Dignidad humana y bioética
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Dignidad humana y bioética - Javier de la Torre Díaz
INTRODUCCIÓN
DIGNIDAD HUMANA Y BIOÉTICA
Dr. Santiago Madrigal Terrazas
Decano de la Facultad de Teología
Universidad Pontificia Comillas de Madrid
Al inicio de este seminario interdisciplinar, organizado por la Cátedra de Bioética de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas de Madrid, quisiera dirigirles unas palabras de bienvenida que glosen al mismo tiempo el objetivo que nos congrega estos días en Salamanca, esa ciudad que nos acoge por tercera vez para estas sesiones de trabajo, al hilo del presagio premonitorio del Ingenioso Hidalgo D. Quijote, esta ciudad que «enhechiza la voluntad de volver a ella a cuantos de la apacibilidad de su vivienda han gustado». A todos ustedes, participantes noveles o repetidores, mi más cordial bienvenida.
Hace ya algunos años escribió Ortega y Gasset lo siguiente: «¿Qué es el hombre? Los clásicos de la filosofía han ido pasándose de mano en mano, siglo tras siglo, esta cuestión… La definición del hombre, único y verdadero problema de la ética, es el motor de las variaciones históricas. Por eso los gobernantes han perseguido en todo tiempo la «moralita», explosivo espiritual, y han hecho lo posible para precaverse del terrorismo de la ética» (J. Ortega y Gasset, Obras completas, Alianza, Madrid 1983, vol. I, 92-93). Mutatis mutandis, podemos tomar estas palabras para caracterizar nuestra situación y nuestro punto de partida en estas jornadas de trabajo. La cuestión de la definición de la dignidad humana sigue siendo el verdadero problema, el único problema, de la bioética, una cuestión que ha ido pasando de mano en mano, pero no como moneda barata altamente inflacionaria, sino como verdadero indicador de las modas, de las oleadas, de las convicciones, de los debates, que señalan las variaciones históricas. Finalmente, si hubiera que ejemplificar lo que los gobernantes han hecho para precaverse de la ética o su choque con los defensores de la dignidad del ser humano, podríamos volver la vista al ejemplo de la Antígona de Sófocles. Hacia el año 442 a. C. se representa en Atenas una tragedia de Sófocles que era el grito de la conciencia de una mujer ante la pretensión del poder político. En el campo de batalla ha muerto Polinices, hermano de Antígona, y el rey Creonte ordena como castigo por haber atacado a la ciudad «que nadie le dé sepultura ni le llore y que le dejen sin lamentos, sin enterramiento, como grato tesoro para las aves rapaces» (26-30). Antígona se rebela porque, por encima de las órdenes del rey, están las leyes no escritas e inquebrantables de los dioses, el debido respeto a la piedad, que le impiden dejar el cadáver de su hermano como pasto de las aves de rapiña y de los perros. De nada vale que su hermana Ismene le diga que «el obrar por encima de nuestras posibilidades no tiene ningún sentido» (67-68). El grito rebelde de Antígona, una mujer hecha no para compartir el odio sino el amor, se reviste de la dignidad de la libertad de conciencia, de la dignidad de la persona humana cuando dice: «Yo lo enterraré. Hermoso será morir haciéndolo. Yaceré con él (…) tras cometer un piadoso crimen, ya que es mayor el tiempo que debo agradar a los de abajo que a los de aquí. Allí reposaré para siempre. Tú, si te parece, desdeña los honores a los dioses».
Desde los tiempos primeros de la cultura y civilización griega nos vemos envueltos en esta misma lógica de la cuestión por la dignidad humana, que los tiempos han ido pasando de mano en mano, que registran las mismas variaciones históricas en la concepción del ser humano. Ahí están de modo paradigmático las tres ofensas que la humanidad habría sufrido en su amor propio a lo largo de su historia. Desde su teoría del narcisimo, S. Freud explica en Una dificultad para el psicoanálisis (Obras completas, Madrid 1981, tomo II, 2432-2436) que el hombre pensó que la tierra era el centro del universo y que todo giraba en torno a ella. La situación central del planeta tierra garantizaba la función predominante, el puesto de dueño y señor que el hombre se asignó a sí mismo en el universo. Pero Copérnico destruyó aquella ilusión narcisista, al sostener que es la tierra la que da vueltas al sol. Así las cosas, el amor propio del ser humano sufrió su primera ofensa, la ofensa cosmológica. Sin embargo, el hombre siguió considerándose al menos como el soberano entre los otros seres que poblaban la tierra; entre él y los otros seres vivos se abría el abismo de la razón. Con este argumento rompía los lazos de parentesco con el mundo animal. La ofensa cosmológica se veía compensada mediante esta exaltación frente al resto de los animales. Pero la investigación de Darwin puso fin a esta auto-exaltación narcisista al establecer su origen en el reino animal por evolución de la escala zoológica y, por ende, su emparentamiento con otras especies. De todos modos estaba por venir la afrenta más ominosa, más terrible incluso que la ofensa biológica. El hombre exteriormente humillado se refugia en su propia alma, donde cree sentirse seguro, dueño y soberano de sí mismo. Se aferra así a un «yo» consciente, centro de sus operaciones y de sus voliciones, de sus pensamientos y de sus recuerdos. Pero el psicoanálisis le muestra que está internamente habitado por fuerzas oscuras, pulsiones, instintos, que no domina y que escapan a su poder; además, buena parte de esas fuerzas y pulsiones son inconscientes. El sujeto consciente parece disolverse, como un terrón de azúcar en un vaso de agua, en medio de ese «ello» inconsciente, de manera que el hombre habría dejado de ser señor y dueño de su propia casa. Es la ofensa psicológica, que parece convertir la misma libertad en una ilusión vana.
Dicho de otro modo y desde otras perspectivas científicas más recientes: si estudiamos objetivamente su comportamiento, no se diferencia esencialmente del animal (conductismo); si estudiamos sus procesos mentales no encontramos nada que no se pueda explicar por el funcionamiento del cerebro o que derive de él (materialismo biológico o emergentismo); si analizamos las estructuras que rigen el universo desde lo más grande a lo más pequeño, y viceversa, no encontramos ningún «sujeto» o «yo personal», sino un objeto en el que se combinan y entrecruzan múltiples relaciones (estructuralismo). Todas estas posturas conducen a la conclusión: científicamente no hay base para afirmar que el hombre sea un fin en sí mismo, una realidad de valor inalienable y sagrado Este tipo de afirmaciones sobre el hombre y su supuesta dignidad y trascendencia respecto al mundo material son pre-científicas, ancladas en ideologías arcaicas. Se puede formular de forma sintética con el título famoso de B. F. Skinner, «Más allá de la libertad y de la dignidad». El hombre no goza en naturaleza de ninguna prerrogativa; nada hay en él que trascienda lo puramente material o biológico; el mismo hecho de poseer un «espíritu» no le garantiza, como pretende Max Scheler, un lugar especial en el cosmos.
Ahora bien, y en cualquier caso, como en cierta ocasión afirmara J. Muguerza, «un poco de metafísica no hace daño». El hombre y su dignidad es un tema de toda cultura y de todo tiempo. Un cambio cultural, una cultura en crisis, como parece ser la nuestra, conlleva siempre problemas éticos. El problema de la ética es el problema de la definición del hombre. Hay que confesar que no es fácil saber qué es el hombre. Seguramente nos van a ilustrar con una lista de las teorías del hombre desde la antigüedad hasta nuestros días, y nos van a sorprender por su variedad. Apunto hacia una posibilidad del hombre como dignidad desde la Fundamentación de la metafísica de las costumbres de Kant, quien establecía esta máxima: «Obra de tal modo que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como fin al mismo tiempo y nunca solamente como un medio». Por aquí se vislumbra algo de la dignidad: «En el reino de los fines todo tiene un precio o una dignidad. Aquello que tiene un precio puede ser sustituido por algo equivalente; en cambio, lo que se halla por encima de todo precio y, por tanto, no admite nada equivalente, eso tiene dignidad». «Dignidad o valor interno es aquello que constituye la condición por que algo sea fin en sí mismo» (I. Kant, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Espasa-Calpe, Madrid 1980, 84, 92-93). Se reivindica así que el hombre no es una cosa, es un sujeto ético, no reducible a hechos físicos, biológicos, o a fuerzas sociales.
La realidad humana se muestra escurridiza. Entre pronunciamientos de uno y de otro signo como los indicados, dejemos la pregunta en el aire en ese lenguaje tan paradójico que le gustaba usar a Pascal para indicar la condición enigmática y fugitiva a todo lo humano: «Si el hombre se ensalza, yo le humillo. Si él se humilla, yo le ensalzo. Y le contradigo siempre. Hasta que comprenda que es un monstruo de incomprensibilidad» (B. Pascal, Pensamientos, Ed. Chevalier, n. 330). El hombre supera infinitamente al hombre. Es la apuesta antropológica de Pascal que cuestiona radicalmente la concepción del hombre como un puro ser natural, como puro acontecer histórico; pero el creyente Pascal, en el fondo, lo que hace es llamar la atención para mostrar al ser humano que ha de salir de sí, fuera de él, si quiere adquirir algo de luz sobre su realidad. De ahí que haya escrito en otro de sus Pensamientos: «El conocimiento de Dios sin el de la miseria humana engendra orgullo. El conocimiento de esta miseria sin el de Dios engendra desesperación. El conocimiento de Jesucristo es el medio: en él conocemos a Dios y nuestra miseria» (Pensamientos, n. 727). Hoy, en nuestro espacio cultural fragmentado, en nuestra cultura plural de Occidente, no compartimos una misma cosmovisión, sino que conviven diversas maneras de entender al ser humano. La idea de dignidad, difícil de fundamentación racional, es una idea rica en promesas, muy frágil social y políticamente hablando.
DIGNIDAD DEL SER HUMANO: ENTRE LA PERCEPCIÓN PRE-FILOSÓFICA Y SU CONSIDERACIÓN MORAL
Graciano González R. Arnaiz
Universidad Complutense de Madrid
Hablar de dignidad es descubrirse inserto en un juego de luces y de sombras con el riesgo añadido de llegar a ofuscarnos y de convertir el propio término de dignidad en flatus vocis. O lo que todavía es peor, corremos el riesgo de llegar a desconsiderarla, no sólo por la ineficacia de su proclamación, sino también por la inoportunidad y estorbo que introduce a la hora de potenciar los recursos y las posibilidades (sic) de lo humano ¹.
De hecho, esta complejidad parece confirmarse en la propia consideración de la idea de dignidad, por ejemplo, en el tema de la eutanasia por parte de la Bioética. Se habla de una muerte digna para referirse «a algo así como un derecho
a elegir la propia muerte, con la intención de preservar lo más valioso de la existencia, hasta el final. Por el contrario, la dignidad puede ser entendida como elemento característico de la vida humana, intrínsecamente valiosa, sagrada» ². Son dos usos del término, en cuya referencia se reclama el derecho a morir; y, en su mismo nombre, se postula un valor de la vida, por encima de cualquier otra consideración.
De manera que tiene sentido hablar de cuestión de la dignidad, aunque sólo fuera para abordar esta múltiple consideración de su significado. Es más, la propia consideración de los problemas que suscita su «aplicación» (sic) lingüística y la propia complejidad que suscita su comprensión nos faculta para hablar de dignidad en cuestión. De ahí la pertinencia de su consideración, porque de lo que terminemos diciendo de ella, va a depender, entiendo yo, «la calidad humana o in-humana de una determinada realización o modo de ser» ³ o práctica social.
Sólo que, entonces, ya no hablamos de dignidad, sin más, sino de sentido de dignidad, haciendo primar así una dimensión ética de la misma, en tanto en cuanto su consideración «obligaría» a la razón a ponerse a pensar en estas circunstancias —a las que hoy identificaríamos con contexto sociocultural— que le anteceden. Nada mejor, pues, para comprender este aspecto del sentido de la dignidad, que tratar de rastrear sus «huellas» a lo largo y ancho de nuestra cultura, como momento significativo, para acceder a su comprensión como valor moral. A todo este recorrido es al que vamos a denominar momento pre-filosófico, como momento previo a su consideración moral.
1. EL MOMENTO PRE-FILOSÓFICO
Conviene, pues, que comencemos preguntándonos: ¿cuál es el ethos de este sentido de la dignidad que parece estar impregnando todos las capas significativas de nuestra cultura, en lo tocante a las realizaciones significativas tanto en el plano personal, como en el de las relaciones con los demás y de las que se llevan a cabo en los contextos institucionales? Sorprender este momento pre-filosófico de la significación de la dignidad, resulta de la mayor importancia, cuando menos por dos motivos. El primero de ellos, porque nos permite acceder a contextos de significado muy determinados en los que funciona y se aplica esta idea de dignidad; y, el segundo, porque nos permite observar el mecanismo racional utilizado —es decir, la serie de razones que operan en dichos contextos de referencia— para delimitar su significado, dicho sea en términos intensivos y extensivos.
A la vista de esta doble consideración, creo que no nos equivocamos si sostenemos que la idea de dignidad —con todas las dificultades de su interpretación que queramos— aparece «escrita» en el filum de nuestra cultura occidental como cañamazo de sentido de toda nuestra cultura. Al punto de que puede ser señalada como una de las claves de lectura que, de manera general, utilizamos para hablar de sentido y significación de los seres humanos, y, como no podía ser menos, para referirnos a la «calidad humana» de sus diversas realizaciones más significativas. Estaríamos diciendo, así, que la idea de dignidad es el humus en el que se asienta nuestra cultura occidental, en el sentido de que puede ser considerada como el suelo que pisa toda reflexión que se precie, sobre lo que significa dignidad o digno y, por extensión, para reclamarse como uno de los atributos que mejor definen lo que puede significar «ser humano» y también para expresar la calidad humana de una realización personal, interpersonal o institucional.
1.1. «M UNDO DE LA VIDA» Y SITUACIÓN SOCIOCULTURAL
De resultar plausible esta consideración, estaríamos hablando de una suerte de mundo de la vida, «en calidad de factum en donde está situada la razón» ⁴, heredero de una larguísima tradición que traspasa lo griego y lo romano, que se fecunda en la tradición judía y cristiana, que se «exterioriza» en el Renacimiento y en la Escuela de Salamanca, alcanzando una determinación socio-cultural y política en la modernidad que termina «formalizando» Kant y que, finalmente, puede verse estampada, a día de hoy, en la proclamación de los Derechos Humanos y sus diversas lecturas.
Todo este acerbo cultural que hemos señalado sucintamente, nos remite a una especie de terreno común de significado y sentido de la idea de dignidad, en tanto en cuanto puede ser leída a la luz de una especial interrelación entre un ethos y un pathos, que caminan de la mano cuando de hablar de sentido de dignidad se trata, como trasunto de un significado de humanidad, de calidad humana y de ser humano.
Sin embargo, todo este caudal etho-páthico —en tanto que asumido y vivido—, cuya porosidad alcanza los lugares más recónditos y que es objeto, se puede decir, de experiencia directa —como cuando nos in-dignamos ante una humillación infringida a una mujer o a un hombre…— no se compadece con una especie de vía regia para hablar de un sentido de la dignidad poco menos que canónico. Es más, no todo es un camino de rosas para la concepción de la dignidad en nuestra cultura. También en este «mundo de la vida» —en tanto que expresión intrasubjetiva e intersubjetiva de calidad humana y de vida digna— se dan tensiones; hay un conflicto de interpretaciones.
Lo advertimos, incluso, en el propio uso del lenguaje en el que ya se adivinan, como acabamos de señalar, distintas acepciones de la dignidad, al punto de que si alguna palabra es un término ex-puesto a una multiplicidad de significados, esa es la palabra dignidad. Por eso, hablamos aquí de realidad polisémica, para poner de relieve el carácter abierto de su significación y, por lo mismo, para señalar una variedad interpretativa difícil de reducir, cuando no imposible. Y no sólo eso, sino que, además, esa diversidad interpretativa sirve también para dar cuenta de una diversidad de comportamientos y de acciones que, a la luz de un cierto sentido común, resultan ser contradictorias y, a menudo, incompatibles.
Lo que queremos manifestar claramente es que, por más que esta consideración pre-filosófica de la dignidad pueda ser vista como una especie de «terreno común» de referencia significativa, para hablar de humanidad y de calidad humana de los seres, valga la redundancia, humanos, ello no obsta para reconocer una pluralidad de discursos que compiten en la tarea de «decirla». Y no siempre de la misma manera y con el mismo sentido. Por lo que ese «consenso básico» sobre el valor y el sentido de la dignidad que parece impregnar y extenderse por nuestra cultura de referencia, no se traduce, sin más, en un discurso canónico sobre la dignidad, por más que se la reclame como referente de sentido de una vida lograda, de una realización adecuada o de una legitimación institucional.
1.2. L OS DOS GÉNEROS DEL DISCURSO SOBRE LA DIGNIDAD
Conviene distinguir, por ello, al menos dos géneros de discurso que concurren en la explicitación de lo que cabe ser entendido como dignidad en este terreno de lo prefilosófico: un discurso, que vamos a denominar «constitutivo o adscriptivo», y otro que denominaremos «valorativo». Ambos tienen que ver, en principio, con usos del lenguaje ordinario ⁵. Si bien, el primero tiene matices «afirmativos», en el sentido de que destaca y adscribe una propiedad o un atributo —todavía no hablamos de cómo se les entiende; si hablamos de propiedades intrínsecas, de atributo ontológico…, a un ser, a una realidad—, para explicitar algo propio, como cuando decimos que el hombre es digno o tiene dignidad; mientras que la acepción «valorativa» suele ponerse de manifiesto, más bien, en consideraciones «en negativo», como cuando decimos, esto es un acto indigno de ti, o nos referimos a una situación, a la que tachamos de situación de indignidad.
Vemos, pues, en esta consideración «externa», derivada del análisis de los usos del lenguaje, una especial configuración del sentido del término dignidad, cuyo cometido, bien en positivo o en negativo, es «señalizar» un rasgo —con sus discursos correspondientes— que añade un plus de significación a la hora de hablar de sentido humano, de ser humano, de condición humana, de humanismo…, como explicitaciones de su significado «cultural» de referencia. Lo que nos lleva a decir que, en su uso ordinario, el término dignidad ya aparece como un término cargado, en tanto en cuanto permite discriminar, en alguna medida, unas realizaciones de otras y unos seres de otros. Es más, esta acepción pre-filosófica de dignidad convive con una experiencia de significado y sentido «humanista», a resultas de verse en un mundo con otros y de acceder, por ello, al imperativo moral de respetarles.
Por este camino de la discriminación, que explicita ya un determinado uso regulativo del lenguaje, la dignidad entra de lleno en la dimensión reflexiva, dedicada, desde ahora, a indagar en las razones que damos, para ver «qué tipo de razones» son las que exteriorizan y manifiestan modos de ser y mundos de significado, a los que quepa la adscripción de dignos, en tanto que referentes de sentido de humanidad y de humanización.
1.3. Q UAESTIO DISPUTATA: DE DIGNITATE
Cuando esto ocurre, estamos adentrándonos en el terreno de la filosofía, aunque sólo fuera por la consideración de la dignidad como «aquello queda-que-pensar», en expresión de Ricoeur ⁶, convirtiéndose así en cuestión filosófica por antonomasia. Porque en las razones que damos, nos estamos jugando la cuestión del sentido; cuestión/tema ya de la ética, como encarnación del ejercicio práctico de la razón.
Lo interesante de todo este decurso se pondría de manifiesto si nos preguntáramos qué ocurriría si esta peculiar manera filosófica de referirse a la «cuestión» de la dignidad —en tanto que cuestionamiento de la diversidad de los discursos sobre ella— se pusiera a trabajar con su propia metodología en el terreno de lo pre-filosófico. Dicho con otras palabras, qué pasaría si una racionalidad práctica pasara a ocuparse de otorgar un significado y un sentido a la propia idea de dignidad que «campa por sus respetos» —podríamos decir— en nuestro contexto cultural de referencia; aún a sabiendas de que un ejercicio así de la racionalidad, que la filosofía ha identificado como razón práctica, cuenta ya con unas «razones establecidas» que funcionan en dicho contexto y que aparecen «como disponibles».
Pues bien, a nuestro entender, de llevar a cabo esta opción, pasarían dos cosas. La primera, que este ejercicio «ancilar» de la racionalidad práctica, que la filosofía ha privilegiado a la hora de estudiar las cuestiones humanas, no podría hacerse sino desde su inserción en el propio contexto. Lo que nos obligaría a hacernos cargo de la diversidad de discursos que concurren en decir lo que significa dignidad. Y, la segunda, que la propia dinámica reflexiva, tensada en su propia consideración desde la tradición, tendría que habérselas con los nuevos «mundos de la vida» en los que contrastar y verificar los criterios —razones para hacer— que en su deambular esta razón práctica va descubriendo y proponiendo como «señales» de humanidad o de humanización. Porque de ello depende que podamos hablar o no de dignidad.
Entiendo, así, que el lugar de paso entre estas dos situaciones, tiene que ver con una manera de entender el propio ejercicio de la razón. Por cierto, un ejercicio de razón, cuyo cometido es entender de aquellos asuntos que resultan determinantes —en el sentido de propios y específicos— para nuestra consideración de seres humanos, en tanto que distintos y distinguibles de los seres «naturales» (sic). De manera que esta razón, puesta a pensar sobre lo que más nos concierne, «descubre» los propios «requisitos» que su propio ejercicio exige para poder llevar a cabo su cometido; es decir, para otorgar un sentido humano a lo que hacemos y, por lo mismo, a lo que estamos siendo o somos. A destacar, pues, que a tergo de esa capacidad, lo que se está jugando es ya, ni más ni menos que la cuestión del sentido de la idea de dignidad humana.
Desde el principio hemos insinuado que esta «modalidad» de razón tiene una historia. Por eso, aunque su preocupación tenga que escenificarse en «cada» situación y en «cada» contexto, este ejercicio de razón que «sabe» de humanidad —y, por eso, de sentido humano y de dignidad— no parte de cero. De hecho, tiene un larguísimo recorrido en filosofía, desde los griegos hasta hoy en día. Nosotros vamos a primar la concepción moderna, siguiendo la trayectoria kantiana. Por cuanto la manera kantiana de entender este ejercicio práctico de la razón, tiene su justificación en tanto en cuanto, entiendo yo, que nos señala un camino por el que todavía podemos transitar, sin merma de actualidad.
La peculiar vertebración entre los fines esenciales de la razón y los valores de humanidad, que la propia racionalidad descubre para legitimar su ejercicio —en tanto que configurados y configuradores de la libertad, de la igualdad y de la fraternidad— nos permite replantear en qué medida estos referentes configuran lo que podemos denominar condición humana o estructura antropológica de base, para poder hablar de un ejercicio de razón práctica. Dicho de otra manera, lo que el propio ejercicio práctico de la razón descubre/exige es cómo tendría que ser una razón como ésta, especialista en fines esenciales requeridos por su propio ejercicio, para que una vez descubiertos, convertirles en «sus intereses»; es decir, para asumirles y reivindicarles como perspectiva general de significado y sentido de toda posible realización humana y humanizadora. La razón, como tal, no funda la idea de dignidad. Pero sí descubre las condiciones de posibilidad para que un discurso sobre la misma alcance su significado y sentido por la «producción» (sic) de humanidad que lleva a cabo.
1.4. D IGNIDAD, ¿VALOR DE RAZÓN Y/O RAZÓN DE VALOR ?
¿Cómo medir la «carga humanizadora» de este ejercicio de racionalidad que, a la vez que contrasta y verifica los discursos naturales (sic) sobre la dignidad, otorga y plantea una discriminación entre ellos? Por los valores de razón que ella misma descubre y exige para su funcionamiento, tendríamos que responder. En otras palabras, porque este ejercicio de razón comporta un campo previo —en tanto que exigido— para poder llevarse a cabo.
Pues bien, ese campo previo es la dimensión moral y los valores que descubre son las reglas de juego a las que la razón se siente adscrita, cuando de hablar de humanidad y de sentido humano se trata. Ejercicio de razón y moralidad, aquí, están en el mismo plano. Y, en tanto que razón dedicada a «dar cuenta» del sentido de lo que somos y podemos ser, tiene la primacía.
A nuestro entender, esta lectura de los fines esenciales, en tanto que fines de razón, y su conversión en valores de razón, con carga humanizadora y, por tanto, convertidos en referentes morales, inicia nuestra postura crítica sobre la propia consideración kantiana de la racionalidad. Pues entender los fines como valores —en el sentido de que se les adscribe valor universalizador— exige y plantea la consideración de cuatro aspectos o rasgos que cambian en gran medida —por no decir, en toda medida— el sentido de un ejercicio de la razón que pueda llamarse, con razón, práctica.
El primero de ellos, salta a la vista. Pues una razón, que en su ejercicio descubre tales «intereses», no les descubre porque sí, como si fueran llovidos del cielo, como algo de suyo. Más bien tendríamos que contemplarles insertos en un mundo previo, en el que la razón, previo a su ejercicio, aparece como «recostada», esperando que alguien la convoque. Pues su situación primera, y previa, es vivir en un mundo de otros y con otros. La razón, aquí, no es razón pura sino, antes por el contrario, razón «cargada», en el sentido de que no puede no contar con dicha situación primera a la hora de entrar en servicio. La relación —en la realidad, correlación— define este contexto. Y es por relación con ella como la dignidad alcanza virtualidad moral: ser re-conocida, cuidada y exigida por, y en, este mundo relacional.
A este respecto, los tres rasgos que señalamos más abajo, sirven para completar y explicar la situación-puente que une la tarea de una racionalidad, urgida a tener que dar cuenta del sentido de su ejercicio en un mundo con otros, con el bagaje de los valores descubiertos a la luz del mismo y que actúan como referentes del valor de la dignidad; o mejor, de la dignidad como valor.
El conjunto de estos tres momentos, en la tarea de «dar razón de», refleja la propia «condición axiológica o regulativa» de un ejercicio de razón; y a su través descubrimos, también, las exigencias que un ejercicio de razón «no puede» (sic) dejar de contemplar para hablar de sentido y de significación humanas. Por cierto, uno de los descriptores más socorridos para hablar de sentido de la dignidad.
A nuestro entender, de lo que se ponga de relieve en ambas consideraciones, va a depender nuestra comprensión de la dimensión práctica, en tanto que perspectiva originaria, de todo ejercicio de la razón. Pues se trata, ni más ni menos, que de ver en qué medida los valores de razón, al propiciarse como valores de humanización —fines esenciales—, prueban la relación tan especial que se da entre racionalidad y moralidad, rompiendo cualquier tentación de formalismo.
El paso fenomenológico, aquí, es de vital importancia, aunque sólo fuera para mostrar la peculiar imbricación en la que puede ser comprendida esa hilazón de la racionalidad con la moralidad; y, a su vez, para tratar de mostrar esa peculiar carga moral que tiene todo ejercicio de la racionalidad para que pueda ser considerada «razón cargada» —razón con contenido—.
Por eso es por lo que entendemos que un ejercicio de razón así considerado, que en su mochila de viaje porta ya su «condición axiológica» en virtud de su relación con un mundo de otros, exterioriza la situación primera de la moralidad en la que la razón «se despierta», como razón moralizada. No es una pura razón, sin más. Ni tampoco una razón «natural» (sic). Es una razón urgida a tener que decir —y decirse— en ese mundo de otros en el que ha estado como «recostada»; en duermevela.
Esta situación primera —verdadero fondo de humanidad— colorea todo ejercicio de racionalidad como «práctico», en la misma medida en la que su ejercicio está consagrado a decir —y sostener— el sentido de todo; es decir, su valor de humanidad y de humanización; a establecer el sentido de su dignidad como valor.
Valor de humanidad y de humanización, y sentido de la dignidad van unidos. Pero ya no son el fruto de una deducción trascendental de la propia razón, sino más bien la exigencia con la que la razón sale investida cuando se pone a pensar.
Esta situación previa, exterioriza una verdadera dimensión de moralidad a la que la razón se sabe adscrita para «dar cuenta» de ella. De manera que esta condición axiológica de la razón —raíz del sentido de la dignidad como valor moral de referencia— parte de aquí; de reconocer un mundo previo en el que un ejercicio de la racionalidad es práctico, en tanto en cuanto se reconoce en el carácter de ex-posición, en la dimensión de apertura y en la capacidad de reivindicación que expande y contrae la tarea del «dar razón». A su amparo, la propia razón descubre unos valores de razón a los que se siente referida para poder llevar a cabo, con sentido, su ejercicio. Detrás de ellos retumba la dignidad como valor.
Aludamos, siquiera sea someramente, a cada uno de ellos, para sorprender los momentos significativos para hablar de «valores» de razón, ya para siempre valores de humanidad.
—El carácter de ex-posición , escenifica la venida de todo hombre a un mundo habitado por otros; otros que le anteceden, con los que convive sin resistencias, es decir, gozosamente, hasta que se da cuenta de que entre esos otros, que son todas las cosas, hay objetos —otros—que se le resisten, que no se dejan captar ni reducir. El a priori del que tendríamos que partir es la consideración del hombre como sercapaz-de…, que tan bien han puesto de relieve ya, tanto la psicología, como la sociología o la pedagogía. Y su expresión bien podía ser la consideración del hombre como el ser que reobra.
En esta consideración fenomenológica de nuestra venida a este mundo, la resistencia a «ser capturados» pone de relieve varios aspectos que pueden ser vistos como el cañamazo de nuestra insita dimensión moral y, así, de nuestra dignidad. Aquello que Zubiri denominaba estructura moral del ser humano y que, después, desarrolló Aranguren en su visión de la ética como moral como estructura, merced a su visión del hombre como ser que «debe» hacer, y así, adscribiéndole una «realidad debitoria» como referencia clave para hablar de su insita dimensión moral.
Cuando el ser humano, en una situación así, hace, lo que no puede es no-exponerse en lo que lleva a cabo. La obra pone al hombre «fuera de sí»; le ex-pone como condición de posibilidad para ser sí mismo. Pero ya nunca, sólo, desde sí mismo. Precisamente esta consideración visualiza uno de los rasgos clave de nuestra condición moral. Algo es moral, no porque deba ser hecho o, inclusive, respetado; algo es moral porque está ex-puesto, es decir, porque surge de esa incondición de tener que hacerse con otros. La calidad moral de una situación así descrita es, precisamente, que nadie pueda ser reducido por el otro en ese obrar. Es considerado digno y, por eso, tiene que ser «respetado».
De ahí, la nota de la vulnerabilidad como constitutivo esencial de nuestra peculiar manera de ser hombres y mujeres, ex-puestos a ser reducidos en pro, inclusive, de una idea de humanidad, llegado el caso. Por eso, no vale cualquier propuesta de humanismo, como tampoco vale cualquier propuesta de subjetividad. También en nombre del «humanismo» se han cometido las mayores atrocidades.
Lo curioso de esta situación de vulnerabilidad —situación moral por excelencia— es que tiene que ser considerada como el suelo del que emerge la inteligibilidad. Emerger quiere decir, aquí, otorgar sentido. Y la inteligibilidad adquiere sentido desde el momento en el que se apercibe de la necesidad de «tener que responder» a esa provocación que supone el hecho de que hay otros que se me resisten y que no se dejan integrar en mi obrar. Esta singular traducción de la condición de ser/estar ex-puesto por la exigencia ineludible de «tener que responder