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Cosecha letal: Thriller policiaco, misterio y suspense
Cosecha letal: Thriller policiaco, misterio y suspense
Cosecha letal: Thriller policiaco, misterio y suspense
Libro electrónico472 páginas6 horas

Cosecha letal: Thriller policiaco, misterio y suspense

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Joshua está convencido de que hay una maldición familiar. Le ha arrebatado a sus seres queridos, le ha robado la vista y es la razón por la que su padre es asesinado mientras investigaba el homicidio de una joven.
Joshua recibe una oportunidad que no puede rechazar: una operación que le permitirá ver el mundo a través de los ojos de su padre. A medida que Joshua descubre el mundo, empieza a ver lo que estos ojos podrían haber presenciado en su vida anterior. ¿Qué estaba haciendo exactamente su padre en su papel de detective de policía?
Pero los actos que llevó a cabo su padre en una parte oculta de su vida acarrean consecuencias, y una de ellas es la ira de un hombre empeñado en matar, un hombre que se acerca cada vez más a Joshua.
Joshua pronto descubre un mundo más oscuro que aquel del que ha salido…
El autor nominado al premio Edgar, Paul Cleave, regresa con otra fascinante historia de secretos ocultos y horrores indescriptibles que te mantendrá en suspense hasta la última página.
«Paul Cleave es una lectura obligada para mí». 
- Lee Child
«Comenzando con una ambientación macabra, Cleave sigue subiendo las apuestas hasta que cualquier pizca de verosimilitud queda muy atrás y solo queda una serie cada vez más efectiva de emociones espeluznantes».
- Kirkus Reviews
«Cleave, finalista del Edgar, hace un trabajo de premisa inverosímil, pero muy espeluznante, en esta novela poderosa y que invita a la reflexión… Impresionante thriller criminal». 
- Publishers Weekly (reseña destacada)
«Cleave, un maestro de los thrillers oscuros y convincentes, le da un giro moral a esta historia retorcida y escalofriante con su inquietante final». 
- Booklist
«[Cleave] usa palabras como armas letales». 
- New York Times
«… absolutamente apasionante hasta la última página. Este tipo puede crear tramas que sean originales y destacarlas con una escritura que simplemente gire y gire todo el camino». 
- Reseña de Amazon
IdiomaEspañol
EditorialJentas
Fecha de lanzamiento17 jun 2024
ISBN9788742812952
Cosecha letal: Thriller policiaco, misterio y suspense
Autor

Paul Cleave

Paul Cleave is an award-winning author who often divides his time between his home city of Christchurch, New Zealand, and Europe. He’s won the New Zealand Ngaio Marsh Award three times, the Saint-Maur book festival’s crime novel of the year award in France, and has been shortlisted for the Edgar and the Barry in the US and the Ned Kelly in Australia. His books have been translated into more than twenty languages. The critically acclaimed The Quiet People was published in 2021, with The Pain Tourist (2022) and His Favourite Graves following in 2023.

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    Cosecha letal - Paul Cleave

    ES-A-Killer-Harvest_ebook

    Cosecha letal

    Cosecha letal

    Título original: A Killer Harvest

    © 2017 Paul Cleave. Reservados todos los derechos.

    © 2023 Jentas A/S. Reservados todos los derechos.

    Traducción, Carmen Bordeu

    ePub: Jentas A/S

    ISBN 978-87-428-1295-2

    Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin la autorización escrita de los titulares de los derechos de la propiedad intelectual.

    TAMBIÉN POR PAUL CLEAVE

    Limpieza mortal

    La víctima

    El lago del cementerio

    El coleccionista de muerte

    La casa de la risa

    Hombres de sangre

    Cueste lo que cueste

    No te fíes de nadie

    Para Tim Müller y Craig Sisterson. A los próximos gin-tonics os invito yo.

    Capítulo 1

    La oficina solía ser un viejo contenedor de carga de paredes oxidadas llenas de raspones, ahora pintadas de gris. En la actualidad, el único viaje que realiza es sobre la parte trasera de un camión que recorre el país de arriba abajo una o dos veces al año. Una de sus dos largas paredes ha sido sustituida por una puerta y una ventana que, a lo largo de los años, han presenciado cómo terrenos baldíos se iban convirtiendo en torres de apartamentos y bloques de oficinas. Su vista actual es de un edificio de siete plantas en construcción. Algunas de las plantas no son más que meras vigas de acero y losas de hormigón, y toda la estructura está rodeada de andamios manchados de suciedad, pintura y sudor.

    El interior de la oficina se las ha ingeniado para atraer telarañas y, al mismo tiempo, repeler el calor, lo que hace tiritar al detective Mitchell Logan en lo que ha sido hasta ahora una mañana de verano perfecta en Christchurch. Las paredes han sido enlucidas y están cubiertas de mapas topográficos, bocetos, planos y fotografías. Junto a la puerta, hay un estante con media docena de cascos de obra, con una pegatina debajo que reza: «Use casco. Evite las conmociones cerebrales». El polvo en la ventana es lo bastante espeso como para duplicar el grosor del cristal. Al otro lado de un escritorio lleno de papeles se encuentra el capataz, Simon Bower, con aspecto fastidiado. Bower tiene el pelo castaño peinado hacia atrás y una barba que, hasta hace poco, Mitchell habría descripto como una barba tupida, pero que, según su esposa, ahora se llama una barba hípster. Bower es un tipo apuesto de unos treinta años, bronceado, atlético y, por la forma en que no deja de mirar el reloj, también impaciente.

    Mitchell se vuelve hacia su compañero, el detective Ben Kirk, para ver si su amigo tiene frío, pero Ben no lo demuestra.

    —¿Qué tipo de preguntas? —inquiere Bower, y consulta de nuevo su reloj como para asegurarse de que no le ha estado mintiendo.

    —Preguntas de rutina —responde Mitchell, pero no es así. Nada de esto lo es. Mitchell tiene cuarenta años y se acerca con rapidez a la fecha en la que habrá pasado exactamente la mitad de su vida en el departamento de policía y en ese tiempo ha aprendido que, cuanto más grande es la mentira, más grande es el secreto. Hoy, la mentira va a ser enorme. El hombre al que han venido a ver les dirá que estaba al otro lado del planeta visitando a su madre enferma en el hospital. Que estaba en un barco en medio del océano Pacífico rescatando delfines. Que estaba orbitando alrededor de la Luna. Que estaba en cualquier parte, excepto en el único lugar en el que saben que ha estado: el coche de Andrea Walsh. ¿Y dónde está Andrea Walsh? No lo saben. Pero la motosierra ensangrentada hallada cerca de su coche sugiere que la podrían encontrar en varios lugares… al mismo tiempo. No solo había sangre en la sierra, sino también restos de cabello, huesos y carne, algunos no más grandes que una astilla, otros del tamaño de un nudillo, incluido lo que el forense dijo que era un nudillo de verdad. El coche apareció abandonado dos noches atrás, a la salida de la autopista, sin gasolina. Un conductor que estuvo a punto de chocar contra él lo denunció. La policía no pudo localizar al propietario y, al día siguiente, empezó a registrar la zona. La motosierra ensangrentada fue encontrada en una zanja a cincuenta metros a un lado de la autopista, con el nudillo atascado debajo de la protección retráctil.

    Fue un error deshacerse de la sierra tan cerca del coche, pero Mitchell está seguro de que quien lo hizo decidió que era mejor alternativa que caminar con ella por la autopista. La motosierra tenía un número de serie. El número de serie reveló que pertenecía a una compañía de construcción. Eso es lo que los ha traído hasta este contenedor-oficina para hablar con este capataz.

    —¿Por qué necesitáis saber de quién es la motosierra? —pregunta Bower—. ¿Alguien la robó?

    —Algo así —contesta Ben.

    —¿No… eh… no necesitáis una orden o algo parecido?

    —La necesitaríamos si estuviéramos aquí para registrar el lugar —replica Ben.

    —Y la conseguiremos si hace falta —agrega Mitchell.

    —Pero sabemos que no hace falta —continúa Ben—, porque no estamos aquí para registrar el lugar, sino para hablar con la persona que usa la motosierra que coincide con ese número de serie, y vas a decirnos quién es.

    —¿Todo esto por una motosierra robada? —aventura Bower.

    —Solo danos un nombre —presiona Mitchell.

    —Vale, no os molestéis en contestarme. —Bower empieza a respirar con agitación y se esfuerza por parecer tranquilo mientras hace a un lado su taza de café y quita unos papeles que hay sobre el teclado de su ordenador para poder escribir. Tras unos segundos de teclear y varios clics, empieza a asentir—. Oh…

    —¿Oh? —repite Mitchell.

    —La motosierra pertenece a Boris McKenzie.

    —¿Y? —pregunta Mitchell.

    —Y Boris es… vale… un poco impulsivo. Es un buen tipo, un gran trabajador, pero… solo una sugerencia: si habéis venido aquí para incordiarlo por algo, tal vez tengáis que pedir refuerzos. Puede cabrearse muy rápido.

    Bien. No es la mayor mentira que Mitchell haya oído. No está a la altura de alegar que estaba ocupado salvando niños de un orfanato en llamas, pero sin duda es una mentira. Mitchell se gira hacia Ben y Ben hace un leve gesto con la cabeza. Es lo que se esperaban.

    —¿Y dónde podemos encontrar a este…? —empieza Mitchell.

    —Boris McKenzie —dice Bower—. Está en el cuarto piso.

    —¿Cómo va la obra? —inquiere Ben.

    —Es fácil de encontrar.

    —Eso no es lo que te he preguntado.

    Bower se encoge de hombros.

    —Un desastre, supongo. Algunas oficinas a medio terminar, algún espacio abierto.

    —¿Una especie de laberinto entonces? —pregunta Ben.

    —No sé si lo describiría así, pero sí, tal vez.

    —¿Qué tal si nos acompañas? —sugiere Mitchell.

    —Tengo muchas cosas que hacer —contesta Bower. Mira de nuevo su reloj para demostrarlo y hace una mueca mientras lo hace, como si cada segundo que pasara le doliera—. Ya vamos con retraso y, para seros sincero, no quiero que Boris sepa que he sido yo quien os ha enviado.

    —En un lugar como este, con todos estos materiales y herramientas, sin paredes y con estas alturas, es mejor saber bien a quién buscamos y a dónde vamos —comenta Mitchell.

    —Además, es una zona peligrosa —añade Ben—. Ninguno de los dos querría acabar electrocutado o que le caiga una viga encima.

    —Lo que significa que nos acompañarás —afirma Mitchell.

    —¿De verdad tengo que…?

    —¿Qué? —pregunta Ben—. ¿Vas a obstaculizar una investigación? ¿O vas a ser un buen ciudadano y harás lo mejor para tu comunidad?

    Bower resopla; da la vuelta al escritorio y coge un casco. Le entrega uno a Mitchell y otro a Ben.

    —Me seguiréis —explica— y haréis lo que yo os diga. Es peligroso estar allí arriba si no sabéis lo que estáis haciendo.

    —Y por eso nos acompañarás —le recuerda Ben.

    Lo siguen afuera. El calor de la mañana, enmascarado por la oficina, se vuelve a hacer sentir. Recorren los veinte metros que los separan del edificio en construcción y, en el trayecto, se cruzan con furgonetas de electricidad, fontanería y cristalería. Se oye el bip-bip de un camión hormigonera entrando marcha atrás en la obra. Hay actividad en todas direcciones mientras se miden, cortan, vierten y conectan las cosas. Llegan a los ascensores, que, según Bower, se instalaron hace cuatro semanas.

    —De no haber sido así, estaríamos subiendo un montón de escaleras —señala.

    Mitchell cree que el sonido constante de las herramientas eléctricas que se encienden y se apagan lo volvería loco. Los obreros gritan, discuten y ríen, y Mitchell sigue esperando que alguien grite «¡Cuidado!» cuando algo pesado esté a punto de caerle encima. Es un alivio entrar en el ascensor, donde no hay música ni charla durante el viaje. Las puertas se abren. El edificio es un cascarón tanto por dentro como por fuera. Hay cables colgando de las paredes. Y también del techo. Está todo sin pintar. No se han colocado los suelos: frente a ellos solo se extiende el hormigón, cubierto de serrín, virutas de metal y algún que otro clavo. Hay algunas ventanas, pero en algunas zonas todavía no las han colocado, de modo que solo hay huecos cubiertos por polietileno, que se agita con la brisa ligera.

    —Tened cuidado donde pisáis —les advierte Bower.

    —¿Cuántas personas hay en este piso? —pregunta Ben.

    —Solo Boris. Y ahora nosotros. La mayoría del equipo está trabajando en la planta baja, pero Boris está cambiando unos paneles de pladur que se estropearon.

    —Se oyen voces —comenta Ben.

    —Cuando se instalen las ventanas y el aislamiento, no se oirá nada desde este piso —explica Bower.

    Ben mete la mano en la chaqueta y saca una pistola. Apunta al suelo.

    —Joder, ¿es necesario? —salta Bower.

    —Lo es si Boris es tan impulsivo como dices.

    —Esto tiene que ver con algo más que una simple motosierra robada, ¿verdad? —insinúa Bower.

    —Creo que es mejor que nos separemos —sugiere Ben.

    —De acuerdo —conviene Mitchell, y saca su propia pistola.

    —Quizá debería irme —comenta Bower.

    —Quédate detrás de nosotros —le indica Mitchell—. ¿Izquierda o derecha? —le pregunta a Ben.

    —Izquierda.

    —Vienes conmigo —ordena Mitchell, mirando a Bower.

    Ben va hacia la izquierda. Mitchell y el capataz, hacia la derecha. Un gorrión vuela por el pasillo hacia ellos buscando una salida y, un momento después, le sigue otro. Mitchell percibe el olor intenso del yeso. Mantiene su arma apuntando al suelo. Bower nunca se aleja más de unos pocos pasos. Llegan al final del pasillo, donde se ha instalado una ventana de dos metros cuadrados que da a la oficina de abajo. El cristal amortigua el sonido del exterior. Mitchell puede ver un camión que descarga más materiales y el camión hormigonera que sigue retrocediendo.

    El siguiente pasillo no es muy diferente del que ya han recorrido. Las paredes de pladur están enlucidas, pero sin pintar. Hay cables por todas partes. Herramientas, caballetes, cubos de pintura de diez y doce litros apilados a lo largo de las paredes, molduras junto a cajas de clavos y tornillos, interruptores de luz que pronto se instalarán, una pistola de clavos, un cortador de baldosas y bolsas de lechada. Mitchell examina las habitaciones por las que pasan y ve más de lo mismo, algunas con ventanas, otras con polietileno. Al final hay una ventana de dos metros idéntica a la del pasillo anterior, solo que esta vez, en lugar de tener cristal, está tapada por un grueso trozo de polietileno. Se ve lo suficiente para poder distinguir los montículos de tierra y algunos vehículos debajo, pero no en detalle. En resumen, no es una gran vista.

    Se vuelve para comprobar dónde está Bower.

    —Deberíamos…

    Se interrumpe. Bower ha cogido la pistola de clavos que vieron antes y le está apuntando con ella.

    —Espera.

    Bower no espera. Aprieta el gatillo. El detective Mitchell no siente dolor, solo un tirón en el cuerpo, una presión en el brazo y luego en el pecho, como si le estuvieran apretando los músculos. Intenta levantar el arma, pero su brazo no se mueve. La pistola de clavos emite un chasquido, otro y otro. Mitchell tiene cuatro, cinco, ahora seis clavos en el pecho. La pistola se le cae de la mano. Levanta la otra mano para quitarse los clavos, pero, antes de conseguirlo, uno le perfora la palma y la atraviesa, por lo que su mano quedaba clavada en el hombro. No siente dolor, solo puntos de presión sorda en el cuerpo, acupuntura a gran escala. Se oye un golpe seco cuando un clavo roza el lateral de su casco.

    —Lo has estropeado todo —le recrimina Bower.

    —No lo hagas —pide Mitchell, pero sabe que eso no va a detener a Bower. Este es el momento en que sus pesadillas se hacen realidad. Se imagina a la policía visitando a su mujer. La imagina desmayándose al escuchar la noticia. Imagina a la policía indagando en su pasado y descubriendo todo lo que ha hecho mal durante los últimos cinco años, cosas de mierda que quería llevarse a la tumba, que supone que es lo que está a punto de ocurrir. Cae de rodillas. El olor a yeso es más débil. La hormigonera ya no hace tanto ruido. Ya no oye el camión retrocediendo. Siente el sabor de la sangre. Hay más chasquidos. Presión en el cuello. En un lado de la cara. Bower se acerca. Apoya el pie contra el pecho de Mitchell y este no puede hacer nada para mantener el equilibrio cuando el capataz lo empuja hacia atrás.

    El polietileno que separa el mundo interior del exterior aguanta su peso un segundo, y luego otro. Después se estira. Se hunde en el centro y se estira un poco más.

    Luego se rompe.

    Mitchell alza la vista hacia el edificio mientras cae. Se estrella contra la barandilla exterior del andamio y, en vez de rebotar hacia dentro, rebota hacia fuera, y piensa «Qué típico mientras pasa por el tercer piso, el segundo y el primero, ganando velocidad a medida que cae.

    No oye el ruido de sus huesos al hacerse añicos contra el suelo.

    No se da cuenta cuando se rompe la columna ni el cuello.

    No siente nada.

    Capítulo 2

    Cuando Ben Kirk entra en el pasillo, ve los pies de su compañero según están desapareciendo de la vista. De pie junto al polietileno roto, Simon Bower mira hacia fuera. La rabia es inmediata. Ben apunta con su pistola al capataz, le tiembla la mano y la urgencia por apretar el gatillo es inmensa.

    —No te muevas. —Bower no se mueve. Sigue mirando afuera—. Baja la pistola de clavos —le ordena Ben—, y luego gírate despacio hacia mí.

    Bower no baja la pistola de clavos. Se da la vuelta, sosteniéndola.

    —No sé qué crees que ha pasado, pero no es lo que parece. Boris se le ha tirado encima. Los dos han atravesado el plástico. Los dos están ahí abajo. Tenemos que ayudarlos.

    —Tienes dos segundos para bajar la pistola de clavos antes de que abra fuego. —Bower baja la pistola de clavos—. Contra la pared —grita Ben.

    —Tu compañero está ahí abajo —insiste Bower—. Estás perdiendo el tiempo.

    —Lo has tirado.

    Bower sacude la cabeza.

    —Os previne sobre Boris. Traté de evitar que sucediera. Tenemos que darnos prisa. Tu compañero se va a morir si no hacemos algo.

    Ben sabe que, a menos que Mitchell esté colgando del andamio, ya está muerto. La idea de eso… duele, le rompe el corazón, y romperá muchos otros corazones también. Tiene que haber alguna forma de volver atrás, un gran botón de reinicio, pero no lo hay: solo hay muerte y dolor. Lo único que lo sostiene ahora es la ira y tiene que aferrarse a ella. Si no lo hace, colapsará.

    —Ponte de cara a la pared y levanta las manos.

    Bower obedece. Ben se acerca al agujero abierto en el polietileno y mira hacia el andamio; su compañero no está ahí. La gente grita desde el suelo y se dirige hacia algo que él no puede ver desde este ángulo, pero sabe qué es. Siente que algo le desgarra el pecho. Puede sentir que algo en su interior está a punto de estallar, un cierto tipo de ira que necesita un cierto tipo de liberación.

    Está tentado de arrojar a Bower por la ventana.

    Respira hondo. Tiene que controlarse. Se recuerda a sí mismo por qué ha venido aquí.

    —¿Cuánto pesas?

    —¿Qué?

    —Parece que te cuidas. ¿Corres?

    Bower comienza a girarse.

    —Mantén la cara contra la pared y responde la pregunta.

    —¿Qué pregunta?

    —Que parece que corres. Y también parece que vas al gimnasio. ¿Fumas? ¿Eres fumador?

    —¿Qué? No, no, no fumo. Pero ¿qué…?

    —¿Bebes?

    —¿A dónde hostias quieres llegar? —pregunta Bower.

    —Responde la pregunta. ¿Bebes?

    Bower intenta girarse de nuevo, pero se detiene cuando Ben le pone la pistola en la nuca.

    —Eeeh… Bueno, de vez en cuando, sí, bebo. Pero no mucho. Corro un poco, pero no mucho.

    —¿Tienes cáncer? ¿Estás enfermo?

    —Quiero a mi abogado.

    Ben empuja la pistola con más fuerza.

    —Te he preguntado si estás enfermo.

    —No. No estoy enfermo.

    Ben aprieta el gatillo.

    La bala atraviesa la nuca de Bower y sale por la parte delantera de su garganta, haciendo un agujero en la pared delante de él, pero nada que no se pueda arreglar con un poco de yeso y pintura. Bower se lleva las manos a la herida mientras cae de rodillas. Se vuelve hacia Ben. La expresión de confusión en su rostro desaparece a medida que su cuerpo se relaja. Su boca se abre y se cierra mientras intenta decir algo, pero el único sonido que emite es un ruido sordo al caer hacia delante y golpear el suelo. Sus manos se alejan de la garganta. Un charco de sangre se esparce debajo de él.

    Ben utiliza un pañuelo para recoger la pistola de clavos. Dispara en la dirección por la que vino antes, descerrajando media docena de disparos en las paredes y a lo largo del pasillo. El séptimo disparo se lo hace en el brazo. No le duele tanto como pensaba y, de momento, apenas hay sangre. Deja caer la pistola de clavos al suelo. Ninguno de sus compañeros se esforzará por desmentir su versión de los hechos: que Bower le disparó primero y él devolvió el fuego en defensa propia.

    Se agacha frente a Bower. El hombre sigue vivo y observa todo lo que Ben está haciendo, y es muy probable que esté deduciendo lo que significa.

    —Sabíamos que fuiste tú incluso antes de venir aquí —dice Ben. Bower no responde—. Esta mañana temprano pasamos por tu casa. Encontramos tu ropa ensangrentada y el collar de ella, y te aconsejo que no recortes artículos periodísticos sobre la gente que has matado y los dejes en la mesita de café. Sabíamos que nos estabas mintiendo con lo de Boris, pero aun así nos engañaste, hijo de puta.

    Alarga la mano y aprieta los orificios nasales de Bower, que se retuerce un poco, pero no tiene energía para hacer nada más que eso. Abre mucho los ojos y empieza a babear sangre por un lado de la boca. Ben lo suelta.

    —Supongo que tendrás curiosidad por saber por qué te trajimos aquí y no te arrestamos abajo. Si me dices dónde está el cuerpo de Andrea Walsh, no te dejaré morir con la duda.

    Bower consigue alzar una mano. Gira la palma hacia arriba y levanta el dedo medio. Luego sonríe.

    —O me dices dónde está el cuerpo, o voy a dar una rueda de prensa y a decir que hemos encontrado un directorio oculto en tu ordenador lleno de pornografía infantil. Ese será tu legado.

    Bower levanta la otra mano y la utiliza para señalar la mano con la que está haciendo el gesto del dedo medio levantado. Su sonrisa se ensancha, tose y le sale sangre por la boca y la nariz.

    —Allá tú —concluye Ben, y se inclina hacia delante para cerrar de nuevo las fosas nasales de Bower. Pero se da cuenta de que no tiene sentido: el hombre ya está muerto.

    Saca el móvil y hace una llamada.

    —Dame dos minutos —dice, y cuelga.

    Envuelve el cuello de Bower con polietileno para contener la sangre y no mancharse. Se quita el clavo del brazo y la sangre empieza a fluir. Mete a Bower en un montacargas y bajan. Cuando llega a la planta baja, llama a la comisaría y les cuenta lo que ha pasado. Les avisa de que tanto Mitchell como su asesino están siendo trasladados al hospital. Luego quita el plástico del cuello de Bower.

    Cuando llega la ambulancia, los sanitarios miran a los dos hombres muertos y no intentan salvarlos. No tiene sentido. No intercambian ni una palabra mientras cargan los cuerpos en la parte trasera. Ben coge la mano de Mitchell y le asegura que cumplirá la promesa que le hizo en caso de que alguna vez ocurriera algo así, luego la ambulancia se retira a toda velocidad del aparcamiento. Unos minutos después, llegan los coches de policía. Aparece una segunda ambulancia. Los policías hacen retroceder a los obreros y comienzan a establecer un cordón de seguridad. Un sanitario que huele y suena como si pasara mucho tiempo fumando conduce a Ben a la parte trasera de la ambulancia. Parece enfadarse cuando Ben le dice que no quiere ir al hospital a que le revisen el brazo, que lo único que quiere ahora es que se lo curen lo mejor posible. Comienzan a colocar la cinta policial. La cantidad de gente que se desplaza por el lugar levanta tierra y polvo en el aire.

    Empiezan a llegar los detectives. Tienen unas cuantas preguntas para él. Les promete que luego les explicará todo, pero que ahora tiene que marcharse. El tiempo corre y hay mucho que hacer. Se inclina para pasar debajo de la cinta; el brazo le palpita. El sanitario le ha advertido de que va a empeorar, pero por ahora prefiere que le duela. Quiere sufrir. Llega a su coche. Hace una hora, estaban los dos en él; ahora, solo está él. Se sienta y se queda mirando el asiento del copiloto y recuerda la conversación que tuvieron de camino hacia aquí; recuerda otras conversaciones, otros momentos, otras situaciones peligrosas y salvadas de milagro, y las descargas de adrenalina y el sufrimiento.

    El sufrimiento es el motivo por el que él y Mitchell intentaban mejorar el mundo.

    —Lo siento —le dice al compañero que ya no está.

    Aprieta la mandíbula y se traga la rabia y la pena, porque ya habrá tiempo para eso más adelante. Ahora necesita mantener la calma y la compostura. El viaje para ver a Michelle Logan es el más duro que ha tenido que hacer en su vida. «Mitchell y Michelle, nombres bonitos para una pareja bonita», piensa. El tipo de nombres predestinados. Pues ellos estaban predestinados el uno para el otro. Todos los que los conocían lo sabían. Eran novios desde el instituto y llevaban juntos desde hacía veinticinco años. Ben los conocía desde siempre; en el instituto eran cuatro mejores amigos: Mitchell, Michelle, Ben y Jesse, el hermano de Ben. Estaban juntos en las mismas clases, tenían el mismo grupo de amigos, iban a los mismos conciertos, bebían la misma cerveza en las mismas fiestas, fumaban hierba, nadaban en la playa, hacían cola fuera de las discotecas y hacían un millón de cosas más juntos mientras crecían.

    La diversión se acabó cuando Mitchell entró en la academia de policía: pasó de fumar un poco de hierba a detener a quienes hacían lo mismo. Michelle fue a la universidad y estudió cinco años para ser veterinaria, mientras que Jesse estudió Magisterio durante tres años y luego empezó a dar clases. Ben rompió con su novia para ir a recorrer el mundo; trabajó en bares e hizo lo mínimo para sobrevivir. Al cabo de cinco años, regresó cuando Jesse enfermó, más o menos en la misma época en que murió la hermana de Mitchell, hace ahora dieciséis, casi diecisiete años. Ben volvió sin trabajo y sin rumbo. Mitchell lo convenció para que entrara en el cuerpo de policía y ahora… ahora está convirtiendo un trayecto de diez minutos en uno de veinte porque eso le dará a Michelle un poco más de tiempo sin enterarse.

    La clínica veterinaria de la que es copropietaria queda en el norte de la ciudad. Comparte aparcamiento con una peluquería, una farmacia y una tienda de ropa. Ben aparca junto a un BMW rojo en el que una mujer mantiene una conversación con algo en una jaula que él no alcanza a identificar. Se baja del coche, se apoya en él y piensa en cómo va a dar la noticia. Lo ha hecho antes, pero nunca a nadie conocido. Un tipo con camisa y corbata sale de la entrada principal de la clínica; con el brazo extendido, sostiene en la mano una jaula con un gato. Lleva la camisa arremangada y tiene marcas de arañazos en los brazos. El hombre repara en el brazo vendado de Ben y le hace un gesto con la cabeza con expresión de «vaya con estos gatos, ¿eh?», y Ben le responde con un gesto similar.

    No puede seguir retrasando esto más tiempo.

    Está casi en la puerta cuando esta se abre de nuevo. Michelle sale. Con su metro ochenta y su cabello rojo ondulado hasta por debajo de los hombros, Michelle solía llamar mucho la atención en la época escolar, y es más guapa ahora a los cuarenta que a los veinte. Esto va a destrozarla. Ya lo está haciendo. Ya está llorando, y él sabe que debe haberlo visto por la ventana con la sangre en la camisa y el vendaje en el brazo, y que eso es todo lo que necesita la mujer de un policía para saber que su miedo más profundo se ha materializado.

    —¿Cómo está? —pregunta.

    —Lo siento mucho —contesta Ben, y eso le dice todo lo que ella necesita saber. La rodea con los brazos y trata de sujetarla con fuerza, pero no es suficiente. Las piernas de Michelle ceden y se sienta en el escalón, y él se sienta a su lado. La gente los observa desde las ventanas, algunos con las manos en la boca. Michelle solloza contra su pecho. Él percibe sus lágrimas inminentes, pero aguanta. Tiene que hacerlo.

    —¿Cómo…? —susurra, y las palabras se atascan y ya no sale ninguna más.

    Ben le relata lo que pasó con los ojos clavados en el asfalto negro y caliente. Se limpia los ojos con un dedo.

    —Hay algo más.

    —¿Qué más? —pregunta ella.

    Le cuenta sobre la promesa que Mitchell le pidió que cumpliera, con la esperanza de que ella acceda.

    Capítulo 3

    Joshua no sabe por qué es víctima de una maldición, solo sabe que lo es. No sabe a cuántas generaciones se remonta, pero sabe que la ha heredado. Herencia de unos padres que nunca conoció. Su padre saltó delante de un autobús unos meses antes de que Joshua naciera. Lo hizo para salvar a una niña que no conocía y que se había soltado de la mano de su madre y había cruzado la calle. Este acto altruista convirtió a su padre en un héroe, pero en un héroe ausente. Su madre, en cambio, formó parte de su vida durante cinco meses antes de toparse con su propio autobús en forma de una embolia cerebral. Joshua estaba en un arnés saltador colgado del marco de una puerta cuando ocurrió, con los pies que apenas tocaban el suelo. No es que lo recuerde. Su madre lo ató y, en algún punto entre Joshua y el pasillo, su cerebro se apagó. Murió antes de llegar el suelo. Era una de esas cosas que la maldición había puesto en su hoja de ruta. Joshua saltó, lloró, ensució el pañal y pasó hambre mientras la tarde se convertía en noche y la noche en mañana, y fue entonces cuando un vecino se acercó para ver por qué el bebé no paraba de gritar.

    «Predestinación». Hacía mucho tiempo que su mente no incursionaba en esas viejas historias, pero en este preciso momento su mente está realizando una asociación automática de palabras debido a lo que el señor Fox, su profesor de ciencias, les está enseñando. Está hablando del color de los ojos. Les está enseñando genética, una palabra que a Joshua siempre le remite a la maldición, porque las maldiciones familiares también están en el ADN; puede que el señor Fox no esté de acuerdo, pero Joshua sabe que es cierto. El señor Fox está explicando cómo se transmite el color de los ojos de padres a hijos y cuáles son las combinaciones, pero, en realidad, es difícil interesarse demasiado en el tema cuando ni siquiera sabes lo que significa azul, verde o marrón. Joshua tiene los ojos azules. Eso le han dicho. Sabe que el océano es azul. Ha estado en el océano, pero nunca lo ha visto. Ha jugado bajo el sol y en la arena, y a veces el agua está caliente y a veces fría, a veces pisa un palo o una concha y le duele muchísimo. A veces se tumba en la arena y siente el sol en la cara, pero nada de eso le dice qué es el azul. El cielo es azul. Los pitufos son azules. Cuando la gente se enfada, se pone «roja». Pero el mundo de Joshua es negro. Lo ha sido durante la totalidad de sus dieciséis años. La maldición se aseguró de eso.

    Mueve las piernas y se endereza detrás del pupitre. Le duele la espalda, se le están durmiendo las piernas y esta clase ha dejado de ser aburrida para convertirse en inútil. Otros alumnos también cambian de posición. No es raro que los alumnos se queden dormidos en las clases del señor Fox. Se rumorea que hace unos años un chico se mojó los pantalones mientras se echaba una siesta. Joshua ahoga un bostezo. Se quedó despierto hasta tarde escuchando una novela de terror sobre un tipo que metía los dedos en las cuencas de los ojos de sus víctimas y podía ver todo lo que ellas habían visto. Le hizo preguntarse qué vería él si pudiera hacer lo mismo, solo que no sabría lo que estaba viendo. Sería como aprender un idioma nuevo.

    Llaman a la puerta del aula y Joshua lo agradece porque el sonido le impide dormirse. Con suerte, será alguien que viene a avisar de que el día de hoy terminará más temprano de lo habitual.

    —Disculpad la interrupción —anuncia una mujer, la secretaria del instituto, la señora Templeton—. Necesito que me prestéis un momento al señor Fox.

    Se oye el ruido de sillas que se mueven y cuerpos que giran mientras los quince alumnos siguen el ruido de pasos por el aula. La mujer dice algo más, algo demasiado bajo para que Joshua pueda captarlo, pero luego la puerta se cierra y, cuando ya no se oyen pasos, Joshua deduce que el señor Fox y la señora Templeton están en el pasillo discutiendo algo. Siempre se ha preguntado cómo será ella. Y también el señor Fox.

    De repente, todos en el aula empiezan a hablar. Su amigo de al lado, William, comenta que es probable que despidan al señor Fox porque está demasiado gordo. Pete apuesta a que están toqueteándose en el pasillo. Otros se ríen y coinciden, pero después todos se callan cuando la puerta se abre otra vez.

    —¿Joshua? —dice el señor Fox—. Necesito que cojas tu mochila y vayas con la señora Templeton.

    Al principio, no se da cuenta de que le están hablando a él. ¿Por qué querrá hablar con él la señora Templeton?

    —¿Joshua?

    Los demás alumnos emiten un «ooh» colectivo. El señor Fox les ordena que se callen. Joshua coge su mochila y utiliza su bastón para dirigirse a la parte delantera de la clase.

    —¿He hecho algo malo?

    —Ya te lo explicarán todo —le asegura el profesor—. Por favor, ve con Jenny… Quiero decir, con la señora Templeton.

    Joshua abandona el aula.

    —Por aquí —le indica la señora Templeton.

    —¿Puedo saber qué he hecho?

    —No has hecho nada —lo tranquiliza ella—. El director Anderson tiene que hablar contigo.

    —¿De qué?

    La secretaria no contesta. Empieza a andar. Él la sigue. El sonido del bastón al golpear el suelo resuena en el pasillo vacío. Sea lo que sea lo que piensen que ha hecho, es un gran malentendido. Un instituto de chicos ciegos también significa un instituto lleno de identidades equivocadas. A veces, no sabes quién te ha empujado o quién te ha robado la comida. Ayer alguien activó la alarma de incendios, lo que siempre causa risas en retrospectiva, pero no es nada divertido cuando no puedes ver las llamas que pueden o no estar acercándose a ti, llamas que podrías no oír por encima del ruido de la alarma y los pisotones, humo que podrías no oler hasta que es demasiado tarde. ¿Será por eso? ¿Creerán que fue él quien activó la alarma?

    Tiene que utilizar más el bastón cuando suben un tramo de escaleras. Es un territorio nuevo para él. Es el territorio de los chicos malos. Nunca ha estado antes en la oficina del director. Huele a libros y a cigarros viejos, y la puerta cruje cuando se cierra a su espalda. Le recuerda al estudio de su padre, aunque técnicamente no es su padre. Técnicamente, sus padres son sus tíos: lo acogieron cuando murieron sus padres y le cambiaron su apellido por el de ellos. Su madre biológica era la hermana de su padre.

    —Por favor, siéntate, Joshua —lo invita el director Anderson. Su voz es grave y pausada y, por su dirección, Joshua deduce que el hombre está de pie. Es la primera vez que el director habla personalmente con él.

    —¿Es por lo de la alarma? —pregunta, y enseguida se arrepiente de haberlo hecho. Preguntar sobre el tema lo hace parecer culpable.

    —Si te sientas, te lo explicaré todo.

    —Todo irá bien —interviene la señora Templeton, y eso no suena para nada bien. Es la frase típica que uno dice cuando es todo lo contrario.

    Joshua encuentra la silla. Se sienta. Sujeta el bastón con fuerza. Algo está mal. Todo esto… tiene un mal presentimiento.

    —No estoy seguro de cómo… Esto… Esto va a ser duro —empieza el director—, pero me temo… Me temo que tengo malas noticias para ti, Joshua.

    Joshua no dice nada. Qué ironía, piensa, que hace cinco minutos estuviera pensando en la maldición familiar. ¿Esto es lo que ha pasado? ¿Acaso el recuerdo la ha despertado?

    —Se trata de tu padre —prosigue el

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