Educar el corazón: La asignatura de la vida
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El corazón tiene unos hábitos, costumbres, y principios de actuación distintos a la lógica del tener y del poder. Sólo él es capaz de generar una cultura de verdaderos encuentros, de construir la civilización del amor. Solo es feliz quien sabe mirar, escuchar y tocar el corazón.
José María Ortiz Ibarz
José María Ortiz Ibarz es doctor en Filosofía por la Universidad de Navarra. Ha sido decano, secretario general, vicerrector, director comercial y de recursos humanos en varias universidades, y primer rector de la Universidad Villanueva de Madrid. Ha dirigido numerosos proyectos de consultoría sobre gobierno corporativo, liderazgo y acompañamiento. Es autor de trece libros.
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Educar el corazón - José María Ortiz Ibarz
JOSÉ MARÍA ORTIZ IBARZ
EDUCAR EL CORAZÓN
La asignatura de la vida
EDICIONES RIALP
MADRID
© 2024 by
José María Ortiz Ibarz
© 2024 by EDICIONES RIALP, S.A.,
Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Preimpresión: produccioneditorial.com
ISBN (edición impresa): 978-84-321-6794-2
ISBN (edición digital): 978-84-321-6795-9
ISBN (edición bajo demanda): 978-84-321-6796-6
ISNI: 0000 0001 0725 313X
ÍNDICE
PRÓLOGO
PRIMERA PARTE
NUESTRO SER MÁS ÍNTIMO
I. INTRODUCCIÓN
1. Amor derramado
2. El lugar de la verdad, el bien y las alianzas
3. La mayor dignidad de la persona
4. Nuestras relaciones y nuestra historia
5. Los grandes rasgos de la identidad humana
6. Los hábitos del corazón
7. Las huellas del don recibido
8. La libertad de dar
9. Las costumbres del corazón que se da
10. Una lógica inversa
11. El ser como vivir
12. Las relaciones personales
13. El amor como coexistencia
14. Una realidad poliédrica
15. La vida se hace historia
II. LAS HUELLAS DEL DON RECIBIDO
1. La luz del corazón
a) El orden en el amor
b) Elegir bien
c) Predilección
d) Ver el fondo
e) Conocer el amor
f) La belleza del corazón
2. El regalo de la felicidad
a) Rebosar de contento
b) La lógica del don
c) Gratuidad y reciprocidad
d) Responder al mandato del amor
e) Agradecimiento y docilidad
f) La vocación a un desarrollo integral
3. Donde la justicia y la paz se encuentran
a) Disfrutar la vida
b) La vida con sentido
c) Convocados en paz
d) Importar a alguien
e) El primer amor y la justicia
f) La justicia y los bienes comunes
g) Dilemas aparentes
h) Más allá de los cálculos
III. LAS COSTUMBRES DEL CORAZÓN QUE SE DA
1. Se pone en juego
a) Completar (con obras) nuestro modo de ser
b) Hacer crecer a los demás
c) El poder de servir
d) Saber pedir ayuda
e) Adquirir criterio
f) Inteligencia positiva: mirar con amor
g) La medida de la comprensión
2. Hace nuevas todas las cosas
a) Mirar lo esencial
b) Sentirse llamado
c) Concordar con la palabra dada
d) Hacer nuevas todas las cosas
e) Magnanimidad
f) Dar lo mejor
g) La fidelidad al compromiso personal
3. Confía hasta el final
a) El peso definitivo
b) Nuestro camino hacia la verdad
c) Poner en su sitio
d) La relación con la vida verdadera
e) Resistencia pasiva
f) La palabra del corazón
4. Ama apasionadamente
a) Darse con el cuerpo
b) Los bienes honestos
c) Los afectos verdaderos
d) Tener presencia
e) El gobierno de los apetitos
f) Querer con obras
g) El miedo a perder y el temor a defraudar
SEGUNDA PARTE: LA ASIGNATURA DE LA VIDA
I. INTRODUCCIÓN
1. Mirar, escuchar y tocar el corazón
2. La vida como asignatura y como historia de amor
II. LOS PRINCIPIOS CORDIALES PARA LAS GRANDES DECISIONES
1. La realidad es inteligible
a) La tentación de acumular
b) El peso de la prueba
c) Un corazón limpio
d) Un corazón desnudo
2. Todo lo grande comienza siendo pequeño
a) La envidia social, y la paz social
b) Un nuevo modo de ser vida humana
c) Un corazón atento
3. Las relaciones humanas no tienen por qué ser conflictivas
a) La intimidad con el amor
b) La tranquilidad y la inquietud
c) El anhelo universal de vivir en paz
d) La vida que nace de la muerte
e) Acoger con paciencia
f) Librarse del mal
4. La alegría de dar
a) Prioridad de la recepción sobre la acción
b) Romperse el corazón
c) Estar en deuda
d) Conformarse con menos
e) Sobrevivir a la muerte
f) El amor aconseja perdonar
g) Superar la culpa
5. Saber sembrar y esperar
a) La ley de lo abundante
b) Respirar el aliento del amor
c) El alimento diario
d) Sed de amar y ser amado
6. El todo es superior a las partes
a) Hacer de la propia vida una obra maestra
b) El conocimiento dialogal
c) Los instrumentos del encuentro
d) La identidad en la historia y comunidad
e) Llorar por no haber amado
f) Quedan muchos encuentros por darse
g) Traer el cielo a la tierra
7. Ser importa más que tener
a) El anhelo de comunión
b) El amor en la familia
c) Una comunidad de generaciones
d) El centro de la civilización del amor
e) Saber conformarse
f) La pobreza del corazón
g) Libertad interior y libertad exterior
h) El nombre propio del ser personal
TERCERA PARTE: LA CIVILIZACIÓN DEL AMOR
I. EL FRUTO DE MIRAR CON AMOR
II. LA CULTURA DEL ENCUENTRO
1. Los nuevos paradigmas
2. Una nueva cultura para un cambio de época
3. Una brújula para minorías creativas
PRÓLOGO
En un cuento breve, Hans Christian Andersen, a través de un diálogo entre un rosal y un caracol, nos presenta de manera gráfica una alternativa fundamental de la existencia humana. El caracol está totalmente centrado en sí mismo. Afirma:
—El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.
Frente a esta afirmación, el rosal reacciona con sorpresa. Sigamos el siguiente intercambio de pareceres. Habla el rosal:
—¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado al mundo? ¿Qué puedes darle?
Contesta el caracol:
—¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los avellanos produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.
Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
—¡Qué pena! —dijo el rosal—. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.
La moraleja es obvia y a la vez profunda. Consiste en poner de manifiesto una de las alternativas más radicales de la existencia humana: vivir para los demás, alcanzando la felicidad, o vivir para uno mismo, amargado con la propia limitación.
Si pasamos de la literatura a la teología, se repite con otras palabras la misma idea fundamental. La Constitución Pastoral Gaudium et spes del Concilio Vaticano II contiene dos elementos claves para la antropología teológica y filosófica contemporánea. Me refiero a los números 22 y 24, ampliamente comentados en las últimas cuatro décadas. Recordemos las frases centrales del texto magisterial. En el n. 22 se subraya que «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación».
El n. 24, por su parte, añade: «Esta semejanza demuestra que el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás».
La relación intrínseca entre los dos puntos es clara: si la realización del hombre se da en el don sincero de sí, y a su vez, Cristo revela la verdad sobre el hombre, necesariamente en Cristo se da de modo supereminente la entrega de sí mismo. En estos textos se condensa el personalismo cristológico propio de la constitución pastoral, que será desarrollado en las décadas sucesivas por numerosos teólogos y filósofos. Los números 22 y 24 se encuentran entre los más citados por parte de san Juan Pablo II en sus 27 años de pontificado.
Entre los filósofos que han puesto su mirada en esta clave antropológica y teológica se encuentra José María Ortiz. Cuando me propuso escribir un prólogo a Educar el corazón, además de sentirme honrado, no sabía con lo que me iba a encontrar. A medida que iba leyendo sus páginas, se desplegó ante mí todo un proyecto vital, que va desde el corazón de la persona hasta la construcción de la civilización del amor.
Mi experiencia lectora fue gozosa. Descubrí cómo se puede cultivar la philosophia perennis, inspirada en Aristóteles y santo Tomás de Aquino, con las aportaciones propias del personalismo moderno y contemporáneo. Aunque el texto no contiene citas al pie de página, pasan ante el lector los clásicos de la filosofía realista, los Padres de la Iglesia (en especial san Agustín), y se intuye la presencia de Pascal, Kierkegaard, Dostoievsky, Marcel y tantos otros. No faltan alusiones a santos y papas contemporáneos. No en plan de una fría erudición que no conduce a nada: todo el libro es performativo, es decir, nos lleva al cambio de vida. Nos insiste, una vez y otra, en una verdad que el autor describe de la siguiente manera: «La vida es historia, una historia de amor, pero el acto de ser ya nos ha sido dado: hemos sido amados primero; por eso el vivir no es la autoconciencia del don, sino el olvido de sí que produce la tarea del dar, que eso es el amor».
Todos los días dedico un tiempo a la lectura de algún libro que mejore mi vida interior. Educar el corazón cumplió las veces de mi libro de lectura espiritual durante algunas semanas. Es un texto para leer con calma, meditando cada párrafo, sopesando lo que se dice y para qué se dice. Las actitudes cordiales —es decir, las del corazón que se da, que se entrega— aparecen como puntos de referencia para una existencia plena, para la felicidad. Para el creyente, sus páginas enriquecerán su visión trascendente de la vida, su agradecimiento por el Amor que se hace carne para entregarse por cada uno de nosotros y por toda la humanidad, abriéndonos el camino que lleva a la plenitud, incoada en esta vida y consumada en la futura. Para el no creyente, el presente ensayo abre perspectivas antropológicas insospechadas: de una manera amable y a la vez certera, el autor nos dice que para ser felices hay que olvidarse de uno mismo y entregarse a los demás. A la manera de Pascal, el autor invita a esa entrega, pues de vivir así hará que el sentido de la vida, hoy buscado por tantos, aparezca donde menos se espera.
En las últimas páginas, José María Ortiz realiza un diagnóstico de nuestra sociedad occidental: «Nunca habíamos estado tan cerca unos de otros. Nunca habíamos sabido tanto del mundo que nos rodea. Y sin embargo tenemos la sensación de que esa realidad comparece acompañada del hecho de que nunca habíamos sabido tan poco de nosotros mismos, o que (encerrados en la propia subjetividad) nunca nos habíamos sentido tan alejados unos de otros».
¿Cómo podemos superar esta crisis de identidad personal y colectiva? Educando el corazón en el don sincero de sí. La lectura pausada —lo repito con intención, pues el texto es denso de contenido— nos ayudará a madurar en nuestra existencia. Será más fácil dejar de ser el caracol egocéntrico y autorreferencial de Andersen, y transformarnos en un rosal con raíces en esta tierra, que se eleva hasta el cielo, dando siempre rosas nuevas, manifestación de la Belleza que creó este mundo que rebosa de amor.
Mariano Fazio
Roma, 1 de diciembre de 2023
PRIMERA PARTE NUESTRO SER MÁS ÍNTIMO
I. INTRODUCCIÓN
Hace quince años un gran amigo me sugirió escribir un libro sobre el corazón. No pensé entonces que tardaría tanto tiempo. Tampoco podía imaginar que esa invitación exigiría ahondar de un modo tan radical en los fundamentos de la existencia humana.
Querido Emilio, aquí está lo que me pediste. He intentado acercarme al ser personal como un don que recibimos y damos; una biografía entrelazada y entretejida con otras, que le dan sentido. Descubrir lo apasionante que resulta la vida cuando la experimentamos como una historia de amor me ha llevado a poner el corazón desde la primera de estas páginas.
1. Amor derramado
Cuando tratamos de definir, de caracterizar del modo más preciso posible a una persona, podemos referirnos a muchos aspectos; por ejemplo, a su anatomía; o a su fisonomía, ya que el rostro parece expresar mejor los rasgos personales. Si nos adentramos en su modo de ser mencionaremos su carácter, su temperamento dominante, o incluso sus valores y creencias (al menos de los comportamientos observables en que parecen manifestarse).
Cuando conocemos a alguien hablamos del modo de ser y del modo de actuar que tiene, intentando acceder hasta alguna de las raíces que permitan explicar mejor lo que esa persona es y lo que hace, para de ese modo saber lo que puede esperarse de ella habitualmente.
Pues bien, la raíz y fuente más honda de lo que somos y hacemos es el corazón, nuestro ser más íntimo. Comprendemos de verdad a alguien cuando averiguamos lo que tiene en su corazón, lo que atesora.
El corazón es ese yo real que deseamos alcanzar de las personas que más queremos. Sabemos por experiencia que no es lo mismo querer a muchas personas que tener su corazón, o darles nuestro corazón. Podemos querer mucho a mucha gente. Podemos poner el corazón (entregarnos) en muchas de las cosas que hacemos. Pero decir a alguien que tiene nuestro corazón no puede ser verdad si lo decimos a muchos: uno sólo puede ser nuestro dueño
si lo que dimos fue en verdad el corazón.
Es cierto que el término se presta a algunas confusiones. No sólo porque el corazón designa también uno de nuestros órganos vitales, sino sobre todo porque lo hemos asociado con una suerte de sentimentalismo un tanto vago. El corazón no es sólo ni principalmente la sede o el conjunto de nuestros sentimientos. Poner el corazón en algo no significa únicamente poner pasión; supone además emplear a fondo la voluntad, y también la inteligencia; exige aplicar todos los sentidos, y todas nuestras facultades.
Los afectos y emociones que el lenguaje corriente suele atribuir al corazón (por contraposición a las acciones más racionales) constituyen manifestaciones que resumen lo que llevamos en el interior, pero el corazón propiamente hablando es más la raíz que la superficie de nuestra interioridad, de nuestra intimidad.
Por tratarse del ser más íntimo de cada persona, el corazón es la raíz de todo lo que ha recibido y es capaz de poner en juego. Cuando damos algo a alguien a quien queremos, lo primero que le estamos dando es el amor. Somos, y somos quien somos, porque alguien así lo ha querido. Y como en el fondo, en nuestro ser más íntimo, somos un acto de amor, el corazón es ese amor que ha sido derramado de un modo único y singular. El amor es el primer don, un don sin deber de devolución, y por tanto gratuito; la razón de la gratuidad de esa entrega no es otra que el amor.
2. El lugar de la verdad, el bien y las alianzas
Somos ante todo buscadores de la verdad y el bien, y es precisamente en el corazón de cada persona donde su verdad y su bien se encuentran. Además, querer es querer a alguien; por tanto, en el núcleo de cada persona se encuentran también las relaciones más personales, sus alianzas. Es en el corazón donde están las personas que queremos, aquellas sin cuyas vidas no podríamos comprender la nuestra.
El corazón es por tanto el lugar de la verdad (donde conocemos quiénes somos de verdad), de las decisiones libres (coherentes con lo que somos y lo que estamos llamados a ser) y de las alianzas (del encuentro con las personas que están ahí a nuestro lado; y para las que estamos ahí, a su lado). Verdad, bien y relación. Ser persona es ser en relación. Y libertad. Pero todo se reduce al amor, porque la libertad en el tiempo no consiste en otra cosa que la fidelidad a nuestras alianzas.
El corazón es nuestro modo personal de ordenar el amor que llevamos dentro. Ahí comparece la belleza, como armonía y como satisfacción de la inteligencia en el bien. Ese orden es también nuestro logos, nuestra verdad, aquello para lo que hemos sido llamados. Cuando lo escuchamos de verdad, cuando escuchamos la verdad que el corazón encierra, nos resulta fácil elegir, decidirnos por el bien.
Nuestra misión está en el corazón, pero no como un destino ciego, sino en forma de destinatarios, de aquellos otros corazones con los que hemos sido llamados. Hemos sido con-vocados, llamados-con aquellas personas sin relación a las cuales nuestra vida no se entendería. Por eso el corazón es el lugar donde se encuentran nuestra verdad, nuestras predilecciones y nuestras relaciones más significativas; y nuestra libertad, más que en elegir entre unas u otras alternativas, consiste en aprender a querer bien.
3. La mayor dignidad de la persona
Ser persona supone poseer la mayor dignidad posible. En nuestra cultura clásica, persona
es la traducción de la expresión que los griegos utilizaban para referirse a la máscara con la que los actores cubrían su rostro en las representaciones teatrales. En la escena de este mundo, persona es quien tiene la dignidad de tener algo que decir.
¿Cuál es la mayor dignidad sino la capacidad de subsistir en una naturaleza racional? Existir por sí misma, ser querida por sí misma es lo que dignifica a cualquier persona. Llamamos persona, por tanto, a aquel individuo completo que posee la dignidad y perfección de una realidad que existe por sí misma. Pero ¿cuál es la perfección última y fundante de la persona? ¿Cuál es el constitutivo último del ser personal?
A esa actualidad fundante de lo que en la persona hay de estable (naturaleza) y de cambiante (determinaciones accidentales) podemos llamarlo acto de ser; o también sencillamente amor. Cada persona tiene un don único e irrepetible porque cada persona es un acto de ser distinto, responde a un modo distinto de darse el amor.
El ser humano es persona. Todo en el hombre es personal: tanto aquello que englobamos en el ámbito espiritual como nuestra realidad más corporal poseen la dignidad personal. Cada ser humano posee una unidad singular y concreta, incomunicable e irrepetible, amada por sí misma. El acto de ser, el amor, es la raíz de su unidad personal. Ahora bien, el alma humana no tiene el ser por su unión con la materia. Tiene el ser por sí y obra por sí. Es espiritual, capaz de un conocimiento universal, y tiene dominio de sus actos, es decir libertad. La autonomía ontológica de la persona es lo que funda su libertad práctica.
El alma, a diferencia del cuerpo, podría existir separada. Pero materia y forma, cuerpo y alma, no pueden explicar suficientemente la intimidad personal. Pensemos por un momento en lo que significa para los seres humanos el hecho de la paternidad y la maternidad. De modo similar a como afirmamos que tanto lo espiritual como lo corporal poseen dignidad personal, ningunos padres aceptarían que simplemente son padres del cuerpo de un hijo sin ser verdaderamente padres de esa persona.
Los padres se saben padres de la persona, aunque saben que ellos no han podido engendrar el alma espiritual e inmortal. ¿Qué tienen en común los padres al engendrar un cuerpo con quien simultáneamente crea el alma? Sencillamente, el amor. Los padres son padres de esa persona cuyo cuerpo engendran en la medida en que comparten el mismo amor con quien crea el alma que se une a ese cuerpo. El corazón, sede del amor, es quien unifica alma y cuerpo.
Los padres son padres del ser personal de sus hijos en la medida en que los engendran con un amor alineado con el amor de quien crea sus almas. Y como en ese amor (en el acto de ser) se incluye no sólo el hecho de existir sino también el desarrollo de lo que cada persona está llamada a ser, los padres son (si puede hablarse así) más padres de sus hijos en la medida en que quieren para ellos la misión a la que están llamados.
4. Nuestras relaciones y nuestra historia
Desde una perspectiva más fenomenológica, toda persona es diálogo: un yo
abierto a un tú
. Pero la persona es un absoluto, no una relación: no se disuelve en el devenir de sus actos, ni en unas relaciones sin sujeto ni fundamento.
Querida por sí misma, y no como medio para otra cosa, la persona tiene derecho a que los demás no intenten subordinarla. Es libre: nadie puede obligarla a dirigirse a un fin distinto al que se proponga; y aunque existen ciertamente relaciones de dependencia y obediencia, deben estar basadas en el servicio y el amor. Los derechos y deberes de la persona, así como su jerarquía, se siguen de esa dignidad absoluta: ninguna persona puede desentenderse de los demás, pero la sociedad es para la persona y no al revés.
La libertad explica también la historia. El hombre tiene una historia, y existe un horizonte de eternidad y de tiempo. Gracias a su libertad hace verdadera historia, historia de su vida, de su alma; en el tiempo configura su eternidad, decide su propia suerte; la dignidad radica en que tiene un destino eterno que ha de decidir en el tiempo, en esta vida.
La historicidad humana exige que haya una naturaleza permanente, ya que sin una sustancia estable no habría historia sino mera sucesión de momentos, en ningún caso atribuibles a una persona. Pero esa persona es libre, está abierta a un horizonte de posibilidades de ser. La historia no es un proceso necesario con leyes fijas, sino que cada persona es sujeto y autor de su historia, y por tanto se crea
a sí misma.
Cada hombre se crea
a sí mismo. Este es el modo en que la persona puede y debe llegar a su plenitud, a lo que la perfecciona, a lo que la hace buena. La historicidad nos conduce de este modo a un orden moral, verdadero orden que afecta al ser humano en su totalidad.
Siendo la persona el ser querido por sí, ejerce un verdadero dominio sobre el mundo. El mundo material es medio de perfeccionamiento para el hombre, ya que la persona puede añadirle un suplemento de bondad. No sólo podemos tener el mundo, sino que a través de él podemos dar, y darnos. Y esto no sólo porque el hombre tiene cuerpo, sino sobre todo porque su obrar no sólo está impregnado de la lógica del tener sino también de la lógica de la gratuidad.
Bajo el prisma de la historicidad de la persona humana, el resumen de su dignidad radica por tanto en que todos sus actos están abiertos a la trascendencia, porque están forjando un destino eterno.
5. Los grandes rasgos de la identidad humana
Libertad, ley y conciencia se engranan bajo la perspectiva del amor, del ser íntimo personal. La libertad no puede ser la indiferencia, porque la indiferencia es lo opuesto al amor. El precepto del amor no es una ley extrínseca, sino una luz, una inclinación que facilita acertar con el bien. Y conocer esa ley (la conciencia) no sólo no se opone a la libertad: esa ley sólo puede cumplirse con amor.
Dicho de otro modo, podemos autodeterminarnos hacia el bien, y aprender a hacer el bien. Podemos hacer el bien por amor, no por sumisión ni por necesidad. La libertad es ante todo libertad interior. Y el amor es fuente de un nuevo conocimiento.
Cada persona es
un acto de ser distinto. Así como