Jane R.
Por Patricia Park
()
Información de este libro electrónico
Relacionado con Jane R.
Libros electrónicos relacionados
Vivir Más Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMi vecino de abajo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesTodos somos piratas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl montacargas Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesGente de Dublín (traducido) Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesUno de los nuestros Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDublineses Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesRopasuelta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl legajo de la casa vieja Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDel amor y otros embrollos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl rey de hierro Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesMamá Lolita Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl niño que perdió su bicicleta Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificaciones¿Quién se hará cargo del hospital de ranas? Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Dulce Bahía Y Otros Cuentos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesHombrecitos con cuchillos Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl vendedor de lluvias Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesDiario íntimo del mal amante Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl ojo desnudo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl brindis de Margarita Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa señora Rojo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl Café del Detective (Volumen 1) Un imposible amor en París. Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La mancha trascendental Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesEl origen de la tristeza Calificación: 3 de 5 estrellas3/5La vaga ambición Calificación: 3 de 5 estrellas3/5El Regalo Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesSiete días de ruido Calificación: 0 de 5 estrellas0 calificacionesLa Mansión Dax Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El club social de las chicas temerarias: Una Novela (Spanish edition of The Dirty Girls Social Club) Calificación: 3 de 5 estrellas3/5Castigo para los buenos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Ficción general para usted
La Divina Comedia Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Crimen y castigo Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La mujer helada Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Cuentos para pensar Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Meditaciones Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Mañana y tarde Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Las olas Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Ilíada y La Odisea Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Rebelión en la Granja (Traducido) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La milla verde (The Green Mile) Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Poesía Completa Calificación: 4 de 5 estrellas4/5¿Cómo habla un líder?: Manual de oratoria para persuadir audiencias Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La casa encantada y otros cuentos Calificación: 4 de 5 estrellas4/5100 cartas suicidas Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Crítica de la razón pura Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Juego De Los Abalorios Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Colección de Edgar Allan Poe: Clásicos de la literatura Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La matriz del destino: El viaje de tu alma Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El gran Gatsby Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Canción sin volumen: Apuntes, historias e ideas sobre salud mental Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Trópico de Cáncer Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La vida tranquila Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Diálogos I Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Fausto: Clásicos de la literatura Calificación: 4 de 5 estrellas4/5Memoria de chica Calificación: 5 de 5 estrellas5/5El Maestro y Margarita Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Carta de una desconocida Calificación: 4 de 5 estrellas4/5La llamada de Cthulhu Calificación: 5 de 5 estrellas5/5La Invención De Morel Calificación: 4 de 5 estrellas4/5
Categorías relacionadas
Comentarios para Jane R.
0 clasificaciones0 comentarios
Vista previa del libro
Jane R. - Patricia Park
Eyre
Primera parte
Brooklyn
1. Flushing
Mi hogar era un aglomerado de edificios al noreste de Queens, en el pueblo (si acaso se lo puede llamar pueblo) de Flushing. El bulevar Northern era nuestra principal arteria comercial, cuyas calles laterales estaban abarrotadas de casas dúplex. Se dice que nuestro barrio contuvo alguna vez un amplio muestrario de la población estadounidense, pero cuando yo aterricé ahí, siendo una criatura, Flushing comenzaba a dar paso a los coreanos. Para el momento en que terminé mis estudios universitarios en el zooo, Northern se veía así: el Mercado de Pescados Río Taedong, llamado así en recuerdo del río oriental de Pionyang; la tienda de Autopartes Dinastía Chosun, que administraba el padre de una chica de mi clase de cálculo BC;¹ el Lavado en Seco Monte Kumgang, que pertenecía al primo por parte materna del contador de mi do. Así eran mis Estados Unidos: todos coreanos, todo el tiempo.
Flushing. La ironía del caso es que ninguno de sus residentes era capaz de pronunciar el nombre de su pueblo adoptivo; en el coreano no existen ciertos grupos de consonantes del inglés. La F se convertía en H o P. Antes de decir la palabra, los adultos en la iglesia hacían juu
, como si estuvieran enfriándola en su lengua. La versión de mi tío y tía: Poo-Rushing.² Podía haber sido poesía.
Mi hogar era el 718 de la calle Gates, Unidad i. Era casa de mi tío Sang y yo vivía allí con su familia: su esposa Hannah y mis primos menores, Mary y George. A pocas cuadras estaba su tienda. Era un modesto almacén de abarrotes que vendía una mezcla de productos estadounidenses y coreanos, junto con las provisiones usuales de emergencia: linternas y baterías, velas y condones. Desde Northern podía verse nuestra marquesina verde, en la que estaban pintadas cuatro letras blancas en mayúsculas: f-o-o-d
. Debajo de ésta había grandes mesas de madera donde se apilaban pirámides de fruta.
Un día del verano tardío me encontraba en cuclillas en uno de los pasillos de la tienda acomodando latas de frijoles con la etiqueta al frente y alineándolas con el borde de la repisa. Escuché que alguien decía, en coreano: "Jane-ab,³ ya supe lo de Lowood. Qué pena."
Era la señora Bae, la esposa del pastor de nuestra iglesia. Me paré e incliné mi cabeza en reverencia. Con 1.70 metros de estatura, yo era mucho más alta que la mayoría de las mujeres de Flushing. Sus palabras fueron como sal rociada en la herida de ser la única en mi clase de egresados que aún empacaba víveres y reponía mercancías. En su mayor parte, la economía del país —con excepción de la industria tecnológica— aún estaba floreciente. Yo había tenido una oferta de trabajo en Lowood Capital Partners desde mi último año de carrera en el otoño anterior; jamás se me ocurrió que en el transcurso de unos meses sucedería lo siguiente: la compañía realizaría una costosa inversión en empresas puntocom
, el director general renunciaría a raíz de que se le acusara de tráfico de información y el director general interino anunciaría una suspensión temporal de contrataciones. Mi oferta de trabajo había sido rescindida.
La señora Bae siguió hablando. Sobre cómo su hija Jessica trabajaba largas horas en Bear Stearns y aun así remojaba el arroz y lavaba la ropa y al llegar a casa ayudaba a su hermana menor con la tarea. Cómo la señora Bae no se merecía una hija tan dedicada. Lo que la señora Bae no sabía era que Jessica, la hdp
(hija del pastor) había faltado a clase cada jueves de nuestro último año de preparatoria para irse a los Billares Ámsterdam en la ciudad.
—Le diré a nuestra Jessica que te ayude —dijo la señora Bae, mientras me miraba con la habitual expresión de curiosidad que parecía reservar para mí. Uno pensaría que me habría acostumbrado a ello luego de tantos años. Pero no. Desvié la mirada y la fijé en las delgadas grietas de las baldosas del piso.
—No, no; seria demasiada, molestia para usted —era Sang, aproximándose a nosotras.
Tuvieron el intercambio habitual:
—No, no; no es ninguna molestia: tanto la madre de Mary como usted deben estar muy preocupados.
—Eh, ¿qué se le va a hacer?
Y luego mi tío giró bruscamente la cabeza, clavándome los ojos. Le di las gracias a la señora Bae. Él me clavó los ojos de nuevo: era mi señal para ir a buscar un poco de fruta, cortesía de la casa, para ella. Y nada de mercancía barata.
Ese era el poder de nunchi. No existe una palabra para nunchi en inglés; quizá la traducción literal más aproximada sería intuición visual
. Mi amiga Eunice Oh a veces equiparaba nunchi al Ojo de Sauron: un malvado ojo omnisciente que monitoreaba todos y cada uno de nuestros traspiés sociales. Otras veces decía que era como la Fuerza, una forma de someter el mundo a tu voluntad. Pero Eunice tenía la molesta tendencia a asimilar todo a la Guerra de las galaxias o a Viaje a las estrellas, a Tolkien o a Philip K. Dick. Para mí, nunchi tenía menos que ver con los poderes de la ciencia ficción que con el sentido común. Era la habilidad de leer una situación y anticipar cómo se esperaba que te comportaras. Era llenar el vaso de agua de tus mayores antes de llenar el tuyo. Los adultos en la iglesia siempre decían que el buen nunchi era resultado de una buena educación familiar
.
En el camino hacia los puestos de fruta me interceptó la señora O’Gall, una abuelita irlandesa pequeñita que frecuentaba Food a diario. Cargando una lechuga francesa como si fuera un bebé, exigió mi ayuda con la mayonesa Hellman’s:
—Está demasiado alto, carajo.
Los frascos en el estante me llegaban a la cintura: le ofrecí uno. La señora O’Gall negó con la cabeza:
—No, dame el más chico.
Cuando le dije que los frascos de 2zo gramos eran los más chicos que surtíamos, respondió.
—Increíble. Esta gente.
Me dijo que hiciera un pedido especial a nuestro distribuidor.
—Claro, señora O’Gall. Lo siento, señora O’Gall.
Se alejó con su lechuga y su mayonesa, dejando tras de sí un rastro de su peculiar aroma. La señora O’Gall tenía el olor a no bañado de ciertos ancianos, un olor que te hace pensar en bolsas de papel de estraza abandonadas en la lluvia y pelos en la barbilla y niños adultos con la mirada perdida. Era el olor del abandono.
Volví con la fruta para la señora Bae, pero ella se había marchado. Me dirigía de regreso al estante de los frijoles cuando me detuvo otro cliente. Luego corrí a encargarme de la segunda caja registradora: se había formado una nueva fila de clientes. El repartidor del distribuidor de bebidas se coló en la fila y agitó una factura rosa frente a mí.
—¿Quién revisó las cajas? —le reclamé.
—El gordito chiquito —dijo.
Sabía que se refería a Hwan, nuestro reponedor. Le señalé con la cabeza que se formara al final de la fila —nosotros éramos sus clientes, así que bien podía esperar— y, cuando le llegó su tumo, le pagué con los sucios billetes de veinte que guardábamos en el fondo de la caja registradora; los billetes más crujientes eran para los compradores.
Estaba a punto de dejar la registradora cuando la señora O’Gall regresó; procesé su devolución por la mayonesa, aun cuando ella había abierto el frasco para tomar una cucharada. Después fui a las mesas de madera, para apartar la fruta magullada y abollada de las piezas en buen estado.
Volvía a las latas de frijoles cuando vi a Sang. La suya era una forma de caminar ansiosa, que siempre me pareció menos una forma de correr hacia su destino que una manera de huir de él; como si no pudiera salir de un sitio con suficiente rapidez.
Frunció el ceño cuando me alcanzó.
—¿Tú hacer esto? —dijo, agitando una factura rosa: el recibo de refrescos en el que acababa de poner mi firma.
Habitualmente mi tío me hablaba en inglés, aun cuando era la lengua que manejaba con menor soltura.
Difícilmente podía esperar que me aclarara lo que quería. Sang tenía un sistema organizativo muy específico para manejar Food: conocía el almacén y sus diversos entresijos como la palma de sus rugosas manos. El problema era que ese conocimiento estaba enteramente en su cabeza, a la que ninguno de nosotros tenía acceso, aunque él esperaba que uno leyera su mente.
Sang tenía también otras reglas que yo había aprendido a lo largo de los años:
No chicle.
No reclamar a clientes.
No actuar como si ser tan especial.
No hacer pregunta estúpida.
—Ir a oficina por factura de semana pasada —ordenó.
Corrí por los pasillos de envases y productos lácteos hasta el fondo del almacén. Esa era nuestra oficina
: cajas de cartón aplanadas para formar paredes y adheridas con cinta de aislar a unos tubos de PVC residuales. El escritorio era una plancha de madera de deshecho suspendida en ménsulas en ele atornilladas a la pared de concreto. La silla era un cajón de leche colocado al revés. Mientras yo hurgaba en la caja de plátano en el piso —nuestra versión de un Departamento de Cuentas Pendientes y Recibos— pensé en mi entrevista en Lowood en el piso 103 del Centro Mundial de Comercio. Mi cubículo habría tenido paredes de elegante vidrio esmerilado que miraban a una oficina que miraba al río.
Encontré la factura de los refrescos. En mi apuro por regresar con Sang tropecé con un bloque de hormigón puesto contra la puerta de la cámara frigorífica. Me habría ido de bruces si Hwan, nuestro reponedor, no hubiera soltado su carretilla de carga y corrido para impedir que cayera.
—¿Está bien, señorita Jane? —preguntó, ayudándome a recuperar el equilibrio.
—Esa estúpida puerta —fue todo lo que atiné a decir, con las mejillas rojas de vergüenza.
El problema con la cámara frigorífica era que a menos que uno supiera cómo maniobrar con la manija, la puerta no quedaba atrancada. La cámara conservaba frías las cosas así, pero cuando estaba correctamente cerrada los contenidos se preservaban hasta por tres días, incluso con un corte de corriente. La puerta, en ese estado, representaba un riesgo de seguridad. Pero Sang agitaba una mano en señal de indiferencia cada vez que yo sacaba el tema. ¿Si no estar roto, para qué arreglar? Para Sang, lo opuesto también era verdad: cualquier cosa descompuesta podía funcionar con un arreglo a medias. Era su propia forma especial de locura: jamás se daba por vencido tratando de salvar lo insalvable.
—¿Por qué demorar tanto? —dijo Sang cuando regresé con la factura.
Clavó un dedo en la firma culpable. Mi firma. Aparentemente, teníamos crédito a favor por dos cajas más de refrescos, pero ese crédito no estaba reflejado en la nueva factura. Comprendí, mientras me inundaba una sensación de estupidez, que debería de haber llamado a mi tío de inmediato, en vez de confiar en la palabra del repartidor. Cosas como éstas pasaban ocasionalmente: los repartidores nos ponían un señuelo para embolsarse
uno o dos cajones extra. Pero la tienda estaba llena. Sabía lo que Sang me habría dicho si lo hubiera llamado con el altavoz: ¿Por qué hacer pregunta estúpida? ¿Dónde estar tu nunchi?; como si se tratara de algo que yo hubiera extraviado por ahí, como un juego de llaves o un recibo.
—¿Por qué no simplemente me advertiste del crédito a favor? —pregunté—. Así hubiera sabido...
—No le reclames a tu tío —dijo mi tía Hannah, interrumpiéndome mientras caminaba hacia nosotros. Y luego, dirigiéndose a su marido—: Es el señor Hwang, de Pescados Dae-dong.
Sang salió corriendo, dejándonos solas a Hannah y a mí. Sus ojos estudiaron los míos.
—¿Quieres que le suba la presión arterial? —continuó en coreano.
Pasé los dedos de los pies sobre una baldosa floja en el piso. Aun otra cosa que necesitaba arreglo. Hice una nota mental para coger la espátula y el adhesivo de la caja de herramientas de la oficina.
—¿Acaso no sabes lo afortunada que eres? —dijo—. Deberías estar agradecida.
Hannah solamente repetía lo que cada persona en este conglomerado de Queens pensaba sobre mi situación. Todos sabían lo de mi madre muerta; podía verlo en la forma en que habían fijado la mirada sobre mí durante los últimos veinte años. Así como yo sabía quién le había pedido dinero prestado a quién para comenzar un negocio y cuál de esos negocios prosperaba o quebraba. Sabía las calificaciones de sus hijos en sus exámenes de ingreso a la universidad, dónde habían sido aceptados y qué ofertas de trabajo subsecuentes habían tenido, pero también sabía quién salía con quién, quién engañaba a quién, a dónde iban para emborracharse o drogarse.
En Flushing los asuntos personales eran propiedad común. Un conocimiento tan íntimo era paralizante. Me di palmaditas en el pecho, buscando alivio. Sentía tap-tap-hae: un malestar abrumador que causaba una presión física y sicológica. Si las paredes parecían estar cerrándose en tomo de ti, eso era tap-tap-hae. Si la banda del sostén estaba demasiado ajustada alrededor de tu pecho, eso era tap-tap-hae. Si estabas tratando desesperadamente de explicarle a Hannah o a alguien similar cómo encender una computadora —ni hablemos de cómo operar el ratón— eso era el insoportable, exasperante tap-tap-hae.
Debo de haber fruncido el ceño porque de repente sentí un golpe seco en la frente: un dedo de mi tía.
—No hagas eso —gruñó. Hannah tenía la teoría de que arrugar la cara conducía a un envejecimiento prematuro—. Tú más que nadie deberías preocuparte por las arrugas.
Entonces no me toques, pensé, pero si lo decía en voz alta sólo habría hecho que el ciclo volviera a comenzar. No reclames. Deberías estar agradecida. Era más fácil obedecer silenciosamente. Así que fui relajando una por una las facciones de mi cara. Me hice inexpresiva, ilegible.
Entonces Hannah señaló el pasillo de los estantes de frijoles.
—¿Por qué hiciste tanto desbarajuste? Ve y termina de ordenar.
Mientras reacomodaba las latas de frijoles, volví a pensar en ese empleo en Lowood. Flushing y Food hubieran sido una manchita indiscernible desde aquellas ventanas de oficina. Habría tenido la oportunidad de ver cómo se maneja un negocio de verdad. No esta operación casera de Hannah y Sang: decididamente rústica, sin nada del encanto familiar.
Volví a darme unas palmaditas en el pecho. Tap-tap-hae. Lo único que deseaba era que la sensación desapareciera.
1 Cálculo
bc
es una clasificación a nivel de preparatoria que indica que se ha tomado un curso de física de al menos un año. (Esta nota y todas las del libro son del traductor.)
2 Poo-Rushing, la versión de la palabra Flushing
de Sang y Hannah juega con el significado de Poo, popó, y Rushing apurado.
3 En coreano se agrega ah
al final del nombre cuando se trata de una persona cercana y/o menor. (Las frases en cursivas indican que el personaje habla en coreano.)
2. El valle inquietante
Cada domingo asistíamos a la iglesia. En el camino se pasaba por la iglesia Católica y Romana Estadounidense, la iglesia Católica y Romana Coreana, el templo Budista Chino, la mezquita Paquistaní y un número siempre en aumento de iglesias coreanas presbiterianas y metodistas. (A diferencia de sus pares católicos, los protestantes coreanos sí parecían multiplicarse como los cinco panes y dos pescados de Jesús.) El servicio tenía lugar en una de las mitades de una casa dúplex. Después del sermón, las madres preparaban bibimbap en la cocina para toda la congregación.
Desde que tengo memoria, cada domingo Eunice Oh y yo nos encontrábamos tras el servicio. Ella era la misma chica de lentes gruesos como botella de Coca Cola desde niña. La verdad es que lo que nos acercó la una a la otra fue menos un interés común que lo distintas que éramos de ellos, los chicos más populares en nuestra clase: Jessica Bae, la hija del pastor Bae, que acababa de titularse en Columbia; James Kim, estudiante en Wharton que estaba a punto de entrar a trabajar a Lehman, cuyos padres eran dueños de una delicatesen en el centro de la ciudad; John Song, que estaba en Sophie Davis, cuyo padre tenía un negocio de hierbas medicinales a una cuadra de Food; Jenny Lee, que había ido a Parsons y ahora trabajaba en el diseño gráfico de la revista CosmoGirl!, cuya madre tenía un salón de uñas en el Upper East Side y cuyo padre, de acuerdo con mi tía Hannah, había estudiado en la Universidad Nacional de Seúl pero era demasiado orgulloso para aceptar un trabajo cualquiera
.
Pero éste sería nuestro último domingo juntas. Eunice se iría de nuevo, esta vez para siempre. La primera vez se había marchado al mit,¹ en donde obtuvo su título en algo llamado Curso VI
. Ahora se iría a San Francisco, en donde Google le había hecho una oferta de trabajo. Eunice había recibido varias propuestas —incluyendo una de Yahoo!— pero había decidido aceptar la de Google. Nadie entendía por qué aceptó un puesto en una empresa puntocom
justo después del derrumbe de las puntocom
, pero yo sospechaba que tenía relación con su novio estadounidense, un tipo llamado Threepio. Él también había aceptado un trabajo en Silicon Valley. Se marcharían al día siguiente.
—¿En la búsqueda de trabajo, cómo andáis? —me preguntó Eunice, empujando el arco de sus gruesos lentes hacia arriba de la nariz con un dedo regordete.
—Ando... —comencé a decir, pero me detuve. Uno nunca sabía qué esperar de Eunice. Un día hablaba como un Orc y al día siguiente como Shakespeare. A veces me descubría a mí misma imitándola sin siquiera darme cuenta—. Va. De hecho, no va. No hay nada en el mercado.
Eunice agitó una mano en el aire y metió la otra a su bolso buscando algo. Las otras chicas en la iglesia usaban bolso de mano, pero Eunice andaba desde primero de secundaria con la misma bolsa de mensajero de Manhattan Portage llena, como yo sabía, del habitual surtido de libros de tapa suave en ediciones masivas que compraba en los supermercados, su gastada guía de bolsillo de operadores C++ con una ardilla en la portada, una variedad de revistas que iban desde Scientific American al 501st Daily, marcadores variados y lápices portaminas alemanes (de 0.5 mm) con sus repuestos de plomo. Eunice Oh esperaba con ansia el día en que el papel se hiciera digital.
Sacó del bolso una copia del Village Voice, de circulación inexistente en nuestra parte de Queens. La abrió en los anuncios clasificados, señalando con el dedo uno de los anuncios en el listado.
Me asomé a la revista. Tenía un anuncio de una clínica de fertilidad.
—¿Quieres que venda mis óvulos?
—No. Éste.
Volvió a apuñalear la revista con el dedo. Y ahí, colocado entre el anuncio de la clínica y el de un servicio de acompañantes femeninas que ofrecían servicio discreto y sexxxy
, estaba el siguiente texto:
FAMILIA DE BROOKLYN DESEA AU PAIR
Es nuestro anhelo acoger en nuestra familia una au pair (es decir, una niñera
con cama, aunque, n.b.,² no nos sentimos cómodos con la infantilización de etiquetas; pero, ya que el término no ha sido erradicado de la lengua vernácula todavía, optamos —no sin resistencia— por utilizarlo en este texto con el sólo propósito de participar de la lingua franca) que sea capaz de fomentar un ambiente enriquecido, estimulante intelectualmente, culturalmente sensible y en último término amoroso
(haremos una concesión a la construcción más esencialista y platónica del término) para nuestra brillante (incluso podría decirse precoz) hija de nueve años, adoptada en la provincia china de Liaoning. En estos tiempos posmodernos, posraciales, deseamos que tal au pair sea capaz de desafiar los existentes hegemónicos...
El anuncio estaba recortado, pues excedía el espacio asignado.
Eunice sabía que yo debía buscar un puesto en el área de finanzas, no como niñera. Me ofendió que sus expectativas sobre mí fueran tan bajas. Si bien yo no había estudiado en una universidad de renombre como mit o Columbia (aunque todos en la iglesia pensaban que Columbia era la más fácil de las universidades de la liga³ a la que se podía entrar), ya había tenido una oferta de trabajo en Lowood. Quería irme de Flushing, pero no al grado de estar dispuesta a cambiar pañales o su equivalente. Había pasado demasiado tiempo viendo a mis primos Mary y George hacer lo que les daba la gana conmigo porque sabían que no tenía absolutamente ningún poder sobre ellos. Yo tenía un plan. Cuidar niños no era parte del plan.
—¿No quieres irte de aquí? —me preguntó Eunice, mirándome a los ojos—. Una vida demasiado protegida tú llevas.
El burro hablando de orejas.
—Entonces lo que sugieres es que vaya a vivir con irnos completos extraños. Que ni siquiera escriben inglés normal.
—¿Qué esperabas? Probablemente sean académicos.
—Viven en Brooklyn.
Habíamos hecho innumerables viajes en el tren 7, viendo surgir el perfil urbano ante nuestros ojos. De niñas soñábamos con vivir en condominios de lujo con vista al Parque Central. ¿Cambiar Queens por Brooklyn? No habría ninguna mejoría respecto al punto de partida.
Suspiré.
—Hay un montón de compañías que tienen mi currículo. Si algo surge el próximo año...
—Mucho puede pasar en un año —me interrumpió—. Sólo presenta una solicitud. En el peor de los casos los odias, te odian, te vas. Pero tengo un buen presentimiento sobre esto. Su hija es asiática, tú eres asiática... —miró mi rostro y rectificó—,...asiatiquilla. Y puedes utilizar toda tu épica y triste historia: tío, almacén, huérfana. Todo el mundo adora una buena historia de huérfanos —(lector: técnicamente, yo sólo era mitad huérfana)—. Jane: tu boleto de salida, éste puede ser.
Eunice volvió a extender el papel hacia mí. Lo tomé a regañadientes.
Nos colocamos en la fila de la comida. El padre de Eunice estaba parado frente a nosotros. Incliné la cabeza; el doctor Oh y yo éramos casi de la misma altura.
—Eunice-ah —dijo, después de que lo saludé—. Asegúrate de mandar carta a Jane después de irte de casa.
El doctor Oh hablaba un inglés fluido, amable, muy alejado de las aguas revueltas del lenguaje de Sang.
—Abba, escribir cartas es obsoleto.
—Sí, bueno... —balbuceó en busca de palabras; al no encontrarlas, le dio unas palmaditas suaves en la espalda a su hija. En vez de inclinarse hacia el abrazo de su padre, Eunice señaló hacia el frente.
—Abba, la fila. Se mueve —Eunice Oh carecía completamente de nunchi.
Las madres amontonaban arroz en nuestros platos de poliestireno y nosotros íbamos agregando germinados de frijol con hojuelas de pimiento rojo, espinacas y zanahorias bañadas en aceite de girasol, carne picada de res marinada en salsa dulce de soya, garabatos cafés de alguna raíz de namul cuyo nombre en inglés no conocía, huevos fritos con la yema apenas cocida, lechuga de hoja roja picada, una cucharada de pasta de pimiento rojo y, por supuesto, cubos de kimchi de calabaza.
Nos encaminamos hacia la mesa de los jóvenes. Jessica Bae se cubrió la boca con una servilleta y dijo:
—Eunice, así que, o sea, nos dejas. ¡Qué triste!
—Oye, Eunice, ¿no es como, o sea, increíblemente estúpido, trabajar para una puntocom en estos momentos? —dijo John Hong.
—Una buena empresa es. Una gran empresa será.
Cuando hablaba, no dirigía la mirada hacia nadie en particular, lo que daba la impresión de que estaba hablando consigo misma. A veces me preguntaba cómo Eunice Oh había logrado conseguir novio.
Jenny Lee se cubrió una risita nerviosa con la servilleta. Jessica Bae se volvió hacia mí.
—Así que... ¡Jane! —dijo, alegre—. Fue como, o sea, una total decepción, lo de Lowood. ¿Cómo va la caza de empleos...?
—... —odiaba cuando era mi turno para hablar.
—Me dijo mi madre que te vio en el almacén de tu tío ayer —Jessica se detuvo un momento—. Debe de ser muy difícil conseguir trabajo cuando, o sea, ya sabes...
Ya sabes
significaba Tu título es de un lugar como cuny Baruch
.⁴
Pude sentir a Eunice estudiando mi cara.
—Jane tiene una oferta de empleo que está considerando aceptar. Un trabajo como aupair.
Le asesté una mirada de nunchi, pero Eunice hizo como si no me viera.
—¿Qué pair? —dijo James Kim.
—¿No es eso como, o sea, trabajar de sirvienta? —dijo Jenny Lee.
—No parece bueno en absoluto —dijo Jessica Bae y continuó—. ¿Has oído hablar de nuestras pasantías? ¿En Bear Stearns? —volvió a decir el nombre de su firma, como si yo pudiera olvidarlo—. Deberías presentarte. Es como, o sea, para estudiantes de último año, pero yo podría recomendarte. Totalmente.
¿Ya mencioné que Jessica Bae sólo entró a Columbia luego de estar en la lista de espera?
Entonces mi prima Mary se acercó a nuestra mesa, llevando sólo un plato de vegetales (en público, ella siempre estaba a dieta), y se sentó junto a John Hong. Le dirigió una gran sonrisa. Ella le sonreía así a todo el mundo, excepto a Eunice; cuando decía su nombre, fruncía los labios y decía "Eunice". Cuando pasó los ojos por mi cara, se le pusieron redondos.
—Oh, Dios mío, ¡Jane! —dijo, señalando mi cara.
Todos los demás miraron en la dirección que señalaba con el dedo.
—Tienes un... en la frente...
Me limpié la cara, pensando que me había salpicado de pasta de pimiento rojo. Sentí un pequeño bulto bajo los dedos. Vi que James Kim se tocaba la cara, buscando granos; tenía un terrible caso de acné desde segundo año de secundaria. Cuando miré a Eunice para que confirmara mi descubrimiento, ella sólo alzó los hombros.
—Asuntos más serios han acaecido antes —dijo.
Jessica Bae comenzó a hurgar en su pequeño bolso. Puso en mi mano una botellita de astringente y una bolsita de plástico llena de limpiadores de algodón.
—Toma. Ve al baño.
Dado que todos esperaban que ahogara mi grano en alcohol etílico azul, me levanté, odiando desde ahora la forma en que sus ojos se clavarían de nuevo en mí al regresar. En la corta caminata hacia el baño me topé con el pastor Bae y su esposa, con los padres de Jenny Lee, con los padres de James Kim, los de John Hong, los de Eunice y, desde luego, con Sang y Hannah. Me obligué a mí misma a hacer una reverencia y otra y otra más por cada adulto con quien me encontré.
Finalmente llegué al baño y dejé que todo mi peso descansara en la puerta cerrada. Tenía duro el cuello por la rápida sucesión de reverencias. Las mejillas me dolían de tanta sonrisa tensa. Levanté la vista hacia el espejo. Lo que vi fue pelo negro lacio. Bolsas bajo mis ojos color café. Pómulos angulosos y furiosos, piel pastosa, barbilla en punta y —como una cereza de marrasquino coronando semejante desastre— un grano de un rojo encendido pegado en el centro de mi frente, exactamente donde Hannah había clavado su dedo el día anterior. A primera vista, yo parecía suficientemente coreana, pero después de una revisión más profunda por el terreno facial, al bajar recorriendo los cráteres bajo mis cejas o al subir el insinuado puente de mi nariz, se podía intuir que algo no cuadraba del todo. Se podía ver que la cara que se estaba observando no era la de una coreana sino la de una coreanilla. Era una cara distinta de cada una de las otras caras que había en ese sótano de iglesia.
Después del almuerzo Eunice ofreció llevarme a casa en el auto. Al mirar la amplia avenida del bulevar Northern a través del parabrisas, dejó escapar un largo, largo suspiro. Pronto se iría de Flushing y se deslizaría suavemente de nuevo a su mundo, aquel en el que cada ping que le tiraran con la mano se encontraría con su correspondiente pong. Me sentía feliz por ella. Triste por mí, pero feliz por ella.
Puso las manos sobre el volante con firmeza y arrancó.
Cuando se detuvo en la calle Gates 718, dije:
—Supongo que hasta aquí llegamos.
Los ojos de Eunice aún permanecían clavados en la calle frente a ella.
—Así es.
Puse la mano en la manija de la puerta, me detuve y exclamé:
—Te voy a extrañar.
—Lo sé.
Sus palabras sonaron a repetición hueca.
Di un tirón de la manija para abrir.
—Bueno, no te pongas toda sensiblera —ya tenía un pie afuera de la puerta—. Nos vemos, Eunice.
—Se dice Hasta luego, princesa...
—el tono de Eunice cambió al que usaba cuando quería iluminar a los no iluminados, pero sentí un carraspeo en su garganta. Se detuvo y volvió a empezar—. Adiós, Jane R. Te deseo lo mejor. Que la Fuerza te acompañe.
—Y también a ti —me descubrí diciendo.
Nos dimos la mano.
—Pierde el nunchi, Jane —dijo Eunice.
Con estas palabras arrancó y cada cual tomó un camino separado.
1 Massachusetts Institute of Technology.
2 Nota bene.
3 Ivvies en inglés en el original refiere a la liga de las ocho universidades más prestigiosas de los Estados Unidos, llamada la Ivy League.
4
cuny
son las siglas de City Uniyersity of New York. Baruch College forma parte de la universidad citada.
3. Puentes y túneles
Al día siguiente me subí al tren número 7 que salía de la estación Flushing en la calle Main. En cuanto se ponía un pie en el 7 podía sentirse su inconfundible traqueteo, como si los vagones del tren estuvieran prendidos entre sí con un único perno suelto. Los pasajeros nos resignábamos a esa precariedad sin proferir mucho más que un suspiro antes de desplomamos en los asientos.
Pero no iba rumbo a la ciudad en la forma en que Eunice Oh y yo lo habíamos imaginado mientras crecíamos. Iba en dirección a Brooklyn. Había una ironía geográfica en dejar Queens por Brooklyn, dos distritos suburbanos adyacentes. La ruta más rápida era dar vuelta a la derecha en Manhattan, cruzando puente y túnel.
Todo el sentido era no cambiar un suburbio periférico por otro, sino dar el salto cualitativo a la ciudad. No teníamos un problema entre nosotros, per se. Comparados con Manhattan, nos veíamos idénticamente rudimentarios. Después de todo, éramos puente y túnel, B&T:¹ todos nuestros caminos conducían a Manhattan.
Manhattan era la estrella en nuestro firmamento, el distrito que resplandecía bajo su propio fulgor de luz violeta y arrojaba migajas de sombra sobre el resto de nosotros.
Yo había ido a Brooklyn sólo en un puñado de ocasiones. Siempre que pasábamos por ahí, Sang nos obligaba a subir las ventanillas y verificar dos veces que nuestras puertas estuvieran bien cerradas. El distrito entero había caído de su gracia después de que un negocio de fruta y verdura que había tenido en la calle Smith se incendiara durante un apagón. Hannah decía que esa noche Sang había llegado a casa tambaleándose, con la ropa chamuscada, un ojo morado y una costilla rota. Desde entonces, había tres cosas que se confundían en la mente de Sang: Brooklyn, los negros y los apagones.² Luego se agregó otra cosa: un bebé. El bodoque. Yo. Cuando hice mi aparición, a menos de un año del incendio, Sang todavía se hallaba recogiendo las ruinas de su negocio. Fue cuando le dio por llevar en el auto un bate de béisbol del lado del asiento de pasajero. Su esposa crecía con su propio embarazo. Yo era una carga, la hija de su fallecida hermana menor, y encima de todo una bastarda honhyol.
Mi madre fue una de cuatro hijos: dos niños y dos niñas. El primero era Tío Mayor, un hombre a quien yo no conocía y que aún vivía en Corea. Sang era el segundo. Luego mi madre, sólo dos años menor. Emo, la más chica, llegó tardíamente, una década después. A ella tampoco la conocía. Sang hablaba poco de la familia en Corea y menos todavía de Ta estupidez" de mi madre cuando era estudiante universitaria en Seúl: se había enamorado. Había sido un capricho en esos tiempos de matrimonios arreglados. Hizo algo peor: se prendó de un estadounidense, un soldado, o eso se contaba. Mi abuelo corrió a mi madre embarazada de la casa, o quizás ella se había marchado por su propia voluntad. Sang era mezquino con los detalles y Hannah había parchado los vacíos de la historia de una cuñada a la que nunca vio con los colores de sus propias interpretaciones. (Tu madre fue una zorrita salvaje. No se te ocurra parecerte a ella cuando crezcas.
) En cualquier caso, mi madre me tuvo a mí: una honhyol, una mestiza de sangre, y después murió envenenada por los gases de monóxido de carbono de unos ladrillos de carbón barato que se usaban en la cocina y la calefacción, algo muy común en la Corea de aquellos días. Yo debería de haber muerto también, de no ser porque la Providencia, o acaso la policía, me salvó del desastre.
Después de la muerte de mi madre, la responsabilidad de lidiar conmigo recayó por descarte en mi abuelo. Yo imaginaba que una mañana, mientras salía de su casa para sacar agua del pozo, me había encontrado envuelta en una manta delante de la puerta. Mirándome ahí abajo pensó: Qué mierda.
No hay duda de que me hubieran estigmatizado, de haber permanecido en la tierra natal, donde las diferencias físicas más leves se inspeccionaban como si se trataran de una anomalía genética; donde mi dudoso linaje incuestionablemente hubiera salido a la luz. Así que acaso mi abuelo había sido benévolo al enviarme a vivir con mi tío en los Estados Unidos, cuando podría haberme depositado en un orfanato. De cualquier manera, se había librado del inconveniente. Pero aquí tenemos otra ironía geográfica: viajé casi once mil trescientos kilómetros a través del globo para escapar de la censura social sólo para terminar en la segunda comunidad coreana más grande del mundo occidental.
Mientras avanzábamos a sacudidas por Queens —el 7 era así: touréttico—, las luces se prendían y se apagaban; los vagones destartalados saltaban de lado a lado y de frente hacia atrás. Observé a los otros pasajeros tirados en los asientos. En sus rostros se repetía un patrón: coreanos, hispanos, chinos, de nuevo chinos, indios. Siempre se podía adivinar por sus expresiones cansadas que iban de la casa al trabajo. Siempre se podía adivinar por sus zapatos gastados: a veces eran zapatillas de caña alta recortadas detrás para formar pantuflas artesanales, a veces plataformas de cuero artificial o botas de construcción salpicadas de pintura. Todos tenían la misma gruesa suela de goma, diseñada para absorber el trabajo de la jomada.
El tren emergió al exterior y las ventanas mostraron a Flushing en toda su extensión. Lo primero que se podía ver era una hermosa torre de reloj asentada sobre un depósito de almacenamiento de concreto con unas llamativas letras mayúsculas: u-h-a-u-l.³ Después la autopista Van Wyck, serpenteando entre montañas de arena y ceniza, tiendas de autopartes y vertederos de basura. Desde que tenía memoria recordaba haber visto las vigas de madera y de acero amontonadas y abandonadas ahí: era un misterio si las habían colocado al comenzar una edificación o tras una demolición. Había filas de escaparates semicubiertos con lonas deshilachadas color café, raídas, con letreros en coreano. Luego se veía el Shea, un estadio para las clases trabajadoras, escasamente iluminado. En las noches de juego apenas se escuchaban los gritos descorazonados que surgían de las gradas semivacías en voz de un puñado de fanáticos fieles