Amor, última apuesta 2: Amor, última apuesta, #2
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Segunda parte Amor, última apuesta
Ruth lleva una vida normal, como cualquier chica de diecinueve años, hasta que conoce a un hombre mayor que ella y que pertenece a una raza modificada genéticamente por el que se sentirá fascinada.
Lo que no sabe es que esta raza está a punto de intentar cambiar las reglas del mundo deshaciéndose de todos aquellos que no son como ellos.
A partir de ese momento, Ruth tiene que luchar por proteger su vida y la de los suyos.
Atrapada en una falsa identidad y atada a su ahora modificado marido, Ruth se verá arrastrada en un mundo colapsado por la crueldad donde quién menos se espera se convertirá en su mayor apoyo.
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Amor, última apuesta 2 - Laura Pérez Caballero
23.
Nos casamos dos días después. Lo hicimos bajo un retrato de tamaño real de Augusto Solares.
A nuestra boda asistieron exclusivamente precoces al servicio del Régimen. Como regalo recibimos el libro que el propio Solares había escrito: El Sacrificio Precoz
.
Era una edición de lujo que se reservaba para casos como aquel: una boda, un bautizo, una condecoración...
Nadie puso en duda mi naturaleza precoz. Nadie dudó de mi documentación falsa. Nadie preguntó de dónde había salido yo. A fin de cuentas, esa era la personalidad pura de los precoces: una independencia brutal que rozaba la indiferencia.
Nos trasladamos a una casa de tres plantas y jardín en las afueras de Astonia. En la planta más alta se encontraba el desván; En la inmediatamente inferior, tres habitaciones, un baño y una biblioteca; En la de abajo estaba la cocina, otro baño, un salón y una sala que Dylan dispuso para mí como regalo de bodas: Un salón de ballet.
Tenía su suelo de madera pulida, una pared forrada de espejos con una barra de metal anclada a la misma, un equipo de música y varios Cd-rom con El Cascanueces, El Lago de los Cisnes...
Fue el único detalle que Dylan tuvo conmigo durante toda nuestra convivencia.
El sexo, como cabía esperarse, fue una desilusión para ambos.
A su rigidez se unió el hecho de que descubriera, con horror por su parte, que yo no era la doncella virgen que él se pensaba.
Aquella estupidez marcó un antes y un después en nuestra relación y ante mí apareció un verdadero precoz, sin máscaras ni disimulos.
Durante el primer año, Dylan mantenía relaciones conmigo con el único propósito de dejarme embarazada. La procreación era muy importante entre los precoces. Al año se cansó de intentarlo y pasamos a dormir en habitaciones separadas, rara vez teníamos encuentros sexuales y cuando los teníamos eran cortos e incómodos.
Durante ese tiempo no me puso la mano encima, pero su sola presencia me perturbaba. Aquella fascinación que había sentido hacia él se convirtió en dolor, al principio, y en una especie de rechazo a medida que el tiempo pasaba.
Al cabo de un año y medio, los precoces ya no eran esa especie perfecta, rígida, organizada y guiada por la autodisciplina.
Las atrocidades que comenzaban a llevarse a cabo en los campos de reclusión obligatoria habían llevado a introducir entre los soldados una fuerte droga denominada Glassa
que el Gobierno suministraba sin escatimar. Solamente de esa forma muchos conseguían sobrellevar la dureza a la que tenían que enfrentarse en su día a día.
Los altos cargos, por su parte, descubrieron también los placeres de esta droga, del alcohol, del sexo, de las grandes fiestas y las orgías... en resumen, de una vida desorganizada que nunca antes habían probado.
Por supuesto, Dylan no iba a ser distinto a ellos. Guardaba sus formas rígidas, disciplinadas, frías y distantes para conmigo, pero cada vez aparecía menos por casa, llegando a pasar temporadas de quince días o un mes fuera. Según él estaba en los acuartelamientos de los centros de reclusión dirigiendo algún tipo de operación importante. Yo sabía que no era así, pero callaba.
Callaba porque, cada vez más, también yo apreciaba y disfrutaba de sus largas ausencias.
24.
El reloj de la Iglesia de la pequeña plaza que teníamos a pocos metros de casa acababa de dar las dos de la tarde cuando escuché el timbre de la puerta
Recuerdo mi gesto de fastidio, pues me pilló en pleno bettement y desde que había comenzado todo aquel despropósito de los precoces, y mis padres habían tenido que abandonar el país, yo me había vuelto muy antisocial y nada me apetecía más que estar sola y sumergirme en mi pasión por el ballet.
Llegué hasta la puerta con mi mallot negro y mis medias blancas, mi moño alto y mis zapatillas de cintas, y abrí dispuesta a despachar cuanto antes a quien quiera que fuese que había osado interrumpirme.
Me encontré frente a un muchacho flaco, de piel oscura y grandes ojos negros. Uno de ellos lo tenía hinchado y amoratado y su ceja estaba partida a la mitad.
Tuve que reprimir el acto reflejo que me pedía cerrar la puerta y, tratando de que mi voz sonase segura, le hablé.
—Lo siento, no puedo darte nada.
El muchacho me miraba las piernas y eso me hizo sentir incómoda, pero no quería darle el gusto de dejárselo saber. Estaba cerrando la puerta ante su descaro, cuando él puso un pie un poco más adelante y la detuvo.
—No pido limosna, señora. Su marido me ha contratado.
Elevé las cejas sorprendida y me centré de nuevo en su rostro. Me resultaba conocido, pero no terminaba de ubicarle en mi mente, de saber quién era y de qué le conocía.
—¿Contratado? ¿contratado para qué?
El muchacho se encogió de hombros.
—No lo sé, señora, creo que para que haga de todo un poco.
Me quedé dubitativa. El calor apretaba y el sol nos daba de lleno allí en la puerta. No entendía a qué venía aquello, no necesitábamos a nadie para trabajar en la casa. Al no tener niños, yo misma le había dicho a Dylan que me ocuparía de todo lo referente al hogar, a fin de cuentas, así era como pensaban las precoces y él no pareció disgustarse por ello.
—Tengo... tengo que comprobar una cosa —le dije apuntando hacia el interior de la casa.
El muchacho volvió a encogerse de hombros, como si supiera que eso era exactamente lo que iba a suceder. Arrimé la puerta, poco a poco, hasta comprobar que esta vez él no oponía resistencia y entonces la cerré por completo.
En casa teníamos un teléfono con línea fija, Dylan nunca me había vuelto a proveer de un móvil, a pesar de que se suponía que ahora que era una precoz tenía derecho al mismo. Levanté el auricular y marqué el número del dispositivo de Dylan.
Su voz, tan fría como siempre, respondió de inmediato.
—¿Qué sucede?
—Dylan, hay un muchacho aquí que dice...
Me interrumpió antes de que pudiese terminar.
—Ah, sí, olvidé decírtelo. Lo he contratado yo. Va a instalarse en casa. Prepara algo arriba, en el desván...
No podía creer lo que estaba escuchando. Dylan pretendía que instaláramos en casa a un desconocido.
—¿Va a quedarse en casa? No entiendo nada, Dylan.
—Pasas mucho tiempo sola, creo que la presencia de un hombre en casa...
—Dylan, no es un hombre, es un muchacho. Habías dicho que yo podría apañarme sola mientras