Besos de cristal: Vacaciones mágicas (1)
Por Fiona Harper
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Faith McKinnon tenía un carácter tan franco y directo que estaba volviendo loco a Marcus Huntington, un aristócrata inglés. Había ido al castillo de Hadsborough a investigar una vidriera de gran valor y, desde entonces, Marcus no podía pensar en otra cosa. Pero no se dejaba engañar por su apariencia despreocupada. Para él, Faith era tan transparente como los cristales de aquella vidriera. Y la vulnerabilidad que escondía le resultaba profunda y peligrosamente atractiva.
Ni él ni ella creían en los cuentos de hadas, pero había algo mágico en el hecho de que la nieve los hubiera dejado atrapados en el castillo. ¿Y qué mejor regalo que descubrir la existencia del amor verdadero?
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Besos de cristal - Fiona Harper
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Fiona Harper
© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Besos de cristal, n.º 127 - agosto 2015
Título original: Snowbound in the Earl’s Castle
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-6830-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
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Capítulo 1
Faith echó la cabeza hacia atrás y contempló los seis metros de altura de la verja de hierro forjado. Era una exquisita obra de artesanía, pero ni su belleza ni el viento que soplaba entre los barrotes disimulaban el hecho indiscutible de que la habían instalado para impedir el paso a los forasteros.
Desgraciadamente, necesitaba entrar en el castillo de Hadsborough. Y tenía que entrar ese mismo día.
Frustrada, echó un vistazo a su Mini y suspiró. Aquello no se parecía nada a su plan original, consistente en una casita de campo, un chocolate caliente y un buen libro. Pero su plan había cambiado el día anterior, cuando se levantó y vio un sobre de color lila en el buzón.
Faith no se dejó engañar por la alegre ilustración del muñeco de nieve que decoraba el sobre. Incluso antes de abrirlo, supo que no podía ser nada bueno. Al fin y al cabo, era una carta de su abuela.
Sus ojos se apartaron del Mini y se clavaron en el paisaje de la campiña inglesa. La escena resultaba desconcertantemente monocromática. La niebla cubría los campos, y todo estaba cubierto de escarcha. No había más contrapunto que las oscuras siluetas de los árboles que se alzaban en lo alto de la colina.
A Faith le pareció de lo más extraño. Había crecido en los Estados Unidos, en una zona rural de Connecticut; pero aquel paisaje no le provocaba la sensación de familiaridad que había estado esperando desde que salió de Londres a primera hora de la mañana. De hecho, era como si estuviera en otro planeta. Y, por primera vez en los diez años que llevaba en Gran Bretaña, se sintió extranjera.
Se giró e intentó entrar por una puerta más pequeña, destinada a los peatones. Pero también estaba cerrada y, según el cartel de información turística, lo iba a seguir estando durante todo el lunes: aparentemente, el castillo solo abría de martes a sábado, entre las diez de la mañana y las cuatro de la tarde.
¿Qué podía hacer? Ella no era una turista. Ella tenía una cita. O, al menos, creía tenerla.
Sacó la carta de su abuela y extrajo el contenido sin hacer caso del muñeco de nieve que sonreía de oreja a oreja; obviamente, él no tenía una abuela taimada y astuta que lo extorsionaba hasta el punto de reventarle las vacaciones. Luego, ojeó las páginas con rapidez y buscó la parte que le interesaba. Decía así:
¿Me podrías hacer un favor? Tengo un amigo que necesita ayuda con una vidriera, y le he dicho que conozco a una persona perfecta para el trabajo. Bertie y yo fuimos novios después de la guerra. Pasamos un verano maravilloso; pero luego, él volvió a su país, donde se casó con una chica inglesa, y yo conocí a tu abuelo. Creo que fue lo mejor para los dos.
La vidriera está en el castillo de Hadsborough, en Kent. Bertie me dijo el nombre de la persona que la había diseñado; ahora no lo recuerdo, pero seguro que me acuerdo después. En cualquier caso, sé que estás a punto de terminar lo que estás haciendo en Londres; y, como dijiste que no tienes más encargos hasta el año que viene, he pensado que podrías pasar por allí y echar una mano a mi amigo.
Le he dicho que irás a verlo el treinta de noviembre, a las once de la mañana.
Definitivamente, no se había equivocado. Estaba en el lugar correcto, y eran el día correcto y la hora indicada. ¿Por qué no salía nadie a recibirla?
Una vez más, maldijo a su abuela por haberle estropeado su más que merecido descanso. Acababa de terminar la rehabilitación de uno de los ventanales de la iglesia de Saint Bede, en el barrio londinense de Camden, tras cuatro meses de duro trabajo. Y lo único que se interponía en su camino era la vidriera del tal Bertie.
Volvió a mirar la carta y leyó la última línea:
P.S: ¡Sabía que me acordaría! Samuel Crowbridge. Ese es el nombre del diseñador.
Faith pensó que, si no hubiera sido por la mención de Crowbridge, uno de los artesanos más famosos de Gran Bretaña, jamás habría interrumpido sus vacaciones. Pero, enseguida, cambió de opinión y se dijo que las habría interrumpido en cualquier caso. Su abuela había sido la única presencia estable durante su caótica infancia. Y todos sus buenos recuerdos empezaban y terminaban en Beckett’s Run, la casa donde había vivido.
Justo entonces, oyó el ruido de un motor y se dio la vuelta. Era un todoterreno, cuyo conductor bajó la ventanilla y dijo:
–Los lunes está cerrado.
Faith asintió.
–Sí, ya lo sé, pero tengo una cita con Bertie.
El hombre del coche frunció el ceño. No parecía muy convencido de su sinceridad.
–Es por la vidriera –añadió Faith.
–Ah, claro… Sígame, por favor. Puede dejar su coche en el aparcamiento del castillo. Está cerca de la entrada.
–Gracias.
Ella se subió al Mini y, cinco minutos más tarde, lo dejó en el aparcamiento. El conductor del todoterreno siguió colina arriba y desapareció de su vista, pero Faith lo siguió a pie.
Cuando llegó a lo alto, se quedó boquiabierta. Al fondo, detrás de una pradera, había una laguna a cuyas aguas se aferraba tercamente la niebla; y, por encima de la laguna, como flotando en ella, se alzaba el castillo más bonito que había visto jamás, con su foso, sus almenas y sus torreones.
Parecía salido de un cuento de hadas.
Cruzó la pradera empapada de escarcha y se dirigió al puente del foso porque, aparentemente, era la única forma de entrar. Momentos después, un hombre surgió de entre la niebla y caminó hacia ella. Llevaba un abrigo que, en la distancia, le daba un aire de caballero victoriano. Pero, cuando se acercó un poco más y pudo ver sus pantalones vaqueros, supo que no se había escapado de ninguna novela romántica.
Y, entonces, tuvo una sensación de lo más singular: la sensación de que ya se conocían. Algo del todo imposible, porque ni había estado antes allí ni habría sido capaz de olvidar a un hombre tan imponente.
Era alto, delgado y de cabello negro, ligeramente largo. Su estructura ósea y su nariz recta contribuían a aumentar su aspecto aristocrático, que se manifestó sin sombra alguna de duda en su tono de voz.
–Buenos días.
–Hola…
–El castillo está cerrado los lunes. Me temo que tendrá que dar media vuelta y marcharse.
El hombre se quedó inmóvil, esperando a que obedeciera.
En circunstancias normales, Faith se habría ido de inmediato. Pero le molestó que se dirigiera a ella con una actitud tan arrogante, como si excluyera la posibilidad de que tuviera un buen motivo para estar allí.
–No soy una turista –declaró–. Tengo una…
Antes de que pudiera terminar la frase, el hombre se acercó, la agarró del brazo y tiró de ella.
–¡Eh! –protestó–. ¡Quíteme las manos de encima!
–Maldita sea… Los turistas de Estados Unidos son los peores –dijo en voz baja–. Mire, esto no es un parque de atracciones del que pueda entrar y salir a su antojo. Aquí vive gente. Gente que tiene derecho a que la dejen en paz… Si no se marcha ahora mismo, me veré obligado a llamar a la policía.
Faith perdió la paciencia.
–Yo no soy una turista –insistió, furiosa–. Bertie me está esperando.
Él la soltó, se detuvo y entrecerró los ojos.
–¿Bertie? ¿Se refiere a Albert Huntington?
Faith no estaba segura de que el tal Albert fuera el Bertie de la carta de su abuela, pero asintió.
–Por supuesto.
Desgraciadamente, el desconocido la agarró otra vez del brazo y empezó a caminar hacia la salida.
–Buen intento, señorita, pero las únicas personas que llaman Bertie a Albert son los miembros de la familia. Y usted ni siquiera es británica, así que dudo que sea un familiar.
–Es cierto. No soy británica. Pero mi padre es tan inglés como usted, y mi abuela es una amiga de Albert.
–Ya –dijo él con desconfianza.
–¡Suélteme! ¡Estoy aquí por la vidriera! He venido a darle mi opinión profesional.
Él la soltó de nuevo y la miró de arriba abajo.
–Ah… ¿es la experta que Bertie estaba esperando?
–En efecto. Tengo entendido que necesita algún tipo de reparación.
El hombre suspiró y se pasó una mano por el pelo.
–Bueno, espero que Bertie haya renunciado a esa idea… pero será mejor que la acompañe al castillo. ¿Con quién tengo el placer de hablar?
–Con la señorita McKinnon. Faith McKinnon –contestó ella, intentando recuperar la calma.
–Le ruego que me disculpe por mi comportamiento. Sé que no he sido precisamente educado, pero estoy seguro de que sabrá ponerse en mi lugar. Vivir en Hadsborough es todo un problema. Siempre hay alguien que intenta colarse… Como abrimos el castillo varios días a la semana, creen que es de propiedad pública.
Ella asintió en silencio. Lo comprendía de sobra, pero la había tratado tan mal que no estaba dispuesta a decírselo.
–Bertie no se encuentra muy bien de salud. He intentado que se relaje un poco y olvide sus preocupaciones, pero no lo he conseguido. Está completamente obsesionado con la maldita vidriera.
Faith lo siguió hasta la puerta principal del castillo, que era mucho más impresionante visto de cerca. Cuando llegaron, su guía comprobó la hora y le dedicó algo parecido a una sonrisa.
–Supongo que Bertie ya habrá terminado de almorzar. La llevaré a la salita.
Faith se llevó una sorpresa.
–¿Almorzar? ¿Es que Bertie vive en el castillo?
–Por supuesto que sí.
–Oh…
Él sacudió la cabeza.
–Ustedes, los estadounidenses, tienen unas ideas verdaderamente absurdas. ¿Qué tiene de extraño que un hombre viva en su hogar?
Faith hizo caso omiso del comentario despectivo sobre sus compatriotas. En primer lugar, porque no sabía casi nada sobre el amigo de su abuela y, en segundo, porque estaba bastante confundida con la situación.
–Su hogar… –dijo, pensativa–. ¿Insinúa que Bertie tiene un título nobiliario?
Él asintió.
–Es Albert Charles Baxter Huntington, séptimo duque de Hadsborough.
Faith no se lo podía creer. ¿Su abuela había sido amante de un duque? Por el tono de su carta, había supuesto que Bertie sería algún tipo de académico o de profesional de la artesanía. Jamás se habría imaginado que la vidriera fuera suya y, mucho menos, que el castillo y las tierras que lo circundaban fueran suyos.
–Y usted es…
Él frunció el ceño.
–Marcus Huntington.
Marcus le tendió la mano, que ella estrechó tras dudar un segundo. Y, cuando Faith sintió su firme y cálido contacto, le gustó