Olvidar es morir: Nuevos encuentros con Vicente Aleixandre
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Olvidar es morir - Sergio Arlandis López
LO TRÁGICO Y LA SOMBRA EN LA POÉTICA DE ALEIXANDRE*
Juan Carlos Rodríguez
Universidad de Granada
Que los títulos juegan un papel determinante en toda la trayectoria poética de Aleixandre es algo que nadie puede poner en duda. Precisos y exactos parecen constituir la cifra condensada de cada libro, e incluso de cada poema. Por eso esta cuestión de los títulos en absoluto es gratuita. Supone al menos dos cosas: primero la necesidad de nombrar; segundo la necesidad de individualizar. A partir de aquí me surgen las primeras interrogaciones. Descifrar esa «cifra» que es cada título implica por supuesto una primera distancia: quizá el nombre no coincida con la cosa, puesto que nombre y cosa pueden, pese a todo, no identificarse. De esa ambigüedad es muy consciente Aleixandre: ¿Qué significación tendrían si no títulos como Pasión de la tierra, Espadas como labios, La destrucción o el amor o Sombra del paraíso, etc.?¹ Todos sabemos lo que quieren decir, pero quizás no sepamos tanto lo que no quieren decir. Pues parece claro que esa distancia ambigua a la que acabo de aludir puede implicar también directamente el fracaso de la escritura, el fracaso del nombrar. Baste el ejemplo obvio de Sombra del paraíso, el texto luminoso por excelencia, que también esconde, en efecto, una especie de paraíso sombrío y oscuro, lo que inevitablemente jamás se puede alcanzar, acaso sólo su huida difusa, como en El viajero y su sombra, de Nietzsche. Así, Espadas como labios puede presentar igualmente un reverso: no sólo la suavidad del labio que lima el filo de la espada, sino obviamente el hecho de que el mismo filo sea en efecto cortante y haga sangrar (esa sangre que quería el poeta en Pasión de la tierra); en suma, destruya algo que se presenta como la misma evidencia en La destrucción o el amor. Quiero decir que el amor destruye, sí, pero del mismo modo puede ocurrir que la copulativa no una en absoluto sino que suponga una dicotomía, una diferencia total en la aparente unidad. Y así no habría reverso propiamente dicho sino que la espada iría por un lado y los labios por otro, como la destrucción sería un hecho aislado y real, mientras que no se sabría muy bien lo que es el amor. En el análisis que realicé sobre el historicismo de Heidegger² siempre me asaltó la duda de si el Und de Sein und Zeit, esa otra «y» copulativa entre Ser y Tiempo, no podría interpretarse también legítimamente como el ser frente al tiempo, el ser contra el tiempo o a pesar del tiempo. Aunque evidentemente lo que Heidegger quería desvelar era ese desenvolvimiento (pero ahí entrarían todos los atributos posibles) del Ser a través del Tiempo. Ahora bien, si la copulativa (la cópula) en vez de unir desune, resulta obvio que nos encontraremos con dos lecturas paralelas en el interior del mismo texto, tanto en los poemas de Aleixandre como en los ensayos de Heidegger.
Si como es habitual –y perfectamente lógico– la copulativa une (como verdadera cópula) los dos términos del título, entonces nos encontraremos con que inevitablemente el entreverado, la mezcla continua de los términos, su vaivén oscilatorio, supondría la constitución y el despliegue del texto. Pero si la copulativa no une realmente nada, si la cópula no produce efecto, entonces y también, de manera inevitable, nos encontraremos con una apertura distinta hacia la escritura y la lectura y, en consecuencia, hacia la comprehensión de ambas.
Digamos así, y por seguir con los mismos ejemplos, que entonces las espadas serían sólo espadas y los labios serían sólo labios, que la destrucción sería sólo la destrucción y el amor sólo su interrogación, o bien el ser andaría por un lado y el tiempo por otro. Ello nos obligaría a introducirnos en un universo poético y textual sombrío y oscuro: las espadas destruirían realmente y los labios no tendrían nada que hacer ante ellas, se trataría de líneas paralelas jamás convergentes, o bien de que cuando alguna vez convergiesen una de las líneas destruyese a la otra, en absoluto que en su fusión se produjera la luz, naciera la luz. Es evidente que Aleixandre nos dice una y otra vez que su poesía tiende hacia la luz, pero lo malo de la luz es que va siempre acompañada de su sombra. De nuevo, como en El viajero y su sombra de Nietzsche, cualquier lector de Aleixandre comprueba esa corrosión que araña siempre por debajo o al lado de sus versos.
Esa consciencia de que la luz está siempre como roída por un gusano que no sólo está dentro sino al lado de la luz, su compañero inseparable. Por eso he citado la luminosidad de Sombra del paraíso, pues creo que a partir de ahí no hacen falta muchas más explicaciones. La luz del paraíso lleva siempre su sombra al lado («¿Adónde el Paraíso / sombra, tú que has estado?», ya había escrito Alberti), o puede ser sólo una sombra de lo que alguna vez fue, una especie de espectro, de fantasma o de recuerdo –que viene a ser lo mismo–. Y no me refiero únicamente al nihilismo obvio de Mundo a solas. Como el propio Aleixandre dice, el libro «quizá más pesimista del poeta».³ Y con sus versos más nítidos en este sentido:
Sólo la luna sospecha la verdad;
y es que no existe el hombre⁴
O bien:
No. No. Nunca. Jamás
(...)
No. Yo soy la sombra oscura
(...)
Bajo tierra se vive.⁵
Estos versos esenciales son sin embargo demasiado explícitos. Estoy hablando de otra sombra, la apenas perceptible muchas veces y que sin embargo permanece latiendo siempre en la poética de Aleixandre. Resulta así obligatorio hablar de Pasión de la tierra, el libro que el propio Aleixandre nos presenta como el humus maternal de su poesía posterior, y donde nos habla incluso de la influencia de Freud. Quizás la tempranísima traducción al castellano que hizo López Ballesteros de los textos de Freud habría ayudado a la pasión de este libro, que parece a veces casi un calco inconsciente de los textos freudianos de los años 1918-1920, textos como Lo siniestro o Más allá del principio del placer. Tanto es así que cuando Aleixandre reconoce luego esa supuesta influencia freudiana, ese humus maternal que acabamos de recordar, de hecho uno no sabe muy bien si se está refiriendo al «fantasma» de la madre auténtica, al libro como útero poético, o a las dos cosas a la vez.⁶ De lo que no cabe duda es del halo siniestro que envuelve al libro y sobre el que volveremos. Hay que volver a recordar, por otro lado, que Ámbito no es algo desgajado del resto del corpus poético de Aleixandre, pese a ese aparente humus primerizo de Pasión de la tierra. Y por supuesto que el propio Aleixandre ha reconocido luego el encaje de Ámbito con el resto de su obra. En este sentido sólo nos interesa señalar una pista clave: Ámbito es un libro casi cubista, casi «more geométrico», es decir, casi spinoziano, en tanto que libro básicamente espacial. Y ya veremos hasta qué punto esto puede resultar definitivo, si lo enlazamos con la espacialidad de En un vasto dominio o de Retratos con nombre. Y mucho más con la frialdad aparente del final glorioso de la trayectoria de esta poética, es decir, con Diálogos del conocimiento.
Pero si retornamos a Pasión de la tierra nos encontraremos con la vivencia de que pasión significa a la vez el desbordamiento del amor por la tierra o del amor en general, pero que también significa padecimiento o «pathos», o sea, la culminación de la tragedia: se padece en la tierra y la tierra nos padece (sin olvidar la paganización terrestre de la pasión de Cristo que obviamente subyacía en la mentalidad educativa de toda la España de la época). Incluso el hecho de haber elegido para este libro la arriesgada forma del poema en prosa connota también algo de lo que venimos diciendo: no sólo porque el poema en prosa remita necesariamente a algo prosaico, sino quizás porque de lo que se nos quiera hablar aquí sea, en efecto, de algo así como lo que Hegel llamaría la «prosa de la vida», la literalidad material de lo terrestre y de su contingencia. Esa contingencia que supone el paso o el peso del ser terreno y de la conciencia de estar siempre no sólo sobre la tierra, sino paralelamente, como incrustados en la sombra del «bajo tierra», o sea, enterrados en todos los sentidos. Podríamos decir así que Pasión de la tierra culmina su sombra en los Poemas de la consumación, a la vez que, de una manera inopinada, en los Diálogos del conocimiento, pues aquí esa conciencia de estar «enterrados» en cualquier sentido se mira con una pasión fría y deslumbrante, como si se pudieran mirar –y conocer– la vida y la muerte desde afuera (lo que supondría el verdadero y auténtico conocimiento).
Hay miles de maneras de interpretar la trayectoria poética de Aleixandre, pero si elijo esta del viaje poético de la luz que sabe que la luz proyecta siempre su propia negatividad, su propia sombra, es porque no la considero una lectura inadecuada. Del mismo modo si hemos hablado de Heidegger y hemos traído a colación a Spinoza, tampoco ha sido por gratuidad. Está claro que Aleixandre es un poeta del tiempo, pero no en el sentido machadiano de sentirse inserto en el tiempo (en tanto que única verdad histórica viva), sino más bien en el sentido heideggeriano en el que la palabra del ser, aunque inserta ahí, no se encuentra a gusto en el tiempo, está contra el tiempo, decíamos, se presenta como la necesidad de luchar contra y «entre» el tiempo aunque lo tenga que aceptar y se sienta vencida de antemano. El problema radica exactamente ahí: ¿cómo luchar contra el tiempo? Evidentemente no hay más que una sola fórmula: trocear el tiempo, cortarlo en espacios. Para Heidegger resulta obvio que sólo la espacialidad del ser salva al ser. Por eso le da una habitación, un habitar: la palabra poética como casa del ser. Por el contrario, en el tiempo, el ser, la verdad, carece de casa: peregrina a través de las epocalidades sin encontrar su sitio ni su figura. Es una dolencia de amor o de verdad que no se cura en el tiempo. Sólo se da rehuyéndose, ocultándose, apenas sombreando la precariedad del ente cotidiano. De pronto, como en un fulgor, un relámpago, la opacidad del tiempo se desgarra y el ser encuentra su casa, su lugar, el espacio en que mostrarse como presencia y figura, como verdad plena. Es la palabra poética la que desgarra el tiempo y con su relámpago lo detiene. Obviamente para Heidegger esto ocurre con la palabra de los presocráticos o en los poemas de Hölderlin. Cualquiera puede saberlo y no pretendo hacer una lectura heideggeriana de Aleixandre. Señalo sólo un inconsciente de época, una atmósfera vital que, curiosamente, no siempre se ha entendido bien en el caso de Aleixandre. Aleixandre desprecia la subjetivización de la Poética, como Heidegger desprecia la subjetivización de la Metafísica. Esto es lo que los une en un mismo plano. Lo cual no quiere decir que Aleixandre y Heidegger no estén hablando siempre en primera persona. Sino que buscan un yo realmente trascendental (aunque, por supuesto, esa «trascendentalidad» sea siempre mucho más terrena en Aleixandre). Es quizá lo que sucede ya en el libro Historia del corazón, y casi literalmente en el poema titulado «Entre dos oscuridades, un relámpago».⁷ Frente a la cita rubendariana «Y no saber adónde vamos, ni de dónde venimos» que está puesta a propósito al principio del poema quizás por sus reminiscencias religiosas (digamos una especie de angustia cristiana ante el sentido de la vida), la ontología laica de Aleixandre (esa especie de cosmogonía pagana) resulta taxativa. Es curioso que el poema no comience con la duda sino con la afirmación. Sólo que el pathos trágico, la sombra del viaje (del dónde del venir y el hacia dónde ir), queda perfectamente detenido aquí. Así el poema comienza diciéndonos de una vez: «Sabemos a dónde vamos y de dónde venimos». Pero tal afirmación no puede prolongarse más que de una manera: vamos de la oscuridad a la oscuridad. Y así añade Aleixandre: «Entre dos oscuridades, un relámpago». Eso es la vida, pero también puede ser la escritura: un relámpago interior que rasga la oscuridad de la página en blanco. La luz del relámpago sólo ilumina un gesto, un único gesto, nos dicen los versos, apenas una mueca iluminada, y fijémonos bien: «Por una luz de estertor». Es decir, la luz de un instante que enseguida se apaga. Sólo que ese instante, repito, es único y está detenido y brilla. Más piadoso hacia la condición humana que Heidegger y que Hölderlin, Aleixandre no aspira a la divinidad, o a la verdad total, o a la plenitud del ser. Por eso rodea al instante de contornos con límites. Dice: «Pero no nos engañemos, no nos crezcamos». Y aquí los contornos que delimitan. Es preciso acoger ese trozo de verdad que se nos entrega, pero: «Con humildad, con tristeza, con aceptación, con ternura». Es sintomático también que la metáfora del viaje y de la casa que acoge la verdad del súbito relámpago se sitúe precisamente en el espacio del desierto, es decir, en la soledad absoluta, el lugar que no empieza ni termina nunca, el lugar sin rutas hacia donde ir más allá y que borra las huellas de donde se viene: el lugar clave donde se cruzan las dos oscuridades, los dos límites. Incluso esas dos oscuridades borradas se metamorfosean en una luz dulce, la noche del desierto iluminada por la luna. A Aleixandre no le arredra utilizar la leyenda romántica: si la vida es desierto, ¿por qué no hablar del desierto? Si la luna y la noche en el desierto son una imagen legendaria de amor, ¿por qué no usar esa imagen? Puesto que la verdad del ser se da –o nos solicita– en el amor, puesto que la compañía que el relámpago nos ha traído es: «Este rostro triste que alza hacia nosotros su grandes ojos humanos / y que tiene miedo, y que nos ama», ¿por qué no decir que en el fondo ese instante de amor, o ese presente único, está iluminado por: «Una gran luna colgada que dura lo que dura la vida»? Hay que rodear con los brazos esa mirada triste y temblar: «Sobre la vasta llanura sin término donde sólo brilla la luna del estertor». Resulta obligatorio recordarlo. La casa del ser, la casa del amor, dura sólo lo que dura la luna (que es como decir lo que dura la vida: sólo el instante es vida), esa luna que también tiene –y por segunda vez en el poema– una luz de estertor, de muerte; incluso la misma casa es apenas una «tienda de campaña», como nos señala el texto, otra imagen del desierto mordida por el viento desde las profundidades del caos. La pareja humana, tú y yo, ha recorrido las vastas llanuras, quizá juntos, aunque seguramente solos, con el rostro invisible y cansado desde el origen. Y cuando la luna se apague habrá que seguir andando, o juntos o solos, quizá por las mismas arenas. Pero ahora lo que importa es el instante, el momento detenido e iluminado por la luna, ese tiempo roto y quieto tras el relámpago. Dice el texto: «Pero ahora la luna colgada, la luna como estrangulada, por un momento brilla». Es el momento exacto de mirar lo otro: «Mi reposo instantáneo, mi reconocimiento expreso donde yo me siento y me soy». Y besar esa frente y dormir –sólo un momento– «sobre tu pecho como tú sobre el mío». Y Aleixandre culmina el poema insistiendo en ese instante de luna que también mira y es piadosa y ayuda a dormir. O como dice literalmente el texto: «Mientras la instantánea luna larga nos mira y con piadosa luz nos cierra los ojos».
Es casi increíble el paralelismo existencial que late entre esta interpretación del relámpago del ser que hace Aleixandre y el relámpago del ser del que nos habla Heidegger respecto a la palabra poética. Pero se trata sólo de un instante. Puesto que este poema (donde hasta la luna nos ha aparecido como estrangulada o ahorcada) nos remite de algún modo a otro poema de Historia del corazón que semeja ser exactamente su reverso, la sombra de esa mirada y de ese reconocimiento en el amor. Quizá este otro poema se titule por eso «Mirada final» y se subtitule «Muerte y reconocimiento». Se trata evidentemente de un lugar donde lo uno y lo otro se despiertan como caídos, una mañana en que los ojos se abren con absoluta soledad en la misma cama, en la que el reconocimiento es imposible. Ese despertar caídos en la soledad es la sombra, decimos, del reconocimiento pleno del instante de amor que acabamos de ver, es en verdad casi un estar enterrados, un caer en la tierra, en la hondonada, y sólo ahí, en esa especie de lugar bajo tierra, los ojos y el alma vuelven a mirarse y a reconocerse, más allá o más acá de la sombra de la muerte. Se ha estado bajo la tierra como las pupilas bajo los párpados, sólo que el cielo vuelve a ser piadoso y brilla: «cuando (...) contemple con tus pupilas, con las solas pupilas que siento bajo los párpados, en el fin el cielo piadosamente brillar».⁸
De cualquier modo detener el tiempo, esa lucha continua contra el decaer de las hojas y de los años, se nos presenta en esta Historia del corazón más lúcida que nunca quizá porque es un libro «trascendentalmente» subjetivo, donde el amor necesita fijarse. Quizá también por eso Aleixandre recurre aquí a la escritura que actúa como fijación, la palabra poética como lo que detiene, ese fulgor que congela el brillo de la luna, que rasga el tiempo hasta convertirlo en espacio (sólo que siempre con sombra: un espacio que se sabe instante). Esto, insisto, es Heidegger puro, como podríamos decir que Pasión de la tierra o La destrucción o el amor intentan espacializarse a partir de una imagen materialista que podríamos remitir a Spinoza: por un lado el Deus sive Natura, o sea, la naturaleza concebida como el único dios vivo, carente de tiempo en su propia permanencia, como es obvio que ocurre en La destrucción; o bien a través de las afecciones, de las pasiones que afectan al cuerpo y que lo constituyen como tal cuerpo, al modo del spinozismo de Pasión de la tierra. Claro que no se trata de un Heidegger en estricto y mucho menos de un spinozismo igualmente en estricto. Se trata, más bien, de la absorción del spinozismo que ejerce la atmósfera de lo que hemos llamado «vitalismo fenomenológico» de la época (donde, por supuesto, también se inscriben Heidegger u Ortega), una atmósfera fenomenológica que he analizado con detenimiento en mi libro La norma literaria:⁹ por ejemplo, la imagen básica de la forma como vaso, de la que nos habla Aleixandre, o del necesario reconocimiento en el «otro», etc.
Ahora bien: hay otro tipo de espacio, y es ya un lugar común el señalarlo. Pues, en efecto, en el libro siguiente a Historia del corazón, o sea, En un vasto dominio,¹⁰ la historia subjetiva parece convertirse en objetiva. Y aquí Aleixandre es como si se sintiera a gusto en el tiempo, siempre que ese tiempo o esa historia se convierta en historia espacial, no borre el presente: «Oh, todo es presente», nos dirá en el poema «Materia humana».¹¹ Y así el cuerpo, la oreja, el sexo, la sangre, la pareja o el estallido de la bomba o de la bofetada, la antigua casa, el castillo, incluso Las meninas o El niño de Vallecas... El tiempo y el espacio se confunden porque todo es materia y la materia vive y espumea (no hace falta recordar las Odas elementales de Neruda). Dice Aleixandre:
Todo es materia: tiempo,
espacio; carne y obra.
Materia sola, inmensa,
jadea o suspira y late,
aquí en la orilla. Moja
tu mano, tienta, tienta
allí el origen único,
allí en la infinitud
que da aquí, en ti, aún espumas.
Por supuesto que esta materia espumeante es la mejor manera de fijar el tiempo, de espacializar la historia. La materia no es sólo naturaleza (puesto que está habitada por el hombre), pero el hombre, a su vez, es siempre naturaleza viva y materia histórica. La historia no es sólo devenir del tiempo, es precisamente su espacialidad material y su presente: ese presente al que se le suele llamar vida. La lucha de Aleixandre contra el tiempo es admirable. Él, continuo enfermo del cuerpo, que no sabe escribir salvo cuando no siente el cuerpo enfermo, se convierte en el mejor cantor del cuerpo, es decir, de la materia inscrita en el hombre y en la historia. Materia inscrita como escritura (por ejemplo el poema «Historia de la literatura») o como arte (por ejemplo, el libro titulado Retratos con nombre). El «more geométrico» spinozista parece cobrar vida y reproducirse en la fuerza con que Aleixandre transforma la escritura en materia y a la materia en escritura o en historia del cuerpo humano, retratos de su figura o de su nombre. Nos dice en el poema a la sangre de En un vasto dominio: «Es la verdad que en la boca aún destella / y se hace / una palabra humana».¹² Pero también nos había establecido la diferencia entre el ser y el estar del cuerpo. El ser no es, está en el cuerpo, es el «Estar del cuerpo»:
Aquí está, entre los dedos
totales, cuerpo siendo,
emergido hasta estar,
aquí en el mundo.¹³
Pero también en el poema titulado «La vieja señora»,¹⁴ del mismo libro, y aunque se trate de un poema crítico sobre un mundo perdido –el de la vieja aristocracia–, Aleixandre nos habla del cuerpo como algo muerto, como reverso continuo del cuerpo vivo que hemos visto en otros textos del libro. No puede evitar la acumulación de sombras sobre la luz de la vida. Incluso, repito, pese a que la cuestión se desdoble, porque las sombras son también ahora las de una forma de vida histórica ya muerta. La narración del entierro es soberbia a través de esa doble ambigüedad: «Cuando la sombra espesa su dominio acentúa (...)». O bien: «La sombra descolgada que erguida cae continua, / lo que imitara a un cuerpo si el alentar sirviese». Dos versos para mí definitivos, como lo son los que siguen: «¿Y si cayesen las sombras, desnudadas, / veríase una niña, saltar, estar, ser vida?» (la cursiva mía).
Toda esta serie de planteamientos que hemos venido esbozando hasta ahora, esto es, el despliegue de la metáfora luz/sombra a través de los signos del ser y el estar, del tiempo y del espacio, de la materia y de la historia, se nos reproducen de nuevo, como una maduración básica de toda su poética hasta el momento, en el poema titulado «Diversidad temporal», sin duda la clave del libro Retratos con nombre:¹⁵ frente a la no-diversidad profunda de la sustancia, una sustancia que se cumple en espacios y que se hace tiempo, el pie humano se inserta para establecer lo distinto, lo diferente. La espuma está y a la vez se quiebra. Rueda, como en el mar las olas, y su «estar» en la materia es una espuma que suscribe formas. Pero esa sustancia, única y formidable, no adquiriría su auténtica diversidad sin la huella palpable del pie humano. El problema clave que subyace aquí es el de la individuación o la diversidad que ese pie establece sobre la unidad de la sustancia. Es el mismo sentido con que Aleixandre trata de configurar su famoso poema titulado «Cumpleaños» y que se subtitula «Autorretrato sucesivo».¹⁶ Hay algo aquí que me llama profundamente la atención. No sólo que de nuevo la sucesión temporal se nos describa a través de espacios de vida, sino que desde el principio se nos revele la impotencia del lenguaje, de la escritura, ese símbolo que volveremos a encontrarnos en Diálogos del conocimiento. Dice así el poema: «Un dolido / vagido me pronunció o me deletreó con tristeza. / Habían sido todos convocados con alegría / pero él no pudo más que dar una sílaba». Deletrear con tristeza una sílaba, o peor, que sólo una sílaba te deletree, te nombre, frente a la alegría aparente de todos, es quizá ya una marca de origen, lo único que acaso permanezca para siempre. La escritura no individualiza, la escritura no salva nada porque carece de nombre. Del mismo modo que la historia se llena de los sin nombre: «La historia a veces calla / los nombres». Salvo que para Aleixandre casi siempre la historia de los sin nombre es la única historia que existe, puesto que ellos constituyen la cotidianidad real del espacio y del tiempo, puesto que ellos han construido el espacio y el tiempo histórico, sólo que jamás han podido ser deletreados por una sílaba –como al propio poeta le ocurre– a través de las líneas de la escritura. Quizás porque pese a todo la escritura sí que tenga un nombre: pueda llamarse poder o explotación. Ahora bien, y vuelvo a insistir en ello, ¿esto no implica sin más el tacharse del valor de cualquier escritura, que cualquier escritura no tiene más valor que el que el poder o el mercado le da –incluido el mercado ideológico/literario–? ¿No implica que jamás la escritura alcanza a individualizar algo, o alguien, porque siempre es la escritura de la Norma, la escritura de los de arriba? Sin duda: no hay más escritura del nombre que la escritura de los que representan la historia sobre la espuma de las superficies. La hondura de la historia tiene una doble cara: ya que no hay más escritura que la que se inscribe en los cuerpos, tenemos que darnos cuenta de que, por un lado, los cuerpos no tienen nunca nombre propio (sólo el préstamo de la familia o del estado) y, por otro, los cuerpos, cuando adquieren nombre, es quizá sólo porque ese nombre es el imaginario del poder, lo que flota a fuerza de hundir a los otros cuerpos sin nombre bajo el signo de lo explotado. Difícilmente los de abajo pueden tener nombre, rostro, retrato. Esa imagen pictórica que fija el tiempo en el espacio de los que nunca han tenido ni tiempo ni espacio. ¿Se identifica así Aleixandre con los sin nombre, como lo había hecho en los Retratos anónimos con los que concluye En un vasto dominio? Parece evidente que sí: resulta de nuevo sintomático que termine un libro con estos retratos anónimos y titule al siguiente Retratos con nombre. La búsqueda del nombre global es obvia, pero también la búsqueda del propio nombre propio que se identifica con ellos. Dar nombre a los rostros es crearlos de nuevo. Esa sí que es una auténtica participación en la historia. Pero no se trata de una mirada que se extiende desde arriba hacia abajo, ni siquiera de igual a igual, sino de un intento de dar sentido a una historia que no lo tiene, una mirada que trata de reconocerse en la sombra de los otros, porque el poeta tampoco se identifica con su propio nombre, con su propio lenguaje, con ese deletreo de apenas una sílaba. Para Aleixandre el nombre propio es siempre el nombre de la otredad, incluso de la otredad desconocida. Así se nos dice en unos versos magníficos de los Poemas varios:¹⁷ «¿A quién amo, a quién beso, a quién no conozco? / A veces creo que beso sólo a tu sombra en la tierra (...)».¹⁸
En Retratos con nombre nos vuelve a sorprender el poema «A mi perro», Sirio, el inolvidable perro (o perros), que los versos saben situar precisamente en la delimitación de su espacio (los perros delimitan su territorio) frente a la indefensión del poeta ante la invasión del tiempo que pasa a través de él: «Pero yo pasé, transcurrí, y tú, oh gran perro mío, persistes (...)». ¿Cómo persiste el perro? De manera magistral nos lo dice Aleixandre: «Un instante parado a tu vera».¹⁹ El instante se ha convertido de nuevo en espacio lumínico, el perro en su propio espacio único e instantáneo. Sirio, el perro, tiene nombre, pero ¿lo tiene la voz que habita estos versos? Ni una sola vez. O mejor dicho: en «Ropa y serpiente», otro poema en prosa de Pasión de la tierra, sí que nos había aparecido el nombre de la voz. Pero fijémonos de qué forma: «(...) Ni a mí que me llamo Súbito, Repentino, o acaso Retrasado, o acaso Inexistente. Que me llamo con el más bello nombre que yo encuentro, para responderme: ¿Quéeeeeee? (...)».²⁰ Es obvio que ese «que» larguísimo supone desde el origen la falta de respuesta. Sólo el eco responde. El nombre no existe porque la interrogación sobre el «sí mismo» continúa siempre. Y sólo puede alcanzar significado en el reconocimiento de la otredad. Pero la otredad parece muda: sólo puede responder qué o cómo... Quizá la otredad sí pueda tener nombre («Hoy tu nombre está aquí», se nos dice en Historia del corazón). Pero, de cualquier modo, parece como si hasta lo otro careciera de nombre. Así, en el libro Nacimiento último,²¹ que es un canto a la muerte y a la fuerza del amor o del nombre ajeno perdido para siempre: «Para borrar tu nombre, / (...) aquí te nombro». O bien cuando el nombre del amigo se transforma sintomáticamente en sombra, se transforma en «El Moribundo» (dedicado a Alfonso Costafreda), un poema con una lógica interna implacable, en tanto que se nos divide en dos partes necesarias. Por un lado la primera parte que se titula «Palabras», o sea: «Él decía palabras. / Quiero decir palabras, todavía palabras»; pero a la vez, por otro lado, la sombra de la palabra, su imposibilidad ante la muerte, la segunda parte que se titula «El Silencio»: «Oidme. Y se oyó puro, cristalino el silencio».²² Es la misma dialéctica que se observa en el poema titulado «Las Barandas», un texto dedicado a Julio Herrera y Reissig, el poeta modernista hispanoamericano, quizá uno de los textos que más me han impresionado siempre en la producción de Aleixandre. Un texto donde mano y nombre se mezclan de manera asombrosa, hasta comprobar que se convierten en dos signos básicos de la poética que venimos leyendo:
Un hombre largo, enlevitado y solo
mira brillar su anillo complicado.
Su mano exangüe pende en las barandas,
mano que amaron vírgenes dormidas.
(...)
Duramente vestido el hombre mira
por las barandas una lluvia mágica.
Suena una selva, un huracán, un cosmos.
Pálido lleva su mano hasta el pecho.²³
Aunque recuerda, obviamente, a Manuel Machado, lo que me parece genial en este poema es la relación dialéctica que se establece entre la mirada y el anillo, y más genial, si cabe, el movimiento final de la mano: el cuerpo vive en el silencio, en el deslizarse mínimo, ni siquiera hacen falta las palabras. Así como en el comienzo de los tres poemas dedicados a la muerte de Miguel Hernández: el silencio vuelve a brotar otra vez, incluso en el lugar más inesperado, en el silencio de la música. Un crimen auténtico necesita un réquiem auténtico. Dice Aleixandre: «No lo sé. Fue sin música».²⁴
Palabras y silencios, manos que viven (¡qué obsesión la de las manos en Aleixandre!), cuerpos que habitan el espacio y se desvanecen en el tiempo. Y nombres que se consumen –pues en verdad nunca han existido– como se consumen los años. Ahora bien, ¿por qué renunciar a la propia vida vivida, a la historia de uno y de todos?
Quizá los libros con menos conciencia de la sombra trágica sean precisamente los dos últimos, los que ya la han asumido plenamente. Por supuesto me refiero a los Poemas de la consumación²⁵ y a Diálogos del conocimiento. La consumación de los años, el triunfo definitivo del tiempo, me parece básico en este sentido en el poema titulado precisamente «Los años», de Poemas de la consumación, donde la dialéctica se juega aquí entre el peso del tiempo y el paso del tiempo. La historia ha sido real, la vida sigue siendo real. De ahí la pregunta decisiva que inaugura el poema: «¿Son los años su peso o son su historia?».²⁶ La relación estar/ser