Nademos
Por Carola Zambrano
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Nademos consta de once cuentos en los que los personajes bracean contra la soledad, el desamor, las adversidades. Lidian con su maternidad y su paternidad, intentan salir a flote, rescatarse, rescatar a otros, dejarse ir. Hay historias que terminan y hay que nadar en lo que queda de ellas: un padre muerto en una zanja, una chica que pide ayuda a una extraña en un baño, una abuela que toma el té con el electricista, una abogada que construye un puente por amor, una mujer que fantasea con nadar desnuda, una corredora perseguida, una ciclista que no encuentra su casa.
Con una prosa original y ocurrente, Carola Zambrano construye en estos relatos voces genuinas que indagan acerca de los vínculos, de lo cotidiano y lo extraordinario.
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Nademos - Carola Zambrano
A Mariano Tirigall
Nadar en el living
El living todavía es una pileta. Flotan dos colchonetas que yo misma inflé. Hace un calor de trópico. El camisón se me pega a la espalda. En la fiesta de anoche, agarré la manguera y llené el living de agua. Genial, me gritaste con los ojos grandes desde la otra punta y sonreíste como cuando éramos novios y me mirabas bailar. Ni vos, ni yo, ni nadie esperaba que hiciera esa locura. Pero desde nuestra separación yo me había quedado sin guion, era libre de hacer lo que se me cantara.
El piso tiene ese desnivel profundo, un rectángulo enorme sumergido dos metros. En los escalones yo ponía almohadones para sentarnos cuando éramos muchos, ¿te acordás? Nunca me gustó. Un capricho de un arquitecto setentoso para dividir espacios. Los invitados se tiraron vestidos. Nadamos fascinados sobre el piso de pinotea. Una pileta adentro. Nadar era lo único que nos faltaba hacer en la casa. Nos merecíamos un buen chapuzón de enero antes de que la tiraran abajo.
Sabía que iba a funcionar perfecto por la inundación de hacía unos años. Un diluvio tupido, y los desagües no habían dado abasto. El agua había entrado en oleadas desde el jardín por el ventanal. El desnivel formó una pileta. Los muebles se ahogaron. Vos estabas de viaje; yo rescaté tu sillón Berger y lo subí a nuestro cuarto. Los chicos lloraban desde la escalera.
Ahora Lore y Maxi descansan transpirados sobre colchones en el que fue nuestro cuarto. Los veo tan largos, tan universitarios. Quisimos dormir los tres juntos. Ya mudamos los muebles; la casa se llenó de huecos.
Levanto descalza los platos del piso, pienso en el trabajo que me dieron estos listones de madera que había que encerar. Ya no importa: en unos días las topadoras van a demoler la casa para construir un condominio. Puedo ver las grúas. La que tiene una boca con dientes de dinosaurio para triturar, la de la bola negra que destruye con saña. Romper todo. La casa como nuestra historia.
Traé a quien quieras, te había dicho, haciéndome la canchera, después me arrepentí. No confiaba en tu criterio, tan desintonizado del mío en el último tiempo. No me animaba a preguntar si estabas con alguien. Te imaginaba con una pendeja para sentirte predecible, de libro. Me hubiera dolido más que vinieras con una mujer de mi edad. Apareciste con un cajón de cerveza. Fue un alivio.
Bailamos, comimos y nos zambullimos hasta las seis de la mañana. Ayudaste a acomodar las mesas al final con Maxi y un par de amigos. Me pareció que querías quedarte a dormir con nosotros. Pero era nuestra nueva realidad. Lore lloró un poco antes de dormirse; la abracé.
Salgo al jardín a apilar sillas contra la pared. Maxi tocó con su banda en la fiesta, nos invitó a hacer un par de temas. Vos con tu guitarra jugaste a ser Cerati; yo canté Nada es para siempre con la emoción de los veinte. Los tablones del escenario asfixian el pasto que tanto nos empeñamos en cuidar. Me acuerdo de cuando los chicos mataban grillos topo con chorros de detergente y cuchillos. Nos tirábamos panza arriba en el jardín a contar pájaros blancos que volaban hacia el río. De noche vos regabas en patas, tarareabas canciones en un inglés inventado.
Reúno al costado de la galería los frascos con velas que decoró Lore. No sé adónde los voy a meter en el departamento. Parece más grande recién pintado. Te encantaría la luz que entra por el balcón.
Pateo aerosoles que Lore trajo para que cada uno escribiera donde quisiera, daba igual. Leo los mensajes. Hay corazones, nombres de amigos, hay historia sobre las paredes. Veo mi grafiti: Chau, casita. Gracias por estos dieciocho años. Paso mi mano por las letras, no tengo fuerzas para seguir ordenando sola. Voy a esperar a que se despierten los chicos. Podemos desayunar las tortas que sobraron y jugo de naranja.
Con un colador de fideos pesco vasos rojos que navegan en la pileta del living. Me siento en el borde; se me moja el camisón. Hundo mis pies. Está tibia. El agua habita, el agua sostiene, el agua transforma.
Maxi me encuentra dibujando rayas fugaces sobre la superficie con las yemas de los dedos. Se sienta al lado mío: ¿Estás bien, ma? Voy a estar bien, le digo. Nademos.
Nadar en el living
ganó el 20º Concurso Nacional de Cuento Corto de la Biblioteca Popular Babel. Ganó también el Concurso de Zenda Libros (España), Historias de Mujeres, de 2023.
Frontera
Juana vomita en el baño de la estación de servicio. El calor noquea. Una señora entra al baño, oye las arcadas, frunce la boca. El piso es pegajoso. Hay olor a cloaca que la lavandina no logra disipar. El último inodoro está tapado; la señora se mete en el cubículo del medio. Juana oye la puerta que se cierra, da dos golpes mínimos con el puño en el panel lateral.
—Ocupado.
—Acá, al lado —dice Juana lo más bajo que puede. No puede fijar la vista, le duele la nuca como si le hubieran pegado—. ¿Dónde estamos?
Sabe que si la señora se pone nerviosa, se va a ir. Quizás es la única oportunidad que tenga de cambiar algo. Esa extraña, en ese instante. Sola contra el monstruo.
—¿Eh? Dejame hacer pis en paz.
La señora está sentada en el aire, hace equilibrio para no tocar la tabla. Tiene el vestido arremangado.
—Ayuda. Me dieron algo.
En el susurro la señora identifica la voz de una nena.
—¿Quién?
La señora siente que las tiras de sus sandalias le ahorcan los tobillos.
—Un hombre, con camiseta de fútbol.
—Me asustás, nena.
La señora tensa el cuello. Se desvanece la liviandad de vacaciones y agua que cae; el cloro se evapora del pelo. Juana se para con sus zapatillas de brillos sobre la tabla, se asoma por encima del panel.
—¿Dónde estamos?
—¿Qué hacés? ¿Estás loca?
La señora se cubre con el brazo. Tantea para buscar papel: no hay. Se sacude