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Corazón olvidado
Por Karen Templeton
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Información de este libro electrónico
El regreso de Ben Vargas había despertado una gran variedad de emociones en Mercy Zamora porque al marcharse hacía ya diez años, Ben la había dejado atrás. Aunque desde entonces no había tenido ninguna relación seria, diez años cambiaban mucho a una chica. Lástima que no hubieran cambiado también sus sentimientos por él.
Ben había tenido sus motivos para marcharse, pero Mercy nunca había sido uno de ellos. Ahora había vuelto, aunque no sabía si sería por mucho tiempo: por lo que no debería empezar nada que no pudiera terminar...
Ben había tenido sus motivos para marcharse, pero Mercy nunca había sido uno de ellos. Ahora había vuelto, aunque no sabía si sería por mucho tiempo: por lo que no debería empezar nada que no pudiera terminar...
Autor
Karen Templeton
Since 1998, three-time RITA-award winner (A MOTHER'S WISH, 2009; WELCOME HOME, COWBOY, 2011; A GIFT FOR ALL SEASONS, 2013), Karen Templeton has been writing richly humorous novels about real women, real men and real life. The mother of five sons and grandmom to yet two more little boys, the transplanted Easterner currently calls New Mexico home.
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Corazón olvidado - Karen Templeton
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón olvidado, n.º 1720- agosto 2018
Título original: The Prodigal Valentine
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-612-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
TAN difícil es? —murmuró Mercedes Zamora mientras castañeteaba los dientes y se abría paso por el seto para recoger el periódico—. ¿Por qué no cae nunca en la acera? ¡Maldita sea! —una rama le golpeó la cara y ella gruñó al pensar que en pocos segundos sus pies desnudos estarían pegados al asfalto congelado. Al sentir algo peludo contra su pierna, lanzó un grito.
El gato se paró ante la puerta y emitió un maullido lastimero.
—Oye, nadie te dijo que pasaras la noche fuera —dijo mientras recogía el periódico del césped y lanzaba otro juramento al comprobar que sus rizos habían quedado enganchados en el seto.
El arbusto cedió y la lanzó de espaldas contra el asfalto. En ese momento sonó una risa masculina y autosuficiente que le heló la sangre en las venas.
No podía ser.
Habían pasado diez años desde que puso sus ojos en Benicio Vargas y era evidente que esos diez años habían obrado maravillas en su cuerpo.
En cambio ella, vestida con sus peores ropas y con el pelo enganchado en el seto, no resultaba muy atractiva. Tampoco es que estuviera tan mal. Su piel no tenía una sola arruga y su pelo castaño seguía igual de oscuro, y todavía utilizaba la misma talla de vaqueros. Pero la última vez que Ben había contemplado sus pechos, ella aún no había cumplido los treinta, aunque tampoco es que los estuviera viendo en esos momentos. Era una forma de hablar.
Ben le dedicó una deslumbrante sonrisa que eclipsó las luces navideñas de todo el barrio.
Mercy no estaba segura de qué era lo peor: que en una ocasión tuviera una breve y desaconsejable aventura con el vecino de la puerta de al lado, o que estuviera peligrosamente cerca de los cuarenta y todavía viviese frente a la casa de sus padres. Eso sí, era independiente y vivía su propia vida.
El señor musculitos, en cambio, había volado del nido para no volver hasta, al parecer, ese momento.
—Tienes buen aspecto, Mercy —gritó Ben mientras descargaba un colchón de su furgoneta, lo que hizo que se le marcaran todos los músculos.
—Gracias —dijo ella—. ¿Dónde demonios has estado todo este tiempo?
Desde luego, la diplomacia no era lo suyo.
—Ah, sí, eso —dijo Ben con otra deslumbrante sonrisa. Si ella lo intentaba atosigar, no lo iba a conseguir—. Supongo que no es el momento de pedir disculpas por marcharme como lo hice.
—En realidad —contestó Mercy mientras se encogía de hombros—, y dado que acabas de confirmar lo que medio barrio ya sospechaba… puedes largarte ahora mismo.
—Pues lo siento, Mercy —dijo él—. Lo siento de veras.
Mientras Ben se despedía con la mano, ella se metió en su casa, temblando de frío y aturdida. De repente se dio cuenta de que no tenía ni idea del motivo de su regreso.
Ni le importaba.
El gato, a quien el regreso de Ben le importaba aún menos, entró tras ella. El teléfono sonaba. Por supuesto. Por la ventana vio a su madre en la cocina con el auricular pegado a la oreja.
—Sí, mamá —dijo tras descolgar—. Ha vuelto. Pues está comiéndose una lata de comida de gatos.
—Tu estúpido gato no, Mercy —dijo Mary Zamora tras una pausa—, Ben.
—Ah, claro, Ben. Pues acabo de verlo. Menuda sorpresa. ¿Tienes idea que por qué ha vuelto?
—Pues para ayudar a su padre, claro está. Como su hermano se rompió el pie mientras esquiaba el día después de Navidad… —añadió para evitarle a Mercy el tener que atar cabos—. Ya sé que Tony no te cae muy bien…
—Pero si yo no he dicho nada.
—Dado que está casado con tu hermana, podrías hacer un esfuerzo. Aunque sólo sea por Nita. ¿Te contó que ha ampliado la casa y que se han comprado un televisor gigante?
Mercy suspiró. Su madre sabía de sobra que si no fuera por el trabajo de matrona de Anita, no podrían permitirse la mayoría de esos extras.
—De todos modos —dijo Mary Zamora—, ahora que Tony se pasará unos meses sin conducir, y dado que Luis no puede hacerse cargo él solo de todo, Ben habrá venido para echar una mano.
Algo no cuadraba. Tres o cuatro años antes, Tony había estado enfermo durante seis semanas y Ben no había aparecido. ¿Por qué en ese momento sí? Sin embargo, Mercy conocía bien a su madre y se abstuvo de comentárselo. Cuestión de supervivencia.
Su instinto también le hizo evitar mencionar su sospecha de que las cosas no iban muy bien entre Tony y Anita. Si el matrimonio se iba a pique, destrozaría a sus padres, que aún no se habían recuperado del divorcio de la hermana mayor de Mercy, Carmen, dos años atrás.
Dado que Anita no se había confiado a Mercy, ella no tenía más que una sospecha. Pero las numerosas mujeres Zamora poseían un instinto especial para descubrir problemas del corazón, y el instinto de Mercy le decía que otro cuento de hadas tocaba a su fin.
—Tiene buen aspecto, ¿verdad?
Mercy dio un respingo y puso una cruz en la casilla de por qué es una mala idea vivir enfrente de la casa de tus padres. Cuatro bodas y un amargo divorcio no habían bastado para cambiar a su madre y el mundo no sería un lugar seguro para los hombres hasta que la viera casada a ella.
—Supongo que no sirve de nada negarlo.
—En efecto, y tú no sales con nadie ahora, ¿verdad?
—Mamá, sabes que trabajo sin descanso en la tienda. Los dos últimos años apenas he tenido tiempo para mí misma. Y para que lo sepas, no va a suceder nada entre Ben y yo.
No había por qué mencionar que ya había sucedido algo entre Ben y ella. Y, para ser sinceros, no había estado nada mal, pero no volvería a abrir esa puerta cuyo cerrojo ya estaba oxidado.
—Mercedes —dijo su madre—, puede que hasta ahora hayas sido capaz de evitar los efectos del paso del tiempo…
—Pues muchas gracias
—Pero tarde o temprano, ese tiempo te atrapará, créeme. Una mujer de tu edad… No puedes permitirte ser demasiado exigente.
—En realidad —dijo Mercy—, lo que no puedo permitirme es no serlo. Y un tipo de treinta y cinco años que va dando tumbos y que no ha estado en casa desde el siglo pasado no está a la altura.
—¿Eso qué quiere decir? ¿Te has rendido y vas a convertirte en una solterona?
—Mamá —Mercy rió—. Esa palabra ya no existe. Además, sabes que soy feliz con mi vida tal y como es. El negocio va de maravilla, tengo una docena de sobrinos para saciar mi hambre de niños y me gusta vivir sola. Bueno, tan sola como puedo vivir con vosotros al otro lado de la calle y Anita a dos manzanas. No hay ningún hueco en mi vida por llenar.
—Pero piensa en la estabilidad financiera que te daría un matrimonio.
—Y supongo que ésa es tu manera de decirme que debería pagarte el doble por el alquiler.
—Sabes que tu padre y yo nos alegramos de poder ayudar, pero ya han pasado seis años, cariño…
Los coqueteos de Mercy con la pobreza mientras intentaba sacar adelante el negocio con sus dos socias habían sembrado en sus padres serias dudas sobre su capacidad para cuidar de sí misma.
—Lo hemos pasado mal —dijo ella—, pero ahora nos va bien. De hecho puedo pagaros más alquiler por la casa. Lo peor ya pasó y he vencido. Deberías sentirte orgullosa de mí.
—Y lo estoy, mija, lo estoy. Nita es enfermera y Carmen funcionaria, y ahora tú tienes un negocio propio, no hay madre más orgullosa de sus hijas, créeme, pero me apena verte tan sola. Y me preocupa que… bueno, ya sabes, que si esperas demasiado tiempo, no habrá solución.
—Cielos, mamá, ¿papi te ha echado algo en el café esta mañana? Escucha, por última vez, me gusta estar sola, y no me siento sola ¿de acuerdo? —ante el silencio de su madre, añadió—: Puede que hace tiempo, cuando todos se enamoraban, casaban y tenían niños, sí llegué a sentirme un poco triste porque no me sucediera a mí, pero he cambiado y, si ahora me planteara casarme, sería con alguien que tuviera mucho que ofrecer, ¿lo entiendes? Alguien… perfecto.
—Nadie es perfecto, Mercy —dijo su madre—. Dios sabe que tu padre no lo es, pero lo amo y cada día doy gracias a Dios por enviarlo junto a mí.
—¿No lo entiendes, mamá? Papá es perfecto… para ti, aunque tuvieras que retocarlo un poco —rió ella ante el gruñido de su madre—, pero lo fundamental estaba ahí. Además, los dos erais muy jóvenes y teníais tiempo, energía y paciencia. Yo no. Prefiero quedarme soltera a malgastar mi energía en intentar ignorar, o corregir, los defectos de un hombre. Cuanto mayor me hago, más exigente soy, y te diré que Ben Vargas no entra en mi lista.
En ese momento Ben salió a la calle para recoger algo de su furgoneta y Mercy suspiró ante lo injusto de la situación.
—Bueno —dijo la madre, que también miraba a Ben—, dicho así, supongo que no encaja.
—Gracias, ¿eso quiere decir que ya no te ocupas de mi caso?
—De momento, pero, maldita sea, qué trasero tiene el tío.
—Eso no lo voy a discutir —Mercy soltó una carcajada mientras contemplaba una mandíbula más cuadrada de lo que ella recordaba. ¿Desde cuando le atraía el cabello despeinado?—. Pero con o sin trasero, en cuanto Tony vuelva al trabajo, Ben se marchará cual vaquero hacia el oeste.
Su madre rió.
—¿Qué?
—Lo estás mirando también, ¿verdad?
—Pues claro que no —Mercy se irguió—, no seas boba.
—Claro, y por eso necesitas recordarte a ti misma que no se quedará mucho tiempo.
Con la suerte que tenía, pensó Mercy tras colgar, su madre viviría hasta los cien años. Y eso significaba que aún quedaban cuarenta años de lo mismo.
¿No era un gran consuelo?
Sentado ante la pequeña mesa de la cocina, Ben intentaba hacer honor al plato de chorizo, patatas y huevos revueltos, aderezado con salsa de chile verde, que su madre había preparado.
—Si has conducido toda la noche —dijo Juanita Vargas entre los aullidos de los tres chihuahuas temblorosos y sobrealimentados—, deberías dormir algo antes de comer. Le diré a tu padre que no ponga el televisor muy alto cuando vuelva de su partida de golf.
—No pasa nada. Estoy bien —Ben aún intentaba acostumbrarse a la extraña sensación de no haberse marchado nunca. Incluso juraría que los colgadores para los cazos eran los mismos.
—Pues no lo pareces. Pareces alguien que no ha comido adecuadamente en mucho tiempo. ¿Tienes bastantes huevos? En la sartén hay muchos más… aquí —dijo su madre mientras alargaba la mano hacia su plato.
—No, mamá, hay suficiente —dijo él mientras se llenaba la boca—. Gracias.
El teléfono sonó, afortunadamente. En cuanto la mujer y su escolta canina se dirigieron al otro lado de la cocina, Ben echó la mitad del desayuno en la servilleta para tirarlo a la basura más tarde. Se moriría antes que herir sus sentimientos, pero también si tuviera que comerse todo eso.
No sabía por qué había esperado que su vuelta a casa le proporcionaría la paz que tanto necesitaba. No sólo estaba su madre, que le seguía tratando como a un bebé, sino que en cuanto bajó de la furgoneta sintió reaparecer las viejas rencillas con su padre. Y encima, estaba Mercy.
Ben bebió un sorbo de café mientras se preguntaba cómo unos segundos podían borrar toda una década. Durante un breve instante, mientras la contemplaba luchar contra el seto, rió al recordar cómo a los veintitantos estuvo a punto de consumirse de deseo por la mujer más ardiente que hubiera conocido jamás. Físicamente seguía igual aunque, afortunadamente, había renunciado a dominar esos alocados rizos. No era mucho más grande que esos chihuahuas, pero, gracias a Dios, era mucho más mona. Mercedes concentraba mucha energía en ese diminuto cuerpo.
Pero, aparte de su aspecto, él dudó de que fuera la misma mujer que había conocido. Y él tampoco era el mismo hombre. ¿Por qué habría pensado que…?
Estúpido.
Su madre no había perdido ni un segundo en informarlo de que Mercy seguía soltera, pero Ben dudaba de que tuviera algo que ver con su brusca marcha diez años atrás.
Él no había roto ninguna promesa. Sabía que ella quería lo que tenían sus hermanas: bodas, bebés, estabilidad. Y esa idea le ponía enfermo. Aun así, no había excusa para marcharse sin siquiera despedirse. Ella
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