Los Dos Paraisos

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Los dos paraísos

por Mamerto Menapace, publicado en La sal de la tierra, Editorial Patria Grande

En el patio de tierra de mi casa había dos grandes paraísos. De chico nunca me pregunté si ellos
también habrían nacido, crecido, o sido trasplantados. Simplemente estaban allí, en el patio, como
estaban el cielo las estrellas, la cañada en el campo, y el arroyo allá dentro del monte. Formaban
parte de ese mundo preexistente, de ese mundo viejo con capacidad de acogida que uno
empezaba a descubrir con asombro.

Eran lo más cercano de ese mundo porque estaban allí nomás, en el medio del patio, con su ancho
ramerío cubriéndolo todo y llenando de sombra toda la geografía de nuestros primeros gateos
sobre la tierra. Ellos nos ayudaron a ponernos de pie, ofreciéndonos el rugoso apoyo de su fuerte
tronco sin espinas. Encaramados a sus ramas miramos por primera vez con miedo y con asombro
la tierra allá abajo, y un horizonte más amplio alrededor.

Los pájaros más familiares, fue allí donde los descubrimos. En cambio los otros, los que anidaban
en la leyenda y en el misterio de los montes, los fuimos descubriendo mucho después, cuando
aprendimos a cambiar de geografía y a alejarnos de la sombra del rancho. Fue en ellos donde
aprendimos que la primavera florece. Para setiembre el perfume de los paraísos llenaba los patios
y el viento del este metía su aroma hasta dentro del rancho. No perfumaban tan fuerte como los
naranjos, pero su perfume era más parejo. Parecía como que abarcara más ancho. A veces, un
golpe de aire nos traía su aroma hasta más allá de los corrales.

También nos enseñaron cómo el otoño despoja las realidades y las prepara para cuartear el
invierno. Concentrando su savia por dentro en espera de nuevas primaveras, amarilleaban su
follaje y el viento amontonaba y desamontonaba las hojas que ellos iban entregando. En otoño no
se esperaba la tarde del sábado para barrer los patios. Se los limpiaba en cada amanecer.

¡Cuántas cosas nos enseñaron los dos viejos paraísos, nada más que con callarse!

Fue apoyados en sus troncos, con la cara escondida con el brazo, donde puchereamos nuestros
primeros lloros después de las palizas. Allí, en silencio, escuchaban el apagarse de nuestros
suspiros entrecortados por palabras incoherentes que puntuaban nuestras primeras reflexiones
internas de niños castigados. Y en el silencio de sus arrugas, guardaron junto con nuestros
lagrimones esas primeras experiencias nuestras sobre la justicia, la culpa, el castigo y la
autoridad. Y luego, cansados de una reflexión que nos quedaba grande y agotada nuestra gana de
llorar, nos alejábamos de sus troncos y reingresábamos a la euforia de nuestros juegos y de
nuestras peleas.

Cuando jugábamos a la mancha, transformaban su quietud en la piedra del "pido" que nos
convertía en invulnerables. Y en el juego de la escondida escuchaban recitar contra su tronco la
cuenta que iba disminuyendo el tiempo para ubicar un escondite. Y luego eran la meta que era
preciso alcanzar antes que el otro, para no quedar descalificado. Ellos participaron de todos
nuestros juegos y fueron los confidentes de todos nuestros momentos importantes. Escondidos
detrás de sus troncos, nuestra timidez y viveza de chicos de campo espiaba a las visitas de
forasteros, mientras escuchábamos nuevas palabras, otra manera de pronunciarlas y nuevos
tonos de voz, que luego se convertían en material de imitación y de mímica para las comedias
infantiles en que remedábamos a las visitas. Así fue como aprendí la palabra "etcétera", que me
causó una profunda hilaridad, y que al repetirla luego a cada momento y para cualquier cosa, nos
hacía reír a todos en la familia. En mi familia siempre producían hilaridad las palabras esdrújulas.

Al llegar la noche, todo nuestro mundo amigo se atrincheraba alrededor de los paraísos. El farol
que se colgaba de una de sus ramas creaba una pequeña geografía de luz que era todo lo que nos
pertenecía en este mundo. Más allá estaba el reino de la noche desde donde nos venían los
gemidos de las ranas sorprendidas pro las culebras; y hacia donde los perros hacían rápidas
salidas para defender nuestro reino sitiado. Desde la noche sabía llegar hasta nuestro puerto de
luz algún forastero o algún amigo náufrago de las sombras que había logrado ubicar el faro de
nuestra lámpara suspendidas de las ramas de los paraísos. Desde lo más hondo de la noche
remaban hacia la lámpara miles de insectos: las luciérnagas describían amplios círculos de luz
alrededor de los paraísos, y a veces volvían a hundirse en la inmensidad sideral de la noche como
pequeños cometas de nuestro pequeño sistema solar. Otras veces, encandiladas por la luz del
farol, terminaban en nuestras manos llenándolas de todo eso misterioso que brilla en las noches.

Cuando me vine hacia el sur, la imagen de los paraísos vino conmigo, y conmigo fue creciendo al
ritmo de mi propio crecimiento. Los veía simplemente como parte de mi propia historia.

Al volver luego de unos años, me impresionó ver nuevamente a mis dos viejos paraísos familiares.
Sí. Eran los mismos: ocupaban el mismo sitio; los aseguraban las mismas raíces y los identificaba
por las mismas arrugas de sus troncos amigos. Y sin embargo me parecieron más pequeños.
Cierto: la cabellera de sus copas había raleado, y tal vez sus ramas ya no fueran tan flexibles. Pero
fundamentalmente habían quedado iguales; idénticos. No fue por haber cambiado por lo que me
resultaron más pequeños. Yo diría que fue mi relación con ellos lo que había crecido, lo que me
daba de ellos una visión distinta.

Quizá no es que los viera más pequeños; sino que ya no me parecían tan altos, ni tan ancha su
sombra, ni tan difíciles de subir, ni tan imprescindibles dentro de la geografía del mundo que me
tocaba habitar. Mientras tanto, yo ya había conocido otros árboles grandes, importantes, útiles o
amigos, y a lo mejor había adornado inconscientemente con esas dimensiones prestadas a mis
dos viejos paraísos familiares.

Ahora, al verlos en su realidad concreta, desmitizados de mis adornos fantasiosos, comencé a


darme cuenta de sus auténticos límites, de la dimensión concreta de sus ramas. Podría decir que
casi afloró a mi conciencia un descubrimiento: "Mis dos viejos paraísos también tenían su historia."

Historia personal, intransferible. Su existencia no era sólo relación conmigo. También ellos habían
nacido en alguna parte, habían tenido su historia de crecimiento, para luego ser trasplantados
juntos y compartir la historia de un mismo patio. El estar allí, el compartir su vida con nosotros, su
sombra y el ciclo de sus otoños y primaveras, era el resultado de decisiones que bien hubieran
podido ser distintas, y con ello totalmente otra mi propia historia y mi geografía personal.

Me di cuenta de la tremenda responsabilidad de sus decisiones; cosa que ningún otro árbol había
tenido, ni jamás podría tener en mi vida. Y pienso que, si hoy todo árbol es mi amigo, esto se debe
a la calidez de amigo que supe encontrar allá en mi emplumar, en aquellos dos paraísos
familiares. Ellos dieron a mis ojos, a mi corazón y a mis manos, esa imagen primordial que trataría
de buscar en cada árbol luego en mi vida.

Insisto. Esto lo empecé a ver y a comprender cuando desmiticé a mis dos viejos paraísos de todo
lo que no era auténticamente suyo. Cuando comprendí que también ellos tenían unas dimensiones
concretas y relativamente pequeñas; cuando les descubrí sus carencias y cuando supe que su
existencia almacenaba, como la mía una cadena de decisiones personales, y no un mero
sucederse de preexistencias sin historia. Cuando me di cuenta de que tenían menos dimensiones
de las que yo me imaginaba, y más méritos de los que yo suponía.

Hoy aquel patio familiar existe sólo en mi recuerdo. Los dos paraísos han dejado en pie dos
grandes huecos de luz. Buscando sus copas mis ojos miran para arriba y se encuentran con el
cielo. No han muerto. Y pienso que no morirán nunca, porque rama a rama se van quemando en el
fogón familiar, y de cada astilla que se ha vuelto ceniza se ha liberado la tibieza que calienta
nuestros inviernos. Y sus troncos rugosos se han vuelto tablas de la mesa familiar que nos seguirá
reuniendo a los hermanos distantes para compartir el pan.

PARA REZAR
El autor aprende a valorar más a sus dos paraísos, cuando él mismo cambia, crece, madura, y
aprende a reconocer a los dos árboles en lo que verdaderamente son y no en la imagen que él se
había hecho de ellos.

El cuento nos puede ayudar a reflexionar sobre las personas que nos han ayudado a crecer en la
vida.

Vamos a recordar a las personas que nos han "marcado" en nuestra vida personal… tanto desde
lo humano como desde lo espiritual
Buscalas en la memoria de tu corazón. Recorré desde allí las situaciones compartidas… Recordá
los valores que te han enseñado, las experiencias que te han transmitido…
Armá tu propio “patio de casa”, o tu arboleda o bosque con todas estas personas.

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