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A principios de verano del 72, para celebrar sus recién estrenados 13 años, mi hermano Nacho prendió fuego a la montaña de vilanos que se amontonaban en el jardín de nuestro vecino Marcos, en Torrelodones.
El fuego pasó de los vilanos a la paja, las hojas secas, los rastrojos, las piñas, las ramas caídas, y al fin saltó al porche de entrada, los cercos de las ventanas, la puerta de entrada, las vigas de madera del techo, la casa entera.
Todos los vecinos se acercaron a ver el incendio desde la acera de enfrente, y cuando llegaron los bomberos ya solo quedaban las brasas.
─Yo no he sido ─dijo mi hermano en un susurro autoinculpatorio mucho antes de que nadie le preguntara nada.
Mi madre le vació los bolsillos, y le requisó la caja de cerillas medio vacía que aún guardaba en su bolsillo derecho.
─¿Cuántas veces tengo que decirte que está prohibido jugar con juego?
─Pero es que hoy es mi cumpleaños ─se defendió mi hermano─. Yo creí que en mi cumple podía hacer lo que yo quisiera.
Yo no sé por qué se extrañan de que años después Nacho fuera miembro activo de una asociación de ayuda a drogodependientes, voluntario en educación de niños esquizoides, mediador social en conflictos matrimoniales, y sindicalista.
Parece que su cumpleaños no acaba nunca: Toda la vida jugando con fuego.
Vendo canastilla, cuna, faldón de cristianar, cochecito, patucos y bañera portátil. No guardo las cajas originales, pero está todo sin estrenar. Preguntar por Hemingway. Ref. 4587-F.
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Vendo preciosa mortaja de seda color rosa palo, con encajes y bordados de punto de cruz. Mi madre ya no la quiere. Se fue a Benidorm hace 3 meses con el hermano del presidente de la Comunidad de Vecinos, y no piensa regresar. Ref. 8764-R.
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Vendo silla de ruedas con 6 ruedas, las dos intermedias motrices neumáticas. Tiene 2 motores de 400 ó 500W. Lleva incorporado un abuelo con Alzheimer sentado en ella. Va todo junto, no por separado. Precio a negociar. Ref. 98734-J
Me contaron que poco antes de hacer su primera comunión, a los siete años, mi hermano Alberto tomó la costumbre de esconderse en el balcón que daba a la calle Goya, tumbarse boca abajo contra el suelo de baldosines color naranja, y cada vez que pasaba alguien distraído por la acera, arrojarle pinzas, garbanzos, pilas, mocos, lo que fuera.
Nunca pasaba más de media hora antes de que el portero, don Ramón, subiera a meter en cintura al francotirador vocacional. Yo aún no había nacido, y aún pasarían siete años más antes de que me decidiera a ser otro habitante descontento con este mundo. Creo que Alberto siempre necesitó echar afuera algo que le quemaba dentro, desde muy pequeño, pero jamás encontró la manera.
Eso sucedió antes, muchos años antes de que también tirara su vida por la ventana, abandonara a Claudia, su mujer, y a sus tres hijos, mis sobrinos, y se quedara sordo una tarde de invierno de 1992, jugando a reventar televisores de blanco y negro abandonados por sus dueños en vertederos ilegales a las afueras de Gijón.
Nunca nos dijo de dónde había sacado ni dónde escondía los cartuchos de dinamita que utilizó entonces, ni si tenía más almacenados en algún lugar. Yo creo que se reventó los tímpanos a propósito, para dejar de escuchar nuestras monsergas. Dejamos de hablarnos, si es que antes lo habíamos hecho alguna vez.
Cinco años más tarde fue él mismo el que se lanzó al vacío desde el punto más alto de la noria gigante el día que nos reunimos toda la familia para celebrar las bodas de oro de mis padres. Su cuerpo se reventó contra el suelo con un sonido sordo, casi imperceptible, mientras la música de la noria continuaba sonando de modo absurdo.
A mí me dio pena, pero también rabia, que escogiera ese día. Está claro que fue su último mensaje de protesta, el grito del que no puede usar las palabras para contar lo que le pasa. Yo al menos lo entendí así, y esa misma noche empecé a escribir como estrategia para cerrarle el paso a la muerte. Así que le debo mi escritura, a su pesar, pero no pienso agradecérselo.
Imagen: Flávio Brandao
Eugenia me regaló una brújula el día que cumplí 29 años. Me la dio en casa de mis padres, durante la cena, justo después de cortar la tarta que mi madre había comprado para el postre.
--¡Oye, qué bonita! --dijo mi hermano Ricardo, siempre tan
envidioso--. Se nota que tiene buen gusto la chica. Casi siempre, vaya, porque seleccionarte a ti no dice demasiado a su favor.
--Ella no me eligió a mí --le dije--. ¿Qué sabrás tú? Fue un flechazo, payaso.
--¿Flechazo o bastonazo? A mí me dijeron que había perdido una apuesta, y que se tuvo que aguantar con el paquete.
Hablar con Ricardo y perder el tiempo era una misma cosa. No necesitaba seguirle el rollo, así que le di la espalda y me concentré en la brújula.
Era muy bonita, eso es verdad. Dorada, metálica, de diseño antiguo, y se cerraba sobre sí misma como los monederos de antes, haciendo un ruido diminuto y relajante.
El problema estaba en que era la segunda vez que me regalaban una brújula. Y por segunda vez llegaba en una época de tensión y tormenta. La primera fue a los nueve años, cuando mis padres me enviaron un mes de campamento a Santander el mismo verano en que estuvieron a punto de divorciarse.
Esta segunda vez tuve motivos para sospechar que la brújula no era en realidad un regalo, sino una amenaza, o quizá una acusación velada. Eugenia siempre supo cómo herir mi orgullo, y ya llevaba un tiempo, quizá semanas, mascullando que en cualquier momento se echaba la manta a la cabeza y se iba de casa, ahí te quedas, guapo, y quejándose de que yo era incapaz de localizar su clítoris ni aunque se afeitara el coño y le tatuaran señales de tráfico en la entrepierna.
Así que la brújula bien podía ser para que yo fuera a buscarla en caso de que desapareciera, tarea bien difícil, sobre todo porque en ese caso ella no iba a facilitar el ser localizada, por más que me regalara una brújula; o bien el regalo era para que le encontrara el clítoris, una ayuda para combatir la ineptitud sexual. En definitiva me estaba llamando inútil, torpe, y manazas, así sin más.
--Te has pasado, ¿no? --le dije un poco mosca--. ¿Qué quieres que te busque con esta brújula?
Me costaba creer que me lanzara esa indirecta tan directa precisamente el día de mi cumpleaños, y en casa de mis padres, delante de todos. Me pareció un insulto. Me había perdido el respeto sin ningún escrúpulo.
--No tienes que buscar nada, bobo --me dijo arrugando la nariz--. Esta brújula es para que no pierdas el Norte de tu vida, y para que nunca te desvíes de tu camino. Con ella siempre sabrás cuál es el Norte.
--¿ Y si prefiero el Sur? --le pregunté con ganas de abofetearla allí mismo.
--Pues te vas en dirección contraria al Norte, y ya está. No es tan difícil. Para eso han dibujado una rosa de los vientos bajo el puntero imantado. Vaya cosa. ¿Te pasa algo? Te veo un poco agresivo. Si no te gusta la brújula puedes cambiarla, creo que aún tengo el tique de compra --dijo con voz de pito, haciéndose la inocente.
Mis padres y mi hermano Ricardo nos miraban en silencio, un poco extrañados por la conversación de besugos que teníamos Eugenia y yo.
--Bueno, vamos a ver para quién es el trozo más grande de la tarta. Que escoja el cumpleañero --dijo mi madre acercándome la tarta ya cortada en grandes trozos.
--Pues para ir a la casa de putas no necesito brújula, que te enteres --dije levantándome con tanta fuerza que la silla cayó al suelo.
--¡Cojones! --dijo mi padre. Fue la primera vez que le oí decir un taco.
Eugenia y mi madre, como si ambas estuvieran de acuerdo o hubieran ensayado una coreografía con antelación, levantaron las cejas y se llevaron la mano a la boca al mismo tiempo.
--¿Qué coño ha pasado aquí? --dijo mi hermano Ricardo.
Han pasado quince años, y no he vuelto a ver a Eugenia desde entonces. Pero la brújula sigue encima de mi mesa, siempre dispuesta a amargarme la vida.
Desde hace año y medio Malena está encerrada en una celda cuadrada de 1,2 metros de lado.
Ni siquiera en diagonal puede dormir estirada, porque la diagonal no alcanza el 1,70 que ella necesita. La culpa es de Pitágoras, se ríe Malena, aunque no tenga ni puta gracia. Además lleva todo ese tiempo sin comer. Debería estar muerta desde hace mucho, pero el problema es que Malena ya estaba muerta antes de que la metieran en esa celda, y los muertos no mueren dos veces. Al menos no de hambre, ni de sed. Malena se aburre, qué remedio, y lo que más le aterra es que se hayan olvidado de ella, o que los vampiros que la encerraron allí hayan desaparecido, se hayan marchado a otro lugar, hayan sido exterminados.
Pero no. Los vampiros siguen allí, al otro lado de la puerta. Y el tiempo, que ciertamente es el que es, y que ha gastado año y medio de balde, no ha dejado la menor huella en Malena. Cirugía plástica de de ultratumba. Maravillas del formol y de la la ultracongelación. ¿Malena está congelada, como Walt Disney y los muslos de pollo de Mercadona, o en una urna de cristal bañada en formol como el pene de Napoleón?
Puede ser, pero ya va siendo hora de sacarla de esa celda, que le de un poco el aire.
Así pues, bajo el volcán Kracatoa hay un movimiento telúrico, una falla se disloca y la puerta de la celda de Malena se hace trizas. Deus est machina, Malena está libre.
Esa es la gran ventaja de escribir con respecto al cine: los autores tienen a su disposición todos los medios técnicos que quiera. ¿Un volcán? Pues marchando un volcán. Pero si prefieres un meteorito, yo desvío en un momento la órbita de Halley y te lanzo un pepinazo donde más te guste. También tengo centrales nucheares dispuestas a estallar, y a un sobrino de Bin Laden cabreado con cinco bombas en una camioneta.
Malena sale de la celda. Del armario. Del silencio.
Tiene un verano por delante, y hasta es posible que se enamore. Para eso se hicieron los veranos, ¿no?