Robert Louis Stevenson
Miro el reloj. Mierda, llego tarde. Lo vuelvo a mirar incrédulo. No puede ser. Acelero el paso al mismo tiempo que se me acelera el corazón. Miro como mis pies avanzan cada vez más rápido. Noto que se va formando una gota de sudor en la frente, que por su propio peso caerá rondando por la sien antes de explotar. No puedo andar más rápido sin echar a correr. La prisa me devora. Mis mejillas se encienden. Por un instante, desearía que se parara la vida apenas 5 minutos y así no tener que recurrir a las burdas excusas para justificar mi retraso. Pienso qué decir, vamos, pero no se me ocurre nada convincente. Nunca sé en que me entretengo cuando llego tarde. Suelo procurar ir con tiempo a los citas, pero luego todo se complica y el tiempo es más corto de lo que debería. Hoy he ajustado demasiado. Eso ha sido. Vuelvo a mirar el reloj por si me he equivocado leyendo la hora, pero no. Es tarde, religiosamente tarde. Y volverá a pasar que me miren con cara de decepción, como perdonándome la vida. Contarán cada minuto retrasado y suspirarán pensando que por llegar tarde soy un desastre. Sigo mi contrarreloj particular esquivando a la gente que obstaculiza mi camino. Quién pudiera pasear con tranquilidad. Hace un día precioso para hacerlo. Mi meta está cerca, casi la puedo ver. No quiero ni mirar más el reloj. Hago un último esfuerzo para que no se note el tiempo que lleva esperándote. Antes de cruzar la esquina, me freno, me sosiego. Y aparezco, como si saliera a escena. Pongo mi mejor cara de niño bueno y digo la única frase de la función: Lo siento, ¿llevas esperando mucho?