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La fe meditada
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Libro electrónico170 páginas2 horas

La fe meditada

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Como un maravilloso collar de perlas con incontables destellos, las verdades de la fe católica se ofrecen a la inteligencia del cristiano para ser creídas. Pero logran luego encarnarse en la vida, y con hondura, cuando son serenamente meditadas.
Entre otras verdades, el autor desarrolla la realidad de un Dios que se dona, su unidad trinitaria, la paternidad de Dios y la fliación divina en el hombre, la Pasión y Resurrección de Cristo, qué sucederá al fnal de la historia del mundo, etc.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 sept 2024
ISBN9788432168338
La fe meditada
Autor

Ricardo Sada Fernández

Ricardo Sada Fernández, sacerdote mexicano de la Prelatura del Opus Dei, es ingeniero informático y doctor en Teología. Ordenado en 1981 y con una larga experiencia como predicador y director espiritual, es autor de varios libros (entre ellos, Consejos para la oración mental, Consejos para vivir la Santa Misa, Consejos para el progreso espiritual y Práctica de la oración contemplativa, en esta misma colección), y conocido por su página www.medita.cc, que publica diariamente meditaciones en audio.

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    La fe meditada - Ricardo Sada Fernández

    1. LA REVELACIÓN DEL AMOR DIVINO

    La revelación judeocristiana es la revelación del Amor con que Dios nos ama. Este Amor será siempre nuestro asombro: rebasa cuanto podemos soñar o imaginar. Para conocer a fondo el Amor de Dios necesitaríamos ser Dios, y por eso tampoco comprendemos del todo las expresiones de ese Amor.

    El primer acto en que se revela ese Amor es la creación. Dios está presente en las cosas más que las cosas mismas; está en mí más que yo mismo. Los teólogos la llaman presencia de inmensidad, y explican que adopta tres modalidades. La primera, presencia de conocimiento, en cuanto nada escapa a la visión divina: Dios conoce lo íntimo de cada corazón. La segunda, que Dios está presente en todo con una presencia de fuerza, pues da a los seres su actividad: hace a la vid dar uvas y rosas al rosal. También está presente con una presencia de esencia, en cuanto otorga y mantiene a las cosas en su ser. Tales son los tres aspectos de la presencia de Dios en su acto creador.

    Pero en realidad tenemos que confesar que cuando hablamos de Dios resulta muy difícil expresarnos bien. Él siempre supera nuestros modos de comprender y de decir. En las frases anteriores, por ejemplo, dijimos Dios está presente en todas las cosas. Es una frase mal construida, como si dijéramos Cristo nació el día de Navidad o el sol sale cuando amanece. Deberíamos decir con más propiedad: La presencia de Dios hace que las cosas sean. O bien, su presencia crea el espacio, o las fuerzas del Universo son las suyas. Lo mismo cuando decimos Dios es Amor, no nos estamos limitando a decir que Él ama, sino mucho más: que su Amor crea amor, que despierta todos los otros amores, los multiplica, los diversifica, los proyecta a la eternidad. Amando Él infinitamente somos capaces de amar a otros, nos asocia a su actividad amorosa, su felicidad nos hace felices. Y así siempre y en todo, pues un Ser infinito lo envuelve y lo principia todo. Cristo no nació el día de Navidad; la Navidad es tal porque ese día nació Cristo. El sol no sale cuando amanece, sino amanece cuando sale el sol. Dios está en cada una de las cosas y por eso las cosas son.

    Hay, pues, una presencia de Dios en todo ser, que la teología llama presencia de inmensidad. Pero hay un segundo acto de Dios, un acto de su amor más desconcertante todavía. Algo así como a la madre que no le resulta suficiente tener cerca al niño que ha traído al mundo, sino que lo estrecha contra su corazón. Dios va a unirse de una manera nueva a los seres espirituales que se abren a Él. Esta presencia misteriosa, escondida, se llama presencia de inhabitación. De esta segunda manera no puede Dios habitar en las cosas materiales, pero allá donde haya un espíritu podrá descender y conversar con él. Esta presencia de inhabitación es una presencia de conocimiento y amor, y se produce cuando Dios infunde su gracia en ese espíritu. Esto es así porque las tres Personas divinas han hecho de esa alma su morada.

    Estos dos modos de presencia divina obedecen a las dos clases de Amor de Dios. Hay un Amor (al que santo Tomás llama amor común), con el que Dios ama a la gota de agua, al camello, a la estrella, al impulso eléctrico... Él los creó: existen porque los ama, existen por un acto de amor y de volición divinos. Dios ama así, con este amor común, a todo lo que es. También el hombre pecador tiene su ser, y también el demonio, y ese ser no subsistiría si Dios no continuara deseándolo. Lo malo en ellos no es su ser sino su voluntad perversa, es decir, el acto por el que rechazan el amor especial que se les ofrece. Pero su ser mismo es una riqueza, una participación del Ser divino. En este sentido se dice que el amor común de Dios se extiende a todo lo que existe en tanto que existe: también al demonio y al más abyecto pecador.

    Al modo de Amor divino que se origina por la inhabitación, santo Tomás lo llama amor especial. Por este Amor, Dios eleva a la criatura espiritual sobre las capacidades de su naturaleza, revistiéndola de una nueva, sobre excelente, introduciéndola en un inimaginable universo de amor envolvente. La hace partícipe de la vida divina al infundir en ella la gracia creada o gracia santificante. A nosotros, seres espirituales, Dios nos ha creado para amarnos así.

    A ese Amor que Dios vuelca sobre nuestra alma cuando vive en ella, los teólogos lo denominan, dijimos, gracia santificante. Por la gracia santificante somos capaces de gozar de la vida de Dios, puesto que por ella nos ha hecho sus hijos. Si morimos en ese estado, por esa gracia Dios hará que vivamos eternamente en su intimidad dichosa. Sin embargo, debido al pecado original, sin ella se encuentra el alma cuando nace. Sin ella está oscura y vacía, muerta sobrenaturalmente. Por nuestra propia naturaleza, nosotros, los seres humanos, no tenemos derecho a la visión directa de Dios que constituye la felicidad esencial del cielo. Ni siquiera Adán y Eva antes de su caída tenían derecho alguno a la gloria. Ni siquiera el más perfecto de los serafines. El alma humana, en su estado puramente natural, carece del poder de ver a Dios; simplemente no tiene capacidad para esa unión con Él tan íntima y personal.

    Pero Dios no dejó al hombre en su estado puramente natural. En su infinita bondad, le dio lo más posible. Dotó a Adán con todo lo propio de un ser humano, y luego fue más allá y confirió a su alma una elevación, cierta cualidad o poder que le permitiría vivir en íntima unión con Él desde esta vida. Esta especial cualidad del alma, esta comunicación de vida divina es, repetimos, la gracia, o más exactamente, la gracia santificante.

    Dios tomó asiento en el alma de Adán, inhabitó en ella. Como el amanecer irradia luz y calor al ambiente circundante, así Dios comunicó al alma de Adán la fuerza y el amor de su misma vida divina. Ciertamente, la luz solar no es el sol, pero es el resultado de su presencia. El hierro al rojo no es el fuego, pero es su efecto y en todo semejante a él. La gracia santificante es distinta de Dios, pero fluye de Él y es resultado de su presencia en el alma.

    Sin embargo, a pesar de la grandiosidad del don recibido de Dios, para muchos de nosotros el primer escollo será el mismo nombre: gracia. Este vocablo teológico nos parecerá un tanto frío, remotamente emparentado con lo gratuito y con lo grato. Pudiera ser una expresión, diríamos hoy, con poco marketing. San Juan Pablo II sugiere otra, que de entrada nos dirá más: la gracia como el don de Sí, el regalo de Dios que es Dios mismo, «la gratuita entrega de Sí mismo»1. Ante este acto de donación total de Dios a cada uno, santa Catalina de Siena exclama asombrada: «¡Oh abismo, oh Deidad eterna, oh Mar profundo! ¿Qué más podrías darme que darte a Ti mismo?»2.

    El amor siempre busca la donación; a mayor amor, mayor donación. Si es infinito, la donación tampoco tiene límites. Por eso Dios no se detiene en la concesión de sus dones: no da cosas, se da Él mismo. También el amor humano atisba el deseo de no ser para el amado nada distinto al propio amante. En lo finito del amor humano tal pretensión es imposible, pero no para el Amor omnipotente. Aunque al amor finito le quede el recurso de la expresión de un ansia así:

    ¿Regalo, don, entrega? / Símbolo puro, signo / de que me quiero dar (...) / Cómo quisiera ser / eso que yo te doy / y no quien te lo da3.

    Entonces podemos decir (aunque parezca una barbaridad), que al crecer en gracia crecemos en Dios, somos más su imagen y semejanza, somos más Dios. Decir que nuestra alma participa —debido a la gracia santificante— de la naturaleza divina, es tanto como asegurar que nuestra condición es la propia de Dios. Él no nos ha dado un regalo mejorable: se nos da Él y, entonces, nos diviniza: la gracia es el efecto creado de la misma realidad de Dios en nosotros. Desde los primeros siglos los Padres de la Iglesia se regocijan al recordarnos esta verdad: «La divinización es la asimilación y la unión más íntima y posible con Dios»4. «El Espíritu Santo es fuente de un gozo sin fin que consiste en la asimilación de Dios. ¡Convertirse en Dios! Nada puede apetecerse de más bello»5.

    ...La gracia que me diste desde mi bautismo —podemos decirle a Dios— me hace vivir tu vida, vida que en su perfección me diviniza más y más, hasta hacerme Tú mismo...

    Cuando nos detenemos —aunque sea unos segundos— a considerar estas verdades, terminamos por preguntarnos cómo es que hasta ahora no les hemos dado más importancia. No solo por el estupor que puede invadirnos en caso de hacerlo, sino porque muy posiblemente nuestra existencia tomará una dimensión muy por encima de la que solemos darle: llegaríamos sencillamente a transcurrir instante tras instante con la más amable de las presencias.

    2. EL DON DE DIOS QUE ES DIOS MISMO

    Decíamos que Dios está presente en nosotros como Creador con su presencia de inmensidad, pero sobre todo por la presencia suya de inhabitación cuando nuestra alma se encuentra en estado de gracia. Dios no da como damos nosotros, restringidamente, sino como Él es, y por eso nos da a medida de la grandeza de su Amor. Con la gracia nos introduce en su misma vida.

    Mayor a cualquier regalo imaginable, la gracia que Dios infunde en nuestra alma nos hace participar de la naturaleza divina, dándonos así la alegría de tratarlo familiarmente. Tan realmente, tan sustancialmente como los bienaventurados poseen a Dios, lo poseemos nosotros desde el momento en que nuestra alma recibió la gracia. Cuando lleguemos a la vida eterna no será necesario voltear a derecha o a izquierda, todo el cielo brotará de las profundidades de nuestro ser. En último término, el cielo y el alma en gracia son una misma cosa, porque Dios está en el alma: solo hace falta que llegue el día de la cosecha.

    Y es que al otorgarnos Dios nuestra nueva naturaleza, no solo nos introduce en su casa, ni se conforma tan solo con sentarnos en su trono real haciéndonos participar de su banquete. Podría habernos dejado —sin menoscabo para nuestra condición creatural— en la puerta de su palacio, prohibiéndonos la entrada, a una distancia respetable. Nosotros nos quedaríamos allí muy conformes, con un nivel de felicidad natural bastante aceptable, admirando la grandeza de sus obras, la hermosura de su mansión y el poder de su brazo. Con este asombro agradecido viviríamos pasmados y complacidos ante un Creador tan inmenso. Y no habría más en nuestra historia si Él tan solo se hubiera conformado con hacernos conocer su Ser a través de la Revelación, si se hubiera contentado solo con hablarnos de Él.

    Pero no: Dios ha ido más lejos, más lejos incluso de cuanto hubiéramos soñado. No solo ha querido hacernos vivir en el interior de su castillo, darnos a conocer sus secretos reales y nombrarnos herederos de todas sus posesiones. En un prodigio de magnanimidad, nos comunicó su propia vida. A partir de nuestro bautismo, ningún pensamiento, ningún afecto, ningún acto tienen ya el derecho de ser desgajados de ese nuevo yo que nació en cada uno. Nuestro obrar es propio de cada uno, sí, pero mejor aún y en un sentido más pleno, es del Espíritu de Cristo, es de Dios. Así venimos a resultar nosotros —porque todo lo de Él es nuestro— poseedores del Universo entero, incluido este mundo terreno, el celestial y todos los posibles: «Todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios»1.

    Entonces atisbamos que su plan no pretende solo una introducción meramente externa en la intimidad divina, como un invitado que está fuera de lugar en una reunión y solo es aceptado por la condescendencia de

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