El Pontificado de Los Siglos XIX y XX
El Pontificado de Los Siglos XIX y XX
El Pontificado de Los Siglos XIX y XX
Pío VII pertenecía a una de las familias aristocráticas de los Estados pontificios,
los Chiaramonte Chini y había nacido en Cesena cerca de Ravenna en 1742.
Su primera educación, profundamente religiosa, era la que correspondía a
quien iba a instalarse en ese sector social, fiel en todo momento a la potestad
que ejercían como príncipes temporales los Papas. Pero en 1756 decidió
ingresar en el monasterio benedictino de Santa María del Monte no muy lejos
de la casa en que naciera, y aquí la orientación cambió pues fue formado
profundamente en teología a fin de que pudiera actuar como profesor en varios
monasterios de la Orden. No debe olvidarse que también se esperaba de él
una profesión religiosa a la que siempre se mantuvo fiel. Su alto linaje y sus
méritos personales le impusieron otro cambio en su vida. Contaba cuarenta
años cuando Pío VI decidió otorgarle el obispado de Imola al tiempo que el
capelo de cardenal. En el momento en que se inicia la Revolución francesa que
conduce en pocos años a la guerra entre Austria y Francia en el norte de Italia,
él simultanea sus dos principales obligaciones, como obispo en Imola y como
miembro del Colegio en Roma.
El primer gran éxito de Consalvi fue la negociación y firma del concordato con
Francia (15 de julio de 1801) tratando de dar respuesta a los problemas que
surgieran tanto del galicanismo borbónico como de la Revolución. Era muy
poco lo que la Iglesia podía reclamar. Pero bastaba el reconocimiento de su
autoridad e independencia para que Talleyrand advirtiese que, con aquel paso,
se estaba dando la victoria a los católicos. No hemos de olvidar que el
poderoso ministro había sido obispo, juramentado y transferido luego al estado
laico, todo lo cual dejaba en él resquicios de suma importancia. Este
concordato estaría vigente hasta 1905 aunque hubo diversas alternativas en su
cumplimiento. Por vez primera desaparecía en un documento de este tipo la
confesionalidad del Estado, si bien la República reconocía que la mayoría de
los franceses eran católicos y como tales miembros de una Iglesia que debía
ser reconocida en la plenitud de sus derechos. El Papa aceptaba la
enajenación de todos los bienes «nacionales» vendidos, recobrando por tanto
sólo una pequeña parte de sus antiguas posesiones, relacionadas con el culto.
A cambio de la confiscación, como se haría medio siglo más tarde en España,
el Estado se obligaba a señalar emolumentos a todos los miembros del clero
en funciones, fijándose la escala de remuneraciones como si se tratara de
sueldos para funcionarios públicos.
Todos los obispos, tanto los legitimistas como los juramentados debían
presentar su renuncia. En adelante Napoleón procedería a la presentación de
candidatos que serían investidos por el Papado que parecía dejar a éste alguna
clase de reservas acerca de la idoneidad de los designados. Se presentó una
lista en la que Bonaparte incluyó a doce de los antiguos constitucionales lo qué
parecía un abuso por su parte. Pío VII aplazó su respuesta durante cierto
tiempo, hasta su viaje a París para la coronación del emperador, quedando
entonces resuelta la cuestión. La necesidad tácita de manejar nombres que
fuesen aceptables para ambas partes tuvo ya un efecto favorable para la
Iglesia: los nuevos obispos abandonaron las inclinaciones al galicanismo
iniciándose una corriente cada vez más fuerte en las filas del clero que
afirmaba con gran rigor las vinculaciones con Roma. Esto es lo que sus
enemigos calificaron de ultramontanismo, pues la ciudad eterna se halla al otro
lado de los Alpes.
3. La firma del concordato debe ponerse también en relación con los tratados
de Luneville (1801) y Amiens (1802). Se tuvo en consecuencia la sensación de
que las guerras de la Revolución habían terminado, con resultado sin duda
favorable a la República francesa que emergía, merced a sus conquistas, como
la primera potencia de esa nueva Europa que estaba en trance de formación.
Bonaparte no duda respecto a los dos signos que debían caracterizarla: sería
francesa y laica, envolviendo en este término todos los postulados de la
Revolución. No estaba llamado a sustituirla sino a completarla mediante una
nueva forma de Estado unipersonal, no Monarquía sino Imperio, para que
quedase bien claro que ningún compromiso previo estaba en condiciones de
limitar la voluntad del omnipresente emperador.
La ambición de Bonaparte iba más lejos: las paces firmadas eran apenas una
plataforma sobre la que debía edificarse el nuevo dominio francés, significado
por varias repúblicas; siendo imposible retomar el término Monarquía pues eso
equivalía a romper la Revolución, se buscó, por influencia romana, el término
Imperio. El 4 de mayo de 1804 el Tribunado puso en marcha el decreto que con
apoyo plebiscitario, convertía a Napoleón I en emperador con derecho de
sucesión, aunque era de todo punto evidente que Josefina ya no podía darle
hijos. Carlomagno había sido coronado por el Papa; en consecuencia se
comunicó a Caprara el deseo de que Pío VII viajase a París para tomar parte
en la gran ceremonia que se preparaba en Notre Dame, devuelta al culto
católico. El Pontífice no quiso oponer una negativa; podía ser aquella la
oportunidad para lograr más espacios libres a la Iglesia en Francia. Consalvi se
encargó de comunicar a las otras potencias europeas las circunstancias en que
habría de desarrollarse el viaje. Contra lo que algunos literatos o dramaturgos
suelen decir, el Papa no iba a coronar y consagrar al emperador, que seguía
siendo laico, sino a ser testigo de una ceremonia que recobraba al menos en
parte el carácter religioso.
Pío VII salió de Roma el 2 de noviembre; como una medida cautelar dejaba a
Consalvi una carta sellada con su abdicación, para el caso de que todo fuera
una trampa. El viaje fue un éxito con el que muchos no contaban: gentes de
muy diversa condición salieron al caminó para ponerse de rodillas y las
autoridades, incluyendo antiguos jacobinos, acudieron a dar la bienvenida
recordando que su país, Francia, estaba reconocido como hija primogénita de
la Iglesia. Napoleón salió al encuentro del Papa en Fontainebleau y trató de
convencerle de la importancia que para «Europa tenían sus decisiones».
Chiaramonte echó mano a sus viejos recuerdos y le llamó en italiano,
«Comediante». Sin duda, como Hitler, lo era tratando de acomodar sus gestos
a la naturaleza de su interlocutor.
Durante tres años pareció imposible que nadie pudiera hallar fuerzas
suficientes para vencer a Napoleón. Su fama de invencible creció. Pero en el
interior de su Imperio, en donde la proporción no francesa había crecido sin
pausa, era necesario emprender una serie de reformas que se presentaban a
sí mismas como creadoras de un nuevo orden, aunque la mayoría de ellas
tuvieron corta vida y sobre las que predominaba el espíritu militar: La doctrina
de la Iglesia tenía que acomodarse también a esta nueva e indestructible
voluntad. Y así el emperador decidió publicar un Catecismo obligatorio para
todas las Escuelas de Francia, en cuya redacción intervino personalmente,
sometiendo de este modo los principios morales al pode del Estado. Por
ejemplo, en el cuarto mandamiento se incluían la obediencia al poder, el pago
de los impuestos y la obediencia al reclutamiento militar. Fue publicado en
1806. El 19 de febrero de este mismo año se decretó que en adelante el día 13
de agosto no se celebraría la fiesta de la Asunción de la Virgen sino la de San
Napoleone, un santo hasta entonces desconocido. Ya no podía dudarse: el
emperador no estaba dispuesto a someterse al concordato sino a emplearlo
como instrumento para la ampliación de su propio poder.
Como es bien sabido, Napoleón abandonó su retiro de Elba y durante cien días
volvió a asumir el poder. Un tiempo breve que no podía influir sobre la vida de
la Iglesia. Derrotado definitivamente en Waterloo (15 de junio de 1815) y
repudiado por todas las Cortes europeas que durante años trenzaron en su
torno una espesa leyenda de tiranía, el Papa tuvo la oportunidad de demostrar
su altura moral: acogió en Roma a la madre del emperador, Leticia,
entregándole para su residencia el palacio Venecia que da nombre a la plaza
de nuestros días. Fesch, tío de Bonaparte, que había sido nombrado cardenal
en el momento del concordato, siguió en su puesto, y los hermanos del
emperador, Luciano y Luis, con el hijo de éste, que llegaría a ser Napoleón III,
también encontraron acogida cordial en Roma. Cuando Pío VII supo que el
desterrado de Santa Elena requería los servicios religiosos, le envió un
sacerdote corso, el abate Vigco, que le atendió en sus últimos días hasta 1821,
en que feneció.
Una fuerte reacción, lógica en varios aspectos, se había producido: todos los
males de la Revolución, incluyendo los muy numerosos muertos, eran la
consecuencia de que se hubiese olvidado el «ser» de Francia, es decir, esa
íntima relación entre la corona y la jerarquía, nombrada por el rey para servicio
de la comunidad. Era imprescindible recuperar el espíritu francés que se
identificaba con ese catolicismo: a esta tarea se entregaron intelectuales
católicos de gran relieve entre los que es necesario destacar a José de Maistre,
Francisco Chateaubriand, Luis de Bonald y Felicité de Lammenais, en la
primera etapa de su agitada existencia.
A Pío VII preocupaban de manera especial las misiones. Entre los siglos XV y
XVIII la tarea de evangelización descansaba sobre los Estados, que
subvencionaban y a veces dirigían a los religiosos. El conflicto con los jesuitas
en el Paraguay había sido una clara advertencia. También Napoleón había
querido dotar a su Imperio de equipos de evangelizadores. Ahora el Papa
pretendía que, sin renunciar a posibles ayudas, fuese la Congregación de
Propaganda Fide la que se ocupase de dirigir todo el programa, tratando de
desvincular al catolicismo de las empresas coloniales invirtiendo los términos
en que se había planteado la cuestión al término de la Edad Media. Para ello
era imprescindible allegar recursos que viniesen directamente de los fieles. En
1822 Paulina María Jaricot fundó la Obra de la Propagación de la Fe que iba a
encargarse de esta tarea. Si se llegaba a disponer de recursos –tal era la idea–
también los reinos independientes en Asia y África podían ser evangelizados.
Pío VII no tuvo tiempo para comprobar los primeros resultados de esta política.
En 1822 Pío VII se hallaba con una salud tan quebrantada que tenía incluso
dificultades para moverse dentro de su habitación. El 6 de julio del año
siguiente sufrió una caída que le produjo ruptura del femur. A partir de este
momento y durante mes y medio no pudo hacer otra cosa que preparar su
espíritu para el momento de la muerte que le llegó el 20 de agosto de 1823.
Aníbal, que usaba el apellido condal della Genga, contaba entonces más de
sesenta años y era el candidato que los zelanti consideraban idóneo, por sus
virtudes y por su vasta experiencia; fue una de las víctimas de las
persecuciones de Napoleón que había exigido su destitución por considerarlo
favorable a los austriacos de modo que hasta 1815 había permanecido en el
monasterio benedictino de Monticelli, creándose una buena fama por sus
virtudes religiosas que completaba la que ya adquiriera como diplomático en
Austria y Alemania. Fue encargado por Pío VII de representarle en las
negociaciones que siguieron a la abdicación de Napoleón. Aunque llegó tarde,
ganándose las críticas de Consalvi, quedó incorporado al equipo de nuevos
consejeros del Papa siendo incorporado al Colegio como cardenal obispo de
Sinigaglia. En 1820 pasó a desempeñar las funciones de vicario de Roma.
Maese Pasquino conoció una de las criticas: todo era «ordini, contrordini,
desordini». No comprendía que se estaba viviendo una etapa de reajustes: los
zelanti, que creían haber conquistado el poder a través de un Papa anciano y
enfermo, y un Secretario de Estado, della Somaglia, que no estaba en
condiciones de ejercer los difíciles cometidos de esta magistratura, estaban
comenzando, ahora, a verse desplazados. Porque León XII, aunque había
detenido la marcha en el sentido marcado por su antecesor, estaba buscando
un camino que permitiera superar los errores de uno y otro bando. Para la
Iglesia lo verdaderamente importante no radicaba en opciones políticas sino en
un reencuentro con la conducta cristiana capaz de superar las terribles
discordias pasadas. Esta fue su elección que añadía dimensiones nuevas a la
labor restauradora emprendida por Pío VII. Los grandes defensores del
ultramontanismo estaban incurriendo en una posible debilidad al creer que las
circunstancias políticas debían ostentar la primacía.
Y entonces León XII convocó un Año Santo para 1825, cincuenta años después
del último que se celebrara: era una llamada al arrepentimiento y a la
indulgencia plena, que equivale a establecer un nuevo punto de partida. La
Curia se opuso en términos muy duros porque temía un fracaso y, en definitiva,
un perjuicio. Los monarcas absolutistas también, porque pensaban que podía
repetirse el caso de 1300, dando al Papa posesión del vértice sobre la
sociedad europea. Pero el Papa no cedió. Al contrario, en la bula de
convocatoria explicaba con detalle cuál era la meta: al superar los efectos del
pecado y limpiar el alma se alcanzaba la verdadera libertad, «la de los hijos de
Dios» que acompaña también a la verdadera igualdad ya que todos los
hombres son creados y, con la caridad, el amor, se alzaba por encima de todas
las demandas de fraternidad. Aunque las dificultades para viajar eran entonces
de gran calibre, miles y miles de peregrinos acudieron a Roma para lucrar la
indulgencia y renovar el vínculo directo con el Vicario de Cristo que es, a fin de
cuentas, la cabeza. León XII superó el límite impuesto por su mala salud y
participó, descalzo, en las procesiones.
En diciembre de 1823, es decir apenas tres meses desde su elección, León XII
llamó a Consalvi, que se había retirado a Anzio, al lado del mar, y le dijo que de
nuevo eran requeridos sus servicio esta vez al frente de la Congregación De
Propaganda Fide, que en años próximos alcanzaría extraordinario relieve al
hacerse cargo de las relaciones con los nuevos países que se estaban
formando, fuera de Europa. Fue un gesto fallido pues Consalvi murió a los
pocos días de asumir esta tarea, pero sus colaboradores permanecieron en la
Curia y en 1828 uno de ellos, Tomás Bennetti, sustituiría a Somaglia en la
Secretaría de Estado. Todo ello significa que, a diferencia de lo que estaba
ocurriendo en el interior de los Estados Pontificios –malaventurado retorno al
pasado– las líneas para la acción exterior retornaban a los horizontes que para
ella marcara Pío VII.
Era urgente frenar excesos del absolutismo en España, hacer frente a los
aspectos mesiánicos de la política rusa donde Alejandro I actuara como
verdadera cabeza de la Iglesia ortodoxa; y sobre todo, ajustar las relaciones
con las potencias, en línea con la política que ya perfilara Consalvi. Austria
blasonaba de catolicismo pero al mismo tiempo aspiraba a consolidad un
amplio dominio sobre Italia, favoreciendo las tensiones nacionalistas que
podían volverse también contra la Santa Sede al considerarla favorable a la
muy católica Austria. En Francia Carlos X obligaba a los obispos a someter sus
comunicaciones con Roma a su placet previo; todos ellos debían su
nombramiento al rey.
Por los años que corresponden al Pontificado de León XII las corrientes del
nacionalismo y del idealismo estaban experimentando, especialmente en
Alemania, un crecimiento. Rousseau había invertido uno de los términos
esenciales de la fe católica, negando el pecado original y, en consecuencia, la
necesidad de que el género humano necesitase una redención. El hombre es
por naturaleza bueno y son sólo los usos y costumbres de la sociedad quienes
le pervierten. Por su parte Herder, entre 1784 y 1791, había añadido que
tampoco pueden considerarse los seres humanos cómo iguales pues las
diferencias étnicas hacen objetivamente superior a la raza blanca, aria, lo que
explica que Europa sea la cultura más avanzada del mundo. Fichte, por su
parte, completando a Kant, enseñaba que la Historia tiene un origen y una
meta la cual, de acuerdo con el pensamiento liberal, coincide precisamente con
esta forma de cultura. Los pensadores de estas primeras décadas del siglo XIX
tendían a contemplar su propio tiempo como aquel que ha conseguido la plena
madurez.
El éxito que la difusión del liberalismo significó para algunos sectores católicos
en Norteamérica, Bélgica, Inglaterra e incluso Francia, en donde liquidaba las
amargas secuelas del galicanismo, hizo reflexionar a muchos católicos,
especialmente en los ambientes intelectuales franceses. Félicité de Lammenais
fue uno de estos; entre 1829 y 1830 experimentó una verdadera conversión
poniendo en ella el mismo énfasis con que defendiera hasta entonces el
ultramontanismo. En otras palabras entendía que los católicos debían
incorporarse al liberalismo. En Jully, cerca de París, precisamente en julio de
1830, reunió un grupo de cinco personajes, que llegarían a tener gran relieve,
que significaban una generación posterior a la suya (se trataba de Juan
Bautista Enrique de Lacordaire, Carlos de Montalembert, Felipe Gerbet, René
Francisco Rohrbacher y Prospero Luis Pascal Guéranger) y les propuso poner
en marcha un movimiento que fuese, a un tiempo, católico y liberal. Para
exponer sus ideas acordaron fundar un periódico, cuyo primer número salió a la
luz en el mes de octubre, y bajo el titulo de L'Avenir, colocaron el lema de «Dios
y libertad».
Nunca quiso ser obispo; sólo monje y no otra cosa. Por eso cuando el 2 de
febrero se pronunciaron en su favor treinta y dos de los cuarenta y un
cardenales, hubo de intervenir su confesor, el cardenal Zurla, general de los
camaldulenses, para exigirle, dentro de la penitencia, que aceptara el cargo.
Hubo de ser entonces ordenado obispo. Tal vez los cardenales no fueran
plenamente conscientes del paso que en 1831, como una repuesta a los
movimientos revolucionarios, estaba dando la Iglesia. Con Gregorio XVI se
inicia una trayectoria de Pontífices que, mediante Encíclicas, van dando
respuesta, desde la doctrina cristiana, a los problemas de todo tipo que se han
venido planteando. Con todos estos documentos que forman una nutrida
biblioteca, se podría hacer un texto único, respuesta de la Cristiandad a las
soluciones que idealismo, positivismo y marxismo, con abundantes secuelas,
han propuesto llegando a convertir el siglo XX en el más cruel de la Historia.
Ahora el Papa añadía cuatro puntos esenciales que sirvieron como base de
partida para una cada vez más amplia exposición de doctrina moral acerca de
la sociedad. Si se acepta como principio general, según muchos liberales
sostenían, que todas las religiones deben ser colocadas en el mismo plano de
igualdad, el resultado no podía ser otro que el indiferentismo. Y éste no puede
en modo alguno considerarse como un bien; ni judíos ni musulmanes
aceptarían nada semejante.
Gregorio XVI decidió responder al crecimiento que las leyes permitían creando
en Inglaterra cuatro vicariatos. De modo que Wiseman volvió a Inglaterra con
un encargo concreto, en su calidad de adjunto al de Londres: organizar
conferencias y reuniones para una transmisión oral, usando el modesto
calificativo de lecciones, y poner en marcha la prensa católica. De los dos
diarios por él creados, Dublín Review y The Tablet, el segundo alcanzaría con
el tiempo una gran resonancia. Pero en todo caso se trataba de mostrar actitud
de apertura hacia el anglicanismo; era más importante destacar los puntos de
coincidencia que los de divergencia. Por eso el nuevo vicario tuvo que librar
una autentica batalla contra los «viejos católicos» que no estaban dispuestos a
olvidar los tiempos de persecución. Wiseman contó con el apoyo de Gregorio
XVI y el sucesor de éste, Pío IX, le nombraría cardenal, el año 1850. Primado
de Inglaterra desde esta fecha, pasó a ser figura de relieve en la vida de
Europa. Las autoridades inglesas tenían que reconocer el profundo amor que
demostraba a su país.
De hecho, en media docena de importantes obras que vieron la luz entre 1852
y 1870, Newman iba a insistir en este punto. La trayectoria católica inglesa no
había mostrado vacilaciones hasta el desdichado asunto del divorcio de
Enrique VIII. Era preciso volver a tomar el hilo de la verdad. No tuvo que
cambiar su formación; en 1857 fue simplemente ordenado sacerdote en Roma
y nombrado cardenal en 1879. Él y Wiseman cambiaron el sentido de la
marcha: el catolicismo, gracias a ellos, pasaba a ser uno de los ejes para la
cultura británica. No compartían los proyectos políticos que, amparándose en el
catolicismo, estaban empezando a madurar entre la Iglesia de Irlanda.
Estos, que no podían olvidar las represalias sufridas diez años atrás al
intervenir la Santa Alianza, reclamaron la Constitución de 1812 e hicieron
alarde claro de agnosticismo. De modo que cuando isabelinos y carlistas se
enfrentaron en una guerra civil, tan cruel como suelen serlo las contiendas de
este tipo, se desató la primera de las persecuciones religiosas, desde el
gobierno, que secularizó los bienes eclesiásticos, y desde la calle. En julio de
1834 más de ciento cincuenta religiosos fueron asesinados en Madrid,
Zaragoza, Barcelona, Murcia y Reus, sin que los culpables de tal atropello
fuesen castigados. Pese a todo la jerarquía católica no retiró su obediencia a
Isabel II ni se pronunció en favor del otro bando. Algunos sacerdotes sí lo
hicieron en aquellas regiones más apegadas a los fueros. Uno de los diputados
más sobresalientes, Pascual Madoz, en su periódico, El Catalán, y en sus
discursos ante el Congreso, defendió abiertamente tales tropelías,
considerándolas como el antecedente imprescindible para el logro de la
libertad. Una terrible herida que nunca se cerraría del todo generando
corrientes de odio y de reciproca incomprensión.
La llegada al poder de los moderados, en 1844, permitió ganar un plazo de casi
dos decenios durante los cuales se afirmó también el pensamiento católico
español. Su figura más relevante es con toda seguridad Jaime Balmes, muerto
a edad temprana en 1848. Intentó alcanzar un acuerdo entre las ramas
dinásticas que pusiera fin a las discordias, sin conseguirlo. Su tesis era que la
desintegración de Europa y el comienzo de las discordias que dañaban
seriamente a la comunidad cristiana debía buscarse en el luteranismo; al
invertir los términos y rechazar la capacidad racional para el conocimiento
especulativo y el libre albedrío, había abierto paso a una corriente que llevaba
al relativismo, el liberalismo y, en definitiva al socialismo que somete al hombre
al poder de Estado. Balmes falleció el mismo año en que Marx y Engels hacían
público el Manifiesto comunista. En 1851, con la firma de un nuevo concordato,
se alcanzó una etapa de paz. Isabel II, bondadosa y débil, nunca dejó de
manifestarse profundamente católica.
10. Gregorio XVI, como todos sus antecesores, partía de la idea de que la
independencia de los Estados pontificios era indispensable para la
conservación de su propia libertad. El cautiverio a que los revolucionarios
franceses redujeran a los dos Papas de nombre Pío, significaba una
advertencia. Pero en el preciso momento en que tenía lugar el cónclave de su
elección, un movimiento liberal estallaba en Modena y se extendía rápidamente
por todos los territorios del norte de dicho principado. La república fue
proclamada en Bolonia donde se constituyó un gobierno provisional. Gregorio
trató de negociar con los rebeldes y fue rechazado. En aquellas revueltas que
duraron dos meses tomó parte un sobrino de Bonaparte llamado como él
Napoleón, que sería con el tiempo emperador de los franceses. Había olvidado
muy pronto la acogida que se diera a su abuela y a su padre en Roma.
No hubo apoyos desde el exterior de modo que la rebelión pudo ser fácilmente
domada. Las discordias entre los propios polacos impidieron además formar el
necesario frente único, de modo que, al final, como remate de una áspera
represión, el zar pudo anunciar al mundo que «la paz reina en Varsovia». Para
el Papa significaba un compromiso muy serio: ¿era posible, desde la doctrina
católica, recurrir a la desobediencia armada y violenta para defensa de la fe?
La respuesta primera, formulada a través del breve Superiori Anno, tenía que
ser negativa. El Pontífice recomendaba a los católicos retornar a la obediencia
de sus autoridades legítimas. El zar pudo presentar el breve pontificio, en el
verano de 1832, como una especie de respaldo a las decisiones que asumiera.
Una interpretación que no era correcta.
11. Para Gregorio XVI, que había sido durante años prefecto de la
Congregación de la Fe, la dimensión más importante de la nueva Iglesia estaba
en las misiones. En cierto modo puede decirse que eran la consecuencia de la
separación entre Iglesia y Estado. Hasta entonces la evangelización era un
cometido de las Monarquías católicas. Ahora tenía que ser asumida
directamente, apartándose de los esquemas de la colonización que ahora
dominaban en Europa. La fórmula escogida por Gregorio XVI consistía en crear
una nueva forma de jerarquía, los vicariatos, dependientes de la Congregación
y aplicable a todos los países que pasaban a considerarse como tierras de
misión. Más de cuarenta y cuatro fueron establecidos durante este Pontificado.
Esto no significaba que en territorios ya directamente administrados por las
potencias no se prefiriera el establecimiento de sedes episcopales.
En 1823 recibió un encargo concreto –es el año que marca el cambio desde
Pío VII a León XII– consistente en viajar a Chile como delegado apostólico e
informarse de las circunstancias que acompañaban la independencia de las
nuevas naciones de Iberoamérica. Era precisamente el momento en que los
liberales en España se habían hecho dueños del poder, del que pronto serían
desalojados por las fuerzas de la Santa Alianza. Al pasar por Mallorca las
autoridades españolas detuvieron al legado aduciendo que no tenía el permiso
correspondiente. No tardaron en disponer su libertad reanudando de este modo
su viaje. Durante dos años pudo recorrer Chile y los antiguos virreinatos del
Plata y Perú, recabando una información que la Curia consideraba muy valiosa.
Dotado ahora de buena experiencia, en especial relacionada con el ejercicio de
la caridad, monseñor Mastai se convirtió en uno de los predicadores que
gozaba de mayor audiencia en Roma.
Para sus contemporáneos lo sucedido era que por primera vez un Papa liberal
iba a ceñir la tiara. Si entendemos el término liberal en el sentido que
comúnmente damos a esta palabra, es decir, abierto y generoso, el calificativo
es correcto. No lo es, en cambio, si como Lambruschini y los tradicionalistas
españoles lo entendieron, que adquiere un significado político. Pío IX acogería
la desaparición de los Estados pontificios como un gran revés para la Iglesia y
sobre todo para su cabeza. Los datos que se han ido recogiendo para su
proceso de beatificación, reabierto en 1954 después de una etapa de
abandono, nos demuestran de qué modo estableció lo que podíamos llamar el
horario tipo en la jornada de un Pontífice al que sus sucesores prácticamente
se sujetaron. Cada mañana, despertado a las cinco, tras un descanso que no
sobrepasaba las seis horas, sin que esto ejerciera efectos negativos sobre su
salud, dividía su tiempo en cuatro etapas, siendo la más importante y larga la
que dedicaba a la oración. Establecía de este modo un principio esencial: la
tarea más importante para el sucesor de Pedro estribaba en colocarse en la
presencia de Dios. Rezaba el rosario y las partes correspondientes al breviario
paseando por los jardines o pasillos de su residencia.
Fue para él un percance muy serio el bloqueo establecido en 1870, ya que con
anterioridad a esta fecha, hacía frecuentes paseos por las calles de Roma,
tratando de acercarse a sus súbditos o conversando con los niños, como en
Ímola ya hiciera. En la mañana, entre las nueve y las dos despachaba la
correspondencia y se ocupaba, con los prefectos de las Congregaciones, de
los asuntos ordinarios de la Iglesia. Pero eran las tardes, entre cinco y nueve,
cuando se intensificaba su trabajo. En éste había siempre, además de las
referencias a la fe, una preocupación por la caridad. Venía de antaño, desde
sus tiempos de sacerdocio: atender a los pobres, entendiendo por tales no sólo
los que carecen de medios materiales, sino los que necesitan el consuelo y la
ayuda para encontrar la fe que es la que hace plenamente hombres.
Todo ello iba a crear precedentes. Hoy los Papas se mueven por el mundo
arrastrando multitudes. Pero esta tendencia tiene sus raíces precisamente en
Pío IX que, durante ocho largos años sería un cautivo tras los muros de su
palacio. Y fue entonces cuando se convirtió en cabeza y modelo para toda la
Cristiandad, precisamente porque había sido despojado de aquellos poderes
temporales que en el fondo eran un obstáculo. Ya Pío VI, y Pío VII, en
condiciones mucho más duras de cautividad, habían tenido ocasión de vivir
parecidas experiencias.
Pío IX recordaba muy bien algo que sus antecesores ya explicaran: la libertad
de conciencia –nadie puede ser obligado o impedido en relación con su fe– no
debe confundirse con la libertad para no tener conciencia. Y el deísmo, que
atribuye a la razón humana la creación de todas las religiones, es simplemente
un manantial de errores. No se oponía a las demandas del liberalismo en
relación con las formas de gobierno. Al contrario, en el curso del año siguiente
emprendió una tarea de modificación de las estructuras de los Estados
pontificios, abriendo puertas a los ferrocarriles, a la industria, a los primeros
medios de comunicación e incluso creando una especie de gobierno cuya
presidencia fue encomendada al cardenal Jacobo Antonelli, que contaba con
muy buena experiencia.
Pero en 1848 casi toda Europa se vio sacudida por una nueva onda
revolucionaria que derribó la monarquía liberal de Luis Felipe, obligó a destituir
a Metternich y puso en marcha una nueva tendencia del nacionalismo, no hacia
la unión, como era el caso de Alemania e Italia, sino hacia la separación en
Escandinavia y sobre todo en el Imperio austro-húngaro, que seguía siendo la
gran reserva católica de Europa. Las demandas de los revolucionarios se
tornaron esta vez más radicales, si bien sólo en Francia se produjo la
sustitución de la Monarquía por la República.
De este modo se planteaba, para los siguientes ochenta años, la que los
políticos calificarían de «cuestión romana». Las adhesiones a Pío IX
descendieron bruscamente. En esta dirección contribuyó también el hecho de
que esta guerra, en la que Piamonte hubo de combatir solo –había simpatías,
pero sin que se tradujesen en apoyo material–, se cerró con dos derrotas para
los italianos, Custozza (1848) y Novara (1849). El Imperio austro-húngaro
había conseguido recuperarse de los daños causados por la revolución y de
nuevo el emperador contaba con fuerzas militares considerables. El rey Carlos
Alberto entregó la corona a su hijo Víctor Manuel II y abandonó el país. Con
esta abdicación se cerraba el tiempo de predominio de los elementos
moderados. Ahora Mazzini y Garibaldi pasaban a ser los hombres fuertes. Ellos
demolían la imagen del Papa «liberal» y planteaban la cuestión en otros
términos. La unidad de Italia debía lograrse desde el interior lo que significaba
que Roma tenía que pasar a convertirse en la cabeza de la nueva Monarquía.
Como nos recuerda el gran novelista Lampedusa, era imprescindible que todo
cambiase para que nada cambiara en realidad. Tal fue el designio político de
Camilo Benso, conde de Cavour, que desde el año 1852 asume las funciones
de primer ministro en un reino que ya identifica con Italia. Ante todo era
imprescindible lograr una alianza con Napoleón III, que garantizase la
neutralidad británica e hiciera posible la derrota de Austria, repitiendo las
hazañas del primer Napoleón. Además era oportuno sembrar laicismo
despojando al Papa de aquel prestigio que en los últimos cincuenta años
adquiriera. Y utilizar a los rebeldes garibaldinos si bien con el propósito de
eliminarlos tan pronto como la unidad política se hubiera conseguido. Una Italia
para lo que sobrevivía de la nobleza y para la alta burguesía de los nuevos
empresarios. Una Italia también que eludiera cualquier compromiso con el
catolicismo sin perseguirlo, desde luego.
Para Pío IX, el mayor peligro que estaba sufriendo entonces la sociedad
europea venía, precisamente, del indiferentismo religioso. La aconfesionalidad
que preconizaban los sistemas liberales, conducía sin demora al ateísmo, pero
éste es una negación. Es seguro que el cristianismo posee una verdad cierta y
absoluta que le ha sido revelada por el mismo Dios, pero, en este sentido, las
otras religiones comparten con él una parte, aunque sea mínima, de esa
verdad, mientras que el ateísmo es un vacío, una carencia y una negación
absoluta. En el mismo sentido, aunque faltaban aún dos años para la
publicación del Manifiesto comunista, el Papa denunciaba el comunismo como
contrario al derecho natural, pues niega las dimensiones esenciales de la
persona humana, reduciendo a las criaturas a meros individuos dentro del
grupo. Frente a estos peligros que acechaban a Europa –y de esto no podía
dudarse– el remedio estaba en una perfecta formación del clero para que
actuase con el ejemplo y la palabra.
La idea era ahora más amplia y más profunda. Era imprescindible presentar
una respuesta a las doctrinas que se difundían en nombre de una «moderna
civilización». Una comisión comenzó a trabajar en el texto de una encíclica,
Quanta cura, a la que se añadiría una lista de 80 proposiciones (Syllabus) que
contradecían la doctrina de la Iglesia y de una manera especial los derechos
naturales humanos que venía defendiendo desde mediados del siglo XIV, como
una consecuencia del planteamiento racional del tomismo. En junio de 1863 el
texto estaba concluido y copias del mismo se entregaron a los obispos a fin de
que pudieran formular sus propuestas. Un clérigo de los que prestaban servicio
en el Vaticano pasó dicho texto a un periodista y de este modo pudo publicarlo
un diario de Turín en ese mismo año, acompañándolo de críticas y denuncias
de muy elevado tono. La Iglesia y, en general, la religión cristiana, era
denunciada como un peligro para la libertad, que se identificaba definitivamente
con el laicismo y con el relativismo ético.
Por primera vez se había escogido la iglesia de San Pedro del Vaticano como
escenario pare las reuniones. Quedaba de este modo patente la sumisión de la
Iglesia universal al Papa. Una tercera parte de los asistentes, que sumaban
setecientos obispos, ya no eran europeos. Pese a las dificultades en las
comunicaciones se hacía patente la universalidad de la Iglesia. De algún modo
todos los Continentes se hallaban allí representados. El trabajo fue intenso y
las esperanzas se ampliaron. Sin duda iba a salir de allí la definición clara de la
doctrina cristiana en relación con cada uno de los problemas del mundo
moderno. Pío IX escogió para la sesión inaugural la fecha del 8 de diciembre
de 1869 porque era la fiesta de la Inmaculada.
Pío IX, que había fulminado la excomunión contra Víctor Manuel II y sus
colaboradores, publicó una bula, Ubi nos (14 de mayo de 1871) rechazando la
Ley de Garantías precisamente porque no significaban tal cosa. Aprobada por
un Parlamento podía ser modificada o revocada en cuanto los partidos políticos
así lo deseasen. Fue más lejos al prohibir a los católicos participar en la vida
política de la nueva Monarquía, de modo que no podían ser electores ni
elegidos, lo que venía a significar un apartamiento que prácticamente liquidaba
los proyectos neogüelfos y moderados. Se encerró en el Vaticano, cuyos
límites las tropas italianas respetaron, y pasó a ser un prisionero de sí mismo.
Naturalmente él sabía que esta situación no podía prolongarse indefinidamente
de modo que, hasta febrero de 1878 en que ambos interlocutores fallecieron,
mantuvo correspondencia con Víctor Manuel disponiendo incluso que éste
pudiera contar con los servicios espirituales de un sacerdote en los momentos
finales de su existencia. Pío IX dijo en confianza a algunos de sus
colaboradores que a quienes le sucedieran en el solio correspondería hallar
una solución más adecuada, porque la independencia del Papa era,
precisamente, lo que se hallaba en juego.
Puede decirse, como apunta Javier Paredes en uno de sus mejores estudios,
que «el magisterio de Pío IX no estuvo nunca condicionado por intereses
humanos o temporales». De hecho, continuando la tarea de aquel Papa cuyo
nombre tomara, sentía el empeño de llevar a cabo una restauración de la
Iglesia, pero colocando las dimensiones espirituales por encima de cualquier
otra consideración. Sus ataques al desvío que significaba aquella tan elogiada
cultura de la modernidad demostraron, sin tardar mucho, que eran
absolutamente acertados. Europa se aproximaba ahora a los años difíciles, de
los que la sangrienta guerra de Crimea había sido únicamente un prólogo. A las
potencias que fueran Francia, Inglaterra y Rusia, herederas del afán de dominio
de Bonaparte, se sumaban ahora otras dos, Alemania e Italia. Y a todas
Bismarck invitaba a compartir la empresa de someter África a un dominio
colonial –no se trataba de fundar nuevas naciones como en América sino de
obtener recursos materiales sin explotar– que acabaría generando nuevos
enfrentamientos.
Habría que añadir otras muchas congregaciones orientadas a las misiones, que
partían en general de aquellos países como Holanda o Inglaterra, más
comprometidos en la colonización de África, ya que a los católicos de dichos
lugares preocupaba de modo especial la utilización de dicha presencia como
un medio para abundar en los beneficios de la fe. A fin de cuentas, desde el
punto de vista cristiano ningún bien puede procurarse a poblaciones primitivas,
y ahora sumisas al poder colonial, que la vida del espíritu. Como las misiones
venían siempre acompañadas de obras de beneficencia y educativas, los
gobiernos coloniales procuraban no poner obstáculos y, en ocasiones, incluso
prestar apoyo. Entre las dos comunicaciones que se intentaron, en relaciones
con los pueblos africanos, la técnica y la espiritual, no cabe duda de que la
segunda fue la más importante. Y en este terreno destaca la iniciativa de
Carlos Lavigeria, Sociedad de misioneros de Nuestra Señora, vulgarmente
conocida como Padres Blancos, que intentó afianzar el cristianismo en los
territorios franceses del norte de África.
Desde finales de 1877 la salud del Papa, que contaba ya entonces ochenta y
seis años de edad, comenzó a declinar. La coincidencia con la muerte de Víctor
Manuel II, que había retornado al seno de la Iglesia, suspendiéndose la
excomunión, es un dato histórico importante. Con su fallecimiento, el 7 de
febrero de 1878, se cerraba un capítulo importante en la Historia de la Iglesia.
Las reformas iniciadas por Pío VII habían alcanzado su madurez. La pérdida de
los Estados Pontificios demostraba, también, que era una vida nueva la que
aguardaba ahora a la Sede romana.
Tenía once años cuando, para celebrar el Año Santo, sus maestros le eligieron
para que compusiera y leyera un mensaje en latín delante de León XII. Como
es natural no podía sospechar que un día habría de tomar para sí ese mismo
nombre. Sin embargo, impulsado por los jesuitas inició una carrera eclesiástica
de amplias perspectivas ingresando en la Academia de Nobles. En 1837
completaría brillantemente sus estudios con un doctorado y la ordenación de
sacerdote; antes de que concluyera el año recibió de Gregorio XVI el
nombramiento de prelado doméstico. Los zelanti fijaron en él su atención: era
la joven promesa en unos años que se presentaban bajo el signo de la
dificultad. Entre 1838 y 1843 se le encomendaron en Benevento, Spoleto y
Perugia, funciones de gobierno que implicaban la represión del bandidaje y del
contrabando, aplicando medidas correctoras. Gregorio XVI visitó Perugia donde
fue admirablemente recibido y agasajado; pudo comprobar la eficacia con que
Pecci trabajara y decidió incorporarlo a sus propias tareas, nombrándole nuncio
en Bélgica en un momento en que este reino iniciaba el primer tramo de su
conquistada independencia.
Desde 1871 venía funcionando en Italia la Opera dei Congressi e dei Cimitati
Cattolici que, tratando al principio únicamente de defenderse de la nueva
situación, acabó derivando hacia la búsqueda de unidad entre los católicos
incluso en el terreno político, algo que chocaba en parte con la doctrina de la
Iglesia que reconoce la pluralidad en las acciones. Desde 1898 destacó como
dirigente un sacerdote de veintiocho años, Romolo Murri, doctor por la
Universidad Gregoriana, que consideraba la pérdida de los Estados Pontificios
como «el misterio de la historia interna y del futuro de la Iglesia». En
consecuencia las organizaciones católicas debían poner todo su empeño en
combatir al Estado laicista. A él se uniría entre otros don Luigi Sturzo, que
incrementaba las exigencias hacia una acción social en favor de los pobres. En
los Congresos que se celebraron entre 1897 y 1901 se empleó ya el término
«democracia cristiana» que haría fortuna. León XIII dispuso, dentro de la
Congregación para Asuntos extraordinarios, que se estableciese una comisión
a fin de ordenar estos movimientos católicos; eran muchos los que apoyaban el
pensamiento de Murri invocando el modelo alemán en la lucha contra la
Kulturkampf, y en el establecimiento del Zentrum.
Don Luigi Sturgo acató las disposiciones pontificias y siguió trabajando en los
movimientos católicos orientados a una tarea de formación en la conciencia
social. León XIII le nombraría secretario general de la Acción Católica que
entonces nacía como una plataforma para la participación de los laicos en la
vida de la Iglesia. Como es bien sabido la Acción Católica que crecería
extraordinariamente en la siguiente generación fue la plataforma para las
nuevas organizaciones laicales consagradas definitivamente por el Concilio
Vaticano II. En 1919 don Luigi creó el Partido Popular, que sustentaba los
ideales de la democracia cristiana y, desde él emprendió una lucha contra el
fascismo que le obligaría a exiliarse. Aunque no intervino directamente en la
política al regresar a Italia, fue hasta su muerte (1955) una especie de mentor
para la nueva Democracia Cristiana.
Uno de los primeros gestos del nuevo emperador fue, como dijimos, viajar a
Roma para celebrar una larga entrevista con el Papa en la que ambos tuvieron
la oportunidad de intercambiar ideas para un programa que debía comenzar
precisamente con el relevo de Bismarck y el reconocimiento del Zentrum como
principal partido, en buen de entendimiento, para los problemas importantes,
como la reforma del ejército, con liberales y socialdemócratas. La crisis, muy
grave, que en 1903 sacudió al Partido, restó a éste muchas posibilidades. Por
otra parte la doctrina expuesta por el Papa alejaba a bastantes católicos ya que
no era preciso reconocer que el Zentrum contara con la univocidad de los fieles
a la Iglesia; otros partidos podían atraer sus votos compartiendo algunas de
sus demandas, en relación con una reforma del Estado. Las corrientes de la
democracia cristiana, que era todavía una doctrina y no un partido,
comenzaban a difundirse en Alemania. De todas formas eran años que
presenciaban un incremento del vigor intelectual en el catolicismo germánico, lo
que resultaba verdaderamente importante desde el punto de vista de León XIII.
León XIII no quería que en España se organizase un gran partido católico que
continuase en la línea de un tradicionalismo radical. Por eso cuando Alejandro
Pidal creó la Unión Católica, a la que se adhirió con entusiasmo Menéndez y
Pelayo, el Papa hubo de mostrarse templado en sus elogios para evitar una
guerra entre ella y los carlistas. Por las mismas razones en 1885 prestó todo el
apoyo posible a María Cristina para que pudiera ejercer la regencia de Alfonso
XIII, hijo póstumo. Lo que verdaderamente importaba al Pontífice era conseguir
una mejor preparación del clero fomentando los seminarios, reforzando la
Universidad Pontificia de Salamanca, otorgando a Comillas el rango de Instituto
Pontificio y creando en Roma el Colegio Español.
Por esta vía, y mientras Francisco Giner de los Ríos creaba la Institución Libare
de Enseñanza, que llegaría a desarrollar una gran labor intelectual desde el
laicismo y la influencia masónica, el catolicismo español experimentaba
mejoras muy considerables en la calidad, abriéndose además, en muchos
sectores, a una actitud liberal en el sentido clásico del término. Los
tradicionalistas, herederos del carlismo, no cesaron en su actitud crítica
llegando a calificar de liberal al cardenal primado de Toledo, Sancha, pero el
Papa y la Secretaría de Estado no se dejaron conmover por ello. Tímidas al
principio, comenzaban a surgir pequeñas organizaciones al amparo de la
doctrina de la Rerum novarum. Y el catolicismo español produjo entonces una
de sus figuras más brillantes, don Marcelino Menéndez y Pelayo. Para él las
corrientes del laicismo, que comenzaban a cruzar la frontera, no eran
únicamente una amenaza para la fe sino la negación de la misma España. Si
un día –afirmaba– esa fe llegara a perderse la unidad estallaría en mil pedazos,
retornando al régimen tribal. Una experiencia de este tipo se había vivido ya
con la primera República.
León XIII veía en esta actitud, que también adoptarían algunos obispos
españoles, un peligro: no es conveniente identificar al catolicismo con una de
las dos formas de Estado que se hallaban en disyunción. León XIII acudió en
auxilio de las conciencias mediante una encíclica, Au milieu (16 de febrero de
1892) escrita precisamente en francés para que no hubiera dudas en cuanto a
la referencia. Si la legalidad es republicana, los católicos deben respetarla,
pues no existe ninguna identificación entre ellos y la Monarquía. Una forma de
Estado queda siempre al buen criterio de los ciudadanos. Aprovechaba la
oportunidad para definir la libre opción que tienen los obreros cuando desean
constituir sindicatos y también el derecho a la huelga y otros recursos, siempre
dentro del orden moral, para defensa de sus intereses.
Por ejemplo, la encíclica Diuturnum (1881) recuerda bien las diferencias que la
Iglesia ha establecido siempre entre autoridad y poder. Ambos vienen de Dios,
de modo que uno de los más peligrosos errores consiste en creer que todo
cuanto los hombres establecen por medio de los cauces legales, es legítimo.
Error claro. Jesús ya explicó a Poncio Pilato que ni siquiera él tendría poder si
no se le hubiera dado de lo alto. La Inmortale Dei (1885) acepta la
conveniencia de una recíproca autonomía entre Iglesia y Estado pero sin
olvidar que los fieles son también súbditos y tienen derecho a que se les
permita ejercer funciones de acuerdo con su fe. A esto se refiere la libertad
religiosa, pues si nadie puede ser forzado a abrazar determinadas creencias,
tampoco puede ser impedido u obstaculizado en las mismas.
Otro documento pontificio, en este caso bajo la forma de una carta apostólica,
Testem benevolentiae (enero de 1899) se enfrentó con un problema derivado
de la sociedad capitalista. Al publicarse en Estados Unidos una biografía del
santo fundador de los paulistas, Isaac Tomás Hecker, se introdujo un prólogo
que causó cierto escándalo entre los obispos y desde luego en el Vaticano.
Pues se pedía en él una reforma de la Iglesia a fin de acomodarla al mundo
moderno pasando del pasivismo que se identificaba con la oración,
contemplación y penitencia, a un activismo que daba primacía prácticamente
absoluta a las obras. En otras palabras se recomendaba sustituir las virtudes
sobrenaturales por las naturales, la caridad por la filantropía, convirtiendo a la
Iglesia en una sociedad benéfica. Hay bastante semejanza entre este activismo
norteamericano y el modernismo que se estaba difundiendo por Europa, ya que
uno y otro reclamaban una modificación radical de la doctrina a fin de
acomodarse a las circunstancias del mundo moderno. Los obispos y sobre todo
los paulistas respondieron muy positivamente a las advertencias de León XIII y,
de momento, la cuestión parecía resuelta. Algo, sin embargo, permanecía en el
aire y afectaría a las generaciones futuras, la minusvaloración de la vida
religiosa y, con ella, de la comunicabilidad entre trascendencia e inmanencia
para poner el acento en la actividad que los seres humanos son capaces de
desarrollar.
Esta política planteaba a León XIII un problema, que no era nuevo aunque se
revestía de condiciones distintas de las hasta entonces imperantes. Sobre la
Sede romana recaía ahora una fuerte responsabilidad: había que promover los
medios que se necesitaban para realizar esa tarea en la que participaban las
antiguas Órdenes religiosas al lado de otras especialmente creadas para la
ocasión. Este fue el tema de la encíclica Sancta Dei civitas (3 de diciembre de
1884) que hacía una referencia lejana a la doctrina de san Agustín. Durante las
operaciones emprendidas por españoles y portugueses desde el siglo XVI, la
Iglesia había sostenido un programa consistente en legitimar primero el
establecimiento de nuevas autoridades católicas que, posteriormente, se
encargaban de organizar el entramado de la jerarquía en los nuevos reinos
incorporando después a los indígenas que eran bautizados. Ahora la situación
había cambiado. Con la sola excepción de Argel, convertida en territorio de la
República francesa, las potencias europeas establecían un sistema de dominio
que conservaba la vida tribal. No eran católicas, en su mayoría, y desde luego,
no se proponían la conversión de los aborígenes, aunque esto les pareciera
favorable a sus intereses. Una minoría era enviada a estudiar a Europa en
donde adquiría una formación que no era en modo alguno religiosa, sino laica.
Frente a todos estos problemas asaltaba a León XIII otra preocupación. Había
pasado el tiempo de la división política entre las tres cristiandades, católica,
ortodoxa y evangélica y los Estados, con mayor o menor fuerza, abogaban por
una separación entre Iglesia y Estado. Es cierto que esta nueva mentalidad
presentaba ciertos aspectos ventajosos ya que permitía a las comunidades
católicas crecer y vigorizarse en otros países. Pero para que el cambio
respecto al mundo moderno fuese verdaderamente eficaz, era necesario lograr
que, de alguna manera, aquellas comunidades que proclamaban a Jesucristo
como redentor, se uniesen. Los teólogos e historiadores podían profundizar en
los aspectos comunes, que eran mucho mayores de lo que durante siglos se
creyera, pero era imprescindible descender a un terreno práctico buscando el
entendimiento y la colaboración. León XIII dio un primer paso, todavía poco
significativo al crear una Comisión pontificia que retomando esfuerzos del
pasado, comenzara a trabajar sobre la fórmula de la reconciliación entre todos
los cristianos partiendo siempre de la fe revelada. Un tema sobre el que se
volvería más tarde.
Sobre León XIII influyeron desde luego los acontecimientos vividos en Lourdes,
que se estaba convirtiendo en un gran centro de peregrinaciones y en
instrumento sumamente eficaz para la lucha contra el laicismo. A esta doctrina
el Papa oponía los valores esenciales de la Iglesia que descubre una íntima
relación entre el Trascendente absoluto, Dios, y el hombre, ya que ella es el
misterio que revela la presencia de Cristo, a través de una mujer, María, que
debía ser reconocida como la más valiosa de las criaturas, inmaculada en su
Concepción. De ahí que insistiera en poner el acento en el culto eucarístico,
iniciando la celebración de Congresos anuales que pasaban de una a otra
ciudad, a partir de Lille (1882). También insistió en la devoción al Sagrado
Corazón una forma gráfica de mostrar a los hombres que Dios es amor. En
todos sus documentos doctrinales mostraba extraordinaria devoción a la
Sagrada Familia, y a su cabeza, San José. De un modo especial recomendaba
el rezo del Rosario porque era la devoción dedicada especialmente a María.
En 1884 fue nombrado obispo de Mantua, y a esta tarea dedicaría, con singular
empeño, los siete años siguientes de su vida. Era una diócesis que sufría
efectos de mucho tiempo de abandono. Sarto comprendió muy bien que el
futuro de la misma dependía de que lograra constituir un gran equipo de
sacerdotes. Tomó por ello una decisión muy singular: hacerse personalmente
cargo de la dirección del seminario, en donde impartía clases en aquellas
disciplinas que carecían de adecuados profesores, y mantener contacto directo
con cada una de las parroquias, celebrando misa, confesando y haciendo
catequesis; un modo de demostrar al clero parroquial que nada hay tan
importante como estas tres dimensiones en la labor del sacerdocio. Paseaba
por las calles de Mantua y mantenía una relación directa con los pobres, a los
que prestaba ayuda. Su fama era tal que en 1891 León XIII le ofreció la sede
patriarcal de Venecia, lo que significaba también el capelo. Sarto rehusó: la
humildad era el servicio mejor a la misericordia. Muchos no lo entendieron:
¿cómo era posible que alguien renunciara a esta promoción que muchos
contemplaban con envidia?
Por lo tanto aplicó los mayores recursos de que ahora disponía a sembrar
doctrina en torno a ese eje esencial de la Eucaristía como León XIII estaba
también procurando. En 1897 convocó una gran Congreso Eucarístico. No se
trataba únicamente de reparar daños a los sagrarios como se cometían, sino
en valorar positivamente la presencia real de Cristo en la Eucaristía. De ahí que
decidieran cambiar las normas recomendando la comunión frecuente a los
adu1tos y adelantando la edad en que los niños pudieran recibirla al uso de
razón.
Dejando a un lado las críticas que por estas razones contra el Papa se
dirigieron, es importante señalar que en esa misma encíclica hay ya un
programa de acciones concretas a realizar. No se trataba únicamente de
condenar errores, ya que lo importante, a su juicio, era construir desde el
interior de la Iglesia poniendo atención sobre toda la tierra desde aquel rincón
del Vaticano en donde permanecía aún encerrado. Lo más importante, a su
juicio, era conseguir una renovación de la vida cristiana y un refuerzo de la
íntima relación con Cristo. Naturalmente había en este programa, en el que la
comunión frecuente desempeñaba papel esencial, aspectos que podían ser
mal entendidos en un siglo de revoluciones, que preconizan alcanzar la
sociedad perfecta «en este mundo» cuando el mensaje evangélico al que San
Pío X se ceñía, advierte precisamente lo contrario; ya Jesús lo había dicho a
aquel áspero funcionario de segunda fila, el procurador imperial Poncio Pilato:
mi reino no es de este mundo. Una advertencia que aparece en todos los
escritos del Papa Sarto. No es misión de la Iglesia resolver los problemas
temporales sino guiar a los hombres hacia Dios. Insistiendo, sobre todo, en ese
otro punto que señala el camino a la doctrina social: debajo de los problemas y
conflictos encontramos siempre un substratum ético; si el hombre obedeciera
los mandatos de Dios muchos de estos problemas ni siquiera habrían llegado a
plantearse.
4. Entre los numerosos consejeros que rodeaban a San Pío X, todos los cuales
eran motejados de conservadores, destacaban especialmente tres: José
Calasanz Vives y Tutó, capuchino, que llegaría a ser prefecto de la
Congregación para los religiosos, el cardenal Gaetano de Lai, prefecto de la
Congregación consistorial, a quien se encomendó la reforma de la Curia, y el
cardenal Rafael Merry del Val, también español, que fue Secretario de Estado
durante todo este pontificado. Todos ellos coincidieron en la necesidad de tratar
con sumo rigor las desviaciones que se introducían con el modernismo. Vives
pertenecía a aquel grupo de intransigentes españoles que se agrupaba bajo el
lema de que «el liberalismo es pecado». Merry, que tenía sólo 37 años cuando
asumió su cargo, fue probablemente el más adicto al Papa que depositó en él
una absoluta confianza.
Entre los varios proyectos de ley que la Cámara debía discutir figuraba la
supresión de las Órdenes religiosas, al considerarlas como desobedientes al
Estado y contrarias al control que éste deseaba establecer sobre toda la
sociedad. Combès comenzó a preparar esa Ley fundamental que debía
titularse de Separación eliminando siglos de Historia. Pero entonces estalló el
escándalo: se descubrieron listas de personas a las que, sin méritos, debía
promocionarse, mientras otras tendrían que ser paralizadas en su carrera. Este
escándalo de los amigos o adeptos fue manejado contra Combès que hubo de
dimitir en 1905. El laicismo no detuvo por ello su marcha. Maurice Rouvier
consiguió, el 9 de diciembre de 1905, que la Ley de Separación fuese
aprobada. No detuvo, pese a todo, la afluencia de peregrinos a Lourdes.
Los sucesores de San Pío X insistieron cerca de Romolo Murri para conseguir
de él una verdadera conversión, que se produjo en 1943, pocos meses antes
de su muerte.
Merry del Val, que defendía una colaboración cada vez más estrecha con
Guillermo II, se mostró muy poco partidario de las tesis formuladas en la
asamblea de Colonia. Ello no obstante, desde 1906 hasta el comienzo de la
guerra, las corrientes del interconfesionalismo fueron creciendo, deshaciendo
en parte la unidad y debilitando al Partido. Guillermo II aprovechaba las
oportunidades que le brindaban los acuerdos con la Santa Sede para
incrementar la proporción de obispos de origen prusiano en los que hallaba
apoyo. En las elecciones de 1912 todos los partidos contrarios decidieron
establecer una cerrada alianza anti-Zentrum que consiguió arrebatar a éste la
primacía que hasta entonces poseyera en la Dieta. Esta derrota no fue seguida
por ninguna tendencia al laicismo como sucediera en Francia, pero sí significó
el traslado del Zentrum a una posición secundaria. En adelante, sin retirar el
apoyo al kaiser, su influencia iba a depender de los convenios que pudiera
llegar a establecer. Veremos el desdichado papel que jugó en 1933.
En este momento, y en una estrecha relación con Merry del Val, un jesuita,
Ángel Ayala, partiendo de la encíclica Il fermo propósito a la que tantas veces
hemos aludido, tomó la decisión de fundar en España un movimiento capaz de
situarse por encima de los partidos al que decidió llamar Asociación Nacional
Católica de Jóvenes Propagandistas. Sus siglas darían origen al término
ACNDP, conservado hasta el día de hoy. En el acto fundacional, que se celebró
el 3 de diciembre de 1909, en el Colegio de la Compañía de la calle Areneros,
tomaron la medalla correspondiente diecisiete personas, todos varones,
otorgando la presidencia del grupo a un joven intelectual que entonces cumplía
23 años llamado Ángel Herrera Oria. Merry del Val encomendó al cardenal
arzobispo de Toledo, que tenía sobre sus hombros la responsabilidad de la
Acción Católica, que hiciese llegar a los propagandistas las instrucciones que el
Papa deseaba se cumpliesen al máximo.
Los grandes directores del modernismo eran todos sacerdotes ya que trataban
de cambiar el sentido de la misión a ellos encomendada, sin renunciar a ella.
Junto a Romolo Murri, que se volcaba sobre todo en las demandas sociales,
debemos colocar al francés Alfredo Loisy, que llegó a ejercer notable influencia
también en España, el británico Jorge Tyrrel, SJ, y el italiano Ernesto
Buonaiutti. Todos ellos destacaron de manera especial por dos dimensiones: el
gran número de alumnos que dejaron que sus doctrinas, aunque fuese de
modo parcial, penetraran en sus enseñanzas, y la voluntad firme, a diferencia
de los herejes de antaño, de permanecer dentro de la Iglesia. No pretendían
crear una secta o una nueva Iglesia sino convertir a ésta a su doctrina de la
modernidad. Esto tornaba sumamente difícil la solución: no se trataba de
denunciar una afirmación concreta sino de combatir una actitud que pretendía
ofrecer a la fe una nueva interpretación. El modernismo lograría por ello
sobrevivir, uniéndose a otras corrientes posteriores que se autopresentaban
como «progresistas» frente a los «tradicionales». Es bien sabido que la palabra
progreso goza de excelente reputación.
Los últimos días de la vida del Papa santo se vieron amargados por el anuncio
de la guerra que sería Grande. El 2 de agosto, cuando acababan de iniciarse
las hostilidades, publicó una exhortación, Dum Europa, que tenía el profundo
valor de un presagio. Para la vieja Europa aquello significaba el fin. No podía
hacer ya otra cosa que hincarse de rodillas y rezar. Su final llego en la
madrugada del 20 de agosto de 1914 dejando a su sucesor una pesada
herencia.
Como obispo de Bolonia realizó una tarea que le atrajo fama y afecto entre sus
diocesanos. Buscaba la cooperación de los párrocos, visitando cada una de
sus parroquias y participando de este modo en una vida que, al margen de la
evolución política, creaba en los italianos conciencia católica. En la catedral
tenía su confesionario en el que permanecía muchas horas haciendo posible a
los fieles llegar a un contacto directo. Los congresos diocesanos tenían en su
programa otro papel importante que era precisar la doctrina acomodándola a la
solución de los problemas concretos de cada régimen. Merced a obispos de la
calidad de della Chiesa se iban borrando los efectos del laicismo que nunca
revistió en Italia la importancia y rigor que en Francia. El 25 de mayo de 1914,
en la última de las promociones por él efectuadas, recibió el capelo
cardenalicio.
Casi todos los cardenales pudieron viajar a Roma en aquel mes de agosto,
sacudido por la guerra en Europa. Italia aún no participaba en la contienda. De
modo que el conclave pudo comenzar el 31 de agosto con una asistencia de 57
cardenales de los 65 entonces existentes; un porcentaje que puede
considerarse elevado. En las conciencias de los reunidos pesaban sobre todo
dos preocupaciones: la de buscar los medios adecuados para frenar el peligro
del modernismo, ya que no eran suficientes las declaraciones doctrinales, y la
de mediar entre los contendientes para conseguir, al menos, paliar los daños
que una guerra moderna con recursos técnicos podía causar entre los
combatientes y también entre la población civil. El nuevo Papa podía contar
con el apoyo de España pero con muy poco más. Por dos tercios justos de
votos della Chiesa fue elegido Papa Benedicto XV. El anterior Pontífice de este
nombre había sido también obispo de Bolonia.
A esta confusa y doliente situación tendría que enfrentarse Benedicto XV, cuya
esplendida tarea humanitaria apenas ha sido tenida en cuenta. El 1 de
noviembre de 1914 publicó su primera encíclica, Ad Beatissimi, en la que, pese
a dedicar su mayor extensión al conflicto bélico, el lugar más importante lo
ocupa el modernismo contra el que previese en nuevos términos: no se trataba
únicamente de denunciar los errores como ya hiciera Pío X, sino «las
tendencias» y también «el espíritu modernista» que sobrevivían. Pues para él
las causas de la guerra se hallaban en los aspectos morales y en el desarrollo
del materialismo que había despertado las ambiciones de las potencias. Por
eso proponía, como solución única, que éstas, suspendiendo el uso de las
armas, se reuniesen a discutir en torno a una mesa, haciendo uso de los
principios jurídicos y no de otros recursos. Naturalmente el llamamiento del
Papa no fue escuchado; cada uno de los beligerantes montó una propaganda
como si la propuesta favoreciera al adversario. Solicitó Benedicto XV, al menos,
una tregua para el día de Navidad y aunque esta vez fue aplaudido, tampoco
fue escuchado: los disparos siguieron sonando aquel día 25 de diciembre de
1914.
Pocos meses más tarde, en una minúscula ciudad, Wadowice, nacía un niño al
que llamaron Karol Wojtila. Resucitaba Polonia en medio de tremendas
dificultades. Los soviets pretendieron someterla de nuevo mediante una
durísima operación militar que, tras la derrota de Kiev, alcanza las
inmediaciones de Varsovia en el verano de 1920. Todas las representaciones
diplomáticas abandonaron la capital temiendo las represalias, mientras
Pilsudski se preparaba para una batalla que al final ganaría. El futuro Papa
anunció que él permanecería en la nunciatura porque era imprescindible, en
aquella hora suprema, prestar apoyo moral a todos los católicos polacos.
Preparaba, entretanto, el texto de un concordato que él mismo llegaría a firmar
al convertirse en Papa. Su papel fue, en consecuencia, importante, en el
renacimiento de la conciencia histórica polaca, que tanta importancia tendría en
la obra posterior de Karol Wojtila.
Firmados los acuerdos de Versalles los aliados creyeron que la guerra era una
cuestión que podía sepultarse en el olvido. Sin embargo, en la mayor parte de
Europa la inquietud y el desasosiego persistían. Los nacionalismos renacían o
se iban extendiendo con marcadas tendencias al odio. Vacante ahora la
diócesis de Milán, por fallecimiento del cardenal Ferrari, Benedicto XV decidió
promover, al tratarse de la persona más indicada, al actual nuncio en Varsovia.
De modo que el 13 de junio de 1921 Achille Ratti, que ya figuraba como obispo
in partibus con título de Lepanto, se convirtió en arzobispo y cardenal. Resultó
imprescindible que permaneciera varias semanas en Roma, porque era preciso
resolver antes los asuntos pendientes. Y, después, durante un mes, se encerró
en Montecasino con los benedictinos a fin de hacer una preparación espiritual
más intensa; trataba de asumir, allí mismo, una de las más fuertes raíces de
Europa.
También estuvo en Lourdes, presidiendo la peregrinación nacional antes de
hacer su entrada en la sede el 8 de septiembre de 1921. Sólo cinco meses,
hasta febrero de 1922, pudo llevar las riendas de esta diócesis que despertaba
en él, como en la mayor parte de los historiadores católicos, la memoria insigne
de San Carlos Borromeo; en el fondo él mismo se consideraba un borromino,
habiendo estudiado con detenimiento la vida y la obra del más famoso de los
obispos del siglo XVII, cuando Lombardía se hallaba dentro de la Corona
española. De ahí el único acto importante que se asocia con su gobierno: la
fundación de una Universidad que abriría sus puertas el 8 de diciembre de
1921, cuando la Iglesia celebra la festividad de la Inmaculada Concepción.
4. Muchas fueron las razones que impulsaron la elección de Ratti a tan corto
plazo de su ingreso en el Colegio de cardenales. Destaquemos algunas de
ellas. En primer término la capacidad de trabajo que alcanzaba dimensiones
poco frecuentes entre sus coetáneos del mismo nivel. Era una forma de actuar
que transmitía a todos sus colaboradores, que le seguían con verdadero
entusiasmo. Al mismo tiempo demostraba una profunda y sincera fe,
recomendando siempre la oración como un medio para superar cualquier
dificultad. Cuando ya contaba 80 años seguía practicando las mismas normas
de piedad que se fijara a sí mismo en los comienzos del sacerdocio. Por último
es preciso insistir en su firme voluntad, asistida por una vida austera.
No fueron necesarios más de cuatro días para que el conclave otorgara los
votos necesarios para la elección de Achille Ratti que, de inmediato, anunció
que tomaba el nombre de Pío XI, en honor de su protector, el santo, y que
impartiría su primera bendición desde un balcón de la plaza, dirigiéndolo a todo
el mundo, urbi et orbi, lo que significaba una apertura hacia Italia con voluntad
de llegar a alguna clase de acuerdo con esta Monarquía poniendo así fin a las
disyunciones de 1870. Desde entonces este gesto en el balcón de San Pedro
se convertiría en norma usual. El cardenal Pedro Gasparri se hizo cargo de la
Secretaría de Estado hasta el año 1930, compartiendo con el Papa la idea de
que era conveniente llegar a la firma de concordatos, no sólo con países
católicos o de mayoría católica, sino con todos los demás. La Iglesia
necesitaba leyes fundamentales de esta naturaleza para poder moverse en
todos los países, ya que la comunidad católica iba creciendo como una
consecuencia también del abandono de la confesionalidad por parte de los
Estados.
Después de 1930 se produjo el relevo de Gasparri, y Eugenio Pacelli, que tan
importantes gestiones realizara en Alemania, asumiría una plena
responsabilidad que habría de continuar luego desde la silla de Pedro. Es
importante puntualizar: un concordato no significa el reconocimiento de plena
legitimidad al Régimen establecido en aquel Estado, sino una garantía de los
derechos que la Iglesia debe ejercer en connivencia con el principio de libertad
religiosa que el mundo occidental presentaba como una de sus bases
fundamentales. La destrucción del Imperio austrohúngaro obligaba a tomar
desde nuevas bases las relaciones con los países del Este. En total, Pío XI
conseguiría la firma de 23 tratados –no todos merecen el nombre de
concordatos– lo que significaba una reafirmación. Los más importantes fueron
con Francia (1926), liquidando el laicismo; con Italia (1929), resolviendo la
cuestión romana; y con Alemania (1833), dando unidad en todo el Reich a la
comunidad católica.
No todos los acuerdos se cumplieron de la misma forma: las autoridades
temporales trataban de servirse de ellos más que de servirlos, obteniendo
ventajas. Las negociaciones con Italia databan de algunos años atrás. Para la
Iglesia era indispensable que el Papa pudiera disponer de un suelo propio, con
independencia completa, y no bastaba para ello la ley de garantías que, por su
propia naturaleza era revisable. Un Estado vaticano tenía que ser reconocido,
siendo negociable la extensión que a él debía darse. En 1926 comenzaron las
negociaciones con Benito Mussolini que ejercía ahora un poder completo sin
tener en cuenta a los otros partidos políticos. De ellas se encargó, en nombre
del Papa, Francisco Pacelli, hermano de Eugenio, abogado de gran fama.
Las negociaciones condujeron a la firma de los Pactos Lateranenses, el 11 de
febrero de 1929. En realidad se trata de tres documentos. El primero es un
convenio entre el Estado italiano y el «Estado de la ciudad del Vaticano bajo la
soberanía del Romano Pontífice». Se trataba de un territorio muy reducido, que
incluía Letrán y Castelgandolfo, pero con la doble ventaja de ser absolutamente
independiente y carecer de los problemas políticos atribuidos al gobierno de
una amplia comunidad. A partir de este momento el Papa podría disponer de
embajadores, conservando los viejos títulos de nuncios, y también recibirlos.
Sería posible disponer de medios de comunicación, incluyendo un ferrocarril
para unos cuantos metros. El segundo era un concordato que permitía a la
Iglesia mantener enseñanza católica y ver reconocidos efectos civiles para los
matrimonios sacramentales. El tercero era una indemnización, reducida en la
práctica, por la pérdida de aquel antiguo Patrimonio de San Pedro, pero que
significaba punto de partida para el comienzo de una Hacienda Pública de
amplias posibilidades para el futuro.
Indudablemente Mussolini creía haber alcanzado un éxito que justificaba su
régimen político, si bien en la misma línea agnóstica, y utilitaria, que podía
atribuir a la desecación de las lagunas pontinas que permitían el saneamiento
de Roma. Pero era la Iglesia la que obtenía las principales ventajas. Ella nada
tenía que ver con el fascismo: era una cuestión que atañía únicamente a los
italianos; suya era la responsabilidad de proporcionarse un determinado
régimen político. Cuando éste sucumbió el concordato continuó vigente, hasta
1984. Y en cuanto a la soberanía del Estado Vaticano ya no sería puesta en
cuestión. Para el Papa se trataba de una plataforma para las relaciones con el
exterior a las que se iba a dar cada vez más importancia. Incluso países
agnósticos o declaradamente anticonfesionales tratarían en adelante al
Pontífice con respeto. Pío XI agradeció directamente a Mussolini la firma de los
Tratados de Letrán: demostraban una clarividencia que había permitido
resolver un problema de siglos. La Iglesia descubría que esa extensión mínima
de su Estado era mucho más ventajosa que la que arrastrara durante siglos.
5. En Alemania la creación de la República de Weimar había consagrado una
separación entre Iglesia y Estado poniendo fin al cuius regio que
institucionalizara Lutero. Protestantes y católicos eran ahora comunidades
religiosas que podían moverse en pie de igualdad. Más aún, los católicos
comenzaban a cobrar primacía por su profunda consolidación interna. Desde
1924 existía un concordato con Baviera, antiguo reino católico, que permitía a
Roma hacer los nombramientos de obispos si bien con el compromiso de
comunicar sus nombres para que el Estado pudiera presentar sus objeciones si
existían. Enseguida se firmó el concordato con Prusia (13 de agosto de 1929)
venciéndose en este caso una fuerte oposición por parte de la Iglesia
Evangélica. En toda Alemania Pacelli había conseguido plena igualdad para los
católicos.
Este año de 1929 coincide con la gran depresión, que acabó con la esperanza
de recuperación en Alemania dentro de la política liberal y dio fuerza al nuevo
totalitarismo socialista y nacionalista de Adolf Hitler, que se apoyaba de modo
especial en el repudio de los judíos a quienes consideraba culpables del
capitalismo. Los católicos del Zentrum, liderados por Franz von Papen, trataron
de convencer a los obispos, que expresaban sus temores por aquel ascenso de
un nuevo paganismo racista, llegando a un acuerdo con los nazis en un intento
de moderarlos y de evitar también un crecimiento del comunismo. Así, el 29 de
enero de 1933, siendo el Partido más votado, aunque sin alcanzar la mayoría
completa, el nacionalsocialismo se instaló en el poder y Hitler ocupó la
Cancillería que no abandonaría hasta su muerte en 1945, en medio de un
hundimiento general.
Al principio el que a sí mismo se llamaba Führer, como Jacob Burckhardt
anunciara mucho antes, trató de emplear los buenos servicios de los católicos,
acelerando las conversaciones con Pacelli, ahora Secretario de Estado,
consiguiendo que los dos acuerdos anteriores pasaran a ser un concordato
válido para todo el Reich (20 de julio de 1933). La Iglesia parecía alcanzar
todos los objetivos propuestos. Tendría independencia para manejar sus
asuntos en todo el territorio, con garantía de libertad para los católicos y
también para la enseñanza religiosa desde el primer nivel. La comunicación de
los obispos con la Santa Sede sería libre y también el nombramiento de
obispos, aunque siempre con la obligación de comunicar las candidaturas por
si el Estado tenía razones políticas que oponer. La Iglesia podía establecer
Facultades de Teología en cualquier Universidad. Los obispos prestarían el
acostumbrado juramento de fidelidad al Führer y a las autoridades constituidas
legalmente. Tras la caída del nacionalsocialismo, la Republica Federal
conservaría este concordato, lo que demuestra que, en la letra, era aceptable
para la Iglesia.
Muchas veces se ha presentado el concordato como si fuera un apoyo
encubierto por parte de Pacelli, que se rodeaba de colaboradores alemanes, al
nacionalsocialismo. Es una atribución falsa. Sin embargo las intenciones de
Hitler eran torcidas y las había expresado ya en su difundido libro, Mi Lucha,
repartido por toda Europa. Faltaban sin embargo dos años para que se
aprobasen las leyes de Nürenberg. Edith Stein, ahora sor Teresa Benedicta de
la Cruz, al convertirse e ingresar en el Carmelo, escribió al Papa una dramática
carta, que Pacelli pudo también conocer, en la que anunciaba las tormentas
que iban a desatarse sobre Europa, y no tardando mucho. El concordato era
bueno para la Santa Sede. Pero Hitler no cumplió ni siquiera una línea del
documento. Para él los tratados internacionales eran meros instrumentos para
su afirmación en el poder. Llegó a éste por medio de elecciones; nunca más
fueron convocadas. Garantizó la paz y preparó, armándose, la más cruel de las
guerras que Europa ha conocido.
Algunos obispos, como el de Milán, que sucediera a Ratti, comenzaron a
formular preguntas relacionadas con el totalitarismo que en Europa comenzaba
a abrirse camino. La respuesta de Pío XI fue clara, tanto en este terreno como
en el del racismo. Si por totalitarismo se entiende que el Estado se halla
completamente al servicio de los ciudadanos, no habría nada que oponer. Pero
si se invierte el término y son los ciudadanos los que se colocan absolutamente
al servicio del Estado, se entra en una línea condenable desde la doctrina de la
Iglesia. Esto último era lo que en la Unión Soviética, en Alemania e Italia, se
estaba abriendo camino en estas décadas de la primera mitad del siglo XX. Lo
que, en opinión del Papa, se estaba produciendo, era una batalla moral, hacia
la que se arrastraba a los jóvenes. La política quedaba en segundo término.
En la URSS la Iglesia católica estaba prohibida y la ortodoxa sometida a una
tutela de grandes proporciones que tenía como meta la disolución de cualquier
idea religiosa, partiendo de un axioma según el cual es científicamente
demostrable la no existencia de Dios. Italia actuaba con mayores cautelas: a fin
de cuentas el Duce, aunque agnóstico, necesitaba contar con el apoyo de
sectores católicos. Inmediatamente después de la firma de los Pactos
Lateranenses, se había iniciado un programa de supresión de todas las
asociaciones juveniles que no estuviesen integradas en los fascios: Cadetes y
balillas debían ser el modo exclusivo de organizar a la juventud. En
consecuencia se lanzó un duro ataque contra la Acción Católica a la que se
presentaba como desobediente o enemiga del Estado. Pío XI publicó su primer
documento contra el fascismo el 25 de abril de 1931: Dobbiamo intrattenerla,
defendiendo a la Acción Católica. En junio de este mismo año, con Non
abbiamo bisogno, el Pontífice se mostraba más explícito: era profundamente
inmoral que el Estado intentara apoderarse de todas las generaciones jóvenes.
Desde principios de 1936 Cárdenas comenzó a aflojar las ligaduras con que se
sometía a la Iglesia. La denuncia de la Divini Redemptoris, que apuntaba a las
doctrinas y no a las acciones gubernamentales, fue seguida por una nueva
carta del Pontífice, Firmissimam constantiam (28 marzo 1937), que coincidía
con las primeras declaraciones de apoyo a los católicos de España, donde los
obispos procedían a publicar una carta conjunta condenando al Frente Popular
como perseguidor inicuo de lo católicos. En aquel precioso documento, Pío XI
elogiaba la capacidad de resistencia de los católicos mejicanos, que agrupados
en torno a la Virgen guadalupana, habían conseguido superar la peor
persecución, condenaba la violencia, incluso la de aquellos que la usaban en
nombre de Cristo, e invitaba a los católicos a agruparse en la Acción Católica,
porque el mal sólo puede ser vencido por una sobreabundancia de bien. Al final
del Pontificado de Ratti el problema mejicano presentaba aristas menos graves.
La segunda guerra mundial obligarla a Méjico a reagruparse al lado de Estados
Unidos y a renunciar a muchas de sus extremosidades.
Acabó, sin embargo, imponiéndose la tercera opción, sin duda por las
presiones de Pío X y de sus colaboradores. Desde 1911 fue ya sustituto en la
Secretaría de Estado; pocos meses más tarde prosecretario. Benedicto XV le
encargó de la Secretaría de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios (1914)
enfrentándose de este modo con los problemas inherentes a la Gran Guerra,
de una manera especial las ayudas humanitarias que podían prestarse en
ambos bandos y la custodia de los prisioneros. Fue entonces cuando
empezaron, a través de Baviera, único Estado católico dentro del Reich, sus
relaciones con Alemania.
De modo que en los asuntos públicos, Montini, hijo de uno de los principales
dirigentes del Partido Popular, y diplomático de Carrera, iban a cubrir todas las
dimensiones de un tiempo difícil apoyando plenamente al Papa. Pero éste
seguía inmerso en una vida interior, de oración y recogimiento que pocas
personas conocían. De ella eran testigos directos y colaboradores muy
estrechos las monjas que actuaban a las órdenes de sor Pascualina y
formaban una especie de círculo de protección, el secretario Roberto Leiber y
el confesor, Agustín Bea, ambos jesuitas y todos alemanes. Los jesuitas
alemanes, que estaban ya en el punto de mira del nacionalsocialismo,
proporcionaron a Pío XII apoyo muy considerable. También el colegio de
cardenales, de modo especial los que residían en Roma: Nicolás Canali, José
Pizzardo, Clemente Micara, Marcelo Mimmi y Alfredo Ottaviani, que les
sobreviviría a todos, fueron un verdadero equipo para la conservación de la fe y
el desarrollo de la doctrina en momentos difíciles. Autores posteriores han
tratado de calificarlos de conservadores.
El primero y más importante de los problemas con que Pío XII hubo de
enfrentarse fue la segunda Guerra Mundial (1939-1945) en que los
totalitarismos se mostraron divididos, ya que Rusia y los sistemas capitalistas
occidentales unieron sus fuerzas contra el Eje forzando a la Iglesia en una
actitud incómoda. Las persecuciones, contra judíos y otras religiones además
de la católica, también tornaban difícil la gestión: se trataba de salvar vidas
humanas y no de declarar una beligerancia que, sin duda, habría provocado
una mayor dureza en la represión. Con el Centrum ya no era posible contar:
von Papen había franqueado la puerta a Hitler pasando luego a servir la
embajada en Ankara, donde coincidiría con otro de los colaboradores de la
Secretaría de Estado, monseñor Angelo Roncalli. Por todas estas
circunstancias, Pío XII hubiera preferido, sin duda, una paz negociada, por la
que trabajó. Y esto desató la desconfianza de los aliados cuando, desde 1942,
estuvieron seguros de alcanzar la victoria.
A finales de abril –no se habían cumplido aún los dos meses de su Pontificado–
Pío XII, que contaba con España, Portugal e Irlanda dispuesta, según le
comunicó Gomá, a conservar en lo posible su neutralidad, encomendó a un
religioso, Tachi Venturi, de mucha edad y experiencia, la delicada gestión de
hacer llegar a los cinco gobiernos implicados, Inglaterra, Francia, Alemania,
Italia y Polonia, una sugerencia: reunirse en torno a una mesa, plantear los
problemas e intentar una solución de los mismos. La primera respuesta,
absolutamente negativa, fue la de Polonia. Medía mal sus recursos o contaba
con un enfrentamiento entre nazis y soviéticos, al que aludía la propaganda.
Alemania e Italia habían firmado un acuerdo de tan estrecha alianza que podía
ser considerada como un anuncio inevitable de guerra. Ahora el Papa
pretendía, al menos, convencer a los italianos de que se abstuviesen de
participar en tan descabellada aventura. Pero en la noche de 23 al 24 de
agosto de 1939 el mundo se vio sacudido por una noticia: Rusia y Alemania
llegaban en Moscú a un acuerdo que implicaba el reparto de Polonia y una
nueva ordenación de los sectores de influencia en Europa Oriental. Advertida
desde Roma, España se abstuvo de confirmar el pacto Antikommintern que ya
tenía negociado. El 24 de agosto el Papa hizo un llamamiento angustioso al
mundo, que no fue escuchado. Destacaba una frase a la que se intentó dar
profundo significado: «nada se pierde con la paz, todo puede perderse con la
guerra». Una previsión que el tiempo se encargaría de corroborar.
Era ya absolutamente cierto que la mediación del Papa no iba a ser aceptada
en ninguno de los aspectos. Pío XII decidió entonces poner todos sus medios
al servicio de una ayuda humanitaria. Fue establecida una gran oficina a las
órdenes de Montini. Había que recoger información de prisioneros o de
perseguidos, notificándolo a sus familias y haciendo posible la intervención de
algunas organizaciones capaces de ejecutar operaciones de rescate o
intercambio. La publicación de los muy abundantes documentos permite
demostrar que la ayuda se prestó también y de una manera especial a los
judíos, si bien esta intervención ha sido negada por sectores intelectuales
anticatólicos que, después de la muerte de Papa, se desataron en calumnias.
Lo mismo ha sucedido con España que, directamente salvó la vida a varios
millares de judíos, y permitió el paso por su territorio a quienes lograban
alcanzar la frontera ejerciendo sobre ellos protección. Dos datos sirven para
corroborar estas noticias que guardan estrecha relación con el carácter de la
doctrina católica. El gran rabino de Roma, Israel Zolli, cuando la guerra acabó,
se convirtió al catolicismo y quiso ser llamado Eugenio, en agradecimiento al
Papa. Y en la sinagoga de Nueva York se celebraría un servicio religioso en el
momento de la muerte de Franco «porque tuvo piedad de los judíos». Francia
entregó a muchos pero salvó también la vida a no pocos por iniciativas
individuales movidas por el sentimiento cristiano. Una gran filósofa judía, Edith
Stein, carmelita bajo el nombre de Teresa Benedicta de la Cruz, muerta en un
campo de concentración, es mártir a la vez del judaísmo y del cristianismo.
En 1943, cuando ya las cosas habían ido bastante lejos, el cardenal Maglione
citó en la Secretaría de Estado al embajador alemán, von Weizsäcker, que
pertenecía a la carrera diplomática y le presentó una protesta oficial por la
persecución a los judíos. El embajador británico, Francis d'Arcy, obtuvo del
Secretario de Estado una información directa, ya que vivía refugiado en el
Vaticano con advertencia de que sólo empleara esta noticia a título personal,
pues en aquellos momentos, al borde del colapso del régimen fascista, la
publicidad podía causar daños y no beneficios a las víctimas de la persecución
que por momentos se endurecía. Los 10 volúmenes de documentos publicados
nos permiten comprobar la conducta de la Santa Sede en aquellos años de
guerra.
En la mañana del 19 de julio de 1943 Roma fue bombardeada por los aliados.
El Vaticano impulsó a los embajadores aún acreditados, en especial al de
España, para que solicitasen de los beligerantes el reconocimiento de Roma
como ciudad abierta, ya que en ella no había objetivos militares y sí en cambio
monumentos que importaban a la Cristiandad. Víctima del bombardeo fue la
Iglesia de San Lorenzo Extramuros y los edificios circundantes. Pío XII
suspendió sus audiencias, ordenó a Montini que sacara las reservas que
quedaban en el Banco Vaticano y fue, conmovido, a llorar de rodillas con las
víctimas a las que pudo socorrer con los escasos recursos que allegara a
reunir. Fue una onda de entusiasmo acongojado la que le sacudió. Cinco días
más tarde Mussolini era privado de sus funciones y el rey buscaba el apoyo de
Badoglio para controlar la situación iniciando negociaciones que permitirían a
Italia cambiar de Bando. Los alemanes liberaron a Mussolini y el territorio
italiano se dividió: Roma quedó sometida a la ocupación alemana, que respetó
el sistema de apertura. Hubo rumores acerca de las intenciones de Hitler,
repitiendo el gesto de Napoleón, para trasladar a Pío XII a Alemania. El Papa
dejó bien claro que no abandonaría en modo alguno Roma.
La doctrina pontificia, que no era otra cosa que una puntualización certera de
las enseñanzas que, durante siglos, había proporcionado la Iglesia, coincidía
con un momento en que, acordada la Carta del Atlántico, se estaban iniciando
las gestiones para una Declaración Universal de Derechos. Pero era
imprescindible decidir, ante todo, de dónde partían: si eran, como la Iglesia
venía sosteniendo, inherentes a la naturaleza y dignidad de la persona
humana, tenían que ser simplemente reconocidos y considerados además
como invariables; pero si, como positivistas o marxistas afirmaban, son
consecuencia de la propia voluntad de los hombres, consensuada a través del
Estado, no se hallan sujetos a esa dignidad y son, en sí mismos, variables. Hay
que tener en cuenta la ausencia radical a que se obligó a la Santa Sede, en el
momento en que se negociaron y acordaron todos los extremos a que debía
sujetarse el mundo, concluida la guerra.
Pío XII, que había vivido en Munich una experiencia directa especialmente
dura, hubo de referirse a los países del otro lado del telón, ahora simbolizado
en un muro para impedir las fugas, con otra expresión gráfica que hizo fortuna:
la «Iglesia del silencio». A pesar de todo, los primados de esas iglesias,
Stepinac de Zagreb, Mindszenty de Budapest o Wyszynski de Varsovia,
respondieron con entereza a la persecución y rechazaron las críticas que
desde el otro lado de la verja les dirigían quienes, en nombre del progreso,
proponían alguna clase de diálogo con los nuevos sistemas. La persecución
fue especialmente dura hasta la muerte de Stalin (marzo de 1953). Debe
recordarse que José Visarionovich Djugashvili era un antiguo seminarista de
Tiflis: el abandono de la fe suele acompañarse de odio hacia cuanto ésta
significa. Fue un dato favorable para la Iglesia, según el criterio de Pío XII, que
los crímenes y violencias del estalinismo fuesen revelados por sus propios
compañeros de armas. El catolicismo guardó también silencio, en este sentido.
La decisión más importante, aquella que atrajo mayor oposición en los sectores
que se consideraban progresistas fue la de proclamar dogma de fe la Asunción
de María en carne mortal (1 de noviembre, 1950) coincidiendo con un año
santo que produjo abundante afluencia de peregrinos. Podía constituir un
obstáculo para el entendimiento apenas iniciado con ciertos sectores
protestantes si bien reforzaba la postura de la Iglesia oriental. Pío XII instituyó
la fiesta de Santa María Reina y consagró el mundo a su Sagrado Corazón,
respondiendo en cierto modo a las demandas de los videntes de Fátima. Era
importante, frente a un feminismo desbordado, establecer, una vez más que la
Iglesia tiene a una mujer en la cúspide de la Creación.
1. Durante muchos años una gran parte de los cardenales y de modo especial
los obispos de Francia, habían visto en Juan Bautista Montini un verdadero
continuador de Pío XII, a cuyo servicio y obediencia se mostrara íntimamente
unido durante largos años. Para amplios sectores de la Curia, en cambio, se
trataba de una baza muy peligrosa dada su participación en la política por el
compromiso adquirido por su padre don Giorgio con el Partido Popular. Nadie
pensaba en 1958 en la posibilidad de elegir un Papa no italiano. Al producirse
la enfermedad de Pío XII, aquellos que influían poderosamente en su contra,
consiguieron el apartamiento de Montini mediante la fórmula vaticana del
«promoveatur ut amoveatur». Montini fue promovido arzobispo de Milán pero
no se le otorgó el capelo cardenalicio como la importancia de esta sede parecía
requerir.
Para Ángel José la pobreza era una garantía de piedad y por eso nunca quiso
cambiar el status económico de su familia. Muy pronto manifestó, siendo
monaguillo en su parroquia, la voluntad de ser sacerdote. Sus compañeros,
para quienes era imposible adivinar su futuro, comenzaron a embromarle con el
apodo de Angelito, el cura. Como no había dinero en casa para enviarle al
seminario, el párroco, dom Rebuzzini, organizó con sus padres y su tío abuelo,
un plan: debía ir todos los días, andando, hasta Cervico, a dos kilómetros de
allí, pues el que desempeñaba esta parroquia, dom Pietro Bolis, contaba con
preparación suficiente para enseñarle latín y las materias que correspondían a
los primeros pasos de un seminarista. Dos años y, evidentemente, un éxito que
pudo comprometer a toda la familia. Unos parientes, que vivían en Celana, se
avinieron a alojarle en su casa mientras acudía al segundo grado, en el Colegio
episcopal de esta ciudad.
Pío XII encomendó a uno de los altos funcionarios de la Curia, futuro cardenal
Eugenio Tisserant, que realizara un viaje a fin de redactar un informe acerca de
la situación de dichas comunidades. Tisserant llegó a la conclusión de que era
necesario contar con un representante estable de la Santa Sede a fin de
defender y coordinar las acciones. Recordemos de pasada que una de las
familias afectadas por esta situación era la de la madre Teresa de Calcuta,
albanesa. El Papa decidió nombrar a Roncalli visitador general (3 de marzo de
1925) estableciendo su residencia principal en Sofía (Bulgaria). Fue entonces
ordenado obispo in partibus con el titulo de Aeropoli. Escogió para sí un lema,
«obediencia y paz» al que permanecería fiel toda su vida.
Bulgaria, en donde reinaba Boris III, estaba atravesando una situación muy
difícil. Pocos días antes de la llegada del visitador el monarca escapó de un
atentado gracias a haber suspendido a última hora ir a un funeral previsto en la
iglesia de Santa Nedela que fue volada. Autores del atentando y de los
disturbios que siguieron eran los comunistas que, ayudados desde la URSS,
intentaban hacerse dueños del poder. Boris recurrió a medidas muy duras y
buscó apoyo entre las potencias occidentales, entre las que situaba al
Vaticano. De ahí que el rey recibiera calurosamente a Roncalli, ofreciéndole en
todo momento su ayuda. Lo primero que el visitador hizo, tras ser recibido con
calor y afecto por el rey, fue establecer contacto con el santo sínodo de la
iglesia ortodoxa. De este modo se pretendía establecer una ordenada
convivencia entre ambas obediencias. Los católicos eran poco más de 40.000 y
estaban regidos por dos obispos.
De este modo la Iglesia católica búlgara se preparaba para afrontar dos
desafíos, el inmediato superar las rencillas que, a veces con violencia, se
habían sucedido durante siglos; el siguiente resistir la dura persecución
comunista que provocó algunos casos de martirio. La Congregación para las
Iglesias Orientales entendió mal la política seguida por Roncalli, regateando a
éste los recursos que necesitaba para llevar adelante su labor. Pero es
indudable que estaba señalando ya un futuro que el tiempo se encargaría de
confirmar: era llegado el momento de remover los obstáculos y, sin que hubiera
que renunciar a ningún punto de doctrina, alcanzar una especie de
entendimiento. En 1934, a sus funciones de visitador se sumaron las de
delegado apostólico en Turquía y Grecia. En ambos lugares las dificultades
para los católicos se incrementaban. El régimen establecido por Mustafá Kemal
Ataturk al sustituir el Sultanato por la República, era muy duro, especialmente
para las confesiones religiosas. De modo que Roncalli, cuando viajó allí,
carecía de cualquier clase de reconocimiento oficial. Estaba rigurosamente
prohibido el uso del traje talar.
No cabe duda de que la nunciatura parisina del futuro Papa constituyó un éxito.
Pero no faltaban las dificultades. El alto clero francés se mostraba ahora,
fortalecido con los relevos, poco inclinado a respaldar al Vaticano. Pío XII
parecía demasiado conservador; es indudable que se le reprochaba que,
durante la guerra, no se hubiera alineado con los aliados, incluyendo entre
estos a Rusia. El arzobispo de París quiso poner en marcha un programa de
introducción de sacerdotes en el mundo obrero, pero abandonando la
sustantividad del sacerdocio para adquirir la del trabajador. Las consecuencias
de este experimento, como sabemos, fueron negativas; prácticamente los que
participaban en él acababan abandonando sus hábitos y adquiriendo la
costumbre de aquellos con quienes vivían, incluyendo las relaciones
femeninas. Roncalli se vio obligado a cumplir las órdenes del Papa que dispuso
que se pusiera fin a este ensayo. Roncalli se sintió inmerso en profunda tristeza
ante aquellos numerosos ejemplos de sacerdotes que abandonaban su
condición. Años más tarde, en calidad de Papa, tendría que tomar medidas aun
más severas.
4. A finales del año 1958 Ángelo Roncalli iba a cumplir 77 años y en los
apuntes personales que de él se conservan insinuaba ya una necesidad de
retirarse. Toda su vida giraba en torno a la oración, siendo la humildad, la
paciencia y el amor a Jesús y María sus virtudes más sobresalientes. Al
culminar una tarea y considerar ya próxima su retirada –tras el Concilio él
hubiera sido ya un obispo dimisionario–, consideraba que toda su existencia,
desde los humildes orígenes hasta el patriarcado de Venecia, uno de los más
importantes en la Iglesia católica, había sido un remontar en el camino
espiritual. Y con este ánimo emprendió el viaje a Roma para participar en el
conclave en el que iba a procederse a la elección del sucesor de Pío XII que
acababa de fallecer.
5. La vida del Papa cambió por completo. Definitivamente había dejado de ser
el solitario que se aislaba en las estancias del Vaticano. Quería salir fuera, de
momento sólo a las calles de Roma. El primer día de Navidad de su
Pontificado, tras cumplir el rito de la misa con bendición urbi et orbi, frente a la
multitud que ya no faltaría nunca a la cita en la gran plaza, fue a ver un colegio
de huérfanos, compartió la tertulia con los ancianos de un asilo y acabó
reuniéndose con los presos de la cárcel de Regina Coeli, a los que llamó
hermanos. La popularidad de Juan XXIII se disparó, pues de esta hora en
adelante ya no faltaron las salidas, ventana abierta, hacia un mundo exterior al
que quería convocar para, entre todos, buscar esa paz que sólo se alcanza por
la vía del amor a los semejantes. Había sobrevenido algo nuevo. Por eso en el
momento de su muerte fueron muchos los que reclamaron que se le titulase
santo por aclamación. Lo era en el fondo de su mente.
Junto a esta vida pública hay que considerar también la privada, apoyada
siempre por el secretario Capovilla, que ha conservado por escrito muchos
datos y abundantes recuerdos. Se levantaba antes de amanecer a fin de
celebrar misa en su capilla privada a las siete de la mañana. Una larga
meditación precedía al breve desayuno, muy frugal, que era prólogo de una
intensa jornada de trabajo con abundante documentación. Durante el almuerzo
le leían libros espirituales como si se tratara de un monje y luego empezaba la
jornada vespertina de trabajo hasta las siete y media en que rezaba el rosario
con todos sus colaboradores, dándoles así imagen de constituir una familia.
todavía dejaba un tiempo para contestar cartas, despachar con Capovilla o
redactar los borradores de sus discursos.
Las otras tres cuestiones que debían tratarse en las últimas semanas de aquel
mes, no condujeron a ningún logro de esta naturaleza. El esquema acerca de
las fuentes de la revelación, que implicaba cambios muy sustanciales en la
heurística, fue retirado, al tiempo que se aceptaba el uso de los medios de
comunicación, que iban a procurar algunas confusiones en torno a lo que el
Concilio estaba realizando. También hubo de retirarse una propuesta acerca de
las relaciones con las Iglesias orientales, porque el trabajo aún no había
madurado. El esquema De Ecclesia fue fulminado en seis congregaciones
sucesivas. había aquí un enfrentamiento entre dos posturas: la defendida por la
Curia, mantener rigurosamente la estructura jerárquica, partiendo de la
infalibilidad reconocida al Pontífice por el Concilio Vaticano I, y la que muchos
obispos del exterior presentaban haciendo de la Iglesia universal una suma de
comunidades episcopales colegiadas en comunión desde luego con Pedro. En
estas circunstancias Juan XXIII clausuró la primera etapa del Concilio el 8 de
diciembre, coincidiendo con la fiesta de la Inmaculada.
Juan XXIII llamó a Agustín Bea, jesuita, confesor de Pío XII, cuya confianza
tuviera, y nombrándole cardenal, le encomendó la puesta en marcha de un
nuevo Secretariado para la Unión de los Cristianos. La tarea, muy a largo
plazo, iba a consistir en poner orden y método en las conversaciones con
aquellas Iglesias que, ahora, se calificaban simplemente de «separadas»; las
reciprocas excomuniones quedaban relegadas al silencio. Un paso decisivo
adelante, que ya no se detendría, y que impulsaba a los católicos a poner
preferentemente la atención en lo que une y no en lo que separa.
El problema fundamental del mundo en que a Juan XXIII correspondió vivir, era
otro: la «guerra fría». Desaparecido Stalin, el comunismo de corte soviético
seguía en vigor, y las victorias en Cuba, China y otros países, podían
considerarse como una amenaza para la fe católica. El nuevo Papa decidió que
el modo correcto y evangélico de enfrentarse con él, no consistía en situarse al
lado de uno de los contendientes ni en inclinarse hacia la agresividad. Al
contrarío, había que superar al mal con la abundancia de bien. Por otra parte
tampoco la Iglesia dejaba de reconocer los errores en que incurre el otro
materialismo, capitalista. Cuando en octubre de 1962 estalló la crisis de los
misiles en Cuba, Juan XXIII medió entre Kennedy, primer presidente católico, y
Khruschev, que buscaba una desestalinización. Hubo un difícil acuerdo, pero la
guerra inminente fue evitada.
Entonces el Papa recibió en audiencia privada a una hija del dirigente soviético,
Rada Khruschev, y a su marido, Alexis Adjubei, que era precisamente el
director del diario oficial, Izvestia. El Pontífice eludió hablar de política: fue una
conversación distendida en que el matrimonio y los hijos cubrieron toda la
atención. El Papa, siguiendo la costumbre, regaló a Rada un rosario, que ella
no había visto nunca, y le explicó que servía para recitar las alabanzas a la
Madre de Dios. Y departió con ellos como un amigo a quien complacía que uno
de los hijos del matrimonio, Iván, llevara su mismo nombre. El periodista quedó
verdaderamente desarmado. Era el polo opuesto a lo que esperaba: un amor
profundo a sus semejantes y a la Iglesia, lejos de cualquier planteamiento
político.
Dentro del mismo año 1959 el Papa hizo llegar a la imprenta otros importantes
documentos. La encíclica Grata recordario (26 de septiembre) está pensada
íntegramente en relación con el próximo Concilio, que muchas dudas
despertaba en importantes sectores eclesiástico. No se trataba de una
Asamblea para que los participantes pudieran tomar decisiones, sino de un
instrumento que se confiaba en manos del Espíritu Santo. Por ello todos los
fieles debían elevar sus oraciones y ninguna tan eficaz –como el espíritu de
Lourdes y de Fátima recomendaban– como el rosario, que se dirige a María, ya
que por ella pasa, de acuerdo con la doctrina católica, el gran misterio de la
incardinación de la trascendencia en la inmanencia. Desde tiempo atrás la
Iglesia dedicaba de una manera especial el mes de octubre a esta práctica
religiosa que ahora el Papa presentaba como garantía del éxito para el
Concilio.
9. Un cáncer, que durante siete meses soportó con heroica santidad, acabó con
la vida de Juan XXIII el 3 de junio de 1963. Sería beatificado junto con Pío XII,
a cuya memoria se le consideraba unido. Dos semanas fueron suficientes para
que tras un conclave muy breve, Montini se convirtiera en su sucesor. Esta vez
no se cumplió el dicho tantas veces mencionado, pues el candidato con quien
todos contaban pasó a convertirse en Papa tomando para sí el nombre del
apóstol San Pablo, como una muestra de su profunda devoción. Le
correspondería, en la lista de sucesores de San Pedro, el sexto lugar dentro de
este nombre. A pesar de que podemos incurrir en repeticiones, es importante
hacer aquí un repaso a su vida. Entre 1933 y 1978 podemos hablar con
exactitud de una era Montini, dentro de la Curia. Su preparación e inteligencia
resultaron en ocasiones providenciales.
Juan Bautista Montini fue un niño de salud muy frágil, la cual le impedía
muchas veces realizar trabajos y esfuerzos que le eran necesarios. Alumno de
los jesuitas en el Colegio Arici, no pudo seguir los cursos normales, tenían que
permanecer largas temporadas en su domicilio. Tuvo que completar los
estudios de bachillerato en un centro estatal, en donde era posible optar por la
enseñanza libre, como entonces se llamaba. Pero no había dificultades para
que aquel alumno superara los exámenes requeridos. Completaba su
formación religiosa con los oratorianos de San Felipe Neri. Aquí conoció al
padre Julio Bevilacqua que, hasta su muerte en 1965, ejerció sobre él muy
considerable influencia. Siendo todavía muy joven entró en contacto con las
obras del gran pensador francés, Jacques Maritain, que sostenía, entre otras
cosas, que la democracia era un sistema que tenía origen cristiano. La
influencia de Maritain fue muy considerable, tanto entonces como después,
cuando rectificó una gran parte de su pensamiento.
Montini se había identificado ahora con la política de Pacelli y sin que ello
significase ningún cambio en su mentalidad que seguía firme dentro de los
principios de la democracia cristiana y de la escuela de Maritain. Fue una de
las personas que se hallaban presentes cuando murió Pío XI (10 de febrero de
1939). Pío XII nombró Secretario de Estado al cardenal Luis Magione, pero
manteniendo en sus puestos respectivos a Montini y Tardini, cada vez en
mejores relaciones. Al fallecer Maglione (1944) el Papa anunció que se haría
personalmente cargo de los asuntos de la Secretaría; poco después nombró a
los dos sustitutos arriba mencionados prosecretarios de Estado. Durante la
guerra el futuro Papa no ocultó que consideraba un serio error por parte de
Italia intervenir en la guerra; personalmente mantuvo conversaciones con el
representante de Roosevelt, tratando de conseguir alguna forma de
apartamiento y de negociación.
Pese a las estrechas relaciones con Pío XII, cuya memoria Montini siempre
enalteció, no fue promovido cardenal, cerrándose el camino para una posible
sucesión que ciertos sectores del alto clero romano contemplaban como una
posibilidad que había que cerrar. Las querellas internas, que se habían
agudizado durante la guerra, y después, haciendo del siglo XX un tiempo de
duras persecuciones, se traducían en enfrentamientos. Había quienes, como
Ottaviani, juzgaban que lo mejor para la Iglesia era consolidarse y afirmar
posiciones tradicionales. Otros consideraban que, a fin de cuentas, la
democracia había traído como consecuencia una expansión del socialismo y
del comunismo de muy graves consecuencias. Y no faltaban quienes pensaban
que era preciso aceptar la realidad existente, tratando de negociar acuerdos
que permitieran a la Iglesia conservar o recobrar su libertad. Montini era
clasificado entre estos últimos: sostenía que era preciso prepararse y afrontar
cualquier circunstancia ya que su misión es espiritual y no temporal; aunque no
es posible permanecer indiferente ante el sesgo de un sistema político, era
indispensable acomodarse a él para evitar riesgos mayores.
Para acallar rumores se adelantó a publicar una carta pastoral cuyo título,
Omnia nobis Christus est (Cristo es todo para nosotros), refleja bien su
pensamiento y programa en la que podemos llamar etapa milanesa entre 1955
y 1963: la Iglesia, desvinculada de los partidos políticos, aunque no puede
desentenderse de las grandes cuestiones sociales, no tiene otra misión que la
de llevar el mensaje de Cristo a todos los rincones; necesita, en consecuencia,
obtener las circunstancias favorables que le permitan cumplir esta tarea.
Añadía que la mediación de María, madre del Verbo encarnado, debe
considerarse esencial. Una de sus primeras acciones como Papa consistirá en
lograr que el Concilio proclame a la Virgen Madre de la Iglesia, algo que a
ciertos reformadores molestó.
Para Montini la tarea más importante, como arzobispo y más tarde como Papa,
consiste en poner la doctrina, en actitud de servicio, al alcance de la sociedad
moderna sin hacer distinciones entre cristianos o no. Por eso preparó
cuidadosamente durante dos años la que llamaría Misión urbana de Milán (5 al
24 de noviembre de 1957) en que más de medio millar de predicadores
intervinieron intentando explicar dicha doctrina. La sencillez –tal era la
consigna–, debía permitir que calara hondo en cada familia. Cristianizar la
sociedad. Como una de las consecuencias de la misma se produjeron en Milán
contactos entre diversos representantes de las confesiones cristianas
separadas. Había que intentar descubrir en sus raíces los puntos comunes.
Aunque no gozaba de buena salud, lo que daba al arzobispo un aire frágil, no
cabe duda de que se estaba convirtiendo en una de las figuras más
representativas de la Iglesia. Esto no significaba que se hubieran borrado
opiniones adversas en torno a su persona. Ese aperturismo hacía suponer a
los sectores más conservadores que el Concilio podía convertirse en un daño
para la Iglesia, despojándola de las estructuras que constituían la prueba de su
vigor.
Ya hemos señalado en otro lugar cómo una de las primeras decisiones de Juan
XXIII fue elevar al cardenalato a Montini y Tardini a los cuales profesaba un
gran afecto y confianza. De modo que el 17 de noviembre de 1958 Montini
recibió el capelo. Desde este momento un amplio sector de opinión en torno a
los altos mandos de la Iglesia coincidió en señalar que él estaba llamado a ser
el próximo Papa. Los sectores de la izquierda también comulgaban con estos
deseos pues le consideraban como el posible factor de la apertura.
Así se explica bien el incidente de 1962 que ejerció cierta influencia en España.
Por los días en que se celebraba el Congreso de Munich, que reclamaba que
no se negociara desde el Mercado Común mientras no se hubiera cambiado el
régimen en España, y tenían lugar en este país algunas huelgas, un grupo de
jóvenes izquierdistas visitó al arzobispo de Milán para pedirle que intercediera
para salvar la vida de tres agitadores que habían sido condenados a muerte en
Barcelona. Un gesto de humanidad que movió a Montini a cursar la petición.
Desde España el ministro Castiella, que colaborara con él durante varios años,
le advirtió que había sido engañado pues ninguna sentencia de muerte se
había dictado por aquellas fechas. Montini hubo de rectificar, recordando
además que eran precisamente los países comunistas los que no respetaban
los derechos humanos. Y entonces la prensa izquierdista pudo montar una
durísima campaña contra su persona presentándole como un partidario de los
Regímenes autoritarios. También esto era falso.
15. Había que poner término a una situación que se arrastraba desde la Edad
Media cuando coincidían los dos términos cristianismo y europeidad. Para ello
era preciso cambiar la composición del Colegio de cardenales hasta convertirlo
en una especie de Senado con representación equilibrada de todos los
territorios. Había comenzado siendo un Colegio exclusivamente romano, de
obispos, presbíteros y diáconos. Poco a poco habían entrado en él extranjeros
aunque las dificultades del viaje evitaban efectivas reuniones de todos. Ahora
estas dificultades estaban superadas por las comunicaciones aéreas. En 1963
todavía una tercera parte de los cardenales eran italianos, otra de europeos y
una tercera de otras partes del mundo. En 1978 había 33 italianos, 33
europeos y 66 de otras partes. La representación universal parecía conseguida.
Apenas elegido, Montini, que había meditado mucho sobre el tema desde tu
larga experiencia, decidió que la presencia del Papa era necesaria al menos en
tres escenarios: Tierra Santa, conflictivo escenario para el enfrentamiento entre
judíos y árabes, siendo además el núcleo espiritual para el origen de la
Cristiandad; los foros internacionales a los que acudían también Jefes de
Estado y de gobierno, en los cuales su palabra podía sumarse eficazmente a
los programas de paz y de reconstrucción del mundo; y aquellas localidades en
donde tuvieran lugar significativos acontecimientos católicos. En total realizó
nueve largos viajes, marcando una pauta que después ampliaría Juan Pablo II.
Tierra Santa, en enero de 1964, vino a ser, de este modo, una especie de
inauguración para su Pontificado. Momento sumamente difícil para Israel que
había superado dos guerras y comenzaba a perfilarse como un Estado, que
invocaba la Escritura como referencia sin dotarse a sí mismo de una
Constitución. La Sede romana no había establecido plenas relaciones con
dicho Estado porque reclamaba una delimitación jurídica de los que para ella
eran «santos lugares», con la esperanza puesta en que Jerusalem fuera
dotada de una administración especial que permitiera el contacto con estas
raíces. En muchos sectores de influencia judía se pensó que el viaje del Papa
podía ser un perjuicio para la independencia de Israel, de modo que las ondas
calumniosas contra Pío XII arreciaron. Se trataba de mera propaganda política
que no tiene en cuenta para nada la verdad, ya que lo importante es
desprestigiar al posible enemigo. Así y todo no se pusieron impedimentos al
viaje que permitió a Pablo VI subir al Calvario y descender a ese rincón que en
Nazareth recuerda el hogar de María y de José. Antes de abandonar
Jerusalem, Pablo VI pronunció un discurso en el que afirmó que Pío XII había
dejado firmemente establecido el principio de que la Iglesia ama a todos los
pueblos aunque de una manera especial al judío ya que en él estaba la raíz
misma de su origen. Esta es precisamente la doctrina que será adoptada por el
Concilio, estableciéndose una rectificación en la liturgia.
El año 1975, haciendo ya firme la decisión de declarar Año Santo, con plenitud
jubilar, cada uno de los que marcan el fin de un cuarto de siglo, se puso en
marcha la gran peregrinación universal a Roma. Fueron millones de personas
las que viajaron instalándose en una costumbre, llenar la plaza de san Pedro,
que perduraría. Se estaban viviendo en la práctica las consignas conciliares:
todos los fieles cristianos tienen obligación de penetrar en la doctrina,
comunicarla a los demás, buscar, en definitiva, la santificación. El mundo no
tiene que ser dominado sino santificado, desde dentro.
17. En Fátima el Papa se entrevistó con sor Lucia, la superviviente de los tres
niños que recibieran el mensaje de llamada a la conversión. Para muchos de
los sectores que a sí mismos se consideraban progresistas, fue un rudo golpe:
para ellos las apariciones eran poco más que una fantasía para uso de
crédulos indoctos. Esta decepción se acentuó a medida que iban apareciendo
los mensajes doctrinales, profundos y abundantes, del Papa. Partían de una
conciencia de que la Iglesia se estaba moviendo en medio de graves peligros
que, en un determinado momento, calificaría de «humo del infierno». Hasta el
siglo XX todos los movimientos desviados se hallaban fuera de la Iglesia, a la
que abandonaban sistemáticamente los que defendían doctrinas contrarias a
su Magisterio. Pero ahora el fenómeno se invertía: se trataba de cambiar,
desde dentro, a la propia Iglesia.
El Concilio, firmemente regido por Pablo VI, había conseguido frenar muchas
de estas corrientes que reclamaban cambios drásticos y modificados
doctrinales, en la definición misma de la Iglesia. En diciembre de 1965, al
cerrarse las sesiones, se disponía de documentos sólidos, que ponían
nuevamente en vigor el Magisterio, mediante palabras nuevas pero con firmeza
en la conservación de la doctrina. Ahora se trataba de difundirla. Al principio el
Pontífice recurrió a las cartas encíclicas que, por su solemne condición,
implicaban un deber de obediencia en todos los obispos y fieles. Pronto
descubrió, sin embargo, que eran tomadas como textos en torno a los cuales
parecía posible abrir un debate. Y de este modo se atribuyen al
«posconciliarismo» dimensiones que no tenía, sembrando confusión. Por eso
desde 1968 decidió recurrir a otro tipo de documentos, más directos,
especialmente exhortaciones o instrucciones que hubieran debido producir, en
razón de obediencia, rectificaciones en la doctrina y las enseñanzas. Tampoco
tuvo mucho éxito: se estaba empleando la figura del Papa aperturista, y su
adhesión a la doctrina conciliar, como bandera de reformas que iban,
precisamente, en sentido contrario.
Tendrían que pasar varios años antes de que la doctrina enseñada por Pablo VI
tuviera cumplido efecto. Sin embargo es preciso destacar la coherencia y
profundo valor de su magisterio que comenzó en 1964 con la encíclica
Ecclesiam suam en donde trata de explicar que la Iglesia es tres cosas, al
mismo tiempo: una conciencia de unidad en la persona de Cristo, como ya
explicara Pío XII en la Mystici Corporis; la fiel custodia de un orden moral sin el
que la persona humana se torna incomprensible y que debe llevar a la ascesis;
y un vehículo para la evangelización del mundo comunicando a todos los
hombres aquello que constituye su patrimonio resultado de la Revelación y del
Magisterio a través del tiempo. Inmediatamente después, en la Mysterium fidei
(1965) explicó cómo la clave de esa misma Iglesia se encuentra en la
Eucaristía, esto es, la incardinación de la trascendencia de Dios en la
naturaleza humana, haciéndose por añadidura permanente. Desde los
comienzos mismos de la Cristiandad no ha dejado nunca de existir alguna
Forma consagrada en no importa cuál lugar.
Recomendaba por ello a todos los fieles poner su devoción en María, donde
virginidad y maternidad, dimensiones esenciales de la mujer, se conjugan con
la alegría de haber dado al mundo el Salvador. De ahí viene su concepto de
«paternidad responsable» que sería después tergiversado. No significa que los
padres puedan decidir el número de hijos que van a tener, aprovechando los
adelantos de la ciencia, aunque siempre queda en pie la opción de abstenerse
o regular las relaciones íntimas, sino la aceptación con plena responsabilidad
de las obligaciones que contraen cuando ponen los medios para que una
nueva vida pueda aparecer.
Los Legionarios de Cristo fueron fundados por Marcial Maciel el año 1936,
como una consecuencia de la dolorosa etapa que Méjico acababa de atravesar
como consecuencia del laicismo desatado. En 1945 recibieron licencia
pontificia para comenzar sus trabajos en Cuernavaca: se trataba de agrupar
sacerdotes formados en seminarios propios, normalmente fuera del país, con
objeto de inculcarles la imitación de Cristo y el servicio a los demás,
especialmente en lo que se refiere a la propagación del Evangelio. De ellos
emanaría un movimiento puramente laical, Regnum Christi, que participaría en
tareas de evangelización y propaganda, recibiendo ayudas económicas de
muchos cooperadores que estaban fuera de la organización.
Los Focolarinos son el resultado de una decisión adoptada en 1943 por Chiara
Lubich, en la ciudad de Trento, cuando aún Europa se hallaba en plena guerra.
Aprobados por Pablo VI en 1964, se encuentran repartidos por todo el mundo,
aunque su número no es demasiado grande. Hay como tres ramas, los
consagrados enteramente a la tarea de evangelizar, los casados y los
voluntarios que colaboran en sus trabajos. La principal preocupación es la
familia: focolare significa en italiano hogar.
Comunión y Liberación ha sido fundada por don Luigi Giussani que tomó este
nombre después de las revueltas estudiantiles que sacudieron a Europa en
1968. La preocupación fundamental es la siguiente: por debajo del predominio
de la democracia cristiana que se había extendido por varios países de Europa,
el laicismo ha conseguido recuperar sus fuerzas y se presenta de nuevo, con
fuerte poder, en un intento de cambiar nuevamente la sociedad alejándola de
cualquier significación religiosa. Se trata, en consecuencia, de profundizar en
una cultura católica y de extenderla. Los intelectuales deben ser una parte
principal en la creación de ese mundo futuro.