Un destino de fortuna: Los Fortune: Perdido y encontrado (1)
Por Allison Leigh
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Drew Fortune había recibido un ultimátum: o se casaba o perdía el control del negocio familiar. Por suerte, la novia perfecta estaba más cerca de lo que jamás hubiera imaginado. ¿Quién mejor que Deanna Gurney, su fiel secretaria, para el matrimonio de conveniencia más rentable del año?
Ser la novia de Drew tenía sus ventajas… sobre todo porque Deanna llevaba años perdidamente enamorada de su apuesto jefe. Drew le había dejado muy claro que sólo sería algo temporal, pero… con la boda de William Fortune a la vuelta de la esquina, quizá pudiera ganarse el corazón del mujeriego más incorregible de la familia…
Allison Leigh
A frequent name on bestseller lists, Allison Leigh's highpoint as a writer is hearing from readers that they laughed, cried or lost sleep while reading her books. She’s blessed with an immensely patient family who doesn’t mind (much) her time spent at her computer and who gives her the kind of love she wants her readers to share in every page. Stay in touch at www.allisonleigh.com and @allisonleighbks.
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Un destino de fortuna - Allison Leigh
Capítulo 1
FELIZ Año, Deanna. Pásalo bien esta noche. La despedida se repitió tres veces. Los últimos empleados de Fortune Forecasting se marchaban ya.
Deanna Gurney suspiró y miró su reloj de pulsera. Ya casi eran las ocho. Cuatro horas más y otro año habría terminado. Volvió a suspirar y empezó a tamborilear sobre la mesa con la punta del bolígrafo. Se suponía que estaba revisando un artículo, pero sus ojos no encontraban las palabras. El suave tamborileo del bolígrafo bien podría haber sido el tic tac de un reloj.
Se suponía que el Año Nuevo era el comienzo de muchas cosas. Sin embargo, no podía evitar pensar que lo nuevo probablemente sería peor que lo viejo. Deprimida y desanimada, sacudió la cabeza unas cuantas veces y trató de volver a concentrarse en el artículo que su jefe le había dejado un rato antes, empeñado en que lo revisara antes de irse de vacaciones. Las creativas genialidades financieras de Andrew Fortune siempre resultaban de lo más inoportunas para sus empleados. Corrigió un error de ortografía y entonces sintió que la mirada se le desviaba hacia la puerta abierta del despacho de su jefe. Drew no estaba en su escritorio. Si hubiera estado, le hubiera visto de frente. En cambio, sólo podía verle de refilón cuando pasaba de un lado a otro por su espacioso despacho. A veces pasaba por delante del escritorio y miraba por las ventanas panorámicas, que ofrecían unas vistas maravillosas de San Diego. Por el día, se podía ver la orilla del mar, pero a esa hora de la noche lo único que podría ver sería el cielo negro y las luces de la ciudad.
Mientras ella observaba, él atravesó la puerta, ajeno a su mirada, absorto en sus cosas. Llevaba así todo el día, desde que les había dicho que quería terminar ese último proyecto antes de cerrar para las vacaciones. Llevaba una gorra de béisbol; la visera le tapaba los ojos. Un signo inequívoco de que estaba de muy mal humor… Cuando estaba de buen humor se ponía la gorra del revés y una sonrisa prepotente asomaba en sus labios, formando un hoyuelo en su mejilla derecha. Si hubiera estado de buen humor se lo hubiera encontrado practicando algún tiro de golf sobre la moqueta beige del despacho, y no asiendo un bate de béisbol.
De repente el teléfono móvil de Deanna empezó a sonar. La joven lo recogió del escritorio y miró la pantalla. Gigi. Suspiró de nuevo y volvió a dejarlo donde estaba, sin contestar. Su madre ya la había llamado seis veces ese día, pero no tenía ganas de hablar con ella, otra vez. Por muy duro que fuera, ya le había dicho lo que tenía que decir. Sin embargo, la vibración del aparato sí le recordó que tenía trabajo que hacer, en vez de dedicarse a mirar las musarañas. Tenía muchas razones para no sentirse especialmente contenta ese día, pero Drew Fortune tenía la sartén por el mango. Con treinta y cuatro años y ocho años mayor que ella, el heredero de los Fortune era rabiosamente guapo. Además, estaba destinado a tomar las riendas de la exitosa empresa de análisis de tendencias de los mercados financieros que su padre había fundado varias décadas antes. Si no hubiera sido porque sabía que ese día tenía que volar a Texas, sin duda le hubiera visto salir del despacho en compañía de una rubia pechugona y de piernas largas de ésas con las que solía salir.
Deanna hizo una mueca y tachó una frase redundante con su bolígrafo rojo.
—Vaya, Dee. Parece que hay sangre en esa página.
Deanna ni se molestó en levantar la vista.
—Ésa es una de las cosas por las que me pagas, ¿recuerdas? —le dijo, corrigiendo otro error.
Era un tipo brillante, pero su ortografía dejaba mucho que desear.
—Me parece que hay otra gente que también debería andar por aquí todavía, sobre todo teniendo en cuenta lo que les pago —Drew se sentó en el borde del escritorio de Deanna y agarró su móvil como si tuviera todo el derecho.
Dio un golpecito con el bate de béisbol contra la punta de su zapato de cuero.
—No necesitábamos al resto de la plantilla para terminar el artículo.
Todo el mundo había recopilado la información que él necesitaba. Lo único que faltaba era terminar la revisión, lo cual era tarea suya y de nadie más. Tendría que enviarlo por correo electrónico a un montón de clientes y después lo enviaría al periódico que iba a publicarlo como parte de la edición especial del sábado de Año Nuevo.
Drew emitió un sonido de inconfundible descontento.
—¿Entonces fuiste tú quien decidió quién se quedaba y quién se iba?
—Todo el mundo se quedó porque yo les pedí que lo hicieran —le dijo ella sin perder la calma—. Pero en cuanto terminaron sus tareas, se fueron. ¿O acaso esperabas que se quedaran hasta que yo terminara?
Él hizo una mueca.
—Además, es Nochevieja —le recordó ella—. La gente tiene planes —añadió, pensando que él también los tenía. Debería haber estado en el jet de la empresa varias horas antes.
Él pareció perder interés en el teléfono. Agarró la grapadora.
—¿Tienes planes tú?
Ella suspiró, dejó el bolígrafo rojo que tenía en la mano y cruzó las manos encima del borrador que estaba leyendo.
—Sí. Resulta que sí.
—Una cita, supongo —le dijo él. Apenas se le veían los ojos por debajo de la visera de la gorra—. ¿Cómo se llamaba? ¿Mike?
Ella se mantuvo ecuánime. Tampoco era tan difícil. Había tenido mucho tiempo para practicar en los cuatro años que llevaba trabajando para él. Además, ser la hija de Gigi también le había dado muchas tablas.
—Mark —le dijo por fin, sabiendo que él conocía bien el nombre. Le había visto en varias ocasiones durante los nueve meses que había durado la relación—. Y hemos roto.
Drew frunció el ceño.
—¿Cuándo?
«Cuando lo de mi madre».
La corrosiva respuesta saltó de la nada, pero Deanna se tragó las palabras. Los problemas que pudiera tener con su madre no tenían nada que ver con su trabajo.
—Hace unos meses.
Drew arrugó los labios.
—No hay nada como el verdadero amor — murmuró. Dejó la grapadora y se levantó del escritorio—. Bueno, ¿entonces con quién vas a salir?
Deanna no se podía ni imaginar lo que estaba motivando aquel repentino interés en su vida privada, aunque tampoco sabía qué había provocado la mala cara que tenía, por no hablar de aquella actitud taciturna tan inusual…
—Deberías hablar en plural —le dijo, sonriendo, disfrutando de la novedad que suponía ver aquella mirada especulativa e inquisitiva en sus ojos—. Voy a salir con tres amigas —añadió por fin—. Así que no me mires así. Vamos a pasar el fin de semana en un spa.
De repente su móvil volvió a vibrar. Apretó un botón y lo puso en modo silencio.
—Nada de hombres —le dijo.
«Ni llamadas de Gigi», pensó, además. Su madre le había dejado muy claro que esperaba a su pequeña «Deedee» para Nochevieja. Daba por hecho que podía dejarlo todo de golpe, incluso en esa fecha. Y se había enfadado mucho con ella por «semejante traición». Pero Gigi era demasiado melodramática. Le traía sin cuidado que su hija se hubiera pasado la vida intentando satisfacerla.
—¿Dónde?
—En La Jolla —le dijo—. Se supone que tendría que haberme reunido con ellas hace dos horas para ir juntas. Pero, en vez de eso, tendremos que vernos allí.
Conocía demasiado bien a Drew como para esperar algún tipo de disculpa. Ése no era su modus operandi precisamente. Y La Jolla tampoco estaba muy lejos. Sólo estaba a unos pocos kilómetros. No obstante, aquello no era lo que habían planeado. Y todo porque él estaba de mal humor. Estaba hundiendo la punta del bate en la moqueta. Su expresión era seria y ominosa, y Deanna se mordía el labio por dentro mientras trataba de no mirarle. Pero era tan difícil… Él estaba hecho para que lo miraran. Su pelo, copioso y oscuro, solía estar un tanto alborotado, a menos que tuviera una reunión importante. En ese caso se lo echaba todo hacia atrás y entonces estaba aún más guapo. Sus espaldas anchas y su constitución atlética se veían igual de bien con un traje de firma que al descubierto, cuando entretenía a los clientes en la playa.
Sí. A Drew Fortune se le podía mirar. Pero no tocar. Ella era demasiado lista como para mezclar el placer con los negocios. Había aprendido muy bien esa lección viendo los errores que su madre había cometido, y que seguía cometiendo. No obstante, tampoco tenía que preocuparse de que Drew pudiera verla de esa manera. Hacía su trabajo y lo hacía bien. Eso era lo único que importaba. Y así lo quería en realidad. Su profesionalidad estaba por encima de todo y no estaba dispuesta a ponerla en peligro por una aventura amorosa sin trascendencia. Disfrutaba mucho de su trabajo en Fortune Forecasting y, normalmente, le resultaba agradable trabajar para Drew Fortune. Además, en ese momento, con la última crisis de su madre, necesitaba evadirse más que nunca y el trabajo era el refugio perfecto. Agarró el bolígrafo y se obligó a mirar la página nuevamente.
—Termino en diez minutos —le prometió—. Y entonces tú también podrás irte a casa —añadió.
Y entonces se iría con sus amigas y trataría de olvidar por unos días que su madre, aún desempleada después de su último descalabro emocional, estaba al borde de la ruina y que le reprochaba que no quisiera ayudarla. No era capaz de entender que ella no podía salvarla una vez más.
—Aleluya —dijo Drew en un tono bajo, casi como si estuviera hablando consigo mismo—. Sólo termina el artículo.
Deanna apretó la mandíbula. ¿Acaso no veía lo que estaba haciendo? Una vez más el teléfono móvil empezó a vibrar sobre el escritorio. Deanna abrió el cajón superior y lo echó dentro.
Seguía oyéndolo vibrar entre los bolígrafos, clips y papeles que había en su interior.
—¿Por qué no lo apagas de una vez si no vas a contestar?
Buena pregunta.
—Entonces empezaría a llamar a la oficina.
Él levantó el bate de béisbol y lo apoyó sobre el hombro.
—¿Ella?
—Gigi.
—Tu madre debe de tener muchas ganas de hablar contigo. Por lo menos debe de haberte llamado unas seis veces.
Deanna pensó que eso lo sabía porque le había mirado el móvil.
—Está molesta porque no conté con ella para mis pequeñas vacaciones de Año Nuevo —dijo y tachó otra frase con virulencia. El bolígrafo casi atravesó el papel—. Te has repetido un par de veces aquí.
Él volvió a sentarse en el borde del escritorio y le quitó el papel de las manos. Lo miró un segundo y entonces se lo devolvió.
—Para eso te tengo a ti.
Las faltas de ortografía eran su talón de Aquiles. Pero lo de repetirse una y otra vez no era propio de él. Deanna siguió leyendo, pero, por alguna razón, le resultaba más difícil que nunca ignorar su abrumadora presencia. Y por lo menos había casi un metro de distancia entre ellos.
—Eh, espero que ya hayas hecho las maletas para el viaje a Texas —Deanna se dio cuenta de que estaba leyendo por encima el último párrafo, así que empezó a leer más despacio. Lo último que quería era pasar por alto algún error importante que al final terminaría en los medios—. Se supone que tienes que estar en la pista en dos horas.
Le había tenido que cambiar la hora de salida en dos ocasiones a lo largo del día. Era una suerte que la empresa dispusiera de un avión privado. Tenía que estar en Red Rock a primera hora de la mañana para asistir a la boda de William, su padre. Sin embargo, aún con el jet privado de la empresa, ya llegaría de madrugada.
—¿Qué tal es el tiempo allí en esta época del año?
Deanna sabía que Red Rock estaba a unos treinta kilómetros de San Antonio porque lo había mirado en el mapa.
—Hay un poco de brisa, pero hace bastante calor —le dijo él.
Ella levantó las cejas un poquito y le miró de refilón.
—Sé que no te gustan mucho las bodas…
Eso se lo había dejado muy claro a todas las mujeres que habían desfilado por su vida a lo largo de los años.
—Pero se trata de la boda de tu padre —prosiguió Deanna—. ¿No te alegras por él?
William Fortune había perdido a su esposa, la madre de Drew, cuatro años antes.
Deanna recordaba muy bien esa época, y no sólo porque acabara de empezar a trabajar en la empresa. Nunca le había visto tan destrozado como entonces. Además, por aquellos días había estado muy cerca de cometer el error de olvidar que era su jefe. Demasiado cerca. Sólo esa vez… Soltó el aliento rápidamente. De repente se sentía muy acalorada. Habían pasado cuatro años, pero ella lo recordaba como si hubiera sido el día anterior. Él la había besado. Una vez. Una única vez… Y ella casi había perdido el juicio. Pero eso formaba parte del pasado y no estaba dispuesta a caer en lo mismo que su madre.
—No. No me alegro —le dijo Drew con sequedad—. ¿Y tú por qué asientes con la cabeza?
Deanna parpadeó y volvió al presente.
—Yo, eh, acabo de terminar de revisar —apuró la lectura de las últimas oraciones y dejó el bolígrafo. Se volvió hacia el ordenador y arrastró los papeles sobre la mesa hasta ponerlos a su lado.
—¿No te gusta la mujer con la que se va a casar tu padre?
—¿Lily? Es la viuda de su primo —se inclinó sobre el escritorio, abrió el cajón superior y sacó el móvil de Deanna. Todavía seguía sonando.
Temiendo que fuera a contestar, ella se lo arrebató de las manos y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. No quería arriesgarse a presenciar una conversación entre su madre y su jefe.
—¿Y bien?
—No sé por qué tienen que correr tanto. ¿No sería más fácil si hablaras