendo a lo largo de su tarea, sobre los
sucesos que tuvo que enfrentar, e ideas sobre las
tomas, montaje, actores, guión , música, etc., que son
un resultado de un diálogo real sobre los problemas
reales, que le fueron ocurriendo al hacer sus filmes.