Todos somos piratas
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Daniel Handler
Daniel Handler nació en San Francisco en 1970. Autor de los libros infantiles de Una serie de catastróficas desdichas, escrita bajo el seudónimo de Lemony Snicket y llevada a la gran pantalla en 2004 con Jim Carrey, Meryl Streep y Dustin Hoffman, su faceta como escritor de novelas para adultos es menos conocida en España, aunque vuelca en ellas la misma capacidad para la comedia y el horror.
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Todos somos piratas - Daniel Handler
Edición en formato digital: marzo de 2016
Título original: We are pirates
En cubierta: ilustración de © Gabriel Sanz Balfagón
Colección dirigida por Michi Strausfeld
Diseño gráfico: Ediciones Siruela
© Daniel Handler, 2015
By arrangement with Bloomsbury Publishing Inc.
All rights reserved
© De la traducción, Carmen Cáceres y Andrés Barba, 2016
© Ediciones Siruela, S. A., 2016
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-16749-22-5
Conversión a formato digital: María Belloso
Para mi hermana
«¿Es mejor estar aquí o allí?».
ROBINSON CRUSOE
Primera parte
Capítulo 1
Conocí a Phil Needle un Día de la Independencia, doscientos y pico años después de que Estados Unidos se librara del gobierno británico y unos días antes de que los piratas regresaran de alta mar, en una barbacoa que conmemoraba aquellos tiempos difíciles. Yo no había sido invitado. La fiesta se celebró al aire libre bajo un cielo frío y en un lugar con vistas hacia el puente. En el momento en el que sucede esta historia el puente aún se llamaba puente de la Bahía y unía la ciudad de San Francisco con la ribera este, excepto en las horas punta, momento en el que los coches se limitaban a apelmazarse unos contra otros en una larga fila metálica e inmóvil. El ambiente estaba cargado y no era precisamente divertido andar dando vueltas por ahí, de modo que me quedé cerca de Phil Needle, quien me miró a los ojos un instante antes de contar aquella anécdota inverosímil.
—Todos somos piratas —dijo—. Hay una historia típicamente americana con cierto espíritu rebelde. En el comienzo tenemos a Leonard Steed viajando en un vagón privado del ferrocarril hacia alguna parte cuando, de pronto, ve al otro lado de la ventanilla una oxidada desmotadora de algodón en medio de un campo a las afueras de un pequeño y oscuro pueblo. Ordena detener el tren, cruza el pueblo y negocia la compra de la máquina, y todo por el «Blues de la desmotadora». ¿Conocen la canción, verdad? —preguntó sin esperar a que contestara nadie—. Según la leyenda, el diablo quiso llevarse el alma de Belly Jefferson, pero Belly vio la desmotadora de algodón, compuso el «Blues de la desmotadora» y de ese modo recuperó su alma. Aquella canción había cambiado la vida de Leonard Steed desde que la escuchó por primera vez en Harvard, por eso decidió llevarse la máquina a Los Ángeles, donde aún puede verse en el vestíbulo de su edificio. Belly Jefferson logró que el diablo le devolviera el alma y Leonard Steed se limitó a llevarse su pequeño tesoro.
Phil Needle se detuvo y le dio otro trago a su botellín de cerveza sin salir de aquel tranquilo asombro. Tras la frase «Todos somos piratas» la gente había dejado de prestarle atención. Tuve que alejarme, me daba demasiada vergüenza mirarle. El viaje de los piratas acababa de terminar, y la empresa de catering exigía al menos dos semanas de antelación para cancelar el servicio, de modo que no se había cancelado. La historia en sí no había sido muy larga, había comenzado el Día de los Caídos¹ y ahora había llegado a su fin. Crucé el patio. El apartamento de Phil Needle se encontraba en un flamante edificio que ahora conocían todos como «la casa del pirata». Era el sexto o el octavo piso, tenía un patio exterior que compartía con otros vecinos y que flotaba en las alturas para evitar el ruido de la calle y la polución. Lo habían decorado con árboles, bancos, un pequeño estanque con cascada y una barbacoa de ladrillo en la que asaban salchichas procedentes de animales que supuestamente habían tenido una vida agradable. Los Needle eran judíos pero aun así no había comida suficiente. Nadie había rechazado la invitación y a ellos no se les había ocurrido que también podía aparecer gente como yo, gente que después de haber escuchado aquella extravagante historia de la hazaña pirata solo iba para ver qué aspecto tenían.
Entré en la casa. El salón tenía un enorme ventanal que daba al puente, al mar y al amplio bulevar del embarcadero, donde se veían con frecuencia a patinadores y turistas agarrados de la mano. Bajo la escalera había un piano de cola y sobre él una orquídea que compartía la maceta con una pequeña bandera. Impresionaba que Phil Needle pudiera permitirse vivir en un sitio como aquel, aunque habría que decir que en el momento en el que transcurre esta historia casi todo el mundo estaba comprándose una casa que no podía pagar. Un año y medio antes, cuando construyeron el edificio, pusieron en la fachada un cartel para que lo vieran todos los que estaban en el atasco: SI VIVIERA USTED AQUÍ, YA ESTARÍA EN CASA. Ellos eran los que vivían allí, los que ya estaban en casa.
Una de las encargadas del catering se apresuró a salir de la cocina y cerró la puerta corrediza cuando entré. Del otro lado del cristal los sonidos de la fiesta llegaban como si se tratara de las olas del mar. Abrí y cerré el lavavajillas. En la lista de la compra que estaba en la puerta del frigorífico había apuntadas tres cosas y dentro habían amontonado todo contra las paredes como si fuesen muebles en un salón de baile. En el estante inferior había un recipiente de plástico de la pastelería para cuatro magdalenas. Faltaban dos, y las dos que quedaban parecían secas. Sabía que no iba a encontrar ninguna desmotadora de algodón pero seguí buscando.
Esquivé el cuenco con agua del perro y encontré la habitación en la que la gente había dejado los abrigos, un despacho en el que había un sofá que parecía de una casa anterior y una de esas sillas de escritorio para personas que tienen problemas de espalda. En la pared distinguí una ventana y las ramas de un árbol que se mecía con la brisa, lo cual era imposible. La explicación la encontré sobre una mesa casi vacía: un proyector del tamaño de un pequeño telescopio proyectaba una falsa ventana sobre la pared de aquel cuarto sin ventanas. Pensé que vivíamos en una época en la que podíamos hacer cualquier cosa. Avanzando un poco más por el corredor vi la puerta sin marco del cuarto en el que pintaba Marina, no la abrí, y al fondo del pasillo entré en un baño en el que se suponía que no debía entrar. Estaba limpio pero las toallas no eran de buena calidad, y colgaban extendidas y húmedas como si alguien hubiese estado llorando en ellas. Descorrí la cortina de la ducha y vi las migas de un mantel que Marina había sacudido allí y que al caer habían formado un reguero serpenteante hasta el desagüe. Abrí el grifo, las mandé al océano y a continuación me senté sobre la tapa del váter con los pantalones puestos. Vi un montón de cartas del banco y de publicidad en el cesto que estaba junto al inodoro. La imagen de Phil Needle sentado en ese mismo váter revisando su correo me resultó tan clara y evidente que dejé de sentirme en la diáspora de esta historia. De pronto era como si me hubieran invitado. Ya podía estar en aquel baño. Phil Needle ya había dejado de ser un desconocido para mí. Lo veía ahora, tan alto como era, frente a ese mismo espejo observando su fino cabello gris, su cuerpo atlético gracias al ejercicio. Las lentillas le hacían parecer más joven. Trabajaba en la radio y si alguien le hubiese preguntado qué pensaba del negocio, seguramente habría podido decir dos o tres cosas interesantes, pero nadie le preguntaba jamás. A algunas personas no les caía bien por el tipo de cosas que decía —cosas del estilo «Todos somos piratas»—, pero nadie tenía en cuenta las cosas que no decía por tacto o por amabilidad, las veces que se echaba a un lado en la carretera para que la ambulancia pasara rugiendo hacia el hospital, o cómo en cierta ocasión, al entrar en un café, tropezó con una pequeña alfombra y decidió enderezarla para que no le ocurriera a nadie más. A veces se saltaba el semáforo en rojo pero nunca si había niños cerca que pudieran verlo y seguir su ejemplo.
Phil Needle parpadeó bajo la pobre luz de aquel cuarto de baño, el que menos le gustaba de la casa, con la mirada fija en las toallas. Sobre la ondulante superficie del océano había un bordado de barquitos azules; seguro que las había comprado Marina. Phil Needle era un hombre cuya historia parecía estar siempre alejándose de él. Era el Día de los Caídos, un momento en que habría sido más apropiado reflexionar sobre el sacrificio de los soldados, pero su mujer y su hija le esperaban en el salón. Había planeado dedicar aquellos minutos a pensar las palabras que quería decirle a su hija pero, en vez de eso, los había malgastado en pensar en la barbacoa del Cuatro de Julio y en echar un vistazo al correo que había recogido de la encimera de la cocina. Publicidad y extractos bancarios. Lo tiró todo a aquel cesto que tendría que estar vacío pero que contenía el envoltorio de una chocolatina, se lavó las manos y se miró al espejo. Gwen, su hija Gwen, estaba robando cosas. Tenía que decirle algo.
Qué fácil es robar cosas. Octavia tenía catorce, igual que Gwen, pero era más alta y más guapa. Caminaba con decisión, envuelta en un largo y acampanado abrigo con bolsillos profundos como cavernas y enfundada en un par de botas que le daban un aire imponente. Gwen había visto a un chico en la puerta del Fillmore, un antiguo bar de rock al que su padre la llevaba cuando le daban entradas gratis en el trabajo. El brillo irregular de las luces de la calle se reflejó en la puntera de metal de las botas y el chico la miró, se burló un poco como si fuera una niña y se relamió los labios. Las botas que llevaba Octavia bien habrían podido darle una buena patada en las pelotas.
Al igual que Gwen, Octavia apenas había tenido problemas. Hasta los doce o trece años había sido una chica feliz, o más bien naíf, como le gustaba decir, pero de pronto el aburrimiento se había apoderado de ella de una manera furiosa. No había nada que hacer en casa. Tenía que salir de allí como fuera, pero en el barrio tampoco podía hacer gran cosa y no le permitían coger el autobús sola. Los turistas se hacían fotos haciendo muecas junto a las espantosas estatuas que había de una punta a la otra del embarcadero. Al parecer habían volado desde Japón y Alemania solo para repetir las mismas estúpidas poses que hacía todo el mundo. Los coches cruzaban el puente alejándose hacia algún lugar más divertido. Hasta el océano parecía estar divirtiéndose más que ella, meciéndose y estrellándose contra los pilotes, formando continuamente esa espuma tan parecida a la de un capuchino. Ella estaba enfadada hasta con el océano. Por muy estúpido que pudiera parecer, sentía celos de sus mareas y su libertad porque ni siquiera podía comprar un billete de autobús. Al final se pasaba el día en la farmacia.
Cuando Octavia era naíf le parecía un error que a la droguería le llamaran «farmacia», porque los medicamentos eran solo una parte de las cosas que se vendían allí, en el lado en el que la gente tosía mientras esperaba sentada en esas sillas baratas, pero un día por fin tuvo la edad suficiente para comprenderlo: la tienda misma era como una droga. Toda aquella prisa, aquel ajetreo, aquella necesidad de gastar un poco de dinero, todas aquellas cosas que trastornaban el cuerpo y hacían que la mente se sintiera más relajada o acelerada, eran las mismas cosas contra las que la prevenían los adultos, las mismas que iba a descubrir por sí misma en el instante en que la dejaran coger sola el autobús. Su abuelo le había dicho en una ocasión en que habían ido juntos a hacer un recado: «Solo en América hay sitios como este», y eso hizo que se sintiera orgullosa de su país. Le encantaba ir a la farmacia ahí, en América, la tierra de la libertad.
Pero sin dinero, porque no tenía un céntimo, no se sentía libre en absoluto. Era el Día de los Caídos, a su alrededor había estantes inmensos de chocolatinas en oferta y, como América era la tierra de las oportunidades, decidió coger una. La chocolatina se deslizó hasta el fondo del bolsillo de su abrigo y ella giró sobre los talones de sus imponentes botas y caminó directamente hacia la salida. Había unos turistas riéndose, diciendo algo que seguramente era gracioso en Francia. Regresó a casa a toda prisa y se escondió en el baño más feo de todos para devorar aquella chocolatina como un lobo hambriento. Le hincó los dientes sin mirar siquiera las calorías. Gwen la habría escupido al instante, pero Octavia en cambio tiró el envoltorio y se despeinó un poco. Gwen detestaba que su padre le colocara el pelo detrás de las orejas sin preguntarle.
Era muy cuidadosa y se le dio bien desde el principio. Los enemigos iban vestidos con chaleco rojo, de modo que eran fáciles de localizar. Además, siempre estaban ocupados apilando latas o llamando por teléfono; algunos incluso parecían retrasados. Aún tenía caliente el chocolate en el estómago cuando decidió regresar a la farmacia en busca de una nueva aventura. Seguía siendo el Día de los Caídos y los pasillos estaban en silencio. Fue metódica. Su método consistió básicamente en coger de todo y metérselo en los bolsillos: pintalabios de color salvaje, fiebre pasión y furia de celos; patatas con sabor a barbacoa y regalices rojos enrollados como amarras de barco dentro de una bolsa de plástico; un puñado de botes de esmalte de uñas, aunque esto lo tuvo que hacer rápido y no pudo elegir los colores. Luego dio una vuelta por el mostrador para coger también un quitaesmalte, polvos brillantes para la cara y el cuello, pilas que esperaba que fueran las correctas, unos preciosos rotuladores gruesos y jabones con flores, flores de verdad, que habían metido en el interior no sabía cómo. De golpe recordó que aquello se llamaba «hurto», y se imaginó a sí misma hurtando la tienda completa, todas aquellas chucherías caídas, se imaginó con los bolsillos llenos de tesoros y baratijas: maquinillas de afeitar de color rosa para su pierna quemada y también un llavero que seguro que le iba a gustar a Naomi. Cuando se dio cuenta de que podía robar para otras personas fue como una avalancha: cogió uno de esos huesitos masticables para Toby II y más cosas para Naomi, un oso de peluche y una matrícula en miniatura que decía NAOMI; y tres frascos de perfume con curvas y formas raras talladas en el cristal. Sentía todas aquellas cosas como si fueran órganos humanos en el interior de sus bolsillos. Ya tenía regalos para el Día de la Madre para una década. A su padre le gustaba la electrónica, pero como todo eso estaba en vitrinas cerradas con llave se limitó a coger una resbaladiza revista sobre estéreos y se las arregló para metérsela en una de las botas. Así tal vez se animara a dejarla ir sola en autobús. De pronto se sintió tan sedienta que dio la vuelta a la esquina, abrió el frigorífico y cogió una botella de té helado que tenía buena pinta. Era una botella de TÉ VERDE UNIVERSAL, que, según la etiqueta, tenía efectos beneficiosos para el sistema inmunológico y la piel de Octavia. Nadie la detuvo. Nadie dijo nada. Todo salió a pedir de boca. Todos para una y una para todos.
¿En qué momento comenzaron los problemas? ¿Qué fue lo que sucedió? Había sido muy sencillo robar aquellas cosas y la ladrona se había sentido despreocupada durante aquella aventura. Su piel y su sistema inmunológico estaban perfectamente, y, como es lógico, aquello que ponía en la etiqueta no era más que un fraude. TÉ VERDE UNIVERSAL era en realidad una compañía de refrescos encubierta que hacía agresivas promociones para conseguir cada vez más consumidores jóvenes. Hasta aquel momento de la historia de América no había existido ni una sola persona en la empresa Universal que se hubiese preocupado realmente por el sistema inmunológico de joven alguna, pero la botella que acababa de robar Octavia estaba fría y húmeda a causa de la refrigeración y se le había empezado a escurrir de las manos. Cuando el guardia de seguridad dijo: «Disculpe, señorita», la botella se hizo añicos contra el suelo. Instintivamente Octavia se arrodilló para recoger los trozos de cristal y una de las maquinillas de afeitar se le cayó del bolsillo, después uno de los esmaltes de uñas: en ese momento el guardia se agachó junto a ella. Por un instante creyó que iba a abrazarla. Tendría que haberle dado una patada en las pelotas. El guardia le quitó el abrigo y lo levantó como si fuera a probárselo; cayeron un montón de artículos más sonando contra el suelo, y además descubrió la revista que sobresalía de la caña de su bota. Cogió la revista, la desenrolló y todos los hilos que mantenían suspendido su corazón se cortaron y este se desplomó encima del chocolate que aún se derretía en su estómago. Se había equivocado de revista. No era la revista sobre estéreos, se llamaba Colegialas y en ella salían mujeres con coletas demasiado mayores como para ir al colegio, vestidas con faldas a cuadros, chupando piruletas y con las piernas abiertas. Había coños hasta en la portada. La suave marea de té verde le llegó a Octavia a las rodillas cuando el hombre se inclinó con asco sobre ella.
Tenía que decir algo.
—Yo...
El guardia la agarró del codo y la arrastró por el pasillo hasta una puerta que supuestamente estaba prohibido cruzar. Luego la empujó hasta una habitación en la que había dos chicos con chaleco rojo tomando una sopa que habían recalentado en unas tazas pequeñas. Observaron cómo el guardia la arrastraba y después arrojaba la revista Colegialas sobre la mesa. Miraron la revista, luego a ella, y a continuación se miraron entre sí y sonrieron. El guardia abrió otra puerta con fuerza y empujó a Octavia para que se sentara en una silla que aún estaba caliente. Había un paquete vacío de patatas idénticas a las que ella había cogido, una botella de té frío de melocotón y un puñado de los mismos rotuladores que había robado en una taza con el nombre de la farmacia. Era su silla, la silla del guardia. Ella levantó los ojos hacia las pantallas. Como es lógico, tenían cámaras. Como es lógico, la habían estado observando. No podía creer que no se le hubiera ocurrido antes. Cuando entró por la puerta de la farmacia no había pensado ni por un instante que pudieran descubrirla, y de eso hacía apenas diez minutos. Ahora lo único cierto era que la habían pillado. El guardia cerró de un portazo, y ella oyó que le decía algo a los chicos y que a continuación se alejaba. Octavia se estremeció y notó que tenía seca la garganta. Cogió uno de los rotuladores, se escribió MIERDA en la palma de la mano y después, cansada de mirarla, decidió no llorar. Miró al enorme foco cuadrado que había en el techo y reconsideró la situación. Qué nervios, qué nervios. Se frotó la rodilla y la puerta se abrió de nuevo.
—¿Cómo te llamas? —ladró el guardia. A su lado había un hombre con el pelo grasoso que vestía una camisa blanca.
—Octavia —dijo Octavia.
—¿Octavia qué más?
—Octavia... Needle —agregó. Estaba cansada de inventarse cosas.
—¿Vives cerca?
No contestó. ¿Qué importancia tenía? En las pantallas se veía a uno de los chicos limpiando el desastre que ella había causado.
—Sí, no tengo duda —dijo el tipo de la camisa blanca—. Suele venir con su madre o con su padre, y a veces sola.
Ella tampoco contestó.
—Una chica muy guapa —dijo el tipo de la camisa blanca.
El guardia se agachó y se ajustó el cinturón. Octavia dejó de estrujarse las manos, las bajó y los dos hombres leyeron lo que se había escrito.
—Gwen —dijo entonces Gwen. No podía seguir haciendo eso. Ni siquiera podía explicar por qué se había imaginado a sí misma como Octavia durante la aventura, pero ya no podía continuar haciéndolo. Sus botas ya no hacían que se viera con un aspecto imponente, ni más alta ni más sexi. Su nombre era Gwen y se había metido en un lío.
—Octavia, puedo llamar a la policía o a tus padres —dijo el guardia.
—Hoy es el Día de los Caídos —dijo alguien, alguien que Gwen no alcanzaba a ver, tal vez uno de los chicos con chaleco.
—Tú no te metas en esto —dijo el tipo de la camisa blanca.
—Solo digo que no creo que venga la policía —agregó la persona que se suponía que no tenía que meterse en aquel asunto.
El guardia se ajustó otra vez el cinturón, que era muy ancho, y preguntó:
—Octavia, ¿cuál es el número de teléfono de tus padres?
—Mi padre está en el trabajo —dijo Gwen, pero los hombres apenas la miraron. Hasta el chico que se suponía que no tenía que meterse agachó la cabeza. Sí, era el chico que ella había pensado. Que su padre estuviera en el trabajo no era la respuesta que ellos esperaban.
Se iba a poner a llorar, sí, tan seguro como que tarde o temprano iban a atraparla. Llamaron a su padre, Phil Needle; su padre llamó a su madre; su madre vino y logró sacarla de la farmacia. Todo sucedió tan rápido que los turistas aún seguían riéndose afuera. No eran los mismos de antes pero Gwen estaba segura de que podía reconocerlos. Porque todos, todos y cada uno de los que estaban ahí fuera, eran iguales.
Phil Needle necesitaba una secretaria. Tenía que terminar la historia de Belly Jefferson. Viajes en tren tenía aceptación, las críticas de Metiendo mano eran buenas, pero esos eran negocios que solo salían una vez. Sus técnicos estaban bien, eran chicos jóvenes que a veces llegaban tarde o se jugaban en un pulso las invitaciones que enviaban los promotores, pero estaban bien. Los corresponsales solo le llamaban cuando no cumplía con los pagos. El doctor Croc estaba bien. Phil Needle se sentía seguro del programa sobre América, o como fuera a llamarse, pero primero tenía que terminar la historia de Belly Jefferson, y para eso necesitaba una secretaria.
La primera secretaria que tuvo tenía una sonrisa sarcástica. Si Phil Needle salía de la oficina y se detenía frente a su escritorio para pedirle cualquier cosa —artículos de papelería, su opinión sobre alguna idea que se le había ocurrido o que le envolviera la mitad del sándwich que le había sobrado—, ella lo hacía, cumplía con todo, pero siempre con una sonrisa que parecía decir que ella lo habría hecho mejor, de modo que a los dos años se esfumó un viernes dejándole una nota que él aún conservaba arrugada en el fondo del cajón:
Este trabajo no satisface mis necesidades. A partir de las 17:00 de hoy dimito.
Y a modo de firma, al final de la nota había dejado las llaves de la oficina. Al levantarlas, Phil Needle vio que debajo quedaba el contorno de las llaves. La chica había hecho una fotocopia de la nota, probablemente para probar que había dejado las llaves por si alguna vez sucedía algo. Por supuesto, Phil Needle, siguiendo el consejo de Leonard Steed, hizo cambiar la cerradura por si había hecho copia de las llaves antes de fotocopiarlas. No había vuelto a leer la nota pero aún seguía escribiendo mentalmente cartas de respuesta: «Querida Renée, ¿cuáles son tus malditas necesidades?»
La segunda secretaria había enfermado de cáncer; se lo diagnosticaron justo dos semanas después de firmar el contrato. Cumplía con su trabajo siempre que no tuviera que hacerse alguna prueba o un tratamiento o estuviera recuperándose porque le habían hecho alguna prueba o un tratamiento. Allí todos la apoyaban y Phil Needle llegó a llevar un diario en la grabadora: «Historia de Jenna», que por suerte nunca llegó a las manos de la asociación Vida Sana, porque un día su novio vino a recogerla y Phil Needle, al saludarle, le comentó lo contentos que estaban todos en Phil Needle Producciones de que por fin Jenna se estuviera curando, a lo que el tipo le respondió que a qué se refería exactamente, de lo que ya se puede extrapolar el resto de la historia.
La tercera secretaria fue la que entró en el Estudio B cuando Allan estaba descansando de las sesiones nocturnas de edición de la obra que iban a presentar en el aniversario de Sinatra, y masturbándose. A partir de ese día Phil Needle Producciones implantó a rajatabla la política de llamar-antes-de-entrar. Después publicó un anuncio en los medios más importantes que redactó con cierto asesoramiento de Leonard Steed:
Compañía dinámica y re-creativa busca personas inteligentes, activas y con criterio para cubrir un puesto de asistente de administración con gran proyección. Satisfaz nuestras necesidades y nosotros satisfaremos las tuyas.
A Phil Needle le gustaba cómo había quedado el anuncio, excepto tal vez por la palabra «re-creativa», un término que Leonard Steed solía utilizar pero que por entonces aún no estaba de moda. Su consultora se llama Re-Edison. Diecinueve personas contestaron al anuncio pero solo dos eran mujeres. Phil Needle quería que fuera una chica, una chica joven y agradable que recibiera a la gente que se acercaba a la oficina, como hacía él mismo: con una sonrisa y un guiño cuando estaba de buen humor.
La primera candidata era alcohólica, o al menos fue borracha a la primera entrevista; también a la segunda que Phil Needle programó para darle una segunda oportunidad, porque sabía que no era tan extraño ir borracho a una primera entrevista.
Con el propósito de mostrarse como jefe de una compañía dinámica y re-creativa citó a la segunda candidata, Alma Levine, bien temprano el lunes. Ella sugirió a las once de la mañana. Más tarde le dio vergüenza llamarla de nuevo para decirle que había olvidado que aquel lunes era el Día de los Caídos, de manera que ahora estaba sentado en la oficina escuchando «(Water on a) Drowning Man», una canción de Belly Jefferson que