Un espejo para Sol
Por Alicia Madrazo
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Un espejo para Sol - Alicia Madrazo
camino
1
Había varias puertas de acceso al salón, pero todas estaban cerradas.
Alicia recorrió el salón de arriba abajo, tratando de abrir las puertas, pero, al comprobar que no podía, se dirigió al centro de la habitación, pensando que estaba atrapada y que ya nunca podría salir de allí.
Lewis Carroll
Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas
Estamos en plena ciudad, es viernes de quincena y cumpleaños de mi abuela Lo, (así le decimos aunque se llama Dolores); tres componentes que me hacen sentir la vida más pesada que otros días. La reunión familiar comienza y más que reunión familiar parece que estamos en algún departamento de quejas; los que no llegan y reniegan del tráfico, echan pestes de la contaminación, de las manifestaciones, del gentío, del calor, de las colas que hay que hacer sobre todo en los bancos y hasta del mal humor de los demás. Una auténtica merienda de locos
como en la historia de Alicia en el país de las maravillas.
—¿Qué va a estudiar mi chiquita, ahora que termine su preparatoria? —pregunta la abuela Lo mientras van llegando los demás. Y esa chiquita a la que se refiere la abuela soy yo. La conozco bien —no en vano llevo dieciocho años de tratarla— no contesto de inmediato mientras decido si respondo con la verdad o con lo que a ella le gustaría escuchar; pero impaciente como es, me gana y vuelve a insistir acorralándome contra el respaldo del sofá con un platón de cubitos de queso que me veo forzada a aceptar. Me llevo uno a la boca y ahora sí, me tiene que esperar.
—¿Qué es lo que te gusta? ¿A qué quieres dedicarte? Me imagino que a estas alturas ya sabes qué carrera vas a elegir, porque no tarda en terminar el año escolar.
Llevo siete años, o puede que más, desde que empecé a tomar clases de baile, y lo que más me gusta hacer en la vida es bailar. Bailar flamenco. No sabría decir quién me lo sopló al oído. No, de verdad no sé de dónde me viene esta afición porque ni siquiera es un género que en este país tenga la misma difusión que disfruta en su país de origen; pero me encanta, me apasiona y quizá de esa pasión surge el valor necesario para decir lo que pienso, aunque con cierto temor.
—Pues… así como gustarme algo… Así mucho, mucho, —cierro los ojos y lo único que me falta es taparme los oídos para bloquear el desastre que seguramente provocará mi respuesta; al fin me atrevo y me lanzo al ruedo—, me gusta el baile. A eso me gustaría dedicarme, a bailar.
Y claro, como lo presentía, mi respuesta le provoca a mi abuela el mismo efecto que un calambre.
—¿A bailar? ¿Cómo que a bailar? —a mi abuela se le empiezan a subir los colores que van del rosa pálido al rojo violento.
—Además del baile tendrás que pensar en otra cosa. El baile déjalo como pasatiempo. Si te dedicas sólo a eso, de seguro vas a morirte de hambre. Te vas a acordar de mí, ya lo verás.
Si ella, con mi respuesta, recibió un calambre, yo, con su sentencia de muerte, recibí un gancho al hígado. Además…, ¿en qué momento sacó un diploma para predecir el futuro?
—Mira, tienes que estudiar una carrera que te permita llegar a ser una persona de provecho —la escucho con las mandíbulas apretadas mientras ella continúa—, productiva, que no tengas que depender de nadie. Las mujeres en esta familia siempre hemos sido muy trabajadoras. Veme a mí, con todo y la bola de años que tengo, le sigo ayudando en el despacho a tu tío Agustín. ¿Y qué me dices de tu mamá? A ver, ¿qué sería de ustedes si no se hubiera puesto a trabajar cuando las dejó tu papá? ¿Te imaginas? Hubieran tenido que acabar de arrimadas con alguien. Y dime, ¿quién hubiera pagado tus colegiaturas?
La abuela Lo tiene un tic; mueve la cabeza permanentemente como si estuviera diciendo que no todo el tiempo. Es una disfunción, lo sé. No es gracioso, también lo sé; pero no puedo evitar que me den ganas de reír cuando escucho lo que afirma con convicción, al mismo tiempo que es traicionada por el lenguaje de su cuerpo. De manera que mientras niega con la cabeza, se atreve a asegurarme con gran aplomo y seguridad que los artistas son gente que vive en la miseria, que son pocos los que logran sobresalir y que por esta razón se ven obligados a trabajar en todo menos en algo que tenga que ver con su profesión, sean músicos, escritores, bailarines, pintores; en fin, no se escapa ninguno.
—No, mi chiquita. No sería justo para la pobre de tu mamá que se mata trabajando y hace su mejor esfuerzo para darte todo, ver que terminas bailando, y ve tú a saber dónde —enarca las cejas y se me acerca—. Prométeme que vas a pensar seriamente acerca de esto que platicamos.
Se levanta así, sin más ni más, con lo cual doy por terminada tan inspiradora sesión de orientación vocacional.
En la noche, de regreso en mi casa, le cuento a mi mamá lo sucedido.
—Sol, no escandalices a tu abuela —me dice sin poner mucha atención. Va de un lado a otro de la recámara; se quita los aretes y cruza hasta donde se encuentra su alhajero sobre la cómoda; luego dobla con cuidado la mascada y la deposita en un cajón del clóset en el extremo opuesto.
—Todo lo que te dice, lo dice por tu bien, porque te quiere —continúa diciendo mientras se quita el saco y lo cuelga en un gancho.
—Me quiere. Me quiere ver detrás de un escritorio encarcelada en una oficina. Eso es lo que quiere, que corra la misma suerte que ella. No, gracias, no se me antoja para nada.
—Sol, no seas tan severa. Es tu abuela. Tú eres y siempre has sido su chiquita, su consentida —no me gustaría que en estos momentos mi mamá se desconectara de la plática, pero veo cómo empieza a pellizcarle al saco las pelusas que trae pegadas.
Ya que estoy entrada en el tema, aprovecho el viaje para dejar las cosas en claro y que después no haya sorpresas. No he decidido aún a qué me voy a dedicar en el futuro, pero si es al baile, más vale que mi mamá también se vaya haciendo a la idea.
—Ma, no lo dije con la intención de escandalizarla. Si digo que me gusta el baile es porque me gusta, y no nada más me gusta sino que, además, de todo lo que hago es lo que más me gusta. Pero bueno, ya entendí, la próxima vez cuando me pregunte le contesto que voy a estudiar para contadora, como ella, y asunto arreglado.
Pero en estos momentos mi mamá ya no me escucha. Se encuentra concentrada consultando su palm. Abandono su recámara muy enojada y en la puerta exploto.
—¿Por qué tengo que decir mentiras? Decir que voy a hacer algo que no pienso hacer. Me pone de malas la abuela. No tienes idea de lo mal que me pone tener que callarme la boca y no poder decir lo que quiero.
Me siento totalmente identificada con Alicia en el país de las maravillas, mi historia es una historia donde estoy demasiado grande para algunas cosas y demasiado chica para otras. Soy una niña para la abuela y a la vez una adulta para votar y elegir mi futuro. Por extraño que suene, la niña de la abuela se quedó chiquita al mismo tiempo que dejó de serlo. Acabo de cumplir la mayoría de edad y esto me da derechos y obligaciones. Terminé de crecer y no fue mucho; ni a lo largo ni a lo ancho. No crecí lo que a mí me hubiera gustado. La causa puede ser tanta comida chatarra que ha sido parte de mi dieta. Cuando era niña mi mamá estaba muy al pendiente de mi alimentación. Demasiado, diría. Luego, se separó de mi papá y tuvo que salir a trabajar. Nunca más se volvió a ocupar de este asunto y le pasó la estafeta a Lupe, que trabaja en esta casa desde antes de que yo naciera. A ella le resulta más fácil seguir la receta del lunch express que a mí nunca me ha gustado: un sándwich con sólo una embarrada de mostaza, otra de mayonesa y una miserable rebanada de jamón. Por eso mis pasos se fueron desviando poco a poco hacia la tiendita de la escuela, cuna de mi vicio por la comida chatarra. Quizá Lupe no me hubiera orillado a esto si en lugar de darme un desabrido sándwich tuviera la disposición de pelar y rallar unas zanahorias o rebanar unos pepinos y agregarles limón y chilito, y por último empacarlos en un tópergüer a tempranas horas de la mañana. Antes lo hacía de vez en cuando, pero ya jamás lo hace. Además nuestra relación iba en franco deterioro cada vez que olvidaba yo uno de esos recipientes en la escuela.
—O verás, volviste a olvidar mi tóper, a ver ¿Ontá?
Eso ni quien lo discuta. La cocina y todo lo que en ella se encuentra es de su propiedad. Lupe no dejaba de reclamar todos los días y yo de contestarle siempre con la misma mentira. Mañana te lo traigo sin falta
. Pero la verdad es que me molestaba vivir con la conciencia intranquila porque el número de tópers que debía, iba en aumento.
En todo caso mi cuerpo ya tiene otra complexión, y, claro, casi nadie está conforme con lo que le da natura y yo no soy la excepción. Tengo que admitir que conmigo no se portó muy generosa que digamos. Hay partes de mí que cambiaría, y si en verdad se pudiera, pues ya de una vez todo. Es un hecho que siempre queremos parecer lo que no somos. Las gordas quieren ser flacas, las flacas ambicionan las curvas, las blancas suspiran por lucir bronceadas, las chaparras mueren por ganar altura, las morenas desean transformarse en güeras, las viejas darían lo que fuera por conservar la juventud, a las niñas les corre la prisa por verse mayores y así podría continuar. Esta historia de inconformidades parece no tener fin. Pero, bueno, no debería de quejarme. A este cuerpo que tengo le agradezco que me permita hacer eso que más me gusta en la vida: bailar.
Estoy a tres meses de terminar la escuela y por el momento ahí la llevo. Tengo que sacar adelante mi último año de preparatoria. Ni modo, aunque suene de lo más frívolo, lo único que sé acerca de mi futuro inmediato es lo que voy a usar el día de mi fiesta de graduación. Esto puede dar lugar a malas interpretaciones, lo sé. Por ejemplo: pensar que soy una superficial, una vanidosa o algo por el estilo. No, no es el caso. Lo que sucede es que mi mamá decidió aprovechar la promoción de doce meses sin intereses de las baratas de invierno para comprar su vestido y el mío, para que a la mera hora no se le hiciera tan pesado el gasto.
¿Qué va a suceder al día siguiente de mi graduación? Eso aún no lo sé. Por momentos me tranquilizo; pienso que todavía tengo unos meses por delante para decidir mi futuro, aunque a veces siento que el tiempo me aplasta y si no es el tiempo son mis papás, y cuando no son ellos es mi abuela, y si no es mi abuela son todos aquellos que me preguntan a qué me voy a dedicar cuando se enteran que estoy por terminar la preparatoria. Cuando les contesto que aún no lo sé, inmediatamente se toman la libertad de opinar y comienzan a atosigarme con mil sugerencias, aunque no me conozcan. Y yo me quedo pensando que a ellos qué les importa. La elección vocacional es un tema de alta tensión. No quiero verme forzada a decidir mi futuro nada más para complacer a los demás. El tiempo se pasa volando; el reloj, con la indiferencia de siempre, marca las horas, y yo, como en la canción, le suplico que no las marque.
Todos los epígrafes del libro están tomados de Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll.
2
¿Será que he cambiado durante la noche? Vamos a ver, ¿era yo misma cuando me levanté esta mañana?
Ahora que lo pienso, recuerdo que me sentía un poco extraña, como si fuera diferente. Pero si ya no soy la misma, entonces ¿Quién soy?
¡Ahí está el intríngulis!
Gómez Durán José Pablo, Higuera Rodríguez María Fernanda, Iturbide Díez Juan Manuel, Juárez Montero Lorenzo Eduardo, Lara Lara Soledad… Lara Lara Soledad… El profe
vuelve a repetir mi nombre. Impaciente, alza el tono de voz ¡Lara Lara Soledad!
—Presente