Giorgio Antei
OCASO DE VIANDANTES
Sobre viajes y pintores viajeros
Iba a Varsovia en busca de ciertos dibujos de Albert Berg, peintre-voyageur alemán (1825-1884),
y mientras el tren avanzaba a través del antiguo obispado de Posnania me decía que los viajes ya
no son lo que fueron y que los viajeros conforman una especie en vía de extinción: cantaleta
recurrente, que había comenzado a entonar muchos años atrás, cuando por vez primera me
acerqué a los pintores-naturalistas del siglo XIX. Sentado frente a mi sobre el asiento de
terciopelo rojo de primera clase un hombre bien vestido sostenía sobre las rodillas un bolso de
atleta del cual iba extrayendo una tras otras botellas de Zywiec. Descendió en Wroclaw ligero de
equipaje. Los compañeros de viaje se enfrentan a una igual suerte: en lugar de cruzar hombro a
hombro mares y selvas compartiendo fraternalmente el andar, hoy van cada uno por su camino,
ensimismados, tomando cerveza. Nadie recuerda la jornada de Gilgamesh y Enkidu al Bosque de
Cedros. Mientras el tren reanudava la marcha, me pregunté: ¿Cuantos milenios ha durado la
epopeya de los viajeros? Hasta tanto ha habito algo que descubrir y describir, me respondí, algo
que hallar y nombrar, algo desconocido, inesperado por relatar, algún lugar donde extraviarse. La
saga se ha prolongado hasta tanto emprender un viaje fue como adentrarse en un laberinto de
once espiras o como enfrentarse a lo infinito.
Con el fin de los viajes se ha resecado una de las fuentes primigenias de la imaginación y a
consecuencia se han quebrantado los sueños de fuga y las quimeras. Se han acabado las
peripecias, es decir, las demandas y las ordalías, y con ellas se ha esfumado el tiempo como curso
perpetuo y el espacio como horizonte incalculable. Se ha disipado una visión de la naturaleza, y
por ende ha languidecido ese sentimiento que otrora suscitara su espectáculo. Sin embargo –me
dije parado en Krakow–, en el vacío dejado por el ocaso de los viajeros pervive el germen de la
curiosidad, el sentido de la diversidad, la añoranza de algo largamente anhelado y fantaseado. El
arte de viajar seguirá subsistiendo en algún recodo de la memoria: por ello, precisamente, me
hallaba en el Berlin-Warsaw Express. Al cabo de veinte años dedicados a rescatar del olvido a un
puñado de viajeros, iba a Varsovia con ese mismo propósito, y me consolaba pensando que la
pasión de aventurarse y explorar sigue viva en obras como aquella que Albert Berg publicó a raíz
de su recorrido por el valle del Río Magdalena arriba hasta el volcán del Quindío.
«Quisiera haber vivido en la época de los “verdaderos” viajes —se afligía Claude Lévi-Strauss en
1955—, en aquel tiempo en que ofrecían en todo su esplendor un espectáculo aún no
embadurnado, contaminado y maldito». A continuación, exclamaba nostálgico: «¡Voyages,
coffrets magiques aux promesses rêveuses, vous ne livrerez plus vos trésors intacts!» [viajes,
cofres mágicos llenos de promesas fantásticas, ya no ofreceréis más vuestros tesoros intactos]; y
acababa increpando: «Ce que d'abord vous nous montrez, voyages, c'est notre ordure lancée au
visage de l'humanité» [lo que de ante mano nos mostráis, oh viajes, es nuestra inmundicia
arrojada a la cara de la humanidad]. Una civilización proliferante y sobrexcitada turba para
siempre jamás el silencio de los mares, toda vez que el perfume del trópico y la frescura de los
seres están contaminados por una fermentación cuyo hedor mortifica nuestros deseos, y nos
condena a recoger recuerdos a medio corromper. ¿Qué nos queda, pues? Los relatos de viaje, ya
que «ils apportent l'illusion de ce qui n'existe plus et qui devrait être encore, pour que nous
échappions à l'accablante évidence que vingt mille ans d'histoire sont joués» [ellos crean la
ilusión de lo que ya no existe y qué debería todavía existir, para que podamos librarnos de la
desoladora evidencia de que 20.000 años de historia se han malbaratado].
Paradójicamente, el fin de los viajes se debe en gran parte a los viajes mismos. Al atrapar la
geografía física y política con una red cada vez más tupida, los desplazamientos, las emigraciones
y los transportes han ido promoviendo un mundo siempre más homogéneo, caracterizado por una
cultura global en la cual, a la postre, está inscrita la pérdida de sentido de la noción misma de
viaje. Así pues, mientras que en otros tiempos viajar significaba ir al encuentro de la libertad, hoy
por hoy implica enfrentarse a algo opuesto, esto es, a lo finito y uniforme de nuestro horizonte.
Estamos atrapados en una “sociedad global de viajeros”, un mundo en el cual viajar, lejos de
construir una experiencia excepcional, se ha vuelto un ejército común, que no contribuye
mínimamente a la formación de nuestra identidad. Ya no hay nada nuevo bajo el sol, se ha
acabado la dialéctica de la alteridad, ha llegado a su fin esa confrontación problemática con el
“otro” que durante siglos ha permeado nuestro pensamiento y nuestro devenir. Escribía Paul
Bowles en 1963: «Siempre que viajo a un sitio que aún desconozco, espero que sea lo más
distinto posible de los lugares que ya he visitado… Si la gente y su manera de vivir fueran iguales
por doquier, desplazarse de un lugar a otro no tendría mucho oficio». Tan solo unas décadas
después, ya no hay quien viaje «avec le coeur joyeus d'un jeune passager» [con el corazón
gozoso de un pasajero imberbe], nadie que confíe en la inagotable variedad del mundo.
Después de haber indagado las multiformes costumbres de los pueblos lejanos, los naturalistasviajeros del siglo XVIII se percataron de la substancial uniformidad de la condición humana y
pudieron deducir el concepto de “hombre natural”. Un siglo más tarde, obra de otros científicos
itinerantes, se llegó a postular la correspondiente instancia evolutiva, es decir, la categoría de
“homo sapiens”. Sin embargo, en las postrimerías del XX, el último de los sabios-viajeros puso
en entredicho la validez de ambos rangos: el primero, por qué el hombre desconoce la supremacía
de la naturaleza; el segundo, porque… «se niega a hominizarse». Esto a pesar de la amenazas
que, precisamente a causa de su innatural actitud, se ciernen sobre el género humano. «De seguir
con sus tonterías el hombre corre el riesgo de desaparecer», adviertió Théodore Monod; luego,
con la irónica sabiduría de quién ha recorrido mucho mundo y averiguado por cuenta propia la
extensión de la estulticia, agregó: «Mais après tour, la nature existait avant l'homme, et elle
existera après… On peut seulement se demandar quel groupe zoologique remplacera les
primates. Moi, j'ai un candidas, les céphalopodes, calamars, poulpes, sèches et pieuvres» [pero
al fin y al cabo, la naturaleza existía antes que el hombre, y existirá después… Queda solo por
preguntarse qué grupo zoológico reemplazará los primates. De mi parte, tengo un candidato, los
cefalópodes, calamares, pulpos, piovras] .
En una perspectiva moral, al peligro de la Extinción se suma aquel (en cierto sentido aún más
grave) de la Perdición. Inmovilizado por la necedad y la desidia, el hombre ya no recorre el
camino de la Verdad ni bate el sendero de la Virtud, soslayando irresponsablemente la búsqueda
del Bien. Pese a que el lenguaje esté esparcido de expresiones relacionadas con el significado
ético del viaje, el acto de “partir en pos” ya no posee valor de prueba: los santos griales, los
judíos errantes y los penitentes han quedado atrás. «Ancha es la puerta y espacioso el camino que
lleva a la perdición… —reza el Sermon de la Montaña — ¡Qué estrecha es la puerta y que
angosto es el camino que lleva a la vida». Como tantas otras imágenes “andantes”, también las
metáforas evangélicas se han resecado, y con ella se han agotado los Paysages moralises y demás
representaciones pictóricas que por siglos se encargaron de ejemplificarlas. El Vicio y la Virtud
siguen divergiendo, pero sin tomar sendas opuestas, sin bifurcarse en ese bivium que la tradición
pedagógica elevó a emblema del humano albedrío. El horror al vacio, el miedo a lo desconocido,
las tretas simbólicas y las asperezas reales de la marcha pertenecen a una visión del mundo
definitivamente superada.
«El mundo es poco», concluyó Colón al cabo de sus travesías, pero no podía imaginar hasta que
extremo se apocaría a partir de entonces, hasta que punto sería despojado de su encanto; no podía
imaginar que la domesticación de la geografía y el sometimiento de la naturaleza pondrían fin a
la más fascinante aventura del espíritu. Por largo tiempo, la acción de ir de un lugar a otro
salvando obstáculos y cosechando gratificaciones, representó alegóricamente el “camino de
nuestra vida”. Este, entre otros, fue el caso del Vers Sacrum, el esforzado itinerario que
antiguamente debía llevar a cabo cualquier joven germano que quisiera hacerse un hombre, y que
en su desenvolvimiento simbolizaba el áspero recorrido de la vida virtuosa. Más en general, sobre
la misma analogía gira una gran variedad de viajes iniciáticos, sin importar el área geográfica y
cultural de referencia. A ella tampoco dejaron de acudir los viajeros cultos del siglo XVII y
XVIII, aunque el Grand Tour, es decir, el trayecto que los llevaba a los centros artísticos y
arqueológicos de Italia, poco tuviese de intrépido. A su hijo que invehía contra las molestias de la
marcha, Lord Chesterfield, por ejemplo, replicó que los viajes, con sus penas y sus delicias, eran
una metáfora del viaje de la existencia. En nuestra época viajar puede implicar todavía una que
otra incomodidad pero ya no puede hablarse de desafíos, pruebas y enseñanzas. A todas luces , el
valor emblemático y propedéutico del viaje ha quedado confinado en la tradición viatoria.
En el ámbito de la literatura de viajes una vida errabumda, en tanto que peremne desarraigo, es
interpretada a menudo como una condena. Sin embargo, en la medida en que la soledad del
viajero favorece la introspección, el deambular puede presentarse alternativamente como una
valiosísima experiencia formativa, imprescindible para la adquisición de la identidad. Se puede
ser vagabundo por necesidad o por elección, por un dictamen superior o por una decisión
personal: de estás disyuntivas deriva el que el viaje sea fuente de dolor o de felicidad, de agobio o
de libertad. «No hay otro mal peor, para los mortales, que el de andar errando» se lamentaba
Ulises de regreso a Itaca, y por cierto no le faltaban razones, siendo que por 10 años había vagado
en obediencia a un pérfido designio de los dioses. Sin embargo, aquél mismo héroe —
atendiéndonos a la letra de la Divina Comedia —volvió a emprender voluntariamente la vía del
mar, hasta perderse en él «en pos de la virtud y del saber». Dos experiencias antitéticas, entonces,
en cuyo contraste está encerrado el sentido indefinible del viaje y de la vida. «Vagamos por un
mar anchuroso, empujados de una a otro extremo, siempre inciertos y fluctuantes —observa
Pascal refiriéndose a su vez a la profunda semejanza entre la existencia humana y una incesante
romería—, …nada se detiene para nosotros». Este es nuestro estado natural, aunque sea a la vez
el más contrario a nuestras inclinaciones, concluye el filósofo. En otro punto, asevera que
«nuestra naturaleza está en el movimiento, toda vez que el reposo completo es la muerte» (no es
de extrañar, pues, que los hombres eviten la quietud, sin importar que la desdicha humana estribe
precisamente en «no saber permanecer en reposo en una habitación»). Un movimiento
oscilatorio, explica Pascal echo de idas y venidas —«itus et reditus»—: así es como actúa la
naturaleza humana, «pasa y vuelve, luego va más lejos, más tarde dos veces menos, otrora más
que nunca». Viajero por índole y por castigo, el hombre, en suma, costea una inestabilidad no
deseada sacrificando su propia felicidad, o más precisamente el sueño de «encontrar una tierra
firme… para edificar en ella una torre que eleve hasta el infinito»
Aunque convengamos con Pascal que el vaivén de la vida, al contrastar nuestra íntima propensión
al reposo, nos hace desdichados, no podemos olvidar que para otros el movimiento, trátese de
romerías o de mero vagabundeo, genera un gozo profundo e iluminador. «No hay felicidad para
aquel que no viaja —se lee en el Aitareya Brahmana, el código del peregrinaje budista— …así
que andas errando». En efecto, viajando el hombre lava sus culpas y se purifica, viajando rehúye
la molicie y elude la tentación de la codicia. Los peregrinos que en los siglos obscuros
emprendían extenuantes jornadas a los centros de la Cristiandad en pos de indulgencias, lo hacían
con la fe robusta y el corazón alborozado de quién, a cada paso, creía acercarse un poco más a la
salvación eterna. Un arrebato mucho más lúdico y sensual impelía a los “gyrovagi”, esos monjes
descarriados que, en contra de todas las regla, iban gozosos de un de un lado a otro, «esclavos de
sus apetitos». Y ¿Qué decir del júbilo de los sabios trashumantes, es decir, de aquellos maestros
que, en tiempos de universidades ambulantes, trasladaban su saber de un punto a otro de Europa
en busca de mejores contratos y mayores garantías académicas? Entiéndase como premio o como
castigo, todo viaje — en tanto que expresión de un impulso arquetípico— implica necesariamente
una búsqueda y una serie de pruebas: búsqueda de libertad, de la utopía, de la redención o del
saber; pruebas de identidad, de intrepidez, de discernimiento o de entereza. Nadie está exento:
demandas y retos son inherentes tanto a los caballeros andantes como a los peregrinos, los
giróvagos como a los doctores. Es posible que el secreto de una vida beatífica estuviera encerrado
en un cenobio —en aquella stabilitas que los benedectinos elevaron a regla monástica y principio
de vida—, pero desde que Adán probó el fruto del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, una vis
errática fue empujando al hombre hacia otros secretos.
«Y van los hombres por el mundo admirando las altas montañas y el extenso oleaje del mar y la
dilatada corriente de los ríos y la inmensidad del océano y el curso de las estrellas; y se olvidan
de si mismos». Con esta conocida admiración, San Agustín se sumaba a quienes entendían la
curiosidad como un pecado —como “concupiscencia de los ojos”—, con base en la convicción de
que los sentidos fueran instrumentos de extravío y corrupción. Merecedora del beneplácito cabal
de los antiguos (comenzando por Aristóteles), la voluntad de saber fue sometida a una dura
crítica por parte de los pensadores cristianos. Estos diferenciaron la sapientia de la scientia, es
decir, el entendimiento de las cosas divinas del conocimiento humano, y asimilaron el segundo a
una perniciosa curiosidad. El peligro estribaba en lo errático y engañoso de la curiositas, un
anhelo que, al no distinguir el bien del mal, los conocimientos buenos de los malos, empujaba al
hombre hacia el pecado. Por esto la curiositas — y con ella la scientia— era antitética a la
stabilitas (tal como el desorden se oponía al orden o la vida disipada de los gyrovagi a la
disciplina conventual). En su recorrido hacia el conocimiento verdadero, el asceta debía ascender
doce peldaños, para extraviarse, era suficiente descender uno, siendo que un saber mal
encaminado conducía indefectiblemente al orgullo. Como dijimos, de arrastrar al incauto hacia el
declive se encargaban los ojos. Una mirada inquisitiva y merodeadora, en efecto, era señal de
otros, más sospechosos, rodeos mentales, siendo que —como sostenía San Agustín— la
voluptuosidad de los ojos y la lubricidad de la mente eran inseparables (no era casual, pues, el
que los monjes debieran mantener la mirada clavada en el suelo). La curiosidad era expresión de
un intelecto errático (de un “vagabundeo de la mente”), que a su vez remitía a una propensión
andariega e incontinente del cuerpo. Por esto mismo, el ansia de andar por el mundo en pos de
una vana scientia debía ser suplida por el estudio de los libros —la studiositas—, una actitud
cognoscitiva que Tomás de Aquino emparejaba con la temperancia, o sea, con la estabilidad, el
orden y la moderación.
Para que la observación y el conocimiento sensible llegaran a ser moralmente justificables, hubo
que esperar el siglo XIV, cuando el humanismo naciente expurgó la noción de curiositas de sus
connotaciones peyorativas, abriendo paso a la indagación empírica y a los viajes de
descubrimiento. Clasificar la curiosidad entre las virtudes —valga la repetición— significó
remover los frenos morales impuestos hasta entonces a la búsqueda del saber y elevar a la
estatura de héroes a cuántos trataban de conocer el mundo, en primer lugar a los viajeros. (Sin
embargo, avanzado el siglo XVII, Pascal seguía afirmando que la curiosidad se reducía a vanidad
y qué, en cuanto tal, representaba «la enfermedad principal del hombre», tan grave que era menos
malo permanecer en el error» que caer víctima de ella). Significó también redimir los ojos de la
fama equivoca que se habían ganado entre los Padres de la Iglesia. Exonerada de los antiguos
cargos, la vista volvió a ocupar una posición dominante en la actividad cognoscitiva, hasta el
punto de ser ascendida a canal directo del alma. «Con mis ojos vi y con mis pies anduve», no se
cansaban de repetir orgullosamente los viajeros a las Indias Nuevas, sin darse cuenta de la
insalvable distancia que los separaba del Orbis Christianus, ignorando que, además de adentrarse
en una geografía imprevista, iban internándose en una historia inédita y sin retorno. «La
geografía es la mirada de la historia», proclamó Ortelius en 1570, en el prefacio del Theatrum
Orbis Terrarum, lo cual significaba que los exploradores, al trazar el perfil del espacio,
bosquejaban a la vez el curso del tiempo, en desempeño de una función demiúrgica reservada
hasta entonces al Omnipotente. Ortelius tenía razón. Elevando la observación a método, la
filosofía experimental no sólo dio un empuje decisivo a la exploración geográfica y a la
investigación científica, sino que puso en marcha la reinterpretación laica del mundo. Comenzó
así a resquebrajarse la Trinidad Naturaleza-Dios-Hombre.
El rescate de la curiosidad y la reivindicación de la vista no implicaron el reajuste automático de
los criterios de representación de la naturaleza. Por mucho tiempo, los rezagos de la credulidad,
la autoridad de la tradición clásica, el humanismo renacentista (incluyendo su vertiente
naturalista) y las tendencias platonizantes, contrarrestaron la avanzada de una visión de nuevo
tipo. A este propósito, resulta particularmente diciente el caso del paisajismo, un género pictórico
que alcanzó su auge en el siglo XIX, mientras caían las últimas incógnitas geográficas y crecía a
desmesura el conocimiento del medio ambiente. Contrariamente a lo que podría suponerse, los
fundadores del paisajismo —Poussin, Claude Lorrain y Salvatore Rosa— poco tuvieron que ver
con el incremento de la actividad sensorial, el aumento de la movilidad y la apertura del espacio
físico. Desde su punto de vista, la inspiración y los modelos de los paisajes pintados no debían
buscarse en el entorno físico, sino en los reflejos que la Natura había suscitado en la literatura
clásica, en particular en Virgilio y Lucrecio. En lugar de auxiliar al pintor, la observación directa
de la naturaleza y su fiel reproducción podían distraerle del escrutinio interior e interrumpir el
juego de la memoria. El paradigma literario y topográfico al cual el artista debía necesariamente
referirse era la Arcadia, y obviamente de este locus amoenus no existían rastros en el mundo real.
Había que buscarlos en la imaginación creadora, con la ayuda de estímulos poéticos e
iconológicos que propiciaran su epifanía. Aunque se le exigiera la fiel imitación del cuerpo
humano, la mimesis pictórica —en virtud del presupuesto que el concepto de Natura antecedida y
determinada la naturaleza— no estaba llamada a reproducir fielmente el paisaje real, sino a
inventarlo. El itinerario del pintor, en suma, debía seguir una senda ideal que, lejos de acercarle al
mundo sensible, fuera reconduciéndole a la Antigüedad.
Al pintar las reminiscencias poéticas de la Arcadia, los paisajistas de Milseicientos transfiguraron
la naturaleza, “dignificándola” a través de una compleja red de evocaciones míticas. El ejemplo
de la pintura de paisaje no dejó de repercutir en otro intento de manipulación del entorno, es
decir, la jardinería. De hecho, el diseño de jardines surgió con el propósito de reproducir entre
tapias —a manera de escenarios privados— la “naturaleza” recreada por Claude Lorrain y
Salvator Rosa. Los landscape gardens, que alcanzaron una extraordinaria difusión en la
Inglaterra de la primera mitad del siglo XVIII, siguen documentando de qué forma y hasta qué
punto el territorio podía ser amoldado a la matriz pictórica. Así pues, toda vez que el espíritu de
la Ilustración —en Inglaterra como en Francia o en España— impulsaba la realización de grandes
expediciones geográficas y científicas alrededor del globo, en los solares del viejo mundo otros
viajeros se paseaban entre cipreses y robles, presas de la nostalgia de la Edad de Oro. Mientras
que Cook, Bouganville y Malaspina iban trazando una nueva imagen del mundo, más exacta y
comprehensiva, los maestros jardineros se obstinaban en edificar un entorno ideal: un paisaje de
ficción que certificara per saecula saeculorum la superioridad de los artificios humanos sobre las
creaciones naturales. La belleza verdadera, esto es lo bello artístico, es obra del hombre —
sostenían—, así que un paisaje realmente hermoso no puede sino brotar de la imaginación
humana. ¿Por qué emprender agotadoras jornadas en busca de una naturaleza exótica y lujuriante
cuando lo “pintoresco” brotaba de las invenciones de los artistas? (“Soy un navegante, un hombre
de mar, es decir, un embustero y un imbécil a los ojos de aquellos escritores indolentes y
soberbios que en sus estudios razonan ad infinitum sobre el mundo y sus habitantes, y con aire de
superioridad encierran la naturaleza en los límites de su invención”, escribía Bouganville
refiriéndose a otros “inventores”).
Total, entre Milseicientos y Milsetecientos la representación de la naturaleza fue condicionada
por el gusto bucólico dominante en campo artístico; gusto que, en todo caso, non sobrevivió a la
revisión estética adelantada por los exponentes del primer Romanticismo. Derivó de esta que a
los escenarios irreales de Poussin, se sobrepusieron los paisajes “sublimes” e igualmente irreales
de William Turner, John Martin, Caspar Friedrich, etc. Tal como fue reformulado por Edmund
Burke en 1756, lo sublime definía la fascinación producida en el alma de viajeros y artistas por la
grandeza de la naturaleza, por la amenaza apremiante de sus fuerzas y por la simultánea
constatación de la fragilidad humana (“Mirando la inmensidad y el poderío de la naturaleza, el
hombre adquiere conciencia de su propia pequeñez”, observa Carl Gustav Carus). Puesto que
postulaba el pleno sometimiento del hombre al poderío de la Natura, lo sublime estaba destinado
a subvertir los términos de la relación hombre-mundo físico. El viajero se estremecía ante «la
visión de lejanías ilimitadas, de la infinita sucesión de cumbres montañosas, del anchuroso
océano a sus pies y del más vasto océano por encima de él», lo advertía en presencia de una
naturaleza entendida como templo de la divinidad y albacea del “anima mundi”. A través de lo
sublime, el artista se acercaba a lo sagrado, penetrando hasta tal profundidad que podía percibir
«las leyes que la Natura se prescribió de acuerdo con el Creador» (comenzando por aquella que
determina qué «el puro conocimiento de la naturaleza, configurado con el arte, se convierte por sí
mismo en la más noble poesía») '. Algo muy distinto de lo sublime se entendía por “pintoresco”,
un término que designaba una cualidad del paisaje menos trascendente que la primera, pero más
grata y apacible. Tal como sugiere la palabra misma, pintoresco era cualquier escenario natural
que pudiera encuadrarse en términos de obra pictórica. sin llegar a transfigurar las características
del entorno, el pintor adaptada algunos de los detalles físicos al ojo humano, o mejor, al gusto y a
los modelos de percepción corrientes. De esta manera proponía una especie de pacto entre el arte
y el paisaje, pasándolo por una parte sobre el sustancial respecto del artista por el espectáculo de
la naturaleza, y por la otra sobre la supremacía de lo espectacular respecto a lo natural. Sea como
fuere, toda vez que lo pintoresco cundía entre las buscosidades domésticas, de forma que podía
apreciarse desde las ventanas de casa, lo sublime hacía de paisajes fragosos y remotos, así que era
preciso ir a su encuentro. El uno podía contemplarse descansadamente, «permaneciendo en
reposo en una habitación», el otro, al contrario, demandaba idas y venidas, «itus et reditus»;
ateniéndonos a Pascal, el primero se acoplaba a la humana inclinación a una feliz cuán
(mortífera) inercia, mientras que el segundo remitía a la naturaleza inestable y desdichada (pero
vital) del ser humano… como si lo pintoresco y lo sublime reprodujeran a su manera los dos
polos de una contradicción primordial, la misma que nos lacera desde antes de la Caída.
En virtud de una ley de Perogrullo (o si se quiere, de unas conocidas antinomias eleáticas), la
inercia se opone al movimiento así como la lentitud se opone a la velocidad. De ello se desprende
que el gusto de una vida errabunda es incompatible con el placer del otium (un término que, en
sus orígenes semánticos, más que a la desidia hacía referencia a la contemplación y el estudio).
Lógicamente, esta discrepancia conduce a la adopción —por parte de ociosos y andariegos— de
métodos discordantes de interrogar y conocer el mundo. En efecto, la indolencia y el dinamismo
entroncan con las dos vertientes fundamentales de la curiosidad, aquella que se satisface por vía
especulativa (como en el caso de los savants de cabinet, esos científicos sedentarios de los que se
quejaba Bouganville), y la que, en cambio, requiere de comprobación empírica. tanto la
curiosidad “móvil” como la “estática” enlazan a su vez con dos distintas modalidades del viaje
cognoscitivo —los itinerarios mentales y los trayectos reales—, remitiendo a la postre a dos
formas del conocimiento; fruto de investigación y desplazamientos el primero, resultado de
meditación y recorridos abstractos el segundo. aclarar que ambos métodos hacen parte del
proceso general del conocimiento sería otra perogrullada, como también lo sería subrayar que la
quietud y el movimiento son nociones yuxtapuestas y complementarias, sólo en apariencia
excluyentes. ¿No afirmaba Zenón, apelando al “argumento de la flecha”, que moverse y no
moverse es lo mismo? ¿No sostenía qué Aquiles “pie veloz” jamás alcanzaría a la tortuga?
“Festina Lente”, exhortaba un célebre emblema renacentista basado precisamente en la paradoja
de Zenón, es decir, 'apresúrate lentamente’. Dejando de lado el significado filosófico original, en
esta mezcla de opuestos estaba encerrada —en opinión de los Médicos, que la adoptaron como
divisa— una lección de sapiencia: «Detente a pensar si quieres ir lejos y llegar rápido» (la misma
lección que la sabiduría popular, en Italia, ha convertido en; “Chi va piano va sono e va
lontano”). En verdad, en su contradictoria coincidencia, “festina y lente” ejemplifican la
dialéctica del avance y el atraso, una combinación que caracterizó por siglos los viajes por mar y
las jornadas de descubrimiento y conquista. (Baste un ejemplo: en el siglo XVI, la lentitud de las
comunicaciones entre España y las provincias de ultramar era tal que, en el Reino de Chile,
Carlos V siguió gobernando felizmente hasta 1558, siendo que en realidad había abdicado tres
años antes, y que desde entonces reinaba Felipe II) '. Sin embargo, con el paso del tiempo el
llamado a la parsimonia ––“¡Lente!”–– se volvió cada vez más inaceptable, y El avance y el
atraso, determinó yuxtapuestos y complementarios, pasaron a ser entidades promiscuas y
excluyentes. Así como en el siglo V a.C., Zenón quiso demostrar la imposibilidad del
movimiento, desde los albores de la Edad Moderna el mundo occidental se ha empecinado en
negar la posibilidad de la quietud… y finalmente lo ha conseguido. Lo hemos logrado
renunciando a nuestro anhelo más hondo y sugestivo, o sea, el sueño de lo infinito. En verdad, al
volverse instantáneo el tiempo ilimitado el espacio por acción de la velocidad, se ha disuelto la
obsesión (tan importante para la interpretación romántica de lo sublime) por lo inmenso y lo
sempiterno. ¿Con cuáles beneficios? «los hombres no alcanzaron a ver gran cosa cuando iban
lentos, ¿Podrían ver más yendo a toda velocidad?», se preguntaba escépticamente John Ruskin
hace siglo y medio.
Pese a que el tiempo del otium se agotara en el siglo XVIII bajo el impulso acelerador de la
revolución industrial y del desarrollo tecnológico, los viajeros de la primera mitad del siglo XXI
—por lo que resulta de sus relatos— se mantuvieron fieles al ejemplo de la tortuga. Resistiéndose
a la fuerza arrastradora del progreso, exploradores, pintores y naturalistas procuraron imprimir a
su actividad de campo y a sus desplazamientos una cadencia acorde a su exigencia básica, esto
es, la comprensión de la naturaleza. Sin tener quizás plena conciencia de ello, fijaron para la
historia “natural” un ritmo más pausado del que, alrededor suyo, y va marcando la historia
“moral”. Lo lograron acoplando el tiempo del viaje al compás de la observación, haciendo que la
progresión de la marcha se ajustará a la lentitud de la mirada. No podía haber avances sin
demora; en la perspectiva del naturalista-viajero, una expedición no podía sino consistir en una
sucesión de pausas. era imperioso explayar la mirada en derredor, fijar la sobre este o aquel
espécimen, detenerse a observar, anotar y bosquejar. No era admitido apresurarse, había que
tomarse el tiempo suficiente para distinguir, clasificar y comparar…¿Cómo iba a ser posible, de
otra forma, acercarse a la naturaleza? ¿Cómo iba a ser posible, a toda prisa, comprender las leyes
que determinan su unidad y su armonía? Cualquier viajero propiamente dicho, escribía Georg
Forster en 1777, debía tener, «suficiente integridad para observar las materias particulares
correctamente y a la luz de la verdad, pero también suficiente penetración para relacionarlas,
sacar de ellas consecuencias generales, con el fin de abrir desde ellas para sí mismo y sus lectores
caminos a nuevos descubrimientos y futuras investigaciones» '. Para todo esto, los viajeros
necesitaban tiempo.
No es casual, pues, que los viajes —hasta avanzado el siglo XIX— durarán años; cinco la
expedición americana de Alexander von Humboldt, doce los itinerarios botánicos y geológicos de
Hermann Karsten, cuatro las romerías de Ferdinand Bellermann, más de diez las de Moritz
Rugendas, año y medio el trayecto neogranadino de Albert Berg, para no hablar de Boussingault,
Linden o Codazzi. Desarrollando las premisas metodológicas de forster, Humboldt estableció
para el naturalista-viajero un conjunto de funciones cuya entidad explica por sí sola lo
prolongado de las exploraciones. Entre las tareas del científico cabía: la búsqueda de las
conexiones entre los fenómenos; la determinación de las relaciones geográficas subyacentes al
reino vegetal: el reconocimiento de «la influencia de lo físico sobre lo moral, esa acción recíproca
y misteriosa del mundo sensible y del mundo inmaterial»; el estudio de los fenómenos «según su
relación recíproca en el ámbito de la abrumadora majestad de la Natura». Tan sólo recorriendo
tales etapas, el observador podía «elevarse a las ideas generales sobre las causas y la conexión de
los fenómenos» '. Alcanzado este punto, le esperaba la más importante de sus obligaciones, la de
contribuir a la difusión del estudio de la naturaleza. La tarea divulgativa debía ceñirse a las «tres
formas particulares bajo las cuales se manifiestan el pensamiento y la imaginación creadora del
hombre», a saber: «1ª la descripción animada de las escenas y de las producciones naturales; 2ª la
pintura de paisaje, desde el momento en que ha comenzado a expresar la fisonomía de los
vegetales, su feraz abundancia y el carácter individual del suelo que los produce; 3ª el cultivo más
extendido de las plantas tropicales y las colecciones de especies exóticas en los jardines y
estufas».
Acerca de la segunda «forma particular», Humboldt había anotado en 1808: «sería empresa digna
de un gran artista el estudiar el carácter de todas estas formas vegetales [los 16 grupos apenas
indicados], no en las estufas o en las descripciones de los botánicos, sino frente a la naturaleza
misma de los trópicos». Cómo era de esperarse —dada la extraordinaria notoriedad alcanzada
por el barón a raíz de su viaje tropical—no faltaron los pintores que prestaran atención a su
llamado. Albert Berg lo hizo cuarentena años después, cuando el “paisajismo fisonómico”
contaba ya con numerosos adeptos. Sin embargo, pese a que Ferdinand Bellermann lo superara
en el colorido y en la soltura del trazo y que Mortiz Rugendas fuera inalcanzable en el retrato
costumbrista y en la elaboración de atmósferas, Berg consiguió acercarse más que nadie a las
aspiraciones de Humboldt, ya que más que nadie logró que su lápiz descompusiera «el gran
encanto general de la naturaleza en rasgos más sencillos y en páginas sueltas, como las obras
escritas de mano de los hombres». En la “fisonomía de las plantas”, se Lee: «en las sombreadas
orillas del río Magdalena, en la América del Sur, crece la Aristoloquia trepadora, cuyas flores
miden cuatro pies de circunferencia, y con las cuales se entretienen los niños en hacerse
sombreros. La flor Rafflesia tiene casi un metro de diámetro, y pesa más de seis kilogramos y
medio». El atractivo de semejantes prodigios en camino los pasos de Albert Berg hacia la
América tropical y el Río Magdalena, toda vez que su visión llenó sus ojos y guío su mano.
Remontando pausadamente la corriente, deteniéndose a examinar y retratar cada especie, Berg
pudo refrendar la existencia de una naturaleza aún palpitante, su álbum es lo que nos queda de
ella.
Los viajes han acabado con los viajes, se dijo antes. Un sistema siempre más rápido y capilar de
transportes ha empobrecido la geografía, desvirtuando para siempre su tradicional función de
“mirada de la historia” y convirtiéndola, a la inversa, en la máxima prueba de su ceguera. Se dijo
atrás que el rescate de la curiositas y de la scientia condujo —a través de los viajes— a un mejor
entendimiento de la naturaleza; de ser así, ¿cómo es posible que estos mismos factores hayan
provocado su ruina? A todas luces, el movimiento romántico y las ciencias naturales se opusieron
a la aceleración del proceso histórico, abriendo paso en contravía a un conocimiento más
profundo y a un sentimiento más intenso de la naturaleza. A su vez, los pintores-viajeros, al
propugnar un contacto directo, cuidadoso e informado con el entorno físico, contribuyeron a la
difusión de un nuevo paisajismo, fiel a la fisonomía del panorama real. En fin, cada cual a su
manera, los viajeros, artistas y científicos de la primera mitad del siglo XIX trataron de contrastar
El poderío arrasador de la tecnología y del progreso, ¿Es concebible que desearan la destrucción
de lo que pretendían salvaguardar? No lo es, y conocerla constituye en sí una profanación, una
acción correctora que —aunque animada por las mejores intenciones— puede acarrear
consecuencias desastrosas.
Al relatar con qué emoción retuvo entre sus manos —primero entre los europeos— el cuerpo sin
vida de un ave del paraíso, Alfred Russell Wallace dejó anotado: «pensaba en las dilatadas eras
del pasado durante las cuales generaciones y más generaciones de esta pequeña criatura
[Cincinnurus regius, paradisaida] habían cumplido su curso: año tras año naciendo, viviendo y
muriendo en estas selvas lóbregas y oscuras, sin que su hermosura pudiera ser admirada por un
ojo inteligente. ¡Qué absurdo derroche de belleza! Estos pensamientos despiertan una sensación
de melancolía. Por un lado, parece triste que criaturas tan perfectas transcurran su vida y
muestren su belleza únicamente en estas regiones salvajes e inhóspitas, condenadas todavía por
siglos a una barbarie sin esperanza; por el otro, [hay que considerar que] si el hombre civilizado
alcanzará un día estas tierras remotas, y trajera la luz moral, intelectual y material hasta las
Honduras de estas selvas vírgenes, perturbar y ya hasta tal punto las equilibradas relaciones de la
naturaleza orgánica e inorgánica, qué causaría la desaparición, y a la postre la extinción, de estos
mismos seres cuya estructura y belleza él sólo puede apreciar y admirar. Esta consideración nos
dice con certeza que todas las cosas vivientes no fueron hechas para el hombre. Muchas no
mantienen con él ninguna relación. El ciclo de su existencia ha continuado independientemente
de aquel del hombre, y resulta amenazado o interrumpido por cada avance intelectual del ser
humano». Para condenar a muerte una especie viviente, no es menester extirparla. A veces es
suficiente amarla.