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sábado, 30 de marzo de 2013

Historia de amor

"Historia de amor I" es un microcuento de menos de 1 minuto. Cuenta la historia de amor insólita entre un hidroavión y una ballena. El amor no tiene fronteras, y si no que se lo pregunten al piloto del avión de la base austral. 


Más info en:
http://wwww.tallerdeescritura.com
http://wwww.enriquepaez.com
http://wwww.enriquepaez.blogspot.com

Más videos en
http://www.youtube.com/user/creatividadliteraria

sábado, 23 de marzo de 2013

Génesis de una nueva especie: El catoblepas

Un microcuento de 1 minuto que se inserta dentro de la tradición de los bestiarios y los animales fantásticos: "Génesis de una nueva especie" o "El catoblepas". Un monstruo imaginario que nace de la glotonería, los nervios, la impaciencia y la mala costumbre de comerse las uñas. 
Un género literario con autonomía que recibe diferentes nombres: Microcuentos, cuentos breves, minicuentos, hiperbreves, cuentos cortos, ultrabreves, cuentos mínimos, breverías. 
Grabado en marzo de 2013 en Tenerife, España. 
Música de fondo: Van Syla - The Pilgrim Road, con licencia Creative Commons. 



Enrique Páez es un escritor español con más de 30 libros publicados. Ha sido traducido a diez idiomas. De sus libros se han vendido un millón de ejemplares en total. 
Dirige el Taller de Escritura http://www.tallerdeescritura.com y coordina la Red Internacional de Cuentacuentos (RIC) International Storytelling Network http://www.cuentacuentos.eu , un proyecto que agrupa a más de 1.000 narradores de 48 países en los 5 continentes. 
En la actualidad vive en Tenerife, España, y dedica la mayor parte de su tiempo a la escritura.

sábado, 16 de marzo de 2013

"La venganza de Miranda", un microcuento de terror


"La venganza de Miranda", un microcuento de terror escrito por Enrique Páez. Cuenta la historia de una mujer que se venga de su asesino después de la muerte. Un relato corto, ultrabreve, dentro del género de los microcuentos de miedo. 


Más info en:

viernes, 4 de enero de 2013

"Comisaría", un microcuento contra la tortura

Escribí el relato "Comisaría" hace siete años, con  la esperanza de que en algún momento pasara a ser una leyenda urbana, inexistente, lejana. 
Pero sigue siendo una historia contemporánea. Demasiado, para mi gusto. 
Es un relato contra la tortura, de apenas un minuto veinte segundos. 

sábado, 24 de marzo de 2012

Jugar con fuego

A principios de verano del 72, para celebrar sus recién estrenados 13 años, mi hermano Nacho prendió fuego a la montaña de vilanos que se amontonaban en el jardín de nuestro vecino Marcos, en Torrelodones.

El fuego pasó de los vilanos a la paja, las hojas secas, los rastrojos, las piñas, las ramas caídas, y al fin saltó al porche de entrada, los cercos de las ventanas, la puerta de entrada, las vigas de madera del techo, la casa entera.

Todos los vecinos se acercaron a ver el incendio desde la acera de enfrente, y cuando llegaron los bomberos ya solo quedaban las brasas.

Yo no he sido dijo mi hermano en un susurro autoinculpatorio mucho antes de que nadie le preguntara nada.

Mi madre le vació los bolsillos, y le requisó la caja de cerillas medio vacía que aún guardaba en su bolsillo derecho.

¿Cuántas veces tengo que decirte que está prohibido jugar con juego?

Pero es que hoy es mi cumpleaños se defendió mi hermano. Yo creí que en mi cumple podía hacer lo que yo quisiera.

Yo no sé por qué se extrañan de que años después Nacho fuera miembro activo de una asociación de ayuda a drogodependientes, voluntario en educación de niños esquizoides, mediador social en conflictos matrimoniales, y sindicalista.

Parece que su cumpleaños no acaba nunca: Toda la vida jugando con fuego.

jueves, 22 de marzo de 2012

Anuncios de segunda mano

Vendo canastilla, cuna, faldón de cristianar, cochecito, patucos y bañera portátil. No guardo las cajas originales, pero está todo sin estrenar. Preguntar por Hemingway. Ref. 4587-F.

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Vendo preciosa mortaja de seda color rosa palo, con encajes y bordados de punto de cruz. Mi madre ya no la quiere. Se fue a Benidorm hace 3 meses con el hermano del presidente de la Comunidad de Vecinos, y no piensa regresar. Ref. 8764-R.

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Vendo silla de ruedas con 6 ruedas, las dos intermedias motrices neumáticas. Tiene 2 motores de 400 ó 500W. Lleva incorporado un abuelo con Alzheimer sentado en ella. Va todo junto, no por separado. Precio a negociar. Ref. 98734-J


miércoles, 7 de marzo de 2012

Mi hermano Alberto

Me contaron que poco antes de hacer su primera comunión, a los siete años, mi hermano Alberto tomó la costumbre de esconderse en el balcón que daba a la calle Goya, tumbarse boca abajo contra el suelo de baldosines color naranja, y cada vez que pasaba alguien distraído por la acera, arrojarle pinzas, garbanzos, pilas, mocos, lo que fuera.

Nunca pasaba más de media hora antes de que el portero, don Ramón, subiera a meter en cintura al francotirador vocacional. Yo aún no había nacido, y aún pasarían siete años más antes de que me decidiera a ser otro habitante descontento con este mundo. Creo que Alberto siempre necesitó echar afuera algo que le quemaba dentro, desde muy pequeño, pero jamás encontró la manera.

Eso sucedió antes, muchos años antes de que también tirara su vida por la ventana, abandonara a Claudia, su mujer, y a sus tres hijos, mis sobrinos, y se quedara sordo una tarde de invierno de 1992, jugando a reventar televisores de blanco y negro abandonados por sus dueños en vertederos ilegales a las afueras de Gijón.

Nunca nos dijo de dónde había sacado ni dónde escondía los cartuchos de dinamita que utilizó entonces, ni si tenía más almacenados en algún lugar. Yo creo que se reventó los tímpanos a propósito, para dejar de escuchar nuestras monsergas. Dejamos de hablarnos, si es que antes lo habíamos hecho alguna vez.

Cinco años más tarde fue él mismo el que se lanzó al vacío desde el punto más alto de la noria gigante el día que nos reunimos toda la familia para celebrar las bodas de oro de mis padres. Su cuerpo se reventó contra el suelo con un sonido sordo, casi imperceptible, mientras la música de la noria continuaba sonando de modo absurdo.

A mí me dio pena, pero también rabia, que escogiera ese día. Está claro que fue su último mensaje de protesta, el grito del que no puede usar las palabras para contar lo que le pasa. Yo al menos lo entendí así, y esa misma noche empecé a escribir como estrategia para cerrarle el paso a la muerte. Así que le debo mi escritura, a su pesar, pero no pienso agradecérselo.

lunes, 5 de marzo de 2012

Máscaras

Soy el hombre sin rostro. Tengo ocho máscaras colgadas en la pared: mi vestuario privado de gestos. No necesito más. Antes, dependiendo del día, con quién quedaba, o qué quería conseguir en ese instante, me ponía la careta que creía más apropiada. Pero siempre me equivocaba. Para conseguir trabajo me colgaba la cara de alegría, pero eso no les gusta a los jefes, que suelen preferir el cansancio. Para regatear los precios en un mercadillo usaba la incredulidad, cuando lo que de verdad necesitaba era la sorna, y a veces la tristeza. Para enamorar a una chica usaba el asombro, cuando tenía que haber usado el dolor, y hasta la furia. Es raro, lo sé, yo no tengo la culpa. No entiendo nada. Ahora uso las máscaras al azar, y parece que funciono mejor. Ya soy un ciudadano normal. Mis hijos dicen que soy un buen padre. A veces ni me acuerdo de que no tengo rostro.
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Imagen: Flávio Brandao

jueves, 1 de marzo de 2012

La brújula

Eugenia me regaló una brújula el día que cumplí 29 años. Me la dio en casa de mis padres, durante la cena, justo después de cortar la tarta que mi madre había comprado para el postre.


--¡Oye, qué bonita! --dijo mi hermano Ricardo, siempre tan

envidioso--. Se nota que tiene buen gusto la chica. Casi siempre, vaya, porque seleccionarte a ti no dice demasiado a su favor.


--Ella no me eligió a mí --le dije--. ¿Qué sabrás tú? Fue un flechazo, payaso.


--¿Flechazo o bastonazo? A mí me dijeron que había perdido una apuesta, y que se tuvo que aguantar con el paquete.


Hablar con Ricardo y perder el tiempo era una misma cosa. No necesitaba seguirle el rollo, así que le di la espalda y me concentré en la brújula.

Era muy bonita, eso es verdad. Dorada, metálica, de diseño antiguo, y se cerraba sobre sí misma como los monederos de antes, haciendo un ruido diminuto y relajante.


El problema estaba en que era la segunda vez que me regalaban una brújula. Y por segunda vez llegaba en una época de tensión y tormenta. La primera fue a los nueve años, cuando mis padres me enviaron un mes de campamento a Santander el mismo verano en que estuvieron a punto de divorciarse.


Esta segunda vez tuve motivos para sospechar que la brújula no era en realidad un regalo, sino una amenaza, o quizá una acusación velada. Eugenia siempre supo cómo herir mi orgullo, y ya llevaba un tiempo, quizá semanas, mascullando que en cualquier momento se echaba la manta a la cabeza y se iba de casa, ahí te quedas, guapo, y quejándose de que yo era incapaz de localizar su clítoris ni aunque se afeitara el coño y le tatuaran señales de tráfico en la entrepierna.


Así que la brújula bien podía ser para que yo fuera a buscarla en caso de que desapareciera, tarea bien difícil, sobre todo porque en ese caso ella no iba a facilitar el ser localizada, por más que me regalara una brújula; o bien el regalo era para que le encontrara el clítoris, una ayuda para combatir la ineptitud sexual. En definitiva me estaba llamando inútil, torpe, y manazas, así sin más.


--Te has pasado, ¿no? --le dije un poco mosca--. ¿Qué quieres que te busque con esta brújula?


Me costaba creer que me lanzara esa indirecta tan directa precisamente el día de mi cumpleaños, y en casa de mis padres, delante de todos. Me pareció un insulto. Me había perdido el respeto sin ningún escrúpulo.


--No tienes que buscar nada, bobo --me dijo arrugando la nariz--. Esta brújula es para que no pierdas el Norte de tu vida, y para que nunca te desvíes de tu camino. Con ella siempre sabrás cuál es el Norte.


--¿ Y si prefiero el Sur? --le pregunté con ganas de abofetearla allí mismo.


--Pues te vas en dirección contraria al Norte, y ya está. No es tan difícil. Para eso han dibujado una rosa de los vientos bajo el puntero imantado. Vaya cosa. ¿Te pasa algo? Te veo un poco agresivo. Si no te gusta la brújula puedes cambiarla, creo que aún tengo el tique de compra --dijo con voz de pito, haciéndose la inocente.

Mis padres y mi hermano Ricardo nos miraban en silencio, un poco extrañados por la conversación de besugos que teníamos Eugenia y yo.


--Bueno, vamos a ver para quién es el trozo más grande de la tarta. Que escoja el cumpleañero --dijo mi madre acercándome la tarta ya cortada en grandes trozos.


--Pues para ir a la casa de putas no necesito brújula, que te enteres --dije levantándome con tanta fuerza que la silla cayó al suelo.


--¡Cojones! --dijo mi padre. Fue la primera vez que le oí decir un taco.


Eugenia y mi madre, como si ambas estuvieran de acuerdo o hubieran ensayado una coreografía con antelación, levantaron las cejas y se llevaron la mano a la boca al mismo tiempo.


--¿Qué coño ha pasado aquí? --dijo mi hermano Ricardo.


Han pasado quince años, y no he vuelto a ver a Eugenia desde entonces. Pero la brújula sigue encima de mi mesa, siempre dispuesta a amargarme la vida.

martes, 10 de enero de 2012

Los niños están para comérselos

Yo siempre quise comerme un niño. Todos lo hemos pensado alguna vez cada vez que nos asomamos a una cuna en casa de amigos o a un cochecito en el parque. “¿No está para comérselo?”, nos pregunta la madre. Vaya que sí.
Yo creo que a la parrilla puede estar muy bien, en una barbacoa, sin más misterio. O también al horno, a cuatro patas y en posición fetal, con una manzana reineta en la boca, una ramita de perejil en el culo, y dos rodajas de limón entre los muslos. O la mejor de todas: empalado y dando vueltas en un asador como en los dibujos de Asterix el Galo, o los pollos a L’ast de la avenida de la Albufera. Quizá con un chorrito de limón, o de vino blanco, una pizca de mostaza, y la piel untada con aceite. Los riñones, el hígado, los pulmones, las criadillas y el corazón aparte. Igual que los sesos y la lengua. Aparte no quiere decir a la basura, mucho cuidado, sino servido en un costado de la fuerte para poder diferenciar los sabores de muslo y pechuga con respecto al resto de la casquería. Desde mi punto de vista con los intestinos no hay nada que hacer. Son demasiado pequeños y estrechos, y no dan ni para hacer unas morcillas escuálidas de arroz o de cebolla. Y con la sangre tampoco, aunque los hay que consiguen solidificarla con un poco de gelatina, la cortan en pequeños taquitos y hacen un sofrito con cebolla y ajo. No digo que no esté mal, ni mucho menos, pero es que da mucho trabajo, y es un pringue. Yo, personalmente, me quedo con el magro. Pierna y brazo, o pata y paletilla, como lo quieras llamar.
Consejo: No hay que hacerlo mucho, porque es una carne muy tierna y se reseca en seguida, lo cual sería una pena. Los mejores son los niños añojos, de entre uno y dos años; o mejor aún si son lechones, de los que aún no ha sido destetados y ni siquiera han probado los potitos de Nestlé. Eso sí que son manjar de dioses.
Segundo consejo: A la madre no la inviten a comer, que en cuanto te descuidas se mosquea y te monta el pollo del año.

martes, 6 de diciembre de 2011

Déjà vu


Pepa ya no me quiere.
No me importa.
La odio.
La olvido.
¿Quién es Pepa?
Veo a una chica guapa.
Hola, ¿cómo te llamas?
¿Pepa? Qué bonito...

sábado, 3 de diciembre de 2011

Metamorfosis

Aquel niño murió a manos de un adolescente cruel; el mismo adolescente que fue degollado años después por un adulto despiadado; pasado el tiempo la ruleta de la vida hizo que aquel adulto se dejara vencer por un viejo; y el viejo, agotado, antes de morir, volvió a convertirse en niño.

viernes, 2 de diciembre de 2011

Un buen día


Al amanecer ella se despertó, se levantó, se duchó, regresó, y me la comió.

Ninguna otra cosa tuvo la menor importancia en todo el día.

jueves, 1 de diciembre de 2011

Anticipación


“Tendrás un hijo que acabará contigo”, me dijo la tarotista.

“Cortaré por lo sano, cabroncete”, dije al amputarme el miembro de un tajo.

sábado, 27 de agosto de 2011

Tras la máscara veneciena

En el embarcadero, de pie sobre el pasillo de madera que moría en el agua, estaba aquel hombre oculto tras una máscara veneciana de alpaca y una capa negra. La niebla esa noche era lo bastante densa como para desdibujar el contorno de cualquier persona u objeto que se encontrara a más de 20 metros de distancia. Tenía su mano derecha cubierta por un guante de cuero negro, una estrella dorada prendida en la capucha que le cubría la frente, y algunas cintas de raso de colores colgando de los hombros.

Podría ser un disfraz de carnaval veneciano, pero tanto Venecia como el carnaval quedaba muy lejos de allí.

Supe que aquel hombre estaba esperándome, y que había hecho un largo viaje con el único objeto de acabar conmigo. Yo también lo esperaba desde hacía años, con al certeza del que se sabe condenado a muerte, obligado a cambiar siempre de oficio y domicilio antes siquiera de haberme acostumbrado.

Hubo un tiempo en el que traté de averiguar o deducir el porqué de esa sentencia que pendía sobre mi cabeza. Yo no me sentía avergonzado de nada, excepto quizá de ser feliz de un modo despreocupado, pero una vez más tampoco podía asegurar que no fuera la felicidad, o la despreocupación, la que me convertía en culpable.

La amenaza y la sentencia de muerte que pesaba sobre mí no estaba publicada en ninguna parte, al menos que yo supiera, ni había sido pronunciada por juez alguno en mi presencia, pero era tan indiscutible como el crecimiento de las plantas tras la lluvia, o la sucesión de los atardeceres a intervalos regulares. Nadie necesitaba confirmármelo. Yo lo sabía, como una de esas verdades a priori que regulan el movimiento de los astros. Lo sabía, siempre lo supe, incluso llegue a aceptarlo por inevitable. Sabía que un hombre sin rostro me iba a encontrar, tarde o temprano, y que me iba a arrojar al vacío de la no existencia. Esa certeza no era algo que yo deseara en modo alguno, pero no había escondite ni negociación posible. Solo era cuestión de tiempo.

Y de pronto ese tiempo había terminado para mí. El hombre de la máscara veneciana, el que había sido enviado para acabar con mi vida, estaba frente a mí, cerrándome el paso en el embarcadero.

--Acaba de una vez --le dije, casi suplicando.

Tras la máscara no pude saber si hubo un gesto de burla, o de piedad, o de sadismo. Sus ojos brillaban en la oscuridad, pero su mirada estaba vacía de emociones, casi inhumana.

Yo llevaba mi pistola encima. No era para defenderme, sino para acabar conmigo mismo en el momento en el que la felicidad me abandonara. Y eso no había sucedido todavía.

Yo era feliz, y aquel hombre lo sabía, o debería saberlo. Saqué mi pistola y le disparé en el entrecejo que adivinaba tras la máscara. Defensa propia.

No sé por qué me tienen encerrado. Yo no merezco la cárcel. Yo era feliz, y he dejado de serlo. Debería estar muerto. Pero, ¿quién va a venir a buscarme ahora? Estoy condenado a la inmortalidad.

martes, 16 de agosto de 2011

Las aventuras de Catalina, Antón, Ernesto y Joana

En verano la hormiga Catalina se enamoró del zángano Antón.
Fueron felices durante un tiempo, o eso parecía.
Hasta que un día, al volver a casa un poco antes de lo previsto, la hormiga Catalina se encontró al zángano Antón jugando a los médicos y lamiéndole las patas al grillo Ernesto.
¡Qué disgusto, por dios!
Catalina se fue de casa dando un portazo antes de que Antón y Ernesto lograran siquiera desenredar sus patas.
--¿A que no sabes con quién se ha liado mi chulo Antón? --le dijo entre hipos Catalina a la mosca Joana.
--Hija, si es que estás en la inopia. Desde la charca hasta el río todos saben que tu zángano se lo monta con el grillo Ernesto todas las tardes. Menudo escándalo montan.
--Son todos unos cerdos --se lamentó Catalina.
--Nosotras siempre seremos el segundo sexo. Ya lo decía Simone de Beauvoir en su famoso libro --dijo la mosca Joana.
--Simone... ¿la de las 1001 recetas de cocina? --dudó Catalina--. No me suena.
--No, boba, esa es Simone Ortega, vaya cacao que tienes --respondió Joana.
--Necesito vengarme --concluyó Catalina.
--Pues aquí me tienes, princesa. Tú siempre me has gustado. Súbete a mi lomo, frótame las antenas y nos vamos de aquí volando.
Y así fue. De modo que si alguna vez, con ayuda de una lupa, ves a un zángano retozando con un grillo, y a una mosca planeando con una hormiga a cuestas, ya sabes quienes son: Antón, Ernesto, Catalina y Joana.



viernes, 22 de julio de 2011

Un trato bien simple

Aún faltaba media hora para amanecer cuando Paolo desanudó la cuerda que atrancaba la puerta y salió al campo abierto. Igual que cada día. No había luna, nunca la hubo, pero Paolo no necesitó luz alguna para llegar hasta el sembrado, apenas distante un kilómetro de la cabaña. Se situó mirando al este, como cada mañana, y empezó lanzar las semillas a los surcos, los pies descalzos sobre la tierra, saludando al sol que arañaba las cumbres de las montañas. A su espalda, la noche retrocedía acobardada, y Emilia se desperezaba en el camastro de paja. Emilia, la enamorada, cuerpo de violín, guayaba, fresa, estación terminal de todos los caminos.

A medida que avanzaba la mañana, mientras la siembra continuaba con la misma monotonía de todos los días, a Paolo le pareció escuchar a más de un kilómetro de distancia el ruido mínimo del agua escurriendo sobre la piel de Emilia, el sonido del cepillo desenredando su cabello, desanudando sueños, el roce del vestido sobre la piel iluminada, el aullido de las ventanas que se abrían.

La misma siembra cada día, durante semanas meses, años, décadas. Siempre la misma siembra, jamás la recogida. Ese era el trato. Las plantas jamás crecerían en esa tierra, jamás Paolo las recolectaría. Y a cambio siempre regresaría a casa al anochecer cansado y feliz, para comer apenas un bocado, y entregarse al cuerpo de violín de Emilia, la eterna enamorada.

El roble de la entrada estaba seco desde hacía más de doscientos años, desde que Paolo lo recordaba, y sin embargo siempre tenía trenzado en su rama más baja un ramo de flores silvestres recién cortadas.

El trato era bien simple, según Paolo: vivir siempre el mismo día, agotado y monótono hasta la extenuación, y morir siempre la misma noche en la que nunca habitó el desamor.

jueves, 21 de julio de 2011

Malena entre rejas

Desde hace año y medio Malena está encerrada en una celda cuadrada de 1,2 metros de lado.

Ni siquiera en diagonal puede dormir estirada, porque la diagonal no alcanza el 1,70 que ella necesita. La culpa es de Pitágoras, se ríe Malena, aunque no tenga ni puta gracia. Además lleva todo ese tiempo sin comer. Debería estar muerta desde hace mucho, pero el problema es que Malena ya estaba muerta antes de que la metieran en esa celda, y los muertos no mueren dos veces. Al menos no de hambre, ni de sed. Malena se aburre, qué remedio, y lo que más le aterra es que se hayan olvidado de ella, o que los vampiros que la encerraron allí hayan desaparecido, se hayan marchado a otro lugar, hayan sido exterminados.

Pero no. Los vampiros siguen allí, al otro lado de la puerta. Y el tiempo, que ciertamente es el que es, y que ha gastado año y medio de balde, no ha dejado la menor huella en Malena. Cirugía plástica de de ultratumba. Maravillas del formol y de la la ultracongelación. ¿Malena está congelada, como Walt Disney y los muslos de pollo de Mercadona, o en una urna de cristal bañada en formol como el pene de Napoleón?

Puede ser, pero ya va siendo hora de sacarla de esa celda, que le de un poco el aire.

Así pues, bajo el volcán Kracatoa hay un movimiento telúrico, una falla se disloca y la puerta de la celda de Malena se hace trizas. Deus est machina, Malena está libre.

Esa es la gran ventaja de escribir con respecto al cine: los autores tienen a su disposición todos los medios técnicos que quiera. ¿Un volcán? Pues marchando un volcán. Pero si prefieres un meteorito, yo desvío en un momento la órbita de Halley y te lanzo un pepinazo donde más te guste. También tengo centrales nucheares dispuestas a estallar, y a un sobrino de Bin Laden cabreado con cinco bombas en una camioneta.

Malena sale de la celda. Del armario. Del silencio.

Tiene un verano por delante, y hasta es posible que se enamore. Para eso se hicieron los veranos, ¿no?

miércoles, 1 de junio de 2011

Memento mori

No sé cómo, pero mientras veía el programa de Buenafuente por televisión, me convertí en una estatua de piedra. Al principio no me importó. Pensé que sería algo pasajero. Pero por el rabillo de ojos vi poco después cómo mi gato se empezaba a desdibujar. Perecía una estatua de arena azotada por el viento. En apenas tres minutos solo quedó de él un remolino de granos en desbandada.
Tras el gato, se desintegró el sofá, el salón, las paredes de mi casa...
Aún no sé si he dejado de existir, si he pasado a ser polvo en el viento, porque ya no tengo espejos en donde buscarme.
Además, esta entrada en el blog ya estaba programada desde ayer.