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Una deuda para toda la vida
Por JESSICA STEELE
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Jarad Montgomery llegó como llovido del cielo a la vida de Merren, justo cuando acababan de atracarla y robarle un dinero que la familia necesitaba para pagar las deudas de su hermano. La ayuda que Jarad estaba dispuesto a prestarle era más que generosa: sustituir lo robado.
El orgullo de Merren le exigía que encontrase alguna forma de compensar a Jarad. Aunque la propuesta de ser su novia durante un año la sorprendió mucho, aceptó. Al principio, parecía que solo ella salía ganando con el trato, porque estar en compañía de un hombre tan atractivo no era precisamente un sacrificio, pero Jarad empezó a querer más de lo que habían pactado...
El orgullo de Merren le exigía que encontrase alguna forma de compensar a Jarad. Aunque la propuesta de ser su novia durante un año la sorprendió mucho, aceptó. Al principio, parecía que solo ella salía ganando con el trato, porque estar en compañía de un hombre tan atractivo no era precisamente un sacrificio, pero Jarad empezó a querer más de lo que habían pactado...
Autor
JESSICA STEELE
Jessica Steele started work as a junior clerk when she was sixteen but her husband spurred Jessica on to her writing career, giving her every support while she did what she considers her five-year apprenticeship (the rejection years) while learning how to write. To gain authentic background for her books, she has travelled and researched in Hong Kong, China, Mexico, Japan, Peru, Russia, Egypt, Chile and Greece.
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Una deuda para toda la vida - JESSICA STEELE
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Jessica Steele
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una deuda para toda la vida, n.º 1490 - diciembre 2020
Título original: The Bachelor’s Bargain
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-135-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
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Capítulo 1
MERREN intentaba mirar las cosas por el lado bueno. O, como mínimo, encontrar ese lado bueno. Era una persona alegre por naturaleza: sólo que últimamente tenía bien poco de lo que alegrarse.
Bueno, el lado bueno era que tenía en el bolso el dinero que haría desaparecer la crispación del rostro de Robert, su hermano. Había sido una gran decepción que la cantidad que le habían dado al vender el anillo de diamante y zafiros de su madre ni se acercara siquiera a la suma en la que estaba asegurado. Pero las dos mil libras que se había visto obligada a aceptar al menos mantendrían a la policía judicial lejos de la casa de Merren, a la que Robert, con su esposa y sus tres hijos, se había mudado hacía seis semanas.
Se dijo a sí misma que su cuñada y su hermano tenían derecho a vivir en su casa, mientras, una vez depositadas las cartas que le habían encargado, se dirigía hacia la parada del autobús, entre las dos hileras de costosas casas de una calle elegante.
Había venido a este barrio porque, precisamente ese día, que Robert se había llevado su coche a una entrevista de trabajo, Dennis Chapman, el jefe de Merren, había ido a pedirle que llevase a una empresa colaboradora de la de ellos unos documentos, camino de casa. Dennis estaba apuradísimo y, claro, no tenía ni idea de que ella no tuviera su coche.
Los pensamientos de Merren regresaron a su hermano y a los problemas de éste. Si hace un año le hubiera contado a alguien que acababan de despedirlo, entre todos hubieran podido sacarle del apuro; pero no se lo había dicho a nadie: ¡ni siquiera a su propia esposa! Aunque la verdad era que Carol, que en el mejor de los casos podría definirse como una experta en vivir preocupada, ya estaba por entonces en el cuarto mes de embarazo de su tercer hijo. Pero aun así, y, a pesar de que Robert creyera que iba a encontrar pronto otro trabajo, Merren estaba convencida de que, de haber informado a Carol, ésta habría empezado mucho antes a ajustar la economía doméstica.
Hace un año, habrían podido… Merren tuvo un sobresalto, y la tristeza a la que apenas empezaba a sobreponerse la dominó: hace un año, su madre estaba viva. Hace un año, ella y Merren vivían felices en la casa que seguía siendo propiedad del padre de Merren. Diez meses atrás, su madre estaba dando un paseo cuando un coche perdió el control al salir de una curva. Fue…
Merren apartó el pensamiento de la devastadora impresión y de la angustia con la que vivió aquellos momentos de después de la muerte de su madre. En aquella época el apoyo que Robert le ofreció fue muy importante para ella, así que ahora encontraba muy natural el prestárselo ella a su vez, como, por otra parte, le dictaba su cariño de hermana.
Su padre vivía en Cornualles, pero, como ni siquiera había asistido al funeral de su esposa, de la que llevaba muchos años separado, ni Merren ni Robert esperaban gran ayuda en aquellos momentos de necesidad económica. De todos modos, Robert, antes de decidirse a confesarle a su esposa que habían agotado sus ahorros, dejado de pagar la hipoteca y que pronto se encontrarían sin techo bajo el que vivir, había escrito varias veces a su padre pidiéndole ayuda sin recibir respuesta alguna.
Merren iba absorta en sus pensamientos y, al pasar junto a una de las soberbias casas de la zona, un hombre de veintipocos años salió con una bolsa de viaje en la mano, bajando a la carrera los escalones, y a punto estuvo de embestirla.
–Perdone –exclamó, dándose la vuelta, y dedicando un instante, a pesar de su prisa, a contemplar el rostro y la figura de Merren. Ella siguió adelante, sin prestarle mucha atención.
Debía volver a casa. Aunque le parecía que Robert no le había dicho nada a su esposa de lo de vender el anillo de su madre, que había sido de su abuela, Merren sabía que su hermano la estaría esperando. Tenía que volver cuanto antes.
Todo pensamiento desapareció de su cabeza bruscamente al empezar lo que sucedió después, y que fue tan rápido que se había terminado antes de que Merren comprendiera qué le estaba pasando. Iba caminando por la acera, cuando, de repente, la empujaron violentamente desde atrás y vio subir vertiginosamente hacia ella los adoquines. Mientras empezaba a captar que la estaban asaltando, los tres chicos jóvenes la empujaban, aporreándola, no dejando mucho lugar a su empeño en resistirse, en no soltar el bolso, y, en definitiva, escapando rápidamente calle abajo con él.
En su estado de aturdimiento y debilidad física, lo que la angustiaba era la violencia de los asaltantes. Nunca antes la habían pegado, así que permaneció tirada en la calle un buen rato, con la ropa torcida y rasgada, hundida, sintiéndose, por unos instantes que le parecieron eternos, confusa, sobrecogida, a medio camino entre la rabia y las lágrimas.
No lloró. No había nadie en quien descargar su ira. ¿Cómo podía haber sido empujada y golpeada en aquella zona residencial? ¿Y por qué no? ¿Qué mejor lugar para un robo que aquel barrio de gente bien? Un lugar estupendo para realizar un atraco.
–¡Oh, pobrecilla! –Merren estaba tan confusa por el shock que no se había enterado del ruido de pasos a la carrera. Pasos que se acercaban a ella en lugar de alejarse. Al mirar arriba, reconoció al joven que, unos metros más atrás, sacaba al coche una bolsa de viaje–. ¿Puede ponerse en pie? –le preguntó, visiblemente preocupado.
Merren se levantó con su ayuda. Tenía las medias destrozadas. Por unos segundos, todo le daba vueltas, así que agradeció que el joven la sostuviera.
–Pobrecita –susurró–. Esos matones ya deben estar a kilómetros de aquí. Vamos –la apremió–, le vendrá bien una taza de té.
Y, sosteniéndola con la mano bajo el brazo de Merren, la condujo hacia la casa, cuya puerta aún estaba abierta, la ayudó a subir los escalones y, pocos minutos después, Merren se encontraba sentada en un lujoso salón, sin más que una vaga noción de cómo había llegado allí.
Habían empezado a latirle las sienes cuando la voz de alguien a sus espaldas la traspasó:
–¡Otro de tus gatos desamparados no, Piers!
Era una voz bastante bonita. Al parecer, quien quiera que fuese Piers, se dedicaba a recoger gatos abandonados.
–Venga, no seas así, Jarad. A la pobre chica la han asaltado.
Merren dio un brinco en el sofá en el que estaba. ¡Estaban hablando de ella! ¡Gato desamparado! Indignada, se puso en pie, pero tenía las piernas temblonas, y tuvo que volverse a sentar.
–Si recuerdo bien, la anterior también había sido asaltada.
–Esta vez es cierto; de verdad.
–No te queda tiempo para defender el caso. Vas a perder el avión.
Las voces se alejaban: la de Piers murmuró algo, a lo que la voz de Jarad respondió:
–Sí, sí. Me ocuparé de ella. ¿No acabo haciéndolo siempre?
Merren redobló sus esfuerzos por levantarse. «¡Vaya, con que gato desamparado! Conque va a cuidar de mí. Que se vaya a paseo». Pero le dolían la cabeza y los hombros, y se imaginaba que al día siguiente tendría unos cuantos moretones. De hecho, estaba un poco mareada, pero se levantaría en un minuto y se iría de allí.
Pudo oír que la conversación se prolongaba un tiempo, y después silencio. Luego oyó arrancar un coche. Al parecer, se habían ido a alguna parte. Oyó cerrarse la puerta y, segundos después a alguien que entraba en el salón. Pensó que ya era hora de marcharse.
Justo cuando se esforzaba para levantarse, un hombre alto de pelo negro, de treinta y tantos años, se plantó frente a ella, y Merren se encontró sujeta por lo que solamente atinó a describir como dos fríos ojos grises. Era evidente que él no se iba a creer una palabra de cuanto ella pudiese decir, de manera que Merren decidió ahorrase el esfuerzo de decir nada. Aunque, dado que se encontraban tan próximos, tuvo que corregir su decisión.
–Si no tiene inconveniente en apartarse, me marcharé.
La ceja derecha del hombre se alzó en un gesto altivo que Merren detestó.
–He de reconocer que es usted diferente –dijo él, arrastrando las sílabas.
–Desde luego, no soy un gato desamparado –le espetó ella, aunque, si pensaba causarle algún tipo de desconcierto al repetir las palabras que él había dicho, se podía haber ahorrado el esfuerzo.
No presentaba el más mínimo desconcierto, ni había siquiera intención de disculparse en la disculpa que pronunció:
–Perdone. Es que resulta tedioso acabar siempre por encargarme de los gatos abandonados que mi hermano trae a casa constantemente. Cuando se le pasa el impulso de buen samaritano, termina pasándome el embolado.
¡El embolado! ¡Los gatos abandonados! Pero qué se habría creído el estúpido…
–¡Será canalla! –resopló Merren–. ¡Me han asaltado!
El epíteto no le hizo inmutarse.
–Muy convenientemente asaltada a la puerta de esta casa, diría yo –silabeó, sin darle importancia a las medias rotas de su interlocutora, ni a la descompostura general de su aspecto.
Ya estaba harta. Bruscamente, Merren se puso en pie. Demasiado bruscamente, porque, al dar el primer paso, se mareó, y buscó algo en lo que apoyarse: los brazos de Jarad, a los que se sujetó hasta que el mundo recuperó su aspecto ordinario.
–Disculpe –dijo, sacando fuerzas de su orgullo, al tiempo que le quitaba las manos de encima, como si quemara, e intentaba dar otro paso. Sólo que esta vez fue él quien la sujetó por ambos brazos y la devolvió al sofá.
–Quédese ahí –ordenó y, aunque Merren deseaba con todas sus fuerzas decirle lo que podía hacer con tales órdenes, se encontraba tan agotada que no pudo hacer otra cosa que obedecer.
Él se alejó pare regresar pronto con una copa de brandy.
–Bébaselo –volvió a ordenar. Y, al ver la hostilidad de ella, que parecía preguntar por qué tendría que hacer tal cosa, paseó un momento la mirada por la media melena rojizo claro rubia con reflejos rubios y sobre las bellas facciones y el cutis delicadísimo, y acabó por decir:
–Puede que sea usted de natural pálido, pero…
–¡No se vaya a herniar por concederme el beneficio de la duda!
Merren estaba recuperando el genio: sentada se sentía mejor.
–Y podría ser que fuese usted insolente por naturaleza.
–No suelo ser asaltada a diario y que, encima, cuando aún no he conseguido recuperarme, me acusen de haberlo fingido, pero, por ahora, tengo una especie de niebla en la cabeza que me impide descubrir por qué hace usted eso.
–Bébase el brandy.
Merren le lanzó una mirada airada. Pero, puesto que la bebida podía hacer que se recobrara, dio un sorbo, decidida a no atragantarse con el alcohol; luego dio otro par de sorbos, que dieron al traste con esa decisión. Tosió un poco, pero tuvo que reconocer de mala gana que se estaba empezando a recobrar del susto y la humillación de haber sido asaltada por tres matones.
–Termine de bebérselo, y llamaré a un taxi para que la lleve a casa –dijo el tipo que debía de llamarse Jarad.
«¡Un taxi hasta Surrey!»
–No llevo suficiente dinero para un…
Aterrada, se interrumpió al recordar la verdadera magnitud de lo sucedido. Por hábito, miró alrededor suyo en busca del bolso, hasta que de repente recordó que la última vez que lo vio, se lo estaba llevando uno de los maleantes.
–¡El dinero! –tragó saliva horrorizada al recordar que llevaba dos mil libras en el bolso.
–Ya empezamos –silabeó desagradablemente el tal Jarad. Como quiera que Merren se lo quedase mirando aturdida, agregó–: ¿Sería de mala educación por mi parte, si le preguntara de cuánto dinero estamos hablando?
–Jamás me había encontrado con un ser tan odioso como usted.
–Estoy a punto de llorar. ¿Cuánto va a costarme esto?
¿Pero cómo podía este ejemplar circular por el mundo sin que le hubieran partido ya esa cara tan atractiva varias veces?
–Es usted un… nada.
–Permítame insistir: ¿cuánto le quitaron los asaltantes?
–Pues dos mil libras.
–¿En efectivo? –ella se negó a responder–. ¿Acostumbra a llevar usted semejantes cantidades encima? –preguntó Jarad con escepticismo.
–Era para pagar unas facturas.
–¿No tiene talonario? –Merren no tenía tanto dinero en su cuenta, ni siquiera la cuarta parte. Y tampoco le apetecía contarle que los acreedores de Robert le habían dejado bien claro que no le aceptarían un cheque, lo que hacía suponer a Merren que ya había intentado pagarles con un cheque sin fondos–. O sea que, o no tiene cuenta bancaria, o
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