Bajo el sol griego
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Lynne Graham
Lynne Graham lives in Northern Ireland and has been a keen romance reader since her teens. Happily married, Lynne has five children. Her eldest is her only natural child. Her other children, who are every bit as dear to her heart, are adopted. The family has a variety of pets, and Lynne loves gardening, cooking, collecting allsorts and is crazy about every aspect of Christmas.
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Bajo el sol griego - Lynne Graham
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Lynne Graham. Todos los derechos reservados.
BAJO EL SOL GRIEGO, N.º 84 - septiembre 2013
Título original: The Billionaire’s Throphy
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3520-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Capítulo 1
Sebastiano Christou, Bastian para sus muchos amigos y conocidos, estudió la enorme esmeralda del anillo que tenía en la mano; la frustración destelló en sus ojos dorados. Sus bellos y oscuros rasgos se tensaron con orgullo. Sujetaba el anillo de compromiso Christou que, hasta hacía muy poco, había adornado la mano de su futura esposa, Lilah Siannas.
Irónicamente, Lilah no había enunciado un solo reproche sobre los términos del acuerdo prenupcial que le habían presentado a su abogado. En vez de eso, tras dejar el acuerdo sin firmar, Lilah había empezado a estar irritantemente ocupada y distante, pero su resentimiento había triunfado al final, culminando en un anuncio público de que el compromiso se había roto y la boda quedaba cancelada. Y, desde entonces, Lilah había ido de fiesta en fiesta por toda la ciudad, acompañada por un guapo millonario.
Bastian era consciente de que Lilah le estaba lanzando un guante que esperaba que recogiera. Suponía que él se pondría celoso, pero no había sido así. Suponía que se sentiría avergonzado, pero no lo estaba. Suponía que la deseaba tanto que olvidaría el contrato prenupcial, pero él no iba a olvidarlo. No, Lilah estaba jugando a perder, porque Bastian nunca se casaría con una mujer sin antes asegurar sus bienes con un acuerdo prematrimonial. Era una lección que había aprendido bien en las rodillas de su abuelo.
Su padre se había casado cuatro veces y sus tres increíblemente caros divorcios habían diezmado la fortuna familiar de los Christou. El abuelo de Bastian había enseñado a su nieto que el amor era innecesario en un matrimonio con éxito, y que los objetivos y principios en común eran más importantes. Bastian nunca había estado enamorado, pero había sentido lujuria a menudo. Lilah, una morena delicada y exquisita, había alimentado su necesidad de perseguir y poseer, pero nunca se había engañado creyendo que la amaba. De hecho, antes de declararse, había evaluado el valor de Lilah como si fuera una inversión. Había reconocido la ventaja que suponía tener un pasado similar; había admirado su perspectiva poco sentimental, su excelente educación y sus dotes como anfitriona de la alta sociedad. Pero, se recordó a sí mismo, había subestimado la intensidad y fuerza de la avaricia de su prometida.
Bastian metió el anillo en su caja y esta en la caja fuerte, molesto por los meses que había desperdiciado con Lilah, una mujer obviamente indigna de ser su esposa. Él tenía treinta años y estaba más que listo para casarse y formar una familia, estaba harto de aventuras casuales. No se había dado cuenta de que encontrar una esposa supondría un reto, y empezaba a preguntarse cómo iba a evitar una escena en la boda de su hermana Nessa, dos semanas después; Lilah era una de sus damas de honor. Lilah se encolerizaría al ver que Bastian no intentaba, al menos, recuperarla. Disfrutaría siendo el centro de todas las miradas en la boda y buscaría una confrontación. Pero Bastian no quería que nadie avergonzara o molestara a su hermana pequeña en un día tan especial. La única forma de evitar ese peligro era llegar con otra mujer del brazo; Lilah era demasiado orgullosa para montar una escena si estaba acompañado.
Pero, a esas alturas, no sabía dónde iba a encontrar a una mujer que actuara como pareja suya durante un fin de semana de festejos familiares. Una mujer que no intentara atraparlo en una relación y que no diera a la invitación más significado del que tenía. Además, tenía que ser una mujer que, aun así, fuera capaz de aparentar que tenía una relación íntima con él, porque solo eso mantendría a Lilah a distancia. Se preguntó si existía esa mujer perfecta.
–¿Bastian? –uno de sus directores ejecutivos entró con un ordenador portátil bajo el brazo–. Tengo algo divertido que enseñarte, ¿estás de humor?
Bastian no estaba de humor, pero Guy Babington era un buen amigo, así que forzó una sonrisa.
–Claro –afirmó.
–Veamos... –Guy puso el ordenador en la mesa, lo abrió y giró la pantalla hacia Bastian–. ¿La reconoces?
Bastian estudió la foto de una rubia deslumbrante, con los ojos de un color azul intenso, que lucía un vestido de fiesta. Ofrecía su risa a la cámara.
–No, ¿debería conocerla?
–Echa otro vistazo –lo urgió Guy–. Lo creas o no, trabaja para ti.
–De eso nada, me habría fijado –afirmó Bastian de inmediato. Era demasiado bella–. ¿Qué hace su foto en Internet? ¿Estás metido en Facebook?
Guy, divertido, negó con la cabeza.
–Estoy metido en una página web que anuncia una empresa llamada Acompañantes Exclusivas. Es una agencia de servicios de compañía para profesionales, muy exclusiva –dijo, poniendo los ojos en blanco.
–¿Utilizas señoritas de compañía? –Bastian arrugó la frente y curvó su sensual boca con expresión de disgusto.
–No me importaría utilizar a esta rubia –dijo Guy, con una mirada lasciva, eludiendo la pregunta.
–Has dicho que trabajaba para mí –Bastian enarcó una ceja de color ébano.
–Así es, becaria en prácticas con un contrato de tres meses, en esta planta. Emmie... trabaja como investigadora para tu asistente personal.
Bastian, atónito, volvió a centrar su atención en la pantalla.
–¿Esa es Emmie? –preguntó con incredulidad, rememorando la imagen de la joven en el trabajo: pelo recogido en la nuca, gafas sobre la nariz, ropa pasada de estilo. Aún con el ceño fruncido, Bastian centró su atención en el oscuro lunar que había en el centro de la mejilla de la rubia, y recordó que la investigadora tenía la misma marca en el mismo lugar–. ¡Diablos, sí que es ella! ¿Está pluriempleada como acompañante?
–Es evidente. Pero lo que a mí me gustaría saber es por qué se viste como un patito feo cuando viene a trabajar aquí –le confió Guy–. Según la página web, se llama Emerald.
Sebastiano abrió su ordenador y pulsó varias teclas para acceder a la lista de personal. Sí, Emmie no era diminutivo de Emily o Emma, como supondría casi todo el mundo; su nombre auténtico era Emerald. Así que, por increíble y extraño que le pareciera, era la misma mujer.
–¿No crees que mejora un montón cuando se arregla? –Guy soltó una risita lujuriosa.
Bastian no habría descrito a la becaria en prácticas como un patito feo, pero tenía que admitir que las pocas veces que la había visto ella había conseguido irritarlo.
«El azúcar es malo para los dientes», le había dicho un día, al llevarle el café, fuerte y dulce como a él le gustaba.
«Los modales hacen al hombre», se había burlado, cuando él salió por una puerta delante de ella y casi chocaron en el umbral.
Pero había notado que, aun con las típicas medias negras tupidas, tenía unas piernas increíblemente largas, de esas que un hombre se imaginaba rodeando su cintura. Una acompañante, rumió pensativo, una mujer cuya compañía estaba disponible a un precio. Si se arreglaba como en la foto, sería un caramelito de lo más presentable colgada de su brazo y, además, tendría que cumplir con sus expectativas. Posiblemente no fuera consciente de todas las cláusulas de su contrato de empleo temporal; una de ellas especificaba que no podía hacer nada que pudiera dañar la reputación de la empresa. Y un lucrativo negocio como acompañante de hombres ricos no podía considerarse respetable. Él nunca había utilizado un servicio de compañía, ni se habría planteado hacerlo en circunstancias normales, pero en ese momento le gustaba la idea de contratar a una mujer que lo acompañara a la boda de su hermana. No tendría que pedir favores a nadie, ni fingir interés por una mujer por la que no sentía nada. Además, no habría lugar para malentendidos: él pagaría a Acompañantes Exclusivas y ella haría lo que le pidiera. Cuanto más lo pensaba, más le gustaba la idea; estaría bajo su control, igual que lo estaría un robot.
Emmie se tragó un bostezo con dificultad mientras Marie, la asistente personal de Bastian Christou, le daba detalles exhaustivos sobre la empresa que quería que investigara. Con una mano, se frotó la pierna dolorida, que siempre la incomodaba cuando pasaba demasiado tiempo en pie. Su pierna derecha había resultado gravemente dañada en un accidente de coche cuando tenía doce años, y Emmie había pasado mucho tiempo incapacitada, al principio en una silla de ruedas y después lo bastante fuerte para utilizar muletas. De hecho, si no se hubiera sometido a cirugía experimental privada nunca habría vuelto a caminar sin ayuda; seguía sintiéndose tan agradecida por la cirugía que no solía dar la menor importancia a los dolores ocasionales.
Por desgracia, su cansancio hacía que le resultara virtualmente imposible concentrarse y, no por primera vez, Emmie se maravilló de haber sido capaz de creer que un trabajo en prácticas, sin sueldo, sería la solución perfecta para su crisis de desempleo. Tras pasar meses con un contrato temporal en la biblioteca local, Emmie había estado dispuesta a probar cualquier cosa para poner en marcha su carrera. Sin embargo, había saltado de la sartén al fuego. Aunque tenía varias amistades que trabajaban sin sueldo para añadir experiencia a su currículum, todas ellas contaban con apoyo financiero de sus padres.
Emmie no era tan afortunada en ese sentido. A pesar de estar licenciada en Empresariales, la crisis económica había reducido los puestos de trabajo, y los pocos que había iban a solicitantes con las habilidades y saber hacer que solo se obtenían gracias al trabajo práctico. Tras innumerables solicitudes sin éxito, Emmie había aceptado que necesitaba experiencia para mejorar sus oportunidades. Al principio se había alegrado enormemente cuando consiguió la plaza de prácticas en Corporación Christou, una de las empresas de software más agresivas y de más éxito de Londres.
Como nunca había vivido en la gran ciudad como adulta independiente, al principio no había sido consciente del reto que supondría llegar a fin de mes. Y entonces Odette, la madre a la que hacía mucho tiempo que no veía, se había puesto en contacto con ella y le había ofrecido su habitación de invitados. Emmie había aceptado gustosa la oferta de un alojamiento barato sin el que no habría podido aceptar el empleo. En ningún momento había pensado que su madre podía tener un motivo ulterior al invitarla a su casa. Ingenuamente, Emmie había agradecido la oportunidad de llegar a conocer a la madre a la que había visto por última vez cuando tenía doce años. Desde esa edad, Emmie y sus dos hermanas habían sido criadas por su hermana mayor, Kat, en el Distrito de los Lagos y, aunque era consciente de que a Kat no le había gustado nada el plan de que viviera en Londres con su madre, no había interferido; se había limitado a advertirle que Odette podía ser «difícil». Sin embargo, la palabra «difícil» no empezaba siquiera a describir los problemas que estaba teniendo; Emmie deseó para sí no tener que enfrentarse a otra interminable pelea cuando llegara a casa.
Su primer inquietante descubrimiento tras mudarse a vivir con Odette había sido que su madre se ganaba muy bien la vida con una agencia de señoritas de compañía por Internet. Más impactante aún había sido el empeño de Odette en que se uniera a su lista de acompañantes y se ganara así la vida. Cuando Emmie se había negado e insistido en trabajar como camarera cinco noches a la semana, Odette se había puesto furiosa y, a pesar de que Emmie le entregaba cada penique de sus míseras ganancias, seguía enfadada e insatisfecha con su hija.
Tal vez, lo más desalentador para Emmie había sido darse cuenta de que su madre no la quería, no tenía ningún deseo de conocerla mejor y no se arrepentía en absoluto de haberla dejado al cuidado de su hermana mayor cuando tenía doce años. Había sido una curva de aprendizaje pronunciada y dolorosa que había ayudado a Emmie a entender que había ido a vivir con su madre con la esperanza de retomar una relación que solo había existido en su