Vals de Mefisto
Por Sergio Pitol
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Sergio Pitol
Sergio Pitol Deméneghi (1933-2018) fue un escritor, traductor y diplomático mexicano.
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Vals de Mefisto - Sergio Pitol
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Mephisto Waltzer
Al abrir el bolso de mano para buscar sus cremas, el pijama de seda azul que su hermana Beatriz le compró en la India y en cuyo interior tan a gusto se sentía, las pantuflas y el frasco de somníferos, cayó a sus pies la revista (¡habría podido jurar que la tenía guardada en la maleta negra!) para nuevamente perturbarla y hacerle difícil ya el reposo. Volvió a pensar en la coincidencia que hizo que esa misma mañana, cuando trataba por enésima vez de persuadir a Beatriz del desgaste de su vida matrimonial y de la certidumbre de que Guillermo opinase lo mismo, e insistía en que esa tregua les había hecho conocer el sobrio placer de vivir separados, llegara su cuñado a entregarle la revista donde aparecía ese Mephisto-Waltzer que oblicuamente parecía corroborar sus argumentos y de cuyo eco no había logrado desprenderse en todo el día.
Había pensado no volver a leerlo sino hasta que estuviera debidamente instalada en su casa, después del baño, el desayuno y un poco de reposo. Pero ¿cómo resistir a la tentación cuando la revista había vuelto a caer en sus manos? Así que una vez tendida en la litera, el pelo cepillado, envuelta en su querido pijama azul, el sedante ingerido, volvió a leerlo, y esa relectura ya no sólo la molestó sino que le produjo una angustia desmedida cuando entre el chirrido reiterado de las ruedas reencontró la voz de Guillermo, su ritmo y su dicción, el jadeo respiratorio, y llegó hasta a percibir las pausas producidas por la aspiración o la expulsión del humo de un cigarrillo. Lo leyó sin interrupciones; era un texto muy breve. Una mezcla de cólera y despecho se le fue acercando para insinuarle que asida a esos sentimientos ásperos podría escapar de la angustia. Volvió a repetirse que lo natural hubiera sido recibir ese cuento, para, como siempre, ser ella quien lo pasaba a la redacción; hasta donde recuerda, en los años que llevaban de conocerse, aún antes del matrimonio, cuando eran ese par de estudiantes alegres y un tanto truculentos que asistían a la Facultad de Filosofía que a ella tanto le gusta evocar, él no había publicado nada que antes no hubiera sido leído por ella, comentado y discutido por ella. Sí, era posible que en Viena él hubiese llegado a las mismas conclusiones que esa mañana había tratado de hacerle comprender a su hermana, y que la publicación de ese «Vals» sin advertencia alguna fuera el modo de anunciárselo. ¿Un desafío? Tal vez no, sino una manera cortés de indicarle que entre ellos las cosas eran ya de otra manera.
Todos los agravios rumiados en casa de su hermana (a los que ésta pareció no conceder la menor importancia) durante la semana pasada en Veracruz volvieron a hacérsele presentes. A la segunda lectura la sensación de derrumbe fue más aguda. Algo que existía en el trasfondo del relato, la meditación final en torno a una serie de pequeños núcleos dramáticos que habían estado a punto de cristalizar, de desarrollar sus propias leyes, de convertirse al fin en forma: mínimas historias nutridas en los más rampantes lugares comunes de un decadentismo fin de siglo, sedientas de ripios y oropeles (las torneadas formas de una mujer a quien sus desórdenes conducen a la muerte, el ritual suministro del vene no, el atractivo criminal de la música, por ejemplo), sí, esa meditación que, como posfacio de un auténtico drama vislumbrado al azar, no era sino la evidencia del desinterés de Guillermo por la realidad en la que ella se afirmaba, la hizo pensar que en las conversaciones con Beatriz no había sabido, o tal vez, ¿por qué no?, no había querido llegar a fondo y por lo mismo había resultado con tanta facilidad refutada y merecido justamente los calificativos de incoherente, caprichosa y superficial, por temor a enfrentarse de verdad a una situación que le era casi imposible explicar. Tal vez su hermana tenía razón cuando afirmaba que lo único que les ocurría era haber dejado atrás la edad en que iniciar el día, cualquier día, podía tener un carácter de juego, de aventura excepcional, lo que ella aceptaba con la mayor naturalidad, pero que Guillermo, en cambio, se negaba a admitir.
Aquello que quince años atrás le había resultado atractivo en su marido comenzó a exasperarla de tal modo que, a medida que se fue aproximando el fin del año sabático, empezó a intranquilizarse, a temer el regreso, a repetirse que esa separación había sido necesaria porque así, sin dolor, sin agobios, había descubierto que la exaltación permanente en que él pretendía vivir la amedrentaba y fatigaba, que a su lado no podía dedicarse a su trabajo con la pasión que la soledad le producía (la monografía sobre Agustín Lazo le había tomado sólo medio año; ¡ni siquiera se atreve a pensar en el tiempo que le habría llevado prepararla de estar él a su lado!), y, tal vez, ¡pero en ese mismo momento la idea la estremece!, el hecho de que en ninguna de sus cartas hubiera aludido a ese relato significaba que Guillermo había llegado desde hacía tiempo a la misma conclusión y que se hallaban no a las puertas, como creía, sino en el interior de la separación definitiva. Una cosa era hablar con su hermana sobre esa posibilidad, otra enfrentarse a la evidencia. El corazón comenzó a latirle con tal desarreglo que tuvo que levantarse a tomar otro sedante. Hasta desde el otro lado del océano, ¡lo que era de verdad indecente!, Guillermo lograba producirle esos sobresaltos. Durante quince, diecisiete, veinte años, siempre había ocurrido lo mismo: exigencias tácitas pero desmedidas, tensiones cuya causa había que buscar en el reino de las hipótesis, morosas depresiones que la cargaban de una culpa difusa.
Guillermo acostumbraba fechar todo lo que escribía. Por eso pudo saber que el cuento había sido escrito ocho meses atrás, es decir al poco tiempo de instalarse en Viena. No, de eso está muy segura, nunca le había escrito una línea al respecto. Ni siquiera tenía idea de que se hubiera ocupado de algo que no fuera su ensayo sobre Schnitzler, al que con frecuencia aludía. En una de sus últimas cartas le hablaba con entusiasmo de un relato sobre Casanova; insistía en que al leerlo cambiaría de opinión sobre el autor (a quien por otra parte escasamente conocía) y dejaría de hacerle reproches por no haber elegido como tema a Hoffmansthal (cuya obra, también, fuera de algunos libretos de ópera, desconocía por completo, aunque no dejaba de parecerle, por todas las referencias cultas que poseía: la colaboración con Strauss, los ensayos de Broch, de Curtius, de Mann, bastante más atractiva).
De lo que sí está segura es de que en alguna carta él aludió al concierto que con toda evidencia fundamentó el cuento. Lo recuerda porque insistía en que era el mismo David Divers a quien habían oído en París cuando dejaba de ser un adolescente prodigioso para convertirse en un músico genial. Su memoria apresa no tanto el talento como la belleza del muchacho.
Hay en el relato (abre la revista, busca el párrafo para convencerse de su existencia, y, al comprobarlo, suspira complacida) una referencia pasajera al concierto oído por ambos en París después de su matrimonio y comprueba que su abatimiento ha sido tal que basta ese mínimo signo para por el momento sentirse homenajeada. El narrador (porque Guillermo crea una distancia entre él y su relato a través de un narrador, mexicano como él, y también como él residente por un breve periodo en Viena) se refiere al concierto en que oyó por primera vez al pianista y recuerda que, en el momento en que se levantó para agradecer los aplausos, su mujer —sí, ella, la que tendida en la litera de un vagón de ferrocarril viaja de Veracruz a México y lee una revista literaria—, al ver las sienes bañadas de sudor del pianista, comentó (aunque en el momento en que lee está casi segura de no haber dicho tal cosa) que el efecto de esas gotas que se le deslizaban por las sienes y bañaban sus mejillas le hacía pensar en el rostro de un joven fauno que volviera de hacer el amor.
Y una vez localizada la cita, comenzó a releer el cuento desde el inicio y pudo disfrutar de la belleza de ciertas frases, trenzar los hilos, observar que la anécdota, como en casi todo lo que escribía, era un mero pretexto para establecer un tejido de asociaciones y reflexiones que explicaban el sentido que para él revestía el acto mismo de narrar. En