.Yo, que en muchas cosas soy de poca o ninguna originalidad, mal que me pese, tengo asumido, después de largas confesiones conmigo misma, que, aunque soy de natural independencia, de considerable autosuficiencia, de raro romanticismo, y de periódicas necesidades de soledad en completa autobolez, muchas veces veo como ideal compartir la vida con una pareja. Una de verdad. No sé contestarme exactamente por qué. Sé que aunque los japoneses perfeccionaran su invento, no me serviría...
Y sé que no creo (durante más de un par de meses seguidos, al menos) en los enamoramientos, que considero que son de una fragilidad hormonal y de una tendencia al error similar a, por ejemplo, la fiebre, y que acostumbran a hacer flaquear un verdadero lazo consistente y creativo. Sumativo y no restante. Con más de compañero que de competidor, tan habitual. Como dos perros marcando un terreno que consideran suyo.
Una pareja debiera estar constituida por algo parecido a una amistad intensa (A), a la que se le habría de sumar una poderosa atracción química (B), junto a algún rasgo que podamos admirar del otro (C). En mi caso, es fácil que sea la inteligencia (sobre todo cuando a ésta se le suma un portentoso sentido del humor) y/o la creatividad, especialmente cuando ésta es literaria o musical.
Pero es evidente que, en cuestiones de filias y fobias, las matemáticas no tienen nada que hacer, y A+B+C no garantiza en absoluto un = F (flechazo) ni aún menos un GA (gran amor). Hace falta un factor suplementario que modifica por completo el resultado: que se nos valore (fV). Entonces sí que ya es fácil que surjan F o GA por ambas partes (y ya sabemos que estar GA-GÁ facilita la pérdida de resistencias mentales, con las que nos perdemos lo mejor y nos resucitamos de lo peor de esta vida).
Pero tendré que asumir que pasados los primeros años (entre dos y diez, por ejemplo), lo más probable es que, a pesar de mi inquebrantable atractivo, mi elegancia natural, y mi excelente planta –por no referirme a los contenidos−, deje de despertar las más bajas pasiones de mi afortunadísimo elegido (en adelante, AE), y empiece a ocupar su sitio aquella vieja conocida llamada rutina. A esas alturas es posible que acabemos en aquello de “toca” polvo, pues venga. Se va acercando el sábado: ¿seguro que no prefieres depilarte? O bien aquella vieja insistencia en que me acabe la copa de vino –por otro lado, hazaña no muy complicada en mi caso− que ya se sabe que predispone al tema.
También tendré que asumir que cabe la posibilidad de que, llegado ese punto, a mi AE se le vayan los ojos detrás de un porcentaje cada vez más elevado de mujeres. A pesar de que es más que evidente que ninguna otra podrá hacerme sombra físicamente, no me llegará a la suela del zapato en cuanto a esa graciosa chispa que me sale de forma tan natural y es completamente imposible que haga el amor con ese salvajismo mío tan encantador, pongamos que mi AE pase por una fase de locura transitoria (o transitiva, si es de letras), y por aquello de la novedad se deje llevar más de la cuenta.
¿Me molestaría realmente la idea si no hubiera crecido con ese factor cultural? Si hubiera de pasarlo bien, y después lo compartiera conmigo (verbalmente, digo), de la misma forma que podría explicarme una cena con amigos o un cine a solas, ¿habría de ser objetivamente motivo de gran enfado y/o ruptura? Si se reprime, cabe también la posibilidad de que se desahogue con una febril actividad imaginativa (a la par que manual). ¿Debiera molestarme eso menos? Puesto que la atracción que se siente por alguien no se puede gobernar, ¿estamos todos seguros de que la fórmula sólo mental es la mejor posible?
Y ahora pongamos el caso opuesto, que me divierte muchísimo más. Durante los primeros años es posible que no concibiera aproximaciones físicas más que con mi (a esas alturas aún incomparable) AE. Como en el caso anterior, imaginemos una noche divertida, que acaba en algún sitio también divertido, de luces bajas y música a un volumen que obliga a hablar al oído. Allí conozco a un apuesto y seductor músico que le dedica sus artes a mi persona. Cuando se me acerca con una segunda copa, aparece el muñequito de marras: chiquitín, blanco y con alitas, con cara de AE apenado que parece decir “él nunca lo haría”. Al otro lado de mi cabeza, columpiándose en mi pendiente derecho, estoy yo en chiquitilla, con un traje de cuero rojo y cara de mala, diciendo “estas cosas no pasan cada día, no seas tonta y aprovecha”. Es posible que lo realmente lesivo sea llegar a ese punto, en que una ya se ha dejado seducir en buena parte y lleva rato exponiendo sus mejores plumas. Imaginemos que soy buena-buena, y le digo que buenas noches y me voy sin darle el teléfono. Parece evidente que lo haría por AE, por no hacerle daño. ¿O quizás es porque espero de AE un comportamiento similar en justa reciprocidad? ¿Concedemos para que los demás nos respondan en idéntica medida?
A los diez años de convivencia, es más que posible que las conversaciones se repitan, que veas venir lo que contestará AE a tu frase o sepas si ha tenido bronca con su jefe nada más verlo entrar por la puerta. Si hay que recurrir a los “facilitadores de conversación”, mal vamos.
Hay amor, está claro, pero las mutuas aportaciones se van empobreciendo con el tiempo. Sería complicado para la pareja que uno de los dos miembros se enamorara de una tercera persona, claro; pero una cana al aire, un polvete insustancial con alguien que te ha gustado, sin más pretensiones, ¿no podría incluso mejorar la pareja al introducir nuevos ingredientes?
Para variar, no tengo una respuesta. Sólo mil preguntas. Y lo que puedo decir es que intuyo que no me haría una especial gracia que una lagarta se beneficiara de mi AE. Pero ni siquiera de la primera fase. Y al primer contoneo que le viera hacer en sus morros, probablemente querría azuzarle una manada de lobos asesinos. En cambio, podría vivir tranquilamente en una situación de poligamia, siempre que fuera mía. ¿Estoy contaminada por mi cultura o simplemente soy muy lista? En este momento de cambio de modelos de pareja, ¿nos es completamente útil reprimirnos colectivamente en pos de un ideal que no corresponde a la realidad? ¿O nos pasará como me viene avisando mi amiga X, y en el lecho de muerte nos vendrán a la mente todas las oportunidades desperdiciadas?
Tengo entendido que la fidelidad es un invento judeo-cristiano para que los terratenientes de la época pudieran tener garantía de que sus herederos eran de su misma sangre. Pero eso hoy día nos importa más bien poco, ¿no? ¿Somos suficientemente maduros como para aguantar 'los cuernos' con elegancia porque lo que nos debería importar es la fidelidad del alma, la lealtad? Puesto que ya no se lleva lo de desheredar a los hijos, ¿debería actualizarse la moralidad dentro de la pareja?
En definitiva, el día que mi AE y yo compartamos la factura de la luz, ¿deberé reservarle la exclusiva de mi cuerpo serrano hasta que dejemos de ser víctimas del GA-GA-ísmo, cuando es posible que el jamón ya se haya secado considerablemente? ¿Deberá él mantenerse preservado de todas las lagartas contoneadoras de este mundo y, si fracasa esa relación espectacular, darme sinceramente las gracias por haberle librado de tales males? Y, de ser todo ello así, ¿qué grado de amor/entrega es necesario para que decidamos que es bueno ese planteamiento inicial? ¿Debería pactarse en cada nueva relación?
Pues eso, que no me parece fácil…
Nota: después de horas intentando subir las imágenes que tenía pensadas para esta entrada, decido rendirme. En un futuro próximo, espero, podrá verse con sus correspondientes fotitos. Por ahora queda un tanto insípido, así que espero de los que me leáis comentarios que le den color a la entrada y luz a mi confusión. .