La vida conyugal
Por Sergio Pitol
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Sergio Pitol
Sergio Pitol Deméneghi (1933-2018) fue un escritor, traductor y diplomático mexicano.
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- Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Una novela muy bien construida desde el inicio, que se lee de manera ágil y rápida, pues no se torna pesada en ningún momento. Su protagonista evoluciona (o involuciona, dependiendo quién la lea) de manera constante y las situaciones en las que se envuelve resultan de lo más interesantes que no nos permiten darnos el lujo de no continuar leyendo la historia. Recomendable a quien quiera leer una novela corta y entretenida, que explora la psique de sus personajes e incluso nos hace reflexionar sobre cuestiones como: ¿qué es el matrimonio? ¿Qué es la clase social alta? ¿Qué es la política? ¿Qué es un mundo intelectual y cultural?
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La vida conyugal - Sergio Pitol
Biblioteca Era
Sergio Pitol
La vida conyugal
Sergio Pitol
La vida conyugal
Ediciones Era
Primera edición en Biblioteca Era: 1990
ISBN: 978-968-411-334-3
Edición digital: 2011
eISBN: 978-607-445-175-7
DR © 2011 Ediciones Era, S.A. de C.V.
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www.edicionesera.com.mx
ÍNDICE
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 1
Jacqueline Cascorro, la protagonista de este relato, conoció durante buena parte de su vida las experiencias conyugales de rutina: arrebatos, riñas, infidelidades, crisis y reconciliaciones. Todo cambió en un instante, cuando al quebrar con las manos una pata de cangrejo y oir descorchar a sus espaldas una botella de champaña se dejó poseer por un pensamiento que la visitaría de manera intermitente, convirtiéndola, y ya para siempre, en una mujer de muy malas ideas.
Durante años, un cuaderno azul la acompañó en las distintas mudanzas a las que la llevó su azarosa vida matrimonial, sin que fuera consciente de su existencia; un cuaderno muy delgado, sujeto con un elástico a una colección de libretas de notas sobre literatura e historia del arte depositadas en el fondo de una caja ricamente ornamentada, adquirida en Pátzcuaro durante su viaje de bodas. Esa caja permanece en la bodega de L’Aiglon, un restaurante de Cuernavaca, en donde Jacqueline abandonó casi la totalidad de su menaje de casa cuando decidió trasladarse a Veracruz. Con toda seguridad se asombraría si leyera los trozos literarios copiados muchos años atrás en aquel cuaderno olvidado. Añoraría, sin lugar a dudas, con melancolía, los esfuerzos intelectuales que alimentaron la parte más noble, la más pura de su ser, la única que por algún tiempo le ofreció cierta seguridad, destruida de raíz por la violencia que con tan desmedido estrépito sacudió su vida. Porque a partir de un determinado momento no le fue ya posible hacerse ninguna ilusión al respecto: su vida espiritual había quedado hecha añicos.
En aquel cuaderno, Jacqueline había empleado dos páginas para copiar las citas literarias que le interesaban y otra para expresar sus sentimientos ante lo que consideraba su fracaso matrimonial; el resto había quedado en blanco. No era difícil advertir que aquellas notas fueron escritas durante una racha de rencor intenso, en una de las crisis iniciales de su matrimonio, antes de haberse resignado a aceptar como algo normal las infidelidades de su marido. Alicia Villalba, la prima sin recursos de Nicolás Lobato, que trabajaba como su secretaria, igual que otras empleadas, la mantenían al corriente día con día sobre las actividades del marido infiel. Podían pasar horas enteras pegadas al teléfono para describirle la vulgaridad de una falsa rubia con quien Nicolás se encerraba en la habitación número diecisiete, y precisaban: en el segundo piso, ¡como si el número de piso tuviera alguna importancia!, del hotel Eslavia, el situado en las calles de Orizaba, porque en el Asunción era raro que pusiera un pie, y menos para celebrar sus fiestas galantes, considerándolo tal vez muy por debajo de su categoría. La verdad era que al poco tiempo de casada, Jacqueline había aprendido a no sufrir como fiera enloquecida, lo que de ninguna manera implicaba que aprobara la vida disoluta de Nicolás Lobato. La lectura hecha al azar de unas cuantas páginas de la Fisiología del matrimonio, de Balzac, la llevó a la conclusión de que la mayoría de las mujeres a los pocos años de casadas sólo experimentan hacia sus maridos una profunda aversión, una repulsión casi absoluta, resultado típico de la tiranía a la que con tanta arbitrariedad han sido sometidas.
Lo primero que copió en el cuaderno azul fue una rotunda afirmación del escritor francés: Toda la vida matrimonial descansa en la cama
. Marcó esa frase con tres o cuatro signos de admiración, y luego tachó en un rapto de cólera la frase, y, por consiguiente, los signos de admiración que había añadido.
Escribió después con tinta verde que la vida se alimenta de pasión y que no hay pasión que logre sobrevivir al matrimonio.
También, que el matrimonio es una institución necesaria para el mantenimiento de las sociedades, pero que, sin embargo (y allí añadió entre paréntesis la exclamación: hélas!), esa institución resulta contraria a las leyes de la Naturaleza, que a la mujer casada se la trata como a una esclava, que no hay matrimonios completamente dichosos, que el matrimonio está preñado de crímenes, y los asesinatos que se llegan a conocer no son los peores. Trazó varias líneas con tinta de distintos colores debajo de esta última aseveración, como si ya entonces la hubiera rozado el aletazo de una premonición.
El cuaderno azul en que escribió esas y otras citas literarias, abandonado en una bodega de Cuernavaca de donde ya nunca lo recuperaría, desapareció de su memoria varios años antes de viajar a Veracruz. Con más rapidez aún se le habían borrado las circunstancias en que aquellas líneas fueron escritas. Si alguien le hubiera llegado a preguntar cuándo y con quién le había sido por primera vez infiel a su marido, habría respondido sin la menor sombra de duda que su primer amante había sido Gaspar Rivero, un miserable a quien ayudó de la manera más desinteresada para obtener sólo puñaladas traperas por respuesta, y que aquello ocurrió poco antes de que él comenzara a trabajar en el Asunción, un hotel carente de toda gracia, ubicado a un paso del Monumento a la Revolución, sin recordar para nada al auténtico pionero, un ingeniero de Guanajuato, a quien había conocido en una fiesta en casa de Márgara Armengol. El episodio entero se había desvanecido en su memoria. Si algún médico o un hipnotista le hubieran hecho, después de adormecerla, una pregunta al respecto, tal vez hubiera podido recordar que en cierto momento un hombre que comenzaba a dejar de ser joven le fue presentado en una fiesta y ella lo invitó, por mera cortesía, a sentarse a su lado; había bebido para entonces un par de cubas muy cargadas y comenzado a decirle a aquel perfecto desconocido que un eminente profesor de filosofía había reconocido hacía poco en esa misma casa que su sensibilidad era una de las más exquisitas que había detectado en su larga carrera profesional, al grado de citarla como ejemplo ante un grupo de cursis envidiosos que podrían tenerlo todo menos eso, sensibilidad, y de inmediato le explicó al guanajuatense lo mucho que debía luchar para preservar ese don exquisito de los bajos golpes que le propinaba el hombre brutal que tenía por marido, un bárbaro que había reducido los intereses de su vida sólo a dinero, sólo a lujuria.
—Por más que me sostengan lo contrario, estoy convencida de que nadie logrará nunca adivinar en qué puede llegar a transformarse con los años un ser humano —le murmuró en tono confidencial al desconocido—. Jamás hubiera sido capaz de adivinar que el Nicolás Lobato que conocí, el que después fue mi marido, no se excuse, no tiene usted por qué conocerlo, no se trata de alguien que se haya destacado en ningún sentido, iba a llegar a convertirse en lo que es ahora. Nos encontrábamos por las tardes en el café de Mascarones. ¿Lo conoció usted?
—¿A quién? —preguntó el otro, que había prestado poca atención a sus palabras.
—A nadie. Me refiero al café de Mascarones; estaba en el interior de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando ésta se encontraba aún en la Ribera de San Cosme. Un sitio precioso; quienes lo frecuentamos en nuestra época de estudiantes todavía nos sentimos como huérfanos. En ese café conocí a Nicolás Lobato. No le gusta que se sepa, no sé por qué, pues ahora se dedica a otras actividades, que ni él ni yo logramos terminar nuestros estudios. Nicolás estudiaba ciencias políticas. Se pasaba las tardes metido en un tugurio de las calles de Miguel Schultz, a la vuelta de Filosofía y Letras. Pasé varias veces a recogerlo allí; era un caserón deteriorado de dos pisos que nadie hubiera podido imaginar que alojara una escuela universitaria. ¡Qué diferencia con mi Facultad! La misma que existe entre el cielo y la tierra, entre mi marido y esta servidora, si me perdona la falta de modestia —soltó una breve carcajada—. Nicolás se presentaba casi todas las tardes por Mascarones. Tomaba en la Facultad una clase de geografía y no sé qué otra, me parece que un idioma, con toda seguridad inglés. Estoy convencida de que ni él mismo sabe ya lo que estudiaba entonces. Fue siempre negligente y desordenado en los estudios. Pasaba la mayor parte del tiempo en el café; gracias a eso nos conocimos. Regresábamos por la noche en los mismos tranvías. Dos, porque no había ninguno directo que me llevara a casa. El se bajaba en Eugenia, en la colonia del Valle, y yo seguía hasta Coyoacán. A veces nos acompañaba Márgara. Así nació nuestra amistad. Vivíamos muy cerca. Yo en la calle de Berlín, a un paso de esta casa de donde ella no se