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Herencia familiar: Tiempo de venganza
Herencia familiar: Tiempo de venganza
Herencia familiar: Tiempo de venganza
Libro electrónico158 páginas2 horas

Herencia familiar: Tiempo de venganza

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Deseo 1701
Las condiciones del testamento eran inflexibles: Mitch Kincaid tenía que conseguir la custodia del hijo ilegítimo de su difunto padre o perdería la fortuna familiar. Debería ser muy sencillo: un cheque con seis cifras y Carly Corbin, la tía del niño, desaparecería de su vida.
Pero con Carly nada resultaba sencillo, incluyendo la atracción que sentía por ella. Cuando Carly se negó a darle la custodia de su sobrino, Mitch no tuvo más remedio que permitir que los dos se mudasen a la mansión Kincaid. Pero ninguno imaginaba que "jugar a las casitas" iba a convertirse en algo real.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 mar 2023
ISBN9788411415910
Herencia familiar: Tiempo de venganza
Autor

Emilie Rose

Emilie Rose é uma autora best-seller e finalista do RITA Awards, tendo publicado 27 livros em mais de 20 países. Ela mora com os quatro filhos na Carolina do Norte, Estados Unidos.

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    Herencia familiar - Emilie Rose

    Prólogo

    –Eso está hecho –anunció Mitch Kincaid al trío congregado en uno de los salones de la mansión Kincaid para la lectura del testamento de su padre.

    –No creas que va a ser tan fácil. Nada que tenga que ver con una mujer lo es –le advirtió su hermano mayor, Rand.

    –¡Pero bueno…! –exclamó su hermana Nadia, molesta.

    Richards, el abogado, levantó la mirada.

    –El niño es vuestro hermanastro, de modo que tiene derecho a heredar un cuarto de las posesiones de vuestro padre. Y cuando se trata de miles de millones de dólares, en general, suele haber complicaciones.

    –A ver si lo entiendo: se supone que debo traer al hijo ilegítimo de mi padre a la mansión Kincaid y tenerlo aquí durante un año –Mitch resumió así la absurda cláusula que el abogado había leído un minuto antes. Y no sonaba mucho mejor ahora.

    –Exactamente. Y, si no lo haces, no recibirás tu parte de la herencia –Richards se quedó callado mientras miraba a los tres hermanos Kincaid–. Ninguno de vosotros heredará nada. Todo lo que Everett poseía será vendido al mayor rival de la línea de cruceros Kincaid por un dólar.

    Miles de millones de dólares en inversiones tirados por la ventana. Cincuenta barcos… cinco más pedidos al armador. Ocho líneas de cruceros a nombre de los Kincaid, sesenta mil empleados. Y todo sobre los hombros de Mitch.

    Pero Cruceros Kincaid no era sólo su trabajo; era su vida, su esposa, su amante, su hijo. Él no era como su hermano quien, de no haber sido por la inesperada muerte de Everett tres meses antes, ahora no estaría en Miami.

    Rand se había alejado de ellos y del negocio familiar cinco años antes y no había vuelto a mirar atrás.

    Mitch no estaba dispuesto a perder la empresa sin luchar, pero para ello no sólo tenía que llevar a cabo la tarea que se le había encomendado sino que, además, tenía que conseguir que sus dos hermanos respetasen los deseos de su difunto padre. O lo perderían todo.

    «No, eso no va a pasar mientras yo pueda evitarlo».

    Mitch hizo un esfuerzo por relajarse.

    –¿Qué será del niño cuando haya pasado el año?

    –Eso depende de quién quieras que controle su parte de la fortuna hasta que cumpla los veintiún años. Tú o su tía –respondió Richards.

    –No, la tía no –replicó Mitch, volviéndose hacia sus hermanos.

    Ellos no conocían las complicaciones de la vida de su padre o el trabajo de «limpieza» que había tenido que hacer durante los últimos meses de su vida. Sin duda, ésa era la razón por la que su padre le había asignado la tarea de hacer de niñero. Como castigo.

    –La madre del niño ha muerto y su hermana gemela es la tutora por el momento –les explicó–. Pero estoy seguro de que Carly Corbin es idéntica a su avariciosa hermana y no sólo en el físico. Es joven y soltera, de modo que querrá dejarnos al niño para darse la gran vida. Y si no es así, yo la convenceré.

    –¿Cómo? –preguntó Rand.

    –Con dinero. No conozco a ninguna mujer que no tenga un precio.

    El comentario despertó otra mueca de disgusto por parte de Nadia, pero decidió morderse la lengua.

    –Papá me pidió que le diera a la madre del niño cien mil dólares para que abortase… un aborto que evidentemente no tuvo lugar o no estaríamos teniendo esta conversación.

    El primer error de Mitch había sido confiar en esa mujer. Debería haber comprobado que se libraba del niño, aprobase él o no los planes de su padre.

    –¿Seguro que es hijo de papá? –preguntó Rand.

    Mitch asintió con la cabeza.

    –La prueba de ADN lo ha confirmado.

    Al decir eso volvió a sentir un nudo en la garganta. Su padre había recibido el resultado de la prueba unos días antes de que Marlene Corbin muriese en un accidente mientras cruzaba la calle. El conductor del coche se había dado a la fuga.

    Esperaba que su padre no hubiese tenido nada que ver, pero Everett Kincaid siempre hacía las cosas siguiendo sus propias reglas, no las de los demás. Nadie sabía eso mejor que Mitch, su mano derecha.

    Nadia martilleó con las uñas sobre la mesa, sin duda ansiosa por saber cuáles eran los requisitos para recibir su parte de la fortuna familiar.

    –Pasando por alto un comentario tan sexista y confiando en que la señorita Corbin nos entregue a… ¿cómo se llama el niño? –Nadia miró su copia del testamento–. Rhett. Ah, ya, Ever–Rhett, como papá. Qué mono –murmuró, irónica–. ¿Qué sabes tú de cuidar de un niño?

    Mitch sabía más de lo que imaginaba su hermana, pero no pensaba hablar de ello. Nunca más.

    –No necesito saber nada. Sencillamente, contrataré a una niñera. La casa es lo bastante grande como para que no tenga que ver al niño para nada –suspiró, dejando el bolígrafo al lado del testamento–. Antes de que acabe el año seré su tutor y su tía será historia. Podéis contar con ello.

    Capítulo Uno

    Un SUV de color gris oscuro bloqueaba la entrada de su casa el lunes por la mañana.

    Maniobrando el cochecito alrededor del todoterreno, Carly miró hacia la casa y, bajo los últimos rayos del sol, vio a un hombre muy elegante sentado en el balancín del porche. Si era el fontanero que iba a arreglar el lavavajillas tendría que pensar seriamente en cambiar de ocupación porque reparando electrodomésticos por lo visto se ganaba mucho más dinero que como fisioterapeuta.

    El hombre se levantó al verla llegar. Era alto, de hombros anchos, con un traje oscuro y una corbata de seda en tonos azules. Su pelo era oscuro y, al acercarse, Carly vio que tenía unos intensos ojos verdes y un rostro muy apuesto. La clase de rostro que podía despertar toda clase de fantasías en una mujer.

    A pesar del opresivo calor del mes de junio y la humedad de Miami, parecía totalmente fresco mientras ella estaba sudando como un pollo. Y parecía adinerado, de modo que debía ser uno de los hombres de Marlene.

    De repente, tuvo que contener una ola de tristeza. A lo mejor no sabía que su hermana…

    Había muerto. Su hermana gemela había muerto. Se había ido para siempre y lo único que le quedaba de ella era su precioso hijo.

    Carly tuvo que parpadear para controlar las lágrimas. Y, cuando por fin su visión se aclaró, vio que el hombre era joven, de unos treinta años. Pero su hermana prefería salir con hombres ricos y mayores. Como Everett Kincaid, el padre de Rhett.

    Como si hubiera adivinado que estaba pensando en el padre al que no había conocido, y al que no conocería nunca, el niño empezó a balbucear cosas ininteligibles.

    Cuánto lo quería. Era tan adorable que lo único que deseaba era abrazarlo y besarlo durante todo el día. Abrazarlo como no había abrazado nunca a su propia hija.

    Pero Carly decidió no pensar en eso.

    –¿Quería algo?

    –¿Es usted Carly Corbin? –el hombre tenía una voz ronca, profunda y educada. Y cuando la miró de arriba abajo, Carly se sintió avergonzada de los pantalones cortos y la camiseta arrugada.

    –¿Quién quiere saberlo?

    –Soy Mitch Kincaid.

    Mitch Kincaid. De modo que aquél era el canalla que había hecho todo lo posible por romper la relación de su hermana con Everett. Había sido por culpa de sus constantes llamadas por lo que Marlene había dejado su lujoso apartamento para irse a vivir con ella.

    Carly sabía algo sobre los hijos de Everett… y le dio pánico pensar que pudieran saber algo sobre el plan de Marlene para obligar a Everett a casarse con ella. Temía que lo usaran para quitarle a Rhett.

    «Pero no se enterarán porque has quemado el diario de Marlene. Nadie más que tú lo sabe y tú no vas a contárselo a nadie».

    –¿Y?

    –He venido para… conocer a mi hermano. ¿Es él? –el hombre señaló el cochecito.

    –Hermanastro –lo corrigió ella–. Y sí, es Rhett.

    –Tiene algunos rasgos de los Kincaid.

    –¿Creía que Marlene habría mentido sobre eso?

    –La prueba de ADN ha demostrado que no –contestó él, con tono brusco–. ¿Podemos hablar un momento?

    –Quizá en otro momento. Tengo que dar de comer a Rhett, bañarlo, meterlo en su cuna…

    –He venido para hablar de la herencia del niño.

    Carly se mordió los labios. Marlene no tenía seguro de vida porque, a los veintiocho años, no había creído necesitarlo. Y tampoco ella. Carly ganaba un salario decente, pero el coste del entierro, la guardería de Rhett mientras ella iba a trabajar, la hipoteca de la casa y demás gastos se lo llevaban casi todo. Y no sabía de dónde iba a sacar dinero para pagar los estudios del niño.

    –¿Everett le dejó algo a mi sobrino?

    –Con condiciones –respondió él.

    Rhett empezó a agitar los brazos y Carly lo sacó del cochecito.

    –¿Qué quiere decir con eso?

    –Tal vez podríamos discutir el testamento de mi padre mientras usted da de comer al niño.

    «El niño».

    Kincaid ni siquiera lo había mirado.

    –Muy bien. Pero le advierto que debería quitarse la chaqueta.

    –Yo no voy a darle de comer.

    Debería obligarlo, pensó Carly. Para reírse un poco.

    –Si está en la misma habitación mientras Rhett come, le advierto que puede acabar hecho un desastre.

    Los intensos ojos verdes se clavaron en su cara durante unos segundos y Carly tuvo que tragar saliva, nerviosa. Pero consiguió abrir la puerta como si no pasara nada y le hizo un gesto con la mano para que la siguiera.

    Mitch Kincaid se había quitado la chaqueta como ella le había pedido y, de repente, deseó no haberlo hecho. Esos anchos hombros no eran una ilusión creada por un sastre excelente, eran una realidad. Y seguro que bajo la camisa tendría unos abdominales de escándalo. Ella trabajaba con suficientes atletas como para reconocer y admirar una buena condición física.

    Una vez en la cocina, sentó al niño en la trona y echó un puñado de cereales en un cuenco para mantenerlo ocupado mientras ella preparaba la cena.

    –Bueno, dígame qué quiere –dijo por fin, sin mirar a Kincaid.

    –Rhett heredará un cuarto de las posesiones de mi… de nuestro padre.

    El cuchillo que Carly tenía en la mano cayó al fregadero.

    Everett Kincaid había sido un hombre multimillonario. Cualquiera que leyese los periódicos sabría eso. La línea de Cruceros Kincaid era una empresa importantísima; según sus informaciones, una de las cinco empresas más sólidas del país.

    –Lo dirá de broma.

    –No –contestó él, con tono seco.

    Si Everett Kincaid había dejado una parte de su herencia para Rhett, a lo mejor no era el viejo verde que Carly había creído que era. Tomando el cuchillo de nuevo, lo aclaró y empezó a cortar plátanos, uvas

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