Hannah Arendt
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Hannah Arendt
LOS ORÍGENES DEL
TOTALITARISMO
ENSAYISTAS – 122
SERIE MAIOR
Título original: The origins of the totalitarianism
© 1951, 1958, 1966, 1968, 1973, Hannah Arendt
Editor: Harcourt Brace Jovanovich, Inc., Nueva York
Versión española de Guillermo Solana
© Grupo Santillana de Ediciones, S. A., 1974, 1998
Torrelaguna, 60. 28043 Madrid
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Fotografía: © Shinzo Hirai
ISBN: 84-306-0288-7
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Hannah Arendt
Los orígenes del totalitarismo
Los totalitarismos han constituido un fenómeno que no se podrá soslayar siempre que se quiera
hacer una caracterización de nuestro siglo. Su estudio necesita bucear en sus orígenes, que para
Hannah Arendt son el antisemitismo y el imperialismo.
Fue escrito por el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos
mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y espiritual se
disolvieron en un conglomerado donde talo parece haber perdido su valor específico y tornádose
irreconocible para la comprensión humana, inútil para los fines humanos. Uno de ellos, que se
presentaba como pequeño y carente de importancia políticamente, el antisemitismo, llegó a
convertirse en el agente catalizador del movimiento nazi y, a través de él, de la Segunda Guerra
Mundial y las genocidas «cámaras de la muerte». Otro, la grotesca disparidad entre causa y efecto
que, introdujo la época del imperialismo, cuando las condiciones económicas determinaron en unas
pocas décadas una profunda transformación de las condiciones políticas en todo el mundo. Un
actual neototalitarismo amenaza con nuevas destrucciones y ataques a la Humanidad. Hannah
Arendt llega a sus conclusiones después de examinar la transformación de las clases en masas, el
papel de la propaganda en relación con el mundo no totalitario y la utilización del terror como
verdadera esencia del totalitarismo en cuanto sistema de gobierno. En su capítulo final analiza la
naturaleza del aislamiento y la soledad como condiciones necesarias para una dominación total.
Esta edición añade a la primera, que logró consideración de verdadero clásico en el tema, las
revisiones y ampliaciones de la «nueva edición» de 1966 y los prefacios a los de Harvest de 1968.
Hannah Arendt (1906-1975), filósofa alemana de origen judío,
se doctoró en filosofía en la Universidad de Heidelberg. Emigrada
a Estados Unidos, dio clases en las universidades de California,
Chicago, Columbia y Princeton. De 1944 a 1946 fue directora de
investigaciones para la Conferencia sobre las Relaciones Judías,
y, de 1949 a 1952, de la Reconstrucción Cultural Judía. Su obra,
que ha marcado el pensamiento social y político de la segunda
mitad del siglo, incluye, entre otros, Los orígenes del
totalitarismo, La condición humana y La vida del espíritu.
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A HEINRICH BLÜCHER
PROLOGO A LA PRIMERA EDICION NORTEAMERICANA
No someterse a lo pasado ni a lo futuro. Se trata
de ser enteramente presente.
KARL JASPERS
Dos guerras mundiales en una sola generación, separadas por una ininterrumpida serie de guerras
locales y de revoluciones, y la carencia de un Tratado de paz para los vencidos y de un respiro para
el vencedor, han desembocado en la anticipación de una tercera guerra mundial entre las dos
potencias mundiales que todavía existen. Este instante de anticipación es como la calma que
sobreviene tras la extinción de todas las esperanzas. Ya no esperamos una eventual restauración del
antiguo orden del mundo, con todas sus tradiciones, ni la reintegración de las masas de los cinco
continentes, arrojadas a un caos producido por la violencia de las guerras y de las revoluciones y
por la creciente decadencia de todo lo que queda. Bajo las más diversas condiciones y en las más
diferentes circunstancias, contemplamos el desarrollo del mismo fenómeno: expatriación en una
escala sin precedentes y desraizamiento en una profundidad asimismo sin precedentes.
Jamás ha sido tan imprevisible nuestro futuro, jamás hemos dependido tanto de las fuerzas
políticas, fuerzas que parecen pura insania y en las que no puede confiarse si se atiene uno al
sentido común y al propio interés. Es como si la Humanidad se hubiera dividido a sí misma entre
quienes creen en la omnipotencia humana (los que piensan que todo es posible si uno sabe organizar
las masas para lograr ese fin) y entre aquellos para los que la impotencia ha sido la experiencia más
importante de sus vidas.
Al nivel de la percepción histórica y del pensamiento político prevalece la opinión generalizada
y mal definida de que la estructura esencial de todas las civilizaciones ha alcanzado su punto de
ruptura. Aunque en algunas partes del mundo parezcan hallarse mejor preservadas que en otras, en
lugar alguno pueden proporcionar esa percepción y ese pensamiento una guía para las posibilidades
del siglo o una respuesta adecuada a sus horrores. La esperanza y el temor desbocados parecen a
menudo más próximos al eje de estos acontecimientos que el juicio equilibrado y la cuidadosa
percepción. Los acontecimientos centrales de nuestra época no son menos olvidados efectivamente
por los comprometidos en la fe en un destino inevitable que por los que se han entregado a un
infatigable optimismo.
Este libro ha sido escrito con un fondo de incansable optimismo y de incansable desesperación.
Sostiene que el Progreso y el Hado son dos caras de la misma moneda; ambos son artículos de
superstición, no de fe. Fue escrito por el convencimiento de que sería posible descubrir los mecanismos ocultos mediante los cuales todos los elementos tradicionales de nuestro mundo político y
espiritual se disolvieron en un conglomerado donde todo parece haber perdido su valor específico y
tornádose irreconocible para la comprensión humana, inútil para los fines humanos. Someterse al
simple proceso de desintegración se ha convertido en una tentación irresistible no sólo porque ha
asumido la falsa grandeza de una «necesidad histórica», sino porque todo lo que le era ajeno
comenzó a parecer desprovisto de vida, de sangre y de realidad.
La convicción de que todo lo que sucede en la Tierra debe ser comprensible para el hombre
puede conducir a interpretar la Historia como una sucesión de lugares comunes. La comprensión no
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significa negar lo que resulta afrentoso, deducir de precedentes lo que no tiene tales o explicar los
fenómenos por tales analogías y generalidades que ya no pueda sentirse el impacto de la realidad y
el shock de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente la carga que
nuestro siglo ha colocado sobre nosotros — y no negar su existencia ni someterse mansamente a su
peso—. La comprensión, en suma, significa un atento e impremeditado enfrentamiento a la
realidad, un soportamiento de ésta, sea como fuere.
En este sentido es posible abordar y comprender el afrentoso hecho de que un fenómeno tan
pequeño (y en el mundo de la política tan carente de importancia) como el de la cuestión judía y el
antisemitismo llegara a convertirse en el agente catalítico del movimiento nazi en primer lugar, de
una guerra mundial poco más tarde y, finalmente, de las fábricas de la muerte. O también la
grotesca disparidad entre causa y efecto que introdujo la época del imperialismo, cuando las
dificultades económicas determinaron en unas pocas décadas una profunda transformación de las
condiciones políticas en todo el mundo. O la curiosa contradicción entre el proclamado y cínico
«realismo» de los movimientos totalitarios y su evidente desprecio por todo el entramado de la
realidad. O la irritante incompatibilidad entre el poder actual del hombre moderno (más grande que
nunca hasta el punto incluso de ser capaz de poner en peligro la existencia de su propio Universo) y
la impotencia de los hombres modernos para vivir en ese mundo, para comprender el sentido de ese
mundo que su propiá fuerza ha establecido.
El designio totalitario de conquista global y de dominación total ha sido el escape destructivo a
todos los callejones sin salida. Su victoria puede coincidir con la destrucción de la Humanidad;
donde ha dominado comenzó por destruir la esencia del hombre. Pero volver la espalda a las fuerzas
destructivas del siglo resulta escasamente provechoso.
Lo malo es que nuestra época ha entretejido tan extrañamente lo bueno con lo malo que, sin «la
expansión por la expansión» de los imperialistas, el mundo habría llegado a estar unido; sin el
artificio político de la burguesía del «poder por el poder», jamás se habría descubierto la medida de
la fortaleza humana y, sin el mundo ficticio de los movimientos totalitarios en los que pusieron de
relieve con inigualable claridad las incertidumbres esenciales de nuestro tiempo, podríamos haber
sido conducidos a nuestra ruina sin darnos cuenta siquiera de lo que estaba sucediendo.
Y si es verdad que en las fases finales de totalitarismo aparece éste como un mal absoluto
(absoluto porque ya no puede ser deducido de motivos humanamente comprensibles), también es
cierto que sin el totalitarismo podíamos no haber conocido nunca la naturaleza verdaderamente
radical del mal.
El antisemitismo (no simplemente el odio a los judíos), el imperialismo (no simplemente la
conquista) y el totalitarismo (no simplemente la dictadura), uno tras otro, uno más brutalmente que
otro, han demostrado que la dignidad humana precisa de una nueva salvaguardia que sólo puede ser
hallada en un nuevo principio político, en una nueva ley en la Tierra, cuya validez debe alcanzar
esta vez a toda la Humanidad y cuyo poder deberá estar estrictamente limitado, enraizado y
controlado por entidades territoriales nuevamente definidas.
Ya no podemos permitirnos recoger del pasado lo que era bueno y denominarlo sencillamente
nuestra herencia, despreciar lo malo y considerarlo simplemente como un peso muerto que el
tiempo por sí mismo enterrará en el olvido. La corriente subterránea de la Historia occidental ha
llegado finalmente a la superficie y ha usurpado la dignidad de nuestra tradición. Esta es la realidad
en la que vivimos. Y por ello son vanos todos los esfuerzos por escapar al horror del presente
penetrando en la nostalgia de un pasado todavía intacto o en el olvido de un futuro mejor.
HANNAH ARENDT
Verano de 1950
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PROLOGO A LA PRIMERA PARTE:
ANTISEMITISMO
El antisemitismo, una ideología secular decimonónica —cuyo nombre, aunque no su
argumentación, era desconocido hasta la década de los años setenta de ese siglo— y el odio
religioso hacia los judíos, inspirado por el antagonismo recíprocamente hostil de dos credos en
pugna, es evidente que no son la misma cosa; e incluso cabe poner en tela de juicio el grado en que
el primero deriva sus argumentos y su atractivo emocional del segundo. La noción de una
ininterrumpida continuidad de persecuciones, expulsiones y matanzas desde el final del Imperio
Romano hasta la Edad Media y la Edad Moderna para llegar hasta nuestros días, embellecida
frecuentemente por la idea de que el antisemitismo moderno no es más que una versión secularizada
de supersticiones populares medievales1 no es menos falaz (aunque, desde luego, menos dañina) que
la correspondiente noción antisemita de una sociedad secreta judía que ha dominado, o aspira a
dominar, al mundo desde la antigüedad. Históricamente, el hiato entre el último período de la Edad
Media y la Edad Moderna, con respecto a las cuestiones judías resulta aún más marcado que la
grieta entre la Antigüedad romana y la Edad Media o que el golfo —considerado frecuentemente
como el punto decisivo de la Historia judía de la Diáspora— que separó las catástrofes de las
primeras Cruzadas de los precedentes siglos medievales. Porque este hiato duró casi dos siglos,
desde el XV a finales del XVI, durante los cuales las relaciones entre judíos y gentiles fueron
siempre escasas, la «indiferencia de los judíos a las condiciones y acontecimientos del mundo
exterior» fue en todo momento considerable y el judaísmo llegó a ser «más que nunca un sistema
cerrado de pensamiento». Fue entonces cuando los judíos, sin ninguna intervención exterior,
empezaron a pensar «que la diferencia entre la judería y las naciones no era fundamentalmente de
credo y de fe, sino de naturaleza interna», y cuando la antigua dicotomía entre judíos y gentiles era
«más probable que fuese racial en su origen que no que se tratara de una cuestión de disensión
doctrinal»2. Este cambio en la estimación del carácter aparte del pueblo judío, que entre los no
1
El ultimo ejemplo de esta noción es Warrant for Genocide, The myth of the Jewish world-conspiracy and the
«Protocols of the Eiders of Zion», Nueva York, 1966, de NORMAN CORN. El autor parte de la implícita negación de
que exista, al fin y al cabo, una Historia judía. En su opinión, los judíos son «gentes que vivieron diseminadas por
Europa desde el Canal de la Mancha al Volga, con muy poco en común, salvo el ser descendientes de adeptos a la
religión judía» (p. 15). Los antisemitas, por el contrario, pueden reivindicar un linaje directo e ininterrumpido a través
del espacio y del tiempo desde la Edad Media, en la que «los judíos fueron considerados agentes de Satán, adoradores
del diablo, demonios en forma humana» (p. 41), y la única mitigación a tan vastas generalizaciones que parece
dispuesto a hacer el autor de Pursuit of the Millennium es que él se refiere exclusivamente a «la más temible especie de
antisemitismo; la especie que desemboca en matanzas y en un intento de genocidio» (p. 16). El libro también se
esfuerza en demostrar que «la masa de las poblaciones germanas nunca fue verdaderamente fanatizada contra los
judíos», y que su exterminio «fue organizado, y principalmente realizado, por los profesionales del SD y de las SS»,
organizaciones que «en manera alguna representan una muestra típica de la sociedad alemana» (pp. 212 y ss.). ¡Cuán
deseable sería que esta declaración pudiera encajar en los hechos! El resultado es que la obra se lee como si hubiera sido
escrita hace cuarenta años por un muy ingenioso miembro de la Verein zur Bekümpfung des Antisemitismus, de infausta
memoria.
2
Todas las citas proceden de la obra de JACOB KATZ, Exclusiveness and Tolerante, Jewish-Gentile Relations in
Medieval and Modern Times (Nueva York, 1962, cap. 12), un estudio absolutamente original, escrito al nivel más alto
posible y que, desde luego, debería haber hecho estallar «muchas nociones muy estimadas por la judería
contemporánea», como afirma la solapa; pero no fue así, por haber sido completamente ignorado por la gran prensa.
Katz pertenece a la nueva generación de historiadores judíos, muchos de los cuales enseñan en la Universidad de
Jerusalén y publican obras en hebreo. Es en cierto modo un misterio el hecho de que sus obras no sean rápidamente
traducidas y publicadas en los Estados Unidos. Con ellos ha acabado indudablemente la «lacrimosa» presentación de la
Historia judía, contra la que Salo W. Baron protestaba hace cuarenta años.
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judíos se hizo frecuente sólo mucho después, en la época de la Ilustración, es claramente la
condición sine qua non para el nacimiento del antisemitismo, y resulta de alguna importancia
señalar que se produjo primeramente en la interpretación que los judíos hicieron de sí mismos,
aproximadamente en el tiempo en que la cristiandad europea se escindía en aquellos grupos étnicos
que cuajaron políticamente en el sistema de las modernas Naciones-Estados.
La historia del antisemitismo, como la historia del odio a los judíos es parte de la larga e
intrincada historia de las relaciones entre judíos y gentiles bajo las condiciones de la dispersión
judía. El interés por esta historia no existió prácticamente hasta mediados del siglo XIX en que
coincidió con el desarrollo del antisemitismo y su furiosa reacción contra la judería emancipada y
asimilada, evidentemente, el peor momento posible para establecer datos históricos fiables3. Desde
entonces ha sido falacia común a la historiografía judía y a la no judía —aunque generalmente por
razones opuestas— aislar los elementos hostiles en las fuentes cristianas y judías y recalcar la serie
de catástrofes, expulsiones y matanzas que han marcado la historia judía de la misma manera que
los conflictos armados y no armados, la guerra, el hambre y las epidemias han marcado la Historia
de Europa. Resulta innecesario añadir que fue la historiografía judía con su fuerte predisposición
polémica y apologética la que acometió la búsqueda de rastros de odio a los judíos en la historia
cristiana, mientras correspondía a los antisemitas buscar rasgos intelectualmente no muy diferentes
en las antiguas fuentes judías. Cuando salió a la luz esta tradición judía de un antagonismo a
menudo violento respecto de cristianos y gentiles, el «público judío se sintió no sólo insultado, sino
auténticamente sorprendido»4 hasta el punto de que sus portavoces lograron convencerse a sí mismos y convencer a los demás del hecho inexistente de que el alejamiento judío era debido
exclusivamente a la hostilidad de los gentiles y a su falta de ilustración. El judaísmo, afirmaban
especialmente los historiadores judíos, había sido siempre superior a las demás religiones en el
hecho de que creía en la igualdad humana y en la tolerancia. El que esta autoengañosa teoría,
acompañada por la creencia de que el pueblo judío había sido siempre el objeto pasivo y sufriente
de las persecuciones cristianas, llegara a constituirse en una prolongación y modernización del
antiguo mito de la eligibilidad y desembocara en nuevas y a menudo muy complicadas prácticas de
separación, destinadas a mantener la antigua dicotomía es quizás una de esas ironías reservadas a
aquellos que, por cualesquiera razones, tratan de embellecer y de manipular los hechos políticos y
los datos históricos. Porque si los judíos tenían algo en común con sus vecinos no judíos en que
apoyar su recientemente proclamada igualdad, era precisamente un pasado religiosamente
predeterminado y mutuamente hostil, tan rico en realizaciones culturales al más elevado nivel como
abundante en fanatismos y groseras supersticiones al nivel de las masas ignorantes.
Sin embargo, incluso los irritantes estereotipos de este género de historiografía judía descansan
sobre una base más sólida de hechos históricos que las anticuadas necesidades políticas y sociales
de la judería europea del siglo XIX y de comienzos del XX. La historia cultural judía era
infinitamente más diversa de lo que entonces se suponía y las causas de desastre variaban con las
circunstancias históricas y geográficas, pero lo cierto es que variaban más en un entorno no judío
que dentro de las comunidades judías. Dos factores muy reales tuvieron una influencia decisiva en
los fatídicos errores todavía frecuentes cuando se trata de presentar popularmente la historia judía.
En ningún lugar y en época alguna tras la destrucción del Templo poseyeron los judíos su propio
territorio y su propio Estado; para su existencia física siempre dependieron de las autoridades no
judías, aunque a «los judíos de Francia y también de Alemania durante el siglo XIII»5 se les otorgó
algunos medios de autoprotección y el derecho a llevar armas. Esto no significa que los judíos
estuvieran siempre privados de poder, pero es cierto que en cualquier conflicto, no importa cuáles
fueran sus razones, los judíos no sólo eran vulnerables, sino que estaban desvalidos y, por tanto,
resultaba natural, especialmente en los siglos de completo extrañamiento, que procedieron a su
3
Es interesante señalar que J. M. Jost, el primer moderno historiador judío, que escribió en Alemania a mediados del
pasado siglo, se mostraba mucho menos inclinado que sus más ilustres predecesores a los habituales prejuicios de la
historiografía secular judía.
4
KATZ, op. cit., p. 196.
5
Ibíd., p. 6.
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elevación a la igualdad política, que sintieran como simples repeticiones todos los estallidos de
violencia. Además, las catástrofes eran consideradas dentro de la tradición judía en términos de
martirologio, que a su vez tenía sus bases históricas en los primeros siglos de nuestra Era, cuando
tanto judíos como cristianos desafiaron la potencia del Imperio romano, así como en las condiciones
medievales cuando a los judíos les quedaba abierta la alternativa de someterse al bautismo y
salvarse así de la persecución, aunque la causa de la violencia no era religiosa, sino política y
económica. Esta agrupación de hechos dio pie a una ilusión óptica que han sufrido desde entonces
historiadores tanto judíos como no judíos. La Historiografía «se ha ocupado hasta ahora más de la
disociación cristiana de los judíos que de la inversa»6, olvidando el hecho, por otra parte más
importante, de que la disociación judía del mundo gentil, y más específicamente del entorno
cristiano, fue de mayor importancia que la inversa para la historia judía por la obvia razón de que la
auténtica supervivencia del pueblo como entidad identificable dependió de tal separación voluntaria
y no, como se ha supuesto corrientemente, de la hostilidad de cristianos y no judíos. Sólo en los
siglos XIX y XX, tras la emancipación y con la difusión de la asimilación, desempeñó el
antisemitismo un papel en la conservación del pueblo, puesto que entonces los judíos aspiraban a
ser admitidos en la sociedad no judía.
Aunque los sentimientos antijudíos estuvieron extendidos entre las clases cultas de Europa
durante el siglo XIX, el antisemitismo como ideología siguió siendo prerrogativa de los fanáticos
en general y de los lunáticos en particular. Incluso los dudosos productos de las apologías judías,
que nunca convencieron más que a los convencidos, eran ejemplos destacados de erudición y saber
en comparación con lo que los enemigos de los judíos podían ofrecer en materia de investigación
histórica7. Cuando, tras el final de la guerra, comencé a clasificar el material para este libro,
recogido de fuentes documentales y a veces de excelentes monografías, durante un período de más
de diez años, no existía una sola obra que abarcara la cuestión de extremo a extremo y de la que
pudiera decirse que cumplía las normas más elementales de erudición histórica. Y la situación
apenas ha cambiado desde entonces. Esto es tanto más deplorable cuanto que recientemente se ha
tornado más grande que nunca la necesidad de un tratamiento imparcial y verdadero de la historia
judía. Las evoluciones políticas del siglo XX han empujado al pueblo judío al centro de la tormenta
de acontecimientos; la cuestión judía y el antisemitismo, fenómenos relativamente carentes de
importancia en términos de política mundial, se convirtieron en el agente catalizador, en primer
lugar, del crecimiento nazi y del establecimiento de la estructura organizadora del Tercer Reich, en
el que cada ciudadano tenía que demostrar que él no era un judío; después, en el de una guerra
mundial de una ferocidad sin equivalentes, y finalmente, de la aparición del crimen sin precedentes
de genocidio en medio de la civilización occidental. Me parece obvio que todo esto haya exigido no
sólo una lamentación y una denuncia, sino también una comprensión. Este libro es un intento por
comprender lo que en un primer vistazo, e incluso en un segundo, parecía simplemente afrentoso.
La comprensión, sin embargo, no significa negar la afrenta, deducir de precedentes lo que no los
tiene o explicar fenómenos por analogías y generalidades tales que ya no se sientan ni el impacto de
la realidad ni el choque de la experiencia. Significa, más bien, examinar y soportar conscientemente
el fardo que los acontecimientos han colocado sobre nosotros —ni negar su existencia ni someterse
mansamente a su peso como si todo lo que realmente ha sucedido no pudiera haber sucedido de otra
manera—. La comprensión, en suma, es un enfrentamiento impremeditado, atento y resistente, con
la realidad —cualquiera que sea o pudiera haber sido ésta.
Para esta comprensión, aunque, desde luego, no resulte suficiente, es indispensable una cierta
familiaridad con la historia judía en la Europa del siglo XIX y con el concurrente desarrollo del
antisemitismo. Los capítulos siguientes se refieren sólo a aquellos elementos de la historia del siglo
XIX que realmente figuran entre los «orígenes del totalitarismo». Aún queda por escribir una
historia que abarque el antisemitismo, tarea que está más allá del alcance de este libro. Mientras
6
Ibíd., p. 7.
La única excepción es el historiador antisemita Walter Frank, director del Reichsinstitut für Geschichte des Neuen
Deutschlands, nazi, y editor de nueve volúmenes de Forschungen zur Judenfrage, 1937-1944. En especial, la propia
contribución de Frank puede ser consultada con provecho.
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exista esta laguna hay justificación suficiente para publicar estos capítulos como contribución independiente a una historia más vasta, aunque fuera concebida originalmente como parte
constituyente de la prehistoria, por así decirlo, del totalitarismo. Además, lo que es cierto para la
historia del antisemitismo, es decir, que cayó en manos de los fanáticos no judíos y de los
apologistas judíos y fue cuidadosamente evitada por reputados historiadores, es cierto mutatis
mutandis para casi todos los elementos que más tarde cristalizaron en el nuevo fenómeno totalitario;
apenas fueron advertidos por la opinión ilustrada o por la del público en general, porque pertenecían
a una corriente subterránea de la historia europea en la que, ocultos a la luz del público y a la
atención de los hombres ilustrados, suscitaron una virulencia enteramente inesperada.
Ya que sólo la cristalizadora catástrofe final llevó estas tendencias subterráneas al libre
conocimiento público, ha habido una tendencia a equiparar sencillamente al totalitarismo con sus
elementos y orígenes, como si cada estallido de antisemitismo, de racismo o de imperialismo
pudiese ser identificado como «totalitarismo». Esta falacia es tan desorientadora en la búsqueda de
la verdad histórica como perniciosa para el juicio político. Las políticas totalitarias —lejos de ser
simplemente antisemitas, racistas, imperialistas o comunistas— usan y abusan de sus propio
elementos ideológicos y políticos hasta tal punto que llega a desaparecer la base de realidad fáctica,
de la que originalmente derivan su potencia y su valor propagandístico las ideologías —la realidad
de la lucha de clases, por ejemplo, o los conflictos de intereses entre los judíos y sus vecinos—.
Sería ciertamente un grave error subestimar el papel que el racismo puro ha desempeñado y sigue
desempeñando en el Gobierno de los Estados sudistas, pero sería aún más erróneo llegar a la
conclusión retrospectiva de que grandes zonas de los Estados Unidos han estado bajo la dominación
totalitaria durante más de un siglo. La única consecuencia directa y pura de los movimientos
antisemitas del siglo XIX no fue el nazismo, sino, al contrario, el sionismo, que, al menos en su
forma ideológica occidental, constituyó un género de contraideología, la «respuesta» al
antisemitismo. Esto, incidentalmente, no significa decir que la autoconciencia judía fuera una
simple creación del antisemitismo; incluso un sumario conocimiento de la historia judía, cuya
preocupación central desde el exilio babilónico fue la supervivencia del pueblo contra los
abrumadores riesgos de dispersión, debería bastar para barrer este último mito en estas cuestiones,
un mito que se ha puesto en cierto grado de moda en los círculos intelectuales tras la interpretación
«existencialista» que Sartre hizo del judío como alguien que es considerado y definido judío por los
demás.
La mejor ilustración, tanto de la distinción como de la conexión entre el antisemitismo
pretotalitario y el totalitario, es quizá la ridícula historia de los «Protocolos de los Sabios de Sión».
El empleo que los nazis hicieron de esta falsificación, como libro de texto para una conquista
global, no es ciertamente parte de la historia del antisemitismo, pero sólo esta historia puede
explicar ante todo por qué ese cuento inverosímil contenía suficiente plausibilidad como para ser
útil como propaganda antijudía. Lo que, por otra parte, no puede explicar es por qué la apelación
totalitaria al dominio global, ejercido por los miembros y los métodos de una sociedad secreta,
podía convertirse en un atractivo objetivo político. Esta última función, políticamente mucho más
importante (aunque no propagandística-mente), tiene su origen en el imperialismo en general, en su
muy explosiva versión continental, los llamados panmovimientos en particular.
De esta manera, este libro se limita en tiempo y espacio tanto como en el tema. Sus análisis se
refieren a la historia judía en Europa central y occidental desde la época de los judíos palaciegos al
affaire Dreyfus, en tanto que resultó relevante para el nacimiento del antisemitismo y fue influido
por éste. Estudia los movimientos antisemitas que estaban sólidamente basados en las realidades
fácticas características de las relaciones entre judíos y gentiles, es decir, en el papel que los judíos
desempeñaron en el desarrollo de la Nación-Estado, por un lado, y su actividad en la sociedad no
judía, por el otro. La aparición de los primeros partidos antisemitas en la década de los años 70 y en
la de los 80 del siglo XIX marca el momento en el que trascendieron la base fáctica del conflicto de
intereses y de la experiencia demostrable y se inició el camino que concluyó con la «solución
final». Desde entonces, en la era del imperialismo, seguida por el período de los movimientos y
Gobiernos totalitarios, no es ya posible aislar la cuestión judía o la ideología antisemita de temas
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que casi carecen por completo de relación con las realidades de la moderna historia judía. Y ello no
simple ni primariamente porque estas cuestiones desempeñaran un importante papel en los asuntos
mundiales, sino porque el mismo antisemitismo era empleado para fines ulteriores que, aunque en
su instrumentación señalaran a los judíos como las víctimas principales, dejaban muy atrás todos los
temas particulares de interés tanto judíos como antijudíos.
El lector hallará las versiones imperialista y totalitaria del antisemitismo del siglo XX en la
segunda y tercera partes de esta obra, respectivamente.
HANNAH ARENDT
Julio de 1967
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PROLOGO A LA SEGUNDA PARTE:
IMPERIALISMO
Rara vez pueden ser fechados con tanta precisión los comienzos de un período histórico y
raramente fueron tan buenas las posibilidades de los observadores contemporáneos para ser testigos
de su preciso final como en el caso de la era imperialista. Porque el imperialismo, que surgió del
colonialismo y tuvo su origen en la incongruencia del sistema Nación-Estado con el desarrollo
económico e industrial del último tercio del siglo XIX, comenzó su política de la expansión por la
expansión no antes de 1884, y esta nueva versión de la política de poder era tan diferente de las conquistas nacionales en las guerras fronterizas como del estilo romano de construcción imperial. Su
fin pareció inevitable tras «la liquidación del Imperio de Su Majestad» que Churchill se había
negado a «presidir» y se tornó un hecho consumado con la declaración de la independencia india. El
hecho de que los británicos liquidaran voluntariamente su dominación colonial sigue siendo uno de
los acontecimientos más trascendentales de la historia del siglo XX. De esa liquidación resultó la
imposibilidad de que ninguna nación europea pudiera seguir reteniendo sus posesiones ultramarinas. La única excepción es Portugal, y su extraña capacidad para continuar una lucha a la que
han tenido que renunciar todas las demás potencias coloniales europeas puede ser más debida a su
atraso nacional que a la dictadura de Salazar; porque no fue sólo la mera debilidad o el cansancio
debido a dos asesinas guerras en una sola generación, sino también los escrúpulos morales y las
aprensiones políticas de las Naciones-Estados completamente desarrolladas, los que se
pronunciaron contra medidas extremas, la introducción de «matanzas administrativas» (A. Carthill)
que podían haber destrozado la rebelión no violenta en la India y contra una continuación del
«gobierno de las razas sometidas» (lord Cromer) por obra del muy temido efecto de boomerang en
las madres patrias. Cuando finalmente Francia, gracias a la entonces todavía intacta autoridad de De
Gaulle, se atrevió a renunciar a Argelia, a la que siempre había considerado tan parte de Francia
como el département de la Seine, pareció haberse llegado a un punto sin retorno.
Cualesquiera que pudieran haber sido los términos de esta esperanza si la guerra caliente contra
la Alemania nazi no hubiese sido seguida por la guerra fría entre la Rusia soviética y los Estados
Unidos, se siente retrospectivamente la tentación de considerar las dos últimas décadas como el
período durante el cual los dos países más poderosos de la Tierra pugnaron por lograr una posición
en una lucha competitiva por el predominio en aquellas mismas regiones aproximadamente que
habían dominado antes las naciones europeas. De la misma manera, se siente la tentación de
considerar a la nueva y difícil distensión entre Rusia y América como el resultado de la aparición de
una tercera potencia mundial, China, más que como la sana y natural consecuencia de la
destotalitarización de Rusia tras la muerte de Stalin. Y si evoluciones posteriores confirmaran estas
incipientes interpretaciones, significaría en términos históricos que hemos vuelto, en una escala
enormemente ampliada, al punto en el que comenzamos, es decir, a la era imperialista y a la carrera
de colisiones que condujo a la primera guerra mundial.
Se ha dicho a menudo que los británicos adquirieron su imperio en un momento de distracción,
como consecuencia de tendencias automáticas, aceptando lo que parecía posible y resultaba
tentador, más que como resultado de una política deliberada. Si esto es cierto, entonces el camino al
infierno puede no estar empedrado de intenciones como las buenas a que alude el proverbio. Y los
hechos objetivos que invitan a retornar a las políticas imperialistas son, desde luego, tan fuertes hoy,
que uno se inclina a creer mínimamente en la verdad a medias de la declaración, en las vacuas
seguridades de buenas intenciones por parte de ambos bandos, de un lado, los «compromisos»
americanos con un inviable statu quo de corrupción e incompetencia y, de otro, la jerga
seudorrevolucionaria rusa acerca de las guerras de liberación nacional. El proceso de construcción
nacional en zonas atrasadas, donde a la ausencia de todos los prerrequisitos para la independencia
nacional corresponde un chauvinismo creciente y estéril, ha determinado unos enormes vacíos de
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poder en los que la competición entre las superpotencias resulta tanto más fiera cuanto que parece
definitivamente desechado con el desarrollo de las armas nucleares el enfrentamiento directo de sus
medios de violencia como último «recurso» para resolver todos los conflictos. No sólo atrae
inmediatamente el potencial o la intervención de las superpotencias cada conflicto entre los
pequeños países subdesarrollados, sea una guerra civil en Vietnam o un conflicto nacional en
Oriente Medio, sino que sus verdaderos conflictos, o al menos el cronometraje de sus estallidos,
parecen haber sido manipulados o directamente causados por intereses y maniobras que nada tienen
que ver con los conflictos e intereses en juego en la misma región. Nada era tan característico de la
política de poder en la era imperialista como este paso de objetivos de interés nacional localizados,
limitados y por eso predecibles, a la ilimitada prosecución del poder por el poder que podía
extenderse por todo el globo y devastarlo sin un seguro objetivo nacional y territorialmente
prescrito y por eso sin dirección previsible. Esta reincidencia se ha tornado también evidente en el
nivel ideológico, con la famosa teoría de las fichas de dominó según la cual la política exterior americana se siente obligada a llevar la guerra a un país por la integridad de otros que ni siquiera son
vecinos de ése y que es claramente una nueva versión del antiguo «Gran Juego» cuyas reglas
permitían e incluso dictaban la consideración de naciones enteras como piedras que emergen de un
río, o como peones, en la terminología de hoy, para obtener las riquezas y el dominio de un tercer
país que a su vez se tornaba simple escalón en el inacabable proceso de la expansión y de la
acumulación del poder. Fue de esta reacción en cadena, inherente a la política imperialista de poder
y representada a nivel humano por la figura del agente secreto, de la que dijo Kipling (en Kim):
«Cuando todos están muertos, el Gran Juego está terminado. No antes»; y la única razón por la que
su profecía no llegó a cumplirse fue la limitación constitucional de la Nación-Estado, mientras que
hoy nuestra única esperanza de que no llegue a cumplirse en el futuro está basada en las
limitaciones constitucionales de la República americana y en las limitaciones tecnológicas de la era
nuclear.
Esto no significa negar que la inesperada resurrección de la política y los medios imperialistas
tiene lugar en condiciones y circunstancias ampliamente modificadas. La iniciativa de la expansión
ultramarina se ha desplazado hacia Occidente, desde Inglaterra y la Europa occidental hasta
América, y la iniciativa de la expansión continental en cerrada continuidad geográfica ya no
procede de la Europa central y oriental, sino que está exclusivamente localizada en Rusia. Las
políticas imperialistas, más que cualquier otro factor, han sido las que han determinado la
decadencia de Europa, y parecen haberse cumplido ya las profecías de los políticos e historiadores
que afirmaron que los dos gigantes que flanqueaban a las naciones europeas por el Este y por el
Oeste acabarían por surgir como herederos de su poder. Nadie justifica la expansión ya mediante la
«misión del hombre blanco», por una parte, y una «ensanchada conciencia tribal» a unir pueblos de
similar origen étnico, por otra; en vez de eso, oímos hablar de «compromisos» con Estados clientes,
de las responsabilidades del poder y de la solidaridad con los movimientos revolucionarios de
liberación nacional. La misma palabra «expansión» ha desaparecido de nuestro vocabulario
político, que ahora emplea los términos «extensión» o, críticamente, «sobreextensión» para referirse
a algo muy similar. Y lo que resulta políticamente más importante, las inversiones privadas en
tierras alejadas, originalmente el primer motor de las evoluciones imperialistas, son hoy superadas
por la ayuda exterior, económica y militar, facilitada directamente por los Gobiernos. (Sólo en 1966
el Gobierno americano gastó 4.600 millones de dólares en ayudas y créditos al exterior, más 1.300
millones anuales en ayuda militar durante la década 1956-65, mientras que la salida de capital
privado en 1965 totalizó 3.690 millones de dólares y, en 1966, 3.910 millones)1. Esto significa que
la era del llamado imperialismo del dólar, la versión específicamente americana del imperialismo
anterior a la segunda guerra mundial, que fue políticamente la menos peligrosa, está definitivamente
superada. Las inversiones privadas —«las actividades de un millar de compañías norteamericanas
1
Estas cifras proceden, respectivamente, de «The Politics of Private Foreign Investment», de LEO MODEL, y de « U.
S. Assistance to less developed Countries, 19561965», de KENNETH M. KAUFFMAN y HELENA STALSON, ambos
textos en Foreign Affairs, julio de 1967.
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operando en un centenar de países extranjeros» y «concentradas en los sectores más modernos, más
estratégicos y más rápidamente crecientes»—crean muchos problemas políticos aunque no se hallen
protegidas por el poder de la nación2, pero la ayuda exterior, aunque sea otorgada por razones
puramente humanitarias, es política por naturaleza precisamente porque no está motivada por la
búsqueda de un beneficio. Se han gastado miles de millones de dólares en eriales políticos y
económicos en donde la corrupción y la incompetencia los han hecho desaparecer antes de que se
hubiera podido iniciar nada productivo, y este dinero ya no es el capital «superfluo» que no podía
ser invertido productiva y beneficiosamente en la patria, sino el fantástico resultado de la pura
abundancia que los países ricos, «los que tienen» en comparación con «los que no tienen», pueden
permitirse perder. En otras palabras, el motivo del beneficio, cuya importancia en la política
imperialista del pasado llegó a ser sobreestimada frecuentemente, ha desaparecido ahora por
completo; sólo los países muy ricos y muy poderosos pueden permitirse soportar las grandes
pérdidas que supone el imperialismo.
Probablemente, es aún demasiado pronto (y queda más allá del alcance de mis consideraciones)
para analizar y examinar con algún grado de confianza estas recientes tendencias. Lo que parece
incomódamente claro incluso ahora es la fuerza de ciertos procesos aparentemente incontrolables
que tienden a frustrar todas las esperanzas de desarrollo constitucional en las nuevas naciones y a
minar las instituciones republicanas en las antiguas. Los ejemplos son excesivos para permitir
siquiera una sumaria enumeración, pero la aparición de un «gobierno invisible» de los servicios
secretos cuyo alcance en la política interior, en los sectores cultural, docente y económico de
nuestra vida, sólo recientemente se ha revelado, es un signo demasiado ominoso para dejarlo pasar
en silencio. No hay razón para dudar de la afirmación de míster Allen W. Dulles según la cual los
servicios de inteligencia han disfrutado en este país desde 1947 de «una posición más influyente en
nuestro Gobierno de la que disfrutan los servicios de inteligencia en cualquier otro Gobierno del
mundo»3; ni hay razón para creer que esa influencia haya disminuido desde que formuló su
declaración en 1958. Se ha señalado a menudo el peligro mortal que el «Gobierno invisible» supone
para las instituciones del «Gobierno visible»; lo que resulta quizá menos conocido es la íntima
conexión tradicional entre la política imperialista y la dominación por el «Gobierno invisible» y los
agentes secretos. Es un error creer que la creación de una red de servicios secretos en este país tras
la segunda guerra mundial fue una respuesta a la amenaza directa que para su supervivencia
nacional suponía la red de espionaje de la Rusia soviética; la guerra había impulsado a los Estados
Unidos a la posición de la mayor potencia mundial, y fue esta potencia mundial, más que su
existencia nacional, la desafiada por la potencia revolucionaria del comunismo dirigido desde
Moscú4.
Cualesquiera que sean las causas de la ascensión americana al poder mundial, la deliberada
prosecución de una política exterior encaminada a ese poder o una aspiración al dominio global no
figuran entre ellas. Y cabe decir lo mismo respecto de los pasos recientes y todavía de tanteo del
país en dirección a una política de poder imperialista para la que su forma de gobierno está menos
preparada que la de cualquier otro país. El enorme foso entre los países occidentales y el resto del
mundo no sólo y no primariamente en riqueza, sino en educación, dominio técnico y competencia
en general, ha atormentado las relaciones internacionales desde el comienzo incluso de una genuina
política mundial. Y este vacío, lejos de disminuir en las últimas décadas bajo la presión de unos
sistemas de comunicaciones en rápido desarrollo y la resultante reducción de las distancias
2
El ya citado artículo de L. Model proporciona (p. 641) un muy valioso y pertinente análisis de estos problemas.
Esto es lo que Mr. Dulles dijo en un discurso pronunciado en la Universidad de Yale en 1957, según The Invisible
Government, de DAVID WISE y THOMAS B. Ross, Nueva York, 1964, p. 2.
4
Según Mr. Dulles, el Gobierno tenía que «luchar contra el fuego con fuego», y después, con una desarmante
franqueza, merced a la cual el antiguo jefe de la CIA se distinguió de sus colegas de otros países, explicó lo que esto
significaba. La CIA, por implicación, ha de seguir el modelo del Servicio de Seguridad del Estado Soviético que «es
más que una organización de la policía secreta, más que una organización de espionaje y contraespionaje». Es un
instrumento para «la subversión, la manipulación y la violencia; para la intervención secreta en los asuntos de otros
países» (El subrayado es de la autora). Véase The Craft of Intelligence, de ALLEN W. DULLES, Nueva York 1963, p.
155.
3
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terrestres, ha aumentado constantemente y está cobrando ahora proporciones verdaderamente
alarmantes. «Las tasas de crecimiento demográfico en los países menos desarrollados son ahora
dobles de las de los países más avanzados»5, y cuando este factor bastaría para que fuera imperativo
asistirles con excedentes alimenticios y con excedentes de conocimiento tecnológico y político, es
ese mismo factor el que invalida toda ayuda. Obviamente, cuanto mayor sea la población, menor
ayuda per capita recibirá, y la verdad de la cuestión es que después de dos décadas de programas de
ayuda masiva, todos los países que para empezar no han sido capaces de ayudarse a sí mismos —
como ha sido el Japón— son ahora más pobres y están más alejados que nunca de cualquier
estabilidad económica o política. Por lo que se refiere a las posibilidades del imperialismo, esta
situación las consolida temiblemente por la sencilla razón de que nunca han importado menos las
puras cifras; la dominación blanca en Sudáfrica, donde la minoría tiránica es superada hoy en una
proporción de diez a uno, no ha estado probablemente nunca más segura que hoy. Es esta situación
objetiva la que convierte a toda la ayuda exterior en instrumento de dominación extranjera y coloca
a todos los países que precisan de esta ayuda por sus decrecientes probabilidades de supervivencia
física ante la alternativa de aceptar alguna forma de «gobierno de razas sometidas» o hundirse rápidamente en una anárquica ruina.
Este libro se refiere solamente al imperialismo colonial estrictamente europeo, cuyo final
sobrevino con la liquidación de la dominación británica en la India. Narra la historia de la
desintegración de la Nación-Estado que demostró contener casi todos los elementos necesarios para
la subsiguiente aparición de los movimientos y Gobiernos totalitarios. Antes de la era imperialista
no existía nada que fuera una política mundial, y sin ella carecía de sentido la reivindicación
totalitaria de dominación global. Durante este período el sistema de la Nación-Estado se mostró
incapaz tanto de concebir nuevas normas para manejar los asuntos exteriores que se habían
convertido en asuntos globales como de hacer observar una Pax Romana en el resto del mundo. Su
pobreza y su miopía políticas concluyeron en el desastre del totalitarismo, cuyos horrores sin
precedentes han oscurecido los ominosos acontecimientos y la mentalidad aún más ominosa del
período anterior. La investigación erudita se ha concentrado casi exclusivamente en la Alemania de
Hitler y en la Rusia de Stalin a expensas de sus menos dañinos predecesores. El dominio
imperialista, excepto cuando se trata de utilizar esa denominación, parece casi olvidado, y la razón
principal de que ese hecho resulte deplorable es que en los años recientes su importancia en los
acontecimientos contemporáneos se ha tornado más que evidente. De esta manera la controversia
sobre la guerra no declarada por los Estados Unidos en Vietnam se ha formulado desde ambos
bandos en términos de analogías con Munich o con otros ejemplos extraídos de los años 30, cuando
la dominación totalitaria era el único peligro claro presente y omnipresente; pero las amenazas de la
política de hoy en hechos y palabras tienen un más portentoso parecido con los hechos y las
justificaciones verbales que precedieron al estallido de la primera guerra mundial, cuando una
chispa en una región periférica de interés secundario para todos los interesados podía iniciar una
conflagración mundial.
Subrayar la desgraciada importancia que este medio olvidado período tiene para los
acontecimientos contemporáneos no significa, desde luego, ni que la suerte esté echada y estemos
entrando en un nuevo período de políticas imperialistas, ni que en todas las circunstancias deba
acabar el imperialismo en los desastres del totalitarismo. Por mucho que seamos capaces de saber
del pasado, ello no nos permitirá conocer el futuro.
HANNAH ARENDT
Julio de 1967.
5
Véase el muy instructivo artículo de ORVILLE L. FREEMAN, «Malthus, Marx and the North American
Breadbasket», en Foreign Affairs, julio de 1967.
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PROLOGO A LA TERCERA PARTE:
TOTALITARISMO
I
El manuscrito original de The Origins of Totalitarianism fue concluido en el otoño de 1949, más
de cuatro años después de la derrota de la Alemania de Hitler, menos de cuatro años antes de la
muerte de Stalin. La primera edición del libro apareció en 1951. Retrospectivamente, los años que
pasé escribiéndolo, a partir de 1945, se me aparecen como el primer período de relativa calma tras
décadas de desorden, confusión y horror —las revoluciones tras la primera guerra mundial, la
ascensión de los movimientos totalitarios y el debilitamiento del Gobierno parlamentario, seguidos
por toda clase de nuevas tiranías, fascistas y semifascistas, dictaduras de partido único y militares y,
finalmente, el aparentemente firme establecimiento de Gobiernos totalitarios que descansaban en el
apoyo de las masas1: en Rusia, el año 1929, el año de lo que ahora se denomina la «segunda
revolución», y en Alemania, en 1933.
Con la derrota de la Alemania nazi, parte de la historia llegaba a su fin. Este parecía el primer
momento apropiado para examinar los acontecimientos contemporáneos con la mirada retrospectiva
del historiador y el celo analítico del estudioso de la ciencia política, la primera oportunidad para
tratar de decir y comprender lo que había sucedido, no aún sine ira et studio, todavía con dolor y
pena y, por eso, con una tendencia a lamentar, pero ya no con mudo resentimiento e impotente
horror. (He dejado mi prólogo original en la edición actual para indicar el talante de aquellos años.)
Era, en cualquier caso, el primer momento posible para articular y elaborar las preguntas con las
que mi generación se había visto forzada a vivir durante la mayor parte de su vida de adulto: ¿Que
ha sucedido? ¿Por qué sucedió? ¿Cómo ha podido suceder? Porque tras la derrota alemana, que
dejó tras de sí un país en ruinas y una nación que sentía que había llegado al «punto cero» de su
historia, emergieron montañas de escritos virtualmente intactos, una superabundancia de material
documental sobre cada aspecto de los doce años que había conseguido durar el Tausendjähriges
Reich de Hitler. Las primeras selecciones generosas de este embarras de richesses, que incluso hoy
en manera alguna han sido adecuadamente publicadas e investigadas, comenzaron a aparecer en
relación con el proceso de Nuremberg de los principales criminales de guerra en 1946, en doce
volúmenes de Nazi Conspiracy and agression2.
1
Resulta, sin duda, muy inquietante el hecho de que el Gobierno totalitario, no obstante su manifiesta criminalidad, se
base en el apoyo de las masas. Por eso apenas es sorprendente que se nieguen a reconocerlo tanto los eruditos como los
políticos, los primeros por creer en la magia de la propaganda y del lavado de cerebro, los últimos por negarlo
simplemente, como, por ejemplo, hizo repetidas veces Adenauer. Una reciente publicación de los informes secretos
sobre la opinión pública alemana durante la guerra (desde 1939 a 1944), realizados por el Servicio de Seguridad de las
SS (Meldungen aus dem Reich. Auswahl aus den Geheimen Lageberichten des Sicherheitdienster der SS 1939-1944,
editada por Heinz Boberach, Neuwied y Berlin, 1965), resulta muy reveladora al respecto. Muestra, en primer lugar,
que la población se hallaba notablemente bien informada sobre los llamados secretos —las matanzas de judíos en
Polonia, la preparación de un ataque a Rusia, etc.— y, en segundo lugar, el «grado hasta el que las víctimas de la
propaganda han permanecido capaces de formar opiniones independientes» (pp. XVIII-XIX). Sin embargo, el punto de
la cuestión es que esto no debilitó de ningún modo el apoyo general al Régimen de Hitler. Es completamente obvio que
el apoyo de las masas al totalitarismo no procede ni de la ignorancia ni del lavado de cerebro.
2
Desde el comienzo, la investigación y la publicación del material documental han estado guiadas por la preocupación
por actividades delictivas y la selección se ha realizado habitualmente con el fin de perseguir a los criminales de guerra.
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Cuando en 1958 apareció la segunda edición (de bolsillo), estaba ya disponible en bibliotecas y
archivos mucho más material documental y de otro género, referente al régimen nazi. Lo que yo
entonces aprendí era suficientemente interesante, pero apenas exigía cambios sustanciales tanto en
el análisis como en el argumento de mi estudio original. Parecía aconsejable realizar numerosas
adiciones y sustituciones de citas en las notas, y el texto fue considerablemente ampliado. Pero
estos cambios eran todos de naturaleza técnica. En 1949, los documentos de Nuremberg eran
conocidos sólo parcialmente y en su traducción inglesa, y gran número de libros, folletos y revistas,
publicados en Alemania entre 1933 y 1945, no estaban todavía disponibles. Además, tuve en cuenta
en cierto número de adiciones algunos de los más importantes acontecimientos tras la muerte de
Stalin —la crisis de sucesión y el discurso de Kruschev ante el XX Congreso del Partido—, así
como nueva información sobre el régimen de Stalin obtenida de nuevas publicaciones. Así es que
revisé la Tercera Parte y el último capítulo de la Segunda Parte, mientras que la Primera Parte,
referente al antisemitismo, y los primeros cuatro capítulos sobre el imperialismo permanecían
inalterados. Por otro lado, existían ciertos atisbos de una naturaleza estrictamente teórica, que yo no
poseía cuando concluí el manuscrito original, terminado con unas «Observaciones concluyentes»
que eran más bien inconclusivas. El último capítulo de esta edición, «Ideología y terror», reemplazó
a aquellas «Observaciones», que, hasta el grado en que todavía eran válidas, fueron trasladadas a
otros capítulos. En la segunda edición yo había añadido un Epílogo en el que examinaba
brevemente la introducción del sistema ruso en los países satélites y la revolución húngara. Este
examen, escrito mucho más tarde, era diferente en su tono, ya que se refería a acontecimientos
contemporáneos y se tornó anticuado en muchos detalles. Ahora lo he eliminado, y éste es el único
cambio sustancial de esta edición en comparación con la segunda (la de bolsillo).
Resulta obvio que el final de la guerra no significó el final del Gobierno totalitario en Rusia. Al
contrario, fue seguido por la bolchevización de Europa oriental, es decir, la extensión del Gobierno
totalitario, y la paz no ofreció más que un significativo punto de inflexión desde el que analizar las
similaridades y diferencias en métodos e instituciones de los dos regímenes totalitarios. Lo que fue
decisivo no fue el final de la guerra, sino la muerte de Stalin ocho años más tarde.
Retrospectivamente parece que esta muerte no fue simplemente seguida por una crisis de sucesión y
un «deshielo» temporal hasta que hubiera logrado afirmarse un nuevo líder, sino por un auténtico,
aunque nunca inequívoco, proceso de destotalitarización. Por eso, desde el punto de vista de los
acontecimientos, no había razón para actualizar ahora esta parte de mi obra; por lo que a nuestro
conocimiento del período en cuestión se refiere, no ha cambiado drásticamente lo suficiente para
exigir extensas revisiones y adiciones. En contraste con Alemania, donde Hitler empleó
conscientemente su guerra para desarrollar y, valga decir, perfeccionar el Gobierno totalitario, el
período de la guerra en Rusia fue un período de suspensión temporal de la dominación total. Para
mis propósitos son de máximo interés los años desde 1929 a 1941 y posteriormente de 1945 a 1953,
y nuestras fuentes para estos períodos son tan escasas y de la misma naturaleza que lo eran en 1958
e incluso en 1949. Nada ha sucedido, ni es probable que suceda en el futuro, que pueda presentarse
con el mismo inequívoco final de la historia o las mismas pruebas horriblemente claras e
irrefutables con que documentarlo como sucedió en el caso de la Alemania nazi.
La única adición importante para nuestro conocimiento, el contenido del Archivo de Smolensko
(publicado en 1958 por Merle Fainsod) ha demostrado hasta qué punto seguirá siendo decisiva para
todas las investigaciones sobre este período de la historia rusa la escasez de la más elemental
documentación y de material estadístico. Porque aunque los archivos (descubiertos en la sede del
partido en Smolensko por los servicios alemanes de información y capturados luego en Alemania
por las fuerzas de ocupación americanas) contienen unas 200.000 páginas de documentos y se
hallan virtualmente intactos en lo que se refiere al período comprendido entre 1917 y 1938, la
cantidad de información que no nos pueden proporcionar es verdaderamente sorprendente. Incluso
con «una casi inabarcable abundancia de material sobre las purgas» desde 1929 a 1937, no
El resultado es que se ha despreciado gran parte de un material muy interesante. El libro mencionado en la nota uno
constituye una muy grata excepción a la regla.
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contienen indicación del número de víctimas ni de otros vitales datos estadísticos. Donde dan cifras,
éstas son desesperanzadoramente contradictorias; las diferentes organizaciones proporcionan series
distintas, y lo que llegamos a saber de forma indudable es que muchas de esas cifras, si llegaron a
existir, fueron retiradas por orden del Gobierno3. Además, el Archivo no contiene información sobre
las relaciones entre las diferentes ramas de la autoridad, «entre el partido, los militares y el NKVD»,
o entre el partido y el Gobierno, y se muestra mudo respecto de los canales de comunicación y
mando. En suma, no sabemos nada acerca de la estructura de la organización del régimen, de la que
estamos tan bien informados con respecto a la Alemania nazi4. En otras palabras, mientras se ha
sabido siempre que las publicaciones oficiales soviéticas servían fines propagandísticos y eran
profundamente indignas de crédito, ahora resulta que las fuentes fiables y el material estadístico no
existieron probablemente en parte alguna.
Cuestión mucho más seria es la de si un estudio sobre el totalitarismo puede permitirse ignorar lo
que ha sucedido y sigue sucediendo en China. Aquí nuestro conocimiento es aún menos seguro de
lo que era sobre la Rusia de los años 30, en parte porque el país ha conseguido aislarse a sí mismo
mucho más radicalmente contra los extranjeros tras la revolución victoriosa y en parte porque
todavía no han venido en nuestra ayuda los desertores de los escalones superiores del partido
comunista chino —lo que, desde luego, es en sí mismo suficientemente significativo—. Lo poco
que hemos sabido durante diecisiete años esbozaba dos diferencias muy importantes: tras un
período inicial de considerable derramamiento de sangre —el número de víctimas durante los
primeros años de dictadura ha sido estimado plausiblemente en quince millones, aproximadamente
un 3 por 100 de la población de 1949 y, en términos de porcentaje, considerablemente menos que
las pérdidas demográficas debidas a la «segunda revolución» de Stalin— y tras la desaparición de
una oposición organizada, no hubo un aumento del terror ni matanzas de personas inocentes, ni
categoría de «enemigos objetivos», ni procesos espectaculares, aunque sí existieron en gran medida
confesiones públicas y «autocríticas», ni crímenes descarados. El famoso discurso pronunciado por
Mao en 1957, «Sobre la manipulación correcta de las contradicciones en el pueblo», usualmente
conocido bajo el equívoco título «Dejemos que aparezcan cien flores», no fue ciertamente un
alegato en favor de la libertad, pero reconocía contradicciones no antagonísticas entre las clases y,
lo que es todavía más importante, entre el pueblo y el Gobierno, incluso bajo una dictadura
comunista. La forma de tratar con los oponentes era la «rectificación del pensamiento», un
elaborado procedimiento de constante moldeamiento y remoldeamiento de las mentes al cual más o
menos parecía sujeta toda la población. Nunca supimos muy bien cómo funcionó este sistema en la
vida cotidiana, quién estaba exento de él —es decir, quién «remoldeaba»—, y carecemos de
indicaciones sobre los resultados del «lavado de cerebros», si fue duradero y produjo cambios de
personalidad. Si se confiara en las presentes declaraciones de los dirigentes chinos, todo lo que se
consiguió fue hipocresía en gran escala, el «terreno de cultivo de la contrarrevolución». Si esto era
terror, como muy ciertamente era, se trataba de un terror de diferente género y, cualesquiera que
fuesen sus resultados, no diezmó la población china. Reconocía claramente un interés nacional,
permitía al país desarrollarse pacíficamente, emplear la competencia de los descendientes de las
antiguas clases dominantes y mantener niveles académicos y profesionales. En suma, era obvio que
el «pensamiento» de Mao Tsé-tung no siguió la trayectoria de Stalin (o de Hitler, en esta cuestión),
que no era un asesino por instinto, y que el sentimiento nacionalista, tan destacado en todos los
levantamientos revolucionarios en los antiguos países coloniales, fue lo suficientemente fuerte
como para imponer límites a la dominación total. Todo esto parecía contradecir ciertos temores
expresados en este libro («Una sociedad sin clases», «Las masas»).
Por otra parte, el partido comunista chino, tras su victoria, apuntó inmediatamente a ser
«internacional en su organización, omnicomprensivo en su alcance ideológico y global en sus
aspiraciones políticas» (cap. XII, «Totalitarismo en el poder»), es decir, que sus rasgos totalitarios
se hicieron manifiestos desde el comienzo. Estos rasgos se tornaron más prominentes con el
3
4
Véase la obra de MERLE FAINSOD, Smolensk under Soviet Rule, 1958, pp. 210, 306, 365, etc.
Ibíd., pp. 73, 93.
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desarrollo del conflicto chino-soviético, aunque el mismo conflicto puede haber sido desencadenado
por cuestiones nacionales más que ideológicas. La insistencia de los chinos en rehabilitar a Stalin y
denunciar los intentos rusos de destotalitarización como desviación «revisionista» fue
suficientemente amenazadora y, para empeorar las cosas, fue acompañada por una política
internacional profundamente implacable, aunque hasta ahora infructuosa, que pretendía la
infiltración de agentes chinos en todos los movimientos revolucionarios y la resurrección de la
Komintern bajo la dirección de Pekín. Todas estas evoluciones son difíciles de juzgar en el
momento presente, en parte porque no sabemos lo suficiente y en parte porque todo continúa en un
estado fluyente. A estas incertidumbres que corresponden a la naturaleza de la situación hemos
añadido desgraciadamente las dificultades que son obra de nosotros mismos. Porque no facilita la
cuestión, ni en la teoría ni en la práctica, el hecho de que hayamos heredado del período de la guerra
fría una «contraideología» oficial, el anticomunismo, que tiende también a ser global en sus
aspiraciones y nos tienta a construir nuestra propia ficción para que nos neguemos en principio a
diferenciar las diversas dictaduras unipartidistas comunistas, con las que nos enfrentamos en la
realidad, del auténtico Gobierno totalitario, como puede desarrollarse, aunque en diversas formas,
en China. Lo interesante, desde luego, no es que la China comunista sea diferente de la Rusia
comunista o que la Rusia de Stalin fuera diferente de la Alemania de Hitler. La ebriedad y la
incompetencia que tan ampliamente asoman en cualquier descripción de la Rusia de los años 20 ó
de los años 30, y que siguen estando hoy muy extendidas, no desempeñaron papel alguno en la
Alemania nazi, mientras que la indecible y gratuita crueldad de los campos alemanes de
concentración y de exterminio parece haber estado considerablemente ausente de los campos rusos,
donde los cautivos morían de abandono más que de tortura. La corrupción, el azote de la
Administración rusa desde el comienzo, se halló presente en los últimos años del régimen nazi, pero
aparentemente ha estado totalmente ausente de China después de la revolución. Podrían
multiplicarse las diferencias de esta clase; son de gran significación y parte de la historia nacional
de los respectivos países, pero no proporcionan una directa orientación sobre la forma de gobierno.
Indudablemente, la monarquía absoluta fue algo muy diferente en España, en Francia, en Inglaterra
y en Prusia; pero en todas partes constituyó la misma forma de gobierno. Lo que en nuestro
contexto resulta decisivo es que el Gobierno totalitario resulta diferente de las dictaduras y tiranías;
la capacidad de advertir esta diferencia no es en manera alguna una cuestión académica que pueda
abandonarse confiadamente a los «teóricos», porque la dominación total es la única forma de
gobierno con la que no es posible la coexistencia. Por ello tenemos todas las razones posibles para
emplear escasa y prudentemente la palabra «totalitario».
En fuerte contraste con la escasez e incertidumbre de nuevas fuentes para el conocimiento
fáctico con respecto al Gobierno totalitario, encontramos un enorme aumento en el número de
estudios sobre todas las variedades de nuevas dictaduras, sean o no totalitarias, durante los últimos
quince años. Esto, desde luego, es particularmente cierto en lo referente a la Alemania nazi y a la
Rusia soviética. Existen ahora muchas obras que resultan indispensables para nuevas
investigaciones y estudios del tema, y, en consecuencia, me he esforzado por complementar mi
antigua bibliografía (la segunda edición —de bolsillo— no llevaba bibliografía). El único género de
textos que, con pocas excepciones, no he incluido adrede son las numerosas Memorias publicadas
por los antiguos generales y altos funcionarios nazis tras el final de la guerra. (Es suficientemente
comprensible y no debería bastar para alejarlas de nuestra consideración el hecho de que este
género de apologías no brille por su honestidad. Pero la falta de comprensión que estas
reminiscencias muestran respecto de lo que sucedió realmente y de los papeles que los mismos
autores desempeñaron en el curso de los acontecimientos es verdaderamente sorprendente y les
priva de todo menos de un cierto interés psicológico.) También he añadido los relativamente
escasos puntos de importancia a las listas de lecturas correspondientes a la Primera y la Segunda
Parte. Finalmente, por razones de conveniencia, la bibliografía, como el libro, aparece ahora
dividida en tres partes separadas.
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19
II
Por lo que a la documentación se refiere, la temprana fecha en que este libro fue concebido y
escrito ha mostrado no constituir la dificultad que podía razonablemente presumirse, y esto es cierto
tanto por lo que se refiere al material sobre la variedad nazi como sobre la variedad bolchevique del
totalitarismo. Esta es una de las particularidades de la literatura sobre el totalitarismo: los primeros
intentos de los contemporáneos de escribir su «Historia», que, según todas los normas académicas,
estaba destinada a zozobrar por falta de una impecable documentación y por su implicación
emocional en el tema, han soportado notablemente bien la prueba del tiempo. La biografía de Hitler
de Konrad Heiden y la biografía de Stalin de Boris Souvarine, escritas y publicadas en los años 30,
son en algunos aspectos más precisas y casi en todos los aspectos más importantes que las
biografías clásicas de Allan Bullock e Isaac Deutscher, respectivamente. Esto puede tener varias
razones, pero una de ellas es ciertamente el simple hecho de que en ambos casos el material
documental ha tendido a confirmar y a complementar lo que ya se conocía gracias a los relatos de
importantes desertores y de otros testigos oculares.
Por decirlo más drásticamente: no necesitamos el Discurso Secreto de Kruschev para saber que
Stalin cometió crímenes o que este hombre supuestamente «sospechoso de locura» decidió confiar
en Hitler. En lo que se refiere a este último, nada prueba mejor que esta confianza que Stalin no
estaba loco; se mostraba justificadamente suspicaz respecto de todos aquellos a los que deseaba o
proyectaba eliminar, y entre éstos figuraba prácticamente la totalidad de los que ocupaban los más
altos escalones del partido y del Gobierno; confiaba naturalmente en Hitler porque no le quería mal.
Por lo que se refiere a Stalin, las sorprendentes declaraciones de Kruschev, que —por la obvia razón
de que su audiencia y él mismo estuvieron totalmente complicados en el asunto— ocultaban
considerablemente más de lo que revelaban, tuvieron el desgraciado resultado de minimizar a los
ojos de muchos (y desde luego a los de los eruditos con su amor profesional por las fuentes
oficiales) la gigantesca criminalidad del régimen de Stalin, que, al fin y al cabo, no consistió
simplemente en la difamación de unos pocos centenares de miles de destacadas figuras políticas y
literarias, a las que se podía «rehabilitar» póstumamente, sino en el exterminio de los literalmente
indecibles millones de personas a las que nadie, ni siquiera Stalin, podía considerar sospechosas de
actividades «contrarrevolucionarias». Y fue precisamente con el reconocimiento de algunos
crímenes como ocultó Kruschev la criminalidad del régimen en conjunto, y es precisamente contra
este camuflaje y contra la hipocresía de los actuales dirigentes rusos —todos los cuales se
prepararon y progresaron bajo Stalin— contra lo que se halla ahora en casi abierta rebelión la joven
generación de intelectuales rusos. Porque ellos saben todo lo que es necesario saber sobre «las
purgas masivas y la deportación y el aniquilamiento de pueblos enteros»5. La explicación que de los
crímenes formuló Kruschev —la demente suspicacia de Stalin— ocultaba el aspecto más
característico del terror totalitario, el de desatarse cuando ha muerto ya toda oposición organizada y
el dirigente totalitario sabe que ya no necesita temer nada. Esto es particularmente cierto en lo que
se refiere a la evolución rusa. Stalin comenzó sus gigantescas purgas no en 1928, cuando admitió:
5
A las víctimas del Primer Plan Quinquenal (1928-1933), estimadas entre nueve y doce millones, es necesario añadir
las víctimas de la Gran Purga —se calcula que fueron ejecutadas tres millones de personas y detenidas y deportadas
entre cinco y nueve millones (véase la importante Introducción de Robert C. Tucker, «Stalin, Bukharin, and History as
Conspiracy» a la nueva edición de la relación literal del Proceso de Moscú de 1958, The Great Purge Trial, Nueva
York, 1965). Pero todas estas estimaciones parecen ser inferiores a las cifras reales. No tienen en cuenta las ejecuciones
en masa, de las que nada se supo hasta que «las fuerzas alemanas de ocupación descubrieron unos enterramientos en
masa en la ciudad de Vinnitsa que contenían millares de cuerpos de personas ejecutadas en 1937 y en 1938» (véase, de
JOHN ARMSTRONG, The Politics of Totalitarianism. The Communist Party of the Soviet Union from 1934 to the
Present, Nueva York, 1961, pp. 65 y ss.). Es innecesario decir que este ulterior descubrimiento hace que los Regímenes
nazi y bolchevique parezcan aún más variaciones del mismo modelo. Puede advertirse mejor hasta qué grado figuran en
el centro de la oposición actual las matanzas en masa de la era staliniana, examinando el proceso de Sinyavsky y
Daniel, por la importante selección publicada en The New York Times Magazine, de 17 de abril de 1966, al que cito
aquí.
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«Tenemos enemigos internos», y cuando tenía razones para sentir temor —sabía que Bujarin le
había comparado con Genghis Khan y que estaba convencido de que la política de Stalin «estaba
conduciendo al país al hambre, a la ruina y a un régimen policíaco»6, como así fue—, sino en 1934,
cuando todos sus antiguos oponentes habían «confesado sus errores» y el mismo Stalin, en el XVII
Congreso del Partido, también denominado por él «Congreso de los Triunfadores», declaró: «En
este Congreso ... no hay nada más que demostrar y, parece, nadie con quien luchar»7. No es que se
ponga en duda el carácter sensacional y la decisiva importancia política que el XX Congreso del
Partido tuvo para la Rusia soviética y para el movimiento comunista en general. Pero la importancia
es política: la luz que las fuentes oficiales del período post-staliniano arrojan sobre lo sucedido
antes no debe ser confundida con la luz de la verdad.
Por lo que a nuestro conocimiento de la era de Stalin se refiere, la publicación por Fainsod del
Archivo de Smolensko, que he mencionado anteriormente, sigue siendo, con mucho, la más
importante, y resulta deplorable que la primera selección al azar no haya sido seguida por una más
amplia publicación del material. A juzgar por el libro de Fainsod, queda mucho por saber del
período de la lucha de Stalin por el poder a mediados de los años 20: sabemos ahora cuán precaria
era la posición del Partido8, no sólo porque prevalecía en el país un talante de franca oposición,
sino porque se encontraba agobiado por la corrupción y la embriaguez; sabemos también que un
manifiesto antisemitismo acompañaba a casi todas las demandas de liberación9; que el afán por la
colectivización y la deskulakización a partir de 1928 interrumpió la NEP, la nueva política
económica de Lenin, y con ella un comienzo de reconciliación entre el pueblo y su Gobierno10;
conocemos cuán fieramente se opuso a tales medidas la solidaridad de toda la clase campesina, que
decidió que «es mejor no haber nacido que unirse al koljós»11 y se negó a ser dividida en campesinos ricos, medianos y pobres, para ser lanzada contra los kulaks12 —«hay alguien que es peor
que estos kulaks, y es el que está pensando en cazar a la gente»13—; y que la situación no era mucho
mejor en las ciudades, donde los trabajadores se negaban a cooperar con los sindicatos controlados
por el Partido y que denominaban a sus directores «diablos bien alimentados», «bizcos hipócritas» y
cosas por el estilo.14
Fainsod señala certeramente que estos documentos muestran con claridad no sólo «cuán
6
TUCKER, op. cit., pp. XVII-XVIII.
Cita tomada de la obra de MERLE FAINSOD, How Russia is Ruled, Cambridge, 1959, p. 516. ABDURAKHMAN
AVTORKHANOV (en The Reign of Stalin, publicado bajo el seudónimo de «Uralov», en 1953 en Londres) habla de
una reunión secreta del Comité Central del Partido en 1936 tras los primeros procesos espectaculares, en la que Bujarin,
según el informe, acusó a Stalin de transformar el Partido de Lenin en un Estado policíaco y fue apoyado por más de las
dos terceras partes de los miembros. Este relato, en especial lo referente al fuerte apoyo obtenido por Bujarin en el
Comité Central, no parece muy plausible; pero aunque fuese cierta, teniendo en cuenta el hecho de que esta reunión se
celebraba cuando la Gran Purga ya se había iniciado, no revela la existencia de una oposición organizada, sino más bien
lo contrario. La verdad de la cuestión, como señala Fainsod certeramente, parece ser la de que «el difundido
descontento de las masas» era ya muy corriente, especialmente entre los campesinos, y que hasta 1928, «al comienzo
del Primer Plan Quinquenal las huelgas... no eran infrecuentes», pero que semejantes «tendencias de oposición jamás
llegaron a concentrarse en cualquier forma de desafío organizado al Régimen», y que para 1929 ó 1930 «toda
alternativa de organización se había esfumado de la escena», si es que había llegado a existir anteriormente. (Véase
Smolensk under Soviet Rule, pp. 449 y ss.)
8
«Lo asombroso», como indica FAINSOD, op. cit., p. 38, «no es que el Partido resultara triunfante, sino que al fin y al
cabo lograra sobrevivir».
9
Ibíd., pp. 49 y ss. Un informe de 1929 describe los violentos estallidos antisemitas durante una reunión; los miembros
de Komsomol «presentes permanecieron callados... La impresión que podía recogerse era la de que todos estaban de
acuerdo con las declaraciones antijudías» (p. 445).
10
Todos los informes de 1926 muestran un significativo «declive de los llamados disturbios contrarrevolucionarios,
índice de la tregua temporal que el Régimen había logrado con el campesinado». En comparación con los de 1926 los
informes de 1929-30 «parecen comunicados de un encarnizado frente de batalla» (p. 177).
11
Ibíd., pp. 252 y ss.
12
Ibíd., especialmente las pp. 240 y ss., y 446 y ss.
13
Ibíd., todas estas declaraciones proceden de los informes de la GPU; véanse especialmente las pp. 248 y ss. Pero
resulta completamente característico el hecho de que tales declaraciones se tomaran mucho menos frecuente a partir de
1934, en el comienzo de la Gran Purga.
14
Ibíd., p. 310.
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extendido estaba el descontento de las masas», sino también la falta de una «oposición
suficientemente organizada» contra el régimen en conjunto. Lo que no advierte, y lo que en mi
opinión resulta igualmente probado, es que existía una obvia alternativa a la captura del poder por
parte de Stalin y a la transformación de la dictadura de Partido único en dominación total y que ésta
era la continuación de la NEP, tal como fue iniciada por Lenin15. Además, las medidas adoptadas
por Stalin con la introducción del Primer Plan Quinquenal en 1928, cuando su control del Partido
era casi completo, demuestran que la transformación de las clases en masas y la concomitante
eliminación de cualquier solidaridad de grupo eran la condición sine qua non de toda dominación
total.
Con respecto a la indisputada dominación de Stalin a partir de 1929, el Archivo de Smolensko
tiende a confirmar lo que ya sabíamos de fuentes menos irrefutables. Esto es incluso cierto en el
caso de algunas de sus curiosas lagunas, especialmente las referentes a los datos estadísticos.
Porque esta ausencia demuestra simplemente que, como en otros aspectos, el régimen de Stalin era
implacablemente consecuente: todos los hechos que no estuviesen conformes o que ofrecieran la
posibilidad de no coincidir con la ficción oficial —datos sobre cosechas, criminalidad, auténticos
incidentes de actividades «contrarrevolucionarias», a diferencia de las ulteriores conspiraciones
ficticias— eran tratados como carentes de existencia. Resultaba, además, completamente de acuerdo
con el desprecio totalitario por los hechos y la realidad el que todos estos datos, en vez de ser
recogidos en Moscú procedentes de las cuatro esquinas del inmenso territorio, fueran conocidos por
vez primera en las respectivas localidades a través de su publicación en Pravda, Izvestia o cualquier
otro órgano oficial de Moscú; de esta forma, cada región y cada distrito de la Unión Soviética
recibía sus datos estadísticos oficiales y ficticios muy de la misma manera que recibía las no menos
ficticias normas que le fijaba el Plan Quinquenal.16
Enumeraré brevemente unos pocos de los más sorprendentes puntos que antes podían ser sólo
supuestos y que ahora han quedado demostrados por pruebas documentales. Siempre habíamos
sospechado, pero no lo sabíamos con certeza, que el régimen nunca fue «monolítico», sino que se
hallaba «conscientemente construido en torno a funciones superpuestas, duplicadas y paralelas» y
que su estructura grotescamente amorfa era conservada unida por el mismo principio del führer —el
llamado «culto de la personalidad»— que hallamos en la Alemania nazi17; que la rama ejecutiva de
este Gobierno especial no era el Partido, sino la policía, cuyas «actividades operacionales no eran
reguladas a través de los canales del Partido»18; que las personas enteramente inocentes a quienes el
régimen liquidó a millones, los «enemigos objetivos» en el lenguaje bolchevique, sabían que eran
«delincuentes sin un delito»19; que fue precisamente esta nueva categoría, diferenciada de los
primeros auténticos enemigos del régimen —asesinos de funcionarios del Gobierno, incendiarios y
15
Se pasa habitualmente por alto esta alternativa por culpa de la comprensible pero históricamente insostenible
convicción de que existió una evolución más o menos suave de Lenin a Stalin. Es cierto que Stalin casi siempre hablaba
en términos leninistas, de forma que a veces parecía que la única diferencia entre los dos hombres radicaba en la
brutalidad o en la «insania» del carácter de Stalin. Tanto si ésta era una astucia consciente por parte de Stalin como si no
lo era, la verdad de la cuestión es, como certeramente observa TUCKER, op. cit., p. XVI, que «Stalin llenó esos viejos
conceptos leninistas con un nuevo contenido distintamente staliniano... La característica más distinta fue el relieve por
completo no leninista otorgado a la conspiración, que llegó a convertirse en el sello de la época».
16
Véase FAINSOD, op. cit., especialmente pp. 365 y ss.
17
Ibid., p. 93 y p. 71. Resulta completamente característico que los mensajes a todos los niveles recalcaran
habitualmente las «obligaciones contraídas con el camarada Stalin», y no con el Régimen, el Partido o el país. Nada
subraya quizá más convincentemente las similaridades de los dos sistemas como lo que Ilya Ehrenburg y otros
intelectuales stalinianos tuvieron que declarar en sus esfuerzos por justificar su pasado o simplemente por informar
sobre lo que pensaban durante la Gran Purga. «Stalin no sabía nada de la insensata violencia empleada contra los
comunistas, contra la intelligentsia soviética», «ellos se lo ocultaban a Stalin», y «si hubiera habido al menos alguien
que se lo hubiera contado a Stalin» o, finalmente, «el culpable no era Stalin en absoluto, sino el correspondiente jefe de
la policía» (citas de TUCKER, op. cit., p. XIII). Es innecesario señalar que esto es precisamente lo que tuvieron que
decir los nazis tras la derrota de Alemania.
18
Ibíd., pp. 166 y ss.
19
Las palabras están tomadas de la apelación presentada por un «elemento extraño a la clase» en 1936: «Yo no quiero
ser un delincuente sin un delito» (página 229).
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bandidos— la que reaccionó con la misma «completa pasividad»20 que conocemos también a través
de las normas de conducta de las víctimas del terror nazi. Nunca hubo duda alguna de que la
«oleada de denuncias mutuas» durante la Gran Purga resultó tan desastrosa para el bienestar
económico y social del país como eficaz para fortalecer al dirigente totalitario, pero sólo ahora
conocemos cuán deliberadamente puso en marcha Stalin «esta amenazadora cadena de denuncias»21
cuando proclamó oficialmente el 29 de julio de 1936: Inalienable calidad de cada bolchevique en
las circunstancias presentes debe ser la capacidad para reconocer a un enemigo del Partido por
muy bien enmascarado que pueda hallarse22. (El subrayado es de la autora.) De la misma manera
que la «Solución Final» de Hitler significaba para la élite nazi la obligatoriedad de cumplir el
mandamiento «Tú matarás», la declaración de Stalin prescribía: «Tú levantarás falso testimonio»,
como norma directriz de la conducta de todos los miembros del Partido bolchevique. Finalmente,
todas las dudas que hubieran podido alimentarse respecto de la dosis de verdad en la teoría según la
cual el terror de los últimos años 20 y durante los 30 fue el «elevado precio en sufrimientos» que
hubo que pagar por la industrialización y el progreso económico, se ven confirmadas por el primer
vistazo a la situación y al curso de los acontecimientos en una determinada región23. El terror no
produjo nada de este género. El mejor documentado resultado de la deskulakización, la
colectivización y la Gran Purga no fue ni el progreso ni la industrialización rápida, sino el hambre,
las caóticas condiciones en la producción de alimentos y la despoblación. Las consecuencias han
sido una perpetua crisis en la agricultura, una interrupción del desarrollo demográfico y el fracaso
del desarrollo y la colonización del hinterland siberiano. Además, como evidencia el Archivo de
Smolensk, los métodos de dominación de Stalin lograron destruir toda medida de competencia y
capacidad técnica que el país hubiese adquirido tras la Revolución de Octubre. Y todo esto
constituía, desde luego, un «alto precio», no sólo en sufrimientos, pagado para abrir carreras en las
20
Un interesante informe de la OGPU, que data de 1931, subraya esta nueva «completa pasividad», esa horrible apatía
que produjo el indiscriminado terror contra personas inocentes. El informe menciona la gran diferencia entre las
antiguas detenciones de enemigos del Régimen cuando «un detenido era conducido por dos milicianos» y las
detenciones en masa cuando «un miliciano podía conducir grupos de personas, andando éstas tranquilamente, sin que
nadie intentara escapar» (p. 248).
21
Ibíd., p. 135.
22
Ibíd., pp. 57-58. Para conocer el creciente talante de simple histeria en estas denuncias en masa, véase especialmente
pp. 222, 229 y ss., y la encantadora historia de la p. 235, en donde nos enteramos de que uno de los camaradas había
llegado a pensar «que el camarada Stalin había adoptado una actitud conciliadora respecto del grupo trotskystazinovievista», reproche que en la época significaba, por lo menos, la inmediata expulsión del Partido. Pero no hubo tal
suerte. El siguiente orador acusó de ser «políticamente desleal» al hombre que había tratado de superar a Stalin, y éste
«confesó» inmediatamente su error.
23
Por extraño que parezca, el mismo Fainsod llega a tales conclusiones tras una acumulación de pruebas que apuntan en
dirección opuesta. Véase su último capítulo, especialmente pp. 453 y ss. Es aún más extraño que esta mala
interpretación de los hechos haya sido compartida por tantos autores. En realidad, apenas alguno ha llegado tan lejos en
esta sutil justificación de Stalin como Isaac Deutscher en su biografía, pero muchos todavía insisten en que «las
implacables acciones de Stalin eran... una forma de crear un nuevo equilibrio de fuerzas» (ARMSTRONG, op. cit., página 64), y concebida para ofrecer «una solución brutal pero consecuente a alguna de las contradicciones básicas
inherentes al mito leninista» (RICHARD LOWENTHAL, en su muy valioso World Communism. The Disintegration of
a Secular Faith, Nueva York, 1964, p. 42). Existen algunas pocas excepciones a esta reminiscencia marxista, así, por
ejemplo, RICHARD C. TUCKER (op. cit., p. XXVII), quien afirma inequívocamente que el sistema soviético «hubiese
estado en mejor situación y mejor equipado para enfrentarse después con la prueba de la guerra total de no haber sido
por la Gran Purga, que fue, efectivamente, una gran operación destructora de la sociedad soviética». Mr. Tucker opina
que esto refuta mi «imagen» del totalitarismo, lo que a mí me parece que es un error. La inestabilidad es un requisito
funcional de la dominación total que está basada en una ficción ideológica y presupone que un movimiento, como algo
distinto de un Partido, se ha apoderado del poder. La característica de este sistema es que el poder sustancial, la potencia
material y el bienestar del país son sacrificados constantemente al poder de la organización, de la misma manera que
todas las verdades fácticas son sacrificadas para que sea consecuente la ideología. Es obvio que en una pugna entre la
fuerza material y el poder material, o entre el hecho y la ficción, ese poder y esa ficción serán los que lo pasen mal, y
esto fue lo que sucedió tanto en Rusia como en Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. Pero ésta no es una razón
para subestimar el poder de los movimientos totalitarios. Fue el terror a la inestabilidad permanente el que ayudó a
organizar el sistema de satélites y es la presente estabilidad de la Rusia soviética, su destotalitarización, la que, por una
parte, ha contribuido considerablemente a su presente fuerza material, pero la que, por otra, ha determinado la pérdida
de control de sus satélites.
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burocracias del Partido y del Gobierno a sectores de población que a menudo no eran sencillamente
«analfabetos en política» 24. La verdad es que el precio de la dominación totalitaria fue tan alto que
ni en Alemania ni en Rusia ha sido todavía completamente pagado.
III
He mencionado anteriormente el proceso de destotalitarización que siguió a la muerte de Stalin.
En 1958, yo no tenía aún la seguridad de que el «deshielo» fuera algo más que una relajación
temporal, un género de medida de emergencia debida a la crisis de sucesión y no diferente de la
considerable relajación de los controles totalitarios durante la segunda guerra mundial. Incluso
ahora no podemos saber si el proceso es final e irreversible, pero con seguridad ya no puede ser
denominado temporal o provisional. Porque aunque uno pueda observar el zigzagueo a menudo
asombroso de la línea política soviética desde 1953, es innegable que la gran policía del imperio ha
sido liquidada, que la mayor parte de los campos de concentración han sido cerrados, que no se han
realizado nuevas purgas contra «enemigos objetivos» y que los conflictos entre los miembros de la
nueva «dirección colegiada» son resueltos mediante destituciones y exilios de Moscú en vez de
tener que recurrir a los procesos espectaculares, las confesiones y los asesinatos. Indudablemente,
los métodos seguidos por los nuevos dirigentes en los años posteriores a la muerte de Stalin siguen
de cerca la ruta impuesta por Stalin tras la muerte de Lenin: emergió un triunvirato denominado
«dirección colectiva», término acuñado por Stalin en 1925, y después de cuatro años de intrigas y
pugna por el poder, hubo una repetición del coup d’état de Stalin en 1929, es decir, la captura del
poder por Kruschev en 1957. Técnicamente hablando, el golpe de Kruschev siguió los métodos de
su difunto y denunciado amo muy de cerca. El también precisaba de una fuerza exterior para ganar
poder en la jerarquía del Partido, y utilizó el apoyo del mariscal Zukov y del Ejército, exactamente
de la misma manera que Stalin empleó sus relaciones con la policía secreta en la lucha de sucesión
de hace treinta años25. Como en el caso de Stalin, en donde el poder supremo tras el golpe continuó
residiendo en el Partido, no en la policía, así en el caso de Kruschev, «hacia finales de 1957, el
Partido comunista de la Unión Soviética había logrado una indiscutible supremacía en todos los
aspectos de la vida soviética»26; porque del mismo modo que Stalin nunca dudó en purgar a los
cuadros de su policía y en liquidar a su jefe, así Kruschev prosiguió sus maniobras dentro del
Partido, eliminando a Zukov del Presidium y del Comité Central del Partido, cargos para los que
había sido elegido tras el golpe, así como de su puesto de jefe supremo del Ejército.
En realidad, cuando Kruschev recurrió a Zukov en demanda de apoyo, la ascendencia del
Ejército sobre la policía era un hecho consumado en la Unión Soviética. Esta había sido una de las
consecuencias automáticas de la ruptura del imperio policíaco, cuyo dominio sobre gran parte de las
industrias, las minas y los inmuebles soviéticos había sido heredado por el grupo gerencial que se
vio repentinamente desembarazado de su más serio competidor económico. La ascensión
automática del Ejército fue aún más decisiva; ahora tenía un claro monopolio de los instrumentos de
violencia con el que decidir en los conflictos internos del Partido. Denota la sagacidad de Kruschev
24
Véanse los interesantes detalles (FAINSOD, op. cit.) sobre la campaña de 1929 para eliminar a los «profesores
reaccionarios» contra las protestas de los miembros del Partido y del Komsomol, así como del cuerpo estudiantil,
quienes no veían «razón para reemplazar a los excelentes profesores que no eran del Partido»; después de lo cual, desde
luego, una nueva Comisión informó rápidamente de la existencia de «gran número de elementos extraños a la clase
entre el cuerpo estudiantil». Siempre se había sabido que uno de los fines de la Gran Purga era abrir carreras a la
generación más joven.
25
ARMSTRONG, op. cit., p. 319 arguye que ha sido «altamente exagerada» la importancia de la intervención de
Zhukov en la lucha interna del Partido, y asegura que Kruschev «triunfó sin necesidad alguna de intervención militar»,
porque estaba «apoyado por el aparato del Partido». Esto no parece cierto. Pero es verdad que «muchos observadores
extranjeros», en razón del apoyo del Ejército a Kruschev y contra el aparato del Partido, llegaron a la errónea
conclusión de que se había producido un definitivo aumento de poder de los militares a expensas del Partido, como si la
Unión Soviética hubiera estado a punto de pasar de una dictadura del Partido a una dictadura militar.
26
Ibíd., p. 320.
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el que advirtiera antes que sus colegas las consecuencias de esta situación. Pero, cualesquiera que
fuesen sus motivos, las consecuencias de este desplazamiento de la importancia desde la policía a
los militares dentro del juego por el poder tuvieron una gran repercusión. Es cierto que la
superioridad de la policía secreta sobre el aparato militar constituye característica determinante de
muchas tiranías y no sólo de la totalitaria; pero en el caso del Gobierno totalitario la preponderancia
de la policía no responde simplemente a la necesidad de reprimir a la población en el país, sino que
encaja con la reivindicación ideológica a una dominación mundial. Porque es evidente que quienes
consideran a toda la Tierra como su futuro territorio reforzarán el órgano de la violencia doméstica
y dominarán el territorio conquistado con métodos y personal policíacos más que con el Ejército.
Así, los nazis emplearon esencialmente sus tropas SS como fuerza de policía para la dominación e
incluso la conquista de territorios extranjeros, con el propósito final de amalgamar el Ejército y la
policía bajo la dirección de las SS.
Además, el significado de este cambio en el equilibrio del poder se había manifestado
anteriormente con ocasión de la represión por la fuerza de la revolución húngara. El sangriento
aplastamiento de la revolución, terrible y efectivo como fue, había sido realizado por unidades del
Ejército regular y no por tropas de la policía, y la consecuencia fue que en manera alguna constituyó
una típica solución staliniana. Aunque la operación militar fue seguida por la ejecución de los
dirigentes y el encarcelamiento de millares de personas, no hubo una deportación general del
pueblo; en realidad, no se realizó intento de despoblar el país. Y como ésta era una operación
militar y no una operación policíaca, los soviéticos pudieron permitirse el enviar ayuda suficiente al
país derrotado para impedir el hambre generalizada y para conjurar el completo colapso de la
economía en el año que siguió a la revolución. Nada, seguramente, hubiera estado más lejos de la
mente de Stalin en circunstancias parecidas.
El más claro signo de que la Unión Soviética ya no puede ser denominada totalitaria en el
sentido estricto del término es, desde luego, la sorprendentemente ligera y rápida recuperación de
las artes durante la última década. En realidad, los esfuerzos por rehabilitar a Stalin y por detener
las crecientes demandas orales de libertad de expresión y de pensamiento entre estudiantes,
escritores y artistas se repiten una y otra vez, pero ninguno de ellos ha tenido éxito ni es probable
que lo tenga sin un completo restablecimiento del terror y de la dominación policíaca. Es indudable
que al pueblo de la Unión Soviética le son negadas todas las formas de libertad política, no sólo la
libertad de asociación, sino la libertad de pensamiento, de opinión y de pública expresión. Parece
como si nada hubiese cambiado, mientras que en realidad ha cambiado todo. Cuando Stalin murió,
las gavetas de escritores y artistas se hallaban vacías; hoy existe toda una literatura que circula en
forma manuscrita, y en los estudios de los pintores se ensayan todos los estilos de la pintura
moderna, que llegan a conocerse aunque no sean expuestos. Esto no significa minimizar la
diferencia entre la censura tiránica y la libertad de las artes, es sólo recalcar el hecho de que la
diferencia entre una literatura clandestina y la ausencia de literatura equivale a la diferencia entre
uno y cero.
Además, el simple hecho de que los miembros de la oposición intelectual puedan tener un
proceso (aunque sea a puerta cerrada), puedan hacerse oír en presencia del tribunal y contar con el
apoyo exterior, no confesar nada, sino proclamarse inocentes, demuestra que ya no nos encontramos
aquí con la dominación total. Lo que les sucedió a Sinyavsky y a Daniel, los dos escritores que en
febrero de 1966 fueron juzgados por haber publicado fuera de la Unión Soviética obras que no
podrían haber publicado dentro, y que fueron sentenciados a siete y cinco años de trabajos forzados,
respectivamente, es, desde luego, insultante según todas las normas de justicia en un Gobierno
constitucional; pero lo que tuvieron que decir fue escuchado en el mundo entero, y no es probable
que sea olvidado. No desaparecieron en el agujero del olvido que para sus oponentes preparan los
dirigentes totalitarios. Menos bien conocido, pero quizá aún más convincente, es el hecho de que el
propio y más ambicioso intento de Kruschev de invertir el proceso de destotalitarización concluyó
en un completo fracaso. En 1957 presentó una nueva «ley contra los parásitos sociales» que hubiera
permitido al régimen reintroducir las deportaciones en masa, restablecer los trabajos forzados en
gran escala y —lo que resulta más importante para la dominación total— desencadenar otra oleada
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de denuncias en masa; porque se suponía que los «parásitos» habían de ser seleccionados por el
mismo pueblo en reuniones de masas. La «ley», sin embargo, tropezó con la oposición de los
juristas soviéticos y fue desechada antes siquiera de que hubiera podido ser ensayada27. En otras
palabras, el pueblo de la Unión Soviética ha pasado de la pesadilla de la dominación totalitaria a los
múltiples peligros, dificultades e injusticias de la dictadura de partido único, y aunque es
enteramente cierto que esta moderna forma de tiranía no ofrece ninguna de las garantías del
Gobierno constitucional, que, «incluso aceptando los presupuestos de la ideología comunista, todo
el poder en la URSS es, en definitiva, ilegítimo»28 y que, por ello, el país puede volver a caer en el
totalitarismo de un día para otro sin que se produzcan revueltas importantes, también es cierto que
la más horrible de todas las nuevas formas de gobierno, cuyos elementos y orígenes históricos trato
de analizar, concluyó en Rusia con la muerte de Stalin de la misma manera que el totalitarismo
acabó en Alemania con la muerte de Hitler.
Este libro estudia el totalitarismo, sus orígenes y sus elementos, así como sus consecuencias,
tanto en Alemania como en Rusia, pertinentes en tanto que puedan arrojar alguna luz sobre lo
sucedido antes. Por eso, en nuestro contexto no es el período que siguió a la muerte de Stalin, sino
más bien los años de su dominación de la posguerra los que resultan importantes. Y esos ocho años,
desde 1945 a 1953, confirman y prolongan, no contradicen ni añaden nuevos elementos, lo que ya
se había tornado manifiesto desde mediados de los años 30. Los acontecimientos que siguieron a la
victoria, las medidas para reafirmar la dominación total tras la relajación temporal del período de la
guerra, adoptadas en la Unión Soviética, tanto como aquellas por las que se introdujo la dominación
totalitaria en los países satélites, se hallaban todas conformes con las normas del juego, como
habíamos de llegar a saber. La bolchevización de los satélites comenzó con las tácticas del Frente
Popular y un fingido sistema parlamentario, prosiguió rápidamente hacia el claro establecimiento de
dictaduras de partido único, en las que los jefes y los miembros de los partidos anteriormente
tolerados fueron liquidados, y después alcanzó la última fase cuando los dirigentes comunistas
nativos, de quienes Moscú, con razón o sin ella, desconfiaba, fueron brutalmente acusados,
humillados en procesos espectaculares, torturados y muertos bajo la dirección de los más
corrompidos y despreciables elementos del Partido, especialmente de quienes en un principio no
eran comunistas, sino agentes de Moscú. Sucedió como si Moscú tratara de repetir a toda prisa las
distintas fases de la Revolución de Octubre hasta la aparición de la dictadura totalitaria. Por eso
toda la historia, aunque indeciblemente horrible, carece de gran interés por sí misma y ofrece
escasas variaciones; lo que pasaba en un país satélite sucedía casi en el mismo momento en otros,
desde el Báltico al Adriático. Los acontecimientos fueron diferentes en las regiones no incluidas en
el sistema de satélites. Los Estados bálticos fueron directamente incorporados a la Unión Soviética,
y su suerte fue considerablemente peor que la de los países satélites; más de medio millón de
personas fueron deportadas de los tres pequeños países, y una «enorme marea de colonizadores
rusos» comenzó a amenazar a las poblaciones nativas con el status de minorías en sus propias
patrias29. Por otra parte, sólo tras la erección del Muro de Berlín comenzó Alemania oriental a ser
incorporada al sistema de satélites, puesto que anteriormente era más bien considerada como
territorio ocupado con un «Gobierno Quisling».
En nuestro contexto resultan de gran importancia las evoluciones registradas en la Unión
Soviética, especialmente a partir de 1948 —el año de la misteriosa muerte de Zhdanov y del
«affaire de Leningrado». Por vez primera después de la Gran Purga, Stalin ejecutó a gran número
de altos y altísimos funcionarios, y tenemos la certeza de que estas ejecuciones fueron proyectadas
como preliminares de otra purga que alcanzaría a toda la nación. Si no hubiera sobrevenido la
muerte de Stalin, esa purga habría sido desencadenada por el «complot de los médicos». Un grupo
de destacados médicos judíos fue acusado de haber conspirado para «acabar con los cuadros
27
Véase ibid., p. 325.
Ibíd., pp. 339 y ss.
29
Véase, de STANLEY VARDYS, «How the Baltic Republics fare in the Soviet Union», en Foreign Affairs, abril de
1966.
28
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directivos de la URSS»30. Todo lo sucedido en Rusia entre 1948 y enero de 1953, fecha en que fue
«descubierto» el «complot de los médicos», presenta una sorprendente y amenazadora semejanza
con los preparativos de la Gran Purga de los años 30: la muerte de Zhdanov y la purga de
Leningrado se correspondían con la no menos misteriosa muerte de Kirov en 1934, que fue seguida
inmediatamente por una especie de purga preparatoria de «todos los antiguos adversarios que
permanecían dentro del Partido»31. Es más, el mero contenido de la absurda acusación formulada
contra los médicos, es decir, que pensaban matar a todos los que ocuparan posiciones destacadas en
todo el país, debió suscitar fúnebres presentimientos en todos aquellos que estaban familiarizados
con los métodos de Stalin de acusar a un ficticio enemigo del crimen que él estaba próximo a
cometer. (El ejemplo mejor conocido es, desde luego, su acusación de que Tujachevski conspiraba
con Alemania, en el mismo momento en que él estudiaba la posibilidad de una alianza con los
nazis.) Es obvio que en 1952 quienes rodeaban a Stalin comprendían mejor de lo que hubieran
podido comprender en los años 30 lo que significaban sus palabras y que la simple formulación de
la acusación debió extender el pánico entre todos los altos funcionarios del régimen. Este pánico
puede seguir siendo la explicación más plausible a la muerte de Stalin, a las misteriosas
circunstancias que la rodearon y a la rápida solidaridad de quienes ocupaban los más altos puestos
del Partido, notoriamente debilitados por las rivalidades y las intrigas, durante los primeros meses
de la crisis de sucesión. Por poco que sepamos, sin embargo, de los detalles de esta historia, lo que
conocemos basta para confirmar mi convicción original de que tales «operaciones destructoras»
como la Gran Purga no eran episodios aislados ni excesos del régimen provocados por
circunstancias extraordinarias, sino que constituían una institución del terror, cuya aparición se
esperaba a intervalos regulares —a menos, desde luego, que cambiara la verdadera naturaleza del
Régimen.
El nuevo elemento más dramático de esta nueva purga, que Stalin planeó en los últimos años de
su vida, fue un cambio decisivo en la ideología, la introducción de la idea de una conspiración
mundial judía. Durante años se habían colocado cuidadosamente los cimientos de este cambio en
cierto número de procesos realizados en los países satélites —el proceso de Rajk en Hungría, el
asunto de Ana Pauker en Rumania y, en 1952, el proceso de Slansky en Checoslovaquia—. En estas
medidas preliminares altos funcionarios del Partido fueron singularizados por su procedencia de la
«burguesía judía» y acusados de sionismo; esta acusación fue transformada gradualmente para
poder implicar en ella a entidades no sionistas (especialmente al «American Jewish Joint
Distribution Committee»), con objeto de indicar que todos los judíos eran sionistas y todos los
grupos sionistas «mercenarios del imperialismo americano»32. No significaba, desde luego, nada
nuevo en el crimen del «sionismo», pero a medida que la campaña progresó y comenzó a centrarse
en los judíos de la Unión Soviética, se produjo otro cambio significativo: los judíos, más que de
sionismo, eran ahora acusados de «cosmopolitismo», y la trama de las acusaciones surgida de este
slogan siguió aún más de cerca el modelo nazi de una conspiración mundial de los judíos en el
sentido de los Sabios de Sión. Entonces se hizo asombrosamente evidente cuán profunda debía
haber sido la impresión que en Stalin hizo este punto crucial de la ideología nazi —y cuyas
primeras indicaciones se tornaron visibles tras el pacto Hitler-Stalin en parte, en realidad, por su
obvio valor propagandístico tanto en Rusia como en todos los países satélites, donde estaban muy
extendidos los sentimientos antijudíos y donde la propaganda antijudía había disfrutado siempre de
una gran popularidad, pero en parte también porque este tipo de ficticia conspiración mundial
proporcionaba una justificación ideológicamente más conveniente a las reivindicaciones totalitarias
de dominación mundial que las que pudieran dar Wall Street, el capitalismo o el imperialismo. La
franca y descarada adopción de lo que se había convertido para todo el mundo en el más destacado
símbolo del nazismo fue el último cumplido a su difunto colega y rival en la dominación total, con
el que, con gran disgusto por su parte, no había sido capaz de establecer un acuerdo duradero.
30
ARMSTRONG, op. cit., pp. 235 y ss.
FAINSOD, op. cit., p. 56.
32
ARMSTRONG, op. cit., p. 236.
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Stalin, como Hitler, murió a la mitad de una horrible tarea. Y cuando sobrevino su muerte, la
historia que este libro tiene que narrar y los acontecimientos que trata de comprender llegaron a un
final al menos provisional.
HANNAH ARENDT
Junio de 1966.
Hannah Arendt
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PRIMERA PARTE
ANTISEMITISMO
Este es un siglo notable que comenzó con la
revolución y acabó con el «affaire». Tal vez se le llame
el siglo de los desperdicios.
ROGER MARTIN DU GARD
CAPÍTULO I
EL ANTISEMITISMO COMO UN INSULTO AL SENTIDO COMUN
Muchos todavía consideran como un accidente el hecho de que la ideología nazi se centrara en
torno al antisemitismo y la política nazi, consecuente e intransigentemente, se orientara hacia la
persecución y finalmente al exterminio de los judíos. Sólo el horror de la catástrofe final y, todavía
más, la pérdida de sus hogares y el desraizamiento de los supervivientes, convirtió a la «cuestión
judía» en algo prominente en nuestra vida política cotidiana. Lo que los nazis reivindicaron como su
principal descubrimiento —el papel del pueblo judío en la política mundial— y como su principal
interés —la persecución de los judíos en el mundo entero—fue considerado por la opinión pública
como un pretexto para captarse a las masas o como un curioso truco demagógico.
Resulta bastante comprensible el fallo de no haber considerado seriamente lo que los propios
nazis decían. Apenas existe un aspecto de la historia contemporánea más irritante y equívoco que el
hecho de que de todas las grandes cuestiones políticas no resueltas de nuestro siglo fuera este
problema judío, aparentemente pequeño y carente de importancia, el que tuviera el dudoso honor de
poner en marcha toda la máquina infernal. Tales discrepancias entre causa y efecto constituyen un
insulto a nuestro sentido común, por no referirnos siquiera al sentido de armonía y equilibrio del
historiador. En comparación con los acontecimientos mismos, todas las explicaciones del
antisemitismo dan la impresión de haber sido apresurada y fortuitamente concebidas, para velar un
tema que tan gravemente amenaza nuestro sentido de la proporción y nuestra esperanza de cordura.
Una de estas precipitadas explicaciones ha sido la identificación del antisemitismo con el auge
del nacionalismo y sus estallidos de xenofobia. Desgraciadamente, la realidad es que el
antisemitismo moderno creció en la medida en que declinaba el nacionalismo tradicional y alcanzó
su cota máxima en el momento exacto en que se derrumbaba el sistema europeo de la NaciónEstado y su precario equilibrio de poder.
Ya se ha señalado que los nazis no eran simples nacionalistas. Su propaganda nacionalista estaba
orientada hacia sus compañeros de viaje y no a los miembros convencidos; a éstos, al contrario,
jamás se les permitió perder de vista una forma consecuentemente supranacional de abordar la
política. El «nacionalismo» nazi tenía más de un aspecto en común con la reciente propaganda
nacionalista en la Unión Soviética, que es empleada también exclusivamente para alimentar los
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prejuicios de las masas. Los nazis sentían un genuino y nunca derogado desprecio por la estrechez
del nacionalismo y por el provincianismo de la Nación-Estado, y repetían una y otra vez que su
«movimiento», internacional por su alcance como el movimiento bolchevique, era más importante
para ellos que cualquier Estado, que necesariamente estaría ligado a un territorio específico. Y no
sólo los nazis, sino cincuenta años de antisemitismo, se alzan como prueba contra la identificación
del antisemitismo con el nacionalismo. Los primeros partidos antisemitas de las últimas décadas del
siglo XIX fueron también los primeros que se ligaron internacionalmente. Desde su mismo
comienzo convocaron congresos internacionales y se mostraron preocupados por la coordinación de
sus actividades internacionales o, al menos, intereuropeas.
Casi nunca pueden explicarse satisfactoriamente por una sola razón o por una sola causa
tendencias generales como el declive de la Nación-Estado y el coincidente auge del antisemitismo.
En la mayoría de estos casos, el historiador se enfrenta con una muy compleja situación histórica,
en la que es casi libre —y se siente perplejo— de aislar un factor cualquiera y considerarlo como el
«espíritu de la época». Existen, sin embargo, unas cuantas normas que pueden proporcionar alguna
ayuda. La principal para nuestro propósito es el gran descubrimiento que Tocqueville hizo (en
L’Ancien Régime et la Révolution, libro II, cap. 1) de los motivos del violento odio que, al estallar la
Revolución, experimentaban las masas francesas hacia la aristocracia —un odio que estimuló a
Burke a señalar que la Revolución se mostraba más preocupada por «la condición de un caballero»
que por la institución de un rey. Según Tocqueville, el pueblo francés odiaba a los aristócratas a
punto de perder su poder más de lo que les odiaba antes, precisamente porque su rápida pérdida del
auténtico poder no se había visto acompañada de ningún considerable declive de sus fortunas.
Mientras la aristocracia mantuvo vastos poderes de jurisdicción fue no sólo tolerada, sino respetada.
Cuando los nobles perdieron sus privilegios, entre ellos el privilegio de explotar y de oprimir, el
pueblo les consideró parásitos, sin ninguna función real en el dominio del país. En otras palabras, ni
la opresión ni la explotación como tales han sido nunca la causa principal del resentimiento; la
riqueza sin función visible es mucho más intolerable, porque nadie puede comprender por qué
debería tolerarse.
El antisemitismo alcanzó su cota máxima cuando similarmente los judíos habían perdido sus
funciones públicas y su influencia y se quedaron tan sólo con su riqueza. Cuando Hitler llegó al
poder, los Bancos alemanes estaban ya casi totalmente judenrein (y era precisamente en ese sector
donde los judíos habían mantenido posiciones decisivas durante más de cien años), y la judería
alemana, en conjunto, tras un largo y firme progreso en status social y en número, estaba
declinando tan rápidamente que los estadísticos predecían su desaparición en el plazo de unas pocas
décadas. Es cierto que las estadísticas no apuntan necesariamente a los verdaderos procesos
históricos; sin embargo, vale la pena señalar que para un estadístico la persecución y el exterminio
nazis podían parecer una insensata aceleración de un proceso que en cualquier caso se hubiera
producido.
Cabe decir lo mismo de casi todos los países de Europa occidental. El affaire Dreyfus no estalló
bajo el Segundo Imperio, cuando la judería francesa se hallaba en la cumbre de su prosperidad e
influencia, sino bajo la Tercera República, cuando los judíos habían desaparecido casi por completo
de las posiciones importantes (aunque no de la escena política). El antisemitismo austriaco no se
tornó violento bajo Metternich y Francisco José, sino en la República austríaca de la posguerra,
cuando se hizo evidente que ningún otro grupo había sufrido tal pérdida de influencia y de prestigio
en razón de la desaparición de la monarquía de los Habsburgo.
La persecución de grupos desprovistos de poder o en trance de perderlo puede no ser un
espectáculo muy agradable, pero no procede exclusivamente de la bajeza humana. Lo que hace que
los hombres obedezcan o toleren, por una parte, el auténtico poder y que, por otra, odien a quienes
tienen riqueza sin el poder, es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función y es uso
general. Incluso la explotación y la opresión hacen trabajar a la sociedad y logran el establecimiento
de un cierto tipo de orden. Únicamente la riqueza sin el poder o el aislamiento sin una política se
consideran parasitarios, inútiles, sublevantes, porque tales condiciones cortan todos los hilos que
mantienen unidos a los hombres. La riqueza que no explota carece incluso de la relación existente
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entre el explotador y el explotado; el aislamiento sin política ni siquiera implica una mínima
preocupación del opresor por los oprimidos.
Sin embargo, el declive general de la judería de Europa occidental y central constituye
simplemente la atmósfera en la que se desarrollaron los acontecimientos subsiguientes. Pero el
declive mismo los explica tan poco como la pérdida de poder por parte de la aristocracia podría
explicar la Revolución Francesa. Tener conciencia de tales líneas generales es importante sólo por
refutar esas recomendaciones del sentido común que nos conducen a creer que el odio violento o la
rebelión repentina proceden necesariamente de un gran poder y de grandes abusos y que, en
consecuencia, el odio organizado hacia los judíos no puede ser más que una’ reacción ante su
importancia y poder.
Más seria, puesto que se dirige a personas de más altura, es otra falacia del sentido común: la de
que los judíos, por ser un grupo enteramente desprovisto de poder, atrapados entre los conflictos
generales e insolubles de su tiempo, pudieron ser presentados como los culpables de tales conflictos
y, finalmente, como los ocultos autores de todo mal. La mejor ilustración —y la mejor refutación—
de esta explicación, tan cara a los corazones de muchos liberales, es un chiste que procede del
período posterior a la primera guerra mundial. Un antisemita afirmaba que los judíos habían
provocado la guerra; la réplica es: «Sí, los judíos y los ciclistas.» «¿Por qué los ciclistas?», pregunta
uno. «¿Por qué los judíos?», le responde el otro.
La teoría según la cual los judíos son siempre la víctima propiciatoria implica que cualquier otro
grupo podía haberlo sido también. Sostiene la perfecta inocencia de la víctima, una inocencia que
insinúa no sólo que no ha hecho nada malo, sino además nada que pudiera tener relación alguna con
el tema que se debate. Es cierto que, en su forma pura, la teoría de la víctima propiciatoria jamás ha
llegado a aparecer en letra impresa. Sin embargo, siempre que tratan sus seguidores de explicar
dolorosamente por qué una específica víctima propiciatoria resulta tan adecuada a su papel, denotan
que han dejado atrás la teoría y se han lanzado a la habitual investigación histórica —donde nada se
descubre nunca, excepto que la Historia es obra de muchos grupos y que por ciertas razones un
cierto grupo se singulariza. La llamada víctima propiciatoria deja necesariamente de ser la víctima
inocente a la que el mundo culpa de todos sus pecados y a través de la cual desea escapar al castigo;
se convierte en un grupo de personas entre otros grupos, los cuales intervienen todos en las
actividades del mundo. Y no deja sencillamente de ser co-responsable por convertirse en víctima de
la injusticia y de la crueldad del mundo.
Hasta hace poco, la inconsistencia interna de la teoría de la víctima propiciatoria era razón
suficiente para desecharla como una de las muchas teorías que obedecen al escapismo. Pero el
desarrollo del terror como gran arma gubernamental le ha otorgado un crédito mayor que el que
antes tenía.
Una diferencia fundamental entre las dictaduras modernas y todas las tiranías del pasado es la de
que en las primeras el terror ya no es empleado como medio de exterminar y atemorizar a los
oponentes, sino como instrumento para dominar masas de personas que son perfectamente
obedientes. El terror, como hoy lo conocemos, ataca sin provocación previa, y sus víctimas son
inocentes incluso desde el punto de vista del perseguidor. Este fue el caso en la Alemania nazi
cuando se desencadenó el terror contra los judíos, es decir, contra personas con ciertas
características comunes que eran independientes de su conducta específica. En la Rusia soviética la
situación es más confusa, pero los hechos, desgraciadamente, resultan muy claros. Por un lado, el
sistema bolchevique, a diferencia del nazi, jamás admitió teóricamente que pudiera practicar el
terror contra personas inocentes, y aunque, a la vista de ciertas prácticas, esta posición pudiera
parecer hipócrita, constituye toda una diferencia. La práctica rusa, por otro lado, se muestra aún más
«avanzada» que la alemana en un aspecto: la arbitrariedad del terror ni siquiera es limitada por la
diferenciación racial, y como las antiguas categorías de clases han sido desechadas desde mucho
tiempo atrás, cualquiera en Rusia puede convertirse repentinamente en víctima del terror policíaco.
No nos interesan aquí las últimas consecuencias de la dominación por el terror —es decir, que
nadie, ni siquiera el ejecutor, puede estar libre de temor—; en nuestro contexto nos referimos
simplemente a la arbitrariedad por la que son elegidas las víctimas, y para esto resulta decisivo que
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sean objetivamente inocentes, que sean elegidas sin tener en cuenta lo que puedan haber o no haber
hecho.
A primera vista puede parecer que se trata de una tardía confirmación de la vieja teoría de la
víctima propiciatoria, y es verdad que el que sufre el terror moderno muestra todas las
características de la víctima propiciatoria; es objetiva y absolutamente inocente, porque no ha hecho
ni dejado de hacer nada que tenga relación alguna con su destino.
Existe, desde luego, una tentación de retornar a una explicación que automáticamente descarga
de responsabilidad a la víctima: explicación que parece adecuada a una realidad en la que nada nos
asombra más poderosamente que la profunda inocencia del individuo atrapado en la máquina del
horror y su profunda incapacidad de alterar su destino. El terror, sin embargo, es, en la última
instancia de su desarrollo, una simple forma de gobierno. Para establecer un régimen totalitario el
terror tiene que ser presentado como un instrumento de realización de una ideología específica, y
esta ideología debe haberse ganado la adhesión de muchos, de una mayoría, incluso antes de que el
terror pueda ser estabilizado. Para el historiador lo interesante es que los judíos, antes de ser las
víctimas principales del terror moderno, fueron el eje de la ideología nazi. Y una ideología que tiene
que persuadir y movilizar a la gente no puede escoger arbitrariamente a sus víctimas. En otras
palabras, si una patente falsificación como los «Protocolos de los Sabios de Sión» es creída por
tantos que puede llegar a convertirse en texto de todo un movimiento político, la tarea del
historiador ya no consiste en descubrir una falsificación. Ciertamente, no consiste en inventar
explicaciones que soslayen el principal hecho político e histórico de la cuestión: que la falsificación
está siendo creída. Este hecho es más importante que la circunstancia (secundaria, históricamente
hablando) de que sea una falsificación.
Por eso la explicación de la víctima propiciatoria sigue constituyendo uno de los principales
intentos por escapar a la gravedad del antisemitismo y al significado del hecho de que los judíos se
vieran conducidos al centro de los acontecimientos. Igualmente extendida está la doctrina opuesta
de un «eterno antisemitismo», según la cual el odio al judío es una reacción normal y natural a la
que la Historia sólo concede más o menos oportunidades. Los estallidos de violencia no precisan de
explicación, porque son consecuencias naturales de un problema eterno. Era lógico que esta doctrina fuese adoptada por todos los profesionales del antisemitismo; proporcionaba la mejor
justificación a todos los horrores. Si es cierto que durante más de dos mil años la Humanidad ha
insistido en matar judíos, entonces es que el dar muerte a los judíos constituye una ocupación
normal e incluso humana y que el odio a los judíos está justificado sin necesidad de discusión.
El aspecto más sorprendente de esta explicación, la presunción de un antisemitismo eterno, es el
hecho de que haya sido adoptada por un gran número de historiadores imparciales y por un número
aún mayor de judíos. Es esta curiosa coincidencia la que hace tan peligrosa y confusa a esta teoría.
Su base escapista es en ambos casos la misma: de la misma manera que, comprensiblemente,
desean los antisemitas escapar a la responsabilidad por sus hechos, así los judíos, más
comprensiblemente aún, atacados y a la defensiva, no desean en ninguna circunstancia discutir sobre su parte de responsabilidad. Pero en el caso de los judíos, y más frecuentemente de los
cristianos adheridos a esta doctrina, las tendencias escapistas de los apologistas oficiales están
basadas en motivos más importantes y menos racionales.
El nacimiento y desarrollo del antisemitismo moderno se ha visto acompañado e interconectado
con la asimilación judía, la secularización y el debilitamiento de los antiguos valores religiosos y
espirituales del judaísmo. Lo que sucedió realmente fue que grandes sectores del pueblo judío se
vieron al mismo tiempo amenazados por la extinción física desde fuera y por la disolución desde
dentro. En esta situación, los judíos, preocupados por la supervivencia de su pueblo y en una
curiosa y errónea interpretación, llegaron a la consoladora idea de que, al fin y al cabo, el antisemitismo podía ser un excelente medio de mantener unido a su pueblo, y así la presunción de un eterno
antisemitismo llegaría a implicar una eterna garantía de la existencia judía. Esta superstición,
parodia secularizada de la idea de eternidad inherente a una fe en su calidad de pueblo elegido y en
una esperanza mesiánica, se vio reforzada por el hecho de que durante muchos siglos los judíos
habían experimentado la impronta de la hostilidad cristiana, que era, desde luego, tanto espiritual
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como políticamente, un poderoso agente de preservación. Los judíos confundieron al moderno
antisemitismo anticristiano con el antiguo odio religioso hacia los judíos, y esto de la forma más
inocente, porque su asimilación había soslayado el cristianismo en su aspecto religioso y en el
cultural. Enfrentados con un síntoma obvio de decadencia del cristianismo, pudieron por eso pensar
con perfecta ignorancia que se trataba de una forma de resurrección de las «eras oscuras». La
ignorancia o la incomprensión de su propio pasado fueron parcialmente responsables de esta fatal
subestimación de los peligros actuales y sin precedentes que se les presentaban. Pero también
debería tenerse en cuenta que la falta de capacidad y criterio políticos tenían su causa en la
naturaleza misma de la historia judía, la historia de un pueblo sin un Gobierno, sin un país y sin una
lengua. La historia judía ofrece el extraordinario espectáculo de un pueblo único en este aspecto,
que comenzó su historia con un bien definido concepto de la historia y una casi consciente
resolución de realizar en la Tierra un bien circunscrito plan y que luego, sin renunciar a este
concepto, evitó toda acción política durante dos mil años. El resultado fue que la historia política
del pueblo judío se tornó aún más dependiente de factores imprevistos y accidentales que la historia
de las otras naciones, de forma tal que los judíos vagaron de una misión a otra y no aceptaron
responsabilidad por ninguna.
Si se tiene en cuenta la catástrofe final que llevó a los judíos tan cerca del completo
aniquilamiento, resulta aún más peligrosa que nunca la tesis del eterno antisemitismo. Hoy
absolvería a quienes odian a los judíos de crímenes mayores de los que nadie hubiera creído
posibles jamás. El antisemitismo, lejos de ser una misteriosa garantía de la supervivencia del pueblo
judío, se ha revelado claramente como una amenaza de su exterminio. Y, sin embargo, esta
explicación del antisemitismo, como la teoría de la víctima propiciatoria y por razones similares, ha
sobrevivido a su refutación por la realidad. Pone de relieve, después de todo, con diferentes
argumentos, pero con idéntica tozudez, esa total e inhumana inocencia que tan asombrosamente
caracteriza a las víctimas del terror moderno, y por eso parece confirmada por los acontecimientos.
Tiene, además, sobre la teoría de la víctima propiciatoria la ventaja de que de alguna forma responde a esta incómoda pregunta: «¿Por qué los judíos entre todas las personas?», aunque sólo sea
con una contestación que a su vez provoca una nueva pregunta: «Hostilidad eterna.»
Resulta muy notable que las únicas dos doctrinas que al menos tratan de explicar el significado
político del movimiento antisemita nieguen toda responsabilidad específica de los judíos y se
opongan a discutir la cuestión en términos específicamente históricos. En esta inherente negación
del significado de la conducta humana, presentan una terrible semejanza con esas modernas
prácticas y formas de gobierno que, por medio del terror arbitrario, liquidan la simple posibilidad de
actividad humana. En cierto modo, los judíos eran asesinados en los campos de exterminio como si
aquello estuviera de acuerdo con la explicación que estas doctrinas habían dado del por qué eran
odiados, al margen de lo que hubieran hecho o hubieran omitido hacer, al margen del vicio y de la
virtud. Además, los homicidas mismos, obedecedores solamente de órdenes y orgullosos de su
desapasionada eficiencia, se asemejaban misteriosamente a instrumentas «inocentes» de un
inhumano e impersonal curso de acontecimientos tal como los ha considerado siempre la doctrina
del antisemitismo eterno.
Tales denominadores comunes entre la teoría y la práctica no son por sí mismos índice de una
verdad histórica, aunque constituyan una indicación del «oportuno» carácter de tales opiniones y
expliquen por qué parecen tan plausibles a la multitud. Al historiador le interesan sólo en cuanto
son ellos mismos parte de la Historia y porque se encuentran en el camino de su búsqueda de la
verdad. Siendo contemporáneo, tan probable es que sucumba a su fuerza persuasiva como cualquier
otro. El historiador de los tiempos modernos necesita de una especial precaución cuando se enfrenta
con opiniones aceptadas que aseguran explicar tendencias completas de la Historia, porque el
último siglo ha producido incontables ideologías que pretenden ser las claves de la Historia y que
no son más que desesperados intentos de escapar a la responsabilidad.
Platón, en su famosa lucha con los antiguos sofistas, descubrió que su «arte universal de hechizar
a la mente con argumentos» (Fedro, 261) nada tiene que ver con la verdad, sino que apunta a
opiniones que por su propia naturaleza son mudables, y que son válidas sólo «en el momento del
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acuerdo y en tanto que el acuerdo dura» (Tetetes, 172). También descubrió la muy insegura
posición de la verdad en el mundo, puesto que «la persuasión surge de las opiniones y no de la
verdad» (Fedro, 260). La diferencia mayor entre los antiguos y los modernos sofistas está en que
los antiguos se mostraban satisfechos con una pasajera victoria del argumento a expensas de la
verdad, mientras que los modernos desean una victoria más duradera a expensas de la realidad. En
otras palabras, aquéllos destruían la dignidad del pensamiento humano, mientras que éstos
destruyen la dignidad de la acción humana. Los antiguos manipuladores de la lógica eran motivo de
preocupación para el filósofo, mientras que los modernos manipuladores de los hechos surgen en el
camino del historiador. Porque la misma Historia es destruida y su comprensibilidad —que se basa
en el hecho de que es realizada por hombres y, por lo tanto, puede ser comprendida por los
hombres— se encuentra en peligro siempre que los hechos ya no sean considerados como parte del
mundo pasado y del actual y sean mal empleados para demostrar esta o aquella opinión.
Si se desechan las opiniones y si ya no se considera indiscutible a la tradición, quedan en
realidad escasas guías a través del laberinto de los hechos indiferenciados. Sin embargo, tales
perplejidades de la historiografía suelen tener leves consecuencias si se consideran las profundas
alteraciones de nuestro tiempo y su efecto sobre las estructuras históricas de la Humanidad
occidental. Su resultado inmediato ha sido exponer todos aquellos componentes de nuestra Historia
que hasta ahora estaban ocultos a nuestra vista. Esto no significa que lo que se derrumbó en esta
crisis (quizá la más profunda en la historia occidental desde la caída del Imperio romano) fuera una
simple fachada, aunque han sido muchas las cosas que se han revelado como fachada y que sólo
hace unas décadas considerábamos esencias indestructibles.
El simultáneo declive de la Nación-Estado europea y el desarrollo de los movimientos
antisemitas, la degradación de una Europa nacionalmente organizada, coincidente con el exterminio
de los judíos —que fue preparado por la victoria del antisemitismo sobre todos los ismos que
rivalizaban en la persuasión de la opinión pública—, tienen que ser considerados como serios
índices del origen del antisemitismo. El antisemitismo moderno debe ser contemplado en el marco
más general de la Nación-Estado, y al mismo tiempo su origen debe hallarse en ciertos aspectos de
la historia judía y específicamente en las funciones judías durante los últimos siglos. Si, en la fase
final de desintegración, demostraron ser los slogans antisemitas los medios más eficaces para
inspirar y organizar grandes masas para la expansión imperialista y la destrucción de las antiguas
formas de gobierno, entonces la historia anterior de las relaciones entre los judíos y el Estado debe
contener las claves elementales de la creciente hostilidad entre ciertos grupos de la sociedad y los
judíos. Expondremos esta evolución en el próximo capítulo.
Si, además, el firme crecimiento del populacho moderno —es decir, de los déclassés de todas las
clases— produjo dirigentes que, sin plantearse el problema de si los judíos eran suficientemente
importantes para convertirles en foco de una ideología política, vieron repetidamente en ellos la
«clave de la Historia» y la causa central de todos los males, entonces la historia anterior de las
relaciones entre los judíos y la sociedad ha de contener indicios elementales del nexo de hostilidad
entre el populacho y los judíos. En el tercer capítulo nos referiremos a las relaciones entre los judíos
y la sociedad.
El capítulo IV se ocupa del «affaire Dreyfus», especie de ensayo general de las representaciones
de nuestra época. Este caso ha sido analizado detalladamente, porque permite ver, en un breve
momento histórico, las potencialidades de otro modo ocultas del antisemitismo como destacada
arma política dentro del marco de la política del siglo XIX y de su relativamente bien equilibrada
cordura.
Los tres capítulos siguientes analizan exclusivamente los elementos preparatorios que no fueron
bien comprendidos hasta que el declive de la Nación-Estado y el desarrollo del imperialismo
llegaron al primer plano de la escena política.
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CAPÍTULO II
LOS JUDIOS, LA NACION-ESTADO Y EL NACIMIENTO DEL
ANTISEMITISMO
1. LOS EQUÍVOCOS DE LA EMANCIPACIÓN Y EL BANQUERO ESTATAL JUDÍO
En la cumbre de su evolución durante el siglo XIX, la Nación-Estado otorgó a sus habitantes
judíos la igualdad de derechos. Profundas, antiguas y fatales contradicciones se ocultaban tras la
abstracta y palpable inconsecuencia de que los judíos recibieran su ciudadanía de Gobiernos que, a
lo largo de siglos, habían hecho de la nacionalidad un prerrequisito de la ciudadanía y de la
homogeneidad de la población la relevante característica del cuerpo político.
La serie de edictos de emancipación que lenta y dubitativamente siguieron al edicto francés de
1792 fue precedida y acompañada por una actitud equívoca de la Nación-Estado respecto de sus
habitantes judíos. La ruptura del orden feudal había dado paso al nuevo concepto revolucionario de
la igualdad, según el cual ya no podía tolerarse «una nación dentro de la nación». Las restricciones
y los privilegios de los judíos tuvieron que ser abolidos junto con todos los demás derechos y
libertades especiales. Este desarrollo de la igualdad dependió, sin embargo, ampliamente, del
crecimiento de una maquinaria estatal independiente que, bien en un despotismo ilustrado, bien en
un Gobierno constitucional sobre todas las clases y partidos, podía, en su espléndido aislamiento,
funcionar, dominar y representar los intereses de la nación en conjunto. Por eso surgió durante el
siglo XVII una necesidad sin precedentes del crédito estatal y de una nueva expansión de la esfera
de intereses económicos y empresariales del Estado. Era natural que los judíos, con su antigua
experiencia de prestamistas y sus relaciones con la nobleza europea —a la que debían
frecuentemente una protección local y de la que acostumbraban a ser administradores—, fueran
convocados a la tarea; al Estado, en beneficio de su nueva empresa, le interesaba, naturalmente,
otorgar a los judíos ciertos privilegios y tratarles como grupo separado. De ninguna manera podía el
Estado verlos asimilados completamente al resto de la población, que negaba crédito al Estado, se
mostraba poco inclinada a desarrollar empresas de propiedad estatal y se amoldaba a la norma
rutinaria de la empresa privada capitalista.
Por eso la emancipación de los judíos, otorgada por el sistema del Estado nacional europeo
durante el siglo XIX, tuvo un doble origen y un significado siempre equívoco. Por una parte, era
debida a la estructura política y legal de un nuevo cuerpo político que únicamente podía funcionar
bajo la condición de igualdad política y legal. Los Gobiernos, por su propio bien, habían de allanar
las desigualdades del viejo orden tan completa y rápidamente como fuera posible. Por otra parte,
constituía el claro resultado de una extensión gradual de los específicos privilegios de los judíos,
otorgados originariamente sólo a unos individuos y después, a través de ellos, a un pequeño grupo
de judíos acomodados; sólo cuando este grupo limitado ya no pudo atender por sí mismo a las
siempre crecientes exigencias de la empresa estatal fueron finalmente extendidos estos privilegios a
toda la judería de Europa occidental y central 1.
1
Para el moderno historiador, los derechos y libertades otorgados a los judíos palaciegos durante los siglos XV y XVIII
pueden parecer exclusivamente precursores de la igualdad: los judíos palaciegos podían vivir donde quisieran, les era
permitido desplazarse libremente dentro del reino de su soberano, estaban autorizados a portar armas y tenían derecho a
la protección especial de las autoridades locales. Tales judíos palaciegos, característicamente denominados
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Así, al mismo tiempo y en los mismos países, la emancipación significó igualdad y privilegios,
la destrucción de la autonomía de la antigua comunidad judía y la consciente conservación de los
judíos como grupo separado dentro de la sociedad, la abolición de las restricciones especiales y de
los derechos especiales y la extensión de tales derechos a un creciente grupo de individuos. La
igualdad de condiciones para todos los componentes de la nación se había convertido en premisa
del nuevo cuerpo político, y mientras que esta igualdad había llegado por lo menos hasta el punto de
privar a las viejas clases rectoras de sus privilegios de gobierno y a las viejas clases oprimidas de
sus privilegios de ser protegidas, el proceso coincidió con el nacimiento de la sociedad de clases
que una vez más separó a los habitantes, económica y socialmente, tan eficientemente como en el
antiguo régimen. La igualdad de condiciones, como la habían concebido los jacobinos durante la
Revolución Francesa, sólo llegó a ser realidad en América, mientras que en el continente europeo
fue sustituida inmediatamente por una simple igualdad formal ante la ley.
La contradicción fundamental entre un cuerpo político basado en la igualdad ante la ley y una
sociedad basada en la desigualdad del sistema de clases impidió el desarrollo de las Repúblicas
existentes, así como el nacimiento de una nueva jerarquía política. Una insuperable desigualdad de
la condición social, el hecho de que en el continente la pertenencia a una clase le era impuesta a un
individuo y casi conferida por su nacimiento hasta la primera guerra mundial, podía coexistir, sin
embargo, con la igualdad política. Sólo países políticamente atrasados, como Alemania, habían
conservado unos pocos residuos feudales. En tales países los miembros de la aristocracia, que en
conjunto se hallaba en trance de transformarse en una clase, disfrutaban de un privilegiado status
político, y así podían preservar como grupo una determinada relación especial con el Estado. Pero
se trataba exclusivamente de residuos. El sistema de clases completamente desarrollado significaba
invariablemente que el status del individuo era definido por su pertenencia a su propia clase y a sus
relaciones con otra y no por su posición en el Estado o dentro de su maquinaria.
Las únicas excepciones a esta norma general eran los judíos. No constituían una clase propia y
no pertenecían a ninguna de las clases de sus países. Como grupo, no eran obreros, gentes de la
clase media, terratenientes ni campesinos. Su riqueza parecía convertirles en miembros de la clase
media, pero no compartían su desarrollo capitalista; se hallaban escasamente representados en la
empresa industrial, y si en las últimas fases de su historia en Europa se tornaron patronos en gran
escala, lo fueron de personal administrativo y no de trabajadores manuales. En otras palabras, su
estatuto se determinaba por el hecho de ser judíos, pero no se definía a través de sus relaciones con
otras clases. La protección especial que recibían del Estado (tanto en la antigua especie de
privilegios formales como en la legislación especial de emancipación que ningún otro grupo necesitaba y que frecuentemente hubo de ser reforzada contra la hostilidad de la sociedad) y sus servicios
especiales a los Gobiernos evitaron su inmersión en el sistema de clases, así como su propio
establecimiento como clase2. Por eso, allí donde fueron admitidos en la sociedad e ingresaron en
ésta se convirtieron en un grupo autoprotegido y bien definido dentro de una de las clases, la
aristocracia o la burguesía.
No hay duda de que el interés de la Nación-Estado en conservar a los judíos como un grupo
especial e impedir su asimilación en la sociedad de clases coincidió con el interés judío en su
autoprotección y en la supervivencia como grupo. Es también más que probable que sin esta
Generalprivilegierte luden en Prusia, no sólo disfrutaban de mejores condiciones de vida que sus hermanos que todavía
vivían bajo restricciones casi medievales, sino que estaban mejor que sus vecinos no judíos. Su nivel de vida era mucho
más alto que el de la clase media del tiempo, y sus privilegios, en la mayoría de los casos, eran mayores que los
otorgados a los comerciantes. Esta situación no escapó a la atención de sus contemporáneos. El cristiano Wilhelm
Dohm, destacado defensor de la emancipación judía en la Prusia del siglo XVIII, se quejó de la práctica, en vigor desde
la época de Federico Guillermo I, que otorgaba a los judíos ricos «todo género de favores y apoyo», a menudo «a
expensas de, y con desprecio, para los diligentes ciudadanos legales (es decir, los no judíos)». En Denkwürdigkeiten
meiner Zeit, 1814-1819, IV, 487.
2
Jacob Lestchinsky, en una temprana discusión del problema judío, señaló que los judíos no pertenecían a ninguna
clase social y habló de una Klasseneinschiebsel (en Weltwirtschafts-Archiv, 1929, tomo 30, 123 y ss.), pero advirtió
solamente las desventajas de esta situación en Europa oriental y no sus grandes ventajas en los países de Europa
occidental y central.
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coincidencia los intentos de los Gobiernos hubieran resultado vanos; las poderosas tendencias hacia
la equiparación de todos los ciudadanos por parte del Estado y hacia la incorporación de un
individuo a una clase por parte de la sociedad, implicadoras ambas de una total asimilación judía,
pudieron resultar frustradas sólo mediante una combinación de la intervención gubernamental y de
la cooperación voluntaria. Las políticas oficiales respecto de los judíos no eran siempre, después de
todo, tan consecuentes e inmutables como podríamos creer si consideráramos exclusivamente los
resultados finales3. Es además sorprendente advertir cuán insistentemente desecharon los judíos las
posibilidades que podía ofrecerles la normal empresa capitalista4. Pero sin los intereses y las
acciones de los Gobiernos difícilmente hubieran podido preservar los judíos su identidad de grupo.
En contraste con todos los demás grupos, los judíos eran definidos y su posición estaba
determinada por el cuerpo político. Pero como este cuerpo político carecía de otra realidad social, se
hallaban, socialmente hablando, en el vacío. Su desigualdad social era completamente diferente de
la desigualdad del sistema de clases; era de nuevo el resultado de su relación con el Estado, de
forma tal que en la sociedad el simple hecho de haber nacido judío significaba, o bien que era uno
superprivilegiado —que se encontraba bajo la protección especial del Gobierno—, o que era
subprivilegiado, que carecía de ciertos derechos y oportunidades de los que habían sido privados los
judíos para impedir su asimilación.
El perfil esquemático de la simultánea elevación y el simultáneo declive del sistema europeo de
la Nación-Estado y de la judería europea se desarrolla sumariamente en las siguientes fases:
1. Los siglos XVII y XVIII contemplaron el lento desarrollo de las Naciones-Estados bajo la
tutela de los monarcas absolutos. En todas partes los individuos judíos salieron de una profunda
oscuridad para alcanzar la posición a veces brillante y siempre influyente de judíos palaciegos que
financiaban las obras estatales y realizaban las transacciones financieras de sus príncipes. Esta
evolución afectó a las masas (que continuaron viviendo dentro de un orden más o menos feudal) en
tan escasa medida como afectó al pueblo judío en conjunto.
2. Tras la Revolución Francesa, que cambió abruptamente las condiciones políticas de todo el
continente europeo, surgieron las Naciones-Estados en su moderno sentido, cuyas transacciones
económicas precisaban una más considerable cantidad de capital y de crédito del que jamás se había
pedido a los judíos palaciegos que pusieran a disposición de sus príncipes. Sólo las riquezas
concertadas de los más ricos estratos de la judería de Europa occidental y central, consignadas para
estos fines a importantes banqueros judíos, pudieron bastar para atender las nuevas necesidades de
los Gobiernos. Este período trajo consigo la concesión de privilegios, que hasta entonces sólo
habían necesitado los judíos palaciegos, extendidos ahora a una más amplia clase adinerada que
3
Por ejemplo, bajo Federico II después de la guerra de los Siete Años, se realizó un decidido esfuerzo en Prusia para
incorporar a los judíos a un tipo de sistema mercantil. El antiguo Juden-reglement general fue reemplazado por un
sistema de permisos regulares otorgados solamente a aquellos habitantes que invertían una considerable parte de su
fortuna en las nuevas empresas manufactureras. Pero aquí, como en todas partes, fracasaron completamente tales
intentos gubernamentales.
4
FELIX PRIEBATSCH («Die judenpolitik des fürstlichen Absolutismus im 17, und 18. Jahrhundert», en Forschungen
und Versuche zur Geschichte des Mittelalters und der Neuzeit, 1915) cita un típico ejemplo de comienzos del siglo
XVIII: «Cuando la fábrica de espejos de Neuhaus, en la Baja Austria, que estaba subvencionada por la Administración,
dejó de producir, el judío Wertheimer dio al emperador dinero para comprarla. Cuando le pidieron que se encargara de
la fábrica, se negó, alegan¬do que dedicaba su tiempo a las transacciones financieras.»
Véase también, de MAX KÖHLER, «Beiträge zur neueren jüdischen Wirtschaftsgeschichte. Die Juden in Halberstadt
und Umgebun», en Studien zur Geschichte der Wirtschaft und Geisteskultur, 1927, tomo 3.
En su tradición, que mantuvo a los judíos apartados de las auténticas posiciones de poder en el capitalismo, figura el
hecho de que en 1911 los Rothschild de París vendieran sus acciones de los pozos petrolíferos de Bakú al grupo de la
Royal Shell, tras haber sido, con la excepción de Rockefeller, los mayores magnates mundiales del petróleo. Este hecho
es citado en la obra de RICHARD LEWINSOHN Wie sie gross und reich wurden, Berlin, 1927.
La declaración de ANDRÉ SAYOU («Les juifs», en Revue Economique Internatio¬nale, 1932) en su polémica contra
la identificación que Werner Sombart hizo de los judíos con el desarrollo capitalista, puede ser considerada como una
regla general: «Los Rothschild y otros israelitas que estaban casi exclusivamente dedicados a la emisión de empréstitos
estatales y en los movimientos internacionales de capital, no trataron en manera alguna... de crear grandes industrias.»
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había conseguido instalarse durante el siglo XVIII en los más importantes centros urbanos y
financieros. Finalmente, se otorgó la emancipación en las Naciones-Estados desarrolladas;
únicamente se privó de ésta a los judíos en aquellos países donde ellos, por su número y por el
atraso general de estas regiones, no habían sido capaces de organizarse como grupo especial
separado cuya función económica constituyera el apoyo financiero de sus Gobiernos.
3. Como esta íntima relación entre el Gobierno nacional y los judíos había descansado sobre
la indiferencia de la burguesía a la política en general y a las finanzas públicas en particular, este
período concluyó con la aparición del imperialismo a finales del siglo XIX, cuando las actividades
capitalistas en forma de expansión ya no pudieron ser realizadas sin la activa ayuda política y la
intervención del Estado. El imperialismo, por otra parte, minó los auténticos cimientos de la
Nación-Estado e introdujo en el concierto de las naciones europeas el espíritu competitivo del
mundo de los negocios. En las primeras décadas de esta evolución los judíos perdieron su posición
exclusiva dentro de las finanzas públicas en beneficio de los empresarios de mentalidad
imperialista; decayó su importancia como grupo, aunque algunos judíos conservaran su influencia,
como consejeros financieros y como intermediarios intereuropeos. Estos judíos, sin embargo —en
contraste con los banqueros estatales del siglo XIX—, necesitaban aún menos de la comunidad
judía en general, no obstante su riqueza, que los judíos palaciegos de los siglos XVII y XVIII, y por
eso frecuentemente se separaron por completo de la comunidad judía. Las comunidades judías ya
no se hallaban organizadas económicamente, y aunque a los ojos del mundo gentil algunos judíos
de elevada posición siguieran siendo representativos de la judería en general, existía tras esa idea
una escasa o nula realidad material.
4. Como grupo, la judería occidental se desintegró junto con la Nación-Estado durante las
décadas que precedieron al estallido de la primera guerra mundial. La rápida decadencia de Europa
tras la guerra les vio ya privados de su antiguo poder, atomizados en una grey de individuos ricos.
En una era imperialista, la riqueza judía se había tornado insignificante; para una Europa sin el
sentido del equilibrio de poder entre sus naciones ni de solidaridad intereuropea, el elemento judío
anacional e intereuropeo se convirtió en objeto de odio universal precisamente por causa de su inútil
riqueza y de desprecio por causa de su falta de poder.
Los primeros Gobiernos que precisaron de ingresos regulares y de una hacienda firme fueron las
monarquías absolutas, bajo las cuales llegó a nacer la Nación-Estado. Los príncipes y reyes feudales
también necesitaban dinero, e incluso crédito, pero para fines específicos y sólo en operaciones
temporales: incluso durante el siglo XVI, cuando los Fugger colocaron su propio crédito a
disposición del Estado, no pensaron en establecer un especial crédito estatal. Al principio las
monarquías absolutas atendieron a sus necesidades económicas, en parte mediante el antiguo
sistema de la guerra y del botín y en parte mediante el nuevo recurso del monopolio fiscal. Así se
minó el poder y se arruinaron las fortunas de la nobleza, sin que se mitigara la creciente hostilidad
de la población.
Durante cierto tiempo las monarquías absolutas buscaron en la sociedad una clase en la que
apoyarse tan firmemente como se había apoyado la monarquía feudal en la nobleza. En Francia se
desarrollaba desde el siglo XV una incesante pugna entre los gremios y la Monarquía, que deseaba
incorporarlos al sistema estatal. El más interesante de estos experimentos fue, sin duda, la aparición
del mercantilismo y los intentos del Estado absoluto por lograr un absoluto monopolio sobre las
empresas y la industria de la nación. El desastre resultante y la bancarrota determinada por la
resistencia concertada de la naciente burguesía son sobradamente conocidos5.
5
Difícilmente puede sobreestimarse, sin embargo, la influencia de los experimentos mercantiles en futuras evoluciones.
Francia fue el único país donde el sistema mercantil fue ensayado consecuentemente y donde tuvo como resultado un
temprano florecimiento de fábricas que debían su existencia a la intervención del Estado; jamás se recobró por completo
de la experiencia. En la era de la libre empresa, su burguesía esquivaba las inversiones no protegidas en las industrias
nativas, mientras que su burocracia, también producto del sistema mercantil, sobrevivió al colapso de éste. Pese al
hecho de que la burocracia había perdido todas sus funciones productivas, resulta incluso hoy más característica del país
y fue un impedimento a su recuperación mayor que el de la burguesía.
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Antes de los edictos de emancipación, cada corte y cada monarca de Europa contaban con un
judío palaciego que manejaba los asuntos financieros. Durante los siglos XVI I y XVIII estos judíos
palaciegos fueron siempre individuos aislados que tenían a su disposición conexiones intereuropeas
y crédito intereuropeo, pero que no formaban una entidad financiera internacional6. Característica
de estos tiempos, en los que los judíos aislados y las primeras y pequeñas ricas comunidades judías
eran más poderosos de lo que lo serían después en cualquier momento del siglo XIX7, era la
franqueza con que se discutía su status privilegiado y su derecho a poseerlo y el cuidadoso
reconocimiento que las autoridades otorgaban a la importancia de sus servicios al Estado. No existía
la más ligera duda o ambigüedad sobre la relación entre los servicios prestados y los privilegios
concedidos. Judíos privilegiados recibieron corrientemente títulos de nobleza en Francia, Baviera,
Austria y Prusia: incluso exteriormente eran más que simples hombres acaudalados. El hecho de
que los Rothschild tropezaran con tantas dificultades en la reivindicación de un título ya aprobado
por el Gobierno austríaco (lo lograron en 1817) fue la señal de que había concluido todo un período.
A finales del siglo XVIII resultaba ya claro que ninguno de los estamentos o clases en los
diferentes países deseaba o era capaz de llegar a convertirse en la nueva clase rectora, es decir, de
identificarse con el Gobierno como lo había hecho la nobleza durante siglos8. No se encontró
sustituto de la monarquía absoluta, y esto condujo al completo desarrollo de la Nación-Estado y a su
reivindicación de hallarse por encima de todas las clases y de ser completamente independiente de
la sociedad y de sus intereses particulares, como auténtica y única representante de la nación en
conjunto. Determinó, por otra parte, un ensanchamiento de la fosa entre el Estado y la sociedad en
la que permanecía el cuerpo político. Sin esto no habría necesidad, ni siquiera posibilidad, de
introducir a los judíos dentro de la historia europea en términos de igualdad.
Cuando fracasaron todos sus intentos de aliarse con una de las grandes clases de la sociedad, el
Estado decidió establecerse por sí mismo como un tremendo complejo empresarial. En realidad,
exclusivamente con fines administrativos; pero la gama de intereses, financieros y de otro tipo, y los
costes fueron tan grandes que a partir del siglo XVIII ya no hay más remedio que reconocer la
existencia de una esfera especial de actividades empresariales del Estado. El crecimiento
independiente de tales actividades fue provocado por un conflicto con las fuerzas financieramente
poderosas de la época, con la burguesía, que optó por las inversiones privadas, temerosa de toda
intervención del Estado, y que se negó a participar económicamente de forma activa en lo que
parecía ser una empresa «improductiva». Así los judíos fueron la única parte de la población
dispuesta a financiar los comienzos del Estado y a ligar su destino a su ulterior evolución. Con su
crédito y sus relaciones internacionales se hallaban en una posición excelente para ayudar a la
6
Este fue el caso en Inglaterra desde el banquero Marrano de la reina Isabel y los financieros judíos de los ejércitos de
Cromwell hasta uno de los doce corredores judíos admitidos en la Bolsa de Londres, del que se decía que manejaba la
cuarta parte de todos los empréstitos públicos de la época (véase, de SALO W. BARON, A Social and Religious History
of the Jews, 1937, vol. II: Jews and Capitalism); en Austria, donde en sólo cuarenta años (1695-1739) los judíos
concedieron al Gobierno créditos por un valor total superior a los 35 millones de florines y donde la muerte de Samuel
Oppenheimer en 1703 determinó una grave crisis financiera tanto para el Estado como para el emperador; en Baviera,
donde, en 1808, el 80 por 100 de todos los empréstitos públicos eran respaldados y negociados por judíos (véase, de M.
GRUNWAL, Samuel Oppenheimer und sein Kreis, 1913); en Francia, donde las condiciones mercantiles eran
especialmente favorables para los judíos, Colbert alabó ya su gran utilidad para el Estado (BARON, op. cit., loc. cit.), y
donde a mediados del siglo XVIII el judío alemán Liefman Calmer fue hecho barón por un rey agradecido que apreció
los servicios y la lealtad a «Nuestro Estado y a Nuestra Persona» (ROBERT ANCHEL, «Un Baron juif français au 18e
siècle, Liefman Calmer», en Souvenir et Science, I, pp. 52-55); y también en Prusia, donde fueron ennoblecidos los
Münzjuden de Federico II y donde, a finales del siglo XVIII, 400 familias judías formaban uno de los grupos más
acaudalados de Berlín. (Puede hallarse una de las mejores descripciones de Berlín y del papel de los judíos en la
sociedad de finales del siglo XVIII en Das Leben Schleiermachers, de WILHELM DILTHEY, 1870, pp. 182 y ss.)
7
A comienzos del siglo XVIII, los judíos de Austria consiguieron que fuera prohibida la obra de Eisemenger Entdecktes
Judentum, 1703; y al final del siglo, El mercader de Venecia podía ser representada en Berlín sólo con un pequeño
prólogo en el que se pedía disculpas a la audiencia judía (no emancipada).
8
La única e irrelevante excepción pudo ser la de los recaudadores fiscales, denominados fermiers-généraux en Francia,
que adquirían del Estado el derecho a cobrar impuestos, garantizando al Gobierno una cantidad fija. De esta actividad
obtuvieron sus grandes riquezas y dependieron directamente de la monarquía absoluta, pero constituían un grupo
demasiado pequeño y también un fenómeno demasiado aislado para ser económicamente influyentes por sí mismos.
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Nación-Estado a establecerse como una de las mayores empresas y uno de los más grandes patronos
de su tiempo9.
Grandes privilegios y cambios decisivos en la condición judía fueron necesariamente el precio
del otorgamiento de tales servicios y, al mismo tiempo, el premio por los grandes riesgos corridos.
El mayor privilegio fue la igualdad. Cuando los Münzjuden de Federico de Prusia o los judíos
palaciegos del emperador austríaco recibían mediante «privilegios generales» o «patentes» el
mismo status que medio siglo más tarde obtendrían todos los judíos de Prusia bajo el nombre de
emancipación y de igualdad de derechos; cuando, a finales del siglo XVIII y en la cumbre de su
riqueza, conseguían los judíos de Berlín impedir la llegada de judíos de las provincias orientales,
porque no les interesaba compartir su «igualdad» con sus hermanos más pobres, a los que no
consideraban sus iguales; cuando en la época de la Asamblea Nacional francesa protestaban
violentamente los judíos de Burdeos y Avignon contra el otorgamiento de la igualdad a los judíos
de las provincias orientales por parte del Gobierno francés, resultaba claro que al menos los judíos
no pensaban en términos de igualdad de derechos, sino de privilegios y de libertades especiales. Y
realmente no es sorprendente que los judíos privilegiados, íntimamente unidos a las empresas
económicas de sus Gobiernos y completamente conscientes de la naturaleza y de la condición de su
status, mostraran repugnancia al otorgamiento a todos los judíos del don de esta libertad, que ellos
ya poseían como premio a sus servicios, que sabían que había sido considerada como tal y que por
eso difícilmente podría llegar a ser un derecho para todos10
Sólo al final del siglo XIX, con la aparición del imperialismo, empezaron las clases poseedoras
a modificar su modo inicial de considerar la improductividad de las actividades empresariales del
Estado. La expansión imperialista, junto con el creciente perfeccionamiento de los instrumentos de
violencia y el absoluto monopolio que el Estado tenía sobre ellos, convirtió al Estado en una
excelente oportunidad económica. Esto significó, desde luego, que los judíos, gradual pero
automáticamente, perdieron su posición exclusiva y única.
Pero la buena fortuna de los judíos, su ascensión desde la oscuridad a la significación política,
hubiese concluido aún antes si se hubieran limitado a realizar una simple función empresarial en las
Naciones-Estados en desarrollo. Hacia mediados del siglo pasado, éstas habían adquirido confianza
suficiente como para poder prescindir del apoyo de los judíos y sus créditos11. La creciente
conciencia de los súbditos, además, de que sus destinos particulares se tornaban cada vez más
dependientes de los destinos de sus propios países, les impulsaba a otorgar a sus Gobiernos más
créditos de los necesarios. La igualdad en sí misma estaba simbolizada en la disponibilidad de todos
los títulos de la Deuda Pública, que llegaron finalmente a ser considerados como la forma más
segura de inversión de capital simplemente porque el Estado, que podía realizar guerras nacionales,
9
Puede medirse la importancia de estos lazos entre las actividades económicas del Gobierno y los judíos en aquellos
casos en que funcionarios decididamente antijudíos se vieron obligados a realizar semejante política. Bismarck, en su
juventud, pronunció unos pocos discursos antisemitas para convertirse, al llegar a ser canciller del Reich, en íntimo
amigo de Bleichroeder y firme protector de los judíos contra los movimientos antisemitas berlineses del capellán de la
Corte Stoecker. Guillermo II, aunque como príncipe heredero y miembro de la nobleza prusiana antijudía, simpatizaba
intensamente con todos los movimientos antisemitas de la década de los 80, abandonó sus convicciones antisemitas y a
sus protegidos antisemitas de la mañana a la noche en cuanto heredó el trono.
10
En época tan temprana como el siglo XVIII, allí donde grupos enteros de judíos se enriquecían lo suficiente como
para resultar útiles al Estado, disfrutaron de privilegios colectivos e, incluso en el mismo país, se separaron como grupo
de sus hermanos menos ricos y útiles. Como los Schutzjuden de Prusia, los judíos de Burdeos y de Bayona, en Francia,
disfrutaron de la igualdad mucho antes de la Revolución Francesa y fueron incluso invitados a presentar sus quejas y
propuestas junto con los otros Estados Generales en la Convocation des Etats Généraux de 1787.
11
JEAN CAPEFIGUE (Histoire des grandes opérations financières, tomo III: Banque, Bourses, Emprunts, 1855)
pretende que durante la Monarquía de Julio sólo los judíos, y especialmente la casa de los Rothschild, impidieron la
existencia de un firme crédito estatal basado en la Banque de France. Afirma también que los acontecimientos hicieron
superfluas las actividades de los Rothschild. RAPHAEL STRAUSS («The Jews in the Economic Evolution of Central
Europe», en Jewish Social Studies, III, 1, 1941) señala también que a partir de 1830 «el crédito público se tornó menos
arriesgado y los Bancos cristianos comenzaron a intervenir cada vez más en esta actividad». Contra estas
interpretaciones se alza el hecho de que prevalecieran excelentes relaciones entre los Rothschild y Napoleón III, aunque
no puede existir duda respecto de la tendencia general de la época.
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era la única entidad capaz de proteger las propiedades de sus ciudadanos. A partir de mediados del
siglo XIX pudieron mantener los judíos su prominente posición sólo porque tenían un papel más
importante y fatal que desempeñar, una misión también íntimamente ligada a su participación en los
destinos del Estado. Sin territorio y sin un Gobierno propio, los judíos habían sido siempre un
elemento intereuropeo; la Nación-Estado preservó este status internacional porque sobre él
descansaban los servicios financieros de los judíos. Pero incluso cuando concluyó su misma utilidad
económica, el status intereuropeo de los judíos siguió teniendo una gran importancia nacional en
tiempos de conflictos nacionales y de guerras.
Mientras la necesidad que las Naciones-Estados experimentaron de los servicios judíos se
desarrolló lenta y lógicamente, emergiendo del contexto general de la historia europea, la ascensión
de los judíos a una significación política y económica resultó rápida e inesperada tanto para sí mismos como para sus vecinos. Hacia finales de la Edad Media el prestamista judío había perdido toda
su antigua importancia, y a comienzos del siglo XVI los judíos habían sido ya expulsados de
ciudades y centros comerciales y empujados a las aldeas y a las zonas rurales, trocando así una
uniforme protección de las más altas autoridades por un status inseguro otorgado por los oscuros
nobles locales12. La inflexión sobrevino en el siglo XVII, durante la guerra de los Treinta Años,
precisamente porque, por obra de su dispersión, estos pequeños e insignificantes prestamistas
podían garantizar las provisiones necesarias a los ejércitos mercenarios que combatían fuera de sus
tierras y, con la ayuda de buhoneros, comprar vituallas de provincias enteras. Como estas guerras
seguían siendo conflictos semifeudales y más o menos particulares entre los principes, sin que
implicaran intereses de otras clases y sin recabar la ayuda del pueblo, las mejoras que en su status
obtuvieron los judíos fueron muy limitadas y apenas visibles. Pero el número de judíos palaciegos
aumentó, porque ahora cada mansión feudal necesitaba el equivalente del judío palaciego.
Mientras estos judíos palaciegos sirvieron a pequeños señores feudales que, como miembros de
la nobleza, no aspiraban a representar a ninguna autoridad centralizada, estuvieron al servicio de un
solo grupo dentro de la sociedad. La propiedad que manejaban, el dinero que prestaban, las
provisiones que compraban, eran en conjunto considerados propiedad privada de su señor, de suerte
que tales actividades no les implicaban en cuestiones políticas. Odiados o favorecidos, los judíos no
podían convertirse en tema político de importancia alguna.
Cuando, sin embargo, cambió la función del señor feudal, cuando evolucionó hasta convertirse
en príncipe o rey, la función de este judío palaciego cambió también. Los judíos, siendo un
elemento extraño, sin demasiado interés en los cambios de su entorno, fueron habitualmente los
últimos en ser conscientes de su realzado status. Por lo que a ellos se refería, prosiguieron
consagrados a sus actividades económicas privadas, y su lealtad siguió siendo una cuestión personal
sin relación con consideraciones políticas. Comprar provisiones, vestir y alimentar a un ejército,
prestar dinero para contratar mercenarios significaba simplemente interesarse en el bienestar de un
socio económico.
Este fue el único tipo de relación que ligó a un grupo judío con otro estrato cualquiera de la
sociedad. Al desaparecer a comienzos del siglo XIX, jamás fue sustituida. Su único vestigio entre
los judíos fue una inclinación por los títulos de nobleza (especialmente en Austria y en Francia), y
entre los no judíos, una impronta de antisemitismo liberal que tendía a agrupar a los judíos y a la
nobleza, viendo en ellos una alianza financiera contra la naciente burguesía. Semejante
argumentación, corriente en Prusia y en Francia, tuvo un cierto grado de plausibilidad hasta que se
produjo la emancipación general de los judíos. Los privilegios de los judíos palaciegos poseían,
desde luego, una obvia semejanza con los derechos y libertades de la nobleza, y era cierto que los
judíos tenían tanto miedo de perder sus privilegios como los miembros de la aristocracia, y
empleaban los mismos argumentos contra la igualdad. La plausibilidad se hizo aún más grande
durante el siglo XVIII cuando los judíos más privilegiados recibieron pequeños títulos de nobleza, y
a comienzos del siglo XIX, cuando los judíos acaudalados que habían perdido sus relaciones con
las comunidades judías buscaban un nuevo status social y comenzaban a conformarse sobre el
12
Véase PRIEBATSCH, op. cit.
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modelo de la aristocracia. Pero todo esto tenía escasas consecuencias, en primer lugar porque
resultaba evidente que la nobleza se hallaba en decadencia y que los judíos, al contrario,
progresaban continuamente en su status, y también porque la misma aristocracia, especialmente en
Prusia, resultó ser la primera clase en producir una ideología antisemita.
Los judíos habían sido los proveedores en las guerras y los servidores de los reyes, pero no
pretendían, ni se esperaba que pretendieran, comprometerse en los conflictos. Cuando tales
conflictos se agrandaron hasta convertirse en guerras nacionales, ellos siguieron constituyendo un
elemento internacional cuya importancia y utilidad radicaban precisamente en la circunstancia de no
hallarse ligados a ninguna causa nacional. Tras haber dejado de ser banqueros de los Estados y
abastecedores en las guerras (la última guerra financiada por un judío fue la austro-prusiana de
1866, en la que Bleichroeder ayudó a Bismarck después de que a éste le negara los créditos
necesarios el Parlamento prusiano), los judíos se convirtieron en asesores económicos, en
colaboradores para la realización de tratados de paz y, de forma menos organizada y más indefinida,
en suministradores de noticias. Los últimos tratados de paz concertados sin la ayuda judía fueron los
del Congreso de Viena, entre las potencias continentales y Francia. El papel de Bleichroeder en las
negociaciones de paz entre Alemania y Francia en 1871 fue ya más significativo que su ayuda en la
guerra13 y rindió servicios aún más importantes a finales de la década de los años 70, cuando, a
través de sus conexiones con los Rothschild, proporcionó a Bismarck un indirecto canal informativo
hasta Benjamín Disraeli. Los tratados de paz de Versalles fueron los últimos en los que los judíos
desempeñaron un papel destacado como asesores. El último judío que debió su importancia en la
escena nacional a sus relaciones internacionales judías fue Walter Rathenau, el infortunado ministro
de Asuntos Exteriores de la República de Weimar. Pagó con su vida (como uno de sus colegas
declaró tras su muerte) el haber donado su prestigio, en el mundo internacional de las finanzas y
entre los judíos de todo el orbe14, a los ministros de la nueva República que eran completamente
desconocidos en la esfera internacional.
Era obvio que los Gobiernos antisemitas no emplearían a los judíos en las cuestiones de la guerra
y de la paz. Pero la eliminación de los judíos de la escena internacional tuvo un significado más
general y profundo que el antisemitismo. Precisamente porque los judíos habían sido empleados
como un elemento no nacional, podían resultar valiosos en la guerra y en la paz, sólo mientras en la
guerra todo el mundo tratara conscientemente de mantener intactas las posibilidades de paz, sólo
mientras el objetivo de todos fuera una paz de compromiso y el restablecimiento de un modus
vivendi. Tan pronto como «o la victoria o la muerte» se convirtiera en una política determinante y la
guerra se orientara hacia el completo aniquilamiento del enemigo, los judíos ya no podían ser de
ninguna utilidad. Esta política significaba en cualquier caso la destrucción de su existencia
colectiva, aunque la desaparición de la escena política e incluso la extinción de su vida específica
como grupo no tenían necesariamente que conducir en manera alguna a su exterminio físico. El
argumento frecuentemente repetido, sin embargo, de que los judíos se hubieran convertido en nazis
tan fácilmente como sus conciudadanos alemanes si se les hubiera permitido unirse a este
movimiento de la misma manera que se alistaron en el partido fascista de Italia antes de que el
fascismo italiano introdujera la legislación racial, es sólo una verdad a medias. Es cierto sólo
respecto a la psicología de los judíos como individuos, que, desde luego, no difiere
considerablemente de la psicología de su entorno. Es patentemente falso en un sentido histórico. El
nazismo, incluso sin el antisemitismo, hubiera sido un golpe mortal a la existencia del pueblo judío
en Europa; aceptarlo hubiera significado el suicidio, no necesariamente de los individuos de origen
13
Según una anécdota, fielmente citada por todos sus biógrafos, Bismarck dijo inmediatamente después de la derrota
francesa de 1871: «En primer lugar, Bleichroeder tiene que ir a París para reunirse con sus compañeros judíos y hablar
con los banqueros acerca de esto» (los 5.000 millones de francos de reparaciones). (Véase Bismarck und die luden, de
OTTO JOEHLINGEN, Berlín, 1921.)
14
Véase «Walter Rathenau und die blonde Rasse», de WALTER FRANK, en Forschungen zur Judenfrage, tomo IV,
1940. Frank, a pesar de su posición oficial bajo los nazis, siguió mostrándose cuidadoso de sus fuentes y métodos. En
este artículo cita las notas necrológicas sobre Rathenau en el Israelitisches Familienblatt (Hamburgo, 6 de julio de
1922), Die Zeit (junio de 1922) y Berliner Tageblatt (31 de mayo de 1922).
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judío, sino para los judíos como pueblo.
A la primera contradicción, que determinó el destino de la judería europea durante los últimos
siglos, es decir, a la contradicción entre igualdad y privilegio (más bien de la igualdad otorgada en
la forma y con la finalidad de un privilegio), es necesario añadir una segunda contradicción: los
judíos, el único pueblo europeo no nacional, estaban amenazados más que ningún otro por el
repentino colapso del sistema de las Naciones-Estados. Esta situación es menos paradójica de lo que
puede parecer a primera vista. Los representantes de la nación, tanto si eran jacobinos, desde
Robespierre a Clemenceau, como representantes de los Gobiernos reaccionarios de Europa central,
desde Metternich a Bismarck, tenían algo en común: todos se hallaban sinceramente preocupados
por el «equilibrio del poder» en Europa. Trataban, desde luego, de modificar este equilibrio en
beneficio de sus respectivos países, pero nunca soñaron en lograr un monopolio sobre todo el
continente o en aniquilar completamente a sus vecinos. Los judíos no sólo podían ser empleados de
interés de este precario equilibrio, sino que incluso llegaron a convertirse en una .especie de símbolo del interés común de las naciones europeas.
Por eso es algo más que accidental que las catastróficas derrotas de los pueblos de Europa
comenzaran con la catástrofe del pueblo judío. Fue particularmente fácil iniciar la disolución del
precario equilibrio europeo de poder con la eliminación de los judíos y particularmente difícil de
comprender que en esta eliminación intervenía algo más que un nacionalismo extremadamente cruel
o una anacrónica resurrección de los «viejos prejuicios». Cuando llegó la catástrofe, el destino del
pueblo judío fue considerado un «caso especial» cuya historia sigue leyes excepcionales y cuya
suerte, por eso mismo, no poseía una importancia general. Esta ruptura de la solidaridad europea se
vio reflejada inmediatamente en la ruptura de la solidaridad judía en toda Europa. Cuando comenzó
la persecución de los judíos alemanes, los judíos de otros países europeos descubrieron que los
judíos alemanes constituían una excepción cuyo destino no podía tener ninguna semejanza con el
propio. Similarmente, el colapso de la judería germana fue precedido por su escisión en
innumerables facciones, cada una de las cuales creía y esperaba que sus derechos humanos básicos
serían protegidos mediante privilegios especiales —el privilegio de haber sido un veterano de la
primera guerra mundial, hijo de un veterano, orgulloso hijo de un padre muerto en combate—.
Parecía como si el aniquilamiento de todos los individuos de origen judío estuviera siendo precedido por la incruenta destrucción y autodisolución del pueblo judío, como si el pueblo judío
hubiera debido exclusivamente su existencia a los otros pueblos y a su odio.
Sigue siendo uno de los aspectos más destacados de la historia judía el hecho de que la activa
entrada de los judíos en la historia europea quedó determinada precisamente por ser ellos un
elemento intereuropeo, no nacional, en un mundo de naciones que surgían o existían. El que este
papel demostrara ser más duradero y más esencial que su función como banqueros de los Estados es
una de las razones materiales del nuevo y moderno tipo de productividad judía en las artes y en las
ciencias. No deja de ser una justicia de la Historia que su caída coincidiera con la ruina de un
sistema y de un cuerpo político que, cualesquiera que fueran sus otros defectos, había necesitado y
podía tolerar un elemento puramente europeo.
No debería olvidarse la grandeza de esta existencia consistentemente europea por culpa de los
muchos aspectos indudablemente menos atractivos de la historia judía de los últimos siglos. Los
escasos autores europeos que se han mostrado conscientes de este aspecto de la «cuestión judía» no
tenían especiales simpatías hacia los judíos, pero sí poseían una estimación imparcial de la situación
europea en conjunto. Entre ellos figuraban Diderot, el único filósofo francés del siglo XVIII que no
se mostró hostil respecto de los judíos y que advirtió en ellos un nexo útil entre los europeos de las
diferentes nacionalidades; Wilhelm von Humboldt, que, testigo de su emancipación durante la
Revolución Francesa, señaló que los judíos perderían su universalidad cuando se transformaran en
franceses15, y, finalmente, Friedrich Nietzsche, quien, por su aversión al Reich alemán de Bismarck,
15
WILHELM vox HUMBOLDT, Tagebücher, ed. por Leitzmann, Berlín, 1916-1918, I, 475. El artículo «Judío» en la
Encyclopédie 1751-1765, vol. IX, que fue probablemente escrito por Diderot: «Así dispersos en nuestra época... [los
judíos], se han convertido en instrumentos de comunicación entre los más distantes países. Son como las espigas y los
clavos que se necesitan en un gran edificio para unir y mantener juntas todas las otras partes.»
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acuñó el término «buen europeo», que hizo posible su correcta estimación del significativo papel de
los judíos en la historia de Europa y le evitó caer en las trampas de un filosemitismo barato o
defender actitudes «progresistas».
Esta valoración, aunque correcta por lo que hace a la superficie del fenómeno, pasa por alto, sin
embargo, la más grave paradoja encarnada en la curiosa historia política de los judíos. De todos los
pueblos europeos, los judíos han sido los únicos sin un Estado propio y se han mostrado,
precisamente por esta razón, dispuestos y apropiados para alianzas con Gobiernos y con Estados,
sea cual fuere lo que estos Gobiernos o Estados podían representar. Por otro lado, los judíos no
tenían tradición o experiencia políticas, y eran tan poco conscientes de la tensión entre la sociedad y
el Estado como de los riesgos obvios y de las posibilidades de poder de su nuevo papel. El escaso
conocimiento y la práctica tradicional que aportaron a la política tuvieron su origen durante el
Imperio romano, en el que fueron protegidos, por así decirlo, por el soldado romano, y más tarde, en
la Edad Media, cuando buscaron y obtuvieron protección —contra la población y contra los señores
locales— de remotas autoridades monárquicas y de la Iglesia. De estas experiencias habían extraído
de alguna forma la conclusión de que la autoridad, y especialmente la autoridad suprema, les era
favorable y de que los funcionarios de escasa categoría, y especialmente el pueblo corriente, les
eran adversos. Este prejuicio, que expresaba una definida verdad histórica, pero que ya no
correspondía a las nuevas circunstancias, se hallaba profundamente enraizado y era inconscientemente compartido por la vasta mayoría de los judíos, de la misma manera que los
prejuicios correspondientes sobre los judíos eran comúnmente aceptados por los gentiles.
La historia de las relaciones entre los judíos y los Gobiernos es rica en ejemplos ilustrativos de la
rapidez con que los banqueros judíos trocaron su adhesión a un Gobierno por la adhesión al
siguiente incluso después de cambios revolucionarios. Apenas necesitaron veinticuatro horas los
Rothschild franceses en 1848 para transferir sus servicios del Gobierno de Luis Felipe a la nueva y
breve República francesa y después a Napoleón III. El mismo proceso se repitió, a un ritmo
ligeramente más lento, tras la caída del Segundo Imperio y el establecimiento de la Tercera
República. En Alemania este cambio repentino y fácil estuvo simbolizado, tras la revolución de
1918, por la política financiera de los Warburg, por una parte, y las mudables ambiciones políticas
de Walter Rathenau, por otra.16
En este tipo de conducta existe algo más que el simple patrón burgués que supone que no hay
nada que triunfe como el éxito17. Si los judíos hubiesen sido burgueses en el sentido ordinario de la
palabra, podrían haber calculado correctamente las tremendas posibilidades de poder de su nueva
función y tratado al menos de desempeñar ese ficticio papel de secreta potencia mundial, hacedora y
deshacedora de Gobiernos, que los antisemitas les asignaron. Nada, sin embargo, estaría más lejos
de la verdad. Los judíos, sin conocimiento o interés por el poder, nunca pensaron más que en ejercer
una suave presión para pequeños fines de autodefensa. Esta falta de ambición fue más tarde
ásperamente destacada por los más asimilados entre los hijos de banqueros y hombres de negocios
judíos. Mientras algunos, como Disraeli, soñaron con una sociedad secreta judía a la que hubieran
podido pertenecer y que nunca existió, otros, como Rathenau, que resultaba estar mejor informado,
incurrieron en diatribas semi-antisemitas contra los ricos comerciantes que no tenían ni poder ni
status social.
Esta inocencia nunca ha sido entendida del todo por los políticos y por los historiadores no
judíos. Por una parte, su distanciamiento del poder fue considerado tan evidente por representantes
16
Walter Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores de la República de Weimar y uno de los destacados representantes
de la nueva voluntad de Alemania por la democracia, había proclamado nada menos que en 1917 sus «profundas
convicciones monárquicas según las cuales sólo un ‘ungido’» y no un «advenedizo con una carrera afortunada» podía
dirigir un país. Véase Von kommenden Dingen, 1917, p. 247.
17
No debería olvidarse, sin embargo, este patrón burgués. Si se tratara exclusivamente de motivaciones de patrones de
conducta individuales, los métodos de la casa de Rothschild no diferirían ciertamente mucho de los de sus colegas
gentiles. Así, por ejemplo, Ouvrard, el banquero de Napoleón, tras haber proporcionado los medios financieros para la
guerra napoleónica de los Cien Días, ofreció inmediatamente sus servicios a los Borbones que regresaban.
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o escritores judíos, que apenas lo mencionaron excepto para expresar su sorpresa ante las absurdas
sospechas alzadas contra ellos. En las Memorias de los políticos del último siglo hay muchas
observaciones al respecto en las que se señala que no habrá una guerra porque no la desean los
Rothschild de Londres, los de París o los de Viena. Incluso historiador tan sobrio y serio como J. A.
Hobson podía declarar en fecha tan tardía como 1905: «¿Puede alguien suponer seriamente que
algún Estado europeo podría emprender una gran guerra, o que se podría suscribir un gran
empréstito público, si la casa de Rothschild y sus conexiones se opusieran?»18. Este error de juicio
resulta tan divertido en su ingenua presunción de que todo el mundo es como uno mismo, como la
sincera opinión de Metternich según la cual «la casa de los Rothschild ha desempeñado en Francia
un papel más importante que cualquier otro Gobierno extranjero», o como su confiada predicción
formulada a los Rothschild de Viena poco antes de la revolución austríaca de 1848: «Si me
arrojaran a los perros, ustedes vendrían conmigo.» La verdad de la cuestión es que los Rothschild,
como cualquier otro banquero judío, tenían escasa idea política de lo que querían hacer en Francia,
por no hablar de un bien definido objetivo que al menos remotamente apuntara a una guerra. Por el
contrario, como sus correligionarios judíos, jamás se aliaron con ningún Gobierno determinado,
sino más bien con Gobiernos, con autoridad como tales. Si en esta época y posteriormente
mostraron una marcada preferencia por los Gobiernos monárquicos contra las Repúblicas, fue sólo
porque acertadamente sospechaban que las Repúblicas estaban basadas en mayor grado en la
voluntad popular, de la que instintivamente desconfiaban.
En los últimos años de la República de Weimar, cuando, ya razonablemente asustados por el
futuro, trataron por una vez de intervenir en política, se reveló cuán profunda era su fe en el Estado
y cuán fantástica su ignorancia de las condiciones de Europa. Con la ayuda de unos pocos no judíos
fundaron entonces ese partido de la clase media que denominaron «partido del Estado»
(Staatspartei), cuyo nombre constituía una contradicción en sus términos. Estaban tan
ingenuamente convencidos de que su «partido», que aparentemente les representaba en la lucha
política y social, debería ser el mismo Estado, que jamás llegaron a comprender la relación del
partido con el Estado. Si alguien se hubiera molestado en tomar en serio a ese partido de respetables
y aturdidos caballeros, hubiera podido deducir tan sólo que la lealtad a cualquier precio era una
fachada tras la que se conjuraban siniestras fuerzas para apoderarse del Estado.
De la misma manera que los judíos ignoraron completamente la creciente tensión entre el Estado
y la sociedad, fueron también los últimos en ser conscientes de que las circunstancias les habían
conducido al centra del conflicto. Por eso nunca supieron cómo valorar el antisemitismo o, más
bien, nunca reconocieron el momento en el que la discriminación social se transformó en argumento
político. Porque durante más de cien años el antisemitismo se había abierto camino lenta y
gradualmente en casi todos los estratos sociales de casi todos los países europeos hasta que emergió
repentinamente como el único tema sobre el que podía lograrse una opinión casi unificada. La ley
conforme a la cual se desarrolló este proceso era simple: cada clase de la sociedad que llegó a estar
en conflicto con el Estado se tornó antisemita porque los judíos eran el único grupo social que
parecía representar al Estado. Y la única clase que demostró ser casi inmune a la propaganda
antisemita fue la de los trabajadores, que, absorbidos en la lucha de clases y equipados con una
interpretación marxista de la Historia, jamás llegaron a un conflicto directo con el Estado, sino sólo
con otra clase de la sociedad, la burguesía, a la que los judíos ciertamente no representaban y de la
que nunca fueron parte significativa.
La emancipación política de los judíos en algunos países a fines del siglo XVIII y su discusión
en el resto de la Europa central y occidental originaron, en primer lugar, un cambio decisivo en su
actitud hacia el Estado, que fue de alguna manera simbolizado en el encumbramiento de la casa de
los Rothschild. La nueva política de estos banqueros palaciegos que fueron los primeros en
convertirse en banqueros totalmente estatales se hizo evidente cuando ya no se contentaron con
servir a un determinado príncipe o Gobierno a través de sus relaciones internacionales con judíos
palaciegos de otros países, sino que decidieron establecerse ellos mismos internacionalmente y
18
J. H. HOBSON, Imperialism, 1905, p. 57 de la edición no revisada de 1938.
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servir simultánea y concurrentemente a los Gobiernos de Alemania, Francia, Gran Bretaña, Italia y
Austria. En gran medida, esta carrera sin precedentes fue una reacción de los Rothschild contra los
peligros de la emancipación real, que, junto con la igualdad, amenazaba con nacionalizar a las
juderías de los respectivos países y destruir las verdaderas ventajas intereuropeas sobre las que
descansaba la posición de los banqueros judíos. El viejo Meyer Amschel Rothschild, el fundador de
la casa, debió haber advertido que el status intereuropeo de los judíos ya no era seguro y que era
mejor tratar de realizar esta posición internacional única en su propia familia. El establecimiento de
sus cinco hijos en las cinco capitales financieras de Europa —Francfort, París, Londres, Nápoles y
Viena— fue su ingenioso recurso ante la embarazosa emancipación de los judíos.19
Los Rothschild habían iniciado su espectacular carrera como subordinados financieros del
Kurfürst de Hessen, uno de los prestamistas más importantes de su tiempo, quien les enseñó la
práctica de los negocios y les proporcionó muchos de sus clientes. Su gran ventaja era que vivían en
Francfort, el único gran centro urbano del que los judíos jamás habían sido expulsados y donde
constituían casi el 10 por 100 de la población a comienzos del siglo XIX. Los Rothschild
empezaron como judíos palaciegos, sin hallarse bajo la jurisdicción de un príncipe o de la Ciudad
Libre, sino directamente bajo la autoridad del lejano emperador de Viena. Combinaron así todas las
ventajas del status judío durante la Edad Media con las de su propia época, y fueron mucho menos
dependientes de la nobleza o de otras autoridades locales que cualquiera de los otros judíos
palaciegos. Las posteriores actividades financieras de la casa, la tremenda fortuna que amasaron y
su aún mayor fama simbólica desde comienzos del siglo XIX son suficientemente bien conocidas20.
Penetraron en el terreno de los grandes negocios durante los últimos años de las guerras
napoleónicas, cuando —de 1811 a 1816— pasaban por sus manos casi la mitad de las subvenciones
inglesas a las potencias continentales. Cuando, tras la derrota de Napoleón, necesitó el continente
grandes empréstitos públicos en todas partes para la reorganización de sus maquinarias estatales y la
erección de estructuras financieras sobre el modelo del Banco de Inglaterra, los Rothschild
disfrutaron casi de un monopolio en la emisión de los empréstitos públicos. Esta situación se
prolongó a lo largo de tres generaciones, y en ese tiempo lograron derrotar a todos los competidores
judíos y no judíos en el terreno. «La casa de los Rothschild se convirtió —como señaló
Capefigue21— en el primer tesorero de la Santa Alianza.»
El establecimiento internacional de la casa de los Rothschild y su repentina elevación sobre los
demás banqueros judíos cambió toda la estructura de las actividades estatales judías. Había
desaparecido una evolución accidental, ni planeada ni organizada, en la que algunos judíos aislados,
suficientemente astutos como para aprovecharse de una oportunidad única, se alzaban
frecuentemente a las alturas de una gran fortuna y caían hasta las profundidades de la pobreza, tan
sólo en el período de la vida de un hombre; cuando un destino semejante apenas afectaba a los
destinos del pueblo judío como tal, excepto en cuanto tales judíos habían actuado a veces como
protectores y valedores de lejanas comunidades; cuando, por numerosos que fueran los ricos
prestamistas o por influyentes que resultaran los judíos palaciegos individualmente, no existían
signos del desarrollo de un bien definido grupo judío que disfrutara colectivamente de privilegios
específicos y rindiera específicos servicios. Fue precisamente el monopolio de los Rothschild en la
emisión de empréstitos públicos el que hizo posible y necesario recurrir al capital judío en general,
encauzar a un gran porcentaje de la riqueza judía hacia los canales de las empresas estatales y que
por eso proporcionó la base natural para una nueva cohesión intereuropea de la judería de la Europa
central y occidental. Lo que en los siglos XVII y XVIII había sido un enlace no organizado entre
individuos judíos de diferentes países se trocó ahora en la más sistemática disposición de estas
19
El buen conocimiento que de las fuentes de su fuerza tenían los Rothschild se pone de relieve en la vieja ley de la
casa, según la cual las hijas y sus maridos quedaban eliminados de los negocios de la firma. A las muchachas se les
permitía e incluso a partir de 1871 se les animaba a contraer matrimonio con la aristocracia no judía; los descendientes
varones tenían que casarse exclusivamente con muchachas judías, y si era posible (en la primera generación éste fue
generalmente el caso), que fueran miembros de la familia.
20
Véase especialmente The Rise of the House of Rothschild, de EGON CESAR CORTI, Nueva York, 1927.
21
CAPEFIGUE, Ob. Cit.
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dispersas oportunidades en manos de una sola firma, físicamente presente en todas las capitales
europeas importantes, en contacto constante con todos los sectores del pueblo judío y en completa
posesión de todas las informaciones pertinentes y de todas las oportunidades para su organización22.
La posición exclusiva de la casa de los Rothschild en el mundo judío sustituyó hasta cierto punto
a los antiguos lazos de la tradición religiosa y espiritual cuya relajación gradual bajo el impacto de
la cultura occidental amenazaba por vez primera la existencia misma del pueblo judío. Para el
mundo exterior, esta única familia se trocó también en símbolo de la realidad viable del
internacionalismo judío en un mundo de Naciones-Estados y de pueblos organizados
nacionalmente. ¿Dónde, además, hallar mejor prueba del fantástico concepto de un Gobierno
mundial judío como en esta única familia, de ciudadanos de cinco países diferentes, destacados en
todas partes, en íntima cooperación por lo menos con tres Gobiernos distintos (el francés, el
austríaco y el británico), cuyos frecuentes conflictos ni siquiera por un momento conmovieron la
solidaridad de intereses de sus banqueros estatales? Ninguna propaganda podría haber creado un
símbolo más efectivo a fines políticos que la misma realidad.
La noción popular según la cual los judíos —en contraste con otros pueblos— se hallaban
ligados por vínculos supuestamente más estrechos de sangre y de familia fue en gran medida
estimulada por la realidad de esta familia singular que representaba virtualmente toda la
significación económica y política del pueblo judío. Su fatídica consecuencia fue que cuando los
problemas raciales, por razones que nada tienen que ver con la cuestión judía, se situaron en el
primer plano de la escena política, los judíos inmediatamente se ajustaron a todas las ideologías y
doctrinas que definían a un pueblo por sus vínculos de sangre y sus características familiares.
Otro hecho, menos accidental, contribuyó también a esta imagen del pueblo judío. La familia
había desempeñado en la preservación del pueblo judío un papel mucho más grande que en
cualquier otro cuerpo político o social de Occidente, a excepción de la nobleza. Los lazos familiares
figuraban entre los más poderosos y firmes elementos con los que el pueblo judío se resistió a la
asimilación y la disolución. De la misma manera que la declinante nobleza europea reforzó sus
leyes matrimoniales y familiares, la judería occidental llegó a ser el grupo más consciente de la
importancia de la familia durante los siglos de su disolución espiritual y religiosa. Sin la antigua
esperanza de la redención mesiánica y sin la firme base de un pensamiento tradicional, la judería
occidental se tornó superconsciente del hecho de que su supervivencia se había logrado en un medio
extraño y a menudo hostil. Comenzaron a considerar al círculo interno familiar como si fuera su
postrer fortaleza y a comportarse con los miembros de su propio grupo como si fueran miembros de
una gran familia. En otras palabras, la imagen antisemita del pueblo judío como una familia
cerradamente unida por vínculos de sangre tenía algo en común con la propia imagen de los mismos
judíos.
Esta situación constituyó un factor importante en las primeras fases y en el continuo desarrollo
del antisemitismo durante el siglo XIX. El hecho de que un grupo de personas se tornara antisemita
en un determinado país y en un determinado momento histórico dependía exclusivamente de las
circunstancias generales que lo disponían a un violento antagonismo contra su Gobierno. Pero la
notable semejanza de argumentos y de imágenes, reproducidos espontáneamente una y otra vez,
tienen una relación íntima con la verdad que tergiversan. Descubrimos que los judíos eran
representados siempre como una organización comercial internacional, como un complejo familiar
mundial con intereses idénticos en todas partes, como una secreta fuerza tras el trono que degradaba
a todos los Gobiernos visibles a la condición de mera fachada o a la de marionetas manipuladas
fuera de la vista del público. A causa de sus íntimas relaciones con la fuente del poder estatal, los
judíos fueron invariablemente identificados con el poder, y a causa de su distanciamiento de la
sociedad y de su concentración en el cerrado círculo familiar, fueron invariablemente considerados
sospechosos de conspirar para la destrucción de todas las estructuras sociales.
22
Nunca ha sido posible determinar el grado en el que los Rothschild utilizaron capital judío en sus propias
transacciones económicas y hasta qué punto llegó el control de los banqueros judíos. La familia jamás ha permitido que
un investigador trabajara en sus archivos.
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2. ANTISEMITISMO PRIMITIVO
Es una norma obvia, aunque frecuentemente olvidada, que el sentimiento antijudío sólo adquiere
importancia política cuando puede combinarse con una importante cuestión política o cuando los
intereses del grupo judío se enfrentan abiertamente con los de una de las clases importantes de la
sociedad. El antisemitismo moderno, por lo que podemos deducir de lo sucedido en los países de la
Europa central y occidental, tiene causas políticas más que económicas, aunque las complejas
condiciones de las clases ocasionaron el violento odio popular hacia los judíos en Polonia y en
Rumania. En tales países, merced a la incapacidad de los Gobiernos para resolver el problema
agrario y para dar a la Nación-Estado un mínimo de igualdad mediante la emancipación de los
campesinos, la aristocracia feudal no sólo consiguió mantener su dominio político, sino que también
impidió la aparición de una clase media normal. Los judíos de estos países, fuertes en número y
débiles en todos los demás aspectos, realizaron aparentemente algunas de las funciones de la clase
media porque eran principalmente comerciantes y porque como grupo existían entre los grandes
terratenientes y las clases desposeídas. Sin embargo, los pequeños propietarios pueden existir tanto
en una economía feudal como en una capitalista. Los judíos, allí como en todas partes, se mostraron
incapaces o reacios a evolucionar conforme a la trayectoria del capitalismo industrial, de forma tal
que el claro resultado de sus actividades fue una organización dispersa e ineficaz de consumo sin un
adecuado sistema de producción. Las posiciones judías constituían un obstáculo para un desarrollo
normal del capitalismo, porque eran consideradas como las únicas de las que cabía esperar un
progreso económico, sin que ciertamente fueran capaces de hacer realidad esta esperanza. Por obra
de su apariencia, se consideraba que los intereses judíos se hallaban en términos conflictivos con
aquellos sectores de la población de los que pudiera haber surgido normalmente una clase media.
Los Gobiernos, por otra parte, trataron tibiamente de promover el desarrollo de una clase media sin
liquidar a la nobleza y a los grandes terratenientes. Su único intento serio fue la liquidación de los
judíos —en parte como una concesión a la opinión pública y en parte porque los judíos seguían
constituyendo un sector del antiguo orden feudal—. Habían sido durante siglos intermediarios entre
la nobleza y los campesinos; ahora constituían una clase media sin realizar sus funciones
productivas, y eran, desde luego, uno de los elementos que se alzaban en el camino de la
industrialización y de la capitalización23. Estas condiciones de la Europa oriental, sin embargo,
aunque constituyeron la esencia de la cuestión de las masas judías, resultan de escasa importancia
en nuestro contexto. Su significado político quedó limitado a los países escasamente desarrollados,
donde el omnipresente odio a los judíos les tornó casi útiles como arma para objetivos específicos.
El antisemitismo brotó por vez primera en Prusia inmediatamente después de la derrota infligida
por Napoleón en 1807, cuando los «reformadores» alteraron la estructura política de forma tal que
la nobleza perdió sus privilegios y las clases medias obtuvieron libertad para desarrollarse. Esta
reforma, «una revolución desde arriba», trocó la estructura semifeudal del despotismo ilustrado de
Prusia en una Nación-Estado más o menos moderna cuya fase final fue el Reich alemán de 1871.
Aunque en aquella época eran judíos la mayoría de los banqueros berlineses, las reformas
prusianas no requirieron de ellos una considerable ayuda financiera. Las simpatías manifiestas de
los reformadores prusianos, su reivindicación de la emancipación judía, eran una nueva consecuencia de la igualdad de todos los ciudadanos, de la abolición de los privilegios y de la introducción de
la libertad de comercio. No se hallaban interesados en conservar a los judíos como tales judíos con
fines determinados. Su réplica al argumento de que bajo condiciones de igualdad «los judíos
podrían dejar de existir» hubiera sido la siguiente: «¿Qué importa esto a un Gobierno que sólo pide
que se conviertan en buenos ciudadanos?»24. Además, la emancipación resultaba relativamente
23
JAMES PARKES, The Emergente of the Jewish Problem, 1878-1939, examina sumaria e imparcialmente estas
condiciones en sus caps. IV y VI.
24
CHRISTIAN WILHELM DOHM, Über die bürgerliche Verbesserung der Juden, Berlin y Stettin, 1781, I. 174.
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inofensiva, puesto que Prusia acababa de perder las provincias orientales, que contaban con una
población judía muy numerosa y muy pobre. El Decreto de Emancipación de 1812 afectaba
exclusivamente a aquellos grupos judíos, ricos y útiles, que disfrutaban ya el privilegio de la
mayoría de los derechos civiles y que, con la abolición general de los privilegios, habrían perdido
gran parte de su status civil. Para tales grupos, la emancipación no significaba mucho más que una
afirmación legal y general del statu quo.
Pero las simpatías que los reformadores prusianos experimentaban por los judíos eran más que la
consecuencia lógica de sus aspiraciones políticas en general. Cuando, casi una década después y en
el florecimiento del primitivo antisemitismo, declaraba Wilhelm von Humboldt: «Realmente, sólo
amo a los judíos en masse; en détail prefiero evitarlos»25, se manifestaba, desde luego, en franca
oposición a la moda dominante que consistía en simpatizar con el judío como individuo y en
despreciar al judío como pueblo. Como verdadero demócrata, deseaba liberar a un pueblo oprimido
y no otorgar privilegios a los individuos. Pero esta perspectiva correspondía también a la tradición
de los funcionarios del Gobierno prusiano de quienes se ha reconocido frecuentemente su
insistencia, a lo largo del siglo XVIII, en mejorar la condición general y la educación de los judíos.
Y este apoyo no se debía solamente a razones económicas o estatales, sino que era también obra
de la simpatía natural hacia el único grupo social que permanecía fuera del cuerpo social y dentro
de la esfera del Estado, aunque por razones enteramente diferentes. La educación de un estamento
de funcionarios, leales al Estado e independientes de los cambios de Gobierno y que habían roto sus
vínculos de clase, fue una de las realizaciones destacadas del antiguo Estado prusiano. Tales
funcionarios constituyeron un grupo decisivo en la Prusia del siglo XVIII y fueron los predecesores
de los reformadores; siguieron siendo la piedra angular de la maquinaria estatal durante el siglo
XIX, aunque cedieron gran parte de su influencia a la aristocracia después del Congreso de Viena26.
A través de la actitud de los reformadores y especialmente a través del Edicto de Emancipación
de 1812 se revelaron los intereses especiales del Estado en los judíos de una forma curiosa. Había
desaparecido ya el antiguo y claro reconocimiento de su utilidad como judíos. (Cuando Federico II
de Prusia oyó hablar de una conversión en masa de los judíos, exclamó: «¡Espero que no hagan tan
endiablada cosa!»)27. La emancipación se otorgaba en nombre de un principio, y, conforme a la
mentalidad del tiempo, hubiera resultado sacrílega cualquier alusión a los servicios especiales
prestados por los judíos. Las especiales condiciones que habían conducido a la emancipación,
aunque bien conocidas por los interesados, permanecían ocultas, como si constituyeran un enorme y
terrible secreto. El mismo Edicto, por otra parte, era concebido como el último y, en cierto sentido,
el más brillante logro de la transformación de un Estado feudal en una Nación-Estado y en una
sociedad donde a partir de entonces ya no habría privilegios para nadie.
Entre las reacciones, naturalmente ásperas, de la aristocracia, la clase más duramente afectada, se
advirtió un repentino e inesperado estallido de antisemitismo. Su más caracterizado portavoz,
Ludwig von der Marwitz (destacado entre los fundadores de la ideología conservadora), presentó
una larga petición al Gobierno en la que afirmaba que los judíos serían a partir de entonces el único
grupo que disfrutaría de ventajas especiales, y habló de la «transformación de la antigua monarquía
prusiana, que inspiraba pavor en un nuevo y desdentado Estado judío». El ataque político fue
acompañado de un boicot social que transformó el aspecto de la sociedad berlinesa casi de la
mañana a la noche. Porque los aristócratas habían sido los primeros en establecer relaciones
sociales amistosas con los judíos y habían hecho famosos aquellos salones de anfitrionas judías de
comienzos de siglo, donde, por breve tiempo, se reunía una sociedad verdaderamente mezclada. Es
cierto que hasta cierto punto su falta de prejuicios era resultado de los servicios realizados por el
prestamista judío que durante siglos había sido excluido de todas las grandes transacciones
25
Wilhelm und Caroline von Humboldt in ihren Briefen, Berlín, 1900, V, 236.
Puede hallarse una excelente descripción de estos funcionarios civiles, que no eran esencialmente distintos en los
diferentes países, en la obra de HENRI PIRENNE A History of Europe from the Invasions to the XVI Century, Londres,
1939, pp. 361-362: «Sin los prejuicios de clases y hostiles a los privilegios de los grandes nobles que les despreciaban...,
no era el rey quien hablaba por su boca, sino la monarquía anónima, superior a todos y sometiendo a todos a su poder.»
27
Véase Kleines Jahrbuch des Nützlichen und Angenehmen für Israeliten, 1847.
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económicas y que había hallado su única oportunidad en préstamos, económicamente
improductivos e insignificantes, pero socialmente importantes, a personas que tendían a vivir en un
nivel superior al que les permitían sus medios. Resulta, sin embargo, notable que sobrevivieran
estas relaciones sociales cuando las monarquías absolutas con sus mayores posibilidades financieras
hicieron de estas actividades de pequeños préstamos y de los judíos palaciegos algo del pasado. Un
noble se sentía naturalmente más inclinado, para no perder una valiosa fuente de ayuda en casos de
necesidad, a casarse con la hija de un judío rico que a odiar al pueblo judío.
Tampoco fue el estallido del antisemitismo aristocrático consecuencia de un más íntimo contacto
entre los judíos y la nobleza. Al contrario, ambos tenían en común una instintiva oposición a los
nuevos valores de las clases medias, que presentaba orígenes muy semejantes. En las familias
judías, como en las de la nobleza, cada individuo era ante todo considerado como un miembro de
una familia; sus deberes eran fundamentalmente determinados por la familia, que trascendía a la
vida y a la importancia del individuo. Ambos grupos eran anacionales e intereuropeos, y cada uno
comprendía el estilo de vida del otro, en el que a la adhesión nacional se anteponía la lealtad a una
familia, muy frecuentemente dispersada por toda Europa. Compartían una concepción según la cual
el presente es sólo un eslabón insignificante en la cadena de las generaciones pretéritas y futuras.
Los escritores liberales antisemitas no dejaron de subrayar esta curiosa semejanza de principios y
dedujeron que tal vez sería posible deshacerse de la nobleza tan sólo con deshacerse previamente de
los judíos, y no por causa de sus relaciones financieras, sino porque ambos eran considerados un
obstáculo al verdadero desarrollo de la «personalidad innata», a la ideología del respeto por uno
mismo que las clases medias liberales utilizaron en su lucha contra los conceptos de cuna, familia y
herencia.
Estos factores projudíos hicieron aún más significativo el hecho de que fueran los aristócratas
quienes iniciaran la larga sucesión de argumentaciones políticas antisemitas. Ni los lazos
económicos ni la intimidad social suponían peso alguno en una situación en la que la aristocracia se
enfrentaba abiertamente con la igualitaria Nación-Estado. Socialmente, el ataque al Estado
identificaba a los judíos con el Gobierno; pese al hecho de que las clases medias obtuvieron
económica y socialmente las ventajas auténticas de las reformas, políticamente fueron ásperamente
censuradas y sufrieron el antiguo y despreciativo alejamiento.
Después del Congreso de Viena, cuando durante las largas décadas de reacción pacífica bajo la
Santa Alianza la nobleza prusiana recobró gran parte de la influencia que había ejercido sobre el
Estado y temporalmente se tornó aún más prominente de lo que había sido durante el siglo XVIII, el
antisemitismo aristocrático se transformó rápidamente en una suave discriminación sin ulterior
significado político28. Al mismo tiempo, con la ayuda de los intelectuales románticos, el
conservadurismo alcanzó su completo desarrollo como una de las ideologías políticas que en
Alemania adoptó una actitud muy característica e ingeniosamente equívoca respecto de los judíos.
A partir de entonces, en la Nación-Estado, equipada con argumentos conservadores, se trazó una
línea distintiva entre los judíos que eran necesitados y deseados y aquellos que no lo eran. Bajo el
pretexto del carácter esencialmente cristiano del Estado —que podría haber sido más extraño a los
déspotas ilustrados—, la creciente intelligentsia judía pudo ser abiertamente discriminada sin que
resultaran afectadas las actividades de banqueros y de hombres de negocios. Este género de
discriminación, que trataba de cerrar las Universidades a los judíos, excluyéndoles de la
Administración civil, tenía la doble ventaja de indicar que la Nación-Estado valoraba los servicios
especiales más que la igualdad y de impedir, o al menos retrasar, el nacimiento de un nuevo grupo
de judíos que no fuesen de utilidad evidente para el Estado ni siquiera probablemente para su
asimilación en la sociedad29. Cuando, en los años 80 del siglo XIX, Bismarck se esforzó en
28
Cuando el Gobierno prusiano presentó una nueva ley de emancipación al Vereinigte Landtage en 1847, casi todos los
miembros de la alta aristocracia se mostraron favorables al otorgamiento de una completa emancipación de los judíos.
Véase I. ELBOGEN, Geschichte der luden in Deutschland, Berlín, 1935, p. 244.
29
Esta fue la razón por la que los reyes de Prusia se mostraban muy preocupados por la más estricta preservación de las
costumbres y de los rituales religiosos de los judíos. En 1823, Federico Guillermo III prohibió «las más ligeras
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proteger a los judíos contra la propaganda antisemita de Stoecker, señaló expressis verbis que
quería protestar sólo contra los ataques a la «acaudalada judería..., cuyos intereses están ligados a la
conservación de nuestras instituciones estatales», y que su amigo Bleichroeder, el banquero
prusiano, no se había quejado de los ataques a los judíos en general (que pudo haber pasado por
alto), sino de los ataques a los judíos ricos30
El aparente equívoco con el que los funcionarios del Gobierno, por una parte, protestaban contra
la igualdad (especialmente contra la igualdad profesional), o se quejaban un poco más tarde de la
influencia judía en la prensa y, sin embargo, por otra parte, les querían bien «en todos los
aspectos»31, correspondía mejor a los intereses del Estado que el primitivo celo del reformador. Al
fin y al cabo, el Congreso de Viena había devuelto a Prusia las provincias en las que habían vivido
durante siglos las masas de judíos pobres, y sólo unos pocos intelectuales que soñaban con la
Revolución Francesa y los Derechos del Hombre habían pensado en darles el mismo status que a
sus hermanos ricos —quienes, ciertamente, eran los últimos en clamar por una igualdad de la que
sólo podían obtener desventajas.32 Sabían tan bien como cualquiera que «cada medida legal o
política en pro de la emancipación de los judíos debe conducir necesariamente a una deterioración
de su situación cívica y social»33. Y sabían mejor que nadie cuánto dependía su poder de su posición
y prestigio dentro de las comunidades judías. De esta forma difícilmente hubieran podido adoptar
otra política que no fuera la de «procurar conseguir más influencia para sí mismos y mantener a sus
semejantes judíos en su aislamiento nacional, pretendiendo que esta separación es parte de su religión. ¿Por qué?... Porque los demás dependerían de ellos cada vez más, de forma tal que, como
unsere Leute, podrían ser utilizados exclusivamente por quienes se hallaban en el poder»34. Y así
resultó que en el siglo XX, cuando la emancipación fue por vez primera un hecho consumado para
las masas judías, el poder de los judíos privilegiados desapareció.
Se estableció de esta manera una perfecta armonía de intereses entre los judíos poderosos y el
Estado. Los judíos ricos deseaban y conseguían un control sobre sus hermanos judíos y una
segregación de la sociedad no judía; el Estado podía combinar una política de benevolencia hacia
los judíos ricos con una discriminación legal contra la intelligentsia judía y una defensa de la
segregación social, tal como se hallaban expresadas en la teoría conservadora de la esencia cristiana
del Estado.
Mientras el antisemitismo de la nobleza careció de consecuencias políticas y amainó
rápidamente en las décadas de la Santa Alianza, los intelectuales liberales y radicales inspiraron y
encabezaron un nuevo movimiento inmediatamente después del Congreso de Viena. La oposición
liberal a la política continental del régimen policíaco de Metternich y los ásperos ataques al
Gobierno reaccionario prusiano condujeron rápidamente a estallidos antisemitas y a una verdadera
riada de folletos antijudíos. Precisamente porque eran mucho menos cándidos y francos en su
oposición al Gobierno de lo que había sido el noble Marwitz una década atrás, atacaban a los judíos
más que al Gobierno. Preocupados fundamentalmente por la igualdad de oportunidades y
renovaciones», y su sucesor, Federico Guillermo IV, declaró abiertamente que «el Estado no debe hacer nada que
impulse una mezcla entre los judíos y los otros habitantes» de su reino. ELBOGEN, op. cit., pp. 223, 234.
30
En una carta al Kulturminister Puttkammer, en octubre de 1880. Véase también la carta de Herbert von Bismarck a
Tiedemann, en noviembre de 1880. Ambas cartas aparecen en la obra de WALTER FRANK, Hofrediger Adolf Stoecker
und die christlich-soziale Bewegung, 1928, pp. 304, 305.
31
Comentario de August Varnhagen a una observación formulada por Federico Guillermo IV. «Preguntaron al rey qué
pensaba hacer con los judíos. El replicó: ‘Les quiero bien en todos los aspectos, pero deseo que sientan que son judíos’.
Estas palabras significan una clave para muchas cosas.» Tagebücher, Leipzig, 1861, II, 113.
32
El hecho de que la emancipación de los judíos tuviera que realizarse contra los deseos de los representantes judíos era
bien conocido en el siglo XVIII. Mirabeau afirmó ante la Assemblée Nationale en 1789: «Caballeros: ¿Es que no
proclamáis ciudadanos a los judíos porque ellos no quieran serlo? En un Gobierno como el que ahora habéis
establecido, todos los hombres deben ser hombres; debéis expulsar a todos aquellos que no lo son o que se niegan a ser
hombres.» La actitud de los judíos alemanes a comienzos del siglo XIX ha quedado descrita por J. J. Josr, Neuere
Geschichte der Israeliten, 1815-1845, Berlín, 1846, tomo 10.
33
Adam Mueller (véase Ausgewählte Abhandlungen, por J. BAXA, Jena, 1921, P. 215) en una carta a Meternich en
1815.
34
H. E. G. PAULUS, Die Jüdische Nationalabsonderung nach Ursprung, Folgen und Besserungsmitteln, 1831.
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agraviados sobre todo por la resurrección de los privilegios aristocráticos que limitaban su ingreso
en los servicios públicos, introdujeron en la discusión la distinción entre los individuos judíos,
«nuestros hermanos», y la judería como grupo, una distinción que desde entonces se convirtió en
características del antisemitismo izquierdista. Aunque no comprendían completamente por qué y
cómo el Gobierno en su impuesta independencia de la sociedad, preservaba y protegía a los judíos
como grupo separado, sabían muy bien que existía alguna relación política y que la cuestión judía
era algo más que un problema de los judíos como individuos y de tolerancia humana. Ellos
acuñaron las nuevas frases nacionalistas, «Estado dentro del Estado» y «nación dentro de la
nación». Ciertamente falsa la primera, porque los judíos no tenían ambición política propia y eran
simplemente el único grupo social incondicionalmente leal al Estado; a medias verdadera la
segunda, porque los judíos, considerados como un cuerpo social y no político, formaban realmente
un grupo separado dentro de la nación35.
En Prusia, aunque no en Austria y en Francia, este antisemitismo radical tuvo una vida tan corta
e inconsecuente como la del anterior antisemitismo de la nobleza. Los radicales se veían cada vez
más absorbidos por el liberalismo de la clase media económicamente en alza, que en toda Alemania
clamaba en sus Dietas veinte años más tarde por la emancipación judía y por la realización de la
igualdad política. Estableció, sin embargo, una cierta tradición teórica e incluso literaria, cuya
influencia puede reconocerse en los famosos escritos antijudíos del joven Marx que tan frecuente e
injustamente ha sido acusado de antisemitismo. Que el judío Karl Marx pudiera escribir de la
misma forma que aquellos radicales antijudíos sólo probaba cuán poco había en común entre este
tipo de argumentación antijudía y el antisemitismo declarado. Como individuo judío, Marx se sentía
un poco embarazado por estos argumentos contra la «judería», de la misma manera que, por
ejemplo, lo estaba Nietzsche por sus argumentos contra Alemania. Es cierto que Marx, en años
posteriores, jamás escribió o formuló opinión alguna sobre la cuestión judía; pero esta ausencia
difícilmente puede ser atribuida a un cambio fundamental en sus ideas. Su preocupación exclusiva
por la lucha de clases como un fenómeno dentro de la sociedad, con los problemas de la producción
capitalista en los que no estaban mezclados los judíos ni como compradores ni como vendedores de
trabajo, y su profundo desprecio por las cuestiones politicas, le vedaban automáticamente una
ulterior inspección de la estructura del Estado y por eso del papel de los judíos. La fuerte influencia
del marxismo en el movimiento laboral de Alemania es una de las razones principales del hecho de
que los movimientos revolucionarios alemanes mostraran tan escasos signos de sentimiento
antijudío36. Los judíos eran, desde luego, un elemento de importancia escasa o nula en las luchas
sociales de la época.
Los comienzos del moderno movimiento antisemita se remontan en todas partes al último tercio
del siglo XIX. En Alemania se inició, más bien inesperadamente, una vez más, en la nobleza cuya
oposición al Estado surgió de nuevo ante la transformación de la monarquía prusiana en una
declarada Nación-Estado a partir de 1871. Bismarck, el fundador del Reich alemán, había
mantenido estrechas relaciones con los judíos desde que llegó a ser primer ministro; ahora era
denunciado por depender de ellos y por aceptar sobornos de los judíos. Su éxito parcial en la
abolición de la mayoría de los vestigios feudales en el Gobierno le llevaron inevitablemente a un
conflicto con la aristocracia; en su ataque a Bismarck, los aristócratas le representaban, o bien como
víctima inocente, o bien como agente a sueldo de Bleichroeder. En realidad, su relación era
completamente opuesta: Bleichroeder era indudablemente un muy estimado y muy bien pagado
agente de Bismarck37.
35
Para examinar un claro y fiable informe sobre el antisemitismo alemán del siglo XIX véase, de WALDEMAR
GURIN, «Antisemitism in Modern Germany», en Essays on Anti-Semitism., ed. por K. S. PINSON, 1946.
36
El único antisemita alemán izquierdista de alguna importancia fue E. DUEHRING, quien, de forma muy confusa,
inventó una explicación naturalística de una «Raza judía» en su Die Judenfrage ais Frage der Rassenschädlichkeit für
Existen, Sitte und Cultur der Volker mit einer weltgeschichtlichen Antwort, 1880.
37
Para los ataques antisemitas contra Bismarck, véase, de KURT WAWRZINKE, Die Entstehung der deutschen
Antisemitenparteien. 1873-1890. Historische Studien, Heft 168, 1927.
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Sin embargo, la aristocracia feudal, aunque todavía bastante poderosa como para influir sobre la
opinión pública, no era en sí misma lo suficientemente fuerte e importante como para iniciar un
verdadero movimiento antisemita como el que comenzó en la década de los 80. Su portavoz, el
capellán de la Corte Stoecker, hijo de padres de la baja clase media, resultaba ser un representante
de los intereses conservadores mucho menos brillante que sus predecesores, los intelectuales
románticos que cincuenta años atrás habían formulado los principales dogmas de una ideología
conservadora. Además, descubrió la utilidad de la propaganda antisemita no a través de
consideraciones prácticas o teóricas, sino por accidente, cuando, con la ayuda de un gran talento
demagógico, advirtió que resultaba conveniente para llenar salas de otra manera vacías. Pero no
sólo no comprendió sus propios y repentinos éxitos; como capellán de la Corte y asalariado tanto de
la familia real como del Gobierno, difícilmente se hallaba en disposición de explotarlos
convenientemente. Sus entusiasmados oyentes eran exclusivamente personas de la baja clase media,
pequeños comerciantes y tenderos, artesanos y anticuados artífices. Y los sentimientos antijudíos de
estas gentes no estaban todavía motivados, y desde luego no exclusivamente, por un conflicto con el
Estado.
3. LOS PRIMEROS PARTIDOS ANTISEMITAS
El simultáneo desarrollo del antisemitismo como importante factor po litico en Alemania,
Austria y Francia durante los últimos veinte años del siglo XIX fue precedido por una serie de
escándalos financieros y de asuntos fraudulentos cuyo origen principal era una superproducción del
capital disponible. En Francia una mayoría de los miembros del Parlamento y un increíble número
de funcionarios del Gobierno se hallaban tan profundamente implicados en estafas y sobornos que
la Tercera República jamás pudo recobrar el prestigio perdido durante las primeras décadas de su
existencia; en Austria y en Alemania la aristocracia figuraba entre los grupos más comprometidos.
En los tres países los judíos actuaron solamente como intermediarios, y ni una sola casa judía
emergió con una riqueza permanente del fraude del affaire de Panamá o del Gründungs-schwindel.
Sin embargo, además de la nobleza, los funcionarios del Gobierno y los judíos, existía otro grupo
de personas seriamente implicado en estas fantásticas inversiones, en las que los beneficios
prometidos se correspondían con increíbles pérdidas. Este grupo se hallaba principalmente
integrado por personas de la clase media baja, que súbitamente se tornaron entonces antisemitas:
habían arriesgado sus pequeños ahorros y se habían arruinado definitivamente. Existían razones
importantes para su credulidad. La expansión capitalista en el terreno doméstico tendía cada vez
más a liquidar a los pequeños propietarios, para quienes se había convertido en cuestión de vida o
muerte el engrosar rápidamente lo poco que tenían dado, que de otra manera lo más probable sería
que perdieran todo. Se habían tornado conscientes de que si no se remontaban hacia la burguesía
podían hundirse en el proletariado. Décadas de prosperidad general retrasaron tan
considerablemente esta evolución (aunque no modificaron su tendencia), que su pánico parecía más
que prematuro. Pero a la sazón, sin embargo, la ansiedad de la clase media inferior correspondía
exactamente a las predicciones de Marx sobre su rápida disolución.
La clase media inferior, o pequeña burguesía, estaba constituida por los descendientes de los
gremios de artesanos y de comerciantes que durante siglos habían estado protegidos contra los
azares de la vida por un sistema cerrado que prohibía la competencia y que en última instancia se
hallaba bajo la protección del Estado. En consecuencia, culparon de su infortunio al sistema de
Manchester, que les había expuesto a las asperezas de una sociedad competitiva y privado de toda
protección especial y de los privilegios otorgados por las autoridades públicas. Eran, por eso, los
primeros en clamar por el «Estado-nodriza», del que esperaban no sólo que les protegiera contra la
adversidad, sino que les mantuviera en las profesiones y oficios que habían heredado de sus
familias. Y dado que el acceso de los judíos a todas las profesiones fue sobresaliente característica
del siglo de la libertad de comercio, era casi corriente considerar a los judíos como los
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representantes del «sistema de Manchester aplicado hasta sus últimos extremos»38, aunque nada
distaba tanto de la verdad.
Este resentimiento, más bien derivado, que hallamos primero en ciertos escritores conservadores,
quienes ocasionalmente combinaban un ataque a la burguesía con un ataque a los judíos, recibió un
gran estímulo cuando los que habían esperado una ayuda del Gobierno o confiado en milagros
tuvieron que aceptar la más que dudosa ayuda de los banqueros. Para el pequeño comerciante, el
banquero parecía ser el mismo tipo de explotador que el propietario de una gran empresa industrial
era para el trabajador. Pero mientras que los trabajadores europeos, por su propia experiencia y por
una educación marxista en economía, sabían que el capitalista cumplía la doble función de
explotarles y de darles la oportunidad de producir, el pequeño comerciante no había hallado nada
que le ilustrara acerca de su destino social y económico. Su condición era aún peor que la del
trabajador, y, basándose en su experiencia, consideraba al banquero un parásito y un usurero al que
tenía que convertir en su silencioso socio, aunque este banquero, en contraste con el fabricante,
nada tenía que ver con su actividad. No es difícil de comprender que un hombre que dedica su
dinero exclusiva y directamente a la finalidad de procrear más dinero pueda ser odiado más
intensamente que el que obtiene su beneficio a través de un largo y complicado proceso de
producción. Como en aquella época nadie pensaba en el crédito si podía evitarlo —y, desde luego,
no eran los pequeños comerciantes quienes pensaban en el crédito precisamente—, los banqueros
parecían, no los explotadores de la clase trabajadora y de la capacidad productiva, sino del
infortunio y de la miseria.
Muchos de estos banqueros eran judíos, y, lo que resulta aún más importante, la figura general
del banquero poseía por razones históricas definidos rasgos judíos. De esta forma el movimiento
izquierdista de la clase media inferior y toda la propaganda contra el capital bancario acabaron
siendo más o menos antisemitas, evolución de escasa importancia en la Alemania industrial, pero de
gran significado en Francia y, en menor grado, en Austria. Durante cierto tiempo pareció como si
los judíos fueran a enfrentarse por vez primera en un conflicto directo con otra clase sin
interferencia del Estado. Dentro del marco de la Nación-Estado, en la que la función del Gobierno
era más o menos definida por su posición dominante sobre las clases en competencia, semejante
choque podría haber sido una posible, aunque peligrosa, manera de normalizar la posición judía.
A este elemento socioeconómico se añadió rápidamente otro que a la larga resultó ser más
amenazador. La posición de los judíos como banqueros no dependía de sus préstamos a modestos
individuos en apuros, sino primariamente de la emisión de los empréstitos estatales. Los pequeños
p
réstamos eran confiados a otros judíos de menor importancia, que de esta manera se preparaban
para iniciar las carreras más prometedoras de sus hermanos más acaudalados y honorables. El
resentimiento social de la clase media inferior contra los judíos se transformó en un muy explosivo
e
lemento político, porque se creía que estos judíos intensamente odiados avanzaban por el camino
que conduce al poder. ¿Acaso no eran demasiado bien conocidos por sus relaciones con el Gobierno
en otros aspectos? El odio social y económico, por otra parte, reforzaba el argumento político con
una violencia de la que hasta entonces había carecido.
Friedrich Engels observó una vez que los protagonistas del movimiento antisemita de su tiempo
eran nobles, y su coro, el aullante populacho de la pequeña burguesía. Esto no es cierto solamente
por lo que se refiere a Alemania, sino también por lo que atañe al socialismo cristiano de Austria y a
los antidreyfusards de Francia. En todos estos casos, la aristocracia, en una desesperada y última
lucha, trató de aliarse con las fuerzas conservadoras de las Iglesias —la Iglesia católica en Austria y
en Francia, y la Iglesia protestante en Alemania— bajo el pretexto de luchar contra el liberalismo
con las armas del cristianismo. El populacho era sólo un medio para reforzar su posición, para dar a
sus voces una mayor resonancia. Es obvio que ni podían ni querían organizar al populacho y que lo
hubieran rechazado una vez logrado su objetivo. Pero descubrieron que los slogans antisemitas
resultaban muy efectivos en la movilización de grandes estratos de la población.
38
OTTO GLAGAU, Der Bankrott des Nationalliberalismus und die Reaktion, Berlin, 1878. Der Boersen- und
Gruendungsschwindel, 1876, del mismo autor, es uno de los más importantes panfletos antisemitas de la época.
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Los seguidores del capellán de palacio Stoecker no organizaron en Alemania los primeros
partidos antisemitas. Una vez que se reveló el atractivo de los slogans antisemitas, los radicales
antisemitas se separaron inmediatamente del movimiento berlinés de Stoecker, se lanzaron a una
lucha en gran escala contra el Gobierno y fundaron partidos cuyos representantes en el Reichstag
votaron en todas las grandes cuestiones interiores con el mayor partido de la oposición, el de los
socialdemócratas39. Se desembarazaron rápidamente de la comprometedora alianza inicial con los
antiguos poderes; Boeckel, el primer miembro antisemita del Parlamento, debía su escaño a los
votos de los campesinos de Hesse, a quienes defendía contra los «Junkers y los judíos», es decir,
contra la nobleza que poseía demasiada tierra y contra los judíos de cuyo crédito dependían los
agricultores.
Estos primeros partidos antisemitas, aun siendo pequeños, se distinguieron inmediatamente de
los demás partidos. Formularon la reivindicación original de que no eran un partido entre los demás
partidos, sino un partido «por encima de todos los partidos». En la Nación-Estado de clases y
partidos, sólo el Estado y el Gobierno habían afirmado hallarse por encima de todos los partidos y
clases y representar a la nación en su totalidad. Los partidos eran reconocidos como grupos cuyos
diputados representaban los intereses de quienes les habían votado. Aunque luchaban por el poder,
se entendía implícitamente que correspondía al Gobierno establecer un equilibrio entre los intereses
en conflicto y sus representantes. La reivindicación de los partidos antisemitas de hallarse «por
encima de todos los partidos» anunciaba claramente su aspiración a convertirse en representantes de
toda la nación, a conseguir el poder exclusivo, a tomar posesión de la maquinaria del Estado, a
reemplazar al Estado. Como, por otra parte, continuaban estando organizados como partidos,
resultaba también claro que deseaban el poder del Estado como un partido para que sus electores
llegaran a dominar a la nación.
El cuerpo político de la Nación-Estado vino a existir Cuando ya no había un solo grupo en
posición de manejar un exclusivo poder político, de forma tal que el Gobierno asumió un dominio
político que ya no dependía de factores sociales y económicos. Los movimientos revolucionarios de
la izquierda, que habían luchado por lograr un cambio radical de las condiciones sociales, jamás
habían tocado directamente esta suprema autoridad política. Habían desafiado sólo el poder de la
burguesía y su influencia sobre el Estado, y estaban por eso ya dispuestos a someterse a la dirección
del Gobierno sobre los asuntos exteriores donde se hallaban en juego los intereses de una nación
supuestamente unificada. Los numerosos programas de los grupos antisemitas, por otra parte, están,
desde un principio, principalmente relacionados con los asuntos exteriores; su impulso
revoucionario se hallaba dirigido contra el Gobierno más que contra una clase social y estaban
encaminados a destruir la estructura política de la Nación-Estado mediante la organización de un
partido.
La reivindicación partidista de hallarse por encima de todos los partidos tenía otras implicaciones
más significativas que la del antisemitismo. Si se hubiera tratado tan sólo de desembarazarse de los
judíos, la propuesta de Fritsch, en uno de los primeros Congresos antisemitas40, de no crear un
nuevo partido, sino de diseminar más bien el antisemitismo hasta que finalmente todos los partidos
existentes fueran hostiles a los judíos, hubiera obtenido resultados mucho más rápidos. Pero la
propuesta de Fritsch fue desatendida, porque el antisemitismo era ya entonces un instrumento para
la liquidación no sólo de los judíos, sino también del cuerpo político de la Nación-Estado.
No fue un accidente que la reivindicación de los partidos antisemitas coincidiera con las
primeras fases del imperialismo y hallara imágenes exactas en ciertas tendencias de la Gran Bretaña
que se hallaban libres de antisemitismo y en los panmovimientos muy antisemitas del continente41
Sólo en Alemania procedían del antisemitismo como tal esas tendencias, y sólo allí los partidos
39
Véase WAWRZINEK, op. cit. Un instructivo relato de todos estos acontecimientos, especialmente los referentes al
capellán de la Corte Stoecker, en FRANK, op. cit.
40
Esta proposición fue formulada en 1886 en Cassel, donde se fundó el Deutsche Antisemitische Vereinigung.
41
Véase el cap. VIII para un extenso análisis de los «Partidos por encima de los partidos» y de los panmovimientos
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antisemitas precedieron y sobrevivieron a la formación de los grupos puramente imperialistas como
la «Alideutscher Verband» y otros, todos los cuales también afirmaban ser más que grupos
partidistas y hallarse por encima de los partidos.
El hecho de que formaciones similares sin un antisemitismo activo —que evitaban el aspecto
charlatán de los partidos antisemitas y no por eso parecían al principio tener mejores posibilidades
de lograr la victoria final— fueran en definitiva superadas o liquidadas por el movimiento
antisemita es un buen índice de la importancia del tema. La creencia de los antisemitas de que su
reivindicación de un dominio exclusivo no era más que lo que los judíos habían logrado en realidad,
les dio la ventaja de un programa de política interior y unas condiciones en las que era preciso
penetrar en el terreno de la lucha social para ganar el poder político. Podían pretender que estaban
luchando contra los judíos de la misma manera que los trabajadores luchaban contra la burguesía.
Su ventaja consistía en que atacando a los judíos, de quienes se suponía que formaban un poder
secreto tras el Gobierno, podían atacar abiertamente al mismo Estado, mientras que los grupos
imperialistas, con su ligera y secundaria antipatía respecto de los judíos, jamás supieron
relacionarse con las importantes luchas sociales de la época.
La segunda característica muy significativa de los nuevos partidos antisemitas es que
comenzaron inmediatamente como una organización supranacional de todos los grupos antisemitas
de Europa, en abierto contraste, y en desafío, con los slogans nacionalistas de entonces.
Introduciendo el elemento supranacional indicaron claramente que apuntaban no sólo hacia el
dominio político de la nación, sino que ya habían proyectado un paso ulterior hacia un Gobierno
intereuropeo «por encima de todas las naciones»42. Este segundo elemento revolucionario
significaba la ruptura fundamental del statu quo; se ha pasado por alto frecuentemente porque los
mismos antisemitas, en parte por sus hábitos tradicionales y en parte porque mintieron
conscientemente, utilizaron en su propaganda el lenguaje de los partidos reaccionarios.
La íntima relación entre las condiciones peculiares de la existencia judía y la ideología de tales
grupos es aún más evidente en la organización de un grupo por encima de las naciones que en la
creación de un partido por encima de los partidos. Los judíos eran claramente el único elemento
intereuropeo en una Europa nacionalizada. Resultaba lógico que sus enemigos tuvieran que
organizarse sobre el mismo principio si habían de luchar contra aquellos a los que se suponía
secretos manipuladores del destino político de todas las naciones.
Aunque este argumento resultaba convincente como propaganda, el éxito del antisemitismo
supranacional dependió de consideraciones más generales. Incluso a final del siglo pasado, y
especialmente desde la guerra franco-prusiana, más y más individuos consideraban que la
organización nacional de Europa estaba anticuada porque ya no podía responder adecuadamente a
los nuevos retos económicos. Este sentimiento había contribuido como argumento poderoso en la
organización internacional del socialismo y se había visto, a su vez, reforzado por ésta. A través de
las masas se extendía la convicción de que en toda Europa existían intereses idénticos43. Pero
mientras que la organización socialista internacional permaneció pasiva y desinteresada ante todos
los temas de política exterior (es decir, precisamente ante aquellas cuestiones en las que podría
haberse puesto a prueba su internacionalismo), los antisemitas empezaron abordando problemas de
política exterior e incluso prometieron solución a los problemas internos sobre bases
supranacionales. Considerar a las ideologías menos por su valor aparente y examinar más
detenidamente los programas de los partidos respectivos significa descubrir que los socialistas, más
42
El primer Congreso internacional antijudío se celebró en 1882 en Dresde, con asistencia de unos 3.000 delegados de
Alemania, Austria-Hungría y Rusia; durante las discusiones, Stoecker fue derrotado por los elementos radicales que se
reunieron un año más tarde en Chemnitz y fundaron la Aliance Antijuive Universelle. Puede encontrarse un buen relato
sobre estas reuniones y congresos en WAWRZINEK, op. cit.
43
La solidaridad internacional de los movimientos obreros era, hasta el punto en que existió, una cuestión intereuropea.
La indiferencia a la política exterior fue también un tipo de autoprotección tanto contra la participación activa como en
la lucha contra la política imperialista contemporánea de sus países respectivos. Por lo que se refería a los intereses
económicos, resultaba evidente que todo el mundo, y no sólo los capitalistas y los banqueros, sentiría en la nación
francesa, en la inglesa o en la holandesa el pleno impacto de la caída de sus respectivos imperios.
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preocupados con las cuestiones interiores, encajaban mucho mejor en la Nación-Estado que los
antisemitas.
Desde luego, esto no significa que no fueran sinceras las convicciones internacionalistas de los
socialistas. Eran, por el contrario, más fuertes e, incidentalmente, más antiguas que el
descubrimiento de los intereses de clase que desbordaban las fronteras de los Estados nacionales.
Pero la auténtica conciencia de toda importancia de la lucha de clases les indujo a descuidar esa
herencia que la Revolución Francesa había legado a los partidos de trabajadores y que por sí sola les
hubiera conducido a una clara teoría política. Los socialistas mantuvieron implícitamente intacto el
concepto original de una «nación entre las naciones», pertenecientes en su totalidad a la familia de
la Humanidad, pero nunca hallaron un medio para transformar esta idea en un concepto operante en
el mundo de los Estados soberanos. Su internacionalismo, en consecuencia, siguió siendo una
convicción personal compartida por todos, y su sano desinterés por la soberanía nacional se
transformó en una indiferencia completamente enfermiza e irrealista hacia la política exterior.
Como los partidos de la izquierda no se oponían en principio a la Nación-Estado, sino sólo al
aspecto de la soberanía nacional; como, además, sus propias y oscuras esperanzas en unas
estructuras federales con una eventual integración de todas las naciones en pie de igualdad
presuponían la libertad nacional y la independencia de todos los pueblos oprimidos, pudieron operar
dentro del marco de la Nación-Estado e incluso emerger, en la época de la decadencia de su
estructura social y política, como el único grupo de la población que no incurría en fantasías
expansionistas y en pensamientos relativos a la destrucción de otros pueblos.
El supranacionalismo de los antisemitas abordó la cuestión de su organización internacional
exactamente desde un punto de vista opuesto. Su objetivo era una superestructura dominante que
destruiría igualmente todas las estructuras nacionales desarrolladas en el interior. Podían incurrir en
afirmaciones hipernacionalistas, aunque estaban preparados para destruir el cuerpo político de su
propia nación, porque el nacionalismo tribal, con su inmoderado afán de conquista, era uno de los
principales poderes mediante los que abrir a la fuerza los estrechos y modestos límites de la NaciónEstado y de su soberanía44. Cuanto más efectiva era la propaganda chauvinista, más fácil era
persuadir a la opinión pública de la necesidad de una estructura supranacional que dominaría desde
arriba y sin distinciones nacionales mediante un monopolio universal del poder y de los
instrumentos de violencia.
Existen pocas dudas de que la especial condición intereuropea del pueblo judío podría haber
servido a los fines del federalismo socialista al menos tan bien como había de servir a los siniestros
planes de los supra-nacionalistas. Pero los socialistas estaban tan consagrados a la lucha de clases y
tan desinteresados de las consecuencias políticas de los propios conceptos que habían heredado, que
se tornaron conscientes de la existencia de los judíos como factor político sólo cuando se vieron ya
enfrentados con un desarrollado antisemitismo como serio competidor en el terreno doméstico.
Entonces no sólo no estaban preparados para integrar la cuestión judía en sus teorías, sino que se
mostraron temerosos de llegar siquiera a rozar la cuestión. Aquí, como en otras cuestiones
internacionales, abandonaron el campo ante los supranacionalistas, que podían parecer entonces ser
los únicos que conocían las soluciones a los problemas mundiales.
Al finalizar el siglo, los efectos de los escándalos económicos de la década de los años 70 habían
quedado atrás, y una era de prosperidad y de bienestar general, especialmente en Alemania, puso fin
a las prematuras agitaciones de los años 80. Nadie podía predecir que este final era sólo un respiro
temporal, que todas las cuestiones políticas no resueltas, junto con todos los no apaciguados odios
políticos, habían de redoblar en fuerza y violencia tras la primera guerra mundial. Los partidos
antisemitas en Alemania, tras sus éxitos iniciales, retornaron a la insignificancia; sus dirigentes,
después de una breve agitación de la opinión pública, desaparecieron por la puerta trasera de la
Historia en la oscuridad de la confusión del fanático y del charlatanismo del curalotodo.
44
Véase cap. VIII.
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4. ANTISEMITISMO DE IZQUIERDAS
Si no hubiera sido por las terribles consecuencias del antisemitismo en nuestra propia época,
podríamos haber concedido menos atención a su evolución en Alemania. Como movimiento
político, el antisemitismo del siglo XIX puede ser mejor estudiado en Francia, donde durante casi
una década dominó la escena política. Como fuerza ideológica, en competencia con otras más
respetables ideologías por la aceptación de la opinión pública, alcanzó su más clara forma en
Austria.
En parte alguna habían rendido los judíos tan grandes servicios al Estado como en Austria, cuyas
numerosas nacionalidades eran mantenidas unidas tan sólo por la monarquía dual de la casa de
Habsburgo y donde los banqueros estatales judíos, en contraste con los de otros países europeos,
sobrevivieron a la caída de la monarquía. Al comienzo de esta evolución, al principio del siglo
XVIII el crédito de Samuel Oppenheimer era idéntico al crédito de la casa de Habsburgo, y «al final
el crédito austríaco era el del Creditanstalt», una casa de banca de los Rothschild45. Aunque la
monarquía del Danubio carecía de una población homogénea, el prerrequisito más importante para
su evolución hacia una Nación-Estado, no pudo evitar la transformación de un despotismo ilustrado
en una monarquía constitucional y la creación de una moderna Administración. Esto significó que
hubo de adoptar ciertas instituciones de la Nación-Estado. En primer lugar, el moderno sistema de
clases creció a lo largo de las líneas de la nacionalidad, así es que ciertas nacionalidades
comenzaron a identificarse con ciertas clases o al menos con ciertas profesiones. La alemana se
tornó la nacionalidad dominante, de la misma manera que la burguesía se transformó en la clase
dominante en la Nación-Estado. La aristocracia rural húngara desempeñó un papel más
pronunciado, pero esencialmente similar al desempeñado por la nobleza de otros países. La
maquinaria del Estado hizo cuanto pudo por mantenerse a la misma absoluta distancia de la
sociedad, por dominar sobre todas las nacionalidades, como la Nación-Estado con respecto a sus
clases. Para los judíos el resultado fue sencillamente que la nacionalidad judía no pudo fusionarse
con las otras ni llegar a convertirse en una nacionalidad en sí misma de igual manera que no se
había fusionado con las otras clases ni convertido en una clase en sí misma en la Nación-Estado.
Como los judíos en las Naciones-Estados se habían distinguido de todas las clases de la sociedad
mediante su relación especial con el Estado, así se distinguieron de todas las otras nacionalidades en
Austria mediante su relación especial con la monarquía de los Habsburgo. Y lo mismo que en todas
partes cada clase que se encontró abiertamente enfrentada con el Estado se tornó antisemita, en
Austria cada una de las nacionalidades que no sólo se comprometió en la omnipenetrante lucha de
nacionalidades, sino que entró en conflicto abierto con la misma monarquía, inició su lucha con un
ataque contra los judíos. Pero existía una marcada diferencia entre estos conflictos en Austria y los
de Alemania y Francia. En Austria no sólo fueron más ásperos, sino que en el momento del
estallido de la primera guerra mundial cada nacionalidad, es decir, cada estrato de la sociedad, se
hallaba en oposición al Estado y de esta forma la población se hallaba imbuida de un activo
antisemitismo más que en cualquier otra parte de la Europa occidental y central.
Entre estos conflictos destacaba la creciente hostilidad de la nacionalidad alemana al Estado, que
se aceleró tras la fundación del Reich y descubrió la utilidad de los slogans antisemitas tras la
bancarrota financiera de 1873. La situación social en aquel momento era prácticamente la misma
que en Alemania, pero la propaganda social para conseguir los votos de la clase media incurrió
inmediatamente en un más violento ataque al Estado y en una más franca confesión de deslealtad al
país. Además, el partido liberal alemán, bajo la dirección de Schoenerer, era desde el principio un
partido de la baja clase media sin conexiones o limitaciones de la nobleza y con una apariencia
decididamente izquierdista. Jamás logró una auténtica base masiva, pero alcanzó un notable éxito
durante la década de los 80 en las Universidades, donde creó la primera organización estudiantil,
estrechamente estructurada sobre la base de un declarado antisemitismo. El antisemitismo de
Schoenerer, al principio casi exclusivamente dirigido contra los Rothschild, le ganó las simpatías
45
Véase PAUL H. EMDEN, «The Story of the Viena Creditanstalt», en Menorah Journal, XXVIII, 1, 1940.
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del movimiento obrero, que le consideraba como un verdadero radical que había errado en su
camino46. Su ventaja principal consistía en que podía basar su propaganda antisemita en hechos
demostrables: como miembro de la Reichsrat austríaca, había luchado por la nacionalización de los
ferrocarriles austríacos, la mayor parte de los cuales habían estado en manos de los Rothschild
desde 1836 merced a una concesión estatal que expiró en 1886. Schoenerer consiguió reunir 40.000
firmas contra su renovación y colocar a la cuestión judía ante las candilejas del interés público. La
estrecha conexión entre los Rothschild y los intereses financieros de la monarquía se tornó evidente
cuando el Gobierno trató de prolongar la concesión bajo unas condiciones que eran patentemente
desventajosas tanto para el Estado como para el público. La agitación de Schoenerer en esta
cuestión significó el comienzo de un claro movimiento antisemita en Austria47. La realidad es que
este movimiento, en contraste con la agitación de Stoecker en Alemania, fue iniciado y dirigido por
un hombre cuya sinceridad resultaba indudable y que por eso no se detuvo en la utilización del
antisemitismo como arma propagandística, sino que desarrolló rápidamente una ideología
pangermanista que había de influir sobre el nazismo más que cualquier otro tipo de antisemitismo
alemán.
Aunque victorioso a la larga, el movimiento de Schoenerer fue temporalmente derrotado por un
segundo partido antisemita, el de los socialcristianos, bajo la dirección de Lueger. Mientras que
Schoenerer había atacado a la Iglesia católica y a su considerable influencia en la política austríaca
casi tanto como había atacado a los judíos, el de los socialcristianos era un partido católico que
desde el principio trató de aliarse con aquellas fuerzas reaccionarias y conservadoras que habían
demostrado ser tan eficaces en Alemania y en Francia. Como hicieron más concesiones sociales,
tuvieron más éxito que en Alemania o en Francia. Junto con los socialdemócratas sobrevivieron a la
caída de la monarquía y se convirtieron en el grupo más influyente de la posguerra en Austria. Pero,
mucho antes del establecimiento de una República austríaca, cuando en la década de los 90 Lueger
ganó la alcaldía de Viena mediante una campaña antisemita, los socialcristianos habían ya adoptado
la actitud típicamente equívoca hacia los judíos en la Nación-Estado —hostilidad hacia la
intelligentsia y amistad hacia la clase empresarial judía—. No fue en manera alguna accidental el
hecho de que, tras una áspera y sangrienta lucha por el poder contra el movimiento socialista
obrero, llegaran a apoderarse de la maquinaria del Estado cuando Austria, reducida a su
nacionalidad germana, se estableció como una Nación-Estado. Resultó ser el único partido que
estaba preparado para desempeñar exactamente este papel y el que, incluso bajo la antigua
monarquía, había ganado popularidad por obra de su nacionalismo. Como los Habsburgos eran una
casa alemana y habían otorgado un cierto predominio a sus súbditos germanos, los socialcristianos
jamás atacaron a la monarquía. Su función consistía más bien en lograr que amplios sectores de la
nacionalidad germana apoyaran a un Gobierno esencialmente impopular. Su antisemitismo siguió
careciendo de consecuencias; las décadas durante las cuales Lueger gobernó Viena fueron una
especie de Edad de Oro para los judíos. No importa hasta dónde llegara ocasionalmente su
propaganda para conseguir votos; la realidad es que jamás podrían haber proclamado con
Schoenerer y los pangermanistas que «consideraban al antisemitismo como el eje de nuestra
ideología nacional, como la expresión más esencial de una genuina convicción popular y, en
consecuencia, como el logro nacional más importante del siglo»48. Y aunque se hallaban tan
sometidos a la influencia de los círculos clericales como el movimiento antisemita en Francia, se
mostraban necesariamente mucho más limitados en sus ataques a los judíos porque no atacaban a la
monarquía como los antisemitas de Francia atacaban a la Tercera República.
Los éxitos y fracasos de los dos partidos antisemitas austríacos denotan la escasa importancia de
46
Véase Georg Ritter von Schoenerer, de F. A. NEUSCHAEFER, Hamburgo, 1935, y Georg Schoenerer, de EDUARD
PICHL, 1938, 6 vols. Incluso en 1912, cuando la agitación de Schoenerer había perdido todo su significado, el
Arbeiterzeitung vienés manifestaba afectuosos sentimientos por el hombre al que sólo podía referirse en los términos
formulados una vez por Bismarck a propósito de Lasalle: «Y si intercambiáramos disparos, la justicia exigiría todavía
que admitiéramos durante el tiroteo: es un hombre, y los otros son unas viejas.» (NEUSCHAEFER, p. 33.)
47
Véase NEUSCHAEFER, op. cit., pp. 22 y ss., y PICHL, op. cit., I, 236.
48 48
Cita de PICHL, op. cit., I, p. 26.
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los conflictos sociales en las cuestiones a largo plazo de la época. En comparación con la
movilización de todos los oponentes al Gobierno como tal, el logro de los votos de la baja clase
media era un fenómeno temporal. Además, la médula del movimiento de Schoenerer se encontraba
en las provincias de habla alemana sin ninguna población judía, donde jamás existieron la
competencia con los judíos o el odio hacia los banqueros judíos. La supervivencia del movimiento
pan-germanista y su violento antisemitismo en estas provincias, mientras decaía en los centros
urbanos, fue simplemente debida al hecho de que tales provincias jamás lograron el mismo grado de
prosperidad universal del período de la preguerra que reconcilió a la población urbana con el
Gobierno.
La completa falta de lealtad a su propio país y a su Gobierno, que los pangermanistas
reemplazaron por una franca lealtad al Reich de Bismarck y el resultante concepto de la
nacionalidad como algo independiente del Estado y del territorio, condujeron al grupo de
Schoenerer a una verdadera ideología imperialista, en la que se halla la clave de su debilidad
temporal y de su fuerza final. Es también la razón por la que el partido germánico en Alemania (el
«Alldeutschen»), que nunca superó los límites de un chauvinismo corriente, permaneció tan
extremadamente suspicaz y poco inclinado a estrechar la mano que le tendían sus hermanos
germanistas de Austria. Este movimiento austríaco apuntaba a algo más que a su elevación al poder
como partido, a algo más que a la posesión de la maquinaria del Estado. Quería una reorganización
revolucionaria de Europa central en la que los alemanes de Austria, unidos y reforzados por los
alemanes de Alemania, constituirían el pueblo dominante y en la que todos los demás pueblos de la
zona serían mantenidos en el mismo tipo de semi-servidumbre de las nacionalidades eslavas en
Austria. En gracia a esta estrecha afinidad con el imperialismo y al cambio fundamental que
determinó en el concepto de la nacionalidad debemos aplazar el análisis del movimiento
pangermanista austríaco. Este ya no es, al menos en sus consecuencias, un simple movimiento
preparatorio decimonónico; pertenece más que cualquier otro tipo de antisemitismo al curso de los
acontecimientos de nuestro propio siglo.
Cabe decir exactamente lo contrario del antisemitismo francés. El affaire Dreyfus saca a la luz
todos los demás elementos del antisemitismo del siglo XIX en sus simples aspectos ideológicos y
políticos; es la culminación del antisemitismo que surgió de las especiales condiciones de la
Nación-Estado. Sin embargo, su violenta forma prefiguró futuras evoluciones, de forma tal que los
actores principales del affaire parecen interpretar un ensayo general con todo de una representación
que hubo de ser aplazada durante más de tres décadas. Aunó todas las fuentes políticas o sociales,
visibles o subterráneas, que habían conducido a la cuestión judía a una posición predominante
durante el siglo XIX; su prematuro estallido, por otra parte, la mantuvo dentro del marco de una
típica ideología decimonónica, que, aunque sobrevivió a todos los Gobiernos franceses y a todas las
crisis políticas, jamás encajó completamente en las condiciones políticas del siglo XX. Cuando, tras
la derrota de 1940, el antisemitismo francés alcanzó su oportunidad suprema bajo el Gobierno de
Vichy, tuvo un carácter definidamente anticuado y, para sus fines principales, más bien inútil, que
los escritores alemanes nazis jamás dejaron de subrayar No poseyó influencia en la formación del
nazismo y siguió siendo más significativo en sí mismo que como activo factor histórico en la
catástrofe final.
La razón principal de estas limitaciones generales fue la de que los partidos antisemitas, aunque
violentos en el terreno doméstico, carecían de aspiraciones supranacionales. Pertenecían, al fin y al
cabo, a la más antigua y más completamente desarrollada Nación-Estado de Europa. Ninguno de los
antisemitas trató siquiera de organizar seriamente un «partido por encima de los partidos» o de
apoderarse del Estado como partido y sin otra finalidad que los intereses de partido. Los pocos
intentos de coups d’état que pueden ser atribuidos a la alianza entre antisemitas y altos jefes del
Ejército fueron ridículamente inadecuados y abiertamente tramados50. En 1898 fueron elegidos
50
Véase cap. IV.
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miembros del Parlamento, tras unas campañas antisemitas, unos diecinueve antisemitas, pero ésta
fue una cota máxima que jamás volvió a ser alcanzada y a partir de la cual el declive fue rápido.
Es cierto, por otra parte, que éste fue el primer ejemplo del éxito del antisemitismo como agente
catalítico de todas las demás cuestiones políticas. Este hecho puede atribuirse a la falta de autoridad
de la Tercera República, que resultó aprobada por una escasa mayoría. A los ojos de las masas el
Estado había perdido su prestigio junto con la monarquía, y los ataques al Estado ya no eran un
sacrilegio. El primitivo estallido de violencia en Francia presenta una sorprendente semejanza con
la agitación similar en las Repúblicas austríaca y alemana después de la primera guerra mundial. La
dictadura nazi ha sido tan frecuentemente ligada a la llamada «adoración del Estado», que incluso
los historiadores se han tornado ciegos ante la evidencia de que los nazis se aprovecharon de la total
quiebra de la adoración del Estado, originalmente determinada por la adoración a un príncipe que se
sienta en el trono por la gracia de Dios, y que difícilmente tiene lugar en una República. En Francia,
cincuenta años antes de que los países de Europa central se vieran afectados por esta pérdida
universal de reverencia, la adoración del Estado había sufrido muchas derrotas. Aquí era mucho
más fácil atacar conjuntamente a los judíos y al Estado que en la Europa central, donde se atacaba a
los judíos para atacar al Gobierno.
El antisemitismo francés, además, es más antiguo que sus equivalentes europeos, como lo es la
emancipación de los judíos franceses, que se remonta a finales del siglo XVIII. Los representantes
de la Época de la Ilustración que prepararon la Revolución Francesa despreciaban corrientemente a
los judíos; veían en ellos los atrasados vestigios de las edades oscurantistas, y les odiaban como
agentes financieros de la aristocracia. Los únicos amigos declarados de los judíos en Francia eran
los escritores conservadores, que denunciaban las posturas antijudías como «una de las tesis
favoritas del siglo XVIII»51. Para el escritor más liberal o radical se había convertido casi en una
tradición el formular prevenciones contra los judíos como bárbaros que todavía vivían en la forma
de gobierno patriarcal y no reconocían otro Estado52. Durante y después de la Revolución Francesa,
el clero francés y los aristócratas franceses sumaron sus voces al sentimiento general antijudío,
aunque por razones distintas y más materiales. Acusaban al Gobierno revolucionario de haber
ordenado la venta de las propiedades eclesiásticas para pagar «a los judíos y mercaderes con
quienes el Gobierno se halla endeudado»53. Estos antiguos argumentos se mantuvieron vivos de
alguna forma durante la inacabable lucha entre la Iglesia y el Estado en Francia y alentaron la
violencia general y la aspereza, provocadas al final del siglo por fuerzas distintas y más modernas.
Principalmente en razón del fuerte apoyo clerical al antisemitismo, el movimiento socialista
francés decidió adoptar al fin una postura contra la propaganda antisemita en el affaire Dreyfus.
Hasta entonces, sin embargo, los movimientos izquierdistas franceses del siglo XIX habían
mostrado una franca antipatía hacia los judíos. Siguieron simplemente la tradición de la ilustración
dieciochesca, que era la fuente del liberalismo y del radicalismo franceses, y consideraron las
posturas antijudías como parte integrante del anticlericalismo. Estos sentimientos de la izquierda se
vieron consolidados, en primer lugar, por el hecho de que los judíos alsacianos continuaran
viviendo de los préstamos a los campesinos, práctica que ya había determinado el decreto de
Napoleón de 1808. Después de que en Alsacia cambiaron las condiciones, el antisemitismo
izquierdista halló una nueva fuente de vigor en la política financiera de la casa de los Rothschild,
que desempeñó un gran papel en la financiación de los Borbones, mantuvo estrechos contactos con
Luis Felipe y floreció bajo Napoleón III.
Tras estos incentivos obvios y más bien superficiales a las actitudes antijudías existía una causa
más profunda, que fue crucial para toda la estructura del radicalismo de tipo específicamente
51
Véase J. DE MAISTRE, Les Soirées de St. Petersburg, 1921, II, 55.
CHARLES FOURIER, Nouveau Monde Industriel, 1829, vol. V de sus Oeuvres complètes, 1841, p. 421. Para el
examen de las doctrinas antijudías de Fourier, véase también, de EDMUND SILBERNER, «Charles Fourier on the
Jewish Question», en Jewish Social Studies, octubre de 1946.
53
Véase también el periódico Le Patriote Français, núm. 457, 8 de noviembre de 1790. Citado por CLEMENS
AUGUST HOBERG, «Die geistigen Grundlagen des Antisemitismus im modernen Frankreich», en Forschungen zur
Judenfrage, 1940, vol. IV.
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francés y que casi logró alzar contra los judíos a todo el movimiento izquierdista francés. Los
banqueros eran mucho más fuertes en la economía francesa que en los demás países capitalistas, y
el desarrollo industrial de Francia, tras un breve progreso durante el reinado de Napoleón III, quedó
tan retrasado respecto del de otras naciones, que las tendencias sociales precapitalistas continuaron
ejerciendo una considerable influencia. Las clases medias inferiores, que en Alemania y Austria se
tornaron antisemitas sólo durante las décadas de los años 70 y 80, cuando estaban ya tan
desesperadas que podían ser utilizadas en beneficio de una política reaccionaria tanto como para las
nuevas políticas de masas, eran antisemitas en Francia desde cincuenta años atrás, cuando, con la
ayuda de la clase trabajadora, lograron una breve victoria en la revolución de 1848. En los años 40,
cuando Toussenel publicó Les Juifs, s, rois de l’époque, el libro más importante en una verdadera
riada de folletos contra los Rothschild, su obra fue entusiásticamente acogida por toda la prensa
izquierdista, que por aquella época era el órgano de las bajas clases medias revolucionarias. Sus
sentimientos, tal como fueron expresados por Toussenel, aunque menos claros y menos complejos,
no diferían de los del joven Marx, y el ataque de Toussenel a los Rothschild fue sólo una variación
menos afortunada y más laboriosa de las cartas que desde París había escrito Boerne quince años
antes54. Estos judíos también se equivocaron al tomar al banquero judío por la figura central del
sistema capitalista, un error que ha ejercido una cierta influencia en la burocracia municipal y en los
escalones inferiores de la burocracia estatal en Francia hasta nuestros días.55
Sin embargo, este estallido del sentimiento popular antijudío, nutrido por un conflicto económico
entre los banqueros judíos y su desesperada clientela, no perduró como factor importante en política
más que los estallidos similares de causas puramente económicas o sociales. Los veinte años del
Imperio francés de Napoleón III fueron una época de prosperidad y seguridad para la judería
francesa, como las dos décadas que precedieron al estallido de la primera guerra mundial en
Alemania y en Austria.
El único tipo de antisemitismo francés que siguió siendo fuerte y sobrevivió al antisemitismo
social, así como a las despreciativas actitudes de los intelectuales anticlericales, formaba parte de
una Xenofobia general. Especialmente después de la primera guerra mundial, los judíos extranjeros
se convirtieron en estereotipos de todos los extranjeros. En todos los países de Europa occidental y
central se había establecido una distinción entre los judíos nativos y los que «invadieron» el país
procedentes del Este. Los judíos polacos y rusos eran tratados en Alemania y Prusia exactamente de
la misma manera que los judíos rumanos y alemanes en Francia. De igual modo, los judíos de
Posen, en Alemania, o de Galitzia, en Austria, eran considerados con el mismo presuntuoso
desprecio que los judíos de Alsacia en Francia. Pero sólo en Francia asumía esta distinción tal
importancia en el plano interno. Y probablemente por obra del hecho de que los Rothschild, que
eran más que ningunos otros el objetivo de los ataques antijudíos, habían emigrado a Francia
procedentes de Alemania; así es que hasta el estallido de la segunda guerra mundial era natural sospechar en los judíos simpatías por el enemigo nacional.
El antisemitismo nacionalista, inocuo en comparación con los movimientos modernos, jamás fue
en Francia monopolio de los reaccionarios y chauvinistas. En este punto, el escritor Jean Giraudoux,
54
El ensayo de Marx sobre la cuestión judía es demasiado conocido como para precisar citas. Pero como las
manifestaciones de Boerne, por su carácter simplemente polémico y no teórico, están siendo olvidadas hoy, cito de la
carta 72.e, escrita en París (enero de 1832): «Rothschild besó la mano del Papa... Al fin ha llegado el orden que Dios
había proyectado cuando creó el mundo. Un pobre cristiano besa los pies del Papa y un judío rico besa su mano. Si
Rothschild hubiera otorgado su préstamo romano a un 60 en vez de a un 65 por 100 y si hubiera enviado más de diez
mil ducados al cardenal camarlengo, le habrían permitido abrazar al Santo Padre... ¿No sería mejor para el mundo que
fueran depuestos todos los reyes y que subiera al trono la familia Rothschild?» Briefe aus Paris, 1830-1833.
55
Esta actitud queda bien descrita en el prólogo del concejal Paul Brousse a la famosa obra de Cesare Lombroso sobre
el antisemitismo. (1899). La parte característica del argumento se contiene en las siguientes frases: «El pequeño
comerciante necesita crédito, y sabemos cuán mal organizado y cuán caro es el crédito en estos días. Aquí también el
pequeño comerciante hace responsable al banquero judío. Y de aquí hasta el obrero, es decir, hasta aquellos obreros que
no tienen una clara noción del socialismo científico, todo el mundo piensa que la revolución puede progresar si la
expropiación general de los capitalistas es precedida por la expropiación de los capitalistas judíos, que son los más
típicos y cuyos nombres son los más familiares a las masas.»
Hannah Arendt
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ministro de Propaganda en el Gabinete de guerra de Daladier, se mostraba de completo acuerdo con
Pétain56 y el Gobierno de Vichy, el cual, también, por mucho que tratara de agradar a los alemanes,
no logró superar las limitaciones de esta anticuada antipatía hacia los judíos. El fracaso era aún más
notable, puesto que Francia había producido un sobresaliente antisemita que comprendía todo el
alcance y todas las posibilidades de la nueva arma. El hecho de que este hombre fuese un destacado
novelista resulta característico de las condiciones de Francia, donde el antisemitismo nunca cayó en
el mismo descrédito social e intelectual de otros países europeos.
Louis Ferdinand Céline poseía una tesis sencilla e ingeniosa, que contenía exactamente la
imaginación ideológica de que había carecido el más racional antisemitismo francés. Afirmaba que
los judíos habían impedido que Europa evolucionara hasta formar una entidad política, habían
provocado todas las guerras europeas desde el año 843 y habían conspirado para arruinar tanto a
Francia como a Alemania, incitando su hostilidad mutua. Céline ofreció esta fantástica
interpretación de la Historia en L’École des cadavres, escrita en la época del pacto de Munich y
publicada durante los primeros meses de la guerra. Un folleto anterior sobre el mismo tema,
Bagatelle pour un massacre (1938), aunque no incluía la nueva clave de la historia de Europa,
resultaba notablemente moderno por su forma de abordar el tema; evitaba todas las diferenciaciones
restrictivas entre judíos nativos y judíos extranjeros, entre judíos buenos y judíos malos, y no se
molestaba en complejas propuestas legislativas (característica particular del antisemitismo francés),
sino que iba derecho al fondo de la cuestión y pedía la matanza de todos los judíos.
El primer libro de Céline fue muy favorablemente acogido por destacados intelectuales de
Francia, que se mostraron mitad satisfechos por el ataque a los judíos y mitad convencidos de que
no era nada más que una nueva e interesante fantasía literarias57. Exactamente por las mismas
razones, los fascistas franceses no tomaron en serio a Céline, pese al hecho de que los nazis
supieran siempre que él era el único verdadero antisemita de Francia. El buen sentido inherente a
los políticos franceses y su respetabilidad profundamente arraigada les impidieron aceptar a un
charlatán y a un fanático. El resultado fue que, incluso los alemanes que estaban mejor informados,
tuvieron que continuar utilizando en su ayuda a elementos tan inadecuados como Doriot, un
seguidor de Mussolini, y a Pétain, un chauvinista francés que carecía de comprensión por todo lo
que fueran los problemas modernos, en su vano esfuerzo por persuadir al pueblo francés de que el
exterminio de los judíos sería un remedio para todo lo que existía bajo el sol. La forma en que se
desarrolló esta situación durante los años en que existió en Francia una disposición oficial e incluso
no oficial a cooperar con la Alemania nazi, indica claramente cuán ineficaz resultaba el
antisemitismo del siglo XIX para los nuevos objetivos políticos del XX, aun en un país donde
había alcanzado su más completo desarrollo y donde había sobrevivido a todos los demás cambios
en la opinión pública. No importaba que capacitados periodistas del siglo XIX como Edouard
Drumont e incluso grandes escritores contemporáneos como Georges Bernanos contribuyeran a una
causa que resultaba mucho más adecuadamente servida por chiflados y charlatanes.
El hecho de que Francia, por diversas razones, jamás llegara a contar con un partido
abiertamente imperialista resultó ser el elemento decisivo. Como muchos políticos colonialistas
franceses habían señalado58, sólo una alianza franco-germana habría permitido a Francia competir
56
Por lo que se refiere a la sorprendente continuidad de los argumentos antisemitas franceses, compárese, por ejemplo,
la imagen del judío «Iscariote» que llega a Francia con 100.000 libras, se establece en una ciudad donde encuentra seis
competidores en su terreno, hunde a toda la competencia amasa una gran fortuna y retorna a Alemania (en Théorie des
quatre mouvements, 1808, Oeuvres complètes, 88 y ss.) con la imagen de Giraudoux de 1939: «Mediante una
infiltración cuyo secreto en vano he tratado de detectar, cientos de miles de Ashkenasim, que escaparon de los ghettos
polacos y rumanos, han entrado en nuestro país, eliminando a nuestros compatriotas y, al mismo tiempo, arruinando sus
costumbres profesionales y sus tradiciones... y desafiando toda investigación demográfica, fiscal y laboral.» En Pleins
Pouvoirs, 1939.
57
Véase especialmente en la Nouvelle Revue Française la discusión crítica de Marcel Arland (febrero de 1938), quien
afirma que la posición de Céline es esencialmente solide. André Gide (abril de 1938) considera que Céline, al describir
únicamente la spécialité judía, ha conseguido pintar, no la realidad, sino la verdadera alucinación que la realidad
provoca.
58
Véase, por ejemplo, RENÉ PINON, France et Allemagne, 1912.
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con Inglaterra en la división del mundo y aprovecharse eficazmente de la rebatiña de África. Pero
Francia, en cierta forma, nunca se dejó tentar por esta competencia, pese a su ruidoso resentimiento
y a su hostilidad hacia la Gran Bretaña. Francia era y siguió siendo —aunque declinante en su
importancia— la nation par excellence en el continente, e incluso sus débiles intentos imperialistas
concluyeron normalmente con el nacimiento de nuevos movimientos de independencia nacional.
Como, además, su antisemitismo se había nutrido principalmente del conflicto franco-germano,
puramente nacional, se evitó casi automáticamente que la cuestión judía desempeñara un papel en la
política imperialista, a pesar de las condiciones de Argelia, cuya población mixta de judíos nativos
y de árabes podría haber ofrecido una excelente oportunidad59. La simple y brutal destrucción de la
Nación-Estado francesa por la agresión alemana, el espantajo de una alianza germano-francesa,
basado en la ocupación alemana y en la derrota francesa, pueden haber demostrado cuán poca
fuerza propia había traído al presente y desde un glorioso pasado la nation par excellence; no
cambió su esencial estructura política.
5. LA EDAD DE ORO DE LA SEGURIDAD
Sólo dos décadas separaron el declive temporal de los movimientos antisemitas del estallido de
la primera guerra mundial. Este período ha sido adecuadamente descrito como una «Edad de Oro de
la seguridad»60, porque sólo unos pocos de los que entonces vivían advertían la debilidad inherente
a esta estructura política, evidentemente anticuada, que, a pesar de todas las profecías de ruina
inminente, continuaba funcionando con bastardo esplendor y con inexplicable y monótona tozudez.
Codo con codo, y aparentemente con igual estabilidad, un anacrónico despotismo en Rusia, una
corrompida burocracia en Austria, un estúpido militarismo en Alemania y una mezquina República
en continua crisis en Francia, todos bajo la sombra de la potencia mundial del Imperio británico,
consiguieron mantenerse. Ninguno de estos Gobiernos era especialmente popular, y todos se
enfrentaban con una creciente oposición interior; pero en parte alguna parecía existir una seria
voluntad política de lograr un cambio radical en las condiciones políticas. Europa estaba demasiado
ocupada en la expansión económica para que cualquier nación o cualquier estrato social se tomaran
en serio las cuestiones políticas. Todo podía seguir adelante, porque nadie se preocupaba. O, según
las penetrantes palabras de Chesterton, «todo está prolongando su existencia negando que exista».61
El enorme crecimiento de la capacidad industrial y económica produjo un firme debilitamiento
de los factores puramente políticos, mientras que, al mismo tiempo, las fuerzas económicas se
tornaban dominantes en el juego internacional del poder. El poder era considerado sinónimo de la
capacidad económica antes de que la gente descubriera que la capacidad económica e industrial son
solamente sus modernos prerrequisitos. En un sentido, el poder económico podía llevar a los
Gobiernos a su ruina porque poseían en la economía la misma fe que los simples hombres de
negocios, que de alguna manera les habían convencido de que los medios de violencia del Estado
tenían que ser exclusivamente utilizados para la protección de los intereses económicos y de la
propiedad nacional. Durante un breve espacio de tiempo hubo algo de verdad en la afirmación de
Walter Rathenau según la cual 300 hombres, cada uno de los cuales conocía a los demás, tenía en
sus manos los destinos del mundo. Esta curiosa situación duró exactamente hasta 1914, cuando, por
el simple hecho de la guerra, se derrumbó la confianza que las masas habían sentido en el carácter
providencial de la expansión económica.
Los judíos se dejaron engañar, más que cualquier otro sector de los pueblos europeos, por las
apariencias de la Edad de Oro de la seguridad. El antisemitismo parecía ya algo del pasado; cuanto
59
Algunos aspectos de la cuestión judía en Argelia son abordados en el artículo de la autora, «Why the Crémieux
Decree Was Abrogated?», en Contemporary Jewish Record, abril de 1943.
60
El término es de STEFAN ZWEIG, que denominó así al período que alcanza hasta la primera guerra mundial en The
World of Yesterday: An Autobiography, 1943.
61
Para una maravillosa descripción de la situación británica, véase, de G. K. CHESTERTON, The Return of Don
Quixote, que no fue publicado hasta 1927, pero que fue «concebido y parcialmente escrito antes de la guerra».
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más poder y prestigio perdían los Gobiernos, menos se reparaba en los judíos. Mientras que el
Estado desempeñaba un papel representativo más reducido y vacío, la representación política tendía
a convertirse en una especie de interpretación teatral de diferente calidad hasta que en Austria se
convirtió en foco de la vida nacional el teatro, una institución cuya significación pública era
ciertamente mayor que la del Parlamento. La calidad teatral del mundo político se había tornado tan
patente, que el teatro podía aparecer como el reinado de la realidad.
La creciente influencia de las grandes empresas en el Estado y la necesidad cada vez menor que
el Estado experimentaba de los servicios judíos amenazaron al banquero judío con su desaparición y
determinaron ciertos cambios en las ocupaciones judías. El primer signo del declive de las casas de
banca judías fue su pérdida de prestigio y de poder dentro de las comunidades judías. Ya no eran
suficientemente fuertes para centralizar y, hasta cierto grado, monopolizar la riqueza general judía.
Cada vez eran más los judíos que abandonaban las finanzas estatales por los negocios
independientes. De los suministros de víveres y vestuario a Ejércitos y Gobiernos surgió el
comercio judío en alimentos y granos y las industrias de la confección, en la que pronto adquirieron
una posición destacada en todos los países; las casas de empeño y las tiendas donde se vendía de
todo en las pequeñas poblaciones rurales fueron las predecesoras de los grandes almacenes de las
ciudades. Esto no significó que dejaran de existir las relaciones entre los judíos y los Gobiernos,
pero cada vez intervinieron en tales relaciones menos individuos, de forma tal que al final de este
período tenemos casi la misma imagen que al principio: unos pocos individuos judíos en
importantes posiciones financieras con escasa o nula conexión con los más amplios estratos de la
clase media judía.
Más importante que la expansión de la clase empresarial independiente judía fue otro cambio en
la estructura ocupacional. Las juderías de la Europa central y occidental habían alcanzado un punto
de saturación en riqueza y fortuna económica. Podía haber sido el momento en que mostraran que
buscaban el dinero por el dinero o por el poder. En el primer caso podían haber extendido sus
negocios y haberlos transmitido a sus descendientes; en el segundo caso podían haberse
atrincherado más firmemente en las empresas estatales y luchado contra la influencia de las grandes
empresas e industrias sobre los Gobiernos. Pero no hicieron ni una cosa ni otra. Al contrario, los
hijos de prósperos hombres de negocios, y en menor grado de los banqueros, abandonaron las
carreras de sus padres para seguir profesiones liberales o empeños puramente intelectuales que no
habrían podido permitirse unas generaciones atrás. Lo que la Nación-Estado había temido tanto
antaño, el nacimiento de una intelligentsia judía, se realizaba ahora a un fantástico ritmo. La
afluencia de hijos de prósperos padres judíos hacia profesiones cultas fue especialmente notable en
Alemania y en Austria, donde una gran proporción de instituciones culturales, como periódicos,
editoriales, la música y el teatro, se convirtieron en empresas judías.
Lo que fue posible gracias a la preferencia y el respeto tradicionales de los judíos por las
ocupaciones intelectuales determinó una verdadera ruptura con la tradición, la asimilación
intelectual y la nacionalización de importantes estratos de la judería de Europa occidental y central.
Políticamente, significó la emancipación de los judíos de la protección del Estado, una creciente
conciencia de su destino común con sus conciudadanos y un Considerable debilitamiento de los
lazos que habían hecho de los judíos un elemento intereuropeo. Socialmente, los intelectuales judíos
fueron los primeros que, como grupo, necesitaron y buscaron la admisión en la sociedad no judía.
La discriminación social, de escasa importancia para sus padres, que no se habían preocupado de
relacionarse socialmente con los gentiles, se convirtió para ellos en un problema decisivo.
En su búsqueda de un camino hacia la sociedad, este grupo se vio forzado a aceptar normas
sociales de conducta impuestas por individuos judíos que durante el siglo XIX habían sido
admitidos en la sociedad como excepciones a la norma discriminatoria. Rápidamente descubrieron
la fuerza que abriría todas las puertas, el «radiante poder de la fama» (Stefan Zweig), que había
tornado irresistible un siglo de idolatría al genio. Lo que distinguía la búsqueda judía de la fama de
la idolatría general por la fama en aquel tiempo era que los judíos no estaban primariamente
interesados ellos mismos en esa fama. Vivir en el aura de la fama era más importante que llegar a
ser famosos; así se convirtieron en relevantes inspectores, críticos, coleccionistas y organizadores
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de lo que era famoso. El «poder radiante» era una verdadera fuerza social mediante la cual los
socialmente sin hogar fueron capaces de fundar uno. En otras palabras, los intelectuales judíos
trataron, hasta cierto punto con éxito, de convertirse en el nexo de unión vivo entre los individuos
famosos en una sociedad de los célebres, una sociedad internacional por definición, puesto que los
logros espirituales rebasan las fronteras nacionales. Este debilitamiento general de los factores
políticos, puesto que las dos décadas transcurridas habían acarreado una situación en la que la
realidad y la apariencia, la realidad política y la interpretación teatral, podían parodiarse mutua y
fácilmente, les permitió entonces convertirse en representantes de una nebulosa sociedad
internacional en la que ya no parecían válidos los prejuicios nacionales. Y bastante
paradójicamente, esta sociedad internacional parecía ser la única en reconocer la nacionalización y
la asimilación de sus miembros judíos; a un judío austríaco le resultaba más fácil ser aceptado como
austríaco en Francia que en Austria. La espuria ciudadanía mundial de esta generación, la ficticia
nacionalidad que reivindicaban tan pronto como se mencionaba su origen judío, se asemejaban ya
en parte a las de aquellos cuyos pasaportes más tarde concedería a su propietario el derecho de
hallarse en cualquier país, excepto en aquel que lo había extendido.
Por su verdadera naturaleza, estas circunstancias no podían hacer sino llevar a los judíos a una
situación destacada justamente cuando sus actividades, su satisfacción y su felicidad en el mundo de
apariencias demostraba que, como grupo, no deseaban en realidad ni el poder ni el dinero. Mientras
los políticos y los autores serios se ocupaban entonces de la cuestión judía menos que en cualquier
otro momento desde la emancipación, y mientras que el antisemitismo desaparecía casi enteramente
de la abierta escena política, los judíos se convirtieron en símbolos de la sociedad como tal y en
objeto de odio para todos aquellos a quienes la sociedad no aceptaba. El antisemitismo, tras haber
perdido su base en las condiciones especiales que habían influido en su desarrollo durante el siglo
XIX, podía ser libremente elaborado por charlatanes y fanáticos en esa fantástica mezcla de
verdades a medias y salvajes supersticiones que emergió en Europa después de 1914, la ideología
de todos los elementos frustrados y resentidos.
Como la cuestión judía en su aspecto social se convirtió en un tema catalizador de la
intranquilidad social hasta que finalmente una sociedad desintegrada se recristalizó ideológicamente
en torno a una posible matanza de judíos, es necesario esbozar algunos de los trazos principales de
la historia social de la judería emancipada en la sociedad burguesa del siglo pasado.
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CAPÍTULO III
LOS JUDIOS Y LA SOCIEDAD
La ignorancia política de los judíos, que tan bien les preparó para su especial papel y para
enraizarse en la esfera financiera del Estado, y sus prejuicios contra el pueblo y en favor de la
autoridad, que les impidieron ver los peligros políticos del antisemitismo, les obligaron a ser
supersensibles ante todas las formas de discriminación social. Era difícil advertir la diferencia
decisiva entre una pugna política y una mera antipatía cuando ambas se desarrollaban codo con
codo. Sin embargo, la realidad es que proceden de aspectos exactamente opuestos de la
emancipación: el antisemitismo político se desarrolló porque los judíos eran un cuerpo separado,
mientras que la discriminación social surgió a consecuencia de la creciente igualdad de los judíos
respecto de los demás grupos.
La igualdad de condición, aunque es ciertamente un requerimiento básico de la justicia, figura,
sin embargo, entre los mayores y más inciertos riesgos de la humanidad moderna. Cuanto más
iguales son las condiciones, menos explicaciones hay para las diferencias que existen en la gente; y
así, más desiguales se tornan los individuos y los grupos. Esta embarazosa consecuencia se torna
completamente evidente cuando la igualdad ya no es considerada en términos de un ser
omnipotente, como Dios, o un común destino inevitable, como la muerte. Allí donde la igualdad se
torna un hecho mundano en sí misma, sin ninguna regla por la que pueda ser medida o explicada,
allí hay también una probabilidad entre cien de que será considerada como principio viable de una
organización política en la que personas de otra manera desiguales tienen derechos iguales; hay
noventa y nueve probabilidades de que será confundida con una cualidad innata de cada individuo
que es «normal» si es como todos los demás y «anormal» si resulta ser diferente. Esta perversión de
la igualdad, de un concepto político a un concepto social, es aún mucho más peligrosa cuando una
sociedad no deja el más pequeño espacio para los grupos e individuos especiales, porque entonces
sus diferencias se tornan aún más conspicuas.
El gran reto planteado al período moderno y su peculiar peligro ha consistido en el hecho de que
por vez primera el hombre se enfrentara con el hombre sin la protección de circunstancias y
condiciones diferentes. Y ha sido precisamente este nuevo concepto de la igualdad el que ha
tornado tan difíciles las relaciones raciales, porque en ese terreno tratamos con diferencias naturales
que no pueden llegar a ser menos evidentes mediante un cambio posible y concebible de
condiciones. Como la igualdad exige que yo reconozca a cada individuo como igual, el conflicto
entre grupos diferentes que por razones propias sienten repugnancia a otorgarse entre sí esta
igualdad básica, adopta formas tan crueles.
De aquí que cuanto más igualada fuera la condición judía, más sorprendentes fueran las
diferencias judías. Esta nueva conciencia condujo a un resentimiento social contra los judíos y al
mismo tiempo a una atracción peculiar hacia ellos; la combinación de tales reacciones determinó la
historia social de la judería occidental. La discriminación, sin embargo, tanto como la atracción,
resultaron políticamente estériles. Ni produjeron un movimiento político contra los judíos ni
sirvieron en forma alguna para protegerles contra sus enemigos. Lograron, empero, envenenar la
atmósfera social, pervirtiendo todas las relaciones sociales entre los judíos y los gentiles, y tuvieron
un efecto definido en la conducta judía. La formación de un tipo judío fue debida tanto a la
discriminación especial como al favor especial.
La antipatía social hacia los judíos, con sus diferentes formas de discriminación, no causó gran
daño político en los países europeos porque nunca se logró una genuina igualdad social y
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económica. Conforme a todas las apariencias, las nuevas clases se desarrollaron por grupos a los
que se pertenecía por el nacimiento. No existía duda alguna de que sólo en semejante marco podía
soportar la sociedad que los judíos se establecieran por sí mismos como grupo especial.
La situación hubiera sido enteramente diferente si, como en los Estados Unidos, se hubiera
presupuesto la igualdad de condición. Si cada miembro de cualquier estrato de la sociedad hubiera
estado firmemente convencido de que por su capacidad y suerte podía convertirse en el héroe de
una historia de éxito. En una sociedad tal la discriminación se convierte en el único medio de
distinción, una clase de ley universal conforme a la cual los grupos pueden encontrarse a sí mismos
fuera de la esfera de la igualdad cívica, política y económica. Donde la discriminación no está
ligada solamente con la cuestión judía pueden convertirse en un punto de cristalización para un
movimiento político que desee resolver todas las dificultades naturales y todos los conflictos de un
país multinacional mediante la violencia, la acción del populacho y la pura vulgaridad de los
conceptos raciales. Una de las más prometedoras y peligrosas paradojas de la República americana
es el hecho de que se atreviera a lograr la igualdad sobre la base de la población más desigual del
mundo, física e históricamente. En los Estados Unidos el antisemitismo social puede llegara ser un
día el núcleo verdaderamente peligroso de un movimiento político1. En Europa, sin embargo, tuvo
poca influencia en el auge del antisemitismo político.
1. ENTRE PARIA Y ADVENEDIZO
El precario equilibrio entre la sociedad y el Estado, sobre el que descansó social y políticamente
la Nación-Estado, produjo una ley peculiar que gobernó el ingreso de judíos en la sociedad. Durante
los ciento cincuenta años en que los judíos vivieron verdaderamente entre los pueblos de Europa
occidental, y no simplemente en su proximidad, tuvieron que pagar con una miseria política su
gloria social y con el insulto social el éxito político. La asimilación, en el sentido de aceptación por
parte de la sociedad no judía, les era otorgada en tanto que constituían distinguidas excepciones de
las masas judías, aunque compartieran todavía con éstas las mismas condiciones políticas
restringidas y humillantes o, más tarde, tras la lograda emancipación y el consecuente aislamiento
social, cuando su status político era ya atacado por los movimientos antisemitas. La sociedad,
enfrentada con la igualdad política, económica y legal de los judíos, denotó claramente que ninguna
de sus clases se hallaba preparada para concederles igualdad social, y que sólo serían admitidas
excepciones del pueblo judío. Los judíos que escuchaban el extraño cumplido de que constituían
excepciones, que eran judíos excepcionales, sabían muy bien que era esta auténtica ambigüedad —
la de ser judíos y presumiblemente no como judíos— la que les abría las puertas de la sociedad. Si
deseaban este género de relación, trataban, por eso, de «ser y de no ser judíos»2.
La aparente paradoja poseía en realidad una sólida base. Lo que la sociedad no judía exigía era
que el recién llegado estuviese «educado» como ella misma y que, aunque no se comportara como
un «judío ordinario», fuese y produjera algo fuera de lo ordinario, dado que, al fin y al cabo, era un
judío. Todos los que propugnaban la emancipación exigían la asimilación, es decir, el acoplamiento
1
Aunque los judíos destacaron más que otros grupos en las poblaciones homogéneas de los países europeos, no se
deduce por ello que estén más amenazados en América por la discriminación que otros grupos. En realidad, hasta ahora,
no han sido los judíos, sino los negros —por naturaleza y por historia los más diferentes a los pueblos de América—,
quienes han soportado la carga de la discriminación social y económica.
Todo esto podría cambiar, desde luego, si llegara a surgir un movimiento político de esta discriminación simplemente
social. Entonces los judíos podrían convertirse súbitamente en los principales objetos de odio por la sencilla razón de
que, solamente ellos entre todos los demás grupos, han expresado dentro de su historia y de su religión un bien conocido
principio de separación. Esto no sucede con los negros ni con los chinos, que por eso están menos en peligro
políticamente hablando, aunque puedan diferir de la mayoría más considerablemente que los judíos.
2
Esta observación sorprendentemente pertinente fue formulada por el teólogo protestante liberal H. E. G. PAULUS en
un valioso folleto breve, Die jüdische Natio nalabsonderung nach Ursprung, Folgen und Besserungsmitteln, 1831.
Paulus, muy atacado por los escritores judíos de la época, propugnaba una emancipación individual gradual sobre la
base de la asimilación.
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y la recepción por parte de una sociedad, considerados o bien condición preliminar de la
emancipación judía o como su consecuencia automática. En otras palabras, siempre que quienes
trataban de mejorar las condiciones judías intentaron pensar en la cuestión judía desde el punto de
vista de los mismos judíos, la abordaron simplemente en su aspecto social. Uno de los hechos más
desgraciados en la historia del pueblo judío ha sido el que sólo sus enemigos y casi nunca sus
amigos comprendieran que la cuestión judía era política.
Los defensores de la emancipación tendían a presentar el problema como si fuera de
«educación», concepto que originariamente se aplicó tanto a los judíos como a los no judíos3. Se
daba por supuesto que la vanguardia de ambos campos debería componerse de personas
especialmente «educadas», tolerantes y cultas. De aquí se deducía, desde luego, que los no judíos
particularmente tolerantes, educados y cultos sólo podían relacionarse socialmente con los judíos
excepcionalmente educados. Y la demanda de abolición del prejuicio, formulada por los educados,
se tornó rápidamente una actividad más bien unilateral hasta que, finalmente, sólo los judíos fueron
impulsados a educarse a sí mismos.
Este, sin embargo, es sólo un aspecto de la cuestión. Se exhortó a los judíos a elevar su nivel
cultural lo suficiente como para que no se comportaran como judíos ordinarios, pero eran por otra
parte aceptados, sólo porque eran judíos, en razón de su atractivo extraño y exótico. En el siglo
XVIII esta situación tuvo su origen en el nuevo humanismo, que buscaba expresamente «nuevos
especímenes de la Humanidad» (Herder), con cuya relación podría llegar a conseguirse un ejemplo
de posible intimidad con todos los tipos de la Humanidad. Para el Berlín ilustrado de la época de
Mendelssohn, los judíos servían de prueba viva de que todos los hombres eran humanos. Para esta
generación, la amistad con Mendelssohn o con Markus Hertz significaba una siempre renovada
prueba de la dignidad del hombre. Y como los judíos eran un pueblo despreciado y oprimido,
constituían por eso un modelo aún más puro y más ejemplar de la Humanidad. Fue Herder, un
declarado amigo de los judíos, quien primero utilizó la frase posteriormente mal empleada y mal
citada: «Extraño pueblo de Asia impulsado hacia nuestras regiones»4. Con estas palabras, él y
quienes eran como él saludaban a los «nuevos especímenes de la Humanidad», en cuya búsqueda el
siglo XVIII había «rastreado la Tierra»5 para ir a encontrarles en su antigua vecindad. Resueltos a
hallar la unidad básica de la Humanidad, deseaban que los orígenes del pueblo judío parecieran más
extraños, y por consiguiente más exóticos, de lo que eran realmente para que resultara más efectiva
la demostración de humanidad como principio universal.
Durante unas pocas décadas a finales del siglo XVIII, cuando la judería francesa ya disfrutaba de
la emancipación y la judería alemana apenas la esperaba o la deseaba, la intelligentsia ilustrada de
Prusia logró que los «judíos de todo el mundo volvieran sus ojos hacia la comunidad judía de
Berlín»6. (¡Y no hacia la de París!) En gran parte fue posible gracias al éxito de Nathan el Sabio, de
Lessing, o de su mala interpretación; éste sostenía que los «nuevos especímenes de la Humanidad»
deberían ser también individuos más intensamente humanos, puesto que habían llegado a ser
ejemplos de la Humanidad7. Mirabeau se mostró fuertemente influido por esta idea y la utilizó para
citar a Mendelssohn como su ejemplo8. Herder esperó que los judíos cultos se mostrarían más libres
de prejuicios, porque el «judío se ve libre de ciertos juicios políticos a los que nosotros no podemos
renunciar o que nos es difícil abandonar». Protestando contra la costumbre de la época de otorgar
«concesiones de nuevos privilegios mercantiles», propuso la educación como verdadero camino
3
Esta es la actitud expresada en «Expert Opinion», de WILHELM V. HUMBOLDT, 1809: «El Estado no debería
enseñar exactamente respeto para los judíos, pero debería abolir una manera de pensar inhumana y teñida de
prejuicios», etc. En Die Emancipation der Juden in Preussen, de ISMAR FREUND, Berlín, 1912, II, 270.
4
J. G. HERDER: «Über die politische Bekehrung der Juden», en Adrastea und das 18. Jahrhundert, 1801-03.
5
HERDER, Briefe zur Beförderung der Humanität (1793-97), 40. Brief.
6
FELIX PRIEBATSCH, «Die Judenpolitik der fürstlichen Absolutismus im 17. und 18. Jahrhundert», en Forschungen
und Versuche zur Geschichte de Mittealters und der Neuzeit, 1915, p. 646.
7
El propio Lessing no alimentaba tales ilusiones. Su última carta a Moses Mendelssohn expresaba muy claramente lo
que quería: «El camino más corto y más seguro hacia ese país europeo sin cristianos ni judíos.» Para conocer la actitud
de Lessing hacia los judíos, véase Die Lessinglegende, de FRANZ MEHRING, 1906.
8
Véase Sur Moses Mendelssohn, de HONORÉ Q. R. DE MIRABEAU, Londres, 1788.
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para la emancipación de los judíos del judaísmo, de «los antiguos y orgullosos prejuicios
nacionales..., de costumbres que no pertenecen a nuestra época ni a nuestras constituciones», para
que los judíos pudieran llegar a ser puramente humanizados» y útiles «al desarrollo de las ciencias y
a toda la cultura de la Humanidad»9. Aproximadamente por el mismo tiempo, Goethe escribía en
una crítica a un libro de poemas que su autor, un judío polaco, «no había logrado más de lo que
hubiera conseguido un étudiant en belles lettres cristiano», y se quejaba de que allí donde él había
esperado hallar algo genuinamente nuevo, alguna fuerza más allá de un convencionalismo
superficial, sólo había encontrado una vulgar mediocridad10.
Difícilmente puede sobreestimarse el desastroso efecto de esta exagerada buena voluntad hacia
los judíos cultos y recientemente occidentalizados y el impacto que tuvo en su posición social y
psicológica. No sólo tuvieron que enfrentarse éstos con la desmoralizante exigencia de ser
excepciones respecto de su propio pueblo, de reconocer «la aguda diferencia entre ellos y los
demás» y de pedir que tal «separación... fuese legalizada» por los Gobiernos11; se esperaba de ellos,
además, que se convirtieran en especímenes excepcionales de la Humanidad. Y como esto, y no la
conversión de Heine, constituía la verdadera «tarjeta de admisión» en la sociedad culta europea,
¿qué podían hacer esta generación y las futuras generaciones de judíos sino tratar desesperadamente
de no decepcionar a nadie?12.
En las primeras décadas de este ingreso en la sociedad, cuando la asimilación no se había
convertido todavía en una tradición a la que seguir, sino en algo conseguido por unos pocos
individuos excepcionalmente dotados, todo marchó, desde luego, muy bien. Mientras Francia era la
tierra de la gloria política para los judíos, el primer país que les reconocía como ciudadanos, Prusia
parecía hallarse en camino de convertirse en el país de su esplendor social. El Berlín ilustrado,
donde Mendelssohn había establecido relaciones estrechas con muchos hombres famosos de su
tiempo, era sólo un comienzo. Sus conexiones con la sociedad no judía todavía tenían mucho en
común con los lazos culturales que habían ligado a sabios judíos y cristianos en casi todos los
períodos de la historia europea. El elemento nuevo y sorprendente consistía en el hecho de que los
amigos de Mendelssohn no emplearan estas relaciones para objetivos personales o ideológicos y ni
siquiera para fines políticos. El mismo denegó explicitamente tales motivaciones ulteriores y
expresó una vez y otra su clara satisfacción por las condiciones en las que tenía que vivir, como si
hubiera previsto que su status social y su libertad, excepcionales, tenían algo que ver con el hecho
de que todavía figuraba en el grupo de «los más bajos habitantes del dominio» (del rey de Prusia).13
9
J. G. HERDER, «Ueber die politische Bekehrung der Juden», op. cit.
Crítica de Johann Wolfgang von Goethe por ISACHAR FALKENSOHN BEHR, Gedichte eines polnischen Juden,
Mietau y Leipzig, 1772, en Frankfurter Gelehrte Anzeigen.
11
Briefe bei Gelegenheit der politisch theologischen Aufgabe und des Sendschreibens jüdischer Hausväter, de
FRIEDRICH SCHLEIERMACHER, 1799, en Werge, 1846, secc. I, tomo V, 34.
12
Esto no se aplica, sin embargo, a Moses Mendelssohn, que apenas conocía los pensamientos de Herder, Goethe,
Schleiermacher y otros miembros de la joven generación. Mendelssohn era reverenciado por su singularidad. Su firme
adhesión a la religión judía le impidió romper en definitiva con el pueblo judío, lo que hicieron sus sucesores como cosa
corriente. Sentía que era «miembro de un pueblo oprimido que debía suplicar la buena voluntad y la protección de la
nación gobernante» (véase su «Carta a Lavater», 1770, en Gesammelte Schriften, vol. VII, Berlín, 1930); es decir, que
él siempre supo que a la extraordinaria estimación por su persona correspondía un extraordinario desprecio por su
pueblo. Como él, a diferencia de judíos de ulteriores generaciones, no compartía este desprecio, no se consideró a sí
mismo una excepción.
13
La Prusia que Lessing había descrito como «el más esclavizado país de Europa» era para Mendelssohn «un Estado en
el que el más sabio de los príncipes que jamás hayan gobernado a los hombres ha hecho florecer las artes y las ciencias,
ha tornado tan extendida a la libertad nacional de pensamiento que sus efectos beneficiosos alcanzan incluso a los más
bajos habitantes de su reino». Tal humilde satisfacción llega a emocionar y a sorprender si se tiene en cuenta que «el
más sabio de los principes» había hecho muy difícil el que el filósofo judío obtuviera permiso de estancia en Berlín y
que, en la época en que sus Münzjuden disfrutaban de todos los privilegios, ni siquiera le otorgó el status regular de un
«judío protegido». Mendelssohn era incluso consciente de que él, el amigo de toda la Alemania culta, estaría sujeto al
mismo gravamen impuesto a un buey que se llevara al mercado, si decidía visitar a su amigo Lavater en Leipzig, pero ni
siquiera se le ocurrió ninguna conclusión política relativa al mejoramiento de tales condiciones. (Véase la «Carta a
Lavater», op. cit., y su prólogo a la traducción de Menasseh Ben Israel en Gesammelte Schriften, vol. III, Leipzig,
184345.)
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Esta diferencia a los derechos políticos y civiles sobrevivió a las inocentes relaciones de
Mendelssohn con los hombres cultos e ilustrados de su tiempo; trascendió a los salones de aquellas
mujeres judías en los que se reunía la más brillante sociedad que ha visto nunca Berlín. Esta
indiferencia se trocó en franco temor sólo tras la derrota de Prusia en 1806, cuando la introducción
de la legislación napoleónica en extensas regiones de Alemania llevó la cuestión de la emancipación
judía a la agenda de la discusión pública. La emancipación liberaría a los judíos cultos, junto con el
pueblo judío «retrasado», y su igualdad eliminaría esta preciosa distinción sobre la cual, como eran
bien conscientes, se hallaba basado su status social. Cuando la emancipación estaba a punto de
sobrevenir, los judíos más asimilados escaparon hacia la conversión al cristianismo, que
característicamente resultaba a los judíos soportable y no peligrosa antes de la emancipación, pero
no después de ésta.
El más representativo de estos salones, aquel adonde concurría una sociedad más mezclada de
toda Alemania, fue el de Rahel Varnhagen. Su inteligencia original, ni estragada ni dominada por
los convencionalismos, combinada con un absorbente interés por la gente y con una naturaleza
verdaderamente apasionada, hicieron de ella la más brillante y la más interesante de estas mujeres
judías. Las modestas pero famosas veladas en la «buhardilla» de Rahel reunían a aristócratas
«ilustrados», intelectuales de la clase media y actores —es decir, a todos aquellos que, como los
judíos, no pertenecían a la sociedad respetable—. Así el salón de Rahel, por definición e
intencionalmente, se hallaba establecido en el filo de la sociedad y no compartía ninguna de sus
convenciones o prejuicios.
Es divertido comprobar cuán estrechamente siguió la asimilación de los judíos en la sociedad los
preceptos que Goethe había propuesto para la educación de su Wilhelm Meister, una novela que
había de convertirse en el gran modelo para la educación de la clase media. En este libro el joven
burgués es educado por nobles y actores para que pueda aprender a presentar y a representar su
individualidad, y por eso, a progresar desde el modesto status de hijo de burgués al de noble. Para
las clases medias y para los judíos, es decir, para aquellos que se hallaban fuera de la sociedad de la
aristocracia, todo dependía de la «personalidad» y de la capacidad de expresarla. Saber cómo
interpretar el papel de lo que uno era parecía la cosa más importante. El hecho peculiar de que la
cuestión judía se limitara a una cuestión de educación se hallaba estrechamente relacionado con este
primer comienzo y tuvo sus consecuencias en la educación positivista de las clases medias, tanto
judías como no judías, y también en la abundancia de judíos en las profesiones liberales.
El encanto de los primeros salones berlineses residía en que nada importaba realmente sino la
personalidad y la singularidad de carácter, talento y expresión. Tal singularidad, que sólo hacía
posible una comunicación casi ilimitada y una intimidad casi irrestringida, no podía ser
reemplazada ni por el rango, ni por el dinero, ni por el éxito, ni por la fama literaria. El breve
encuentro de auténticas personalidades, que se reunían con un príncipe Hohenzollern como Louis
Ferdinand, con el banquero Abraham Mendelssohn, con un autor político y diplomático como
Friedrich Gentz, con Friedrich Schlegel, un escritor de la entonces ultramoderna escuela
romántica —éstos eran unos pocos de los más famosos visitantes de la «buhardilla» de Rahel—,
concluyó en 1806, cuando, según la anfitriona, este singular lugar de reunión «zozobró como un
barco que contuviera el más elevado solaz». Con los aristócratas, los intelectuales románticos se
tornaron antisemitas, y aunque este hecho no significó que grupo alguno renunciara a sus amigos
judíos, la inocencia y el esplendor desaparecieron.
El auténtico momento decisivo en la historia social de los judíos alemanes no sobrevino en el
año de la derrota prusiana, sino dos años más tarde, cuando, en 1808, el Gobierno decretó la ley
municipal que otorgaba completos derechos cívicos, aunque no políticos, a los judíos. En el Tratado
de paz de 1807, Prusia había perdido, con sus provincias orientales, la mayoría de su población
judía; los judíos que quedaban dentro de su territorio eran «judíos protegidos» en cualquier
eventualidad, es decir, que disfrutaban de derechos cívicos en forma de privilegios individuales. La
emancipación municipal sólo legalizó tales privilegios. Sobrevivió al Decreto de emancipación
general de 1812; Prusia, tras haber recuperado Posen y sus masas judías después de la derrota de
Napoleón, rescindió prácticamente el Decreto de 1812, que ahora otorgaría derechos políticos
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incluso a los judíos pobres, pero dejó intacta la Ley municipal.
Aunque de escasa importancia por lo que se refiere a la mejora del status judío, estos decretos de
emancipación final, junto con la pérdida de las provincias en las que vivían la mayoría de los judíos
prusianos, tuvieron tremendas consecuencias. Antes de 1807, los judíos protegidos de Prusia
representaban únicamente un 20 por 100 de la población judía total. En la época en que se dictó el
Decreto de emancipación, los judíos protegidos constituían la mayoría en Prusia, y sólo existía un
10 por 100 de «judíos extranjeros» como contraste. Ahora ya no estaba allí la negra pobreza y el
atraso ante los que habían destacado tan ventajosamente los «judíos de excepción» por su riqueza y
su cultura. Y este telón de fondo, tan esencial como base de comparación para el éxito social y el
autorrespeto psicológico, nunca volvió a ser lo que fue antes de Napoleón. Cuando en 1816 fueron
recobradas las provincias polacas, los antiguos «judíos protegidos» (ahora inscritos como
ciudadanos de confesión judía) siguieron constituyendo más del 60 por 100 de la población judía
total.14
Socialmente hablando, esto significó que los judíos que habían permanecido en Prusia habían
perdido el telón de fondo nativo frente al que habían sido considerados como excepciones. Ahora
ellos mismos componían un fondo, aunque contraído, en el que cada individuo tenía que esforzarse
doblemente para destacar. Una vez más, los «judíos de excepción» eran simplemente judíos, no
excepciones, sino representantes de un pueblo despreciado. Igualmente mala fue la influencia social
de la intervención del Gobierno. No sólo las clases antagónicas al Gobierno, y por eso abiertamente
hostiles a los judíos, sino todos los estratos de la sociedad, se tornaron más o menos conscientes de
que los judíos que conocían eran no tanto excepciones individuales como miembros de un grupo en
cuyo favor el Estado se hallaba dispuesto a adoptar medidas excepcionales. Y esto era precisamente
lo que los «judíos de excepción» siempre habían temido.
La sociedad berlinesa abandonó los salones judíos con inigualable rapidez, y hacia 1808 tales
lugares de reunión habían sido ya sustituidos por las casas de la burocracia aristocrática y de la alta
clase media. En cualquiera de las numerosas Relaciones de la época puede advertirse que los
intelectuales, tanto como los aristócratas, comenzaban a orientar su desprecio por los judíos de
Europa oriental, a quienes apenas conocían, hacia los judíos cultos de Berlín, a quienes conocían
muy bien. Nunca volverían estos últimos a lograr el autorrespeto que emana de una conciencia
colectiva de ser excepcionales; por eso, cada uno de ellos tenía que probar que, aunque era judío,
sin embargo, él no era un judío. Ya no bastaba distinguirse uno mismo de una masa más o menos
desconocida de «hermanos atrasados»; era preciso destacar como individuo, al que podía felicitarse
por ser una excepción entre los judíos y, por consiguiente, entre el pueblo en conjunto.
Fue la discriminación social, y no el antisemitismo político, la que descubrió el fantasma de «el
judío». El primer autor que formuló una distinción entre el individuo judío y «el judío en general, el
judío en todas partes y en ninguna», fue un oscuro autor que en 1802 había escrito una mordiente
sátira de la sociedad judía y de su hambre de cultura, varita mágica para la aceptación social
general. Los judíos eran descritos como un «principio» de una sociedad filistea y advenediza15. Esta
más que vulgar pieza literaria no sólo fue leída con delicia por algunos destacados miembros del
salón de Rahel, sino que incluso impulsó indirectamente a un gran poeta romántico, Clemens von
Brentano, a escribir una muy ingeniosa obra en la que identificaba de nuevo al filisteo con el
judío16.
Con el primitivo idilio de una sociedad mezclada desapareció algo que nunca retornaría en
14
Véase Die Bevölkerungs- und Berufsverhältnisse der Juden im Deutschen Reich, de HEINRICH SILBERGLEIT, vol.
I, Berlin, 1930.
15
El muy leído folleto de C. W. F. GRATTENAUER Wider die luden, de 1802, fue precedido en fecha tan temprana
como el año 1791 por otro, Ueber die physiche und moralische Verfassung der heutigen Juden, en el que ya se señala la
creciente influencia de los judíos en Berlín. Aunque el primer folleto fue objeto de una crítica en la Allgemeine
Deutsche Bibliothek, 1792, vol. CXII, casi nadie lo leyó.
16
Der Philister vor, in und nach der Geschichte, de CLEMENS BRENTANO, fue escrita para el Christlich-Deutsche
Tischgesellschaft (famoso club de escritores y patriotas, fundado en 1808 en pro de la lucha contra Napoleón), y allí se
leyó.
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ningún país ni en época alguna. Nunca otra vez un grupo social aceptaría a los judíos con una mente
y un corazón libres. Se mostraría amistoso con los judíos, bien porque se viera impulsado por su
propio atrevimiento y «vicio», o como protesta contra la conversión en parias de unos
conciudadanos. Pero los judíos se convirtieron en parias sociales allí donde dejaron de ser proscritos
políticos y civiles.
Es importante tener presente que la asimilación como fenómeno de grupo sólo existió entre los
intelectuales judíos. No es un accidente que el primer judío culto, Moses Mendelssohn, fuera
también el primero que, pese a su bajo status cívico, fuera admitido en una sociedad no judía. Los
judíos palaciegos y sus sucesores, los banqueros y los hombres de negocios de Occidente, nunca
fueron socialmente aceptables ni se preocuparon de abandonar los muy estrechos límites de su
invisible ghetto. En un principio se mostraban orgullosos, como todos los advenedizos no maleados,
del oscuro fondo de miseria y pobreza del que procedían. Más tarde, cuando fueron atacados desde
todos los lados, tuvieron un claro interés por la pobreza e incluso el atraso de sus masas, porque se
había convertido en un argumento, una prenda de su propia seguridad. Lentamente y con recelos se
vieron forzados a apartarse de las más rigurosas exigencias de la Ley judía —jamás abandonaron
sus tradiciones religiosas—, y, sin embargo, aún demandaban más ortodoxia de las masas judías17.
La disolución de la autonomía comunal judía les tornó mucho más dispuestos no sólo a proteger a
las comunidades judías contra las autoridades, sino también a gobernarlas con la ayuda del Estado
para que la frase que aludía a la «doble dependencia» de los judíos pobres tanto respecto del
Gobierno como de sus hermanos ricos, sólo reflejara la realidad18.
Los notables judíos (como eran denominados en el siglo XIX) gobernaban las comunidades
judías, pero no pertenecían a éstas socialmente y ni siquiera geográficamente. En cierto sentido
permanecían tan lejos de la sociedad judía como de la sociedad gentil. Habiendo realizado brillantes
carreras individuales y habiéndoles sido otorgados por sus superiores considerables privilegios,
formaron una clase de comunidad de excepciones con oportunidades sociales extremadamente
limitadas. Despreciados, como era natural, por la sociedad palaciega, carentes de conexiones
económicas con la clase media no judía, sus contactos sociales se realizaban tan al margen de la
sociedad como su auge económico había sido independiente de las condiciones económicas
contemporáneas. Este aislamiento y esta independencia les proporcionaron frecuentemente un
sentimiento de orgullo, ilustrado por la siguiente anécdota, que se remonta a comienzos del siglo
XVIII: «Un cierto judío..., cuando un médico noble y culto le reprochó el orgullo (de los judíos),
pese a no contar con príncipes entre ellos ni participación alguna en el Gobierno..., replicó con
insolencia: ‘Nosotros no somos príncipes, pero les gobernamos’»19.
Tal orgullo es casi lo opuesto a la arrogancia de clase, que se desarrolló sólo lentamente entre los
judíos privilegiados. Gobernando como príncipes absolutos entre su propio pueblo, seguían
considerándose primi inter pares. Estaban más orgullosos de ser un «rabino privilegiado de toda la
judería» o un «príncipe de Tierra Santa» que de cualesquiera títulos que sus superiores pudieran
ofrecerles20. Hasta mediados del siglo XVIII se habrían mostrado conformes con el judío holandés
17
De esta forma, los Rothschild en la década de los 20 del siglo XIX anularon una gran donación a su comunidad
nativa de Francfort para contrarrestar la influencia de los reformadores que querían que los niños judíos recibieran
enseñanza general. Véase Neuere Geschichte der Israeliten, de ISAAK MARKUS JOST, 1846, X, 102.
18
Op. cit., IX, 38. Los judíos palaciegos y los ricos banqueros judíos que siguieron sus huellas, jamás desearon
abandonar la comunidad judía. Frente a las autoridades públicas actuaron como sus representantes y protectores; se les
otorgaba frecuentemente poder oficial sobre las comunidades que gobernaban desde lejos, de forma tal que la antigua
autonomía de las comunidades judías resultó minada y destruida mucho antes de que fuera abolida por la NaciónEstado. El primer judío palaciego con aspiraciones monárquicas sobre su propia «nación» fue un judío de Praga,
proveedor del Elector Mauricio de Sajonia, durante el siglo XVI. Pidió que todos los rabinos y jefes de comunidad
fueran miembros de su familia. (Véase Geschichte der Juden in Boehmen, Maehren und Schlesien, de BONDYDWORSKY, Praga, 1906, II, 727.) La práctica de afirmar a los judíos palaciegos como dictadores de sus comunidades
se generalizó en el siglo XVIII, y fue seguida por el dominio de los «notables» durante el siglo XIX.
19
JOHANN JACOB SCHUDT, Jüdische Merkwürdigkeiten, Francfort del Main, 1715-1717, IV, Anexo 48
20
SELMA STERN, Jud Suess, Berlin, 1929, pp. 18 y ss.
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que dijo: Neque in toto orbi alicui nationi inservimus, y ni entonces ni más tarde habrían
comprendido por completo la respuesta del «cristiano docto» que replicó: «Pero esto significa que
la felicidad es sólo para unos pocos. El pueblo considerado como un corpo (sic) es perseguido en
todas partes, carece de autogobierno, está sujeto a la dominación extranjera, no tiene poder ni
dignidad y vaga por todo el mundo, siendo un extraño en todas partes».21
La arrogancia de clase surgió sólo cuando entre los banqueros de los Estados de los diferentes
países se establecieron relaciones económicas; pronto siguieron los matrimonios entre las familias
destacadas, y el proceso culminó en un auténtico sistema internacional de casta, hasta entonces
desconocido en la sociedad judía; esto fue muy chocante para los observadores no judíos, puesto
que tuvo lugar cuando las antiguas propiedades feudales y las castas desaparecían rápidamente en
las nuevas clases. Uno dedujo, muy erróneamente, que el pueblo judío era un vestigio de la Edad
Media, y no advirtió que esta nueva casta era de un nacimiento muy reciente. Quedó terminada sólo
en el siglo XIX, y numéricamente comprendía no más de quizá un centenar de familias. Pero como
éstas se hallaban bien a la vista, el pueblo judío en conjunto llegó a ser considerado como una
casta22.
Por eso, aun siendo grande el papel desempeñado por los judíos palaciegos en la historia política
y en relación con el nacimiento del antisemitismo, la historia social podía fácilmente haberles
dejado a un lado si no hubiera sido por el hecho de que poseyeron ciertos rasgos psicológicos y
normas de conducta comunes a los intelectuales judíos, que solían ser, al fin y al cabo, hijos de
hombres de negocios. Los notables judíos querían dominar al pueblo judío, y por eso no deseaban
abandonarlo, mientras que resultaba característico de los intelectuales judíos el que desearan dejar a
su pueblo y ser admitidos en la sociedad; ambos compartían el sentimiento de ser excepciones, un
sentimiento perfectamente en armonía con el juicio de su entorno. Los «judíos de excepción» de la
riqueza se consideraban como excepciones al destino común del pueblo judío y eran reconocidos
por los Gobiernos como excepcionalmente útiles; los «judíos de excepción» de la cultura se
consideraban ellos mismos excepciones del pueblo judío y también seres humanos excepcionales, y
eran reconocidos como tales por la sociedad.
La asimilación, tanto si fue llevada al extremo de la conversión como si no lo fue, nunca
constituyó una auténtica amenaza a la supervivencia de los judíos.23 Si eran bien acogidos o si eran
rechazados, era porque eran judíos y se mostraban bien conscientes de ello. Las primeras
generaciones de judíos cultos todavía deseaban sinceramente perder su identidad como judíos, y
Boerne escribió con mucha amargura: «Algunos me reprochan el ser judío, algunos me alaban por
eso, algunos me lo perdonan, pero todos piensan en lo mismo»24. Todavía educados en las ideas del
siglo XVIII, anhelaban un país sin cristianos ni judíos; se consagraban a la ciencia y a las artes y se
mostraban muy ofendidos cuando advertían que los Gobiernos que concedían toda clase de honores
y de privilegios a un banquero judío, condenaban a morir de hambre a los intelectuales judíos25. Las
conversiones, que a principios del siglo XIX fueron impulsadas por el temor a ser confundidos con
las masas judías, se convirtieron después en una necesidad para lograr el sustento necesario.
Semejante premio a la falta de carácter forzó a toda una generación de judíos a una amarga
oposición contra el Estado y la sociedad. Los «nuevos especímenes de la Humanidad», ya que
habían de ser tales, se convirtieron en rebeldes, y como los Gobiernos más reaccionarios del período
21
SCHUDT, op. cit., I, 19.
CHRISTIAN FRIEDRICH RUEHS define a todo el pueblo judío como una «casta de mercaderes», «Ueber die
Ansprüchender Juden an das deutsche Bürgerrecht», en Zeitschrift für die neueste Geschichte, 1815.
23
Hecho notable, aunque poco conocido es que la asimilación como programa condujo mucho más frecuentemente a la
conversión que al matrimonio mixto. Desgraciadamente, las estadísticas ocultan más que revelan este hecho, porque
consideran matrimonios mixtos todas las uniones de no judíos con judíos, convertidos o no convertidos. Sabemos, sin
embargo, que en Alemania han existido bastantes familias bautizadas a lo largo de varias generaciones y que, sin
embargo, han seguido siendo puramente judías. Prueba de ello era que el judío convertido sólo raramente abandonaba a
su familia y, aún más raramente, dejaba también su entorno judío. En cualquier caso, la familia judía demostraba ser
una fuerza más conservadora que la religión judía.
24
Briefe aus Paris, 74.a carta, febrero de 1832.
25
Ibíd., 72.a carta.
22
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eran apoyados y financiados por banqueros judíos, su rebelión fue especialmente violenta contra los
representantes oficiales de su propio pueblo. Las denuncias antijudías de Marx y de Boerne no
pueden ser comprendidas adecuadamente si no es la luz de este conflicto entre los judíos ricos y los
intelectuales judíos.
Este conflicto, sin embargo, existió en todo su vigor sólo en Alemania y no sobrevivió al
movimiento antisemita del siglo. En Austria, propiamente hablando, no existió intelligentsia judía
antes del final del siglo XIX, cuando sintió inmediatamente todo el impacto de la presión
antisemita. Estos judíos, como sus hermanos ricos, prefirieron confiarse a la protección de la
monarquía de los Habsburgo, y se hicieron socialistas sólo después de la primera guerra mundial,
cuando el partido socialdemócrata llegó al poder. Excepción más significativa, aunque no la única,
a esta norma, fue la de Karl Kraus, el último representante de la tradición de Heine, Boerne y Marx.
Las denuncias de Kraus contra los hombres de negocios judíos, por una parte, y contra el
periodismo judío como culto organizado de la fama, por otra, fueron quizá aún más amargas que las
de sus predecesores, porque él se sentía tanto más aislado en un país donde no existía una tradición
revolucionaria judía. En Francia, donde el decreto de emancipación había sobrevivido a todos los
cambios de Gobierno y a todos los regímenes, el pequeño número de intelectuales judíos no fue ni
precursor de una nueva clase ni especialmente importante en la vida intelectual. La cultura como
tal, la educación como programa, no constituían normas judías de conducta, como sucedió en
Alemania.
En ningún otro país existió algo tan decisivo como el corto período de verdadera asimilación lo
fue para la Historia de los judíos alemanes, cuando la auténtica vanguardia de un pueblo no sólo
aceptó a los judíos, sino que se mostró extrañamente dispuesta a asociarse con ellos. Tampoco
desapareció completamente esta actitud de la sociedad alemana. Hasta el verdadero final pudieron
advertirse rastros de tal actitud, que mostraban, desde luego, que las relaciones con los judíos jamás
llegaron a darse por supuestas. En el mejor de los casos, siguió existiendo como programa; en el
peor, como una experiencia extraña y excitante. La bien conocida observación de Bismarck acerca
de «aparear sementales germanos con yeguas judías» es tan sólo la más vulgar expresión de un
prevaleciente punto de vista.
Era sólo natural que esta situación, aunque convirtiera en rebeldes a los primeros judíos cultos, a
la larga produjera un específico tipo de conformismo más que una efectiva tradición de rebeldía26.
Conformándose a una sociedad que discriminaba a los judíos «ordinarios» y en la que, al mismo
tiempo, a un judío le resultaba generalmente más fácil que a un no judío de similar condición ser
admitido en los círculos de moda, los judíos tuvieron que diferenciarse ellos mismos claramente del
«judío en general» y al mismo tiempo denotar con claridad que eran judíos; bajo ninguna
circunstancia se les permitía simplemente desaparecer entre sus vecinos. Para racionalizar una
ambigüedad que ellos mismos no comprendían completamente, podían pretender «ser un hombre en
la calle y un judío en casa»27. Esto a su vez determinó un sentimiento de ser diferente de los demás
hombres en la calle porque era judío y una diferencia respecto de los demás judíos en casa por no
ser «judío ordinario».
Las normas de conducta de los judíos asimilados, determinadas por este continuo y concentrado
esfuerzo por distinguirse ellos mismos, creó un tipo judío que es reconocible en todas partes. En
lugar de ser definidos por la nacionalidad o por la religión, los judíos se transformaron en un grupo
social cuyos miembros compartían ciertos atributos y reacciones psicológicas, la suma total de los
cuales se suponía constitutiva de la «judeidad». En otras palabras, el judaísmo se convirtió en una
cualidad psicológica y la cuestión judía en un problema personal para cada individuo judío.
26
El «paria consciente» (Bernard Lazare) fue la única tradición de rebelión establecida por sí misma, aunque quienes a
ella pertenecían eran apenas conscientes de su existencia. Véase, de la autora, «The JeW as Pariah. A Hidden
Tradition», en Jewish Social Studies, vol. VI, núm. 2 (1944).
27
No deja de resultar irónico que esta excelente fórmula, que puede servir como divisa para la asimilación en Europa
occidental, fuese propugnada por un judío ruso Y publicada por vez primera en hebreo. Procede del poema hebreo de
JUDAH Lasa GORDON, Hakitzah ami, 1863. Véase History of the Jew in Russia and Poland, de S. M. DUBNOW,
1918, II, 228 y ss.
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En su trágico esfuerzo por conformarse a través de la diferenciación y la distinción, el nuevo tipo
judío tenía tan poco en común con el temido «judío en general» como con esa abstracción, la de
«heredero de los profetas y eterno promotor de la justicia en la Tierra» que los apologistas judíos
conjuraban allí donde era atacado un periodista judío. El judío de los apologistas se hallaba dotado
de atributos que eran, desde luego, privilegio de los parias y que poseían ciertos rebeldes judíos que
vivían al borde de la sociedad: humanidad, amabilidad, exención de prejuicios, sensibilidad ante la
injusticia. Lo malo es que estas cualidades nada tenían que ver con los profetas y que, peor aún,
tales judíos normalmente ni pertenecían a la sociedad judía ni a los círculos de moda de la sociedad
no judía. En la historia de la judería asimilada desempeñaban tan sólo un papel insignificante. El
«judío en general», por otra parte, tal como era descrito por los profesionales del odio a los judíos,
mostraba las cualidades que el advenedizo debía poseer si quería triunfar —inhumanidad, avaricia,
insolencia, rastrero servilismo y determinación para seguir adelante—. Lo malo en este caso era que
tales cualidades nada tenían que ver con los atributos nacionales y que, además, estos tipos judíos
del mundo de los negocios mostraban poca inclinación por la sociedad no judía y desempeñaban un
papel casi tan reducido en la historia social judía. Mientras que existan pueblos y clases difamados,
se repetirán nuevamente en cada generación con incomparable monotonía las cualidades del paria y
las del advenedizo, tanto en la sociedad judía como en cualquiera otra.
Para la formación de una historia social de los judíos dentro de la sociedad europea del siglo
XIX fue, sin embargo, decisivo que hasta un cierto tiempo cada judío de cada generación tuviese en
algún momento que decidir si seguiría siendo un paria y permanecería fuera de la sociedad así, o si
se convertiría en un advenedizo, o se conformaría con la sociedad con la desmoralizante condición
de que él no tenía tanto que ocultar su origen como «traicionar con el secreto de su origen el secreto
de su pueblo»28. El último camino era, desde luego, difícil, porque tales secretos no existían y
tuvieron que ser elaborados. Como había fracasado el singular intento de Rahel Varnhagen para
establecer una vida social fuera de la sociedad oficial, el camino del paria y del advenedizo eran
ambos caminos de extremada soledad, y el camino del conformismo, una vía de constante pesar. La
llamada compleja psicología del judío medio, que en unos pocos casos favorecidos evolucionó
hacia una sensibilidad muy moderna, se hallaba basada en una ambigua situación. El judío sentía
simultáneamente el pesar del paria y el no haber llegar a ser un advenedizo y la mala conciencia del
advenedizo por haber traicionado a su pueblo y trocado la igualdad de derechos por los privilegios
personales. Una cosa era cierta: si uno deseaba evitar todas las ambigüedades de la existencia
social, tenía que resignarse al hecho de que ser un judío significaba pertenecer o bien a una clase
alta superprivilegiada, o a una masa subprivilegiada a la que en la Europa occidental y central sólo
se podía pertenecer a través de una solidaridad en cierto modo artificial.
Los destinos sociales de los judíos medios se hallaban determinados por su eterna falta de
decisión. Y, desde luego, la sociedad no les urgía a decidirse, porque era precisamente esta
ambigüedad de situación y carácter la que hacía atractiva la relación con los judíos. La mayoría de
los judíos asimilados vivían así en una media luz de favor y de infortunio y sabían con certeza sólo
que tanto el éxito como el fracaso se hallaban inextricablemente relacionados con el hecho de que
eran judíos. Para ellos la cuestión judía había perdido, de una vez por todas, cualquier significación
política; pero infestaba sus vidas privadas e influía muy tiránicamente todas sus decisiones
personales. El adagio «Un hombre en la calle y un judío en casa» era amargamente entendido: los
problemas políticos quedaban distorsionados hasta el punto de la pura perversión cuando los judíos
trataban de resolverlos por medio de su experiencia interna y de sus emociones particulares; la vida
privada se hallaba emponzoñada hasta el punto de la inhumanidad —por ejemplo, en la cuestión de
los matrimonios mixtos— cuando la pesada carga de los irresueltos problemas de significación
pública inundaba una existencia privada que es mucho mejor gobernada por las imprevisibles leyes
de la pasión que por la consideración de la política.
No resulta en manera alguna fácil no parecerse al «judío en general» y seguir siendo, sin
28
Esta formulación fue realizada por KARL KRAUS alrededor de 1912. Véase Untergang der Welt durch schwarze
Magie, 1925.
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embargo, judío; pretender no ser como judíos y seguir mostrando con suficiente claridad que uno es
judío. El judío medio, ni un advenedizo ni un «paria consciente» (Bernard Lazare), podía sólo
subrayar un vacuo sentido de diferencia que continuaba siendo interpretado en todos sus posibles
aspectos y variaciones psicológicas desde una innata extranjería a la alienación social. Mientras que
el mundo fue en cierto modo pacífico, esta actitud no resultó del todo mala y durante generaciones
llegó incluso a convertirse en un modus vivendi. La concentración en una vida interior
artificialmente complicada ayudó a los judíos a responder a las irrazonables demandas de la
sociedad, a ser extraños e interesantes, a desarrollar una determinada inmediatividad de
autoexpresión y de presentación que eran originalmente atributos del autor y del virtuoso, personas
a las que la sociedad había siempre mitad negado y mitad admirado. Los judíos asimilados, mitad
orgullosos y mitad avergonzados de su judeidad, pertenecían claramente a esta categoría.
El proceso por el que evolucionó la sociedad burguesa a partir de las ruinas de sus tradiciones y
recuerdos revolucionarios añadió el negro fantasma del aburrimiento a la saturación económica y la
indiferencia general a las cuestiones políticas. Los judíos se convirtieron en personas con las que
cabía esperar distraerse por algún tiempo. Cuanto menos iguales se les consideraba, más atractivos
y divertidos resultaban. La sociedad burguesa, en su búsqueda de diversión y en su apasionado
interés por el individuo, en tanto en cuanto difería de la norma, es decir, del hombre, descubrió la
atracción de todo aquello a lo que se podía suponer misteriosamente malvado o secretamente
vicioso. Y fue precisamente esta febril preferencia la que abrió a los judíos las puertas de la
sociedad; porque dentro del marco de esta sociedad, la judeidad, tras haber sido tergiversada en
cualidad psicológica, podía ser fácilmente pervertida en vicio. La genuina tolerancia y la curiosidad
por todo lo humano de la Ilustración fueron reemplazadas por una morbosa concupiscencia por lo
exótico, por lo anormal y diferente como tal. Varios tipos en la sociedad, uno después de otro,
representaron lo exótico, lo anómalo, lo diferente, pero ninguno de ellos estaba ni siquiera
mínimamente conectado con las cuestiones políticas. De esta forma únicamente el papel de los
judíos en esta sociedad decadente podía asumir una estatura que trascendería los estrechos límites
de un asunto de sociedad.
Antes de que sigamos los extraños caminos que conducen a los «judíos de excepción», famosos
y notorios extranjeros, a los salones del Faubourg St. Germain en la Francia fin-de-siècle, tenemos
que evocar al único gran hombre surgido del complejo autoengaño de los «judíos de excepción».
Parece como si cada idea trivial tuviera una posibilidad al menos en un individuo de lograr lo que se
acostumbra a denominar grandeza histórica. El gran hombre de los «judíos de excepción» fue
Benjamín Disraeli.
2. EL GRAN MAGO29
Benjamín Disraeli, cuyo principal interés en la vida fue la carrera de lord Beaconsfield, se
distinguía por dos cosas: en primer lugar, por la dádiva de los dioses que los modernos llaman
banalmente suerte y que en otros períodos reverenciaron como una diosa llamada Fortuna, y en
segundo lugar, más íntima y maravillosamente relacionada con la Fortuna de lo que pudiera
explicarse, por la grande y despreocupada inocencia de mente y de imaginación que hace imposible
clasificar al hombre como advenedizo, aunque nunca pensó seriamente en nada que no fuera su
carrera. Su inocencia le hacía advertir cuán estúpido hubiera sido si se hubiese sentido déclassé y
cuánto más interesante sería para sí mismo y para los demás, cuán más útil para su carrera, acentuar
el hecho de que él era un judío «vistiéndose diferentemente, peinando sus cabellos de una manera
curiosa y mediante excéntricas maneras de expresión y lenguaje»30. Se preocupó más
apasionadamente y más descaradamente que cualquier otro intelectual judío de ser admitido en
29
La expresión del título procede de un apunte sobre Disraeli por Sir John Skleton en 1867. Véase The Life of Benjamin
Disraeli, Earl of Beaconsfield, de W. F. MONYPENNY y G. E. BUCKLE, Nueva York, 1929, II, 292-93.
30
MORRIS S. LAZARON, Seed of Abraham, Nueva York, 1930, «Benjamin Disraeli», pp. 260 y ss.
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círculos cada vez más elevados de la sociedad; fue el único entre ellos que descubrió el secreto de
preservar la suerte, ese milagro natural del estado de paria, y que supo desde el principio que no
había que humillarse para «remontarse desde lo alto hasta lo más alto».
Jugó el juego de la política como un actor actúa en una representación teatral, pero desempeñó
tan bien su papel que fue convencido por su propio artificio. Su vida y su carrera parecen un cuento
de hadas, en el que él se mostraba como el príncipe —ofreciendo la flor azul de los románticos, en
su caso la flor de la primavera de la Inglaterra imperialista, a su princesa, la reina de Inglaterra—.
La empresa colonial británica era el país de las hadas en el que el sol nunca se ponía, y su capital, la
misteriosa Delhi asiática, adonde el príncipe deseaba escapar con su princesa, huyendo del nebuloso
y prosaico Londres. Todo esto puede parecer absurdo y pueril; pero cuando una esposa escribe a su
esposo como lady Beaconsfield le escribió a él: «Sabes que te casaste conmigo por el dinero, y yo
sé que si tuvieras que hacerlo de nuevo, te casarías por amor»31, se impone el silencio ante una
felicidad que parecía alzarse contra todas las reglas. Aquí topamos con alguien que empezó por
vender su alma al diablo, pero el diablo no la quiso, y los dioses le proporcionaron toda la felicidad
de esta Tierra.
Disraeli procedía de una familia enteramente asimilada; su padre, un caballero ilustrado, bautizó
al hijo porque deseaba que tuviera las oportunidades de les ordinarios mortales. Poseía escasas
relaciones con la sociedad judía y nada sabía ni de la religión ni de las costumbres judías. La
judeidad, desde el principio, fue un hecho de origen, que él podía embellecer sin las trabas que
impone el conocimiento de la realidad. El resultado fue que de alguna manera él contemplaba este
hecho muy de la misma forma en que lo hubiera contemplado un gentil. Comprendió con mayor
claridad que otros judíos que ser judío podía ser tanto una oportunidad como un obstáculo. Y como,
a diferencia de su sencillo y más modesto padre, aspiraba a nada menos que convertirse en un
mortal ordinario y a nada más que «distinguirse por encima de todos sus contemporáneos»32,
comenzó a conformar su «tez olivácea y sus ojos negrísimos» hasta con «la poderosa cúpula de su
frente —no, desde luego, la de un templo cristiano—, (fue) diferente a cualquier criatura viva que
uno pudiera haber conocido»33. Sabía instintivamente que todo dependía de la «división entre él y
los simples mortales», de la acentuación de esta afortunada extranjería.
Todo esto evidencia una singular comprensión de la sociedad y de sus normas.
Significativamente, fue Disraeli quien dijo: «Lo que es un crimen entre la multitud es sólo un vicio
entre los pocos»34 —quizá el más profundo atisbo del auténtico principio por el que se inició el
lento e insidioso declive de la sociedad del siglo XIX hacia las profundidades de la moralidad del
populacho y del hampa. Como él conocía esta norma, sabía también que los judíos en parte alguna
hallarían mejores oportunidades que las que encontrarían en los círculos que pretendían ser
exclusivos y discriminar contra ellos; ya que estos círculos de unos pocos consideraban, como la
multitud, que la judeidad era un crimen, este «crimen» podía ser transformado en cualquier
momento en un «vicio» atractivo. El despliegue de exotismo, extranjería, misterio, magia y poderes
ocultos que realizó Disraeli se hallaba correctamente orientado hacia esa disposición de la sociedad.
Y fue su virtuosismo en el juego social el que le hizo elegir el partido conservador, conseguir un
escaño en el Parlamento, el puesto de primer ministro y, finalmente, aunque no fuera lo menos
importante, la duradera admiración de una sociedad y la amistad de una reina.
Una de las razones de su éxito fue la sinceridad de su juego. La impresión que provocaba en sus
contemporáneos más imparciales era la de una curiosa mezcla del sentimiento de que estaba
representando un papel y de una «absoluta sinceridad y falta de reserva»35. Esta conjunción sólo era
posible gracias a una genuina inocencia en parte debida a una educación de la que se había excluido
31
HORACE B. SAMUEL, «The Psychology of Disraeli», en Modernities, Londres, 1914.
J. A. FROUDE concluye así su biografía de Lord Beaconsfield, 1890: «El objetivo con el que comenzó en la vida era
distinguirse por encima de todos sus contemporáneos, y por salvaje que tal ambición debió parecer, le otorgó al final el
p
remio por el que había luchado tan valientemente.»
33
SIR JOHN SKLETON, op. Cit.
34
En su novela Tancred, 1847.
35
SIR JOHN SKLETON, op. cit.
32
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toda específica influencia judía36. Pero la buena conciencia de Disraeli era también debida al hecho
de haber nacido inglés. Inglaterra no conocía ni las masas judías ni la pobreza judía, puesto que
había admitido a los judíos siglos después de su expulsión en la Edad Media; los judíos portugueses
que se instalaron en Inglaterra en el siglo XVIII eran ricos y cultos. Sólo al final del siglo XIX,
cuando los pogroms en Rusia iniciaron las modernas emigraciones, penetró en Londres la pobreza
judía, y junto con ésta, la diferencia entre las masas judías y sus hermanos acomodados. En la época
de Disraeli, la cuestión judía, en su forma continental, resultaba completamente desconocida,
porque en Inglaterra sólo vivían judíos gratos al Estado. En otras palabras, los «judíos de
excepción» ingleses no eran conscientes de ser excepciones como sus hermanos continentales.
Cuando Disraeli despreciaba la «perniciosa doctrina de los tiempos modernos, la igualdad natural
de los hombres»37, seguía conscientemente los pasos de Burke, que había «preferido los derechos de
un inglés a los Derechos del Hombre», pero ignoraba la situación presente entonces en la que los
derechos de unos pocos habían sido reemplazados por los derechos de todos. También se mostraba
desconocedor de las auténticas condiciones del pueblo judío, y tan convencido de la «influencia de
la raza judía en las comunidades modernas», que exigió abiertamente que los judíos «recibieran
todos los honores y favores de las razas septentrionales y occidentales, que, en las naciones
civilizadas y refinadas, corresponden a aquellos que agradan al gusto público y elevan el
sentimiento público»38. Como la influencia política de los judíos en Inglaterra se centraba en torno a
la rama inglesa de los Rothschild, se sintió muy orgulloso de la ayuda que los Rothschild prestaron
a la derrota de Napoleón, y no vio razón alguna para no ser franco en sus opiniones políticas como
judío39. Como judío bautizado, jamás fue, desde luego, portavoz oficial de ninguna comunidad
judía, pero es cierto que él era el único judío de su clase y de su siglo que, tanto como supo, trató de
representar políticamente al pueblo judío.
Disraeli, que nunca negó que «el hecho fundamental (en él) era el de ser judío»40, sentía una
admiración por todo lo judío a la que sólo igualaba su ignorancia por todo lo judío. La mezcla de
orgullo y de ignorancia acerca de estas materias resultaba característica de todos los judíos recientemente asimilados. La gran diferencia es que Disraeli conocía aún un poco menos del pasado y del
presente de los judíos y por eso se atrevía a hablar tan abiertamente de lo que otros revelaban en la
penumbra semiconsciente de normas de conducta dictadas por el temor y la arrogancia.
El resultado político de la capacidad de Disraeli para medir las posibilidades judías por las
aspiraciones políticas de un pueblo normal fue más serio; casi automáticamente dio lugar a todo el
grupo de teorías sobre la influencia judía que hallamos habitualmente en las más horrendas formas
de antisemitismo. En primer lugar, se consideró a sí mismo el «hombre elegido de la raza
elegida»41. ¿Qué mejor prueba que su propia carrera? Un judío sin nombre ni riquezas, ayudado tan
sólo por unos pocos banqueros judíos, ascendió a la posición del primer hombre de Inglaterra; uno
de los parlamentarios menos populares se convirtió en primer ministro y logró una genuina
popularidad entre aquellos que durante largo tiempo «le habían considerado como un charlatán y
tratado como a un paria»42. El éxito político nunca le satisfizo. Era más difícil y más importante ser
admitido en la sociedad de Londres que conquistar la Cámara de los Comunes, y era ciertamente un
triunfo mayor ser elegido miembro del club gastronómico de Grillion —«una selecta camarilla de la
que acostumbraban a surgir los políticos de ambos partidos, pero de la que son rigurosamente
excluidos los socialmente reprobables»43— que llegar a ministro de su majestad. La máxima cota,
deliciosamente inesperada, de todosestos dulces triunfos, fue la sincera amistad de la reina. Si en
36
El mismo Disraeli señaló: «No crecí entre mi raza y fui instruido con gran prejuicio contra ella.» Por lo que se refiere
a su procedencia familiar, véase especialmente «Benjamin Disraeli, Juden und Judentum», de JOSEPH CARO, en
Monatsschrift fur und Wissenschaft des Judentums, 1932, año 76.
37
Lord George Bentinck. A Political Biography, Londres, 1832, 496.
38
Ibíd., p. 491.
39
Ibíd., p. 497 y ss.
40
MONYPENNY y BUCKLE, op. cit., p. 1507.
41
HORACE S. SAMUEL, op. cit.
42
MONYPENNY y BUCKLE. op. Cit., p. 147.
43
Ibíd.
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Inglaterra la monarquía había perdido la mayoría de sus prerrogativas políticas en una NaciónEstado estrictamente controlada y constitucional, había ganado y conservado una indiscutible
primacía en la sociedad inglesa. Al medir la grandeza del triunfo de Disraeli tendría que recordarse
que lord Robert Cecil, uno de sus eminentes colegas del partido conservador, todavía podía,
alrededor de 1850, justificar un ataque especialmente duro declarando que «sencillamente hablaba
de lo que cada uno dice de Disraeli en privado y nadie dirá en público»44. La mayor victoria de
Disraeli consistió en que finalmente nadie dijo en privado lo que no le habría halagado y agradado
si se hubiera dicho en público. Fue precisamente esta singular ascensión a la genuina popularidad lo
que logró Disraeli a través de una política de ver sólo las ventajas y de referirse sólo a los
privilegios de haber nacido judío.
Parte de la buena fortuna de Disraeli fue el hecho de que siempre encajara en su tiempo y que, en
consecuencia, sus numerosos biógrafos le comprendieron más completamente de lo que suele ser el
caso con la mayoría de los grandes hombres. Era la viva encarnación de la ambición, esa poderosa
pasión que había desarrollado en un siglo aparentemente no inclinado a hacer distinciones ni
diferencias. Carlyle, en cualquier caso, que interpretó toda la historia del mundo según un ideal
decimonónico del héroe, se hallaba claramente equivocado cuando se negó a recibir un título de
manos de Disraeli45. Ningún otro hombre entre sus contemporáneos se correspondía tan bien con los
héroes de Carlyle como Disraeli, con su concepto de la grandeza como tal, desprovisto de todos los
logros específicos; ningún otro hombre cumplió tan exactamente lo que el final del siglo XIX
exigía del genio encarnado como ese charlatán que se tomó su papel en serio y que desempeñó el
gran papel del Gran Hombre con una auténtica ingenuidad y un abrumador despliegue de
fantásticos trucos y de un atrayente talento artístico. Los políticos se embelesaron con el charlatán
que transformó las aburridas transacciones económicas en sueños de sabor oriental; y cuando la
sociedad percibió un aroma de magia negra en las astutas combinaciones de Disraeli, el «Gran
Mago» ya había conquistado el corazón de su tiempo.
La ambición de Disraeli por distinguirse de los demás mortales y su anhelo de la sociedad
aristocrática eran típicos de la clase media de su época y de su país. No fueron las razones políticas
ni los motivos económicos, sino el ímpetu de su ambición social, lo que le hizo afiliarse al partido
conservador y seguir una política en la que siempre escogería «la hostilidad hacia los whigs y la
alianza con los radicales»46. En ningún país europeo lograron las clases medias suficiente
autorrespeto para conformar a su intelligentsia con su status social, de forma tal que la aristocracia
pudo continuar determinando la escala social cuando ya había perdido toda significación política. El
desgraciado filisteo alemán descubrió su «personalidad innata» en su desesperada lucha contra la
arrogancia de casta, que había surgido del declive de la nobleza y de la necesidad de proteger a los
títulos aristocráticos contra el dinero burgués. Las vagas teorías sobre la sangre y el estricto control
de los matrimonios son más bien fenómenos recientes en la historia de la aristocracia europea.
Disraeli sabía mucho mejor que los filisteos alemanes lo que se necesitaba para cumplir las
exigencias de la aristocracia. Todos los intentos de la burguesía por lograr un status social no
consiguieron convencer a la arrogancia aristocrática, porque tenían en cuenta a los individuos y
carecían del elemento más importante de la vanidad de casta, el orgullo del privilegio sin esfuerzo
ni mérito individuales, simplemente por virtud del nacimiento. La «personalidad innata» jamás
podía negar que su desarrollo exigía una educación y un esfuerzo especial del individuo. Cuando
Disraeli «apeló al orgullo de raza para enfrentarlo con el orgullo de casta»47, sabía que el status
social de los judíos, pese a todo lo que pudiera decirse, al menos dependía exclusivamente del
hecho del nacimiento y no de sus logros.
44
El artículo de Robert Cecil apareció en el órgano más autorizado del Partido tory, la Quarterly Review. Véase, de
MONYPENNY y BUCKLE, op. cit., pp. 19-22.
45
Esto sucedió en fecha tan tardía como 1874. Se dice que Carlyle llamó a Disraeli «un maldito judío» y «el peor
hombre que nunca haya vivido». Véase, de CARO, op. cit.
46
Lord Salisbury, en un artículo publicado en la Quarterly Review, 1869.
47
E. T. RAYMOND, Disraeli. The Alien Patriot, Londres, 1925, p. 1.
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Disraeli llegó incluso a dar un paso más. Sabía que la aristocracia, que año tras año había visto
comprar títulos a hombres de clase media adinerada, se hallaba obsesionada por muy serias dudas
acerca de su propio valor. Por eso la derrotó en su propio juego, recurriendo a su imaginación más
bien vulgar y popular, para señalar temerariamente cómo los ingleses «procedían de una raza
advenediza e híbrida, mientras que él mismo descendía de la más pura sangre de Europa»; cómo «la
vida de un par inglés» se hallaba «principalmente regulada por leyes árabes y costumbres sirias»;
cómo «una judía es la reina de los cielos», o que «la flor de la raza judía se halla ahora sentada a la
diestra del Señor Dios de Sabaoth»48. Y cuando escribió, finalmente, que «ya no existe en realidad
una aristocracia en Inglaterra, porque la superioridad del hombre animal es una calidad esencial de
aristocracia»49, había tocado en realidad el punto más débil de las modernas teorías raciales
aristocráticas, que habían de ser más tarde el punto de partida de las opiniones racistas de los
burgueses encumbrados.
El judaísmo y la pertenencia al pueblo judío degeneraron en un simple hecho de nacimiento sólo
entre la judería asimilada. Originalmente, el judaísmo había significado una religión específica, una
nacionalidad específica, la participación en recuerdos específicos y esperanzas específicas, y, al
menos entre los judíos privilegiados, significaba el compartir específicas ventajas económicas. La
secularización y la asimilación de la intelligentsia judía habían alterado la autoconciencia y la
autointerpretación de tal forma que nada quedaba de los antiguos recuerdos y esperanzas sino la
conciencia de pertenecer a un pueblo elegido. Disraeli, aunque no fue el único «judío de excepción»
que creyó en su propia calidad de elegido sin creer en El que escoge y rechaza, fue el único que
logró desarrollar completamente toda una doctrina racial de este concepto desprovisto de una
misión histórica. Estaba dispuesto a sostener que el principio semítico «representa todo lo que de
espiritual hay en nuestra naturaleza», que «las vicisitudes de la Historia hallan su solución principal
en la raza», que es la «clave de la Historia», pese a la «lengua y la religión», porque «sólo hay algo
que hace una raza y ese algo es la sangre», y sólo hay una aristocracia, la «aristocracia de la
naturaleza», constituida por «una raza sin mezcla y una organización de primera clase»50.
No es necesario subrayar la íntima relación de estas ideas con las más modernas ideologías
raciales, y el descubrimiento de Disraeli es una prueba más de cómo sirvieron para combatir
sentimientos de inferioridad social. Porque si finalmente las doctrinas raciales sirvieron a propósitos
mucho más siniestros e inmediatamente políticos, es cierto que gran parte de su plausibilidad y de
su capacidad de persuasión descansan en el hecho de que ayudaban a cualquiera a sentirse un
aristócrata que había sido seleccionado por su nacimiento sobre la base de una calificación «racial».
No dañaba esencialmente a la doctrina el hecho de que los nuevos seres de selección no
pertenecieran a una élite, no fueran unos pocos elegidos —lo que, después de todo, había sido algo
inherente al orgullo del noble—, sino que tuvieran que compartir su calidad de selectos con una
muchedumbre creciente, porque aquellos que no pertenecían a la raza escogida crecían
numéricamente en la misma proporción.
Las doctrinas raciales de Disraeli, sin embargo, no fueron tanto el resultado de su extraordinaria
comprensión de las normas de la sociedad como el desarrollo de la secularización específica de la
judería asimilada. La intelligentsia judía no sólo se vio arrastrada por el proceso general de
secularización, que en el siglo XIX había perdido ya el atractivo revolucionario de la Ilustración
junto con la confianza en una humanidad independiente y segura de sí y por eso quedó indefensa
ante la transformación de las creencias religiosas antiguamente genuinas en supersticiones. La
intelligentsia judía se vio también expuesta a la influencia de los reformadores judíos que deseaban
trocar una religión nacional en una denominación religiosa. Para lograrlo tenían que transformar los
dos elementos básicos de la piedad judía —la esperanza mesiánica y la fe en Israel como pueblo
elegido—, y borraron de los libros de rezos judíos las visiones de una postrer restauración de Sión
con la devota esperanza en el último día entre los días cuando concluyera la segregación del pueblo
48
H. B. SAMUEL, op. cit., DISRAELI, Tancred, y Lord George Bentinck, respectivamente.
En su novela Coningsby, 1844.
50
Véanse Lord George Bentinck y las novelas Endymion, 1881, y Coningsby
49
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judío de las demás naciones de la Tierra. Sin la esperanza mesiánica, la idea del pueblo elegido
significaba segregación eterna; sin fe en la calidad de elegidos que atribuía a un pueblo específico la
redención del mundo, la esperanza mesiánica se evaporaba en una oscura nube de filantropía
general y un universalismo que se tornaron característicos del entusiasmo político específicamente
judío.
El más fatídico elemento de la secularización judía fue el hecho de que se separara el concepto
de pueblo elegido de la esperanza mesiánica cuando en la religión judía estos dos elementos eran
dos aspectos del plan divino de redención de la Humanidad. Al margen de la esperanza mesiánica
surgió esa inclinación hacia soluciones finales de los problemas políticos, orientadas nada menos
que al establecimiento de un paraíso en la Tierra. Al margen de la creencia de haber sido elegidos
por Dios surgió esa fantástica ilusión, compartida tanto por los judíos no creyentes como por los no
judíos, según la cual los judíos son por naturaleza más inteligentes, mejores, más sanos y más aptos
para la supervivencia —el motor de la Historia y la sal de la Tierra—. El entusiasmado intelectual
judío que soñaba con el paraíso en la Tierra, tan seguro de hallarse libre de todos los lazos y
prejuicios nacionales, estaba de hecho más alejado de la realidad política que de sus padres, que
habían rezado por la llegada del Mesías y el retorno del pueblo a Palestina. Por otra parte, los
asimilacionistas, que sin ninguna entusiástica esperanza se habían convencido ellos mismos de que
eran la sal de la Tierra, estaban más alejados de las naciones por esta profana vanidad de lo que
habían estado sus padres por obra de la barrera de la Ley, que, como se creía fielmente, separaba a
Israel de los gentiles, pero que sería destruida en los días del Mesías. Fue este orgullo de los «judíos
de excepción», que eran demasiado «ilustrados» para creer en Dios y, sobre la base de su
excepcional posición en todas partes, suficientemente supersticiosos como para creer en ellos
mismos, lo que realmente destruyó los fuertes lazos de piadosa esperanza que habían ligado a Israel
con el resto de la Humanidad.
La secularización, por eso, determinó finalmente esa paradoja, tan decisiva para la psicología de
los judíos modernos, por la cual la asimilación judía —en su liquidación de la conciencia nacional,
en su transformación de una religión nacional en una denominación confesional y en su forma de
responder a las frías y ambiguas demandas del Estado y la sociedad con recursos igualmente
ambiguos y con trucos psicológicos— engendró un muy auténtico chauvinismo judío, si por
chauvinismo entendemos el nacionalismo pervertido en el que (en palabras de Chesterton) «el
individuo es él mismo lo que adora; el individuo es su propio ideal e incluso su propio ídolo». A
partir de entonces el antiguo concepto religioso de pueblo elegido ya no fue la esencia del judaísmo;
se trocó en la esencia de la judeidad
Esta paradoja halló en Disraeli su más poderosa y atrayente encarnación. Era un inglés
imperialista y un judío chauvinista; pero no es difícil perdonar un chauvinismo que era más bien un
juego de la imaginación, porque, al fin y al cabo, «Inglaterra era el Israel de su imaginación»51; Y
tampoco es difícil perdonar su imperialismo inglés, que tan poco en común tenía con la pura
voluntad de la expansión por la expansión, dado que, después de todo, no fue jamás «un inglés de
cuerpo entero y estaba orgulloso del hecho»52. Todas estas curiosas contradicciones, que tan
claramente indican que el Gran Mago nunca se tomó a sí mismo completamente en serio y que
siempre interpretó un papel para ganarse a la sociedad y hallar popularidad, se añadían a su singular
encanto e introdujeron en todas sus manifestaciones un elemento de entusiasmo de charlatán y una
ensoñación que le distinguieron tan profundamente de los imperialistas posteriores. Fue
suficientemente afortunado para soñar y actuar cuando Manchester y los hombres de negocios no se
habían apoderado todavía del sueño imperial y se mostraban áspera y furiosamente opuestos a las
«aventuras coloniales». Su fe supersticiosa en la sangre y en la raza —en la que mezclaba antiguas
y románticas consejas populares acerca de una poderosa conexión supranacional entre el oro y la
sangre— no aportaba sospechas de posibles matanzas tanto en África, en Asia o en la misma
Europa. Empezó como un escritor no demasiado bien dotado y siguió siendo un intelectual a quien
51
52
SIR JOHN SKLETON, op. cit.
HORACE B. SAMUEL, Op. cit.
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la suerte convirtió en miembro del Parlamento, jefe de su partido, primer ministro y amigo de la
reina de Inglaterra.
La noción de Disraeli acerca del papel d e los judíos en política se remonta a la época en que era
simplemente un escritor que aún no había iniciado su carrera política. Sus ideas sobre el tema no
son por eso resultado de una experiencia, pero se aferró a ellas durante el resto de su vida.
En su primera novela, Alroy (1833), Disraeli trazó un plan para un Imperio judío en el que los
judíos gobernarían como una clase estrictamente separada. La novela muestra la influencia de los
espejismos habituales acerca de las posibilidades de poder que tenían los judíos, tanto como la
ignorancia del joven autor respecto de las condiciones del poder en su tiempo. Once años más tarde,
la experiencia política en el Parlamento y la íntima relación con hombres prominentes le habían
enseñado a Disraeli que «los objetivos de los judíos, cualesquiera que hayan podido ser antes y
hasta ahora, estaban, en su día, ampliamente divorciados de la afirmación de una nacionalidad
política de forma alguna»53. En una nueva novela, Coningsby, abandonó el sueño de un Imperio
judío y desplegó un fantástico esquema según el cual el dinero judío domina la ascensión y caída de
cortes e imperios y gobierna de forma suprema en la diplomacia. Jamás renunció en toda su vida a
esta segunda noción acerca de una secreta y misteriosa influencia de los hombres elegidos de la raza
elegida, con la que reemplazó a su sueño anterior de una casta abiertamente constituida y
misteriosamente dominante. Se convirtió en el eje de su filosofía política. En contraste con los
banqueros judíos, a quienes Disraeli tanto admiraba y que otorgaban préstamos a los Gobiernos y
ganaban comisiones, él veía toda esa actividad con la incomprensión del extraño de que tales
posibilidades de poder pudieran ser manejadas día tras día por personas que no ambicionaban el
poder. Lo que no podía comprender era que un banquero judío estuviese aún menos interesado en
política que sus colegas no judíos; para Disraeli, en cualquier caso, resultaba evidente que la riqueza
judía era solamente un medio para la política judía. Cuanto más sabía acerca de la magnífica
organización de los banqueros judíos en cuestiones de negocios y de su intercambio internacional
de noticias e informaciones, más convencido se tornaba de que estaba tratando con algo parecido a
una sociedad secreta que, sin que nadie lo supiera, tenía los destinos del mundo en sus manos.
Es bien sabido que la fe en una conspiración de judíos, unidos por una sociedad secreta, alcanzó
el mayor valor propagandístico para la propaganda antisemita y superó con mucho a todas las
tradicionales supersticiones europeas acerca de muertes rituales y de envenenamiento de pozos.
Resulta muy significativo que Disraeli, por razones exactamente opuestas y en una época en que
nadie pensaba seriamente en las sociedades secretas, llegara a conclusiones idénticas, porque
muestra hasta qué punto tales elaboraciones eran debidas a motivos y resentimientos sociales y
cuánto más plausiblemente explicaban acontecimientos o actividades políticas y económicas que la
verdad más trivial. A los ojos de Disraeli, como a los ojos de muchos charlatanes menos conocidos
y famosos que le siguieron, todo el juego de la política se jugaba entre las sociedades secretas. No
sólo los judíos, sino cualquier otro grupo cuya influencia no estuviera políticamente organizada o
que se hallara en oposición con todo el sistema social y político, se tornaron para él en potencias
ocultas. En 1863 pensó que contemplaba «una lucha entre las sociedades secretas y los millonarios
europeos; hasta ahora va ganando Rothschild»54. Pero también «son proclamadas por las sociedades
secretas la igualdad natural de los hombres y la abolición de la propiedad»55. En fecha tan tardía
como 1870, todavía podía hablar seriamente de fuerzas «bajo la superficie» y creía sinceramente
que «las sociedades secretas y sus energías internacionales, la Iglesia de Roma y sus
reivindicaciones y métodos, el eterno conflicto entre la ciencia y la fe», actuaban para determinar el
curso de la historia humana56.
La increíble ingenuidad de Disraeli le impulsó a relacionar a todas estas fuerzas «secretas» con
los judíos. «Los primeros jesuitas eran judíos; esa misteriosa diplomacia rusa que tanto alarma a
53
MONYPENNY y BUCKLE, op. cit., p. 882.
Ibíd., p. 73. En una carta a Mrs. Brydges Williams, 21 de julio de 1863
55
Lord George Bentinck, p. 497.
56
En su novela Lothair, 1870.
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Europa occidental se halla organizada y es principalmente desempeñada por judíos; esa poderosa
revolución que en estos momentos se está preparando en Alemania Y que será de hecho una
segunda y más importante Reforma... se está desarrollando enteramente bajo los auspicios de los
judíos»; «hombres de raza judía se hallan a la cabeza de cada uno de los (grupos comunistas y
socialistas). ¡El pueblo de Dios coopera con los ateos; los más expertos acumuladores de
propiedades se alían con los comunistas; la raza peculiar y elegida estrecha las manos de la hez y de
las castas inferiores de Europa! Y todo esto porque desean destruir a esa ingrata Cristiandad que les
debe incluso su nombre y cuya tiranía ya no pueden soportar»57. En la imaginación de Disraeli el
mundo se había tornado judío.
En este espejismo singular se hallaba ya anticipado incluso el más ingenioso de los recursos de la
propaganda de Hitler, la revelación de una secreta alianza entre el capitalista judío y el socialista
judío. No puede negarse que todo el esquema, imaginario y fantástico tal como era, poseía una
lógica propia. Si uno partía, como hizo Disraeli, de la suposición de que los millonarios judíos eran
los que realizaban la política judía; si uno tomaba en cuenta los insultos que los judíos habían
sufrido durante siglos (que eran suficientemente reales, pero seguían siendo estúpidamente
exagerados por la propaganda apologética judía); si uno había conocido los ejemplos no
infrecuentes en los que el hijo de un millonario judío se convertía en dirigente del movimiento
obrero, y si sabía por experiencia cuán estrechamente ligados se hallaban como norma los lazos de
una familia judía, la concepción de Disraeli relativa a esa calculada venganza judía sobre los
pueblos cristianos no resultaba tan forzada. La verdad era, desde luego, que los hijos de los
millonarios judíos se inclinaban hacia los movimientos izquierdistas precisamente porque sus
padres, banqueros, jamás habían chocado abiertamente con los trabajadores. Por eso carecían
completamente de esa conciencia de clase que hubiera poseído el hijo de cualquier familia burguesa
ordinaria, mientras que, por otra parte, y exactamente por las mismas razones, los trabajadores no
albergaban esos sentimientos antisemitas abiertos u ocultos que cualquier otra clase mostraba hacia
los judíos. Obviamente, los movimientos izquierdistas en la mayoría de los países ofrecieron las
únicas posibilidades reales de asimilación.
La persistente tendencia de Disraeli a explicar la política en términos de las sociedades secretas
se hallaba basada en experiencias que más tarde convencerían a muchos intelectuales europeos de
menor categoría. Su experiencia básica le señalaba que era mucho más difícil conseguir un puesto
dentro de la sociedad inglesa que un escaño en el Parlamento. La sociedad inglesa de su tiempo se
congregaba en los clubs de moda, que eran independientes de las distinciones de partido. Los clubs,
aunque resultaban extremadamente importantes para la formación de una élite política, escapaban al
control público. Para un extraño tenían que parecer, desde luego, muy misteriosos. Eran secretos en
tanto en cuanto no todo el mundo era admitido en tales círculos. Se tornaron misteriosos sólo
cuando los miembros de otras clases solicitaron la admisión y, o bien se les negaba, o bien eran
admitidos tras una plétora de dificultades incalculables, imprevisibles y aparentemente irracionales.
No hay duda de que ningún honor político podía sustituir a los triunfos que proporcionaba la íntima
asociación con los privilegiados. Resulta bastante significativo que las ambiciones de Disraeli no
padecieran ni siquiera al final de su vida, cuando experimentó graves derrotas políticas, porque
siguió siendo «la figura más destacada de la sociedad londinense»58.
En su ingenua certidumbre de la importancia general de las sociedades secretas, Disraeli fue un
precursor de los nuevos estratos sociales que, nacidos fuera del marco de la sociedad, jamás
57
Lord George Bentinck.
MONYPENNY y BUCKLE, op. cit., p. 1470. Esta excelente biografía proporciona una seria estimación del triunfo
de Disraeli. Tras haber citado In Memoriam de Tennyson, canto 64, continúa como sigue: «En un aspecto el éxito de
Disraeli fue más sorprendente y completo de lo que sugirieron los versos de Tennyson; no sólo ascendió por la escala
política hasta el más alto peldaño y ‘perfiló el susurro del trono’; conquistó también a la Sociedad. Dominó los
comedores y lo que podríamos denominar salones de Mayfair..., y su triunfo social, sea lo que fuere lo que pensaran loa
filósofos sobre su valor intrínseco, no fue ciertamente menos difícil de conseguir que el político para un despreciado y
extraño y resultó quizás más dulce a su paladar» (p. 1506).
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pudieron comprender adecuadamente sus normas. Se hallaron ellos mismos en una situación en la
que distinciones entre la sociedad y la política resultaban constantemente enturbiadas y donde, a
pesar de las condiciones aparentemente caóticas, siempre ganaban los mismos estrechos intereses
de clase. El extraño sólo podía deducir que una institución conscientemente establecida y con
objetivos definidos era la que lograba tan notables resultados. Y es cierto que todo este juego de la
sociedad necesitaba tan sólo una resuelta voluntad política para transformar este semiconsciente
despliegue de intereses y maquinaciones esencialmente carentes de propósito en una política
definida. Esto es lo que ocurrió brevemente en Francia durante el affaire Dreyfus y en Alemania
durante la década que precedió a la ascensión de Hitler al poder.
Disraeli, sin embargo, no sólo se hallaba al margen de lo inglés, estaba también fuera de todo lo
judío y también de su sociedad. Sabía poco de la mentalidad de los banqueros judíos, a quienes tan
profundamente admiraba, y se hubiera mostrado decepcionado si hubiese comprendido que estos
«judíos de excepción», a pesar de su exclusión de la sociedad burguesa (jamás trataron realmente de
ser admitidos), compartían su más importante principio político, según el cual la actividad política
giraba en torno a la protección de la propiedad y de los beneficios. Disraeli vio, y se sintió
impresionado por él, sólo a un grupo sin una organización política dirigida hacia el exterior y cuyos
miembros seguían conectados por una aparente infinidad de relaciones familiares y económicas. Su
imaginación entraba en juego siempre que había de tratar con ellos, y creyó que todo quedaba
«probado» —cuando, por ejemplo, las acciones del Canal de Suez fueron ofrecidas al Gobierno
inglés gracias a la información de Henry Oppenheim (que se había enterado de que el khedive de
Egipto ansiaba venderlas) y la venta fue realizada mediante un préstamo de cuatro millones de
libras esterlinas otorgado por Lionel Rothschild.
Las convicciones raciales de Disraeli y sus teorías relativas a las sociedades secretas procedían,
en su último análisis, de su deseo de explicar algo misterioso y en realidad quimérico. No podía
obtener una realidad política del quimérico poder de los «judíos de excepción»; pero podía, y lo
hizo, ayudar a transformar las quimeras en temores públicos y entretener a una sociedad aburrida
con muy peligrosos cuentos de hadas.
Tan consecuente como el más fanático racista, Disraeli habló solamente con desprecio del
«moderno y novedoso principio sentimental de la nacionalidad»59. Odiaba a la igualdad política
sobre la base de la Nación-Estado y temía por la supervivencia de los judíos bajo sus condiciones.
Suponía que la raza podía proporcionar un refugio, tanto social como político, contra la igualación.
Y, dado que conocía a la nobleza de su tiempo mucho mejor de lo que llegaría a conocer al pueblo
judío, no es sorprendente que llegara a modelar el concepto de raza según aristocráticos conceptos
de casta.
Sin duda, tales conceptos de los subprivilegiados socialmente podrían haber llegado lejos, pero
habrían tenido escaso significado en la política europea si no se hubieran topado con necesidades
políticas reales cuando, tras la rebatiña de África, tuvieron que ser adaptados a objetivos políticos:
Esta voluntad de creer en el papel de la sociedad burguesa hizo de Disraeli el único judío del siglo
XIX en recibir su parte de genuina popularidad. No fue culpa suya que la misma inclinación que fue
responsable de su considerable y singular fortuna condujera a la postre a la gran catástrofe de su
pueblo.
3. ENTRE EL VICIO Y EL DELITO
París ha sido justamente denominada la capitale du dix-neuvième siècle (Walter Benjamin).
Pleno de promesas, el siglo XIX había empezado con la Revolución Francesa, y durante más de
cien años fue testigo de la vana lucha contra la degeneración del citoyen en bourgeois. Alcanzó su
nadir en el «affaire Dreyfus» y tuvo otros catorce años de morboso respiro. La primera guerra
mundial todavía pudo ser ganada por el atractivo jacobino Clemenceau, el último hijo de la
59
Ibíd., vol. I, libro 3.
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Revolución, pero el glorioso siglo de la nation par excellence llegaba a su fin60 y París fue
abandonado, sin significación política y sin esplendor social, a la vanguardia intelectual de todos los
países. Francia desempeñó un papel muy pequeño en el siglo XX, que comenzó, inmediatamente
después de la muerte de Disraeli, con la rebatiña de Africa y con la competencia por el dominio
imperialista en Europa. Su declive, por eso, en parte provocado por la expansión económica de otras
naciones y, en parte, por desintegración interna, pudo asumir formas y seguir leyes que parecían
inherentes a la Nación-Estado.
Hasta cierto punto, lo que pasó en Francia en las décadas de los 80 y los 90 sucedió treinta o
cuarenta años más tarde en todas las Naciones-Estados de Europa. A pesar de las distancias
cronológicas, las Repúblicas de Weimar y de Austria tenían históricamente mucho en común con la
III República, y ciertas estructuras políticas y sociales de Alemania y Austria en las décadas de los
20 y los 30 parecían seguir casi conscientemente el modelo de la Francia fin-de-siècle.
En cualquier caso, el antisemitismo del siglo XIX alcanzó su cota máxima en Francia, y fue
derrotado porque siguió siendo una cuestión de política interior sin contacto con tendencias
imperialistas, que allí no existían. Las características principales de este tipo de antisemitismo
reaparecieron en Alemania y en Austria tras la primera guerra mundial, y su efecto social sobre las
respectivas juderías fue casi el mismo, aunque menos agudo, menos extremado y más alterado por
otras influencias61.
La razón principal, sin embargo, para la elección de los salones del Faubourg Saint-Germain
como un ejemplo del papel de los judíos en la sociedad no judía es la de que en ninguna otra parte
ha existido una sociedad igualmente grande o una más fidedigna documentación sobre ella. Cuando
Marcel Proust, él mismo medio judío y dispuesto a identificarse como judío en situaciones de
emergencia, comienza a buscar el «tiempo perdido», escribió realmente lo que uno de los críticos
que le admiraban denominó una apologia pro vita sua. La vida del más importante escritor de la
Francia del siglo XX transcurrió exclusivamente en sociedad. Todos los acontecimientos se le
presentaban como reflejados en la sociedad y reconsiderados por el individuo, de forma tal que las
reflexiones y las reconsideraciones constituyen la específica realidad y la urdimbre del mundo de
Proust62. A través de A la búsqueda del tiempo perdido, el individuo y sus reconsideraciones
pertenecen a la sociedad, incluso cuando se retira a la muda y aislada soledad en la que el propio
Proust desapareció finalmente cuando decidió escribir su obra. Allí su vida interior, que insistía en
transformar todos los acontecimientos mundanos en experiencias interiores, se tornó como un
espejo en cuya reflexión podía aparecer la verdad. El contemplador de la experiencia interna se
asemeja al observador de la sociedad hasta el punto de que carece de una inmediata proximidad a la
vida y de que percibe la realidad sólo si es reflejada. Proust, nacido en el filo de la sociedad, pero
todavía legítimamente dentro de ella aunque fuera como forastero, amplió esta experiencia interna
hasta incluir toda la gama de aspectos tal como aparecían y eran reflejados por todos los miembros
de la sociedad.
No hay, desde luego, mejor testigo de este período en el que la sociedad se había emancipado
completamente de las tareas públicas y cuando la misma política se estaba convirtiendo en parte de
la vida social. La victoria de los valores burgueses sobre el sentido ciudadano de responsabilidad
significó la descomposición de las cuestiones políticas en sus deslumbrantes y fascinantes reflejos
60
YVES SIMON, La Grande Crise de la République Française, Montreal, 1941, página 20: «El espíritu de la
Revolución Francesa sobrevivió a la derrota de Napoleón durante más de un siglo... Triunfó, pero sólo para esfumarse
inadvertidamente el 11 de noviembre de 1918. ¿La Revolución Francesa? Sus fechas han de corresponder seguramente
a los años 1789 y 1918.»
61
El hecho de que ciertos fenómenos psicológicos no se produjeran de forma tan aguda entre los judíos alemanes y
austríacos, puede ser parcialmente debido a la fuerte influencia del movimiento sionista sobre los intelectuales judíos de
esos dos Países. El sionismo, durante la década siguiente a la primera guerra mundial, e incluso en la década que
precedió a ésta, debió su fuerza no tanto a su penetración Política (y no determinó convicciones políticas) como a su
análisis crítico de las reacciones psicológicas y de los hechos sociológicos. Su influencia fue principalmente Pedagógica
y sobrepasó el círculo relativamente pequeño de los miembros del movimiento sionista.
62
Compárense con las interesantes observaciones sobre el tema, formuladas por E. LEVINAS, «L'Autre dans Proust»,
en Deucalion, núm. 2, 1947.
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sobre la sociedad. Debe añadirse que el mismo Proust fue un verdadero exponente de esta sociedad,
porque se hallaba comprometido en dos de los «vicios» que más de moda estaban, que él, «el más
grande testigo del judaísmo desjudaizado», relacionó en la «más negra comparación que jamás se
ha hecho en favor del judaísmo occidental»63: el «vicio» de la judeidad y el «vicio» de la
homosexualidad, y que en su reflexión y en su reconsideración individuales se tornaron por lo
demás muy semejantes64.
Fue Disraeli quien descubrió que el vicio no es más que el correspondiente reflejo del delito en la
sociedad. La perversidad humana, aunque aceptada por la sociedad, dejó de ser un acto de la
voluntad para convertirse en una cualidad inherente y psicológica que el hombre no podía rechazar,
sino que le era impuesta desde afuera y que le gobernaba tan coactivamente como la droga domina
al adicto. Al asimilar el delito y transformarlo en vicio, la sociedad niega toda responsabilidad y
establece un mundo de fatalidades en el que se ven enredados los mismos hombres. Pero la
consideración moralista que hacía un delito de cada alejamiento de la norma, a la que los círculos de
moda acostumbraban a considerar estrecha y filistea, aunque denotaba una escasa comprensión
psicológica, al menos indicaba un gran respeto por la dignidad humana. Si el delito era considerado
como un tipo de fatalidad, natural o económica, todo el mundo resultaría finalmente sospechoso de
algún tipo de predestinación especial hacia él. «El castigo es el derecho del delincuente», del que
está privado si (en palabras de Proust) «los jueces deciden, y se hallan más dispuestos a, perdonar el
homicidio en los invertidos y la traición en los judíos por razones derivadas de... la predestinación
racial». Es una atracción hacia el homicidio y hacia la traición la que se oculta tras esa pervertida
tolerancia, porque en un momento puede trocarse en la decisión de liquidar no sólo a todos los
delincuentes actuales, sino a todos los que se hallen «racialmente» predestinados a cometer ciertos
delitos. Tales cambios suceden allí donde la máquina legal y política no está separada de la
sociedad de forma tal que las normas sociales pueden penetrar en ella y convertirse en normas
políticas y legales. La aparente amplitud de criterio que iguala al delito y al vicio, si es autorizada a
establecer su propio cóigo legal, resultará invariablemente más cruel e inhumana que las leyes, por
severas que éstas sean, que respetan y reconocen la responsabilidad independiente del hombre por
su conducta.
El Faubourg Saint-Germain, sin embargo, como Proust lo describe, se hallaba en las primeras
fases de esta evolución. Admitía a los invertidos porque se sentía atraído por lo que juzgaba ser un
vicio. Proust describe cómo monsieur de Charlus, que anteriormente había sido tolerado, «a pesar
de su vicio», por su encanto personal y por su antiguo apellido, ascendía entonces a las alturas
sociales. Ya no necesitaba vivir una doble vida y ocultar sus dudosas amistades, sino que se le
animaba a llevarlas a los círculos de moda. Los temas de conversación que anteriormente habría
evitado —el amor, la belleza, los celos— para que nadie sospechara de su anomalía, eran ahora
recibidos ávidamente «en razón de la experiencia extraña, secreta, refinada y monstruosa en la que
fundaba» sus opiniones65.
Algo muy similar sucedió con los judíos. Las excepciones individuales, los judíos ennoblecidos,
habían sido tolerados e incluso bien recibidos en la sociedad del Segundo Imperio, pero ahora los
judíos como tales se tornaban crecientemente populares. En ambos casos, la sociedad distaba de
verse impulsada a una revisión de los prejuicios. No dudaban de que los homosexuales fueran
«delincuentes» ni de que los judíos fueran «traidores»; sólo revisaban su actitud hacia el delito y la
traición. Lo malo de su nueva tolerancia no era, desde luego, que ya no se sentían horrorizados ante
los invertidos, sino que ya no experimentaban horror ante el delito. Ni dudaban en absoluto del
criterio convencional. La enfermedad mejor oculta del siglo XIX, su terrible aburrimiento y su
lasitud general, había estallado como un absceso. Los proscritos y los parias a los que recurría la
63
J. E. VAN PRAAG, «Marcel Proust, témoin du judaïsme déjudaïsé», en Revue Juive de Genève, 1937, núms. 48, 49 y
50. Una curiosa coincidencia (¿O es más que una coincidencia?) se produce en la película Crossfire, que se refiere a la
cuestión judía. El argumento procede de The Brick Foxhole, de RICHARD BROOKS, en donde el judío asesinado de
Crossfire era un homosexual.
64
Para lo que sigue, véase especialmente Sodome et Gomorrhe, parte I, pp. 20-45.
65
Sodome et Gomorrhe, parte II, cap. III.
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sociedad en su situación, cualesquiera que fuese lo que hubieran sido, al menos no se sentían
acosados por el tedio, y si hemos de confiar en el juicio de Proust, eran los únicos en la sociedad
fin-de-siècle que todavía eran capaces de apasionarse. Proust nos conduce a través del laberinto de
las relaciones y de las ambiciones sociales sólo mediante el hilo de la capacidad humana para el
amor, que es presentado en la pervertida pasión de monsieur de Charlus por Morel, en la
devastadora lealtad del judío Swann por su cortesana y en los desesperados celos del propio autor
por Albertine, personificación del vicio en la novela. Proust señaló muy claramente que consideraba
a los extraños y a los recién llegados, a los habitantes de Sodome et Gomorrhe, no sólo más
humanos, sino más normales.
La diferencia entre el Faubourg Saint-Germain, que había descubierto súbitamente el atractivo de
los judíos y de los invertidos, y el populacho que gritaba: «¡Mueran los judíos!», era que los salones
todavía no se habían ligado abiertamente con el delito. Esto significaba que, por un lado, no
deseaban participar activamente en la matanza y que, por otro, todavía profesaban abiertamente
antipatía por los judíos y horror por los invertidos. Todo esto determinaba esa situación típicamente
equívoca en la que los nuevos miembros no podían confesar claramente su identidad y, sin embargo, tampoco podían ocultarla. Tales eran las condiciones de las que surgió el complicado juego
de exposición y ocultamiento, de confesiones a medias y de engañosas distorsiones, de exagerada
humildad y de exagerada arrogancia, que, en conjunto, eran consecuencia del hecho de que era la
judeidad de uno (o su homosexualidad) la que le había abierto las puertas de los salones exclusivos,
mientras que al mismo tiempo hacían extremadamente insegura su propia posición. En esta
situación equívoca, la judeidad era para cada judío a la vez una tacha física y un misterioso
privilegio personal, inherentes ambos a una «predestinación racial».
Proust describe extensamente cómo la sociedad, siempre en busca de lo extraño, lo exótico y lo
peligroso, identifica al final lo refinado con lo monstruoso y está dispuesta a permitir
monstruosidades —reales o fingidas— tales como la extraña y poco común «obra rusa o japonesa,
interpretada por actores nativos»66; el «pintado, tripudo y ajustadamente abotonado personaje (del
invertido), que recordaba una caja de exótico y dudoso origen de la que se escapa tal curioso olor a
frutas que, al simple pensamiento de probarlas, se conmueve el corazón»67; el «hombre de genio»,
de quien se supone que emana un «sentido de lo sobrenatural» y en torno del cual la sociedad «se
agolpará como ante un velador en movimiento para aprender el secreto de lo Infinito»68. En la
atmósfera de esta nigromancia, un caballero judío o una dama turca podían parecer «como si
realmente fuesen criaturas evocadas por el esfuerzo de un médium»69.
Es obvio que el papel de lo exótico, lo extraño y lo monstruoso no podía ser interpretado por
aquellos «judíos» que, durante casi un siglo, habían sido admitidos y tolerados como «extranjeros
advenedizos» y de «cuya amistad nadie habría soñado siquiera en enorgullecerse»70. Encajaban
mucho mejor, desde luego, aquellos a quienes nadie había conocido nunca, que, en la primera fase
de su asimilación, no se hallaban identificados con la comunidad judía ni eran representativos de
ésta, porque tal identificación con entidades bien conocidas habría limitado considerablemente la
imaginación y las esperanzas de la sociedad. Eran admitidos aquellos que, como Swann, poseían un
inestimable olfato para la sociedad y un gusto en general; pero más entusiásticamente acogidos eran
quienes, como Bloch, pertenecían a «una familia de escasa reputación [y] tenían que soportar, como
si estuvieran en el fondo del Océano, la incalculable presión que les imponían no sólo los cristianos
de la superficie, sino también todas las sucesivas capas de castas judías superiores a la suya, cada
una de las cuales aplastaba con su desprecio a la inmediata inferior». El deseo de la sociedad por
recibir al profundamente extraño y, como se creía, profundamente vicioso, eliminó esa ascensión de
varias generaciones en virtud de la cual los recién llegados tenían que «abrirse camino hasta el aire
66
Ibid.
Ibid.
68
Le côté de Guermantes, parte I, cap. I.
69
Ibid.
70
Ibid.
67
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libre, elevándose de familia judía en familia judía»71.No fue accidental el que esto sucediera poco
después de que la judería francesa nativa, durante el escándalo de Panamá, cediera ante la iniciativa
y la falta de escrúpulos de algunos aventureros judíos alemanes; las excepciones individuales, con o
sin título, que hasta entonces buscaban la sociedad de los salones antisemitas y monárquicos, donde
podían soñar con los buenos días idos del Segundo Imperio, se encontraron en la misma categoría
que judíos a los que jamás hubieran invitado a sus casas. Si la judeidad como excepcionalidad era la
razón para la admisión de judíos, entonces tenían que ser preferidos aquellos que eran claramente
«una tropa sólida, homogénea dentro de sí misma y profundamente diferente de las personas a las
que se veía pasar», aquellos que aún no habían «alcanzado la misma fase de asimilación» que sus
hermanos advenedizos72.
Aunque Benjamín Disraeli seguía siendo uno de aquellos judíos que eran admitidos en sociedad
por constituir excepciones, su secularizada autorrepresentación como «un hombre elegido de la raza
elegida» prefiguraba y esbozaba las líneas a lo largo de las cuales había de desarrollarse la
autointerpretación judía. Si ésta, fantástica y cruda como era, no hubiese resultado tan curiosamente
similar a lo que la sociedad esperaba de los judíos, los judíos jamás habrían sido capaces de
desempeñar este dudoso papel. No fue, desde luego, que adoptaran conscientemente las
convicciones de Disraeli o que elaboraran intencionadamente la primera, tímida y pervertida
autointerpretación de sus predecesores prusianos de comienzos de siglo; la mayoría de ellos
ignoraba felizmente toda la Historia judía. Pero allí donde los judíos fueron educados, secularizados
y asimilados bajo las ambiguas condiciones de la sociedad y del Estado en la Europa occidental y
central, perdieron esa medida de responsabilidad política que implicaba su origen y que los notables
judíos siempre habían sentido, aunque fuera en la forma de privilegio y de dominio. El origen judío,
sin connotaciones religiosas y políticas, se convirtió en todas partes en una cualidad psicológica, se
tornó «judeidad» y desde entonces pudo ser considerado solamente dentro de las categorías de la
virtud o del vicio. Si es cierto que la «judeidad» no podría haber sido pervertida en vicio interesante
sin un prejuicio que la consideraba delito, también es cierto que tal perversión fue posible gracias a
aquellos judíos que la estimaban una virtud innata.
La judería asimilada ha sido censurada por su alienación del judaísmo, y la catástrofe final que le
sobrevino es frecuentemente considerada un sufrimiento tan insensato como horrible, dado que
había perdido el viejo valor del martirio. Este argumento ignora el hecho de que, por lo que se
refiere a los antiguos estilos de fe y de vida, la «alienación» fue igualmente evidente en los países
de Europa oriental. Pero la noción usual que estima «desjudaizados» a los judíos de Europa
occidental es engañosa por otra razón. La descripción de Proust, en contraste con las declaraciones
obviamente interesadas del judaísmo oficial, muestra que el hecho del nacimiento judío jamás
desempeñó un papel tan decisivo en la vida privada y en la existencia cotidiana como entre los
judíos asimilados. El reformador judío que transformó una religión nacional en una denominación
religiosa con la idea de que la religión es un asunto privado; el revolucionario judío, que pretendía
ser un ciudadano del mundo para desembarazarse de la nacionalidad judía, el judío culto, «un
hombre en la calle y un judío en casa», cada uno de éstos lograron convertir una cualidad nacional
en un asunto privado. El resultado fue que sus vidas privadas, sus decisiones y sentimientos se
convirtieron en el verdadero centro de su «judeidad». Y cuanto más perdió su significado religioso,
nacional y socio-económico el hecho del nacimiento judío, más obsesiva se tornó la judeidad; los
judíos se hallaban obsesionados por ésta como uno puede estarlo por un defecto o por una ventaja
físicos, y entregados a ésta como uno puede estarlo a un vicio.
La «innata disposición» de Proust no es nada más que esta obsesión personal y privada, que
estaba tan considerablemente justificada por una sociedad donde el éxito y el fracaso dependían del
hecho del nacimiento judío. Proust lo confundió con la «predestinación racial» porque vio y
describió sólo su aspecto social y sus reconsideraciones individuales. Y es cierto que, para el
observador atento, la conducta de la camarilla judía mostraba las mismas normas de
71
72
A l'ombre des jeunes filles en fleur, II parte, «Noms de Pays: le Pays».
Ibíd.
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comportamiento que seguían los invertidos. Ambos se sentían o bien superiores o bien inferiores,
pero en cualquier caso orgullosamente diferentes de los demás seres normales; ambos creían que
sus diferencias eran un hecho natural adquirido por el nacimiento; ambos se hallaban justificando
constantemente, no lo que hacían, sino lo que eran; y ambos, finalmente, oscilaban siempre entre
actitudes apologéticas y súbitas y provocativas afirmaciones de que constituían una élite. Como si
su posición oficial estuviera para siempre congelada por naturaleza, ni unos ni otros podían moverse
de una camarilla a otra. La necesidad de pertenecer existía también en otros miembros de la
sociedad —«la cuestión no era, como para Hamlet, ser o no ser, sino pertenecer o no pertenecer»73,
pero no en el mismo grado. Una sociedad que se desintegraba en camarillas y ya no toleraba a los
extraños, judíos o invertidos, como individuos, sino por obra de las circunstancias especiales de su
admisión, parecía como la encarnación de este espíritu de clan.
Cada sociedad exige de sus miembros un cierto grado de actuación, la capacidad para presentar,
representar y actuar lo que uno es realmente. Cuando la sociedad se desintegra, tales demandas ya
no se formulan a los individuos, sino a los miembros de las camarillas. Entonces el comportamiento
es controlado por silenciosas demandas y no por las capacidades individuales, de la misma manera
que la interpretación de un actor debe encajar en el conjunto de todos los demás papeles de la obra.
Los salones del Faubourg Saint-Germain consistían en un conjunto de camarillas, cada una de las
cuales presentaba una extremada norma de conducta. El papel de los invertidos consistía en mostrar
su anormalidad; el de los judíos, en representar la magia negra («nigromancia»); e e los artistas, en
manifestar otra forma de contacto sobrenatural y superhumano; el de los aristócratas, en mostrar
que no eran personas ordinarias («burgueses»). Pese a este espíritu de clan, es cierto, como observó
Proust, que «menos en los días de desastre general, cuando la mayoría se reúne en torno de la
víctima como los judíos se reunieron en torno de Dreyfus», todos estos recién llegados rehuyeron la
relación con los de su propia clase. La razón era que todas las marcas de distinción se hallaban
determinadas por el conjunto de las camarillas, de forma tal que los judíos o los invertidos sentían
que perderían su carácter distintivo en una sociedad de judíos o de invertidos, donde la judeidad y la
homosexualidad resultarían lo más natural, lo más carente de interés y la cosa más banal del mundo.
Lo mismo, sin embargo, sucedía con sus anfitriones, que también necesitaban un conjunto de
contrastes ante los cuales poder ser diferentes, de no aristócratas que admiraban a los aristócratas
como éstos admiraban a los judíos o a los homosexuales.
Aunque estas camarillas carecían de consistencia y se disolvían tan pronto como no había en
torno de ellas miembros de otras camarillas, sus miembros utilizaban un misterioso lenguaje de
signos, como si necesitasen algo extraño por lo que reconocerse entre sí. Proust informa
extensamente de la importancia de tales signos, especialmente para los recién llegados. Mientras,
sin embargo, los invertidos, maestros en el lenguaje de los signos, tenían al menos un secreto real,
los judíos empleaban este lenguaje sólo para crear la esperada atmósfera de misterio. Sus signos
misteriosa y ridículamente indicaban algo universalmente conocido: que en el rincón del salón de la
princesa Tal y Cual se sentaba otro judío a quien no se permitía declarar abiertamente su identidad,
pero que sin esta cualidad insignificante jamás habría podido ascender hasta aquel rincón.
Vale la pena señalar que la nueva sociedad mixta de finales del siglo XIX, como la de los
primeros salones judíos de Berlin, se centraba en torno de la nobleza. La aristocracia había perdido
para entonces toda su ansia de cultura y su curiosidad por los «nuevos especímenes de la
Humanidad», pero conservaba un desprecio por la sociedad burguesa. Un anhelo de distinción
social era su respuesta a la igualdad política y a la pérdida de su posición política y de privilegio
que había sido afirmada con el establecimiento de la III República. Tras una corta y artificial
ascensión durante el Segundo Imperio, la aristocracia francesa se mantuvo a sí misma sólo por su
espíritu de clan y por sus débiles intentos de reservar a sus hijos las más elevadas posiciones del
Ejército. Mucho más fuerte que la ambición política fue un agresivo desprecio por las normas de la
clase media, que, indudablemente, era uno de los motivos más fuertes para la admisión de
individuos y de grupos enteros de personas que habían pertenecido a clases socialmente
73
Sodome et Gomorrhe, parte II, cap. III.
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inaceptables. El mismo motivo que permitió a los aristócratas prusianos reunirse socialmente con
actores y judíos, condujo finalmente en Francia al prestigio social de los invertidos. La clase media,
por otra parte, no había logrado un autorrespeto social aunque, mientras tanto, se había elevado
hasta la riqueza y el poder. La ausencia de una jerarquía política en la Nación-Estado y la victoria
de la igualdad tornaban a la «sociedad secretamente más jerárquica a medida que exteriormente se
hacía más democrática»74. Como el principio de jerarquía estaba encarnado en los exclusivos
círculos sociales del Faubourg Saint-Germain, cada sociedad en Francia «reproducía las
características más o menos modificadas, más o menos caricaturizadas de la sociedad del Faubourg
Saint-Germain a la que a veces pretendía... despreciar, sea cual fuera el status o las ideas políticas
que sus miembros pudieran tener». La sociedad aristocrática era cosa del pasado sólo en apariencia;
prevalecía en todo el cuerpo social (y no sólo en Francia), imponiendo la clave y la lengua de la
vida social de moda75. Cuando Proust experimentó la necesidad de una apologia pro vita sua y
reconsideró su propia vida transcurrida en los círculos aristocráticos, proporcionó un análisis de la
sociedad como tal.
El hecho principal del papel de los judíos en esta sociedad fin-de-siècle es que fue el
antisemitismo del affaire Dreyfus el que abrió las puertas de la sociedad a los judíos, y que fue el
final del affaire, o más bien el descubrimiento de la inocencia de Dreyfus, el que puso fin a su
gloria social76. En otras palabras, sea lo que fuere lo que los judíos pensaban de sí mismos o de
Dreyfus, podían desempeñar el papel que la sociedad les había asignado mientras esta misma
sociedad se hallase convencida de que pertenecían a una raza de traidores. Cuando resultó que el
traidor había sido más bien una víctima estúpida de un complot ordinario y quedó establecida la
inocencia de los judíos, el interés social por éstos se evaporó tan rápidamente como el
antisemitismo político. Los judíos volvieron a ser considerados ordinarios mortales y cayeron en la
insignificancia de la que el supuesto delito de uno de los suyos les había elevado temporalmente.
Fue esencialmente este mismo tipo de gloria el que los judíos de Alemania y de Austria
disfrutaron bajo circunstancias mucho más graves inmediatamente después de la primera guerra
mundial. Su supuesto delito entonces era el de haber sido culpables de la guerra, un delito que, no
identificado con un solo acto de un único individuo, no podía ser refutado, de forma tal que la
opinión que el populacho tenía de la judeidad como un crimen permaneció inalterada y la sociedad
pudo continuar mostrándose encantada y fascinada por sus judíos hasta el mismo final. Si existe
alguna verdad psicológica en la teoría de la víctima propiciatoria, es como efecto de esta actitud
social hacia los judíos; porque cuando la legislación antisemita obligó a la sociedad a desahuciar a
los judíos, estos «filosemitas» sintieron que debían borrar un estigma que misteriosa y
perversamente habían amado. Esta psicología, en realidad, difícilmente explica por qué estos
«admiradores» de los judíos se convirtieron finalmente en sus asesinos, y puede dudarse de que
abundaran tales «admiradores» entre quienes dirigieron las fábricas de la muerte, aunque el
porcentaje de las llamadas clases cultas entre los verdaderos asesinos resulta sorprendente. Pero
explica precisamente la increíble deslealtad de aquellos estratos de la sociedad que más
íntimamente habían conocido a los judíos y que se habían mostrado más contentos y encantados con
sus amigos judíos.
Por lo que a los judíos se refería, la transformación del «delito» de judaísmo en «vicio» de moda
de la judeidad fue peligrosa en extremo. Los judíos habían podido escapar del judaísmo mediante la
conversión; de la judeidad no había escape. Además, un delito tropieza con el castigo; un vicio sólo
puede ser exterminado. La interpretación atribuida por la sociedad al hecho del nacimiento judío y
74
Le côté de Guermantes, parte I, cap. II.
RAMÓN FERNÁNDEZ, «La vie sociale dans l'oeuvre de Marcel Proust», en Les Cahiers Marcel Proust, núm. 2,
1927.
76
«Pero éste fue el momento en el que de los efectos del caso Dreyfus había surgido un movimiento antisemita paralelo
a un más masivo movimiento hacia la penetración de la sociedad por los israelitas. Los políticos no se habían
equivocado al juzgar que el descubrimiento del error judicial asestaría un golpe mortal al antisemitismo. Pero
provisionalmente al menos, ese descubrimiento realzó y exacerbó un antisemitismo social.» Véase The Sweet Cheat
Gone, cap. II.
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el papel desempeñado por los judíos en el marco de la vida social se hallan íntimamente
relacionados con la catastrófica perfección con la que pudieron ser puestos en acción los medios
antisemitas. El tipo del antisemitismo nazi tenía sus raíces en estas condiciones sociales tanto como
en condiciones políticas. Y aunque el concepto de raza había tenido otros objetivos y funciones más
íntimamente políticos, su aplicación a la cuestión judía en su más siniestro aspecto debió mucho de
su éxito al fenómeno social y a las convicciones que virtualmente constituyeron un asentimiento de
la opinión pública.
Las fuerzas decisivas del fatídico desplazamiento de los judíos hasta el centro de la tormenta de
los acontecimientos eran sin duda políticas; pero las reacciones de la sociedad ante el antisemitismo
y los reflejos psicológicos de la cuestión judía en el individuo tuvieron algo que ver con la crueldad
específica y el premeditado y organizado asalto a cada individuo de origen judío, que eran ya
característicos del antisemitismo del «affaire Dreyfus». Esta caza apasionada del «judío en
general», del «judío en todas partes y en ninguna», no puede ser comprendida si se considera la
historia del antisemitismo como una entidad en sí misma, como un simple movimiento político. Los
factores sociales, que no son tenidos en cuenta en la historia política o en la económica, ocultos bajo
la superficie de los acontecimientos, jamás percibidos por el historiador y registrados sólo por la
fuerza más penetrante y apasionada de poetas y novelistas (hombres a quienes la sociedad había
impulsado a la desesperada soledad y al aislamiento de la apologia pro vita sua), cambiaron el
curso que el simple antisemitismo político hubiera seguido si hubiese estado abandonado a sí
mismo, y que podía haber determinado una legislación antijudía e incluso una expulsión en masa,
pero difícilmente su exterminio general.
Incluso desde que el «affaire Dreyfus» y su amenaza política a los derechos de la judería
francesa produjeron una situación social en la que los judíos disfrutaron de una ambigua gloria, el
antisemitismo apareció en Europa como una mezcla insoluble de motivos políticos y de elementos
sociales. La sociedad siempre reaccionó al principio ante un movimiento antisemita con una
marcada preferencia hacia los judíos, de forma tal que la afirmación de Disraeli, según la cual «no
hay ahora raza... que tanto agrade y fascine y eleve y ennoblezca a Europa como la de los judíos»,
se tornó particularmente cierta en tiempos de peligro. El «filosemitismo» social siempre acabó
añadiendo al antisemitismo político ese misterioso fanatismo sin el que el antisemitismo
difícilmente hubiera podido convertirse en el mejor slogan para organizar las masas. Todos los
déclassés de la sociedad capitalista se mostraron finalmente dispuestos a unirse y a establecer sus
propias organizaciones de masas; su propaganda y su atractivo descansaban en la suposición de que
una sociedad que había mostrado su deseo de incorporar al delito en forma de vicio a su auténtica
estructura, estaría ahora dispuesta a limpiarse ella misma de vicios, admitiendo abiertamente a los
delincuentes y cometiendo públicamente delitos.
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CAPÍTULO IV
EL «AFFAIRE DREYFUS»
1. LOS HECHOS DEL CASO
Sucedió en Francia a finales del año 1894. Alfred Dreyfus, un oficial judío del Estado Mayor
francés, fue acusado y condenado por espionaje en favor de Alemania. El veredicto, deportación
perpetua a la isla del Diablo, fue unánime. El proceso se desarrolló a puerta cerrada. Del sumario,
supuestamente voluminoso, de la acusación sólo llegó a conocer el llamado bordereau. Era una
carta supuestamente de puño y letra de Dreyfus, dirigida al agregado militar alemán,
Schwartzkoppen. En julio de 1895, el coronel Picquart fue nombrado jefe de la Sección de
Información del Estado Mayor. En mayo de 1896 dijo al jefe del Estado Mayor, Boisdeffre, que
estaba convencido de la inocencia de Dreyfus y de la culpabilidad de otro jefe militar, el
comandante Walsin-Esterhazy. Seis meses más tarde, Picquart fue destinado a un peligroso puesto
en Túnez. Por entonces, Bernard Lazare, en nombre de los hermanos de Dreyfus, publicó el primer
folleto del affaire: Une erreur judiciaire; la vérité sur l’affaire Dreyfus. En junio de 1897, Picquart
informó a Scheurer-Kestner, vicepresidente del Senado, de los hechos del proceso y de la inocencia
de Dreyfus. En noviembre de 1897, Clemenceau comenzó su lucha por la revisión del caso. Cuatro
semanas más tarde, Zola se unió a las filas de los dreyfusards. J’accuse fue publicado por el
periódico de Clemenceau en enero de 1898. Al mismo tiempo, Picquart fue detenido. Zola, juzgado
por calumnia al Ejército, fue condenado por un Tribunal ordinario y después por el Tribunal de
Casación. En agosto de 1898, Esterhazy fue expulsado del Ejército por desfalco. Inmediatamente
acudió a ver a un periodista británico, y le dijo que él, y no Dreyfus, era el autor del bordereau, que
había falsificado la letra de Dreyfus por orden del coronel Sandherr, su superior Y antiguo jefe de la
Sección de Contraespionaje. Pocos días después, el coronel Henry, otro miembro del mismo
departamento, confesó la falsificación de varios otros documentos del dossier secreto de Dreyfus y
se suicidó. En consecuencia, el Tribunal de Casación ordenó que se abriera una investigación del
caso Dreyfus.
En junio de 1899, el Tribunal de Casación anuló la sentencia original contra Dreyfus de 1894. El
proceso de revisión se desarrolló en Rennes en agosto. La sentencia fue entonces de diez años de
cárcel, en razón de «circunstancias atenuantes». Una semana más tarde, Dreyfus fue perdonado por
el presidente de la República. La Exposición Universal se inauguró en París en abril de 1900. En
mayo, cuando el éxito de la Exposición ya estaba garantizado, la Cámara de Diputados, por una
abrumadora mayoría, votó contra cualquier revisión ulterior del caso Dreyfus. En diciembre del
mismo año, todos los procesos y demandas judiciales relacionados con el affaire quedaron
liquidados mediante una amnistía general.
En 1903, Dreyfus solicitó una nueva revisión. Su petición fue desatendida hasta 1906, año en
que Clemenceau llegó a la Presidencia del Consejo de Ministros. En julio de 1906, el Tribunal de
Casación anuló la sentencia de Rennes y absolvió a Dreyfus de todas las acusaciones. El Tribunal
de Casación, sin embargo, carecía de autoridad para absolverle. Tendría que haber ordenado la
celebración de un nuevo proceso. Pero con toda probabilidad, y a pesar de las abrumadoras pruebas
en favor de Dreyfus, otra revisión ante un Tribunal militar habría conducido a una nueva condena.
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Dreyfus, por eso, jamás fue absuelto de acuerdo con la ley1, y el caso Dreyfus nunca concluyó
realmente. La reposición del acusado jamás fue reconocida por el pueblo francés, y las pasiones que
despertó en un principio jamás se apaciguaron por completo. En fecha tan tardía como 1908, nueve
años después del perdón y dos años después de que Dreyfus fuera absuelto cuando, a instancias de
Clemenceau, fue trasladado al Panteón el cuerpo de Emile Zola, Alfred Dreyfus fue abiertamente
atacado en la calle. Un Tribunal de París absolvió a su asaltante e indicó que «disentía» de la
decisión por la que Dreyfus había sido absuelto.
Aún más extraño es el hecho de que ni la primera ni la segunda guerra mundiales fueran capaces
de relegar el asunto al olvido. A instancias de la Action Française, el Précis de ¡’Affaire Dreyfus us2
fue reeditado en 1924, y ha sido desde entonces el manual corriente de referencia de los
antidreyfusards. En el estreno de L’Affaire Dreyfus (una obra escrita por Rehfisch y Wilhelm
Herzog bajo el seudónimo de René Kestner) en 1931, la atmósfera de la década de los 90 todavía
prevalecía en las reyertas del auditorio, en las bombas fétidas lanzadas sobre las butacas y en las
unidades paramilitares de la «Action Française» movilizadas para provocar el terror de los actores,
los espectadores y los simples viandantes. Tampoco el Gobierno —Gobierno de Laval— actuó de
forma diferente a la de sus predecesores de treinta años atrás: admitió de buena gana que era
incapaz de garantizar una sola representación sin interrupciones, con lo que proporcionó un nuevo y
último triunfo a los antidreyfusards. Las representaciones de la obra tuvieron que ser suspendidas.
Cuando Dreyfus murió en 1935, la gran prensa se mostró temerosa de abordar el tema3, mientras
que los periódicos izquierdistas se manifestaron en los antiguos términos sobre la inocencia de
Dreyfus y la derecha hizo otro tanto respecto de la culpabilidad de Dreyfus. Incluso hoy, aunque en
menor grado, el affaire Dreyfus es todavía un medio de identificación en la política francesa.
Cuando fue condenado Pétain, el influyente periódico provinciano La Voix du Nord (de Lila) ligó el
caso Pétain al caso Dreyfus y sostuvo que «el país sigue estando tan dividido como después del
caso Dreyfus», porque el veredicto del Tribunal no liquidó un conflicto político ni «aportó a todos
los franceses la paz de la mente ni la del corazón»4.
Aunque el «affaire Dreyfus», en sus más amplios aspectos políticos, corresponde al siglo XX, el
caso Dreyfus, los diferentes procesos del capitán judío Alfred Dreyfus, son completamente típicos
del siglo XIX, cuando los hombres seguían los procedimientos judiciales atentamente porque cada
uno les proporcionaba una prueba del logro más importante del siglo: la completa imparcialidad de
la ley. Resulta característico del período que un fracaso de la justicia despertara tales pasiones
políticas e inspirara una inacabable sucesión de procesos y apelaciones, por no hablar de duelos y
de puñetazos. La doctrina de la igualdad ante la ley se hallaba tan firmemente implantada en la
conciencia del mundo civilizado, que un solo fracaso de la justicia provocaba la indignación pública
desde Moscú a Nueva York. Ni había nadie, excepto en la misma Francia, tan «moderno» como
para asociar el tema con cuestiones políticas5. El daño inferido a un solo oficial judío en Francia era
capaz de provocar en el resto del mundo una reacción más vehemente y unida que la que
provocarían una generación más tarde todas las persecuciones de los judíos alemanes. Incluso la
1
La obra más extensa y todavía indispensable sobre el tema es la de JOSEPH REINACH, L'Affaire Dreyfus, París,
1903-11, 7 vols. El estudio más detallado de entre los recientes, escrito desde un punto de vista socialista, es el de
WILSON HERZOG, Der Kampf einer Republik, Zurich, 1933. Resultan muy valiosos sus exhaustivos cuadros
cronológicos. La mejor estimación política e histórica del aJ faire puede hallarse en la obra de D. W. BROGAN, The
Development of Modern France, 1940, libros VI y VII. Breve y fidedigna es la de G. CHARENSOL, L'Affaire Dreyfus
et la Troisième République, 1930.
2
Escrito por dos oficiales y publicado bajo el seudónimo de Henri Dutrait-Crozon.
3
La Action Française (19 de julio de 1935) postulaba la sujeción de la prensa francesa mientras voceaba la opinión de
que «los famosos campeones de la justicia y la verdad de hace cuarenta años no han dejado discípulos».
4
Véase G. H. ARCHAMBAULT, en New York Times, 18 de agosto de 1945, p. 5.
5
Las únicas excepciones, los periódicos católicos que en su mayoría en todos los países se pronunciaron contra
Dreyfus, serán después analizadas. La opinión pública americana no se limitó a las protestas, sino que llegó a comenzar
un boicot contra la Exposición Universal de París que había de inaugurarse en 1900. Véase más abajo el efeoto de esta
amenaza. Para un estudio amplio véase la tesis de ROSE A. HALPERIN en la Columbia University, «The American
Reaction to the Dreyfus Case», 1941. La autora desea agradecer al profesor S. W. Baron su amabilidad por haber puesto
a su disposición ese estudio.
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Rusia zarista podía acusar a Francia de barbarie, mientras que en Alemania los miembros del
círculo del kaiser manifestarían abiertamente una indignación que sólo podría haberse parangonado
con la de la prensa radical de la década iniciada en 19306.
Las dramatis personae del caso podían haber salido de las páginas de Balzac: por un lado, los
generales conscientes de su clase, cubriendo frenéticamente a los miembros de su propia camarilla,
y por el otro, su antagonista, Picquart, con su honradez tranquila, limpia y ligeramente irónica.
Junto a ellos se agrupan la indescriptible multitud de los parlamentarios, cada uno de los cuales se
hallaba aterrado por lo que podía saber su vecino; el presidente de la República, notorio patrón de
los burdeles de París, y los magistrados, que vivían exclusivamente preocupados de sus contactos
sociales. Y allí estaban el mismo Dreyfus, un advenedizo en realidad, que se jactaba constantemente
ante sus compañeros de la fortuna familiar que gastaba en mujeres; sus hermanos, ofreciendo
patéticamente toda su fortuna, y después reduciendo la oferta a 150.000 francos, para la liberación
de su pariente, nunca seguros completamente de si deseaban hacer un sacrificio o simplemente
sobornar al Estado Mayor; y el abogado Démange, realmente convencido de la inocencia de su
cliente, pero que basaba su defensa en una cuestión de duda para salvarse de los ataques y perjuicios
a sus intereses personales. Finalmente, estaba el aventurero Esterhazy, hombre de antiguo linaje, tan
profundamente aburrido con ese mundo burgués como para hallar alivio igualmente en el heroísmo
y en la bellaquería. Había sido segundo teniente de la Legión Extranjera, e impresionó a sus
compañeros tanto por su considerable arrojo como por su insolencia. Siempre en dificultades, vivía
sirviendo de padrino de duelo a los oficiales judíos y chantajeando a sus ricos correligionarios.
Además, se aprovechaba de los buenos oficios del mismo gran rabino para obtener las necesarias
presentaciones. Incluso en su postrera caída siguió fiel a la tradición de Balzac. No le condujeron a
la perdición la traición y los sueños febriles de una orgía en los que cien mil fatuos ulanos prusianos
galoparían salvajemente por las calles de París7, sino el mezquino desfalco del dinero de un
pariente. ¿Y qué decir de Zola, con su apasionado fervor moral, con su pathos en cierto modo vacuo
y su melodramática declaración, en vísperas de la huida a Londres, de que había oído la voz de Dre
fus rogándole que soportara aquel sacrificio?8
Todo esto pertenece típicamente al siglo XIX, y en sí mismo nunca hubiera sobrevivido a dos
guerras mundiales. El antiguo entusiasmo del populacho por Esterhazy, como su odio hacia Zola, se
han extinguido hace largo tiempo, pero también se ha apagado aquella fiera pasión contra la
aristocracia y el clero que inflamó antaño a Jaurès y que fue la que verdaderamente hizo posible la
liberación final de Dreyfus. Como el affaire de los cagoulards había de mostrar, los oficiales del
Estado Mayor ya no tenían que temer la ira del pueblo cuando incubaran sus complots para un coup
d’état. Desde la separación de la Iglesia y del Estado, Francia, aunque desde luego ya no tenía una
mentalidad clerical, había perdido parte de sus sentimientos anticlericales, de la misma manera que
la Iglesia católica había abandonado muchas de sus aspiraciones políticas. El intento de Pétain de
convertir a la República en un Estado católico fue bloqueado por la profunda indiferencia del
pueblo y por la hostilidad del clero bajo hacia el fascismo clerical.
El affaire Dreyfus en sus implicaciones políticas pudo sobrevivir porque dos de sus elementos
cobraron más importancia durante el siglo XX. El primero es el odio a los judíos; el segundo, el
recelo hacia la misma República, hacia el Parlamento y hacia la maquinaria estatal. El más amplio
sector del público podía todavía considerar, acertada o erróneamente, que esa maquinaria se hallaba
bajo la influencia de los judíos y el poder de los Bancos. Todavía en nuestra época el término
antidreyfusard puede servir como nombre reconocido para designar a todo lo que es
antirrepublicano, antidemocrático y antisemita. Hace unos pocos años lo comprendía todo, desde el
6
Así, por ejemplo, H. B. von Buelow, encargado de negocios alemán en París, escribió al Canciller del Reich,
Hohenlohe, que el veredicto de Rennes era «una mezcla de vulgaridad y de cobardía, los signos más ciertos de la
barbarie» y que Francia «se había apartado con aquello de la familia de las naciones civilizadas», cita de HERZOG, op.
cit., bajo la fecha de 12 de septiembre de 1899. En la opinión de von Buelow el affaire era el «reclamo» del liberalismo
alemán; véase su Denkwürdigkeiten, Berlín, 1930-31, I, 428.
7
THÉODORE REINACH, Histoire sommaire de l'Affaire Dreyfus, París, 1924, p. 96.
8
Contado por Joseph Reinach, según cita de HERZOG, op. cit., con fecha 18 de junio de 1898.
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monarquismo de la Action Française al nacionalbolchevismo de Doriot y el socialfascismo de Déat.
Pero la tercera República no debió su colapso a estos grupos fascistas, numéricamente carentes de
importancia. Al contrario, la simple, aunque paradójica verdad, es que su influencia jamás fue tan
reducida como en el momento en que se produjo el colapso. Lo que hizo caer a Francia fue el hecho
de que ya no contaba con verdaderos dreyfusards, con nadie que creyera que la democracia y la
libertad, la igualdad y la justicia, podían ser defendidas o realizadas bajo la República9. Al final, la
República cayó como fruto maduro en el regazo de la vieja camarilla antidreyfusarde10 que siempre
había constituido el meollo de su Ejército, y este hecho sobrevino en una época en que contaba con
pocos enemigos, pero casi no tenía amigos. La cerril adhesión a las fórmulas de cuarenta años atrás
muestra claramente en cuán escasa medida era la camarilla de Pétain un producto del fascismo
alemán.
Mientras que Alemania la seccionaba astutamente y arruinaba toda su economía mediante la
línea de demarcación, los dirigentes de Francia en Vichy jugaban con la antigua fórmula de Barrès
de las «provincias autónomas», lisiándola aún más. Introdujeron una legislación antijudía más
rápidamente que cualquier Quisling, jactándose mientras tanto de que no necesitaban importar de
Alemania el antisemitismo y de que su ley relativa a los judíos difería en puntos esenciales de la del
Reich.11
Trataron de movilizar al clero católico contra los judíos sólo para hacer patente que los
sacerdotes no sólo habían perdido su influencia política, sino que ya no eran antisemitas. Pero
fueron los mismos obispos y sínodos a los que el régimen de Vichy deseaba convertir de nuevo en
poderes políticos, los que formularon la más categórica protesta contra la persecución de los judíos.
No es el caso Dreyfus con sus procesos, sino el affaire Dreyfus en su totalidad, el que ofrece un
primer destello del siglo XX. Como Bernanos señaló en 193112, «el affaire Dreyfus ya pertenece a
esa trágica era que desde luego no concluyó con la pasada guerra. El affaire revela el mismo
carácter inhumano, preservando entre el oleaje de pasiones irrefrenadas y las llamaradas de odio un
corazón inconcebiblemente frío y duro». No fue ciertamente en Francia donde pudo hallarse la
verdadera secuela del affaire, pero no es difícil hallar muy lejos de allí la razón por la que Francia
fue presa tan fácil para la agresión nazi. La propaganda de Hitler empleaba un lenguaje muy
familiar y nunca completamente olvidado. El hecho de que el «cesarismo»13 de la Action Française
y el nacionalismo nihilista de Barrès y de Maurras nunca triunfaran en su forma original es debido a
una variedad de causas, todas ellas negativas. Carecían de una visión social y eran incapaces de
traducir en términos populares aquellas fantasmagorías mentales que había engendrado su desprecio
por el intelecto.
Aquí nos referimos esencialmente a las orientaciones políticas del «affaire Dreyfus» y no a los
9
Que ni siquiera lo creía Clemenceau hacia el final de su vida lo revela claramente una observación recogida por RENÉ
BENJAMIN, Clemenceau dans la retraite, París, 1930, p. 249: «¿Esperanza? ¡Imposible! ¿Cómo puedo esperar algo
cuando ya no tengo fe en lo que me alzó, es decir, en la democracia?»
10
Weygand, conocido miembro de la Action Française, fue en su juventud un antidreyfusard. Fue uno de los
suscriptores del «Memorial de Henry», abierto por La Libre Parole en honor del infortunado coronel Henry, que purgó
con su suicidio la falsificación cometida mientras pertenecía al Estado Mayor. La lista de suscriptores fue más tarde
publicada por Quillard, uno de los editores de L'Aurore (el periódico de Clemenceau), bajo el título de Le Monument
Henry, París, 1899. Por lo que a Pétain se refiere, pertenecía al Estado Mayor del Gobierno militar de París de 1895 a
1899, época en que nadie que no hubiese sido un declarado antidreyfusard podría haber estado en ese organismo. Véase
CONTAMINE DE LATOUR, «Le Maréchal Pétain», en Revue de Paris, I, 57-69. D. W. BROGAN, op. cit., p. 382,
observa pertinentemente que de los cinco mariscales de la Primera Guerra Mundial, cuatro (Foch, Pétain, Lyautey y
Fayolle) eran malos republicanos, mientras que el quinto, Joffre, mostraba unas bien conocidas inclinaciones clericales.
11
El mito de que fue obra de la presión del Reich la legislación antijudía de Pétain, que afectó a oasi toda la judería
francesa, ha sido explotado en la misma Francia. Véase especialmente la obra de YVES SIMON, La Grande crise de la
République française: observations sur la vie politique des français de 1918 à 1938, Montreal, 1941.
12
Véase GEORGES BERNANOS, La grande peur des bien-pensants, Edouard Drumont, París, 1931, p. 262.
13
WALDEMAR GURIAN, Der integrale Nationalismus in Frankreich: Charles Maurras und die Action Française,
Franofort del Main, 1931, formula una clara distinción entre el movimiento monárquico y otras tendencias
reaccionarias. El mismo autor discute el caso de Dreyfus en su Die politischen und sozialen Ideen des französischen
Katholizismus, M. Gladbach, 1929.
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aspectos legales del caso. Destacan abruptamente cierto número de rasgos característicos del siglo
XX. Difusos y apenas distinguibles durante las primeras décadas del siglo, emergieron por fin a la
luz del día y se revelaron como pertenecientes a las principales tendencias de los tiempos modernos.
Al cabo de treinta años de una suave y puramente social forma de discriminación antijudía,
resultaba un poco difícil recordar que el grito «¡Mueran los judíos!» había resonado una vez a lo
largo y a lo ancho de un Estado moderno cuando su política interior había cristalizado en el tema
del antisemitismo. Durante treinta años las antiguas leyendas referentes a una conspiración mundial
sólo fueron el recurso cómodo de la prensa popular y de la novela barata, y el mundo ya no
recordaba fácilmente que no hacía mucho tiempo, en la época en que «Los Protocolos de los Sabios
de Sión» eran desconocidos, toda una nación se había devanado los sesos para tratar de determinar
si era la «Roma secreta» o la «secreta Judá» quienes sujetaban las riendas de la política mundial.14
De forma similar, la filosofía vehemente y nihilista del autoodio espiritual15 sufrió en cierta
manera un eclipse cuando un mundo en paz temporal consigo mismo no se afanaba por coleccionar
relevantes criminales para justificar la exaltación de la brutalidad y de la falta de escrúpulos. Los
Jules Guérin tuvieron que esperar casi cuarenta años a que la atmósfera fuese de nuevo propicia a la
acción de las unidades paramilitares de asalto. Los déclassés, originados por la economía del siglo
XIX, tuvieron que crecer numéricamente hasta constituir fuertes minorías de las naciones antes de
que el coup d’état, que no había sido más que un grotesco complot16 en Francia, pudiera llegar a ser
realidad en Alemania casi sin esfuerzo. El preludio del nazismo fue interpretado en toda la escena
europea. Por eso, el caso Dreyfus es más que un «delito» curioso e imperfectamente aclarado17, un
enredo de oficiales del Estado Mayor disfrazados con barbas postizas y gafas oscuras, ofreciendo de
noche sus estúpidas falsificaciones en las calles de París. Su héroe no es Dreyfus, sino Clemenceau,
y no empieza con la detención de un oficial judío del Estado Mayor, sino con el escándalo de
Panamá.
2. LA TERCERA REPÚBLICA Y LA JUDERÍA FRANCESA
Entre 1880 y 1888, la Compañía de Panamá, bajo la dirección de De Lesseps, que había
construido el Canal de Suez, pudo realizar escasos progresos prácticos. Sin embargo, dentro de la
misma Francia, logró durante ese período nada menos que 1.335.538.454 francos en préstamos
privados18. El éxito resulta más significativo si se considera el cuidado de la clase media francesa en
cuestiones económicas. El secreto del éxito de la Compañía radicó en el hecho de que varios de sus
empréstitos públicos fueron invariablemente respaldados por el Parlamento. Generalmente, se
consideraba la construcción del Canal más como un servicio público y nacional que como una
empresa privada. Cuando la Compañía llegó a la bancarrota fue, por eso, la política exterior de la
República la que realmente sufrió el golpe. Sólo al cabo de unos pocos años llegó a comprenderse
que aún más importante había sido la ruina de cerca de medio millón de franceses de la clase media.
14
En lo que se refiere a la oreación de tales mitos en ambos bandos, véase DANIEL HALÉVY, «Apologie pour notre
passé», en Cahiers de la quinzaine, serie XL, número 10, 1910.
15
En la Carta a Francia de Zola, en 1898, sorprende una nota claramente moderna: «Oímos en ambos bandos que el
concepto de la libertad ha ido a la bancarrota. Cuando afloró el «Affaire Dreyfus», este prevalente odio por la libertad
halló una oportunidad dorada... ¿No veis que la única razón por la que Scheurer-Kestner ha sido atacado con tal furia es
por pertenecer a una generación que creía en la libertad y trabajaba por ella? Hoy, cualquiera se encoge de hombros ante
cosas semejantes... ‘Estos viejos', se ríe, ‘sentimentales anticuados'». HERZOG, op. cit., con fecha 6 de enero de 1898.
16
La burlesca naturaleza de los diferentes intentos realizados en el siglo XIX Para preparar un coup d'état fue
claramente analizada por ROSA LUXEMBURGO en su articulo, «Die soziale Krise in Frankreich», en Die Neue Zeit,
vol. I, 1901.
17
Todavía se ignora si el coronel Henry falsificó el bordereau por orden del Jefe del Estado Mayor o por su propia
iniciativa. En forma semejante, jamás ha sido adecuadamente aclarado el intento de asesinato de Labori, abogado de
Dreyfus ante el Tribunal de Rennes. Véase, de EMILE ZOLA, Corresponden ce: lettres à Maître Labori, París, 1929, p.
31, n. 1.
18
Véase WALTER FRANK, Demokratie und Nationalismus in Frankreich, Hamburgo, 1933, p. 273
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Tanto la prensa como la comisión investigadora parlamentaria llegaron aproximadamente a la
misma conclusión: la Compañía se hallaba en bancarrota desde hacía varios años. De Lesseps,
aseguraron, había vivido con la esperanza de un milagro, acariciando el sueño de que, de alguna
manera, llegarían nuevos capitales con los que poner manos a la obra. Para conseguir la aprobación
a los nuevos préstamos se había visto obligado a sobornar a la prensa, a medio Parlamento y a todos
los altos funcionarios. Esto, sin embargo, había exigido el empleo de intermediarios, quienes, a su
vez, habían demandado exorbitantes comisiones. Así, precisamente lo que inspiró originariamente
la confianza pública en la empresa, es decir, el apoyo del Parlamento a los préstamos, resultó ser al
final el factor que convertía un no demasiado ortodoxo negocio privado en un chanchullo colosal.
No había judíos ni entre los miembros sobornados del Parlamento ni en el Consejo de
Administración de la Compañía. Jacques Reinach y Cornélius Herz, sin embargo, rivalizaron por el
honor de distribuir los sobornos entre los miembros de la Cámara, el primero entre el ala derecha de
los partidos burgueses y el segundo en los radicales (partidos anticlericales de la pequeña
burguesía)19. Reinach fue consejero financiero secreto del Gobierno durante la década de los años
8020, y por eso se encargó de sus relaciones con la Compañía de Panamá, mientras que el papel de
Herz era doble. Por un lado, servía Reinach como enlace con los sectores radicales del Parlamento a
los que el mismo Reinach no tenía acceso. Por otro, esta tarea le proporcionó tal conocimiento del
alcance de la corrupción, que pudo chantajear constantemente a su jefe y envolverle aún más a
fondo en el embrollo21.
Como es natural, al servicio de Herz y de Reinach trabajaban cierto número de pequeños
hombres de negocios judíos. Sus nombres, empero, pueden descansar muy bien en el olvido en el
que merecidamente cayeron. Cuanto más incierta era la situación de la Compañía, más elevado,
lógicamente, era el interés de la comisión, hasta que al final la Compañía recibía muy escasa
porción del dinero que se le anticipaba. Poco antes de la bancarrota, Herz recibió por una sola
transacción en el Parlamento un anticipo de nada menos que 600.000 francos. El anticipo, sin
embargo, fue prematuro. El préstamo no fue otorgado, y los accionistas se quedaron sencillamente
sin 600.000 francos22. Todo este sucio asunto acabó desastrosamente para Reinach. Acosado por el
chantaje de Herz, acabó por suicidarse23.
Pero poco antes de su muerte había dado un paso cuyas consecuencias para la judería francesa
difícilmente pueden ser exageradas. Había entregado a La Libre Parole, el diario antisemita de
Edouard Drumont, su lista de los parlamentarios sobornados, los llamados «pensionados»,
imponiendo como única condición que el diario debería abstenerse de mencionar su nombre cuando
publicara su información. La Libre Parole, un periódico oscuro y políticamente insignificante, se
transformó súbitamente en uno de los diarios más influyentes del país, con una tirada de 300.000
ejemplares. La dorada oportunidad que le había proporcionado Reinach fue explotada con un
cuidado y una destreza notables. La lista de culpables fue publicada en pequeños fragmentos, de
forma tal que centenares de políticos permanecían con el alma en un hilo mañana tras mañana. El
diario de Drumont, y con él todo el movimiento y la prensa antisemitas, acabaron por convertirse en
una peligrosa fuerza dentro de la III República.
El escándalo de Panamá, que, en frase de Drumont, tornó visible lo invisible, aportó consigo dos
revelaciones. En primer lugar, reveló que los parlamentarios y los altos funcionarios se habían
convertido en hombres de negocios. En segundo lugar, mostró que los intermediarios entre la
empresa privada (en este caso, la Compañía) y la maquinaria estatal eran casi exclusivamente
19
Véase GEORGES SUAREZ, La Vie orgueilleuse de Clemenceau, París, 1930, página 156.
Así lo afirmó, por ejemplo, el ex ministro Rouvier ante la Comisión investigadora.
21
Barrès (citado por BERNANOS, op. cit., p. 271) comenta la tensión sucintamente: «Si Reinach se había tragado algo,
era Cornélius Herz quien sabía cómo hacérselo vomitar.»
22
Véase FRANK, op. cit., en el capítulo titulado «Panama»; véase SUÁREZ, obra citada, p. 155.
23
La pugna entre Reinach y Herz proporciona al escándalo de Panamá un aire de gangsterismo poco corriente en el
siglo XIX. En su resistencia al chantaje de Herz, Reinach llegó tan lejos como para reclutar la ayuda de ex inspectores
de policía, poniendo un precio de diez mil francos por la cabeza de su rival; véase SUÁREZ, op. cit., Página 157.
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judíos24. Lo que resultaba más sorprendente era que todos estos judíos que trabajaban en tan íntima
relación con la maquinaria del Estado eran unos recién llegados. Hasta el establecimiento de la III
República, la administración de las finanzas del Estado había estado prácticamente monopolizada
por los Rothschild. Un intento de sus rivales, los hermanos Péreire, para arrebatarles parte de esa
administración, estableciendo el Crédit Mobilier, concluyó en un compromiso. Y en 1882, el grupo
de los Rothschild todavía era suficientemente poderoso como para provocar la bancarrota de la
Unión Générale católica, cuyo verdadero objetivo había sido arruinar a los banqueros judíos25.
Inmediatamente después de la conclusión del tratado de paz de 1871, cuyas estipulaciones
financieras fueron negociadas por parte de Francia por los Rothschild, y por parte alemana por
Bleichroeder, ex agente de la casa, los Rothschild se embarcaron en una política sin precedentes: se
manifestaron abiertamente en favor de la Monarquía y en contra de la República26. Lo que resultaba
nuevo no era esta tendencia monárquica, sino el hecho de que, por vez primera, un importante poder
financiero judío se alzara en oposición contra el régimen del momento. Hasta entonces, los
Rothschild se habían acomodado a cualquier sistema político que estuviera en el poder. Parecía, por
eso, que la República era la primera forma de gobierno que no tenía realmente nada que ofrecerles.
Tanto la influencia política como el status social de los judíos se habían debido durante siglos al
hecho de que constituían un cerrado grupo que trabajaba directamente al servicio del Estado y se
hallaba directamente protegido por éste en razón de las tareas especiales que realizaba. La íntima e
inmediata relación con la maquinaria del Gobierno sólo era posible mientras que el Estado
permaneciera a distancia del pueblo, mientras las clases dirigentes siguieran mostrándose
indiferentes a estas actividades financieras. En tales circunstancias, los judíos eran, desde el punto
de vista del Estado, el elemento más seguro de la sociedad, porque realmente no pertenecían a ella.
El sistema parlamentario permitió a la burguesía liberal ganar el control de la maquinaria del
Estado. Pero los judíos jamás habían pertenecido a esta burguesía, y por eso eran mirados con una
no injustificable suspicacia. El régimen ya no necesitaba a los judíos como antes, dado que ahora
era posible lograr, a través del Parlamento, una expansión financiera que superara los más audaces
sueños de los antiguos monarcas, más o menos absolutos o constitucionales. De esta manera, las
principales casas judías se esfumaron gradualmente de la escena de las finanzas políticas y se
desplazaron a los salones más o menos antisemitas de la aristocracia, para soñar así con la
financiación de movimientos reaccionarios destinados a restaurar los antiguos y buenos tiempos27.
Mientras tanto, empero, otros círculos judíos, recién llegados entre los plutócratas judíos,
empezaban a tomar parte creciente en la vida comercial de la III República. Lo que los Rothschild
casi olvidaron y lo que estuvo casi a punto de costarles su poder fue el simple hecho de que, una vez
que retiraron, aunque fuese momentáneamente, sus intereses activos en un régimen, inmediatamente
perdieron su influencia no sólo en los círculos gubernamentales, sino entre los judíos. Los
inmigrantes judíos fueron los primeros en advertir su oportunidad28. Comprendieron muy bien que
la República, tal como se había desarrollado, no era la secuela lógica de un alzamiento del pueblo
unido. De la matanza de los 20.000 communards de la derrota militar y del colapso económico, lo
24
Véase LEVAILLANT, «La Genèse de l'antisémitisme sous la troisième République», en Revue des études juives, vol.
LIII (1907), p. 97.
25
Véase BERNARD LAZARE, Contre L'Antisémitisme: Histoire d'une polémique, París, 1896.
26
Por lo que se refiere a la oomplicidad de la gran Banoa con el movimiento orleanista, véase G. CHARENSOL, op.
cit. Uno de los portavoces de este poderoso grupo era Arthur Meyer, editor de Le Gaulois. Judío bautizado, Meyer
pertenecía al sector más violento de los antidreyfusards. Véase CLEMENCEAU, «Le spectacle du jour», en L'Iniquité,
1899; véanse también las anotaciones en el diario de Hohenlohe, en HERZOG, op. cit., con fecha 11 de junio de 1898.
27
Sobre las inclinaciones al bonapartismo, véase FRANK, op. cit., p. 419, basadas en documentas no publicados
obtenidos de los archivos del Ministerio alemán de Asuntos Exteriores.
28
Jacques Reinach había nacido en Alemania, recibió una baronía italiana y se nacionalizó en Francia. Cornélius Herz
había nacido en Francia, era hijo de padres bávaros. Emigró a América en su primera juventud y allí adquirió la
ciudadanía y amasó una fortuna. Para más detalles, véase BROGAN, op. cit., pp. 268 y ss. Característico de la forma en
que los judíos nativos desaparecieron de los cargos públicos es el hecho de que tan pronto como comenzaron a ir mal
los asuntos de la Compañía de Panamá, Lévy-Crémieux, su consejero financiero originario, fue sustituido por Reinach;
véase BROGAN, op. cit., libro VI, capítulo 2.
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que había en realidad emergido era un régimen cuya capacidad de gobernar resultó dudosa desde el
principio. Hasta el punto de que al cabo de tres años una sociedad conducida hasta el borde de la
ruina clamaba por un dictador. Y cuando lo consiguió en la persona del presidente general
MacMahon (cuya única nota distintiva había sido su derrota de Sedan), éste resultó muy pronto ser
un parlamentario de la vieja escuela, y al cabo de unos pocos años (1879) presentó su dimisión.
Mientras tanto, sin embargo, los diferentes elementos de la sociedad, desde los oportunistas a los
radicales y desde los coalicionistas a la extrema derecha, habían decidido qué clase de politica
necesitaban de sus representantes y qué método debían emplear. La política adecuada era la defensa
de sus propios intereses, y el método oportuno era la corrupción29. Después de 1881, la estafa
(citando a León Say) se convirtió en la única ley.
Se ha señalado justamente que en este período de la historia francesa cada partido político tenía
su judío, de la misma forma que cada casa real tuvo una vez su judío palaciego30. La diferencia,
empero, era profunda. La inversión de capital judío en el Estado había contribuido a dar a los judíos
un papel productivo en la economía de Europa. Sin su ayuda hubiera resultado inconcebible el
desarrollo durante el siglo XVIII de la Nación-Estado y de su independiente administración civil. Al
fin y al cabo, la judería occidental debía su emancipación a estos judíos palaciegos. Las turbias
transacciones de Reinach y sus asociados ni siquiera condujeron a la riqueza permanente31. Todo lo
que hicieron fue cubrir con una oscuridad aún más profunda las misteriosas y escandalosas
relaciones entre los negocios y la política. Estos parásitos sobre un cuerpo corrompido sirvieron
para proporcionar a una sociedad totalmente decadente una coartada notablemente peligrosa. Como
eran judíos, era posible convertirles en víctimas propiciatorias cuando hubiese que calmar la
indignación pública. Después las cosas seguirían del mismo modo. Los antisemitas podían señalar
inmediatamente a los parásitos judíos para «probar» que todos los judíos en todas partes eran sólo
gusanos sobre el cuerpo del pueblo, que, de otra manera, estaría sano. No les importaba que la
corrupción del cuerpo político se hubiera iniciado sin la ayuda de los judíos; que la política de los
hombres de negocios (en una sociedad burguesa a la que no habían pertenecido los judíos) y su
ideal de competencia ilimitada había conducido a la desintegración del Estado en partidos políticos;
que las clases dirigentes se hubiesen revelado incapaces de proteger sus propios intereses, por no
mencionar a los intereses del país. Los antisemitas que se denominaban a sí mismos patriotas
introdujeron una nueva especie de sentimiento nacional, que consiste primariamente en ocultar por
completo las faltas del propio pueblo y condenar en bloque las de todos los demás.
Los judíos podían seguir siendo un grupo al margen de la sociedad sólo mientras fueran útiles a
una maquinaria estatal más o menos homogénea y mientras ésta se hallara interesada en protegerles.
La decadencia de la maquinaria del Estado produjo la disolución de las cerradas filas de la judería,
que había estado durante tanto tiempo ligada a aquélla. El primer signo de esta evolución apareció
en las actividades desempeñadas por los judíos franceses recientemente nacionalizados, sobre los
que habían perdido su control sus hermanos nativos, de la misma manera que ocurrió en la
Alemania del período de inflación. Los recién llegados cubrieron los huecos que quedaban entre el
mundo comercial y el Estado.
Mucho más desastroso fue otro proceso que comenzó asimismo por esta época y que fue
impuesto desde arriba. La disolución del Estado en facciones, aunque destrozó la cerrada sociedad
de los judíos, no les empujó a un vacío en el que pudieran vegetar fuera del Estado y de la sociedad.
Porque los judíos eran demasiado ricos y, en una época en la que el dinero constituía uno de los
29
GEORGES LACHAPELLE, Les Finances de la Troisième République, París, 1937, páginas 54 y ss., describe
detalladamente cómo la burocracia logró el control de los fondos públicos y cómo la Comisión de Presupuestos se
hallaba enteramente gobernada por intereses particulares.
Con respecto al status económico de los miembros del Parlamento, véase BERNANOS, op. cit., p. 192: «La mayoría de
ellos, como Gambetta, carecían incluso de otra muda de ropa interior.»
30
Como Frank señala (op. cit., pp. 321 y ss.), la derecha tenía a su Arthur Meyer, el boulangerismo a su Alfred Naquet,
los oportunistas a su Reinach y los radicales a su Dr. Cornélius Herz.
31
A estos recién llegados se dirigen las acusaciones de DRUMONT (Les Trétaux du succès, Paris, 1901, p. 237): «Estos
grandes judíos que parten de la nada y lo consiguen todo... vienen de Dios sabe dónde, viven en un misterio, mueren
supuestamente... No llegan, saltan... No mueren, se esfuman.»
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requisitos destacados del poder, demasiado poderosos. Más bien tendieron a ser absorbidos por una
variedad de «grupos», de acuerdo con sus inclinaciones políticas o, más frecuentemente, con sus
relaciones sociales. Esto, sin embargo, no condujo a su desaparición. Mantuvieron ciertas relaciones
con la maquinaria estatal y continuaron interviniendo, aunque en forma crucialmente diferente, en
las actividades financieras del Estado. Así, a pesar de su conocida oposición a la III República,
fueron precisamente los Rothschild quienes se encargaron de la emisión del empréstito ruso,
mientras que Arthur Meyer, aunque bautizado y monárquico declarado, figuraba entre los
implicados en el escándalo de Panamá. Esto significaba que los recién llegados a la judería
francesa, que constituían los nexos principales entre el comercio privado y la maquinaria del
Gobierno, fueron seguidos por los nativos. Pero si los judíos habían constituido anteriormente un
grupo fuerte y estrechamente unido cuya utilidad para el Estado resultaba obvia, ahora se hallaban
escindidos en camarillas, mutuamente antagónicas, pero consagradas todas al mismo propósito de
ayudar a la sociedad a medrar a costa del Estado.
3. EL EJÉRCITO Y EL CLERO, CONTRA LA REPÚBLICA
Aparentemente alejado de todos estos factores, aparentemente inmune ante toda la corrupción, se
alzaba el Ejército, herencia del Segundo Imperio. La República nunca se había atrevido a
dominarlo, aun cuando sus simpatías monárquicas y sus intrigas llegaran a expresarse abiertamente
con ocasión de la crisis de Boulanger. La oficialidad estaba constituida, como anteriormente, por los
hijos de las antiguas familias aristocráticas, cuyos antepasados, como emigrés, habían luchado
contra su patria durante las guerras revolucionarias. Estos oficiales se hallaban fuertemente
influidos por el clero, que desde la Revolución se había esforzado por apoyar los movimientos
antirrepublicanos y revolucionarios. Su influencia era igualmente intensa sobre los oficiales de más
modesta cuna, pero que esperaban, como resultado de la vieja práctica eclesiástica de premiar el
talento sin atender al linaje, ganar ascensos con la ayuda del clero.
En contraste con las cambiantes y fluidas camarillas de la sociedad y del Parlamento, donde la
admisión era fácil y la adhesión voluble, se erigía la rigurosa exclusividad del Ejército, tan
característica del sistema de castas. No era la vida militar, ni el honor militar, ni el esprit de corps,
lo que mantenía unidos a los oficiales para formar una muralla reaccionaria contra la República y
contra todas las influencias democráticas; era simplemente el lazo de casta32. La oposición del
Estado a la democratización del Ejército y a subordinarlo a las autoridades civiles produjo notables
consecuencias. Hizo del Ejército una entidad al margen de la nación y creó un poder armado cuyas
lealtades eran susceptibles de ser orientadas en direcciones que nadie podía predecir. Que este
poder, dominado por el sistema de castas y entregado a sí mismo, no estaba a favor ni en contra de
nadie, es un hecho que se advierte claramente en la relación de los casi burlescos coups d’état, en
los que, a pesar de las declaraciones en contrario, no deseaba el Ejército realmente tomar parte.
Incluso su notorio monarquismo era, en su análisis final, tan sólo un pretexto para preservarse como
grupo de intereses independientes, dispuesto a defender sus privilegios «sin respeto por la
República, a pesar de la República e incluso contra ésta»33. Los periodistas contemporáneos y los
historiadores posteriores han realizado notables esfuerzos para explicar el conflicto entre los
poderes militar y civil durante el affaire Dreyfus en términos de un antagonismo entre «hombres de
negocios y soldados»34. Sabemos hoy, sin embargo, cuán injustificada es esta interpretación,
32
Véase el excelente artículo anónimo «The Dreyfus Case: A Study of French Opinion», en The Contemporary Review,
vol. LXXIV (octubre de 1898).
33
Véase LUXEMBURG, loc. cit.: «La razón por la que el Ejército no deseaba dar un paso adelante era que quería
mostrar su oposición al poder civil de la República, sin perder, al mismo tiempo, la fuerza de esa oposición
comprometiéndose con una Monarquía.»
34
Bajo este título describió el caso Dreyfus MAXIMILIAN HARDEN (un judío alemán), en Die Zukunftt (1898).
Walter Frank, el historiador antisemita, emplea el mismo slogan en el encabezamiento de su capítulo sobre Dreyfus,
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indirectamente antisemita. La Sección de Información del Estado Mayor se mostró razonablemente
experta en el mundo de los negocios. ¿Acaso no traficaban con bordereaux y los vendían fríamente
a los agregados militares extranjeros tan abiertamente como un peletero podía traficar en pieles y
llegar a ser presidente de la República, o como el yerno del presidente traficaba con honores y
distinciones?35. Por lo demás, el celo de Schwartzkoppen, agregado militar alemán, ansioso de
descubrir más secretos militares que los que Francia tenía que ocultar, tuvo que ser una positiva
fuente de preocupaciones para estos caballeros del servicio de contraespionaje, que, al fin y al cabo,
no podían vender más de lo que producían.
El gran error de los políticos católicos fue imaginar que, para la realización de su política
europea, podían utilizar al Ejército francés simplemente porque parecía ser antirrepublicano. La
Iglesia tendría, en realidad, que pagar este error con la pérdida de toda su influencia política en
Francia36. Cuando la Sección de Información resultó ser una vulgar f ábrica de falsificaciones, como
Esterhazy, que se hallaba en condiciones de saberlo, describió al Deuxième Bureau37, nadie en
Francia, ni siquiera el Ejército, quedó tan seriamente comprometido como la Iglesia. Al final del
siglo pasado, el clero católico trataba de recobrar su antiguo poder político en aquellos sectores
donde, por una u otra razón, la autoridad secular se hallaba en declive ante el pueblo. Ejemplos
oportunos eran los de España, donde una aristocracia decadente y feudal había determinado la ruina
económica y cultural del país, y Austria-Hungría, donde un conflicto de nacionalidades amenazaba
diariamente con desintegrar el Estado. Y tal era también el caso de Francia, en donde la nación
parecía estar hundiéndose rápidamente en el cenagal de los intereses en conflicto38. El Ejército —
sumido en un vacío político por la III República— aceptó de buena gana la guía del clero católico,
que al menos proporcionaba la jefatura civil, sin la que los militares pierden su «raison d’être (que)
es la de defender el principio encarnado en la sociedad civil», como señaló Clemenceau.
La Iglesia católica debió así su popularidad al difundido escepticismo popular que veía en la
República y en la democracia la pérdida de todo orden, seguridad y voluntad política. Para muchos,
el sistema jerárquico de la Iglesia parecía la única salida del caos. Por lo demás, fue este hecho más
que cualquier renacer religioso, lo que originó que el clero mantuviera su consideración39. Es un
hecho que los más firmes defensores de la Iglesia en aquel período eran los exponentes del llamado
catolicismo «cerebral», los «católicos sin fe», que en adelante dominarían todo el movimiento
monárquico y ultranacionalista. Sin creer en su base, por otra parte universal, estos «católicos»
clamaban por más poder para todas las instituciones autoritarias. Esta fue la línea primeramente
formulada por Drumont y más tarde respaldada por Maurras.40
La gran mayoría del clero católico, profundamente implicado en maniobras políticas, siguió una
línea de acomodación. En esto, como lo revela el affaire Dreyfus, alcanzó un notable éxito. Así,
cuando Víctor Basch se encargó de la causa para conseguir un nuevo proceso, su casa de Rennes
fue saqueada bajo la dirección de tres clérigos41, en tanto que una figura no menos distinguida como
la del dominico padre Didon convocó a los estudiantes del Collège D’Arcueil a «desenvainar la
espada, aterrorizar, cortar cabezas y al frenesí»42. Similar fue también la postura de trescientos
mientras que Bernanos (op. cit., p. 413) señala en el mismo estilo que «acertada o equivocadamente, la democracia ve
en los militares su más peligroso rival».
35
El escándalo de Panamá fue precedido por el llamado «affaire Wilson». Se descubrió que el yerno del Presidente
traficaba abiertamente con distinciones Y condecoraciones.
36
Véase, del Padre EDOUARD LECANUET, Les signes avant-coureurs de la séparation, 1894-1910, París, 1930
37
Véase, de BRUNO WEIL, L'Affaire Dreyfus, París, 1930, p. 169.
38
Véase, de CLEMENCEAU, La Croisade, op. cit.: «España se retuerce bajo el yugo de la Iglesia Romana, Italia
parece haber sucumbido. Los únicos países que restan son la católica Austria, ya en su lucha a muerte y la Francia de la
Revolución, contra la que se hallan ahora desplegadas las huestes papales.»
39
Véase BERNANOS, op. cit., p. 152: «Nunca dejará de repetirse suficientemente que el auténtico beneficiario de este
movimiento de reacción que siguió a la caída del Imperio y a la derrota fue el clero. Gracias al clero la reacción
nacional asumió tras 1873 el carácter de un despertar religioso.»
40
Para lo referente a Drumont y el origen del «catolicismo cerebral», véase BERNANOS, op. cit., pp. 127 y ss.
41
Véase HERZOG, op. cit., con fecha 21 de enero de 1898.
42
Véase LECANUET, op. cit., p. 182
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clérigos menos importantes que se inmortalizaron en el «Memorial de Henry», como se denominó a
la suscripción pública abierta por La Libre Parole para la constitución de un fondo a beneficio de
madame Henry (viuda del coronel que se suicidó mientras se hallaba en prisión)43, que ciertamente
es un monumento eterno a la asombrosa corrupción de las clases altas del pueblo francés de aquella
época. Durante el período de la crisis de Dreyfus no fue su clero regular, ni sus órdenes religiosas
ordinarias, ni ciertamente sus homines religiosi, quienes influyeron en la línea política de la Iglesia
católica. Por lo que a Europa se refería, su política reaccionaria en Francia, Austria y España, así
como su apoyo a las tendencias antisemitas en Viena, París y Argel, eran probablemente
consecuencia inmediata de la influencia jesuítica. Fueron los jesuitas quienes siempre habían
representado mejor, tanto por escrito como verbalmente, la escuela antisemita del clero católico44.
Este hecho es en amplia medida consecuencia de sus estatutos, de acuerdo con los cuales todo
novicio debía probar que carecía de sangre judía hasta la cuarta generación45. Y resultado de que a
comienzos del siglo XIX la dirección de la política internacional de la Iglesia hubiera pasado a sus
manos46.
Ya se ha señalado cómo la disolución de la maquinaria estatal facilitó el ingreso de los
Rothschild en los círculos de la aristocracia antisemita. El grupo de moda del Faubourg SaintGermain abrió sus puertas no sólo a unos pocos judíos ennoblecidos, sino a sus sicofantes
bautizados, los judíos antisemitas, también arrastrados en esa dirección en su calidad de recién
llegados47. Resulta curioso que los judíos de Alsacia, quienes, como la familia Dreyfus, se habían
trasladado a París tras la cesión de ese territorio, desempeñaran una parte especialmente destacada
en esta ascensión social. Su exagerado patriotismo se reveló aún más marcadamente en la forma en
que se esforzaban por disociarse de los inmigrantes judíos. La familia Dreyfus pertenecía a ese
sector de la judería francesa que trataba de asimilarse, adoptando su propio tipo de antisemitismo.48
Esta acomodación a la aristocracia francesa tuvo un resultado inevitable: los judíos se esforzaron
por orientar a sus hijos hacia los mismos altos puestos militares que ambicionaban los de sus
nuevos amigos. Fue aquí donde surgió la primera causa de fricción. La admisión de judíos en la alta
sociedad había sido relativamente pacífica. Las clases superiores, a pesar de sus sueños de una
restauración monárquica, eran políticamente un sector invertebrado que no se preocupaban
indebidamente de una forma o de otra. Pero cuando los judíos comenzaron a buscar la igualdad en
el Ejército se enfrentaron con la decidida oposición de los jesuitas, que no estaban preparados para
43
Véase más arriba la nota 10.
La revista de los jesuitas La Civiltà Cattolica fue durante décadas la más abiertamente antisemita y una de las revistas
católicas más influyentes de todo el mundo. Publicaba propaganda antijudía mucho antes de que Italia se tornara
fascista y su política no se mostró afectada por la actitud anticristiana de los nazis. Véase, de JOSHUA STARR, «Italy's
Antisemites», en Jewish Social Studies, 1939.
Según L. KocH, S. J.: «De todas las Ordenes, la Compañía de Jesús, mediante sus Reglas, es la mejor protegida contra
las influenoias judías», en Jesuiten-Lexikon, Paderborn, 1934, artículo «Juden».
45
Originariamente, conforme al acuerdo de 1593, quedaban excluidos todos los cristianos de ascendencia judía. Un
decreto de 1608 estipuló que las reinvestigaciones habían de remontarse a la quinta generación. La última disposición,
de 1923, las redujo a cuatro generaciones. En casos individuales, el General de la Compañía podía eximir de tales
requisitos.
46
Véase, de H. BOEHMER, Les Jésuites, traducido del alemán, París, 1910, p. 284:
«Desde 1820... no ha existido nada semejante a unas Iglesias nacionales independientes, capaces de resistir las órdenes
del Papa dictadas por los jesuitas. El alto clero de nuestros días ha abatido sus tiendas frente a la Santa Sede y la Iglesia
se ha convertido en lo que Bellarmin, el gran polemista jesuita, exigió siempre que debería llegar a ser, una monarquía
absoluta cuya política puede ser dirigida por los jesuitas y cuya evolución pueda ser determinada oprimiendo un botón.»
47
Véase CLEMENCEAU, «Le spectacle du jour» en op. cit.: «Rothschild, amigo de la nobleza íntegramente
antisemita... del mismo género que Arthur Meyer, que es más papista que el Papa.»
48
Sobre los judíos alsaoianos, a los que pertenecía Dreyfus, véase, de ANDRÉ FOUCAULT, «Un nouvel aspect de
l'Affaire Dreyfus», en Les Oeuvres Libres, 1938, página 310: «A los ojos de la burguesía judía de París eran la
encarnación de la raideur nacionalista... esa actitud de distante desdén que la clase acomodada adopta hacia sus
correligionarios advenedizos. Su deseo de asimilar completamente las maneras galas, de vivir en términos de intimidad
con familias de antiguo linaje, de ocupar las más distinguidas posiciones en el Estado, y el desprecio que mostraban por
los elementos comerciales de la judería, por los «polacos» de Galitzia recientemente nacionalizados, les daban casi
apariencia de traidores a los de su propia raza... ¿Dreyfus de 1894? ¡Qué va, eran antisemitas!»
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tolerar la existencia de oficiales inmunes a la influencia del confesonario49. Además, se alzaron
contra un inveterado espíritu de casta que les había hecho olvidar la atmósfera de los salones, un
espíritu de casta que, ya reforzado por la tradición y la profesión, se hallaba aún más intensamente
fortalecido por su resuelta hostilidad hacia la República y la Administración civil.
Un historiador moderno ha descrito la lucha entre los judíos y los jesuitas como «una pugna
entre dos rivales» en la que el «alto clero jesuítico y la plutocracia judía se enfrentaron en Francia,
constituyendo dos invisibles líneas de batalla».50 La descripción es fiel en el grado en que los judíos
hallaron en los jesuitas sus primeros enemigos implacables, mientras que éstos llegaban muy pronto
a comprender cuán poderosa arma podía ser el antisemitismo. Este fue el primer intento, y el único
anterior a Hitler, de explotar el «gran concepto político»51 del antisemitismo en una escala
paneuropea. Por otra parte, sin embargo, si se supone que la lucha se hallaba entablada entre dos
«rivales» de las mismas fuerzas, la descripción es palpablemente falsa. Los judíos no aspiraban a un
grado de poder más elevado del que ostentaban las demás camarillas en las que se había escindido
la República. Todo lo que deseaban por entonces era una influencia suficiente para lograr sus
intereses sociales y económicos. No aspiraban a una participación política en la dirección del
Estado. El único grupo reconocido que tenía tal aspiración era el de los jesuitas. El proceso de
Dreyfus fue precedido por cierto número de incidentes que denotan cuán resuelta y enérgicamente
trataban los judíos de obtener un puesto en el Ejército y cuán corriente, incluso en aquella época,
era la hostilidad hacia ellos. Expuestos constantemente a graves insultos, los escasos oficiales judíos
se veían obligados a trabar duelos, en tanto que sus camaradas gentiles no deseaban actuar como
padrinos suyos. Es en este contexto donde aparece por vez primera en escena el infame Esterhazy
como una excepción a la norma.52
Nunca se ha dilucidado perfectamente si la detención y la condena de Dreyfus fue sencillamente
un error judicial que por azar desencadenó una conflagración política, o si el Estado Mayor se sirvió
deliberadamente del bordereau falsificado con el expreso propósito de señalar a un judío como
traidor. En favor de esta última hipótesis figura el hecho de que Dreyfus fuera el primer judío que
lograra un puesto en el Estado Mayor y, en las condiciones existentes, este hecho podía haber
provocado no sólo malestar, sino furia y consternación. En cualquier caso, el odio antijudío se despertó incluso antes de que se conociera el veredicto. Contra la costumbre que exigía el secreto
respecto de toda información sobre un caso de espionaje aún sub iudice, los oficiales del Estado
Mayor proporcionaron gustosamente a La Libre Parole detalles del caso y el nombre del acusado.
Aparentemente, temían que la influencia judía en el Gobierno condujera al sobreseimiento del
procedimiento judicial y al escamoteo de todo el asunto. Semejantes temores ofrecían algunos
indicios de plausibilidad debido al hecho de que se sabía que ciertos círculos de la judería francesa
de la época estaban seriamente preocupados por la precaria situación de los oficiales judíos.
Debe recordarse que en la mente del público se hallaba entonces reciente el recuerdo del
escándalo de Panamá y que tras el préstamo de los Rothschild a Rusia había crecido
considerablemente la desconfianza hacia los judíos53. El ministro de la Guerra, Mercier, no sólo
49
Véase «K. V. T.» en The Contemporary Review, LXXIV, 598: «Por voluntad de la democracia todos los franceses
tienen que ser soldados; por voluntad de la Iglesia sólo los católicos han de ocupar los puestos de mando.»
50
HERZOG, op. cit., p. 35.
51
Véase BERNANOS, op. cit., p. 151: «Así, privado de su ridícula hipérbole, el antisemitismo se mostró tal como
realmente es: no un sencillo ejemplo de chifladura, una evasión mental, sino un importante concepto político.»
52
Véase la carta de Esterhazy, fechada en julio de 1894, a Edmond de Rothschild, citada por J. REINACH, op. cit., II,
pp. 53 y ss.: «Yo no dudé cuando el capitán Crémieux no pudo hallar un oficial cristiano que actuara como su padrino.»
Véase T. REINACH, Histoire sommaire de l'Affaire Dreyfus, pp. 60 y ss. Véase también HERZOG, op. cit., con fechas
de 1892 y junio de 1894, donde estos duelos figuran relacionados detalladamente y en donde se cita a todos los
intermediarios de Esterhazy. La última ocasión fue en septiembre de 1896, cuando recibió 10.000 francos. Esta
inoportuna generosidad tendría más tarde inquietantes resultados. Cuando, desde su confortable seguridad de Inglaterra,
Esterhazy hizo extensas revelaciones y por eso obligó a una revisión del caso, la prensa antisemita sugirió,
naturalmente, que había sido pagado por los judíos para que se declarara culpable. La idea todavía es utilizada como
uno de los principales argumentos en favor de la culpabilidad de Dreyfus.
53
HERZOG, op. cit., con fecha de 1892, muestra ampliamente cómo los Rothschild comenzaron a adaptarse por sí
mismos a la República. Resulta curioso que la política papal de coalicionismo, que representa un intento de
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había sido alabado en cada fase del proceso por la prensa burguesa de la época, sino que incluso el
periódico de Jaurès, el órgano de los socialistas, le felicitó por «haberse opuesto a la formidable
presión de los políticos corrompidos y de la alta finanza»54. Resulta característico que este encomio
provocara en La Libre Parole un elogio sin restricciones: « ¡Bravo, Jaurès! » Dos años más tarde,
cuando Bernard Lazare publicó su primer folleto sobre el fracaso de la justicia, el periódico de
Jaurès se abstuvo cuidadosamente de discutir su contenido, pero acusó al autor, socialista, de ser
admirador de los Rothschild y, probablemente, agente a sueldo de éstos55. De forma similar, en
fecha tan tardía como 1897, cuando ya había comenzado la lucha por la rehabilitación de Dreyfus,
Jaurès no pudo advertir en todo ello más que el conflicto entre dos grupos burgueses, los
oportunistas y los clericales. Finalmente, incluso tras el nuevo proceso de Rennes, Wilhelm
Liebknecht, el socialdemócrata alemán, todavía creía en la culpabilidad de Dreyfus, porque no
podía concebir que un miembro de las clases superiores llegara a ser víctima de un falso veredicto56.
El escepticismo de la prensa radical y socialista, fuertemente coloreado como estaba por
sentimientos antijudíos, se vio fortalecido por las curiosas tácticas de la familia Dreyfus en sus
intentos por lograr un nuevo proceso. Al tratar de salvar a un hombre inocente utilizaron los mismos
métodos empleados habitualmente en el caso de un culpable. Se mostraron mortalmente temerosos
de la publicidad y se apoyaron exclusivamente en maniobras subrepticias57. Dilapidaron su dinero y
trataron a Lazare, uno de sus más valiosos colaboradores y una de las más importantes figuras del
caso, como si fuera agente a sueldo suyo.58 Clemenceau, Zola, Picquart y Labori —por citar sólo a
los más activos entre los dreyfusards— sólo pudieron al final salvar sus buenas reputaciones
disociando sus esfuerzos, con mayor o menor trabajo y publicidad, de los aspectos más concretos
del tema.59
Existía sólo una base sobre la que Dreyfus podía o debía haber sido salvado. Las intrigas de un
Parlamento corrompido, las secas raíces de una sociedad que se derrumbaba y el ansia del clero por
el poder deberían haberse tropezado con el firme concepto jacobino de la nación fundamentado en
los derechos humanos, esa concepción republicana de la vida comunitaria que afirma que, en
palabras de Clemenceau, infringiendo los derechos de uno se infringen los derechos de todos.
Apoyarse en el Parlamento o en la sociedad era perder la lucha antes de comenzarla. Los recursos
acercamiento de la Iglesia católica, se produjera precisamente en el mismo año. Por eso no es imposible que la conducta
de los Rothschild estuviera influida por el clero. Por lo que se refiere al préstamo de 500 millones de francos a Rusia, el
conde Münster observó pertinentemente: «La especulación está muerta en Francia..., los capitalistas no encuentran
medio de negociar sus títulos... y esto contribuirá al éxito del empréstito... Los grandes judíos creen que si ganan dinero
serán más capaces de ayudar a sus pequeños hermanos. El resultado es que, aunque el mercado francés está saturado de
títulos rusos, los franceses están dando buenos francos por malos rublos.» HERZOG, ibíd.
54
Véase REINACH, op. cit., I, 471.
55
Véase HERZOG, op. cit., p. 212.
56
Véase, de MAX J. KOHLER, «Some New Light on the Dreyfus Case», en Studies in Jewish Bibliography and
Related Subjects in Memory of A. S. Freidus, Nueva York, 1929.
57
La familia Dreyfus, por ejemplo, rechazó sumariamente la sugerencia del escritor Arthur Lévy y del erudito LévyBruhl, de que deberían hacer circular una petición de protesta entre las figuras destacadas de la vida pública. En vez de
eso se lanzaron a realizar una serie de gestiones personales con todos los políticos con los que pudieron establecer
contacto; véase DUTRAIT-CROZON, op. cit., p. 51. Véase también FOUCAULT, op. cit., p. 309: «A esta distanoia
uno puede preguntarse por qué los judíos franceses, en lugar de actuar secretamente, no dieron adecuada y abierta
expresión de su indignación.»
58
Véase HERZOG, op. cit., con fecha de diciembre de 1894 y enero de 1898.
Véase también CHARENSOL, op. cit., p. 79, y CHARLES PÉGUY, «Le Portrait de Bernard Lazare», en Cahiers de la
quinzaine, serie XI, núm. 2 (1910).
59
La retirada de Labori, después de que apresuradamente la familia Dreyfus le retiró el poder mientras todavía actuaba
el Tribunal de Rennes, provocó un gran escándalo. Puede hallarse un exhaustivo, aunque muy exagerado relato de lo
sucedido, en FRANK, op. cit., p. 432. La propia declaración de Labori, que habla por sí misma elocuentemente sobre su
nobleza de oarácter, apareció en La Grande Revue (febrero de 1900). Después de lo sucedido a su abogado y amigo,
Zola rompió inmediatamente sus relaciones con la familia Dreyfus. Por lo que a Pioquart se refiere, L'Echo de Paris (30
de noviembre de 1901) informó que después de lo de Rennes, nada tenía ya que ver con los Dreyfus. Clemenceau,
frente al hecho de que toda Francia, e incluso todo el mundo, comprendía el verdadero significado de los procesos
mejor que el acusado o su familia, se hallaba más inclinado a considerar humorísticamente el incidente; véase WEIL,
op. cit., pp. 307-8.
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de la judería no eran en modo alguno superiores a los de la rica burguesía católica, porque todos los
estratos superiores de la sociedad, desde las familias clericales y aristocráticas del Faubourg SaintGermain a la pequeña burguesía anticlerical y radical, sólo deseaban ver a los judíos formalmente
separados del cuerpo político. De esta manera, calcularon, podrían liberarse por sí mismos de toda
posible mancha. La pérdida de todos los contactos sociales y comerciales con los judíos se les
antojaba un precio que valía la pena pagar. Similarmente, el affaire, como denotan las declaraciones
de Jaurès, era considerado por el Parlamento como una magnífica oportunidad de rehabilitar, o más
bien de recobrar, su antigua reputación de incorruptibilidad. Finalmente, aunque no fuera el hecho
menos importante, al promover slogans tales como «¡Mueran los judíos!» o «Francia para los
franceses», se descubría una fórmula casi mágica para reconciliar a las masas con la situación
existente en el Estado y en la sociedad.
4. EL PUEBLO Y EL POPULACHO
Si es error habitual de nuestro tiempo imaginar que la propaganda puede lograrlo todo y que a un
hombre puede hablársele de todo con tal de que se le hable suficientemente alto y con suficiente
habilidad, en aquel período se creía que la «voz del pueblo era la voz de Dios» y que la misión de
un líder consistía, como tan desdeñosamente lo expresó Clemenceau, en obedecer astutamente esa
voz60. Ambas opiniones proceden del mismo error fundamental: el de considerar al populacho
idéntico al pueblo y no como una caricatura de éste.
El populacho es principalmente un grupo en el que se hallan representados los residuos de todas
las clases. Esta característica torna fácil la confusión del populacho con el pueblo, que también
comprende a todos los estratos de la sociedad. Mientras el pueblo en todas las grandes revoluciones
lucha por la verdadera representación, el populacho siempre gritará en favor del «hombre fuerte»,
del «gran líder». Porque el populacho odia a la sociedad de la que está excluido tanto como al
Parlamento en el que no está representado. Por eso los plebiscitos con los que tan excelentes
resultados han obtenido los modernos dirigentes del populacho, son un viejo concepto de los
políticos que se basa en el populacho. Uno de los más inteligentes jefes de los antidreyfusards,
Déroulède, clamaba por «una República a través de un plebiscito».
La alta sociedad y los políticos de la III República habían generado el populacho francés en una
serie de escándalos y de fraudes públicos. Experimentaban ahora un tierno sentimiento de
parentesco con su prole, un sentimiento que era una mezcla de admiración y de temor. Lo menos
que la sociedad podía hacer por su retoño era protegerlo verbalmente. Mientras el populacho
saqueaba las tiendas de los judíos y atacaba a los judíos en las calles, el lenguaje de la alta sociedad
hacía parecer un juego de niños a la violencia real y apasionada61. El más importante de los
documentos contemporáneos al respecto es el «Memorial de Henry» y las diversas soluciones
propuestas para la cuestión judía: los judíos deberían ser hechos pedazos como Marsias en el mito
griego; Reinach debería ser cocido vivo; los judíos tendrían que ser fritos en aceite o traspasados
por agujas hasta que murieran; deberían ser «circuncidados hasta el cuello». Un grupo de oficiales
expresó gran impaciencia por probar un nuevo modelo de cañón sobre 100.000 judíos del país.
Entre los suscriptores figuraban más de 1.000 oficiales, cuatro generales en servicio y el propio mi60
Véase el artículo de CLEMENCEAU, 2 de febrero de 1898, en op. cit. Por lo que se refiere a la futilidad de tratar de
ganarse a los trabajadores con slogans antisemitas y especialmente sobre los intentos de Léon Daudet, véase, del
escritor realista DIMIER, Vingt ans d'Action Française, París, 1926.
61
Muy características al respecto son las diferentes descripciones de la sociedad contemporánea en J. REINACH, op.
cit., I, 233 y ss., III, 141: «Las damas de la buena sociedad perdían su compostura ante Guérin. Su lenguaje
(escasamente superado por sus pensamientos) hubiera causado horror entre las amazonas de Dahomey...»
Especialmente interesante al respecto es un artículo de ANDRÉ CHEVRILLON, «Huit Jours à Rennes», en La Grande
Revue, febrero de 1900. Relata, inter alia, el siguiente incidente revelador: «Un médioo que hablaba con unos amigos
míos se atrevió a decir: ‘Me gustaría torturarle’. ‘Y a mí’, añadió una de las damas, ‘me gustaría que fuese inocente
porque así sufriría más'.»
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nistro de la Guerra, Mercier. Es sorprendente el número relativamente alto de intelectuales62, e
incluso de judíos, que figuraban en la lista. Las clases superiores sabían que el populacho era carne
de su carne y sangre de su sangre. Incluso un historiador judío de la época, aunque había visto con
sus propios ojos que los judíos ya no podían sentirse seguros cuando el populacho domina la calle,
habló con secreta admiración del «gran movimiento colectivo»63. Esto solamente muestra cuán
profundamente enraizados se hallaban la mayoría de los judíos en una sociedad que estaba
intentando eliminarles.
Si Bernanos, con referencia al affaire Dreyfus, describe al antisemitismo como un importante
concepto político, tiene indudablemente razón por lo que se refiere al populacho. Había sido
ensayado previamente en Berlín y en Viena por Ahlwart y Stoecker, por Schoenerer y Lueger, pero
en ningún lugar resultó su eficacia más claramente probada que en Francia. No hay duda de que a
los ojos del populacho los judíos habían llegado a servir como símbolos y modelo de todas las cosas
que detestaban. Si odiaban a la sociedad podían apuntar a la forma en que eran tolerados en su seno;
y si odiaban al Gobierno podían apuntar a la forma en que los judíos habían sido protegidos por éste
o a la forma en que habían sido identificados con el Estado. Aunque es un error suponer que los
judíos eran el único blanco del populacho es preciso otorgarles un primer lugar entre sus víctimas
favoritas.
Excluido como se halla de la sociedad y de la representación política, el populacho se inclina
necesariamente hacia la acción extraparlamentaria. Además, se muestra proclive a buscar las
verdaderas fuerzas de la vida política en aquellos movimientos e influencias que permanecen
ocultos a la vista y que actúan entre bastidores. No cabe duda de que durante el siglo XIX la judería
estuvo incluida dentro de esta categoría, como se hallaba la masonería (especialmente en los países
latinos) y los jesuitas64 Es, desde luego, profundamente falso que cualesquiera de esos grupos
constituyeran realmente una sociedad secreta inclinada a dominar al mundo por medio de una
gigantesca conspiración. Sin embargo, es cierto que su influencia, por abierta que pudiera haber
sido, era ejercida más allá del terreno real de la política y que operaba en gran escala en pasillos,
logias y confesonarios. Desde la Revolución francesa estos tres grupos han compartido el dudoso
honor de ser, a los ojos del populacho europeo, el punto de apoyo de la política mundial. Durante la
crisis de Dreyfus, cada uno de ellos fue capaz de explotar esta noción popular lanzando contra los
otros acusaciones de hallarse conspirando por lograr el dominio mundial. El slogan «Judá secreta»
es debido, desde luego, a la inventiva de algunos jesuitas que decidieron ver en el primer Congreso
sionista (1897) el meollo de una conspiración judía mundial65. De forma similar el concepto de
«secreta Roma» es debido a los francmasones anticlericales y quizá también a las indiscriminadas
calumnias de algunos judíos.
Es proverbial la volubilidad del populacho tal como los adversarios de Dreyfus llegarían a saber
a sus expensas cuando, en 1899, cambió el viento y el pequeño grupo de auténticos republicanos
que encabezaba Clemenceau comprendió súbitamente, con sentimientos ambiguos, que una parte
del populacho se había inclinado a su bando.66 A los ojos de algunos, los dos bandos de la gran
controversia parecían ahora «dos grupos rivales de charlatanes que se disputaban el favor de la
canalla»67, mientras que la voz del jacobino Clemenceau había conseguido devolver a una parte del
pueblo francés a su más importante tradición. De esta manera, el gran erudito Emile Duclaux pudo
escribir: «En este drama interpretado ante todo un pueblo y tan inflamado por la prensa que al final
62
Entre los intelectuales figuran, bastante extrañamente, Paul Valéry, que contribuyó con tres francos non sans
réflexion.
63
J. REINACH, op. cit., I, 233.
64
Un estudio de las superstioiones europeas mostraría probablemente que los judíos se oonvirtieron en objeto de este
tipo de superstición decimonónica bastante tarde. Fueron precedidos por los Rosacruces, los Templarios, los Jesuitas y
los Francmasones. El tratamiento de la Historia del siglo XIX padece gravemente la ausencia de semejante estudio.
65
Véase «Il caso Dreyfus» en Civiltà Cattolica (5 de febrero de 1898). Entre las exoepciones a la precedente
afirmación, la más notable es la del padre jesuita Charles Louvain, que había denunciado los «Protocolos».
66
Véase MARTIN DU GARD, Jean Barois pp. 272 y ss., y DANIEL HALÉVY, en Cahiers de la quinzaine, serie XI,
cuaderno 10, París, 1910.
67
Véase GEORGES SOREL, La Révolution dreyfusienne, París, 1911, pp. 70-71.
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tomó parte en él toda una nación, distinguimos al coro y al anticoro de la antigua tragedia injuriando
respectivamente al otro bando. El escenario es Francia y el teatro es el mundo.»
Dirigido por los jesuitas y ayudado por el populacho, el Ejército se sentía a la postre alegremente
seguro de la victoria. El contraataque del poder civil había sido eficazmente contenido. La prensa
antisemita había sellado los labios de los hombres, publicando la lista de Reinach en la que se
relacionaban los diputados implicados en el escándalo de Panamá68. Todo parecía indicar la
inminencia del triunfo. La sociedad y los políticos de la III República, sus escándalos y affaires
habían creado una nueva clase de déclassés; no podía esperarse que lucharan contra su propio
producto; al contrario, estaban preparados para usar el lenguaje y la apariencia del populacho.
Mediante el Ejército, los jesuitas conseguirían imponerse al poder civil y así quedaría abierto el
camino para el incruento coup d’état.
Mientras que sólo fue la familia Dreyfus quien trataba por curiosos métodos de sacar a su
pariente de la isla del Diablo y mientras que hubo sólo judíos preocupados por su posición en los
salones antisemitas y en el Ejército, aún más antisemita, todo parecía apuntar en esta dirección.
Resultaba obvio que no cabía esperar de este sector un ataque contra el Ejército o contra la
sociedad. ¿Acaso los judíos no deseaban exclusivamente seguir siendo aceptados en la sociedad y
sufridos en las fuerzas armadas? Ni en los círculos militares ni en los civiles existía nadie capaz de
perder una sola noche el sueño por su culpa69. Por eso resultó desconcertante el hecho de que llegara
a saberse que en el Servicio de Información del Estado Mayor había un alto jefe militar que, aunque
poseía unos buenos antecedentes católicos, unas excelentes perspectivas en su carrera y el
«adecuado» grado de antipatía hacia los judíos, no hubiera adoptado el principio de que el fin
justifica los medios. Así era Picquart, un hombre profundamente divorciado del espíritu social de
clan o de las ambiciones profesionales. El Estado Mayor pronto trabó conocimiento con lo que
significaba este espíritu sencillo, tranquilo y políticamente desinteresado. Picquart no era un héroe
y, desde luego, no era un mártir. Era, sencillamente, ese tipo corriente de ciudadano, con un interés
medio por los asuntos públicos y que en la hora de peligro (aunque no un minuto antes) se alza para
defender a su país de la misma forma indiscutible con que desempeña sus obligaciones cotidianas70.
Sin embargo, la causa sólo se tornó seria cuando, tras varios aplazamientos y titubeos, Clemenceau,
por fin, llegó a convencerse de que Dreyfus era inocente y la República se hallaba en peligro. Al
comienzo de la lucha, sólo un puñado de escritores y estudiosos bien conocidos se adhirieron a la
causa: Emile Zola, Anatole France, E. Duclaux, Gabriel Monod, el historiador, y Lucien Herr,
bibliotecario de la Ecole Normale. A ellos es preciso añadir el pequeño y entonces insignificante
círculo de jóvenes intelectuales que más tarde harían historia en los Cahiers de la Quinzaine71.
Estos, sin embargo, eran todos los aliados de Clemenceau. No había un grupo político, ni un solo
político famoso, que se hallara dispuesto a permanecer a su lado. La grandeza de la posición de
Clemenceau descansa en el hecho de que no se hallaba orientada contra un específico error judicial,
sino basada en ideas «abstractas» tales como las de la justicia, la libertad y el valor cívico. Se
68
El caso de Scheurer-Kestner, uno de los mejores elementos parlamentarios y vicepresidente del Senado, muestra hasta
qué punto se hallaban atadas las manos de los miembros del Parlamento. Apenas formuló su protesta contra el prooeso
la Libre Parole, proclamó el hecho de que su yerno había estado implicado en el escándalo de Panamá. Véase
HERZOG, op. cit., con fecha de noviembre de 1897.
69
Véase BROGAN, op. cit., libro VII, capítulo 1: «El deseo de dejar las cosas tranquilas no era raro entre los judíos
franceses, especialmente entre los más ricos.»
70
Inmediatamente después de haber hecho sus descubrimientos, Picquart fue enviado a un peligroso puesto en Túnez.
Después de lo cual redactó su testamento, explicó todo el asunto y confió a su abogado una copia del documento. Pocos
meses más tarde, cuando se descubrió que todavía seguía vivo, surgió todo un diluvio de cartas, comprometiéndole y
acusándole de complicidad con el «traidor» Dreyfus. Fue tratado como un gangster que hubiera intentado «cantar».
Cuando todo esto reveló ser inútil, fue detenido, expulsado del Ejército y despojado de sus condecoraciones, pruebas
que sufrió con tranquila ecuanimidad.
71
A este grupo, dirigido por Charles Péguy, pertenecían el joven Romain Rolland, Suárez, Georges Sorel, Daniel
Halévy y Bernard Lazare.
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encontraba, en suma, cimentada en aquellos mismos conceptos que habían formado la materia
prima del antiguo patriotismo jacobino y contra la que ya se habían lanzado tanto fango y tantas
injurias. Mientras que el tiempo pasaba y Clemenceau permanecía inalterado, sin conmoverse por
amenazas ni decepciones, proclamando las mismas verdades y encarnándolas en exigencias, los
nacionalistas más «concretos» perdían terreno. Seguidores de hombres como Barrès, que había
acusado a quienes defendían a Dreyfus de perderse en un «cenagal de metafísica», llegaron a
comprender que las abstracciones del Tigre estaban en realidad más cerca de las realidades políticas
que la limitada inteligencia de los negociantes arruinados o el estéril tradicionalismo de los
intelectuales fatalistas.72 Puede estimarse a donde condujo eventualmente su postura concreta a los
nacionalistas realistas si se tiene en cuenta la inapreciable historia en la que se relata cómo Charles
Maurras tuvo «el honor y el placer», tras la derrota de Francia, de caer, durante su huida al Sur, en
manos de una astróloga que le interpretó la significación política de los acontecimientos recientes y
le aconsejó que colaborara con los nazis73.
Aunque el antisemitismo había ganado indudablemente terreno durante los tres años que
siguieron a la detención de Dreyfus, antes del comienzo de la campaña de Clemenceau y aunque la
prensa antijudía había logrado una difusión comparable a la de los principales periódicos, las calles
permanecían tranquilas. El populacho se lanzó a la acción sólo cuando Clemenceau publicó sus
artículos en L’Aurore, cuando Zola publicó su J’accuse y cuando el Tribunal de Rennes estableció
un contraste con la triste sucesión de procesos y revisiones. Cada golpe de los dreyfusards {de
quienes se sabía que constituían una pequeña minoría) fue seguido por una alteración callejera más
o menos violenta74. Fue notable la organización del populacho por el Estado Mayor. La pista
conduce rectamente del Ejército a La Libre Parole, que, directa o indirectamente, a través de sus
artículos o mediante la intervención personal de sus editores, movilizó a estudiantes, monárquicos,
aventureros y simples gangsters y les empujó a las calles. Si Zola pronunciaba una sola palabra, sus
ventanas eran inmediatamente apedreadas. Si Scheurer-Kestner escribía al ministro de Colonias, era
inmediatamente atacado en la calle, mientras los periódicos lanzaban groseros ataques a su vida
privada. Y todos los testimonios coinciden en señalar que si Zola, cuando fue acusado, hubiera sido
absuelto, jamás habría salido vivo de la sala del Tribunal.
El grito «¡Mueran los judíos!» barrió el país. En Lyon, Rennes, Nantes, Tours, Burdeos,
Clermont-Ferrand y Marsella —en todas partes, en realidad— estallaron disturbios antisemitas que
invariablemente se remontaban a la misma fuente. La indignación popular brotaba en el mismo día
y precisamente a la misma hora75. Bajo la dirección de Guérin, el populacho adoptó una naturaleza
militar. Los grupos de choque antisemitas aparecieron en las calles y se cuidaron de que cualquier
mitin pro Dreyfus acabara con derramamiento de sangre. La complicidad de la policía resultaba
patente en todas partes76.
La figura más moderna en el bando de los antidreyfusards era probablemente la de Jules Guérin.
Arruinado en los negocios, había comenzado su carrera política como confidente de la policía, y
adquirió ese olfato para la disciplina y la organización que caracteriza invariablemente al hampa.
Fue más tarde capaz de orientar esa aptitud hacia canales políticos y se convirtió en fundador y
dirigente de «Ligue Antisémite». En él halló la alta sociedad su primer héroe delincuente. En su
72
Véase M. BARRÈS, Scènes et doctrines du nationalisme, París, 1899.
Véase YVES SIMON, op. cit., pp. 54-55.
74
Las aulas de la Universidad de Rennes fueron destrozadas después de que cinco profesores se declararon favorables a
una revisión. Tras la aparición del primer artículo de Zola los estudiantes monárquicos se manifestaron ante la sede de
Le Figaro, tras lo cual el periódico desistió de seguir publicando nuevos artículos del mismo tipo. El editor de La
Bataille, pro-Dreyfus, fue golpeado en la calle. Los jueces del Tribunal de Casación, que finalmente dejaron a un lado el
veredicto de 1894, informaron unánimemente que habían sido amenazados de «ilegítimo asalto». Los ejemplos podrían
multiplicarse.
75
El 18 de enero de 1898 se celebraron manifestaciones antisemitas en Burdeos, Marsella, Clermont-Ferrand, Nantes,
Rouen y Lyon. Al día siguiente estallaron disturbios estudiantiles en Rouen, Toulouse y Nantes.
76
El ejemplo más crudo fue el del prefecto de policía de Rennes, quien aconsejó al profesor Victor Basch, cuando la
casa de este último fue saqueada por unas 2.000 personas, que presentara su dimisión, puesto que ya no podía garantizar
su seguridad.
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adulación a Guérin, la sociedad burguesa mostró claramente que en su código de moral y de ética
había roto terminantemente con sus propias normas. Tras la «Ligue» se hallaban dos miembros de
la aristocracia, el duque de Orleáns y el marqués de Morès. Este había perdido su fortuna en
América y se había hecho famoso organizando una brigada homicida con los carniceros de París.
La más elocuente de estas tendencias modernas fue el grotesco asedio del llamado Fort-Chabrol.
Fue allí, en la primera de las «Casas Pardas», donde la crema de la «Ligue Antisémite» se hallaba
reunida cuando la policía decidió por fin detener a su jefe. Las instalaciones eran el colmo de la
perfección técnica. «Las ventanas estaban protegidas con postigos metálicos. Existía un sistema de
timbres y teléfonos desde el sótano al tejado. A unos cuatro metros de la puerta maciza, siempre
cerrada con llaves y cerrojos, existía una alta verja de hierro colado. A la derecha, entre la verja y la
entrada principal, había una pequeña puerta de chapa de hierro, tras la que montaban guardia noche
y día centinelas escogidos de la legión de los carniceros»77. Max Régis, instigador de los pogroms
de Argelia, es otro de los que revelan una nota de modernidad. Fue este Régis juvenil quien en
cierta ocasión animó a la vociferante canalla de París a «regar el árbol de la libertad con la sangre
de los judíos». Régis representaba a esa sección del movimiento que esperaba lograr el poder por
medios legales y parlamentarios. Fiel a este programa, fue elegido alcalde de Argel y utilizó su
puesto para desencadenar los pogroms en los que fueron muertos varios judíos, violadas algunas
judías y saqueadas varias tiendas de propiedad judía. A él debió su escaño en el Parlamento el
refinado y culto Edouard Drumont, el más famoso antisemita francés.
Lo que resultaba nuevo en toda esta situación no era la actividad del populacho, puesto que
habían existido numerosos precedentes. Lo que era nuevo y sorprendente en aquella época —
aunque resulte demasiado familiar para nosotros— era la organización de la masa y la adoración
por el héroe, de la que se beneficiaban sus dirigentes. El populacho se convirtió en agente directo de
ese nacionalismo «concreto» defendido por Barrès, Maurras y Daudet, que juntos formaron lo que
era indudablemente una clase de élite de los intelectuales más jóvenes. Estos hombres, que
despreciaban al pueblo y que muy recientemente habían emergido de un ruinoso y decadente culto
del esteticismo, vieron en la masa una expresión viva de la «fuerza» viril y primitiva. Fueron ellos y
sus teorías quienes por vez primera identificaron al populacho con el pueblo y convirtieron a sus
dirigentes en héroes nacionales.78 Fue su filosofía del pesimismo y su entusiasmo por la
predestinación el primer signo del colapso inminente de la intelligentsia europea.
Ni siquiera Clemenceau se vio inmune a la tentación de identificar al populacho con el pueblo.
Lo que le inclinaba especialmente a este error era la actitud consecuentemente ambigua de los
partidos obreros respecto del tema de la Justicia «abstracta». Ningún partido, incluyendo a los
socialistas, estaba dispuesto a hacer un fin de la justicia per se, a «hallarse, pase lo que pase, al lado
de la justicia, el único lazo de unión irrompible entre los hombres civilizados»79. Los socialistas
estaban a favor de los intereses de los trabajadores; los oportunistas, en favor de los de la burguesía
liberal; los coalicionistas, en pro de las clases altas católicas, y los radicales, en pro de los fines de
la pequeña burguesía anticlerical. Los socialistas poseían la gran ventaja de hablar en nombre de
una clase homogénea y unida. A diferencia de los partidos burgueses, no representaban a una
sociedad que se había escindido en numerosos clanes y camarillas. Sin embargo, se consagraban
principal y esencialmente a los intereses de su clase. No les preocupaba ninguna obligación superior
respecto de la solidaridad humana ni tenían un concepto de lo que realmente significaba la vida
comunitaria. Observación típica que corresponde a esta actitud fue la de Jules Guesde, contraparte
de Jaurès en el partido socialista francés, de que la «ley y el honor son simples palabras».
El nihilismo que caracterizó a los nacionalistas no era monopolio de los antidreyfusards. Al
contrario, una gran proporción de los socialistas y de muchos de los que defendían a Dreyfus, como
Guesde, utilizaban el mismo lenguaje. Si el católico La Croix afirmaba que «ya no se trata de si
77
Véase BERNANOS, op. cit., p. 346.
Para estas teorías véase especialmente, de CHARLES MAURRAS, Au Signe de Flore; souvenirs de la vie politique;
l'Affaire Dreyfus et la fondation de l'Action Française, París, 1931; M. BARRÈs, op. cit.; LÉON DAUDET, Panorama
de la Troisième République, París, 1936.
79
Véase CLEMENCEAU, «A la dérive», en op. cit.
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Dreyfus es inocente o culpable, sino sólo de saber quién ganará, los amigos del Ejército o sus
enemigos», el sentimiento correspondiente podía haber sido proclamado, mutatis mutandis, por los
partidos de Dreyfus80. No sólo el populacho, sino una considerable parte del pueblo francés, se
declaró, en el mejor de los casos, completamente desinteresada del hecho de que un grupo de la
población se hallara o no se hallara excluido de la ley.
Tan pronto como el populacho inició su campaña de terror contra los partidarios de Dreyfus,
encontró el camino abierto ante él. Como Clemenceau atestigua, a los trabajadores de París
escasamente les interesaba todo el asunto. Apenas afectaba a sus propios intereses, juzgaban, el que
los diferentes elementos de la burguesía se pelearan entre ellos. «Con el claro consentimiento del
pueblo —escribió Clemenceau—, han proclamado ante el mundo el fracaso de su ‘democracia’. A
través de ellos un pueblo soberano se muestra a sí mismo arrojado de su trono de justicia, despojado
de su infalible majestad. No puede negarse que este mal ha caído sobre nosotros con la completa
complicidad del mismo pueblo... El pueblo no es Dios. Cualquiera hubiera podido haber previsto
que esta nueva divinidad se derrumbaría algún día. Un tirano colectivo, extendido a lo largo y a lo
ancho del país, no es más aceptable que un solo tirano acomodado en su trono»81.
Finalmente, Clemenceau convenció a Jaurès de que una infracción de los derechos de un hombre
era una infracción de los derechos de todos los hombres. Pero si en esta empresa tuvo éxito, fue
porque los autores del entuerto resultaron ser los inveterados enemigos del pueblo desde la
Revolución; es decir, la aristocracia y el clero. Los trabajadores se lanzaron a la calle contra los
ricos y el clero, no a favor de la República, no a favor de la justicia y de la libertad.
Verdaderamente, tanto los discursos de Jaurès como los artículos de Clemenceau exhalan el aroma
de la vieja pasión revolucionaria por los derechos humanos. Verdaderamente, también esta pasión
fue suficientemente fuerte como para arrastrar al pueblo a su lucha, pero, al principio, tuvieron que
convencerse de que no sólo estaban en juego la justicia y el honor de la República, sino también sus
propios «intereses» de clase. Pese a todo, gran número de socialistas, tanto dentro como fuera del
país, continuaron considerando como un error el entrometerse (como decían) en las sanguinarias
disputas de la burguesía o preocuparse por la salvación de la República.
El primero en apartar a los trabajadores, al menos parcialmente, de este género de indiferencia,
fue el gran enamorado del pueblo, Emile Zola. En su famoso alegato republicano fue también, sin
embargo, el primero en desviarse de la presentación de los hechos políticos precisos y en ceder a las
pasiones del populacho, citando el espantajo de la «Roma secreta». Esta fue una nota que
Clemenceau aceptó sólo de mala gana, aunque Jaurès la recibió con entusiasmo. El verdadero logro
de Zola, que es difícil de advertir en sus folletos, consiste en el valor resuelto e intrépido con el que
este hombre, cuya vida y cuyas obras habían exaltado al pueblo hasta el punto de «lindar con la
idolatría», se alzó finalmente para retar, para combatir y finalmente para conquistar a las masas, en
las que, como Clemenceu, escasamente pudo distinguir en momento alguno al populacho del
pueblo. «Han existido hombres capaces de resistir a los más poderosos monarcas y de negarse a
someterse ante ellos, pero ha habido pocos que resistieran a la multitud, que permanecieran solos
ante las masas mal conducidas, que se enfrentaran a su implacable frenesí sin armas y con los
brazos cruzados para decir no cuando se les exigía un sí. ¡Así era Zola!»82.
Apenas publicado J’accuse, los socialistas de París celebraron su primera reunión y aprobaron
una resolución en la que se pedía una revisión del caso Dreyfus. Pero sólo cinco días más tarde unos
treinta y dos dirigentes socialistas formularon una declaración según la cual el destino de Dreyfus,
«el enemigo de clase», no era cuestión que debiera preocuparles. Tras esta declaración se agruparon
amplios elementos del partido en París. Aunque a lo largo del affaire se prolongó la escisión de sus
filas, el partido contó con suficientes dreyfusards para impedir que la «Ligue Antisémite» controlara
a partir de entonces las calles. Un mitin socialista llegó incluso a calificar al antisemitismo de
80
Fue precisamente esto lo que tan considerablemente desilusionó a los campeones de Dreyfus, especialmente al círculo
en torno a Charles Péguy. La enojosa semejanza entre dreyfusards y antidreyfusards es el tema de la instructiva novela
de MARTIN DU GARD, Jean Barois, 1913.
81
Prólogo a Contre la Justice, 1900.
82
Clemenceau, en un discurso ante el Senado varios años más tarde; véas6 WEIL, op. cit., pp. 112-13.
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«nueva forma de reacción». Sin embargo, unos meses más tarde, cuando se celebraron las
elecciones legislativas, Jaurès no fue reelegido, y poco después, cuando Cavaignac, ministro de la
Guerra, pronunció en la Cámara un discurso en el que atacó a Dreyfus y calificó al Ejército de
indispensable, los diputados resolvieron, con sólo dos votos en contra, cubrir los muros de París con
el texto de ese discurso. De forma similar, cuando en octubre del mismo año estalló la gran huelga
de París, Münster, el embajador alemán, pudo informar con certeza y confidencialmente a Berlín
que, «por lo que a las grandes masas se refiere, ésta no es en modo alguno una cuestión política. Los
trabajadores han ido a la huelga sólo para conseguir salarios más altos, y acabarán por lograrlos. Por
lo que al caso Dreyfus se refiere, no se han molestado en ocuparse del asunto»83.
¿Quiénes entonces, en amplios términos, eran los que apoyaban a Dreyfus? ¿Quiénes eran los
300.000 franceses que devoraron ansiosamente el J’accuse de Zola y que seguían religiosamente los
editoriales de Clemenceau? ¿Quiénes eran los hombres que, finalmente, lograron escindir en
Francia a cada clase e incluso a cada familia en facciones opuestas a propósito del caso Dreyfus? La
respuesta es que no formaban partido ni grupo homogéneo. En realidad, procedían más de las clases
bajas que de las altas, y de forma característica contaban con más médicos que abogados y
funcionarios civiles. En amplia medida, sin embargo, eran una mezcla de diversos elementos:
hombres tan alejados como Zola y Péguy o Jaurès y Picquart, hombres que después se separarían y
seguirían caminos muy diversos. «Proceden de partidos políticos y de comunidades religiosas que
nada tienen en común, que se hallan incluso en conflicto entre sí... No se conocen los unos a los
otros. Han luchado y en alguna ocasión lucharán de nuevo. No os engañéis: son la élite de la
democracia francesa84.
Si Clemenceau hubiera tenido en aquella época suficiente confianza en sí mismo como para
considerar que sólo quienes le escuchaban constituían el verdadero pueblo de Francia, no hubiera
sido presa de ese fatal orgullo que caracterizó al resto de su carrera. De sus experiencias en el
affaire Dreyfus brotó su desánimo por el pueblo, su desprecio por los hombres y, finalmente, su
creencia de que él y sólo él sería capaz de salvar a la República. Jamás se inclinó hasta aplaudir las
aberraciones del populacho. Por eso, una vez que comenzó a identificar al populacho con el pueblo,
apartó el suelo de sus propios pies y se sumió en ese torvo distanciamiento que más tarde le
distinguiría.
La desunión del pueblo francés era evidente en cada familia. De forma característica sólo halló
su expresión política en las filas del partido obrero. Todos los demás partidos, como todos los
grupos parlamentarios, se hallaban sólidamente en contra de Dreyfus cuando se inició la campaña
en favor de una revisión. Todo lo que esto significa, sin embargo, es que los partidos burgueses ya
no representaban los sentimientos del electorado, porque la misma desunión que era tan patente
entre los socialistas, alcanzaba a casi todos los sectores de la población. En cualquier parte existía
una minoría adherida a la defensa que de la justicia hacía Clemenceau, y esta heterogénea minoría
era la que constituía el grupo de los dreyfusards. Su lucha contra el Ejército y la corrompida
complicidad de la República que le apoyaba fue factor dominante en la política interior francesa
desde finales de 1897 hasta la inauguración de la Exposición de 1900. También ejerció una
influencia apreciable en la política exterior de la nación. Sin embargo, toda esta lucha, de la que
había de deducirse eventualmente al menos un triunfo parcial, se desarrolló exclusivamente fuera
del Parlamento. En la Asamblea llamada representativa, constituida como se hallaba por 600
diputados de los diferentes tonos y matices del mundo del trabajo y del de la burguesía, sólo había
en 1898 dos defensores de Dreyfus, y uno de ellos, Jaurès, no fue reelegido.
El aspecto intranquilizador del «affaire Dreyfus» consistía en que no fue sólo el populacho el
que hubo de actuar a lo largo de líneas extraparlamentarias. Toda la minoría, luchando como se
hallaba en favor del Parlamento, la democracia y la República, se vio también obligada a librar su
batalla fuera de la Cámara. La única diferencia entre los dos elementos era que mientras uno
utilizaba las calles, el otro recurría a la prensa y a los Tribunales. En otras palabras, toda la vida
83
84
Véase HERZOG, op. cit., con fecha de 10 de octubre de 1898.
«K. V. T.», op. cit., p. 608.
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política de Francia durante la crisis de Dreyfus se desarrolló fuera del Parlamento. No invalidan esta
conclusión las diferentes votaciones parlamentarias en favor del Ejército y contra una revisión del
proceso. Es significativo recordar que cuando el sentimiento parlamentario comenzó a cambiar,
poco antes de la inauguración de la Exposición de París, el ministro de la Guerra, Gallifet, pudo
declarar, reflejando verdaderamente los hechos, que en manera alguna representaba este sentimiento
parlamentario el pensamiento del país85. Por otra parte, la votación contra una revisión no puede ser
conceptuada como un apoyo a la política del coup d’état que los jesuitas y ciertos elementos
antisemitas radicales trataban de lograr con la ayuda del Ejército86. Era debida, más bien, a una
simple resistencia contra cualquier cambio en el statu quo. La realidad es que una mayoría
igualmente abrumadora de la Cámara habría rechazado una dictadura militar y clerical.
Aquellos miembros del Parlamento que habían aprendido a considerar la política como la
representación profesional de los intereses constituidos se mostraban naturalmente ansiosos de
preservar esta situación, de la que dependía su «profesión» y sus beneficios. El caso Dreyfus reveló,
además, que el pueblo también deseaba que sus representantes cuidaran de sus propios intereses
más bien que como políticos en ejercicio. Resultaba claramente imprudente mencionar la cuestión
en la propaganda electoral. Si hubiera sido debido esto exclusivamente al antisemitismo, la
situación de los dreyfusards habría sido ciertamente desesperanzadora. En realidad, durante las
elecciones disfrutaban de considerable apoyo entre la clase trabajadora. Sin embargo, incluso
aquellos que defendían a Dreyfus, se cuidaron de que esta cuestión política se introdujera en las
elecciones. Jaurès perdió su escaño, desde luego, porque insistió en introducirla en pivote de su
campaña.
Si Clemenceau y los dreyfusards lograron adherir amplios sectores de todas las clases a la
petición de una revisión, los católicos reaccionaron en bloque; entre ellos no existían divergencias
de opinión. Lo que los jesuitas hacían, gobernando a la aristocracia y al Estado Mayor, lo hacían
también con las clases media y baja los asuncionistas, cuyo órgano, La Croix, disfrutaba de la
mayor tirada de todos los periódicos católicos de Francia87. Ambos centraron su agitación contra la
República en torno a los judíos. Ambos se presentaban como defensores del Ejército y de la
comunidad contra las maquinaciones de la «judería internacional». Más sorprendente, empero, que
la actitud de los católicos en Francia fue el hecho de que la prensa católica de todo el mundo se
alzara sólidamente contra Dreyfus. «Todos estos periodistas marchaban y siguen marchando a la
voz de mando de sus superiores»88. A medida que el caso progresaba, se hizo cada vez más claro
que la agitación contra los judíos en Francia seguía una línea internacional. Así La Civiltà Cattolica
declaró que los judíos debían ser excluidos de la nación en todas partes, en Francia, Alemania,
Austria e Italia. Los políticos católicos fueron los primeros en comprender que el poder político de
nuestros días debe hallarse basado en la acción recíproca de las ambiciones coloniales. Por eso, al
principio, ligaron al antisemitismo con el imperialismo, declarando que los judíos eran agentes de
Inglaterra e identificando por ello su antagonismo hacia ellos con la anglofobia89. El caso Dreyfus,
en el que los judíos fueron las figuras centrales, les permitió así una grata oportunidad de jugar su
85
Gallifet, Ministro de la Guerra, escribió a Waldeck: «No olvidemos que la gran mayoría del pueblo de Francia es
antisemita. Nuestra posición seria, por eso, la de contar en un lado con todo el Ejército y la mayoría de los franceses,
por no hablar de la Administración Civil y de los senadores...» Véase J. REINACH, obra citada, V, 579.
86
El mejor conocido de tales intentos es el de Déroulède que, mientras asistía al funeral por el Presidente Paul Faure en
febrero de 1899, trató de incitar al General Roget a la rebelión. Cada pocos meses los embajadores y encargados de
negocios alemanes en París informaban de semejantes tentativas. La situación ha sido resumida por BARRÈS op. cit., p.
4: «En Rennes hemos encontrado nuestro campos de batalla. Todo lo que precisamos es soldados o, más precisamente,
generales, aún más precisamente, un general.» Sólo que no fue accidental que no existiera general.
87
Brogan llega tan lejos como para culpar a los asuncionistas de toda la agitación clerical.
88
«K. V. T.» op. cit., p. 597
89
«El estímulo inicial en el affaire procedió muy probablemente de Londres, donde la Misión Congo-Nilo de 18961898 estaba causando cierto grado de inquietud»; así dijo MAURRAS en Action Française (14 de julio de 1935). La
prensa católica de Londres defendió a los jesuitas; véase «The Jesuits and the Dreyfus Case», en The Month, vol. XVIII
(1899).
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juego. Si Inglaterra había arrebatado Egipto a los franceses, la culpa era de los judíos90, mientras
que el movimiento en favor de una alianza angloamericana era debido, desde luego, al
«imperialismo de los Rothschild»91. Una vez que se alzó el telón ante este determinado escenario,
se hizo muy evidente que el juego católico no se hallaba confinado a Francia. A finales de 1899,
cuando Dreyfus había sido perdonado y cuando la opinión pública francesa había dado un giro por
temor al proyectado boicot a la Exposición, sólo se necesitó una entrevista con el Papa León XIII
para detener la oleada de antisemitismo en todo el mundo92. Incluso en los Estados Unidos, donde la
causa de Dreyfus era particularmente bien acogida entre los no católicos, fue posible advertir en la
prensa católica, a partir de 1897, un marcado resurgir del sentimiento antisemita que, sin embargo,
se apaciguó súbitamente tras la entrevista con León XIII93. La «gran estrategia» consistente en la
utilización del antisemitismo como instrumento del catolicismo había quedado frustrada.
5. LOS JUDÍOS Y LOS «DREYFUSARDS»
El caso del infortunado capitán Dreyfus había mostrado al mundo que en cada noble y
multimillonario judío todavía quedaba algo del antiguo paria, que no tiene país, para quien no
existen derechos humanos y al que la sociedad excluiría de buena gana de sus privilegios. Nadie,
empero, comprendió el hecho con mayor dificultad como los mismos judíos emancipados. «No les
basta —escribió Bernard Lazare— rechazar cualquier solidaridad con sus hermanos nacidos en
otros países; tienen también que acusarles de todos los males que su propia cobardía engendra. No
se contentan con ser más patrioteros que los franceses nativos; como los judíos emancipados de
cualquier parte, han roto también con todos los lazos de solidaridad. Desde luego, han llegado hasta
el punto de que por unas tres docenas de hombres en Francia resueltos a defender a uno de sus
sacrificados hermanos pueden hallarse miles dispuestos a montar la guardia en la isla del Diablo
junto a los más rabiosos patriotas del país94. Precisamente porque habían desempeñado tan escaso
papel en el desarrollo po lítico de los países en que vivían, durante el curso del siglo, llegaron a
hacer un fetiche de la igualdad legal. Para ellos era base indiscutible de la seguridad eterna. Cuando
estalló el affaire Dreyfus, advirtiéndoles que su seguridad estaba amenazada, se hallaban sumidos
en un proceso de asimilación integradora a través del cual se intensificó más que nada su falta de
visión política. Se estaban asimilando rápidamente a aquellos elementos de la sociedad en los que
todas las pasiones políticas quedan sofocadas bajo el peso muerto del snobismo social, los grandes
negocios y las hasta entonces desconocidas oportunidades de beneficio. Esperaban desembarazarse
de la antipatía que esta tendencia provocaba, desviándola contra sus pobres y todavía no asimilados
hermanos inmigrantes. Utilizando las mismas tácticas que contra ellos había empleado la sociedad
gentil, se esforzaban por disociarse de los llamados Ostjuden. Despachaban a la ligera el
antisemitismo político, tal como se había manifestado en los pogroms de Rusia y de Rumania,
considerándolo como una supervivencia de la Edad Media y apenas una realidad de la política
moderna. Jamás pudieron comprender que en el affaire Dreyfus se jugaba algo más que el simple
status social, aunque sólo fuese porque había producido algo más que un simple antisemitismo
social.
Estas son las razones por las que se hallaron en las filas de la judería francesa tan pocos
defensores fervientes de Dreyfus. Los judíos, incluso la propia familia del acusado, se abstuvieron
de iniciar una lucha política. Precisamente por este motivo, a Labori, abogado por parte de Zola, se
le negó la defensa ante el Tribunal de Rennes, mientras que el segundo abogado de Dreyfus,
90
Civiltà Cattolica, 5 de febrero de 1898.
Véase el artículo particularmente característico del Rev. GEORGES MCDERMOT, S. P., «Mr. Chambelain's Foreign
Policy and the Dreyfus Case», en la publicación mensual norteamericana Catholic World, vol. LXVII (septiembre de
1898).
92
Véase LECANUET, op. cit., p. 188.
93
Véase ROSE A. HALPERIN, op. cit., pp. 59, 77 y ss.
94
BERNARD LAZARE, Job's Dungheap, Nueva York, 1948, p. 97
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Démange, fue obligado a basar su alegato en la cuestión de la duda. Se esperaba por eso ahogar
mediante un diluvio de cumplidos cualquier posible ataque del Ejército o de sus oficiales. La idea
era que el camino real hacia la absolución estribaba en pretender que todo se limitaba a la
posibilidad de un error judicial, cuya víctima había llegado a ser por casualidad un judío. El
resultado fue un segundo veredicto y el hecho de que Dreyfus, negándose a enfrentarse con la
verdadera cuestión, fue inducido a renunciar a una revisión y a formular una petición de clemencia,
es decir, a reconocerse culpable95. Los judíos no advirtieron que lo que estaba implicado en todo el
caso era una lucha organizada contra ellos en un frente político. Por eso se resistieron a aceptar la
cooperación de hombres que se hallaban preparados para hacer frente al reto sobre esta base. La
ceguera de su actitud se advierte claramente en el caso de Clemenceau. La pugna de Clemenceau
por la justicia como cimiento del Estado abarcaba ciertamente la restauración de la igualdad de
derechos para los judíos. Pero en una época de lucha de clases, por una parte, y de creciente
patrioterismo, por otra, habría seguido siendo una abstracción política si no hubiera sido concebida
al mismo tiempo en sus reales términos de lucha de los oprimidos contra sus opresores. Clemenceau
fue uno de los pocos amigos verdaderos que ha conocido la judería moderna, porque consideraba y
proclamaba ante el mundo que los judíos eran uno de los pueblos oprimidos de Europa. El
antisemitismo tiende a ver en el advenedizo judío un paria; en consecuencia, ve a un Rothschild en
cada buhonero y en cada schnorrer a un arribista. Pero Clemenceau, en su ardiente pasión por la
justicia, todavía veía a los Rothschild como miembros de un pueblo oprimido. Su angustia por el
infortunio nacional de Francia abrió sus ojos y su corazón incluso a aquellos «infortunados que se
presentan como líderes de su pueblo e inmediatamente le dejan en la estacada», a aquellos
elementos acobardados y sometidos que, en su ignorancia, su debilidad y su temor, se sienten tan
deslumbrados de admiración hacia el más fuerte como para excluirle de asociación en cualquier
lucha activa y que son capaces de «correr en ayuda del vencedor» sólo cuando la batalla ha sido
ganada.96
6. EL PERDÓN Y SU SIGNIFICADO
Sólo en el último acto se hizo evidente que el drama de Dreyfus era una comedia. El deus ex
machina que unió al dividido país, que hizo que el Parlamento se tornara favorable a una revisión y
que finalmente reconcilió a los elementos opuestos del pueblo, desde la extrema derecha a los
socialistas, no fue nada más que la Exposición de París de 1900. Lo que no habían conseguido los
editoriales diarios de Clemenceau, el pathos de Zola, los discursos de Jaurès y el odio popular hacia
el clero y la aristocracia, es decir, un giro del sentimiento parlamentario en favor de Dreyfus, fue al
final realidad por el temor a un boicot. El mismo Parlamento que un año antes había rechazado
unánimemente una revisión, ahora, por una mayoría de los dos tercios, aprobaba un voto de censura
a un Gobierno anti-Dreyfus. En julio de 1899 llegó al poder el Gabinete de Waldeck-Rousseau. El
presidente Loubet perdonó a Dreyfus y liquidó el asunto. La Exposición pudo inaugurarse bajo el
más brillante de los cielos comerciales y se registró una confraternización general: incluso los
socialistas se tornaron elegibles para los puestos gubernamentales; Millerand, el primer socialista
que llegaba a ministro en Europa, recibió la cartera de Comercio.
¡El Parlamento, convertido en campeón de Dreyfus! Este era el resultado final. Para
Clemenceau, desde luego, constituyó una derrota. Ante ese amargo epílogo denunció el ambiguo
perdón y la amnistía aún más ambigua. «Todo lo que se ha hecho —escribió Zola— es hacinar
95
Véase, de FERNAND LABORI, «Le mal politique et les partis», en La Grande Revue (octubre-diciembre de 1901):
«En Rennes, desde el momento en que el acusado se declaró culpable y el abogado renunció a recurrir por la esperanza
de conseguir un perdón, el caso Dreyfus como gran cuestión universal y humana, quedó definitivamente cerrado.» En
su artículo titulado «Le Spectacle du Jour», ClemenCeau habla de los judíos de Argel, «en cuyo favor Rothschild no
formuló la más mínima protesta».
96
Véanse los artículos de CLEMENCEAU titulados «Le Spectacle du Jour», «Et les Juifs!», «La Farce du Syndicat» y
«Encore les Juifs», en L’Iniquité.
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juntos en un solo y hediondo perdón a hombres de honor y a pillos. Todos han sido arrojados a la
misma marmita»97. Clemenceau quedó, como al principio, profundamente solo. Los socialistas,
sobre todo Jaurès, dieron la bienvenida tanto al perdón como a la amnistía. ¿Acaso no se les
aseguraba un puesto en el Gobierno y una representación más amplia de sus intereses específicos?
Unos meses más tarde, en mayo de 1900, cuando el éxito de la Exposición ya estaba asegurado,
apareció por fin la auténtica verdad. Todas aquellas tácticas apaciguadoras serían a expensas de los
dreyfusards. La moción en pro de una ulterior revisión fue derrotada por 425 votos contra 60, y ni
siquiera el propio Gobierno de Clemenceau, en 1906, se atrevió a confiar la revisión a un Tribunal
ordinario de Justicia. La absolución (ilegal) a través del Tribunal de Casación fue un compromiso.
Pero la derrota de Clemenceau no significó la victoria para la Iglesia y el Ejército. La separación de
la Iglesia y del Estado y la prohibición de la enseñanza parroquial dio al traste con la influencia
política del catolicismo en Francia. De forma similar, el sometimiento del servicio de información
al Ministerio de la Guerra, es decir, a la autoridad civil, privó al Ejército de su influencia de
chantaje sobre el Gobierno y la Cámara y le retiró cualquier posibilidad de realizar investigaciones
policíacas por su propia cuenta.
En 1909, Drumont presentó su candidatura a la Academia. Antaño, su antisemitismo había sido
elogiado por los católicos y aclamado por el pueblo. Ahora, sin embargo, «el más grande historiador
desde Fustel» (Lemaître) se vio obligado a dejar paso a Marcel Prévost, autor de la en cierto modo
pornográfica Les demi-vierges, y el nuevo «inmortal» recibió las felicitaciones del padre jesuita Du
Lac98. Incluso la Compañía de Jesús había dado fin a su pugna con la III República. El cierre del
caso Dreyfus marcó el final del antisemitismo clerical. El compromiso adoptado por la III
República absolvió al acusado sin otorgarle un proceso regular, mientras que restringía las
actividades de las organizaciones católicas. En tanto que Bernard Lazare pedía iguales derechos
para ambos bandos, el Estado había formulado una excepción para los judíos y otra que amenazaba
la libertad de conciencia de los católicos99. Las partes en conflicto quedaron ambas fuera de la ley,
con el resultado de que la cuestión judía, por una parte, y el catolicismo político, por otra, quedaron
en adelante proscritos del terreno de la política práctica.
Así se cierra el único episodio en el que las fuerzas subterráneas del siglo XIX emergieron a la
plena luz de la historia escrita. El único resultado visible fue que dio nacimiento al movimiento
sionista —la única respuesta política que los judíos hallaron frente al antisemitismo y la única
ideología en la que llegaron a tomar en serio una hostilidad que les colocaría en el centro de los
acontecimientos mundiales.
97
Véase la carta de Zola fechada el 13 de septiembre de 1899, en Correspondance: lettres a Maître Labori
Véase HERZOG, op. cit., p. 97.
99
La posición de Lazare en el affaire está muy bien descrita por CHARLES PÉGUY en «Notre Jeunesse», Cahiers de
la quinzaine, París, 1910. Considerándole como el verdadero representante de los intereses judíos, Péguy formula las
demandas de Lazare de la siguiente manera: «Era un partidario de la imparcialidad de la ley. Imparcialidad de la ley en
el caso Dreyfus, ley imparcial en el caso de las Órdenes religiosas. Esto parece una broma; esto puede llevar lejos. A él
le condujo al aislamiento en la muerte» (traducción tomada de la Introducción a Job's Dungheap, de Lazare). Lazare fue
uno de los primeros dreyfusards que protestó contra la ley relativa a las congregaciones religiosas.
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SEGUNDA PARTE
IMPERIALISMO
Me apoderaría de los planetas si pudiera.
CECIL RHODES
CAPÍTULO V
LA EMANCIPACION POLITICA DE LA BURGUESIA
Las tres décadas que median entre 1884 y 1914 separan al siglo XIX, que acabó con la rebatiña
por África y el nacimiento de los panmovimientos, del siglo XX, que comenzó con la primera
guerra mundial. Este es el período del imperialismo, con su inmóvil sosiego en Europa y su
vertiginoso desarrollo en Asia y en África1. Algunos de los aspectos fundamentales de esta época
parecen tan próximos al fenómeno totalitario del siglo XX, que puede resultar justificable
considerar a todo el período como una fase preparatoria de las subsiguientes catástrofes. Su sosiego,
por otro lado, le hace todavía aparecer considerablemente como parte del siglo XIX. Apenas
podemos evitar observar a este pasado cercano, y sin embargo distante, con la mirada demasiado
entendida de quienes conocen de antemano el final de la historia, de los que saben que conduce a
una ruptura casi completa en el continuo fluir de la historia occidental tal como la hemos conocido
durante más de dos mil años. Pero debemos también admitir una cierta nostalgia respecto de lo que
aún puede ser denominado «Edad de Oro de la seguridad», es decir, de una época en la que los
horrores todavía eran caracterizados por una cierta moderación y controlados por la respetabilidad y
que, por eso, podían quedar adscritos a la apariencia general de cordura. En otras palabras, por
cercano que nos resulte este pasado, somos perfectamente conscientes de que nuestra experiencia de
los campos de concentración y de las fábricas de la muerte resulta tan alejada de su atmósfera
general como lo es de cualquier otro período de la historia occidental.
Acontecimiento central del período imperialista en el interior de Europa fue la emancipación
política de la burguesía, que hasta entonces había sido la primera clase en la Historia en lograr una
preeminencia económica sin aspirar a un dominio político. La burguesía se había desarrollado dentro de, y junto con, la Nación-Estado, que casi por definición gobernaba sobre, y más allá de, una
sociedad dividida en clases. Incluso cuando la burguesía estaba ya establecida como clase
1
J. A. HOBSON, Imperialism, Londres, 1905, 1938, p. 19: «Aunque, por conveniencia, se ha considerado al año 1870
como el indicador del comienzo de una clara política imperialista, es evidente que el movimiento no cobró su ímpetu
total hasta mediados de la década de los ochenta... alrededor de 1884.»
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dominante, dejaba al Estado las decisiones políticas. Sólo cuando la Nación-Estado se reveló
incapaz de ser el marco para un ulterior desarrollo de la economía capitalista se tornó abierta la
lucha por el poder, hasta entonces latente entre el Estado y la sociedad. Durante el período
imperialista, ni el Estado ni la burguesía obtuvieron una victoria decisiva. Las instituciones
nacionales resistieron la brutalidad y la megalomanía de las aspiraciones imperialistas y los intentos
burgueses de utilizar el Estado y sus instrumentos de violencia para sus propios objetivos
económicos hallaron siempre un éxito a medias. Esto cambió cuando la burguesía alemana apostó
todo en favor del movimiento de Hitler y aspiró a gobernar con la ayuda del populacho, pero
entonces resultó ser demasiado tarde. La burguesía logró destruir a la Nación-Estado, pero obtuvo
una victoria pírrica; el populacho se reveló completamente capaz de cuidar de la política por sí
mismo y liquidó a la burguesía junto con las demás clases e instituciones.
1. LA EXPANSIÓN Y LA NACIÓN-ESTADO
«La expansión lo es todo», dijo Cecil Rhodes, y se sumió en la desesperación, porque cada noche
veía sobre su cabeza «estas estrellas..., estos vastos mundos a los que nunca podremos llegar. Me
apoderaría de los planetas si pudiera»2. Había descubierto el principio motor de la nueva era
imperialista (en menos de dos décadas, las posesiones coloniales británicas aumentaron en 4,5
millones de millas cuadradas y en 66 millones de habitantes; la nación francesa ganó 3,5 millones
de millas cuadradas y 26 millones de personas; los alemanes consiguieron un nuevo imperio de un
millón de millas cuadradas y 13 millones de nativos, y los belgas, a través de su rey, adquirieron
900.000 millas cuadradas con una población de 8,5 millones de habitantes)3; y, sin embargo, en un
destello de lucidez, Rhodes reconoció en el mismo momento esta insania y su contradicción con la
condición humana. Naturalmente, ni ese atisbo ni la tristeza modificaron su política. No tenía
destino que dar a esos destellos de lucidez que le llevaban mucho más allá de la capacidad normal
de un ambicioso hombre de negocios con una marcada tendencia hacia la megalomanía.
«La política mundial es para una nación lo que la megalomanía es para un individuo»4, dijo
Eugen Richter (líder del partido progresista alemán) aproximadamente en el mismo momento
histórico. Pero su oposición en el Reichstag a la propuesta de Bismarck de apoyar a las compañías
privadas en el establecimiento de estaciones comerciales y marítimas mostraba claramente que
comprendía aún menos que el propio Bismarck las necesidades económicas de una nación de su
tiempo. Parecía como si los que se oponían o ignoraban el imperialismo —como Eugen Richter en
Alemania, o Gladstone en Inglaterra, o Clemenceau en Francia— hubieran perdido el contacto con
la realidad y no comprendieran que el comercio y la economía habían implicado ya a cada nación
en la política mundial. El principio nacional les estaba conduciendo a una ignorancia provinciana, y
la batalla librada en pro de la cordura estaba ya perdida.
La moderación y la confusión eran los únicos premios a la firme oposición de cualquier político
a la expansión imperialista. Así, Bismarck, en 1871, rechazo la oferta de posesiones francesas en
África a cambio de Alsacia-Lorena, y veinte años más tarde adquirió Heligoland, de la Gran
Bretaña, a cambio de Uganda, Zanzíbar y Vitu, dos reinos por una bañera, como, no sin justicia, le
dijeron los imperialistas alemanes. Así, en la década de los años 80, Clemenceau se opuso a los
imperialistas que en Francia deseaban el envío de una fuerza expedicionaria a Egipto contra los
británicos, y treinta años más tarde entregó a Inglaterra los campos petrolíferos de Mosul en aras de
una alianza franco-británica. Así, Gladstone era denunciado en Egipto por Cromer, quien afirmaba
que «no es un hombre al que puedan confiarse con seguridad los destinos del Imperio británico».
2
S. GERTRUDE MILLIN, Rhodes, Londres, 1933, p. 138.
Estas cifras están tornadas de la obra de CARLTON J. H. HAYES, A Generation of Materialism, Nueva York, 1941,
p. 237 y se refieren al período comprendido entre 1871 y 1900. Véase también de HOBSON, op. cit., p. 19: «En quince
años se añadirán al Imperio británico unos 3 3/4 de millones de millas cuadradas; un millón de millas cuadradas con 14
millones de habitantes al Imperio francés y 31/2 millones de millas cuadradas con 37 millones de habitantes al francés.»
4
Véase, de ERNST HASSE, Deutsche Weltpolitik, «Flugschriften des Alledeutschen Verbandes», núm. 5, 1897, p. 1.
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Estos políticos, que pensaban primariamente en términos del territorio nacional establecido,
estaban bastante justificados al mostrarse suspicaces ante el imperialismo, excepto que había algo
más en juego que lo que ellos denominaban «aventuras de ultramar». Sabían, por instinto más que
por perspicacia, que este nuevo movimiento expansivo, en el que «el patriotismo... está mejor
expresado en ganar dinero» (Huebbe-Schleiden) y la bandera nacional es un «activo comercial»
(Rhodes), sólo podía destruir el cuerpo de la Nación-Estado. Las conquistas, así como la
construcción de imperios, se habían desacreditado por muy buenas razones. Habían sido realizadas
con éxito sólo por Gobiernos que, como la República romana, estaban basados primariamente en la
ley, de forma tal que la conquista fuese seguida por la integración de los pueblos más heterogéneos,
imponiéndoles una ley común. La Nación-Estado, empero, basada en el activo asentimiento a su
Gobierno de una población homogénea (le plébiscite de tous les jours)5, carecía de semejante
principio unificador y, en caso de conquista, tenía que asimilar más que integrar, imponer el
asentimiento más que la justicia, es decir, degenerar en tiranía. Robespierre se había mostrado ya
consciente de esto cuando exclamó: Périssent les colonies si elles nous en coûtent l’honneur, la
liberté.
La expansión como objetivo permanente y supremo de la política es la idea política central del
imperialismo. Como no implica un saqueo temporal ni una más duradera asimilación de conquista,
es enteramente un nuevo concepto en la larga historia del pensamiento y de la acción políticos. La
razón de esta sorprendente originalidad —sorprendente porque los conceptos enteramente nuevos
son muy raros en política— es simplemente la de que este concepto no es realmente político, sino
que tiene su origen en el terreno de la especulación comercial, donde la expansión significa el
permanente aumento de la producción industrial y de las transacciones económicas, característico
del siglo XIX.
En la esfera económica, la expansión era un concepto adecuado porque el desarrollo industrial
era una realidad actuante. La expansión significaba un aumento en la producción de bienes para ser
utilizados y consumidos. Los procesos de producción son tan ilimitados como la capacidad del
hombre para producir, establecerse, proporcionar y mejorar en el mundo humano. Cuando la
producción y el desarrollo económicos aflojaban el paso, sus límites no eran tanto económicos
como políticos, mientras que la producción dependía de ellos y los productos eran compartidos por
muchos pueblos diferentes que estaban organizados en cuerpos políticos completamente distintos.
El imperialismo nació cuando la clase dominante en la producción capitalista se alzó contra las
limitaciones nacionales a su expansión económica. La burguesía recurrió a la política por necesidad
económica; porque no deseaba renunciar al sistema capitalista, cuya ley inherente es el constante
crecimiento económico, tuvo que imponer esta ley a los gobiernos nacionales y proclamar que la
expansión era el definitivo objetivo político de la política exterior.
Con el slogan «La expansión por la expansión», la burguesía trató de, y en parte logró,
convencer a sus gobiernos nacionales de que tomaran el sendero de la política mundial. La nueva
política que proponían pareció por un momento hallar sus limitaciones naturales y su equilibrio en
el puro hecho de que varias naciones iniciaran su expansión simultánea y competitivamente. El
imperialismo en sus fases iniciales podía aún ser descrito como una lucha de «imperios
competidores» y diferenciado de la «idea de Imperio en el mundo antiguo y en el medieval (que)
era la de una Federación de Estados, bajo una hegemonía, abarcando... a todo el mundo
reconocido»6. Sin embargo, semejante competición fue uno de los numerosos vestigios de la pasada
época, una concesión al aún prevaleciente principio nacional conforme al cual la Humanidad es una
familia de naciones que rivalizan por sobresalir, o la creencia liberal de que la competición fijará
automáticamente sus propios límites estabilizadores y predeterminados antes de que un competidor
haya liquidado a todos los demás. Este feliz equilibrio, sin embargo, difícilmente había sido
5
ERNEST RENAN en su clásico ensayo Qu'est-ce qu'une nation?, Paris, 1882, destacó al «asentimiento actual, al
deseo de vivir juntos, a la voluntad de preservar dignamente la herencia indivisa recibida» como los elementos
principales que mantienen unidos a los miembros de un pueblo de forma tal que constituyan una nación. La cita
corresponde a The Poetry of the Celtic Races, and other Studies, Londres, 1896.
6
HOBSON, op. cit.
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consecuencia inevitable de misteriosas leyes económicas, sino que había descansado
considerablemente en instituciones políticas, y más aún en instituciones policíacas que habían
impedido a los competidores el empleo de revólveres. Es difícil de comprender cómo una
competición entre complejos comerciales completamente armados —«Imperios»— podía acabar en
nada que no fuera la victoria de uno y la muerte de los demás. En otras palabras, la competición no
es un principio político en mayor medida que la expansión y como ésta precisa de un poder político
para controlarla y frenarla.
En contraste con la estructura económica, la estructura política no puede ser extendida
indefinidamente, porque no está basada en la productividad del hombre, que es, desde luego,
ilimitada. De todas las formas de gobierno y organizaciones del pueblo, la Nación-Estado es la
menos adecuada para el crecimiento ilimitado, porque el genuino asentimiento que constituye su
base no puede ser extendido indefinidamente, y sólo rara vez, y con dificultad, se obtiene de
pueblos conquistados. Ninguna Nación-Estado podría con clara conciencia tratar de conquistar a
pueblos extranjeros, dado que semejante conciencia procede sólo de la convicción de la nación
conquistadora de que está imponiendo a los bárbaros una ley superior7. La nación, sin embargo,
concebía a su ley como fruto de una singular sustancia nacional que no era válida más allá de su
propio pueblo y de las fronteras de su propio territorio.
Allí donde la Nación-Estado apareció como conquistadora despertó la conciencia nacional y un
deseo de soberanía entre los pueblos conquistados, derrotando por eso todos los propósitos
genuinos de construir un imperio. Así, los franceses incorporaron Argelia como una provincia de la
madre Patria, pero no pudieron convencerse ellos mismos para imponer sus propias leyes al pueblo
árabe. Continuaron respetando más bien la ley islámica y concedieron a sus ciudadanos árabes un
«status personal», originando el absurdo híbrido de un territorio nominalmente francés, legalmente
tan parte de Francia como el Département de la Seine, y cuyos habitantes no eran ciudadanos
franceses.
Los primeros «constructores de imperios» británicos, confiando en la conquista como método
permanente de dominio, nunca fueron capaces de incorporar a sus más próximos vecinos, los
irlandeses, a su vasta estructura, bien del Imperio británico, bien de la Comunidad Británica de
Naciones; pero cuando tras la última guerra Irlanda recibió status de dominio y fue admitida como
miembro de pleno derecho de la Commonwealth británica, el fracaso no dejó por eso de ser tan real,
aunque menos palpable. La más antigua «posesión», el más nuevo Dominio, denunció
unilateralmente su status de Dominio en 1937 y cortó todos sus lazos con la nación inglesa al
negarse a participar en la guerra. La dominación de Inglaterra mediante la conquista permanente,
como «sencillamente no logró destruir» a Irlanda (Chesterton), no había suscitado tanto su propio
«amodorrado genio de imperialismo»8 como despertado el espíritu de la resistencia nacional entre
los irlandeses.
La estructura nacional del Reino Unido había hecho imposibles la asimilación rápida y la
incorporación de los pueblos conquistados; la Commonwealth británica nunca fue una «Comunidad
de Naciones», sino la heredera del Reino Unido, una nación dispersa por todo el mundo. La
dispersión y la colonización no extendían, sino que trasplantaban la estructura política, con el
resultado de que los miembros del nuevo cuerpo federado permanecían estrechamente unidos a su
común madre Patria por profundas razones de un pasado común y de una ley común. El ejemplo
irlandés demuestra cuán mal preparado se hallaba el Reino Unido para construir una estructura
7
Esta mala conciencia originada por la creencia en el asentimiento como base de toda organización política se halla
muy bien descrita en la obra de HAROLD NICOLSON, Curzon: The Last Phase 1919-1925, Boston-Nueva York,
1934, en lo referente a la discusión sobre la política británica en Egipto: «La justificación de nuestra presencia en
Egipto sigue basada no en el defendible derecho de conquista o de la fuerza, sino en nuestra propia fe en el elemento del
asentimiento. Ese elemento no existía en 1919 en ninguna forma clara. Fue dramáticamente desmentido por el estallido
egipcio de marzo de 1919.»
8
Como Lord Salisbury señaló, felicitándose por la derrota de la primera Home Rule Bill de Gladstone. Durante los
siguientes veinte años de Gobierno conservador —y lo que significaba en aquel tiempo de dominio imperialista—
(1885-1905) el conflicto anglo-irlandés no sólo no se resolvió, sino que se tornó mucho más agudo. Véase también, de
GILBERT K. CHESTERTON, The Crimes of England, 1915, pp. 57 y siguientes.
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imperial en la que muchos pueblos diferentes pudieran vivir juntos satisfactoriamente9. La nación
británica demostró ser adepta no al arte romano de construcción de imperios, sino seguidora del
modelo griego de colonización. En lugar de conquistar y de imponer su propia ley a pueblos
extranjeros, los colonos británicos se instalaron en los territorios recientemente ganados en las
cuatro esquinas del mundo y siguieron siendo miembros de la misma nación británica10. Queda por
ver si la estructura federada de la Commonwealth, admirablemente construida sobre la realidad de
una nación dispersa por la Tierra, será suficientemente elástica para equilibrar las inherentes
dificultades de la nación en la construcción de imperios y para admitir permanentemente pueblos no
británicos como «socios del complejo» de la Commonwealth de pleno derecho. El status de
Dominio de la India, un status que, dicho sea de paso, fue llanamente rechazado por los
nacionalistas indios durante la guerra, ha sido frecuentemente considerado como una solución
temporal y transitoria.11
La contradicción interna entre el cuerpo político de la nación y la conquista como medio político
resulta obvia desde el sueño napoleónico. Ha sido por esta experiencia y no por consideraciones
humanitarias por lo que la conquista fue condenada oficialmente y desempeñó un papel de escasa
importancia en los reajustes fronterizos. El fracaso napoleónico en su proyecto de unir a Europa
bajo la bandera francesa fue una clara indicación de que la conquista por una nación conducía, o
bien al completo despertar de la conciencia nacional de los pueblos conquistados y a la consecuente
rebelión contra el conquistador, o bien a la tiranía. Y aunque la tiranía, por no precisar del
asentimiento, puede dominar con éxito a pueblos extranjeros, sólo es capaz de permanecer en el
poder si destruye primero todas las instituciones nacionales de su propio pueblo.
Los franceses, en contraste con los británicos y las demás naciones de Europa, trataron en época
reciente de combinar el ius con el imperium y de construir un imperio en el antiguo sentido romano.
Sólo ellos intentaron al menos hacer que el cuerpo político de la nación evolucionara hasta una
estructura política imperial y creyeron que «la nación francesa (estaba) marchando... para extender
los beneficios de la civilización francesa; deseaban incorporar las posesiones de ultramar al cuerpo
nacional tratando a los pueblos conquistados como... hermanos tanto como... súbditos —hermanos
en la fraternidad de una común civilización francesa y súbditos en cuanto eran discípulos de la luz
9
Todavía sigue siendo un enigma por qué en las fases iniciales de desarrollo nacional no lograron los Tudor incorporar
Irlanda a la Gran Bretaña como los Valois consiguieron incorporar Bretaña y Borgoña a Francia. Puede ser, sin
embargo, que un proceso similar fuera brutalmente interrumpido por el régimen de Cromwell, que trató a Irlanda como
un gran botín de guerra para repartirlo entre sus servidores. En cualquier caso, tras la revolución de Cromwell, que fue
crucial para la formación de la nación británica, como lo fue la Revolución francesa para Francia, el Reino Unido había
alcanzado ya esa fase de madurez que se ve siempre acompañada por una pérdida del poder de asimilación e integración
que el cuerpo político de la nación sólo posee en sus fases iniciales. Lo que luego siguió fue, desde luego, una larga y
triste historia de «opresión (que) no fue impuesta para que el pueblo pudiera vivir tranquilamente, sino para que pudiera
morir tranquilamente» (CHESTERTON, op. cit., p. 60).
Para un examen histórico de la cuestión irlandesa que incluya las últimas evoluciones, cotéjese el excelente e inigualado
estudio de NICHOLAS MANSERGH, Britain and Ireland (en Longman's Pamphlets on the British Commonwealth,
Londres, 1942).
10
Muy característica es la siguiente declaración de J. A. Froude, formulada poco antes del comienzo de la era
imperialista: «Vamos a suponer que un inglés que emigrara a Canadá o a El Cabo, o a Australia o a Nueva Zelanda, no
perdiera legalmente su nacionalidad, que siguiera en suelo británico, como si estuviera en Devonshire o en el Yorkshire,
y que continuara siendo inglés mientras durara el Imperio inglés; y si gastamos la cuarta parte del dinero enterrado en
las ciénagas de Balaclava y establecemos a dos millones de los nuestros en esas colinas, ello contribuirá más a la fuerza
esencial del país que todas las guerras en las que nos hemos visto embrollados desde Agincourt a Waterloo.» Esta cita
procede de la obra de ROBERT LIVINGSTON SCHULER, The Fall of the Old Colonial System, Nueva York, 1945,
pp. 280-81.
11
El eminente escritor sudAfricano Jan Disselboom expresó abruptamente la actitud de los pueblos de la
Commonwealth sobre la cuestión: «Gran Bretaña es simplemente un socio dentro del complejo... todos descendemos
del mismo linaje estrechamente unido... Aquellas partes del Imperio que no están habitadas por razas que, es cierto,
jamás fueron socios del complejo. Eran propiedad privada del socio predominante... Se puede contar con los Dominios
blancos o con el Dominio de la India, pero no se puede contar con ambos al mismo tiempo» (citado de A. CARTHILL,
The Lost Dominion, 1924).
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francesa y seguidores de la dirección francesa»12. Este propósito fue en parte realizado cuando
diputados de color ocuparon escaños en el Parlamento francés y cuando Argelia fue declarada
departamento de Francia.
El resultado de esta osada experiencia fue una explotación particularmente brutal de las
posesiones de ultramar al servicio de la nación. Contra todas las teorías, el Imperio francés fue
tomado en cuenta desde el punto de vista de la defensa nacional13 y las colonias fueron consideradas
tierras de soldados que podían producir una force noire con la que proteger a los habitantes de
Francia contra sus enemigos nacionales. La famosa frase de Poincaré en 1923, «Francia no es un
país de cuarenta millones; es un país de cien millones», señalaba simplemente el descubrimiento de
una forma económica de capacidad bélica, determinada por los métodos de producción en masa14.
Cuando en la Conferencia de la Paz Clemenceau insistió en 1918 en señalar que sólo le preocupaba
«un ilimitado derecho a reclutar tropas negras para contribuir a la defensa del territorio francés en
Europa si Francia fuese atacada en el futuro por Alemania»15, no salvó a la nación francesa de la
agresión germana, como desgraciadamente estamos en situación de saber, aunque su plan fue
realizado por el Estado Mayor; pero asestó un golpe de muerte a la todavía dudosa posibilidad de un
Imperio francés16. En comparación con este ciego y desesperado nacionalismo, los imperialistas
británicos, aviniéndose al sistema de mandatos, parecían guardianes de la autodeterminación de los
pueblos. Y ello a pesar del hecho de que inmediatamente comenzaran a abusar del sistema de
mandatos mediante el «dominio indirecto», un método que permitía al administrador gobernar a un
pueblo no directamente, sino mediante sus propias autoridades tribales y locales»17.
Los británicos trataron de escapar a la peligrosa inconsecuencia inherente al intento nacional de
construir un imperio, dejando a los pueblos conquistados entregados a sus propios medios por lo
que a cultura, religión y leyes se refería, manteniéndose distantes y absteniéndose de extender la ley
y la cultura británicas. Esto no impidió a los nativos desarrollar una conciencia nacional y clamar
por la soberanía y la independencia —aunque pudo haber retrasado en cierto modo el proceso—.
Pero reforzó tremendamente la nueva conciencia imperialista de una superioridad fundamental, y no
simplemente temporal, del hombre sobre el hombre, de las castas «superiores» sobre las
ERNEST BAKER, Ideas and Ideals of the British Empire, Cambridge, 1941, p. 4.
Véanse también las excelentes observaciones preliminares sobre los orígenes del Imperio francés en The French
Colonial Empire (en Information Department Pa-pers, núm. 25, publicados por The Royal Institute of International
Affairs, Londres, 1941), pp. 9 y ss. «El objetivo consiste en asimilar los pueblos coloniales al pueblo francés o, si esto
no es posible en las comunidades más primitivas, «asociarlas», para que la diferencia entre la France métropole y la
France d'outre-mer sea cada vez más geográfica y no fundamental.»
13
Véase, de GABRIEL HANOTAUX, «Le Général Mangin», en Revue des Deux Mondes (1925), tomo 27.
14
W. P. CROIZIER, «France and her ‘Black Empire', en New Republic, 23 de enero de 1924.
15
DAVID LLOYD GEORGE, Memoirs of the Peace Conference, New Haven, 1939, I, 362 y ss.
16
Intento similar de explotación brutal de las posesiones de ultramar en beneficio de la nación fue el realizado por los
Países Bajos en las Indias Orientales Holandesas después de que la derrota de Napoleón permitió a la muy empobrecida
Madre Patria recobrar las colonias holandesas. Mediante el cultivo obligatorio, los nativos se vieron reducidos a la
esclavitud en beneficio del Gobierno de Holanda. Max Havelaar, de MULTATULI, publicada por vez primera en la
década de los sesenta del siglo pasado, estaba dirigida al Gobierno de la metrópoli y no a la Administración colonial.
(Véase la obra de DE KAT ANGELINO, Colonial Policy, vol. II, The Dutch East Indies, Chicago, 1931, p. 45.)
Este sistema fue rápidamente abandonado y las Indias neerlandesas, durante cierto tiempo, se convirtieron en «la
admiración de todas las naciones colonizadoras» (véase, de HESKET BELL, antiguo Gobernador de Uganda, Nigeria
del Norte, etc., Foreign Colonial Administration in the Far East, 1928, primera parte). Los métodos holandeses
presentan muchas semejanzas con los franceses: la concesión del status europeo a los nativos que se habían distinguido,
la introducción de un sistema escolar europeo y muchos otros medios de asimilación gradual. Por eso los holandeses
lograron et mismo resultado: un fuerte movimiento de independencia nacional entre el pueblo sometido.
En el presente estudio han sido descuidados los imperialismos holandés y belga. El primero es una curiosa y
cambiante mezcla de los métodos francés e inglés; el segundo es la historia no de la expansión de la nación belga, ni
siquiera de la burguesía belga, sino la de la expansión personal del rey de los belgas, irrefrenado por ningún Gobierno y
sin relación con ninguna otra institución. Tanto la forma holandesa como la forma belga de imperialismo resultan
atípicas. Holanda no se extendió durante la década de los años ochenta, sino que tan sólo consolidó y modernizó sus
antiguas posesiones. Las inigualadas atrocidades cometidas en el Congo Belga, por otra parte, ofrecen un ejemplo harto
injusto de lo que estaba sucediendo en otras posesiones de ultramar.
17
ERNEST BAKER, op. cit., p. 69
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«inferiores». Esto a su vez exacerbó la lucha de los pueblos sometidos por la libertad y les impidió
ver los indiscutibles beneficios de la dominación británica. Por el auténtico distanciamiento de sus
administradores, que, «a pesar de su genuino respeto por los nativos como pueblo, y en algunos
casos incluso de su amor por ellos..., casi en su mayoría no creyeron que fuesen o que llegaran a ser
capaces de gobernarse a sí mismos sin su supervisión»18, los nativos sólo pudieron deducir que
estaban excluidos y separados para siempre del resto de la Humanidad.
El imperialismo no es la construcción de un imperio y la expansión no es conquista. Los
conquistadores británicos, los antiguos «violadores de la ley en la India» (Burke) tenían poco en
común con los exportadores del dinero británico o con los administradores de los pueblos indios. Si
los últimos hubieran pasado de aplicar decretos a elaborar leyes, se habrían convertido en
constructores de un imperio. La realidad, sin embargo, es que la nación inglesa no estaba interesada
en ello y difícilmente les hubiera apoyado. Tal como fue, los hombres de negocios de mentalidad
imperialista eran seguidos por funcionarios civiles que deseaban que «el Africano siguiera siendo
Africano», mientras que unos pocos, que no habían superado todavía lo que Harold Nicholson
llamó una vez sus «ideales de adolescencia»19, deseaban contribuir a que «llegara a ser un mejor
Africano»20, sea lo que fuere lo que esto pudiera significar. En ningún caso estaban «dispuestos a
aplicar el sistema administrativo y político de su propio país al gobierno de poblaciones atrasadas»21
y a ligar las extensas posesiones de la Corona británica a la nación inglesa.
En contraste con las verdaderas estructuras imperiales en las que las instituciones de la madre
Patria se hallan integradas de diversas formas en el Imperio, es característico del imperialismo que
las instituciones nacionales permanezcan separadas de la administración colonial, aunque se permite
a aquéllas ejercer un control de ésta. El motivo de esta separación era una curiosa mezcla de
arrogancia y respeto: la nueva arrogancia de los administradores que en el exterior se enfrentaban
con «poblaciones atrasadas» o «castas inferiores», en contraste correlativo con el respeto de los
anticuados políticos de la Patria, que consideraban que ninguna nación tenía derecho a imponer su
ley a un pueblo extranjero. Estaba en la verdadera naturaleza de las cosas que la arrogancia se
convirtiera en un medio de dominación, mientras el respeto, que siguió siendo enteramente
negativo, no produjo un nuevo medio para que los pueblos vivieran juntos, pero logró mantener
dentro de ciertos límites la implacable dominación imperialista por decreto. Al saludable freno de
las instituciones y de los políticos nacionales debemos cualesquiera beneficios que los pueblos
europeos hayan podido obtener, después de todo y a pesar de todo, de la dominación occidental.
Pero los servicios coloniales nunca dejaron de protestar contra la intervención de la «inexperta
mayoría» —la nación—, que trataba de presionar a la «experta minoría» —los administradores
imperialistas— «en la dirección remedada»22, es decir, en el gobierno, de acuerdo con las normas
generales de justicia y de libertad en la Patria.
El hecho de que un movimiento de expansión por la expansión surgiera en las Naciones-Estados,
que más que cualesquiera otros cuerpos políticos se hallaban definidos por fronteras y las
limitaciones de posible conquista, es un ejemplo de las disparidades aparentemente absurdas que se
han convertido en la característica de la historia moderna. La profunda confusión de la terminología
histórica moderna es sólo una consecuencia de estas disparidades. En comparación con los antiguos
imperios, confundiendo la expansión con la conquista, olvidando la diferencia entre comunidad e
imperio (que los historiadores preimperialistas denominaban diferencia entre plantaciones y
posesiones, o colonias y dependencias, o, algo más tarde, colonialismo e imperialismo)23,
18
SELWYN JAMES, South of the Congo, Nueva York, 1943, p. 326.
Por lo que se refiere a estos ideales de adolescencia y a su papel en el imperialismo británico, véase el capítulo VII.
En Stalky and Company, de RUDYARD KIPLING, se describe cómo se desarrollaron y cultivaron.
20
ERNEST BAKER, op. cit., p. 150.
21
LORD CROMER, «The Government of Subject Races», en Edinburgh Review, enero de 1908.
22
Ibíd.
23
El primer investigador que empleó el término imperialismo para establecer una clara diferencia entre el «Imperio» y
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olvidando, en otras palabras, la diferencia entre exportación de pueblo (británico) y exportación de
dinero (británico)24, los historiadores trataron de desechar la enojosa realidad de que tantos
importantes acontecimientos de la historia moderna parezcan como si una acumulación de topineras
hubiera dado lugar a unas montañas.
Los historiadores contemporáneos, enfrentados con el espectáculo de unos pocos capitalistas que
dirigían en todo el globo una búsqueda rapaz de nuevas posibilidades de inversión y que apelaban al
deseo de beneficio de los demasiado ricos y a los instintos de juego de los demasiado pobres,
deseaban vestir al imperialismo como la antigua grandeza de Roma y de Alejandro Magno, una
grandeza que habría hecho más humanamente tolerables todos los acontecimientos subsiguientes.
La disparidad entre causa y efecto queda traicionada en la famosa, y desgraciadamente verdadera,
observación, según la cual el Imperio británico fue logrado en un momento de distracción; se tornó
cruelmente obvia en nuestro tiempo cuando se precisó de una guerra mundial para desembarazarse
de Hitler, lo cual resultó vergonzoso precisamente porque también era cómico. Algo similar fue ya
evidente durante el affaire Dreyfus cuando los mejores elementos de la nación necesitaron librar
una lucha que comenzó como una grotesca conspiración y acabó en farsa.
La única grandeza del imperialismo descansa en la batalla perdida que contra él libró la nación.
La tragedia de esta oposición a medias consistió en que los empresarios imperialistas no pudieran
comprar a muchos representantes nacionales; peor que la corrupción fue el hecho de que los
incorruptibles se hallaran .convencidos de que el imperialismo era la única forma de realizar una
política mundial. Como las estaciones marítimas y el acceso a las materias primas eran realmente
necesarias para todas las naciones, llegaron a creer que la anexión y la expansión obraban en favor
de la salvación de la nación. Fueron los primeros en no comprender la diferencia fundamental entre
la antigua fundación de estaciones comerciales y marítimas en beneficio del comercio y la nueva
política de expansión. Creyeron a Cecil Rhodes cuando les dijo que había que «despertar al hecho
de que no se puede vivir a menos de que se posea el comercio del mundo», «que tu comercio es el
mundo y que tu vida es el mundo, no Inglaterra», y que por eso «debían de abordar esas cuestiones
de expansión y de retención del mundo»25. Sin desearlo, a veces incluso sin saberlo, no sólo se
tornaron cómplices de la política imperialista, sino que fueron los primeros en ser censurados y
acusados por su «imperialismo». Tal fue el caso de Clemenceau, que, como estaba tan
desesperadamente preocupado por el futuro de la nación francesa, se hizo «imperialista» con la
esperanza de que la mano de obra colonial protegería a los franceses contra los agresores.
La conciencia de la nación, representada por un Parlamento y por una prensa libre, funcionaba, y
era objeto de agravio para los administradores coloniales —en todos los países europeos con
posesiones coloniales—, tanto si se trataba de Inglaterra como de Francia, Bélgica, Alemania u
Holanda. En Inglaterra, en orden a distinguir entre gobierno imperial, con sede en Londres y
controlado por el Parlamento, y los administradores coloniales, esta influencia fue denominada el
«factor imperial», acreditando por ello al imperialismo con los méritos y vestigios de la justicia que
tan ansiosamente trataba de eliminar26. El «factor imperial» fue expresado políticamente en el
la «Commonwelth» fue J. A. HOBSON. Pero la diferencia esencial fue siempre bien conocida. El principio de «libertad
colonial», tan caro a todos los políticos liberales británicos después de la revolución americana, fue considerado válido
sólo en tanto la colonia estuviera «formada por personas británicas o... por tal mezcla con la población británica que
resultara seguro la introducción de instituciones representativas». Véase ROBERT LIVINGSTON SCHUYLER, op.
cit., pp. 236 y ss.
En el siglo XIX tenemos que distinguir tres tipos de posesiones de ultramar dentro del Imperio británico; los
asentamientos de plantaciones o de colonias, como Australia y otros Dominios; las estaciones comerciales y las
posesiones como la India, y las estaciones marítimas y los enclaves militares como El Cabo de Buena Esperanza,
mantenidos en beneficio de las anteriores. Durante la era del imperialismo todas estas posesiones experimentaron un
cambio en su gobierno y en su significación política.
24
ERNEST BAKER, op. cit.
25
MILLIN, op. cit., p. 175.
26
El origen de esta denominación equívoca se halla probablemente en la Historia de la dominación británica en África
del Sur y se remonta a la época en que los gobernadores locales, Cecil Rhodes y Jameson, implicaron al «Gobierno
imperial» de Londres y contra la voluntad de éste, en la guerra contra los boers. «En realidad, Rhodes, o más bien
Jameson, eran dueños absolutos de un territorio tres veces mayor que Inglaterra, que podía ser administrado ‘sin esperar
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concepto de que los nativos se hallaban no sólo protegidos, sino en cierta manera representados por
el Parlamento británico, «Parlamento imperial»27. En este punto los ingleses se aproximaron estrechamente al experimento francés de construcción imperial, aunque nunca llegaron tan lejos como
para dar representación a los pueblos sometidos. Sin embargo, resulta obvio que esperaban que la
nación en conjunto actuará como una especie de fideicomisario de los pueblos conquistados y es
cierto que invariablemente trataron de evitar lo peor.
El conflicto entre los representantes del «factor imperial» (que más bien debería llamarse factor
nacional) y los administradores coloniales corre como un hilo rojo a lo largo de la historia del
imperialismo británico. La «oración» que Cromer dirigió a Lord Salisbury durante su administración de Egipto en 1896, «sálveme de los Ministerios ingleses»28, fue repetida una y otra vez
hasta que en la década de los años veinte de este siglo la nación y todo lo que ésta representaba
fueron abiertamente censurados por los partidarios del imperialismo por la amenaza de la pérdida de
la India. Los imperialistas siempre se habían sentido profundamente agraviados por el hecho de que
el Gobierno de la India tuviera que «justificar su existencia y su política ante la opinión pública de
Inglaterra»; este control hizo entonces imposible proceder a realizar aquellas medidas de «matanzas
administrativas»29, que inmediatamente después de la conclusión de la Primera Guerra Mundial
habían sido ensayadas en todas partes como medios radicales de pacificación30 y que desde luego
hubieran impedido la independencia de la India.
En Alemania prevaleció una hostilidad similar entre los representantes nacionales y los
administradores coloniales en África. En 1897, Carl Peters fue destituido de su puesto en el África
alemana del Sudeste y tuvo que abandonar la Administración civil por razón de las atrocidades
cometidas con los nativos. Lo mismo le sucedió al gobernador Zimmerer. Y en 1905 los jefes
tribales dirigieron por vez primera sus quejas al Reichstag, con el resultado de que, cuando los
administradores coloniales les enviaron a la cárcel, intervino el Gobierno alemán31.
Otro tanto cabe decir de la dominación francesa. Los gobernadores generales nombrados por el
Gobierno de París o bien estaban sujetos a la poderosa presión de los colonos franceses, como en
Argelia, o bien se negaban simplemente a realizar reformas en el trato a los nativos, supuestamente
inspiradas por «los débiles principios democráticos de (su) Gobierno»32. En todas partes, los
administradores imperialistas sentían que el control de la nación constituía una carga insoportable y
una amenaza a su dominación.
al asentimiento gruñón o a la cortés censura del Alto Comisario', quien representaba a un Gobierno imperial que sólo
conservaba un control nominal» (REGINAL IVAN LOVELL, The Struggle for South África, 1875-1899, Nueva York,
1934, p. 194). Y lo que sucede en territorios en los que el Gobierno británico ha abandonado su jurisdicción a la
población local europea que carece de todos los frenos tradicionales y constitucionales de las Naciones-Estados, puede
advertirse perfectamente en la trágica Historia de la Unión SudAfricana desde su independencia, es decir, desde que el
«Gobierno imperial» dejó de tener derecho alguno a intervenir.
27
A este respecto resulta interesante la discusión desarrollada en la Cámara de los Comunes en mayo de 1908 entre
Charles Dilke y el Secretario de Colonias. Dilke previno de los peligros del otorgamiento del autogobierno a las
colonias de la Corona porque de éste se seguiría el dominio de los plantadores blancos sobre sus trabajadores de color.
Se le dijo que también los nativos tenían una representación en la Cámara de los Comunes. Véase G. ZOEPFI,
«Kolonien und Kolonialpolitik», en Hanwörterbuch der Staatswissenschaften.
28
LAWRENCE J. ZETLAND, Lord Cromer, 1923, p. 224.
29
A. CARTHILL, The Lost Dominion, 1924, pp. 41-42, 93.
30
Un ejemplo de «pacificación» en el Oriente Próximo fue extensamente descrito por T. E. LAWRENCE en un artículo
titulado «France, Britain and the Arabs», escrito para The Observer (1920): «Se produce un preliminar éxito árabe, los
refuerzos británicos parten como fuerza punitiva. Y se abren camino... hasta su objetivo, que es mientras tanto
bombardeado por la artillería, los aviones o los cañones. Al final una aldea es quizá incendiada y el distrito queda
pacificado. Es curioso que no empleemos gases venenosos en estas ocasiones. El bombardeo de las viviendas es un
medio incongruente de alcanzar a las mujeres y a los niños... Mediante ataques con gas toda la población de los distritos
en rebeldía quedaría barrida; y como método de gobierno no sería más inmoral que el sistema presente.» Véanse sus
Lettres, editadas por David Garnett, Nueva York, 1939, pp. 311 y ss.
31
En 1910, por otra parte, el Secretario de Colonias, B. Dernburg hubo de dimitir porque había irritado a los plantadores
coloniales protegiendo a los nativos. Véase la obra de MARY E. TOWNSEND, Rise and Fall of Germany's Colonial
Empire, Nueva York, 1930, y la de P. LEUTWEIN, Kämpfe um Afrika, Lubeck, 1936.
32
En palabras de Léon Cayla, ex Gobernador General de Madagascar y amigo de Pétain.
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Y los imperialistas tenían toda la razón. Conocían las condiciones de la dominación moderna
sobre pueblos sometidos mejor que aquellos que, por una parte, protestaban contra el gobierno por
decreto y la burocracia arbitraria, y por otra, esperaban retener siempre sus posesiones para mayor
gloria de la nación. Los imperialistas sabían mejor que los nacionalistas que el cuerpo político de la
nación no es capaz de construir un imperio. Se mostraban perfectamente conscientes del hecho de
que el progreso de la nación y su conquista de pueblos, cuando se permite que sigan su propia ley
inherente, concluyen en la elevación de los pueblos a la nacionalidad y la derrota del conquistador.
Por eso los métodos franceses, que siempre trataron de combinar las aspiraciones nacionales con la
construcción de un imperio, tuvieron mucho menos éxito que los métodos británicos, que, a partir
de la década de los ochenta del siglo pasado, fueron abiertamente imperialistas, aunque limitados
por una madre Patria que conservaba sus instituciones nacionales democráticas.
2. EL PODER Y LA BURGUESÍA
Lo que los imperialistas realmente deseaban era la expansión del poder político sin la fundación
de un cuerpo político. La expansión imperialista había sido desencadenada por un curioso tipo de
crisis económica, la superproducción de capital y la aparición de dinero «superfluo», resultado de
un exceso de ahorro que ya no podía hallar inversiones productivas dentro de las fronteras
nacionales. Por vez primera la inversión de poder no abrió el camino a la inversión de dinero, sino
que la exportación de poder siguió mansamente al dinero exportado, dado que las inversiones
incontrolables en lejanos países amenazaban con convertir en jugadores a grandes estratos de la
sociedad, en hacer que toda la economía capitalista dejara de ser un sistema de producción para
trocarse en un sistema de especulación financiera, y de sustituir los beneficios de la producción con
los beneficios de las comisiones. La década inmediatamente anterior a la época imperialista, la de
los setenta del siglo pasado, pudo presenciar un crecimiento sin paralelo de las estafas, los
escándalos financieros y el juego en la Bolsa.
Los pioneros de este desarrollo preimperialista fueron aquellos financieros judíos que habían
ganado su riqueza fuera del sistema capitalista y a los que las Naciones-Estado en crecimiento
habían necesitado para la obtención de empréstitos con garantía internacional33. Con el firme
establecimiento de un sistema fiscal que proporcionaba más sólidas finanzas al Estado, este grupo
tenía todas las razones para temer su completa extinción. Tras haber ganado durante siglos su dinero
mediante las comisiones, fueron naturalmente los primeros en ser tentados e invitados a servir para
la colocación de capital que ya no podía ser beneficiosamente invertido en el mercado doméstico.
Los financieros judíos internacionales parecían especialmente indicados para semejantes
operaciones comerciales esencialmente internacionales34, Más aún, los mismos gobiernos, cuya
ayuda se necesitaba de alguna forma para las inversiones en lejanos países, tendieron al principio a
preferir a los bien conocidos financieros judíos más que a los recién llegados a las finanzas
internacionales, muchos de los cuales eran aventureros.
33
Por lo que a esto se refiere y para lo que sigue, compárese con el capítulo II.
Es interesante el hecho de que todos los primeros observadores de las evoluciones imperialistas recalcan muy
considerablemente este elemento judío que apenas desempeña papel alguno en obras más recientes. Especialmente
notable, por su fidedigna observación y su muy honesto análisis, es al respecto el giro de J. A. HOBSON. En el primer
ensayo que escribió sobre el tema «Capitalism and Imperialism in South África» (en Contemporary Review, 1900) dice:
«La mayoría (de los financieros) eran judíos, porque los judíos son par excellence los financieros internacionales, y,
aunque de habla inglesa, la mayoría son de origen continental... Acudieron (a Transvaal) en busca de dinero, y aquellos
que fueron los primeros en llegar y más lograron, han retirado sus personas, dejando sus uñas económicas en los restos
de la presa. Sé afirmaron sobre el Rand... como están preparados a afirmarse sobre cualquier rincón del globo...
Fundamentalmente, son especuladores financieros que obtienen sus ganancias no de los genuinos frutos de la industria y
ni siquiera de la industria de los otros, sino de la constitución, promoción y manipulación financiera de Compañías.» En
Imperialism, sin embargo, un ensayo posterior, HOBSON ni siquiera menciona ya a los judíos; en ese período ya se
había tornado obvio que su influencia y papel habían sido temporales y en cierto modo superficiales.
Respecto del papel de los financieros judíos en África del Sur, véase el capítulo VII.
34
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Después de que los financieros abrieron los canales de la exportación de capitales a la riqueza
superflua que había estado condenada a la ociosidad dentro del estrecho marco de la producción
nacional, se tornó rápidamente claro que los accionistas ausentes no se preocupaban de correr los
tremendos riesgos que correspondían a sus beneficios tremendamente incrementados. Los
financieros que ganaban comisiones carecían de poder suficiente para asegurarles contra tales
riesgos incluso con la benévola ayuda del Estado: sólo el poder material del Estado podía lograrlo.
Tan pronto como se hizo patente que la exportación de dinero tendría que ser seguida por la
exportación de poder gubernamental, la posición de los financieros en general, y la de los
financieros judíos en particular, resultó considerablemente debilitada y la dirección de las
transacciones y de las empresas comerciales imperialistas pasó gradualmente a manos de los
miembros de la burguesía nativa. Muy instructiva a este respecto es la carrera en África del Sur de
Cecil Rhodes, que, siendo completamente un recién llegado, pudo suplantar en unos pocos años a
los todopoderosos financieros judíos y llegar a ocupar el primer lugar. En Alemania, Bleichroeder,
que en 1885 había sido socio fundador de la Ostafrikanische Gesellschaft fue reemplazado con el
barón Hirsch cuando Alemania comenzó la construcción del ferrocarril de Bagdad catorce años más
tarde por los nuevos gigantes de la empresa imperialista, Siemens y el Deutsch Bank. De alguna
manera la repugnancia del Gobierno a otorgar auténtico poder a los judíos y la repugnancia de los
judíos a comprometerse en negocios con implicaciones políticas coincidió tan bien que, a pesar de
la gran riqueza del grupo judío, no llegó a desarrollarse una lucha por el poder después de que
concluyó la fase inicial de especulación y ganancia de comisiones.
Los diferentes gobiernos nacionales consideraban con recelo la creciente tendencia a transformar
los negocios en una cuestión política y a identificas los intereses económicos de un grupo
relativamente pequeño con los intereses nacionales como tales. Pero parecía que la única alternativa
a la exportación de poder era el deliberado sacrificio de una gran parte de la riqueza nacional. Sólo
mediante la expansión de los instrumentos nacionales de violencia podía ser racionalizado el
movimiento de inversión exterior e integradas al sistema económico de la nación aquellas violentas
especulaciones de capital superfluo que habían provocado el juego con los ahorros. El Estado
extendió su poder porque, teniendo que elegir entre pérdidas mayores que las que cualquier cuerpo
económico de cualquier país podía soportar y mayores ganancias que las que cualquier pueblo
abandonado a sus propios medios se hubiera atrevido a soñar, sólo podía escoger el último camino.
La primera consecuencia de la exportación de poder fue el hecho de que los instrumentos de
violencia del Estado, la policía y el Ejército, que en el marco de la nación existían junto a otras
instituciones nacionales y eran controladas por éstas, quedaron separados de este cuerpo y
promovidos a la posición de representantes nacionales en países incivilizados o débiles. Aquí, en
regiones atrasadas, sin industrias ni organización política, donde la violencia disfrutaba de más
campo que en cualquier país occidental, se permitió crear realidades a las llamadas leyes del
capitalismo. El huero deseo de la burguesía de hacer que el dinero engendre dinero como los
hombres engendran hombres siguió siendo un feo sueño, mientras que el dinero tuvo que recorrer el
largo viaje de la inversión a la producción; ningún dinero había engendrado dinero, pero los
hombres habían hecho cosas y dinero. El secreto de este nuevo logro afortunado era que las leyes
económicas ya no se alzaban en el camino de la rapacidad de las clases poseedoras. El dinero pudo
por fin engendrar dinero porque el poder, con desprecio completo por todas las leyes —tanto
económicas como éticas—, podía apropiarse de la riqueza. Sólo cuando el dinero exportado logró
estimular la exportación de poder pudo hacer realidad los designios de sus propietarios. Sólo la
ilimitada acumulación de poder logró producir la ilimitada acumulación de capital.
Las inversiones exteriores, la exportación de capital, que había comenzado como una medida de
emergencia, se tornó característica permanente de todos los sistemas económicos tan pronto como
fueron protegidas por la exportación de poder. El concepto imperialista de la expansión, según el
cual la expansión es un fin en sí mismo y no un medio temporal, hizo su aparición en el
pensamiento político cuando resultó obvio que una de las más importantes funciones permanentes
de la Nación-Estado sería la expansión del poder. Los administradores de la violencia empleados
por el Estado pronto formaron una nueva clase dentro de las naciones y, aunque su campo de
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actividad se hallaba muy alejado de la madre Patria, disfrutaron de una considerable influencia en el
cuerpo político de ésta. Como no eran más que funcionarios de la violencia, sólo podían pensar en
términos de política de poder. Fueron los primeros que, como clase y apoyados en su experiencia
cotidiana, afirmaron que el poder es la esencia de cada estructura política.
La nueva característica de esta filosofía política imperialista no es el lugar predominante que
concedió a la violencia ni el descubrimiento de que el poder es una de las realidades políticas
básicas. La violencia ha sido siempre la ultima ratio de la acción política y el poder ha sido siempre
la expresión visible de la dominación y del Gobierno. Pero ni una ni otro habían sido anteriormente
el objetivo consciente del cuerpo político o el propósito definido de cualquier política determinada.
Porque el poder entregado a sí mismo sólo puede lograr más poder, y la violencia administrada en
beneficio del poder (y no de la ley) se convierte en un principio destructivo que no se detendrá hasta
que no quede nada que violar.
Esta contradicción, inherente a todas las subsiguientes políticas del poder, cobra, sin embargo,
una apariencia de sentido si se la considera en el contexto de un proceso aparentemente permanente
que no tiene final ni objetivo, sino él mismo. El análisis de sus realizaciones puede así carecer de
significado y el poder puede ser considerado como un motor autoalimentado y siempre en marcha
de toda acción política que se corresponda con la legendaria e inacabable acumulación del dinero
que engendra al dinero. El concepto de expansión ilimitada, que sólo puede colmar la esperanza de
ilimitada acumulación de capital y produce la acumulación del poder sin otros fines, hizo casi
imposible la fundación de nuevos cuerpos políticos, tal como hasta la era del imperialismo había
sido siempre resultado de la conquista. En realidad, su consecuencia lógica es la destrucción de
todas las comunidades existentes, las de los pueblos conquistados tanto como las de la madre Patria.
Porque cada estructura política, nueva o vieja, entregada a sí misma, desarrolla fuerzas
estabilizadoras que se alzan en el camino de una transformación y expansión constantes. Por eso
todos los cuerpos políticos parecen ser obstáculos temporales cuando se les ve como parte de una
eterna corriente de creciente poder.
Mientras los administradores de un poder permanentemente creciente en la era anterior de un
imperialismo moderado ni siquiera intentaron incorporar a los territorios conquistados y
preservaron las atrasadas comunidades políticas existentes como vacías ruinas de una vida ya
desaparecida, sus sucesores totalitarios disolvieron y destruyeron todas las estructuras políticamente
estabilizadas, tanto las propias como las de los demás pueblos. La simple exportación de violencia
convirtió a los servidores en amos sin darles la prerrogativa del amo: la posible creación de algo
nuevo. La concentración monopolística y la tremenda acumulación de violencia en la madre Patria
convirtieron a los servidores en activos agentes de la destrucción, hasta que, finalmente, la
expansión totalitaria se trocó en una fuerza destructora de la nación y del pueblo.
El poder se convierte en la esencia de la acción política y en el centro del pensamiento político
cuando es separado de la comunidad política a la que debería servir. Esto, ciertamente, es
consecuencia de un factor económico. Pero la resultante introducción del poder como único
contenido de la política y de la expansión como su único fin difícilmente hubiera hallado tan
universal aplauso ni hubiese encontrado tan escasa oposición la consiguiente destrucción del cuerpo
político de la nación, si no hubiese respondido perfectamente a los deseos ocultos y a las
convicciones secretas de las clases económica y socialmente dominantes. La burguesía, durante
largo tiempo excluida del Gobierno por la Nación-Estado y por su propia falta de interés por los
asuntos públicos, fue políticamente emancipada por el imperialismo.
El imperialismo debe ser considerado primera fase de la dominación política de la burguesía más
que como última fase de capitalismo. Es bien sabido cuán poco habían aspirado a gobernar las
clases poseedoras, cuán contentas se habían mostrado por cada género de Estado al que pudieran
confiar la protección de los derechos de propiedad. Para ellas, desde luego, el Estado había sido
siempre sólo una bien organizada fuerza policíaca. Esta falsa modestia tuvo, sin embargo, la curiosa
consecuencia de mantener a toda la clase burguesa fuera del cuerpo político. Antes que súbditos de
una monarquía o ciudadanos de una república eran esencialmente personas particulares. Esta
particularidad y la preocupación primaria de ganar dinero había desarrollado una serie de normas de
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conducta que han sido expresadas en diversos proverbios: «Nada triunfa como el triunfo», «El que
puede, tiene razón», «Lo justo es lo útil», etc., que necesariamente proceden de la experiencia de
una sociedad de competidores.
Cuando, en la era del imperialismo, los hombres de negocios se convirtieron en políticos y
fueron aclamados como hombres de Estado, mientras que a los hombres de Estado sólo se les
tomaba en serio si hablaban el lenguaje de los empresarios con éxito y si «pensaban en
continentes», estas prácticas y estos medios particulares fueron transformados gradualmente en
normas y principios para la gestión de los asuntos públicos. El hecho significativo de este proceso
de revaluación, que comenzó a finales del pasado siglo y todavía sigue en marcha, es el de que se
inició con la aplicación de las convicciones burguesas a los asuntos exteriores y sólo lentamente se
extendió a la política interior. Por eso las naciones implicadas apenas se mostraron conscientes de
que la indiferencia que había prevalecido en la vida privada y contra la que el cuerpo público
siempre había tenido que defenderse a sí mismo y defender a sus ciudadanos particulares, estaba a
punto de ser elevada a la categoría de un principio político públicamente honrado.
Resulta significativo que los modernos creyentes en el poder estén en completo acuerdo con la
filosofía del único gran pensador que trató de derivar el bien público del interés privado y que, en
bien del interés particular, concibió y esbozó una Comunidad, cuyas bases y cuyo fin último es la
acumulación de poder. Hobbes, desde luego, es el único gran filósofo al que la burguesía puede
reivindicar justa y exclusivamente como suyo, aunque sus principios no fueran reconocidos por la
clase burguesa durante largo tiempo. El Leviathan de Hobbes35 expuso la única política según la
cual el Estado se halla basado no en algún género de ley constituyente —sea ley divina, ley natural
o ley del contrato social— que determine los derechos y los perjuicios del interés del individuo con
respecto a los asuntos públicos, sino en los mismos intereses individuales, de forma tal que «el
interés privado es el mismo que el público»36.
Difícilmente existe una sola norma de moral burguesa que no haya sido anticipada por la
inigualada magnificencia de la lógica de Hobbes. Proporciona un retrato casi completo, no del
hombre, sino del burgués, un análisis que en trescientos años ni ha quedado anticuado ni ha sido
superado. «La Razón... no es nada sin el Cálculo»; «un sujeto libre, una voluntad libre... (son)
palabras... sin significado; es decir, absurdas». Ser sin razón, sin capacidad para la verdad y sin
voluntad libre —es decir, sin capacidad para la responsabilidad—, el hombre se halla esencialmente
en función de la sociedad y juzgado por eso según su «valía o valor... su precio; es decir, según lo
que se daría por el uso de su poder». El precio es constantemente evaluado y reevaluado por la
sociedad y la «estima de los otros», depende de la ley de la oferta y de la demanda.
El poder, según Hobbes, es el control acumulado que permite al individuo fijar precios y regular
la oferta y la demanda en tal forma que contribuyan a su propia ventaja. El individuo considerará su
ventaja en completo aislamiento, desde el punto de vista de una minoría absoluta, por así decirlo.
Entonces comprenderá que puede perseguir y lograr su interés sólo con la ayuda de alguna clase de
mayoría. Por eso, si un hombre sólo es impulsado por sus intereses individuales, el deseo de poder
debe ser la pasión fundamental de ese hombre. Regula las relaciones entre el individuo y la
sociedad, así como todas las demás ambiciones, porque de las riquezas se deducen el saber y los
honores.
Hobbes señala que en la lucha por el poder, así como en sus capacidades originarias para el
poder, todos los hombres son iguales; porque la igualdad de los hombres está basada en el hecho de
que cada uno tiene por naturaleza poder suficiente para matar a otro. La debilidad puede ser
35
Todas las citas que siguen, cuando no llevan la mención correspondiente, proceden del Leviathan.
Resulta bastante significativa la coincidencia de esta identificación con la pretensión totalitaria de haber abolido las
contradicciones entre los intereses individuales y públicos (véase el capítulo XII). Sin embargo, no debería despreciarse
el hecho de que lo que más deseaba Hobbes era proteger los intereses particulares, pretendiendo que, rectamente
comprendidos, eran también los intereses del cuerpo político mientras que por el contrario los Regímenes totalitarios
proclamaron la inexistencia de la esfera privada.
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compensada por el engaño. Su igualdad como homicidas potenciales coloca a todos los hombres en
la misma inseguridad, de lo cual surge la necesidad de un Estado. La raison d’être del Estado es la
necesidad de obtener alguna seguridad para el individuo, que se siente amenazado por todos sus
semejantes.
La característica crucial en la descripción del hombre que hace Hobbes no es todo el pesimismo
realista por el que ha sido elogiado en los últimos tiempos. Porque, si fuera cierto que el hombre es
un ser tal como Hobbes afirma, sería incapaz en manera alguna de encontrar ningún cuerpo político.
Hobbes, desde luego, no logró, ni siquiera deseó lograr, la incorporación definitiva de este ser a la
comunidad política. El Hombre de Hobbes no debe lealtad a su país si ha sido derrotado y se le
excusa de cualquier traición si resulta que cae prisionero. Aquellos que viven fuera de la
Comunidad (por ejemplo, los esclavos) no tenían ya obligaciones respecto de sus semejantes, sino
que se les permitía matar tantos como pudieran; mientras que, por el contrario, «ningún hombre
tenía libertad para resistir a la espada de la Comunidad en defensa de otro hombre, sea culpable o
inocente», lo que no significa que no exista camaradería ni responsabilidad entre el hombre y el
hombre. Lo que les mantiene juntos es un interés común que puede ser «algún crimen capital, por el
que uno de ellos puede esperar la muerte»; en este caso tienen derecho a «resistir a la espada de la
Comunidad», a «unirse, ayudarse y defenderse mutuamente... porque defienden sus vidas».
De esa forma esta pertenencia a cualquier tipo de comunidad es para Hobbes un asunto temporal
y limitado que esencialmente no cambia el carácter solitario y privado del individuo (que no
experimenta placer, sino, al contrario, una considerable aflicción al hallarse en compañía, cuando
carece de poder para aterrar a todos) ni crea lazos permanentes entre él y sus semejantes. Parece
como si la descripción del hombre que formula Hobbes anule su propósito de proporcionar las bases
de una Comunidad y en vez de ello proporcione un marco consistente de actitudes a través de las
cuales podría ser fácilmente destruida cada comunidad genuina. De aquí resulta la inherente y
reconocida inestabilidad de la Comunidad de Hobbes, cuya propia concepción incluye su propia
disolución —«Cuando en una guerra (exterior o intestina) los enemigos consiguen una victoria
final... entonces la Comunidad queda disuelta y cada hombre se halla en libertad de protegerse a sí
mismo»—, inestabilidad que es tanto más sorprendente cuanto que el objetivo primario y
frecuentemente repetido de Hobbes consistía en lograr un máximo de seguridad y de inestabilidad.
Sería una grave injusticia a Hobbes y a su dignidad como filósofo considerar esta descripción del
hombre como un intento de realismo psicológico o de verdad filosófica. La realidad es que Hobbes
no estaba interesado ni en el uno ni en la otra, sino preocupado exclusivamente por la misma
estructura política, y describe las características del hombre según las necesidades del Leviatán. En
beneficio de los argumentos y de las convicciones, presenta su esbozo político como si hubiese
partido de una visión realista del hombre, un ser que «desea el poder por el poder», y como si
partiera de esta visión para proyectar un cuerpo político más adecuado para este animal sediento de
poder. El proceso auténtico, el único proceso en el que su concepto del hombre tiene sentido y va
más allá de la obvia banalidad de una supuesta maldad humana, es precisamente el opuesto.
Este nuevo cuerpo político fue concebido en beneficio de la nueva sociedad burguesa tal como
emergía en el siglo XVII y esta descripción del hombre es un esbozo del mismo tipo de Hombre que
encajaría en esa sociedad. La Comunidad está basada en la delegación de poder y no en la de
derechos. Adquiere un monopolio del homicidio y proporciona a cambio una garantía condicional
contra el ser víctima de un homicidio. La seguridad es aportada por la ley, que es una emanación
directa del monopolio de poder por el Estado (y no es establecida por el hombre según normas
humanas acerca de lo que es justo e injusto). Y como esta ley procede directamente del poder
absoluto, representa una necesidad absoluta a los ojos del individuo que vive bajo ella. Respecto de
la ley del Estado —es decir, del poder acumulado de la sociedad y monopolizado por el Estado—,
no cabe va preguntarse por lo que es justo o por lo que es injusto, sino sólo la absoluta obediencia,
el ciego conformismo de la sociedad burguesa.
Privado de todos los derechos políticos, el individuo, a quien la vida pública y oficial se presenta
con una apariencia de necesidad, adquiere un nuevo y crecido interés en su vida privada y en su
destino personal. Excluido de la participación en la gestión de todos los asuntos públicos, que
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corresponde a todos los ciudadanos, el individuo pierde su lugar adecuado en la sociedad y su
conexión natural con sus semejantes. Puede ahora juzgar su vida privada solo comparándola con la
de los otros y sus relaciones con sus semejantes en el seno de la sociedad adoptan la forma de
competición. Una vez que los asuntos públicos son regulados por el Estado bajo la apariencia de
una necesidad, las carreras sociales o públicas de los competidores evolucionan según la suerte. En
una sociedad de individuos equipados todos por la Naturaleza con igual capacidad para el poder e
igualmente protegidos de los otros por el Estado, sólo la suerte puede decidir quién triunfará37.
Según las normas burguesas, aquellos que son completamente desafortunados y los que quedan
derrotados son automáticamente eliminados de la competición, que es la vida de la sociedad. La
buena fortuna es identificada con el honor y la mala suerte con la ignominia. Atribuyendo sus
derechos políticos al Estado, el individuo también delega en éste sus responsabilidades sociales:
pide al Estado que le libre de la carga de cuidar de los pobres precisamente cuando él solicita
protección contra los delincuentes. La diferencia entre un delincuente y un pobre desaparece: ambos
se hallan fuera de la sociedad. Quienes no hallan éxito están privados de la virtud que la civilización
clásica les dejó. Los desafortunados ya no pueden apelar a la caridad cristiana.
Hobbes libera a aquellos que están excluidos de la sociedad —los que no han, tenido éxito, los
desafortunados, los delincuentes— de toda obligación hacia la Sociedad y el Estado si el Estado no
cuida de ellos. Pueden dar libre curso a su deseo de poder y se les dice que se aprovechen de su
capacidad para matar, restaurando así esa igualdad natural que la sociedad oculta sólo en su
provecho. Hobbes prevé y justifica la organización de los proscritos sociales en grupo de asesinos
como lógico resultado de la filosofía moral de la burguesía.
Como el poder es esencialmente sólo un medio para un fin, una comunidad basada
exclusivamente en el poder debe de caer en la tranquilidad del orden y la estabilidad; su completa
seguridad revela que está construida sobre arena. Sólo adquiriendo más poder puede garantizar el
statu quo; solo extendiendo constantemente su autoridad y a través del proceso de acumulación de
poder puede permanecer estable. La Comunidad de Hobbes es una estructura vacilante y debe
conseguir siempre nuevos puntales en el exterior; de otra manera, se derrumbaría súbitamente en el
caos sin propósito ni sentido de los intereses privados de los que procede. Hobbes encarna la
necesidad de la acumulación de poder en la teoría del estado natural, la «condición de guerra
perpetua» de todos contra todos, en la que todavía permanecen los diferentes Estados tal como sus
súbditos se encontraban antes de someterse a la autoridad de una Comunidad38. Esta posibilidad de
guerra, siempre presente, garantiza a la Comunidad contra una perspectiva de permanencia porque
hace posible al Estado aumentar su poder a expensas de los demás Estados.
Sería erróneo considerar por su valor aparente la obvia inconsecuencia entre el alegato de
Hobbes en favor de la seguridad del individuo y la evidente inestabilidad de su Comunidad. Una
vez más trata de persuadir, de apelar a ciertos instintos básicos para la seguridad de los que él sabía
bastante bien que podían sobrevivir entre los súbditos del Leviathan sólo en forma de absoluta
37
La elevación de la suerte a la posición de árbitro final sobre el conjunto de la vida había de alcanzar su completo
desarrollo en el siglo XIX. Con ella surgió un nuevo género literario, la novela y la decadencia del drama. Porque el
drama carecía de significado en un mundo sin acción, mientras que la novela podía abordar adecuadamente los destinos
de los seres humanos que, o bien eran víctimas de la necesidad o favoritos de la fortuna. Balzac mostró toda la gama del
nuevo género e incluso presentó a las pasiones humanas como predestinación del hombre, sin vicio ni virtud, sin razón
ni libre voluntad. Sólo la novela en su plena madurez, habiendo interpretado y re-interpretado toda la escala de los
asuntos humanos, podía predicar el nuevo evangelio del apasionamiento por el propio destino de cada uno que tan gran
papel desempeñó entre los intelectuales del siglo XIX. Mediante semejante apasionamiento el artista y el intelectual
trataron de trazar una línea entre ellos mismos y los filisteos para protegerse contra la inhumanidad de la buena o mala
fortuna, y desarrollaron todas las cualidades de la moderna sensibilidad —para sufrir, para comprender, para
desempeñar un papel prescrito— tan desesperadamente necesitadas por la dignidad humana que exige de un hombre
que al menos, ya que no de otra cosa, sea capaz de mostrarse como víctima propiciatoria.
38
La actual noción popular y progresista de un Gobierno mundial se halla basada, como todas las nociones del mismo
tipo acerca del poder político, en el mismo concepto de los individuos sometidos a una autoridad central que
«amedrenta a todos», excepto que en este caso las naciones están ocupando el lugar de los individuos. El Gobierno
mundial superaría y eliminaría la auténtica política, es decir, el hecho de que pueblos diferentes convivan en la plena
fuerza de su poder.
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sumisión al poder que «amedrenta a todos», es decir, en un temor sobresaliente y abrumador, que
no es exactamente el sentimiento básico de un hombre seguro. De lo que Hobbes parte es de una
insuperada visión de las necesidades políticas del nuevo cuerpo social de la naciente burguesía,
cuya creencia fundamental en un inacabable pro ceso de acumulación de propiedad estaba a punto
de eliminar a toda la seguridad individual. Hobbes extrajo las necesarias conclusiones de los marcos
de comportamiento social y económico cuando propuso sus cambios revolucionarios en la
constitución política. Esbozó el único cuerpo político que podía corresponder a las nuevas
necesidades y a los nuevos intereses de una nueva clase. Lo que logró fue una descripción del
hombre tal como debería llegar a ser y comportarse si quería encajar en la naciente sociedad
burguesa.
La insistencia de Hobbes en el poder como motor de todas las cosas humanas y divinas (incluso
el reinado de Dios sobre los hombres está «derivado de no haberlos El creado... sino de su
irresistible Poder») surgió de la proposición teóricamente indiscutible según la cual una inacabable
acumulación de propiedad debe estar basada en una inacabable acumulación de poder. El
correlativo filosófico de la inestabilidad inherente a una Comunidad fundada sobre el poder es la
imagen de un inacabable proceso histórico que, para ser consecuente con el constante crecimiento
del poder, captura inexorablemente individuos, pueblos y, finalmente, a toda la Humanidad. El
proceso ilimitado de acumulación de capital necesita la estructura política de un «Poder tan
ilimitado» que pueda proteger a la propiedad creciente, tornándose constantemente cada vez más
poderoso. Admitido el dinamismo fundamental de la nueva clase social, resulta perfectamente cierto
que «no puede asegurar el poder y los medios para vivir bien que tenía hasta el presente, sin la
adquisición de más poder». La consistencia de esta conclusión no queda en forma alguna alterada
por el hecho notable de que durante unos trescientos años no hubiera un soberano que «convirtiera
esta verdad especulativa en una práctica útil», ni una burguesía políticamente consciente,
económicamente madura y suficientemente abierta como para adoptar la filosofía del poder de
Hobbes.
Este proceso de inacabable acumulación de poder necesario para la protección de una inacabable
acumulación de capital determinó la ideología «progresista» de finales del siglo XIX y anticipó la
aparición del imperialismo. Lo que hizo al progreso irresistible no fue la ingenua ilusión de un
limitado crecimiento de la propiedad, sino el advertir que la acumulación de poder era la única
garantía para la estabilidad de las llamadas leyes económicas. La noción de progreso del siglo
XVIII, tal cómo fue concebida en la Francia prerrevolucionaria, consideraba que la crítica del
pasado era un medio de dominar el presente y controlar el futuro; el progreso culminaba en la
emancipación del hombre. Pero esta noción tenía poco que ver con el inacabable progreso de la
sociedad burguesa, que no solamente no deseaba la libertad y la autonomía del hombre, sino que
estaba dispuesta a sacrificarlo todo y a todos en aras de las aparentemente sobrehumanas leyes de la
Historia. «Lo que llamamos progreso es [el] viento... [que] impulsa [al ángel] de la Historia
irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve la espalda mientras la pila de ruinas ante él se alza
hasta los cielos»39. Sólo en el sueño marxista de una sociedad sin clases que, en palabras de Joyce,
había de despertar a la Humanidad de la pesadilla de la Historia, aparece un último, aunque utópico,
rastro del concepto del siglo XVIII.
Los empresarios de mentalidad imperialista, a quienes las estrellas enojaban porque no podían
apoderarse de ellas, comprendieron que el poder organizado en su propio beneficio engendraría más
poder. Cuando la acumulación de capital alcanzó sus límites naturales y nacionales, la burguesía
advirtió que sólo con una ideología de «la expansión lo es todo», y que sólo con el correspondiente
proceso de acumulación de poder sería posible poner en marcha de nuevo el viejo motor. En el
mismo momento, empero, cuando parecía como si se hubiera descubierto el auténtico principio del
39
WALTER BENJAMIN, «über den Begriff der Geschichte», Institut für Sozialforschung, Nueva York, 1942, a
multicopista. Los mismos imperialistas eran plenamente conscientes de las implicaciones de su concepto del progreso.
El muy representativo autor, que procedía de la Administración Civil de la India y que escribía bajo el seudónimo de A.
Carthill, señaló: «Uno debe siempre sentir piedad por aquellas personas aplastadas por el carro triunfal del progreso.»
(op. cit., p. 209).
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movimiento perpetuo, resultó quebrantado el talante específicamente optimista de la ideología del
progreso. No es que nadie comenzara a dudar de la irresistibilidad del proceso mismo, sino que
muchas personas comenzaron a ver lo que había asustado a Cecil Rhodes: que la condición humana
y las limitaciones del globo constituían un serio obstáculo a un proceso que era incapaz de detenerse
y de estabilizarse, y que por eso sólo podía iniciar una serie de destructivas catástrofes una vez que
hubiera alcanzado estos límites.
En la época imperialista una filosofía del poder se convirtió en la filosofía de la élite, que
rápidamente descubrió y estaba completamente dispuesta a reconocer que la sed de poder sólo podía
apagarse mediante la destrucción. Esta fue la causa esencial de su nihilismo (especialmente evidente
en Francia al finalizar el siglo XIX y en Alemania en la década de los veinte de este siglo) que
sustituyo la superstición del progreso con la superstición igualmente vulgar de la ruina, y predicó el
aniquilamiento automático con el mismo entusiasmo con que los fanáticos del progreso automático
habían predicado la irresistibilidad de las leyes económicas. Hobbes, el gran idólatra del éxito,
había necesitado tres siglos para triunfar. Este retraso fue en parte debido a que la Revolución
francesa, con su concepción del hombre como elaborador de leyes y como citoyen, casi llegó a
evitar que la burguesía desarrollara su noción de la Historia como un progreso necesario. Pero
también en parte por las implicaciones revolucionarias de la Comunidad, por su temeraria ruptura
con la tradición occidental, que Hobbes no logró advertir.
Cada hombre y cada pensamiento que no se conforma al objetivo último de una máquina cuyo
único objetivo es la generación y la acumulación de poder es una molestia peligrosa. Hobbes
juzgaba que los libros de los «antiguos griegos y romanos» eran tan «perjudiciales» como las
enseñanzas de un «Summum bonum (cristiano)... tal como (fueron) expresadas en los libros de los
antiguos filósofos moralistas» o la doctrina según la cual «todo lo que un hombre haga contra su
conciencia es pecado» y la que afirma que «las leyes son las normas de lo justo y de lo injusto». La
profunda desconfianza de Hobbes hacia toda la tradición occidental de pensamiento político no nos
sorprenderá si recordamos que no quería nada más ni nada menos que la justificación de la tiranía,
que, aunque había existido muchas veces en la historia occidental, jamás había sido honrada con
una base filosófica. Hobbes se siente orgulloso de reconocer que el Leviathan equivale realmente a
un gobierno de permanente tiranía: «El nombre de tiranía no significa nada más ni nada menos que
el nombre de soberanía...; creo que la tolerancia hacia el odio profesado a la tiranía es una tolerancia
hacia el odio profesado a la Comunidad en general...»
Como Hobbes era un filósofo, podía ya advertir en la elevación de la burguesía todas las
cualidades antitradicionalistas de la nueva clase que necesitarían más de trescientos años para
desarrollarse completamente. A su Leviathan no le preocupaba la ociosa especulación acerca de
nuevos principios políticos o la antigua búsqueda de la razón como gobierno de la comunidad de los
hombres; se limitaba a realizar una «estimación de las consecuencias» que surgen de la elevación en
la sociedad de una nueva clase cuya existencia estaba esencialmente ligada a la propiedad como
medio dinámico y productor de nueva propiedad. La llamada acumulación de capital que dio
nacimiento a la burguesía cambio la misma concepción de la propiedad y de la riqueza: ya no
fueron consideradas resultado de la acumulación y de la adquisición, sino comienzos de éstas; la
riqueza se convirtió en un inacabable proceso de hacerse más rico. La clasificación de la burguesía
como clase poseedora sólo es superficialmente correcta, porque una de las características de esta
clase ha sido la de que podía pertenecer a ella todo el que concibiera la vida como un proceso de
hacerse perpetuamente cada vez más rico y considerara al dinero como algo sacrosanto que bajo
ninguna circunstancia debería llegar a ser género de consumo.
La propiedad por sí misma, sin embargo, está sujeta al uso y al consumo y por eso disminuye
constantemente. La forma más radical de posesión y la única segura es la destrucción, porque sólo
lo que hemos destruido es segura y perpetuamente nuestro. Los dueños de propiedades que no
consumen, sino que anhelan ampliar sus pertenencias continuamente, encuentran una limitación
muy inconveniente: el hecho infortunado de que los hombres tienen que morirse. La muerte es la
verdadera razón por la que la propiedad y la adquisición nunca pueden convertirse en un auténtico
principio político. Un sistema social esencialmente basado en la propiedad no puede posiblemente
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llegar a nada más que no sea la destrucción final de la propiedad. La finitud de la vida personal es
un reto tan serio a la propiedad en calidad de base de la sociedad como los límites del globo son un
reto a la expansión en calidad de base del cuerpo político. Trascendiendo los límites de la vida
humana en la planificación de un continuo crecimiento automático de la riqueza más allá de todas
las necesidades personales y las posibilidades de consumo, la propiedad individual se convierte en
un asunto público y queda retirada de la simple esfera privada. Los intereses privados, que por su
propia naturaleza son temporales y están limitados por las dimensiones naturales de la vida del
hombre, pueden así escapar hacia la esfera de los asuntos públicos y obtener de esa esfera esa
infinita longitud de tiempo que se precisa para la acumulación continua. Esto parece crear una
sociedad muy similar a la de las hormigas y las abejas, donde «el bien común no difiere del
particular; y estando por naturaleza inclinadas al beneficio particular, procuran por ello el beneficio
común».
Pero como los hombres no son ni hormigas ni abejas, todo esto es una ilusión. La vida pública
adopta el engañoso aspecto de un total de intereses privados como si estos intereses pudieran crear
una nueva calidad mediante su simple adición. Todos los llamados conceptos liberales de la política
(es decir, todas las nociones políticas preimperialistas de la burguesía) —tales como la competencia
ilimitada, regulada por un secreto equilibrio que surge misteriosamente de la suma total de las
actividades competidoras, la prosecución del «autointerés ilustrado» como una adecuada virtud
política, el ilimitado progreso inherente a la simple sucesión de acontecimientos— tienen esto en
común: sencillamente suman las vidas y las normas de comportamiento particulares y presentan esa
suma como leyes de la Historia, o de la economía, o de la política. Los conceptos liberales, sin
embargo, aunque expresan la instintiva desconfianza y la innata hostilidad de la burguesía hacia los
asuntos públicos, son sólo un compromiso temporal entre las antiguas normas de la cultura
occidental y la fe de la nueva clase en la propiedad como principio dinámico autopropulsado. Las
antiguas normas ceden en el grado en el que la riqueza automáticamente creciente sustituye a la
acción política.
Hobbes fue el verdadero filósofo de la burguesía, aunque no llegara a ser nunca completamente
reconocido como tal, porque comprendió que la adquisición de riqueza concebida como un proceso
inacabable sólo puede ser garantizada por la consecución del poder político, porque el proceso
acumulante más pronto o más tarde debe forzar todos los límites territoriales existentes. Previó que
una sociedad que se había lanzado por el sendero de una adquisición inacabable tendría que
concebir una organización política dinámica capaz del correspondiente proceso inacabable de generación del poder. Incluso, mediante la pura fuerza de la imaginación, fue capaz de esbozar los
principales rasgos psicológicos del nuevo tipo de hombre que encajaría en tal sociedad y en su
tiránico cuerpo político. Previó la necesaria idolatría del poder en sí mismo por obra del nuevo tipo
humano, que se sentiría halagado al ser denominado animal sediento de poder, aunque la sociedad
le obligaría a rendir a ese poder todas sus fuerzas naturales, sus virtudes y sus vicios, y le
convertiría en ese pobre y pequeño individuo sumiso que no tiene ni siquiera el derecho de alzarse
contra la tiranía y que, lejos de ansiar el poder, acepta cualquier gobierno existente y ni siquiera se
altera aunque caiga su mejor amigo como víctima inocente de una incomprensible raison d’état.
Porque una comunidad basada en el poder acumulado y monopolizado de todos sus individuos deja
necesariamente a cada persona desprovista de poder, privada de sus capacidades naturales y
humanas. La abandona convertida en diente de una máquina acumuladora de poder y con libertad
para consolarse a sí misma con sublimes pensamientos acerca del destino último de esta máquina
que se halla construida de tal manera que puede devorar al globo siguiendo simplemente su propia
ley inherente.
El objetivo destructivo último de esta comunidad queda al menos indicado en la interpretación
filosófica de la igualdad humana como una «igualdad de capacidad» para matar. El vivir respecto de
las demás naciones «en la condición de una perpetua guerra y en los linderos de la batalla, con las
fronteras armadas y los cañones apuntando contra los vecinos en todas las direcciones» no significa
otra ley de conducta, sino la «más encaminada a (su) beneficio» y la que gradualmente devorará las
estructuras más débiles hasta que llegue a una última guerra «que proporcione a cada hombre la
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victoria o la muerte».
Por la «victoria o muerte», el Leviatán puede desde luego superar todas las limitaciones que
suponen la existencia de otros pueblos y puede envolver a toda la Tierra en su tiranía. Pero cuando
sobrevenga la última guerra para cada hombre no se establecerá en la Tierra una paz definitiva: la
máquina de poder, sin la que no se habría logrado la continua’ expansión precisa de más material
que devorar en su inacabable proceso. Si la última comunidad victoriosa no puede llegar a
«apoderarse de los planetas», sólo podrá lograr destruirse a sí misma para iniciar de nuevo el
inacabable proceso de la generación de poder.
3. LA ALIANZA ENTRE EL POPULACHO Y EL CAPITAL
Cuando el imperialismo penetró en la escena de la política con ocasión de la rebatiña por África
en la década de los años ochenta del siglo XIX, se hallaba impulsado por hombres de negocios a
quienes se oponían ásperamente los gobiernos en el poder y a quienes daba la bienvenida un amplio
sector de las clases cultas40. Hasta el final, pareció ser un don de Dios, una cura para todos los
males, una fácil panacea para todos los conflictos. Y es cierto que el imperialismo, en un sentido, no
decepcionó estas esperanzas. Otorgó un nuevo censo vitalicio a las estructuras políticas y sociales,
que estaban ya claramente amenazadas por las nuevas fuerzas sociales y políticas y que, en otras
circunstancias, sin la intervención del desarrollo imperialista difícilmente habrían necesitado de dos
guerras mundiales para desaparecer.
Tal como fueron las cosas, el imperialismo esfumó todos los males y produjo ese falso
sentimiento de seguridad, tan universal en la Europa de la preguerra, que engañó a todos menos a
los hombres más sensibles. Péguy en Francia y Chesterton en Inglaterra supieron instintivamente
que vivían en un mundo de hueras ficciones y que su estabilidad era la ficción mayor de todas.
Hasta que todo comenzó a derrumbarse, la estabilidad de las estructuras evidentemente anticuadas
era un hecho, y su despreocupada y firme longevidad parecía desmentir a aquellos que sentían
temblar el suelo bajo sus pies. La solución del enigma era el imperialismo. La respuesta a la fatídica
pregunta: ¿Por qué el grupo de las naciones europeas permitió que este mal se extendiera hasta que
todo, tanto lo bueno como lo malo, quedara destruido?, era que todos los gobiernos sabían muy bien
que sus países se hallaban desintegrándose secretamente, que el cuerpo político estaba siendo
destruido desde dentro y que vivían de prestado.
Bastante inocentemente, la expansión se presentó al principio como la salida para el exceso de
producción de capital y ofreció un remedio, la exportación de capital41. La riqueza, tremendamente
aumentada, lograda por la producción capitalista bajo un sistema social basado en la mala
distribución, había determinado «un exceso de ahorro», es decir, la acumulación de capital que
estaba condenado a la ociosidad dentro de la existente capacidad nacional para la producción y el
consumo. Este dinero resultaba superfluo, nadie lo necesitaba, aunque era poseído por un creciente
número de personas. Las crisis y las depresiones subsiguientes en las décadas precedentes a la era
del imperialismo42 habían impreso en los capitalistas la idea de que todo el sistema económico de
40
«La Administración ofrece el más claro y natural apoyo a una política exterior agresiva: la expansión del Imperio
atrae poderosamente a la aristocracia y a las clases profesionales, ofreciéndoles nuevos y siempre crecientes campos
para la dedicación honrosa y beneficiosa de sus hijos» (I. A. HOBSON, «Capitalism and Imperialism in South África»,
op. cit.). Fueron «sobre todo... patrióticos profesores y escritores, al margen de su afiliación política y despreocupados
por un interés económico personal» los que apoyaron «los impulsos imperialistas hacia el exterior de la década de los
setenta y de los primeros años de la década de los ochenta» (HAYES, op. cit., página 220).
41
Para esto y lo que sigue véase, de J. A. HOBSON, Imperialism, que en fecha tan remota como 1905 proporcionó un
magnífico análisis de las fuerzas y motivos impulsores de carácter económico, así como de algunas de sus
implicaciones políticas. Cuando en 1938, fue reeditado este antiguo ensayo, HOBSON pudo señalar justamente en su
presentación de un texto que no había sido modificado que su libro era prueba auténtica «de que los principales peligros
y alteraciones... de hoy... se hallaban todos latentes y eran discernibles en el mundo de hace una generación...»
42
La obvia relación entre las graves crisis de los años sesenta en Inglaterra y de los setenta en el Continente y el
imperialismo es mencionada por HAYES, op. cit., sólo en una nota a pie de página (en la p. 219) y por SCHUYLER,
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producción dependía de una oferta y de una demanda que, a partir de entonces, debía proceder «del
exterior de la sociedad capitalista»43. Tal oferta y tal demanda procedían del interior de la nación,
mientras que el sistema capitalista no controló a todas sus clases junto con su entera capacidad
productiva. Cuando el capitalismo penetró toda la estructura económica y todos los estratos sociales
llegaron a la órbita de su sistema de producción y consumo, los capitalistas tuvieron que decidirse
claramente entre el colapso de todo el sistema económico o el hallazgo de nuevos mercados, es
decir, la penetración de nuevos países que no estaban todavía sujetos al capitalismo y que por eso
podrían proporcionar una oferta y una demanda no capitalistas.
El punto decisivo de las décadas de los sesenta y de los setenta, que iniciaron la era del
imperialismo, fue el que forzaron a la burguesía a comprender por vez primera que el pecado
original de simple latrocinio, que hacía siglos que había hecho posible la «acumulación original de
capital» (Marx) y que había iniciado toda acumulación ulterior, tenía que ser eventualmente
repetido, so pena de que el motor de la acumulación set desintegrara súbitamente.44 Frente a este
peligro, que no sólo amenazaba a la burguesía, sino a toda la nación, con una catastrófica ruptura de
la producción, los productores capitalistas comprendieron que las formas y las leyes de su sistema
de producción «desde el comienzo habían sido calculadas para toda la Tierra»45.
La primera reacción ante el saturado mercado interior, la falta de materias primas y las crecientes
crisis, fue la exportación de capital. Los propietarios de la riqueza superflua trataron en primer lugar
de realizar inversiones en el exterior sin expansión y sin control político, de lo que resultó una
inigualable orgía de estafas, escándalos financieros y especulaciones bolsísticas, aún más
alarmantes dado que las inversiones exteriores crecían más rápidamente que las interiores46. Las
grandes cantidades de dinero resultantes del exceso de ahorro abrieron el camino a las pequeñas
economías, al producto del trabajo del hombre de la calle. Las empresas interiores, para mantenerse
al ritmo de las inversiones interiores, se entregaron también a métodos fraudulentos y atrajeron
también a un creciente número de personas, que, en la esperanza de milagrosas ganancias, lanzaron
su dinero por la ventana. El escándalo de Panamá en Francia, el Gründungsschwinder en Alemania
y Austria, se convirtieron en ejemplos clásicos. De las promesas de tremendos beneficios se
derivaron tremendas pérdidas. Los propietarios de los pequeños ahorros perdieron tanto y tan
rápidamente, que los propietarios del gran capital superfluo pronto se vieron solos en lo que, en un
sentido, era un campo de batalla. Tras no haber logrado hacer de toda la sociedad una comunidad de
jugadores, eran otra vez superfluos, se hallaban excluidos del proceso normal de la producción, al
op. cit., quien cree que «un reavivamiento del interés por la emigración fue un factor importante en los comienzos del
movimiento imperial», y que este interés había sido provocado por «una seria depresión en el comercio y en la industria
británicos» hacia la terminación de la década de los años sesenta (p. 280). Schuyler describe también con alguna
extensión el fuerte «sentimiento antiimperialista de mediados de la era victoriana». Desgraciadamente, Schuyler no
establece diíerencias entre la Commonwealth y el Imperio propiamente d icho, aunque la discusión sobre el material
preimperialista podría haber sugerido fácilmente esa diferenciación.
43
ROSA LUXEMBURG, Die Akkumulation des Kapitals, Berlín, 1923, p. 273.
44
RUDOLF HILFERDING, Das Finanzkapital, Viena, 1910, p. 401, menciona —pero sin analizar sus implicaciones—
el hecho de que el imperialismo «repentinamente utiliza de nuevo los métodos de la acumulación original de la riqueza
capitalista».
45
Según la brillante percepción de Rosa Luxemburgo de la estructura política del imperialismo (op. cit., pp. 273 y ss.,
pp. 361 y ss.), el «proceso histórico de la acumulación de capital depende en todos sus aspectos de la existencia de unos
estratos sociales no capitalistas», de forma tal que «el imperialismo es la expresión política de la acumulación de capital
en su competición por la posesión de los restos del mundo no capitalista». Esta dependencia esencial del capitalismo
respecto de un mundo no capitalista se halla en la base de todos los demás aspectos del imperialismo, que entonces
puede ser explicado como resultado del exceso de ahorro y de la mala distribución (HOBSON, op. cit.), como resultado
de la superproducción y de la consecuente necesidad de nuevos mercados (LENIN, El imperialismo, última etapa del
capitalismo, 1917), como resultado de un insuficiente aprovisionamiento de materias primas (HAYES, op. cit.) o como
exportación de capitales para equilibrar el tipo nacional de interés (HILFERDING, op. cit.).
46
Según HILFERDING, op. cit., p. 409, los ingresos británicos procedentes de inversiones en el exterior, desde 1865 a
1898, se multiplicaron por nueve mientras que los ingresos nacionales se doblaron. Supone que en las inversiones
exteriores de Alemania y Francia se registró un aumento similar, aunque probablemente menos marcado.
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que, tras cada torbellino, retornaban todas las clases, aunque algo empobrecidas y amargadas47.
La exportación de dinero y las inversiones en el exterior como tales no son imperialismo ni
conducen necesariamente a la expansión como un medio político. Mientras que los propietarios de
capital superfluo se contentaban con invertir «grandes porciones de su propiedad en países
extranjeros», aunque esta tendencia fuera «contra todas las pasadas tradiciones de nacionalismo»48,
simplemente confirmaban su alienación del cuerpo nacional, en el que de cualquier manera eran
parásitos. Sólo cuando exigieron protección gubernamental para sus inversiones (después de que la
fase inicial de estafas abriera sus ojos a la posibilidad de emplear la política contra los riesgos del
juego), volvieron a penetrar en la vida de la nación. En esta apelación, sin embargo, siguieron la
tradición establecida por la sociedad burguesa, siempre dispuesta a considerar las instituciones
políticas exclusivamente como un instrumento para la protección de la propiedad individual49. Sólo
la afortunada coincidencia de la elevación de una nueva clase de propietarios con la revolución
industrial había hecho a la burguesía productora y estimuladora de la producción. Mientras que
cumplía esta función básica en la sociedad moderna, que es esencialmente una comunidad de
productores, su riqueza tenía una importante función para la nación en conjunto. Los propietarios de
capital superfluo eran el primer sector de la clase que deseaban beneficios sin cumplir ninguna
función social auténtica —aunque hubiera sido la función de productor ex plotador—y a los que, en
consecuencia, ninguna política podría haber salvado de la ira del pueblo.
La expansión, por eso, no fue sólo un escape para el capital superfluo. Lo que era mucho más
importante es que protegía a sus propietarios contra la amenazante perspectiva de permanecer
siendo enteramente superfluos y parásitos. Evitó a la burguesía las consecuencias de la mala
distribución y revitalizó su concepto de la propiedad en una época en que la riqueza ya no podía ser
utilizada como un factor en la producción dentro del marco nacional y en la que había llegado a
chocar con el ideal de producción de la comunidad en conjunto.
Más antiguo que la riqueza superflua era otro subproducto de la producción capitalista: los
deseches humanos que cada crisis, seguidora invariable de cada período de desarrollo industrial,
eliminaba permanentemente de la sociedad productora. Los hombres que se habían convertido ya en
parados permanentes resultaban tan superfluos a la comunidad como los propietarios de la riqueza
superflua. El hecho de que constituían una amenaza para la sociedad había sido reconocido a lo
largo del siglo XIX y su exportación había contribuido a poblar los Dominios del Canadá y de
Australia, así como los Estados Unidos. El nuevo hecho en la era imperialista es que estas dos
fuerzas superfluas, el capital superfluo y la mano de obra superflua, se unieron y abandonaron el
país al mismo tiempo. El concepto de expansión, la exportación del poder gubernamental y la
anexión de cada territorio en el que los nacionales habían invertido, bien su riqueza, bien su trabajo,
parecían la única alternativa ante las crecientes pérdidas en riqueza y en población. El imperialismo
47
Por lo que a Francia respecta, véase, de GEORGE LACHAPELLE, Les Finances de la Troisième République, París,
1937, y de D. W. BROGAN, The Development of Modern France, Nueva York, 1941. Respecto de Alemania, cotéjense
interesantes testimonios contemporáneos, como los de MAX WIRTH, Geschichte der Handelskrisen, 1873, capítulo
XV, y A. SCHAEFFLE, «Der 'grosse Boersenkrach' des Jahres 1873», en Zeitschrift für die gesamte
Staatswissenschaft, 1874, vol. 30.
48
J. A. HOBSON, «Capitalism and Imperialism», op. cit.
49
Véase HILFERDING, op. cit., p. 406. «De aquí el grito en pro de un fuerte poder estatal lanzado por todos los
capitalistas con inversiones en países extranjeros... El capital exportado se siente más seguro cuando el poder estatal de
su propio país gobierna al nuevo dominio completamente... Si es posible sus beneficios deberían ser garantizados por el
Estado. De esta manera, la exportación de capital favorece una política imperialista.» P. 423: «Es cosa corriente que la
actitud de la burguesía hacia el Estado sufra un completo cambio cuando el poder político del Estado se torna
instrumento competitivo del capital financiero en el mercado mundial. La burguesía había sido hostil al Estado en su
lucha contra el mercantilismo económico y el absolutismo político... Teóricamente al menos, la vida económica tenía
que hallarse completamente libre de la intervención del Estado; el Estado tenía que autolimitarse políticamente a la
salvaguardia de la seguridad y al establecimiento de la igualdad civil.» P. 426: «Pero el deseo de una política
expansionista provoca un cambio revolucionario en la mentalidad de la burguesía. Cesa de ser pacifista Y humanista.»
P. 470: «Socialmente, la expansión es una condición vital para la preservación de la sociedad capitalista;
económicamente, es la condición para la preservación y para el aumento temporal del tipo de interés.»
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y su idea de expansión ilimitada parecían ofrecer un remedio permanente para un mal permanente50.
Resulta irónico que el primer país al que fueron conducidos juntos el dinero superfluo y los
hombres superfluos se estuviera tornando también superfluo. África del Sur era posesión de
Inglaterra desde el comienzo del siglo XIX, porque aseguraba la ruta marítima a la India. La
apertura del Canal de Suez, empero, y la subsiguiente conquista administrativa de Egipto, redujeron
considerablemente la importancia de la antigua estación comercial de El Cabo. Los británicos, con
toda probabilidad, se habrían retirado de África de la misma manera que lo habían hecho todas las
posesiones europeas si hubieran quedado liquidadas todas sus posesiones y sus intereses
comerciales en la India.
La ironía particular y, en cierto sentido, simbólica circunstancia en el inesperado desarrollo de
África del Sur como «cuna cultural del imperialismo»51, descansa en la verdadera naturaleza de su
repentino atractivo cuando había perdido todo su valor para el mismo Imperio: en la década de los
setenta se descubrieron campos diamantíferos y en la década de los ochenta grandes yacimientos
auríferos. El nuevo deseo de beneficio a cualquier precio convergía por vez primera con la antigua
búsqueda de fortunas. Los buscadores, los aventureros y la hez de las grandes ciudades emigraron al
continente negro junto con el capital de los países industrialmente desarrollados. A partir de
entonces, el populacho, engendrado por la monstruosa acumulación de capital, acompañó a su
engendrador en estos viajes de descubrimientos, donde no se descubrían más que nuevas
posibilidades de inversión. Los propietarios de la riqueza superflua eran los únicos hombres que
podían utilizar a los hombres superfluos procedentes de las cuatro esquinas de la Tierra. Juntos
establecieron el primer paraíso de los parásitos, cuyo nervio era el oro. El imperialismo, producto
del dinero superfluo y de los hombres superfluos, comenzó su sorprendente carrera produciendo los
bienes más superfluos e irreales.
Puede dudarse todavía si la panacea de la expansión habría resultado tan gran tentación para los
no imperialistas si hubiera ofrecido sus peligrosas soluciones solamente a aquellas fuerzas
superfluas que, en cualquier caso, se hallaban ya fuera del cuerpo integrado de la nación. La
complicidad de todos los partidos parlamentarios en los programas imperialistas es una cuestión que
hay que mencionar. La historia del Partido laborista británico es al respecto casi una ininterrumpida
cadena de justificaciones a la primera profecía de Cecil Rhodes: «Los trabajadores ven que aunque
los americanos les aseguran una excelente amistad e intercambian con ellos los sentimientos más
fraternales, están cerrando la puerta a sus artículos. Los trabajadores ven también que Rusia,
Francia y Alemania, localmente, se hallan haciendo lo mismo y los trabajadores consideran que si
no se preocupan no hallarán un lugar en el mundo con el que comerciar. De esta forma los
trabajadores se han convertido en imperialistas y el Partido liberal sigue su camino»52. En
Alemania, los liberales (y no el Partido conservador) eran los verdaderos promotores de la famosa
política naval que tan considerablemente contribuyó al estallido de la Primera Guerra Mundial53. El
Partido socialista oscilaba entre un activo apoyo a la política naval imperialista (repetidamente
aprobó consignaciones para la construc ción a partir de 1906 de una flota alemana) y el completo
50
Estos motivas resultaban especialmente manifiestos en el imperialismo alemán, Entre las primeras actividades de la
Alldeutsche Verband (fundada en 1891) figuraban los esfuerzos por impedir que los emigrantes alemanes cambiaran su
nacionalidad, y el primer discurso imperialista de Guillermo II, con ocasión del vigésimoquinto aniversario de la
fundación del Reich, contenía este típico pasaje: «El Imperio alemán se ha convertido en un Imperio mundial. Miles de
nuestros compatriotas viven en todas partes, en alejados lugares de la Tierra... Caballeros, es vuestro solemne deber
ayudarme a unir a este Gran Imperio con nuestro país natal.» Cotéjese también la declaración de J. A. Froude en la nota
10.
51
E. H. DAMCE, The Victorian Illusion, Londres, 1928, p. 164: «África, que ni había sido incluida en el itinerario del
mundo anglosajón ni en el de los filósofos profesionales de la Historia imperial, se convirtió en el campo de cultivo del
imperialismo británico.»
52
Cita de MILLIN, op. cit.
53
«Los que apoyaban la política naval eran los liberales, no la derecha parlamentaria», ALFRED VON TIRPITZ,
Erinnerungen, 1919. Véase también la obra de DANIEL FRYMANN (pseudónimo de Heinrich Class), Wenn ich der
Kaiser wär, 1912: «El verdadero Partido imperialista es el Partido Nacional Liberal.» Fryman, un destacado chauvinista
alemán durante la primera guerra mundial, advierte incluso el con respecto a los conservadores: «Vale también la pena
señalar el retraimiento de los medios conservadores ante las doctrinas relativas a la raza.»
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olvido de todas las cuestiones de política exterior. Las ocasionales advertencias contra el
Lumpenproletariat y el posible soborno de sectores de la clase trabajadora con migajas de la mesa
imperialista no condujeron a una comprensión más profunda de la gran atracción que los programas
imperialistas despertaban entre los simples miembros del Partido. En términos marxistas el
fenómeno nuevo de una alianza entre el populacho y el capital parecía tan antinatural, tan
obviamente en conflicto con la doctrina de la lucha de clases, que los verdaderos peligros del
intento imperialista —dividir a la Humanidad en razas de señores y razas de esclavos, castas
superiores e inferiores, pueblos de color y hombres blancos, intentos todos de unificar al pueblo
sobre la base del populacho— quedaron completamente desatendidos. Incluso la ruptura de la
solidaridad internacional con ocasión del estallido de la Primera Guerra Mundial no alteró la
complacencia de los socialistas y su fe en el proletariado como tal. Los socialistas se hallaban
todavía ensayando las leyes económicas del imperialismo cuando los imperialistas habían dejado de
obedecerlas, cuando en los países de ultramar estas leyes habían sido sacrificadas al «factor
imperial» o al «factor racial» y cuando sólo unos pocos caballeros ancianos de la alta finanza creían
todavía en los inalienables derechos del porcentaje de beneficios.
La curiosa debilidad de la oposición popular al imperialismo, las numerosas inconsecuencias y
las promesas abiertamente rotas de los políticos liberales, frecuentemente atribuidas al oportunismo
o al soborno, tenían otras causas más profundas. Ni el oportunismo ni el soborno hubieran podido
persuadir a un hombre como Gladstone para que rompiera su promesa como jefe del Partido liberal
de que evacuaría Egipto cuando llegara a ser primer ministro. A medias conscientemente, apenas
claramente, estos hombres compartían con el pueblo la convicción de que el mismo cuerpo nacional
se hallaba profundamente dividido en clases, que la lucha de clases era una característica tan
universal de la moderna vida política, que la verdadera cohesión de la nación estaba en peligro. La
expansión se presentaba de nuevo como salvavidas, aunque sólo fuera porque podía proporcionar
un interés común para toda la nación en conjunto y, principalmente por esta razón, se permitió a los
imperialistas que se convirtieran en «parásitos del patriotismo»54.
En parte, desde luego, tales esperanzas correspondían a la antigua y viciosa práctica de «curar los
conflictos internos con las aventuras en el exterior». La diferencia, sin embargo, es notable. Las
aventuras están, por su propia naturaleza, limitadas en el tiempo y en el espacio; pueden lograr
temporalmente la superación de conflictos, aunque, como norma, fracasan y tienden más bien a
agudizarlos. Desde el comienzo, la aventura imperialista de expansión pareció ser una solución
eterna, porque la expansión se concebía ilimitada. Además, el imperialismo no era una aventura en
el sentido usual, porque dependía menos de los slogans nacionalistas que de las aparentemente
sólidas bases de los intereses económicos. En una sociedad de intereses en conflicto, donde el bien
común era identificado con la suma total de los intereses individuales, la expansión como tal parecía
ser un posible interés común de la nación en conjunto. Como las clases poseedoras y dominantes
habían convencido a todos de que el interés económico y la pasión por la propiedad eran una base
profunda del cuerpo político, incluso los políticos no imperialistas fueron fácilmente convencidos
para someterse cuando en el horizonte surgía un común interés económico.
Estas, así, fueron las razones por las que el nacionalismo desarrolló una tan clara tendencia hacia
el imperialismo, pese a la contradicción interna de los dos principios55. Cuanto peor preparadas se
hallaban las naciones para la incorporación de pueblos extranjeros (lo que contradecía la
constitución de su propio cuerpo político), más tentadas se sentían a oprimirlos. En teoría, existe un
abismo entre el imperialismo y el nacionalismo; en la práctica, puede ser salvado y lo ha sido por el
nacionalismo tribal y por el racismo declarado. Desde el comienzo, los imperialistas de todos los
países afirmaron y se jactaron de hallarse «más allá de los partidos» y de ser los únicos que
hablaban a toda la nación. Esto fue especialmente cierto en los países de la Europa central y oriental
54
HOBSON, op. cit., p. 61.
HOBSON, op. cit., fue el primero en reconocer tanto la oposición fundamental entre el imperialismo y el
nacionalismo como la tendencia del nacionalismo a hacerse imperialista. Calificó al imperialismo de perversión del
nacionalismo..., «en el que las naciones... transforman la rivalidad completamente estimuladora de los diferentes tipos
nacionales en una lucha homicida de imperios competidores» (p. 9).
55
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con escasas o nulas posesiones de ultramar. En ellos la alianza entre el populacho y el capital se
desarrolló en el interior y afectó aún más gravemente (y atacó mucho más violentamente) a las
instituciones nacionales y a todos los partidos nacionales56.
La desdeñosa indiferencia de los políticos imperialistas ante las cuestiones internas fue, sin
embargo, muy notable en todas partes y especialmente en Inglaterra. Aunque los «partidos por
encima de los partidos», como la Primrose League, poseyeron una influencia secundaria, el
imperialismo fue la causa principal de la degeneración del sistema de los dos partidos en el sistema
del Primer Banco*, que condujo «a una disminución del poder de la oposición» en el Parlamento y
al desarrollo del «poder del Gabinete en perjuicio de la Cámara de los Comunes»57. Desde luego,
esto fue llevado a cabo mediante una política que estaba más allá de las luchas partidistas y por
hombres que afirmaban hablar en nombre de toda la nación. Semejante lenguaje estaba destinado a
atraer y a engañar precisamente a aquellas personas que todavía retenían un destello de idealismo
político. El grito de unidad parecía exactamente el grito de batalla que siempre ha conducido a los
pueblos a la guerra; y, sin embargo, nadie advirtió en el universal y permanente instrumento de
unidad el germen de una guerra universal y permanente.
Los funcionarios gubernamentales se comprometieron más activamente que cualquier otro grupo
en el tipo nacionalista de imperialismo y fueron los principales responsables de la confusión del
imperialismo con el nacionalismo. Las Naciones-Estados habían creado y dependían de la
Administración Civil como un cuerpo permanente de funcionarios, que las servían sin atención a
sus intereses de clase y a los cambios gubernamentales. Su honor profesional y su respeto por sí
mismos —especialmente en Inglaterra y en Alemania— se derivaba del hecho de ser servidores de
la nación en general. Eran el único grupo con un interés directo en apoyar la reivindicación
fundamental del Estado a su independencia de clases y facciones. En nuestro tiempo resulta ya
obvio que la autoridad de la Nación-Estado dependía ampliamente de la independencia económica y
de la neutralidad política de sus funcionarios civiles; el declive de las naciones había comenzado
invariablemente por la corrupción de su Administración permanente y el convencimiento general de
que los funcionarios civiles se hallan a sueldo, no del Estado, sino de las clases poseedoras. Al
concluir el siglo éstas se habían tornado ya tan dominantes que era casi ridículo que un empleado
estatal mantuviera la pretensión de que se hallaba sirviendo a la nación. La división en clases dejaba
a los funcionarios civiles fuera del cuerpo social y les forzaba a formar una camarilla propia. En las
Administraciones coloniales escaparon a la desintegración del cuerpo nacional. Dominando a
pueblos extranjeros en lejanos países, podían mucho mejor pretender ser heroicos sirvientes de la
nación «que por sus servicios han glorificado a la raza británica»58 de lo que hubieran podido
pretender permaneciendo en su patria. Las colonias ya no eran simplemente «un vasto sistema de
salida al aire libre de las clases superiores», como todavía podía describirlas James Mill; se habían
convertido en el verdadero espinazo del nacionalismo británico, que descubrió en la dominación de
países distantes y en el gobierno de pueblos extranjeros la única manera de servir a los intereses
británicos y nada más que británicos. Las Administraciones juzgaban que «el genio peculiar de cada
nación no se manifiesta más claramente que en su sistema de tratar con razas sometidas»59.
56
Véase capítulo VIII.
El del Gobierno en el Parlamento o, refiriéndose a España, el «banco azul». (N. del T.)
57
HOBSON, op. cit., pp. 146 y ss. «No hay duda de que el poder del Gabinete ante la Cámara de los Comunes ha
crecido firme y rápidamente y parece seguir creciendo», advirtió BRYCE en 1901 en Studies in History and
Jurisprudence, 1901, I, 177. Por lo que se refiere al funcionamiento del sistema del Primer Banco, véase la obra de
HILAIRE BELLOC y CECIL CHESTERTON, The Party System, Londres, 1911.
58
Lord Curzon, en el descubrimiento de la lápida conmemorativa de Lord Cromer. Véase Lord Cromer, de
LAWRENCE J. ZETLAND, 1932, p. 362.
59
Sir HESKETH BELL, op cit., parte I, p. 300.
En la Administración colonial holandesa prevalecían los mismos sentimientos. «La más alta tarea, la tarea sin
precedentes, es la que aguarda al funcionario de la Administración Civil de las Indias Orientales... debería considerarse
como el más alto honor el servicio en sus filas... el selecto cuerpo que cumple la misión de Holanda en ultramar.» Véase
Colonial Policy, de DE KAT ANGELINO, Chicago, 1931, II, 129.
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La verdad es que sólo lejos de su patria podía un ciudadano de Inglaterra, Alemania o Francia ser
nada más que inglés, alemán o francés. En su propio país estaba tan implicado en intereses
económicos o lealtades sociales que se hallaba más cerca de un miembro de su clase de un país
extranjero que de un hombre de otra clase en el país propio. La expansión dio al nacionalismo un
nuevo respiro y por eso fue aceptada como instrumento de política nacional. Los miembros de las
nuevas sociedades coloniales y de las ligas imperialistas se sintieron «alejados de las luchas
partidistas», y cuanto más lejos se iban, más fuerte era su creencia de que representaban sólo un
objetivo nacional»60. Esto revela el desesperado estado de las naciones europeas ante el
imperialismo, cuán frágiles se habían tornado sus instituciones, cuán anticuado su sistema social
mostraba ser frente a la creciente capacidad del hombre para la producción.
Los medios de preservación eran también desesperados, y al final el remedio resultó ser peor que
la enfermedad, para la que, incidentalmente, no hallaron curación.
La alianza entre el capital y el populacho se encuentra en la génesis de cada consecuente política
imperial. En algunos países, especialmente en la Gran Bretaña, esta nueva alianza entre los
demasiado ricos y los demasiado pobres estuvo y siguió estando confinada a las posesiones de
ultramar. La llamada hipocresía de la política británica fue resultado del buen sentido de los
políticos ingleses, que trazaron una clara línea divisoria entre los métodos coloniales y la política
interior habitual, evitando por eso con éxito considerable el temido efecto de boomerang del
imperialismo sobre la madre Patria. En otros países, especialmente en Alemania y Austria, la
alianza tuvo lugar en la patria en forma de panmovimientos, y en menor grado en Francia en una
llamada política colonial. El objeto de estos «movimientos» era, por así decirlo, imperializar a toda
la nación, y no sólo a la parte «superflua» de ésta, para combinar la política interior y exterior de tal
manera que permitiera organizar a la nación para el saqueo de territorios exteriores y la permanente
degradación de pueblos extranjeros.
Todos los grandes historiadores del siglo XIX observaron y advirtieron ansiosamente la
elevación del populacho a partir de la organización capitalista y su desarrollo. El pesimismo
histórico desde Burckhardt a Spengler procede esencialmente de esta consideración. Pero lo que los
historiadores, tristemente preocupados con el fenómeno en sí mismo, no lograron advertir fue que el
populacho no podía ser identificado con la creciente clase trabajadora industrial, y desde luego, no
con el pueblo en conjunto, sino que estaba compuesto realmente de los desechos de todas las clases.
Esta composición hizo parecer que el populacho y sus representantes habían abolido las diferencias
de clase, que quienes se hallaban al margen de la nación dividida en clases eran el mismo pueblo (la
Volksgemeinschaft, como los nazis la llamarían) más que su tergiversación y caricatura. Los
pesimistas históricos comprendieron la irresponsabilidad esencial de este nuevo estrato social, y
previeron también correctamente la posibilidad de que la democracia se convirtiera en un
despotismo cuyos tiranos procederían del populacho y se inclinarían ante éste en busca de apoyo.
Lo que no lograron comprender fue que el populacho no solamente es el desecho, sino también el
subproducto de la sociedad burguesa, directamente originado por ésta y por ello nunca
completamente separable de ella. No consiguieron por esta razón advertir la admiración
constantemente creciente de la alta sociedad hacia el hampa, admiración que se extiende como un
rojo trazo a lo largo del siglo XIX, en su continua y paulatina retirada de todas las cuestiones de
moralidad y en su creciente gusto por el anárquico cinismo de su prole. Al concluir el siglo, el
affaire Dreyfus mostró que en Francia el hampa y la alta sociedad estaban tan estrechamente unidas
que era definitivamente difícil situar a cualquiera de los «héroes» de los antidreyfusards en una u
otra categoría.
Este sentimiento de parentesco, de unión entre engendradores y prole, ya clásicamente expresado
en las novelas de Balzac, nos retrotrae a todas las consideraciones prácticas políticas o sociales, y
60
El presidente de la «Kolonialverein» alemana, Hohenlohe-Langenburg, en 1884. Véase Origin of Modem German
Colonialism, 1871-1885. de MARY E. TOWNSEND, 1921.
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nos recuerda aquellos rasgos fundamentales del nuevo tipo de hombre occidental que Hobbes
esbozó trescientos años antes. Pero es cierto que fue precisamente gracias a las percepciones
logradas por la burguesía durante las crisis y depresiones que precedieron al imperialismo, por lo
que la alta sociedad admitió finalmente hallarse dispuesta a aceptar el cambio revolucionario en las
normas morales que el «realismo» de Hobbes había propuesto y que ahora era ofrecido de nuevo
por el populacho y sus dirigentes. El propio hecho de que el «pecado original» de la «acumulación
original de capital» precisara de pecados adicionales para mantener en marcha el sistema fue mucho
más eficaz en la tarea de persuadir a la burguesía a desprenderse de los frenos de la tradición
occidental que su filósofo o su hampa. Indujo finalmente a la burguesía alemana a desembarazarse
de la máscara de la hipocresía y a confesar abiertamente su relación con el populacho, llamándole
expresamente para que defendiera sus intereses de propiedad.
Es significativo que sucediera esto en Alemania. En Inglaterra y en Holanda el desarrollo de la
sociedad burguesa había progresado con una relativa tranquilidad y la burguesía de estos países
disfrutaba de siglos de seguridad y de libertad del temor. Su elevación en Francia, sin embargo, se
vio interrumpida por una gran revolución popular cuyas consecuencias obstaculizaron el disfrute
burgués de la supremacía. En Alemania, además, donde la burguesía no alcanzó su completo
desarrollo hasta la segunda mitad del siglo XIX, su auge se vio acompañado desde el principio por
el desarrollo de un movimiento de la clase trabajadora con una tradición casi tan antigua como la
suya. Es hecho sabido que cuanto menos segura se siente una clase burguesa en su propio país, más
tentada se siente a desembarazarse de la pesada carga de la hipocresía. La afinidad de la alta
sociedad con el populacho emergió a la luz en Francia antes que en Alemania, pero al final fue
igualmente fuerte en ambos países. Francia, empero, por obra de sus tradiciones revolucionarias y
de su relativa falta de industrialización, originó sólo un populacho relativamente reducido, de tal
forma que la burguesía se vio obligada finalmente a buscar ayuda más allá de las fronteras y aliarse
con la Alemania de Hitler.
Cualquiera que sea la naturaleza precisa de la larga evolución histórica de la burguesía en los
diferentes países europeos, los principios políticos del populacho, tal como se hallan en las
ideologías imperialistas y en los movimientos totalitarios, revelan una afinidad sorprendentemente
fuerte con las actitudes políticas de la sociedad burguesa, si éstas últimas se hallan libres de
hipocresía y no teñidas por concesiones a la tradición cristiana. Lo que en fecha más reciente hizo
que las actitudes nihilistas del populacho resultaran tan intelectualmente atractivas para la burguesía
es una relación de principio que va más allá del nacimiento del populacho.
En otras palabras, la disparidad entre causa y efecto que caracteriza al nacimiento del
imperialismo, tiene sus razones. La ocasión —riqueza superflua creada por la superacumulación,
que precisaba de la ayuda del populacho para hallar una inversión segura y beneficiosa— puso en
marcha una fuerza que se ha hallado siempre en la estructura básica de la sociedad burguesa,
aunque haya permanecido oculta por tradiciones más nobles y por esa bendita hipocresía que La
Rochefoucauld denominó el tributo que el vicio paga a la virtud. Al mismo tiempo no era posible
realizar una política completamente desprovista de principios hasta que pudiera disponerse de una
masa de personas libres de todo principio y numéricamente tan amplia que sobrepasara a la
capacidad del Estado y de la sociedad para cuidar de ella. El hecho de que este populacho pudiera
ser empleado sólo por los políticos imperialistas e inspirado sólo por las doctrinas racistas hizo que
pareciera como si solamente el imperialismo fuera capaz de liquidar los graves problemas internos,
sociales y económicos de los tiempos modernos.
Es cierto que la filosofía de Hobbes no contiene nada referente a las modernas doctrinas racistas,
que no sólo levantan al populacho, sino que, en su forma totalitaria, esbozan muy claramente las
formas de organización mediante las cuales la Humanidad podría llevar el inacabable proceso de
acumulación de capital y de poder hasta su último final lógico en la autodestrucción. Pero Hobbes,
al menos, proporcionó un pensamiento político con el prerrequisito de todas las doctrinas racistas,
es decir, la exclusión en principio de la idea de Humanidad que constituye la única idea reguladora
de la ley internacional. Con la suposición de que las políticas extranjeras se hallan necesariamente
fuera del contrato humano, compra metidas en perpetua guerra de todos contra todos, que es la ley
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del «estado de naturaleza», Hobbes permite la mejor base teórica posible para esas ideologías
naturalistas que consideran a las naciones como tribus, separadas entre sí por la naturaleza, sin
conexión alguna de ningún tipo, inconscientes a la solidaridad de la Humanidad y que tienen sólo
en común el instinto de autopreservación que el hombre comparte con el mundo animal. Si ya no
resulta válida la idea de Humanidad, cuyo símbolo más concluyente es el origen común de la
especie humana, entonces nada es más plausible que una teoría según la cual las razas cobrizas,
amarillas o negras descienden de otras especies de monos, distinta de la antecesora de la raza blanca
y que todas juntas están predestinadas por la Naturaleza a la guerra entre sí hasta llegar a
desaparecer de la faz de la Tierra.
Si llegara a demostrarse que es cierto que estamos aprisionados por el inacabable proceso de
acumulación de poder de Hobbes, entonces la organización del populacho adoptaría
inevitablemente la forma de transformación de las naciones en razas, porque, bajo las condiciones
de una sociedad acumulante, no existe ningún otro nexo disponible y unificador entre individuos
que en el mismo proceso de la acumulación de poder y de la expansión están perdiendo todas sus
conexiones naturales con sus semejantes.
El racismo puede, desde luego, llevar a la ruina al mundo occidental y, lo que importa, al
conjunto de la civilización humana. Cuando los rusos se hayan convertido en eslavos, cuando los
franceses hayan asumido el papel de dirigentes de una force noire, cuando los ingleses se hayan
trocado en «hombres blancos», como ya por desastroso maleficio se convirtieron en arios todos los
alemanes, entonces esta transformación significará en sí misma el final del hombre occidental.
Porque, pese a lo que cultos científicos puedan afirmar, la raza no es, políticamente hablando, el
comienzo de la humanidad, sino su final; no es el origen de los pueblos, sino su declive; no el
nacimiento natural del hombre, sino su muerte antinatural.
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CAPÍTULO VI
EL PENSAMIENTO RACIAL ANTE EL RACISMO
Si el pensamiento racial es una invención alemana, como se ha afirmado a veces, entonces el
«pensamiento alemán» (sea lo que fuere lo que esto pueda significar) resultó victorioso en muchas
partes del mundo espiritual largo tiempo antes de que los nazis comenzaran su fatídico intento de
conquistar el mundo. El hitlerismo ejerció su atracción internacional e intereuropea durante la
década de los años treinta, porque el racismo, aunque sólo en Alemania era doctrina estatal, había
sido una poderosa tendencia en la opinión pública de todas partes. La máquina política y bélica nazi
se puso en movimiento mucho antes de que en 1939 los tanques alemanes comenzaran su marcha de
destrucción, dado que --en la guerra política—el racismo era considerado un aliado más poderoso
que cualquier agente pagado o que cualquier organización secreta de quintacolumnistas.
Fortalecidos por las experiencias de casi dos décadas en diferentes capitales, los nazis estaban
seguros de que su mejor «propaganda» sería su misma política racial, de la que, pese a la ruptura de
muchos otros compromisos y promesas, jamás se desviaron por oportunismo1. El racismo era un
arma ni nueva ni secreta, aunque jamás se había utilizado antes con tan cabal consistencia.
La verdad histórica de la cuestión es que el pensamiento racial, con sus raíces afirmadas en el
siglo XVIII, emergió simultáneamente en todos los países occidentales durante el siglo XIX. El
racismo había sido la poderosa ideología de las políticas imperialistas desde el comienzo de nuestro
siglo. Absorbió y revivió ciertamente todos los antiguos moldes de opiniones raciales que, sin
embargo, difícilmente hubieran sido capaces por sí mismos de crear o de degenerar en racismo
como una Weltanschauung o una ideología. A mediados del pasado siglo las opiniones raciales
todavía eran juzgadas por el rasero de la razón política: Tocqueville escribió a Gobineau acerca de
las doctrinas de este último, «Son probablemente erróneas y ciertamente perniciosas»2. Sólo al final
del siglo se otorgó dignidad e importancia al pensamiento racial como si hubiera sido una de las
principales contribuciones espirituales del mundo occidental3.
Hasta los fatídicos días de la «rebatiña por África», el pensamiento racial había sido una de las
muchas opiniones libres que, dentro del marco general del liberalismo, se enfrentaban entre sí para
ganar el asentimiento de la opinión pública4. Sólo unas pocas de estas opiniones eran ideologías
completas, es decir, sistemas basados en una sola opinión que resultaba ser lo suficientemente fuerte
como para atraer y convencer a una mayoría de personas, y lo suficientemente amplia como para
conducirla a través de las diferentes experiencias y situaciones de una vida moderna media. Porque
una ideología difiere de una simple opinión en que afirma poseer, o bien la clave de la Historia, o
bien la solución de todos los «enigmas del Universo» o el íntimo conocimiento de las leyes
universales ocultas de las que se supone que gobiernan a la Naturaleza y al hombre. Pocas
ideologías han ganado suficiente importancia como para sobrevivir a la dura lucha competitiva de la
persuasión y sólo dos han llegado a la cima y han derrotado esencialmente a las demás: la ideología
1
Durante el pacto germano-soviético, la propaganda nazi interrumpió todos los ataques al «bolchevismo», pero jamás
renunció al tema racial.
2
«Lettres d'Alexis de Tocqueville et d'Arthur de Gobineau», en Revue des Deux Mondes, 1907, tomo 199, carta del 17
de noviembre de 1853.
3
El mejor relato histórico del pensamiento racial en el marco de una «Historia de las ideas» se halla en Rasse und Staat,
de ERICH VOEGELIN, Tuebingen, 1933.
4
Por lo que se refiere a la multitud de opiniones en conflicto durante el siglo XIX, véase A Generation of Materialism,
de CARLTON J. H. HAYES, Nueva York, 1941, pp. 111-122.
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que interpreta a la Historia como una lucha económica de clases y la que interpreta a la Historia
como una lucha natural de razas. El atractivo de ambas para las grandes masas resultó tan fuerte que
fueron capaces de obtener el apoyo del Estado y establecerse por sí mismas como doctrinas
oficiales nacionales. Pero mucho más allá de las fronteras dentro de las cuales el pensamiento de
raza y el pensamiento de clase habían evolucionado hasta llegar a ser normas obligatorias de
pensamiento, la libre opinión pública las había adoptado hasta tal extremo que no sólo los
intelectuales, sino las grandes masas de hombres ya no aceptaban una interpretación de los hechos
del pasado o del presente que no se hallara de acuerdo con una de estas perspectivas.
El tremendo poder de persuasión inherente a las principales ideologías de nuestros tiempos no es
accidental. La persuasión no es posible sin el atractivo para las experiencias o los deseos, en otras
palabras, para las inmediatas necesidades políticas. En estas cuestiones la plausibilidad no procede
de los hechos científicos, como a los diferentes tipos de darwinistas les agradaría que creyéramos,
ni de las leyes históricas, como pretenden los historiadores en sus esfuerzos por descubrir la ley
según la cual surgen y desaparecen civilizaciones. Cada ideología completa ha sido creada, continuada y mejorada como arma política y no como una doctrina teórica. Es cierto que a veces —y
tal es el caso del racismo— una ideología ha cambiado su sentido político originario, pero sin
inmediato contacto con la vida política no cabría imaginar a ninguna de ellas. Su aspecto científico
es secundario y surge, en primer lugar, del deseo de proporcionar argumentos contundentes y en
segundo lugar porque su poder persuasivo también alcanza a los científicos que dejan de interesarse
entonces por el resultado de sus investigaciones, abandonan sus laboratorios y corren a predicar a la
multitud sus nuevas interpretaciones de la vida y del mundo5. Debemos a estos predicadores
«científicos» más que a cualquier descubrimiento científico el hecho de que hoy no quede ni una
sola ciencia en la que no haya penetrado profundamente el sistema de categorías del pensamiento
racial. Y este hecho ha determinado que los historiadores, algunos de los cuales han sentido la
tentación de hacer responsable a la ciencia del pensamiento racial, hayan tomado a resultados de
investigaciones filológicas o biológicas como causas en vez de consecuencias del pensamiento
racial6. Lo opuesto se hallaría más cerca de la verdad. En realidad, la doctrina según la cual quien
5
«A partir de la década de los setenta Huxley abandonó su propia investigación científica, tan ocupado se hallaba con
su papel de ‘perro de presa de Darwin', ladrando y mordiendo a los teólogos» (Hayes, op. cit., p. 126). La pasión de
Ernst Haeckel por la divulgación de los resultados científicos, que resultó por lo menos tan fuerte como su pasión por la
misma ciencia, fue destacada recientemente por un entusiasmado escritor nazi, H. BRUECHER, «Ernst Haeckel, Ein
Wegbereiter biologischen Staatsdenkens». En Nationalsozialistiche Monatshefte, 1935, fascículo 69.
Cabe citar dos ejemplos extremos para mostrar de lo que son capaces los científicos. Ambos corresponden a estudiosos
de excelente fama, que escribieron en la época de la primera guerra mundial El especialista alemán en Historia del Arte,
JOSEF STRZYGOWSKY, en su Altai, Iran und Völkerwanderung (Leipzig, 1917) descubrió que la raza nórdica estaba
constituida por alemanes, ucranianos, armenios, persas, húngaros, búlgaros y turcos (pp. 306-307). La Sociedad de
Medicina de París no sólo publicó un informe sobre el descubrimiento de «polychesia» (defecación excesiva) y de
«bromidrosis» (olor corporal) en la raza alemana, sino que sugirió que se utilizara el análisis de orina para descubrir a
los espías alemanes; se «descubrió» que la orina alemana contenía un 20 por 100 de nitrógeno no úrico mientras que en
las demás razas esta proporción era sólo del 15 por 100. Véase Race, de JACQUES BARZUN, Nueva York, 1937, p.
239.
6
Este quid pro quo fue parcialmente resultado del celo de los estudiosos que deseaban disminuir la importancia de cada
ejemplo en el que hubiera sido mencionada la raza. Por eso tomaron como racistas declarados a inocuos autores para
quienes las explicaciones mediante la raza constituían una opinión posible y a veces fascinante. Tales opiniones, en sí
mismas inofensivas, fueron formuladas por los primeros antropólogos como puntos de partida de sus investigaciones.
Ejemplo típico es la ingenua hipótesis de Paul Broca, conocido antropólogo francés de mediados del siglo XIX, quien
supuso que «el cerebro tenía algo que ver con la raza» (cita de JACQUES BARZUN, op. cit., p. 162). Es obvio que esta
afirmación, sin el apoyo de una concepción de la naturaleza humana, resulta simplemente ridícula.
Por lo que se refiere a los filósofos de comienzos del siglo XIX, cuyo concepto del «arianismo» ha inducido a cada
estudioso del racismo a incluirles entre los protagonistas e incluso los inventores del pensamiento racial, son tan
inocentes como cabe serlo. Si superaron los límites de la pura investigación fue porque deseaba incluir en la misma
hermandad cultural a tantas naciones como les fuera posible. En palabras de ERNEST SEILLIÈRE, en La Philosophie
de l'impérialisme, 4 vols., 19031906: «Fue un género de intoxicación: la civilización moderna creyó haber recobrado su
genealogía... y nació un organismo que abarca en una sola fraternidad a todas las naciones cuyo lenguaje mostraba
alguna afinidad con el sánscrito» (Prólogo, tomo I, p. XXXV). En otras palabras, estos hombres todavía continuaban en
la tradición humanista del siglo XVIII y compartían su entusiasmo por los pueblos extraños y las culturas exóticas.
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tiene la fuerza tiene la razón necesitó varios siglos (del XVII al XIX) para conquistar la ciencia
natural y producir la «ley» de la supervivencia de los más aptos. Y si, por tomar otro ejemplo, la
teoría de De Maistre y de Schelling acerca de las tribus salvajes como vestigios decadentes de
antiguos pueblos hubiera convenido a los medios políticos del siglo XIX tanto como la teoría del
progreso, probablemente nunca hubiéramos podido hablar de los «primitivos» y ningún científico
habría perdido su tiempo buscando el «eslabón perdido» entre el mono y el hombre. La culpa no es
de ninguna ciencia como tal, sino más bien de ciertos científicos que no se sintieron menos
hipnotizados por las ideologías que sus contemporáneos.
El hecho de que el racismo es la principal arma ideológica de las políticas imperialistas es tan
obvio que parece como si muchos estudiosos prefirieran evitar el frecuentado sendero de la verdad
indiscutible. En vez de ello, todavía tiene crédito una antigua y errónea concepción del racismo
como un género de exagerado nacionalismo. Y se ignoran generalmente valiosas obras de
estudiosos, especialmente en Francia, que han demostrado que el racismo no es sólo un fenómeno
completamente diferente, sino que tiende a destruir el cuerpo político de la nación. Testigos de la
gigantesca lucha entre el pensamiento racial y el pensamiento de clase por el dominio de las mentes
de los hombres modernos, algunos se han mostrado inclinados a ver en uno la expresión de las
tendencias nacionales y en otro la expresión de las tendencias internacionales, a creer que uno es la
preparación mental para las guerras nacionales y el otro la ideología de las guerras civiles. Esto ha
sido posible por obra de la curiosa mezcla de antiguos conflictos nacionales y de nuevos conflictos
imperialistas durante la primera guerra mundial, una mezcla en la que los viejos slogans nacionales
demostraron poseer todavía mayor atractivo para las masas de todos los países implicados que todos
los objetivos imperialistas. La última guerra, sin embargo, con sus Quislings y colaboracionistas en
todas partes, debería haber demostrado que el racismo puede provocar conflictos civiles en cada
país y es uno de los medios más ingeniosos inventados para la preparación de la guerra civil.
Porque la verdad es que el pensamiento racial penetró en la escena de la política activa en el
momento en que los pueblos europeos habían preparado y, hasta cierto grado, realizado el nuevo
cuerpo político de la nación. Desde el mismo comienzo, el racismo, deliberadamente, atravesó todas
las fronteras nacionales, tanto si estaban definidas por normas geográficas, lingüísticas,
tradicionales, o de cualquier otro tipo, y negó la existencia nacional y política como tal. El
pensamiento racial, más que el pensamiento de clase, fue la sombra siempre presente que acompañó
al desarrollo del mutuo reconocimiento de las naciones europeas hasta que, finalmente, creció hasta
convertirse en la poderosa arma para la destrucción de estas naciones. Históricamente hablando, los
racistas tienen un peor historial de patriotismo que todos los representantes juntos de las demás
ideologías internacionales y fueron los únicos que, consecuentemente, negaron el gran principio
sobre el que se hallan construidas las organizaciones nacionales de los pueblos, el principio de la
igualdad y la solidaridad de todos los pueblos, garantizado por la idea de Humanidad.
1. UNA «RAZA» DE ARISTÓCRATAS CONTRA UNA «NACIÓN» DE CIUDADANOS
Durante el siglo XVIII, en Francia fue característico el interés por los pueblos más diferentes,
extraños y aun salvajes. Fue la época en la que las pinturas chinas eran admiradas e imitadas,
cuando una de las más famosas obras del siglo se tituló Lettres persanes y cuando los relatos de los
viajeros constituían la lectura favorita de la sociedad. La honradez y la sencillez del salvaje y de los
pueblos no civilizados significaban un contraste con la complejidad y la frivolidad de la cultura.
Mucho antes de que el siglo XIX, con sus oportunidades tremendamente desarrolladas para viajar,
llevara a la casa de cada ciudadano medio el mundo no europeo, la sociedad francesa del siglo
XVIII había tratado de captar espiritualmente el contenido de culturas y de países que se extendían
mucho más allá de las fronteras europeas. Un gran entusiasmo por los «nuevos especímenes de la
Humanidad» (Herder) henchía los corazones de los héroes de la Revolución francesa que, junto con
la nación francesa, liberaban a cada pueblo de cada color bajo la bandera francesa. Este entusiasmo
por los países extraños y extranjeros culminó en el mensaje de fraternidad, porque estaba inspirado
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por el deseo de probar en cada nuevo y sorprendente «espécimen de la Humanidad» la vieja
afirmación de La Bruyère: La raison est de tous les climats.
Sin embargo, en este siglo creador de naciones y en este país amante de la Humanidad es donde
debemos hallar los gérmenes que más tarde mostraron ser destructores de las naciones y del poder
del racismo aniquilador de la Humanidad . Es un hecho notable que el primer autor que supuso la
existencia en Francia de diferentes pueblos con diferentes orígenes fuera al mismo tiempo el
primero en elaborar un claro pensamiento de clase. El conde de Boulainvilliers, un noble francés
que escribió a comienzos del siglo XVIII y cuyas obras fueron publicadas después de su muerte,
interpretó la Historia de Francia como la de dos naciones diferentes de la cual una, de origen
germánico, había conquistado a los habitantes más antiguos, los «galos», les había impuesto sus
leyes, se habían apoderado de sus tierras y se habían instalado como clase dominante., la nobleza,
cuyos derechos supremos descansaban en el «derecho de conquista» y la «necesidad de obediencia
siempre debida al más fuerte» . Consagrado principalmente al hallazgo de argumentos contra el
creciente poder político del tiers état y de sus portavoces, el nouveau corps, formado por gens de
lettres et des lois, Boulainvilliers tuvo que enfrentarse también con la Monarquía porque el rey
francés ya no deseaba representar a la nobleza como primus inter pares, sino a la nación en
conjunto; en él halló durante cierto tiempo la nueva clase ascendente, su más poderoso protector.
Para que la nobleza recobrara una indiscutida primacía, Boulainvilliers propuso que los nobles
como él se negaran a admitir un origen común con el pueblo francés, rompieran la unidad de la
nación y reivindicaran una distinción originaria y por eso eterna9. Mucho más audaz que la mayoría
de los que más tarde defendieron a la nobleza, Boulainvilliers negó toda predestinada conexión con
la tierra; admitió que los «galos» habían estado en Francia más largo tiempo, que los «francos» eran
extranjeros y bárbaros. Basó exclusivamente su doctrina en el eterno derecho de conquista y no
halló dificultad en afirmar que «Frisonia... ha sido la verdadera cuna de la nación francesa». Siglos
antes del actual desarrollo del racismo imperialista, siguiendo solo la lógica inherente a su concepto,
consideró a los habitantes originarios de Francia nativos en el sentido moderno, o en sus propios
términos «súbditos» —no del rey, sino de todos aquellos cuyo mérito consistía en descender del
pueblo conquistador, quienes por derecho de nacimiento tenían que ser llamados «franceses».
Boulainvilliers fue profundamente influido por las doctrinas del siglo XVII relativas al derecho
de la fuerza y fue, ciertamente, uno de los más consecuentes discípulos contemporáneos de Spinoza,
cuya Etica tradujo y cuyo Traité théologico-politique analizó. En su aceptación y aplicación de las
ideas políticas de Spinoza, la fuerza se trocó en conquista y la conquista actuó como un tipo de
criterio único sobre las cualidades naturales y los privilegios humanos de los hombres y de las
naciones. Aquí podemos advertir los primeros rastros de las posteriores transformaciones
naturalistas por las que había de pasar la doctrina del derecho de la fuerza. Esta perspectiva está
realmente corroborada por el hecho de que Boulainvilliers fue uno de los más destacados
librepensadores de su tiempo y porque sus ataques a la Iglesia cristiana difícilmente podrían haber
sido motivados exclusivamente por el anticlericalismo.
La teoría de Boulainvilliers, sin embargo, todavía se refiere a pueblos y no a razas. Basa el
derecho del pueblo superior en un hecho histórico, la conquista, y no en un hecho físico, aunque el
hecho histórico ya tiene una cierta influencia sobre las cualidades naturales del pueblo conquistado.
Inventa dos pueblos diferentes dentro de Francia para contrarrestar la nueva idea nacional,
representada como se hallaba hasta cierto grado por la Monarquía absoluta aliada con el tiers état.
Boulainvilliers es antinacional en una época en la que la idea de nacionalidad era sentida como
7
François Hotman, un francés del siglo XVI, autor de Franco-Gallia, es a veces considerado precursor de las doctrinas
raciales del siglo XVIIl. Así ERNEST SEILLIÈRE, op. cit. Théophile Simar ha protestado justamente contra este error:
«Hotman aparece no sólo como un apologista de los teutones, sino como el defensor del pueblo oprimido por la
Monarquía» (Etude critique sur la formation de la doctrine des races au 18e et son expansion au 19e siècle, Bruselas,
1922, p. 20).
8
Histoire de l'Ancien Gouvernement de la France, 1727, tomo I, p. 33.
9
MONTESQUIEU, Esprit des Lois, 1748, XXX, cap. X, explicó lo que significa la Historia del conde de
Boulainvilliers como arma política contra el tiers état.
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nueva y revolucionaria, pero no había mostrado todavía, como mostrarla durante la Revolución
francesa, cuán estrechamente ligada se hallaba con una forma democrática de Gobierno.
Boulainvilliers preparó a su país para la guerra civil sin saber lo que la guerra civil significaba. Es el
representante de muchos de los nobles que no se consideraban como representantes de la nación,
sino como una casta dominante y separada que podía tener mucho más en común con un pueblo
extranjero de la «misma sociedad y condición» que con sus compatriotas. Fueron, desde luego,
estas tendencias antinacionales las que ejercieron su influencia en el ambiente de los émigrés y,
finalmente, las que resultaron absorbidas por las nuevas y declaradas doctrinas raciales en un
período posterior del siglo XIX.
Las ideas de Boulainvilliers no mostraron su utilidad como arma política hasta que el estallido de
la Revolución obligó a gran número de nobles franceses a buscar refugio en Alemania y en
Inglaterra. En el interregno su influencia sobre la aristocracia francesa se mantuvo viva, como
puede apreciarse en las obras de otro aristócrata, el conde Dubuat-Nançay10, que deseaba ligar aún
más estrechamente a la nobleza francesa con sus hermanos continentales. En vísperas de la
Revolución este portavoz del feudalismo francés se sentía tan inseguro que esperaba «la creación de
un tipo de Internationale de la aristocracia de origen bárbaro»11, y como la nobleza germana era la
única cuya ayuda podía esperarse eventualmente, aquí también se supuso que el verdadero origen
de la nación francesa era idéntico al de los alemanes y que las clases inferiores francesas, aunque no
ya esclavas, no eran libres por nacimiento, sino por affranchissement, f ranchissement, por la gracia
de aquellos que eran libres por su nacimiento, es decir, de la nobleza. Pocos años más tarde, los
exiliados franceses trataron de formar una Internacionale de aristócratas para conjurar la rebelión
de aquellos a quienes ellos consideraban que constituían un pueblo esclavizado y extranjero. Y
aunque el aspecto más práctico de semejantes intentos sufrió el espectacular desastre de Valmy,
émigrés, como Charles François Dominique de Villiers, que hacia 1800 oponían los gallo-romains a
los germanos como William Alter, que una década más tarde soñaba con una federación de todos
los pueblos germánicos12, no admitieron la derrota. Probablemente nunca se les ocurrió que eran
traidores, tan firmemente convencidos estaban de que la Revolución francesa era una «guerra entre
pueblos extranjeros», como François Guizot escribió mucho más tarde.
Mientras que Boulainvilliers, con la tranquila imparcialidad de una época más tranquila, basaba
exclusivamente los derechos de la nobleza en el derecho de conquista, sin despreciar directamente
la verdadera naturaleza de la otra nación conquistada, el conde de Montlosier, uno de los personajes
más que dudosos entre los exiliados franceses, expresó abiertamente su desprecio por este «nuevo
pueblo surgido de los esclavos... (una mezcla) de todas las razas y de todos los tiempos»13. Era
evidente que los tiempos habían cambiado y que los nobles que ya no pertenecían a una raza
inconquistada tenían también que cambiar. Renunciaron a la vieja idea, tan cara a Boulainvilliers e
incluso a Montesquieu, según la cual sólo la conquista, la fortune des armes, determinaba el futuro
de los hombres. El Valmy de las ideologías de la nobleza surgió cuando el abate Sièyes, en su
famoso panfleto, dijo al tiers état que «devolviera a los bosques de Franconia a todas aquellas
familias que mantienen la absurda pretensión de descender de la raza conquistadora y de haber
triunfado en sus derechos»14.
Resulta más bien curioso que desde estos primeros tiempos en que los nobles franceses en su
lucha de clases contra la burguesía descubrieron que pertenecían a otra nación, tenían otro origen
genealógico y se hallaban más estrechamente ligados a una casta internacional que al suelo de
Francia, todas las teorías raciales francesas hayan apoyado al germanismo o al menos la
10
Les origines de l'ancien gouvernement de la France, de l'Allemagne et de l'Italie, 1879.
SEILLIÈRE, Op. cit., p. XXXII.
12
Véase Sociologie Coloniale, de RENÉ MAUNIER, París, 1932, tomo II, p. 115.
13
Montlosier, incluso en el exilio, estuvo estrechamente relacionado con el jefe de la policía francesa, Fouché, quien le
ayudó a mejorar la triste condición económica de un refugiado. Más tarde sirvió en la sociedad francesa como agente
secreto de Napoleón. Véase Le comte de Montiosier, de JOSEPH BRUGERETTE, 1931, y SIMAR, obra citada, p. 71.
14
Qu'est-ce-que le tiers état?, publicado poco antes del estallido de la Revolución. Cita de J. H. CLAPHAM, The Abbé
Siéyès, Londres, 1912, p. 62.
11
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superioridad de los pueblos nórdicos contra sus propios compatriotas. Si los hombres de la
Revolución francesa se identificaban mentalmente con Roma no era porque opusieran al
«germanismo» de su nobleza un «latinismo» del tiers état, sino porque consideraban que eran los
herederos espirituales de los republicanos romanos. Esta reivindicación histórica, en contraste con
la reivindicación tribal de la nobleza, puede haber figurado entre las causas que impidieron al
latinismo emerger como doctrina racial propia. En cualquier caso, por paradójico que parezca, el
hecho es que los franceses fueron los primeros en insistir antes que los alemanes o que los ingleses
en esta idée fixe de la superioridad germánica15. Ni siquiera el nacimiento de la conciencia racial
germana tras la derrota prusiana de 1806, dirigida como se hallaba contra los franceses, alteró el
curso de las ideologías raciales en Francia. En la década de los años cuarenta del siglo pasado,
Augustin Thierry todavía se adhería a la identificación de las clases y las razas y distinguía entre
una «nobleza germánica» y una «burguesía celta»16 y de nuevo un noble, el conde de Rémusat,
proclamaba el origen germánico de la aristocracia europea. Finalmente, el conde de Gobineau
desarrolló una opinión ya generalmente aceptada entre la nobleza francesa hasta formular una
completa doctrina histórica, afirmando haber descubierto la ley secreta de la caída de las
civilizaciones y haber elevado la Historia a la dignidad de una ciencia natural. Con él completó el
pensamiento racial su primera fase e inició una segunda cuyas influencias habían de ser advertidas
hasta los años veinte de nuestro siglo.
2. UNIDAD DE RAZA COMO SUSTITUTIVO DE LA EMANCIPACIÓN NACIONAL
El pensamiento racial en Alemania no se desarrolló hasta la derrota del viejo Ejército prusiano
ante Napoleón. Debió su aparición a los patriotas prusianos y al romanticismo político, más que a la
nobleza y a sus portavoces. En contraste con el género francés de pensamiento racial como arma
para la guerra civil y para dividir a la nación, el pensamiento racial alemán fue inventado como un
esfuerzo por unir al pueblo contra la dominación extranjera. Sus autores no buscaron aliados más
allá de las fronteras, sino que desearon despertar en el pueblo una conciencia de un origen común.
Esto excluyo realmente a la nobleza con sus notorias relaciones cosmopolitas que, sin embargo,
eran menos características de los Junkers prusianos que del resto de la nobleza europea; en
cualquier caso eliminó la posibilidad de este pensamiento racial basado en la clase más exclusiva de
la población.
Como el pensamiento racial alemán acompaño a los intentos largo tiempo frustrados de unir a los
numerosos Estados alemanes, permaneció tan estrechamente unido en sus primeras fases con los
sentimientos nacionales más generales que resulta más bien difícil distinguir entre el simple
nacionalismo y el claro racismo. Inocuos sentimientos nacionales se expresaban en lo que hoy
sabemos que son términos raciales, de forma tal que incluso historiadores que identifican el tipo de
racismo alemán del siglo XX con el lenguaje peculiar del nacionalismo alemán han llegado
extrañamente a confundir el nazismo con el nacionalismo alemán, contribuyendo por eso a
subestimar la tremenda atracción internacional de la propaganda de Hitler. Estas condiciones
particulares del nacionalismo alemán cambiaron sólo cuando, tras 1870, se llevó a cabo la
unificación de la nación y se desarrollaron completa y conjuntamente el racismo alemán y el
imperialismo alemán. De estos primeros tiempos, empero, no sobrevivieron más que unas pocas
características, que han seguido siendo significativas del tipo específico de pensamiento radical
alemán.
En contraste con Francia, los nobles prusianos sentían que sus intereses estaban estrechamente
unidos con la posición de la Monarquía absoluta y, al menos desde la época de Federico II,
buscaron su reconocimiento como representantes legítimos de la nación en su conjunto. Con la
15
«El arianismo histórico tiene su origen en el feudalismo del siglo XVIII y fue apoyado por el germanismo del XIX»,
observa SEILLIÈRE, op. cit., p. ii.
16
Lettres sur l'histoire de France (1840).
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excepción de unos pocos años de las reformas prusianas (desde 1808 a 1812) la nobleza prusiana no
se sintió asustada por el auge de una clase burguesa que podía haber deseado apoderarse del
Gobierno ni tuvo que temer una coalición entre la clase media y la dinastía reinante. El rey
prusiano, hasta 1809 el principal propietario del país, siguió siendo primus inter pares a pesar de
todos los esfuerzos de los reformadores. El pensamiento racial, por eso, se desarrolló al margen de
la nobleza, como un arma de ciertos nacionalistas que deseaban la unión de todos los pueblos de
habla alemana y por eso insistían en un origen común. Eran liberales en el sentido de que se
mostraban más bien opuestos al dominio exclusivo de los Junkers prusianos. Mientras que este
origen común estuvo definido por una lengua común, difícilmente pudo hablarse de un pensamiento
racial17.
Resulta notable que sólo después de 1814 se describa frecuentemente este origen común en
términos de «relación de sangre», de lazos familiares, de unidad tribal, de origen sin mezcla. Estas
definiciones, casi simultáneas, del católico Josef Goerres y de liberales nacionalistas como Ernst
Moritz Ardnt o F. L. Jahn, testimonian el profundo fracaso de las esperanzas de provocar un
verdadero sentimiento nacional en el pueblo alemán. De este fracaso en el intento de elevar el
pueblo a la nacionalidad, de la falta de recuerdos históricos comunes y de la aparente apatía popular
hacia los destinos comunes en el futuro, nació una apelación naturalista a los instintos tribales como
sustitutivo posible para lo que todo el mundo había visto que había sido el glorioso poder de la
nacionalidad francesa. La doctrina orgánica de una Historia según la cual «cada raza es un todo
completo y separado»18 fue inventada por hombres que necesitaban definiciones ideológicas de la
unidad nacional para reemplazar a una nacionalidad política. Fue un frustrado nacionalismo el que
condujo a la declaración de Arndt conforme a la cual los alemanes, que aparentemente resultaron
ser los últimos en desarrollar una unidad orgánica, tenían la suerte de ser un género puro y sin
mezcla de un «pueblo genuino».19
Las definiciones orgánicas naturalistas de los pueblos son una característica destacada de las
ideologías alemanas y del historicismo alemán. Sin embargo, no son todavía verdadero racismo,
porque los mismos hombres que se expresan en estos términos «raciales» todavía sostienen el pilar
central de la genuina nacionalidad, la igualdad de todos los pueblos. Así, en el mismo artículo en el
que Jahn compara las leyes de los pueblos con las leyes de la vida animal, insiste en la genuina
pluralidad igualitaria de los pueblos, únicamente en la cual puede realizarse la Humanidad20. Y
Arndt, que más tarde había de declarar fuertes simpatías por los movimientos de liberación nacional
de los polacos y de los italianos, exclamó: «Maldito sea el que domine y subyugue a pueblos
extranjeros»21. En tanto que los sentimientos nacionales alemanes no habían sido el fruto de una
genuina evolución nacional, sino más bien la reacción ante una ocupación extranjera22, las doctrinas
nacionales eran de un peculiar carácter negativo, destinado a crear un muro en torno del pueblo, a
actuar como sustitutivo de las fronteras que no podían ser claramente definidas ni geográfica ni
históricamente.
17
Este es, por ejemplo, el caso en Philosophische Vorlesungen aus den Jahren 1804-1806, de FRIEDRICH
SCHLEGEL, II, 357. Cabe decir lo mismo respecto de Ernst Moritz Arndt. Véase, de ALFRED P. PUNDT, Arndt and
the National Awakening in Germany, Nueva York, 1935, pp. 116 y ss. Incluso Fichte, moderna víctima pro picia
favorita del pensamiento racial alemán, difícilmente fue más allá de los límites del nacionalismo.
18
JOSEPH GOERRES, en Rheinische Merkur, 1814, núm. 25.
19
En Phantasien zur Berichtigung der Urteile über künftige deutsche Verfassungen, 1815
20
«Los animales de raza mezclada no tienen un verdadero poder generativo; de forma similar, los pueblos híbridos
carecen de una propagación popular propia... El progenitor de la Humanidad está muerto, la raza original, extinguida.
Por eso cada pueblo moribundo constituye una desgracia para la Humanidad... La nobleza humana sólo puede
expresarse exclusivamente en un pueblo», en Deutsches Volktum, 1810.
El mismo ejemplo es expresado por Goerres, quien a pesar de su definición naturalista del pueblo («Todos los
miembros se hallan unidos por un nexo común de sangre»), sigue un verdadero principio nacional cuando declara:
«Ninguna rama tiene derecho a dominar a otra» (op. cit.)
21
Blick aus der Zeit, cita de ALFRED P. PUNDT, op. cit.
22
«Sólo cuando Austria y Prusia cayeron tras una vana lucha empecé realmente a amar a Alemania... porque Alemania
sucumbió en la conquista y la sujeción se tornó para mí una e indisoluble», escribe E. M. ARNDT en sus Erinnerungen
aus Schweden, 1818, p. 82. Cita de PUNDT, op. cit., p. 151.
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Si en la primitiva forma de la aristocracia francesa el pensamiento racial había sido concebido
como un instrumento de división interna y se había convertido en un arma para la guerra civil, esta
primera forma de la doctrina racial alemana fue inventada como arma de unidad nacional interna y
se trocó en arma para las guerras nacionales. De la misma manera que el declive de la nobleza
francesa como clase destacada de la nación francesa habría tornado inútil esta arma si los enemigos
de la III República no la hubieran revivido, así, tras la realización de la unidad alemana, la doctrina
orgánica de la Historia habría perdido su significado si los modernos proyectistas imperialistas no
hubieran deseado revivirla para atraer al pueblo y para ocultar rostros odiosos bajo la respetable
capa del nacionalismo. Lo mismo sucede con otra fuente del racismo alemán que, aunque
aparentemente más alejada de la escena política, tuvo una influencia más intensa y genuina en las
ideologías políticas ulteriores.
El romanticismo político ha sido acusado de haber inventado el pensamiento racial de la misma
manera que ha sido y podría haber sido acusado de haber inventado cualquier otra posible opinión
irresponsable. Adam Mueller y Friedrich Schlegel son, al respecto, representativos en el más alto
grado de una falta general de seriedad del pensamiento moderno en el que prácticamente casi
cualquier opinión puede afirmarse temporalmente. Ninguna cosa real, ningún acontecimiento
histórico, ninguna idea política se hallaban libres de esa manía que alcanzaba a todas partes y que
destruía todo, mediante la cual estos primeros literati podían siempre hallar oportunidades nuevas y
originales para opiniones nuevas y fascinantes. «El mundo tiene que ser romantizado», como
Novalis escribió, deseando «conferir un elevado sentido a las cosas corrientes, una misteriosa
apariencia a lo ordinario, la dignidad de lo desconocido a las cosas bien conocidas»23. Uno de estos
objetos sometidos al proceso del romanticismo fue el pueblo, un objeto que podía ser convertido
inmediatamente en el Estado, la nobleza que —en los primeros días— pudiera pasar por las mentes
de uno de aquellos intelectuales o que —más tarde, cuando al envejecer aprendieron la necesidad de
ganarse la vida diariamente— resultara que era lo que les ordenaba quien les pagase24. Por eso
resulta casi imposible estudiar el desarrollo de cualquiera de estas libres opiniones en competencia,
de las que se halla tan sorprendentemente repleto el siglo XIX, sin encontrar al romanticismo en su
versión alemana.
Lo que estos primeros intelectuales modernos preparaban realmente no era tanto el desarrollo de
una sola opinión, sino la mentalidad general de los modernos estudiosos alemanes; estos
demostrarían ulteriormente, y más de una vez, que apenas puede hallarse una ideología a la que no
estuvieran dispuestos a someterse si estaba en juego la única realidad —a la que incluso un
romántico difícilmente puede despreciar—, la realidad de su posición. Merced a su ilimitada
idolatría de la «personalidad» del individuo, cuya misma arbitrariedad se convierte en prueba de
genio, el romanticismo proporciona el más excelente pretexto para este comportamiento peculiar.
Todo lo que sirviera a la llamada productividad del individuo, es decir, al juego enteramente
arbitrario de sus «ideas», podía convertirse en centro de toda una visión de la vida y del mundo.
Este cinismo inherente a la romántica adoración de la personalidad ha hecho posible ciertas
modernas actitudes de los intelectuales. Están muy bien representadas por Mussolini, uno de los
últimos herederos del movimiento, cuando se describe a sí mismo siendo al mismo tiempo
«aristócrata y demócrata, revolucionario y reaccionario, proletario y antiproletario, pacifista y
antipacifista». El implacable individualismo del romanticismo nunca aspiró a nada más serio que la
idea de que «cualquiera es libre de crear para sí mismo su propia ideología.» Lo que fue nuevo en el
experimento de Mussolini es el «intento de lograrlo con toda la energía posible»25
En razón de su «relativismo» inherente puede ser casi totalmente desechada la contribución
directa del romanticismo al desarrollo del pensamiento racial. En el juego anárquico cuyas reglas
autorizan a cualquiera y en cualquier tiempo a expresar al menos una opinion personal y arbitraria,
es casi corriente que sea formulada y debidamente impresa cada opinión concebible. Mucho más
23
«Neue Fragmentensammiung» (1798), en Schriften, Leipzig, 1929, tomo II, página 335.
Por lo que se refiere a la actitud romántica en Alemania, véase CARL SCHMITT, Politische Romantik, Munich,
1925.
25
MUSSOLINI, «Relativismo e Fascismo», en Diuturna, Milán, 1924. Cita de F. NEUMANN, Behemoth, pp. 462-463.
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característica que este caos fue la creencia fundamental en la personalidad como objetivo último en
sí mismo. En Alemania, donde jamás se libró en la escena política el conflicto entre la nobleza y la
clase media ascendente, la adoración de la personalidad se desarrolló como el único medio de
conseguir al menos un tipo de emancipación social. La clase dominante del país mostraba
abiertamente su tradicional desprecio por los negocios y su desagrado a asociarse con comerciantes
pese a la creciente riqueza y a la importancia de estos últimos; de esta forma no fue fácil lograr
algunos medios de conseguir cierto tipo de autorrespeto. El clásico Bildungsroman alemán Wilhelm
Meister, en el que el héroe, procedente de la clase media, es educado por nobles y actores porque el
burgués de su propia esfera social carece de «personalidad», es prueba evidente de lo desesperado
de la situación.
Los intelectuales alemanes, aunque apenas promovieron una lucha política en favor de la clase
media a la que pertenecían, libraron una áspera y, por desgracia, victoriosa batalla, en pro de su
status social. Incluso quienes habían escrito en defensa de la nobleza sentían que sus propios
intereses estaban en juego cuando se trataba del rango social. Y para competir con los derechos y
las cualidades de nacimiento formularon el nuevo concepto de la «personalidad innata» que había
de obtener una aprobación general dentro de la sociedad burguesa. Como el título de heredero de
una antigua familia, la «personalidad innata» se obtenía por el nacimiento y no era adquirida por
méritos. De la misma manera que la falta de una Historia común para la formación de la nación
había sido superada artificialmente por el concepto naturalista del desarrollo orgánico, así, en la
esfera social, se suponía que la misma Naturaleza había proporcionado un título allí donde lo había
negado la realidad política. Los escritores liberales pronto alardearon de la «verdadera nobleza» en
oposición a los gastados títulos como el de barón que podían ser otorgados y retirados y, por
implicación, afirmaron que sus privilegios naturales, como «la fuerza o el genio», no podían deber
su origen a ningún hecho humano26.
Este discriminatorio punto del nuevo concepto social fue inmediatamente afirmado. Durante el
largo período de simple antisemitismo social, que introdujo y preparó el descubrimiento del odio al
judío como arma política, fue la falta de una «personalidad innata», la falta innata de tacto, la falta
innata de productividad, la disposición innata para el comercio, lo que separó el comportamiento del
hombre de negocios judío del de su colega medio. En su febril intento de conseguir algún orgullo
propio contra la arrogancia de casta de los Junkers, sin atreverse, sin embargo, a pelear por la
jefatura política, la burguesía, desde el comienzo, deseaba despreciar no tanto a los estratos
inferiores propios como a otros pueblos. El más significativo de tales intentos fue la pequeña obra
literaria de Clemens Brentano27, escrita para ser leída en el club ultranacionalista de quienes
odiaban a Napoleón y que se reunieron en 1808 bajo el nombre de Die Christlich-Deutsche
Tischgesellchaft. En su complejísimo y agudo estilo, Brentano subraya el contraste entre la
«personalidad innata», el individuo genial y el «filisteo», al que identifica inmediatamente con
franceses y judíos. Posteriormente la burguesía alemana trataría de atribuir a otros pueblos todas las
cualidades que la nobleza despreciaba como típicamente burguesas —primero a los franceses, más
tarde a los ingleses y siempre a los judíos—. Y por lo que se refiere a las misteriosas cualidades que
recibía en el momento de nacer una «personalidad innata», cabe decir que eran exactamente las
mismas que se atribuían a sí mismos los auténticos Junkers.
Aunque las normas de la nobleza contribuyeron de esta forma a la aparición del pensamiento
racial, los mismos junkers apenas hicieron nada por conformar esta mentalidad. El único junker de
este período que desarrolló una teoría política propia, Ludwig von der Marwitz, jamás usó términos
raciales. Según él, las naciones se hallaban separadas por el lenguaje —una diferencia espiritual y
no física—, y aunque se mostraba violentamente opuesto a la Revolución francesa, hablaba como
Robespierre cuando se refería a la posible agresión de una nación contra otra: «Quien pretenda
extender sus fronteras deberá ser considerado un traidor desleal entre toda la República europea de
26
Véase el muy interesante folleto contra la nobleza, del escritor liberal BUCHOLZ, Untersuchungen ueber den
Geburtsadel, Berlín, 1807, p. 68: «La verdadera nobleza... no puede ser otorgada o retirada; porque, como el poder y el
genio, se impone por sí misma y existe por sí misma.»
27
CLEMENS BRENTANO, Der Philister vor, in und nach der Geschichte, 1811.
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Estados»28. Fue Adam Mueller quien insistió sobre la pureza de la ascendencia como prueba de
nobleza y Haller quien fue más allá del obvio hecho de que los poderosos dominan a los privados de
poder, declarando como ley natural que los débiles deben set dominados por los fuertes. Desde
luego, los nobles aplaudieron entusiasmados cuando supieron que su usurpación del poder no solo
era legal, sino que se hallaba de acuerdo con las leyes naturales, y consecuencia de las definiciones
burguesas fue el hecho de que durante el siglo XIX evitaran las mésalliances con más cuidado que
nunca29.
La insistencia en el origen tribal común como una esencia de la nacionalidad, que formularon los
nacionalistas alemanes durante y después de la guerra de 1814, y el énfasis de los románticos en la
personalidad innata y en la nobleza natural, prepararon intelectualmente el camino al pensamiento
racial en Alemania. Del primero procedió la doctrina orgánica de la Historia con sus leyes naturales;
de la última surgió a finales del siglo el grotesco homúnculo del superhombre cuyo destino natural
consiste en dominar al mundo. Mientras que estas tendencias se desarrollaron paralelamente no
fueron más que medios temporales de escapar a las realidades políticas. Una vez soldadas,
constituyeron la verdadera base para el racismo como una clara ideología. Pero esto no sucedió
primeramente en Alemania, sino en Francia, y no por obra de los intelectuales de la clase media,
sino de un noble muy inteligente y frustrado, el conde de Gobineau.
3. LA NUEVA CLAVE DE LA HISTORIA
En 1853, el conde Arthur de Gobineau publicó su Essai sur l’inégalité des races humaines, que
sólo cincuenta años más tarde, hacia el comienzo del nuevo siglo, se convertiría en una especie de
obra de texto para las teorías raciales. La primera frase de esta obra en cuatro volúmenes —«La
decadencia de la civilización es el más sorprendente y, al mismo tiempo, el más oscuro de todos los
fenómenos de la Historia»30— indica con claridad el interés esencialmente nuevo y moderno de su
autor, el nuevo talante pesimista que impregna su obra y que es la fuerza ideológica que fue capaz
de unir todos los factores anteriores y todas las opiniones en conflicto. Verdaderamente, desde
tiempo inmemorial, la Humanidad siempre ha deseado saber tanto como fuera posible en relación
con las culturas pasadas, los imperios desaparecidos, los pueblos extinguidos; pero nadie antes de
Gobineau pensó en hallar una sola razón, una sola fuerza conforme a la cual, siempre y en todo
lugar, surge y decae la civilización. Las doctrinas de la decadencia parecen haber tenido una
conexión muy íntima con el pensamiento racial. No es ciertamente una coincidencia que otro de los
primeros «creyentes en la raza», Benjamin Disraeli, se mostrara igualmente fascinado por la
decadencia de las culturas, mientras que por otra parte Hegel, cuya filosofía se ocupaba en gran
parte de la ley dialéctica del desarrollo en la Historia, nunca se interesó por la aparición y la
decadencia de las culturas como tales ni en ley alguna que explicara la muerte de las naciones.
Gobineau expuso precisamente semejante ley. Sin el darwinismo ni ninguna otra teoría
evolucionista que le influyera, este historiador se jactó de haber introducido la Historia en la familia
de las ciencias naturales, de haber detectado la ley natural de la sucesión de los acontecimientos y
de haber reducido todas las manifestaciones espirituales o fenómenos culturales a algo «que por
virtud de una ciencia exacta, nuestros ojos pueden ver, nuestros oídos pueden oír, nuestras manos
pueden tocar».
El efecto más sorprendente de la teoría, expuesta a mediados del optimista siglo XIX, es el hecho
de que el autor se muestra fascinado por la decadencia de las civilizaciones y apenas interesado en
la aparición de éstas. En la época en que escribía el Essai, Gobineau concedió escasa atención al
28
«Entwurf eines Friedenspaktes», en Ludwig von der Marwitz und die Anfänge konservativer Politik und
Staatsauffassung in Preussen, de GERHARD RAMLOW Historische Studien, fascículo 185, p. 92.
29
Véase la obra de SIGMUND NEUMANN, Die Stufen des preussischen Konservatismus, Historische Studien,
fascículo 190, Berlín, 1930. Especialmente pp. 48, 51, 64 y 82. Para ADAM MUELLER, véase Elemente der
Staatskunst, 1809.
30
Cita de The Inequality of Human Races, traducida por Adrien Collins, 1915
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posible uso de su teoría como arma de la política real, y por eso tuvo el valor de extraer las
siniestras consecuencias inherentes a su ley de la decadencia. En contraste con Spengler, que sólo
predijo la decadencia de la cultura occidental, Gobineau previó con precisión «científica» nada
menos que la definitiva desaparición del hombre —o, según sus palabras, de la raza humana— de la
faz de la Tierra. Tras reescribir en cuatro volúmenes la Historia humana, concluye: «Puede sentirse
la tentación de asignar una duración total de doce a catorce mil años a la dominación humana sobre
la Tierra, era que está dividida en dos períodos: el primero ya ha pasado y poseía la juventud...; el
segundo ha comenzado y será testigo del curso decadente hacia la decrepitud.»
Se ha observado certeramente que Gobineau, treinta años antes que Nietzsche, se hallaba
preocupado con el problema de la décadence31. Existe, sin embargo, la diferencia de que Nietzsche
poseyera la experiencia básica de la decadencia europea al escribir durante el clímax de este
movimiento con Baudelaire en Francia, Swinburne en Inglaterra y Wagner en Alemania, mientras
que Gobineau era difícilmente consciente de la variedad del moderno taedium vitae y debe ser
considerado como el último heredero de Boulainvilliers y de la nobleza exiliada francesa, que, sin
complicaciones psicológicas, sencillamente (y certeramente) temía por el destino de la aristocracia
como casta. Con una cierta ingenuidad aceptó casi literalmente las doctrinas dieciochescas acerca
del origen del pueblo francés: los burgueses son los descendientes de los esclavos galorromanos, los
nobles son germánicos32. Cabe decir lo mismo por lo que se refiere a su insistencia sobre el carácter
internacional de la nobleza. Un aspecto más moderno de sus teorías queda revelado en el hecho de
que posiblemente fuera un impostor (su título francés era más que dudoso), que exageró y retorció
las antiguas doctrinas hasta tornarlas francamente ridículas —reivindicó para sí mismo una
genealogía que, a través de un pirata escandinavo, le conducía hasta Odin: «Yo soy, también, de la
raza de los Dioses»33. Pero su importancia real estriba en el hecho de que en medio de las ideologías
del progreso profetizara la ruina, el final de la Humanidad, en una lenta catástrofe natural. Cuando
Gobineau comenzó su obra, en los días del rey burgués Luis Felipe, el destino de la nobleza parecía
sellado. La nobleza no tenía que temer la victoria del tiers état, había ocurrido ya y sólo le restaba
quejarse. Su angustia, tal como fue expresada por Gobineau, se aproxima a veces a la gran
desesperación de los poetas de la decadencia que, unas décadas más tarde, cantaron la fragilidad de
todas las cosas humanas, les neiges d’antan, las nieves del pasado. Por lo que al mismo Gobineau
se refería, esta afinidad es más que accidental, pero es interesante advertir que, una vez establecida
esta afinidad, nada podía impedir que, a finales de siglo, intelectuales muy respetables, como Robert
Dreyfus en Francia o Thomas Mann en Alemania, consideraran seriamente ese linaje de Odin.
Mucho antes de que lo horrible y lo ridículo se fusionaran en la mezcla humanamente
incomprensible que constituye la marca de nuestro siglo, lo ridículo había perdido su poder mortal.
Al talante peculiarmente pesimista, a la activa desesperación de las últimas décadas del siglo,
debió también Gobineau su tardía fama. Esto, sin embargo, no significa necesariamente que fuera
un precursor de la generación de la «alegre danza de la muerte y del comercio» (Joseph Conrad). Ni
era un político que creyera en los negocios ni un poeta que cantara a la muerte. Era sólo una curiosa
mezcla de noble frustrado y de intelectual romántico que inventó el racismo casi por accidente. Y
esto sucedió cuando advirtió que no podía aceptar sencillamente las antiguas doctrinas de dos
pueblos dentro de Francia y cuando, en vista de la alteración de circunstancias, hubo de revisar la
vieja línea según la cual los mejores hombres se hallan necesariamente en la cumbre de la sociedad.
En triste contraste con sus maestros, tuvo que explicar por qué los mejores, los nobles, ni siquiera
podían esperar recobrar su antigua posición. Paso a paso, identificó la decadencia de su casta con la
decadencia de Francia, después con la de la civilización occidental y más tarde con la de toda la
Humanidad. Así logró ese descubrimiento, por el que fue tan admirado por posteriores escritores y
biógrafos, el de que la decadencia de las civilizaciones es debida a la degeneración de la raza y la
decadencia de la raza es debida a la mezcla de sangres. Esto implica que en cada mezcla la raza
31
Véase ROBERT DREYFUS, «La vie et les prophéties du Comte de Gobineau», París, 1905, en Cahiers de la
quinzaine, ser. 6, fascículo 16, p. 56.
32
Essai, tomo II, libro IV, p. 445, y el artículo «Ce qui est arrivé à la France en 1870», en Europe, 1932.
33
J. DUESBERG, «Le Comte de Gobineau», en Revue Générale, 1939
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inferior es siempre la dominante. Este tipo de argumentación, casi lugar común a finales de siglo,
no encajaba con las doctrinas del progreso de los contemporáneos de Gobineau, que pronto
adquirieron otra idée fixe, la «supervivencia de los más aptos». El optimismo liberal de la victoriosa
burguesía deseaba una nueva edición de la teoría del derecho de la fuerza y no la clave de la
Historia ni la prueba de una inevitable decadencia. Gobineau trató en vano de obtener una audiencia
más amplia, tomando postura en el tema de los esclavos americanos y construyendo
convenientemente todo su sistema sobre el conflicto básico entre blancos y negros. Hubieron de
pasar casi cincuenta años para que se convirtiera en un éxito entre la élite y sólo en la Primera
Guerra Mundial, con su oleada de filosofías de la muerte, hallaron sus obras una amplia
popularidad34.
Lo que Gobineau buscaba realmente en política era la definición y la creación de una élite que
sustituyera a la aristocracia. En lugar de príncipes propuso una «raza de príncipes», los arios, que,
según dijo, estaban en peligro de ser avasallados por las clases inferiores no arias a través de la
democracia. El concepto de raza hizo posible organizar las «personalidades innatas» del
romanticismo alemán, definirlas como miembros de una aristocracia natural destinada a dominar a
todas las demás razas. Si la raza y la mezcla de razas son los factores totalmente determinantes para
el individuo —y Gobineau no supuso la existencia de linajes «puros»—, es posible pretender que
las superioridades físicas pueden evolucionar en cada individuo, sea cual sea su actual situación
social, que cada ser excepcional pertenece a los «auténticos hijos supervivientes de los
merovingios», a los «hijos de reyes». Gracias a esta raza, se formaría una élite de individuos que
podrían reivindicar las antiguas prerrogativas de las familias feudales ello sólo afirmando que se
sentían como nobles; la aceptación de la ideología de raza como tal sería prueba concluyente de que
un individuo sentía ser de «buen linaje», que la «sangre azul» corría por sus venas y que un origen
superior implicaba derechos superiores. Por eso, de un acontecimiento político, la decadencia de la
nobleza, el conde extrajo dos consecuencias contradictorias: la decadencia de la raza humana y la
formación de una nueva aristocracia. Pero no vivió para ver la aplicación práctica de sus
enseñanzas, que resolvió sus inherentes contradicciones; la nueva raza aristocrática comenzó a
efectuar la «inevitable» decadencia de la Humanidad en un supremo esfuerzo por destruirla.
Siguiendo el ejemplo de sus precursores, los nobles franceses exiliados, Gobineau vio en su razaélite no sólo un muro contra la democracia, sino también contra la «monstruosidad de Canaan» del
patriotismo35. Y como Francia resultaba ser la «patrie» par excellence porque su Gobierno —tanto
si era reino, imperio o república— seguía basado sobre la igualdad esencial de los hombres y como,
peor aún, era el único país de su época en el que incluso las personas de piel negra podían disfrutar
de los derechos civiles, resultaba natural que Gobineau rindiera pleito homenaje no al pueblo
francés, sino al inglés, y más tarde, tras la derrota francesa de 1871, al alemán36. No puede
considerarse accidental esta falta de dignidad ni desgraciada coincidencia este oportunismo. El viejo
proverbio según el cual nada triunfa como el éxito reza con quienes están habituados a mantener
opiniones varias y arbitrarias. Los ideólogos que pretenden poseer la clave de la realidad se ven
obligados a cambiar y retorcer sus opiniones sobre cuestiones específicas conforme a los últimos
34
Véase el número dedicado a Gobineau por la revista francesa Europe, 1932. Especialmente el artículo de Clément
Serpeille de Gobineau, «Le Gobinisme et la pensée moderne». «Sin embargo sólo hasta... mediada la guerra no pensé
que el Essai sur les Races estaba inspirado por una hipótesis productiva, la única que podía explicar ciertos
acontecimientos que sucedían ante nuestros ojos... Me sorprendió advertir que esta opinión era casi unánimemente
compartida. Después de la guerra supe que para casi toda la generación joven las obras de Gobineau se habían
convertido en una revelación.»
35
Essai, tomo II, libro IV, p. 440 y nota de la página 445: «La palabra patrie... recobró su significado sólo cuando se
alzó y asumió un papel político el estrato galorromano. Con su triunfo, el patriotismo ha vuelto a ser una virtud.»
36
Véase SEILLIÈRE, op. cit., tomo I: Le comte de Gobineau et l'Aryanisme historique, p. 32: «En el Essai, Alemania
apenas es germánica, la Gran Bretaña es germana en un grado mucho más elevado... Desde luego, Gobineau cambió de
manera de pensar, pero bajo la influencia del éxito.» Es interesante advertir que, para Seillière, quien durante sus
estudios se convirtió en ardiente seguidor del gobinismo —«el clima intelectual al que tendrán que adaptarse
probablemente los pulmones del siglo XX»—, el éxito parecía una razón completamente suficiente para que Gobineau
revisara repentinamente su opinión.
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acontecimientos y no pueden permitirse jamás hallarse en conflicto con su siempre cambiante
deidad, la realidad. Sería absurdo pedir que se mostraran firmes quienes han de justificar cualquier
determinada situación con sus propias convicciones.
Debe admitirse que hasta la época en que los nazis, estableciéndose ellos mismos como razaélite, mostraron francamente su desprecio por todos los pueblos, incluyendo a los alemanes, el
racismo francés fue el más consecuente, porque nunca cayó en la debilidad del patriotismo. (Esta
actitud no se modificó ni siquiera durante la última guerra; verdaderamente, la essence aryenne ya
no era un monopolio de los alemanes, sino más bien de los anglosajones, los suecos y los
normandos, pero la nación, el patriotismo y la ley seguían siendo considerados como prejuicios,
valores ficticios y nominales»37.) Incluso Taine creyó firmemente en el genio superior de la «nación
germánica»38 y Ernest Renan fue probablemente el primero en oponer los «semitas» a los «arios»
en una decisiva division du genre humain, aunque sostuvo que la civilización tenía que ser la gran
fuerza superior que destruya las originalidades locales, así como las diferencias raciales
originarias39. Toda esta cháchara racial, que es tan característica de los escritores franceses a partir
de 187040, aunque no fueran racistas en el sentido estricto de la palabra, sigue unas líneas
antinacionales y pro-alemanas.
Si la consecuente tendencia antinacional del gobinismo sirvio para equiparar a los enemigos de
la democracia francesa y, más tarde, a los de la III República con aliados reales o ficticios más allá
de las fronteras de su país, la amalgama específica de los conceptos de raza y de élite equiparon a la
intelligentsia internacional con nuevos e interesantes juguetes psicológicos con los que jugar en el
gran patio de la Historia. Los fils des rois de Gobineau eran parientes proximos de los héroes,
santos, genios y superhombres románticos del siglo XIX, todos los cuales difícilmente pueden
ocultar su romántico origen germánico. La irresponsabilidad inherente a las opiniones románticas
recibió un nuevo estimulante con la mezcla de razas de Gobineau, porque esta mezcla mostraba un
acontecimiento histórico del pasado que podía rastrearse en las profundidades del propio ser de cada
uno. Esto significaba que podía atribuirse un significado histórico a las experiencias internas, que el
propio ser de cada uno había quedado convertido en el campo de batalla de la Historia. «Desde que
he leído el Essai, cada vez que brota un conflicto en las ocultas fuentes de mi ser siento que se libra
en mi alma la batalla entre el blanco, el amarillo, el semita y los arios»41. Por reveladoras que
puedan ser estas confesiones y otras similares del estado mental de los intelectuales modernos, que
son auténticos herederos del romanticismo, sea cual fuere la opinión que mantengan, indican, sin
embargo, la inocuidad esencial y la inocencia política de personas que probablemente se habrían
sentido obligadas a alinearse con cualquier ideología.
4. LOS «DERECHOS DE LOS INGLESES» CONTRA LOS DERECHOS DE LOS HOMBRES
Mientras que las semillas del pensamiento racial alemán fueron plantadas durante las guerras
napoleónicas, los comienzos de la ulterior evolución inglesa aparecieron durante la Revolución
francesa y pueden remontarse al hombre que la denunció violentamente como la «más sorprendente
(crisis) que hasta ahora ha sucedido en el mundo»: a Edmund Burke42. Es bien conocida la
tremenda influencia que ha ejercido su obra no sólo en el pensamiento político inglés, sino también
37
Los ejemplos pueden multiplicarse. La cita procede de Imperialismes. Gobinísme en France, de CAMILE SPIESS,
París, 1917.
38
Por lo que se refiere a la posición de Taine véase «Taine on Race and Genius», de JOHN S. WHITE, en Social
Research, febrero de 1943.
39
Según la opinión de Gobineau los semitas eran una raza blanca híbrida, bas tardeada por una mezcla con negros. Por
lo que se refiere a Renan, véase Histoire générale et Système comparé des langues, 1863, parte I, pp. 4, 503 y passim.
La misma distinción en sus Langues Sémitiques, I, 15.
40
Esto ha sido muy bien expuesto por JACQUES BARZUN, op. cit.
41
Este sorprendente caballero no es otro que el bien conocido escritor e historiador ELIE FAURE, «Gobineau et le
Problème des Races», en Europe, 1923.
42
Reflections on the Revolution in France, 1790. Everyman's Library Edition, Nueva York, p. 8.
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en el alemán. El hecho, sin embargo, debe ser subrayado, en razón de las semejanzas entre el
pensamiento racial alemán y el inglés, en contraste con el de tipo francés. Estas semejanzas
proceden del hecho de que ambos países habían derrotado a la Tricolor y por eso mostraban una
cierta tendencia a discriminar contra las ideas de Liberté-Egalité-Fraternité como invenciones
extranjeras. Siendo la desigualdad social la base de la sociedad inglesa, los conservadores británicos
se sentían no poco incómodos cuando se referían a los «derechos de los hombres». Según las
opiniones abiertamente mantenidas por los Tories durante el siglo XIX, la desigualdad correspondía
al carácter nacional inglés. Disraeli halló «algo mejor en los derechos de los ingleses que en los
derechos de los hombres», y para sir James Stephen «pocas cosas en la Historia (parecieron) tan
miserables como el grado hasta el que los franceses se dejaron conducir en tales cuestiones»43. Esta
es una de las razones por las que pudieron permitirse desarrollar hasta finales del siglo XIX el
pensamiento racial a lo largo de líneas nacionales mientras que en Francia las mismas opiniones
mostraron su verdadero rostro antinacional desde su propio comienzo.
El argumento principal de Burke contra los «principios abstractos» de la Revolución francesa
está contenido en la siguiente frase: «Ha sido política uniforme de nuestra constitución afirmar y
asegurar nuestras libertades como una herencia transmitida por nuestros antepasados y que tiene
que ser legada a nuestra posteridad; como una propiedad especialmente perteneciente al pueblo de
este reino, sin referencia alguna a ningún otro derecho más general o anterior». El concepto de
herencia, aplicado a la verdadera naturaleza de la libertad, fue la base ideológica de la que el nacionalismo inglés recibió su curioso toque de sentimiento racial incluso desde la Revolución
francesa. Formulado por un escritor de la clase media, significaba la aceptación directa del concepto
feudal de la libertad como la suma total de privilegios heredados junto con el título y la tierra. Sin
penetrar en los derechos de la clase privilegiada dentro de la nación inglesa, Burke amplió el
principio de estos privilegios hasta incluir a todo el pueblo inglés, afirmándolo como una clase de
nobleza entre las naciones. De aquí extrajo su desprecio por aquellos que afirmaban su franquicia
como derechos de los hombres, derechos que él consideró sólo reivindicables como «derechos de
los ingleses».
El nacionalismo se desarrolló en Inglaterra sin sufrir serios ataques de las clases feudales. Y ello
fue posible porque la clase acomodada inglesa, desde el siglo XVII en adelante, y en número
siempre creciente, había asimilado a los niveles superiores de la burguesía, de forma tal que, a
veces, incluso el plebeyo podía llegar a alcanzar la posición de un lord. Mediante este proceso
desapareció gran parte de la habitual arrogancia de casta de la nobleza y se creó un considerable
sentido de responsabilidad por la nación en conjunto; pero, por el mismo medio, los conceptos y la
mentalidad feudales pudieron influir en las ideas políticas de las clases inferiores con mayor
facilidad que en otros países. Así, el concepto de la herencia fue aceptado casi sin alteracion y
aplicado a todo el «linaje» británico. La consecuencia de esta asimilación de los niveles de la
nobleza fue que la especie inglesa de pensamiento racial se mostró casi obsesionada por las teorías
de la herencia y por su equivalente moderno, la eugenesia.
Desde el momento en que los pueblos europeos comenzaron a intentar incluir a todos los pueblos
de la Tierra en su concepción de la Humanidad, se mostraron irritados por las grandes diferencias
físicas entre ellos mismos y los pueblos que hallaban en otros continentes44. El entusiasmo del siglo
XVIII por la diversidad en que podían hallar expresión la naturaleza y la razón humanas,
omnipresentes e idénticas, proporcionó una más bien débil defensa argumental a la cuestión crucial,
es decir, la de si el principio cristiano de unidad e igualdad de todos los hombres, basado en el
hecho de descender todos de una pareja original, podía mantenerse en los corazones de hombres que
se enfrentaban con tribus que, hasta donde sabemos, jamás habían hallado por sí mismas una
43
Liberty, Equality, Fraternity, p. 254. Por lo que se refiere a Lord Beaconsfield, véase BENJAMIN DISRAELI, Lord
George Bentinck, 1852, p. 184.
44
En muchos relatos de viajeros del siglo XVIII puede hallarse un significativo aunque moderado eco de esta sorpresa
intima. Voltaire la juzgó suficientemente importante como para concederla una nota especial en su Dictionnaire
Philosophique: «Hemos visto, además, cuán diferentes son las razas que habitan este globo y cuán grande tuvo que ser
la sorpresa del primer negro y del primer blanco que se encontraron» (artículo Homme).
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adecuada expresión de razón humana o de pasión humana en sus hechos culturales o en sus
costumbres populares y que sólo habían desarrollado instituciones humanas a un nivel muy bajo.
Este nuevo problema que apareció en la escena histórica de Europa y América con un conocimiento
más íntimo de las tribus Africanas, había causado ya, y especialmente en América y en algunas
posesiones británicas, una vuelta a formas de organización social que se habían considerado
definitivamente liquidadas por el cristianismo. Pero ni siquiera la esclavitud, aunque establecida
entonces sobre una base estrictamente racial, hizo que los pueblos poseedores de esclavos se
mostraran conscientes de la raza antes del siglo XIX. A lo largo del siglo XIX, los propietarios americanos de esclavos consideraban a la esclavitud como una institución temporal y deseaban abolirla
gradualmente. La mayoría de ellos probablemente hubiera dicho con Jefferson: «Tiemblo cuando
pienso que Dios es justo.»
En Francia, donde el problema de las tribus negras había sido abordado con el deseo de
asimilarlas y educarlas, el gran científico Leclerc de Buffon proporcionó una primera clasificación
de las razas que, basada en los pueblos europeos y ordenando a todos los demás por sus diferencias
respecto de aquéllos, enseñó la igualdad por estricta yuxtaposición45. El siglo XVIII, .por usar la
admirable y precisa frase de Tocqueville, «creía en la variedad de razas, pero en la unidad de la
especie humana»46. En Alemania, Herder se había negado a aplicar la «innoble palabra» de raza a
los hombres, e incluso el primer historiador de la cultura de la Humanidad, que utilizó la
clasificación de las especies, Gustav Klemm47, todavía respetaba la idea de la Humanidad como
marco general de sus investigaciones.
Pero en América y en Inglaterra, donde las gentes tenían que resolver un problema de vida en
común tras la abolición de la esclavitud, las cosas fueron considerablemente menos fáciles. Con la
excepción de África del Sur —un país que influyó sobre el racismo occidental sólo tras la «rebatiña
por África» en la década de los años ochenta—, estas naciones fueron las primeras en abordar en la
política práctica el problema de la raza. La abolición de la esclavitud agudizó los conflictos
inherentes en vez de hallar una solución para las serias dificultades que ya existían. Esto fue
especialmente cierto en Inglaterra, donde los «derechos de los ingleses» no fueron sustituidos por
una nueva orientación política que podía haber declarado los derechos de los hombres. La abolición
de la esclavitud en las posesiones británicas en 1834 y la discusión que precedió a la guerra civil
americana halló por eso en Inglaterra una opinión pública considerablemente confusa que fue
terreno fértil para las diferentes doctrinas naturalistas que surgieron en aquellas décadas.
La primera de tales doctrinas estaba representada por los poligenistas, quienes, desafiando a la
Biblia como libro de mentiras piadosas, negaron que existiera relación alguna entre las «razas»
humanas; su logro principal fue la destrucción de la idea de la ley natural como nexo de unión entre
todos los hombres y todos los pueblos. Aunque no afirmaba una predestinada superioridad racial, el
poligenismo aisló entre sí a todos los pueblos mediante el profundo abismo de la imposibilidad
física de la comprensión y de la comunicación humanas. El poligenismo explica por qué el «Este es
el Este y el Oeste es el Oeste, y nunca se reunirán las dos partes», y contribuyó considerablemente a
impedir los matrimonios mixtos en las colonias y a promover la discriminación contra los
individuos de origen mixto. Conforme al poligenismo, tales personas no son verdaderos seres
humanos; no pertenecen a una sola raza, sino que son un tipo de monstruos en los que «cada célula
es teatro de una guerra civil»48.
Por duradera que a la larga resultara ser la influencia del poligenismo en el pensamiento racial
inglés, durante el siglo XIX fue pronto derrotada en el campo de la opinión pública por otra
doctrina. Esta doctrina partía también del principio de la herencia, pero añadía el principio político
del siglo XIX, el progreso, de donde llegó a la conclusión opuesta, pero mucho más convincente, de
que el hombre está emparentado no sólo con el hombre, sino también con la vida animal, y de que
45
Histoire Naturelle, 1769-1789.
Op. cit., carta de 15 de mayo de 1852.
47
Allgemeine Kulturgeschichte des Menschheit, 1843-1852.
48
A. CARTHILL, The Lost Dominion, 1924, p. 158.la lucha por la diaria pitanza y que se habían abierto camino hasta
la relativa seguridad de los advenedizos.
46
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la existencia de razas inferiores muestra claramente que sólo diferencias graduales separan al hombre de la bestia y que una poderosa lucha por la existencia domina a todos los seres vivientes. El
darwinismo se vio especialmente reforzado por el hecho de que siguió el sendero de la antigua
doctrina del derecho de la fuerza. Pero mientras que esta doctrina, cuando fue utilizada
exclusivamente por aristócratas, empleó el orgulloso lenguaje de la conquista, se traducía ahora en
el lenguaje más bien amargo de quienes habían conocido
El darwinismo conoció un éxito tan abrumador porque proporcionó, sobre la base de la herencia,
las armas ideológicas para la dominación racial tanto como para la clasista, y porque pudo ser
empleado tanto a favor como en contra de la discriminación racial. Políticamente hablando, el
darwinismo como tal era neutral y ha conducido tanto a todo tipo de pacifismo y cosmopolitismo
como a las más agudas formas de ideologías imperialistas49. En las décadas de los años setenta y
ochenta del siglo pasado el darwinismo estaba en Inglaterra casi exclusivamente en las manos del
partido utilitario y anticolonial, y el primer filósofo de la evolución, Herbert Spencer, que trató a la
sociología como una parte de la biología, creía que la selección natural beneficiaba a la evolución
de la Humanidad y determinaría una paz perpetua. El darwinismo ofreció dos importantes
conceptos para la discusión política: la lucha por la existencia, con la afirmación optimista sobre la
necesaria y automática «supervivencia de los más aptos», y las posibilidades indefinidas que
parecían existir en la evolución del hombre a partir de la vida animal y que iniciaron la nueva
«ciencia» de la eugenesia.
La doctrina de la necesaria supervivencia de los más aptos, con su implicación de que las capas
superiores de la sociedad son eventualmente las «más aptas», se extinguió como se extinguió la
doctrina de la conquista, es decir, en el momento en que las clases dominantes de Inglaterra o de
dominación inglesa en las posesiones coloniales ya no se sintieron absolutamente seguras y cuando
se torno considerablemente dudoso el que las «más aptas» de entonces llegasen a ser las más aptas
del futuro. La otra parte del darwinismo, la genealogía del hombre a partir de la vida animal,
sobrevivió por desgracia. La eugenesia prometía superar las perturbadoras incertidumbres de la
supervivencia según las cuales era imposible predecir quién resultaría ser el más apto o
proporcionar los medios para que las naciones llegaran a desarrollar una aptitud permanente. Esta
posible consecuencia de la aplicación de la eugenesia fue subrayada en Alemania durante la década
de los años veinte como reacción a La decadencia de Occidente, de Spengler50. El proceso de
selección sólo tuvo que pasar de ser una necesidad natural que actuaba a espaldas de los hombres a
una herramienta «artificial» y física conscientemente aplicada. La bestialidad ha sido siempre algo
inherente a la eugenesia y resulta completamente característica la temprana observación de Haeckel
según la cual la muerte por piedad ahorraría «gastos inútiles a la familia y al Estado»51. Finalmente,
los últimos discípulos del darwinismo en Alemania decidieron abandonar el campo de la
investigación científica y olvidar las investigaciones acerca del eslabón perdido entre el hombre y el
mono e iniciar en lugar de eso sus esfuerzos prácticos para convertir al hombre en lo que los
darwinistas consideraban un mono.
Pero antes de que el nazismo, en la carrera de su política totalitaria, tratara de trocar al hombre
en bestia, existieron numerosos esfuerzos para transformarle en dios sobre una base estrictamente
hereditaria52. No sólo Herbert Spencer, sino todos los primeros evolucionistas y darwinistas
49
Véase, de FRIEDRICH BRIE, lmperialistiche Strömugen in der englischen Literatur, Halle, 1928.
Véase, por ejemplo, OTTO BANGERT, Goid oder Blut, 1927. «Por eso puede ser eterna una civilización», p. 17.
51
En Lebenswünder, 1904, pp. 128 y ss.
52
Casi un siglo antes de que el evolucionismo proporcionara el pretexto científico, voces de advertencia previeron las
consecuencias inherentes a una locura que se hallaba entonces simplemente en su fase de pura imaginación.
VOLTAIRE había jugado más de una vez con las opiniones evolucionistas, véase principalmente «Philosophie
Générale: Métaphysique, Morale et Théologie», Oeuvres Complètes, 1785, tomo 40, pp. 16 y ss. En su Dictionnaire
Philosophique, artículo «Chaîne de êtres créés», escribió: «Al principio, nuestra imaginación se siente atraída por la
transición imperceptible de la materia cruda a la materia organizada, de las plantas a los zooíitos, de estos zoofitos a los
animales, de éstos al hombre, del hombre a los espíritus, de estos espíritus revestidos de un pequeño cuerpo aéreo a las
sustancias inmateriales; y... al mismo Dios. Pero ¿puede llegar a ser Dios el espíritu más perfecto creado por el Ser
Supremo? ¿No existe alguna infinitud entre Dios y él? ... ¿No existe obviamente un vacío entre el mono y el hombre?»
50
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«poseían una fe tan fuerte en el futuro angélico de la Humanidad como en el origen simiesco del
hombre»53. La herencia selecta se estimaba resultado del «genio hereditario»54 y, una vez más, se
consideró a la aristocracia como resultado natural, no de la política, sino de la selección natural, del
linaje puro. La transformación de toda la nación en una aristocracia natural de la que los ejemplares
más selectos evolucionarían hasta ser genios y superhombres, fue una de las muchas «ideas»
concebidas por los frustrados intelectuales liberales en sus sueños de reemplazar a la antigua clase
dominante por una nueva élite mediante recursos no políticos. A finales del siglo los escritores
abordaban corrientemente los temas políticos en términos de biología y zoología, y zoólogos hubo
que escribieron «Perspectivas Biológicas de nuestra política exterior», como si hubieran descubierto
una guía infalible para los políticos55. Todos ellos ofrecieron nuevos medios de controlar y regular
la «supervivencia de los más aptos» conforme con los intereses nacionales del pueblo inglés.56
El aspecto más peligroso de estas doctrinas evolucionistas estriba en que combinaban este
concepto de la herencia con la insistencia en el logro personal y en el carácter individual que tan
importante había resultado para el respeto por sí misma de la clase media del siglo XIX. Esta clase
media deseaba que los científicos pudieran probar que los grandes hombres, no los aristócratas, eran
Ios verdaderos representantes de la nación, en aquellos en quienes se hallaba personificado el
«genio de la raza». Tales científicos proporcionaron un escape ideal a la responsabilidad política
cuando «demostraron» la temprana declaración de Benjamin Disraeli, según la cual el gran hombre
es «la personificación de la raza, su ejemplar selecto». El desarrollo de este «genio» halló su lógica
final cuando otro discípulo del evolucionismo declaró sencillamente: «El inglés es el capataz y la
Historia de Inglaterra es la historia de su evolución»57.
Tan significativo como fue que el pensamiento racial inglés, al igual que el alemán, se originara
entre los pensadores de la clase media y no de la nobleza, es que naciera del deseo de extender los
beneficios de las reglas de la nobleza a todas las clases y que se nutriera de auténticos sentimientos
nacionales. A este respecto las ideas de Carlyle sobre el genio y el héroe fueron realmente más las
armas de un «reformador social» que las doctrinas del «Padre del imperialismo británico»,
acusación por lo demás muy injusta58. Su adoración del héroe, que le ganó una amplia audiencia
tanto en Inglaterra como en Alemania, tuvo las mismas fuentes que la adoración de la personalidad
del romanticismo alemán. Fue la misma afirmación y glorificación de la grandeza innata del
53
HAYES, op. cit., p. 11. Hayes destaca certeramente la fuerte moralidad práctica de estos primeros materialistas.
Explica «este curioso divorcio entre las morales y las creencias» por «lo que sociólogos posteriores han denominado un
retraso en el tiempo» (página 130). Esta explicación, sin embargo, parece más bien débil si uno recuerda que otros
materialistas que, como Hackel, en Alemania, o Vacher de Lapouge, en Francia, habían abandonado la calma de sus
estudios e investigaciones para consagrarse a actividades propagandísticas, no experimentaron ese retraso en el tiempo;
que, por otra parte, sus contemporáneos que no se hallaban teñidos por sus doctrinas materialistas, como Barrès y
compañía, en Francia, fueron muy prácticos seguidores de la perversa brutalidad que barrió a Francia durante el Affaire
Dreyfus. El repentino declive de la moral en el mundo occidental parece menos provocado por un desarrollo autónomo
de ciertas «ideas» que por una serie de nuevos acontecimientos políticos y por nuevos problemas políticos y sociales
con los que se enfrentó la Humanidad sorprendida y confundida.
54
Tal fue el título de un muy leído libro de Fr. Galton, publicado en 1869 y que provocó una oleada de literatura sobre
el mismo tema en las siguientes décadas.
55
«A Biological View of Our Foreign Policy» fue publicado por P. CHARLES MICHEL en Saturday Review, Londres,
febrero de 1896. Los trabajos más importantes de este género son: The Struggle for Existance in Human Society, 1888,
de THOMAS HUXLEY. Su tesis principal: La decadencia de la civilización es necesaria sólo mientras continúe
incontrolada la tasa de natalidad. Social Evolution, de BENJAMIN KIDD, 1894. History of Intellectual Development on
the Lines of Modern Evolution, de JOHN B. CROZIER, 1897-1901. KARL PEARSON (National Life, 1901), profesor
de eugenesia en la Universidad de Londres, fue uno de los primeros en describir al progreso como una especie de
monstruo impersonal que devora todo lo que se encuentra en su camino. CHARLES H. HARVEY, The Biology of
British Politics, 1904, afirma que mediante un estricto control de la «lucha por la vida» dentro de la nación, una nación
puede llegar a ser todopoderosa en la inevitable lucha por la existencia contra otros pueblos.
56
Véase especialmente K. PEARSON, op. cit. Pero FR. GALTON ya había declarado: «Deseo recalcar el hecho de que
está ampliamente en nuestras manos el perfeccionamiento de las dotes naturales de las generaciones futuras de la raza
humana» (op. cit., ed. 1892, p. XXVI).
57
Testament of John Davidson, 1908.
58
C. A. BODELSEN, Studies in Mid-Victor ian Imperialism, 1924, pp. 22 y ss.
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carácter individual independiente de su entorno social. Entre los hombres que influyeron en el
movimiento colonial desde mediados del XIX hasta el estallido del imperialismo a finales del siglo
nadie escapó a la influencia de Carlyle, pero ninguno puede ser acusado de haber predicado un
manifiesto racismo. El mismo Carlyle, en su ensayo sobre la «Cuestión negra», se preocupo de los
medios para ayudar a las Indias Occidentales a producir «héroes». Charles Dilke, cuya Greater
Britain (1869) es a veces considerada como el comienzo del imperialismo59 fue un radical avanzado
que glorificó a los colonialistas ingleses como parte de la nación británica, frente a quienes
despreciaban a ellos y a sus tierras como simples colonias. J. R. Seeley, de cuya Expansion of
England (1883) se vendieron 80.000 ejemplares en menos de dos años, todavía respeta a los
hindúes como a un pueblo extranjero y les distingue claramente de los «bárbaros». Incluso Froude,
cuya admiración por los boers, ese pueblo blanco que fue el primero en convertirse abiertamente a
la filosofía tribal del racismo, puede parecer sospechosa, se opuso a la concesión de derechos
excesivos a Sudáfrica, porque el «autogobierno en África del Sur significa el gobierno de los
nativos por colonos europeos y no es autogobierno».60
Tan considerablemente como en Alemania, el nacionalismo inglés nació y fue estimulado por
una clase media que nunca se emancipó por sí misma enteramente de la nobleza y que por eso
aportó los primeros gérmenes del pensamiento racial. Pero, a diferencia de Alemania, cuya falta de
unidad hacía necesaria una barrera ideológica para reemplazar a hechos históricos y geográficos, las
islas británicas se hallaban completamente separadas del mundo que las rodeaba por unas fronteras
naturales e Inglaterra, como nación, tenía que concebir una teoría de unidad entre pueblos que
vivían en lejanas colonias más allá de los mares, separadas por miles de millas de la madre patria.
El único lazo entre ellas era una ascendencia común, un origen común, un lenguaje común. La
separación de los Estados Unidos había demostrado que en sí mismos tales nexos no garantizaban la
dominación; y sólo América, también otras colonias, aunque no con la misma violencia, mostraban
fuertes tendencias hacia el desarrollo a lo largo de líneas constitucionales diferentes de las de la
madre patria. Para conservar a estos antiguos súbditos británicos, Dilke, influido por Carlyle, habló
del «Saxondom», del área geográfica de los sajones, un término que parecía capaz de recuperar
incluso al pueblo de los Estados Unidos, al que está dedicada una tercera parte de su libro. Siendo
un radical, Dilke podía actuar como si la guerra de la independencia americana no hubiese sido una
guerra entre dos naciones, sino el tipo inglés de guerra civil del siglo XVIII, en la que él se alineaba
tardíamente con los republicanos. Porque allí se halla una de las razones del sorprendente hecho de
que los reformadores sociales y los radicales fueran los promotores del nacionalismo en Inglaterra:
deseaban conservar las colonias no sólo porque consideraban que eran escapes necesarios para las
clases inferiores, sino porque deseaban retener la influencia que sobre la madre patria ejercían estos
hijos más radicales de las Islas británicas. Este motivo es tan fuerte en Froude que quería
«conservar las colonias porque creía posible reproducir en ellas un estado más sencillo de la
sociedad y un más noble estilo de vida del que era posible en la Inglaterra industrial»61, y tuvo un
definido impacto en la Expansion of England, de Seeley: «Cuando nos hayamos acostumbrado a
contemplar unido a todo el Imperio y llamemos a todo Inglaterra, veremos que hay también unos
Estados Unidos.» Sea cual fuere la intención con la que hayan utilizado el término «Saxondom»
posteriores escritores políticos, en la obra de Dilke posee un genuino significado político para una
nación que ya no se mantenía unida por un limitado país. «La idea que a lo largo de todos mis viajes
ha sido mi compañera y mi guía —la clave para desvelar las cosas ocultas de tierras nuevas y
extrañas— es la concepción... de la grandeza de nuestra raza que ya ciñe a la Tierra, que está
destinada quizás, eventualmente a dispersarse por toda ella» (Prólogo). Para Dilke, el origen común,
la herencia, la «grandeza de la raza» no eran ni hechos físicos ni la clave de la Historia, sino una
guía muy necesaria en el mundo actual, el único nexo fiable en un espacio sin límites.
Como los colonos ingleses se habían extendido por toda la Tierra, resultó especialmente fuerte
59
E. H. DAMCE, The Victorian Illusion, 1928: «El imperialismo empezó con un libro... Greater Britain, de Dilke.»
«Two Lectures on South África», en Short Studies on Great Subjects, 1867-1882.
61
C. A. BODELSEN, op. cit., p. 199.
60
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en Inglaterra el más peligroso concepto del nacionalismo, la idea de una «misión nacional». Aunque
la misión nacional se desarrolló como tal, desprovista de influencias raciales, en todos los países
que aspiraban a la nacionalidad, resultó poseer al final una afinidad especialmente próxima al
pensamiento racial. Los ya citados nacionalistas ingleses pueden ser considerados casos limítrofes a
la luz de la experiencia ulterior. En sí mismos, no eran más peligrosos que Augusto Comte en
Francia cuando expresaba, por ejemplo, la esperanza en una Humanidad unida, organizada y
reorganizada bajo la jefatura —présidence— de Francia62. No renunciaban a la idea de la
Humanidad, aunque consideraban que Inglaterra era la garantía suprema de la Humanidad. No
podían aligerar, sino reforzar este concepto nacionalista en razón de la inherente disolución del
nexo entre tierra y pueblo implicado en la idea de misión, una disolución que para la política inglesa
no era una ideología difundida, sino un hecho establecido que tenía que aceptar cada político. Lo
que les separa claramente de los racistas posteriores es que ninguno de ellos se hallaba seriamente
preocupado con la discriminación de otros pueblos como razas inferiores, aunque lo fuera por la
razón de que los países a los que se referían, Canadá y Australia, se hallaban casi vacíos y no tenían
un serio problema de población.
Por eso no es accidental que el primer político inglés que subrayó repetidamente su creencia en
las razas y en la superioridad de razas como factor determinante de la Historia y de la política fuera
un hombre que, sin interés particular en las colonias y en los colonos ingleses —«el peso muerto
colonial que no gobernamos»— deseaba extender a Asia el poder imperial británico y que, desde
luego, reforzó considerablemente la posición de la Gran Bretaña en la única colonia con un grave
problema demográfico y cultural. Fue Benjamín Disraeli quien hizo a la Reina de Inglaterra
Emperatriz de la India; fue el primer político inglés que consideró a la India como la piedra angular
de un Imperio y que deseó cortar los lazos que unían al pueblo inglés con las naciones del
continente63. Por eso colocó la base para un cambio fundamental en la dominación británica de la
India. Esta colonia había sido gobernada a través de la insensibilidad habitual de los conquistadores
—los hombres a quienes Burke había denominado «los violadores de la ley en la India»—. Ahora
tenía que recibir una Administración cuidadosamente planificada que se orientaba hacia el
establecimiento de un Gobierno permanente mediante medidas administrativas. Este experimento
había llevado a Inglaterra muy cerca del peligro que había previsto Burke, el de que los «violadores
de la ley en la India» pudieran convertirse en «los legisladores de Inglaterra»64. Porque aquellos
para quienes «no existe transacción alguna en la Historia de Inglaterra de la que podamos sentirnos
más justamente orgullosos... que el establecimiento del Imperio de la India» consideraban que la
libertad y la igualdad eran «unos títulos demasiado grandes para algo tan pequeño»65.
La política introducida por Disraeli significó el establecimiento de una carta excluyente en un
país extranjero y cuya única función era la dominación y no la colonización. El racismo sería, desde
luego, una herramienta indispensable para el logro de esta concepción que Disraeli no llegó a ver
realizada. Anunciaba la amenazadora trasformación del pueblo de una nación en una «raza sin
mezcla con una organización de primera clase» que se consideraba «la aristocracia de la
Naturaleza» —por repetir las propias palabras de Disraeli ya citadas66
Lo que hemos observado es la Historia de una opinión, en la que sólo ahora vemos, tras todas las
terribles experiencias de nuestra época el primer amanecer del racismo. Pero aunque el racismo
62
En su Discours sur l'ensemble du positivisme, 1848, pp. 384 y ss.
«Deberíamos ejercer poder e influencia en Asia; y en consecuencia, en Europa occidental» (W. F. MONNYPENNY y
G. E. BUCKLE, The Life of Benjamin Disraeli, Earl of Beaconsfield, Nueva York, 1929. II, 210). Pero si Europa por su
miopía cae en un estado de inferioridad y postración, para Inglaterra seguirá existiendo un ilustre futuro» (ibíd. I, libro
IV, cap. 2). Porque «Inglaterra ya no es una simple potencia europea... es realmente una potencia más asiática que
europea» (ibíd. II, página 201).
64
BURKE, op. cit., pp. 42-43: «El poder de la Cámara de los Comunes... es, desde luego, grande; y podrá preservar su
grandeza largo tiempo... y así lo hará mientras consiga evitar que el violador de la ley en la India pueda convertirse en
legislador para Inglaterra.»
65
SIR JAMES F. STEPHEN, op. cit. p. 253 y passim; véanse también sus «Foundations of the Government of India»,
1883, en The Nineteenth Century, LXXX.
66
Por lo que se refiere al racismo de Disraeli, cotéjese el capítulo III.
63
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haya revivido elementos del pensamiento racial en cada país, lo que nos interesa no es la Historia
dotada de una «lógica inmanente». El pensamiento racial fue origen de argumentos convenientes
para diversos conflictos políticos, pero nunca poseyó tipo de monopolio alguno sobre la vida
política de las respectivas naciones; agudizó y explotó los intereses en conflicto que existían o los
problemas políticos existentes, pero nunca creó nuevos conflictos o produjo nuevas categorías de
pensamiento político. El racismo surgió de experiencias y de teorías políticas que eran todavía
desconocidas y resultaban profundamente extrañas incluso a tan ardientes defensores de la «raza»
como Gobineau o Disraeli. Existe un abismo entre los hombres de concepciones brillantes y fáciles
y los hombres de hechos brutales y de bestialidad activa, abismo que no puede colmar ninguna
explicación intelectual. Es probable que el pensamiento en términos de la raza hubiera desaparecido
a su debido tiempo, junto con otras opiniones irresponsables del siglo XIX si la «rebatiña por
África» y la nueva era del imperialismo no hubiera expuesto a la Humanidad occidental a nuevas y
más horribles experiencias. El imperialismo habría necesitado la invención del racismo como la
única «explicación» posible y la única excusa por sus hechos, aunque no hubiera existido el
pensamiento racial en el mundo civilizado.
Dado que, empero, existió el pensamiento racial, demostró ser una poderosa ayuda para el
racismo. La auténtica existencia de una opinión que podía jactarse de una cierta tradición sirvió para
ocultar las fuerzas destructoras de la nueva doctrina que, sin esta apariencia de respetabilidad
nacional o la aparente sanción de la tradición, podría haber revelado su profunda incompatibilidad
con todas las antiguas normas políticas y morales de Occidente, antes de que pudiera destruir la
comunidad de naciones europeas.
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CAPÍTULO VII
RAZA Y BUROCRACIA
Durante las primeras décadas del imperialismo se descubrieron dos nuevos medios para la
organización y la dominación de pueblos extranjeros. Uno fue la raza como un principio del cuerpo
político y el otro, la burocracia, como un principio de la dominación exterior. Sin la raza como
sustitutivo de la nación, la rebatiña por África y la fiebre inversionista podían haber seguido siendo
la fútil «danza de la muerte y del comercio» (Joseph Conrad) de todas las fiebres del oro. Sin la
burocracia, como sustitutivo del Gobierno, la posesión británica de la India podría haber quedado
abandonada a la temeridad de los «violadores de la ley en la India» (Burke) sin cambiar el clima
político de toda una era.
Ambos descubrimientos fueron realizados en el Continente Negro. La raza fue la explicación de
urgencia para seres humanos a los que ningún hombre europeo o civilizado podía comprender y
cuya humanidad tanto asustaba y humillaba a los emigrantes que ya no se preocupaban de pertenecer a la misma especie humana. La raza fue la respuesta de los boers a la abrumadora
monstruosidad de África —todo un continente poblado y superpoblado por salvajes— una
explicación a la locura que se apodero de ellos y les iluminó como «un relámpago en un cielo
sereno: ‘Exterminad a todos los brutos’»1. Esta respuesta determino las más terribles matanzas de la
Historia reciente, el exterminio de las tribus hotentotes por los boers, los salvajes crímenes de Carl
Peters en el África alemana del Sudeste, la mortandad de la pacífica población del Congo: de 20 a
40 millones reducidos a ocho millones; y, finalmente, quizás lo peor de todo, determinó la triunfal
introducción de semejantes medios de pacificación en la política exterior ordinaria y respetable.
Ningún Jefe de Estado civilizado habría pronunciado anteriormente la arenga de Guillermo II al
contingente expedicionario alemán contra la insurrección de los Boxers en 1900: «De la misma
manera que los hunos hace mil años, bajo el mando de Atila, lograron una reputación gracias a la
cual todavía viven en la Historia, el nombre alemán tiene que llegar a conocerse de tal manera en
China que ni un solo chino se atreva siquiera a mirar de soslayo a un alemán»2.
Mientras que la raza, tanto si era una ideología de fabricación doméstica en Europa como una
explicación de urgencia a terribles experiencias, atrajo siempre a los peores elementos de la
civilización occidental, la burocracia atrajo primero a los mejores, y a veces a los más clarividentes
estratos de la intelligentsia europea. El administrador que gobernaba mediante informes3 y decretos
en un sigilo más hostil que el de cualquier déspota oriental surgía de una tradición de disciplina
militar entre hombres implacables y proscritos; durante largo tiempo había vivido para los honestos,
fervorosos y juveniles ideales de un moderno caballero de brillante armadura, enviado para proteger
a pueblos inermes y primitivos. Cumplió su tarea, mejor o peor, mientras que se movió en un
mundo dominado por la antigua «trinidad guerra-comercio-piratería» (Goethe), y no en el
1
JOSEPH CONRAD, «Heart of Darkness», en Youth and Other Tales, es el trabajo más ilustrativo acerca de la
experiencia racial en África.
2
Cita de CARLTON J. HAYES, Á Generation of Materialism, Nueva York, 1941, página 338. Un caso aún peor es,
desde luego, el de Leopoldo II de Bélgica, responsable de las más negras páginas de la Historia de Aírica. «Había sólo
un hombre que pudiera ser acusado de los ultrajes que redujeron la población nativa [del Congo] de entre 20 a 40
millones, en 1890, a 8.500.000, en 1911, Leopoldo II.» Véase la obra de SELWYN JAMES, South of the Congo, Nueva
York, 1943, p. 305.
3
Véase la descripción que hace A. CARTHILL del «sistema indio de Gobierno mediante informes» en The Lost
Dominion, 1924, p. 70.
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complicado juego de la política de inversión a largo plazo que exigía la dominación de un pueblo no
como antes por sus propias riquezas, sino por las riquezas de otro país. La burocracia era la
organización del gran juego de la expansión en el que cada área era considerada un escalón de
inversiones ulteriores y cada pueblo un instrumento para una conquista ulterior.
Aunque al final el racismo y la burocracia demostraron hallarse inter-relacionados en muchos
aspectos, fueron descubiertos y se desarrollaron independientemente. Nadie que de una forma o de
otra estuviera implicado en su perfeccionamiento llegó a comprender toda la gama de
potencialidades de la acumulación de poder y de destrucción que por sí sola proporcionaba esta
combinación. Lord Cromer, que en Egipto pasó de ser un ordinario encargado de negocios británico
a actuar como un burócrata imperialista, no hubiera soñado con combinar la administración con la
matanza («matanzas administrativas», como llanamente las denominó Carthill cuarenta años más
tarde), de la misma manera que los fanáticos racistas de Sudáfrica no pensaron en organizar
matanzas con objeto de establecer una comunidad política, circunscrita y racional (como hicieron
los nazis en los campos de exterminio).
EL MUNDO FANTASMAL DEL CONTINENTE NEGRO
Hasta finales del siglo pasado las empresas coloniales de los pueblos marítimos europeos
produjeron dos relevantes logros: en los territorios recientemente descubiertos y escasamente
poblados, la fundación de colonizaciones que adoptaron las instituciones legales y políticas de la
madre patria; y en países bien conocidos aunque exóticos, entre pueblos extranjeros, el
establecimiento de bases marítimas y comerciales cuya función era facilitar el nunca muy pacífico
intercambio de los tesoros del mundo. La colonización se desarrollo en América y en Australia, los
dos continentes que, sin una cultura y una Historia propias, habían caído en manos de los europeos.
Las bases comerciales eran características de Asia, donde durante siglos los europeos no habían
mostrado ambición de dominio permanente o intenciones de conquista, mortandad de la población
nativa y establecimiento permanente4. Ambas formas de empresas ultramarinas evolucionaron en un
largo y firme proceso que se extendió a lo largo de casi cuatro siglos durante los cuales las
colonizaciones alcanzaron gradualmente la independencia y las posesiones de las bases comerciales
pasaron de unas naciones a otras según su debilidad o fuerza relativas en Europa.
El único continente que Europa no tocó en el curso de su Historia colonial fue el continente
negro de África. Sus costas septentrionales, pobladas por pueblos y tribus árabes, eran bien
conocidas y habían pertenecido de una forma o de otra a la esfera europea de influencia desde los
días de la Antigüedad. Demasiado pobladas para atraer colonos y demasiado pobres para ser
explotadas, estas regiones sufrieron todo tipo de dominación extranjera y de anárquico abandono,
pero, tras la decadencia del Imperio egipcio y la destrucción de Cartago, jamás lograron
curiosamente una auténtica independencia ni una organización política estable. Los países europeos,
es cierto, trataron una y otra vez de ir más allá del Mediterráneo para imponer su dominio en tierras
árabes y su cristianismo a los pueblos musulmanes, pero jamás intentaron considerar a los
territorios de África del Norte como posesiones de ultramar. Al contrario, frecuentemente aspiraron
a incorporarlas a las respectivas madres patrias. Esta antigua tradición, todavía seguida en tiempos
recientes por Italia y Francia, quedó rota en la década de los años ochenta cuando Inglaterra acudió
a Egipto para proteger el canal de Suez sin intención alguna de conquista ni incorporación. La
realidad no es que Egipto resultara inconveniente, sino que Inglaterra (una nación que carece de
costas en el Mediterráneo) no podría haberse interesado por Egipto como tal, sino que sólo lo
4
Es importante tener en cuenta que la colonización de América y Australia fue acompañada de períodos relativamente
cortos de liquidación cruel por obra de la debilidad numérica de los nativos, mientras que «para la comprensión de la
génesis de la moderna sociedad sudafricana es de la mayor importancia saber que la tierra situada más allá de las lindes
de El Cabo no eran las extensiones abiertas que se extendían ante el intruso en Australia. Era ya área de colonización,
de colonización acometida por una población bantú». Véase A History of South Africa, de C. W. DE KIEWIET, Oxford,
1941, p. 59.
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necesitaba porque existían tesoros en la India.
Mientras que el imperialismo hizo que Egipto pasara de ser un país ocasionalmente codiciado a
base militar en el camino de la India y escalón para una expansión ulterior, en África del Sur
sucedió exactamente lo opuesto. Como desde el siglo XVII la significación del Cabo de Buena
Esperanza había dependido de la India, centro de la riqueza, una nación, cualquier nación, que
estableciera bases comerciales en la India, precisaba de una base marítima en El Cabo, que era
abandonado cada vez que se liquidaba el comercio con la India. A finales del siglo XVIII, la
Compañía Británica de las Indias Orientales derrotó a Portugal, Holanda y Francia y ganó un
monopolio comercial en la India; la ocupación de África del Sur fue consecuencia natural de esta
victoria. Si el imperialismo hubiese continuado simplemente los antiguos usos del comercio
colonial (que con tanta frecuencia se confunden con el imperialismo), Inglaterra hubiera liquidado
su posición en África del Sur con la apertura del canal de Suez en 18695. Aunque Sudáfrica
pertenece ahora a la Commonwealth*, fue siempre diferente de los demás dominios: carecía de la
fertilidad y su población no se hallaba dispersa, requisitos principales para un establecimiento
definitivo, y a comienzos del siglo XIX resultó ser un fracaso un intento de instalar en el territorio a
5.000 ingleses sin empleo. No sólo la evitaron consistentemente las corrientes de emigrantes que
procedían de las islas Británicas durante el siglo XIX, sino que África del Sur es el único dominio
del que en los últimos tiempos ha tornado a Inglaterra una firme corriente de emigrantes6.
Sudáfrica, que llego a ser el «campo de cultiva del imperialismo» (Damce), no fue jamás
reivindicada por los más radicales defensores del «Saxondom» ni figuró en las visiones de sus más
románticos soñadores en un imperio asiático. Esto muestra en sí mismo cuán pequeña fue la
influencia real de la empresa colonial preimperialista y de la colonización ultramarina en el
desarrollo del mismo imperialismo. Si la colonia de El Cabo hubiera quedado dentro del marco de
la política preimperialista habría sido abandonada precisamente en el mismo momento en que
realmente llegó a ser absolutamente importante.
Aunque los descubrimientos de las minas de oro y de los campos diamantíferos en las décadas de
los setenta y de los ochenta del pasado siglo habrían tenido escasas consecuencias por sí mismos si
no hubiesen actuado como agente catalítico de las fuerzas imperialistas, resulta notable el hecho de
que la afirmación de los imperialistas de haber hallado una solución permanente al problema de la
superfluidad fue inicialmente motivada por una carrera hacia la más superflua de las materias
primas de la Tierra. El oro difícilmente tiene un lugar en la producción humana y carece de
importancia comparado con el hierro, el carbón, el petróleo y el caucho; es el más antiguo símbolo
de la simple riqueza. En su futilidad dentro de la producción industrial tiene una irónica semejanza
con el dinero superfluo que financió la búsqueda del oro y los hombres superfluos que realizaron las
excavaciones. A la pretensión imperialista de haber hallado un permanente salvador para una
5
«En fecha tan tardía como 1884, el Gobierno británico todavía estaba deseando disminuir su autoridad e influencia en
África del Sur» (DE KIEWIET, op. cit., página 113).
*
En 1961 y ante la oposición de diferentes jefes de Gobierno de países de la Commonwealth, el entonces primer
ministro sudAfricano, Hendrik F. Verwoerd, retiró la solicitud de readmisión en ese mismo organismo. (N. del T.)
6
El siguiente cuadro, relativo a la inmigración y emigración británicas de Sudáfrica, entre 1924 y 1928, muestra que los
ingleses estaban más inclinados a dejar el país que cualesquiera otros inmigrantes y que, con una excepción, en cada
año eran más los súbditos británicos que abandonaban el país que los que se instalaban allí:
Año
1924
1925
1926
1927
1928
Total
Inmigración
Británica
3.724
2.400
4.094
3.681
3.285
17.184
Inmigración
total
5.265
5.426
6.575
6.595
7.050
30.911
Emigración
británica
5.275
4.019
3.512
3.717
3.409
19.932
Emigración
total
5.857
4.483
3.799
3.988
4.127
22.254
Estas cifras están tomadas de Caliban in Africa. An Impression of Colour Madness, de LEONARD BARNESS,
Filadelíia, 1931, p. 59, nota.
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sociedad decadente y una anticuada organización política añadió su propia pretensión de estabilidad
aparentemente eterna e independiente de todos los determinantes funcionales. Fue significativo que
una sociedad a punto de romper con todos los valores tradicionales absolutos comenzara a buscar
un valor absoluto en el mundo de la economía donde, además, tal cosa no existe ni puede existir,
dado que todo es funcional por definición. Esta ilusión de un valor absoluto ha hecho de la
producción del oro desde los tiempos antiguos, la actividad de los aventureros, los jugadores, los
delincuentes, de los elementos fuera de los límites de una sociedad normal y sana. El nuevo giro en
la fiebre sudafricana del oro estribó en que allí los buscadores de la suerte no se hallaban claramente
fuera de la sociedad civilizada, sino que, al contrario, eran evidentemente un subproducto de esta
sociedad, un residuo inevitable del sistema capitalista e incluso los representantes de una economía
que implacablemente producía una superfluidad de hombres y de capital.
Los hombres superfluos, «los bohemios de los cuatro continentes»7 que se precipitaron hacia El
Cabo todavía tenían mucho en común con los antiguos aventureros. También sentían: «Embárcame
hasta el Este de Suez, donde lo mejor es como lo peor, / Donde no hay diez mandamientos si un
hombre tiene sed.» La diferencia no era su moralidad o su inmoralidad, sino más bien estribaba en
que ya no tenía ese deseo de unirse a esta multitud «de todas las naciones y todos los colores»8; que
no habían abandonado a la sociedad, sino que habían sido arrojados de ella; que no resultaban
emprendedores más allá de los límites permitidos por la civilización, sino simplemente víctimas sin
uso o función. Su única decisión había sido negativa, una decisión contra los movimientos obreros,
en los que los mejores entre los hombres superfluos y aquellos amenazados por la superfluidad
establecieron un tipo de contrasociedad a través de la cual los hombres pudieron hallar su camino de
regreso a un mundo humano dotado de sentido y de camaradería. No eran nada a su propia imagen,
eran como símbolos vivos de lo que les había sucedido, abstracciones vivas y testigos de lo absurdo
de las instituciones humanas. No eran individuos como los antiguos aventureros, eran las sombras
de acontecimientos en los que ellos no podían influir.
Como Mr. Kurtz en «Heart of Darkness» de Conrad, se hallaban «vacíos hasta la médula», eran
«temerarios sin valor, codiciosos sin audacia y crueles sin coraje». No creían en nada «ni nada
podía inducirles a creer en algo». Expulsados de un mundo con valores sociales aceptados, habían
sido entregados a sí mismos y no tenían nada a donde retroceder, excepto, aquí y allí, una chispa de
talento que les hacía tan peligrosos como Kurtz si se les permitía regresar a su patria. Porque el
único talento que posiblemente podía alentar en sus almas vacías era el don de la fascinación que
podía hacer de uno de ellos «un espléndido jefe de un partido extremo». Los mejor dotados eran
encarnaciones vivientes del resentimiento, como el alemán Carl Peters (posiblemente el modelo
para Kurtz), que declaró francamente que «estaba harto de ser contado entre los parias y deseaba
pertenecer a una raza de señores»9. Pero, dotados o no, eran todos «juego para algo, desde cara y
cruz al asesinato», y para ellos sus semejantes, «de una forma o de otra no eran más que esa
mosca». Así llevaron consigo, o aprendieron rápidamente, el código de costumbres que se acomoda
con el próximo tipo de asesino para el que el único pecado imperdonable consiste en perder los
estribos.
Allí había, en realidad, auténticos caballeros, como el Mr. Jones de Victory, de Conrad, que
llegados del tedio, deseaban pagar cualquier precio para vivir en el «mundo del azar y de la
aventura», o como Mr. Heyst, que se emborrachaba con el desprecio hacia cada ser humano hasta
que se vio arrastrado «como la hoja de un árbol... sin comprender siquiera nada». Se mostraban
irresistiblemente atraídos por un mundo donde todo era una broma, un mundo que podía enseñarles
la «Gran Broma», que consiste en el «dominio de la desesperación». El perfecto caballero y el
perfecto truhán llegaron a conocerse muy bien en la «gran jungla salvaje sin ley» y se encontraron
«bien hermanados en su enorme desemejanza, almas idénticas con diferentes disfraces». Hemos
visto el comportamiento de la alta sociedad durante el Affaire Dreyfus y hemos visto a Disraeli
7
J. A. FROUDE, «Leaves from a South African Journal» (1874), en Short Studies on Great Subjects, 1867-1882, vol.
IV.
8
Ibíd.
9
Cita de Kolonien im deutschen Schrifttum, 1936, prólogo.
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descubrir la relación social entre el vicio y el delito; aquí vemos también a la alta sociedad
enamorada de su propia hampa y al sentimiento delictivo realzado cuando, por una civilizada
frialdad, la evitación de un «esfuerzo innecesario» y las buenas maneras, se le permite crear una
atmósfera viciosa y refinada en torno de sus delitos. Este refinamiento, verdadero contraste entre la
brutalidad del delito y la forma de realizarlo, se convierte en el puente de profunda comprensión
entre él mismo y el perfecto caballero. Pero lo que, al fin y al cabo, tardó décadas en lograrse en
Europa, por obra del efecto de freno de los valores sociales y éticos, explotó con la rapidez de un
cortocircuito en el mundo fantasmal de la aventura colonial.
Al margen de todo freno social y de toda hipocresía, contra el telón de fondo de la vida nativa, el
caballero y el delincuente sintieron no sólo la proximidad de hombres que compartían el mismo
color de piel, sino el impacto de un mundo de infinitas posibilidades para los delitos cometidos en el
espíritu del juego, para la combinación de horror y de risa, es decir, para la completa realización de
su propia existencia espectral. La vida nativa prestaba a estos acontecimientos fantasmales una
aparente garantía contra todas las consecuencias, porque, de cualquier manera, parecía a estos
hombres como un «simple juego de sombras. Un juego de sombras por el que la raza dominante
podía pasar sin sentirse afectada ni interesada por la prosecución de sus incomprensibles objetivos y
necesidades».
El mundo de los salvajes nativos eran un escenario perfecto para hombres que habían escapado a
la realidad de la civilización. Bajo un sol implacable, rodeados por una naturaleza enteramente
hostil, se enfrentaban con seres humanos que, viviendo sin el futuro de un objetivo y sin el pasado
de un logro, resultaban tan incomprensibles como los asilados de un manicomio. «El hombre
prehistórico nos insultaba, nos alababa, nos daba la bienvenida —¿Quién podría decirlo?,
Estábamos aislados de la comprensión de lo que nos rodeaba; nos deslizábamos como fantasma,
sorprendidos y secretamente asustados, como estarían unos hombres cuerdos ante un repentino
estallido en una casa de locos. No podíamos comprender, porque estábamos demasiado lejos, ni
podíamos recordar, porque estábamos viajando por la noche de las primeras edades, de aquellas
edades que se fueron, dejando apenas un signo y ningún recuerdo. La Tierra no parecía terrestre... y
los hombres... no, no eran inhumanos. Bien, ya saben, esto era lo peor de todo— esa sospecha de
que no eran inhumanos. Nos sobrevino lentamente. Aullaban y brincaban, se retorcían y hacían
gestos horribles; pero lo que más nos estremecía era precisamente el pensamiento de su humanidad
—como la de ustedes—, el pensamiento de un remoto parentesco con este salvaje y apasionado
bullicio» («Heart of Darkness»).
Es extraño que, históricamente hablando, la existencia de los «hombres prehistóricos» tuviera tan
escasa influencia en el hombre occidental antes de la rebatiña por África. Es bien sabido, sin
embargo, que nada sucedió mientras que las tribus salvajes, superadas en número por los colonos
europeos, fueron exterminadas; mientras que multitudes de negros fueron enviados como esclavos a
los Estados Unidos, un mundo determinado por Europa, e incluso mientras que sólo fueron
individuos aislados los que penetraron en el interior del continente negro donde los salvajes eran
suficientemente abundantes como para constituir un mundo propio, un mundo de locura al que el
aventurero europeo añadió la locura de la caza del marfil. Muchos de estos aventureros
enloquecieron en las silenciosas asperezas de un continente superpoblado donde la presencia de
seres humanos únicamente subrayaba una profunda soledad y donde una Naturaleza virgen y
abrumadoramente hostil, que nadie se había tomado la molestia de convertir en paisaje humano,
parecía esperar con sublime paciencia «la conclusión de la fantástica invasión» del hombre. Pero
aquellas locuras siguieron siendo experiencias individuales y sin consecuencias.
Esto cambió con los hombres que llegaron durante la rebatiña por África. Ya no eran individuos
aislados; «Toda Europa había contribuido a su elaboración». Se concentraron en la parte meridional
del continente, donde se reunieron con los boers, una astilla holandesa que había sido casi olvidada
por Europa, pero que ahora servía como introducción natural al resto de los nuevos territorios. La
respuesta de los hombres superfluos estuvo considerablemente determinada por la respuesta del
único grupo europeo que, en completo aislamiento, había tenido que vivir en un mundo de negros
salvajes.
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Los boers descendían de los colonos holandeses que, a mediados del siglo XVII, se instalaron en
El Cabo para proporcionar verduras frescas y carne a los barcos que se dirigían a la India. En el
siglo siguiente tan sólo se les unió un pequeño grupo de hugonotes franceses; únicamente la ayuda
de una elevada tasa de natalidad permitió a la pequeña astilla holandesa convertirse en un pequeño
pueblo. Completamente aislados de la corriente de la Historia europea, emprendieron un camino
que «pocas naciones habían pisado antes que ellos y apenas una con éxito»10.
Los dos principales factores materiales en el desarrollo del pueblo boer fueron el suelo
extremadamente malo que sólo podía ser utilizado para una ganadería de tipo extensivo y la muy
numerosa población negra, que se hallaba organizada en tribus y que vivía dedicada a la caza
nómada11. El suelo malo hizo imposible una colonización cerrada e impidió que los campesinos
holandeses imitaran la organización aldeana de su patria. Las grandes familias, aisladas entre sí por
amplios espacios silvestres, se vieron forzadas a un tipo de organización de clan y sólo la amenaza
siempre presente de un enemigo común, las tribus negras que superaban con mucho a los colonos
blancos, impidió que tales clanes se lanzaran a una activa guerra entre sí. La solución al doble
problema de la falta de fertilidad y la abundancia de nativos fue la esclavitud12.
La esclavitud, empero, es una palabra inadecuada para describir lo que realmente sucedió. En
primer lugar, la esclavitud, aunque domesticó a cierta parte de la población salvaje, nunca llegó a
dominar a toda ella de forma tal que los boers nunca pudieron dominar su primer horrible espanto
ante especies de hombres a los que su orgullo humano y su sentido de la dignidad humana no les
permitían considerar como semejantes. Este espanto ante algo que es como uno mismo y que bajo
ninguna circunstancia debería ser como uno mismo, permaneció en la base de la esclavitud y se
tornó en base de una sociedad racial.
La Humanidad recuerda la Historia de los pueblos, pero posee sólo un conocimiento legendario
de las tribus prehistóricas. La palabra «raza» tiene un significado preciso sólo cuando y donde los
pueblos se enfrentan con tales tribus de las que carecen de conocimiento histórico y que no poseen
una Historia propia. Ignoramos si éstas representan al «hombre prehistórico», a los especímenes
accidentalmente supervivientes de los primeros ejemplares de vida humana en la Tierra o si son los
supervivientes «post-históricos» de algún desastre desconocido que concluyó con una civilización.
Realmente más parecen supervivientes de una gran catástrofe que puede haber sido seguida por
desastres más pequeños hasta que la catastrófica monotonía pareció ser condición natural de la vida
humana. En cualquier caso, las razas, en este sentido, fueron halladas sólo en regiones donde la
Naturaleza era especialmente hostil. Lo que las hacía diferentes de otros seres humanos no era el
color de su piel, sino el hecho de que se comportaban como una parte de la Naturaleza, el de que
trataban a la Naturaleza como si fuera indiscutible, el de que no habían creado un mundo humano,
una realidad humana y que, por eso, la Naturaleza había seguido siendo, en toda su majestad, la
única realidad abrumadora —comparada con la cual ellos parecían ser espectros, irreales y
fantasmales—. Eran, por así decirlo, seres humanos «naturales» que carecían del específico carácter
humano, de la realidad específicamente humana, de forma tal que cuando los hombres europeos
mataban, en cierto modo, no eran conscientes de haber cometido un crimen.
Además, la insensata matanza de las tribus del continente negro estaba completamente conforme
con las tradiciones de las mismas tribus. El exterminio de las tribus hostiles había sido la norma en
todas las guerras Africanas nativas y no era abolido cuando un dirigente negro unía a varias tribus
10
Lord Selbourne, en 1907: «Los blancos de Sudáfrica se han lanzado por un sendero que pocas naciones han pisado
antes y que apenas alguna ha pisado con éxito.» Véase KIEWIET, op. cit., capítulo 6.
11
Véase especialmente capítulo III de KIEWIET, op. cit.
12
«Esclavos y hotentotes, juntos, provocaron notables cambios en el pensamiento y las costumbres de los colonos,
porque el clima y la geografía no fueron los únicos que constituyeron los rasgos distintivos de la raza boer. Los esclavos
y las sequías, los hotentotes y el aislamiento, el trabajo barato y la tierra, se combinaron para crear las instituciones y
costumbres de la sociedad Sudafricana. Los hijos y las hijas de los vigorosos holandeses y hugonotes aprendieron a
considerar el trabajo agrícola y todo duro esfuerzo físico como funciones de una raza servil.» (KIEWIET, op. cit., p.
21.).
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bajo su jefatura. El rey Tcheka, que a comienzos del siglo XIX unió las tribus zulúes en una
organización extraordinariamente disciplinada y belicosa, no estableció ni un pueblo ni una nación
de zulúes. Sólo logró exterminar a más de un millón de miembros de las tribus más débiles13. Como
la disciplina y la organización militar no pueden establecer un cuerpo político por sí mismas, la
destrucción siguió siendo un episodio ni siquiera registrado en un proceso irreal e incomprensible
que no puede ser aceptado por el hombre y que por eso no puede ser reconocido por la Historia
humana.
La esclavitud en el caso de los boers fue una forma de ajuste de un pueblo europeo a una raza
negra14, y sólo se asemejó superficialmente a aquellos ejemplos históricos en los que había sido
resultado de la conquista o del tráfico de esclavos. Ningún cuerpo político, ninguna organización
comunitaria mantenía unidos a los boers, ningún territorio se hallaba definidamente colonizado y
los esclavos negros no servían a ninguna civilización blanca. Los boers habían perdido su relación
campesina con el suelo y su sentimiento civilizado de la solidaridad humana. «Cada hombre huía de
la tiranía del humo de su vecino»15 era la norma del país y cada familia boer repetía en completo
aislamiento la regla general de la experiencia boer entre los salvajes negros y les dominaba dentro
de una absoluta ilegalidad, irrefrenada por «amables vecinos dispuestos a aprobarle a uno,
avanzando delicadamente sobre uno a mitad de camino entre el carnicero y el policía, en el santo
terror al escándalo de la horca y a los asilos de lunáticos» (Conrad). Dominando a tribus y viviendo
parasitariamente de su trabajo, llegaron a ocupar una posición muy semejante a la de los jefes
nativos, cuya dominación habían liquidado. Los nativos, en cualquier caso, les reconocieron como
una forma superior de jefatura tribal, un tipo de deidad natural al que tenían que someterse; de
forma tal que el papel divino de los boers fue más impuesto por sus esclavos negros que asumido
libremente por ellos mismos. Para estos dioses blancos de esclavo negro cada ley significaba
solamente una privación de libertad y el Gobierno suponía solamente una restricción a las salvajes
arbitrariedades del clan16. En los nativos, los boers descubrieron la única «materia prima» que
África proporciona en abundancia y les utilizaron no para la producción de riquezas, sino para
simples cuestiones esenciales de la existencia humana.
Los esclavos negros de África del Sur se convirtieron rápidamente en la única parte de la
población que trabaja. Su labor se caracterizó por todas las conocidas desventajas del trabajo de
esclavos, tales como la falta de iniciativa, la pereza, el descuido de las herramientas y la ineficacia
en general. Por eso su trabajo sólo servía para mantener vivos a sus dueños y jamás alcanzó la
comparativa abundancia que origina la civilización. Fue esta absoluta dependencia del trabajo de
otros y su completo desprecio por el trabajo y la productividad en cualquier forma lo que
transformó a los holandeses en boers y dio a su concepto de raza un significado claramente
económico17.
Los boers fueron el primer grupo europeo que se alienó completamente del orgullo que el
hombre occidental siente en vivir en un mundo creado y fabricado por sí mismo18. Trataron a los
13
Véase JAMES, op. cit., p. 28.
«La verdadera historia de la colonización sudafricana describe el desarrollo no de un asentamiento de europeos, sino
de una sociedad totalmente nueva y única de colores, razas y logros culturales diferentes, conformada por conflictos de
herencia racial y por la oposición de grupos sociales desiguales» (KIEWIET, op. cit., p. 19).
15
KIEWIET, op. Cit., p. 19.
16
«La sociedad [de los boers] era rebelde, pero no revolucionaria» (ibíd., p. 58).
17
«Se hicieron escasos esfuerzos para elevar el nivel de vida o aumentar las oportunidades de la clase de los esclavos y
de los siervos. De esta forma, la limitada riqueza de la colonia se convirtió en privilegio de la población blanca... Así
aprendió pronto el sudafricano que un grupo autoconsciente pude escapar a los peores efectos de la vida en una tierra
pobre y carente de posibilidades, convirtiendo las distinciones de raza y de color en medios para lograr una
discriminación social y económica» (ibíd., p. 22).
18
Lo cierto es que, por ejemplo, en «las Indias Occidentales semejante proporción de esclavos como la que existía en El
Cabo hubiera sido un signo de riqueza y una fuente de prosperidad», mientras que «la esclavitud en El Cabo era indicio
de una economía inactiva... cuyo trabajo era empleado pródiga e ineficazmente» (ibíd.). Fue principalmente esto lo que
condujo a BARNES (op. cit., p. 107), y a muchos otros observadores a la conclusión: «Sudáfrica es así un país
extranjero no sólo en el sentido de que su punto de vista es definidamente no británico, sino también en el sentido
mucho más radical de que su verdadera raison d'être, como intento de una sociedad organizada, se halla en
14
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nativos como materia prima y vivieron de ellos como uno puede vivir de los frutos de los árboles
silvestres. Perezosos e improductivos, accedieron a vegetar esencialmente al mismo nivel que las
tribus negras habían vegetado durante miles de años. El gran horror que se apodero de los hombres
europeos en su primera confrontación con la vida nativa fue estimulado precisamente por este toque
de inhumanidad entre seres humanos que aparentemente formaban parte de la Naturaleza tanto
como los animales salvajes. Los boers vivieron de sus esclavos exactamente de la misma manera en
que habían vivido los nativos de una Naturaleza impreparada e inmodificada. Cuando los boers, en
su espanto y su miseria, decidieron utilizar a estos salvajes como si fueran justamente otra forma de
vida animal, se embarcaron en un proceso que sólo podía acabar con su propia degeneración en una
raza blanca, viviendo al lado y junto a razas negras de las que al final diferirían solamente en el
color de su piel.
Los blancos pobres de África del Sur, que en 1923 formaban el 10 por 100 de la población total
blanca19 y cuyo nivel de vida no difería mucho del de las tribus bantúes, son hoy un ejemplo de
advertencia de esta posibilidad. Su pobreza es casi exclusivamente consecuencia de su desprecio
por el trabajo y de su acomodación al estilo de vida de las tribus negras. Como los negros,
abandonaron el suelo si el más primitivo cultivo no les proporcionaba lo poco que era necesario o si
habían exterminado a los animales de la región20. Junto con sus antiguos esclavos, acudieron a los
centros del oro y de los diamantes, abandonando sus granjas allí donde partían los trabajadores
negros. Pero en contraste con los nativos que fueron inmediatamente contratados como mano de
obra barata y no calificada, exigieron y obtuvieron caridad como el derecho de una piel blanca,
habiendo perdido toda conciencia de que normalmente los hombres no se ganan la vida por el color
de su piel21. Su conciencia de raza es hoy violenta no sólo porque no tienen nada que perder salvo
su pertenencia a la comunidad blanca, sino también porque el concepto de raza parece definir sus
propias condiciones más adecuadamente que el de sus antiguos esclavos que se hallan en camino de
convertirse en trabajadores, parte normal de una civilización humana.
El racismo como medio de dominación fue utilizado en esta sociedad de blancos y negros antes
de que el imperialismo estallara como una gran idea política. Su base y su excusa eran todavía la
misma experiencia, una horrible experiencia de algo extraño más allá de la imaginación o de la
comprensión; resultaba tentador declarar simplemente que no eran seres humanos. Dado que,
empero, pese a todas las explicaciones ideológicas, los hombres negros insistían tozudamente en
conservar sus características humanas, los «hombres blancos» no pudieron hacer otra cosa que
reconsiderar su propia humanidad y decidir que ellos eran más que humanos y obviamente
escogidos por Dios para ser dioses de los hombres negros. Esta conclusión era lógica e inevitable si
uno deseaba cortar radicalmente todos los lazos comunes con los salvajes; en la práctica significa
que el cristianismo, por vez primera, no podía actuar como freno decisivo para las peligrosas
perversiones de la autoconciencia humana, una premonición de su ineficacia esencial en otras
sociedades raciales más recientes22. Los boers negaron simplemente la doctrina cristiana del origen
común de los hombres y modificaron aquellos pasajes del Antiguo Testamento que no superaban
contradicción con los principios sobre los que están fundados los Estados de la Cristiandad.»
19
Esto correspondía a unos 160.000 individuos (KIEWIET, op. cit., p. 181). JAMES (op. cit., p. 43) estimó que, en
1943, el número de blancos pobres era de 500.000, lo que vendría a significar un 20 por 100 de la población blanca.
20
«La población afrikaaner blanca y pobre, viviendo al mismo nivel de subsistencia que el de los bantúes, es
primariamente el resultado de la incapacidad o de la firme negativa de los boers a aprender la ciencia agrícola. Como al
bantú, al boer le agrada vagar de una zona a otra, cultivando el suelo hasta que deja de ser fértil y cobrando animales
salvajes hasta que dejan de existir» (ibíd.).
21
«Su raza era su título de superioridad sobre los nativos, y realizar un trabajo manual era algo que chocaba con la
dignidad que les había sido conferida por su raza... En aquellos que se sintieron más desmoralizados, semejante
aversión degeneró en una exigencia de la caridad como derecho» (KIEWIET, op. cit., p. 216).
22
La Iglesia Reformada Holandesa había figurado en la vanguardia de la lucha de los boers contra la influencia de los
misioneros cristianos en El Cabo. En 1944, sin embargo, dio un paso más allá y adoptó «sin una sola voz de
disentimiento» una moción oponiéndose al matrimonio de boers con ciudadanos de habla inglesa (según The Times de
El Cabo, editorial del 18 de julio de 1944. Cita de New Africa, Council on African Affairs, boletín mensual, octubre de
1944).
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los límites de la antigua religión nacional israelita hasta llegar a una superstición que ni siquiera
podía denominarse herejía23. Como los judíos, creían firmemente en sí mismos como pueblo
elegido24, con la diferencia esencial de que eran los elegidos no para la salvación divina de toda la
Humanidad, sino para la perezosa dominación de otras especies que eran condenadas a una tarea
igualmente perezosa25. Esta era la voluntad de Dios en la Tierra como afirmó la Iglesia Reformada
Holandesa y lo afirma todavía hoy en contraste áspero y hostil con los misioneros de todas las
demás confesiones cristianas26.
El racismo boer, a diferencia de otros tipos, tenía un toque de autenticidad y, por así decirlo, de
inocencia. Una completa falta de literatura y de otros logros intelectuales es la mejor prueba de esta
afirmación27. Era y sigue siendo una desesperada reacción ante unas desesperadas condiciones de
vida, indiferenciadas e inconsecuentes mientras se las consideraba aisladamente. Los
acontecimientos empezaron a sucederse sólo con la llegada de los británicos, tan poco interesados
en su más nueva colonia, que en 1894 todavía era denominada estación militar (en oposición tanto a
una colonia como a una plantación). Pero su simple presencia; es decir, el contraste de su actitud
hacia los nativos a los que no consideraban una diferente especie animal, sus posteriores intentos
(después de 1834) de abolir la esclavitud y, sobre todo, sus esfuerzos por imponer límites fijos a la
propiedad de la tierra, provocó en la estancada sociedad boer una violenta reacción. Resulta
característico de la sociedad boer el hecho de que esta reacción siguiera a través del siglo XIX las
mismas y repetidas líneas: los granjeros boers escaparon con sus carretas de bueyes a la ley
británica hacia el desolado interior del país, abandonando sin lamentarlo sus casas y sus granjas.
Antes que establecer límites a sus posesiones prefirieron dejarlas28. Esto no significa que los boers
no se sintieran como en casa allí donde resultaran estar. Se sentían y se sienten mucho más en su
casa en África que cualesquiera emigrantes subsiguientes, pero en África y no en un territorio
específicamente limitado. Sus fantásticas escapadas, que produjeron consternación en la
Administración británica, mostraron claramente que se habían transformado en una tribu y que
habían perdido el sentimiento del europeo por un territorio, una patria propia. Se comportaron
exactamente igual que las tribus negras que habían vagado también durante siglos por el continente
negro, sintiéndose auténticamente en su casa allí donde se hallaba la horda y huyendo, como de la
muerte, de todo intento de asentamiento definitivo.
23
KIEWIET (op. cit., p. 181) menciona «la doctrina de superioridad racial, que fue extraída de la Biblia y reforzada por
la interpretación popular que el siglo XIX dio a las teorías de Darwin».
24
«El Dios del Antiguo Testamento fue para ellos una figura nacional casi en el mismo grado que lo fue para los
judíos... Recuerdo una memorable escena en un club de Ciudad de El Cabo en que un atrevido británico, que comía con
tres o cuatro holandeses, se atrevió a decir que Cristo fue un no europeo y que, legalmente hablando, no habría podido
entrar como inmigrante en la Unión Sudafricana. Los holandeses quedaron tan electrificados por la observación que
estuvieron a punto de caerse de sus sillas» (BARNES, op. cit, p. 33).
25
Para el granjero boer, la separación y la degradación de los nativos han sido «ordenadas por Dios y es un crimen y
una blasfemia argumentar en contrario» (NORMAN BENTWICH, «South África. Dominion of Racial Problems», en
Political Quarterly, 1939, vol. X, n.° 3).
26
«Hasta hoy, el misionero es para el boer el traidor fundamental, el hombre blanco que se alía con el negro contra el
blanco» (S. GERTRUDE MILLIN, Rhodes, Londres, 1933, p. 38).
27
«Como tenían poco arte, menos arquitectura y nada de literatura se aferraban a sus granjas, sus Biblias y su sangre
para diferenciarse ásperamente de los nativos y del outlander» (KIEWIET, op. cit., p. 121).
28
El verdadero Vortrekker odiaba las fronteras. Cuando el Gobierno británico insistió en el establecimiento de unos
límites fijos para la colonia y para las granjas que había dentro de ésta, le arrebató algo... Fue seguramente lo mejor para
lograr que se trasladaran al otro lado de la frontera, donde había agua y tierras libres, donde no existía ningún Gobierno
británico que prohibiera el nomadismo y donde los hombres blancos no podían ser llevados ante los tribunales para
responder de los agravios a sus servidores» (ibíd., pp. 54 y 55). «El gran Trek, un movimiento único en la historia de la
colonización» (p. 58) «significó la derrota de la política en pro de un asentamiento más intensivo. A toda Sudáfrica se
extendió la práctica que requería la superficie de todo un municipio canadiense para el asentamiento de 10 familias. Así
se hizo para siempre imposible la segregación de las razas blanca y negra en zonas separadas de asentamiento...
Llevando a los boers más allá del alcance de la ley británica el Gran Trek les permitió establecer relaciones ‘adecuadas'
con la población nativa» (p. 56). «En años posteriores el Gran Trek se convertiría en algo más que una protesta; había
de convertirse en una rebelión contra la Administración británica y en piedra fundacional del racismo anglo-boer del
siglo XX» (JAMES op. cit., p. 28).
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El desarraigo es una característica de todas las organizaciones raciales. Lo que los
«movimientos» europeos deseaban conscientemente, la transformación del pueblo en una horda,
puede ser contemplado como experiencia de laboratorio en el primero y triste intento de los boers.
Mientras que el desraizamiento como objetivo consciente estaba primariamente basado en el odio
hacia un mundo que no tenía lugar para los hombres «superfluos», de forma tal que su destrucción
se convertía en un supremo objetivo político, el desraizamiento de los boers fue resultado natural de
la primitiva emancipación del trabajo y de la completa ausencia de un mundo construido por el
hombre. La misma sorprendente semejanza prevalece entre los «movimientos» y la interpretación
de la «elegibilidad» de los boers. Pero en tanto que la elegibilidad de los movimientos
pangermanistas, pan-eslavos o polaco-mesiánicos era un instrumento más o menos consciente de
dominación, la perversión del cristianismo de los boers se hallaba sólidamente afirmada en una
horrible realidad en la que los «hombres blancos» miserables eran adorados como divinidades por
«hombres negros» igualmente infortunados. Viviendo en un entorno ante el que carecían de poder
para transformarlo en un mundo civilizado no podían descubrir valor más elevado que ellos
mismos. La realidad, sin embargo, es que, tanto si el racismo aparece como resultado natural de una
catástrofe o como instrumento consciente para originarla, se encuentra siempre estrechamente
ligado al desprecio por el trabajo, al odio a las limitaciones territoriales, al desraizamiento general y
a una activa fe en la propia elegibilidad divina.
La primitiva dominación británica en África del Sur, con sus misioneros, soldados y
exploradores, no comprendió que las actitudes de los boers tenían alguna base en la realidad. Los
británicos no entendieron que la absoluta supremacía europea —en la que al fin y al cabo ellos
estaban tan interesados como los boers— difícilmente podía mantenerse si no era mediante el
racismo, porque el asentamiento permanente europeo resultaba desesperanzadoramente superado en
número29; se horrorizaron de que «los europeos que se instalaban en África actuaran como los
mismos salvajes porque esa fuera la costumbre del país»30, y a sus sencillas mentalidades utilitarias
les pareció locura sacrificar la productividad y el beneficio al mundo fantasmal de los dioses
blancos dominando sobre sombras negras. Solo con la instalación de ingleses y de otros europeos
durante la fiebre del oro se ajustaron gradualmente a una población que no podía sentirse atraída a
volver a la civilización europea aunque fuera por los motivos del beneficio, que había perdido
contacto con los incentivos inferiores del hombre europeo al apartarse de sus motivos superiores,
porque ambos perdían su significado y atractivo en una sociedad donde nadie desea lograr nada y
donde cualquiera se convierte en dios.
2. ORO Y RAZA
Los campos diamantíferos de Kimberley y las minas de oro del Witwatersrand resultaron
hallarse en este mundo fantasmal de la raza y «una tierra que había visto pasar barco tras barco
cargado de emigrantes hacia Nueva Zelanda y Australia sin reparar en ella veía ahora a los hombres
desparramarse por sus desembarcaderos y correr hacia las minas del interior del país. La mayoría
eran ingleses, pero entre ellos había más de un puñado de individuos de Riga y Kiev, de Hamburgo
y Francfort, de Rotterdam y San Francisco»31. Todos ellos pertenecían a «una clase de personas que
prefieren la aventura y la especulación a la industria instalada y que no trabajan bien dentro del
arnés de la vida corriente... [Allí había] buscadores de América y de Australia, especuladores
alemanes, comerciantes, dueños de garitos, jugadores profesionales, abogados..., ex oficiales del
Ejército y de la Marina, segundones de las buenas familias..., una muchedumbre maravillosamente
abigarrada cuyo dinero fluía como agua de la sorprendente productividad de la mina». Se les
29
En 1939, la población total de la Unión Sudafricana era de 9.500.000, de los que 7.000.000 eran nativos, y 2.500.000,
europeos. De estos últimos, más de 1.250.000 eran boers; una tercera parte, británicos, y unos 100.000, judíos. Véase
NORMAN BENTWICH, op. cit.
30
J. A. FROUDE, op. cit., p. 375.
31
KIEWIET, op. cit., p. 119.
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unieron millares de nativos que en un primer momento acudieron para «robar diamantes y gastar
sus ganancias en fusiles y pólvora»32, pero que rápidamente empezaron a trabajar por un salario y se
convirtieron en fuente aparentemente inagotable de mano de obra barata cuando «la más estancada
de las regiones coloniales estallo repentinamente en actividad»33.
La abundancia de nativos, de mano de obra barata, fue la primera y quizás más importante
diferencia entre esta fiebre del oro y otras de su género. Resultó pronto evidente que el populacho
de los cuatro rincones de la Tierra ni siquiera tendría que excavar; en cualquier caso, la atracción
permanente de África del Sur, el recurso permanente que tentaba a los aventureros a instalarse
permanentemente, no fue el oro, sino esta materia prima humana que prometía una permanente
emancipación del trabajo34. Los europeos actuaban exclusivamente como supervisores y ni siquiera
produjeron obreros calificados e ingenieros, tipos ambos que tenían que ser constantemente
importados de Europa.
La segunda diferencia, por su resultado definitivo, fue el hecho de que esta fiebre del oro no
quedara simplemente abandonada a sí misma, sino que fuera financiada, organizada y relacionada
con la economía ordinaria europea a través de la riqueza superflua acumulada y con la ayuda de los
financieros judíos. Desde el mismo comienzo, «un centenar o algo así, congregados como águilas
sobre su presa»35, actuaron como intermediarios a través de los cuales se invirtió el capital europeo
en las minas de oro y en las industrias diamantíferas.
La única sección de la población sudafricana que no tuvo ni deseaba tener participación en las
súbitas actividades del país fue la de los boers. Odiaban a todos aquellos uitlanders, que no se
preocupaban de la nacionalización, sino que necesitaban y obtenían la protección británica,
reforzando por ello aparentemente la influencia del Gobierno británico en El Cabo. Los boers
reaccionaron como siempre habían reaccionado, vendieron sus tierras diamantíferas en Kimberley y
sus yacimientos auríferos cerca de Johannesburgo y escaparon una vez más hacia el desolado
interior. No comprendían que esta nueva oleada era diferente de la de los misioneros británicos, los
funcionarios gubernamentales y los colonos ordinarios y sólo lo advirtieron cuando ya era
demasiado tarde y habían perdido su parte en las riquezas de la caza del oro, que el nuevo ídolo del
Oro no era en absoluto irreconciliable con su ídolo de la Sangre, que el nuevo populacho no deseaba
trabajar y era tan incapaz como ellos mismos de establecer una civilización y que, por eso, les
privaría de la molesta insistencia en la lev de los funcionarios británicos y el irritante concepto de la
igualdad humana de los misioneros cristianos.
Los boers temían y escapaban a lo que realmente nunca sucedió, es decir, a la industrialización
del país. Tenían razón, hasta el punto de que una producción normal y una civilización habrían
destruido desde luego automáticamente el estilo de vida de una sociedad racial. Un mercado normal
del trabajo y de las mercancías habría liquidado los privilegios de la raza. Pero el oro y los
diamantes, que pronto proporcionaron un medio de vida a la mitad de la población de Sudáfrica, no
eran mercancías en el mismo sentido ni se producían de la misma manera que la lana en Australia,
la carne en Nueva Zelanda o el trigo en Canadá. El lugar irracional y no funcional del oro en la
economía le independizaba de los métodos racionales de producción que, evidentemente, jamás
habrían tolerado las fantásticas disparidades entre los salarios de los negros y de los blancos. El oro,
un objeto para la especulación y esencialmente dependiente en su valor de los factores políticos, se
convirtió en la «sangre vital» de Sudáfrica36, pero no podía convertirse ni se convirtió en base de un
nuevo orden económico.
32
FROUDE, op. cit., p. 400.
KIEWIET, op. cit., p. 119.
34
«Lo que una abundancia de lluvia y de hierba era al carnero de Nueva Zelanda, lo que una abundancia de tierra de
pastos era a la lana de Australia, lo que las fértiles llanuras eran al trigo canadiense, era la barata mano de obra nativa de
Sudáfrica para las empresas mineras e industriales» (KIEWIET, op. cit., p. 96).
35
J. A. FROUDE, ibíd.
36
«Las minas de oro son la sangre de la Unión...; la mitad de la población obtenía directa o indirectamente su sustento
de la industria de los yacimientos auríferos y... la mitad de la Hacienda pública se derivaba directa o indirectamente de
las minas de oro» (KIEWIET, op. cit., p. 155).
33
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Los boers temían también la mera presencia de los uitlanders, porque les confundían con colonos
británicos. Los uitlanders, sin embargo, llegaban exclusivamente para enriquecerse con rapidez, y
solo se quedaron aquellos que no lo lograron por completo o quienes, como los judíos, no tenían
país al que retornar. Ningún grupo se preocupó considerablemente de establecerse como una
comunidad según el modelo de los países europeos, como habían hecho los colonos británicos en
Australia, Canadá y Nueva Zelanda. Fue Barnato el que descubrio felizmente que «el Gobierno de
Transvaal no es como ningún otro Gobierno del mundo. No es en absoluto un Gobierno, sino una
Compañía ilimitada de unos veinte mil accionistas»37. De forma similar, fueron más o menos una
serie de incomprensiones las que condujeron finalmente a la guerra entre británicos y boers, que los
boers consideraron erróneamente como «la culminación del largo afán del Gobierno británico por
una Sudáfrica unida», cuando realmente fue determinada principalmente por los intereses
inversionistas38. Cuando los boers perdieron la guerra no perdieron más de lo que deliberadamente
habían abandonado, es decir, su participación en las riquezas; pero definitivamente lograron de
todos los demás elementos europeos, incluyendo al Gobierno británico, el asentimiento a la
ilegalidad de una sociedad racial39. Hoy, todas las secciones de la población, británica o afrikánder,
trabajadores sindicados o capitalistas, están de acuerdo sobre la cuestión de la raza40 y mientras que
la ascensión de la Alemania nazi y su intento de transformar al pueblo alemán en una raza reforzó
considerablemente la posición política de los boers y la derrota de Alemania no la debilito.
Los boers odiaban y temían a los financieros más que a otros extranjeros. De alguna forma
comprendían que el financiero era una figura clave en la combinación de la riqueza superflua y de
los hombres superfluos, que su función consistía en convertir la búsqueda del oro, esencialmente
transitoria, en un negocio mucho más amplio y más permanente41. Además, la guerra contra los
británicos pronto demostró un aspecto más decisivo; resultó completamente obvio que había sido
promovida por inversionistas extranjeros que exigían la protección gubernamental para sus
tremendos beneficios en lejanos países —como si los ejércitos comprometidos en guerras contra
pueblos extranjeros no fuesen nada más que fuerzas de policía nativas implicadas en una guerra
contra los delincuentes nativos—. Poco importaba a los boers que los hombres que introdujeron este
tipo de violencia en los turbios asuntos de la producción de oro y de diamantes ya no fueran los
financieros, sino aquellos que de algún modo habían surgido del mismo populacho y que, como
Cecil Rhodes, creían menos en los beneficios que en la expansión por la expansión42. Los
37
Véase, de PAUL H. EMDEN, Jews of Britain, a Series of Biographies, Londres, 1944, capítulo «From Cairo to the
Cape».
38
KIEWIET (op. cit., pp. 138 y 139) menciona, sin embargo, otro grupo de circunstancias: «Cualquier intento del
Gobierno británico de lograr concesiones o reformas del Gobierno de Transvaal le convertía inevitablemente en agente
de los magnates de las minas... Gran Bretaña otorgó su apoyo, tanto si ello se comprendía claramente en Downing
Street como si no se comprendía, al capital y a las inversiones de las minas.»
39
Gran parte de la conducta titubeante y evasiva de la política británica durante la generación anterior a la guerra de los
boers puede ser atribuida a la indecisión del Gobierno británico entre sus obligaciones con los nativos y sus obligaciones con la, comunidades blancas... Pero la guerra de los boers le obligó a adoptar una decisión respecto de la política
con los nativos. En las estipulaciones de paz, el Gobierno británico prometió que no se intentaría alterar el status
político de los nativos hasta que no se hubiera otorgado el autogobierno a las ex repúblicas. Con esta transcendente
decisión, el Gobierno Británico abandonó su posición humanitaria y permitió a los dirigentes boers obtener una
señalada victoria en las negociaciones de paz que siguieron a su derrota militar. Gran Bretaña abandonó sus esfuerzos
por ejercer un control sobre las vitales relaciones entre blancos y negros. DoWning Street había capitulado» (KIEWIET,
op. cit., pp. 143 y 144).
40
«Existe... una moción enteramente errónea según la cual los Áfricaaners y la población de habla inglesa de Sudáfrica
no están de acuerdo sobre el trato a los nativos. Al contrario, ésta es una de las pocas cosas en las que coinciden»
(JAMES, op. cit., p. 47).
41
Ello fue principalmente debido a los métodos de Alfred Breit, que había llegado en 1875 con objeto de comprar
diamantes para una firma de Hamburgo. «Hasta entonces sólo los especuladores habían sido accionistas de las empresas
mineras... El método de Beit atrajo también al genuino inversionista» (EMDEN, op. cit.)
42
Muy característica al respecto fue la actitud de Barnato cuando llegó a la fusión de su negocio con el grupo de
Rhodes. «Para Barnato, la fusión no era nada más que una transacción financiera con la que quería ganar dinero... Por
eso deseaba que la compañía no tuviera nada que ver con la política. Rhodes, sin embargo no era un simple hombre de
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financieros, que eran principalmente judíos, y sólo los representantes, no los propietarios del capital
superfluo, no tenían ni la necesaria influencia política ni el poder económico suficiente para
introducir objetivos políticos y el uso de la violencia en la especulación y el juego.
Es indudable que los financieros, aunque no constituyeran finalmente el factor decisivo en el
imperialismo, fueron notablemente representativos de éste en su período inicial43. Poseían la ventaja
de la superproducción del capital y de su aneja y consecuente completa inversión de los valores
económicos y morales. En una escala sin precedentes, el comercio del mismo capital reemplazo al
simple comercio de bienes y al simple beneficio de la producción. Esto les hubiera bastado para
alcanzar una posición destacada; pero, además, los beneficios de las inversiones en países
extranjeros pronto aumentaron a un ritmo más rápido que los beneficios comerciales, de forma tal
que los comerciantes y los mercaderes perdieron su primacía ante el financiero44. La principal
característica económica del financiero estriba en que obtiene sus beneficios, no de la producción y
la explotación, ni del intercambio de mercancías o de la actividad bancaria normal, sino
exclusivamente de comisiones. Esto es importante en nuestro contexto, porque le proporciona ese
toque de irrealidad, de existencia fantasmal y de futilidad esencial incluso en una economía normal,
rasgos típicos de tantos acontecimientos sudafricanos. Los financieros, desde luego, no explotaron a
nadie y menos aún controlaron la marcha de las empresas económicas tanto si éstas resultaron ser
estafas corrientes o compañías cuya solidez fue posteriormente confirmada.
Es también significativo que fuera precisamente el elemento del populacho entre el pueblo judío
el que se consagrara a las finanzas. Es cierto que el descubrimiento de las minas de oro de África
del Sur coincidió con los primeros pogroms modernos en Rusia, de forma tal que acudió a Sudáfrica
un reguero de emigrantes judíos. Difícilmente hubieran desempeñado allí, sin embargo, un papel en
la muchedumbre internacional de los desesperados y de los buscadores de fortuna si no les hubieran
precedido unos pocos financieros judíos que tomaron un interés inmediato por los recién llegados
que claramente podían representarles en la población.
Los financieros judíos procedían prácticamente de todos los países del continente, donde habían
sido, en términos de clase, tan superfluos como los demás inmigrantes sudafricanos. Eran
completamente diferentes de las pocas familias establecidas de notables judíos, cuya influencia
descendió firmemente a partir de 1820 y en cuyas filas ya no podían ser asimilados. Pertenecían a la
nueva casta de financieros judíos que, desde las décadas de los 70 y de los 80 en adelante,
encontramos en todas las capitales europeas, a las que en su mayoría habían llegado, tras haber
abandonado sus países de origen para probar su suerte en el juego del mercado bolsístico
internacional. Y así lo hicieron para consternación de las antiguas familias judías, que eran
demasiado débiles para oponerse a la falta de escrúpulos de los recién llegados y que por eso se
mostraron entusiasmadas cuando estos últimos decidieron trasladar a ultramar el campo de sus
actividades. En otras palabras, los financieros judíos se habían tornado tan superfluos en los
legítimos negocios bancarios como superfluos se habían tornado la riqueza que representaban en el
campo de las legítimas empresas industriales y los buscadores de fortunas en el mundo del trabajo
legítimo. En la misma Sudáfrica, donde el mercader estaba a punto de perder en beneficio del
financiero su status dentro de la economía del país, los recién llegados, los Barnatos, Beits, Sammy
Marks, desalojaron a los antiguos pobladores judíos de sus primitivas posiciones con mucha mayor
facilidad que en Europa45. En África del Sur, a diferencia de lo sucedido en otros lugares, fueron el
negocios...» Esto muestra cuán equivocado estaba Barnato cuando pensó que, «si yo hubiera recibido la educación de
Cecil Rhodes, no hubiera sido un Cecil Rhodes» (ibíd.).
43
Cf. la nota 34 del capítulo V.
44
El aumento de los beneficios procedentes de las inversiones en el exterior y un relativo descenso de los beneficios del
comercio exterior caracterizan al aspecto económico del imperialismo. En 1899 se estimaba que todo el comercio
exterior y colonial de la Gran Bretaña había producido solamente unos ingresos de unos 18 millones de libras, mientras
que, en el mismo año, los beneficios procedentes de las inversiones en el exterior suponían 90 ó 100 millones de libras.
Véase, de J. A. HOBSON, Imperialism, Londres, 1938, pp. 53 y ss. Es obvio que la inversión exigía una política de
explotación más consciente y amplia que el simple comercio
45
Los primeros judíos que se instalaron en Sudáfrica, durante el siglo XVIII y la primera parte del XIX, eran
aventureros; a mediados de este siglo les siguieron comerciantes y negociantes, entre los cuales los más destacados se
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tercer factor en la alianza entre el capital y el populacho; en buen grado establecieron el
funcionamiento de la alianza; manejaron la afluencia de capital y su inversión en las minas de oro y
en los campos diamantíferos y pronto se tornaron más conspicuos que cualesquiera otros.
El hecho de su origen judío añadió un indefinible y simbólico sabor al papel de los financieros
—un aroma de desraizamiento esencial—, y así sirvieron para introducir un elemento de misterio
tanto como para simbolizar a todo el asunto. Cabe añadir a esto sus conexiones internacionales, que,
naturalmente, estimularon las quimeras relativas al poder político de los judíos en todo el mundo.
Resulta muy comprensible que todas las fantásticas nociones relativas a un secreto poder judío
internacional —nociones que originalmente habían sido resultado de la intimidad del capital
bancario judío con la esfera económica estatal— se tornaron aquí aún más violentas que en el
continente europeo. Y, además, por vez primera se vieron arrastrados al centro de una sociedad
racial y casi automáticamente fueron distinguidos por los boers de todos los demás pueblos
«blancos» por su especial odio, no sólo como representantes de toda la empresa, sino como una
«raza» diferente, la encarnación del principio diabólico introducido en el mundo normal de los
«negros» y de los «blancos». Este odio resultaba tanto más violento cuanto que era parcialmente
determinado por la sospecha de que los judíos, con su propia, antigua y más auténtica
reivindicación, serían más difíciles de convencer que cualquiera de la reivindicación de la
elegibilidad de los boers. Mientras que el cristianismo simplemente negaba el principio como tal, el
judaísmo parecía un reto directo y rival. Largo tiempo antes de que los nazis edificaran
conscientemente un movimiento antisemita en África del Sur, el tema racial había invadido el
conflicto entre los uitlanders y los boers bajo la forma del antisemitismo46. Y resulta tanto más
notable cuanto que la importancia de los judíos en la economía sudafricana del oro y los diamantes
no sobrevivió a los comienzos del siglo XX.
Tan pronto como las industrias del oro y de los diamantes alcanzaron la fase imperialista de
desarrollo en la que los accionistas ausentes exigen una protección política de sus Gobiernos,
resultó que los judíos no podían mantener su importante posición económica. Carecían de un
Gobierno al que dirigirse, y su posición en la sociedad sudafricana se hallaba tan insegura que para
ellos estaba en juego algo más que la simple disminución de su influencia. Podían preservar su
seguridad económica y su establecimiento permanente en Sudáfrica, que necesitaban más que
cualquier otro grupo de uitlanders, sólo si lograban algún status en la sociedad —lo que en este
caso significaba la admisión en los exclusivos clubs británicos—. Se vieron obligados a negociar su
influencia a cambio de la posición de un caballero, como Cecil Rhodes explicó muy brutalmente
cuando compró su ingreso en el Barnato Diamond Club, tras haber fusionado la De Beers Company
con la Compañía de Alfred Beit47. Pero estos judíos podían ofrecer algo más que un simple poder
económico; gracias a ellos, Cecil Rhodes, tan recién llegado y tan aventurero como ellos, fue
finalmente aceptado por las más respetables casas bancarias de Inglaterra, con las que los
financieros judíos, después de todo, tenían mejores relaciones que cualquier otro48. «Ni uno solo de
los Bancos ingleses hubiera prestado un solo chelín con la garantía de las acciones auríferas. Pero la
ilimitada confianza de estos hombres de los diamantes de Kimberley operó como un imán sobre sus
correligionarios de Inglaterra»49.
La fiebre del oro se convirtió en una empresa declaradamente imperialista sólo después de que
Cecil Rhodes desahuciara a los judíos, tomara en su propia mano la política inversionista de
Inglaterra y llegara a ser la figura central de El Cabo. El 75 por 100 de los dividendos pagados a los
orientaron hacia la industria pesquera: la caza de focas, la de ballenas (hermanos De Pass), y la cría de avestruces
(familia Mosenthal). Más tarde se vieron casi forzados a consagrarse a las industrias diamantíferas de Kimberley,
donde, sin embargo, jamás alcanzaron el nivel de Barnato y de Beit.
46
ERNST SCHULTZE, «Die Judenfrage in Süd-Afrika», en Der Weitkampf, ocIubre de 1938, vol. XV, n.º 178.
47
Barnato vendió sus acciones a Rhodes para lograr ser admitido en el Kimberley Club. «Esta no es una simple
transacción económica», se cuenta que Rhodes dijo a Barnato. «Tengo intención de convertirle en un caballero.»
Barnato disfrutó de su vida de caballero durante ocho años y después se suicidó. Véase MIILLIN, op. cit., pp. 14 y 85.
48
«El camino de un judío [en este caso. Alfred Beit, de Hamburgo] a otro es fácil. Rhodes fue a Inglaterra para ver a
lord Rothschild y éste le dio su aprobación» (ibíd.).
49
EMDEN, op. cit.,
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accionistas escapaba al extranjero, y una gran mayoría de este dinero iba a la Gran Bretaña. Rhodes
logró interesar en sus negocios al Gobierno británico, le convenció de que la protección de la
expansión y la exportación de los instrumentos de violencia resultaban necesarias para la defensa de
las inversiones y que semejante política constituía un deber sagrado para cada Gobierno nacional.
Por otra parte, introdujo en El Cabo esa típica política económica imperialista de abandono de todas
las empresas que no sean propiedad de accionistas ausentes, de forma tal que, al final, no sólo las
compañías auríferas, sino el mismo Gobierno, frustraron la explotación de abundantes yacimientos
de metales básicos y la producción de bienes de consumo50. Con la introducción de esta política
Rhodes aportó el más eficaz factor para la pacificación eventual de los boers; el abandono de toda
auténtica empresa industrial era la más sólida garantía para evitar un desarrollo capitalista normal y,
en consecuencia, evitaba el final normal para una sociedad racial.
Los boers necesitaron varias décadas para comprender que nada tenían que temer del
imperialismo y que, como el país no se desarrollaría como se habían desarrollado Australia y
Canadá, ni se extraerían beneficios del país en general, se contentaría con realizar amplias
inversiones en un campo específico. Por eso el imperialismo se mostraba deseoso de abandonar las
llamadas leyes de la producción capitalista y sus tendencias igualitarias con tal de que se hallaran a
salvo los beneficios de las inversiones espe cíficas. Esto condujo eventualmente a la ley de la mera
rentabilidad, y Sudáfrica se convirtió en el primer ejemplo de un fenómeno que se produce allí
donde el populacho se convierte en factor dominante de la alianza entre el mismo y el capital.
En un aspecto, el más importante, los boers siguieron siendo dueños indiscutibles del país: allí
donde el trabajo racional y la política de producción chocaban con las consideraciones raciales,
ganaban éstas. Los imperativos del beneficio fueron una y otra vez sacrificados a las exigencias de
una sociedad racial, frecuentemente a un precio terrorífico. La rentabilidad de los ferrocarriles
quedó destruida de la mañana a la noche cuando el Gobierno despidió a 17.000 empleados bantúes
y elevó los salarios de los blancos en un 200 por 10051; los gastos municipales se tornaron
prohibitivos cuando los empleados nativos fueron reemplazados por blancos. La Color Bar Bill
excluyo finalmente a todos los trabajadores negros de los empleos mecánicos y forzó a la fuerza
empresarial industrial a un tremendo aumento en los costes de producción. El mundo racial de los
boers nada tenía que temer, y menos que de nadie de los trabajadores blancos, cuyos sindicatos se
quejaron amargamente de que la Color Bar Bill no hubiera ido más allá52.
A primera vista es sorprendente que a la desaparición de los financieros judíos sobreviviera un
violento antisemitismo, así como la eficaz difusión del racismo entre todos los sectores de la
población de origen europeo. Los judíos no fueron ciertamente una excepción a esta norma. Se
acomodaron al racismo tan bien como los demás, y su comportamiento con el pueblo negro no
mereció reproches53. Sin ser, sin embargo, conscientes de ello y bajo la presión de circunstancias
especiales, rompieron, empero, con una de las más fuertes tradiciones del país.
El primer signo de un comportamiento «anormal» se produjo inmediatamente después de que los
financieros judíos perdieran su posición en las minas de oro y en los campos de diamantes. No
50
«Sudáfrica, en tiempos de paz, concentró casi toda su energía industrial en la producción de oro. El inversionista
medio colocaba su dinero en el oro porque éste le ofrecía los más rápidos y más grandes beneficios. Pero Sudáfrica
tiene también tremendos yacimientos de mineral de hierro, cobre, amianto, manganeso, estaño, plomo, platino, cromo,
mica y grafito. Estos, junto con las minas de carbón y el puñado de fábricas dedicadas a la producción de bienes de
consumo, eran considerados industrias ‘secundarias'. Y el desarrollo de estas industrias secundarias fue frustrado por las
compañías auríferas y, en medida considerable, por el Gobierno» (JAMES, op. cit., p. 333).
51
JAMES, op. cit., pp. 111 y 112. «El Gobierno consideró que éste era un buen ejemplo para que lo siguieran los
patronos..., y la opinión pública pronto obligó a muchos de ellos a realizar cambios en su política de contratación de
mano de obra.»
52
JAMES, op. cit., p. 108.
53
Una vez más puede advertirse una clara diferencia, hasta finales del siglo XIX, entre los primeros colonos y los
financieros. Saul Salomon, por ejemplo, miembro negrófilo del Parlamento de El Cabo, descendía de una familia que se
había instalado en África del Sur a comienzos del siglo XIX (EMDEN, op. cit.).
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abandonaron el país, sino que se instalaron allí permanentemente54 en una posición singular para un
grupo blanco: ni pertenecían a la «sangre vital» de África ni al grupo de «blancos pobres». En vez
de ello, comenzaron inmediatamente a construir aquellas industrias y profesiones que, según la
opinión sudAfricana, son «secundarias» porque no están relacionadas con el oro55. Los judíos se
convirtieron en fabricantes de muebles y de ropas, en comerciantes y en miembros profesionales,
médicos, abogados y periodistas. En otras palabras, por bien que hubieran creído haberse
acomodado a las condiciones del populacho en el país y a su actitud racial, los judíos habían roto su
más importante norma introduciendo en la economía sudafricana un factor de normalidad y
productividad, con el resultado de que cuando Mr. Malan presentó al Parlamento una ley para
expulsar a todos los judíos de la Unión, tuvo el apoyo entusiasta de todos los blancos pobres y de
toda la población afrikander56.
Este cambio en la función económica, la transformación de la judería sudafricana, que paso de
representar los más sombríos caracteres en el sombrío mundo del oro y de la raza a constituir la
única parte productiva de la población, surgió como una confirmación curiosamente tardía de los
temores originales de los boers. No habían odiado tanto a los judíos como intermediarios de la
riqueza superflua o como representantes del mundo del oro, sino que les habían temido y
despreciado como la verdadera imagen de los uitlanders, que tratarían de convertir al país en parte
norma productora de la civilización occidental, cuyos motivos de rentabilidad, al menos,
representaban un peligro mortal para el mundo fantasmal de la raza. Y cuando los judíos quedaron
finalmente aislados de la dorada corriente vital de los uitlanders y no pudieron abandonar el país
como todos los demás extranjeros habrían hecho en circunstancias similares, desarrollando en lugar
de ello industrias «secundarias», los boers resultaron estar en lo cierto. Los judíos, enteramente por
sí mismos y sin ser la imagen de algo o de alguien, se convirtieron en una amenaza real para la
sociedad racial. Todavía hoy, los judíos tienen contra sí la concertada hostilidad de todos aquellos
que creen en la raza o en el oro —y que constituyen prácticamente el conjunto de la población
europea de Sudáfrica—. Sin embargo, no pueden hacer ni harán causa común con el otro único
grupo que lenta y gradualmente está siendo recuperado de la sociedad racial: el de los trabajadores
negros, cada vez más y más conscientes de su humanidad bajo el impacto del trabajo regular y de la
vida urbana. Aunque ellos, en contraste con los «blancos», tienen un genuino origen racial, no
poseen el fetiche de la raza y la abolición de la sociedad racial significa sólo la promesa de su
liberación.
En contraste con los nazis, para quienes el racismo y el antisemitismo eran grandes armas
políticas para la destrucción de la civilización y el establecimiento de un nuevo cuerpo político, el
racismo y el antisemitismo son cosa corriente y consecuencia natural del statu quo en Sudáfrica. No
necesitaron el nazismo para su nacimiento e influyeron sobre el nazismo sólo de forma indirecta.
Existieron, sin embargo, efectos de boomerang reales e inmediatos de la sociedad racial de
Sudáfrica en el comportamiento de los pueblos europeos: como la mano de obra barata, india y
china, había sido importada en África allí donde la aportación interior quedó temporalmente
interrumpida57, se advirtió inmediatamente un cambio de actitud hacia los pueblos de color de Asia,
54
Entre 1924 y 1930 llegaron a Sudáfrica 12.319 judíos, mientras que sólo 461 dejaron el país. Estas cifras son muy
sorprendentes si se tiene en cuenta que la inmigración total durante el mismo período, tras deducir el número de
emigrantes, supuso 14.241 personas (véase SCHULTZE, op. cit.) . Si comparamos estas cifras con el cuadro de
inmigración de la nota 6 se advierte que los judíos constituyeron aproximadamente un tercio de la inmigración total a
Sudáfrica durante la década de los 20 y que, en agudo contraste con otras categorías de uitlanders, se instalaron
permanentemente: su participación en la emigración anual es inferior al 2 por 100.
55
«Los fanáticos dirigentes nacionalistas afrikaaners han deplorado el hecho de que hubiera en la Unión 102.000
judíos; la mayoría son empleados administrativos, empresarios industriales, comerciantes o miembros de profesiones
liberales. Los judíos levantaron muchas de las industrias secundarias de África del Sur, es decir, de las que no estaban
relacionadas con las minas de oro y de diamantes, concentrándose especialmente en la fabricación de prendas de vestir
y de muebles» (JAMES, op. cit. p. 46).
56
Ibid., pp. 67 y 68.
57
Durante el siglo XIX, más de 100.000 coolies indios fueron importados por las plantaciones de caña de azúcar de
Natal. A éstos siguieron los trabajadores chinos de las minas, que en 1907 totalizaban 55.000. En 1910, el Gobierno
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donde, por vez primera, la gente comenzó a ser tratada de la misma manera que aquellos salvajes
Africanos que literalmente habían aterrado a los europeos. La diferencia estribaba en que no podía
existir una razón humanamente comprensible para tratar a los indios y a los chinos como si no
fueran seres humanos. En un cierto sentido es aquí donde comenzó el auténtico crimen, porque aquí
todos deberían haber sabido lo que estaban haciendo. Es cierto que la noción de raza fue hasta cierto
punto modificada en Asia; los «linajes superiores e inferiores», como diría el «hombre blanco» al
empezar a cargar el peso sobre sus hombros, todavía indicaban una escala y la posibilidad de un
desarrollo gradual y la idea en cierto modo escapa al concepto de dos especies enteramente
diferentes de la vida animal. Por otra parte, como el principio de la raza suplantó en Asia a la
noción más antigua relativa a pueblos extraños y extranjeros, fue un arma mucho más consciente
que en África en su aplicación a la dominación y la explotación.
Menos inmediatamente significativa, pero de mayor importancia para los Gobiernos totalitarios,
fue la otra experiencia de la sociedad racial en África, la de que los motivos de la rentabilidad no
son sagrados y pueden no ser aceptados, la de que las sociedades pueden funcionar según principios
diferentes de los económicos y que tales circunstancias pueden favorecer a aquellos que bajo las
condiciones de una producción racionalizada y del sistema capitalista pertenecerían al grupo de los
menos favorecidos. La sociedad racial de África del Sur enseñó al populacho la gran lección de la
que siempre había poseído una confusa premonición, la de que a través de la pura violencia un
grupo de los menos favorecidos podía crear una clase inferior a la suya, que para este propósito ni
siquiera necesitaba una revolución, que podía unirse con grupos de las clases dominantes y que los
pueblos extranjeros o atrasados ofrecían las mejores oportunidades para semejantes tácticas.
El impacto completo de la experiencia Africana fue advertido por vez primera por dirigentes del
populacho como Carl Peters, que decidieron que también ellos tenían que pertenecer a una raza de
señores. Las posesiones coloniales Africanas se convirtieron en el más fértil suelo para el
florecimiento de lo que más tarde sería la élite nazi. Allí vieron con sus propios ojos cómo podían
ser convertidos en razas los pueblos y cómo simplemente tomando la iniciativa en este proceso,
podía uno impulsar a su propio pueblo hacia la posición de la raza de señores. Allí se curaron de la
ilusión de que el proceso historico es necesariamente «progresivo», porque si el curso de la antigua
civilización conducía hacia algo, «el holandés se apartaba de todo»58, y si la «Historia económica
enseñó una vez que el hombre había evolucionado por pasos graduales desde una vida de cazador
hasta el pastoreo y finalmente hasta establecerse y hasta la iniciación de una vida agrícola», la
historia de los boers demostraba claramente que uno podía también proceder «de un país que había
figurado a la cabeza del cultivo intensivo... (y) convertirse gradualmente en ganadero y cazador»59.
Estos dirigentes comprendieron muy bien que precisamente porque los boers habían descendido al
nivel de las tribus salvajes seguían siendo sus indiscutidos amos. Estaban perfectamente dispuestos
a pagar el precio, a retroceder al nivel de la organización racial si actuando así podían comprar el
dominio sobre otras «razas». Y sabían por sus experiencias con las gentes llegadas a Sudáfrica
desde los cuatro rincones de la Tierra, que todo el populacho del mundo civilizado occidental
estaría con ellos60.
británico ordenó la repatriación de todos los mineros chinos y en 1913 prohibió toda ulterior inmigración de la India o
de cualquier otra parte de Asia. En 1931 seguían en la Unión 142.000 asiáticos, que eran tratados como los Africanos
nativos (véase también SCHULTZE, op cit.).
58
BARNES, op. cit. p. 13.
59
KIEWIET, op. cit., p. 13.
60
«Cuando los economistas declararon que los salarios más elevados constituían una forma de subvención y que el
trabajo protegido era antieconómico, la respuesta fue que valía la pena el sacrificio si los elementos infortunados de la
población blanca hallaban por fin una base estable en la vida moderna.» «Pero no fue Sudáfrica el único lugar en donde,
a partir del final de la Gran Guerra, no se escuchó la voz de los economistas ortodoxos... En una generación que vio a
Inglaterra abandonar el libre cambio, a América dejar el patrón oro y al Tercer Reich abrazar la autarquía..., la
insistencia de Sudáfrica en organizar su vida económica de forma tal que afirmara la posición dominante de la raza
blanca no parece seriamente desplazada» (KIEWIET, op. cit., pp. 224 y 245).
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3. EL CARÁCTER IMPERIALISTA
De los dos principales medios políticos de dominación imperialista, el de la raza íue descubierto
en África del Sur y el de la burocracia en Argelia, Egipto y la India. La primera fue originalmente
una noción apenas consciente ante tribus de cuya humanidad el hombre europeo se sentía
avergonzado y asustado, mientras que la segunda fue una consecuencia de esa administración por la
que los europeos habían tratado de dominar a pueblos extranjeros a los que consideraban
inevitablemente inferiores y a los que estimaban al tiempo necesitados de su protección especial. La
raza, en otras palabras, significaba un escape a una irresponsabilidad donde nada humano podía ya
existir, y la burocracia fue el resultado de una responsabilidad que ningún hombre puede asumir por
su semejante ni ningún pueblo por otro pueblo.
El exagerado sentido de responsabilidad de los administradores británicos de la India que
reemplazaron a los «violadores de la ley» de Burke tiene su base material en el hecho de que el
Imperio británico se haya logrado realmente en un «momento de distracción». Por eso aquellos que
se enfrentaron con el hecho consumado y con la tarea de conservar lo que había llegado a ser suyo
mediante un accidente, tuvieron que hallar una interpretación que pudiera trocar el accidente en un
tipo de acto voluntario. Tales cambios históricos de hecho se han operado desde los tiempos
antiguos mediante las leyendas, y las leyendas concebidas por la intelligentsia británica
desempeñaron un papel decisivo en la formación del burócrata y del agente secreto de la
Administración británica.
Las leyendas han desempeñado siempre un papel poderoso en la elaboración de la Historia. El
hombre, que no ha recibido el don de deshacer, que es siempre heredero forzoso de los hechos de
otros hombres y que está siempre cargado con una responsabilidad que parece ser la consecuencia
de una inacabable cadena de acontecimientos más bien que de actos conscientes, exige una
explicación y una interpretación del pasado en la que parece hallarse oculta la clave misteriosa de su
destino futuro. Las leyendas fueron la base espiritual de todas las ciudades antiguas, de todos los
imperios y pueblos, prometiendo una guía segura a través de los ilimitados espacios del futuro. Sin
relacionarse sólidamente con los hechos, expresando siempre su verdadero significado, ofrecían una
verdad más allá de las realidades, una rememoración más allá de los recuerdos.
Las explicaciones legendarias de la Historia siempre sirvieron como correcciones confirmadas a
hechos y acontecimientos reales, que se necesitaban precisamente porque la Historia en sí misma
hacía al hombre responsable de logros que no eran suyos y de consecuencias que no había previsto.
La verdad de las antiguas leyendas —que les proporciona su fascinante actualidad muchos siglos
después de que las ciudades, los imperios y los pueblos a los que sirvieron se hayan convertido en
polvo— no era más que la forma en que los acontecimientos del pasado encajaban con la condición
humana en general y las aspiraciones políticas en particular. Sólo en la narración francamente
inventada de los acontecimientos consentía el hombre en asumir su responsabilidad por ellos y en
considerar a los hechos del pasado como su pasado. Las leyendas le hacían dueño de lo que él no
había hecho y capaz de enfrentarse con lo que no podía deshacer. En este sentido, las leyendas no
son sólo los primeros recuerdos de la Humanidad, sino realmente los auténticos comienzos de la
Historia humana.
El florecimiento de las leyendas históricas y políticas tuvo un muy abrupto final con el
nacimiento del cristianismo. Su interpretación de la Historia, desde los días de Adán hasta el juicio
Final como un camino único hacia la salvación, ofrecía la más poderosa e incluyente explicación
legendaria del destino humano. Sólo después de que la unidad espiritual de los pueblos cristianos
diera paso a la pluralidad de las naciones, cuando el camino hacia la salvación se convirtió en
incierto artículo de fe individual más que en una teoría universal aplicable a todo lo que sucediera,
surgieron nuevos tipos de explicaciones históricas. El siglo XIX nos brindó el curioso espectáculo
del nacimiento casi simultáneo de las ideologías más diferentes y contradictorias, cada una de las
cuales afirmaba conocer la verdad oculta sobre hechos que de otra forma resultaban
incomprensibles. Las leyendas, sin embargo, no son ideologías; no apuntan a una explicación
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universal, sino que se preocupan siempre de hechos concretos. Parece más que significativo que el
crecimiento de los cuerpos nacionales no fuera en lugar alguno acompañado por una leyenda
fundacional y que en los tiempos modernos existiera un primero y único intento elaborado
precisamente cuando ya era obvio el declive del cuerpo nacional y el imperialismo parecía ocupar el
puesto del anticuado nacionalismo.
El autor de la leyenda imperialista es Rudyard Kipling. Su tema es el Imperio británico; su
resultado, el carácter imperialista (el imperialismo fue la única escuela del carácter en los tiempos
modernos). Y aunque la leyenda del Imperio británico tenía poco que ver con las realidades del
imperialismo británico, empujó o atrajo hacia su Administración a los mejores hijos de Inglaterra.
Porque las leyendas atraen a los mejores de nuestra época de la misma manera que las ideologías
atraen al tipo medio y los bulos relativos a horribles potencias secretas que operan entre bastidores
atraen a los peores. Sin duda, ninguna estructura política podría haber evocado más relatos y
justificaciones legendarios como el Imperio británico, como el pueblo británico, partiendo de la
consciente fundación de colonias hasta llegar a la dominación de pueblos extranjeros en todo el
mundo.
La leyenda de la fundación, como Kipling la cuenta, parte de la realidad fundamental del pueblo
de las Islas Británicas61. Rodeados por el mar, necesitaron y obtuvieron la ayuda de los tres
elementos, el Agua, el Viento y el Sol, a través de la invención de la Nave. La nave hizo posible la
alianza siempre peligrosa con los elementos y convirtió al inglés en dueño del mundo. «Ganarás el
mundo —dice Kipling— sin que nadie sepa cómo lo hiciste; conservarás el mundo sin que nadie
conozca cómo lo lograste; llevarás al mundo a tus espaldas sin que nadie vea cómo lo hiciste. Pero
ni tú ni tus hijos obtendréis nada a cambio de esa humilde tarea más que los cuatro Dones —uno del
Mar, uno del Viento, uno del Sol y uno de la Nave que te lleva... Porque, ganado el mundo,
conservando al mundo y llevando al mundo a tus espaldas —en la tierra, en el mar o en el aire—,
tus hijos siempre tendrán los cuatro Dones. Dolicocéfalos, parcos en el hablar y de mano dura —
muy dura— y siempre con ventaja frente a cada enemigo, para ser una salvaguardia de todos
aquellos que crucen por los mares con legítimos propósitos.»
Lo que aproxima tanto a las antiguas leyendas fundacionales a esta pequeña narración del
«Primer Marinero» es que presenta a los británicos como el único pueblo maduro, preocupado por
la ley y cargado con el peso del bienestar del mundo, entre tribus bárbaras que no se preocupan ni
saben qué es lo que mantiene unido al mundo. Desgraciadamente, esta presentación carecía de la
verdad innata de las antiguas leyendas: el mundo se preocupaba y conocía y veía cómo actuaban, y
una narración semejante no podría haber convencido al mundo de que «no obtenían nada de esa
humilde tarea». Sin embargo, en la misma Inglaterra existía una cierta realidad que correspondía a
la leyenda de Kipling y la hacía posible, y era la existencia de virtudes tales como el sentimiento
caballeresco, la nobleza, la valentía, aunque se hallaran profundamente fuera de lugar en una
realidad política dominada por Cecil Rhodes o lord Curzon.
El hecho de que la «carga del hombre blanco» sea o bien la hipocresía o bien el racismo, no ha
impedido a unos pocos de los mejores ingleses asumir la carga seriamente y convertirse en los
trágicos y quijotescos locos del imperialismo. Tan real en Inglaterra como la tradición de hipocresía
es otra menos obvia que se siente la tentación de denominar tradición de los matadores de dragones,
quienes acudieron entusiásticamente hacia lejanas y curiosas tierras, a pueblos extraños e ingenuos,
para matar a los numerosos dragones que habían acosado a éstos durante siglos. Hay más de un
grano de verdad en otra narración de Kipling, La tumba de su antepasado62, en la que la familia
Chinn «sirve a la India generación tras generación, como los delfines avanzan en línea a través del
mar abierto». Mataban al ciervo que robaba la cosecha del pobre, enseñaban los misterios de
mejores métodos agrícolas, les liberaron de algunas de sus supersticiones más perjudiciales y
mataron leones y tigres con gran estilo. Su único premio es, desde luego, una «tumba de
antepasados» y una leyenda familiar, creída por toda la tribu india y según la cual «el reverenciado
61
62
RUDYARD KIPLING, «The First Sailor», en Humorous Tales, 1891.
En The Day's Work, 1898.
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antepasado... tiene un tigre propio —un tigre de silla sobre el que cabalga todo el país siempre que
lo desea». Desgraciadamente, esta cabalgada por el país es «una segura señal de guerra, pestilencia
o de algo así», y en este caso particular es una señal de vacunación. De tal forma que Chinn, el más
Joven, un subordinado no muy importante en la jerarquía del Ejército, pero totalmente importante
por lo que a la tribu india concierne, tiene que matar al tigre de su antepasado para que el pueblo
pueda ser vacunado sin temor a «guerra, pestilencia o algo así».
Tal como van los tiempos modernos, los Chinn, desde luego, «son más afortunados que la
mayoría de la gente». Su suerte es que han nacido dentro de una carrera que suave y naturalmente
les conduce hacia la realización de los mejores sueños de su juventud. Mientras que otros
muchachos tienen que olvidar sus «nobles sueños», ellos son lo suficientemente mayores como para
trasladarlos a la acción. Y cuando después de treinta años de servicio se retiren, su vapor se cruzará
con «un transporte de tropas rumbo a un puerto extranjero, en el que va su hijo hacia el Este para
cumplir el deber familiar», de tal manera que el poder de la existencia del viejo Mr. Chinn como
matador de dragones nombrado por el Gobierno y pagado por el Ejército pueda extenderse a la
siguiente generación. Sin duda, el Gobierno británico les paga por sus servicios, pero no está
completamente claro en qué servicios pueden eventualmente aterrizar. Existe una fuerte posibilidad
de que sirvan realmente a esta determinada tribu india generación tras generación, y es consolador
que la misma tribu esté convencida de ello. El hecho de que los servicios superiores apenas sepan
nada de los extraños deberes y aventuras del pequeño teniente Chinn, de que difícilmente sean
conscientes de su existencia como afortunada reencarnación de su abuelo, da a su doble existencia
soñada una inalterada base en la realidad. Se encuentra simplemente como en su casa en dos
mundos, separados por murallas impermeables al agua y a los chismorreos. Nacido en «el corazón
de ese país despreciable y atigrado» y educado entre su pueblo en la pacífica, equilibrada y mal
informada Inglaterra, está dispuesto a vivir permanentemente con dos pueblos y enraizado y bien
relacionado con la tradición, el lenguaje, la superstición y los prejuicios de ambos. En cualquier
momento puede pasar de la obediente subordinación de uno de los soldados de su majestad a ser
una figura interesante y noble en el mundo de los nativos, un bienamado protector de los débiles, el
matador de dragones de los antiguos cuentos.
La realidad es que estos estrafalarios y quijotescos protectores de los débiles que desempeñaron
su papel tras la escena de la dominación oficial británica no eran tanto producto de la ingenua
imaginación de los pueblos primitivos como de los sueños que contenían lo mejor de las tradiciones
europeas y cristianas, aunque ya se hubieran deteriorado en la futilidad de los ideales de la
adolescencia. No eran el soldado de su majestad ni el oficial superior británico quienes podían
enseñar a los nativos algo de la grandeza del mundo occidental. Sólo eran aptos para la tarea
aquellos que nunca habían sido capaces de superar sus ideales juveniles y que por eso se habían
alistado en los servicios coloniales. Para ellos el imperialismo no significaba más que una
oportunidad accidental de escapar a la sociedad en la que el hombre tenía que olvidar su juventud si
deseaba prosperar. A la sociedad inglesa le encantaba verles partir hacia lejanos países, una
circunstancia que permitía la tolerancia e incluso el estímulo de los ideales juveniles en el sistema
de las escuelas públicas. Los servicios coloniales les arrebataban de Inglaterra e impedían, por así
decirlo, la conversión de los ideales juveniles en ideas de hombres maduros. Tierras extrañas y
curiosas atrajeron a los mejores jóvenes de Inglaterra desde finales del siglo XIX, privaron a su
sociedad de sus elementos más honrados y más peligrosos y garantizaron, además de estas ventajas,
una cierta conservación, o quizá petrificación, de la nobleza juvenil que preservó e infantilizó
normas morales occidentales.
Lord Cromer, secretario del virrey y encargado de la Hacienda en el Gobierno preimperialista de
la India, todavía pertenecía a la categoría de los matadores de dragones británicos. Impulsado
exclusivamente por «el sentido del sacrificio» respecto de las poblaciones atrasadas y el «sentido
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del deber»63 hacia la gloria de la Gran Bretaña que «había dado nacimiento a una clase de
funcionarios que poseían tanto el deseo como la capacidad de gobernar»64, declinó en 1864 el
puesto de virrey y rechazó diez años más tarde el cargo de secretario de Estado para los Asuntos
Exteriores. En vez de tales honores, que hubieran satisfecho a un hombre de menor categoría, se
convirtió en el oscuro y todopoderoso cónsul general británico en Egipto desde 1883 a 1907. Allí se
convirtió en el primer administrador imperialista, ciertamente «no inferior a nadie entre quienes por
sus servicios han dado gloria a la raza británica»65; quizá también el último en morir con un
inalterado orgullo: «Que esto baste para galardón de Britannia / Jamás se ganó premio más noble /
Las bendiciones de un pueblo liberado / La conciencia del deber cumplido»66.
Cromer fue a Egipto porque comprendió que «el inglés que se extendía para retener a su amada
India (tenía que) plantar un pie firme en las orillas del Nilo»67. Egipto era para él sólo un medio
encaminado a un fin, una expansión necesaria para la seguridad de la India. Casi en el mismo
momento resultaba que otro inglés ponía los pies en el continente Africano, aunque en su extremo
opuesto y por opuestas razones: Cecil Rhodes fue a Sudáfrica y salvó a la Colonia de El Cabo
después de que había perdido toda importancia para la «amada India» del inglés. Las ideas de
Rhodes acerca de la expansión eran mucho más avanzadas que las de su más respetable colega del
Norte; para él la expansión no necesitaba justificarse con motivos tan sensibles como la retención
de lo que ya se poseía. La «expansión lo era todo», y la India, Sudáfrica y Egipto eran igualmente
importantes o igualmente insignificantes como escalones de una expansión exclusivamente limitada
por el tamaño de la Tierra. Existía ciertamente un abismo entre el megalómano vulgar y el hombre
culto consciente de sus sacrificios y sus deberes; sin embargo, llegaron aproximadamente a
resultados idénticos y fueron igualmente responsables del «Gran Juego» del sigilo, que no resultaba
menos insano ni menos dañoso en política que el mundo fantasmal de la raza.
La sorprendente semejanza entre la dominación de Rhodes en África del Sur y la dominación de
Cromer en Egipto estribaba en que ambos consideraban a los países no como fines deseables en sí
mismos, sino simplemente como medios para un objetivo supuestamente más elevado. Eran
similares por eso en su indiferencia y distanciamiento, en su genuina falta de interés por sus
súbditos, actitud que difería tanto de la crueldad y de la arbitrariedad de los déspotas nativos de
Asia como de la explotadora negligencia de los conquistadores o de la insana y anárquica opresión
de una tribu racial por otra. Tan pronto como Cromer comenzó a dominar en Egipto en favor de la
India, perdió su papel de protector de «pueblos atrasados» y ya no pudo creer sinceramente que el
«propio interés de las razas sometidas es la base principal de toda la fábrica imperial»68.
El distanciamiento se convirtió en la nueva actitud de todos los miembros de la Administración
británica; era una forma de gobernar más peligrosa que el despotismo y la arbitrariedad, porque ni
siquiera toleraba el último eslabón entre el déspota y sus súbditos, que está constituido por los
sobornos y las dádivas. La misma integridad de la Administración británica hacía a este Gobierno
despótico más inhumano e inaccesible a sus súbditos de lo que nunca había sido el de los
dominadores asiáticos o el de los conquistadores implacables69. La integridad y el distanciamiento
eran símbolos de una absoluta división de intereses, hasta el punto de que ni siquiera se les permitía
que entraran en conflicto. En comparación, la explotación, la opresión o la corrupción aparecían
como salvaguardias de la dignidad humana, porque el explotador y el explotado, el opresor y el
oprimido, el corruptor y el corrompido, todavía vivían en el mismo mundo, todavía compartían los
mismos ideales, luchaban entre sí por las mismas cosas; y es este tertium comparationis lo que fue
destruido por el distanciamiento. Lo peor de todo fue el hecho de que el distante administrador era
63
LAWRENCE J. ZETLAND, Lord Cromer, 1932, p. 16.
Lord CROMER, «The Government of Subject Races», en Edinburgh Revíew, enero de 1908.
65
Lord Curzon, en el descubrimiento de una lápida en memoria de Cromer (véase ZETLAND, op. cit., p. 362).
66
Cita de un largo poema de CROMER (véase ZETLAND, op. cit., pp. 17 y 18).
67
De una carta que Lord Cromer escribió en 1882 (ibídem, p. 87).
68
Lord CROMER, op. Cit.
69
El soborno «era quizás la institución más humana entre la maraña de alambradas del orden ruso». MOISSAYE J.
OLGIN, The Soul of the Russian Revolution, Nueva York, 1917.
64
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difícilmente consciente de que había inventado una nueva forma de gobierno, sino que realmente
pensaba que su actitud se hallaba condicionada por «el enérgico contacto con un pueblo que vive en
un plano inferior». Así, en lugar de creer en su superioridad individual con cierto grado de vanidad
esencialmente inocua, sentía que pertenecía a «una nación que había alcanzado un plano
comparativamente elevado de la civilizaciónn»70 y por eso mantenía su posición por derecho de
nacimiento, al margen de cualesquiera logros personales.
La carrera de lord Cromer es fascinante, porque encarna la verdadera transformación de la
antigua Administración colonial en Administración imperialista. Su primera reacción ante sus
deberes en Egipto fue una marcada intranquilidad y preocupación por una situación que no era
«anexión», sino una «forma híbrida de gobierno a la que no puede darse nombre alguno y para la
que no existe precedente»71. En 1885, después de dos años de servicio, todavía abrigaba serias
dudas acerca de un sistema en el que él era cónsul general británico nominal y auténtico dominador
de Egipto, y escribió que un «mecanismo extremadamente delicado (cuyo) funcionamiento eficiente
depende en buena medida del criterio y de la capacidad de unos pocos individuos... puede... estar
justificado (sólo) si somos capaces de mantener ante nuestros ojos la posibilidad de la evacuación...
Si esta posibilidad se torna tan remota como para que no pueda tenerse en cuenta..., sería mejor para
nosotros... concertarnos con las demás potencias si debemos encargarnos del gobierno del país,
garantizar sus deudas, etc.»72. Cromer tenía, sin duda, razón, y, o bien la ocupación o bien la
evacuación, hubieran normalizado el asunto. Pero esta «forma híbrida de gobierno» sin precedente
había de tornarse característica de toda la empresa imperialista con el resultado de que unas pocas
décadas después todo el mundo había perdido ya la primera y fundada opinión de Cromer acerca de
las formas de gobierno posibles e imposibles, de la misma manera que se había perdido aquella
primitiva percepción de lord Selbourne según la cual una sociedad racial constituía un estilo de vida
sin precedente. Nada puede caracterizar mejor esta fase del imperialismo como la combinación de
estos dos criterios sobre las condiciones en África: un estilo de vida sin precedente en el Sur, un
Gobierno sin precedente en el Norte.
En los años siguientes, Cromer se reconcilió con la «forma híbrida de gobierno»; en sus cartas
comenzó a justificarla y a exponer la necesidad de un Gobierno sin nombre ni precedente. Al final
de su vida trazó (en su ensayo sobre «El gobierno de las razas sometidas») las líneas principales de
lo que puede muy bien denominarse una filosofía del burócrata.
Cromer comenzó por reconocer que la «influencia personal» sin un tratado político legal o
escrito podía ser bastante para «una supervisión suficientemente efectiva de los asuntos públicos»73
en países extranjeros. Este género de influencia irregular era preferible a una bien definida política,
porque podía ser alterada en cualquier momento y no implicaba necesariamente al Gobierno
metropolitano en caso de dificultades. Requería colaboradores muy preparados, de gran confianza y
cuya lealtad y patriotismo no estuviesen relacionados con ambiciones personales ni con la vanidad,
a quienes se podría exigir incluso que renunciaran a la humana aspiración de que sus nombres se
unieran a sus logros. Su pasión mayor tendría que ser la del sigilo («Cuanto menos se hable de los
funcionarios británicos, tanto mejor»)74, la de desempeñar un papel entre bastidores; su mayor
desprecio tendría que estar reservado hacia la publicidad y hacia las personas que la buscaban.
El mismo Cromer poseía estas cualidades en muy alto grado; jamás se despertó su ira más
intensamente como cuando fue «extraído de su oculto lugar», cuando «la realidad que hasta
entonces sólo había sido conocida por unos pocos entre bastidores (se tornó) patente a todo el
mundo»75. Su orgullo se cifraba en «permanecer más o menos oculto (y) en tirar de los hilos»76. A
cambio, y para hacer perfectamente posible su trabajo, el burócrata tenía que sentirse libre del
70
ZETLAND, op. cit., p. 89.
De una carta que Lord CROMER escribió en 1884 (ibíd., p. 117).
72
En una carta a Lord Granville, miembro del partido liberal, en 1885 (Ibid., página 219).
73
De una carta a Lord Rosebery, en 1886 (ibíd., p. 134).
74
Ibíd., p. 352.
75
De una carta a Lord Rosebery, en 1893 (ibíd., pp. 204 y 205).
76
De una carta a Lord Rosebery, en 1893 (ibíd., p. 192).
71
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control —es decir, tanto de toda alabanza como de toda censura— de todas las instituciones
públicas, bien fuera del Parlamento, los «Departamentos ingleses» o la prensa.
Cada desarrollo de la democracia o incluso el simple funcionamiento de las instituciones
democráticas existentes sólo podía significar un peligro, porque es imposible gobernar a «un pueblo
por un pueblo —al pueblo de la India por el pueblo de Inglaterra»77. La burocracia es siempre un
Gobierno de expertos, de una «experta minoría» que tiene que resistir tanto como sepa la constante
presión de la «inexperta mayoría». Cada pueblo es fundamentalmente una inexperta mayoría, y por
eso no pueden confiársele materias tan especializadas como los asuntos políticos y públicos. A los
burócratas, además, no se les suponen ideas generales acerca de las cuestiones políticas. Su
patriotismo jamás debe conducirles tan lejos como para que crean en la bondad inherente de los
principios políticos en su propio país; de ello sólo resultaría una barata aplicación «imitativa» del
«Gobierno de las poblaciones atrasadas», que, según Cromer, fue el defecto principal del sistema
francés78.
Nadie pretenderá nunca que Cecil Rhodes sufría una falta de vanidad. Según Jameson, esperaba
ser recordado al menos durante cuatro mil años. Sin embargo, a pesar de todo su apetito por la
autoglorificación, llegó a la misma idea de dominación mediante el secreto, que había sido
característica del supermodesto lord Cromer. Extremadamente inclinado a redactar testamentos,
Rhodes insistió en todos ellos (a lo largo de dos décadas de vida pública) en que su dinero fuera
utilizado para la fundación de «una sociedad secreta... que realizara su plan», que tenía que ser
«organizado como el de Loyola, apoyado por la acumulada riqueza de aquellos cuya aspiración es
un deseo de hacer algo» para que eventualmente hubiera «entre dos y tres mil individuos en la flor
de la vida, distribuidos por todo el mundo, cada uno de los cuales habría impreso en su mente en el
período más susceptible de su existencia el sueño del Fundador, cada uno de los cuales, además,
habría sido especialmente —matemáticamente—seleccionado conforme a la finalidad del
Fundador»79. Con mayor visión que Cromer, Rhodes abrió la sociedad a todos los miembros de la
«raza nórdica»80, de forma tal que su objetivo no fuese tanto el crecimiento y gloria de la Gran
Bretaña —su ocupación de «todo el continente de África, Tierra Santa, el valle del Éufrates, las
islas de Chipre y Candia, la totalidad de América del Sur, las islas del Pacífico, todo el archipiélago
malayo, las costas de China y de Japón (y) la definitiva recuperación de los Estados Unidos»81—
como la expansión de la «raza nórdica», que, organizada como sociedad secreta, establecería un
Gobierno burocrático sobre todos los pueblos de la Tierra.
Lo que se impuso a la monstruosa e innata vanidad de Rhodes y le hizo descubrir los encantos
del secreto fue lo mismo que se impuso al innato sentido del deber de Cromer: el descubrimiento de
una expansión que no se hallaba impulsada por un específico apetito por un específico país, sino
concebida como un proceso inacabable en el que cada país serviría sólo como escalón para una
expansión ulterior. En la perspectiva de semejante concepto, el deseo de gloria ya no puede quedar
satisfecho por el glorioso triunfo sobre un pueblo específico en beneficio del pueblo propio ni puede
quedar satisfecho el sentido del deber mediante la conciencia de servicios específicos y la
realización de tareas específicas. Sean cuales fueren las cualidades o los defectos individuales que
un hombre pueda tener, una vez que ha penetrado en el maelstrom de un inacabable proceso de
expansión dejará de ser lo que era y obedecerá las leyes del proceso, se identificará con las fuerzas
77
De un discurso pronunciado por CROMER en el Parlamento después de 1904 (ibídem, p. 311).
Durante las negociaciones y consideraciones del marco administrativo para la anexión del Sudán, CROMER insistió
en mantener todo el asunto de la esfera de influencia francesa; y actuó así no porque deseara garantizar un monopolio
en África para Inglaterra, sino más bien porque experimentaba «el más profundo deseo de confiar en su sistema
administrativo aplicado a las razas sometidas» (de una carta a Salisbury, en 1899; ibíd., p. 248).
79
Rhodes redactó seis testamentos (el primero fue ya elaborado en 1877), en todos los cuales menciona a la «sociedad
secreta». Pata citas extensas, véase, de BASIL WILLIAMS, Cecil Rhodes, Londres, 1921, y MILLIN, op. cit., pp. 128 y
331. (Las menciones corresponden a W. T. STEAD.)
80
Es bien sabido que la «sociedad secreta» de Rhodes concluyó siendo la muy respetable «Rhodes Scholarship
Association», en la que incluso hoy son admitidos no solamente los ingleses, sino también los miembros de todas las
«razas nórdicas», tales como alemanes, escandinavos y americanos.
81
BASIL WILLIAMS, op. cit., p. 51.
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anónimas a las que se supone que sirve para mantener en movimiento a todo el proceso; se
considerará a sí mismo como una simple función y, eventualmente, considerará a semejante
funcionalidad como la encarnación de la tendencia dinámica, su realización más elevada posible.
Entonces, como Rhodes era lo suficientemente loco para decir, «no podría hacer nada mal, todo lo
que hiciera estaría bien. Su obligación estribaría en hacer lo que deseara. Se sentiría un dios —y
nada menos»82. Pero lord Cromer apuntaba cuerdamente al mismo fenómeno de la autodegradación
voluntaria de los hombres en simples instrumentos o simples funciones cuando llamó a los
burócratas «instrumentos de incomparable valor en la ejecución de una política de imperialismo»83.
Es obvio que estos agentes secretos y anónimos de la fuerza de expansión no sentían obligación
alguna respecto de las leyes elaboradas por el hombre. La única «ley» que obedecían era la «ley» de
la expansión, y la única prueba de su «legalidad» era el éxito. Tenían que hallarse completamente
dispuestos a esfumarse en el olvido cuando quedara demostrado su fracaso, si por alguna razón ya
no eran «instrumento de incomparable valor». Mientras que tuvieran éxito, el sentimiento de
hallarse encarnando fuerzas mayores que ellos mismos les haría relativamente fácil la renuncia e
incluso el desprecio del aplauso y la glorificación. Eran monstruos de presunción en sus éxitos y
monstruos de modestia en sus fracasos.
En la base de la burocracia como forma de gobierno y de su inherente sustitución de la ley por
decretos temporales y mudables se halla esta superstición de una posible y mágica identificación del
hombre con las fuerzas de la Historia. El ideal de semejante cuerpo político será siempre el hombre
que entre bastidores mueve los hilos de la Historia. Cromer rehuyó finalmente todo «instrumento
escrito y, desde luego, todo lo que es tangible»84 en sus relaciones con Egipto —incluso una
proclamación de la anexión— para estar libre de obedecer exclusivamente a la ley de la expansión,
sin la obligación de un Tratado elaborado por el hombre. De esta manera rehúye el burócrata toda
ley general, atendiendo por decreto a cada situación aislada, porque la estabilidad inherente a la ley
amenaza con establecer una comunidad permanente en la que nadie pueda posiblemente ser dios
porque todos tengan que obedecer a una ley.
Las dos figuras claves en este sistema, cuya verdadera esencia es el proceso sin objetivo, son el
burócrata, por una parte, y el agente secreto, por otra. Ambos tipos, mientras sirvieron
exclusivamente al imperialismo británico, no desmintieron que descendían de los matadores de
dragones y de los protectores de los débiles y por eso nunca impulsaron a los regímenes
burocráticos a sus inherentes extremos. Un burócrata británico, casi dos décadas después de la
muerte de Cromer, sabía que las «matanzas administrativas» podían mantener a la India dentro del
Imperio británico; pero también conocía cuán utópico sería tratar de obtener el apoyo de los odiados
«departamentos ingleses» para la realización de un plan, por lo demás, completamente realista85.
Lord Curzon, virrey de la India, no mostró nada de la nobleza de Cromer y resultó ser un elemento
completamente característico de una sociedad que se inclinaba cada vez más a aceptar las normas
raciales del populacho si se le ofrecían bajo el aspecto de snobismo a la moda86. Pero el snobismo
82
MILLIN, op. cit., p. 92
CROMER, op. cit.
84
De una carta de Lord Cromer a Lord Rosebery, en 1866. ZETLAND, op. cit., página 134.
85
«El sistema indio de Gobierno por informes resultaba... sospechoso (en Inglaterra). En la India no existía juicio por
jurado y los jueces eran todos funcionarios pagados de la Corona, muchos de ellos amovibles a placer... Algunos
juristas se sentían más que incómodos ante el éxito del experimento indio. ‘Si —decían— funcionan tan bien en la India
el despotismo y la burocracia, ¿acaso no podrán ser alguna vez empleados como argumento para introducir aquí algo
del mismo sistema?'.» En cualquier caso, el Gobierno de la India «sabía muy bien que tenía que justificar su existencia
y su política ante la opinión pública de Inglaterra y sabía muy bien que la opinión pública jamás toleraría la opresión»
(A. CARTHILL, op. cit., pp. 41, 42 y 70).
86
HAROLD NICHOLSON, en su Curzon: The Last Phase 1919-1925, Boston-Nueva York, 1934, cuenta la siguiente
historia: «En Flandes, tras las líneas, había una fábrica de cerveza en cuyos tanques se bañaban los soldados al volver de
las trincheras. Curzon fue llevado a ver esta dantesca exhibición. Contempló con interés aquellos centenares de hombres
desnudos retozando entre nubes de vapor. ‘¡Válgame Dios! —dijo—. No tenía idea de que las clases inferiores tuvieran
la piel tan blanca.’ Curzon negaba la autenticidad de esta anécdota, pero no dejaba por ello de agradarle» (pp. 47-48).
83
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es completamente incompatible con el fanatismo y por eso nunca es realmente eficiente.
Cabe decir lo mismo de los miembros del Servicio Secreto británico. Son también de ilustre
origen —lo que el matador de dragones fue al burócrata lo es el aventurero al agente secreto— y
pueden reivindicar también justamente una leyenda fundacional, la leyenda del Gran Juego, tal
como fue contada por Rudyard Kipling en Kim.
Desde luego, todo aventurero sabe lo que quiere decir Kipling cuando alaba a Kim, «porque lo
que él amaba era el juego por el juego». Toda persona todavía capaz de sorprenderse ante «este
mundo grande y maravilloso» sabe que difícilmente constituye un argumento contra el juego el
hecho de que los «misioneros y secretarios de las sociedades caritativas no puedan advertir su
belleza». Aún menos derecho tienen a hablar, al parecer, quienes consideran «un pecado besar la
boca de una muchacha blanca y una virtud el besar el zapato de un negro»87. Como, en definitiva, la
vida tiene que ser vivida y amada por sí misma, la aventura y el amor al juego pueden aparecer
fácilmente como el símbolo más intensamente humano de la vida. Es esta humanidad apasionada y
subyacente la que hace de Kim la única novela de la era imperialista en la que una genuina hermandad liga a los «linajes superiores e inferiores», en la que Kim, «un sahib, hijo de un sahib»,
puede hablar justamente de «nosotros» cuando se refiere a los «hombres encadenados», «todos en
un alambre». Hay en este «nosotros» —extraño en la boca de un creyente en el imperialismo—algo
más que el anonimato omnienvolvente de hombres que se sienten orgullosos de no tener «nombre,
sino sólo un número y una letra», algo más que el común orgullo de tener «un precio sobre la
cabeza (de uno)». Lo que les hace camaradas es la común experiencia de ser —a través del peligro,
el miedo, la sorpresa constante, la profunda falta de hábitos, la perpetua disposición para cambiar
sus identidades— símbolos de la vida misma, símbolos, por ejemplo, de los acontecimientos de
toda la India, compartiendo la vida de todo lo que «corre como una lanzadera a través del
Indostán», y, por eso, ya no son «una persona, en medio de todo», como si se hallara atrapada por
las limitaciones de la individualidad o de la nacionalidad propias. Jugando el Gran Juego, un
hombre puede sentirse como si viviera la única vida que vale la pena vivir, porque ha sido
despojado de todo lo que puede considerarse accesorio. La vida en sí misma parece haber quedado
en una pureza fantásticamente intensificada cuando un hombre se aparta de todos los lazos sociales
ordinarios, de la familia, de una ocupación regular, de un objetivo definido, de las ambiciones y del
lugar reservado en una comunidad a la que pertenece por su nacimiento. «El Gran Juego concluye
cuando todo está ya muerto. Y no antes.» Cuando uno está muerto, la vida ha concluido. Y no antes.
No cuando uno llega a lograr lo que pudiera haber deseado. El hecho de que el juego no tenga un
objetivo definido es lo que le hace tan peligrosamente semejante a la misma vida.
La carencia de objetivo es el verdadero encanto de la existencia de Kim. No acepta sus extraños
deberes por Inglaterra, ni por la India, ni por ninguna otra causa valiosa o fútil. Podrían haberle
convenido las nociones imperialistas como la expansión por la expansión o el poder por el poder,
pero él no se preocupó particularmente de ello y ciertamente jamás hubiera llegado a construir
ninguna formula semejante. Avanzó con su estilo peculiar de «no razonar por qué, sino hacerlo y
morir» sin formularse siquiera la primera pregunta. Únicamente le tentaba la básica infinitud del
juego y el secreto como tal. Y el secreto parece de nuevo como un símbolo del misterio básico de la
vida.
De alguna forma no fue culpa de los aventureros natos, de aquellos que por su verdadera
naturaleza vivían al margen de la sociedad y de todos los cuerpos políticos, el hecho de que
encontraran en el imperialismo un juego político que era inacabable por definición; y no se esperaba
que supieran que en política un juego inacabable sólo puede acabar en catástrofe y que el secreto
político difícilmente concluye en algo más noble que la vulgar duplicidad de un espía. La broma
gastada a estos jugadores del Gran Juego consistió en que quienes les empleaban sabían lo que
querían y utilizaban su pasión por el anonimato para el espionaje ordinario. Pero este triunfo de los
inversionistas hambrientos de beneficios resultó temporal y concluyeron debidamente engañados
cuando unas pocas décadas más tarde conocieron a los jugadores del juego del totalitarismo, un
87
CARTHILL, op. cit., p. 88.
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juego jugado sin motivos ulteriores, como el del beneficio, y por eso realizado con tal eficiencia
homicida que devoró incluso a aquellos que lo habían financiado.
Antes de que esto sucediera, sin embargo, los imperialistas destruyeron al mejor de quienes
pasaron de ser aventureros (con una fuerte mezcla de matador de dragones) para convertirse en
agentes secretos, a Lawrence de Arabia. Jamás fue realizado el experimento de la política secreta
por un hombre más decente. Lawrence experimentó temerariamente consigo mismo y luego regresó
y se consideró miembro de la «generación perdida». Y pensó así porque «los viejos volvieron y nos
arrebataron la victoria» para «rehacer (el mundo) a semejanza del antiguo que conocieron»88.
Realmente, los viejos se mostraron completamente ineficientes incluso en esto y entregaron su
victoria, juntamente con su poder, a otros hombres de la misma «generación perdida», que, ni eran
viejos, ni resultaban tan diferentes de Lawrence. La única diferencia estribaba en que Lawrence
todavía se aferraba a una moralidad que, sin embargo, había perdido ya todas sus bases objetivas y
consistía exclusivamente en un tipo de actitud particular y necesariamente quijotesca de
sentimientos caballerescos.
Lawrence se sintió seducido al convertirse en un agente secreto en Arabia en razón de su fuerte
deseo de abandonar el mundo de estúpida respetabilidad cuya continuidad había perdido
simplemente su significado, en razón de su disgusto del mundo tanto como de sí mismo. Lo que
más le atraía en la civilización árabe era su «evangelio de desnudez... (que) implica también
aparentemente un tipo de desnudez moral», que «se ha refinado a sí mismo, despojándose de los
bienes domésticos»89. Lo que trató fundamentalmente de evitar después de volver a la civilización
inglesa fue vivir una vida propia, así es que concluyó por alistarse, de una forma aparentemente
incomprensible, como soldado del Ejército británico, que, obviamente, era la única institución en la
que el honor de un hombre podía identificarse con la pérdida de su personalidad individual.
Cuando el estallido de la primera guerra mundial envió a T. E. Lawrence a los árabes del Oriente
próximo, con la misión de alzarles en rebeldía contra sus dirigentes turcos y lograr que lucharan en
el bando británico, penetró él en el verdadero centro del Gran Juego. Sólo podía lograr su propósito
si lograba provocar entre las tribus árabes un movimiento nacional que, en definitiva, había de
servir al imperialismo británico. Lawrence tuvo que comportarse como si el movimiento nacional
árabe fuera su principal interés, y lo hizo tan bien que llegó a creerlo él mismo. Pero como
realmente no era así fue, en definitiva, incapaz de «pensar su pensamiento» y de «asumir su
personaje»90. Pretendiendo ser un árabe, sólo pudo ser su «personalidad inglesa»91 y quedó más
fascinado por el completo secreto de su autoaniquilamiento que engañado por las obvias
justificaciones de una benévola dominación sobre pueblos atrasados, que podría haber utilizado
Lord Cromer. Miembro de una generación inmediatamente posterior a la de Cromer y más triste que
la de éste, se mostró encantado con un papel que exigía un reacondicionamiento de toda su
personalidad hasta que encajó en el Gran Juego, hasta que se convirtió en la encarnación de la
fuerza del movimiento nacional árabe, hasta que perdió toda la vanidad natural en su misteriosa
alianza con fuerzas necesariamente más grandes que él mismo, por grande que él pudiera haber
sido, hasta que adquirió un mortal «desprecio no por los demás hombres, sino por todo lo que
hacen» por su propia iniciativa y no en alianza con las fuerzas de la Historia.
Cuando, al final de la guerra, Lawrence tuvo que abandonar el disfraz de un agente secreto y
recobró de alguna forma su «personalidad inglesa»92 «miró a Occidente y a sus costumbres con
nuevos ojos: para mí destruyeron todo»93. Del Gran Juego de incalculable magnitud, que ninguna
88
T. E. LAWRENCE, Seven Pillars of Wisdom, introducción (primera edición, 1926), que fue omitida de la edición
posterior por consejo de GEORGE BERNARD SHAW. Véase, de T. E. LAWRENCE, Letters, editadas por David
Garnett, Nueva York, 1939, pp. 262 y siguientes.
89
De una carta escrita en 1918 (Letters, p. 224).
90
T. E. LAWRENCE, Seven Pillars of Wisdom, Garden City, 1938, cap. I.
91
Ibíd.
92
La siguiente anécdota refleja cuán ambiguo y difícil tuvo que ser ese proceso: «Lawrence había aceptado una
invitación para cenar en el Claridge y otra para una fiesta en casa de Mrs. Harry Lindsay. Eludió la cena, pero acudió a
la fiesta vestido de árabe.» Esto sucedió en 1919 (Letters, p. 272, nota 1).
93
LAWRENCE, Op. cit., cap. I.
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publicidad había gloriíicado o limitado y que le había elevado en su veintena por encima de reyes y
de primeros ministros porque «él los había creado o había jugado con ellos»94, Lawrence regresó a
casa con un obsesivo deseo de anonimato y con la profunda convicción de que no llegaría a
satisfacerle nada de lo que pudiera hacer con su vida. Dedujo esta conclusión de su perfecto
convencimiento de que no había sido él quien había sido grande, sino el papel que había asumido
eficazmente, que su grandeza había sido un resultado del Juego y no un producto de él mismo.
Ahora ya no deseaba «volver a ser grande» y estaba resuelto a ser «respetable de nuevo» y así
«curado... de cualquier deseo de hacer algo por sí mismo».95 Había sido el espectro de una fuerza y
se convirtió en un espectro entre los vivos cuando la fuerza, la función, le fue retirada. Lo que
frenéticamente buscaba era otro papel que desempeñar y éste fue incidentalmente el «juego» sobre
el que George Bernard Shaw inquirió tan amable como inadvertidamente, como si hablara de otro
siglo, no comprendiendo por qué un hombre de logros semejantes no quería reconocerlos96. Sólo
otro papel, otra función, serían lo suficientemente fuertes como para impedir que él mismo y el
mundo identificaran a Lawrence con sus hazañas en Arabia, como para sustituir su antigua
personalidad por una nueva. No quería convertirse en «Lawrence de Arabia» dado que,
fundamentalmente, no deseaba obtener una nueva personalidad tras haber perdido la antigua. Su
grandeza estribaba en que era suficientemente apasionado como para rehusar un compromiso barato
y caminos fáciles hacia la realidad y la respetabilidad, en que jamás perdió su conciencia de que
había sido sólo una función y que había desempeñado un papel y que por eso «no debía beneficiarse
en manera alguna de lo que había hecho en Arabia. Rehusó los honores que había ganado. Rechazó
los puestos que le ofrecieron por obra de su fama y tampoco permitió explotar sus éxitos
escribiendo una sola cuartilla periodística pagada bajo el nombre de Lawrence»97.
La historia de T. E. Lawrence, en su amargura y en su grandeza conmovedoras, no fue,
sencillamente, la historia de un funcionario pagado o de un espía contratado, sino precisamente la
de un agente o funcionario auténtico, de alguien que realmente creyó haber penetrado —o que había
sido empujado— en la corriente de la necesidad histórica y que se convirtió en un funcionario o
agente de las fuerzas secretas que dominan al mundo. «He empujado mi carretilla a favor de la
corriente eterna y así fue más deprisa que las que fueron empujadas a través de la corriente o contra
la corriente. No creí, finalmente, en el movimiento árabe, pero creo que fue necesario en su
momento y en su lugar»98. De la misma manera que Cromer había dominado a Egipto en pro de la
India, o Rhodes a Sudáfrica en pro de una ulterior expansión, Lawrence había actuado en pro de una
finalidad ulterior e imprevisible. La única satisfacción que pudo extraer de todo ello, careciendo de
la tranquila buena conciencia de algún limitado logro, procedio del sentido del funcionamiento en sí
mismo, de ser abarcado e impulsado por un gran movimiento. De regreso a Londres y desesperado,
trataría de hallar un sustituto a este tipo de «autosatisfacción». y «sólo lo conseguiría en la cálida
velocidad de una motocicleta»99. Aunque Lawrence no fue captado por el fanatismo de una
ideología de movimiento, probablemente porque estaba demasiado bien instruido para las
supersticiones de su época, había experimentado ya esa fascinación basada en el abandono de toda
posible responsabilidad humana que ejerce la eterna corriente y su eterno fluir. Se sumió en ella y
nada quedó en él sino alguna inexplicable decencia y un orgullo por haber «empujado de la forma
94
LAWRENCE escribió en 1929: «Cualquiera que se haya remontado tan rápidamente como yo... y que haya visto
tanto del interior de la cumbre del mundo puede muy bien perder sus aspiraciones y cansarse de los motivos ordinarios
para la acción que le impulsaron hasta que llegó a la cumbre. Yo no fui rey ni primer ministro, pero hice reyes y
primeros ministros y jugué con ellos, y después, en aquella dirección, no me restó mucho más que hacer.» (Letters, p.
653.)
95
Ibid., pp. 244, 447, 450. Compárese especialmente la carta de 1918 (p. 244) con las dos cartas a George Bernard
Shaw (p. 447) de 1923 y 1928 (p. 616).
96
George Bernard Shaw, al preguntar a Lawrence en 1928: «¿Cuál es realmente su pasatiempo?», señaló que su papel
en el Ejército o su búsqueda de un empleo como vigilante nocturno (para el que podía conseguir «buenas referencias»)
no eran auténticos.
97
GARNETT, op. cit., p. 264.
98
Letters, en 1930, p. 693.
99
Ibíd., en 1928, p. 456.
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adecuada». «Todavía me sorprende cuánto significa el individuo; mucho, supongo, si empuja de la
forma adecuada»100. Esto, por consiguiente, es el final del auténtico orgullo del hombre occidental
que ya no importa como fin en sí mismo; ya no hace «una cosa de sí mismo ni algo tan limpio como
él mismo»101 dando leyes al mundo, sino que sólo tiene una oportunidad «si empuja de la forma
adecuada», en alianza con las fuerzas secretas de la Historia y de la necesidad, de las cuales no es
más que una función.
Cuando el populacho europeo descubrió qué «maravillosa virtud» podía ser en África una piel
blanca102, cuando el conquistador inglés en la India se convirtió en un administrador que ya no creía
en la validez universal de la ley, sino que estaba convencido de su propia e innata capacidad para
gobernar y dominar, cuando los matadores de dragones se convirtieron bien en «hombres blancos»
de «castas superiores», o en burócratas y espías, jugando el Gran juego de motivos ulteriores e
inacabables en un inacabable movimiento; cuando los Servicios británicos de Información
(especialmente después de la primera guerra mundial) comenzaron a atraer a los mejores hijos de
Inglaterra, que preferían servir a fuerzas misteriosas por todo el mundo mejor que al bien común de
su país, el escenario pareció estar ya dispuesto para todos los horrores posibles. Bajo la nariz de
cualquiera existían ya muchos de los elementos que, reunidos, podían formar un Gobierno
totalitario sobre la base del racismo. Los burócratas de la India propusieron las «matanzas
administrativas», mientras que los funcionarios de África declaraban que «no se permitiría que
consideraciones éticas tales como los derechos del hombre se alzaran en el camino» de la
dominación blanca103
El hecho afortunado es que, aunque la dominación imperialista británica se hundió hasta cierto
nivel de vulgaridad, la crueldad desempeñó entre las dos guerras un papel inferior al que había
jugado antes y quedó siempre a salvo un mínimo de los derechos humanos. Esta moderación en
medio de una simple locura fue la que abrió el camino para lo que Churchill denomino «la
liquidación del imperio de Su Majestad» y la que eventualmente puede llegar a significar la
transformación de la nación inglesa en una comunidad de pueblos ingleses.
100
Ibíd., p. 693.
LAWRENCE, op. cit., cap. 1.
102
MILLIN, op. cit., p. 15.
103
Como dijo sir Thomas Watt, un ciudadano de Sudáfrica, de ascendencia británica. (Véase BARNES, op. cit., p. 230.)
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CAPÍTULO VIII
IMPERIALISMO CONTINENTAL:
LOS PAN-MOVIMIENTOS
El nazismo y el bolchevismo deben más al pangermanismo y al paneslavismo (respectivamente)
que a cualquier otra ideología o movimiento político. Y ello es más evidente en política exterior,
donde las estrategias de la Alemania nazi y de la Rusia soviética han seguido tan de cerca los bien
conocidos programas de conquista trazados por los pan-movimientos, antes de y durante la primera
guerra mundial, que los objetivos totalitarios han sido a menudo confundidos con la prosecución de
algunos intereses permanentes alemanes o rusos. Aunque ni Hitler ni Stalin reconocieron nunca su
deuda con el imperialismo en el desarrollo de sus métodos de dominación, ninguno dudó en admitir
lo que debía a la ideología de los pan-movimientos o en imitar sus slogans1.
El nacimiento de los pan-movimientos no coincide con el nacimiento del imperialismo; hacia
1870, el paneslavismo había ya superado las teorias vagas y confusas de los eslavófilos2 y el
sentimiento pangermánico era bien conocido en Austria en fecha tan temprana como la de mediados
del siglo XIX. Ambos, empero, cristalizaron en movimientos y captaron la imaginación de más
amplios estratos sólo con la triunfal expansión imperialista de las naciones occidentales en la
década de los ochenta. Las naciones de la Europa central y oriental, que carecían de posesiones
coloniales y cuya esperanza de expansión ultramarina era escasa, decidieron por entonces que
«tenían el mismo derecho a extenderse que cualesquiera otros grandes pueblos y que, si no se les
otorgaba esta posibilidad en ultramar, [se verían] forzadas a obtenerla en Europa»3. Los
pangermanos y los paneslavos coincidían en que, viviendo en «Estados continentales» y siendo
«pueblos continentales», tenían que buscar colonias en el continente4, extenderse en una
continuidad geográfica a partir de un centro de poder5, para que contra «la idea de Inglaterra...
1
HITLER escribió en Mein Kampf (Nueva York, 1939): «En Viena establecí los cimientos de una concepción del
mundo, en general, y de un estilo de pensamiento político, en particular, que más tarde hube de completar en detalle,
pero que jamás me abandonó después» (p. 129). Stalin volvió a los slogans paneslavistas durante la última guerra. El
Congreso Paneslavista de Sofía, en 1945, que había sido convocado por los victoriosos rusos, adoptó una resolución
afirmando que «declarar al ruso su lengua de comunicación general e idioma oficial de todos los pueblos eslavos era no
sólo una necesidad de política internacional, sino también una necesidad moral» (véase Aufbau, Nueva York, 6 de abril
de 1945). Poco antes, la radio búlgara había difundido un mensaje del metropolitano Stefan, vicario del Santo Sínodo
búlgaro, en el que éste apelaba al pueblo ruso para que «recordara su misión mesiánica» y profetizaba la próxima
«unidad del pueblo eslavo» (véase Politics, enero de 1945).
2
Por lo que se refiere a una exhaustiva exposición y debate sobre los eslavófilos, véase la obra de ALEXANDRE
KOYRÉ, La philosophie et le problème national en Russie au début du 19e. siècle (Institut Français de Leningrad,
Bibliothèque, vol. X, Paris, 1929).
3
ERNST HASSE, Deutsche Politik, fasc. 4: Die Zukunft des deutschen Volksturms, 1907, p. 132.
4
Ibíd., fasc. 3: Deutsche Grenzpolitik, pp. 167 y 168. Teorías geopolíticas de este género resultaban corrientes entre los
Alldeutschen, los miembros de la Liga Pangermanista. Siempre comparaban las necesidades geopolíticas de Alemania
con las de Rusia. De forma característica, los pangermanistas austríacos jamás establecieron semejante paralelo.
5
El escritor eslavófilo DANILEWSKI, cuya obra Rusia y Europa se convirtió en un clásico del paneslavismo, alabó la
«capacidad política» de los rusos en razón de su «tremendo Estado milenario, que todavía crece y cuyo poder no se
extiende como el europeo, en una forma colonial, sino que permanece siempre concentrado en torno de su núcleo,
Moscú» (véase Geschichte Russlands von den Anfängen bis zur Gegenwart, 1923-1929, de K. SATEHLIN, 5 vols. IV/I,
p. 274).
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expresada por las palabras: Deseo dominar el mar [se alzara] la idea de Rusia [expresada] por las
palabras: Deseo dominar la tierra6 y para que, eventualmente (se tornara evidente) la «tremenda
superioridad de la tierra respecto del mar..., el significado superior del poder terrestre respecto del
poder marítimo...»7.
La importancia principal del imperialismo continental, diferenciado del de ultramar, radica en el
hecho de que su concepto de la expansión cohesiva no permite distancia geográfica alguna entre los
métodos e instituciones de la colonia y los de la nación, de forma tal que no son necesarios efectos
de boomerang para que aquéllos y sus consecuencias sean experimentados en Europa. El
imperialismo continental comienza verdaderamente en la patria8. Aunque compartió con el
imperialismo ultramarino el desprecio por la estrechez de la Nación-Estado, opuso a ésta no tanto
argumentos económicos, que al fin y al cabo expresaban frecuentemente auténticas necesidades
nacionales como una «ensanchada conciencia tribal»9 a la que se suponía capaz de unir a todos los
pueblos de origen semejante, independientemente de la Historia y sea cual fuere el lugar donde
hubieran vivido10. Por eso el imperialismo continental se inició con una mucho más íntima afinidad
con los conceptos de raza, absorbió entusiásticamente la tradición del pensamiento racial11 y
escasamente se apoyó en experiencias específicas. Sus conceptos raciales eran completamente
ideológicos en su base y evolucionaron hasta convertirse en un arma política conveniente mucho
más rápidamente que las teorías similares expresadas por las potencias imperialistas, las cuales
siempre podían reivindicar una cierta base de experiencia auténtica.
Los pan-movimientos han recibido generalmente una escasa atención del estudio del
imperialismo. Sus anhelos de imperios continentales fueron eclipsados por los más tangibles
resultados de la expansión ultramarina y su falta de interés por la economía12 presentó un ridículo
contraste con los tremendos beneficios del imperialismo en su primera fase. Además, en un período
en el que casi todo el mundo había llegado a creer que la política y la economía eran más o menos
la misma cosa, resultaba fácil pasar por alto las semejanzas tanto como las diferencias significativas
entre los dos tipos de imperialismo. Los protagonistas de los pan-movimientos comparten con los
imperialistas occidentales esa conciencia de todos los temas de política exterior que habían sido
6
La cita es de J. SLOWACKI, un autor polaco que escribió en la década de los 40. Véase Three Chapters f rom the
History of Polish Messianism, de N. O. LOSSKY, Praga, 1936, en la International Philosophical Library, II, 9. El
paneslavismo, primeros de los pan-ismos (véase Russland, de HOETZSCH, Berlín, 1913, p. 439), expresó estas teorías
geopolíticas casi cuarenta años antes de que el pangermanismo comenzara «a pensar en continentes». El contraste entre
el poder marítimo inglés y el poder terrestre continental era tan evidente que resultaría forzado buscar influencias.
7
REISMANN-GRONE, «Ueberseepolitik oder Festlandspolitik?», 1905, en Alldeutsehe Flugschriften, n.° 22, p. 17.
8
ERNST HASSE, de la Liga Pangermanista, propuso tratar a ciertas nacionalidades (polacos, checos, judíos. italianos,
etc.) de la misma manera que el imperio ultramarino trataba a los nativos en los continentes no europeos (véase
Deutsche Po litik, fasc. 1: Das Deutsche Reich als Nationalstaat, 1905, p. 62). Esta es la diferencia principal entre la
Liga Pangermanista, fundada en 1886, y las anteriores so ciedades colonialistas, tales como la Centralverein für
Handelsgeographie (fundada en 1863). MILDRED S. WERTHEIMER proporciona una descripción muy exacta de las
actividades de la Liga Pangermanista en The Pan-German-League, 1890-1914, 1924.
9
EMIL DECKERT, Panlatinismus, Panslawismus und Panteutonismus in ihrer Bedeutung für die politische Weltlage,
Francfort del Main, 1914, p. 4.
10
Ya antes de la primera guerra mundial, los pangermanistas hablaron de la distinción entre Staatsfremde, pueblo de
origen germánico que vivía bajo la autoridad de otro pais, y Volksfremde pueblo de origen no germánico que vivía en
Alemania. Véase Wenn ich der Kaiser wiir. Politische Wahrheiten und Notwendigkeiten, de DANIEL FRYMANN
(seudónimo de Heinrich Class), 1912.
Cuando Austria fue incorporada al III Reich, Hitler se dirigió al pueblo germánico de Austria con slogans típicamente
pangermanistas: «Sea donde fuere donde hayamos nacido», les dijo, somos todos «hijos del pueblo alemán». Hitler’s
Speeches, editado por N. H. Baynes, 1942, II, p. 1408.
11
TH. G, MASARYK, Zur russichen Geschichts- und Religionsphilosophie (1913), describe el «nacionalismo
zoológico» de los eslavófilos a partir de DANILEWSKI (página 257). OTTo BONNARD, historiador oficial de la Liga
Pangermanista, afirmó la estrecha relación entre su ideología y el racismo de GOBINEAU y H. S. CHAMBERLAIN
(véase Geschichte des alldeutschen Verbandes, 1920, p. 95.
12
Una excepción es FRIEDRICH NAUMANN, Central Europe (Londres, 1916), que deseaba reemplazar las
numerosas nacionalidades de Europa central por un pueblo económicamente» unido bajo dirección alemana. Aunque
este libro fue un best-seller durante la primera guerra mundial influyó sólo en el partido socialdemócrata austríaco;
véase Oesterreichs Erneuerung, Politisch-programmatische Aufsätze, de KARL RENNER, Viena, 1916, pp. 37 y ss.
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olvidados por los anteriores grupos dominantes de la Nación-Estado13. Su influencia sobre los
intelectuales fue aún más pronunciada —la intelligentsia rusa, con sólo unas pocas excepciones, era
paneslava, y el pangermanismo se inició en Austria casi como un movimiento estudiantil14. La
diferencia principal respecto del imperialismo más respetable de las naciones occidentales fue la
ausencia de un apoyo capitalista; sus intentos de expansión no fueron ni pudieron ser precedidos por
la exportación de dinero superfluo y de hombres superfluos, porque Europa no ofrecía
oportunidades coloniales ni para uno ni para otros. Entre sus dirigentes no hallamos, por eso, apenas
algún hombre de negocios y encontramos muy pocos aventureros, pero hubo muchos miembros de
las profesiones liberales, profesores y funcionarios.15
Mientras que el imperialismo ultramarino, pese a sus tendencias antinacionales, logró prolongar
la vida de las anticuadas instituciones de la Nación-Estado, el imperialismo continental era y siguió
siendo inequívocamente hostil a todos los cuerpos políticos existentes. Su talante general, por ello,
fue mucho más rebelde, y sus dirigentes, mucho más inclinados a la retórica revolucionaria. En
tanto que el imperialismo ultramarino había ofrecido panaceas auténticas suficientes para los
residuos de todas las clases, el imperialismo continental no tenía nada que ofrecer excepto una
ideología y un movimiento. Sin embargo, esto resultó bastante en una época que prefería una clave
para la historia a la acción política, en un tiempo en que los hombres, en medio de una
desintegración comunal y de una atomización social, deseaban encajarse a cualquier precio. De
forma semejante, la visible distinción de una piel blanca, cuyas ventajas en un entorno negro o
pardo son fácilmente comprendidas, podía ser equiparada con éxito con una distinción puramente
imaginaria entre un oriental y un occidental o entre el alma aria y el alma no aria. Lo importante es
que una ideología más bien complicada y una organización que no pro pugnaba un interés
inmediato resultaron ser más atractivas que las ventajas tangibles y las convicciones corrientes.
Pese a su falta de éxito, con su proverbial atractivo para el populacho, los pan-movimientos
ejercieron desde el principio una atracción mucho más fuerte que la del imperialismo de ultramar.
Esta atracción popular, que soportó fracasos tangibles y constantes cambios de programa, prefiguró
los ulteriores grupos totalitarios que eran similarmente vagos respecto de sus objetivos reales y que
estaban sujetos a constantes cambios en sus líneas políticas. Lo que mantuvo unidos a los afiliados a
los pan-movimientos era mucho más un talante general que un objetivo claramente definido. Es
verdad que el imperialismo ultramarino situó a la expansión como tal por encima de cualquier
programa de conquista y por ello tomó posesión de cualquier territorio que se le ofrecía como una
oportunidad fácil. Sin embargo, por caprichosa que hubiera sido la exportación del dinero superfluo,
sirvió para delimitar la subsiguiente expansión; los objetivos de los pan-movimientos carecían
incluso de este elemento más bien anárquico de planificación humana y de limitación geográfica.
Pero, aunque no tenían programas específicos para la conquista del mundo, generaron un talante
completamente absorbente de predominio total, para abarcar todas las cuestiones humanas, de «panhumanismo», como señaló Dostoievsky en una ocasión16
En la alianza imperialista entre el populacho y el capital, la iniciativa estaba principalmente del
lado de los representantes de éste —excepto en el caso de Sudáfrica, donde se desarrolló muy
tempranamente una clara política del populacho. En los pan-movimientos, por otra parte, la
iniciativa siempre descansaba exclusivamente en el populacho, que era conducido entonces (como
hoy) por un cierto tipo de intelectuales. Carecían de la ambición de dominar al mundo y ni siquiera
13
«Al menos hasta la guerra, el interés de los grandes partidos por los asuntos exteriores se vio casi completamente
eclipsado por los grandes temas de política interna. La actitud de la Liga Pangermanista es diferente, y éste es
indudablemente un tanto propagandístico» (MARTIN WENCK, Alldeutsche Taktik, 1917).
14
Véase PAUL MOLISCH, Geschichte der deutschnationalen Bewegung in Oesterreich, Jena, 1926, p. 90: «Es un
hecho» que el cuerpo estudiantil no refleja sencillamente en manera alguna la constelación política general; al contrario,
en el cuerpo estudiantil se originaron fuertes opiniones pangermanistas y a partir de allí pasaron a la política general.
15
En WERTHEIMER, op. cit., puede hallarse una útil información acerca de la procedencia social de los afiliados, los
jefes locales y los directivos de la Liga Pan-germanista. Véase también Der alldeutsche Verband, 1890-1918, de
LOTHAR WERNER. Historische Studien, fasc. 278, Berlín, 1935, y Der deutsche Chauvinismus, de GOTTFRIED
NIPPOLD, 1913, pp. 179 y ss.
16
Cita de HANS KOHN, «The Permanent Mission», en The Review of Politics, julio de 1948.
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soñaban con la posibilidad de una dominación total, pero sabían cómo organizar al populacho y
eran conscientes de los empleos que para la organización, y no simplemente ideológicos o
propagandísticos, podían darse a los conceptos raciales. Su significado sólo es superficialmente
captado en las teorías relativamente modestas de política exterior —una Europa central
germanizada o una Europa oriental y meridional rusificada— que sirvieron como puntos de partida
para los programas de conquista mundial del nazismo y del bolchevismo17. Los «pueblos
germánicos» fuera del Reich y «nuestros hermanos pequeños eslavos» fuera de la Santa Rusia
generaron una confortable cortina de humo de los derechos nacionales a la autodeterminación,
fáciles escalones para una expansión ulterior. Sin embargo, mucho más esencial fue el hecho de que
los Gobiernos totalitarios heredaron un aura de santidad: sólo tenían que invocar el pasado de la
«Santa Rusia» o el «Sacro Imperio Romano» para despertar todo tipo de supersticiones entre los intelectuales eslavos o hermanos18. Las vaciedades seudomíticas, enriquecidas por incontables y
arbitrarios recuerdos históricos, proporcionaban una atracción emotiva que parecía superar, en
profundidad y en anchura, las limitaciones del nacionalismo. Fuera de esto, en cualquier caso,
surgió esa nueva clase de sentimiento nacionalista cuya violencia resultó ser un excelente motor
para poner en movimiento a las masas del populacho y completamente adecuada para reemplazar
como centro emocional a un más antiguo patriotismo nacional.
El nuevo tipo de nacionalismo tribal, más o menos característico de todas las naciones y
nacionalidades de la Europa central y oriental, era completamente diferente en contenido y en
significado —aunque no en violencia— de los excesos nacionalistas occidentales. El chauvinismo
—usualmente concebido en relación con el nationalisme intégral de Maurras y Barrès en la época
de comienzos de siglo, con su glorificación romántica del pasado y su morboso culto a los
muertos—, incluso en sus manifestaciones más salvajemente fantásticas, no llegó a sostener que los
hombres de origen francés, nacidos y educados en otro país, sin conocimiento alguno de la lengua o
de la cultura francesas, fueran franceses natos gracias a algunas misteriosas cualidades del cuerpo o
del alma. Sólo con «la ensanchada conciencia tribal» surgió esa peculiar identificación de la
nacionalidad con el alma de cada uno, ese orgullo intimista que ya no se preocupa exclusivamente
de los asuntos públicos, sino que penetra en cada fase de la vida privada hasta que, por ejemplo, «la
vida privada de cada verdadero polaco... es una vida pública de polonidad»19.
En términos psicológicos, la principal diferencia entre el más violento chauvinismo y este
nacionalismo tribal radica en que uno es extrovertido, se ocupa sólo de los visibles logros
espirituales y materiales de la nación, mientras que el otro, incluso en sus formas más suaves (el
movimiento juvenil alemán, por ejemplo), es introvertido, se concentra en el alma de cada
individuo, que es considerada como la encarnación de las cualidades nacionales generales. La
mística chauvinista todavía apunta a algo que realmente existió en el pasado (como en el caso del
nationalisme intégral) y simplemente trata de elevarlo a un terreno más allá del control humano; el
tribalisme, por su lado, parte de inexistentes elementos seudomísticos que se propone realizar
completamente en el futuro. Puede ser fácilmente reconocido por su tremenda arrogancia, inherente
a su concentración en sí mismo, qu se atreve a medir a un pueblo su pasado y su presente por el
patrón de unas exaltadas cualidades internas y que inevitablemente rechaza su existencia, tradición,
instituciones y cultura visibles.
Políticamente hablando, el nacionalismo tribal insiste siempre en que su propio pueblo está
roeado por «un mundo de enemigos», «uno contra todos», en que existe una diferencia fundamental
17
DANILEWSKI, op. cit., incluía en un futuro imperio ruso a todos los países balcánicos: Turquía, Hungría,
Checoslovaquia, Galitzia e Istria, con Trieste.
18
El eslavófilo K. S. AKSAKOW, escribiendo a mediados del siglo XIX, tomó al pie de la letra el título oficial de
«Santa Rusia», tal como harían más tarde los paneslavistas (véase Th. G. MASARYK, op. cit., pp. 234 y ss. Muy
característica de la vaga vaciedad del pangermanismo es la obra de MOELLER VAN DEN BRUCK, Germany’s Third
Empire (Nueva York, 1934), en la que proclama: «Hay un solo Iraperio como hay una sola Iglesia. Cualesquiera otros
que reivindiquen este título pueden constituir un Estado, una comunidad o una secta. Sólo existe El Imperio» (página
263).
19
GEORGE CLEINOW, Die Zukunft Polens, Leipzig, 1914, II, pp. 93 y ss.
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entre este pueblo y todos los demás. Reivindica a su pueblo como único, individual e incompatible
con todos los demás y niega teóricamente la simple posibilidad de una humanidad común largo
tiempo antes de ser empleado para destruir la humanidad del hombre.
1. NACIONALISMO TRIBAL
De la misma manera que el imperialismo continental surgió de las frustradas ambiciones de los
países que no consiguieron tomar parte en la repentina expansión de la década de los ochenta, así el
tribalismo apareció como el nacionalismo de aquellos pueblos que no habían participado en la
emancipación nacional y que no habían logrado la soberanía de una Nación-Estado. Allí donde se
combinaron las dos frustraciones, como en la Austria-Hungría y en la Rusia multinacionales, los
pan-movimientos hallaron, naturalmente, su más fértil suelo. Además, como la Monarquía Dual
albergaba dos nacionalidades irredentas, la eslava y la germana, el paneslavismo y el
pangermanismo se concentraron desde el comienzo en su destrucción y Austria-Hungría se
convirtió en el auténtico centro de los pan-movimientos. Los paneslavos rusos afirmaban en fecha
tan temprana como 1870 que el mejor punto posible de partida para un imperio panes-lavo sería la
desintegración de Austria20, y los pangermanos austriacos eran tan violentamente agresivos contra
su propio Gobierno que incluso la «Alldeutsche Verband» de Alemania se quejaba frecuentemente
de las «exageraciones» del movimiento hermano austriaco21. El proyecto de concepción alemana
para la unión económica de la Europa central bajo dirección alemana, junto con similares proyectos
de imperios continentales de los pangermanos alemanes, se trocó inmediatamente, cuando se apoderaron de ese movimiento los pangermanos austriacos, en una estructura encaminada a convertirse
en «el centro de la vida alemana de toda la Tierra y que estaría aliada con los demás Estados
germánicos»22.
Es evidente per se que las tendencias expansionistas del paneslavismo resultaban tan molestas al
zar como lo eran para Bismarck las no solicitadas profesiones de lealtad al Reich y de deslealtad a
Austria por parte de los pangermanos austriacos23. Porque, por exaltados que puedan tornarse los
sentimientos nacionales o ridículas las reivindicaciones nacionalistas en tiempos de emergencia,
mientras que estén limitadas a un definido territorio nacional y controladas por el orgullo de una
limitada Nación-Estado siguen hallándose dentro de unas lindes que el tribalismo de los panmovimientos superó desde el primer momento.
Puede advertirse muy claramente la modernidad de los pan-movimientos a través de su posición
enteramente nueva respecto del antisemitismo. Las minorías oprimidas, como los eslavos en Austria
y los polacos en la Rusia zarista, en razón de sus conflictos con los respectivos Gobiernos, podían
descubrir más probablemente las ocultas conexiones entre las comunidades judías y las NacionesEstados europeas, y ese descubrimiento podía conducir a una hostilidad más fundamental. Allí
20
Durante la guerra de Crimea (1853-1856), Michael Pagodin, un folklorista y filólogo ruso, escribió una carta al zar en
la que afirmaba que los pueblos eslavos eran los únicos aliados seguros de Rusia (STAEHLIN, op. cit., p. 35); poco
después, el general Nikolai Muravyev Amursky, «uno de los grandes imperialistas rusos», proclamó su esperanza de «la
liberación de los eslavos de Austria y Turquía» (HANS KOHN, op. cit.), y en fecha tan temprana como el año 1870
apareció un folleto militar que exigía la «destrucción de Austria como condición necesaria para el establecimiento de
una federación paneslava» (véase STAEHLIN, op. cit., p. 282).
21
Véanse OTTO BONHARD, op. cit., pp. 58 y ss., y HUGO GRELL, «Der alldeutsche Verband, seine Geschichte,
seine Bestrebungen, seine Erfolge», 1898, en Alldeutsche Flugschriften, n.° 8.
22
Según el programa pangermanista austríaco de 1913, cita de EDUARD PICHL (al. Herwig), Georg Schoenerer,
1938, 6 vols., VI, p. 375.
23
Cuando Schoenerer, con su admiración por Bismarck, declaró en 1876 que «Austria debe dejar de ser una gran
potencia» (PICHL, op. cit., I, 90), Bismarck pensó y dijo a sus admiradores austríacos que «una Austria poderosa
constituye una necesidad vital para Alemania» (véase Georg Ritter von Schoenerer (tesis doct. de F. A.
NEUSCHAEFER, Hamburgo, 1935). La actitud del zar hacia el paneslavismo era mucho más equívoca porque en la
concepción paneslava del Estado se incluía un fuerte apoyo popular al Gobierno despótico. Sin embargo, bajo
circunstancias tan tentadoras, el zar se negó a apoyar la exigencia expansionista de los eslavófilos y de sus sucesores
(véase STAEHLIN, op. cit., pp. 30 y ss.).
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donde el antagonismo frente al Estado no era identificado con falta de patriotismo, como en
Polonia, donde era un signo de lealtad polaca ser desleal al zar, o como en Austria, donde los
germanos consideraban a Bismarck como su gran figura nacional, este antisemitismo asumió
formas más violentas porque los judíos aparecieron entonces como agentes no sólo de una opresiva
maquinaria estatal, sino de un opresor extranjero. Pero el papel fundamental del antisemitismo
dentro de los pan-movimientos es tan escasamente explicado por la posición de las minorías como
por las experiencias específicas que Schoenerer, el protagonista del pangermanismo austriaco, había
tenido al comienzo de su carrera, cuando, miembro todavía del Partido Liberal, se enteró de las
relaciones entre la monarquía de los Habsburgo y la dominación por parte de los Rothschild de la
red ferroviaria austriaca24. Ello por sí solo difícilmente le hubiera impulsado a declarar que
«nosotros, los pangermanistas, consideramos el antisemitismo como el principal puntal de nuestra
ideología nacional»25, ni algo similar hubiera podido inducir al escritor paneslavo ruso Rozanov a
pretender que «no hay problema en la vida rusa en el que como un inciso no exista también la
cuestión: ¿Cómo hacer frente al judío?»26.
La clave de la súbita aparición del antisemitismo como centro de toda una perspectiva de la vida
y del mundo —a diferencia de su mero papel político en Francia durante el «affaire» Dreyfus o de
su papel como instrumento de propaganda en el movimiento alemán de Stoecker— se halla en la
naturaleza del tribalismo más que en los hechos y en las circunstancias políticos. El verdadero
significado del antisemitismo de los pan-movimientos es que el odio hacia los judíos fue por vez
primera aislado de toda experiencia real concerniente al pueblo judío, tanto política como social y
económica, y siguió sólo la lógica peculiar de una ideología.
El nacionalismo tribal, la fuerza impulsora tras el imperialismo continental, tenía poco en común
con el nacionalismo de la Nación-Estado occidental completamente evolucionada. La NaciónEstado, con su reivindicación de la representación popular y de la soberanía nacional, tal como se
había desarrollado desde la Revolución Francesa y a lo largo del siglo XIX, era el resultado de la
combinación de dos factores que en el siglo XVIII se hallaban todavía separados y que
permanecieron separados en Rusia y en Austria-Hungría: la nacionalidad y el Estado. Las naciones
entraban en la escena de la Historia y se emancipaban cuando los pueblos habían adquirido una
conciencia de sí mismos pomo entidades culturales e históricas, y de su territorio como de un hogar
permanente donde la Historia había dejado sus rastros visibles, cuyo cultivo era el producto del
trabajo común de sus antepasados y cuyo futuro dependería del curso de una civilización común.
Allí donde llegaron a la existencia las Naciones-Estados concluyeron las migraciones, mientras que,
por otra parte, en las regiones de la Europa oriental y meridional fracasó el establecimiento de las
Naciones-Estados porque no pudieron recurrir a unas clases campesinas firmemente enraizadas27.
Sociológicamente, la Nación-Estado era el cuerpo político de las emancipadas clases campesinas
europeas y ésta es la razón por la que los Estados nacionales pudieron mantener su posición
permanente dentro de estos Estados sólo hasta finales del siglo pasado, es decir, sólo mientras que
fueron verdaderamente representativos de la clase rural. «El Ejército —como Marx ha señalado—
era el “punto de honor” con la asignación de tierras a los campesinos: era ellos mismos, ahora dueños de sí y defendiendo en el exterior su recientemente lograda propiedad... El uniforme era su traje
nacional, la guerra era su poesía; la asignación de tierras era la patria, y el patriotismo se convirtió
en la forma ideal de propiedad»28. El nacionalismo occidental, que culminó en el reclutamiento
general, fue el producto de las clases campesinas firmemente enraizadas y emancipadas.
Mientras que la conciencia de la nacionalidad constituye una evolución relativamente reciente, la
estructura del Estado deriva de siglos de monarquía y de despotismo ilustrado. Tanto en la forma de
24
Véase cap. II.
PICHL, op. cit., I, p. 26. La cita procede de un excelente artículo de OSCAR KARBACH, «The Founder of Modem
Political Antisemitism: Georg von Schoenerer», en Jewish Social Studies, vol. VII, nº 1, enero de 1945.
26
VASSILIFF ROZANOV, Fallen Leaves, 1929, pp. 163-164.
27
Véase National States and National Minorities, de C. A. MACARTNEY, Londres, 1934, pp. 432 y ss.
28
KARL MARX, The Eighteenth Brumaire of Louis Bonaparte, traducción al inglés de De Leon, 1898.
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una nueva República como en la de una reformada monarquía constitucional, el Estado heredó
como su suprema función la protección de todos los habitantes de su territorio, fuera cual fuese su
nacionalidad, y se estimaba que había de actuar como suprema institución legal. La tragedia de la
Nación-Estado consistió en que la creciente conciencia nacional del pueblo chocó con estas
funciones. En nombre de la voluntad del pueblo, el Estado se vio obligado a reconocer únicamente a
los «nacionales» como ciudadanos, a otorgar completos derechos civiles y políticos sólo a aquellos
que pertenecían a la comunidad nacional por derecho de origen y el hecho del nacimiento. Esto
significó que el Estado pasó en parte de ser instrumento de la ley a ser instrumento de la nación.
La conquista del Estado por la nación29 fue considerablemente facilitada por la caída de la
monarquía absoluta y el subsiguiente y nuevo desarrollo de las clases. Al monarca absoluto se le
consideraba servidor de Ios intereses de la nación en conjunto, visible exponente y prueba de la
existencia de semejante interés común. El despotismo ilustrado se basaba en la afirmación de
Rohan: «Los reyes mandan a los pueblos, y los intereses mandan al rey»30; con la abolición del rey
y con la soberanía del pueblo, este interés común se hallaba en constante peligro de ser reemplazado
por un conflicto permanente entre los intereses de las clases y la lucha por el control de la
maquinaria del Estado, es decir, por una permanente guerra civil. El único nexo que subsistió entre
los ciudadanos de una Nación-Estado sin un monarca que simbolizara su comunidad esencial,
pareció ser el nacional, o sea, el origen común. De forma tal que en un siglo, en que cada clase y
cada sector de la población se hallaban dominados por intereses de clase o de grupo, los intereses de
la nación, en conjunto, estaban supuestamente garantizados por un origen común que
sentimentalmente se expresaba a sí mismo en el nacionalismo.
El conflicto secreto entre el Estado y la nación surgió a la luz precisamente al nacer la moderna
Nación-Estado, cuando la Revolución Francesa combinó la Declaración de los Derechos del
Hombre con la exigencia de la soberanía nacional. Los mismos derechos esenciales eran
simultáneamente reivindicados como herencia inalienable de todos los seres humanos y como
herencia específica de específicas naciones, la misma nación era simultáneamente declarada sujeta a
las leyes que supuestamente fluirían de los Derechos del Hombre y soberana, es decir, no ligada por
una ley universal y no reconocedora de nada que fuese superior sí misma31. El resultado práctico de
esta contradicción fue que, a partir de entonces, los derechos humanos fueron reconocidos y
aplicados sólo como derechos nacionales y que la auténtica institución de un Estado, cuya suprema
tarea consistía en proteger y garantizar a cada hombre sus derechos como hombre, como ciudadano
y como nacional, perdió su apariencia legal y racional y pudo ser interpretado como nebuloso
representante de un «alma nacional» a la que, por el mismo hecho de su existencia, se la suponía
situada más allá o por encima de la ley. La soberanía nacional, en consecuencia, perdió su
connotación original de libertad del pueblo y se vio rodeada de un aura seudomística de
arbitrariedad ilegal.
El nacionalismo es esencialmente la expresión de esta perversión del Estado en un instrumento
de la nación y de la identificación del ciudadano con el miembro de la nación. La relación entre el
Estado y la sociedad se hallaba determinada por el hecho de la lucha de clases que había suplantado
al antiguo orden feudal. La sociedad estaba penetrada por el individualismo liberal, que consideraba
erróneamente que el Estado dominaba sobre simples individuos cuando en realidad dominaba sobre
clases y que vio en el Estado un tipo de individuo supremo ante el cual tenían que inclinarse todos
los demás. Parecía ser voluntad de la nación que el Estado la protegiera de las consecuencias de su
atomización social y que, al mismo tiempo, garantizara su posibilidad de seguir hallándose en un
estado de atomización. Para equipararse a esta tarea, el Estado tenía que impulsar a todas las
tendencias anteriores hacia la centralización; sólo una Administración fuertemente centralizada que
29
Véase La Nation, de J. T. DELos, Montreal, 1944, un relevante estudio sobre el tema.
Véase De l’Intérêt des Princes et États de la Chrétienté, del DUQUE DE ROHAN, 1638, dedicado al cardenal
Richelieu.
31
Una de las eXposiciones más claras del principio de la soberanía sigue siendo la de JEAN BODIN en Six Livres de la
République, 1576. Para un buen informe y la discusión de las principales teorías de Bodin, véase A History of Political
Theory, de GEORGE H. SABINE, 1937.
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monopolizara todos los instrumentos de violencia y las posibilidades del poder podría contrarrestar
las fuerzas centrífugas constantemente producidas en una sociedad manejada por las clases. El
nacionalismo, de esta manera, se convirtió en el precioso cemento que unía a un Estado centralizado
y a una sociedad atomizada, y el que realmente demostró ser la única conexión activa entre los
individuos de la Nación-Estado.
El nacionalismo siempre preservó la inicial e íntima lealtad hacia el Gobierno y jamás perdió su
función de conservación de un precario equilibrio entre la nación y el Estado, por una parte; entre
los nacionales de una sociedad atomizada, por otra. Los ciudadanos nativos de una Nación-Estado
despreciaban frecuentemente a los ciudadanos nacionalizados que habían recibido sus derechos por
ley y no por nacimiento, del Estado y no de la nación; pero jamás llegaron tan lejos como para
proponer la distinción pangermana entre Staatsfremde, ajenos al Estado, y Volksfremde, ajenos a la
nación, que había de ser más tarde incorporada a la legislación nazi. Mientras que el Estado, incluso
en su forma pervertida, siguió siendo una institución legal, el nacionalismo fue controlado por
alguna ley, y mientras que surgió de la identificación de los nacionales con su territorio estuvo
limitado por fronteras definidas.
Completamente diferente fue la primera reacción nacional de los pueblos en los que la
nacionalidad no se había desarrollado aún más allá de la indiferenciación de la conciencia étnica,
cuyas lenguas no habían superado la fase de dialecto, por la que pasaron todos los idiomas europeos
antes de hallarse capacitadas para fines literarios, cuyas clases campesinas no habían echado raíces
profundas en el campo ni se hallaban al borde de la emancipación, para las cuales, en consecuencia,
su cualidad nacional parecía ser mucho más un asunto particular y móvil, inherente a su verdadera
personalidad, que una cuestión de atención pública y de civilización32. Si querían equipararse con el
orgullo nacional de las naciones occidentales no tenían país, ni Estado, ni logros históricos, que
exhibir, sino que sólo podían señalarse a sí mismas, y esto significaba, en el mejor de los casos,
señalar a su lengua, como si el lenguaje en sí fuese ya un logro. En el peor de los casos señalaban a
su alma eslava o germana o Dios sabe qué. En un siglo que supuso ingenuamente que todos los
pueblos eran virtualmente naciones, apenas quedó nada para los pueblos oprimidos de AustriaHungría, la Rusia zarista o los países balcánicos, donde no existían condiciones para la realización
de la trinidad nacional occidental de puebloterritorio-Estado, donde las fronteras habían cambiado
durante muchos siglos y las poblaciones se habían encontrado en una fase de migración continua
más o menos intensa. Existían masas que no tenían ni la más ligera idea del significado de la patria
y del patriotismo, ni la más vaga noción de la responsabilidad por una comunidad corriente y
limitada. Esto era lo malo del «cinturón de poblaciones mixtas» (Macartney) que se extendía del
Báltico al Adriático y que halló su más clara expresión en la Monarquía Dual.
El nacionalismo tribal surgió de esta atmósfera de desraizamiento. Se extendió ampliamente no
sólo entre los pueblos de Austria-Hungría, sino también, aunque a un nivel más elevado, entre los
miembros de la infortunada intelligentsia de la Rusia zarista. El desraizamiento fue la verdadera
fuente de esa «ensanchada conciencia tribal», que significaba realmente que los miembros de estos
pueblos no tenían un hogar definido, sino que se sentían como en su casa allí donde vivieran otros
miembros de su «tribu». «Nuestra distinción —dijo Schoenerer— estriba... en que no gravitamos
hacia Viena, sino que gravitamos hacia cualquier lugar donde resulte que viven alemanes»33. La
característica de los pan-movimientos consistió en que nunca trataron de lograr una emancipación
nacional, sino que, inmediatamente, en sus sueños de expansión, superaron los estrechos límites de
una comunidad nacional y proclamaron una comunidad popular que seguiría siendo un factor
político aunque sus miembros estuviesen dispersos por toda la Tierra. De forma similar, y en
32
Interesantes en este conteXto son las propuestas socialistas de Karl Renner y de Otto Bauer en Austria para separar
enteramente a la nacionalidad de su base territorial y convertirla en un tipo de estatuto personal; esto, desde luego,
correspondía a una situación en la que los grupos étnicos estuvieron dispersos por todo el Imperio sin perder nada de su
carácter nacional. Véase Die Nationalitätenfrage und die Ssterreichische Sozialdemocratie, de OTTO BAUER, Viena,
1907, sobre el principio personal (en tanto que opuesto al-territorial), pp. 332 y sigs., 353 y sigs. «El principio personal
pretende organizar a las naciones no como cuerpos territoriales, sino como simples asociaciones de personas.»
33
PICHL, op. cit., I, 152.
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contraste con los verdaderos movimientos de liberación nacional de los pueblos pequeños, que
siempre comenzaron con una exploración del pasado nacional, no dejaron de tener en cuenta a la
Historia, pero proyectaron las bases de su comunidad en un futuro hacia el que se suponía que
marchaba el movimiento.
El nacionalismo tribal, extendiéndose a través de todas las nacionalidades oprimidas de la
Europa oriental y meridional, se desarrolló en una nueva forma de organización, los panmovimientos, entre aquellos pueblos que combinaban algún tipo de país nacional doméstico,
Alemania y Rusia, con una amplia y dispersa masa irredenta de alemanes y de eslavos en el
exterior34. En contraste con el imperialismo ultramarino, que se contentaba con una relativa
superioridad, con una misión nacional o con la carga del hombre blanco, los pan-movimientos se
iniciaron con una absoluta reivindicación de su condición de elegidos. El nacionalismo ha sido
frecuentemente descrito como un sucedáneo emocional de la religión, pero sólo el tribalismo de los
pan-movimientos ofreció una nueva teoría religiosa y un nuevo concepto de la santidad. No fue la
función religiosa del zar y su posición en la Iglesia griega la que condujo a los paneslavos rusos a la
afirmación de la naturaleza cristiana del pueblo ruso, de su existencia, según Dostoievsky, como el
«Cristóforo entre las naciones», el que lleva a Dios directamente a los asuntos de este mundo35. Los
paneslavos abandonaron sus primitivas tendencias liberales y, pese a su oposición al Gobierno y
ocasionalmente incluso a las persecuciones, se trocaron en firmes defensores de la Santa Rusia en
razón de sus reivindicaciones de ser «el pueblo verdaderamente divino de los tiempos modernos».36
Los pangermanos austríacos formularon reivindicaciones semejantes de su calidad de elegidos
divinos, aunque ellos, con un similar pasado liberal, siguieron siendo liberales y se tornaron
anticristianos. Cuando Hitler, autodeclarado discípulo de Schoenerer, declaró durante la última
guerra: «Dios Todopoderoso ha hecho a nuestra nación. Estamos defendiendo Su obra, defendiendo
la existencia de ésta»37, la réplica del otro lado, de un seguidor del paneslavismo era
verdaderamente fiel al tipo: «Los monstruos alemanes no son nuestros enemigos, sino los enemigos
de Dios»38. Estas formulaciones recientes no nacieron de las necesidades propagandísticas del
momento, y este tipo de fanatismo no constituye simplemente un abuso del lenguaje religioso; tras
él descansa una verdadera teología que proporcionó su ímpetu a los primeros pan-movimientos y
que tuvo una considerable influencia en el desarrollo de los modernos movimientos totalitarios.
Los pan-movimientos predicaban el origen divino del propio pueblo contra la creencia judeocristiana en el origen divino del hombre. Según ellos, el hombre, perteneciendo inevitablemente a
algún pueblo, recibía su origen divino sólo indirectamente a través de su pertenencia a un pueblo. El
individuo, por eso, poseía su valor divino sólo mientras que perteneciera al pueblo que estaba
diferenciado por su origen divino. Y quedaba desposeído de semejante valor allí donde decidía
cambiar de nacionalidad, en cuyo caso cortaba todos los lazos a través de los cuales estaba dotado
de un origen divino y era como si quedara sumido en un desamparo metafísico. La ventaja política
de este concepto era doble. Hacía de la nacionalidad una cualidad permanente que ya no podía ser
afectada por la Historia, sea lo que le sucediere a un determinado pueblo —emigración, conquista,
34
Bajo estas condiciones no llegó a desarrollarse ningún pan-movimiento declarado. El panlatinismo fue un nombre
erróneo atribuido a los abortados intentos de algunas naciones latinas para establecer un cierto tipo de alianza contra el
peligro alemán. Incluso el mesianismo polaco jamás reivindicó más de lo que en algún momento hubiera podido ser
concebiblemente territorio dominado por los polacos. Véase también DECKERT, op. cit., quien declaró en 1914 «que el
panlatinismo había decaído más y más y que el nacionalismo y la conciencia del Estado se habían tornado más fuertes y
habían conservado un mayor potencial aquí que en cualquier otro lugar de Europa» (p. 7).
35
NICOLAS BERDIAEV, The Origin of Russian Communism, 1937, p. 102. K. S. AK dijo del pueblo ruso que era el
«único pueblo cristiano de la Tierra» en 1855 (véase Oestliches Christentum, de HANS EHRENBERG y N. V.
BUBNOFF, I, pp. 92 y sigs.), y el poeta Tyutchev afirmaba por el mismo tiempo que el «pueblo ruso es cristiano no
sólo a través de la ortodoXia de su fe, sino de algo más íntimo. Es cristiano por esa facultad de renuncia y sacrificio que
constituye la base de su naturaleza moral». Cita de HANS KOHN, op. cit.
36
Según CHAADAYEV, cuyas Philosophical Letters, 1829-1831, constituyeron eI primer intento sistemático de ver la
historia del mundo centrada en el pueblo ruso. Véase EHRENBERG, op. cit., I, pp. 5 y sigs.
37
Discurso del 30 de enero de 1945, citado en The New York Times del 31 de enero.
38
Palabras de Luke, arzobispo de Tambov, citadas en The Journal of the Moscow Patriarchate, núm. 2, 1944.
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dispersión. De impacto más inmediato resulta, empero, el hecho de que, en absoluto contraste con el
origen divino del propio pueblo y todos los demás pueblos, desaparecían todas las diferencias entre
los miembros individuales del pueblo, tanto sociales como económicas o psicológicas. El origen
divino transformaba al pueblo en una masa «elegida» y uniforme de arrogantes robots39.
La falsedad de esta doctrina es tan conspicua como su utilidad política. Dios no creó ni a los
hombres —cuyo origen es claramente la procreación—ni a los pueblos, que llegaron a la existencia
como resultado de la organización humana. Los hombres son desiguales según su origen natural,
sus diferentes organizaciones y su destina en la Historia. Su igualdad lo es solamente de derechos,
es decir, de finalidad humana; pero tras esta igualdad de finalidad humana existe, según la tradición
júdeo-cristiana, otra igualdad, expresada en el concepto de un origen común más allá de la Historia
humana, de la naturaleza humana y de la finalidad humana —el origen común en el Hombre mítico
e inidentificable que es solamente creación de Dios. Este origen es el concepto metafórico en el que
puede hallarse basada la igualdad política de la finalidad de establecer la Humanidad en la Tierra.
El positivismo y el progresismo del siglo XIX pervirtieron esta finalidad humana cuando trataron de
demostrar lo que no puede demostrarse, es decir, que los hombres son iguales por naturaleza y que
sólo difieren por la Historia y las circunstancias, de forma tal que pueden sentirse iguales no por los
derechos, sino por las circunstancias y la educación. El nacionalismo y su idea de una «misión
nacional» pervirtieron el concepto nacional de la Humanidad como una familia de naciones en una
estructura jerárquica en donde las diferencias históricas y de organización fueron erróneamente
interpretadas como diferencias entre los hombres y que residían en el origen natural de éstos. El
racismo, que negaba el origen común del hombre y repudiaba la finalidad común de establecer a la
Humanidad, introdujo el concepto del origen divino de un pueblo en contraste con todos los demás,
cubriendo así el producto temporal y cambiable del esfuerzo humano con una nube seudomística de
eternidad y de finalidades divinas.
Esta finalidad es la que opera como denominador común entre la filosofía de los
panmovimientos y los conceptos raciales y explica en términos teóricos su inherente afinidad.
Políticamente, no es importante el hecho de que se considere a Dios o a la Naturaleza como origen
de un pueblo; en ambos casos, sea como fuere exaltada la reivindicación del pueblo propio, los
pueblos son transformados en especies animales, de tal manera que un ruso resulta tan diferente de
un alemán como lo es un lobo respecto de un zorro. Un «pueblo divino» vive en un mundo en el
que es el perseguidor nato de todas las especies más débiles o la víctima nata de todas las especies
más fuertes. Sólo las reglas del reino animal pueden aplicarse posiblemente a sus destinos políticos.
El tribalismo de los pan-movimientos con su concepto del «origen divino» de un pueblo debió
parte de su gran atractivo a su desprecio por el individualismo liberal40, el ideal de Humanidad y la
dignidad del hombre. No queda dignidad humana alguna si el individuo debe su valía sólo al hecho
de que haya nacido alemán o ruso; pero existe, en su lugar, una nueva coherencia, un sentido de
apoyo mutuo entre todos los miembros del pueblo que es, desde luego, muy capaz de calmar las
legítimas aprensiones de los hombres modernos respecto de lo que puede sucederles si, como
individuos aislados en una atomizada sociedad, no estuvieran protegidos por el puro número y por
una coherencia uniformemente exigida. De forma similar, el «cinturón de poblaciones mixtas», más
expuesto que otros sectores de Europa a las tormentas de la Historia y menos enraizados en la
tradición occidental, sintió antes que otros pueblos europeos el terror al ideal de la Humanidad y a
la fe judeo-cristiana en el origen común del hombre. No albergaba ilusión alguna acerca del «buen
salvaje» porque sabía algo de las potencialidades del mal sin necesidad de investigar en las
39
Esto fue reconocido ya por el jesuita ruso, príncipe IVAN S. GAGARIN, en su folleto La Russie sera-t-elle
catholique? (1856), en el que atacaba a los eslavófilos porque «desean establecer la más completa uniformidad
religiosa, política y nacional. En su política exterior pretenden fundir a todos los cristianos ortodoxos de cualesquiera
nacionalidad y a todos los eslavos de cualesquiera religión en un gran Imperio eslavo y ortodoxo». (Cita de HANS
KOHN, op. cit.)
40
«La gente reconocerá que el hombre no tiene otro destino en este mundo sino trabajar por la destrucción de su
personalidad y su sustitución a través de una existencia social e impersonal.» CHAADAYEV, op. cit. Cita de
EHRENBERG, op. cit., p. 60.
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costumbres de los caníbales. Cuanto más saben los pueblos acerca de otros, menos desean
reconocerles como sus iguales y más retroceden ante el ideal de la Humanidad.
El atractivo del aislamiento tribal y las ambiciones de la raza de señores eran parcialmente
debidos a un instintivo sentimiento de que la Humanidad, tanto como ideal religioso y tanto como
ideal humanista, implica una coparticipación de responsabilidad41. La reducción de las distancias
geográficas hizo que esta coparticipación cobrara una actualidad política de primer orden42.
También convirtió en cosa del pasado a todas las especulaciones idealistas acerca de la Humanidad
y de la dignidad del hombre, simplemente porque todas estas elevadas y ensoñadoras nociones, con
sus tradiciones honradas por el tiempo, asumieron de repente una aterradora oportunidad. Incluso la
insistencia en la depravación de los hombres, ausente desde luego de la fraseología de los
protagonistas liberales de la «Humanidad», no basta en manera alguna para una comprensión del
hecho —que comprendió muy bien la gente— de que la idea de Humanidad, privada de todo
sentimentalismo, tenía la muy seria consecuencia de que, de una forma o de otra, los hombres
habían de asumir la responsabilidad por todos los crímenes cometidos por los hombres y de que,
eventualmente, todas las naciones se verían obligadas a responder de los daños producidos por
todas las demás.
El tribalismo y el racismo son unos medios muy realistas, aunque muy destructivos, de escapar a
este compromiso de la responsabilidad común. Su desraizamiento metafísico, que tan bien se
equiparaba con el desarraigamiento territorial de las nacionalidades a las que primeramente
captaron, se acomodaba igualmente muy bien a las necesidades de las cambiantes masas de las
ciudades modernas, y por eso fueron inmediatamente captados por el totalitarismo. Incluso la
fanática adopción por los bolcheviques de la más antinacional de las doctrinas, el marxismo, fue
contrarrestada y la propaganda paneslavista se reintrodujo en la Unión Soviética en razón del valor
aislante de esas teorías en sí mismas43.
Es cierto que el sistema de dominación en Austria-Hungría y en la Rusia zarista sirvió como una
verdadera educación en nacionalismo tribal, basado como se hallaba en la opresión de las
nacionalidades. En Rusia esta opresión era monopolio exclusivo de la burocracia, que también oprimía al pueblo ruso, con el resultado de que sólo la intelligentsia rusa llegó a ser paneslavista. La
Monarquía Dual, por el contrario, dominaba a las agitadas nacionalidades, proporcionándoles
simplemente libertad bastante para oprimir a otras nacionalidades, con el resultado de que éstas se
convirtieron en auténtica masa básica para las ideologías de los pan-movimientos. El secreto de la
supervivencia de la casa de Habsburgo en el siglo XIX descansa en el cuidadoso equilibrio y en el
apoyo a una maquinaria supranacional a través del antagonismo mutuo y la explotación de los
checos por los germanos, de los eslovacos por los húngaros, de los rutenos por los polacos, etc.
Porque para todos ellos quedaba sobreentendido que uno podía lograr la nacionalidad a expensas de
las de los demás y que uno se privaría gustosamente de la libertad si la opresión procedía del propio
Gobierno nacional.
41
Resulta característico el siguiente pasaje de FRYMANN, op. cit., p. 186: «Co nocemos a nuestro propio pueblo, sus
cualidades y sus defectos —no conocemos a la Humanidad y nos negamos a preocuparnos o a sentirnos entusiasmados
por ella. ¿Dónde comienza, dónde acaba y qué se pretende que amemos porque pertenezca a la Humanidad?... ¿Son
miembros de la Humanidad el conjunto del decadente y medio bestial campesino ruso del mir, el negro del Africa
oriental, el mestizo del Africa alemana del Sudoeste y los insoportables judíos de Galitzia y de Rumania?... Uno puede
creer en la solidaridad de los pueblos germánicos. Todo lo que se halle fuera de esta esfera no nos interesa.»
42
Esta reducción de las distancias geográficas halló una eXpresión en Central Europe, de FRIEDRICH NAUMANN:
«Todavía está lejano el día en que haya ‘un rebaño y un pastor’, pero ya han pasado los días en que innumerables
pastores, más pequeños o más grandes, conducían irrefrenadamente a sus rebaños por los pastos de Europa. El espíritu
de la industria en gran escala y de la organización supernacional se ha apoderado de la política. Los pueblos piensan,
como una vez lo expresó Cecil Rhodes, ‘en continentes’.» Estas pocas frases fueron citadas en innumerables artículos y
folletos de la época.
43
Muy interesantes al respecto son las nuevas teorías de los genetistas de la Rusia soviética. La herencia de los
caracteres adquiridos viene a significar claramente que las poblaciones que víven en condiciones desfavorables
transmiten una dote hereditaria más pobre y viceversa. «En una palabra, tendríamos razas innatas de señores y de
siervos.» Véase H. S. MULLER, «The Soviet Master Race Theory», en New Leader, 30 de julio de 1949.
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Los dos pan-movimientos se desarrollaron sin ayuda alguna de los Gobiernos ruso y alemán.
Esto no impidió a sus seguidores austríacos incurrir en las delicias de la alta traición contra el
Gobierno austríaco. Fue esta posibilidad de educar a las masas en el espíritu de la alta traición la
que facilitó a los pan-movimientos austríacos el notable apoyo popular de que siempre carecieron
en Alemania y en Rusia. Era mucho más fácil persuadir al trabajador alemán para que atacara a la
burguesía alemana que convencerle de que atacara a su propio Gobierno, como resultaba más fácil
en Rusia «levantar a los campesinos contra los propietarios rurales más que contra el zar»44. La
diferencia entre las actitudes de los obreros alemanes y de los campesinos rusos era seguramente
tremenda; los primeros consideraban a un monarca no demasiado amado como el símbolo de la
unidad nacional, y los últimos consideraban al jefe de su Gobierno como el verdadero representante
de Dios en la Tierra. Estas diferencias, sin embargo, importaban menos que el hecho de que ni en
Rusia ni en Alemania era el Gobierno tan débil como en Austria, y que ni la autoridad de los dos
primeros Gobiernos había caído en descrédito tal como para que los pan-movimientos pudieran
capitalizar políticamente la agitación revolucionaria. Sólo en Austria halló el ímpetu revolucionario
su escape nacional en los pan-movimientos. El recurso (no muy suficientemente explotado) de
divide et impera apenas consiguió disminuir las tendencias centrífugas de los sentimientos
nacionales, pero logró muy bien inducir complejos de superioridad y un general talante de
deslealtad.
La hostilidad hacia el Estado como institución fluía a través de todas las teorías de los panmovimientos. La oposición de los eslavófilos al Estado ha sido certeramente descrita como «por
completo diferente de todo lo que puede hallarse en el sistema del nacionalismo oficial»45. El
Estado; por su verdadera naturaleza, era considerado extraño al pueblo. Y resultaba que se
consideraba que la superioridad eslava se basaba en la indiferencia del pueblo ruso hacia el Estado,
en su posición como un corpus separatum de su propio Gobierno. A esto es a lo que se referían los
eslavófilos cuando denominaban a los rusos «un pueblo sin Estado», lo que hizo posible la
reconciliación de estos «liberales» con el despotismo; se hallaba de acuerdo con la exigencia del
despotismo el hecho de que el pueblo no se «inmiscuyera en el poder del Estado», es decir, con el
absolutismo de ese poder46. Los pangermanistas, que eran políticamente más diferenciados, siempre
insistieron en la prioridad del interés nacional sobre el del Estado y afirmaban habitualmente47 que
la política mundial trasciende el marco del Estado, que el único factor permanente en el curso de la
Historia era el pueblo y no los Estados, y que por eso las necesidades nacionales, cambiantes con
las circunstancias, deberían determinar en cualquier momento los actos políticos del Estado48. Pero
lo que en Alemania y Rusia siguió siendo exclusivamente hasta finales de la primera guerra
mundial una serie de retumbantes frases, tuvo un aspecto suficientemente real en la Monarquía
Dual, cuya decadencia generó un permanente y rencoroso desprecio hacia el Gobierno.
Sería un error suponer que los dirigentes de los pan-movimientos eran reaccionarios o
«contrarrevolucionarios». Aunque, por regla general, no estaban demasiado interesados en las
cuestiones sociales, jamás cometieron el error de alinearse con la explotación capitalista, y la
mayoría de ellos había pertenecido, y unos pocos siguieron perteneciendo, a los partidos liberales y
progresistas. Es completamente cierto, en un sentido, que la liga pangermanista «encarnó un intento
real de control popular de los asuntos exteriores. Creía firmemente en la eficiencia de una opinión
pública fuertemente mentalizada en cuestiones nacionales... y en la iniciación de una política
44
«Russia and Freedom», de G. FEDOTOV, en The Review of Politics, vol. VIII, núm. 1, enero de 1946, es una
verdadera obra maestra como texto histórico; proporciona el quid de toda la historia rusa.
45
N. BERDIAEV, op. cit., p. 29.
46
K. S. AKSAKOW, en Ehrenberg, op. cit., p. 97.
47
Véase, por ejemplo, la queja de Schoenerer de que el Verfassungspartei todavía subordinaba los intereses nacionales
a los intereses del Estado (PICHL, op. cit., 1, 151). Véanse también los pasajes característicos del Judas Kampf und
Niederlage in Deutschland, del pangermanista conde E. REVENTLOW, 1937, pp. 39 y sigs. Reventlow vio al
nacionalsocialismo como la realización del pangermanismo en razón de su negativa a «idolizar» al Estado, que sólo es
una de las funciones de la vida del pueblo.
48
ERNST HASSE. «Deutsche Weltpolitik», 1897, en Alldeutsche Flugschriften, número 5, y Deutsche Politik. fasc. 1:
«Das deutsche Reich als Nationalstaat», 1905, página 50.
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nacional a través de la fuerza de la exigencia popular»49. Pero el populacho, organizado en los panmovimientos e inspirado en las ideologías raciales, no era en absoluto el mismo pueblo cuyas
acciones revolucionarias habían conducido al Gobierno constitucional y cuyos verdaderos
representantes en aquella época sólo podían hallarse en los movimientos obreros que con su
«ensanchada conciencia tribal» y su conspicua falta de patriotismo se parecían mucho más a una
«raza».
El paneslavismo, en contraste con el pangermanismo, fue formado e impregnado por toda la
intelligentsia rusa. Mucho menos desarrollado en su organización y mucho menos consistente en
sus programas políticos, mantuvo por un espacio de tiempo notablemente largo un elevado nivel de
complejidad literaria y de especulación filosófica. Mientras que Rozanov especulaba sobre las
misteriosas diferencias entre la potencia sexual de los judíos y la de los cristianos y llegaba a la
sorprendente conclusión de que los judíos estaban «unidos por esa potencia y los cristianos se
hallaban separados por ella»50, el líder de los pangermanistas austríacos descubría alegremente
medios «para atraer el interés del hombre de la calle mediante canciones propagandísticas, tarjetas
postales, jarros de cerveza con la efigie de Schoenerer, bastones y cerillas»51. Pero, eventualmente,
los paneslavos desecharon también52 a «Schelling y a Hegel y recurrieron a las ciencias naturales en
busca de munición teórica».
El pangermanismo, fundado por un solo hombre, Georg von Schoenerer, y apoyado
principalmente por los estudiantes germano-austríacos, empleó desde el comienzo un lenguaje
sorprendentemente vulgar, destinado a atraer a estratos sociales mucho más amplios y diferentes.
Schoenerer fue también, consecuentemente, «el primero en percibir las posibilidades del
antisemitismo como instrumento para forzar la dirección de la política exterior y para quebrar... la
estructura interna del Estado»53. Son obvias algunas de las razones para la elección del pueblo judío
con esta finalidad: su posición muy prominente con respecto a la monarquía de los Habsburgo,
junto con el hecho de que en un país multinacional eran más fácilmente reconocidos como una
nacionalidad separada que en las Naciones-Estados, cuyos ciudadanos, al menos en teoría, eran de
un origen más homogéneo. Todo esto, empero, aunque explica ciertamente la violencia del tipo
austríaco de antisemitismo y evidencia qué astuto político fue Schoenerer al explotar el tema, no
nos ayuda a comprender el papel ideológico central del antisemitismo en ambos pan-movimientos.
La «ensanchada conciencia tribal» como motor emocional de los pan-movimientos fue
completamente desarrollada antes de que el antisemitismo se convirtiera en su tema central y
centralizarte. El paneslavismo, con una más larga y respetable historia de especulación filosófica y
una más conspicua ineficacia política, se hizo antisemita sólo en las últimas décadas del siglo XIX.
Schoenerer, el pangermanista, había proclamado abiertamente su hostilidad hacia las instituciones
del Estado cuando muchos judíos todavía eran miembros de su partido54. En Alemania, donde el
movimiento de Stoecker había demostrado la utilidad del antisemitismo como arma política
propagandística, la liga pangermanista comenzó con una cierta tendencia antisemita, pero hasta
1918 no llegó tan lejos como para excluir de sus filas a los judíos55. La antipatía ocasional de los
eslavófilos hacia los judíos se trocó en antisemitismo en toda la intelligentsia rusa cuando, tras el
asesinato del zar en 1881, una oleada de pogroms organizados por el Gobierno desplazó la cuestión
judía hacia el foco de la atención pública.
Schoenerer, que descubrió por la misma época el antisemitismo, tuvo conciencia de sus
49
WERTHEIMER, op. cit., p. 209.
ROZANOV, op. cit., pp. 56-57.
51
OSCAR KARBACH, op. cit.
52
Louis LEVINE, Pan-Slavism and European Politics, Nueva York, 1914, describe este cambio de la antigua
generación eslavófila al nuevo movimiento paneslavista.
53
OSCAR KARBACH, op. cit.
54
El Programa de Linz, que siguió siendo el programa de los pangermanistas en Austria, fue originariamente expresado
sin el párrafo en el que mencionaba a los judíos; había incluso tres judíos en el comité de redacción de 1882. El párrafo
judío fue añadido en 1885. Véase OSCAR KARBACH, op. ch.
55
OTTO BONHARD, op. cit., p. 45.
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posibilidades probablemente casi por accidente: como lo que él deseaba por encima de todo era
destruir el imperio de los Habsburgo, no le fue difícil calcular el efecto que tendría la exclusión de
una nacionalidad de la estructura de un Estado que descansaba en una multitud de nacionalidades.
Toda la fábrica de esta constitución peculiar, el precario equilibrio de su burocracia, quedarían
conmovidos si la opresión moderada, bajo la que todas las nacionalidades disfrutaban de una cierta
dosis de igualdad, quedara minada por movimientos populares. Pero este objetivo hubiera podido
ser igualmente logrado por el furioso odio de los pangermanistas hacia las nacionalidades eslavas,
un odio que había quedado bien afirmado mucho antes de que el movimiento se hiciera antisemita y
que había sido aprobado por sus afiliados judíos.
Lo que hizo al antisemitismo de los pan-movimientos tan eficaz como para llegar a sobrevivir al
declive general de la propaganda antisemita durante la engañosa tranquilidad que precedió al
estallido de la primera guerra mundial fue su fusión con el nacionalismo tribal de la Europa oriental.
Porque allí existía una inherente afinidad entre las teorías de los pan-movimientos acerca de los
pueblos y la desarraigada existencia del pueblo judío. Parecía que los judíos constituían el único
ejemplo perfecto de un pueblo en el sentido tribal, que su organización era el modelo que los panmovimientos deseaban emular, que su supervivencia y su supuesto poder eran la mejor prueba de la
veracidad de las teorías raciales.
Si otras nacionalidades de la Monarquía Dual sólo se hallaban débilmente enraizadas en el suelo
y poseían un escaso sentido del significado de un territorio común, los judíos eran el ejemplo de un
pueblo que, sin ningún hogar, habían sido capaces de conservar su identidad a través de los siglos y
que por eso podían ser citados como prueba de que no se precisaba de un territorio para constituir
una nacionalidad56. Si los pan-movimientos insistieron en la importancia secundaria del Estado y la
importancia radical del pueblo, organizado a través de los países y no necesariamente representado
en instituciones visibles, los judíos eran un perfecto modelo de una nación sin un Estado y sin
instituciones visibles57. Si las nacionalidades tribales se señalaban a sí mismas como centro de su
orgullo tribal, al margen de logros históricos y de una relación con acontecimientos históricos; si
creían que alguna misteriosa cualidad inherente psicológica o física les convertía en la encarnación,
no de Alemania, sino del germanismo, no de Rusia, sino del alma rusa, de alguna forma conocían,
aunque no supieran exactamente cómo expresarlo, que la judeidad de los judíos asimilados era
exactamente el mismo tipo de encarnación personal e individual del judaísmo, y que el orgullo
peculiar de los judíos secularizados, que no habían renunciado a la reivindicación de pueblo
elegido, significaba realmente que creían que eran diferentes y mejores tan sólo porque resultaba
que habían nacido judíos, al margen de los logros y las tradiciones judíos.
Es suficientemente cierto que esta actitud judía, es decir, este tipo judío de nacionalismo tribal,
había sido resultado de la posición anormal de los judíos en los Estados modernos, fuera de las
lindes de la sociedad y de la nación. Pero la posición de estos cambiantes grupos étnicos, que se
tornaron conscientes de su nacionalidad sólo a través del ejemplo de otras naciones —las
occidentales—, y más tarde la posición de las masas desarraigadas de las grandes ciudades a las que
tan eficazmente movilizó el racismo, fue en muchos aspectos muy similar. Se hallaban demasiado al
margen de las fronteras de la sociedad y estaban también demasiado al margen del cuerpo político
de la Nación-Estado, que parecía ser la única organización política satisfactoria de los pueblos. En
los judíos advirtieron inmediatamente a sus más afortunados y felices competidores, porque, tal
como ellos lo veían, los judíos habían hallado una manera de constituir una sociedad propia que,
precisamente porque carecía de una representación visible y de un escape político normal, podía
convertirse en un sustitutivo de la nación.
Pero lo que empujó a los judíos hasta el centro de estas ideologías raciales más que cualquier
otra cosa fue el hecho aún más obvio de que la reivindicación de los pan-movimientos a su calidad
56
Así lo citó OTTO BAUER, socialista y no precisamente antisemita, op. cit., p. 373
Por lo que se refiere a la autointerpretación judía, resulta muy instructivo el ensayo de A. S. STEINBERG «Die
weltanschaulichen Voraussetzungen der jüdischen Geschichtsschreibung», en Dubnov Festschrift, 1930: «Si uno... está
convencido del concepto de la vida tal como es expresado en la historia judía..., entonces la cuestión del Estado pierde
su importancia, sea cual fuere la respuesta que pueda darle.»
57
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de elegidos sólo podía chocar seriamente con la reivindicación judía. No importaba que el concepto
judío nada tuviera en común con las teorías tribales acerca del origen divino del propio pueblo de
uno. Al populacho no le preocupaban tales primores de precisión histórica y era apenas consciente
de la diferencia de una misión histórica judía para el logro del establecimiento de la Humanidad y
su propia «misión» de dominar a todos los demás pueblos de la Tierra. Pero los dirigentes de los
pan-movimientos sabían muy bien que los judíos habían dividido al mundo, exactamente como
ellos, en dos mitades: ellos mismos y todos los demás58. En esta dicotomia los judíos aparecían de
nuevo como los competidores más afortunados que habían heredado algo, eran diferenciados por la
posesión de algo que los gentiles tenían que construir con su propio esfuerzo59.
Es un lugar común, no más verdadero por mucho que se repita, que el antisemitismo es
solamente una forma de envidia. Pero en relación con la calidad de elegidos de los judíos es
suficientemente cierto. Allí donde los pueblos se han hallado separados de la acción y de los logros,
allí donde estos lazos naturales con el mundo corriente se han roto o no han llegado a existir por una
razón u otra, se han mostrado inclinados a volverse hacia sí mismos en su propia y desnuda
dotación y a reivindicar la divinidad y una misión de redención de todo el mundo. Cuando esto
sucede en la civilización occidental, tales pueblos hallan invariablemente en su camino la antigua
reivindicación de los judíos. Esto es lo que los portavoces de los pan-movimientos advirtieron, y
por esto es por lo que permanecieron despreocupados ante esta pregunta realista: ¿Son tan
importantes los judíos en número y poder como para hacer del odio a los judíos el eje de una
ideología? Como su propio orgullo nacional era independiente de todos los logros, así su odio a los
judíos se había emancipado de todas las hazañas y fechorías específicas de los judíos. En esto
coincidían completamente los pan-movimientos, aunque ninguno supiera cómo utilizar ese eje
ideológico para fines de organización política.
El retraso entre la formulación de la ideología de los pan-movimientos y la posibilidad de su
seria aplicación política se pone de relieve en el hecho de que «Los Protocolos de los Sabios de
Sión» —elaborados hacia 1900 por agentes de la policía secreta rusa en París por indicación de
Pobyedonostzev, consejero político de Nicolás II y que fue el único paneslavista que llegó a
alcanzar una posición influyente— siguieron siendo un folleto medio olvidado hasta 1919, cuando
comenzó su verdadero desfile triunfal a través de todos los países y lenguas europeos60. Unos treinta
años después su tirada era sólo inferior a la de Mein Kampf, de Hitler. Ni quienes lo concibieron ni
quienes lo encargaron supieron que llegaría un tiempo en que la policía sería la institución central
de una sociedad y todo el poder de un país organizado según los supuestos principios judíos de los
Protocolos. Quizá fue Stalin el primero en descubrir todas las potencialidades de dominio que
poseía la policía; fue ciertamente Hitler quien, más astuto que Schoenerer, su padre espiritual, supo
cómo utilizar el principio jerárquico del racismo, cómo explotar la afirmación antisemita de la
existencia de un pueblo «peor» para organizar adecuadamente al «mejor» y a todos los conquistados
y oprimidos entre ambos, cómo generalizar el complejo de superioridad de los pan-movimientos de
forma tal que cada pueblo, con la necesaria excepción de los judíos, pudiera despreciar al que era
aún peor que él mismo.
Aparentemente, se necesitaban unas pocas décadas más de caos oculto y de abierta
desesperación antes de que amplios estratos del pueblo admitieran alegremente que iban a lograr lo
que, tal como ellos creían, sólo los judíos, con su innato satanismo, habían sido capaces de
conseguir hasta entonces. Los jefes del movimiento, en cualquier caso, aunque desde luego
58
La proximidad entre estos conceptos puede apreciarse en la siguiente coincidencia, a la que cabria añadir muchos
otros ejemplos: STEINBERG, op. cit., dice de los judíos: su historia ocupa un lugar al margen de todas las habituales
leyes históricas; Chaadayev afirma que los rusos son un pueblo de eXcepción. BERDIAEV declara llanamente (op. cit.,
p. 135): «El mesianismo ruso es semejante al mesianismo judío.»
59
Véase al antisemita E. REVENTLOW, op. cit., pero también Judaism and the Christian Question (1884), del filósofo
filosemita ruso VLADIMIR SOLOVYOV, Entre las dos naciones religiosas, los rusos y los polacos, la Historia
introdujo a un tercer pueblo religioso, los judíos. Véase EHRENBERG, op. cit., pp. 314 y sigs. Véase también
CLEINOW, op. cit., pp. 44 y sigs.
60
Véase JOHN S. CURTIS, The Protocols of Zion, Nueva York, 1942.
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vagamente conscientes de la cuestión social, se mostraron parciales en su insistencia sobre la
política exterior. Por eso fueron incapaces de ver que el antisemitismo podía formar el nexo
necesario que conectara los métodos domésticos con los exteriores; no sabían todavía cómo
establecer su «comunidad popular», es decir, la horda completamente desarraigada y racialmente
adoctrinada.
El hecho de que el fanatismo de los pan-movimientos se concentrara sobre los judíos como
centro ideológico, lo que constituyó el comienzo del fin de la judería europea, constituye uno de los
más trágicos y amargos desquites que la Historia se haya tomado nunca. Porque, desde luego, hay
algo de verdad en las afirmaciones «ilustradas» desde Voltaire a Renan y Taine de que el concepto
judío de pueblo elegido, su identificación de la religión y de la nacionalidad, su reivindicación de
una posición absoluta en la Historia y de una relación singular con Dios, aportó a la civilización
occidental un elemento de fanatismo de otra forma desconocido (heredado por el cristianismo con
su reivindicación de su posesión exclusiva de la Verdad), por una parte y por el otro, un elemento
de orgullo que se hallaba peligrosamente próximo a su perversión racial61. Políticamente carecía de
consecuencia el hecho de que el judaísmo y una intacta piedad judía, siempre estuvieran
notablemente libres y fueran incluso hostiles a la herética inmanencia de lo divino.
Porque el nacionalismo tribal es la perversión precisa de una religión que hace a Dios escoger a
una nación, a la propia; sólo porque este antiguo mito, unido al único pueblo superviviente de la
antigüedad, había echado profundas raíces en la civilización occidental pudo el moderno líder del
populacho, con una cierta dosis de plausibilidad, llegar a la desfachatez de arrastrar a Dios a los
pequeños conflictos entre pueblos y de pedir Su asentimiento a una elección que el líder había ya
manipulado a su antojo62. El odio de los racistas contra los judíos surgió de una aprensión
supersticiosa de que pudieran ser los judíos y no ellos mismos a los que Dios hubiera elegido,
aquellos a quienes estaba reservado el éxito por la Divina Providencia. Existía un elemento de
resentimiento imbécil contra un pueblo del que se temía que había recibido una garantía
racionalmente incomprensible de que eventualmente emergería, a pesar de todas las apariencias,
como el vencedor final de la historia del mundo.
Porque para la mentalidad del populacho el concepto judío de una misión divina para traer el
reino de Dios sólo podía aparecer en los términos vulgares del éxito y del fracaso. El temor y el
odio eran nutridos y en cierto modo racionalizados por el hecho de que el cristianismo, una religión
de origen judío, había conquistado ya a la Humanidad occidental. Guiados por su propia y ridícula
superstición, los dirigentes de los pan-movimientos encontraron ese pequeño diente oculto en los
mecanismos de la piedad judía que hacía posibles una inversión y una perversión tan completas, de
forma tal que la calidad de elegido ya no fue el mito para una definitiva realización del ideal de la
Humanidad común —sino para su destrucción final.
2. EL PATRIMONIO DE LA ILEGALIDAD
El abierto desprecio por la ley y por las instituciones legales y la justificación ideológica de la
ilegalidad han sido mucho más característicos del imperialismo continental que del ultramarino.
Esto es parcialmente debido al hecho de que el imperialismo continental carecía de la distancia
geográfica para separar la ilegalidad de su dominación en países extranjeros de la legalidad de las
61
Véase BERDIAEV, op. cit., p. 5: «La religión y la nacionalidad crecieron juntas en el reino moscovita, tal como
sucedió también en la conciencia del antiguo pueblo hebreo. Y de la misma manera que la conciencia mesiánica fue un
atributo del judaísmo, también fue un atributo de la ortodoxia rusa.»
62
Fantástico ejemplo de la locura de todo el caso es el siguiente pasaje de León Bloy, que afortunadamente no es
característico del nacionalismo francés: «Francia es hasta tal punto la primera de las naciones, que todas las demás, sean
cuales fueren, deben sentirse honradas si se les permite comer el pan de sus perros. Sólo con que Francia sea feliz puede
sentirse satisfecho el resto del mundo, aunque tengan que pagar la felicidad de Francia con la esclavitud o la
destrucción. Pero si Francia sufre, sufre entonces el mismo Dios, el terrible Dios... Esto es tan absoluto e inevitable
como el misterio de la predestinación.» Cita de R. NADOLNY, Germanisierung oder Slavisierung?, 1928, p. 55.
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instituciones en los países propios. De igual importancia es el hecho de que los pan-movimientos se
originaron en países que nunca habían conocido el Gobierno constitucional, de forma tal que sus
dirigentes concibieron naturalmente al Gobierno y al poder en términos de decisiones arbitrarias
emanadas de lo alto.
El desprecio por la ley se tornó característico de todos los movimientos. Aunque más
completamente diferenciado en el paneslavismo que en el pangermanismo, reflejó las condiciones
del gobierno de entonces tanto en Rusia como en Austria-Hungría. Describir estos dos despotismos,
los únicos que restaban en Europa al estallar la primera guerra mundial, en términos de Estados
multinacionales, es esbozar tan sólo una parte de la imagen. Tanto como por su dominación sobre
territorios multinacionales, se distinguían de los demás Gobiernos en que gobernaban directamente
a los pueblos (y no sólo les explotaban) mediante una burocracia. Los partidos desempeñaban
funciones insignificantes, y los Parlamentos carecían de funciones legislativas; el Estado gobernaba
a través de una Administración que aplicaba decretos. El significado del Parlamento para la
Monarquía Dual era poco más que el de una no muy brillante sociedad de debates. En Rusia, tanto
como en la Austria de la preguerra, apenas podía hallarse una seria oposición al margen de la
ejercida por grupos exteriores que sabían que su penetración en el sistema parlamentario sólo les
privaría de la atención y del apoyo populares.
Legalmente, el Gobierno por la burocracia es el Gobierno por decreto, y esto significa que el
poder, que en el Gobierno constitucional sólo exige el cumplimiento de la ley, se convierte en
fuente directa de toda la legislación. Los decretos, además, permanecen anónimos (mientras que en
las leyes cabe siempre remontarse a hombres o a asambleas específicos), y por eso parecen proceder
de un poder que domina a todos y que no necesita, justificación. El desprecio de Pobyedonostzev
por las «trampas» de la ley era el eterno desprecio del administrador por la supuesta falta de libertad
del legislador, que se ve limitado por principios y por la inacción de los ejecutores de la ley, que
quedan frenados por su interpretación. El burócrata, que administrando simplemente decretos
experimenta la ilusión de la acción constante, se siente tremendamente superior a estas personas
«no prácticas» que están por siempre enredadas en las «nimiedades legales» y que por eso
permanecen fuera de la esfera del poder, que para él es la fuente de todo.
El administrador considera a la ley impotente porque por definición está al margen de su
aplicación. El decreto, por otra parte, no existe en absoluto excepto si y cuando es aplicado; no
necesita justificación excepto la aplicabilidad. Es cierto que los decretos son utilizados por todos los
Gobiernos en tiempos de emergencia, pero entonces la emergencia en sí misma es una clara
justificación y una limitación automática. En los Gobiernos por la burocracia los decretos aparecen
en su pura desnudez como si ya no fuesen dictados por hombres poderosos, sino que constituyeran
la encarnación del poder mismo y el administrador fuera exclusivamente su agente accidental. No
hay principios generales que la simple razón pueda comprender tras el decreto, sino circunstancias
siempre cambiantes que sólo un experto puede conocer detalladamente. Los pueblos gobernados
por decreto nunca conocen quién les gobierna en razón de la imposibilidad de comprender los
decretos en sí mismos y la ignorancia cuidadosamente organizada de las circunstancias específicas
y de su significado práctico en la que todos los administradores mantienen a sus súbditos. El
imperialismo colonial, que también regía por decreto y llegó incluso a veces a ser definido como el
régime des décrets62a, era ya suficientemente peligroso; pero el simple hecho de que los
administradores de las poblaciones nativas fueran importados y se consideraran usurpadores mitigó
su influencia sobre los pueblos sometidos. Sólo donde, como en Rusia y en Austria, los gobernantes
nativos y una burocracia nativa fueran aceptados como el Gobierno legítimo, pudo la dominación
por decreto crear la atmósfera de arbitrariedad y sigilo que ocultó efectivamente su simple
oportunismo.
La dominación por decreto presenta señaladas ventajas para el dominio de territorios
diseminados, con poblaciones heterogéneas y dentro de una política de opresión. Su eficiencia es
62a
Véase M. LARCHER, Traité Elémentaire de Législation Algérienne, 1903, vol. II, pp. 150-152: «El régime des
décrets es el gobierno de todas las colonias francesas.»
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superior simplemente porque ignora todas las fases intermedias entre la formulación y la aplicación
y porque impide el razonamiento político del pueblo, retirándole toda la información. Puede
fácilmente superar la variedad de costumbres locales y no precisa apoyarse en el proceso
necesariamente lento de desarrollo de la ley general. Resulta de gran ayuda en el establecimiento de
una administración centralizada, porque se impone automáticamente a todas las cuestiones de
autonomía local. Si el dominio mediante buenas leyes ha sido a veces denominado el dominio de la
sabiduría, el dominio mediante los decretos oportunos puede ser certeramente denominado el
dominio de la destreza. Porque es diestro tener en cuenta motivos y objetivos ulteriores y es sabio
comprender y crear por deducción de los principios generalmente aceptados.
El Gobierno mediante la burocracia ha de distinguirse del mero desarrollo y deformación de la
Administración civil que frecuentemente acompañó al declive de la Nación-Estado, tal como
sucedió especialmente en Francia. Allí la Administración había sobrevivido desde la Revolución a
todos los cambios de régimen, se había atrincherado como un parásito en el cuerpo político, había
desarrollado sus propios intereses de clase y convertido en un organismo inútil cuyo único objetivo
resultaba ser el embrollo y la prevención de todo desarrollo económico y político normales. Existen,
desde luego, muchas semejanzas superficiales entre los dos tipos de burocracia, especialmente si se
otorga demasiada atención a la sorprendente semejanza psicológica de los pequeños funcionarios de
uno y otro. Pero si el pueblo francés llegó a cometer el muy serio error de aceptar a su
Administración como un mal necesario, jamás cometió el fatal error de permitirla que dominara el
país, aunque las consecuencias fueran que no gobernara nadie. La atmósfera francesa de gobierno se
cargó de ineficiencias y vejaciones, pero nunca creó un aura de seudomisticismo.
Y este seudomisticismo es el sello de la burocracia cuando se convierte en forma de gobierno.
Como el pueblo al que domina nunca sabe realmente por qué está sucediendo algo y no existe una
interpretación racional de las leyes, sólo resta algo que cuenta, el hecho brutal y desnudo en si
mismo. Lo que le sucede a uno se convierte en tema de una interpretación cuyas posibilidades son
inacabables, no limitadas por la razón ni frenadas por el conocimiento. Dentro del marco de esta
inacabable especulación interpretativa, tan característica de todas las ramas de la literatura
prerrevolucionaria rusa, toda la trama de la vida y del mundo asume un misterioso sigilo y una
misteriosa profundidad. Existe un peligroso encanto en esta aura por obra de su riqueza
aparentemente inagotable; la interpretación del sufrimiento tiene un radio más amplio que la de la
acción porque la primera llega hasta el interior del alma y libera todas las posibilidades de la
imaginación humana, mientras que la segunda es constantemente frenada y posiblemente llevada
hasta el absurdo, por una consecuencia exterior y una experiencia controlable.
Una de las diferencias más chocantes entre la anticuada dominación de la burocracia y el tipo
totalitario moderno es que los gobernantes austríacos y rusos de la preguerra se contentaban con una
ociosa irradiación del poder y se satisfacían con controlar solamente los destinos exteriores, dejando
intacta toda la vida íntima del alma. La burocracia totalitaria, con una más completa comprensión
del significado del poder absoluto, penetró en el individuo particular y en su vida íntima con la
misma brutalidad. El resultado de esta experiencia radical consistió en que la espontaneidad íntima
del pueblo bajo su dominador quedó muerta junto con sus actividades sociales y políticas, de forma
tal que la simple esterilidad política bajo las antiguas burocracias fue reemplazada por la esterilidad
total bajo la dominación totalitaria.
Sin embargo, la época que contempló el ascenso de los pan-movimientos todavía siguió
hallándose felizmente ignorante de la esterilización total. Al contrario, para un observador inocente
(como lo eran la mayoría de los occidentales) la llamada alma oriental parecía ser
incomparablemente más rica, su psicología más profunda, su literatura más significativa que la de
las «vacías» democracias occidentales. Esta aventura psicológica y literaria en las profundidades del
sufrimiento no llegó a existir en Austria-Hungría, porque su literatura era principalmente literatura
de habla alemana, que al fin y al cabo era y siguió siendo parte de la literatura alemana en general.
En lugar de inspirar una profunda decepción, la burocracia austríaca más bien impulsó a su más
importante escritor moderno a convertirse en humorista y crítico de todo. Franz Kafka conocía
suficientemente bien la superstición del hado que posee a los pueblos que viven bajo la perpetua
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dominación de los accidentes, la inevitable tendencia a advertir un especial significado
sobrehumano en acontecimientos cuyo significado racional está más allá del conocimiento y de la
comprensión de los interesados. Era bien consciente del atractivo sobrenatural de tales pueblos, de
la melancolía y tristeza de unas leyendas populares que parecían tan superiores a la literatura más
ligera y brillante de pueblos más afortunados. Expuso el orgullo por la necesidad como tal, incluso
la necesidad del mal y el insoportable concepto que identifica al mal y al infortunio con el destino.
El milagro sólo estriba en que pudiera lograrlo en un mundo en el que los principales elementos de
esta atmósfera no se hallaban completamente diferenciados; recurrió al gran poder de su
imaginación para extraer todas las conclusiones necesarias, para completar lo que la realidad había
en cierto modo olvidado llevar a la luz del día63.
Sólo el Imperio ruso de aquella época ofrecía un completo cuadro de la dominación por la
burocracia. Las caóticas condiciones del país —demasiado vasto para ser gobernado, poblado por
pueblos primitivos sin experiencia en organización política de ningún tipo, que vegetaban bajo el
incomprensible señorío de la burocracia rusa— procuraban una atmósfera de anarquía y azar en la
que las extravagancias en pugna de los pequeños funcionarios y los diarios accidentes de la
incompetencia y de la inconsecuencia inspiraron una filosofía que vio en el Accidente al verdadero
Señor de la Vida, a algo como la aparición de la Divina Providencia64. Para el paneslavista, que
siempre insistía en las condiciones mucho más «interesantes» de Rusia en comparación con el vacío
tedio de los países civilizados, parecía como si la Divinidad hubiera hallado una íntima inmanencia
en el alma del desgraciado pueblo ruso, sin igual en ningún lugar de la Tierra. En una inacabable
corriente de variaciones literarias, los paneslavistas opusieron la profundidad y la violencia de Rusia
a la banalidad superficial de Occidente, que no conocía el sufrimiento ni el significado del sacrificio
y tras cuya estéril y civilizada superficie se ocultaban la frivolidad y la trivialidad65. Los
movimientos totalitarios debieron gran parte de su atractivo a este vago y amargo talante
antioccidental que estuvo especialmente de moda en la Alemania y en la Austria prehitlerianas y
que, en general, se había posesionado de la intelligentsia europea de los años 20. Hasta el momento
de llegar a conquistar el poder pudieron utilizar esta pasión por lo profundo y por lo ricamente
«irracional», y durante los años cruciales en que la intelligentsia exiliada rusa ejerció una no
despreciable influencia en el talante espiritual de una Europa hondamente agitada, esta actitud
puramente literaria resultó ser un fuerte factor emocional en la preparación del terreno para el
totalitarismo66
63
Véase especialmente en El Castillo la magnífica historia de los Barnabas, que se lee como una fantástica parodia de
una obra de la literatura rusa. Los miembros de la familia viven bajo un anatema, tratados como leprosos, hasta sentirse
tales simplemente porque una de las hijas, muy guapa, osó en cierta ocasión negarse a las indecentes insinuaciones de
un importante funcionario. Los sencillos aldeanos, controlados hasta el más mínimo detalle por una burocracia e incluso
en sus pensamientos esclavos de los caprichos de sus todopoderosos funcionarios, han llegado a comprender desde
mucho tiempo atrás que tener razón o estar equivocado es para ellos una cuestión de pura «fatalidad» que no pueden
alterar. No es quien envía una carta el que resulta comprometido, como K. ingenuamente supone, sino que es quien la
recibe el que queda marcado y corrompido. Esto es lo que dan a entender los aldeanos cuando hablan de su «fatalidad».
En opinión de K., «esto es injusto y monstruoso, pero (él es) el único en la aldea que tiene esa opinión».
64
La deificación de los accidentes sirve, desde luego, como racionalización a cada pueblo que no es dueño de su propio
destino. Véase, por ejemplo, a STEINBERG, op. cit.: «Porque es el Accidente lo que ha llegado a ser decisivo en la
estructura de la historia judía. Y el Accidente..., en el lenguaje de la religión, es denominado Providencia.» (P. 34.)
65
Un escritor ruso dijo una vez que el paneslavismo «engendra un implacable odio a Occidente, un culto morboso de
todo lo que es ruso...; todavía es posible la salvación del Universo, pero sólo puede llegar a través de Rusia... Los
paneslavistas, al ver en todas partes enemigos de su idea, persiguen a todo el que no esté de acuerdo con ellos...»
(VICTOR BÉRARD, L’empire russe et le tsarisme, 1905). Véase también Kultur und Geschichte im russischen Denken
der Gegenwart, de N. B. Bubnoff, 1927, en «Osteuropa: Quellen und Studien», fasc. 2, cap. V.
66
EHRENBERG, op. cit., lo subraya en su epilogo: Las ideas de un Kirejewski, de un Chomjakow, de un Leontjew,
«pueden haber muerto en Rusia después de la revolución. Pero se han eXtendido por toda Europa, y ahora viven en
Sofía, en Constantinopla, en Berlín, en París y en Londres. Los rusos, y precisamente los discípulos de estos autores...,
publican libros y editan revistas que son leidos en todos los países europeos; estas ideas —las ideas de sus padres
espirituales— se hallan representadas por ellos. El espíritu ruso se ha tomado europeo» (p. 334).
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Los movimientos, en contraste con los partidos, no degeneraron simplemente en maquinarias
burocráticas67, pero vieron en los regímenes burocráticos unos posibles modelos de organización.
La admiración que inspiró la descripción de la maquinaria de la burocracia de la Rusia zarista del
paneslavista Pogodin podría haber sido compartida por todos ellos: «Una tremenda máquina,
construida según los más simples principios, guiada por la mano de un hombre... que se pone en
marcha a cada instante con un solo movimiento, sean cualesquiera la dirección y la velocidad que él
pueda elegir. Y ésta no es simplemente una marcha mecánica. La maquinaria está enteramente
animada por emociones heredadas, que son la subordinación, la ilimitada confianza y la devoción al
zar, que es su dios en la Tierra. ¿Quién se atrevería a atacarnos y a quién no podríamos forzar a la
obediencia?»68.
Los paneslavistas se mostraban menos opuestos al Estado que sus colegas pangermanistas. A
veces incluso trataron de convencer al zar para que se convirtiera en cabeza del movimiento. La
razón de esta tendencia es, desde luego, que la posición del zar difería considerablemente de la de
cualquier otro monarca europeo, sin excluir al emperador de Austria, y el hecho de que el
despotismo ruso jamás se desarrolló hasta llegar a un Estado racional en el sentido occidental, sino
que siguió siendo fluido, anárquico y desorganizado. El zarismo, por eso, a veces se apareció a los
paneslavistas como el símbolo de una gigantesca fuerza en movimiento rodeada por un halo de
singular santidad69. El paneslavismo, en contraste con el pangermanismo, no tuvo que inventar una
nueva ideología para acomodarse a las necesidades del alma eslava y de su movimiento, sino que
pudo interpretar al zarismo —y hacer de éste un misterio— como la expresión antioccidental,
anticonstitucional y antiestatal del mismo movimiento. Esta mixtificación del poder anárquico
inspiró al paneslavismo sus más perniciosas teorías acerca de la naturaleza transcendente y de la
bondad inherente a todo poder. El poder era concebido como una emanación divina que penetraba
en toda actividad natural y humana. Ya no era una serie de medios para lograr algo; simplemente,
existía, los hombres se hallaban dedicados a su servicio por amor a Dios y cualquier ley que pudiera
regular o restringir su «ilimitada y terrible fuerza» era claramente sacrílega. En su completa
arbitrariedad, el poder como tal era considerado sagrado, tanto si se trataba del poder del zar como
del poder del sexo. Las leyes no sólo eran incompatibles con ese poder, eran pecaminosas,
«trampas» fabricadas por el hombre que impedían el desarrollo total de lo «divino»70. El Gobierno,
fuera cual fuese, seguía siendo el «Supremo Poder en acción»71, y el movimiento paneslavista sólo
tenía que adherirse a este poder y organizar su apoyo popular, que eventualmente penetraría y por
eso santificaría a todo el pueblo —un rebaño colosal, obediente a la voluntad arbitraria de un
hombre, no gobernado por la ley ni por el interés, sino mantenido unido exclusivamente por la
fuerza de su número y el convencimiento de su propia santidad.
67
Por lo que se refiere a la burocratización de la maquinaria del partido, véase Political Parties; a sociological study of
the oligarchical tendencies of modem democracy, de ROBERT MICHELS (traducción inglesa de Glencoe, de 1949, de
la edición alemana de 1911), que es todavía una obra clásica en la materia.
68
K. STAEHLIN, «Die Entstehung des Panslawismus», en Germano-Slavica, 1936, fasc. 4.
69
M. N. KATKOV: «Todo poder deriva de Dios; al zar ruso, sin embargo, le rue otorgada una significación especial
que le distinguía del resto de los gobernantes del mundo... Es el sucesor de los emperadores del Imperio oriental..., los
fundadores de la auténtica doctrina de la fe de Cristo... Aquí se encuentra el misterio de la profunda distinción entre
Rusia y todas las demás naciones del mundo.» Cita de Modern Nationalism and Religion, de SALOW. BARON, 1947.
70
POBYEDONOSTZEV, en sus Reflections of a Russian Statesman, Londres, 1898: «El poder eXiste no solamente por
sí mismo, sino por amor a Dios. Es un servicio al que están dedicados los hombres. Y de ahí la ilimitada y terrible
fuerza del poder y su ilimitada y terrible carga» (p. 254). Y: «La ley se convierte en una trampa no sólo para el pueblo,
sino... para las mismas autoridades consagradas a su administración..., si a cada paso el ejecutor de la ley halla en la
misma ley prescripciones restrictivas..., entonces toda la autoridad se pierde en dudas, es debilitada por la ley... y
aplastada por el temor a la responsabilidad» (p. 88).
71
Según Katkov, «en Rusia el Gobierno significa algo totalmente diferente de lo que se entiende con este término en
otros países... En Rusia el Gobierno es, en el más elevado sentido de la palabra, el Poder Supremo en acción...».
MOISSAYE J. OLGIN, The Soul of the Russian Revolution, Nueva York, 1917, p. 57. En una forma más racionalizada
hallamos la teoría según la cual «las garantías legales se necesitaban en Estados fundados sobre la conquista y
amenazados por el conflicto de clases y de razas; eran superfluas en Rusia con su armonía de clases y su amistad de
razas» (HANS KOHN, op. cit.)
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Desde el comienzo, los movimientos, careciendo de la «fuerza de las emociones heredadas»,
tenían que diferir en dos aspectos del modelo del despotismo ruso ya existente. Tenían que hacer
propaganda, que la burocracia ya establecida apenas necesitaba, y la lograron, introduciendo un
elemento de violencia72; y hallaron un sustitutivo para el papel de las «emociones heredadas» en las
ideologías que los partidos continentales ya habían desarrollado en un grado considerable. La
diferencia en su empleo de la ideología estribó en que no solamente añadieron una justificación
ideológica para el logro de una representación, sino que utilizaron las ideologías como principios
organizadores. Si los partidos habían sido cuerpos para la organización de los intereses de clase, los
movimientos se convirtieron en encarnaciones de las ideologías. En otras palabras, los movimientos
se hallaban «cargados de filosofía» y afirmaban que habían puesto en marcha «la individualización
de la moral universal dentro de un colectivo»73.
Es cierto que la concreción de ideas había sido primeramente concebida en la teoría hegeliana
del Estado y de la Historia y había sido ulteriormente desarrollada en la teoría marxista del
proletariado como protagonista de la Humanidad. No es, desde luego, accidental que el
paneslavismo ruso fuese tan influido por Hegel como el bolchevismo lo fue por Marx. Pero ni Marx
ni Hegel supusieron que los seres humanos, los partidos o los países, fueran ideas encarnadas;
ambos creían en el proceso de la Historia, en el que las ideas sólo pueden concretarse en un
complejo proceso dialéctico. Era necesaria la vulgaridad de los líderes del populacho para descubrir
las posibilidades de semejante concreción para la organización de las masas. Estos hombres
comenzaron por decir al populacho que cada uno de sus miembros, si se unía al movimiento, podía
convertirse en una sublime e importantísima encarnación ambulante de algo ideal. Ya no tendría
que ser leal, o generoso, o valiente; se convertiría automáticamente en la verdadera encarnación de
la Lealtad, la Generosidad o el Valor. El pangermanismo se reveló algo superior en la teoría de la
organización en cuanto astutamente privaba al individuo alemán de todas estas cualidades si no se
adhería al movimiento (anticipándose con ello al rencoroso desprecio que el nazismo expresó más
tarde por todos los miembros del pueblo alemán que no lo eran también del partido), mientras que el
paneslavismo, profundamente absorto en sus ilimitadas especulaciones acerca del alma eslava,
supuso que cada eslavo, consciente o inconscientemente, po seía semejante alma, sin que importara
si se hallaba adecuadamente organizado o no lo estaba. Se necesitó de la insensibilidad de Stalin
para intro ducir en el bolchevismo el mismo desprecio por el pueblo ruso que los nazis mostraron
hacia los alemanes.
Es este sentido de lo absoluto el que más que nada separa a los movimientos de las estructuras
partidistas y de su parcialidad y el que sirve para justificar su reivindicación de imponerse a todas
las objeciones de la conciencia individual. La realidad particular de la persona individual aparece
contra un fondo de una bastarda realidad de lo general y lo universal, disminuida en cantidades
despreciables o sumida en la corriente del mo vimiento dinámico de lo universal. En esta corriente
la diferencia entre fines y medios se evapora junto con la personalidad, y el resultado es la
monstruosa inmoralidad de las políticas ideológicas. Todo lo que importa está encarnado en el
mismo movimiento en marcha; cada idea, cada valor., ha desaparecido en una ciénaga de
inmanencia supersticiosa y seudocientífica.
72
Aunque la idolatría del poder desempeñó un papel menos claro en el pangermanismo, existió siempre una cierta
tendencia antilegal que, por ejemplo, se revela claramente en FRYMANN, op. cit., quien en fecha tan temprana como el
año 1912 pro puso la adopción de esa «custodia protectora» (Sicherheitshaft), es decir, la detención sin razón legal
alguna, que los nazis emplearon para llenar los campos de concentración.
Existe, desde luego, una patente semejanza entre la organización del populacho francés durante el affaire Dreyfus
(véase cap. IV, 4, de esta obra) y los grupos dedicados a los pogroms rusos, como los «Cien Negros», en los que se
congregaba la «hez más salvaje y más inculta de la vieja Rusia (que) se mantenía en contacto con la mayoría del
episcopado ortodoxo (FEDOTOW, op. cit.), o la «Liga del Pueblo Ruso», con sus «Escuadrones de Combate»,
constituidos por los agentes subalternos de la policía, pagados por el Gobierno y dirigidos por intelectuales. Véase
«New Materials on the Pogroms in Russia at the Beginning of the Eighties», de E. CHERIKOVER, en Historishe
Shriftn (Vilna), II, 463; y «The Russian Pogroms in the Early Eighties in the Light of the Austrian Diplomatie
Correspondence», de N. M. GELBER, ibíd.
73
DELOS, op. cit.
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3. PARTIDO Y MOVIMIENTO
La sorprendente y funesta diferencia entre el imperialismo continental y el ultramarino fue que
sus éxitos y fracasos iniciales estuvieron en exacta oposición. Mientras que el imperialismo
continental, incluso en sus comienzos, triunfó en el logro de una hostilidad imperialista hacia la
Nación-Estado, organizando a amplios estratos de la población fuera del sistema de partidos, y
siempre fracasó en el logro de resultados tangibles en lo que se refiere a la expansión, el
imperialismo ultramarino, en su loco y victorioso anhelo de anexionarse más y más lejanos
territorios, nunca tuvo mucho éxito cuando trató de cambiar las estructuras políticas de los países
metropolitanos. La ruina del sistema de la Nación-Estado, preparada por su propio imperialismo
ultramarino, fue eventualmente realizada por aquellos movimientos que se habían originado fuera
de su propio territorio. Y cuando llegó a suceder que los movimientos comenzaron a competir con
éxito con el sistema de partidos de la Nación-Estado, pudo advertirse también que esos
movimientos sólo podían minar a los países con sistemas multipartidistas, que la simple atracción
imperialista no bastaba para otorgarles la atracción de las masas y que la Gran Bretaña, el país
clásico del régimen bipartidista, no produjo un movimiento de orientación fascista o comunista de
consecuencia alguna fuera de su sistema de partidos.
El slogan «por encima de los partidos», la apelación a los «hombres de todos los partidos» y la
afirmación de «permanecer lejos de las luchas partidistas y de representar exclusivamente un interés
nacional» fue igualmente característica de todos los grupos imperialistas74, en los que apareció
como consecuencia natural de su interés exclusivo por la política exterior, en la que se suponía que
la nación actuaba como un todo en cualquier acontecimiento, con independencia de las clases y de
los partidos75. Como, además, en los sistemas continentales esta representación de la nación en
conjunto había sido el «monopolio» del Estado76, pudo parecer que los imperialistas colocaron los
intereses del Estado por encima de todo lo demás, o que el interés de la nación en conjunto había
hallado en ellos el apoyo popular largo tiempo buscado. Sin embargo, pese a tales reivindicaciones
de la verdadera popularidad, los «partidos por encima de los partidos» siguieron siendo pequeñas
sociedades de intelectuales y de personas acomodadas que, como la Liga Pangermanista, sólo en
tiempos de una emergencia nacional podían esperar hallar una más amplia capacidad de atracción77.
Por eso, la invención decisiva de los pan-movimientos no fue el que proclamaran hallarse al
margen y por encima del sistema de partidos, sino el que se denominaran ellos mismos
74
Como dijo en 1884 el presidente de la «Kolonialverein» alemana. Véase Origin of Modern German Colonialism:
1871-1885, de MARY E. TOWNSEND, Nueva York, 1921. La Liga pangermanista siempre insistió en que se hallaba
«por encima de los partidos»; «ésta fue y es una condición vital de la Liga» (OTTO BONHARD, op. cit.). El primer
partido auténtico que proclamó ser más que un partido, es decir, un «partido imperial», fue el partido nacional liberal de
Alemania, bajo la dirección de Ernst Bassermann (FRIMANN, op. cit.).
En Rusia los paneslavistas sólo necesitaban afirmar que no eran nada más que un apoyo popular al Gobierno para
sustraerse a toda competencia con los partidos, porque el Gobierno, «como poder supremo en acción..., no puede ser
comprendido en relación con los partidos». Así afirmaba M. N. Katkov, íntimo colaborador periodístico de
Pobyedonostzev. Véase OLGIN, op. cit., p. 57.
75
Este era claramente todavía el objetivo de los primeros grupos «más allá de los partidos», entre los que tenía que
contarse hasta 1918 la Liga Pangermanista. «Hallándonos al margen de todos los partidos políticos organizados
podemos seguir un camino puramente nacional. Nosotros no preguntamos: ¿Es usted conservador? ¿Es usted liberal?...
La nación alemana es el punto de reunión en el que todos los partidos pueden hacer causa común.» LEHR, Zwecke und
Ziele des alldeutschen Verbandes. «Flugschriften», núm. 14; cita de WERTHEIMER, op. cit., p. 110.
76
CARL SCHMITT, Staat, Bewegung, Volk (1934), habla del «monopolio de la po lítica que adquirió el Estado durante
los siglos XVii y XVIII».
77
WERTHEIMER, op. cit., describe la situación muy correctamente cuando afirma: «Es enteramente absurdo que antes
de la guerra existiera algún neXo vital entre la Liga Pangermanista y el Gobierno imperial.» Por otra parte, es
perfectamente cierto que la política alemana durante la primera guerra mundial estuvo decisivamente influida por los
pangermanistas, porque pangermanistas eran los altos jefes militares. Véase Ludendorffs Selbstportrait, de HANS
DELBRÜCK, Berlín, 1922. Véase también un anterior artículo sobre el tema, «Die Alldeutschen», en Preussische
jahrbücher, 154, diciembre de 1913.
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«movimientos», aludiendo con ese mismo nombre a la profunda desconfianza hacia todos los
partidos, ya difundida por Europa a comienzos de siglo y que, finalmente, se tornó tan decisiva que
en los días de la República de Weimar, por ejemplo, «cada nuevo grupo creía que no podría hallar
mejor legitimación ni mejor atractivo ante las masas que una clara insistencia en no ser un ‘partido’,
sino un ‘movimiento’»78.
Es cierto que la desintegración del sistema europeo de partidos fue realizada, no por los panmovimientos, sino por los movimientos totalitarios. Los pan-movimientos, sin embargo, a mitad de
camino entre las pequeñas y comparativamente inofensivas sociedades imperialistas y los
movimientos totalitarios, fueron precursores de éstos en tanto en cuanto ya habían despreciado el
elemento de snobismo tan evidente en todas las ligas imperialistas, lo mismo si se trataba del
snobismo de la riqueza y del nacimiento en Inglaterra como del de la educación en Alemania, y por
eso podían obtener ventaja del profundo odio popular hacia aquellas instituciones que
supuestamente representaban al pueblo79. No es sorprendente que el atractivo de los movimientos
en Europa no se viera muy afectado por la derrota del nazismo y el creciente temor al bolchevismo.
Tal como están ahora las cosas, el único país de Europa en donde el Parlamento no es despreciado
ni el sistema de partidos es odiado es la Gran Bretaña80.
Frente a la estabilidad de las instituciones políticas de las islas británicas y la simultánea
decadencia de todas las Naciones-Estados del continente, difícilmente puede evitarse el deducir que
la diferencia entre el sistema anglosajón de partidos y el continental debe ser un factor importante.
Porque las diferencias simplemente materiales entre una Inglaterra considerablemente empobrecida
y una Francia no destruida no eran muy grandes tras el final de esta guerra; el paro, el principal
factor revolucionador de la Europa de la preguerra, había alcanzado a Inglaterra aún más duramente
que a muchos países continentales; y el shock al que se vio expuesta la estabilidad política de
Inglaterra inmediatamente después de la guerra a través de la liquidación del Gobierno imperialista
en la India por parte del Gobierno laborista y de sus intentos por reconstruir una política mundial
inglesa a lo largo de líneas no imperialistas debe haber sido tremendo. Tampoco cabe tener en
cuenta para la relativa fuerza de la Gran Bretaña la simple diferencia de su estructura social, porque
las bases económicas de su sistema social habían sido profundamente alteradas por el Gobierno
socialista sin ningún cambio decisivo en las instituciones políticas.
Tras la diferencia externa entre el sistema bipartidista anglosajón y el sistema multipartidista
continental descansa una distinción fundamental entre la función del partido dentro del cuerpo
político, que tiene grandes consecuencias en la actitud del partido respecto del poder y la posición
del ciudadano en su Estado. En el sistema bipartidista un partido siempre representa al Estado y
dirige al país, de forma tal que, temporalmente, el partido en el poder se identifica con el Estado. El
Estado, como garantía permanente de la unidad del país, está representado solamente por la
permanencia de la institución del rey81 (porque la Subsecretaría permanente del Foreign Office es
sólo una cuestión de continuidad). Como los dos partidos están proyectados y organizados para el
dominio alterno82, todas las ramas de la Administración están proyectadas y organizadas para ese
78
SIGMUND NEUMANN, Die deutschen Parteien, 1932, p. 99
MOELLER VAN DEN BRUCK, Das dritte Reich, 1923, pp. VII-VIII, describe la situación: «Cuando la guerra
mundial concluyó con la derrota..., encontrábamos en todas partes a alemanes que decían hallarse al margen de todos
los partidos, que hablaban de la ‘libertad de los partidos’, que trataban de hallar una perspectiva ‘por encima de los
partidos’... Está muy eXtendida entre la gente una completa falta de respeto por los Parlamentos..., que en ningún
momento tienen la más leve idea de lo que está sucediendo realmente en el país.»
80
La insatisfacción británica respecto del sistema del Primer Banco no tiene nada que ver con este sentimiento
antiparlamentario. En este caso los británicos se sienten opuestos a algo que impide el adecuado funcionamiento del
Parlamento.
81
El sistema británico de partidos, el más antiguo de todos, «comenzó a cobrar forma... sólo cuando los asuntos del
Estado dejaron de ser prerrogativa exclusiva de la Corona...», es decir, después de 1688. «El papel del rey ha consistido
históricamente en representar a la nación como una unidad frente a la pugna fraccionaria de Ios partidos.» Véase el
artículo «Political Parties», 3, «Great Britain», de W. A. RUDLIN, en Encyclopedia of tlhe Social Sciences.
82
En la que parece ser la primera historia del «partido», GEORGE W. COOKE, The History of Party, Londres, 1836,
describe en el prólogo el tema como un sistema mediante el cual «dos clases de políticos... gobiernan alternativamente
un poderoso imperio».
79
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turno. Como el dominio de cada partido está limitado en el tiempo, el partido de la oposición ejerce
un control cuya eficacia se ve reforzada por la certidumbre de que será el dominador del mañana.
En realidad, es la oposición, más que la posición simbólica del rey, la que garantiza la integridad del
todo contra la dictadura de un partido. Las ventajas obvias de este sistema estriban en que no existe
una diferencia esencial entre el Gobierno y el Estado, en que el poder tanto como el Estado
permanecen al alcance de los ciudadanos organizados en el partido, que representa al poder y al
Estado, ya sea de hoy o de mañana, y en que, en consecuencia, no existe ocasión para incurrir en
sublimes especulaciones acerca del po der y del Estado como si fueran algo más allá del alcance
humano, entidades metafísicas independientes de la voluntad y de la acción de los ciudadanos.
El sistema continental de partidos supone que cada partido se define a sí mismo conscientemente
como una parte del todo, que, a su vez, está representado por un Estado por encima de los
partidos83. Por eso, una dominación de un partido sólo puede significar la dominación dictatorial de
una parte sobre todas las demás. Los Gobiernos formados por alianzas entre los dirigentes de los
partidos son siempre partidos gubernamentales, claramente diferenciados del Estado, que se halla
por encima y más allá de ellos. Uno de los defectos menores de este sistema es el de que los
miembros del Gabinete no pueden ser escogidos según su competencia porque se hallan
representados demasiados partidos y los ministros son necesariamente elegidos conforme a las
alianzas de tales partidos84; el sistema británico, por otro lado, permite una elección de los mejores
hombres de las amplias filas de un partido. Mucho más importante, sin embargo, es el hecho de que
el sistema multipartidista jamás permite a un solo hombre o a un solo partido asumir la completa
responsabilidad, con la consecuencia natural de que ningún Gobierno formado por alianzas
partidistas se llega a sentir completamente responsable. Incluso si sucede lo improbable y una
mayoría absoluta de un partido domina en el Parlamento y de ello resulta la dominación de un solo
partido, esto sólo puede acabar, o bien en la dictadura, parque el sistema no está preparado para
semejante Gobierno, o en la mala conciencia de una jefatura que sigue siendo verdaderamente
democrática y que, acostumbrada a concebirse a sí misma como parte del todo, temerá naturalmente
la utilización de su po der. Esta mala conciencia operó de una forma casi ejemplar cuando, tras la
primera guerra mundial, los partidos socialdemócratas alemán y austríaco aparecieron durante un
breve tiempo como partidos de mayoría absoluta y, sin embargo, repudiaron el poder que
acompañaba a esta posición85.
Desde la aparición de los sistemas de partidos ha sido habitual identificar a los partidos con
intereses particulares86, y todos los partidos continentales, no sólo los grupos obreros, se mostraron
83
La mejor descripción de la esencia del sistema continental de partidos es la que dio el jurista suizo JOHANN
CASPAR BLUNTSCHLI en Charakter und Geist der po litischen Parteien, 1869, Declara: «Es cierto que un partido es
sólo una parte de un gran todo, nunca ese todo en sí mismo... Nunca debe identificarse con el todo, el pueblo o el
Estado...; por eso un partido puede luchar contra otros partidos, pero jamás debe ignorarlos, y habitualmente no
pretende destruirlos. Ningún partido puede existir sólo por sí mismo» (p. 3). La misma idea se halla expresada por Karl
Rosenkranz, un filósofo hegeliano alemán, cuyo libro sobre los partidos políticos apareció antes de que existieran
partidos en Alemania: Ueber den Begrif f der politischen Partei (1843): «El partido es una parcialidad consciente» (p.
9).
84
Véase Comparative Major European Governments, de JOHN GILBERT HEINBERG, Nueva York, 1937, caps. VII
y VIII. «En Inglaterra un partido político tiene usualmente una mayoría en la Cámara de los Comunes y los dirigentes
del partido son miembros del Gobierno... En Francia, ningún partido político ha tenido nunca en la práctica una mayoría
de miembros de la Cámara de Diputados, y, en consecuencia, el Consejo de Ministros se halla integrado por los jefes de
cierto número de grupos de partidos» (p. 158).
85
Véase Demokratie und Partei, ed. por PETER R. ROHDEN, Viena, 1932, Introducción: «El carácter diferenciador de
los partidos alemanes estriba en... que todos los grupos parlamentarios están resignados a no representar la volonté
générale... Por eso se sintieron tan perplejos cuando la Revolución de Noviembre les llevó al poder. Cada uno de ellos
estaba tan organizado que sólo podía formular una reivindicación relativa, es decir, contando siempre con la existencia
de otros partidos representantes de otros intereses parciales y, en consecuencia, limitados naturalmente en sus propias
ambiciones» (pp. 13-14).
86
El sistema continental de partidos es de fecha muy reciente. Con la excepción de los partidos franceses, que se
remontan a la Revolución, ningún país europeo conoció la representación por partidos antes de 1848. Los partidos
nacieron a través de la formación de facciones parlamentarias. En Suecia, el partido socialdemocrático fue el primero
(1889) en tener un programa completamente formulado (Encyclopedia of Social Sciences, loc. cit.). Por lo que se refiere
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muy dispuestos a reconocerlo mientras que pudieron tener la seguridad de que un Estado por
encima de los partidos ejercía su poder más o menos en interés de todos. El partido anglosajón, al
contrario, basado en algún «principio particular», al servicio del «interés nacional»87, es en sí
mismo el Estado actual o futuro del país; los intereses particulares se hallan representados en el
mismo partido como ala derecha y ala izquierda y refrenados por las mismas necesidades del
Gobierno. Y como en el sistema bipartidista un partido no puede existir durante cualquier espacio
de tiempo si no cobra suficiente fuerza para asumir el poder, no se necesita ninguna justificación
teórica, no se desarrolla ideología alguna y el fanatismo peculiar de la lucha partidista continental,
que procede no tanto de los intereses en conflicto como de las ideologías antagónicas, se halla
completamente ausente88.
Lo malo de los partidos continentales, separados en principio del Gobierno y del poder, no fue
tanto que se vieran atrapados en la angostura de los intereses particulares como que se sintieran
avergonzados de tales intereses, y desarrollaron por ello aquellas justificaciones que condujeron a
cada uno hacia una ideología, afirmando que sus intereses particulares coincidían con los intereses
más generales de la Humanidad. El partido conservador no se contentaba con defender los intereses
de la propiedad agraria, sino que necesitaba una filosofía según la cual Dios había creado al hombre
para que labrara la tierra con el sudor de su frente. Lo mismo cabe decir de la ideología del progreso
de los partidos de la clase media y de la afirmación de los partidos obreros de que el proletariado es
el líder de la Humanidad. Esta extraña combinación de sublime filosofía y de intereses muy
concretos resulta paradójica sólo a primera vista. Como estos partidos no organizaron a sus
miembros (o formaron a sus dirigentes) con el objetivo de manejar los asuntos públicos, sino que
les representaron sólo como individuos particulares con particulares intereses, tuvieron que atender
a todas las necesidades particulares, tanto espirituales como materiales. En otras palabras, la
diferencia principal entre el partido anglosajón y el continental consiste en que el primero es una
organización política de ciudadanos que necesitan «actuar concertadamente» para actuar89, mientras
que el segundo es la organización de individuos particulares que desean que sus intereses sean
protegidos de la intervención de los asuntos públicos.
Resulta consecuente con este sistema el hecho de que la filosofía del Estado continental
reconociera a los hombres como ciudadanos sólo en tanto no fuesen miembros de un partido, es
decir, en su relación individual y no organizada con el Estado (Staatsbürger) o en su entusiasmo
patriótico en tiempos de emergencia (citoyens)90. Esta fue la infortunada consecuencia de la
a Alemania, véase Geschichte der politischen Parteien, de LUDWIG BERGSTRAESSER, 1921. Todos los partidos se
basaban abiertamente en la protección de intereses; el partido conservador alemán, por ejemplo, procedía de la
«Asociación para proteger los intereses de la gran propiedad agraria», fundada en 1848. Sin embargo, los intereses no
eran necesariamente económicos. Los partidos holandeses, por ejemplo, se formaron «en torno a dos cuestiones que tan
ampliamente han dominado la política holandesa —la extensión del derecho al voto y la subvención a la enseñanza
privada (principalmente confesional)» (Encyclopedia of the Social Sciences, loc. cit.).
87
Definición del partido de EDMUND BURKE: «El partido es un cuerpo de hombres unidos para la promoción,
mediante su esfuerzo conjunto, del interés nacional, sobre algún principio particular en el que todos coinciden» (Upon
Party, 2.a edición, Londres, 1850).
88
ARTHUR N. HOLCOMBE (Encyclopedia of the Social Sciences, loc. cit.) subrayó certeramente que en el sistema
bipartidista los principios de los dos partidos «han tendido a ser los mismos. Si no hubieran sido sustancialmente los
mismos, habría resultado intolerable la sumisión del vencido al vencedor».
89
BURKE, op. cit.: «Creían que nadie que no actuara concertadamente podría actuar con eficacia; que nadie que no
actuara con confianza podría actuar concertadamente; que no podrían actuar con confianza hombres que no estuvieran
ligados por opiniones comunes, afectos comunes e intereses comunes.»
90
Por lo que se refiere al concepto centroeuropeo del ciudadano (el Staatsbürger) en oposición con el miembro de un
partido, véase BLUNTSCHLI, op. cit.: «Los partidos no son instituciones del Estado..., no son miembros del organismo
del Estado, sino que constituyen asociaciones sociales libres cuyas formaciones dependen de unos miembros que
cambian y que se hallan unidos para la acción política común por una definida convicción.» La diferencia entre el
interés del Estado y el del partido es recalcada una y otra vez: «El partido jamás debe colocarse por encima del Estado,
jamás debe poner sus intereses partidistas por encima del interés del Estado» (pp. 9 y 10).
Burke, por el contrario, se manifiesta contra el concepto según el cual los intereses del partido o la afiliación a un
partido hacen de un hombre un ciudadano peor. «Las comunidades están constituidas por familias, y también lo están
las comunidades libres de los partidos; y podemos afirmar además que los lazos que nos unen a nuestro partido debilitan
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transformación del citoyen de la Revolución francesa en el bourgeois del siglo XIX, por un lado, y
del antagonismo entre el Estado y la sociedad, por otro. Los alemanes tendían a considerar al
patriotismo como una sumisa renuncia a sí mismo ante las autoridades, y los franceses como una
entusiástica lealtad al espectro de la «Francia eterna». En ambos casos, el patriotismo significaba un
abandono del partido de cada uno y de sus intereses parciales en favor del Gobierno y del interés
nacional. Lo cierto es que semejante deformación nacionalista era casi inevitable en un sistema que
creaba los partidos políticos a partir de los intereses particulares, de forma tal que el bien público
tenía que depender de la fuerza emanada de arriba y de un vago y generoso autosacrificio de abajo
que sólo podía lograrse alentando las pasiones nacionalistas. En Inglaterra, por el contrario, el
antagonismo entre el interés particular y el nacional jamás desempeñó un papel decisivo en la
política. Por eso, cuanto más correspondía a los intereses de clase el sistema de partidos del
continente, más urgente era la necesidad que la nación sentía del nacionalismo para obtener una
cierta expresión popular y un apoyo a los intereses nacionales, apoyo que Inglaterra, con su
Gobierno directo por el partido y la oposición, jamás necesitó tanto.
Si consideramos la diferencia entre el multipartidismo continental y el bipartidismo británico con
respecto a su predisposición a la aparición de movimientos, parece lógico que resultara más fácil a
la dictadura de un partido apoderarse de la maquinaria del Estado en países, donde el Estado está
por encima de los partidos y, por ello, por encima de los ciudadanos que en aquellos donde los
ciudadanos actuando «concertadamente», es decir, a través de la organización del partido, pueden
ganar el poder legalmente y sentirse propietarios del Estado, bien de ahora, bien de mañana. Parece
aún más lógico que la mixtificación del poder, inherente a los movimientos, se lograra tanto más
fácilmente cuanto más apartados se hallaran los ciudadanos de las fuentes del poder, más fácil en
los países do minados burocráticamente, donde el poder trasciende positivamente la capacidad de
comprensión por parte de los dominados, que en los países gobernados constitucionalmente, donde
la ley está por encima del poder y el poder es sólo un medio para su aplicación; y más fácil aún en
países donde el poder del Estado está más allá del alcance de los partidos y por eso, aunque
permanezca dentro del alcance de la inteligencia del ciudadano, se encuentra más allá del alcance de
su experiencia práctica y de su acción.
La alienación de las masas del Gobierno, que significó el comienzo de su eventual odio hacia el
Parlamento y de su disgusto hacia éste, fue diferente en Francia y en otras democracias
occidentales, por un lado, y en los países de Europa central, principalmente en Alemania, por otro.
En Alemania, donde el Estado se hallaba por definición por encima de los partidos, los líderes
partidistas abandonaban como norma su adhesión al partido en el momento en que se convertían en
ministros y eran encargados de misiones oficiales91. En Francia, dominada por las alianzas
partidistas, no fue posible ningún auténtico Gobierno desde el establecimiento de la III República y
su fantástica serie de Gabinetes. Su debilidad fue opuesta a la alemana; había liquidado al Estado
que se hallaba por encima de los partidos y por encima del Parlamento, sin reorganizar su sistema
de partidos en un cuerpo capaz de gobernar. El Gobierno se convirtió necesariamente en un ridículo
exponente de los siempre cambiantes talantes del Parlamento y de la opinión pública. El sistema
alemán, por otra parte, convirtió al Parlamento en un campo de batalla más o menos útil para los
intereses en conflicto y para las opiniones, en un órgano cuya principal función consistía en influir
sobre el Gobierno, pero cuya necesidad práctica en la gestión de los asuntos del Estado era, por
a aquellos lazos por los que estamos unidos a nuestro país tanto como nuestros afectos naturales y nuestros lazos de
consanguinidad tienden inevitablemente a hacer de los hombres malos ciudadanos» (op. cit.). LORD JOHN RUSSELL,
On Party (1850), va incluso más allá cuando afirma que el más importante de los buenos efectos de los partidos es «que
da una sustancia a las vagas opiniones de los políticos y les une a principios firmes y duraderos».
91
Compárese con esta actitud el hecho sorprendente de que en la Gran Bretaña Ramsay MacDonald no fuera capaz de
sobrevivir a su «traición» al partido laborista. En Alemania, el espíritu de la Administración exigía de aquellos que
ocupaban cargos públicos que estuvieran «por encima de los partidos». Contra este principio de la antigua
Administración civil prusiana los nazis afirmaron la prioridad del partido, porque deseaban una dictadura. Goebbels
demandó explícitamente: «Cada miembro del partido que llegue a ser funcionario del Estado tiene que seguir siendo
ante todo un nacionalsocialista... y cooperar estrechamente con la Administración del partido» (cita de GOTTFRIED
NEESSE, Partei und Staat, 1939, p. 28).
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decirlo suavemente, discutible. En Francia, los partidos ahogaron al Gobierno; en Alemania, el
Estado castró a los partidos.
Desde el final del siglo pasado, la reputación de estos Parlamentos y partidos constitucionales ha
declinado constantemente. Para el pueblo en general parecían instituciones caras e innecesarias.
Sólo por esta razón, cada grupo que afirmaba presentar algo por encima de los intereses de partido y
de clase y comenzaba al margen del Parlamento tenía una gran posibilidad de popularidad. Tales
grupos parecían más competentes, más sinceros y más preocupados por los asuntos públicos. Esto,
sin embargo, era sólo en apariencia, porque el verdadero objetivo de cada «partido por encima de
los partidos» consistía en promover un interés particular hasta que hubiera devorado a todos los
demás y en hacer que un grupo particular se convirtiera en dueño de la maquinaria estatal. Esto es
lo que finalmente sucedió en Italia bajo el fascismo de Mussolini, que hasta 1938 no era totalitario,
sino simplemente una dictadura nacionalista corriente desarrollada lógicamente a partir de una
democracia multipartidista. Porque existe alguna verdad en el viejo axioma respecto de la afinidad
entre la dominación de la mayoría y la dictadura, pero esta afinidad nada tiene que ver con el
totalitarismo. Es obvio que, después de muchas décadas de dominación multipartidista ineficaz y
confusa, la conquista del Estado en favor de un partido puede parecer un gran alivio, porque asegura
al menos, aunque sólo por un tiempo limitado, alguna consistencia, alguna permanencia y un poco
menos de contradicción.
El hecho de que la conquista del poder por los nazis fuera normalmente identificada con la
dictadura de un partido mostró simplemente cuán enraizado se hallaba todavía el pensamiento
político en los viejos esquemas establecidos y cuán poco preparado estaba el pueblo para lo que
realmente había de llegar. El único aspecto típicamente moderno de la dictadura del Partido fascista
es que allí también insistía el Partido en ser un movimiento; que no era nada de ese tipo, sino que
simplemente usurpaba el slogan de «movimiento» para atraer a las masas, se hizo evidente tan
pronto como se apoderó de la maquinaria del Estado sin alterar drásticamente la estructura de poder
del país, contentándose con ocupar todas las posiciones del Gobierno como miembros del Partido.
Y fue precisamente a través de la identificación del Partido con el Estado, que tanto los nazis como
los bolcheviques evitaron siempre cuidadosamente, cómo el Partido dejó de ser un «movimiento» y
se tornó ligado a la estructura básicamente estable del Estado.
Aunque los movimientos totalitarios y sus predecesores, los pan-movimientos, no eran «partidos
por encima de los partidos», aspirantes a la conquista de la maquinaria del Estado, sino
movimientos encaminados a la destrucción del Estado, los nazis hallaron muy conveniente hacerse
pasar por tales, es decir, pretender que seguían fielmente el modelo del fascismo italiano. Así
pudieron lograr la ayuda de aquellas élites de las clases altas y empresariales que confundieron a los
nazis con grupos más antiguos que ellos habían promovido frecuentemente y que tenían sólo la
pretensión más bien modesta de conquistar para un partido la maquinaria del Estado92. Los
empresarios que impulsaron a Hitler al poder creían ingenuamente que estaban apoyando a un
dictador y a un dictador que era hechura suya y que naturalmente gobernaría en ventaja de su propia
clase y en desventaja de todas las demás.
Los «partidos por encima de los partidos» de inspiración imperialista jamás supieron cómo
beneficiarse del odio al sistema de partidos como tal; el frustrado imperialismo alemán de la
preguerra, a pesar de sus sueños de expansión continental y de su violenta denuncia de las
instituciones democráticas de la Nación-Estado, jamás logró el alcance de un movimiento. Desde
luego, no bastó que despreciara altivamente los intereses de clase, auténtica base del sistema de
partidos de la nación, porque esto le dejaba aún con menos atractivos que los que disfrutaban
todavía los partidos corrientes. De lo que evidentemente carecían, a pesar de todas sus resonantes
frases nacionalistas, fue de una auténtica ideología nacionalista o de otro género. Tras la primera
guerra mundial, cuando los pangermanistas alemanes, especialmente Ludendorff y su esposa,
92
Tales como la «Kolonialverein», la «Centralverein für Handelsgeographie», la «Flottenverein» e incluso la «Liga
Pangermanista», que, sin embargo, con anterioridad a la primera guerra mundial, no tenían coneXión alguna con las
grandes empresas. Véase WERTHEIMER, op. cit., p. 73. Típicos representantes de esta posición «por encima de los
partidos» de la burguesía eran, desde luego, los Nationalliberalen. Véase nota 74.
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reconocieron este error y trataron de repararlo, no lo lograron, a pesar de su notable habilidad para
apelar a las más supersticiosas creencias de las masas, porque se aferraban a una anticuada y no
totalitaria adoración del Estado, y no pudieron comprender que el furioso interés de las masas por
las llamadas «potencias supraestatales» (überstaaliche Mächte) —es decir, los jesuitas, los judíos y
los francmasones— no procedía de la adoración a la nación o al Estado, sino, al contrario, de la
envidia y del deseo de convertirse también en una «potencia supraestatal».93
Los únicos países en los que, según todas las apariencias, la idolatría del Estado y el culto a la
nación no resultaban todavía anticuadas y en donde los slogans nacionalistas contra las fuerzas
«supraestatales» constituían todavía una seria preocupación para el pueblo eran aquellos países
latinoeuropeos como Italia y, en menor grado, España y Portugal, que habían sufrido un definido
freno a su completo desarrollo nacional por obra del poder de la Iglesia. Gracias en parte a este
auténtico elemento de tardío desarrollo nacional y en parte a la prudencia de la Iglesia, que muy
sabiamente advirtió que el fascismo no era ni anticristiano ni antitotalitario en principio y solamente
establecía una separación entre la Iglesia y el Estado que ya existía en otros países, el inicial sabor
anticlerical del nacionalismo fascista se apaciguó más que rápidamente y dio paso a un modus
vivendi como en Italia, o a una alianza positiva como en España y Portugal.
La interpretación mussoliniana del Estado corporativo fue un intento de superar los notorios
peligros nacionales en una sociedad de clases con una nueva organización social integrada94 y de
resolver el antagonismo entre el Estado y la sociedad en el que había permanecido la NaciónEstado, mediante la integración de la sociedad en el Estado95. El movimiento fascista, un «partido
por encima de los partidos» porque afirmaba representar el interés de la nación en conjunto, se
apoderó de la maquinaria estatal, se identificó con la más alta autoridad nacional y trató de convertir
a todo el pueblo en «parte del Estado». Pero no se consideró a sí mismo «por encima del Estado» y
sus dirigentes no se concibieron «por encima de la nación»96. Por lo que a los fascistas respecta, su
movimiento había concluido con la conquista del poder, al menos en relación con la política
interior. El movimiento podía seguir a partir de entonces en marcha sólo en cuestiones de política
exterior, en el sentido de expansión imperialista y de aventuras típicamente imperialistas. Incluso
antes de la conquista del poder, los nazis se mantuvieron claramente alejados de esta forma fascista
de dictadura en la que el «movimiento» simplemente sirve para llevar al partido al poder, y
conscientemente utilizaron el partido para impulsar al movimiento, que, en contra de lo que sucede
con el partido, no debe tener «objetivos definidos y estrechamente determinados»97.
La diferencia entre los movimientos fascistas y los totalitarios queda mejor ilustrada por su
actitud respecto del Ejército, es decir, de la institución nacional par excellence. En contraste con los
93
ERICH LUDENDORFF, Die überstaaliche Mächte im letzen Jahre des Weltkrieges, Leipzig, 1927. Véase también
Feldherrnworte, 1938, 2 vols.: I, 43, 55; II, 80.
94
El objetivo principal del Estado corporativo era «el de corregir y neutralizar una condición determinada por la
revolución industrial del siglo XIX que disoció en la industria al capital y al trabajo, dando paso, por una parte, a la
clase capitalista de los empleadores de mano de obra y, por otra, a la gran clase desposeída, el proletariado industrial.
La yuxtaposición de estas clases condujo inevitablemente al cho que de sus intereses en conflicto» (The Fascist Era,
publicado por la Confederación Fascista de Industriales, Roma, 1939, cap. III).
95
«Si el Estado ha de representar verdaderamente a la nación, entonces el pueblo que compone la nación debe formar
parte del Estado.
¿Cómo se puede lograr esto?
La respuesta fascista consiste en organizar al pueblo en grupos conforme a sus respectivas actividades, grupos que a
través de sus dirigentes... se elevan por escalones como en una pirámide, en la base de la cual se hallan las masas y en
cuya cima se encuentra el Estado.
Ningún grupo fuera del Estado, ningún grupo contra el Estado, todos los grupos dentro del Estado..., que... es la nación
en sí misma y estructurada» (ibíd.).
96
Para lo que se refiere a la relación entre el partido y el Estado en los países totalitarios y especialmente a la
incorporación al Estado de Italia del Partido Fascista, véase Behemoth, de FRANZ NEUMANN, 1942, cap. I.
97
Véase la presentación extremadamente interesante de la relación entre partido y movimiento en «Dienstvorschrift für
die Parteiorganisation des NSDAP», 1932, páginas II y ss., y la presentación, de WERNER BEST, en Die deutsche
Polizei, 1941, página 107, que tiene la misma orientación: «Es tarea del partido... mantener unido al movimiento y darle
apoyo y dirección.»
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nazis y con los bolcheviques, que destruyeron el espíritu del Ejército, subordinándolo a los
comisarios políticos o a las formaciones totalitarias selectas, los fascistas pudieron utilizar
instrumentos tan intensamente nacionalistas como el Ejército, con los que se identificaron como se
habían identificado con el Estado. Deseaban un Estado fascista y un Ejército fascista, pero todavía
querían un Ejército y un Estado; sólo en la Alemania nazi y en la Rusia soviética se convirtieron el
Ejército y el Estado en funciones subordinadas al movimiento. El dictador fascista —no Hitler ni
Stalin— era el único usurpador verdadero en el sentido de la teoría política clásica, y su dominación
unipartidista era en cierto sentido la única todavía íntimamente conectada con el sistema
multipartidista. Realizaba lo que habían pretendido las ligas y sociedades de mentalidad imperialista
y los «partidos por encima de los partidos», de forma tal que el fascismo italiano se convirtió en el
único ejemplo de un moderno movimiento de masas organizado dentro del cuadro de un Estado
existente, inspirado exclusivamente por un extremado nacionalismo y que transformó al pueblo
permanentemente en Staatsbürger o patriotes tales como los que la Nación-Estado había
movilizado sólo en tiempos de emergencia y de union sacrée98.
No hay movimiento sin odio al Estado, y ese odio resultó virtualmente desconocido a los
pangermanistas alemanes en la relativa estabilidad de la Alemania de la preguerra. Los
movimientos se originaron en Austria-Hungría, donde el odio al Estado era una expresión de
patriotismo para las nacionalidades oprimidas y donde los partidos, con la excepción del
socialdemócrata (próximo al cristiano social, el único sinceramente leal a Austria), se habían
formado a lo largo de líneas nacionales y no de clases. Esto fue posible porque los intereses
económicos y nacionales eran allí casi idénticos y porque el status económico y social dependía
ampliamente de la nacionalidad; por eso el nacionalismo, que había sido una fuerza unificadora de
las Naciones-Estados, se tornó allí automáticamente en principio de quebrantamiento interno, lo que
determinó una diferencia decisiva en la estructura de los partidos en comparación con los de las
Naciones-Estados. Lo que mantenía unidos a los miembros de los partidos en la Austria-Hungría
multinacional no era un interés particular, como en otros sistemas de partidos continentales, o un
principio particular para la acción organizada, como en el sistema anglosajón, sino principalmente
el sentimiento de pertenecer a la misma nacionalidad. Estrictamente hablando, tenía que ser y fue
una gran debilidad de los partidos austríacos porque no podían deducirse objetivos y programas
definidos del sentimiento de pertenencia tribal. Los pan-movimientos hicieron una virtud de este
defecto, transformando los partidos en movimientos y descubriendo esa forma de organización que,
en contraste con todas las demás, nunca necesitaba de un objetivo o de un programa, sino que podía
cambiar su política de un día para otro sin que se viera afectado el número de sus miembros. Mucho
tiempo antes de que el nazismo afirmara orgullosamente que aunque poseía un programa no
necesitaba ninguno, el pangermanismo descubrió cuánto más importante resultaba para atraer a las
masas un talante general que unas directrices y un programa político. Porque lo único que cuenta en
un movimiento es precisamente que se mantiene en constante movimiento99. Los nazis, por eso,
acostumbraban a referirse a los catorce años de la República de Weimar como la «época del
sistema» —Systemzeit—, implicando que este tiempo fue estéril, careció de dinamismo, no se « vió»
y fue seguido por su «era del movimiento».
El Estado, aun como dictadura de un partido, era considerado un obstáculo en el camino de las
necesidades siempre cambiantes de un movimiento siempre creciente. No existía diferencia más
característica entre el «grupo por encima de los partidos», imperialista en la Liga Pangermana, en la
misma Alemania, y el movimiento pangermanista, en Austria, como la que había entre sus actitudes
98
Mussolini, en su discurso del 14 de noviembre de 1933, defiende el dominio unipartidsita con argumentos habituales
en una Nación-Estado en caso de guerra: Se necesita un solo partido político para que «pueda existir disciplina
política... y para que el lazo de un destino común pueda unir a todos por encima de los intereses en discordia» (BENITO
MUSSOLINI, Four Speeches on the Corporate State, Roma, 1935).
99
Resulta notable la siguiente anécdota recogida por Bardiaev: «Un joven soviético fue a Francia... (y) se le preguntó
qué impresión le había hecho Francia. Respondió: 'No existe libertad en este país'... El joven expuso su teoría sobre la
libertad:... la llamada libertad (francesa) era del tipo que deja todo inalterado; cada día era como los que le
precedieron...; y así aquel joven que venía de Rusia se aburría en Francia» (op. cit., pp. 182 y 183).
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hacia el Estado100: mientras que el «partido por encima de los partidos» sólo deseaba apoderarse de
la maquinaria estatal, el verdadero movimiento pretendía su destrucción; mientras que el primero
todavía reconocía al Estado como la autoridad suprema una vez que su representación había caído
en las manos de los miembros de un partido (como en la Italia de Mussolini), el segundo reconocía
al movimiento como independiente del Estado y superior en autoridad a éste.
La hostilidad de los movimientos al sistema de partidos adquirió significado práctico cuando,
tras la primera guerra mundial, el sistema de partidos dejó de ser un medio eficaz y el sistema de
clases de la sociedad europea se quebró bajo el peso de las crecientes masas enteramente
desarraigadas de las clases por los acontecimientos. Lo que ahora surgía ya no eran simples panmovimientos, sino sus totalitarios sucesores, que en unos pocos años determinaron la política de
todos los demás partidos hasta tal grado que éstos se convirtieron, o bien en antifascistas, o bien en
antibolcheviques, o en ambas cosas a la vez101. Por este enfoque negativo que aparentemente les fue
impuesto desde el exterior, los viejos partidos mostraron claramente que ya no eran capaces de
funcionar como representantes de los intereses específicos de clase, sino que se habían convertido
en meros defensores del statu quo. La celeridad con que se adhirieron al nazismo los
pangermanistas alemanes y austríacos tiene un paralelo en la trayectoria mucho más lenta y
complicada a través de la cual los paneslavistas hallaron finalmente que la liquidación de la
Revolución Rusa de Lenin había sido lo suficientemente consumada como para que les fuera
posible apoyar a Stalin de todo corazón. No fue culpa de los pangermanistas ni de los paneslavistas
y apenas frenó su entusiasmo el hecho de que el bolchevismo y el nazismo, en la cumbre de su
poder, superaran al simple nacionalismo tribal y tuvieran escasa utilidad para aquellos que todavía
seguían convencidos por éste en principio más bien que como simple material de propaganda.
La decadencia del sistema continental de partidos se correspondió con un declive del prestigio de
la Nación-Estado. La homogeneidad nacional se vio gravemente alterada por las migraciones, y
Francia, la nation par excellence, se tornó en unos años profundamente dependiente de la mano de
obra extranjera; seguía siendo verdaderamente «nacional» una política restrictiva de la inmigración,
inadecuada a las nuevas necesidades, pero hizo aún más evidente que la Nación-Estado ya no era
capaz de enfrentarse con las grandes cuestiones políticas de su tiempo.102
Aún más serio fue el malhadado esfuerzo de los tratados de paz de 1919 por introducir las
organizaciones del Estado nacional en la Europa oriental y meridional, donde el grupo del Estado
frecuentemente sólo tenía una relativa mayoría, que era superada en número por el conjunto de las
«minorías». Esta nueva situación hubiera bastado en sí misma para mirar gravemente la base de
clases del sistema de partidos. En todas partes, los partidos se hallaban ahora organizados a lo largo
de líneas nacionales, como si la liquidación de la Monarquía Dual hubiese servido sólo para
permitir que se iniciara una multitud de experimentos semejantes en una escala reducida103. En
otros países, donde la Nación-Estado y la base clasista de sus partidos no fueron afectados por las
migraciones y por la heterogeneidad de la población, la inflación y el desempleo provocaron una
ruptura similar; y es obvio que cuanto más rígido era el sistema de clases del país y mayor la
conciencia de clase de su población, más dramática y peligrosa fue esta ruptura.
100
La hostilidad hacia el Estado austríaco se produjo también a veces entre los pangermanistas alemanes, especialmente
si eran Auslandsdeutsche, como Moeller y van den Bruck.
101
Hitler describió la situación correctamente cuando dijo durante las elecciones de 1932: «Contra el
nacionalsocialismo no hay en Alemania más que mayorías negativas» (cita de KONRAD HEIDEN, Dor Führer, p.
564).
102
Al estallar la segunda guerra mundial, por lo menos un 10 por 100 de la po blación de Francia estaba constituido por
extranjeros no nacionalizados. Sus minas del Norte estaban principalmente en marcha gracias a polacos y belgas, y su
agricultura del Sur, gracias a españoles e italianos. Véase World Population, de CARRSAUNDERS, Oxford, 1936, pp.
145-158.
103
«Desde 1918, ninguno de los (Estados sucesores) ha producido... un partido que pueda abarcar a más de una raza,
una religión, una clase social o una región. La única excepción es el Partido Comunista de Checoslovaquia»
(Encyclopedia of the Social Sciences, loc. cit.).
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Esta era la situación entre las dos guerras mundiales, cuando cualquier movimiento tenía más
posibilidades que cualquier partido, porque el movimiento atacaba a la institución del Estado y no
apelaba a las clases. El fascismo y el nazismo siempre se jactaron de que su odio estaba dirigido no
contra las clases individualmente, sino contra el sistema de clases como tal, al que denunciaron
como una invención del marxismo. Aún más significativo fue el hecho de que también los
comunistas, pese a su ideología marxista, tuvieran que abandonar la rigidez de su apelación a la
clase cuando, después de 1935 y bajo el pretexto de ampliar su base de masas, formaron frentes
populares en todas partes y comenzaron a recurrir a las mismas crecientes masas, fuera de todos los
estratos de clases, que hasta entonces habían sido presa natural de los movimientos fascistas.
Ninguno de los viejos partidos estaba preparado para recibir a estas masas ni estimaron
correctamente la creciente importancia de su número ni la creciente influencia política de sus
dirigentes. Este error de juicio de los viejos partidos puede ser explicado por el hecho de que su
posición segura en el Parlamento y su representación segura en los organismos e instituciones del
Estado les hacía sentirse mucho más próximos a las fuentes del poder que a las masas; pensaron que
el Estado seguiría siendo siempre el indiscutido dueño de todos los instrumentos de violencia y que
el Ejército, esa suprema institución de la Nación-Estado, continuaría siendo el elemento decisivo en
todas las crisis internas. Por eso se sintieron con libertad para ridiculizar a las numerosas
formaciones paramilitares que habían surgido sin ninguna ayuda oficialmente reconocida, porque
cuanto más débil se tornó el sistema de partidos bajo la presión de los movimientos al margen del
Parlamento y de las clases, más rápidamente desaparecieron todos los antiguos antagonismos de los
partidos respecto del Estado. Los partidos, que trabajaban bajo la ilusión de un «Estado por encima
de los partidos» interpretaron erróneamente esta armonía como una fuente de fuerza, como una
maravillosa relación con algo de origen superior. Pero el Estado se hallaba tan amenazado como el
sistema de partidos por la presión de los movimientos revolucionarios y ya no podía permitirse
mantener esta posición encumbrada y necesariamente impopular por encima de las luchas internas.
El Ejército había dejado de ser ya una firme muralla contra la agitación revolucionaria no porque
simpatizara con la revolución, sino porque había perdido su posición. En dos ocasiones de los
tiempos modernos, y ambas en Francia, la nation par excellence, el Ejército había demostrado ya su
esencial repugnancia o incapacidad para ayudar a los que estaban en el poder o para ocupar el poder
para sí mismo: en 1850, cuando permitió al populacho de la «sociedad del 10 de diciembre» llevar a
Napoleón al poder104, y, de nuevo, a finales del siglo XIX, durante el «affaire Dreyfus», cuando
nada hubiera sido más fácil como el establecimiento de una dictadura militar. La neutralidad del
Ejército, su voluntad de servir a cada dueño, dejó eventualmente al Estado en una posición de
«mediación entre los intereses de los partidos organizados. Ya no estaba sobre, sino entre las clases
de la sociedad»105. En otras palabras, el Estado y los partidos, juntos, defendieron el statu quo sin
comprender que esta auténtica alianza servía tanto como cualquier otra cosa a la alteración del statu
quo.
La ruptura del sistema europeo de partidos sobrevino de una forma espectacular con la subida de
Hitler al poder. Se olvida ahora a menudo y convenientemente que en el momento del estallido de la
segunda guerra mundial la mayoría de los países europeos habían adoptado ya una forma de
dictadura y desechado el sistema de partidos y que este cambio revo lucionario en el gobierno se
había efectuado en la mayoría de los países sin una alteración revolucionaria. La acción
revolucionaria, muy a menudo, fue una concesión teatral a los deseos de las masas violentamente
descontentas más que una batalla real por el poder. Después de todo, no significaba una gran
diferencia el hecho de que unos pocos miles de personas casi desarmadas iniciaran una marcha
sobre Roma y tomaran el poder en Italia o si en Polonia (en 1934) un llamado «bloque sin
partidos», con un programa de apoyo a un Gobierno semifascista y unos afiliados que procedían de
la nobleza y del más pobre campesinado, trabajadores y empresarios, católicos y judíos ortodoxos,
104
105
Véase KARL MARX, op. cit.
CARL SCHMITT, op. cit., p. 131.
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consiguiera legalmente dos terceras partes de los escaños del Parlamento106.
En Francia, la ascensión de Hitler al poder, acompañada por un desarrollo del comunismo y del
fascismo, suprimió rápidamente la relación original de los demás partidos entre sí y modificó de un
día para otro las antiguas líneas partidistas. La derecha francesa, hasta entonces intensamente
antigermana y belicista, a partir de 1933 se convirtió en vanguardia del pacifismo y del
entendimiento con Alemania. La izquierda pasó con igual velocidad del pacifismo a cualquier
precio a una firme posición contra Alemania y fue pronto acusada de ser un partido de belicistas por
los mismos partidos que sólo unos pocos años antes habían denunciado su pacifismo como una
traición nacional107. Los años que siguieron a la subida de Hitler al poder revelaron ser aún más
desastrosos para la integridad del sistema francés de partidos. En la crisis de Munich, cada partido,
desde la derecha a la izquierda, se escindió interiormente sobre la única cuestión política relevante:
los que estaban a favor y los que estaban en contra de una guerra con Alemania108. Cada partido
albergaba una facción de paz y una facción de guerra; ninguno de ellos pudo permanecer unido en
las principales decisiones políticas y ninguno soportó la prueba del fascismo y del nazismo sin
escindirse, de un lado, en un grupo antifascista y, de otro, en un grupo de compañeros de viaje del
nazismo. El hecho de que Hitler pudiera escoger libremente entre todos los partidos para el
establecimiento de los regímenes títeres fue la consecuencia de esta situación prebélica y no de una
maniobra nazi especialmente astuta. No hubo un solo partido en Europa que no produjera
colaboracionistas.
Contra la desintegración de los viejos partidos se alzaba en todas partes la estricta unidad de los
movimientos fascistas y comunistas. Los primeros, fuera de Alemania y de Italia, abogando
lealmente por la paz, incluso al precio de la dominación extranjera, y los segundos propugnando
durante cierto tiempo la guerra, incluso al precio de la ruina nacional. Lo importante, sin embargo,
no era tanto que la extrema derecha hubiese abandonado en todas partes su tradicional nacionalismo
en favor de la Europa de Hitler y que la extrema izquierda hubiese olvidado su pacifismo tradicional
en favor de los antiguos slogans nacionalistas, sino que ambos movimientos pudieron contar con la
lealtad de unos afiliados y de unos jefes que no se sentían preocupados por este repentino cambio de
política. Este hecho se puso dramáticamente de relieve con el pacto de no agresión germano-ruso,
cuando los nazis tuvieron que desprenderse de su slogan principal contra el bolchevismo y cuando
los comunistas hubieron de retornar a un pacifismo al que siempre habían tildado de pequeño
burgués. Tales cambios repentinos no les afectaron en lo más mínimo. Todavía se recuerda muy
bien cuán fuertes seguían siendo los comunistas después de su segunda volte-face, menos de dos
años después, cuando la Unión Soviética fue atacada por la Alemania nazi, y esto a pesar del hecho
de que ambas líneas políticas habían implicado a los simples afiliados en actividades serias y
peligrosas que exigían sacrificios reales y una constante acción.
Diferente en apariencia, pero mucho más violenta en la realidad, fue la ruptura del sistema de
partidos en la Alemania prehitleriana. Este fenómeno salió a la luz pública con ocasión de las
últimas elecciones presidenciales, en 1932, cuando todos los partidos adoptaron formas de
propaganda de masas enteramente nuevas y complicadas.
La elección de los candidatos resultó en sí misma peculiar. Mientras que era corriente que los
dos movimientos que permanecían al margen del sistema parlamentario y luchaban contra éste
presentaran sus propios candidatos (Hitler por los nazis y Thälmann por los comunistas), fue más
que sorprendente ver que todos los demás partidos podían de repente coincidir en un solo candidato.
Que este candidato resultara ser el viejo Hindenburg, quien disfrutaba de la inigualable popularidad
que, desde la época de Mac-Mahon, aguarda en su país al general derrotado, no era precisamente
una broma; mostraba hasta qué punto los viejos partidos deseaban, sencillamente, identificarse con
el antiguo Estado, el Estado por encima de los partidos, cuyo símbolo más potente había sido el
Ejército nacional; hasta qué grado, en otras palabras, habían renunciado ya al sistema mismo de
106
VACLAV FIALA, «Les Partis politiques polonais», en Monde Slave, febrero de 1935.
Véase el preciso análisis de CHARLES A. MICAUD, The French Right and Nazi Germany, 1933-1939, 1943.
108
El más famoso ejemplo fue la escisión en el Partido Socialista francés, en 1938, cuando la facción de Blum estuvo en
minoría contra el grupo pro-Munich de Déat durante el Congreso del Partido del Departamento del Sena.
107
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partidos. Porque frente a los movimientos, las diferencias entre los partidos carecían ya por
completo de significado; estaba en juego la existencia de todos ellos y, en consecuencia, se
agruparon y esperaron mantener un statu quo que garantizara esa existencia. Hindenburg se
convirtió en el símbolo de la Nación-Estado y del sistema de partidos, mientras que Hitler y
Thälmann compitieron entre sí para convertirse en el verdadero símbolo del pueblo.
Tan significativos como la elección de candidatos fueron los carteles electorales. Ninguno de
ellos alababa a su candidato por sus propios méritos; los carteles de Hindenburg proclamaban
simplemente que «un voto por Thälmann es un voto por Hitler», advirtiendo a los trabajadores que
no perdieran sus votos en un candidato del que se tenía la seguridad de que sería derrotado
(Thälmann) y de que no favorecieran de esta manera a Hitler. Así fue como se reconciliaron los
socialdemócratas con Hindenburg, que ni siquiera era mencionado. Los partidos de la derecha
hicieron el mismo juego y recalcaron que «un voto por Hitler es un voto por Thälmann». Ambos,
además, aludieron muy claramente a los casos en los que los nazis y los comunistas habían hecho
causa común, para convencer a todos los miembros legales de cada partido, tanto de la izquierda
como de la derecha, que la preservación del statu quo exigía a Hindenburg. En contraste con la
propaganda a favor de Hindenburg, dirigida a aquellos que deseaban el statu quo a cualquier precio
—y en 1932 éste significaba el desempleo para casi la mitad del pueblo alemán—, los candidatos de
los movimientos tenían que contar con aquellos que deseaban un cambio a cualquier precio (incluso
al precio de la destrucción de todas las instituciones legales). Estos eran por lo menos tan
numerosos como los millones, siempre crecientes, de parados y de sus familias. Los nazis, por eso,
no retrocedieron ante el absurdo de afirmar que «un voto por Thälmann es un voto por
Hindenburg», y los comunistas no dudaron en replicar que «un voto por Hitler es un voto por
Hindenburg», amenazando ambos a sus electores con el temor al statu quo, exactamente de la
misma manera que sus oponentes habían amenazado a sus seguidores con el espectro de la
revolución.
Tras la curiosa uniformidad del método utilizado por quienes apoyaban a los candidatos se
encontraba la táctica presunción de que el electorado acudiría a las urnas porque estaba asustado —
asustado por los comunistas, asustado por los nazis o asustado por el statu quo. Dentro de este
miedo general, todas las divisiones de clase desaparecían de la escena política; mientras la alianza
de partidos para la defensa del statu quo oscurecía la antigua estructura de clases mantenida en
partidos separados, la afiliación a los movimientos era completamente heterogénea y tan dinámica y
fluctuante como el mismo desempleo109. Mientras que dentro del marco de las instituciones
nacionales la izquierda parlamentaria se había unido a la derecha parlamentaria, los dos
movimientos se hallaban ocupados conjuntamente en la organización de la famosa huelga de
transportes en las calles de Berlín, en noviembre de 1932.
Cuando se considera el declive extraordinariamente rápido del sistema continental de partidos
debería tenerse en cuenta el muy corto espacio de vida de toda esa institución. No existía en parte
alguna antes del siglo XIX, y en la mayoría de los países europeos la formación de los partidos
políticos tuvo lugar después de 1848, de forma tal que su reinado como institución indiscutida
dentro de la política nacional, duró apenas cuatro décadas. Durante las dos últimas décadas del siglo
XIX, todas las evoluciones politicas significativas en Francia, tanto como en Austria-Hungría, ya
tuvieron lugar al margen y en oposición a los partidos parlamentarios, mientras que en todas partes
los «partidos por encima de los partidos», más reducidos e imperialistas, desafiaban a la institución
para lograr el apoyo popular a una política exterior agresiva e imperialista.
Mientras que las ligas imperialistas se colocaban por encima de los partidos, en aras de la
identificación con la Nación-Estado, los pan-movimientos atacaban a esos mismos partidos como
109
El Partido Socialista alemán experimentó un cambio típico desde comienzos de siglo hasta 1933. Antes de la primera
guerra mundial sólo el 10 por 100 de sus afiliados no pertenecían a la clase trabajadora, mientras que el 25 por 100 de
sus votos procedían de la clase media. En 1930 empero, sólo eran obreros el 60 por 100 de sus miembros y al menos el
40 por 100 de sus votos procedían de la clase media. Véase SIGMUND NEUMANN, op. cit., pp. 28 y ss.
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carne y hueso de un sistema general que incluía a la Nación-Estado; no aparecían tanto «sobre los
partidos» como «sobre el Estado» en favor de una directa identificación con el pueblo.
Eventualmente, los movimientos totalitarios se vieron conducidos a descartar también al pueblo, al
que, sin embargo, siguiendo de cerca las huellas de los pan-movimientos, utilizaban con fines
propagandísticos. El «Estado totalitario» es un Estado sólo en apariencia y el movimiento ya no se
identifica verdaderamente ni siquiera con las necesidades del pueblo. El movimiento, para entonces,
se halla sobre el Estado y sobre el pueblo, dispuesto a sacrificar a ambos en aras de su ideología.
«El movimiento... es tanto el Estado como el pueblo, y ni el Estado actual..., ni el actual pueblo
alemán, pueden ser concebidos sin el movimiento».110
Nada prueba mejor la irreparable decadencia del sistema de partidos como los grandes esfuerzos
desplegados después de esta guerra para revivirlo en el continente, sus lastimosos resultados, el
acrecido atractivo de los movimientos tras la derrota del nazismo y la obvia amenaza del
bolchevismo a la independencia nacional. El resultado de todos los esfuerzos por restaurar el statu
quo ha sido sólo la restauración de una situación política en la que los movimientos destructivos son
los únicos «partidos» que funcionan adecuadamente. Su jefatura ha mantenido la autoridad bajo las
más difíciles circunstancias y a pesar de los constantes cambios de las líneas partidistas. Para
estimar correctamente las posibilidades de supervivencia de la Nación-Estado europea sería
oportuno no prestar demasiada atención a los slogans nacionalistas que los movimientos adoptan
ocasionalmente con objeto de ocultar sus verdaderas intenciones, sino más bien considerar que para
ahora cualquiera sabe que son ramas regionales de organizaciones internacionales, que el simple
afiliado no se preocupa lo más mínimo cuando resulta obvio que su política sirve a los intereses de
política exterior de otra potencia, incluso hostil, y que las acusaciones formuladas contra sus
dirigentes como quintacolumnistas, traidores al país, etcétera, no impresionan en un grado
considerable a los afiliados. En contraste con los viejos partidos, los movimientos han sobrevivido a
la última guerra y son hoy los únicos «partidos» que han permanecido con vida y que poseen un
significado para sus seguidores.
110
SCHMITT, op. cit.
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CAPÍTULO IX
LA DECADENCIA DE LA NACION-ESTADO Y EL FINAL DE LOS
DERECHOS DEL HOMBRE
Es ahora casi imposible describir lo que realmente sucedió en Europa el 4 de agosto de 1914.
Los días anteriores y los días posteriores a la primera guerra mundial se hallan separados no como
el final de un período y el comienzo de uno nuevo, sino como el día anterior y el día posterior a una
explosión. Sin embargo, esta figura retórica resulta tan imprecisa como todas las demás, porque la
tranquilidad del pesar que se impone tras de una catástrofe nunca ha llegado. La primera explosión
parece haber desencadenado una reacción en cadena en la que estamos envueltos desde entonces y
que nadie, al parecer, es capaz de detener. La primera guerra mundial hizo estallar la comunidad
europea de naciones hasta el punto de que se tornó imposible toda reparación del entuerto; fue algo
que ninguna otra guerra había logrado hasta entonces. La inflación destruyó a toda la clase de
pequeños propietarios más allá de cualquier esperanza de recuperación o de reconstitución, lo que
ninguna crisis monetaria había logrado hasta entonces tan radicalmente. El paro, cuando sobrevino,
alcanzó proporciones fabulosas y ya no quedó limitado a la clase trabajadora, sino que, con
insignificantes excepciones, alcanzó a todas las naciones. Las guerras civiles que surgieron y que se
desarrollaron a lo largo de veinte años de inquieta paz no sólo fueron más sangrientas y crueles que
todas las que las precedieron, sino que se vieron seguidas de migraciones de grupos que, a
diferencia de sus más afortunados predecesores de las guerras de religión, no fueron bien recibidos
en parte alguna ni pudieron ser asimilados en ningún lugar. Una vez que abandonaron su país
quedaron sin abrigo; una vez que abandonaron su Estado se tornaron apátridas; una vez que se
vieron privados de sus derechos humanos carecieron de derechos y se convirtieron en la escoria de
la Tierra. Nada de lo que se estaba haciendo, por estúpido que fuera y por muchos que fuesen los
que lo sabían y los que preveían sus consecuencias, pudo ser deshecho o evitado. Cada
acontecimiento poseía la irrevocabilidad de un juicio final, de un juicio no formulado por Dios ni
por el diablo, sino considerado más bien como la expresión de una irremediable y estúpida
fatalidad.
Antes de que la política totalitaria atacara conscientemente y destruyera parcialmente la auténtica
estructura de la civilización europea, la explosión de 1914 y sus graves consecuencias habían
conmovido suficientemente la fachada del sistema político de Europa hasta dejar al descubierto su
oculto entramado. Tales exposiciones visibles eran los sufrimientos de más y más grupos de
personas para quienes de repente dejaron de aplicarse las normas del mundo que les rodeaba. Fue
precisamente la aparente estabilidad del mundo de su entorno la que hizo parecer a cada grupo
expulsado de sus protectoras fronteras como una infortunada excepción a unas normas por otra
parte corrientes y sanas y la que impregnó con igual cinismo a víctimas y observadores de un
destino aparentemente injusto y anormal. Ambos consideraron este cinismo como un creciente
conocimiento de las reglas de este mundo, cuando en la realidad estaban cada vez más
desconcertados y por eso se hicieron más estúpidos de lo que eran antes. El odio, que no escaseaba,
ciertamente, en el mundo de la preguerra, comenzó a desempeñar un papel decisivo en todos los
asuntos, de forma tal que la escena política en los años engañosamente tranquilos de la década de
los 20 asumió la atmósfera sórdida y fantástica de una querella familiar de Strindberg. Nada ilustra
mejor tal vez esta desintegración de la vida política como este odio vago y penetrante hacia todos y
hacia todo, sin un foco para su apasionada atención y nadie a quien responsabilizar de la situación:
ni al Gobierno, ni a la burguesía, ni a una potencia exterior. Consecuentemente se volvió hacia
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todas las direcciones, al azar e imprevisiblemente, incapaz de asumir un aire de sana indiferencia
hacia cualquier cosa bajo el sol.
La atmósfera de desintegración, aunque característica de toda Europa en el período comprendido
entre las dos guerras mundiales, era más visible en los países derrotados que en los victoriosos y se
desarrolló por completo cn los Estados recientemente establecidos tras la liquidación de la
Monarquía Dual y del Imperio zarista. Los últimos restos de solidaridad entre las nacionalidades no
emancipadas en el «cinturón de poblaciones mixtas» se evaporaron con la desaparición de una
despótica burocracia central que había servido también para mantenerlas unidas y distraer sus odios
recíprocos y sus reivindicaciones antagónicas. Ahora todo el mundo se alzaba contra todo el mundo,
y especialmente contra sus más próximos vecinos —los eslovacos contra los checos, los croatas
contra los servios, los ucranianos contra los polacos, y esto no era resultado de la pugna entre
nacionalidades y pueblos estatales (o minorías y mayorías); los eslovacos no sólo sabotearon
constantemente al Gobierno democrático checo de Praga, sino que al mismo tiempo perseguían a la
minoría húngara en su propio suelo, mientras que existía una hostilidad similar contra el pueblo
estatal, por una parte, y entre ellas mismas, por otra, entre las insatisfechas minorías de Polonia.
A primera vista, estas alteraciones en el viejo foco de disturbios de Europa aparecían como
pequeñas disputas nacionalistas sin consecuencia alguna para los destinos políticos del continente.
Sin embargo, en estas regiones, y de la liquidación de los dos Estados multinacionales de la Europa
de la preguerra, Rusia y Austria-Hungría, emergieron dos grupos de víctimas, cuyos sufrimientos
difirieron de los de todos los demás en la era comprendida entre las dos guerras mundiales; estaban
peor que la desposeída clase media, los parados, los pequeños rentiers y los pensionistas, a quienes
los acontecimientos habían privado de su status social, de la posibilidad de trabajar y del derecho a
conservar una propiedad: habían perdido aquellos derechos que habían sido concebidos e incluso
definidos como inalienables, es decir, los Derechos del Hombre. Los apátridas y las minorías,
adecuadamente llamados «primos hermanos»1, no tenían Gobierno que les representara y les
protegiera y por eso se vieron forzados a vivir, o bien bajo la ley de excepción de los tratados para
las minorías, que todos los Gobiernos (excepto Checoslovaquia) firmaron bajo protestas y jamás
reconocieron como ley, o bajo la condición de una absoluta ilegalidad.
Con la emergencia de las minorías en Europa oriental y meridional y con los apátridas
empujados a la Europa central y occidental, se introdujo en la Europa de la postguerra un elemento
completamente nuevo de desintegración. La desnacionalización se convirtió en arma poderosa de la
política totalitaria y la incapacidad constitucional de las Naciones-Estados europeas para garantizar
los derechos humanos a aquellos que habían perdido los derechos nacionalmente garantizados,
permitió a los Gobiernos perseguidores imponer su norma de valores incluso a sus oponentes.
Aquellos a quienes el perseguidor había singularizado como la escoria de la Tierra —judíos,
trotskistas, etc.— fueron recibidos en todas partes como escoria de la Tierra; aquellos a quienes la
persecución había calificado de indeseables se convirtieron en los indésirables de Europa. El
periódico oficial de las SS, Die Schwarze Korps, declaró explícitamente en 1938 que, si el mundo
no estaba todavía convencido de que los judíos eran la escoria de la tierra, pronto lo estaría, cuando
mendigos no identificados, sin nacionalidad, sin dinero ni pasaporte, cruzaran sus fronteras2. Y es
cierto que este tipo de propaganda de facto funcionó mejor que la retórica de Goebbels no
1
Por S. LAWFORD CHILDS, «Refugees-a Permanent Problem in International Organization», en War is not
Inevitable. Problems of Peace, serie 13, Londres, 1938, publicada por la Oficina Internacional del Trabajo.
2
La primera persecución de los judíos alemanes por los nazis debe ser considerada como un intento de difundir el
antisemitismo entre «aquellos pueblos que se muestran amistosamente dispuestos hacia los judíos, sobre todo en las
democracias occidentales», más que como un esfuerzo para desembarazarse de los judíos. Una carta circular del
Ministerio de Asuntos EXteriores a todas las entidades alemanas en el exterior, poco después de los pogroms de
noviembre de 1938, declaraba: «El movimiento emigratorio de tan sólo unos 100.000 judíos ha despertado ya el interés
de muchos países por el peligro judío... Alemania está muy interesada en mantener la dispersión de la judería...; la
afluencia de judíos a todas las partes del mundo provoca la oposición de la población nativa y constituye por ello la
mejor propaganda de la política alemana respecto de los judíos... Cuanto más pobre sea el judío inmigrante, y por ello
más incómodo para el país que le absorba, más fuerte será la reacción de ese país.» Véase Nazi Conspiracy and
Aggression, Washington, 1946, publicado por el Gobierno de los Estados Unidos, VI, 87 y sigs.
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solamente porque estableció al judío como escoria de la Tierra, sino también porque la increíble
condición de un grupo siempre creciente de personas inocentes era como una demostración práctica
de las cínicas afirmaciones de los movimientos totalitarios, según las cuales no existía nada tal
como los derechos humanos inalienables y que las declaraciones en contrario de las democracias
constituían un simple prejuicio, hipocresía y cobardía frente a la majestad cruel de un nuevo mundo.
El mismo término de «derechos humanos» se convirtió para todos los implicados, víctimas,
perseguidores y observadores en prueba de un idealismo sin esperanza o de hipocresía chapucera y
estúpida.
1. LA «NACIÓN DE MINORÍAS» Y LOS APÁTRIDAS
Las condiciones del poder moderno que hacen de la soberanía nacional una burla excepto por lo
que se refiere a los Estados gigantescos, al auge del imperialismo y los pan-movimientos minaron
desde el exterior la estabilidad del sistema de la Nación-Estado. Ninguno de estos factores, sin
embargo, había brotado directamente de la tradición y de las instituciones de las mismas NacionesEstados. La desintegración interna de éstas comenzó solamente después de la primera guerra
mundial, con la aparición de minorías creadas por los tratados de paz y de un movimiento
constantemente creciente de refugiados, consecuencia de las revoluciones.
La imperfección de los tratados de paz ha sido explicada a menudo por el hecho de que quienes
los elaboraron pertenecían a una generación formada por las experiencias de la era de la preguerra,
de forma tal que nunca comprendieron perfectamente todo el impacto de la guerra cuya paz tenían
que lograr. No hay mejor prueba de ello que su intento de regular cl problema de la nacionalidad en
la Europa oriental y meridional mediante el establecimiento de Naciones-Estados y la introducción
de los tratados de minorías. Si resultaba discutible extender una forma de Gobierno que, incluso en
países con antiguas y afirmadas tradiciones nacionales, no podía atender a los nuevos problemas de
la política mundial era aún más que dudoso el que pudiera ser importada a una zona que carecía de
las auténticas condiciones para el auge de la Nación-Estado: la homogeneidad de la población y su
enraizamiento en el suelo. Pero suponer que las Naciones-Estados podían ser establecidas por los
métodos de los tratados de paz era simplemente absurdo. Desde luego: «Una mirada al mapa de
Europa bastaría para mostrar que el principio de la Nación-Estado no podía ser introducido en la
Europa oriental»3. Los tratados amontonaron a muchos pueblos en cada uno de los Estados,
denominaron «estatales» a algunos de estos pueblos y les confiaron el Gobierno, suponiendo
tácitamente que los restantes (como los eslovacos en Checoslovaquia o los croatas y los eslovenos
en Yugoslavia) estarían igualmente asociados en ese Gobierno, lo que, desde luego, no era cierto4, y
con una arbitrariedad igual crearon de lo que restaba un tercer grupo de nacionalidades
denominadas «minorías», añadiendo así a las abundantes cargas de los nuevos Estados el
inconveniente de tener que observar regulaciones especiales para una parte de la población5. El
resultado fue que aquellos pueblos a quienes no les fueron otorgados Estados, tanto si eran minorías
oficiales o sólo nacionalidades, consideraron los tratados como un juego arbitrario que entregaba a
unos el mando y a otros la servidumbre. Por otra parte, los Estados recientemente creados, a los que
se les prometieron iguales derechos que las naciones occidentales en lo que se refería a su soberanía
nacional, consideraron a los tratados de minorías como un claro quebrantamiento de la promesa y
3
KURT TRAMPLES, «Völkerbund und Völkerfreiheit», en Süddeutsche Monatshefte, año 26, julio de 1929.
La lucha de los eslovacos contra el Gobierno «checo» de Praga concluyó con la independencia de Eslovaquia
mediante el apoyo de Hitler; la Constitución yugoslava de 1921 fue «aceptada» por el Parlamento con los votos en
contra de todos los diputados croatas y eslovenos. Para un buen resumen de la historia de Yugoslavia entre las dos
guerras mundiales véase Propyläen Weltgeschichte. Das Zeitalter des Imperialismus, 1933, vol. 10, 471 y sigs.
5
Mussolini tenía toda la razón cuando escribió después de la crisis de Munich: «Si Checoslovaquia se encuentra ahora
en lo que puede llamarse una ‘situación delicada’ es porque no es sencillamente Checoslovaquia, sino Checo-GermanoPolaco-Húngaro-Ruteno-Rumano-Eslovaquia...» (Cita de HUBERT RIPKA, Munich: Before and Alter, Londres, 1939,
p. 117.)
4
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como una clara discriminación porque sólo los nuevos Estados, y ni siquiera la derrotada Alemania,
se hallaban ligados por tales tratados.
El sorprendente vacío de poder que resultó de la disolución de la Monarquía Dual y de la
liberación de Polonia y de los países bálticos del despotismo zarista no fue el único factor que tentó
a los políticos a realizar este desastroso experimento. Mucho más fuerte fue la imposibilidad de
desoír a los 100 millones de europeos que jamás habían alcanzado la fase de libertad nacional y de
autodeterminación a la que ya aspiraban los pueblos coloniales y que se les seguía negando. Era
desde luego cierto que el papel del proletariado de la Europa occidental y central, el grupo
históricamente oprimido y cuya emancipación fue una cuestión de vida o muerte para todo el
sistema social europeo, estuvo desempeñado en el Este por «pueblos sin Historia»6. Los
movimientos de liberación nacional del Este eran revolucionarios en la misma forma que los
movimientos obreros de Occidente; ambos representaban a los estratos «ahistóricos» de la
población europea y ambos se esforzaban por lograr un reconocimiento y una participación en los
asuntos públicos. Como el objeto era conservar el statu quo europeo, la concesión de la
autodeterminación nacional y de la soberanía a todos los pueblos europeos parecía desde luego
inevitable. La alternativa hubiera sido condenarles implacablemente al status de los pueblos
coloniales (algo que los pan-movimientos habían propuesto siempre) e introducir los métodos
coloniales en los asuntos europeos7.
El hecho es, desde luego, que no pudo ser preservado el statu quo europeo y que sólo tras la
caída de los últimos restos de la autocracia europea se hizo evidente que Europa había estado
gobernada por un sistema que jamás había tenido en cuenta o respondido a las necesidades de por lo
menos el 25 por 100 de su población. Este mal, sin embargo, no se remedió con el establecimiento
de los Estados sucesores porque alrededor del 30 por 100 de unos 100 millones de habitantes eran
reconocidos oficialmente como excepciones que habían de ser especialmente protegidas por los
tratados de minorías. Además, esta cifra en manera alguna cuenta toda la Historia; sólo indica la
diferencia entre pueblos con un Gobierno propio y aquellos que, supuestamente, eran demasiado
pequeños y se hallaban demasiado dispersos para alcanzar la nacionalidad completa. Los tratados de
minorías se aplicaban exclusivamente a aquellas nacionalidades de las que existía considerable
número de habitantes en, por lo menos, dos de los Estados sucesores, pero apartaban de su
consideración a todas las demás nacionalidades sin un Gobierno propio, de forma tal que en algunos
de los Estados sucesores los pueblos nacionalmente frustrados constituían el 50 por 100 de la
población total8. El peor factor de esta situación no fue siquiera que resultara corriente entre las
6
Este término fue acuñado por OTTO BAUER, Die Nationalitätenfrage und die österreichische Sozialdemokratie,
Viena, 1907.
La conciencia histórica ha desempeñado un gran papel en la formación de la conciencia nacional. La emancipación
de las naciones de la dominación dinástica y de la soberanía suprema de una aristocracia internacional fue acompañada
por la emancipación de la literatura del lenguaje «internacional» de los cultos (el latín primero y luego el francés) y el
desarrollo de lenguas nacionales de las lenguas populares vernáculas. Pareció que aquellos pueblos cuyo lenguaje era
apto para la literatura habían alcanzado la madurez nacional per definitionem. Los movimientos de liberación de las
nacionalidades de Europa oriental, por eso, se iniciaron con un tipo de resurrección filológica (los resultados fueron a
veces grotescos y a veces fructíferos) cuya función política era demostrar que el pueblo que poseía una literatura y una
historia propias tenía derecho a la soberanía nacional.
7
Desde luego, ésta no fue siempre una alternativa tajante. Hasta ahora nadie se ha preocupado de hallar las semejanzas
características entre la explotación colonial y la de las minorías. Sólo JACOB BOBINSON, «Staatsbürgerliche und
wirtschaftliche Gleichberechtigung», en Süddeutsche Monatshefte, año 26, julio de 1929, señala de pasada: «Apareció
un proteccionismo peculiar, no dirigido contra otros países, sino contra ciertos grupos de la población.
Sorprendentemente pudieron examinarse en la Europa central ciertos métodos de eXplotación colonial.»
8
Se ha estimado que con anterioridad a 1914 eXistían unos 100 millones de personas cuyas aspiraciones nacionales no
se habían visto cumplidas. (Véase, de CHARLES KINGSLEY WEBSTER, «Minorities: History», en Encyclopedia
Britannica, 1929.) La población de las minorías era calculada aproXimadamente entre los 25 y los 30 millones (P.
AZCÁRATE, «Minorities: League of Nations», ibíd.). La situación real en Checoslovaquia y Yugoslavia era mucho
peor. En la primera, los checos, «pueblo estatal», constituían, con 7.200.000 habitantes, alrededor del 50 por 100 de la
población, y en la segunda, 5.000.000 de servios formaban sólo el 42 por 100 del total. Véase Statistisches Handbuch
der europäischen Nationalitüten, de W. WINKLER, Viena, 1931; OTTO JUNGHANN, National Minorities in Europe,
1932. TRAMPLES, op. cit., da unas cifras ligeramente diferentes
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nacionalidades el ser desleales al Gobierno que se les había impuesto y entre los Gobiernos oprimir
a sus nacionalidades tan eficazmente como fuera posible, sino el que la población nacionalmente
frustrada se hallaba firmemente convencida, como lo estaba todo el mundo, de que la verdadera
libertad, la verdadera emancipación y la verdadera soberanía popular sólo podían lograrse con una
completa emancipación nacional; de que el pueblo, sin un Gobierno nacional propio, se hallaba
privado de derechos humanos. En esta convicción, que podía basarse en el hecho de que la
Revolución Francesa había combinado la Declaración de los Derechos del Hombre con la soberanía
nacional, les confirmaban los mismos tratados de minorías, que no confiaban a los Gobiernos la
protección de las diferentes nacionalidades, sino que encargaban a la Sociedad de Naciones la
salvaguardia de los derechos de aquellos que, por razones de asentamiento territorial, habían
quedado sin Estados nacionales propios.
Y no es que las minorías confiaran en la Sociedad de Naciones más de lo que habían confiado
los pueblos estatales. Al fin y al cabo, la sociedad se hallaba integrada por políticos nacionales
cuyas simpatías sólo podían ser para los desafortunados nuevos Gobiernos, que se veían
obstaculizados y que contaban en principio con la oposición de un 25 a un 50 por 100 de sus
habitantes. Por eso, los creadores de los tratados de minorías pronto se vieron forzados a interpretar
sus verdaderas intenciones más estrictamente y a señalar los «deberes» que las minorías tenían
respecto de los nuevos Estados9; así llegó a deducirse que los tratados habían sido concebidos
simplemente como un método indoloro y humano de asimilación, interpretación que, naturalmente,
exasperó a las minorías10. Pero no cabía esperar ninguna otra cosa dentro de un sistema de
Naciones-Estados soberanas; si los tratados de minorías hubieran sido concebidos para ser algo más
que un remedio temporal a una trastornada situación, entonces, las restricciones que implicaban a la
soberanía nacional tendrían que haber afectado a la soberanía nacional de las antiguas potencias
europeas. Los representantes de las grandes naciones sabían que las minorías en el seno de las
Naciones-Estados tendrían más pronto o más tarde que ser, o bien asimiladas, o bien liquidadas. Y
no importaba si se hallaban movidos por consideraciones humanitarias para proteger las
nacionalidades diferentes o si las consideraciones políticas les impulsaban a oponerse a los tratados
bilaterales entre los Estados implicados y los países donde cada una de esas minorías era mayoría
(después de todo, los alemanes eran la más fuerte de todas las minorías oficialmente reconocidas,
tanto por su número como por su posición económica); ni querían ni podían acabar con las leyes
mediante las cuales existía la Nación-Estado11.
Ni la Sociedad de Naciones ni los tratados de minorías habrían impedido a los Estados
recientemente establecidos asimilar más o menos a la fuerza a sus minorías. El factor más fuerte
contra la asimilación fue la debilidad numérica y cultural de los llamados pueblos estatales. La
minoría rusa o la minoría judía, en Polonia, no consideraban la cultura polaca superior a la propia ni
se sentían particularmente impresionadas por el hecho de que los polacos constituyeran
aproximadamente el 60 por 100 de la población de Polonia.
Las nacionalidades amargadas, prescindiendo por completo de la Sociedad de Naciones, pronto
9
P. DE AZCÁRATE, op. cit.: «Los Tratados no contienen estipulaciones respecto a los ‘deberes’ de las minorías en
relación con los Estados de los que forman parte. Sin embargo, en 1922, la Tercera Asamblea ordinaria de la Sociedad...
adoptó... resoluciones respecto de los ‘deberes de las minorías’...»
10
Los delegados francés y británico fueron los más explícitos al respecto. Briand dijo: «El proceso al que debemos
dirigirnos no es la desaparición de las minorías, sino un tipo de asimilación...» Y sir Austen Chamberlain, representante
británico, afirmó incluso que «el objeto de los tratados de minorías (es)... asegurar... esa medida de protección y de
justicia que gradualmente las prepare para fundirse en la comunidad nacional a la que pertenecían» (C. A.
MACARTNEY, National States and National Minorities, Londres, 1934, pp. 276 y 277).
11
Es cierto que algunos políticos checos, los más liberales y democráticos entre los jefes de los movimientos
nacionalistas, soñaron alguna vez con hacer de la república checoslovaca una especie de Suiza. La razón por la que
incluso Benes no intentó seriamente llevar a efecto semejante solución para su acuciante problema de nacionalidades
fue la de que Suiza no era un modelo que pudiera ser imitado, sino más bien una excepción particularmente afortunada
que, por lo demás, confirmaba una regla establecida. Los Estados de nuevo cuño no se sentían suficientemente seguros
como para abandonar un aparato estatal centralizado y no podían crear de un día para otro esos pequeños organismos
autoadministrativos de comunas y cantones sobre cuyos muy extensos poderes se halla basado el sistema federal suizo.
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decidieron hacer frente al problema por sus propios medios. Se integraron en un Congreso de
Minorías que resultó notable en más de un aspecto. Contradecía la idea misma tras la que se habían
establecido los tratados de la Sociedad, denominándose a sí mismo oficialmente «Congreso de los
Grupos Nacionales Organizados en Estados Europeos», anulando así la gran labor realizada durante
las negociaciones de paz para evitar la ominosa palabra «nacional»12. Esto tuvo la importante
consecuencia de que se unieran todas las «nacionalidades» y no simplemente las «minorías» y de
que el número de las «naciones de minorías» creciera tan considerablemente que las nacionalidades
combinadas en los Estados sucesores superaron en número a los pueblos estatales. Pero en otro
aspecto, el «Congreso de los Grupos Nacionales» asestó un golpe decisivo a los tratados de la
Sociedad. Uno de los aspectos más desconcertantes del problema de la nacionalidad en Europa
oriental (más desconcertante que el pequeño tamaño y el gran número de pueblos implicados o el
«cinturón de poblaciones mixtas»)13 fue el carácter interregional de las nacionalidades, que, en caso
de colocar sus intereses nacionales por encima de los intereses de sus Gobiernos respectivos, se
convertían en un riesgo obvio para la seguridad de sus paises14. Los tratados de la Sociedad habían
tratado de ignorar el carácter interregional de las minorías estableciendo un tratado separado con
cada país, como si no hubiese minoría judía o minoría alemana más allá de las fronteras de los
respectivos Estados. El «Congreso de los Grupos Nacionales» no sólo esquivó el principio
territorial de la Sociedad; fue dominado naturalmente por las dos nacionalidades que estaban
representadas en todos los Estados sucesores y que se hallaban por eso, si lo deseaban, en posición
de hacer sentir su peso en toda la Europa oriental y meridional. Estos dos grupos eran los alemanes
y los judíos. Las minorías alemanas de Rumania y de Checoslovaquia votaron, desde luego, con las
minorías alemanas de Polonia y de Hungría, y nadie podía esperar que los judíos polacos, por
ejemplo, permanecieran indiferentes ante las medidas discriminatorias del Gobierno rumano. En
otras palabras, los intereses nacionales y no los intereses comunes de las minorías como tales fueron
los que formaron la verdadera base de afiliación al Congreso15, y sólo los mantuvo unidos la
relación armoniosa entre los judíos y los alemanes (la República de Weimar había desempeñado
con éxito el papel de protectora especial de las minorías). Por eso en 1933, cuando la delegación
judía exigió una protesta contra el trato que recibían los judíos en el III Reich (una acción que no
tenía derecho a emprender porque los judíos alemanes no eran una minoría) y los alemanes
anunciaron su solidaridad con Alemania y fueron apoyados por una mayoría (el antisemitismo se
hallaba en sazón en todos los Estados sucesores), el Congreso, después de que la delegación judía lo
abandonara para siempre, se hundió en una completa insignificancia.
El verdadero significado de los tratados de minorías descansa no en su aplicación práctica, sino
en el hecho de que estuvieran garantizados por un organismo internacional, la Sociedad de
Naciones. Las minorías habían existido antes16, pero la minoría como institución permanente, el
12
Especialmente Wilson, que había sido un ferviente propugnador de la concesión de «derechos raciales, religiosos y
lingüísticos a las minorías», «temió que los ‘derechos nacionales’ se revelarían perjudiciales, tanto más cuanto que los
grupos de minorías así señalados llegarían a ser por eso ‘propensos a los recelos y a los ataques’» (OSCAR I.
JANOWSKY, The Jews and Minority Rights, Nueva York, 1933, página 351). MACARTNEY, op. cit., p. 4, describe la
situación y el «prudente trabajo del Comité Exterior Conjunto», que se esforzó en evitar el término «nacional».
13
El término es de MACARTNEY, op. cit., passim.
14
El resultado del acuerdo de La Paz fue que cada Estado del cinturón de población mixta... se veía ahora a sí mismo
como un Estado nacional. Pero las realidades se alzaban contra ellos... Ninguno de esos Estados era en verdad uninacional, de la misma manera que no existía, por otra parte, una sola nación cuyos miembros, en su totalidad, vivieran en un
solo Estado (MACARTNEY, op. cit., p. 210).
15
En 1933, el presidente del Congreso recalcó expresamente: «Una cosa es cierta: no nos congregamos en nuestros
congresos simplemente como miembros de minorías abstractas; cada uno de nosotros pertenece en cuerpo y alma a un
pueblo específico y propio y se siente ligado al destino de ese pueblo para lo mejor y para lo peor. En consecuencia,
cada uno de nosotros se halla aquí, si puedo decirlo, como un alemán puro o como un judío puro, como un húngaro puro
o como un ucraniano puro.» Véase Sitzungsbericht des Kongresses der organisierten nationalen Gruppen in den
Staaten Europas, 1933, p. 8.
16
Las primeras minorías surgieron cuando el principio protestante de libertad de conciencia logró la supresión del
principio cuius regio eius religio. El Congreso de Viena de 1815 dio ya algunos pasos para garantizar ciertos derechos
de las po blaciones polacas en Rusia, Prusia y Austria, derechos que ciertamente no eran tan sólo «religiosos»; resulta,
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reconocimiento de que millones de personas vivían al margen de la protección legal normal y
necesitaban una garantía adicional de un organismo exterior para sus derechos elementales, y la
presunción de que su situación no era temporal, sino que se necesitaban los tratados para establecer
un modus vivendi duradero —todo esto era algo nuevo, ciertamente, en tal escala, en la historia
europea. Los tratados de minorías expresaban en un lenguaje claro lo que hasta entonces sólo
habíase hallado implicado en el sistema de funcionamiento de las Naciones-Estados, es decir, que
sólo los nacionales podían ser ciudadanos, que sólo las personas del mismo origen nacional podían
disfrutar de la completa protección de las instituciones legales, que las personas de nacionalidad
diferente necesitaban de una ley de excepción hasta, o a menos que, fueran completamente
asimiladas y divorciadas de su origen. Los discursos interpretativos de los tratados de la Sociedad,
pronunciados por políticos de países sin obligaciones respecto de las minorías, hablaban en un
lenguaje aún más claro: daban por supuesto que la ley de un país no puede responsabilizarse de las
personas que insisten en tener una nacionalidad diferente17. Por eso admitían —y tuvieron
rápidamente la oportunidad de demostrarlo en la práctica con el aumento del número de apátridas—
que había quedado completada la transformación del Estado en un instrumento de la ley, en un
instrumento de la nación; la nación había conquistado al Estado; el interés nacional tenía prioridad
sobre la ley mucho tiempo antes de que Hitler pudiera declarar «justo es lo que resulta bueno para el
pueblo alemán». Una vez más, el lenguaje del populacho era solamente el lenguaje de la opinión
pública, desprovisto de hipocresía y de cortapisas.
Desde luego, el peligro de esta evolución había sido inherente a la estructura de la NaciónEstado desde el comienzo de ésta. Pero mientras que el establecimiento de las Naciones-Estados
coincidió con el establecimiento de un Gobierno constitucional, siempre habían representado y se
habían basado en el imperio de la ley contra el imperio de la administración arbitraria y del
despotismo. Así sucedió que, cuando quedó roto el precario equilibrio entre la nación y el Estado,
entre el interés nacional y las instituciones legales, la desintegración de esta forma de Gobierno y de
organización de los pueblos sobrevino con una aterradora rapidez. Su desintegración, bastante
curiosamente, se inició precisamente en el momento en que era reconocido en toda Europa el
derecho a la autodeterminación nacional y cuando su convicción esencial, la supremacía de la vo
luntad de la nación sobre todas las instituciones legales y «abstractas», era universalmente aceptada.
En la época de los tratados de minorías pudo afirmarse y se afirmó, tanto en su favor como en su
excusa, que las antiguas naciones disfrutaban de constituciones que, implícita o explícitamente
(como en el caso de Francia, la nation par excellence), se hallaban fundadas en los Derechos del
Hombre; que, aunque hubiera incluso otras nacionalidades dentro de sus fronteras, no precisaban de
una ley adicional, y que sólo en los Estados sucesores recientemente establecidos resultaba
necesaria una aplicación temporal de los derechos humanos como un compromiso y una
excepción18. La llegada de los apátridas acabó con esta ilusión.
Las minorías eran sólo medio apátridas; de jure pertenecían a un cuerpo político, aunque
necesitaran una protección adicional en forma de tratados y de garantías especiales; algunos
derechos secundarios, tales como el de hablar la lengua propia y el de permanecer en el propio
ambiente cultural y social, se hallaban en peligro y eran protegidos de mala gana por un organismo
sin embargo, característico el que todos los tratados posteriores —el protocolo que garantizaba la independencia de
Grecia, en 1930; el que garantizaba la independencia de Moldavia y Valaquia, en 1856, y el Congreso de Berlín de
1878, en relación con Rumania— hablen de minorías «religiosas» y no de minorías «nacionales», a las que se les
otorgaban derechos «civiles», pero no «políticos».
17
De Mello Franco, representante del Brasil en el Consejo de la Sociedad de Naciones, expresó el problema muy
claramente: «Me parece obvio que aquellos que concibieron este sistema de protección no soñaron en crear dentro de
ciertos Estados un grupo de habitantes que se consideran a sí mismos permanentemente extraños a la organzación
general del país» (MACARTNEY, op. cit., p. 277).
18
«El régimen para la protección de las minorías fue concebido con el fin de proporcionar un remedio en los casos en
los que una transacción territorial era inevitablemente imperfecta desde el punto de vista de la nacionalidad» (JOSEPH
ROUCEK, The Minority Principie as a Problem of Political Science, Praga. 1928, p. 29). Lo malo era que la
imperfección de la transacción territorial era debida no sólo a los asentamientos de las minorías, sino al establecimiento
de los Estados sucesores, dado que no existía en esta región territorio que no reivindicaran varias nacionalidades.
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marginal; pero otros derechos más elementales, tales como el derecho de residencia y el derecho al
trabajo, jamás se vieron afectados. Los elaboradores de los tratados de minorías no previeron la
posibilidad de los traslados de poblaciones completas o el problema de las personas que se habían
tornado «indeportables» porque no existía país en la Tierra en el que disfrutaran del derecho de
residencia. Las minorías podían seguir siendo consideradas como un fenómeno excepcional,
peculiar de ciertos territorios que se desviaban de la norma. Este argumento era siempre tentador
porque dejaba inalterado al sistema en sí mismo; en cierto modo ha sobrevivido a la segunda guerra
mundial, cuyos pacificadores, convencidos de la imposibilidad práctica de los tratados de minorías,
comenzaron a repatriar «nacionalidades», tanto como les fue posible, en un esfuerzo por poner
orden en el «cinturón de poblaciones mixtas»19. Este intento de repatriación en gran escala no fue
resultado de las catastróficas experiencias que siguieron a los tratados de minorías; más bien se
creía que semejante paso resolvería finalmente un problema que en las décadas precedentes había
asumido proporciones aún mayores y para el que no existía simplemente un procedimiento
reconocido y aceptado internacionalmente, el problema de los apátridas.
Mucho más tenaz, de hecho, y mucho más penetrante en sus repercusiones fue el caso de los
apátridas, el más nuevo fenómeno de masas en la Historia contemporánea, y la existencia de un
nuevo pueblo, siempre creciente, integrado por apátridas y el grupo más sintomático de la política
contemporánea20. Su existencia difícilmente puede atribuirse a un solo factor; pero, si consideramos
los diferentes grupos de apátridas, parece que cada acontecimiento político a partir del final de la
primera guerra mundial añadió una nueva categoría al grupo de los que vivían al margen del redil
de la ley, mientras que ninguna de las categorías, por mucho que se transformara la configuración
original, pudo siquiera ser normalizada21.
19
Cabe hallar casi una simbólica muestra de este cambio de opinión en las declaraciones del presidente Eduard Benes,
de Checoslovaquia, el único país que tras la primera guerra mundial se sometió de buen grado a las obligaciones de los
tratados de minorías. Poco después del estallido de la segunda guerra mundial, Benes comenzó a prestar apoyo al
principio de la transferencia de poblaciones que, finalmente, condujo a la eXpulsión de la minoría alemana y a la
adición de otra categoría a la creciente masa de personas desplazadas. Por lo que se refiere a la posición de Benes, véase
Nationalities and National Minorities, de OSCAR I. JANOWSKY, Nueva York, 1945, pp. 136 y ss.
20
«El problema del estado de apátrida se tornó destacado después de la gran guerra. Antes de la guerra existían
disposiciones en algunos países, especialmente en los Estados Unidos, bajo las cuales podía ser revocada la
nacionalización en aquellos casos en los que la persona nacionalizada dejaba de mantener una adhesión genuina al país
de adopción. Una persona así desnacionalizada se tornaba apátrida. Durante la guerra, los principales Estados europeos
hallaron necesario modificar sus leyes de nacionalidad para adquirir la facultad de cancelar nacionlizaciones» (JOHN
HOPE SIMPSON, The Refugee Problem, Institute of International Affair, Oxford. 1939, p. 231). El grupo de los
apátridas debidos a la revocación de la nacionalización fue muy pequeño; establecieron, empero, un fácil precedente de
forma tal que, en el período comprendido entre las dos guerras mundiales, los ciudadanos nacionalizados fueron como
norma la primera sección de una población que se tornaba apátrida. Las cancelaciones masivas de nacionalizaciones,
como las realizadas por la Alemania nazi en 1933 contra todos los nacionalizados alemanes de origen judío, precedieron
habitualmente a la desnacionalización de los que eran ciudadanos por su nacimiento y pertenecían a categorías
similares, y la introducción de leyes que hicieron posible la desnacionalización a través de un simple decreto, como las
que se operaron en Bélgica y en otras democracias occidentales durante la década de los años 30, precedieron
corrientemente a la desnacionalización masiva: un buen ejemplo es la práctica del Gobierno griego con respecto a los
refugiados armenios: de los 45.000 refugiados armenios, 1.000 se nacionalizaron eDtre 1923 y 1928. Después de 1928
se suspendió la vigencia de una ley que habría permitido la nacionalización de todos los refugiados menores de
veintidós años, y en 1936 el Gobierno canceló todas las nacionalizaciones (véase SIMPSON, op. cit., p. 41).
21
Veinticinco años después de que el régimen soviético repudiara a un millón y medio de rusos se consideraba que
seguían siendo apátridas de 350.000 a 450.000, lo que constituye un tremendo porcentaje si se tiene en cuenta que había
quedado atrás toda una generación tras la huida inicial, que una considerable proporción se había dirigido a ultramar y
que otra gran parte había adquirido la nacionalidad en diferentes países a través del matrimonio (véase SIMPSON, op.
cit., p. 559; EUGENE M. KULISCHER, The Displacement of Population in Europe, Montreal, 1943; WINIFRED N.
HADSEL, «Can Europe’s Refugees Find New Home?», en Foreign Policy Reports, agosto de 1943, vol. X, nº 10).
Es cierto que los Estados Unidos colocaron a los apátridas en pie de igualdad completa con los demás extranjeros, pero
esto sólo fue posible porque éste, el país de inmigración par excellence, había considerado siempre a los recien llegados
como posibles ciudadanos propios, sin tener en cuenta sus antiguas lealtades nacionales.
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Entre ellas hallamos al más antiguo grupo de apátridas, los Heimatlosen, originados por los
tratados de paz de 1919, la disolución de Austria-Hungría y el establecimiento de los Estados
bálticos. A veces no pudo ser determinado su verdadero origen, especialmente si al final de la
guerra no residían en su ciudad natal22. En otras ocasiones, su lugar de origen había cambiado de
mano tantas veces en las turbulencias que la nacionalidad de sus habitantes cambiaba de año en año
(como en Vilna, a la que un funcionario francés calificó una vez de la capitale des apatrides); más
a menudo de lo que cabría suponer, las gentes se refugiaban en el Estado de apátrida para
permanecer en donde se hallaban y evitar ser deportados a una «patria» en la que resultarían
extraños (como en el caso de muchos judíos polacos y rumanos en Francia y Alemania,
afortunadamente ayudados por la actitud antisemita de sus respectivos consulados),
Carente de importancia en sí mismo, aparentemente tan sólo una rareza legal, el apatride recibió
una atención y una consideración tardías cuando se le unieron en su status legal los refugiados de la
postguerra que se habían visto obligados a salir de sus países por revoluciones y que fueron
inmediatamente desnacionalizados por los victoriosos Gobiernos de sus respectivas patrias. A este
grupo pertenecen, en orden cronológico, millones de rusos, centenares de miles de armenios, miles
de húngaros, centenares de millares de alemanes y más de medio millón de españoles, por enumerar
sólo a las más importantes categorías. El comportamiento de estos Gobiernos puede parecer hoy
como la consecuencia natural de una guerra civil; pero en la época, la desnacionalización en masa
era algo enteramente nuevo e imprevisto. Presuponía una estructura estatal que, si todavía no era
completamente totalitaria, al menos no toleraba oposición alguna y prefería perder a sus ciudadanos
que albergar a personas con diferentes puntos de vista. Revelaba además lo que había estado oculto,
a través de la Historia, de la soberanía nacional, el que las soberanías de los países vecinos
chocarían en conflicto mortal no sólo en la guerra, sino en la paz. Ahora resultaba claro que la
soberanía nacional completa sólo era posible mientras que existiera la comunidad de naciones
europeas; porque eran este-espíritu de solidaridad no organizada y ese acuerdo los que impedían a
cualquier Gobierno el ejercicio de su completo poder soberano. Teóricamente, en la esfera de la ley
internacional había sido siempre cierto que la soberanía en ningún lugar resultaba más absoluta
como en cuestiones de «emigración, nacionalización, nacionalidad y expulsión»23; el hecho, sin
embargo, es que la consideración práctica y el tácito reconocimiento de los intereses comunes
restringieron la soberanía nacional hasta el auge de los regímenes totalitarios. Casi se siente la
tentación de medir el grado de infección totalitaria por la medida en la que los Gobiernos
implicados utilizan su derecho de soberanía para la desnacionalización (y sería muy interesante
descubrir que la Italia de Mussolini se mostraba más que remisa a tratar a sus refugiados de esta
manera)24. Pero debe tenerse en cuenta al mismo tiempo que apenas hubo un solo país en el
continente, entre las dos guerras mundiales, que no promulgara una nueva legislación, que, aunque
no ejercitara este derecho extensamente, estaba expresada para desembarazarse de un gran número
de sus habitantes en cualquier momento oportuno25.
22
El American Friends Service Bulletin (General Relief Bulletin, marzo de 1943) publicó el inquietante informe de uno
de sus agentes en España, quien se habla enfrentado con el problema de «un hombre nacido en Berlín, Alemania, pero
aue es de origen polaco porque polacos eran sus padres y que es por eso... apátrida; sin embargo, reivindica la
nacionalidad ucraniana y ha sido reclamado por el Gobierno ruso para su repatriación y alistamento en el Ejército
Rojo».
23
LAWRENCE PREUSS, «La Dénationalisation imposée pour des motifs politiques», en Revue Internationale
Française du Droit des Gens, 1937, vol. IV, múms. 1, 2 y 5.
24
Una ley italiana de 1926 contra las «emigraciones abusivas» parecía preludiar medidas de desnacionalización contra
los refugiados antifascistas; pero a partir de 1929 quedó abandonada la política de desnacionalización y se crearon
organizaciones fascistas en el exterior. De los 40.000 miembros de la Unione Populare Italiana en Francia, por lo menos
10.000 eran auténticos refugiados antifascistas, pero sólo 3.000 carecían de pasaporte (véase SIIMPSON, op. cit., pp.
122 y ss.).
25
La primera ley de este tipo fue una medida adoptada por Francia durante la guerra en 1915, que se aplicaba sólo a los
ciudadanos nacionalizados de origen enemigo que habían conservado su nacionalidad originada; Portugal fue mucho
más allá en un decreto de 1916 que desnacionalizó automáticamente a todas las personas nacidas de padre alemán.
Bélgica promulgó en 1922 una ley que cancelaba la nacionalización de personas que habían cometido actos
antinacionales durante la guerra y la reafirmó por un nuevo decreto de 1934 que en la forma característicamente vaga de
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Ninguna paradoja de la política contemporánea se halla penetrada de tan punzante ironía como la
discrepancia entre los esfuerzos de idealistas bien intencionados que insistieron tenazmente en
considerar como «inalienables» aquellos derechos humanos que eran disfrutados solamente por los
ciudadanos de los países más prósperos y civilizados y la situación de quienes carecían de tales
derechos. Su situación empeoró intensamente, hasta que el campo de internamiento —que antes de
la segunda guerra mundial era la excepción más que la norma para los apátridas— se convirtió en la
solución rutinaria para el problema del predominio de las «personas desplazadas».
Se deterioró incluso la terminología aplicada a los apátridas. El término «apátrida» reconocía al
menos el hecho de que estas personas habían perdido la protección de sus Gobiernos y requería
acuerdos internacionales para la salvaguardia de su status legal. El término de postguerra «personas
desplazadas» fue inventado durante la contienda con el expreso propósito de liquidar de una vez
para siempre el estado de apátrida, ignorando su existencia. El no reconocimiento del estado de
apátrida significa siempre la repatriación, es decir, la deportación a un país de origen que, o bien se
niega a reconocer como ciudadano al repatriado en potencia, o, por el contrario, desea que vuelva
urgentemente para castigarle. Como los países no totalitarios, a pesar de sus malas intenciones,
inspiradas por el clima bélico, rehuyeron generalmente las repatriaciones en masa, el número de
apátridas —doce años después del final de la guerra— es mayor que nunca. La decisión de los
políticos de resolver el problema del estado de apátrida ignorándolo queda aún más de relieve por la
ausencia de cualquier estadística fidedigna sobre el terna. Sin embargo, se sabe esto: mientras hay
un millón de apátridas «reconocidos», existen más de diez millones de los llamados apátridas de
facto. Y mientras que el problema relativamente innocuo de los apátridas de jure surge a veces a la
luz con ocasión de las conferencias internacionales, el meollo del estado de apátrida, que es idéntico
a la cuestión de los refugiados, simplemente no se menciona. Peor aún, el número de apátridas
potenciales se halla en aumento constante. Antes de la última guerra sólo las dictaduras totalitarias o
semitotalitarias recurrían al arma de la desnacionalización con respecto a aquellos que eran
ciudadanos por su nacimiento; ahora hemos alcanzado el punto en que incluso las democracias
libres, como, por ejemplo, los Estados Unidos, han llegado seriamente a considerar la privación de
nacionalidad a americanos por su nacimiento que sean comunistas. El aspecto siniestro de estas
medidas estriba en que están siendo consideradas con toda inocencia. Sin embargo, basta sólo
recordar el extremo cuidado de los nazis, que insistieron en que todos los judíos de nacionalidad
alemana «deberían ser privados de su ciudadanía, bien antes, o bien en el día de su deportación»25a
(para los judíos alemanes no se necesitaba tal decreto porque en el III Reich existía una ley según la
cual todos los judíos que habían abandonado el territorio —incluyendo desde luego los deportados a
un campo polaco— perdían automáticamente su ciudadanía) para comprender las verdaderas
implicaciones del estado de apátrida.
El primer gran golpe asestado a las Naciones-Estados con la llegada de centenares de miles de
apátridas fue que el derecho de asilo, único derecho que había llegado a figurar como símbolo de
los Derechos del Hombre en la esfera de las relaciones internacionales, comenzó a ser abolido. Su
larga y sagrada historia se remonta a los auténticos comienzos de la vida política regulada. Desde
la época hablaba de las personas manquant gravement à leurs devoirs de citoyen belge. En Italia, a partir de 1926,
pudieron ser desnacionalizadas todas las personas que no fuesen «dignas de la ciudadanía italiana» o que constituyeran
una amenaza para el orden público. Egipto y Turquía, en 1926 y 1928, respectivamente, promulgaron leyes según las
cuales podían ser desnacionalizados aquellos que representaran una amenaza para el orden social. Francia amenazó con
la desnacionalización a aquellos de sus nuevos ciudadanos que cometieran actos contrarios a los intereses de Francia
(1927). Austria, en 1933, podía privar de la nacio nalidad austríaca a cualquiera de sus ciudadanos que sirviera o
participara en el exterior en una acción hostil a Austria. Finalmente, Alemania, en 1933, siguió muy de cerca los
diferentes decretos rusos formulados a partir de 1921, declarando que todas las personas «residentes en el exterior»
podían ser privadas a voluntad de la nacionalidad alemana.
25a
La cita procede de una orden del Hauptsturmführer Dannecker, fechada el 10 de marzo de 1943 y referente a la
«deportación de 5.000 judíos de Francia, cuota de 1942». El documento (fotocopia en el Centre de Documentation
juive, en París) forma parte de los «Documentos de Nuremberg», n.° RF 1.216. Se adoptaron disposiciones idénticas
con los judíos búlgaros. Véase ibídem el relevante memorándum de L. R. Wagner, con fecha 3 de abril de 1943,
Documento NG 4.180.
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los tiempos antiguos había protegido tanto al refugiado como a la tierra de refugio de situaciones en
las que las personas se veían forzadas a quedar al margen de la ley a través de circunstancias que
escapaban a su control. Era el único vestigio moderno del principio medieval según el cual quid est
in territorio est de territorio, porque en todos los demás casos los Estados modernos tendían a
proteger a sus ciudadanos más allá de sus propias fronteras y a garantizarles, por medio de tratados
recíprocos, el que siguieran sometidos a las leyes de su país. Pero aunque el derecho de asilo
continuó funcionando en un mundo organizado de Naciones-Estados y, en casos individuales,
sobrevivió incluso a las guerras mundiales, era considerado un anacronismo, en conflicto con los
derechos internacionales del Estado. Por eso no puede hallarse en la ley escrita, en ninguna
constitución o en acuerdo internacional alguno, y el pacto de la Sociedad de Naciones ni siquiera
llegó a mencionarlo26. Comparte, en este aspecto, el destino de los derechos del hombre, que
tampoco llegaron nunca a ser ley, sino que conocieron una existencia en cierto modo oscura como
apelación en casos individuales y excepcionales, para los que no proveían las instituciones legales
normales27.
El segundo gran choque que sufrió el mundo europeo por obra de la llegada de los refugiados28
fue la comprensión de que era imposible desembarazarse de ellos o transformarles en nacionales del
país en el que se habían refugiado. Desde el comienzo, todo el mundo estuvo de acuerdo en que
sólo existían dos maneras de resolver el problema: repatriación o nacionalización29. Cuando el
ejemplo de las primeras oleadas rusas y armenias demostró que ningún sistema daba resultados
tangibles, los países de refugio simplemente se negaron a reconocer el estado de apátridas a los
últimos en llegar, haciendo por eso aún más intolerable la situación de los refugiados30. Desde el
punto de vista de los Gobiernos implicados era bastante comprensible que siguieran recordando a la
Sociedad de Naciones «que [su] obra de refugiados tenía que ser liquidada con la más intensa
rapidez»31. Tenían muchas razones para temer que aquellos que habían sido expulsados de la
26
S. LAWFORD CHILDS (op. cit.) deplora el hecho de que el Pacto de la Sociedad no contuviera «una carta para los
refugiados políticos ni un alivio para los exilados». El intento más reciente de las Naciones Unidas por conseguir, al
menos para un pequeño grupo de apátridas —los llamados apátridas de jure—, una mejora en su status legal no ha sido
más que un simple gesto; principalmente, el de reunir a los representantes de por lo menos veinte países, pero con la
explícita garantía de que la participación en semejante conferencia no entrañaría obligación alguna. Incluso bajo estas
circunstancias sigue siendo extremadamente dudoso el que esta conferencia pueda celebrarse algún día. Véase la
información correspondiente en The New York Times, 17 de octubre de 1954, p. 9.
27
Los únicos guardianes del derecho de asilo eran las pocas sociedades cuyo objetivo especial era la protección de los
derechos humanos. La más importante de ellas, La Ligue des Droits de l’Homme, de patrocinio francés, con secciones
en todos los países democráticos de Europa, se comportaba como si la cuestión estribara simplemente en la salvación de
individuos perseguidos por sus convicciones y actividades políticas. Esta presunción, obtusa ya en el caso de los
millones de refugiados rusos, se tornó simplemente absurda con relación a judíos y armenios. La Sociedad de Naciones
no estaba preparada ni ideológica ni administrativamente para enfrentarse con los nuevos problemas. Como no deseaba
atender a la nueva situación, se enfangó en funciones que eran mucho mejor realizadas por cualesquiera de las muchas
organizaciones benéficas que habían constituido los mismos refugiados con la ayuda de sus compatriotas. Cuando los
Derechos del Hombre se convirtieron en objetivo de una organización benéfica especialmeDte ineficaz, el concepto de
los derechos humanos se desacreditó naturalmente un poco más.
28
Los muchos y variados esfuerzos de la profesión legal por simplificar el pro blema estableciendo una diferencia entre
la persona apátrida y el refugiado —como el de afirmar «que el status de la persona apátrida se halla caracterizado por
el hecho de no poseer nacionalidad, mientras que el de un refugiado está determinado por la pérdida de la protección
diplomática» (SIMPSON, op. cit., p. 232)— se vieron siempre derrotados por el hecho de que, «para todos los fines
prácticos, todos los refugiados son apátridas» (SIMPSON, op. cit., p. 4).
29
La formulación más irónica de esta opinión general fue realizada por R. YEWDALL JERMINGS, «Some
International Aspects of the Refugee Question», en British Yearbook of International Law, 1939: «El status de un
refugiado no es, desde luego, permanente. El objetivo es que se desembarace por sí mismo de ese status tan pronto
como le sea posible, bien por la repatriación, bien por la nacio nalización en el país de refugio.»
30
Sólo los rusos, que en todos los aspectos fueron la aristocracia de los apá tridas, y los armenios, que fueron
asimilados al status ruso, fueron reconocidos oficialmente como «apátridas», colocados bajo la protección de la Oficina
Nansen de la Sociedad de Naciones y recibieron documentación para poder viajar.
31
CHILDS; op. cit. La razón de este desesperado intento de urgencia fue el temor de todos los Gobiernos de que incluso
el más pequeño gesto positivo «pudiera animar a los países a desembarazarse de las personas que no deseaban y de que
pudieran emigrar muchos que de otra manera permanecerían en sus países incluso bajo graves incapacidades» (LOUISE
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antigua trinidad del Estado-pueblo-territorio, que todavía formaba la base de la organización
europea y de la civilización política, fueran sólo el comienzo de un creciente movimiento, las
primeras go tas de un pantano cada vez más grande. Era obvio, y así se reconoció en la Conferencia
de Evian de 1938, que todos los judíos alemanes y austríacos resultaban apátridas en potencia; y era
también natural que los países con minorías se sintieran animados por el ejemplo alemán a tratar de
emplear los mismos métodos para desembarazarse de algunas de sus poblaciones minoritarias32.
Entre las minorías, judíos y armenios eran quienes corrían los mayores riesgos y pronto revelaron
constituir la más alta proporción entre los apátridas; pero demostraron también que los tratados de
mina rías no ofrecían necesariamente una protección, sino que podían servir también como un
instrumento para singularizar a ciertos grupos con objeto de expulsarlos eventualmente.
Casi tan aterrador como estos nuevos peligros surgidos de los antiguos focos de perturbación de
Europa fue el género de conducta de todas las naciones europeas en sus luchas «ideológicas». No
sólo las personas expulsadas del país y de la nacionalidad, sino más y más personas de todos los
países, incluyendo las democracias occidentales, se presentaban ahora voluntarias para luchar en
guerras civiles en otros lugares (lo que hasta entonces sólo habían hecho algunos idealistas y
aventureros), incluso cuando ello significaba la separación de sus comunidades nacionales. Esta fue
la lección de la guerra civil española y una de las razones por las que los Gobiernos se sintieron tan
aterrados ante las Brigadas Internacionales. El problema no hubiera sido tan malo si ello hubiera
significado que los hombres ya no se aferraban tan estrechamente a su nacionalidad y estaban
eventualmente dispuestos a ser asimilados a otra comunidad nacional. Pero éste no era el caso. Los
apátridas habían demostrado ya poseer una fuerte tenacidad en la conservación de su nacionalidad;
en cualquier sentido, los refugiados representaban minorías extranjeras separadas que
frecuentemente no se preocupaban de ser nacionalizadas y que nunca se unían, como habían hecho
temporalmente las minorías, para la defensa de sus intereses comunes33. Las Brigadas
W. HOLBORN, «The Legal Status of Political Refugees, 1920-38», en American Journal of International Law, 1938).
Véase también GEORGES MAUCO (en Esprit, 7.° año, n.° 82, julio de 1939, p. 590): «Una asimilación de los
refugiados alemanes al status de los demás refugiados de los que se ocupaba la Oficina Nansen habría sido
naturalmente la solución más sencilla y mejor para los mismos refugiados alemanes. Pero el Gobierno no deseaba
extender los privilegios ya otorgados a una nueva categoría de refugiados que, además, amenazaban con aumentar en
número indefinidamente.»
32
A los 600.000 judíos de Alemania y Austria que eran apátridas potenciales en 1938 es necesario añadir los judíos de
Rumania (el presidente de la Comisión Federal Rumana para las Minorías, profesor Dragomir, acababa de anunciar al
mundo la próxima revisión de la nacionalidad de todos los judíos rumanos) y de Polonia (cuyo ministro de Asuntos
Exteriores, Beck, había declarado oficialmente que a Polonia le sobraba un millón de judíos). Véase SIMPSON, op. cit.,
p. 235.
33
Es difícil decidir qué fue primero, si la resistencia de las Naciones-Estados a nacionalizar refugiados (la práctica de la
nacionalización se había tornado crecientemente restringida, y la práctica de la desnacionalización, cada vez más
corriente con la llegada de los refugiados) o la resistencia de los refugiados a aceptar otra nacionalidad. En países con
poblaciones minoritarias, como Polonia, los refugiados (rusos y ucranianos) presentaban una clara tendencia a
asimilarse a las minorías sin solicitar, sin embargo, la nacionalidad polaca (véase SIMPSON, op. cit., p. 364).
Resulta completamente característico el comportamiento de los refugiados rusos. El pasaporte Nansen describía a su
portador como personne d’origine russe, porque «nadie se hubiera atrevido a decir al émigré ruso que carecía de
nacionalidad o que su nacionalidad era dudosa» (véase «Le Statut International des Apatrides», de MARC VICHNIAC,
en Recueil des Cours de l’Académie de Droit International, volumen XXXIII, 1933). Un intento para proporcionar la
misma tarjeta de identidad a todos los apátridas fue ásperamente rechazado por los poseedores de pasaportes Nansen,
que afirmaban que su pasaporte era «un signo de reconocimiento legal de su status peculiar» (véase JERMINGS, op.
cit.). Antes del estallido de la guerra, incluso los refugiados procedentes de Alemania distaban de ansiar fundirse con la
masa de los apátridas y preferían la descripción de refugié provenant d’Allemagne con su vestigio de nacionalidad.
Más convincentes que las quejas de los países europeos acerca de las dificultades que presentaba la asimilación de
refugiados son las declaraciones de políticos de ultramar, que coinciden con los primeros en señalar que «de todos los
inmigrantes europeos los menos fáciles de asimilar son los europeos del Sur, del Este y del Centro» (véase «Canada and
the Doctrine of Peaceful Changes», editado por H. F. ANGUS, en International Studies Conference: Demographic
Questions: Peaceful Changes, 1937, pp. 75 y 76). Es difícil decidir qué fue primero, si la resistencia de las NacionesEstados a nacionalizar refugiados (la práctica de la nacionalización se había tornado crecientemente restringida, y la
práctica de la desnacionalización, cada vez más corriente con la llegada de los refugiados) o la resistencia de los
refugiados a aceptar otra nacionalidad. En países con poblaciones minoritarias, como Polonia, los refugiados (rusos y
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Internacionales estaban organizadas en batallones nacionales, en los que los alemanes sentían que
luchaban contra Hitler y los italianos contra Mussolini, de la misma manera que unos años más
tarde, en la Resistencia, los refugiados españoles sentían que luchaban contra Franco cuando
ayudaban a los franceses contra Vichy. Lo que los Gobiernos europeos temían tanto en este proceso
era que ya no podía decirse de los nuevos apátridas que eran de nacionalidad dudosa o equívoca (de
nationalité indéterminée). Aunque habían renunciado a su ciudadanía, no tenían relación con, o
lealtad hacia, su país de origen ni identificaban su nacionalidad con un Gobierno visible y
totalmente reconocido, conservaban una fuerte adhesión a su nacionalidad. Los grupos nacionales y
las minorías, escindidos, sin profundas raíces en su territorio y sin lealtad hacia el Estado o en
relación con éste, dejaron de ser exclusivamente característicos del Este. Estaban ya infiltrados,
como refugiados y apátridas, en las antiguas Naciones-Estados de Occidente.
El verdadero mal comenzó tan pronto como se probaron los dos remedios reconocidos, la
repatriación y la nacionalización. Las medidas de repatriación fracasaron, naturalmente, ya que no
existía país alguno al que pudieran ser deportadas estas personas. Fallaron no por consideración a
los apátridas (como puede parecer hoy cuando la Rusia soviética reclama a sus antiguos ciudadanos
y los países democráticos tienen que protegerles contra una repatriación que no desean), ni por obra
de los sentimientos humanitarios de los países que inundaban los refugiados, sino porque ni el país
de origen ni ningún otro aceptaban al apátrida. Parecía que la misma indeportabilidad del apátrida
debería haber impedido a un Gobierno el expulsarle; pero como el hombre sin Estado era «una
anomalía para la que no existe espacio apropiado en el marco de la ley general»34 —un fuera de ley
por definición—, se hallaba completamente a merced de la policía, que no se preocupaba demasiado
de tener que cometer unos pocos actos ilegales con tal de disminuir la carga de indésirables del
país35. En otras palabras, el Estado, insistiendo en su derecho soberano a la expulsión, se vio
forzado, por la naturaleza ilegal del apátrida, a la realización de actos reconocidamente ilegales36.
Introdujo subrepticiamente en los países vecinos a los apátridas expulsados con el resultado de que
tales países respondieron de la misma manera. La solución ideal de la repatriación, la devolución
ucranianos) presentaban una clara tendencia a asimilarse a las minorías sin solicitar, sin embargo, la nacionalidad
polaca (véase SIMPSON, op. cit., p. 364).
Resulta completamente característico el comportamiento de los refugiados rusos. El pasaporte Nansen describía a su
portador como personne d’origine russe, porque «nadie se hubiera atrevido a decir al émigré ruso que carecía de
nacionalidad o que su nacionalidad era dudosa» (véase «Le Statut International des Apatrides», de MARC VICHNIAC,
en Recueil des Cours de l’Académie de Droit International, volumen XXXIII, 1933). Un intento para proporcionar la
misma tarjeta de identidad a todos los apátridas fue ásperamente rechazado por los poseedores de pasaportes Nansen,
que afirmaban que su pasaporte era «un signo de reconocimiento legal de su status peculiar» (véase JERMINGS, op.
cit.). Antes del estallido de la guerra, incluso los refugiados procedentes de Alemania distaban de ansiar fundirse con la
masa de los apátridas y preferían la descripción de refugié provenant d’Allemagne con su vestigio de nacionalidad.
Más convincentes que las quejas de los países europeos acerca de las dificultades que presentaba la asimilación de
refugiados son las declaraciones de políticos de ultramar, que coinciden con los primeros en señalar que «de todos los
inmigrantes europeos los menos fáciles de asimilar son los europeos del Sur, del Este y del Centro» (véase «Canada and
the Doctrine of Peaceful Changes», editado por H. F. ANGUS, en International Studies Conference: Demographic
Questions: Peaceful Changes, 1937, pp. 75 y 76).
34
JERMINGS, op. cit.
35
Una carta circular de las autoridades holandesas (7 de mayo de 1938) consideraba expresamente a cada refugiado
como un «extranjero indeseable» y definía a un refugiado como «un extranjero que abandonó su país bajo la presión de
las circunstancias». Véase «L’Émigration, problème révolutionnaire», en Esprit, 7.° año, número 82, julio de 1939, p.
602.
36
LAWRENCE PREUSS, op. cit., describe así la difusión de la ilegalidad: «El acto inicial ilegal del Gobierno
desnacionalizador coloca al país expulsor en la posición de violador de la ley internacional, porque sus autoridades
violan la ley apátrida. A su vez, este último país, no puede desembarazarse de él... excepto violando... la ley de un tercer
país... (El mismo apátrida se encuentra ante la siguiente alternativa): o viola la ley del país en el que reside..., o viola la
ley del país al que es arrojado.»
Sir JOHN FISCHER WILLIAMS («Denationalisation», en British Year Book of International Law, VII, 1927)
deduce de esta situación que la desnacionalización es contraria a la ley internacional; pero en la Conférence pour la
Codification du Droit International, celebrada en La Haya en 1930, únicamente el Gobierno finlandés sostuvo que la
«pérdida de la nacionalidad... nunca debería constituir un castigo... ni ser decretada para desembarazarse de una persona
indeseable mediante la expulsión».
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subrepticia del refugiado a su país de origen, tuvo sólo éxito en muy pocos destacados casos, en
parte porque una policía no totalitaria siempre se sentía frenada por unas cuantas consideraciones
éticas rudimentarias, en parte porque tan posible era introducir subrepticiamente al apátrida en su
país natal como en cualquier otro, y, en fin, aunque no fuera la causa menos importante, porque
todo este tráfico sólo era posible con los países vecinos. Las consecuencias de estas introducciones
subrepticias fueron pequeñas guerras entre las policías fronterizas que no contribuyeron
precisamente a las buenas relaciones internacionales y una acumulación de penas de cárcel para los
apátridas que, con la ayuda de la policía de un país, habían pasado «ilegalmente» al territorio de
otro.
Cada intento de las conferencias internacionales para establecer algún estatuto legal para los
apátridas fracasó porque ningún acuerdo podía sustituir al territorio al que un extranjero, dentro del
marco de la ley existente, debía ser deportado. Todas las discusiones acerca del problema de los
refugiados giraron en torno de una sola cuestión. ¿Cómo puede ser otra vez deportado el refugiado?
No fueron necesarios la segunda guerra mundial y los campos de personas desplazadas para mostrar
que el único sustitutivo práctico de una patria inexistente era un campo de internamiento. Desde
luego, en fecha tan temprana como la década de los años 30 éste era el único «país» que el mundo
podía ofrecer al apátrida37.
Por otra parte, la nacionalización también demostró ser un fracaso. Todo el sistema de
nacionalización de los países europeos se vino abajo cuando tuvo que enfrentarse con los apátridas.
Y ello por la misma razón por la que había sido abandonado el derecho de asilo. Esencialmente, la
nacionalización era un apéndice a la legislación de la Nación-Estado que sólo tenía en cuenta a los
«nacionales», a las personas nacidas en su territorio y ciudadanos por derecho de nacimiento. La
nacionalización resultaba necesaria en casos excepcionales para individuos aislados cuyas
circunstancias podían haberles impulsado a un territorio extranjero: Todo el proceso se quebró
cuando hubo que atender a masivas peticiones de nacionalización38: incluso desde el punto de vista
puramente administrativo, ninguna Administración civil europea podría haber abordado el
problema. En lugar de nacionalizar al menos a una pequeña proporción de los recién llegados, los
países comenzaron a cancelar sus anteriores nacionalizaciones, en parte por obra del pánico general
y en parte porque la aparición de grandes masas de recién llegados alteró realmente la siempre
precaria posición de los ciudadanos nacionalizados del mismo origen39. La cancelación de la
nacionalización o la introducción de nuevas leyes que obviamente abrieron el camino para las
desnacionalizaciones masivas40 acabaron con la escasa confianza que los refugiados pudieran haber
37
CHILDS, op. cit., tras haber llegado a la triste conclusión de que «la verdadera dificultad de la recepción de un
refugiado es que, si resulta mal..., no hay manera de desembarazarse de él» propuso «centros de transición» a los que
podrían ser incluso devueltos desde el exterior los refugiados, lugares que, en otras palabras, sustituyeran a la patria
para los fines de la deportación.
38
Fueron claramente excepcionales dos ejemplos de nacionalización en masa en el Oriente Próximo: uno se refirió a los
refugiados griegos procedentes de Turquía, a quienes el Gobierno griego nacionalizó en bloque en 1922 porque se
trataba de la repatriación de una minoría griega y no de ciudadanos extranjeros; la otra nacionalización benefició a los
refugiados armenios de Turquía en Siria, Líbano y otros países anteriormente colocados bajo la soberanía turca, es
decir, a una población con la que el Oriente Próximo había compartido la nacionalidad hasta hacía unos pocos años.
39
Donde una oleada de refugiados hallaba miembros de su propia nacionalidad ya instalados en el país al que
inmigraban —como fue el caso de los armenios y de los italianos en Francia, por ejemplo, y el de los judíos en todas
partes— se operaba un cierto retroceso en la asimilación de aquellos que habían estado allí más tiempo. Porque sólo
podía movilizarse su ayuda y solidaridad apelando a la nacionalidad originaria común también a los recién llegados. El
hecho resultó de un interés inmediato para los países que, inundados por refugiados, no podían o no querían pro
porcionarles una ayuda directa o el derecho a trabajar. En todos estos casos, los sentimientos nacionales del grupo más
antiguo resultaron ser «uno de los factores principales en el éxito del establecimiento de los refugiados» (SIMPSON,
op. cit., pp. 45-46), pero, recurriendo a la conciencia y a la solidaridad nacionales, los países de recepción aumentaron
naturalmente el número de extranjeros no asimilados. Por tomar un ejemplo particularmente interesante, cabe señalar
que 10.000 refugiados italianos fueron suficientes para posponer indefinidamente la asimilación de casi un millón de
inmigrantes italianos en Francia.
40
El Gobierno francés, imitado por otros países occidentales, introdujo durante la década de los años 30 un creciente
número de restricciones a los ciudadanos nacionalizados: quedaban eliminados de ciertas profesiones hasta diez años
después de su nacionalización, carecían de derechos políticos, etc.
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tenido en la posibilidad de acomodarse a una nueva vida normal; si la asimilación a un nuevo país
pareció antes un poco sucia o desleal, ahora era simplemente ridícula. La diferencia entre un
ciudadano nacionalizado y un residente apátrida no era lo suficientemente grande como para
justificar el tomarse molestia alguna, porque el primero se hallaba frecuentemente privado de
importantes derechos civiles y amenazado en cualquier momento con el destino del segundo. Las
personas nacionalizadas fueron frecuentemente asimiladas al status de los extranjeros corrientes, y
como el nacionalizado había perdido ya su anterior ciudadanía, estas medidas amenazaban
simplemente con el estado de apátrida a otro grupo considerable.
Fue casi patético ver cuán desesperados se hallaban los Gobiernos europeos, a pesar de su
conciencia del peligro del estado de apátrida para sus instituciones legales y políticas y a pesar de
todos sus esfuerzos para resistir a la marea. Ya no eran necesarios acontecimientos explosivos. Una
vez que cierto número de apátridas eran admitidos en un país por lo demás normal, el estado de
apátrida se extendía como una enfermedad contagiosa. No sólo estaban los ciudadanos
nacionalizados en peligro de volver al estado de apátrida, sino que se habían deteriorado
notablemente las condiciones de vida de todos los extranjeros. En la década de los 30 se tornó cada
vez más difícil distinguir claramente entre refugiados apátridas y residentes extranjeros normales.
Una vez que el Gobierno trataba de usar de su derecho y repatriar a un residente extranjero contra
su voluntad, éste haría todo cuanto le fuera posible para hallar refugio en el estado de apátrida.
Durante la primera guerra mundial los extranjeros enemigos descubrieron ya las grandes ventajas
del estado de apátrida. Pero lo que entonces fue astucia de individuos que encontraban un resquicio
en la ley, se había convertido ahora en reacción instintiva de las masas. Francia, la más importante
zona europea de recepción de inmigrantes41 porque había regulado el caótico mercado de trabajo
recurriendo a obreros extranjeros en tiempos de necesidad y deportándoles en tiempo de desempleo
y de crisis, enseñó a sus extranjeros una lección acerca del estado de apátrida que ellos no olvidaron
fácilmente. Después de 1935, el año de las repatriaciones en masa decretadas por el Gobierno de
Laval y de las que sólo se salvaron los apátridas, los llamados «inmigrantes económicos» y otros
grupos de anterior procedencia —balcánicos, italianos, polacos y españoles— se mezclaron con las
oleadas de refugiados en una maraña que nunca pudo ser desenredada.
Mucho peor que lo que el estado de apátrida hizo a las distinciones necesarias y tradicionales
entre nacionales y extranjeros y al derecho soberano de los Estados en cuestiones de nacionalidad y
de expulsión fue el daño sufrido por la estructura misma de las instituciones nacionales legales,
cuando un creciente número de residentes tuvo que vivir al margen de la jurisdicción de estas leyes
y sin ser protegido por ninguna otra. La persona apátrida, sin derecho a residencia y sin derecho al
trabajo, tenía, desde luego, que transgredir constantemente la ley. Podía sufrir una sentencia de
cárcel sin haber llegado siquiera a cometer un delito. Más aún, en su caso quedaba invertida toda la
jerarquía de valores que corresponde a los países civilizados. Como él era la anomalía para la que
no había nada previsto en la ley general, le resultaba mejor convertirse en una anomalía a la que
atendía la ley, es decir, a la del delincuente.
El mejor criterio por el que decidir si alguien se ha visto expulsado del recinto de la ley es
preguntarle si se beneficiará de la realización de un delito. Si un pequeño robo puede mejorar, al
menos temporalmente, su posición legal, se puede tener la seguridad de que ese individuo ha sido
privado de sus derechos humanos. Porque entonces un delito ofrece la mejor oportunidad de
recobrar algún tipo de igualdad humana, aunque sea como reconocida excepción a la norma. El
único factor importante es que esta excepción es proporcionada por la ley. Como delincuente,
incluso un apátrida no será peor tratado que otro delincuente, es decir, será tratado como cualquier
otro. Sólo como violador de la ley puede obtener la protección de ésta. Mientras que dure su
proceso y su sentencia estará a salvo de la norma policial arbitraria, contra la que no existen
abogados ni recursos. El mismo hombre que ayer se hallaba en la cárcel por obra de su simple
presencia en este mundo, que no tenía derecho alguno y que vivía bajo la amenaza de la
deportación, que podía ser enviado sin sentencia ni proceso a algún tipo de internamiento porque
41
SIMPSON, op. cit., p. 289.
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había tratado de trabajar y de ganarse la vida, podía convertirse en un ciudadano casi completo por
obra de un pequeño robo. Aunque no tenga un céntimo, puede contar ahora con un abogado,
quejarse de sus carceleros y ser atentamente escuchado. Ya no es la escoria de la Tierra, sino
suficientemente importante como para ser informado de todos los detalles de la ley conforme a la
cual será procesado. Se ha convertido en una persona respetable42.
Un medio mucho menos seguro y mucho más difícil para elevarse desde una posición de
anomalía no reconocida al status de excepción reconocida sería el de convertirse en un genio. De la
misma manera que la ley sólo conoce una diferencia entre los seres humanos, la diferencia entre el
no criminal normal y el criminal anómalo, así una sociedad conformista ha reconocido
exclusivamente una forma de individualismo determinado, el genio. La sociedad burguesa europea
quería que el genio permaneciese al margen de las leyes humanas, que fuera un género de monstruo
cuya principal función social fuese la de crear interés, y no importaba el que realmente estuviera
fuera de la ley. Además, la pérdida de la nacionalidad privaba a las personas no sólo de protección,
sino también de toda identidad claramente establecida y oficialmente reconocida, un hecho del cual
eran muy exacto símbolo los febriles esfuerzos por obtener al menos un certificado de nacimiento
del país que les desnacionalizó; uno de sus problemas quedaba resuelto cuando lograban el grado de
distinción que rescataba a un hombre de la amplia multitud innominada. Sólo la fama respondería
eventualmente a la repetida queja de los refugiados de todos los estratos sociales de que «aquí nadie
sabe quién soy yo»; y es cierto que las posibilidades de un refugiado famoso mejoran de la misma
manera que un perro con un nombre tiene más probabilidades de sobrevivir que un simple perro
callejero que es tan sólo un perro.43
La Nación-Estado, incapaz de proporcionar una ley a aquellos que habían perdido la protección
de un Gobierno nacional, transfirió todo el problema a la policía. Esta fue la primera vez que la
policía de Europa occidental recibió autoridad para actuar por su cuenta, para gobernar directamente
a las personas; en una esfera de la vida pública ya no era un instrumento para afirmar el
cumplimiento de la ley, sino que se convirtió en una autoridad dominadora, independiente del
Gobierno y de los Ministerios44. Su fuerza y su emancipación de la ley y del Gobierno crecieron en
proporción directa a la afluencia de refugiados. Cuanto mayor era la proporción de apátridas
efectivos y de apátridas en potencia con respecto a la población en general —en la Francia de la
preguerra había alcanzado un 10 por 100 del total—, mayor era el peligro de una transformación
gradual en un Estado policía.
No es necesario decir que los regímenes totalitarios, donde la policía se había elevado hasta la
cumbre del poder, se hallaban especialmente ansiosos de consolidar su poder a través de la
dominación de amplios grupos de personas que, al margen de cualquier delito cometido por algunos
individuos, se hallaran en cualquier caso fuera del redil de la ley. En la Alemania nazi las Leyes de
Nuremberg, con su distinción entre ciudadanos del Reich (ciudadanos completos) y nacionales
(ciudadanos de segunda clase sin derechos políticos), habían abierto el camino para una evolución
en la que, eventualmente, todos los nacionales de «sangre extranjera» podían perder su nacionalidad
42
En términos prácticos, cualquier sentencia que se le imponga tendrá pequeñas consecuencias en comparación con una
orden de expulsión, una cancelación del permiso de trabajo o una orden por la que se le envíe a un campo de
internamiento. Un nipo-americano de la Costa Occidental que se hallaba en la cárcel cuando el Ejército ordenó el
internamiento de todos los americanos de ascendencia japonesa no se habría visto forzado a liquidar sus propiedades a
tan bajo precio; hubiera permanecido allí donde estaba, protegido por un abogado que velara por sus intereses; y si tenía
la suerte de recibir una sentencia a largos años de cárcel, podría retornar justa y pacíficamente a su antiguo negocio o a
su profesión, aunque ésta fuese la de ladrón. Su sentencia de cárcel le garantizaba los derechos constitucionales, que
nada más —ni protestas de lealtad ni recursos— hubiera podido conferirle una vez que su nacionalidad se había tornado
dudosa.
43
El hecho de que el mismo principio de formación de una élite se operara con frecuencia en los campos de
concentración, donde la «aristocracia» estaba compuesta por una mayoría de delincuentes y unos pocos «genios», es
decir, actores y artistas, muestra cuán estrechamente relacionadas se hallan las posiciones sociales de estos grupos.
44
En Francia, por ejemplo, se sabía que una orden de expulsión emanada de la policía era mucho más grave que la que
había sido formulada «solamente» por el Ministerio del Interior, y que sólo en casos raros podía el ministro del Interior
cancelar una expulsión policíaca, mientras que el procedimiento opuesto era a menudo tan sólo una cuestión de
soborno. Constitucionalmente, la policía se halla bajo la autoridad del ministro del Interior.
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por decreto oficial; sólo el estallido de la guerra impidió que entrara en vigor la correspondiente
legislación, que había sido detalladamente preparada44a. Por otra parte, los crecientes grupos de
apátridas en los países no totalitarios se vieron conducidos a una forma de ilegalidad organizada por
la policía que determinó prácticamente una coordinación del mundo libre con la legislación de los
países totalitarios. El hecho de que en definitiva se organizaran campos de concentración para los
mismos grupos en todos los países, aunque existieran considerables diferencias en el trato a los
internados, fue tan característico como el que la selección de los grupos se confiara exclusivamente
a la iniciativa de los países totalitarios: si los nazis metían a una persona en un campo de concentración y ésta lograba escapar, digamos, a Holanda, los holandeses la metían en un campo de
internamiento. Así, mucho tiempo antes del estallido de la guerra, la policía de cierto número de
países occidentales, bajo el pretexto de la «seguridad nacional», había establecido por su propia
iniciativa íntimas relaciones con la Gestapo y la GPU, de forma tal que existía una independiente
política exterior de la policía. Esta política exterior dirigida por la policía funcionó al margen por
completo de los Gobiernos oficiales: las relaciones entre la Gestapo y la policía francesa nunca
fueron tan cordiales como en la época del Gobierno del Frente Popular de León Blum, que era
guiado por una política decididamente antialemana. En contra de los Gobiernos, las diferentes
organizaciones policíacas nunca se sintieron abrumadas por los «prejuicios» respecto de ningún
régimen totalitario; la información y las denuncias enviadas por los agentes de la GPU eran tan bien
recibidas como las de los agentes fascistas y de la Gestapo. Conocían el destacado papel del aparato
policíaco en todos los países totalitarios, conocían su elevado status social y su importancia política,
y jamás se molestaron en ocultar sus simpatías. El hecho de que eventualmente hallaran los nazis
tan escasa resistencia en la policía de los países que ocuparon y que fueran capaces de organizar el
terror como lo organizaron con la ayuda de estas fuerzas policíacas locales fue debido, al menos en
parte, a la poderosa posición que la policía había logrado a lo largo de los años en su irrefrenada y
arbitraria dominación de los apátridas y los refugiados.
Tanto en la historia de la «nación de minorías» como en la formación del pueblo apátrida, los
judíos desempeñaron un papel significativo. Se hallaban a la cabeza del llamado movimiento de
minorías por obra de su gran necesidad de protección (que sólo podía compararse con la necesidad
de los armenios) y de sus excelentes relaciones internacionales, pero, por encima de todo, porque no
formaban mayoría en ningún país y por eso podían ser considerados como la minorité par
excellence, es decir, la única minoría cuyos intereses sólo podían ser defendidos mediante una protección internacionalmente garantizada45.
Las necesidades especiales del pueblo judío eran el mejor pretexto posible para negar que los
Tratados fuesen un compromiso entre la forzosa tendencia de las nuevas naciones a asimilar a los
pueblos extranjeros y las nacionalidades que por razones de oportunidad no podían obtener el
44a
En febrero de 1938, el Ministerio del Interior del Reich y de Prusia presentó el «proyecto de una ley relativa a la
adquisición y pérdida de la nacionalidad alemana», que iba mucho más allá de la legislación de Nuremberg. Establecía
que todos los hijos de «judíos, judíos de sangre mixta o personas de otro género de sangre extranjera» (que en cualquier
caso jamás podrían llegar a ser ciudadanos del Reich) no tenían ya derecho a la nacionalidad «aunque su padre poseyera
por nacimiento la nacionalidad alemana». Que estas medidas ya no estaban simplemente relacionadas con la legislación
antijudía lo prueba una opinión expresada el 19 de julio de 1939 por el ministro de Justicia, quien sugirió que «los
términos judío y judío de sangre mixta deberían ser evitados en la ley si fuera posible, para ser sustituidos por ‘personas
de sangre extranjera’ o ‘personas de sangre no alemana o no germânica (nicht artverwandt)’». Una parte interesante en
la planificación de esta extraordinaria expansión de la población apátrida en la Alemania nazi concierne a los expósitos,
que son explícitamente considerados como apátridas hasta que «pueda realizarse una investigación de sus características
raciales». Aquí ha sido deliberadamente invertido el principio según el cual cada individuo nace con derechos
inalienables salvaguardados por su nacionalidad: cada individuo nace sin derechos, es decir, apátrida, hasta que
subsiguientemente se llegue a otras conclusiones.
El expediente original relativo a este proyecto legislativo, incluyendo las opiniones de todos los Ministerios y del
Alto Mando de la Wehrmacht, puede hallarse en los archivos del Yiddish Scientific Institute en Nueva York (G-75).
45
Sobre el papel de los judíos en la formulación de los Tratados de Minorías, véase MACARTNEY, op. cit., pp. 4, 213,
281 y passim; DAVID ERDSTEIN, Le Statut juridique des Minorités en Europe, París, 1932, pp. 11 y sigs.; OSCAR J.
JANOWSKY, op. cit.48
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derecho a la autodeterminación nacional.
Un incidente semejante hizo destacar a los judíos en la discusión del problema de los refugiados
y de los apátridas. Los primeros Heinzatlose o apatrides, tal como fueron creados por los primeros
Tratados de paz, eran en su mayoría judíos que procedían de los Estados sucesores y no podían o no
querían colocarse bajo la nueva protección de minorías en sus patrias. Pero no constituyeron una
considerable proporción de apátridas hasta que Alemania obligó a la judería alemana a la
emigración y a pasar al estado de apátrida. Mas en los años que siguieron a la activa persecución
hitleriana de los judíos alemanes, todos los países con minorías comenzaron a pensar en expatriar a
éstas, y era natural que empezaran con la minorité par excellence, la única nacionalidad que
realmente no tenía más protección que un sistema de minorías, convertido para entonces en una
completa burla.
La noción de que el estado de apátrida es primariamente un problema judío46 fue un pretexto
utilizado por todos los Gobiernos que trataron de acabar con el problema ignorándolo. Ninguno de
los políticos fue consciente de que la solución hitleriana del problema judío, reduciendo primero a
los judíos alemanes a la categoría de una minoría no reconocida en Alemania, empujándoles como
apátridas al otro lado de la frontera y, finalmente, recogiéndoles en todas partes para enviarles a los
campos de exterminio, era para el resto del mundo una demostración elocuente de la forma de
«liquidar» realmente todos los problemas relativos a las minorías y los apátridas. Después de la
guerra resultó que la cuestión judía, que había sido considerada la única insoluble, estaba, desde
luego, resuelta —principalmente gracias a un territorio primero colonizado y luego conquistado—,
pero esto no resolvió el problema de las minorías y de los apátridas. Al contrario, como
virtualmente todos los demás acontecimientos de nuestro siglo, la solución de la cuestión judía
produjo simplemente una nueva categoría de refugiados, los árabes, aumentando por ello el número
de apátridas y fuera de la ley con otras 700.000 u 800.000 personas. Y lo que sucedió en Palestina
dentro de un pequeño territorio y en términos de centenares de miles de personas, se repitió después
en la India a escala aún mayor, implicando a muchos millones. Desde los Tratados de Paz de 1919 y
1920 los refugiados y los apátridas se han adherido como un anatema a los Estados de reciente
creación creados a la imagen de la Nación-Estado.
Para estos nuevos Estados el anatema aporta los gérmenes de una enfermedad mortal. Porque la
Nación-Estado no puede existir una vez que ha quedado roto su principio de igualdad ante la ley.
Sin esta igualdad legal que originalmente estaba concebida para sustituir a las antiguas leyes y a las
normas de la sociedad feudal, la nación se disuelve en una masa anárquica de individuos
privilegiados y de individuos desfavorecidos. Las leyes que no son iguales para todos revierten al
tipo de los derechos y privilegios, algo contradictorio con la verdadera naturaleza de las NacionesEstados. Cuanto más clara es la prueba de su incapacidad para tratar a los apátridas como personas
legales y mayor la extensión de la dominación arbitraria mediante normas policíacas, más difícil es
a los Estados resistir a la tentación de privar a todos los ciudadanos de status legal y de gobernarles
mediante una policía omnipotente.
2. LAS PERPLEJIDADES DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE
La Declaración de los Derechos del Hombre a finales del siglo XVlII fue un momento decisivo
en la Historia. Significaba nada más ni nada menos que a partir de entonces la fuente de la Ley
deberia hallarse en el Hombre y no en los mandamientos de Dios o en las costumbres de la Historia.
Independiente de los privilegios que la Historia había conferido a ciertos estratos de la sociedad o a
ciertas naciones, la declaración señalaba la emancipación del hombre de toda tutela y anunciaba que
46
En manera alguna fue exclusivamente ésta una noción de la Alemania nazi, aunque sólo un autor nazi se atrevió a
expresarla: «Es cierto que continuará existiendo una cuestión de los refugiados aunque ya no exista una cuestión judía;
pero como los judíos constituyen tan elevado porcentaje de los refugiados, la cuestión de los refugiados quedará muy
simplificada» (KABERMANN, «Das internationale Flüchtlingsproblem», en Zeitschrift für Politik, tomo 29, fasc. 3,
1939).
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había llegado a su mayoría de edad.
Más allá de esto existía otra implicación de la que los formuladores de la declaración sólo fueron
conscientes a medias. La proclamación delos derechos humanos tenía que significar también una
protección muy necesitada en la nueva era, en la que los individuos ya no estaban afianzados en los
territorios en los que habían nacido o seguros de su igualdad ante Dios como cristianos. En otras
palabras, en la nueva sociedad secularizada y emancipada, los hombres ya no estaban seguros de
esos derechos humanos y sociales que hasta entonces se habían hallado al margen del orden político
y no garantizados por el Gobierno o la Constitución, sino por fuerzas sociales, espirituales y
religiosas. Por eso, a lo largo del siglo XIX, la opinión general era que los derechos humanos habían
de ser invocados allí donde los individuos necesitaban protección contra la nueva soberanía del
Estado y la nueva arbitrariedad de la sociedad.
Como los Derechos del Hombre eran proclamados «inalienables», irreducibles e indeductibles de
otros derechos o leyes, no se invocaba a autoridad alguna para su establecimiento; el Hombre en sí
mismo era su fuente tanto como su objetivo último. Además, no se estimaba necesaria ninguna ley
especial para protegerlos, porque se suponía que todas las leyes se basaban en ellos. El Hombre
aparecía como el único soberano en cuestiones de la ley de la misma manera que el pueblo era
proclamado como el único soberano en cuestiones de Gobierno. La soberanía del pueblo (diferente
de la del príncipe) no era proclamada por la gracia de Dios, sino en nombre del Hombre; así es que
parecía natural que los derechos «inalienables» del hombre hallaran su garantía y se convirtieran en
parte inalienable del derecho del pueblo al autogobierno soberano.
En otras palabras, apenas apareció el hombre como un ser completamente emancipado y
completamente aislado, que llevaba su dignidad dentro de sí mismo, sin referencia a ningún orden
circundante y más amplio, cuando desapareció otra vez como miembro de un pueblo. Desde el
comienzo, la paradoja implicada en la declaración de los derechos humanos inalienables consistió
en que se refería a un ser humano «abstracto» que parecía no existir en parte alguna, porque incluso
los salvajes vivían dentro de algún tipo de orden social. Si una comunidad tribal o «atrasada» no
disfrutaba de derechos humanos, era obviamente porque como conjunto no había alcanzado todavía
esa fase de civilización, la fase de soberanía popular y nacional, sino que era oprimida por déspotas
extranjeros o nativos. Toda la cuestión de los derechos humanos se vio por ello rápida e
inextricablemente mezclada con la cuestión de la emancipación nacional; sólo la soberanía
emancipada del pueblo, del propio pueblo de cada uno, parecía ser capaz de garantizarlos. Como la
Humanidad, desde la Revolución francesa, era concebida a imagen de una familia de naciones,
gradualmente se hizo evidente en sí mismo que el pueblo, y no el individuo, era la imagen del
hombre.
La completa implicación de esta identificación de los derechos del hombre con los derechos de
los pueblos en el sistema de la Nación-Estado europea surgió a la luz sólo cuando aparecieron
repentinamente un creciente número de personas y de pueblos cuyos derechos elementales se
hallaban tan escasamente salvaguardados por el funcionamiento ordinario de las Naciones-Estados
en el centro de Europa como lo habrían sido en el corazón de África. Los Derechos del Hombre,
después de todo, habían sido definidos como «inalienables» porque se suponía que eran
independientes de todos los Gobiernos; pero resultó que en el momento en que los seres humanos
carecían de su propio Gobierno y tenían que recurrir a sus mínimos derechos no quedaba ninguna
autoridad para protegerles ni ninguna institución que deseara garantizarlos. O cuando, como en el
caso de las minorías, un organismo internacional se arrogaba una autoridad no gubernamental, su
fracaso era evidente aun antes de que se hubieran llevado a cabo totalmente sus medidas. No sólo
los Gobiernos se mostraban opuestos más o menos abiertamente a esta usurpación de su soberanía,
sino que las mismas nacionalidades implicadas no reconocían una garantía no nacional,
desconfiaban de todo lo que no fuera un claro apoyo a sus derechos «nacionales» (en oposición a
sus simples derechos «lingüísticos, religiosos y étnicos») y preferían, o bien, como los alemanes y
los húngaros, volverse en busca de la protección de la madre patria «nacional», o como los judíos,
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hacia algún tipo de solidaridad interritorial47.
Los apátridas estaban tan convencidos como las minorías de que la pérdida de los derechos
nacionales se identificaba con la pérdida de les derechos humanos como de que aquéllos
garantizaban a éstos. Cuanto más eran excluidos del Derecho en cualquier forma, más tendían a
buscar una reintegración en lo nacional, en su propia comunidad nacional. Los refugiados fueron
sólo los primeros en insistir en su nacionalidad y en defenderse contra los intentos de unirles con
otros apátridas. Desde entonces ni un solo grupo de refugiados o de personas desplazadas ha dejado
jamás de desarrollar una furiosa y violenta conciencia de grupo y de clamar por sus derechos como
—y sólo como— polacos o judíos, alemanes, etc.
Aún peor fue el hecho de que todas las sociedades constituidas para la protección de los
Derechos del Hombre, todos los intentos para llegar a una nueva Carta de los derechos humanos,
estuvieran patrocinados por figuras marginales, por unos pocos juristas internacionales sin
experiencia política o por filántropos profesionales apoyados por inciertos sentimientos de idealistas
profesionales. Los grupos que constituyeron, las declaraciones que formularon, mostraban una
incómoda semejanza en su lenguaje y composición con las sociedades para la prevención contra la
crueldad con los animales. Ningún político, ninguna figura política de importancia alguna, podía
posiblemente tomarles en serio; y ninguno de los partidos radicales de Europa consideró necesario
incorporar a su programa ninguna nueva declaración de los derechos humanos. Ni antes ni después,
de la segunda guerra mundial invocaron las mismas víctimas estos derechos fundamentales, que de
forma tan evidente les eran negados, en sus muchos intentos de hallar una salida al laberinto de
alambradas al que les habían empujado los acontecimientos. Al contrario, las víctimas compartían
el desdén y la indiferencia de las potencias por cualquier intento de las sociedades marginales por
exigir una aplicación de los derechos humanos en un sentido elemental o general.
El fracaso de todas las personas responsables en hacer frente a la calamidad de un cuerpo
siempre creciente de personas forzadas a vivir al margen del alcance de cualquier ley tangible con la
proclamación de una nueva Carta de derechos, no fue ciertamente debido a mala voluntad. Jamás
habían sido antes tema político práctico los Derechos del Hombre, solemnemente proclamados por
las Revoluciones francesa y americana como nuevo fundamento de las sociedades civilizadas.
Durante el siglo XIX estos derechos fueron invocados de una forma más bien superficial para
defender a los individuos contra el creciente poder del Estado y para mitigar la nueva inseguridad
social provocada por la revolución industrial. Entonces el significado de los derechos humanos
adquirió una nueva connotación: se convirtieron en el slogan habitual de los protectores de los
menos privilegiados, en un tipo de ley adicional, de un derecho de excepción para aquellos que no
tenían nada mejor a lo que recurrir.
La razón por la que el concepto de los derechos humanos fue tratado como una especie de
hijastro por el pensamiento político del siglo XIX y por la que ningún partido liberal o radical del
siglo XX, incluso cuando surgió una urgente necesidad de exigir la aplicación de los derechos
humanos, consideró conveniente incluirlos en su programa, parece obvia: los derechos civiles —es
decir, los diversos derechos de los ciudadanos en diferentes países— eran estimados como
encarnación y expresión en forma de leyes tangibles de los eternos Derechos del Hombre, que por sí
mismos eran considerados independientes de la ciudadanía y de la nacionalidad. Todos los seres
humanos eran ciudadanos de algún tipo de comunidad política; si las leyes de su país no atendían a
las exigencias de los Derechos del Hombre, se esperaba que fueran cambiadas, por la legislación en
47
Patéticos ejemplos de esta confianza exclusiva en los derechos nacionales fueron el consentimiento, antes de la
segunda guerra mundial, de casi el 75 por 100 de la minoría alemana en el Tirol italiano para dejar sus hogares y
reinstalarse en Alemania, la repatriación voluntaria de un enclave alemán en Eslovenia que allí existía desde el siglo
XIV e, inmediatamente después del final de la guerra, la unánime negativa de los refugiados judíos de un campo de
personas desplazadas en Italia a aceptar la oferta de nacionalización en masa formulada por el Gobierno italiano. Frente
a la experiencia de los pueblos europeos entre las dos guerras mundiales, constituiría un grave error interpretar esta
conducta simplemente como otro ejemplo del sentimiento nacionalista fanático; esas personas ya no se sentían seguras
de sus derechos elementales si no estaban protegidas por un Gobierno al que pertenecían por su nacimiento. Véase
EUGENE M. KULISHER, op. cit.
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los países democráticos o mediante la acción revolucionaria en los despóticos.
Los Derechos del Hombre, supuestamente inalienables, demostraron ser inaplicables —incluso
en países cuyas Constituciones estaban basadas en ellos— allí donde había personas que no
parecían ser ciudadanas de un Estado soberano. A este hecho, suficientemente preocupante en sí
mismo, debe añadirse la confusión creada por los muchos intentos recientes para elaborar una nueva
Carta de los derechos humanos, intentos que han demostrado que nadie parece ser capaz de definir
con alguna seguridad cómo son tales derechos, diferenciados de los derechos del ciudadano.
Aunque todo el mundo parece dispuesto a aceptar que la, condición de estas personas consiste
precisamente en su falta de los Derechos del Hombre, nadie parece saber qué derechos han perdido
cuando pierden esos derechos humanos.
La primera pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de sus hogares, y esto
significaba la pérdida de todo el entramado social en el que habían nacido y en el que habían
establecido para sí mismos un lugar diferenciado en el mundo. Esta calamidad distaba de carecer de
precedentes; en la larga memoria de la Historia, las migraciones forzadas de individuos o de grupos
de personas, por razones políticas o económicas, parecen sucesos cotidianos. Lo que carece de
precedentes no es la pérdida de un hogar, sino la imposibilidad de hallar uno nuevo.
Repentinamente ya no había un lugar en la Tierra al que pudieran ir los emigrantes sin encontrar las
más severas restricciones, ningún país al que pudieran asimilarse, ningún territorio en el que
pudieran hallar una nueva comunidad propia. Esto, además, no tenía nada que ver con ningún
problema material de superpoblación. Era un problema, no de espacio, sino de organización
política. Nadie había sido consciente de que la Humanidad, considerada por tanto tiempo bajo la
imagen de una familia de naciones, había alcanzado una fase en la que todo el que era arrojado de
una de estas comunidades cerradas y estrechamente organizadas, se hallaba al mismo tiempo
arrojado de la familia de naciones48.
La segunda pérdida que sufrieron los fuera de la ley fue la pérdida de la protección del Gobierno,
y esto no implicaba solamente la pérdida del status legal en su propio país, sino en todos. Los
Tratados de reciprocidad y los acuerdos internacionales habían tejido una red en torno de la Tierra
que permitía al ciudadano de cada país llevar su status legal a cualquier parte (así, por ejemplo, un
ciudadano alemán, bajo el régimen nazi, podía no ser capaz de contraer un matrimonio mixto en el
extranjero, en razón de las Leyes de Nüremberg). Sin embargo, cualquiera que no se viera
comprendido en esa red, se hallaba al mismo tiempo fuera de la legalidad (así, durante la última
guerra, los apátridas estuvieron invariablemente en peor posición que los extranjeros enemigos que
todavía seguían indirectamente protegidos por sus Gobiernos a través de los acuerdos
internacionales).
En sí misma, la pérdida de la protección del Gobierno tiene tantos precedentes como la pérdida
del hogar. Los países civilizados ofrecían el derecho de asilo a aquellos que, por razones políticas,
habían sido perseguidos por sus Gobiernos, y esta práctica, aunque nunca oficialmente incorporada
a Constitución alguna, había funcionado bastante bien a través del siglo XIX e incluso en nuestro
siglo. El mal surgió cuando se vio que las nuevas categorías de perseguidos eran demasiado
numerosas para que se les atendiera mediante una práctica no oficial destinada a casos
excepcionales. Además, la mayoría difícilmente podía estar calificada para el derecho de asilo, que
implícitamente presuponía convicciones políticas o religiosas que no estuvieran fuera de la ley en el
país de refugio. Los nuevos refugiados eran perseguidos, no por lo que habían hecho o pensado,
sino porque eran de una forma incambiable: nacidos dentro del tipo inadecuado de raza o del tipo
inadecuado de clase o alistados por el tipo inadecuado de Gobierno, como en el caso del Ejército
48
Las escasas posibilidades de reintegración abiertas a los nuevos emigrantes se hallaban principalmente basadas en su
nacionalidad: los refugiados españoles, por ejemplo, fueron bien acogidos hasta cierto grado en Méjico. A comienzos de
la década de los 20, los Estados Unidos adoptaron un sistema de cuotas según el cual cada nacionalidad ya representada
en el país recibía, por así decirlo, el derecho a acoger a cierto número de antiguos compatriotas en proporción a su
volumen numérico dentro de la población total.
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republicano es pañol.49
Cuanto más aumentaba el número de los fuera de la ley, mayor se tornaba la tentación de
conceder menos atención a los hechos de los Gobiernos perseguidores que al status de los
perseguidos. Y el primer hecho deslumbrante fue que estas personas, aunque perseguidas bajo algún
pretexto político, ya no eran, como habían sido los perseguidos a lo largo de la Historia, un
compromiso y una imagen vergonzosa para los perseguidores; el hecho de que no fueran
considerados y de que difícilmente pretendieran ser enemigos activos (los pocos millares de
ciudadanos soviéticos que voluntariamente abandonaron la Rusia soviética tras la segunda guerra
mundial y hallaron asilo en los países democráticos, dañaron más al prestigio de la Unión Soviética
que los millones de refugiados de la década de los 20, que pertenecían a la clase inadecuada), sino
que eran y parecían ser nada más que seres humanos cuya misma inocencia —desde cualquier
punto de vista y especialmente desde el del Gobierno perseguidor— era su mayor desgracia. La
inocencia, en el sentido de completa falta de responsabilidad, era la marca de su estado de fuera de
la ley, tanto como la sanción de la pérdida de su status político.
Sólo en apariencia por eso afectaba al destino del auténtico refugiado político la necesidad de un
reforzamiento de los derechos humanos. Los refugiados políticos, necesariamente pocos en número,
todavía disfrutan del derecho de asilo en muchos países, y este derecho actúa, de una forma
irregular, como sustitutivo genuino de la ley nacional.
Uno de los sorprendentes aspectos de nuestra experiencia con los apátridas que se benefician
legalmente de la realización de un delito ha sido el hecho de que parezca más fácil privar de la
legalidad a una persona completamente inocente que a alguien que haya cometido un delito. La
famosa frase de Anatole France: «Si me acusan de robar las torres de Notre Dame, sólo me resta
huir del país», ha asumido una horrible realidad. Los juristas están tan acostumbrados a pensar en la
ley en términos de castigo, que nos priva desde luego siempre de ciertos derechos, que les puede
resultar aún más difícil que al profano el reconocer que la privación de la legalidad, es decir, de
todos los derechos, ya no tiene relación alguna con delitos específicos.
Esta situación ilustra las numerosas perplejidades inherentes al concepto de los derechos
humanos. Sea como fuere su definición (vida, libertad y prosecución de la felicidad, según la
fórmula americana, o, como igualdad ante la ley, libertad, protección para la propiedad y soberanía
nacional, según la francesa); sea como fuere como se pueda intentar mejorar una ambigua
formulación como la prosecución de la felicidad o una anticuada como el no calificado derecho a la
propiedad, la situación real de aquellos a quienes el siglo XX ha empujado fuera del redil de la ley,
muestra que éstos son derechos del ciudadano cuya pérdida no acarrea un estado de absoluta
existencia fuera de la ley. El soldado, durante la guerra, se ve privado del derecho a la vida; el
delincuente, de su derecho a la libertad; todos los ciudadanos, durante una emergencia, de su
derecho a la prosecución de la felicidad; pero nadie afirmaría que en cualquiera de estos casos ha
tenido lugar una pérdida de los derechos humanos. Estos derechos, por otra parte, pueden ser
garantizados (aunque difícilmente disfrutados) incluso bajo las condiciones de una ilegalidad
fundamental.
La calamidad de los fuera de la ley no estriba en que se hallen privados de la vida, de la libertad
y de la prosecución de la felicidad, o de la igualdad ante la ley y de la libertad de opinión —
fórmulas que fueron concebidas para resolver problemas dentro de comunidades dadas—, sino que
ya no pertenecen a comunidad alguna. Su condición no es la de no ser iguales ante la ley, sino la de
que no existe ley alguna para ellos. No es que sean oprimidos, sino que nadie desea incluso
oprimirles. Sólo en la última fase de un proceso más bien largo queda amenazado su derecho a la
vida; sólo si permanecen siendo perfectamente «superfluos», si no hay nadie que los «reclame»,
pueden hallarse sus vidas en peligro. Incluso los nazis comenzaron su exterminio de los judíos
49
Durante la última guerra se vio muy bien cuán peligroso puede significar el ser inocente desde el punto de vista del
Gobierno perseguidor cuando el Gobierno americano ofreció asilo a todos aquellos refugiados alemanes amenazados
con la extradición por el armisticio germano-francés. La condición era, desde luego, que el solicitante pudiera demostrar
haber hecho algo contra el régimen nazi. La pro porción de refugiados de Alemania que pudieron cumplir esta
condición fue muy pequeña, y resulta curioso que no fuesen quienes se hallaban en más grave peligro.
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privándoles de todo status legal (el status de ciudadanía de segunda clase) y aislándoles del mundo
de los vivos mediante su hacinamiento en ghettos y en campos de concentración; y antes de
enviarles a las cámaras de gas habían tanteado cuidadosamente el terreno y descubierto a su
satisfacción que ningún país reclamaría a estas personas. El hecho es que antes de que se amenazara
el derecho a la vida se había creado una condición de completa ilegalidad.
Lo mismo es cierto hasta un grado irónico respecto del derecho a la libertad que a veces es
considerado como la verdadera esencia de los derechos humanos. No se trata aquí de que los que se
encuentren fuera de la ley puedan tener más libertad de movimientos que un delincuente legalmente
encarcelado o de que disfruten de mayor libertad de opinión en los campos de internamiento que la
que tendrían en cualquier despotismo corriente, por no mencionar a un país totalitario50. Pero ni la
seguridad física —estando alimentados por algún organismo benéfico estatal o privado— ni la
libertad de opinión alteran en lo más mínimo su situación fundamental de fuera de la ley. La
prolongación de sus vidas es debida a la caridad y no al derecho, porque no existe ley alguna que
pueda obligar a las naciones a alimentarles; su libertad de movimientos, si la tienen, no les da el
derecho de residencia, del que disfruta corrientemente incluso el delincuente encarcelado; y su
libertad de opinión es la libertad del loco, porque nada de lo que piense puede importar a nadie.
Estos últimos puntos son cruciales. La privación fundamental de los derechos humanos se
manifiesta primero y sobre todo en la privación de un lugar en el mundo que haga significativas a
las opiniones y efectivas a las acciones. Algo mucho más fundamental que la libertad y la justicia,
que son derechos de los ciudadanos, se halla en juego cuando la pertenencia a la comunidad en la
que uno ha nacido ya no es algo corriente y la no pertenencia deja de ser una cuestión voluntaria, o
cuando uno es colocado en una situación en la que, a menos de que corneta un delito, el trato que
reciba de los otros no depende de lo que haga o de lo que no haga. Este estado extremo, y nada más,
es la situación de las personas privadas de derechos humanos. Se hallan privados, no del derecho a
la libertad, sino del derecho a la acción; no del derecho a pensar lo que les plazca, sino del derecho
a la opinión. Los privilegios en algunos casos, las injusticias en la mayoría de éstos, los
acontecimientos favorables y desfavorables, les sobrevienen como accidentes y sin ninguna relación
con lo que hagan, hicieron o puedan hacer.
Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir
dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho
a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, sólo cuando emergieron millones de personas
que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política
global. Lo malo es que esta calamidad surgió no de ninguna falta de civilización, del atraso o de la
simple tiranía, sino, al contrario, que no pudo ser reparada porque ya no existía ningún lugar
«civilizado» en la Tierra, porque, tanto si nos gustaba como si no nos gustaba, empezamos a vivir
realmente en Un Mundo. Sólo en una Humanidad completamente organizada podía llegar a
identificarse la pérdida del hogar y del status político con la expulsión de la Humanidad.
Antes de esto, lo que llamamos hoy un «derecho humano» hubiera sido considerado como una
característica general de la condición humana que ningún tirano podía arrebatar. Su pérdida
significa la pérdida de la relevancia de la palabra (y el hombre, desde Aristóteles, ha sido definido
como un ser que domina el poder de la palabra y del pensamiento) y la pérdida de toda relación
humana (y el hombre, también desde la época de Aristóteles, ha sido considerado como el «animal
político», el que por definición vive en una comunidad), la pérdida, en otras palabras, de algunas de
las más esenciales características de la vida humana. Esta era, hasta cierto punto, la condición de los
esclavos, a quienes por eso Aristóteles no incluyó entre los seres humanos. La ofensa fundamental
de la esclavitud contra los derechos humanos no estribaba en que significara una privación de la
libertad (que puede suceder en muchas otras ocasiones), sino en que excluyera a una cierta categoría
50
Incluso bajo las condiciones del terror totalitario, los campos de concentración han sido a veces el único lugar en el
que han seguido existiendo vestigios de libertad de pensamiento y de discusión. Véase Les Jours de notre mort, de
DAVID ROUSSET, París, 1947, passim. Por lo que se refiere a la libertad de discusión, en Buchenwald y The Russian
Enigma, de ANTON CILIGA, Londres, 1940, p. 200, respecto de las «islas de libertad» y «la libertad de la mente» que
existían en algunos de los lugares soviéticos de internamiento.
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de personas incluso de la posibilidad de luchar por la libertad —una lucha posible bajo la tiranía e
incluso bajo las desesperadas condiciones del terror moderno (pero no bajo las condiciones de la
vida del campo de concentración)—. El crimen de la esclavitud contra la Humanidad no comenzó
cuando un pueblo derrotó y esclavizó a sus enemigos (aunque, desde luego, esto era suficientemente
malo), sino cuando la esclavitud se convirtió en una institución en la que algunos hombres «nacían»
libres y otros «nacían» esclavos, cuando se olvidaba que era el hombre quien había privado a sus
semejantes de la libertad y cuando la sanción por este crimen era atribuida a la Naturaleza. Sin
embargo, a la luz de los recientes acontecimientos, es posible decir que incluso los esclavos todavía
pertenecían a algún tipo de comunidad humana; su trabajo era necesitado, utilizado y explotado, y
esto les mantenía dentro de la Humanidad. Ser un esclavo significaba, después de todo, poseer un
carácter distintivo, un lugar en la sociedad —más que la abstracta desnudez de ser humano y nada
más que humano—. La calamidad que ha sobrevenido a un creciente número de personas no ha
consistido entonces en la pérdida de derechos específicos, sino en la pérdida de una comunidad que
quiera y pueda garantizar cualesquiera derechos. El Hombre, así, puede perder todos los llamados
Derechos del Hombre sin perder su cualidad esencial como hombre, su dignidad humana. Sólo la
pérdida de la comunidad misma le arroja de la Humanidad.
El derecho que corresponde a esta pérdida y que no fue siquiera mencionado nunca entre los
derechos humanos no pudo ser expresado entre las categorías del siglo XVIII porque éstas suponen
que los derechos proceden directamente de la «naturaleza» del hombre —y por ello apenas importa
relativamente si la naturaleza es concebida en términos de ley natural o en términos de un ser criado
a la imagen de Dios, si concierne a los derechos «naturales» o a los mandamientos divinos—. El
factor decisivo es que estos derechos y la dignidad humana que confieren tendrían que seguir siendo
válidos aunque sólo existiera un ser humano en la Tierra; son independientes de la pluralidad
humana y han de seguir siendo válidos aunque el correspondiente ser humano sea expulsado de la
comunidad humana.
Cuando fueron proclamados por vez primera los Derechos del Hombre eran considerados como
independientes de la Historia y de los privilegios que la Historia había conferido a ciertos estratos
de la sociedad. La nueva independencia constituyó la recientemente descubierta dignidad del
hombre. Desde el comienzo, esta nueva dignidad fue de una naturaleza más bien ambigua. Los
derechos históricos fueron reemplazados por los derechos naturales, la «Naturaleza» ocupó el lugar
de la Historia y se supuso tácitamente que la Naturaleza resultaba menos extraña que la Historia a la
esencia del hombre. El mismo lenguaje de la Declaración de Independencia, al igual que el de la
Déclaration des Droits de l’Homme —«inalienables», «otorgados por su nacimiento», «verdades
evidentes por sí mismas»—, implica la creencia en un tipo de «naturaleza» humana que estaría
sujeta a las mismas leyes de crecimiento que las del individuo y de la que podrían deducirse
derechos y leyes. Hoy estamos quizá mejor calificados para juzgar exactamente lo que vale esta
naturaleza «humana»; en cualquier caso, nos ha mostrado potencialidades que no eran conocidas ni
siquiera sospechadas por la filosofía y la religión occidentales, que durante más de tres mil años
definieron y redefinieron esta «naturaleza». Pero no es solamente el aspecto humano de esa
naturaleza el que nos ha resultado discutible. Desde que el hombre aprendió a dominarla hasta tal
punto de que la destrucción de toda la vida orgánica de la Tierra con instrumentos fabricados por el
hombre se ha tornado concebible y técnicamente posible, se ha alienado de la Naturaleza. Desde
que un más profundo conocimiento de los procesos naturales introdujo serias dudas acerca de la
existencia de leyes naturales, la misma Naturaleza asumió un aspecto siniestro. ¿Cómo cabría
deducir leyes y derechos de un Universo que aparentemente no conoce ni una ni otra categoría?
El hombre del siglo XX ha llegado a emanciparse de la Naturaleza hasta el mismo grado que el
hombre del siglo XVIII se emancipó de la Historia. La Historia y la Naturaleza se han tornado
igualmente extrañas a nosotros, principalmente en el sentido de que la esencia del hombre ya no
puede ser comprendida en términos de una u otra categoría. Por otra parte, la Humanidad, que en el
siglo XVIII, en la terminología kantiana, no era más que una idea ordenadora, se ha convertido hoy
en un hecho ineludible. Esta nueva situación, en la que la «Humanidad» ha asumido efectivamente
el papel atribuido antaño a la Naturaleza o a la Historia, significa en este contexto que el derecho a
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tener derechos o el derecho de cada individuo a pertenecer a la Humanidad tendría que ser
garantizado por la misma Humanidad. No es en absoluto seguro que ello pueda ser posible. Porque,
contra los intentos humanitarios mejor intencionados de obtener de las organizaciones
internacionales nuevas declaraciones de los derechos humanos, tendría que comprenderse que esta
idea trasciende la idea actual de la ley internacional que todavía opera en términos de acuerdos
recíprocos y de Tratados entre Estados soberanos; y, por el momento, no existe una esfera que se
halle por encima de las naciones. Además, este dilema no podría ser en manera alguna eliminado
mediante el establecimiento de un «Gobierno mundial». Semejante Gobierno se halla, desde luego,
dentro del terreno de las posibilidades, pero cabe sospechar que, en realidad, podría diferir
considerablemente de la versión promovida por las organizaciones idealistas. Los crímenes contra
los derechos humanos, que se han convertido en una especialidad de los regímenes totalitarios,
pueden ser siempre justificados por el pretexto que lo justo equivale a lo bueno o útil para el
conjunto diferenciado de sus partes. (El lema de Hitler de que «justo es lo que es bueno para el
pueblo alemán» es sólo la fórmula vulgarizada de una concepción de la ley que puede encontrarse
en todas partes y que en la práctica sólo será ineficaz mientras que pervivan en las constituciones
tradiciones más antiguas.) Una concepción de la ley que identifique lo que es justo con la noción de
lo que es útil —para el individuo, para la familia, para el pueblo o para una mayoría— llega a ser
inevitable una vez que pierden su autoridad las medidas absolutas y trascendentes de la religión o de
la ley de la Naturaleza. Y este predicamento no queda en manera alguna resuelto aunque la unidad a
la que se aplique «lo útil para» sea tan amplia como la misma Humanidad. Porque resulta
completamente concebible, y se halla incluso dentro del terreno de las posibilidades políticas
prácticas, que un buen día una Humanidad muy organizada y mecanizada llegue a la conclusión
totalmente democrática —es decir, por una decisión mayoritaria— de que para la Humanidad en
conjunto sería mejor proceder a la liquidación de algunas de sus partes. Aquí, en el problema de la
realidad de hecho, nos enfrentarnos con una de las más antiguas perplejidades de la filosofía
política, que pudo permanecer inadvertida sólo mientras una teología cristiana estable proporcionó
el marco de todos los problemas políticos y filosóficos, pero que hace largo tiempo obligó a decir a
Platón: «No es el hombre, sino Dios, quien debe ser la medida de todas las cosas.»
Estos hechos y reflexiones ofrecen lo que parece ser una irónica, amarga y tardía confirmación
de los famosos argumentos con los que Edmund Burke se opuso a la Declaración de los Derechos
del Hombre. Parecen remachar su afirmación de que los derechos humanos eran una «abstracción»,
de que resultaba mucho más práctico apoyarse en la «herencia vinculante» de los derechos que uno
transmite a sus propios hijos como la misma vida y reclamar los derechos propios como «derechos
de un inglés» más que como derechos inalienables del hombre51. Según Burke, los derechos de que
disfrutamos proceden «de dentro de la nación», de forma tal que no se necesitan como fuente de la
ley ni la ley natural, ni los mandamientos divinos, ni ningún concepto de la Humanidad, tal como el
de la «raza humana» de Robespierre52.
La solidez pragmática del concepto de Burke parece hallarse más allá de toda duda a la luz de
nuestras múltiples experiencias. Porque no sólo la pérdida de los derechos nacionales entrañó en
todos los casos la pérdida de los derechos humanos; la restauración de los derechos humanos, como
lo prueba el reciente caso del Estado de Israel, sólo ha sido lograda hasta ahora a través de la
restauración o del establecimiento de los derechos nacionales. La concepción de los derechos
humanos, basada en la supuesta existencia de un ser humano como tal, se quebró en el momento en
que quienes afirmaban creer en ella se enfrentaron por vez primera con personas que habían perdido
todas las demás cualidades y relaciones específicas —excepto las que seguían siendo humanas. El
mundo no halló nada sagrado en la abstracta desnudez del ser humano. Y a la vista de las
condiciones políticas objetivas es difícil señalar cómo podrían haber contribuido a hallar una
51
52
EDMUND BURKE, Reflections on the Revolution in France, 1790, editado por E. J. Payne, Everyman’s Library.
ROBESPIERRE, Speeches, 1927. Discurso del 24 de abril de 1793.
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solución al problema los conceptos del hombre en que se habían basado los derechos humanos —
que está creado a la imagen de Dios (en la fórmula americana), o que es el representante de la
Humanidad, o que alberga dentro de sí mismo las sagradas exigencias de la ley natural (en la
fórmula francesa).
Los supervivientes de los campos de exterminio, los encerrados en los campos de concentración
y de internamiento, e incluso los apátridas relativamente afortunados podrían ver sin los argumentos
de Burke que la abstracta desnudez de ser nada más que humanos era su mayor peligro. Por obra de
ello eran considerados como salvajes y, temerosos de acabar por ser considerados como bestias,
insistieron en su nacionalidad, el último signo de su antigua ciudadanía, como el único vestigio de
su relación con la Humanidad. Su desconfianza hacia los derechos naturales, su preferencia por los
derechos nacionales, proceden precisamente de su comprensión de que los derechos naturales son
concedidos incluso a los salvajes. Burke había temido ya que los derechos naturales «inalienables»
confirmarían sólo el derecho del «salvaje desnudo»53 y por eso reducirían a las naciones civilizadas
al estado de salvajismo. Porque únicamente los salvajes no tienen algo a lo que recurrir que no sea
el hecho mínimo de su origen humano, las personas se aferran aún más desesperadamente a su
nacionalidad cuando han perdido los derechos y la protección que tal nacionalidad les daba. Sólo su
pasado con su «herencia vinculante» parece confirmar el hecho de que todavía pertenecen al mundo
civilizado.
Si un ser humano pierde su status político, según las implicaciones de los derechos innatos e
inalienables del hombre, llegaría exactamente a la situación para la que están concebidas las
declaraciones de semejantes derechos generales. En la realidad, el caso es necesariamente opuesto.
Parece como si un hombre que no es nada más que un hombre hubiera perdido las verdaderas
cualidades que hacen posible a otras personas tratarle como a un semejante. Esta es una de las
razones por las que resulta mucho más difícil destruir la personalidad legal de un delincuente, la de
un hombre que ha asumido la responsabilidad de un acto cuyas consecuencias determinan ahora su
destino, que la de aquel a quien se le han denegado todas las responsabilidades humanas comunes.
Por ello los argumentos de Burke cobran un significado suplementario si examinamos
únicamente la condición general humana de aquellos que han sido expulsados de todas las
comunidades políticas. Al margen del trato que han recibido, con independencia de las libertades o
de la opresión, de la justicia o de la injusticia, han perdido todas aquellas partes del mundo y todos
aquellos aspectos de la existencia humana que son resultado de nuestro trabajo común, producto del
artificio humano. Si la tragedia de las tribus salvajes es que viven en una naturaleza inalterada que
ne pueden dominar, de cuya abundancia o frugalidad dependen para ganarse la vida, que viven y
mueren sin dejar ningún rastro, sin haber contribuido en nada a un mundo común, entonces esas
personas fuera de la ley resultan arrojadas a un estado de naturaleza peculiar. Desde luego, no son
bárbaros; algunos, además, pertenecen a los estratos más cultos de sus países respectivos; pero, en
un mundo que ha liquidado casi por completo el salvajismo, aparecen como las primeras señales de
una posible regresión de la civilización.
Cuanto más desarrollada está una civilización, más evolucionado el mundo que ha producido y
más a gusto se sienten los hombres dentro del artificio humano, más hostiles se sentirán respecto de
todo lo que no han producido, de todo lo que es simplemente y que misteriosamente se les ha
otorgado. El ser humano que ha perdido su lugar en una comunidad, su status político en la lucha de
su época y la personalidad legal que hace de sus acciones y de parte de su destino un conjunto
consistente, queda abandonado con aquellas cualidades que normalmente sólo pueden destacar en la
esfera de la vida privada y que deben permanecer indiferenciadas, simplemente existentes, en todas
las cuestiones de carácter público. Esta simple existencia, es decir, todo lo que nos es
misteriosamente otorgado por el nacimiento y que incluye la forma de nuestros cuerpos y el talento
de nuestras mentes, sólo puede referirse adecuadamente a los imprevisibles azares de la amistad y
de la simpatía, o a la enorme e incalculable gracia del amor, como dijo Agustín: Volo ut sis
(«Quiero que seas»), sin ser capaz de dar una razón particular para semejante afirmación suprema e
53
Introducción de Payne a BURKE, op. cit.
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insuperable.
Desde los griegos sabemos que una vida política muy evolucionada alberga una enraizada
suspicacia hacia esta esfera privada, una profunda hostilidad contra el inquietante milagro contenido
en el hecho de que cada uno de nosotros esté hecho como es —singular, único, incambiable—.
Toda esta esfera de lo simplemente otorgado, relegada a la vida privada en la sociedad civilizada,
constituye una amenaza permanente a la esfera pública porque la esfera pública está tan
consecuentemente basada en la ley de la igualdad como la esfera privada está basada en la ley de la
diferencia y de la diferenciación universales. La igualdad, en contraste con todo lo que está
implicado en la simple existencia, no nos es otorgada, sino que es el resultado de la organización
humana, en tanto que resulta guiada por el principio de la justicia. No nacemos iguales; llegamos a
ser iguales como miembros de un grupo por la fuerza de nuestra decisión de concedernos
mutuamente derechos iguales.
Nuestra vida política descansa en la presunción de que podemos producir la igualdad a través de
la organización, porque el hombre puede actuar en un mundo común, cambiarlo y construirlo, junto
con sus iguales y sólo con sus iguales. El fondo oscuro de lo simplemente otorgado, el fondo
constituido por nuestra naturaleza incambiable y única, penetra en la escena política como un
extraño que en sus diferencias totalmente obvias nos recuerda las limitaciones de la actividad
humana, que son idénticas a las limitaciones de la igualdad humana. La razón por la que las
comunidades políticas muy desarrolladas, tales como las antiguas Ciudades-Estados o las modernas
Naciones-Estados, insistieron tan a menudo en la homogeneidad étnica era la de que esperaban
eliminar en cuanto fuera posible aquellas diferencias y diferenciaciones naturales y omnipresentes
que por sí mismas provocan un odio, una desconfianza y una discriminación latentes porque
denotan demasiado claramente la existencia de aquellas esferas en las que los hombres no pueden
actuar y que no pueden cambiar a voluntad, es decir, las limitaciones del artificio humano. El
«extranjero» es un símbolo pavoroso del hecho de la individualidad como tal, y denota aquellos
terrenos a los que el hombre no puede cambiar y en los que no puede actuar y a los que, por eso,
tiende claramente a destruir. Si un negro en una comunidad blanca es considerado nada más que un
negro, pierde, junto con su derecho a la igualdad, esa libertad de acción que es específicamente
humana; todas sus acciones son ahora explicadas como consecuencias «necesarias» de algunas
cualidades «negras»; se ha convertido en un espécimen de una especie animal llamada hombre. En
gran parte sucede lo mismo con aquellos que han perdido todas las cualidades políticas distintivas y
se han convertido en seres humanos y en nada más que seres humanos. Es indudable que allí donde
la vida pública y su ley de igualdad se imponen por completo, allí donde una civilización logra
eliminar o reducir al mínimo el oscuro fondo de la diferencia, esa misma vida pública concluirá en
una completa petrificación, será castigada, por así decirlo, por haber olvidado que el hombre es sólo
el dueño y no el creador del mundo.
El mayor peligro derivado de la existencia de personas obligadas a vivir al margen del mundo
corriente es el de que, en medio de la civilización, son devueltas a lo que se les otorgó naturalmente,
a su simple diferenciación. Carecen de esa tremenda igualación de diferencias que surge del hecho
de ser ciudadanos de alguna comunidad y, como ya no se les permite tomar parte en el artificio
humano, comienzan a pertenecer a la raza humana de la misma manera que los animales pertenecen
a una determinada especie animal. La paradoja implicada en la pérdida de los derechos humanos es
que semejante pérdida coincide con el instante en el que una persona se convierte en un ser humano
en general —sin una profesión, sin una nacionalidad, sin una opinión, sin un hecho por el que
identificarse y especificarse— y diferente en general, representando exclusivamente su propia
individualidad absolutamente única, que, privada de expresión dentro de un mundo común y de
acción sobre éste, pierde todo su significado.
El peligro de la existencia de tales personas es doble: en primer lugar, y más obviamente, su
número siempre creciente amenaza nuestra vida política, nuestro artificio humano, el mundo que es
resultado de nuestro esfuerzo común y coordinado, de la misma manera, o quizá aún más
aterradoramente, que los elementos salvajes de la Naturaleza amenazaron una vez la existencia de
las ciudades y de los campos constituidos por el hombre. Ya no es probable que surja para cualquier
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civilización ese peligro mortal desde el exterior. La Naturaleza ha sido dominada y ya no hay
bárbaros que amenacen con destruir lo que no pueden comprender, como los mongoles amenazaron
a Europa durante siglos. Incluso la aparición de Gobiernos totalitarios es un fenómeno interior, no
exterior, a nuestra civilización. El peligro estriba en que una civilización global e interrelacionada
universalmente pueda producir bárbaros en su propio medio, obligando a millones de personas a
llegar a condiciones que, a pesar de todas las apariencias, son las condiciones de los salvajes54.
54
Esta moderna expulsión de la Humanidad tiene consecuencias mucho más radicales que la antigua costumbre
medieval de la proscripción. La proscripción, desde luego «el más temido destino que podía infligir la ley primitiva»,
colocando la vida de la persona proscrita a merced de cualquiera con quien se topara, desapareció con el
establecimiento de un sistema efectivo de aplicación de la ley y fue finalmente sustituido por los tratados de extradición
entre las naciones. Fue primariamente un sucedáneo de una fuerza de policía, concebido para obligar a someterse a los
delincuentes.
La Alta Edad Media pareció ser plenamente consciente del peligro implicado en la «muerte civil». En el Bajo
Imperio Romano la excomunión significaba la muerte eclesiástica, pero dejaba a una persona que había perdido su
condición de miembro de la Iglesia una completa libertad en todos los demás aspectos. La muerte eclesiástica y la civil
se tornaron idénticas sólo en la época merovingia, y entonces la excomunión «en su práctica general (estuvo) reducida a
una pérdida o suspensión temporales de los derechos de la afiliación, que podían ser recobrados». Véanse los artículos
«Outlawry» y «Excommunication» de la Encyclopedia of Social Sciences. Y también el artículo «Friedlosigkeit» en el
Schweizer Lexikon.
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CAPÍTULO X
UNA SOCIEDAD SIN CLASES
1. LAS MASAS
Nada resulta más característico de los movimientos totalitarios en general y de la calidad de la
fama de sus dirigentes en particular como la sorprendente celeridad con la que son olvidados y la
sorprendente facilidad con que pueden ser reemplazados. Lo que Stalin logró laboriosamente
después de muchos años y a través de ásperas luchas partidistas y de vastas concesiones al menos al
nombre de su predecesor —principalmente, para autolegitimarse como heredero político de Lenin—
, los sucesores de Stalin procuraron lograrlo sin concesiones al nombre de su predecesor, aunque
Stalin había tenido treinta años para la tarea y pudo manejar un aparato propagandístico
desconocido en tiempos de Lenin para inmortalizar su nombre. Lo mismo cabe decir de Hitler, que
durante su vida ejerció una fascinación ante la que, según se dice, nadie se hallaba inmune1, y que
tras su derrota y muerte ha quedado hoy tan profundamente olvidado que escasamente desempeña
papel alguno entre los grupos neofascistas y neonazis de la Alemania de la posguerra. Esta
impermanencia tiene, sin duda, algo que ver con la proverbial volubilidad de las masas y de la fama
que al respecto se le atribuye; pero muy probablemente puede remontarse a la manía del
desplazamiento perpetuo de los movimientos totalitarios, que sólo pueden hallarse en el poder
mientras estén en marcha y pongan en movimiento a todo lo que haya en torno de ellos. Por eso, en
un cierto sentido, esta misma impermanencia es un testimonio más bien halagador para los
dirigentes muertos en cuanto que lograron contaminar a sus súbditos con el virus específicamente
totalitario; si existe algo semejante a una personalidad o mentalidad totalitarias, esta extraordinaria
adaptabilidad, esta ausencia de continuidad, son indudablemente sus características relevantes. Por
ello puede ser erróneo suponer que la inconstancia y el olvido de las masas significan que se hallan
1
El «hechizo mágico» que Hitler ejercía sobre quienes le escuchaban ha sido reconocido muchas veces; entre otros, por
los editores de las Hitlers Tichgespräche, Bonn, 1951 (Hitler’s Table Talks, edición americana, Nueva York, 1953; citas
de la edición original alemana). Esta fascinación —«el extraño magnetismo que irradiaba de Hitler de forma tan
apremiante»— se apoyaba, desde luego, «en la fe fanática en este mismo hombre» (Introducción de Gerhard Bitter, p.
14), en sus seudoautorizados juicios sobre todo lo que existía bajo el sol y en el hecho de que sus opiniones —tanto si se
referían a los efectos perjudiciales del hábito de fumar o a la política de Napoleón— podían ser encajadas en una
ideología que lo abarcaba todo.
La fascinación es un fenómeno social, y la fascinación que Hitler ejerció sobre su entorno tiene que ser comprendida
atendiendo a quienes le rodeaban. La sociedad se muestra siempre inclinada a aceptar inmediatamente a una persona
por lo que pretende ser, de forma tal que un chiflado que se haga pasar por genio tiene unas ciertas probabilidades de ser
creído. En la sociedad moderna, con su característica falta de discernimiento, esta tendencia ha sido reforzada de
manera que cualquiera que no sólo posea opiniones, sino que las presente en un tono de convicción inconmovible, no
perderá fácilmente su prestigio aunque hayan sido muchas las veces en que se haya demostrado que estaba equivocado.
Hitler, que por una experiencia de primera mano conocía el moderno caos de opiniones, descubrió que la inutilidad del
examen de las diferentes opiniones y «el convencimiento... de que todo es un disparate» (p. 281) podían evitarse,
adhiriéndose a una de las muchas opiniones corrientes con «inquebrantable firmeza». Esta aterradora arbitrariedad de
semejante fanatismo ejerce una gran fascinación en la sociedad, porque durante la duración de la reunión social se ve
liberada del caos de opiniones que constantemente genera. Sin embargo, este «don» de la fascinación tenía solamente
una importancia social; resulta destacado en las Tischgespräche, porque allí Hitler jugaba el juego de la sociedad y no
estaba hablando a los de su propia clase, sino a generales de la Wehrmacht, todos los cuales pertenecían más o menos a
la «sociedad». Creer que los éxitos de Hitler estuvieron basados en sus «poderes de fascinación» es totalmente erróneo;
con aquella cualidad solamente, jamás hubiera po dido ser algo más que una figura destacada en los salones.
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curadas de la ilusión totalitaria, ocasionalmente identificada con el culto a Hitler o a Stalin; lo cierto
puede ser todo lo contrario.
Sería aún más erróneo olvidar, por obra de esta impermanencia, que los regímenes totalitarios,
mientras que se hallan en el poder, y los dirigentes totalitarios, mientras que se hallan con vida,
«gobiernan y se afirman con el apoyo de las masas» hasta el final2. La elevación de Hitler al poder
fue legal en términos de Gobierno de la mayoría3, y ni él ni Stalin hubieran podido mantener su
dominio sobre tan enormes poblaciones, sobrevivido a tan numerosas crisis interiores y exteriores y
desafiado a los numerosos peligros de las implacables luchas partidistas de no haber contado con la
confianza de las masas. Ni los procesos de Moscú ni la liquidación de la facción de Röhm hubieran
sido posibles si esas masas no hubieran apoyado a Stalin y a Hitler. La extendida creencia de que
Hitler era simplemente un agente de los empresarios alemanes y la de que Stalin logró la victoria en
la lucha sucesoria tras la muerte de Lenin sólo mediante una siniestra conspiración son leyendas que
pueden ser refutadas por muchos hechos, pero sobre todo por la indiscutible popularidad de los
dirigentes4. Ni puede atribuirse su popularidad a la victoria de una propaganda dominante y
mentirosa sobre la ignorancia y la estupidez. Porque la propaganda de los movimientos totalitarios
que precede y acompaña a los regímenes totalitarios es invariablemente tan franca como mendaz y
los futuros dirigentes totalitarios comenzan usualmente sus carreras jactándose de sus delitos
pasados y perfilando sus delitos futuros. Los nazis «estaban convencidos de que en nuestro tiempo
el hacer el mal posee una morbosa fuerza de atracción»5. Las afirmaciones bolcheviques, dentro y
fuera de Rusia, de que no reconocían a las normas morales ordinarias se convirtieron en eje de la
propaganda comunista, y la experiencia ha demostrado una y otra vez que el valor de la propaganda
de hechos canallescos y el desprecio general por las normas morales es independiente del simple
interés propio, supuestamente el más poderoso factor psicológico en política.
No es nada nueva la atracción que para la mentalidad del populacho supone el mal y el delito. Ha
sido siempre cierto que el populacho acogerá satisfecho los «hechos de violencia con la siguiente
observación admirativa: serán malos, pero son muy hábiles»6. El factor inquietante en el éxito del
totalitarismo es más bien el verdadero altruismo de sus seguidores: puede ser comprensible que un
nazi o un bolchevique no se sientan flaquear en sus convicciones por los delitos contra las personas
que no pertenecen al movimiento o que incluso sean hostiles a éste; pero el hecho sorprendente es
que no es probable que ni uno ni otro se conmuevan cuando el monstruo comienza a devorar a sus
propios hijos y ni siquiera si ellos mismos se convierten en víctimas de la persecución, si son
acusados y condenados, si son expulsados del partido o enviados a un campo de concentración. Al
contrario, para sorpresa de todo el mundo civilizado, pueden incluso mostrarse dispuestos a
colaborar con sus propios acusadores y a solicitar para ellos mismos la pena de muerte con tal de
que no se vea afectado su status como miembros del movimiento7. Sería ingenuo considerar como
2
Véanse las aclaradoras observaciones de CARLTON J. H. HAYES en «The No velty of Totalitarianism in the History
of Western Civilization», en Symposium on the Totalitarias State, 1939. Actas de la «American Philosophical Society»,
Filadelfia, 1940, vol. LXXXII.
3
Esta fue, desde luego, «la primera gran revolución de la Historia realizada mediante la aplicación del código formal
legal existente en el momento de la conquista del poder» (HANS FRANK, Recht und Verwaltung, 1939, p. 8).
4
El mejor estudio de Hitler y de su carrera es la nueva biografía de Hitler de ALAN BULLOCK, Hitler; A Study in
Tiranny, Londres, 1952. Siguiendo la tradición inglesa de biografías políticas, hace un empleo meticuloso de todas las
fuentes disponibles y proporciona una amplia imagen del fondo político contemporáneo. Esta obra ha eclipsado en sus
detalles, aunque sigan siendo importantes para la interpretación general de los acontecimientos, a los excelentes libros
de KONRAD HEIDEN, especialmente Der Fuehrer: Hitler’s Rise to Power. Por lo que se refiere a la carrera de Stalin,
Stalin: A Criticad Survey of Bolshevism, de BORIS SOUVARINE, Nueva York, 1939, sigue siendo un clásico. La obra
de ISAAC DEUTSCHER, Stalin: A Political Biography, Nueva York y Londres, 1939, es indispensable por su
abundante material documental y su gran percepción acerca de las luchas internas del partido bolchevique; adolece de
una interpretación en la que se compara a Stalin con Cromwell, Napoleón y Robespierre.
5
FRANZ BORKENAU, The Totalitarian Enemy, Londres, 1940, p. 231.
6
Cita de la edición alemana de «Los Protocolos de los Sabios de Sión», Die Zionistischen Protokolle mit einem Vorund Nachworth von Theodor Fritsch, 1924, página 29.
7
Esta, en realidad, es una especialidad del totalitarismo de tipo ruso. Es interesante señalar que en el primer proceso de
ingenieros extranjeros en la Unión Soviética fueron empleadas ya como argumento para la autoacusación las simpatías
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simple expresión de idealismo ferviente a esta tozudez de convicciones que supera a todas las
experiencias conocidas y que cancela todo inmediato interés por sí mismo. El idealismo, loco o
heroico, siempre procede de una decisión y de una convicción individuales y está sujeto a la
experiencia y a los argumentos8. El fanatismo de los movimientos to talitarios, contrario a todas las
formas de idealismo, se rompe en el mo mento en que el movimiento deja a sus fanáticos seguidores
en la estacada, matando en ellos cualquier convicción que quedara de que pudieran haber
sobrevenido al colapso del mismo movimiento9. Pero dentro del marco organizador del
movimiento, mientras que los mantenga unidos, los miembros fanatizados no pueden ser influidos
por ninguna experiencia ni por ningún argumento; la identificación con el movimiento y el
conformismo total parecen haber destruido la misma capacidad para la experiencia, aunque ésta
resulte tan extremada como la tortura o el temor a la muerte.
Los movimientos totalitarios pretenden lograr organizar a las masas —no a las clases, como los
antiguos partidos de intereses de las Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con
opiniones acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses en éstos, como los
partidos de los países anglosajones. Mientras que todos los grupos políticos dependen de una fuerza
proporcionada, los movimientos totalitarios dependen de la pura fuerza del número, hasta tal punto
que los regímenes totalitarios parecen imposibles, incluso bajo circunstancias por lo demás
favorables, en países con poblaciones relativamente pequeñas10. Después de la primera guerra
mundial barrió Europa una ola intensamente antidemocrática y prodictatorial de movimientos
semitotalitarios y totalitarios; los movimientos fascistas se extendieron desde Italia a casi todos los
países de la Europa central y oriental (la parte checa de Checoslovaquia fue una de las excepciones
notables); sin embargo, incluso Mussolini, que tan orgulloso se mostraba del término «Estado
totalitario», no intentó establecer un completo régimen totalitario11, y se contentó con una dictadura
por el comunismo: «Durante todo el tiempo las autoridades insistieron en que confesara haber realizado actos de
sabotaje que jamás perpetré. Me negué. Me dijeron: ‘Si usted está en favor del Gobierno soviético, como pretende
estarlo, demuéstrelo con sus acciones; el Gobierno necesita su confesión.’» Información de ANTON CILIGA, The
Russian Enigma, Londres, 1940, p. 153.
Trotsky dio una justificación teórica de esta conducta: «Sólo podemos tener razón con y por el partido, porque la
Historia no ha proporcionado otro medio. Los ingleses tienen un lema: ‘Con mi país, con razón o sin ella...’ Nosotros
dispo nemos de una justificación histórica mucho mejor al decir que si algo es justo o injusto en ciertos casos concretos
individuales, es el partido quien es justo o injusto» (SOUVARINE, op. cit., p. 361).
Por otra parte, los oficiales del Ejército Rojo que no pertenecían al movimiento tenían que ser juzgados a puerta
cerrada.
8
El autor nazi ANDREAS PFENNING rechaza explícitamente la noción de que las SA estaban luchando por un
«ideal» o la de que se sentían impulsadas por una «experiencia idealista». Su «experiencia básica nació en el curso de la
lucha»: «Gemeinschaf t und Staatwissenschaft», en Zeitschrift für die gesamte Staatwissenschafts, tomo 96, cita de
ERNST FRAENKEL, The Dual State, Nueva York y Londres, 1941, p. 192. De la amplia literatura en forma de folletos
editados por el centro principal de adoctrinamiento (Hauptamt-Schulungsamt) de las SS, se deduce enteramente que la
palabra «idealismo» había sido cuidadosamente evitada. No se exigía de los miembros de las SS idealismo alguno, sino
«la profunda consistencia lógica en todas las cuestiones ideológicas y la implacable prosecución de la lucha política»
(WERNER BEST, Die deutsche Polizei, 1941, p. 99).
9
A este respecto la Alemania de la posguerra ofrece muy luminosos ejemplos. Fue ya bastante sorprendente que las
tropas americanas negras en manera alguna obtuvieran una acogida hostil, a pesar del masivo adoctrinamiento racial
emprendido por los nazis. Pero igualmente sorprendente fue «el hecho de que en los últimos días de la resistencia
alemana contra los aliados las Waffen-SS no lucharan ‘hasta el último hombre’» y que esta unidad especial nazi de
combate, «tras los enormes sacrificios de los años precedentes, que superaron con creces las pérdidas proporcio nales de
la Wehrmacht, en las últimas semanas actuara como cualquier otra unidad constituida por paisanos y se inclinara ante la
desesperanza de la situación» (KARL O. PAETEL, «Die SS», en Vierteljahreshef te für Zeitgeschichte, enero de 1954).
10
Los Gobiernos de Europa oriental bajo dominio de Moscú operan en favor de Moscú y actúan como agentes de la
Komintern; constituyen ejemplos de la difusión del movimiento totalitario dirigido por Moscú, no de evoluciones
nativas. La única excepción parece ser la de Tito, de Yugoslavia, que puede nue rompiera con Moscú porque
comprendiera que los métodos totalitarios de inspiración rusa le costarían un gran porcentaje de la población yugoslava.
11
Prueba de la naturaleza no totalitaria de la dictadura fascista es el número sorprendentemente pequeño y las
sentencias relativamente suaves impuestas a los acusados de delitos políticos. Durante la etapa particularmente activa de
1926 a 1932, los Tribunales especiales para delitos políticos impusieron siete penas de muerte, 257 sentencias a diez o
más años de cárcel, 1.360 de menos de diez años y sentenciaron a muchos más al exilio. Además, fueron detenidos y
declarados inocentes unos 12.000, procedimiento completamente inconcebible bajo las condiciones del terror nazi o del
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y un régimen unipartidista. Dictaduras similares no totalitarias surgieron en la Rumania de la
preguerra, en Polonia, los Estados bálticos, Hungría, Portugal y la España de Franco. Los nazis, que
poseían un infalible instinto para advertir semejantes diferencias, acostumbraban a comentar
desdeñosamente las imperfecciones de sus aliados fascistas, mientras que su genuina admiración
por el régimen bolchevique de Rusia (y el partido comunista en Alemania) sólo admitía parangón y
era equilibrada por su desprecio a las razas de Europa oriental12. El único hombre por quien Hitler
sentía un «incalificado respeto» era «Stalin, el genio»13, y aunque en el caso de Stalin y del régimen
ruso no poseemos (y presumiblemente jamás poseeremos) el rico material documental de que
disponemos en el caso de Alemania, sabemos, sin embargo, desde el discurso de Kruschev ante el
XX Congreso del Partido, que Stalin confiaba únicamente en un hombre y que este hombre era
Hitler14.
El hecho es que en todos estos pequeños países europeos las dictaduras no totalitarias fueron
precedidas por movimientos totalitarios, de forma tal que pareció como si el totalitarismo fuera un
objetivo demasiado ambicioso que, aunque había servido bastante bien para organizar las masas
hasta que el movimiento se apoderara del poder, el tamaño absoluto del país había forzado al
posible jefe totalitario de las masas a marcos más familiares de dictaduras de clase o de partido. La
verdad es que sencillamente estos países no controlaban suficiente material humano para permitir
bolchevique. Véase la obra de E. KOHN-BRAMSTEDT, Dictatorships and Political Police: The Technique of Control
by Fear, Londres, 1945, pp. 51 y sigs.
12
Los teóricos de la política nazi declararon siempre con énfasis que el «‘Estado ético’ de Mussolini y el ‘Estado
ideológico’ de Hitler (Weltanschauungstaat) no pueden ser mencionados conjuntamente» (GOTTFRIED NEESSE,
«Die verfassungsrechtliche Gestaltung der Einpartei», en Zeitschrift für die gesamte Staatwissenschaft, 1938, tomo 98).
Goebbels, sobre la diferencia entre el fascismo y el nacionalsocialismo: « [El fascismo] no es... en absoluto como el
nacionalsocialismo. Mientras que éste penetra hasta las raíces, el fascismo es sólo algo superficial» (The Goebbels
Diaries 19421943, ed. por Louis Loechner, Nueva York, 1948, p. 71). «[El Duce] no es un revolucionario como el
Führer o como Stalin. Se halla tan ligado a su propio pueblo italiano, que carece de las amplias cualidades de un
revolucionario y de un agitador mundial» (ibíd., p. 468).
Himmler expresó la misma opinión en un discurso pronunciado en 1943 en una reunión de jefes militares: «El
fascismo y el nacionalsocialismo son dos cosas fundamentalmente diferentes...; no existe en absoluto comparación
posible entre el fascismo y el nacionalsocialismo como movimientos espirituales e ideológicos.» Véase KOHNBRAMSTEDT, op. cit., apéndice A.
En los primeros años de la década de los 20, Hitler reconoció la afinidad entre los movimientos nazi y comunista:
«En nuestro movimiento se unen los dos extremos: los comunistas de la izquierda y los oficiales y los estudiantes de la
derecha. Estos dos han sido siempre los elementos más activos... Los comunistas eran los idealistas del socialismo...»
Véase HEIDEN, op. cit., p. 147. Röhm, el jefe de las SA, sólo repetía una opinión corriente cuando afirmó al final de la
década de los 20: «Hay muchas cosas entre nosotros y los comunistas, pero nosotros respetamos la sinceridad de su
convicción y su voluntad de sacrificarse por su propia causa, y esto nos une con ellos» (ERNST RÖHM, Die Geschichte
eines Hochverräters, 1933, edición popular, página 273).
Durante la última guerra los nazis se mostraron más dispuestos a reconocer como sus iguales a los rusos que a
cualquier otra nación. Hitler, en mayo de 1943 y ante una reunión de Reichsleiters y Gauleiters, «comenzó con el hecho
de que en esta guerra se están enfrentando entre sí la burguesía y los Estados revolucionarios. Nos ha resultado fácil
derribar a los Estados burgueses porque eran completamente inferiores a nosotros en su preparación y en su actitud. Los
países con una ideología son superiores a los Estados burgueses... [En el Este] nos enfrentamos con un adversario al que
también alienta una ideología, aunque sea equivocada...» (Goebbels Diaries, p. 355). Esta estimación se hallaba basada
en consideraciones no militares, sino ideológicas. GOTTFRIED NEESSE, Partei und Staat, 1936, dio la versión oficial
de la lucha de los movimientos por el poder cuando escribió: «Para nosotros el frente unido del sistema se extiende
desde el Partido Popular Nacional Alemán (es decir, la extrema derecha) a los socialdemócratas. El partido comunista
era un enemigo fuera del sistema. Por eso, durante los primeros meses de 1933, cuando el destino del sistema estaba ya
sellado, todavía nos quedaba por librar una batalla decisiva contra el partido comunista» (p. 76).
13
Hitlers Tischgespräche, p. 113. Allí encontramos también numerosos ejemplos que atestiguan, contra ciertas leyendas
de la posguerra, que Hitler nunca trató de defender a «Occidente» contra el bolchevismo, sino que siempre estuvo
dispuesto a unirse a «los rojos» para la destrucción de Occidente, aun a mitad de la lucha contra la Rusia soviética.
Véanse especialmente pp. 95, 108 113 y sigs., 158 y 385.
14
Ahora sabemos que Stalin fue repetidas veces advertido de la inminencia del ataque de Hitler a la Unión Soviética.
Incluso cuando el agregado militár soviético en Berlín le informó del día del ataque nazi, Stalin se negó a creer que
Hitler violaría el Pacto. (Véase el «Discurso sobre Stalin», de KRUSCHEV, texto proporcionado por el Departamento
de Estado, The New York Times, 5 de junio de 1956.)
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una dominación total y las graves pérdidas de población inherentes15. Sin gran esperanza en la
conquista de territorios más densamente poblados, los tiranos de esos pequeños países se vieron
forzados a una determinada y resuelta moderación para no perder a las personas a las que tenían que
dominar. Por ello, también el nazismo, hasta el estallido de la guerra y su expansión por Europa, se
mantuvo retrasado respecto de su equivalente ruso en consistencia y crueldad; incluso el pueblo
alemán no era suficientemente numeroso para permitir el desarrollo completo de esta novísima
forma de gobierno. Sólo si hubiese ganado la guerra habría conocido Alemania una dominación
totalitaria completamente evolucionada, y los sacrificios habrían alcanzado, no sólo a las «razas
inferiores», sino a los mismos alemanes, tal como cabe deducir y estimar del legado de los planes
de Hitler16. En cualquier caso, sólo durante la guerra, después de que las conquistas en el Este
proporcionaron grandes masas de población e hicieron posibles los campos de exterminio, pudo
Alemania establecer una dominación verdaderamente totalitaria. (A la inversa, las posibilidades de
dominación totalitaria son aterradoramente altas en las tierras del tradicional despotismo oriental, en
la India y en China, donde existe un material casi inagotable para alimentar la maquinaria de
dominación total, acumuladora de poder y destructora de hombres, y donde, además, el típico
sentimiento masivo de la superfluidad del hombre —fenómeno enteramente nuevo en Europa,
donde es concomitante con el desempleo en masa y el crecimiento de población de los últimos
ciento cincuenta años— ha prevalecido durante siglos en el desprecio por el valor de la vida
humana.) La moderación o los métodos menos homicidas de dominación eran difícilmente
atribuibles al temor del Gobierno a una rebelión popular. La despoblación de su propio país
constituía una amenaza mucho más seria. Sólo donde existen grandes masas superfluas o donde
pueden ser derrochadas sin desastrosos resultados de despoblación es posible una dominación
totalitaria, diferenciada de un movimiento totalitario.
Los movimientos totalitarios son posibles allí donde existen masas que, por una razón u otra, han
adquirido el apetito de la organización política. Las masas no se mantienen unidas por la conciencia
de un interés común y carecen de esa clase específica de diferenciación que se expresa en objetivos
limitados y obtenibles. El término de masa se aplica sólo cuando nos referimos a personas que, bien
15
La siguiente información proporcionada por SOUVARINE, op. cit, p. 669, parece ser una relevante ilustración:
«Según W. Krivitsky, cuya excelente fuente de información confidencial es la GPU: ‘En lugar de los 171 millones de
habitantes calculados para 1937, sólo se encontraron 145 millones; de esta forma se habían perdido en la URSS cerca de
30 millones de personas.’» Y esto, conviene no olvidarlo, sucedía tras la deskulakización de los primeros años de la
década de los 30, que había costado unos ocho millones de vidas humanas. Véase Communism in Action, U. S. Go
vernment, Washington, 1946, p. 140.
16
Gran parte de estos planes, basados en los documentos originales, pueden hallarse en Bréviaire de la haine, de LEÓN
POLIAKOV, París, 1951, cap. 8 (edición americana bajo el título de Harvest of Hate, Syracuse, 1954); las citas
pertenecen a la edición original francesa, pero sólo en cuanto se refieren al exterminio de los pueblos no germánicos,
especialmente a los de origen eslavo. El hecho de que la máquina nazi de destrucción no se habría detenido ni siquiera
ante el pueblo alemán resulta probado por un proyecto de ley sanitaria, redactado por el mismo Hitler. Proponía «aislar»
del resto de la población a todas las familias que contaran con algún caso de afecciones cardíacas o pulmonares, siendo,
naturalmente, su liquidación física el siguiente paso. Este, como otros diferentes e interesantes proyectos para la
victoriosa Alemania de la posguerra, se hallan contenidos en una carta circular a los jefes de distrito (Kreisleiter) de
Hesse-Nassau en la forma de un informe sobre un debate desarrollado en el Cuartel General del Führer acerca de las
medidas que tendrían que ser adoptadas «antes... y después de una victoriosa terminación de la guerra». Véase la
colección de documentos en Nazi Conspiracy and Aggression, Washington, 1946, et seq., vc. VII, p. 175. Al mismo
contexto corresponde la proyectada promulgación de un «legislación relativa a todos los extranjeros», mediante la cual
tenía que ser legalizada y ampliada la «autoridad institucional» de la policía, principalmente, para enviar a personas que
no hubieran cometido delito alguno a los campos de concentración. (Véase PAUL WERNER, SS-Standartenführer, en
Deutsches Jugendrecht, fasc. 4, 1944.)
En relación con esta «política demográfica negativa» es importante recordar que «en este proceso de selección nunca
puede haber una pausa» (HIMMLER, «Die Schutzstaffel», en Grundlagen, Aufabau und Wirtschaftsordnung des
nationalsozialistischen Staates, núm. 7 b). «La lucha del Führer y de su partido constituía una selección inalcanzada...;
la selección y esta lucha quedaron ostensiblemente coronadas el 30 de enero de 1933... El Führer y su vieja guardia
sabían que la verdadera lucha acababa de comenzar» (ROBERT LEY, Der Weg zur Ordensburg, o. D. Verlag der
Deutschen Arbeitsfront. «No disponible para la venta»).
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por su puro número, bien por indiferencia, o por ambos motivos, no pueden ser integradas en
ninguna organización basada en el interés común, en los partidos políticos, en la gobernación
municipal o en las organizaciones profesionales y los sindicatos. Potencialmente, existen en cada
país y constituyen la mayoría de esas muy numerosas personas, neutrales y políticamente
indiferentes, que jamás se adhieren a un partido y difícilmente acuden a votar.
Fue característico del auge del movimiento nazi en Alemania y del de los movimientos
comunistas en Europa después de 193017 el hecho de que reclutaran a sus miembros en esta masa de
personas aparentemente indiferentes, a quienes todos los demás partidos habían renunciado por
considerarlas demasiado apáticas o demasiado estúpidas para merecer su atención El resultado fue
que la mayoría de sus afiliados eran personas que nunca habían aparecido anteriormente en la
escena política. Esto permitía la introducción de métodos enteramente nuevos en la propaganda
política y la indiferencia a los argumentos de los adversarios políticos; estos movimientos no sólo se
situaban ellos mismos al margen y contra el sistema de partidos como tal, sino que hallaban unos
seguidores a los que jamás habían llegado los partidos y que nunca habían sido «echados a perder»
por el sistema de partidos. Por eso no necesitaban refutar los argumentos opuestos, y,
consecuentemente, preferían los métodos que concluían en la muerte más que en la persuasión, que
difundían el terror más que la convicción. Presentaban los desacuerdos como originados
invariablemente en profundas fuentes naturales, sociales o psicológicas, más allá del control del
individuo y por ello más allá del poder de la razón. Esto hubiera constituido una desventaja si
hubiesen entrado sinceramente en competencia con los demás partidos; no lo era si estaban seguros
de tratar con personas que tenían razones para sentirse igualmente hostiles a todos los partidos.
El éxito de los movimientos totalitarios entre las masas significó el final de dos espejismos de los
países gobernados democráticamente, en general, y de las Naciones-Estados europeas y de su
sistema de partidos, en particular. El primero consistía en creer que el pueblo en su mayoría había
tomado una parte activa en el Gobierno y que cada individuo simpatizaba con su propio partido o
con otro. Al contrario, los movimientos mostraron que las masas políticamente neutrales e
indiferentes podían ser fácilmente mayoría en un país gobernado democráticamente, que, por eso,
una democracia podía funcionar según normas activamente reconocidas sólo por una minoría. El
segundo espejismo democrático, explotado por los movimientos totalitarios, consistía en suponer
que estas masas políticamente indiferentes no importaban, que eran verdaderamente neutrales y no
constituían más que un fondo indiferenciado de la vida política de la nación. Entonces hicieron
evidente lo que ningún otro órgano de la opinión pública había sido capaz de mostrar, es decir, que
el Gobierno democrático había descansado tanto en la aprobación tácita y en la tolerancia de
secciones indiferentes e indiferenciadas del pueblo como en las instituciones y organizaciones
diferenciadas y visibles del país. Así, cuando los movimientos totalitarios invadieron el Parlamento
con su desprecio por el Gobierno parlamentario, parecieron sencillamente inconsecuentes; pero en
realidad lograron convencer al pueblo en general de que las mayorías parlamentarias eran espúreas
y no correspondían necesariamente a las realidades del país, minando así el respeto propio y la
confianza de los Gobiernos que también creían en la regla de la mayoría más que en sus
constituciones.
Se ha señalado frecuentemente que los movimientos totalitarios usan y abusan de las libertades
democráticas con el fin de abolirlas. Esta no es simplemente maligna astucia por parte de los
dirigentes o estupidez infantil por parte de las masas. Las libertades democráticas pueden hallarse
basadas en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley; sin embargo, adquieren su significado y
funcionan orgánicamente sólo allí donde los ciudadanos pertenecen a grupos y son representados
por éstos o donde forman una’ jerarquía social y política. La ruptura del sistema de clases, la única
estratificación social y política de las Naciones-Estados europeas, fue, ciertamente, «uno de los
acontecimientos más dramáticos de la reciente historia alemana»18 y tan favorable para el auge del
17
F. BORKENAU describe correctamente esta situación: «Los comunistas obtuvieron solamente unos éxitos muy
modestos cuando trataron de lograr influencia entre las masas de la clase trabajadora; su base de masas, por eso, si es
que la tenían, se apartó cada vez más del proletariado» («Die neue Komintern», en Der Monat, Berlín, 1949, fasc. 4).
18
WILLIAM EBENSTEIN, The Nazi State, 1943, p. 247.
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nazismo como la ausencia de estratificación social en la inmensa población rural de Rusia (ese
«gran cuerpo fláccido, desprovisto de educación política, casi inaccesible a las ideas capaces de
ennoblecer la acción»19) fue para el derrocamiento del Gobierno democrático de Kerensky a manos
de los bolcheviques. Las condiciones en la Alemania prehitleriana son indicativas de los peligros
implícitos en el desarrollo de la parte occidental del mundo, dado que, con el final de la segunda
guerra mundial, el mismo dramático acontecimiento de ruptura del sistema de clases se ha repetido
en casi todos los países europeos, mientras que los acontecimientos de Rusia indican claramente la
dirección que pueden tomar los inevitables cambios revolucionarios en Asia. Prácticamente
hablando, será de escasa diferencia el que los movimientos totalitarios adopten el marco del
nazismo o el del bolchevismo, organicen las masas en nombre de la raza o de la clase, pretendan
seguir las leyes de la vida y de la Naturaleza o las de la dialéctica y la economía.
La indiferencia ante los asuntos públicos, la neutralidad en los asuntos políticos, no son en sí
mismas causa suficiente para el auge de los movimientos totalitarios. La sociedad competitiva y
adquisitiva de la burguesía ha producido la apatía, incluso la hostilidad, hacia la vida pública no
sólo, y ni siquiera primariamente, en los estratos sociales que fueron explotados y excluidos de la
participación activa en la dominación del país, sino, en primer lugar, dentro de su propia clase. El
largo período de falsa modestia, cuando la burguesía se contentaba con ser la clase dominante en la
sociedad sin aspirar a la dominación política, que de buena gana dejaba a la aristocracia, fue
seguido por la era imperialista, durante la cual la burguesía se tornó crecientemente hostil a las
instituciones nacionales existentes y comenzó a reclamar el ejercicio del poder político y a
organizarse para ejercerlo. Tanto la primitiva apatía como la ulterior exigencia de dirección
dictatorial monopolista de los asuntos exteriores de la nación tenían sus raíces en un estilo y en una
filosofía de vida tan insistente y exclusivamente centrados en el éxito y el fracaso del individuo, en
la implacable competencia que los deberes y responsabilidades de un ciudadano sólo podían
considerarse como un innecesario drenaje de su tiempo y sus energías forzosamente limitados. Estas
actitudes burguesas resultan muy útiles para aquellas formas de dictadura en las que un «hombre
fuerte» asume por sí la inquietante responsabilidad de los asuntos públicos; constituyen un
obstáculo positivo a los movimientos totalitarios, que no pueden tolerar al individualismo burgués
más que a cualquier otro tipo de individualismo. Las secciones apáticas de una sociedad dominada
por la burguesía, por poco deseosas que puedan estar de asumir las responsabilidades de los
ciudadanos, mantienen intactas sus personalidades aunque sólo sea porque sin ellas difícilmente
podrían esperar sobrevivir en la lucha competitiva por la vida.
Las diferencias decisivas entre las organizaciones del populacho del siglo XIX y los
movimientos de masas del siglo XX son difíciles de percibir, porque los modernos dirigentes
totalitarios no difieren mucho en psicología y mentalidad de los primeros dirigentes del populacho,
cuyas normas morales y cuyos medios políticos tanto se parecían a los de la burguesía. Sin
embargo, mientras que el individualismo caracterizaba tanto a la actitud de la burguesía como a la
del populacho, los movimientos totalitarios pueden justamente afirmar que son los primeros
partidos verdaderamente antiburgueses; ninguno de sus predecesores decimonónicos, ni la Sociedad
del 10 de Diciembre, que ayudó a subir al poder a Luis Napoleón, ni las brigadas de carniceros del
affaire Dreyfus, ni los Cien Negros de los pogroms rusos, ni los pan-movimientos, implicaron a sus
miembros hasta el punto de llegar a una completa pérdida de las ambiciones y reivindicacio nes
individuales ni llegaron a comprender que una organización podía lograr extinguir
permanentemente la identidad individual y no tan sólo durante el momento de la acción heroica
colectiva.
La relación entre la sociedad de clases dominada por la burguesía y las masas que emergieron de
su ruptura no es la misma que la relación entre la burguesía y el populacho, que fue un subproducto
de la producción capitalista. Las masas comparten con el populacho solamente una característica, la
de que ambas se hallan al margen de todas las ramificaciones sociales y de la representación política
normal. Las masas no heredan, como el populacho —aunque en forma pervertida—, las normas y
19
Como la describió Máximo Gorki. Véase SOUVARINE, op. cit., p. 290.
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actitudes de la clase dominante, sino que reflejan en alguna forma y de alguna manera pervierten las
normas y actitudes hacia los asuntos públicos de todas las clases. Las normas del hombre-masa se
hallaban determinadas no sólo ni siquiera primariamente por la clase específica a la que perteneció
una vez, sino más bien por las influencias y convicciones omnipenetrantes que eran tácita e
indiferenciadamente compartidas por todas las clases de la sociedad.
La pertenencia a una clase, aunque más relajada y jamás tan inevitablemente determinada por el
origen social como en los órdenes y estamentos de la sociedad feudal, existía generalmente por
nacimiento, y sólo unas dotes extraordinarias o la suerte podían cambiarla. El status social resultaba
decisivo para la participación del individuo en política, y excepto en los casos de emergencia
nacional en los que se suponía que este individuo había de actuar solamente como un nacional, sin
atención a su clase o a su afiliación a un partido, jamás se enfrentaba directamente con los asuntos
públicos o se sentía directamente responsable de su dirección. La elevación de una clase, hasta
adquirir una mayor importancia en la comunidad, era siempre acompañada por la educación y la
preparción de cierto número de sus miembros para la política como profesión, para el servicio
remunerado (o, si podía permitírselo, no remunerado) en el Gobierno y en la representación de la
clase en el Parlamento. El hecho de que la mayoría del pueblo permaneciera al margen de todos los
partidos o de toda otra organización política no importaba a nadie y no era más cierto para una clase
particular que para otra. En otras palabras, la pertenencia a una clase, sus limitadas obligaciones de
grupo y sus actitudes tradicionales hacia el Gobierno impedían el desarrollo de una ciudadanía que
se sintiera individual y personalmente responsable de la gobernación del país. Este carácter
apolítico de las poblaciones de la Nación-Estado surgió a la luz sólo cuando se quebró el sistema de
clases, llevándose consigo todo el tejido de hilos visibles e invisibles que ligan al pueblo con el
cuerpo politico. La ruptura del sistema de clases significaba automáticamente la ruptura del sistema
de partidos, principalmente porque estos partidos, siendo partidos de intereses, ya no podían
representar los intereses de clase. Su continuidad era de alguna importancia para los miembros de
las antiguas clases, que esperaban, contra toda esperanza, recobrar su antiguo status social y que
permanecieron unidos no porque siguieran teniendo intereses comunes, sino porque esperaban
restaurarlos. Los partidos, en consecuencia, se tornaron cada vez más psicológicos e ideológicos en
su propaganda, cada vez más y más apologéticos y nostálgicos en su forma de abordar las
cuestiones políticas. Habían perdido, además, sin ser conscientes de ello, a los neutrales que les
habían apoyado y que jamás se habían interesado en la política, porque consideraban que no
existían partidos que pudieran cuidarse de sus intereses. De esta forma, los primeros signos de la
ruptura del sistema continental de partidos no fueron las deserciones de los antiguos miembros de
los partidos, sino el fracaso en el reclutamiento de los miembros de la nueva generación y la pérdida
del asentimiento y del apoyo tácitos de las masas inorganizadas que repentinamente se despojaron
de su apatía y acudieron allí donde vieron una oportunidad de proclamar su nueva y violenta
oposición.
La caída de los tabiques que protegían a las clases transformó a las dormidas mayorías existentes
tras todos los partidos en una masa inorganizada e inestructurada de furiosos individuos que no
tenían nada en común excepto su vaga aprensión de que las esperanzas de los miembros de los
partidos se hallaban condenadas, de que, en consecuencia, los miembros más respetados,
diferenciados y representativos de la comunidad eran unos imbéciles y de que todos los poderes
existentes eran no tanto malos como igualmente estúpidos y fraudulentos. Para el nacimiento de
esta solidaridad negativa, nueva y aterradora, no tuvo gran consecuencia el hecho de que el
trabajador parado odiara el statu quo y los poderes existentes bajo la forma del partido
socialdemócrata; que el pequeño propietario expropiado lo odiara bajo la forma de un partido
centrista o derechista y los antiguos miembros de las clases media y alta lo odiaran bajo la forma de
la extrema derecha tradicional. Las dimensiones de esta masa de hombres generalmente
insatisfechos y desesperados aumentaron rápidamente en Alemania y Austria después de la primera
guerra mundial, cuando la inflación y el paro se sumaron a las quebrantadoras consecuencias de la
derrota militar; esa masa existió en amplia proporción en todos los Estados sucesores, y apoyó todos
los movimientos extremistas en Francia e Italia a partir de la segunda guerra mundial.
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En esta atmósfera de ruptura de la sociedad de clases se desarrolló la psicología del hombremasa europeo. El hecho de que con uniformidad monótona, pero no abstracta, sobreviniera el
mismo destino a una masa de individuos no impidió que éstos lo juzgaran en términos de fracaso
individual y al mundo entero en términos de injusticia específica. Esta amargura centrada en sí
misma, empero, aunque repetida una y otra vez en el aislamiento individual, no constituía un lazo
común, a pesar de su tendencia a extinguir las diferencias individuales, porque no se hallaba basada
en el interés común, económico, social o político. Su concentración, por eso, corrió parejas con un
decisivo debilitamiento del instinto de autoconservación. La abnegación, en el sentido de que uno
mismo no importa, el sentimiento de ser gastable, ya no era la expresión de un idealismo individual,
sino un fenómeno de masas. El viejo adagio según el cual los pobres y los oprimidos no tienen nada
que perder más que sus cadenas no se aplicaba a los hombres-masa porque eran privados de mucho
más que las cadenas de la miseria cuando perdían el interés por su propio bienestar: había
desaparecido la fuente de todas las preocupaciones y cuidados que hacen a la vida humana inquieta
y angustiada. En comparación con su ausencia de materialismo, un monje cristiano parecía un
hombre absorbido por los asuntos mundanos. Himmler, que tan bien conocía la mentalidad de
aquellos a los que organizó, describió no sólo a sus hombres SS, sino a amplios estratos de donde
los reclutó, cuando dijo que no se hallaban interesados en los «problemas cotidianos», sino sólo «en
cuestiones ideológicas importantes durante décadas y siglos, de forma tal que el hombre... sabe que
está trabajando para una gran tarea que solamente se presenta una vez cada dos mil años»20. La
gigantesca concentración de individuos produjo una mentalidad que, como Cecil Rhodes unos
cuarenta años antes, pensaba en continentes y sentía en siglos.
Eminentes investigadores y políticos europeos habían predicho desde comienzos del siglo XIX la
aparición del hombre-masa y la llegada de una época de las masas. Toda una literatura sobre el
comportamiento de las masas y la psicología de las masas había demostrado y popularizado el
conocimiento, tan familiar a los antiguos, de la afinidad entre democracia y dictadura, entre la
dominación del populacho y la tiranía. Había preparado a ciertos sectores políticamente conscientes
y superconscientes del mundo instruido occidental para la emergencia de demagogos, para la
credulidad, la superstición y la brutalidad. Sin embargo, aunque todas estas predicciones llegaron a
cumplirse en algún sentido, perdieron mucho de su significado a la vista de fenómenos tan
inesperados e imprevisibles como la pérdida radical del interés por sí mismo de cada uno21, la
indiferencia cínica o aburrida frente a la muerte u otras catástrofes personales, la inclinación
apasionada hacia las nociones más abstractas como guías de la vida y el desprecio general incluso
por las normas más obvias del sentido común.
Las masas, contra lo que se predijo, no fueron resultado de la creciente igualdad de condición, de
la difusión de la educación general y su inevitable reducción de niveles y de la popularización de su
contenido (América, la tierra clásica de la igualdad de condiciones y de la educación general, con
todos sus defectos conoce menos acerca de la moderna psicología de masas que tal vez cualquier
otro país del mundo.) Pronto se vio con claridad que las personas muy cultas se sentían
particularmente atraídas hacia los movimientos de masas y que, generalmente, un individualismo y
una complejidad altamente diferenciados no impedían, e incluso a veces favorecían, el abandono de
sí mismo en la masa que facilitaron los movimientos de masas. Como fue tan inesperado el hecho
obvio de que la individualización y la educación no impedían la formación de las actitudes de
masas, se ha culpado frecuentemente a la morbosidad o al nihilismo de la intelligentsia moderna de
un odio hacia sí misma, supuestamente típico de los intelectuales, de una «hostilidad a la vida» del
espíritu y al antagonismo respecto de la vitalidad. Sin embargo, los muy calumniados intelectuales
20
Discurso de HEINRICH HIMMLER sobre la «Organización y obligaciones de las SS y la Policía», publicado en
National-politischer Lehrgang der Wehrmacht vom 15-23 Januar, 1937. Cita de Nazi Conspiracy and Aggresion.
Office of the United States Chief Counsel for the Prosecution of Axis Criminality, U. S. Government, Washington,
1946, IV, 616 y sigs.
21
GUSTAVE LEBON, La Psychologie des foules, 1895, menciona la abnegación peculiar de las masas. Véase el cap.
II, párrafo 5.
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eran sólo el ejemplo más ilustrativo y los más claros portavoces de un fenómeno mucho más
general. La atomización social y la individualización extremada precedieron a los movimientos de
masas que, mucho más fácilmente y antes que a los miembros sociables y no individualistas de los
partidos tradicionales, atrajeron a los típicos «no afiliados», completamente desorganizados y que,
por razones individualistas, siempre se habían negado a reconocer lazos y obligaciones sociales.
La verdad es que las masas surgieron de los fragmentos de una sociedad muy atomizada cuya
estructura competitiva y cuya concomitante soledad sólo habían sido refrenadas por la pertenencia a
una clase. La característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su
aislamiento y su falta de relaciones sociales normales. Procedentes de la sociedad estructurada en
clases de la Nación-Estado, cuyas grietas habían sido colmadas por el sentimiento nacionalista, era
sólo natural que estas masas, en el primer momento de desamparo de su nueva experiencia, tendieran hacia un nacionalismo especialmente violento, por el que los dirigentes de las masas habían
clamado contra sus propios instintos y fines por razones puramente demagógicas22.
Ni el nacionalismo tribal ni el nihilismo rebelde resultan característicos de las masas o
apropiados a éstas como lo fueron para el populacho. Pero los mejor dotados entre los dirigentes de
masas de nuestro tiempo proceden del populacho más que de las masas23. La biografía de Hitler se
lee al respecto como el ejemplo de un libro de texto, y lo cierto es que Stalin procedía del aparato
conspirador del partido bolchevique con su específica mezcla de proscritos y revolucionarios. El
primitivo partido de Hitler, casi exclusivamente integrado por desgraciados, fracasados y
aventureros, representaba, desde luego, a los «bohemios armados»24, que eran sólo el reverso de la
sociedad burguesa y a los que, en consecuencia, la sociedad burguesa debería haber sido capaz de
utilizar con éxito para sus propios fines. Realmente, la burguesía fue tan engañada por los nazis
como lo fue por la facción de Röhm y Schleicher la Reichswehr, la cual también pensó que Hitler
como señuelo, o las SA, a las que emplearon como propaganda militarista y entrenamiento
paramilitar, actuarían como sus agentes y contribuirían al establecimiento de una dictadura militar25.
Ambas consideraban al movimiento nazi en sus propios términos, en términos de la filosofía
política del populacho26, y no tuvieron en cuenta el apoyo independiente y espontáneo que
22
Los fundadores del partido nazi se referían a ello ocasionalmente incluso antes de que Hitler lo supusiera un «partido
de la izquierda». También resulta interesante un incidente ocurrido tras las elecciones legislativas de 1932: «Gregor
Strasser señaló ásperamente a su jefe que antes de las elecciones los nacionalsocialistas podían haber constituido en el
Reichstag mayoría con el centro; ahora esta posibilidad se había esfumado, los dos partidos no llegaban a sumar la
mitad del Parlamento... ‘Pero con los comunistas todavía somos mayoría —replicó Hitler—; nadie puede gobernar
contra nosotros.’» (HEIDEN, op. cit., pp. 94 y 495, respectivamente.)
23
Cotéjese con CARLTON J. H. HAYES, op. cit., quien no establece diferenciación entre el populacho y las masas y
piensa que los dictadores totalitarios «proceden de las masas más que de las clases».
24
Esta es la teoría central de K. HEIDEN, cuyo análisis del movimiento nazi sigue siendo relevante. «De las ruinas de
las clases muertas surge la nueva clase de intelectuales, y a la cabeza marchan los más implacables, aquellos que menos
tienen que perder, y por eso los más fuertes: los bohemios armados, para quienes la guerra es su hogar y la guerra civil
su patria» (op. cit., p. 100).
25
El complot entre el general de la Reichswehr, Schleicher y Röhm, jefe de las SA, consistía en un plan para colocar a
todas las formaciones paramilitares bajo la autoridad militar de la Reichswehr, lo que habría significado la adición
inmediata de millones de hombres al Ejército alemán. Esto habría conducido desde luego e inevitablemente a una
dictadura militar. En junio de 1934 Hitler liquidó a Röhm y a Schleicher. Las negociaciones preliminares comenzaron
con completo conocimiento de Hitler, que utilizó las relaciones de Röhm con la Reichswehr para engañar a los círculos
militares respecto de sus verdaderas intenciones. En abril de 1932, Röhm testificó en uno de los procesos contra Hitler
que el status militar de las SA tenía la completa aprobación de la Reichswehr. (Para la prueba documental del plan
Róhm-Schleicher véase Nazi Conspiracy, V, 456 y sigs. Véase también HEIDEN, op. cit., p. 450.) El mismo Röhm
informó orgullosamente sobre sus negociaciones con Schleicher, iniciadas, según él, en 1931. Schleicher había
prometido poner a las SA, en caso de emergencia, a las órdenes oficiales de la Reichswehr. (Véase Die Memoires des
Stabschefs Röhm, Saarbrücken, 1934, p. 170.) El carácter militarista de las SA, conformado por Röhm y constantemente
combatido por Hitler, persistió, determinando su vocabulario incluso después de la liquidación de la facción de Röhm.
Al contrario que las SS, los miembros de las SA siempre insistieron en ser los «representantes de la voluntad militar de
Alemania», y para ellos el III Reich era una «comunidad militar (apoyada en) dos pilares: el partido y la Wehrmacht».
(Véase Handbuch der S. A., Berlín, 1939, y «Die Sturmabteilung», de VICTOR LUTZE, en Grundlagen, Aufbau und
Wirtschaftsordnung des nationalsozialistischen Staates, número 7 a.)
26
La autobiografía de Röhm es especialmente una obra clásica de este género de literatura.
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otorgaban las masas a los nuevos dirigentes del populacho ni tampoco los talentos genuinos de los
nuevos dirigentes del populacho para la creación de nuevas formas de organización. El po pulacho
como líder de estas masas ya no era agente de la burguesía ni de nadie más excepto de las masas.
El hecho de que los movimientos totalitarios dependieran menos de la carencia de estructuras de
una sociedad de masas que de las condiciones específicas de unas masas atomizadas e
individualizadas puede advertirse mejor en una comparación del nazismo y del bolchevismo, que se
iniciaron en sus respectivos países bajo muy diferentes circunstancias. Para trocar la dictadura
revolucionaria de Lenin en una dominación completamente totalitaria, Stalin tuvo primero que crear
artificialmente esa sociedad atomizada que había sido preparada para los nazis en Alemania gracias
a circunstancias históricas.
La victoria sorprendentemente fácil de la Revolución de Octubre tuvo lugar en un país donde una
burocracia despótica y centralizada gobernaba a una población de masas sin estructura a la que no
habían organizado ni los vestigios de los órdenes feudales rurales ni las débiles e incipientes clases
urbanas capitalistas. Cuando Lenin dijo que en ninguna parte del mundo habría sido tan fácil
conseguir el poder y tan difícil conservarlo, era consciente no sólo de la debilidad de la clase
trabajadora rusa, sino también de las anárquicas condiciones sociales en general, que favorecían los
cambios repentinos. Sin los instintos de un líder de masas —él no era orador y sentía la pasión por
el reconocimiento público y el análisis de sus propios errores, características que contradicen a una
demagogia incluso corriente—, Lenin se aferró al instante a todas las posibles diferenciaciones
sociales, nacionales y profesionales, que podían proporcionar una cierta estructura a la población, y
pareció convencido de que en semejante estratificación se basaba la salvación de la revolución.
Legalizó la expropiación anárquica de los latifundistas y constituyó así en Rusia por vez primera, y
probablemente por la última, esa clase de campesinos emancipados que, desde la Revolución
francesa, ha sido el más firme apoyo de las Naciones-Estados occidentales. Trató de reforzar a la
clase trabajadora, favoreciendo a los sindicatos independientes. Toleró la tímida aparición de una
nueva clase media que fue consecuencia de la política de la NEP tras el final de la guerra civil.
Introdujo características aún más diferenciadoras, organizando y a veces inventando tantas
nacionalidades como fuera posible, desarrollando la conciencia nacional y el sentimiento de las
diferencias históricas y culturales incluso de las tribus más primitivas de la Unión Soviética. Parece
claro que en estas cuestiones políticas puramente prácticas Lenin siguió su gran instinto de la
política más que sus convicciones marxistas; su política, en cualquier caso, demuestra que se sentía
más aterrado por la ausencia de una estructura de tipo social o de cualquier otra clase que por el
posible desarrollo de tendencias centrífugas en las nacionalidades recientemente emancipadas o
incluso por el desarrollo de una nueva burguesía surgida de las clases media y campesina
recientemente establecidas. No hay duda de que Lenin sufrió su mayor derrota cuando, con el
estallido de la guerra civil, el poder supremo, que originariamente había proyectado él que se
concentrara en los Soviets, pasó definitivamente a las manos de la burocracia del partido; pero
incluso esta evolución, trágica como fue para el curso de la revolución, no hubiera conducido necesariamente al totalitarismo. Una dictadura unipartidista añadió solamente una clase más a la
estratificación social del país ya en desarrollo, es decir, la burocracia, que, según los críticos
socialistas de la revolución, «poseíaal Estado como una propiedad privada» (Marx)27. En el
27
Es bien sabido que los grupos antistalinistas escindidos han basado sus críticas acerca del desarrollo de la Unión
Soviética en esta formulación marxista y jamás la han superado. Las repetidas «purgas» de la burocracia soviética, que
equivalieron a una liquidación de la burocracia como clase, jamás impidieron que se viera en ella a la clase dominante y
dirigente de la Unión Soviética. Lo que a continuación sigue es una estimación realizada por Rakovsky y fue escrita en
1930 durante su exilio en Siberia: «Bajo nuestros ojos se ha formado y está siendo formada una gran clase de directores
que tiene sus subdivisiones internas y que crece a través de una co-elección calculada y de los nombramientos directos o
indirectos... El elemento que une a esta clase original es una forma, también original, del poder estatal» (cita de
SOUVARINE, op. cit., p. 564). Este análisis resulta, desde luego, completamente preciso en lo que se refiere a la
evolución de la era prestaliniana. Para el desarrollo de la relación entre el partido y los soviets, que es de importancia
decisiva en el curso de la Revolución de Octubre, véase I. DEUTSCHER, The Prophet Armed: Trotsky 1879-1921,
1954.
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momento de la muerte de Lenin los caminos todavía estaban abiertos. La formación de clases de
trabajadores, campesinos y media no hubiera conducido necesariamente a la lucha de clases que
había sido característica del capitalismo europeo. La agricultura aún podía evolucionar sobre una
base colectiva, cooperativa o privada, y la economía nacional se hallaba en libertad de seguir un
esquema socialista, de capitalismo de Estado o de libre empresa. Ninguna de estas opciones hubiera
destruido automáticamente la nueva estructura del país.
Todas estas nuevas clases y nacionalidades se alzaban en el camino de Stalin cuando comenzó a
preparar al país para la dominación totalitaria. Para fabricar una masa atomizada y sin estructuras
tenía antes que liquidar los vestigios del poder de los Soviets, que, como órgano principal de la
representación nacional, todavía desempeñaban un cierto papel e impedían la dominación absoluta
de la jerarquía del partido. Por eso minó primero a los Soviets nacionales mediante la introducción
de las células bolcheviques, a las que sólo fueron admitidos los más altos funcionarios de los
Comités centrales28. Hacia 1930 los últimos rastros de las antiguas instituciones comunales habían
desaparecido, siendo sustituidos por una burocracia del partido, firmemente centralizada, cuyas
tendencias a la rusificación no eran demasiado diferentes de las del régimen zarista, excepto que los
nuevos burócratas ya no tenían miedo a la alfabetización.
El Gobierno bolchevique procedió entonces a la liquidación de las clases y comenzó, por razones
ideológicas y de propaganda, con las clases poseedoras, la nueva clase media en las ciudades y los
agricultores en el campo.
Por la doble razón de su número y de su propiedad, los campesinos habían sido hasta entonces
potencialmente la clase más poderosa de la Unión. Su liquidación fue, en consecuencia, más dura y
más cruel que la de cualquier otro grupo y se llevó a cabo mediante el hambre artificial y la
deportación bajo el pretexto de la expropiación de los kulaks y de la colectivización. La liquidación
de las clases media y campesina quedó completada a comienzos de la década de los 30; aquellos
que no figuraban entre los muchos millones de muertos o entre los millones de trabajadores
deportados y esclavizados habían aprendido «quién manda aquí»; habían aprendido que sus vidas y
las vidas de sus familiares no dependían de sus semejantes, ciudadanos, sino exclusivamente de los
caprichos de un Gobierno al que se enfrentaban completamente solos, sin ayuda alguna del grupo al
que resultaban pertenecer. No puede determinarse por las estadísticas o las fuentes documentales el
momento exacto en que la colectivización produjo un nuevo campesinado, ligado por intereses
comunes que, en razón de su posición numérica y económica, clave en la economía del país,
representó de nuevo un peligro potencial para la dominación totalitaria; pero, para aquellos que
saben leer la «fuente material» totalitaria, este momento tuvo que llegar dos años antes de la muerte
de Stalin, cuando propuso disolver las colectividades y transformarlas en unidades más grandes. No
vivió para realizar su plan; esta vez los sacrificios hubieran sido aún mayores y las consecuencias
caóticas para toda la economía, aún más catastróficas que la liquidación de la primera clase
campesina, pero no hay razones para dudar de que pudiera haberlo logrado; no hay clase que no
pueda ser barrida si son asesinados sus miembros en número suficiente.
La siguiente clase en ser liquidada como grupo fue la obrera. Como clase era mucho más débil y
ofrecía una resistencia menor que la de los campesinos, porque su expropiación espontánea de las
fábricas durante la revolución, a diferencia de la expropiación de los latifundios realizada por los
campesinos, había sido frustrada en el acto por el Gobierno, que confiscó las fábricas como
propiedad del Estado bajo el pretexto de que en cualquier caso el Estado pertenecía al proletariado.
El sistema de Stajanov, adoptado a comienzos de la década de los 30, rompió toda la solidaridad y
la conciencia de clase entre los trabajadores. En primer lugar, por una feroz competencia, y en
28
En 1927, el 90 por 100 de los soviets de aldeas y el 75 por 100 de sus presidentes no eran miembros del partido; los
Comités ejecutivos de los distritos estaban constituidos por un 50 por 100 de miembros del partido y por un 50 por 100
de individuos que no pertenecían al partido, mientras que en el Comité Central el 75 por 100 de los delegados eran
miembros del partido. Véase el artículo «Bolshevism», de MAURICE DOBB en la Encyclopedia of Social Sciences.
A. ROSENBERG, en A History of Bolshevism, Londres, 1934, cap. VI, describe detalladamente cómo los miembros
de los soviets, que pertenecían al partido, destruyeron el sistema soviético desde dentro, votando «conforme a las
instrucciones que recibían de los funcionarios permanentes del partido»
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segundo lugar, por la solidificación temporal de la aristocracia stajanovista, cuya distancia social
respecto del trabajador ordinario se advirtió naturalmente con mayor agudeza que la distancia entre
los trabajadores y la dirección. Este proceso quedó completado en 1938 con la introducción del
Código del Trabajo, que transformó oficialmente a toda la clase obrera rusa en una gigantesca
organización de trabajos forzados.
Por encima de estas medidas sobrevino la liquidación de aquella burocracia que había
contribuido a realizar las anteriores medidas de liquidación. Stalin tardó unos dos años, desde 1936
a 1938, en desembarazarse de toda la aristocracia administrativa y militar de la sociedad soviética;
casi todos-los organismos, fábricas, entidades económicas y culturales, el Gobierno, el Partido y los
departamentos militares, pasaron a nuevas manos cuando «casi quedó barrida la mitad del personal
administrativo, del Partido y fuera del Partido», y cuando más del 50 por 100 de todos los miembros
del Partido, y «al menos ocho millones más», fueron liquidados29. La introducción de un pasaporte
interior, en el que habían de registrarse y autorizarse todas las salidas de una ciudad en dirección a
otra completó la destrucción de la burocracia del Partido como clase. Por lo que se refiere a su
status jurídico, la burocracia, junto con los funcionarios del Partido, se hallaba ahora al mismo nivel
que los trabajadores; también ésta se había convertido ahora en parte de la vasta multitud de los
trabajadores forzados rusos y su status como clase privilegiada de la sociedad soviética era ya algo
del pasado. Y como esta purga general acabó con la liquidación de los más altos funcionarios de la
Policía —los mismos que habían realizado en primer lugar la purga general—, ni siquiera los altos
cargos de la GPU que habían puesto en práctica el terror podían ya sentir como grupo que
representaba algo, menos que nada al poder. Ninguno de estos inmensos sacrificios en vidas
humanas fue motivado por una raison d’état, en el antiguo sentido del término. Ninguno de los
estratos sociales liquidados era hostil al régimen o resultaba probablemente hostil en un futuro
previsible. La oposición activa organizada había dejado de existir hacia 1930, cuando Stalin, en su
discurso al XVI Congreso del Partido, declaró ilegales las desviaciones derechistas e izquierdistas
en el seno del partido, e incluso estas débiles oposiciones apenas habían sido capaces de basarse en
cualquiera de las clases existentes30. El terror dictatorial —diferenciado del terror totalitario en tanto
que constituye solamente una amenaza para los auténticos adversarios, pero no para los ciudadanos
inofensivos sin oposiciones políticas— había sido suficientemente fuerte como para sofocar toda la
vida política, abierta o clandestina, incluso antes de la muerte de Lenin. Las intervenciones del
exterior, que podían aliarse con algunas de las secciones insatisfechas de la población, ya no eran un
peligro cuando, hacia 1930, el régimen soviético había sido reconocido por una mayoría de
Gobiernos y había concertado acuerdos comerciales internacionales y de otro tipo con muchos
países (ni eliminó el Gobierno de Stalin semejante posibilidad por lo que a las personas implicadas
concernía: sabemos ahora que Hitler, si hubiese sido un conquistador ordinario y no un jefe
totalitario rival, podía haber tenido una extraordinaria posibilidad de ganar para su causa al menos
la población de Ucrania).
Si la liquidación de las clases carecía de sentido político fue positivamente desastrosa para la
economía soviética. Las consecuencias del hambre artificial de 1933 fueron sentidas durante años a
lo largo del país; la introducción del sistema de Stajanov en 1935, con su arbitraria aceleración de la
producción individual y su completo desprecio de las necesidades del trabajo en equipo en la
29
Estas cifras están tomadas del libro de VICTOR KRAVCHENKO I Chose Freedom: The Personal and Political Life
of a Soviet Official, Nueva York, 1946, pp. 278 y 303. Se trata, desde luego, de una fuente muy discutible. Pero como
en el caso de la Unión Soviética sólo podemos recurrir básicamente a fuentes discutibles ---es decir, que tenemos que
contentarnos con reportajes periodísticos, informes o estimaciones de una clase u otra—, todo lo que podemos hacer es
usar cualquier información que por lo menos parezca poseer un alto grado de verosimilitud. Algunos historiadores
parecen pensar que el método opuesto —es decir, la utilización exclusiva de todo material proporcionado por el
Gobierno ruso— resulta más fiable, pero éste no es el caso. Precisamente el material oficial es el que sólo contiene
propaganda.
30
El informe de Stalin al XVI Congreso denunciaba las desviaciones como el «reflejo» de la clase campesina y de la
pequeña burguesía entre las filas del partido. (Véase Leninism, 1933, vol. II, cap. III.) La oposición se hallaba
curiosamente indefensa contra este ataque, porque también ellos, y especialmente Trotsky, estaban «siempre ansiosos
de descubrir una lucha de clases tras las luchas de camarillas» (SOUVARINE, op. cit., p. 440).
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producción industrial tuvieron como consecuencia un «desequilibrio caótico» de la naciente
industria31. La liquidación de la burocracia, es decir, de la clase de los directores de fábricas y de los
ingenieros privó finalmente a las empresas industriales de la escasa experiencia práctica que la
nueva intelligentsia técnica rusa había sido capaz de conseguir. La igualdad de condiciones entre
sus súbditos ha sido una de las principales preocupaciones de los despotismos y las tiranías desde
los tiempos antiguos. Sin embargo, semejante igualación no es suficiente para la dominación
totalitaria —porque deja más o menos intactos ciertos lazos comunes no políticos entre los súbditos,
tales como los lazos familiares y los intereses culturales comunes. Si el totalitarismo toma en serio
su propia postura, debe llegar hasta el punto en que tenga que «acabar de una vez por todas con la
neutralidad del ajedrez», es decir, con la existencia autónoma de cualquier actividad. Los
aficionados al «ajedrez por el ajedrez», certeramente comparados por su liquidador con los
aficionados al «arte por el arte»32, no eran todavía elementos absolutamente atomizados en una
sociedad de masas cuya uniformidad, completamente heterogénea, es una de las condiciones
primarias del totalitarismo. Desde el punto de vista de los dominadores totalitarios, una sociedad
dedicada al ajedrez por el ajedrez es sólo en un grado diferente y menos peligrosa que una sociedad
de agricultores por la agricultura. Himmler definió muy certeramente al miembro de las SS como el
nuevo tipo de hombre que en ninguna circunstancia «hará una cosa por su propio interés»33
La atomización de masas en la sociedad soviética fue lograda mediante el empleo hábil de las
purgas repetidas que invariablemente preceden a la liquidación de grupos. Para destruir todos los
lazos sociales y familiares, las purgas son realizadas de tal manera que amenazan con el mismo destino al acusado y a todas sus relaciones corrientes, desde los simples conocidos hasta sus más
íntimos amigos y parientes. La consecuencia del simple e ingenioso sistema de «culpabilidad por
asociación» es que, tan pronto como un hombre es acusado, sus antiguos amigos se transforman
inmediatamente en sus más feroces enemigos; para salvar sus propias pieles proporcionan
información voluntariamente y se apresuran a formular denuncias que corroboran las pruebas
inexistentes contra él. Este, obviamente, es el único camino de probar que son merecedores de
confianza. Retrospectivamente, tratarán de demostrar que su conocimiento o amistad con el acusado
era sólo un pretexto para espiarle y para revelarle como saboteador, como trotskysta, como espía
extranjero o como fascista. Como el mérito se «estima en función de las denuncias de los más
íntimos camaradas»34, es obvio que la precaución más elemental exige que uno evite todos los
contactos íntimos si es posible —no para impedir el descubrimiento de los propios pensamientos
secretos, sino más bien para eliminar, en el caso casi seguro de males futuros, a todas las personas
que puedan tener no sólo un interés en denunciarle a uno, sino una irresistible necesidad de producir
la ruina de uno simplemente porque se hallan en peligro sus propias vidas. En su último análisis,
gracias al desarrollo de este sistema, hasta sus más lejanos y fantásticos extremos, los dirigentes
bolcheviques lograron crear una sociedad atomizada e individualizada como nunca se había
conocido antes y que difícilmente hubiera producido por sí mis ma acontecimientos o catástrofes.
Los movimientos totalitarios son organizaciones de masas de individuos atomizados y aislados.
En comparación con todos los demás partidos y movimientos, su más conspicua característica
externa es su exigencia de una lealtad total, irrestringida, incondicional e inalterable del miembro
individual. Esta exigencia es formulada por los dirigentes de los movimientos totalitarios incluso
31
KRAVCHENKO, op. cit., p. 187.
SOUVARINE, op. cit., p. 575.
33
La consigna de las SS, formulada por el mismo Himmler, comienza con las palabras: «No existe tarea por sí misma.»
Véase «Die SS», de GUNTER D’ALQUEN, en Schriften ten der Hochschule für Politik, 1939. Los folletos publicados
por las SS exclusivamente para uso interno recalcan una y otra vez «la absoluta necesidad de comprender la futilidad de
todo lo que es un fin en sí mismo» (véase Der Reichsführer SS und Chef der deutscher Polizei, sin fecha, «sólo para uso
interno dentro de la policía»).
34
La misma práctica ha sido abundantemente documentada. W. KRIVITSKY, en su libro In Stalin’s Secret Services
(Nueva York, 1939), la hace proceder directamente de Stalin
32
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antes de la Llegada al poder. Precede usualmente a la organización total del país bajo su dominio y
se deduce de la afirmación de sus ideologías de que su organización abarcará a su debido tiempo a
toda la raza humana. Sin embargo, allí donde la dominación totalitaria no ha sido preparada por un
movimiento totalitario (y éste, a su vez, en contradicción con la Alemania nazi, fue el caso de
Rusia), el movimiento tiene que ser organizado después y las condiciones para su desarrollo tienen
que ser artificialmente creadas para hacer en definitiva posible la lealtad total, base psicológica de la
dominación total. Sólo puede esperarse que semejante lealtad provenga del ser humano
completamente aislado, quien, sin otros lazos sociales con la familia, los amigos, los camaradas o
incluso los simples conocidos, deriva su sentido de tener un lugar en el mundo solo de su
pertenencia a un movimiento, de su afiliación al Partido.
La lealtad total es posible sólo cuando la fidelidad se halla desprovista de todo contenido
concreto, del que surgen naturalmente los cambios de opinión. Los movimientos totalitarios, cada
uno en su propio estilo, han hecho todo lo que han podido para desembarazarse de los programas
partidistas que especifican un contenido concreto y que heredaron de anteriores fases no totalitarias
de su desarrollo. Por radicalmente que pudieran haber sido expresados, todo objetivo político
definido que simplemente no proclama o que no se limita a reinvindicar una dominación mundial,
todo programa político que se refiera a temas más específicos que las «cuestiones ideológicas de
importancia durante siglos» es una obstrucción al totalitarismo. El mayor logro de Hitler en la
edificación del movimiento nazi, que construyó gradualmente partiendo del oscuro grupo de
fanáticos típico de un pequeño partido nacionalista, fue que aligeró al movimiento del primitivo
programa del partido no cambiándolo o aboliéndolo of icialmente, sino tan sólo negándose a hablar
de ese programa o a discutir sus puntos, cuya relativa moderación de objetivos y de fraseología
quedó muy pronto anticuada35. La tarea de Stalin, en éste como en otros aspectos, fue mucho más
formidable; el programa socialista del Partido Bolchevique era una carga mucho más incómoda36
que los 25 puntos de un economista amateur y de un político fanático37. Pero Stalin, tras haber
abolido las facciones del Partido ruso, logró eventualmente el mismo resultado a través del
constante zigzagueo de las líneas del Partido Comunista y la constante interpretación y aplicación
del marxismo, que venció a toda la doctrina de todo su contenido porque ya no era posible predecir
qué curso o qué acción inspirarían. El hecho de que una perfecta instrucción sobre el marxismo y el
leninismo ya no fuera guía alguna del comportamiento político —es decir, que, al contrario, sólo
pueda seguirse la línea del Partido si se repite cada mañana lo que Stalin ha anunciado la noche
anterior—determinó, naturalmente, el mismo estado mental, la misma concentrada obediencia, no
dividida por intento alguno de comprender lo que uno está haciendo, que expresaba la ingeniosa
consigna de Himmler para sus hombres de las SS: «Mi honor es mi lealtad»38.
La ausencia o la ignorancia de un programa de partido no es necesariamente en sí misma un
signo de totalitarismo. El primero en considerar a los programas políticos como innecesarios
pedazos de papel, y las promesas embarazosas, inconsecuentes con el estilo y el ímpetu de un
movimiento fue Mussolini, con su filosofía fascista del activismo y la inspiración a través del
35
HITLER declaró en Mein Kampf (2 vols., primera edición alemana, 1925 y 1927, respectivamente; traducción no
expurgada, Nueva York, 1939) que era mejor tener un programa anticuado que permitir una discusión del programa
(libro II, cap. V). Pronto habría de proclamar públicamente: «Una vez que conquistemos el Gobierno, el programa
surgirá por sí mismo... Lo primero que habrá que realizar debe ser una inconcebible oleada de propaganda. Esta es una
acción política que tiene poco que ver con los demás problemas del momento.» (Véase HEIDEN, op. cit., p. 203.)
36
SOUVARINE, en nuestra opinión erróneamente, sugiere que Lenin ya había abo lido el papel de un programa de
partido: «Nada podía mostrar más claramente la inexistencia del bolchevismo como doctrina excepto en el cerebro de
Lenin; cada bolchevique abandonado a sí mismo se apartaba de ‘la línea’ de su facción..., porque estos hombres se
hallaban unidos por su temperamento y por el ascendiente de Lenin más que por ideas» (op. cit., p. 85).
37
El Programa del Partido Nazi de Gottfried Feder con sus famosos 25 puntos ha desempeñado un papel mayor en la
literatura acerca del movimiento que en el mismo movimiento.
38
Es difícil de transmitir el impacto de la consigna, formulada por el propio Himmler. Su expresión alemana: Meine
Ehre heisst Treue, indica una devoción y obediencia absolutas que trasciende el significado de la simple disciplina o de
la fidelidad personal. Nazi Conspiracy, cuyas traducciones de documentos alemanes y de literatura nazi son una
indispensable fuente material, pero también, por desgracia, muy desiguales, traduce la consigna SS: «Mi honor significa
fidelidad» (V, 346).
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mismo momento histórico39. La simple ansia de poder, combinada con el desprecio por la
especificación «parlanchina» de lo que piensa hacer, es característica de todos los jefes del
populacho, pero no alcanza a los niveles del totalitarismo. El verdadero objetivo del fascismo era
sólo apoderarse del poder e instalar a la élite fascista como dominadora indiscutida del país. El
totalitarismo nunca se contenta con dominar por medios externos, es decir, a través del Estado y de
una maquinaria de violencia; gracias a su ideología peculiar y al papel asignado a ésta en ese
aparato de coacción, el totalitarismo ha descubierto unos medios de dominar y de aterrorizar a los
seres humanos desde dentro. En este sentido, elimina la distancia entre los dominadores y los
dominados y logra una condición en la que el poder y la voluntad de poder, tal como nosotros los
comprendemos, no desempeñan papel alguno o, en el mejor de los casos, desempeñan un papel
secundario. En sustancia, el líder totalitario no es nada más ni nada menos que el funcionario de las
masas a las que conduce; no es un individuo hambriento de poder y que impone una tiránica y
arbitraria vo luntad sobre sus súbditos. Siendo un mero funcionario, puede ser reemplazado en
cualquier momento y tanto depende él de la «voluntad» de las masas a las que encarna como
dependen de él las masas a las que encama. Sin él carecerían de representación externa y seguirían
siendo una horda amorfa; sin las masas, el líder es una entidad inexistente. Hitler, que era
completamente consciente de esta interdependencia, la expresó una vez en un discurso dirigido a las
SA: «Todo lo que sois me lo debéis a mí; todo lo que soy sólo a vosotros lo debo»40. Nos
mostramos demasiado inclinados a despreciar semejantes declaraciones o a entenderlas
erróneamente en el sentido de que la actuación es aquí definida en términos de dar y ejecutar
órdenes, como ha sucedido demasiado a menudo en la tradición política y en la historia de
Occidente41. Pero esta idea ha presupuesto siempre alguien que mande, que piense y que quiera y
que luego imponga su pensamiento y su voluntad a un grupo privado de pensamiento y de voluntad
—por la persuasión, la autoridad o la violencia. Hitler, sin embargo, era de la opinión de que
incluso el «pensamiento... (existe) sólo en virtud de dar o de ejecutar órdenes»42, y por eso eliminó
incluso teóricamente la distribución entre el pensamiento y la acción, por una parte, y entre los
dominadores y los dominados, por otra.
Ni el nacionalismo ni el bolchevismo llegaron a proclamar una nueva forma de Gobierno o
afirmaron que sus objetivos habían quedado logrados con la conquista del poder y el control de la
maquinaria del Estado. Su idea de la dominación era algo que ningún Estado, ningún simple aparato
de violencia, puede nunca lograr, sino que sólo puede conseguir un movimiento que se mantiene
constantemente en marcha: es decir, la dominación permanente de cada individuo en cada una de
las esferas de la vida43. La conquista del poder por los medios de la violencia nunca es un fin en sí
mismo, sino sólo el medio para un fin, y la conquista del poder en un país determinado es sólo una
grata fase transitoria, pero nunca la conclusión del movimiento. El objetivo práctico del movimiento
consiste en organizar a tantos pueblos como le sea posible dentro de su marco y ponerlos y
mantenerlos en marcha; un objetivo político que constituyera el final del movimiento simplemente
no existe.
39
Mussolini fue probablemente el primer jefe de partido que rechazó conscientemente un programa formal y lo
sustituyó solamente con la inspiración de la jefatura y la acción. Tras esta conducta descansa la noción de que la
actualidad del momento mismo era el elemento principal de inspiración, que resultaría obstaculizada por un programa
de partido. La filosofía del fascismo italiano fue más expresada por el «actualismo» de Gentile que por los «mitos» de
Sorel. Véase también el artículo «Fascism» en la Encyclopedia of the Social Sciences. El programa de 1921 fue
formulado cuando el partido contaba dos años de existencia y contenía, principalmente, su filosofía nacionalista.
40
ERNST BAYER, Die SA, Berlín, 1938. Cita de Nazi Conspiracy, IV, 783.
41
Por vez primera en El Político, de PLATÓN, donde la actuación es interpretada en términos de archein y prattein, de
ordenar el comienzo de una acción y de ejecutar esta orden.
42
Hitlers Tischgesprüche, p. 198.
43
Mein Kampf, libro I, cap. XI. Véase también, por ejemplo, de DIETER SCHWARZ, Angriffe auf die
nationalsozialistische Weltanschauung: Aus dem Schwarzen Korps, número 2, 1936, en respuesta a las obvias críticas
del hecho de que los nacionalsocialistas, después de la conquista del poder, siguieran hablando acerca de «una lucha»:
El nacionalsocialismo como ideología (Weltanschauung) no abandonará su lucha hasta que... el estilo de vida de cada
alemán haya quedado conformado por sus valores fundamentales y hasta que éstos sean verdaderamente realizados cada
día.
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LA ALIANZA ENTRE EL POPULACHO Y LA ÉLITE
Más amenazadora para nuestra paz mental que la lealtad incondicional de los miembros de los
movimientos totalitarios y el apoyo popular a los regímenes totalitarios es la indiscutible atracción
que estos movimièntos ejercen sobre la élite y no sólo sobre los elementos del populacho en la
sociedad. Sería temerario tratar de disminuir la importancia de la terrible lista de hombres preclaros
a los que el totalitarismo puede contar entre sus simpatizantes, compañeros de viaje y miembros
inscritos del partido, atribuyéndolo a extravagancias artísticas o a una ingenuidad profesoral.
Esta atracción experimentada por la élite es una clave tan importante para la comprensión de los
movimientos totalitarios (aunque difícilmente de la de los regímenes totalitarios) como lo es su más
obvia conexión con el populacho. Revela la atmósfera específica, el clima general en donde tiene
lugar el auge del totalitarismo. Tendría que recordarse que los jefes de los movimientos totalitarios
y sus simpatizantes son, por así decirlo, más viejos que las masas que organizan, de forma tal que,
cronológicamente hablando, las masas no tienen que aguardar desamparadas la aparición de sus
propios líderes en medio de una decadente sociedad de clases de la que son el más sobresaliente
producto. Aquellos que voluntariamente abandonaron la sociedad antes de que se produjera la
ruptura de las clases, junto con el populacho, que era un primitivo subproducto de la dominación de
la burguesía, estaban dispuestos a recibirles. Los dirigentes totalitarios contemporáneos y los líderes
de los movimientos totalitarios todavía presentan los rasgos característicos del populacho, cuya
psicología y cuya filosofía política son bastante bien conocidas; no sabemos todavía lo que sucederá
cuando logre imponerse el auténtico hombre-masa, aunque puede suponerse fundadamente que
tendrá más en común con la meticulosa y calculada precisión de Himmler que con el fanatismo
histérico de Hitler, que se parecerá más a la testaruda frialdad de Molotov que a la crueldad sensual
y vengativa de Stalin.
A este respecto, la situación en Europa después de la segunda guerra mundial no difiere
esencialmente de la situación en la primera postguerra.
En la década de los 20, las ideologías del fascismo, el nazismo y el bolchevismo fueron
formuladas y dirigidos sus movimientos por la llamada generación del frente, por aquellos que
habían sido educados en la época anterior a la guerra y la recordaban claramente, de forma tal que
la pa lítica general y el clima general del totalitarismo de la postguerra estaban siendo determinados
por una generación que conocía íntimamente el tiempo y la vida que habían precedido a este
período. Esto es específicamente cierto en el caso de Francia, donde la ruptura del sistema de clases
se pro dujo después de la segunda guerra mundial y no en la primera postguerra. Como los hombres
del populacho y los aventureros de la era imperialista, los jefes de los movimientos totalitarios
tienen en común con sus simpatizantes intelectuales el hecho de haberse hallado al margen del
sistema de clases y del sistema nacional de la sociedad respetable europea incluso antes de que este
sistema se quebrara.
Este quebrantamiento, cuando la presunción de una espúrea respetabilidad dio paso a una
desesperación anárquica, pareció ser la primera gran oportunidad tanto para la élite como para el
populacho. Esto resulta obvio en los nuevos líderes de masas, cuyas carreras reproducen las
características de los primeros jefes del populacho: fracaso en la vida profesional y social,
perversión y desastre en la vida privada. El hecho de que antes de que se iniciaran sus carreras
políticas fueran sus vidas un fracaso, por lo que resultaron ingenuamente censurados por los jefes
más respetables de los viejos partidos, constituyó el factor más fuerte de su atractivo para las masas.
Parecía demostrar que individualmente encarnaban el destino de la masa de su tiempo y que su
deseo de sacrificarlo todo al movimiento, la seguridad de su devoción a aquellos que habían sido
alcanzados por la catástrofe, su determinación de no retroceder nunca a la seguridad de la vida
normal y su desprecio por la respetabilidad eran completamente sinceros y no inspirados por
ambiciones pasajeras.
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La élite de la postguerra, por otra parte, era sólo ligeramente más joven que la generación que
había sido utilizada y explotada por el imperialismo en carreras gloriosas al margen de la
respetabilidad, como las de jugadores, espías y aventureros, como caballeros de resplandeciente
armadura y como matadores de dragones. Compartían con Lawrence de Arabia el anhelo de «perder
su ego» y la violenta repulsión hacia todas las normas existentes, hacia cualquier poder. Si
recordaban la «Edad de Oro de la seguridad», también recordaban cómo la habían odiado y cuán
real fue su entusiasmo en el momento en que estalló la primera guerra mundial. No sólo Hitler ni
sólo los fracasados dieron gracias a Dios de rodillas cuando la movilización se extendió por Europa
en 191444 Ni siquiera tenían que reprocharse a sí mismos el haber sido presa fácil de la propaganda
chauvinista o de las falaces explicaciones acerca del carácter puramente defensivo de la guerra. La
élite fue a la guerra con la alegre esperanza de que todo lo que conocía, toda la cultura y el contexto
de la vida, podría derrumbarse entre «tormentas de acero» (Ernst Jünger). En palabras
cuidadosamente elegidas de Thomas Mann, la guerra era «castigo» y «purificación»; «fue la guerra
en sí misma, más que las victorias, la que inspiró al poeta». O en palabras de un estudiante de la
época: «Lo que cuenta es siempre la prontitud para hacer un sacrificio, no el objeto con el que se
hace un sacrificio»; o en palabras de un joven obrero: «No importa vivir unos pocos años más o
menos. A uno le gustaría tener en su vida algo que mostrar»45. Y mucho tiempo antes de que uno de
los simpatizantes intelectuales del nazismo anunciara: «Cuando oigo la palabra cultura, saco el
revólver», los poetas habían proclamado su repugnancia por la «cultura de basurero» y apelado
poéticamente a los «bárbaros, escitas, negros e indios, para que la pisotearan»46
Etiquetar simplemente como estallidos de nihilismo esta violenta insatisfacción por la época de
la preguerra y por los subsiguientes intentos de restaurarla (desde Nietzsche a Sorel y Pareto, de
Rimbaud y T. E. Lawrence a Jünger, Brecht y Malraux, de Baukin y Nechayev a Alexander Blok)
significa pasar por alto cuán justificada podía hallarse la repulsión hacia una sociedad
completamente penetrada por la perspectiva ideológica y las normas morales de la burguesía. Sin
embargo, también es cierto que la «generación del frente», en marcado contraste con los propios
padres espirituales que eligió, estaba completamente absorbida por su deseo de ver la ruina de todo
ese mundo de falsa seguridad, falsa cultura y falsa vida. Ese deseo era tan grande que superaba en
impacto y concreción a todos los anteriores intentos de una «transformación de valores», tal como
había pretendido Nietzsche, o de una reorganización de la vida política, tal como está indicado en
las obras de Sorel, o de una resurrección de la autenticidad humana de Bakunin, o de un apasionado
amor por la vida en la pureza de las aventuras exóticas de Rimbaud. La destrucción sin mitigación,
el caos y la ruina como tales asumieron la dignidad de valores supremos47. Puede advertirse la
autenticidad de estos sentimientos en el hecho de que fueran muy pocos los de esta generación que
se curaran de su entusiasmo bélico ante la experiencia real de los horrores. Los supervivientes de las
trincheras no se convirtieron en pacifistas. Cantaron a una experiencia que, pensaban, podía servir
para alejarles definitivamente de la odiada proximidad a la respetabilidad. Se aferraron a sus
recuerdos de cuatro años de vida en las trincheras como si hubieran constituido un criterio objetivo
44
Véase la descripción que HITLER hace de su reacción ante el estallido de la primera guerra mundial, en Mein Kampf,
libro I, cap. V.
45
Véase la colección de material sobre «la crónica interna de la primera guerra mundial» de HANNA HAFKESBRINK,
Unknown Germany, New Haven, 1948, pp. 43, 45 y 81, respectivamente. El gran valor de esta colección en lo referente
a los imponderables de la atmósfera histórica hace aún más deplorable la falta de estudios similares con relación a
Francia, Inglaterra e Italia.
46
Ibid., pp. 20 y 21.
47
Esto comenzó con un sentimiento de completa alienación de la vida normal. Rudolf Binding, por ejemplo, escribió:
«Más que entre los proscritos, cuyo retorno es posible, seremos contados cada vez más entre los muertos, entre los
alejados, porque la grandeza de lo sucedido nos aleja y nos separa» (ibid., p. 160). Puede encontrarse una curiosa
reminiscencia de la reivindicación elitista de la generación del frente en la descripción que hace Himmler acerca de su
«forma de selección» para la reorganización de las SS. «... el procedimiento más severo de selección es el determinado
por la guerra, por la lucha por la vida y la muerte. En este sistema se revela el valor de la sangre a través de los logros...
La guerra, sin embargo, es una circunstancia excepcional y tenemos que hallar un medio para realizar selecciones en
tiempo de paz» (op. cit.).
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para el establecimiento de una nueva élite. Y no cayeron tampoco en la tentación de idealizar este
pasado; al contrario, los adoradores de la guerra fueron los primeros en reconocer que en la era de
las máquinas la guerra no podía posiblemente incubar virtudes como el sentimiento caballeresco, el
valor, el honor y la virilidad48, que la guerra sólo imponía a los hombres la experiencia de la simple
destrucción junto con la humillación de ser sólo pequeños dientes en la majestuosa rueda de la
matanza.
Esta generación recordó la guerra como el gran preludio de la ruptura de las clases y de su
transformación en masas. La guerra, con su arbitrariedad constante y homicida, se convirtió en
símbolo de la muerte, la «gran igualadora»49, y por eso, en el verdadero padre de un nuevo orden
mundial. La pasión por la igualdad y la justicia, el anhelo por superar las estrechas líneas de clase,
carentes de significado, por abandonar privilegios y prejuicios estúpidos, parecieron hallar en la
guerra un escape de las antiguas actitudes condescendientes de piedad por los oprimidos y los
desheredados. En tiempos de miseria y de desamparo individual parece tan difícil resistirse a la
piedad cuando se transforma en una pasión que lo devora todo como no sentir su misma infinitud,
que parece matar la dignidad humana con una certeza más mortal que la misma miseria.
En los primeros de su carrera, cuando una restauración del statu quo europeo era todavía la
amenaza más seria a las ambiciones del populacho50, Hitler recurrió casi exclusivamente a estos
sentimientos de la generación del frente. La abnegación peculiar del hombre-masa aparecía ahora
como un anhelo de anonimato, por ser justamente un número y funcionar solamente como un
engranaje que, por todas las transformaciones, en suma, que barrieran las espúreas identificaciones
con tipos específicos o funciones predeterminadas dentro de la sociedad. La guerra había sido
experimentada como la «más poderosa de todas las acciones de masas» que borraba las diferencias
individuales de forma tal que incluso los sufrimientos que tradicionalmente habían diferenciado a
los individuos a través de destinos únicos e inalterables, podían ser ahora interpretados como «un
instrumento de progreso histórico»51. Y las distinciones nacionales no frenaron a las masas en las
que deseaba sumergirse la élite de la posguerra. La primera guerra mundial, algo paradójicamente,
casi había extinguido los auténticos sentimientos nacionales en Europa, donde, entre las dos
guerras, resultaba mucho más importante haber pertenecido a la generación de las trincheras, sea
cual fuere el lado en el que se hubiera luchado, que ser alemán o francés52. Los nazis basaron toda
su propaganda en esta camaradería indistinta, en esta «comunidad de destino» y conquistaron a gran
número de organizaciones de veteranos en todos los países de Europa, probando así cuán carentes
de significado se habían tornado los slogans nacionales, incluso en las filas de la llamada derecha, y
los utilizaron más por su connotación de violencia que por su específico contenido nacional.
En este clima intelectual, general en la Europa de la postguerra, no existía un solo elemento
verdaderamente nuevo. Bakunin ya había confesado: «No deseo ser Yo, quiero ser Nosotros»53, y
Nechayev había predicado el evangelio del «hombre condenado» sin «intereses personales, asuntos,
sentimientos, lazos, propiedad ni siquiera un nombre propio»54. Los instintos antihumanistas,
48
Véase, por ejemplo, The Storm of Steel, de ERNST JÜNGER, Londres, 1929.
HAFKESBRINK, op. cit., p. 156.
50
HEIDEN, op. cit., muestra cuán consecuentemente se alineó con la catástrofe Hitler en los primeros días de su
movimiento, cuánto temía una posible recuperación de Alemania. «En media docena de veces (por ejemplo, durante el
Ruhrputsch) declaró en diferentes términos a su tropas de asalto que Alemania se estaba hundiendo. ‘Nuestro papel
consiste en asegurar el éxito de nuestro movimiento’» (p. 167), un éxito que en aquel momento dependía del colapso de
la lucha en el Ruhr.
51
HAFKESBRINK, op. cit., pp. 156 y 157.
52
Este sentimiento se hallaba ya muy difundido durante la guerra cuando Rudolf Binding escribió: «(Esta guerra) no
puede ser comparada con una campaña. Porque en ésta un jefe alza su voluntad contra la de otro. Pero en esta guerra
ambos adversarios yacen en el suelo y sólo la guerra impone su voluntad» (ibid., p. 67).
53
BAKUNIN, en una carta escrita el 7 de febrero de 1870. Véase Apostles of Revolution, de MAX NOMAD, Boston,
1939, p. 180.
54
El Catecismo del Revolucionario fue escrito por el propio BAKUNIN o por su discípulo NECHAYEV. Para la
cuestión de la paternidad y una traducción del texto completo, véase NOMAD, op. cit., pp. 227 y ss. En cualquier caso,
el «sistema de desprecio total por cualquier principio de simple equidad y de justicia en la actitud (del revolucionario)
hacia otros seres humanos... pasó a la historia revolucionaria rusa bajo el nombre de ‘Nechayevschina’» (ibíd., p. 224).
49
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antiliberales, antiindividualistas y anticulturales de la generación del frente, su brillante e ingenioso
elogio de la violencia, del poder y de la crueldad, fueron precedidos por las pruebas, difíciles y
pomposamente «científicas» de la élite imperialista, según las cuales es ley del universo la lucha de
todos contra todos, la expansión es una necesidad psicológica antes de ser un medio político y el
hombre ha de comportarse conforme a tales leyes universales55. Lo que resultaba nuevo en los
escritos de la generación del frente era su alto nivel literario y la gran profundidad de su pasión. Los
escritores de la postguerra ya no necesitaban las demostraciones científicas de la genética e hicieron
escaso uso, si es que llegaron a hacerlo, de las obras de Gobineau o de Houston Stewart
Chamberlain, que pertenecían ya al recinto cultural de los filisteos. No leyeron a Darwin, sino al
Marqués de Sade56. Si en alguna forma creían en leyes universales no se preocuparon, desde luego,
en conformarse especialmente a ellas. Para ellos, la violencia, el poder, la crueldad, eran las
capacidades supremas de los hombres que habían perdido definitivamente su lugar en el universo y
eran demasiado orgullosos para anhelar una teoría del poder que les reintegrara sanos y salvos al
mundo. Se hallaban satisfechos de su ciega adhesión a todo lo que la sociedad respetable había
vetado, al margen de la teoría o del contenido, y elevaron la crueldad a la categoría de una virtud
principal porque contradecía la hipocresía humanitaria y liberal de la sociedad.
Si comparamos a esta generación con los ideólogos del siglo XIX con cuyas teorías parecen a
veces tener tanto en común, su diferencial principal radica en una autenticidad y en una pasión más
grandes. Se vieron más profundamente afectados por la miseria, se preocuparon más de las
contradicciones y se sintieron más mortalmente heridos por la hipocresía que todos los apóstoles de
buena voluntad y hermandad. Ya no podían escapar a tierras exóticas ni podían permitirse ser
matadores de dragones entre pueblos extraños e interesantes. No existía para ellos escape a la rutina
diaria de miseria, mansedumbre, frustración y resentimiento, embellecida por una falsa cultura de
conversaciones cultas; ni la afinidad con costumbres de países de cuentos de hadas podía salvarles
posiblemente de la creciente náusea hacia esta combinación constantemente inspirada.
La incapacidad para escapar al ancho mundo, este sentimiento de ser cogido una y otra vez en las
trampas de la sociedad —tan diferente de las condiciones que habían formado el carácter
imperialista— añadió una constante opresión y el anhelo de la violencia a la antigua pasión por el
anonimato y por el abandono del yo. Sin la posibilidad de un cambio radical de papel y de carácter,
tal como la identificación con el movimiento nacional árabe o con los ritos de una aldea india, la
voluntaria inmersión del ye e. fuerzas suprahumanas de destrucción parecía ser un escape a la
identificación automática con funciones preestablecidas dentro de la sociedad y a su profunda
banalidad y, al mismo tiempo, una ayuda para la destrucción del mismo funcionamiento. Estas
personas se sentían atraídas por el declarado activismo de los movimientos totalitarios, por su
curiosa y sólo aparentemente contradictoria insistencia en la primacía de la acción pura y en la
abrumadora fuerza de la pura necesidad. Esta mezcla correspondía precisamente a la experiencia
bélica de la «generación del frente», a la experiencia de la actividad constante dentro del marco de
una fatalidad insuperable.
El activismo, además, parecía proporcionar nuevas respuestas a la antigua e inquietante
pregunta: «¿Quién soy yo?», que siempre surge con redoblada insistencia en los tiempos de crisis.
Si la sociedad insistía en decir: «Tú eres lo que pareces ser», el activismo de la postguerra replicaba:
55
Relevante entre estos teóricos políticos del imperialismo es ERNEST SEILLIÈRE, Mysticisme et domination; essais
de critique impérialiste, 1913, 1913. Véase también We Imperialists: Notes on Ernest Seillière’s Philosophy of
Imperialism, de CARGILL SPRIETSMA, Nueva York, 1931; G. MONOD, en La Revue Historique, enero de 1912, y
Une nouvelle Psychologie de l’Impérialisme: Ernest Seillière, de Louis ESTÈVE, 1913.
56
En Francia, desde 1930, el Marqués de Sade se había convertido en uno de los autores favoritos de la literatura de
vanguardia. Jean Paulhan, en su introducción a una nueva edición de Les Infortunes de la Vertu, de SADE, París, 1946,
señala: «Cuando veo hoy a tantos escritores tratando conscientemente de renunciar al artificio y el juego literario por lo
inexpresable... (un évènement indicible), buscando ansiosamente lo sublime en lo infame, la grandeza en lo
subversivo..., me pregunto... si nuestra literatura moderna, en aquellos sectores que nos parecen más vitales —o, en
cualquier caso, más agresivos—, no se habrá vuelto enteramente hacia el pasado y si no ha sido precisamente Sade
quien la ha determinado.» Véase también «Le Secret de Sade», de GEORGES BATAILLE, en La Critique, tomo III,
núms. 15-16 y 17, 1947.
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«Tú eres lo que tú has hecho» —por ejemplo, el hombre que por vez primera había cruzado el
Atlántico en un aeroplano (como en Der Flug des Lindberghs, de Brecht)—, una respuesta que
después de la segunda guerra mundial repitió Sartre, ligeramente variada: «Eres tu vida» (en Huis
clos) . La pertinencia de estas respuestas se basa menos en su validez como redefiniciones de una
identidad personal que en su utilidad para un eventual escape a la identificación social, a la
multiplicidad de papeles y funciones intercambiables que ha impuesto la sociedad. Lo que
importaba era hacer algo, heroico o criminal, algo que no estuviera previsto ni determinado por
nadie.
El activismo declarado de los movimientos totalitarios, su preferencia por el terrorismo sobre
todas las demás formas de actividad política atrajeron al mismo tiempo a la élite intelectual y al
populacho, precisamente porque este terrorismo era tan profundamente diferente del de las primeras
sociedades revolucionarias. Ya no se trataba de una cuestión de política calculada que viera en los
actos terroristas el único medio de eliminar a ciertas personalidades relevantes, quienes, por obra de
su política o de su posición, se habían convertido en el símbolo de la opresión. Lo que resultaba tan
atractivo era que el terrorismo se había convertido en una clase de filosofía a través de la cual se
podía expresar el resentimiento, la frustración y el odio ciego, en un tipo de expresionismo político
que recurría a las bombas para manifestarse, que observaba con placer la publicidad otorgada a los
hechos resonantes y que estaba absolutamente dispuesto a pagar el precio de la vida por haber
logrado obligar al reconocimiento de la existencia propia sobre los estratos normales de la sociedad.
Fue el mismo espíritu y el mismo talante el que hizo anunciar a Goebbels con obvio placer, largo
tiempo antes de la eventual derrota de la Alemania nazi, que los nazis, en caso de derrota, sabrían
cómo cerrar la puerta tras ellos y no ser olvidados durante siglos.
Pero, sin embargo, es aquí, en la atmósfera pretotalitaria, donde cabe hallar un criterio válido, si
es que puede hallarse en parte alguna, para distinguir a la élite del populacho. Lo que el populacho
quería y lo que Goebbels expresó con gran precisión era acceder a la Historia incluso al precio de la
destrucción. El sincero convencimiento de Goebbels de que «la mayor felicidad que un
contemporáneo puede experimentar hoy» es, o bien ser un genio, o servir a un genio57, resultaba
típico del populacho, pero no lo era de las masas ni de la élite simpatizante. Esta última, al
contrario, tomaba el anonimato tan en serio que llegaba incluso a negar seriamente la existencia del
genio. Todas las teorías del arte de la década de los 20 trataban desesperadamente de demostrar que
lo excelente es producto de la habilidad, la experiencia y la lógica y de la realización de las
potencialidades del material58. El populacho, y no la élite, estaba encantado con el «radiante poder
de la fama» (Stefan Zweig) y aceptó entusiásticamente la idolatría del genio del difunto mundo
burgués. En esto, el populacho del siglo XX siguió fielmente la pauta de advenedizos anteriores,
quienes también descubrieron el hecho de que la sociedad burguesa abriría sus puertas, más que al
simple mérito, a todo lo fascinantemente «anormal», al genio, al homosexual o al judío. El
desprecio de la élite por el genio y su anhelo de anonimato demostraban todavía un espíritu que ni
las masas ni el populacho se hallaban en disposición de comprender, y que, en palabras de
Robespierre, se esforzaba por afirmar la grandeza del hombre contra la pequeñez de los grandes.
Pese a esta diferencia entre la élite y el populacho, no hay duda de que a la élite le placía que el
hampa asustara a la sociedad respetable colocándola al mismo nivel. Los miembros de la élite no
pusieron reparos al hecho de tener que pagar un precio, la destrucción de la civilización, por el
placer de ver cómo se abrían camino aquellos que habían sido injustamente excluidos en el pasado.
No se sintieron especialmente agraviados por las monstruosas falsificaciones de la historiografía, de
las que son culpables todos los regímenes totalitarios y que se anunciaron con suficiente claridad en
la propaganda totalitaria. Se habían llegado a convencer de que, en cualquier caso, la historiografía
tradicional era una falsificación, dado que había excluido del recuerdo de la Humanidad a los menos
privilegiados y a los oprimidos. Aquellos que fueron rechazados por su propio tiempo resultaron
57
GOEBBELS, op. cit., p. 139.
A este respecto resultaban características las teorías artísticas de la Bauhaus. Véanse también las observaciones de
BERTOLT BRECHT acerca del teatro, Gesammelte Werke, Londres, 1938.
58
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corrientemente olvidados por la Historia y, añadiendo el insulto a la injuria, preocuparon a todas las
conciencias sensibles desde que desapareció la fe en un más allá en el que los últimos serían los
primeros. Las injusticias, en el pasado como en el presente, se tornaron intolerables cuando ya no
existió esperanza alguna de que se enderezaran eventualmente las normas de la justicia. El gran
intento de Marx de reescribir la historia del mundo en términos de luchas de clases fascinó incluso a
aquellos que no creían en su tesis, pero que se sentían atraídos por su intención de hallar un medio
por el cual empujar hasta el recuerdo de la posteridad a los destinos de los excluidos de la historia
oficial.
La alianza temporal entre la élite y el populacho se basó ampliamente en este genuino placer con
el que la primera veía al segundo destruir la respetabilidad. Y esto era posible cuando los barones
alemanes del acero se veían obligados a tratar con Hitler, a tratar socialmente con ese pintor de
brocha gorda que, según confesión propia, había sido anteriormente un desecho, con las
falsificaciones vulgares y ordinarias perpetradas por los movimientos totalitarios en todos los
campos de la vida intelectual hasta reunir a todos los elementos subterráneos e irrespetables de la
historia europea en una imagen consistente. Desde este punto de vista resulta más bien consolador
que el nazismo y el bolchevismo comenzaran a eliminar incluso aquellas fuentes de sus propias
ideologías que habían obtenido ya algún reconocimiento en sectores académicos u oficiales de otro
tipo. Porque la inspiración de quienes resescribieron la Historia no fue, por ejemplo, el marxismo
dialéctico de Marx, sino la conspiración de las 300 familias; ni el pomposo cientificismo de
Gobineau y de Chamberlain, sino los «Protocolos de los Sabios de Sión»; ni la clara influencia de la
Iglesia Católica y el papel desempeñado por el anticlericalismo en los países latinos, sino la
literatura barata sobre los jesuitas y los francmasones. El objeto de las más variadas y variables
construcciones consistía siempre en presentar a la historia oficial como una burla, en mostrar una
serie de influencias secretas de las que la realidad visible, distinguible y conocida era sólo la
fachada exterior, erigida explícitamente para engañar a la gente.
A esta aversión de la élite intelectual por la historiografía intelectual, a la convicción de que, en
cualquier caso la Historia podía ser también el campo de acción de los fanáticos, hay que añadir
también la terrible y desmoralizante fascinación de que pudieran afirmarse eventualmente mentiras
gigantescas y falsedades monstruosas como hechos indiscutibles, de que el hombre pudiera ser libre
de cambiar a su voluntad su propio pasado y de que la diferencia entre la verdad y la falsedad
pudiera dejar de ser objetiva y convertirse en una simple cuestión de poder y habilidad, de presión y
de infinita repetición. Lo que ejerció la fascinación no fue la habilidad de Stalin y de Hitler en el
arte de mentir, sino el hecho de que fueran capaces de organizar las masas en una unidad colectiva
para respaldar sus mentiras con una impresionante magnificencia. Desde el punto de vista de los
eruditos, las simples falsificaciones parecieron recibir la sanción misma de la Historia cuando toda
la realidad en marcha de los movimientos se alzó tras ellas y de ellas pretendió extraer la
inspiración necesaria para la acción.
La atracción que los movimientos totalitarios ejercen sobre la élite, mientras, y allí donde no se
han apoderado del poder, resulta sorprendente porque las doctrinas positivas, patentemente vulgares
y arbitrarias, del totalitarismo son más evidentes para quien se halla al margen como mero observador, que el talante general que penetra la atmósfera pretotalitaria. Estas doctrinas diferían tanto
de las normas intelectuales, culturales y morales generalmente aceptadas que cabría deducir que
sólo una imperfección inherente fundamentalmente al carácter del intelectual, la trahison des clercs
(J. Benda), o un perverso odio hacia el propio espíritu, son los responsables de la satisfacción con la
que la élite aceptó las «ideas» del populacho. Lo que los portavoces del humanismo y del
liberalismo pasaron habitualmente por alto en su amarga decepción y en su falta de familiaridad con
las experiencias más corrientes de la época, es que en una atmósfera en la que se han evaporado
todos los valores y exposiciones tradicionales (despuésde que las ideologías decimonónicas se
refutaron entre sí y agotaron su atractivo vital) era más fácil en cierto sentido aceptar exposiciones
patentemente absurdas que las antiguas verdades, convertidas en piadosas banalidades precisamente
porque nadie podía esperar que el absurdo fuera tomado en serio. La vulgaridad con su cínico
desprecio por las normas respetadas y por las teorías reconocidas sobrevino con una franca
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aceptación de lo peor y un desdén por todas las ficciones, que fueron fácilmente confundidos con el
valor y con un nuevo estilo de vida. En el creciente predominio de las actitudes y convicciones del
populacho —que eran realmente las actitudes y convicciones de la burguesía despojadas de
hipocresía— quienes tradicionalmente habían odiado a la burguesía y habían abandonado
voluntariamente la sociedad respetable vieron solamente la falta de hipocresía y de respetabilidad y
no su contenido mismo59.
Como la burguesía afirmaba ser el guardián de las tradiciones occidentales y tornó confusas
todas las cuestiones morales, jactándose públicamente de virtudes que no sólo no poseía en privado,
sino que realmente despreciaba, parecía revolucionario aceptar a la crueldad al margen de los
valores morales, y a la amoralidad general, porque así destruía al menos la duplicidad sobre la que
parecía descansar la sociedad existente. ¡Qué testación la de elogiar las actitudes extremistas en esta
penumbra hipócrita de las dobles normas morales, la de exhibir públicamente la máscara de la
crueldad cuando todo el mundo es duro, pero pretende ser amable; la de jactarse de maldad en un
mundo no de maldades, sino de bajezas! La élite intelectual de la década de los años 20, que sabía
muy poco de las conexiones anteriores entre el populacho y la burguesía, estaba segura de que el
antiguo juego de épater le bourgeois podía jugarse a la perfección si se empezaba por asustar a la
sociedad con una imagen irónicamente exagerada de la propia conducta de uno.
En aquella época nadie llegó a pensar que la verdadera víctima de esta ironía sería la élite más
que la burguesía. La vanguardia no sabía que estaba lanzando su cabeza, no contra los muros, sino
contra puertas abiertas, que un éxito unánime desmentiría su afirmación de ser una minoría
revolucionaria y demostraría que estaba a punto de expresar un nuevo espíritu de masas o el espíritu
del tiempo. Particularmente significativa a este respecto fue la acogida que obtuvo la
Dreigroschenoper, de Brecht, en la Alemania prehitleriana. La obra presentaba a los gangsters
como respetables hombres de negocios y a los respetables hombres de negocios como gangsters. La
ironía se perdió de alguna forma cuando los respetables hombres de negocios que vieron la obra la
consideraron como una profunda percepción de la vida y cuando el populacho la recibió como una
sanción artística del gangsterismo. La canción que fue tema de la obra, «Erst kommt das Fressen,
dann kommt die Moral», fue recibida con frenéticos aplausos de todo el mundo, aunque por
diferentes razones. El populacho aplaudía porque tomaba la afirmación al pie de la letra; la burguesía aplaudía porque había sido engañada por su propia hipocresía durante tanto tiempo que ya
estaba cansada de la tensión y descubría una profunda agudeza en la expresión de la banalidad en la
que vivía; la élite aplaudió porque le alegraba y le entusiasmaba el desenmascaramiento de la
hipocresía. El efecto de la obra fue exactamente el opuesto del que Brecht había buscado. La
burguesía ya no podía sentirse horrorizada; dio la bienvenida a la exposición de su oculta filosofía,
cuya popularidad demostraba que había tenido razón durante todo el tiempo, así que el único
resultado político de la «revolución» de Brecht fue animar a todo el mundo a arrojar la incómoda
máscara de la hipocresía y a aceptar abiertamente las normas del populacho.
Una reacción similar en su ambigüedad surgió diez años más tarde en Francia con Bagatelles
pour un massacre, de Céline, en la que proponía matar a todos los judíos. André Gide mostró
públicamente su satisfacción en las páginas de la Nouvelle Revue Française, no porque deseara
matar a los judíos de Francia, sino porque le complacía el reconocimiento brutal de semejante deseo
y la fascinante contradicción entre la brutalidad de Céline y el comedimiento hipócrita que rodeaba
a la cuestión judía en todos los barrios respetables. Puede juzgarse cuán irresistible era el deseo de
la élite de desenmascarar a la hipocresía por el hecho de que semejante satisfacción no resultara
menguada por la muy auténtica persecución de los judíos por parte de Hitler, ya en marcha en la
época en que escribía Céline. Sin embargo, esta reacción más tenía que ver con la aversión al
59
Las siguientes palabras de RÖHM son típicas del sentimiento de casi toda la nueva generación y no sólo de una élite:
«La dominación de la hipocresía y del fariseísmo son las características más conspicuas de la sociedad actual... Nada
puede ser más falaz que la llamada moral de la sociedad.» Estos muchachos «no encuentran su camino en el mundo
filisteo de la doble moral y ya no saben cómo distinguir entre la verdad y el error» (Die Geschichte eines
Hochverräters, pp. 267 y 269). La homosexualidad de estos círculos era también, al menos en parte, una expresión de
su protesta contra la sociedad.
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filosemitismo de los liberales que con el odio a los judíos. Un esquema mental similar explica el
hecho notable de que las muy difundidas opiniones de Hitler y de Stalin acerca del arte y su
persecución de los artistas modernos nunca hayan sido capaces de destruir la atracción que los
movimientos totalitarios sienten por los artistas de vanguardia; esto muestra la falta de sentido de la
realidad de la élite, junto con su pervertida abnegación; ambos recuerdan muy estrechamente al
mundo ficticio y a la ausencia de interés propio típicos de las masas. Esta fue la gran oportunidad de
los movimientos totalitarios y la razón por la que pudo surgir una alianza temporal entre la élite
intelectual y el populacho, cuyos problemas en una forma elemental e indiferenciada habían llegado
a ser los mismos y anticipaban los problemas y la mentalidad de las masas.
Estrechamente ligada a la atracción que la falta de hipocresía del populacho y la falta de interés
propio de las masas ejercían sobre la élite era la atracción igualmente irresistible de la falsa
afirmación de los movimientos totalitarios de haber abolido la separación entre la vida privada y pública y haber restaurado una totalidad misteriosamente irracional en el hombre. Desde que Balzac
reveló las vidas privadas de la sociedad francesa y desde que la dramatización de Ibsen de los
«Pilares de la sociedad»había conquistado el teatro continental, el tema de la doble moralidad era
uno de los más importantes en tragedias, comedias y novelas. La doble moralidad, tal como era
practicada por la burguesía, se convirtió en el signo relevante de ese esprit de sérieux que es
siempre pomposo y nunca sincero. Esta división entre la vida privada y la pública o social nada
tiene que ver con la justificada separación entre las esferas personal y pública, sino que es más bien
reflejo psicológico de la lucha decimonónica entre bourgeois y citoyen, entre el hombre que juzgaba
y utilizaba todas las instituciones públicas por la medida de sus intereses privados y el ciudadano
responsable que se sentía preocupado por los asuntos públicos como tales. En esta perspectiva, la
filosofía política de los liberales, según la cual la simple suma de los intereses individuales
constituye el milagro del bien común, parecía ser sólo una racionalización de la temeridad con la
que fueron impulsados los intereses privados sin respecto al bien común.
Contra el espíritu clasista de los partidos continentales que siempre habían reconocido que
representaban a ciertos intereses, y contra el «oportunismo» resultante de su propia concepción de sí
mismos exclusivamente como partes de un todo, los movimientos totalitarios afirmaron su
«superioridad» en cuanto portaban una Weltanschauung, mediante la cual tomaban posesión del
hombre en su totalidad60. En su reivindicación de esta totalidad los dirigentes del populacho de los
movimientos formularon de nuevo, sólo que al revés, la propia filosofía política de la burguesía. La
clase burguesa, tras haberse abierto camino a través de la presión social y, frecuentemente, a través
del chantaje económico de las instituciones políticas, siempre creyó que los órganos públicos y
visibles del poder estaban dirigidos por sus propios intereses e influencia secretos y particulares. En
este sentido, la filosofía política de la burguesía era siempre «totalitaria»; siempre supuso una
identidad de política, economía y sociedad, en la que las instituciones políticas servían sólo como
fachada de sus intereses particulares. La doble norma de la burguesía, su diferenciación entre la
vida privada y la pública, eran una concesión a la Nación-Estado que había tratado
desesperadamente de mantener apartadas a las dos esferas.
Lo que atrajo a la élite fue el radicalismo como tal. La esperanzada predicción de Marx de que el
Estado se esfumaría y de que emergería una sociedad sin clases, ya no era suficientemente radical ni
mesiánica. Si Berdiaev tiene razón al declarar que los «revolucionarios rusos... siempre habían sido
totalitarios», entonces la atracción que la Rusia soviética ejerció igualmente sobre los intelectuales
compañeros de viaje nazis y comunistas descansa precisamente en el hecho de que en Rusia «la
revolución era una religión y una filosofía y no simplemente un conflicto relacionado con el aspecto
social y político de la vida»61. La verdad fue que la transformación de las clases en masas y el
quebrantamiento del prestigio y de la autoridad de las instituciones políticas determinó en las
naciones de Europa occidental unas condiciones que se parecían a las predominantes en Rusia, de
60
El papel de la Veltanschauung en la formación del movimiento nazi fue subrayado muchas veces por el mismo
HITLER. Es interesante señalar que en Mein Kampf pretende haber comprendido la necesidad de basar un partido en
una Weltanschauung, gracias a la superioridad de los partidos marxistas. «Weltanschauung y Partido», libro II, cap, I.
61
NICOLAI BERDIAEV, The Origin of Russian Communism, 1937, pp. 124 y 125.
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tal forma que no resultó accidental el que sus revolucionarios comenzaran a adoptar también el
fanatismo revolucionario típicamente ruso que miraba hacia el futuro, no para cambiar las
condiciones sociales o políticas, sino para lograr la destrucción radical de todos los credos, valores e
instituciones existentes. El populacho simplemente supo aprovecharse de este nuevo talante y logró
una breve alianza entre revolucionarios y delincuentes, que también había existido en muchas sectas
revolucionarias de la Rusia zarista, pero que había permanecido notoriamente ausente de la escena
europea.
La inquietante alianza entre el populacho y la élite y la curiosa coincidencia de sus aspiraciones
tuvieron su origen en el hecho de que estos estratos habían sido los primeros en ser eliminados de la
estructura de la Nación-Estado y del marco de la sociedad de clases. Se reunieron tan fácilmente,
aunque sólo fuera por breve tiempo, porque ambos sentían lo que representaba el destino del
tiempo, que eran seguidos por masas interminables y que más pronto o más tarde la mayoría de los
pueblos europeos podían estar a su lado, tal como pensaban, dispuestos a hacer su revolución.
Resultó que ambos estaban equivocados. El populacho, ha; pa de la clase burguesa, esperaba que
las masas desamparadas le ayudarían a llegar al poder, le apoyarían cuando tratara de impulsar sus
intereses particulares y que sería simplemente capaz de reemplazar a los antiguos estratos de la
sociedad burguesa y de infundir en ellos el espíritu más emprendedor del hampa. Sin embargo, el
totalitarismo en el poder aprendió rápidamente que el espíritu emprendedor no quedaba limitado a
los estratos del populacho dentro de la población y que, en cualquier caso, semejante iniciativa sólo
podría constituir una amenaza a la dominación total del hombre. Por otra parte, la ausencia de
escrúpulos tampoco quedaba restringida al populacho y, en cualquier caso también, podía ser
enseñada en un tiempo relativamente corto. Para las implacables máquinas de dominación y
exterminio, las masas de filisteos coordinados proporcionaron un material mucho mejor y fueron
capaces de crímenes aún mayores que los de los llamados criminales profesionales, a condición tan
sólo de que tales crímenes estuviesen bien organizados y asumieran la apariencia de un trabajo
rutinario.
No fue fortuito así que las escasas protestas ante las atrocidades en masa de los nazis contra los
judíos y los pueblos de Europa oriental fueran formuladas, no por los militares ni por otra parte
alguna de las masas coordinadas de filisteos respetables, sino precisamente por aquellos primeros
camaradas de Hitler que eran típicos representantes del populacho62.
No era Himmler, el hombre más poderoso en Alemania a partir de 1936, uno de aquellos
«bohemios armados» (Heiden), cuyas características resultaban dolorosamente semejantes a las de
la élite intelectual. Himmler, en realidad, era «más normal», es decir, tenía más de filisteo que
62
Existe, por ejemplo, la curiosa intervención de Welhelm Kube, Comisario General de Minsk y uno de los más
antiguos miembros del Partido, que en 1941, es decir, al comienzo de las matanzas, escribió a su jefe: «Soy, desde
luego, duro y deseo cooperar en la solución de la cuestión judía; pero las personas educadas en nuestra propia cultura
son, después de todo, diferentes de las bestiales hordas locales. ¿Hemos de asignar la tarea de matarles a los lituanos y
letones, que son despreciados incluso por la población indígena? Yo no podría hacerlo. Le ruego que me envíe
instrucciones muy definidas para ocuparme de la cuestión de la forma más humana con objeto de preservar el prestigio
de nuestro Reich y de nuestro Partido.» Esta carta es publicada en Hitler’s Professors, de MAX WEINREICH, Nueva
York, 1946, pp. 153 y 154. La intervención de Kube fue totalmente desestimada, pero un intento idéntico para salvar la
vida de los judíos daneses, acometido por W. Best, plenipotenciario del Reich en Dinamarca y conocido nazi, tuvo más
éxito. Véase Nazi Conspiracy, V, 2.
Similarmente, Alfred Rosenberg, que había afirmado la inferioridad de los pueblos eslavos, nunca comprendió
obviamente que sus teorías podían significar algún día su liquidación. Encargado de la administración de Ucrania,
redactó informes en los que manifestaba su indignación por las condiciones existentes en 1942 después de haber tratado
de conseguir la intervención directa del propio Hitler. Véase Nazi Conspiracy, III, pp. 83 y ss., y IV, p. 62.
Existen desde luego algunas excepciones a esta regla. El hombre que salvó a Paris de la destrucción era el general
Von Choltitz, que, sin embargo, todavía «temía ser privado del mando por no haber ejecutado las órdenes», aunque
sabía que la «guerra estaba perdida desde hacía varios años». Parece dudoso que hubiera tenido valor para resistirse a la
orden de «convertir París en una masa de ruinas» de no haber contado con el enérgico apoyo de un hombre con larga
carrera en el Partido Nazi, Otto Abetz, embajador en Francia, tal como se deduce de su propio testimonio durante el
proceso de Abetz. Véase The New York Times, 21 de julio de 1949.
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cualquiera de los primeros líderes del movimiento nazi63. No era un bohemio como Goebbels, o un
delincuente sexual como Streicher, o un chiflado como Rosenberg, o un fanático como Hitler, o un
aventurero como Goering. Demostró su capacidad suprema para organizar a las masas en una
dominación total, suponiendo que la mayoría de los hombres no eran ni bohemios, ni fanáticos, ni
aventureros, ni maníacos sexuales, ni chiflados, ni fracasados sociales, sino, primero y ante todo,
trabajadores y buenos cabezas de familia.
El retiro del filisteo a la vida privada, su devoción sincera a las cuestiones de la familia y de su
vida profesional, fueron el último y ya degenerado producto de la creencia de la burguesía en la
primacía del interés particular. El filisteo es el burgués aislado de su propia clase, el individuo
atomizado que es resultado de la ruptura de la misma clase burguesa. El hombre-masa al que
Himmler organizó para los mayores crímenes en masa jamás cometidos en la Historia, presentaba
las características del filisteo más que las del hombre del populacho y era el burgués que, entre las
ruinas de su mundo, sólo se preocupaba de su seguridad personal y que, a la más ligera
provocación, estaba dispuesto a sacrificarla todo, su fe, su honor y su dignidad. Nada resultó tan
fácil de destruir como la intimidad y la moralidad privada de quienes no pensaban más que en
salvaguardar sus vidas privadas. Tras unos pocos años de poder y una sistemática coordinación, los
nazis pudieron afirmar con justicia: «El único hombre que en Alemania es todavía una persona
particular es alguien que está dormido»64.
Por otra parte, para ser completamente justos con aquellos miembros de la élite que, en un
momento u otro, se han dejado seducir por los movimientos totalitarios y que a veces, en razón de
su capacidad intelectual, han llegado a ser incluso acusados de haber inspirado el totalitarismo, es
preciso declarar que lo que estos hombres desesperados del siglo XX hicieron o no hicieron no tuvo
influencia alguna en ningún totalitarismo, aunque desempeñó cierto papel en los primeros y
afortunados intentos de los movimientos por obligar al mundo exterior a tomar en serio sus
doctrinas. Allí donde los movimientos totalitarios conquistaron el poder, todo este grupo de
simpatizantes se deshizo incluso mucho antes de que los regímenes procedieran a cometer sus
mayores crímenes. La iniciativa intelectual, espiritual y artística es tan peligrosa para el
totalitarismo como lo es la iniciativa del gangster para el populacho, y ambas son más peligrosas
que la simple oposición política. La persecución consistente en cada forma superior de actividad
intelectual por los nuevos dirigentes de masas procede de algo más que de su resentimiento natural
contra todo lo que no pueden comprender. La dominación total no permite la libre iniciativa en
ningún campo de la vida en ninguna actividad que no sea enteramente previsible. El totalitarismo en
el poder sustituye invariablemente a todos los talentos de primera fila, sean cuales fueren sus
simpatías, por aquellos fanáticos y chiflados cuya falta de inteligencia y de creatividad sigue siendo
la mejor garantía de su lealtad65.
63
Un inglés, STEPHEN H. ROBERTS, en The House that Hitler Built, Londres, 1939, describe a Himmler como «un
hombre de exquisita cortesía e interesado todavía en las cosas sencillas de la vida. Carece de la ‘pose’ de esos nazis que
se comportan como semidioses... Ningún hombre parece menos adecuado para su tarea como este dictador de la Policía
en Alemania, y estoy convencido de que nadie hay más normal entre los que conocí en Alemania...» (pp. 89 y 90). Esto
recuerda en una forma curiosa la observación de la madre de Stalin, quien, según la propaganda bolchevique, dijo de él:
«Un hijo ejemplar. Me gustaría que todos fueran como él» (SOUVARINE, op. cit. p. 656).
64
La observación fue formulada por Robert Ley. Véase KOHN-BRAMSTEDT, op. cit., p. 178.
65
La política bolchevique, sorprendentemente consecuente a este respecto, es bien conocida y difícilmente necesita un
comentario ulterior. Picasso, por tomar el ejemplo más famoso, no gusta en Rusia, aunque se hizo comunista. Es posible
que el repentino cambio de actitud de ANDRÉ GIDE, tras haber visto la realidad bolchevique en la Rusia soviética
(Retour de l’URSS) en 1936, convenciera definitivamente a Stalin de la inutilidad de los artistas creativos incluso como
compañeros de viaje. La política nazi se distinguió de las medidas bolcheviques sólo en cuanto que no llegó a
exterminar a sus talentos de primera fila.
Resultaría valioso estudiar detalladamente las carreras de aquellos estudiosos alemanes, comparativamente escasos,
que fueron más allá de la mera cooperación y ofrecieron sus servicios porque eran nazis convencidos (WEINREICH,
op. cit., en el único estudio disponible, y equívoco, porque no distingue entre los profesores que adoptaron el credo nazi
y aquellos que debían sus carreras exclusivamente al régimen, omite la primera fase de las carreras de los estudiosos
implicados, y así coloca indiscriminadamente en la misma categoría a hombres bien conocidos y con grandes logros
junto a chiflados). El más interesante es el ejemplo del jurista Carl Schmitt, cuyas muy ingeniosas teorías acerca del
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CAPÍTULO XI
EL MOVIMIENTO TOTALITARIO
1. PROPAGANDA TOTALITARIA
Sólo el populacho y la élite pueden sentirse atraídos por el ímpetu mismo del totalitarismo; las
masas tienen que ser ganadas por la propaganda. Bajo las condiciones del Gobierno constitucional y
de la libertad de opinión, los movimientos totalitarios que luchan por el poder pueden emplear el
terror sólo hasta un determinado grado y comparte con otros partidos la necesidad de conseguir
seguidores y de parecer plausibles ante un público que no está todavía rigurosamente aislado de
todas las demás fuentes de información.
Se reconoció temprano y se ha afirmado frecuentemente que en los países totalitarios la
propaganda y el terror ofrecen dos caras de la misma moneda1. Esto, empero, es sólo cierto en parte.
Allí donde el totalitarismo posee un control absoluto sustituye a la propaganda con el
adoctrinamiento y utiliza la violencia, no tanto para asustar al pueblo (esto se hace sólo en las fases
iniciales, cuando todavía existe una oposición política) como para realizar constantemente sus
doctrinas ideológicas y sus mentiras prácticas. El totalitarismo no se contentará con declarar, frente
a hechos que prueban lo contrario, que no existe el paro; abolirá los subsidios de paro como parte de
final de la democracia y del gobierno legal to davía constituyen una lectura interesante; en época tan temprana como la
de mediadosde la década de los 30 fue reemplazado por el propio tipo nazi de teórico político y de jurista como Hans
Frank que más tarde sería gobernador de Polonia; Gottfried Neese y Reinhard Hoehn. El último en caer en desgracia fue
el historiador Walter Frank, que había sido un antisemita convencido y miembro del Partido Nazi antes de que éste
llegara al poder y que en 1933 fue nombrado director del recientemente fundado «Reichsinstitut für Geschichte des
Neuen Deutschlands», con su famosa «Forschungsabteilung Judenfrage», y editor de los nueve volúmenes de
Forschungen zur Judenfrage (1937-1944). En los primeros años de la década de los 40, Frank tuvo que ceder su
posición e influencia al famoso ALFRED ROSENBERG, cuya obra El mito del siglo XX no muestra ciertamente
aspiración alguna de carácter erudito. Frank perdió claramente la confianza tan sólo porque no era un charlatán.
Lo que ni la élite ni el populacho que «abrazaron» el nacionalsocialismo con semejante fervor podían comprender era
que «uno no puede abrazar esta orden... por accidente. Por encima y más allá de la buena voluntad de servir se halla la
firme necesidad de la selección, que no conoce ni circunstancias atenuantes ni la clemencia» (Der Weg der SS,
publicado por el SS Hauptamt-Schulungsamt, s. f., página 4). En otras palabras, respecto de la selección de aquellos qué
pasarían a unírseles, los nazis pretendían formular sus propias decisiones, al margen del «accidente» de cualesquiera
opiniones. Parece que lo mismo cabe decir de la selección de bolcheviques para su ingreso en la Policía Secreta. F.
BECK y W. GODIN informan en Russian Purge and the Extraction of Confession, 1951, p. 160, que los miembros de
la NKVD son escogidos entre las filas del Partido sin tener la más ligera oportunidad de presentarse voluntarios para el
ingreso en esta «carrera».
1
Véase, por ejemplo, Dictatorships and Political Police: The Technique of Control by Fear, de E. KOHNBRAMSTEDT, Londres, 1945, pp. 164 y ss. La explicación es que «el terror sin propaganda perdería la mayor parte de
su efecto psicológico, mientras que la propaganda sin terror no supone todo su impacto» (p. 175). Lo que se pasa por
alto en estas y en similares declaraciones, que habitualmente se repiten, es el hecho de que no sólo la propaganda
política, sino toda la moderna publicidad de masas contienen un elemento de amenaza; que el terror, por otra parte,
puede resultar completamente eficaz sin la propaganda mientras que sólo se trate del simple terror político convencional
de una tiranía. El terror necesita de la propaganda sólo cuando se pretende que coaccione no sólo desde fuera, sino
como si fuera desde dentro, cuando el régimen político desea algo más que el poder. En este sentido, el teórico nazi
EUGEN HADAMOVSKY pudo decir en Propaganda und nationale Macht, 1933: «La propaganda y la violencia no
son nunca contradictorias. El uso de la violencia puede ser parte de la propaganda» (p. 22).
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su propaganda2. Igualmente importante es el hecho de que la negativa a reconocer el paro haga
realidad —aunque en una forma más bien inesperada— la antigua doctrina socialista: el que no
trabaje, que no coma. O cuando, por tomar otro ejemplo, decidió Stalin reescribir la historia de la
Revolución Rusa, la propaganda de su nueva versión consistió en destruir, junto con los antiguos
libros y documentos, a sus autores y lectores: la publicación en 1938 de una nueva historia oficial
del Partido Comunista fue la señal de que había concluido la superpurga que diezmó a toda una
generación de intelectuales soviéticos. Similarmente, en los territorios ocupados del Este, los nazis
emplearon al principio la propaganda antisemita para conseguir un firme control de la población.
No necesitaron ni utilizaron el terror para apoyar esta propaganda. Cuando liquidaron a la mayor
parte de la intelligentsia polaca no lo hicieron por la oposición de ésta, sino porque, según su
doctrina, los polacos carecían de intelecto, y cuando proyectaron apoderarse de los niños de ojos
azules y pelo rubio no pretendían asustar a la población, sino preservar la «sangre germánica»3.
Como los movimientos totalitarios existen en un mundo que en sí mismo no es totalitario, se ven
forzados a recurrir a lo que comúnmente consideramos como propaganda. Pero semejante
propaganda siempre se dirige a una esfera exterior, bien a los estratos no totalitarios de la población
del país, o a los países extranjeros no totalitarios. Esta esfera exterior hacia la que se dirige la
propaganda totalitaria puede variar considerablemente; incluso después de la conquista del poder, la
propaganda totalitaria puede dirigirse a los segmentos de su propia población cuya coordinación no
ha sido seguida por un suficiente adoctrinamiento. A este respecto, los discursos de Hitler a sus
generales durante la guerra son verdaderos modelos de propaganda, caracterizados principalmente
por las monstruosas mentiras que el Führer lanzaba a sus invitados en su afán por hacerlos suyos4.
La esfera exterior puede hallarse también representada por grupos de simpatizantes que no están
todavía dispuestos a captar los verdaderos objetivos del movimiento; finalmente, sucedía a menudo
que incluso los miembros del Partido eran considerados por el círculo interno del Führer o por los
afiliados a las formaciones de élite como pertenecientes a semejante esfera exterior y que, también
en este caso, todavía precisaban de la propaganda porque no podían ser dominados con seguridad.
Para no sobreestimar la importancia de las mentiras de la propaganda tienen que recordarse los muy
2
«Por entonces se anunció oficialmente que el paro estaba liquidado’ en la Rusia soviética. El resultado del anuncio fue
que todos los subsidios de paro fueron igualmente liquidados’» (ANTON CILIGA, The Russian Enigma, Londres,
1940, página 109).
3
La llamada «Operación Heno» comenzó con un decreto de fecha 16 de febrero de 1942, promulgado por Himmler,
«concerniente (a los individuos) de linaje alemán en Polonia», estipulando que sus hijos tendrían que ser enviados a
familias «que deseen [aceptarles] sin reservas, por amor a su buena sangre» (Documento de Nuremberg R 135,
fotocopiado por el «Centre de Documentation Juive», París). Parece que en junio de 1944 el IX Ejército realmente
secuestró de 40.000 a 50.000 niños, a los que después trasladó a Alemania. Un informe sobre la cuestión, enviado al
Estado Mayor de la Wehrmacht en Berlín por un hombre Ilamado Brandenburg, menciona planes similares para
Ucrania (Documento PS 031, publicado por LÉON POLIAKOV en Bréviaire de la Haine, p. 137). El mismo Himmler
hizo varias referencias a este plan (véase Nazi Conspiracy and Aggression, Office of the United States Chief of Counsel
for the Prosecution of Axis Criminality, U.S. Government, Washington, 1946, III, p. 640, que contiene extractos del
discurso de Himmler en Cracovia en marzo de 1942; véanse también los comentarios al discurso pronunciado por
Himmler en Bad Schachen en 1943, en KOHN-BRAMSTEDT, op. cit., p. 244). De los certificados extendidos por la II
Sección Médica en Minsk el 10 de agosto de 1942 puede deducirse cómo se realizó la selección de estos chicos: «El
examen racial de Natalie Harpf, nacida el 14 de agosto de 1922, mostró que era una muchacha normalmente
desarrollada, de tipo predominantemente báltico oriental con características nórdicas.» «El examen de Arnold Cornies,
nacido el 19 de febrero de 1930, mostró que era un muchacho, normalmente desarrollado, de doce años de edad, de tipo
predominantemente oriental con carcterísticas nórdicas.» Firmado: N. Wc (Documento en los archivos del «Yiddish
Scientific Institute», Nueva York, n.° Occ E 3a-17).
Por lo que se refiere al exterminio de la intelligentsia polaca, que, en opinión de Hitler, podía «ser barrida sin
escrúpulo», véase POLIAKOV, op, cit., p. 321, y el Documento NO 2.472.
4
Véase Hitlers Tischgespräche. En el verano de 1942 todavía habla de « [echar a puntapies] hasta el último judío de
Europa» (p. 113) y de reasentar a los judíos en Siberia o en Africa (p. 311), o en Madagascar, cuando en realidad ya se
había decidido por la «solución final» antes de que comenzara la invasión de Rusia, probablemente en 1940, y mientras
que había ordenado la instalación de las cámaras de gas en el otoño de 1941 (véase Nazi conspiracy and Aggression, II,
pp. 265 y siguientes; III, pp. 783 y ss., Documento PS 1.104; V, pp. 322 y ss., Documento PS 2.605). Himmler ya sabía
en la primavera de 1941 que «los judíos (deben quedar) exterminados hasta el último hombre para el final de la guerra.
Este es el deseo inequívoco y la orden del Führer» (Dossier Kersten, en el «Centre de Documentation Juive»).
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numerosos ejemplos en los que Hitler fue completamente sincero y brutalmente inequívoco en la
definición de los verdaderos objetivos del movimiento, que, simplemente, no eran reconocidos por
un público carente de preparación para semejante consistencia5. Pero, básicamente hablando, la
dominación totalitaria trata de restringir exclusivamente los métodos de la propaganda a su política
exterior o a los sectores del movimiento en el exterior con el propósito de proporcionarles un
material adecuado. Allí donde el adoctrinamiento totalitario en el interior llega a estar en conflicto
con la línea de propaganda para el consumo en el exterior (lo que sucedió en Rusia durante la
guerra, no cuando Stalin firmó su alianza con Hitler, sino cuando la guerra con Hitler le llevó al
campo de las democracias) la propaganda es explicada en el interior como una «maniobra táctica
temporal»6. Tanto como sea posible, esta distinción entre la doctrina ideológica para los iniciados
en el movimiento, que ya no necesitan de la propaganda, y la pura propaganda para el mundo
exterior queda ya establecida durante la existencia de los movimientos antes de la conquista del
poder. La relación entre la propaganda y el adoctrinamiento depende normalmente, por una parte,
de las dimensiones de los movimientos y, por otra, de la presión exterior. Cuanto más pequeño sea
un movimiento, más energía gastará en la propaganda; cuanto mayor sea sobre los regímenes
totalitarios la presión del mundo exterior —una presión que no puede ser enteramente ignorada,
incluso tras los telones de acero—, más activamente se lanzarán a la propaganda los dictadores
totalitarios. El punto esencial es que las necesidades de la propaganda están siempre dictadas por el
mundo exterior y que los mismos movimientos no hacen realmente propaganda, sino que
adoctrinan. A la inversa, el adoctrinamiento, emparejado inevitablemente con el terror, aumenta con
la fuerza de los movimientos o el aislamiento de los Gobiernos totalitarios y su seguridad ante la
intervención exterior.
La propaganda es, desde luego, parte inevitable de la «guerra psicológica», pero el terror lo es
más. El terror sigue siendo utilizado por los regímenes totalitarios incluso cuando ya han sido
logrados sus objetivos psicológicos: su verdadero horror estriba en que reina sobre una población
completamente sometida. Allí donde es llevado a la perfección el dominio del terror, como en los
campos de concentración, la propaganda desaparece por completo; quedó incluso enteramente
prohibida en la Alemania nazi7. La propaganda, en otras palabras, es un instrumento, y
posiblemente el más importante, del totalitarismo en sus relaciones con el mundo no totalitario; el
terror, al contrario, constituye la verdadera esencia de su forma de Gobierno. Su existencia depende
tan poco de los factores psicológicos o de otros factores subjetivos como la existencia de las leyes
depende en un país gobernado constitucionalmente del número de personas que las violan.
El terror, como contrapartida de la propaganda, desempeñó un papel más grande bajo el nazismo
que bajo el comunismo. Los nazis no liquidaron a figuras prominentes, como había sucedido
durante la primera oleada de crímenes políticos en Alemania (los asesinatos de Rathenau y de
5
En relación con ello existe un informe muy interesante, que lleva fecha del 16 de julio de 1940, acerca de la
conversación en el cuartel general del Führer, en presencia de Rosenberg, Lammers y Keitel, iniciada por Hitler con la
formulación de los siguientes «principios básicos»: «Ahora es esencial no exhibir nuestro objetivo último ante el mundo
entero... Por eso no debe resultar obvio que (los decretos para el mantenimiento de la paz y del orden en los territorios
ocupados) apuntan a un arreglo final. Todas las medidas necesarias —ejecuciones, desplazamientos— pueden ser y
serán realizadas a pesar de ello.» A esto siguió una conversación de la que no ha quedado referencia de palabras de
Hitler y en la que Hitler no participó. Obviamente no había sido «comprendido» (Documento L 221, en el «Centre de
Documentation Juive»).
6
Por lo que se refiere a la confianza de Stalin en que Hitler no atacaría a Rusia véase Stalin: A political Biography, de
ISAAC DEUTSCHER, Nueva York y Londres, 1949, pp. 454 y ss., y especialmente la nota al pie de la página 458:
«Sólo en 1948 reveló el viceprimer ministro, N. Voznesensky, jefe de la Comisión Planificadora del Estado, que los
planes económicos para el tercer trimestre de 1941 estaban basados en la presunción de que habría paz y que, tras el
estallido de las hostilidades, se elaboró un nuevo plan, orientado hacia la guerra.» La estimación de Deutscher quedó
sólidamente confirmada por el informe de Kruschev sobre la reacción de Stalin ante el ataque alemán a la Unión
Soviética (véase su «Speech on Stalin» ante el XX Congreso, tal como fue publicado por el Departamento de Estado,
The New York Times, 5 de junio de 1956).
7
«La educación (en los campos de concentración) consiste en disciplina, nunca en ningún tipo de instrucción sobre una
base ideológica, porque la mayoría de los prisioneros tienen almas semejantes a las de los esclavos» (HEINRICH
HIMMLER, Nazi Conspiracy, IV, pp. 616 y ss.).
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Erzberger); en vez de ello, matando a pequeños funcionarios socialistas o a miembros influyentes
de los partidos adversarios, trataron de demostrar a la población los peligros que implicaba la mera
afiliación a esos partidos. Este tipo de terror masivo, que todavía operaba en una escala
comparativamente pequeña, aumentó firmemente porque ni la Policía ni los tribunales persiguieron
seriamente a los delincuentes políticos de la llamada derecha. Resultaba valioso como lo que un
autor nazi definió como «propaganda del poder»8: advertía a la población en general que resultaba
más seguro ser miembro de una organización paramilitar nazi que un republicano leal. Esta
impresión se vio considerablemente reforzada por el empleo específico que los nazis hicieron de sus
crímenes políticos. Siempre los reconocieron públicamente; jamás los disculparon como «excesos
de los escalones inferiores» (semejantes disculpas eran utilizadas solamente por los simpatizantes
de los nazis) e impresionaron a la población por mostrarse muy diferentes de los «ociosos
parlanchines» de los otros partidos.
Las semejanzas entre este tipo de terror y el simple gangsterismo son demasiado obvias como
para que valga la pena señalarlas. Esto no significa que el nazismo fuese gangsterismo, como a
veces se ha deducido, sino sólo que los nazis, sin reconocerlo, aprendieron tanto de las
organizaciones gangsteriles americanas como su propaganda, reconocidamente, aprendió de la
publicidad comercial americana.
Más específico en la propaganda totalitaria que las amenazas directas y los crímenes contra
individuos es, sin embargo, el uso de las alusiones indirectas, veladas y amenazadoras, contra
aquellos que no atendían a sus enseñanzas y, más tarde, contra quienes no prestaban atención a los
crímenes en masa, indiferenciadamente cometidos contra «culpables» e «inocentes». La propaganda
comunista amenazaba al pueblo con perder el tren de la Historia, con permanecer
desesperanzadamente retrasado con respecto a su tiempo, con gastar sus vidas inútilmente, de la
misma manera que el pueblo era amenazado por los nazis con vivir contra las leyes eternas de la
naturaleza y de la vida, con una irreparable y misteriosa deterioración de su sangre. El fuerte énfasis
de la propaganda totalitaria en la naturaleza «científica» de sus afirmaciones ha sido comparado con
ciertas técnicas publicitarias que también se dirigen a las masas. Y es cierto que las columnas
publicitarias de cada periódico denotan ese «cientifismo» por el que un fabricante demuestra con
hechos y cifras, con ayuda de un departamento de «investigación», que el suyo es el «mejor
detergente del mundo»9. También es cierto que existe un cierto elemento de violencia en las
exageraciones imaginativas de los publicitarios, que tras la afirmación de que las muchachas que no
utilizan esa marca específica de detergente pueden pasar inadvertidas por la vida y no conseguir un
marido, alienta el salvaje sueño de un monopolio, el sueño de que algún día el fabricante del «único
detergente que impide que las muchachas pasen indavertidas» pueda tener el poder de privar de
marido a todas las muchachas que no utilicen su detergente. En estos ejemplos de publicidad
comercial y de propaganda comercial, la ciencia es solamente un sustituto del poder. La obsesión de
los movimientos totalitarios por las pruebas «científicas» cesa sólo cuando llegan al poder. Los
nazis prescindieron incluso de aquellos investigadores que estaban dispuestos a servirles, y los
bolcheviques emplearon la reputación de sus hombres de ciencia con fines enteramente
anticientíficos y les obligaron a desempeñar el papel de charlatanes.
Pero sólo existen estas semejanzas, frecuentemente sobreestimadas, entre la publicidad masiva y
la propaganda de masas. Habitualmente, los hombres de negocios no se presentan como profetas y
no demuestran constantemente la precisión de sus previsiones. El cientifismo de la propaganda
totalitaria se halla caracterizado por su insistencia casi exclusiva en la profecía científica,
8
EUGEN HADAMOVSKY, op. cit., destaca en la literatura sobre la propaganda totalitaria. Sin declararlo
explícitamente, Hadamovsky ofrece una inteligente y reveladora explicación pro nazi, de la propia exposición de Hitler
sobre el tema, en «Propaganda y Organización», en el libro II, cap. XI, de Mein Kampf (2 vols. primera edición
alemana, 1925 y 1927, respectivamente. Traducción completa, Nueva York, 1939). Véase también Die Politische
Propaganda der NSDAP im Kampf um die Macht, de F. A. Six, 1936, pp. 21 y ss.
9
El análisis de Hitler de la «propaganda bélica» (Mein Kampf, libro 1, cap. VI) recalca el ángulo comercial de la
propaganda y utiliza el ejemplo de la publicidad de jabones. Su importancia ha sido generalmente sobreestimada,
mientras que se pasaron por alto sus posteriores ideas positivas en «Propaganda y Organización».
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diferenciada del anticuado recurso al pasado. En parte alguna aparece más claramente el origen
ideológico, del socialismo en un caso y del racismo en otro, que cuando sus portavoces pretenden
haber descubierto las fuerzas ocultas que aportarán la buena fortuna en la cadena de la fatalidad.
Existe, desde luego, un gran atractivo para las masas en los «sistemas absolutistas que presentan a
todos los acontecimientos de la Historia como dependientes de grandes causas primeras enlazadas
por la cadena de la fatalidad y que, en realidad, eliminan a los hombres de la historia de la raza
humana» (en palabras de Tocqueville). Pero no puede dudarse de que la jefatura nazi creyera
realmente, y no que las utilizó simplemente, como propaganda, en doctrinas como las siguientes:
«Cuanto más cuidadosamente reconocemos y observamos las leyes de la naturaleza y de la vida...,
tanto más nos conformamos con la voluntad del Todopoderoso. Cuanto mejor sea nuestra
percepción de la voluntad del Todopoderoso, mayores serán nuestros éxitos»10. Es completamente
evidente que bastarían unos pocos cambios para expresar así el credo de Stalin: «Cuanto más
cuidadosamente reconocemos y observamos las leyes de la Historia y de la lucha de clases, tanto
más nos conformamos con el materialismo dialéctico. Cuanto mejor sea nuestra percepción del
materialismo dialéctico, mayores serán nuestros éxitos.» En cualquier caso, difícilmente podria
quedar mejor ilustrada la noción de Stalin de la «jefatura correcta»11.
La propaganda totalitaria elevó al cientifismo ideológico y. a su técnica de formulación de
afirmaciones en forma de predicciones a una altura de eficiencia de método y de absurdo de
contenido porque, demagógicamente hablando, difícilmente hay mejor manera de evitar una
discusión que la de liberar a un argumento del control del presente, asegurando que sólo el futuro
puede revelar sus méritos. Sin embargo, las ideologías totalitarias no inventaron este procedimiento
ni fueron las únicas en utilizarlo. El cientifismo de la propaganda de masas ha sido tan
universalmente empleado en la política moderna que ha llegado a ser interpretado como un signo
más general de la obsesión por la ciencia que caracterizó al mundo occidental desde el desarollo de
las Matemáticas y de la Física en el siglo XVI; de esta forma, el totalitarismo parece ser
exclusivamente la última fase de un proceso durante el cual la «ciencia (se ha convertido) en un
ídolo que curará mágicamente todos los males de la existencia y que transformará la naturaleza del
hombre»12. Y existía, desde luego, una primera relación entre el cientifismo y el desarrollo de las
masas. El «colectivismo» de las masas fue bien recibido por aquellos que esperaban la aparición de
«leyes naturales de desarrollo histórico» que eliminarían la imposibilidad de predecir las acciones y
las conductas individuales13. Se ha citado al respecto el ejemplo de Enfantin, que ya podía «ver
acercarse el tiempo en que el “arte de mover a las masas” estará tan perfectamente desarrollado que
el pintor, el músico y el poeta poseerán el poder de agradar y de conmover con la misma certeza que
el matemático resuelve un problema geométrico o el químico analiza cualquier sustancia», y ha
llegado a deducirse que la propaganda moderna nació allí y entonces14.
Pero, pese a las imperfecciones del positivismo, del pragmatismo y del «behaviorismo» y por
grande que haya sido su influencia en la formación del tipo decimonónico de sentido común, no es
en absoluto «el crecimiento canceroso del segmento utilitario de la existencia»15 que caracteriza a
las masas a las que recurren la propaganda y el cientifismo totalitarios. La convicción de los
10
Véase el importante memorándum de MARTIN BORMANN sobre las «Relaciones entre el Nacionalsocialismo y el
Cristianismo», en Nazi Conspiracy, VI, pp. 1036 y siguientes. Formulaciones semejantes pueden hallarse una y otra vez
en la literatura panfletaria editada por las SS para el «adoctrinamiento ideológico» de sus aspirantes. «Las leyes de la
Naturaleza están sujetas a una inalterable voluntad que no puede ser influida. Por eso es necesario reconocer estas
leyes» («SS-Mann und Blutsfrage, Schriftenreihe für die weltanschauliche Schulung der Ordnungspolizei, 1942). Todo
esto son sólo variaciones de ciertas frases tomadas del Mein Kampf de HITLER, de la que se cita la siguiente como
lema del panfleto más arriba mencionado: «Cuando el hombre trata de luchar contra la férrea lógica de la Naturaleza
choca con los principios básicos a los que debe exclusivamente su misma existencia como hombre.»
11
J. STALIN, Leninism (1933), vol. II, cap. III.
12
ERIC VOEGELIN, «The Origins of Scientism», en Social Research, diciembre de 1948.
13
Véase «The Counter-Revolution of Science», de F. A. V. HAYEK, en Economica, vol. VIII (febrero, mayo y agosto
de 1941), p. 13.
14
Ibid., p. 137. La cita procede de la revista saint-simoniana Producteur, I, p. 399.
15
VOEGELIN, op. Cit.
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positivistas, como lo sabemos por Compte, de que el futuro es eventual y científicamente previsible,
se basa en la estimación del interés como fuerza omnipenetrante en la Historia y en la presunción de
que pueden descubrirse las leyes objetivas del poder. La teoría política de Rohan según la cual «los
reyes mandan a los pueblos y los intereses mandan al rey», que el interés objetivo es la única norma
«que nunca puede fallar», que «certera o erróneamente comprendidos, los intereses hacen vivir o
morir a los Gobiernos», es el núcleo tradicional del moderno utilitarismo, positivista o socialista,
pero ninguna de estas teorías supone que sea posible «transformar la naturaleza del hombre», como
trata desde luego de hacerlo el totalitarismo. Al contrario, todas, implícita o explícitamente,
suponen que la naturaleza humana es siempre la misma, que la Historia es el relato de las
cambiantes circunstancias objetivas y de las reacciones humanas ante éstas y que el interés,
adecuadamente comprendido, puede conducir a un cambio de circunstancias, pero no a un cambio
de reacciones humanas como tales. El «cientifismo», en política, todavía presupone que su objetivo
es el bienestar humano, un concepto que resulta profundamente extraño al totalitarismo16.
Precisamente porque se daba por supuesto el meollo utilitario de las ideologías fue por lo que
representó un shock tal el comportamiento antiutilitario de los Gobiernos totalitarios y su completa
indiferencia a los intereses de las masas. Esta peculiaridad introdujo en la política contemporánea
un insospechado elemento de imprevisibilidad. Sin embargo, la propaganda totalitaria —aunque en
la forma de un desplazamiento de la importancia concedida a los temas— había indicado incluso
antes de que el totalitarismo hubiera conquistado el poder cuán lejos se habían separado las masas
de la simple preocupación por sus propios intereses. Así, la sospecha de los aliados de que el
asesinato de los locos, ordenado por Hitler al comienzo de la guerra, tendría que ser atribuido al
deseo de librarse de bocas innecesarias que alimentar, estaba totalmente injustificada17. Hitler no se
veía obligado por la guerra a desembarazarse de todas las consideraciones éticas, sino que estimaba
las matanzas en masa de la guerra como una incomparable oportunidad para iniciar un programa de
asesinatos que, como todos los demás puntos de su plan, estaba calculado en términos de
milenios18. Dado que virtualmente toda la historia europea a lo largo de muchos siglos ha enseñado
a la gente a juzgar cada acción política por su cui bono, y todos los acontecimientos políticos, por
sus intereses particulares subyacentes, se vio de repente enfrentada con un elemento de
imprevisibilidad sin precedentes. En razón de sus calidades demagógicas, la propaganda totalitaria,
que mucho antes de la conquista del poder señalaba claramente cuán poco se sentían impulsadas las
masas por el famoso instinto de preservación, no fue tomada en serio. El éxito de la propaganda
totalitaria, sin embargo, no radica tanto en su demagogia como en el conocimiento de que el interés
como fuerza colectiva puede ser advertido sólo donde unos cuerpos sociales estables proporcionan
las necesarias correas de transmisión entre el individuo y el grupo; ni puede realizarse una
propaganda efectiva basada en el simple interés entre masas cuya característica principal es la de no
pertenecer a ningún cuerpo social o político y que por eso ofrecen un verdadero caos de intereses
individuales. El fanatismo de los miembros de los movimientos totalitarios, tan claramente diferente
16
WILLIAM EBENSTEIN, The Nazi State, Nueva York, 1943, al examinar la «Permanente Economía de Guerra» del
Estado nazi es casi el único crítico que ha comprendido que «la inacabable discusión... acerca de la naturaleza socialista
o capitalista de la economía alemana bajo el régimen nazi es considerablemente artificial... (porque) tiende a pasar por
alto el hecho vital de que el capitalismo y el socialismo son categorías relacionadas con la economía occidental del
bienestar» (página 239).
17
En este contexto resulta característico el testimonio de Karl Brandt, uno de Ios médicos encargados por Hitler de la
realización del programa de eutanasia (Medical Trial. US against Karl Brandt et al., Hearing of May 14, 1947). Brandt
protestó vehementemente contra la sospecha de que el proyecto fuera iniciado para eliminar a superfluos consumidores
de alimentos; recalcó que los miembros del partido que aportaron a la discusión semejantes argumentos fueron
ásperamente rechazados. En su opinión, las medidas fueron adoptadas exclusivamente por «consideraciones éticas». Lo
mismo cabe decir, desde luego, en lo que se refiere a las deportaciones. Los archivos están repletos de memorándums
desesperados redactados por militares que se quejaban de que la deportación de millones de judíos y de polacos no
prestaba en absoluto atención a todas las «necesidades militares y económicas» (véase POLIAKOV, op. cit., p. 321, así
como el material documental allí publicado).
18
El decreto decisivo que inició todos los subsiguientes crímenes en masa fue firmado por Hitler el 1 de septiembre de
1939 (el día en que estalló la guerra) y se refería no simplemente a los locos (como se ha supuesto erróneamente a
menudo), sino a todos aquellos que estaban «incurablemente enfermos». Los locos fueron sólo los primeros.
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en su calidad de la lealtad de los afiliados a los partidos ordinarios, es determinado por la falta de
interés propio de las masas que se hallan completamente preparadas para sacrificarse a sí mismas.
Los nazis demostraron que cabe conducir a todo un pueblo a la guerra con el slogan «o nos
hundiremos» (lo que la propaganda bélica de 1914 hubiera evitado cuidadosamente) y ello no en
épocas de miseria, de desempleo o de frustradas ambiciones nacionales. El mismo espíritu surgió
durante los últimos meses de una guerra que estaba ya obviamente perdida, cuando la propaganda
nazi consolaba a una población terriblemente amedrentada con la promesa de que el Führer, «en su
sabiduría, había preparado una muerte fácil para el pueblo alemán, gaseándole en caso de
derrota»19.
Los movimientos totalitarios utilizan el socialismo y el racismo, vaciándoles de su contenido
utilitario, de los intereses de una clase o de una nación. La forma de predicción infalible bajo la que
se presentaban estos conceptos se tornaba más importante que su contenido20. La calificación
principal de un líder de masas ha llegado a ser una interminable infalibilidad; jamás puede
reconocer un error21. Además, la presunción de infalibilidad no está basada tanto en una inteligencia
superior como en la interpretación correcta de las fuerzas esencialemente fiables existentes en la
Historia o en la naturaleza, fuerzas que ni la derrota ni la ruina pueden revelar que son erróneas
porque están destinadas a afirmarse por sí mismas a largo plazo22. Los líderes de masas en el poder
tienen una preocupación que domina a todas las consideraciones utilitarias: la de lograr que sus
predicciones lleguen a cumplirse. Los nazis no dudaron en emplear, al final de la guerra, la
concentrada fuerza de su organización todavía intacta, para lograr una destrucción de Alemania tan
completa como fuera posible, con objeto de hacer cierta su predicción de que el pueblo alemán
quedaría arruinado en caso de derrota.
El efecto propagandístico de la infalibilidad, el sorprendente éxito de presentarse como un
simple agente interpretador de fuerzas previsibles, ha impulsado en los dictadores totalitarios el
hábito de anunciar sus intenciones políticas bajo la forma de profecías. El más famoso ejemplo es el
anuncio de Hitler al Reichstag alemán en enero de 1939: «Hoy quiero hacer una vez más una
profecía: en el caso de que los financieros judíos... lograran de nuevo arrastrar a los pueblos a una
guerra mundial, el resultado será... el aniquilamiento de la raza judía en Europa»23. Traducido a un
lenguaje no totalitario, esto significaba: «Quiero hacer la guerra y trato de matar a los judíos de
Europa.» Similarmente, Stalin, en el célebre discurso de 1930 ante el Comité Central del Partido
Comunista (en el que preparó la liquidación física de la derecha del partido y la de los
desviacionistas de la izquierda), los describió como representantes de las «clases moribundas»24.
Esta definición no solamente proporcionaba al argumento su específica aspereza, sino que también
19
Véase Tagebuch eines Verzweifelten, de FRIEDRICH PERCYVAL RECK-MALLECZEWEN, Stuttgart, 1947, p.
190.
20
Hitler basó la superioridad de los movimientos ideológicos sobre los partidos políticos en el hecho de que las
ideologías (Weltanschauungen) siempre «proclaman su infalibilidad» (Mein Kampf, libro II, cap. V, «Weltanschauung y
Organización»). Las primeras páginas del manual oficial para las juventudes hitlerianas, The Nazi Primer, Nueva York,
1938, recalcan, en consecuencia, que todas las cuestiones de Weltanschauung, estimadas antiguamente «irrealistas» e
«incomprensibles», «se han tornado tan claras, sencillas y terminantes (el subrayado es de la autora) que cualquier
camarada puede comprenderlas y cooperar para su solución».
La primera de las «promesas del miembro del partido», tal como fueron enumeradas en el Organisationbusch der
NSDAP, señala: «El Führer siempre tiene razón.» Edición publicada en 1936, p. 8. Pero el Dienstvorschrif t für die P.
O. der NSDAP, 1932, p. 38, lo expresa de esta manera: « ¡La decisión de Hitler es terminante!» Adviértase la notable
diferencia de la fraseología.
«Su reivindicación de ser infalibles, el [que] ninguno de ellos hubiera siquiera admitido sinceramente un error», es al
respecto la diferencia decisiva entre Stalin y Trotsky, por una parte, y Lenin, por otra (véase Stalin: A Critical Survey of
Bolshevism, de BORIS SOUVARINE, Nueva York, 1939, p. 583.
22
Es obvio que la dialéctica hegeliana proporcionaría un maravilloso instrumento para tener siempre razón porque
permite la interpretación de todas las derrotas como el comienzo de la victoria. Uno de los más bellos ejemplos de este
tipo de sofismas se produjo después de 1933, cuando durante casi dos años los comunistas alemanes se negaron a
reconocer que la victoria de Hitler había sido una derrota para el Partido Comunista alemán.
23
Cita de GOEBBELS, The Goebbels Diaries (1942-1943), ed. por Louis Lochner,. Nueva York, 1948, p. 148.
24
STALIN, op. cit., loc. cit.
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anunciaba en el estilo totalitario la destrucción física de aquellos cuya «agonía» había sido
precisamente profetizada. En ambos casos se logra el mismo objetivo: la liquidación encaja en un
proceso histórico en el que el hombre sólo hace o sufre lo que según leyes inmutables tenía que
suceder de cualquier manera. Tan pronto como ha sido realizada la ejecución de las víctimas, la
«profecía» se convierte en una coartada retrospectiva: sólo ha sucedido lo que ya había sido
predicho25. Tanto da que las «leyes de la Historia» señalen el «final» de las clases y de sus
representantes, como que las «leyes de la Naturaleza... exterminen» a todos aquellos elementos:
demócratas, judíos, orientales infrahumanos (Untersmenschen) o al enfermo incurable, que en
manera alguna «son aptos para vivir». Incidentalmente cabe señalar que Hitler habló también de las
«clases moribundas» que deberían ser «eliminadas sin demasiados aspavientos»26.
Este, como los demás métodos propagandísticos totalitarios, sólo resulta seguro después que los
movimientos se han apoderado del poder. Entonces, toda discusión acerca de lo acertado o erróneo
de la predicción de un dictador totalitario resulta tan fantástica como discutir con un asesino
potencial sobre si su futura víctima está muerta o viva, puesto que matando a la persona en cuestión
el asesino puede proporcionar inmediatamente la prueba de la veracidad de su declaración. El único
argumento válido en semejantes condiciones consiste en correr inmediatamente en ayuda de la
persona cuya muerte ha sido predicha. Antes de que los líderes de masas se apoderen del poder para
hacer encajar la realidad en sus mentiras, su propaganda se halla caracterizada por su extremado
desprecio por los hechos como tales27, porque en su opinión los hechos dependen enteramente del
poder del hombre que pueda fabricarlos. La afirmación de que el Metro de Moscú es el único en el
mundo es una mentira sólo mientras que los bolcheviques no tengan el poder para destruir a to dos
los demás. En otras palabras, el método de predicción infalible, más que cualquier otro medio
propagandístico totalitario, denota su objetivo último de conquista mundial, dado que sólo en un
mundo por completo bajo su control puede el dominador totalitario hacer posiblemente realidad
todas sus mentiras y lograr que se cumplan todas sus profecías.
El lenguaje del cientifismo profético correspondía a las necesidades de las masas que habían
perdido su hogar en el mundo y estaban ya preparadas para reintegrarse a las fuerzas eternas y
todopoderosas que por sí mismas conducen al hombre, nadador en las olas de la adversidad, hasta
las costas de la seguridad. «Nosotros conformamos la vida de nuestro pueblo y nuestra legislación
según el veredicto de la genética»28, decían los nazis, de la misma manera que los bolcheviques
aseguraban a sus seguidores que las fuerzas económicas tenían el poder de un veredicto de la
Historia. Por eso prometían una «victoria», independiente de las derrotas y de los fracasos
«temporales» en empresas específicas. Porque las masas, en contraste con las clases, deseaban la
victoria y el éxito como tales, en su forma más abstracta; no estaban unidas por esos especiales
intereses colectivos que consideran las clases esenciales para su supervivencia como grupo y que
por eso pueden afirmar frente a probabilidades abrumadoras. Para las masas, más importante que la
causa que pueda resultar victoriosa o la empresa particular que pueda resultar un éxito es la victoria
de cualquier causa y el éxito en cualquier empresa.
25
En un discurso pronunciado en septiembre de 1942, cuando el exterminio de los judíos se hallaba en pleno auge,
Hitler se refirió explícitamente a su discurso del 30 de enero de 1939 (publicado como folleto bajo el título Der Führer
vor dem ersten Reichstag Grossdeutschslands, 1939), y a la sesión del Reichstag del 1 de septiembre de 1939, cuando
anunció que, «si la judería instigara una guerra mundial in ternacional para exterminar a los pueblos arios de Europa, no
serán los pueblos arios, sino la judería (el resto de la frase quedó ahogado por los aplausos)» (véase Der Führer zum
Kriegswinterhilfswerk, «Schriften NSV», n° 14, p. 33).
26
En el discurso del 30 de enero de 1939, más arriba citado.
27
KONRAD HEIDEN, Der Führer: Hitler’s Rise To Power, Boston, 1944, subraya la «fenomenal insinceridad» de
Hitler, «la ausencia de realidad demostrable en casi todas sus manifestaciones», su «indiferencia a los hechos que no
considera vitalmente importantes» (pp. 368 y 374). En términos casi idénticos, KRUSCHEV describe la «repugnancia
de Stalin a considerar las realidades de la vida» y su indiferencia a la «verdadera situación de los asuntos», op. cit. La
opinión de Stalin sobre la importancia de los hechos queda mejor expresada por sus periódicas revisiones de la historia
rusa.
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La propaganda totalitaria perfecciona las técnicas de la propaganda de masas, pero ni las inventa
ni origina sus temas. Estos le fueron preparados durante los cincuenta años de auge del
imperialismo y de la desintegración de la Nación-Estado, cuando el populacho penetró en la esfera
de la política europea. Como los primitivos líderes del populacho, los portavoces de los
movimientos totalitarios poseyeron un firme instinto para todo lo que la propaganda partidista
ordinaria o la opinión pública no prestaba atención o no se atrevía a tocar. Todo lo oculto, todo lo
que fluía en silencio, se convirtió en tema del más relevante significado, al margen de su propia
importancia intrínseca. El populacho creía realmente que la verdad era todo lo que una sociedad
respetable hipócritamente había pasado por alto u ocultado con la corrupción.
El misterio como tal se convirtió en el criterio principal para la elección de temas. No importaba
el origen del misterio; podía descansar en un deseo secreto, razonable y políticamente
comprensible, como en el caso del Servicio Secreto Británico o del Deuxième Bureau francés; o en
la necesidad conspiratoria de los grupos revolucionarios, como en el caso de los anarquistas y de
otras sectas terroristas; o en la estructura de sociedades cuyo contenido secreto originario había
llegado a ser muy bien conocido y donde sólo el ritual formal retenía todavía el antiguo misterio,
como en el caso de los francmasones; o en las antiguas supersticiones que habían tejido leyendas en
torno a ciertos grupos, como en el caso de los jesuitas y de los judíos. Los nazis fueron
indudablemente superiores en la elección de tales temas para la propaganda de masas; pero los
bolcheviques llegaron gradualmente a aprender la técnica, aunque se apoyaron menos en los
misterios tradicionalmente aceptados y prefirieron sus propias invenciones: desde mediados de los
años 30, en la propaganda bolchevique una misteriosa conspiración mundial ha seguido a otra,
comenzando con la conspiración de los trotskystas y siguiendo con el dominio de las 300 familias,
hasta llegar a las siniestras maquinaciones imperialistas (es decir, globales) de los servicios secretos
británicos o americanos29.
La eficacia de este tipo de propaganda demuestra una de las características principales de las
masas modernas. No creen en nada visible, en la realidad de su propia experiencia; no confían en
sus ojos ni en sus oídos, sino sólo en sus imaginaciones, que pueden ser atraídas por todo lo que es
al mismo tiempo universal y consecuente en sí mismo. Lo que convence a las masas no son los
hechos, ni siquiera los hechos inventados, sino sólo la consistencia del sistema del que son
presumiblemente parte. La repetición, cuya importancia ha ido algo sobreestimada en razón de la
extendida creencia en la capacidad inferior de las masas para captar y recordar, es importante sólo
porque las convence de la consistencia del tiempo.
Lo que las masas se niegan a reconocer es el carácter fortuito que penetra a la realidad. Están
predispuestas a todas las ideologías porque éstas explican los hechos como simples ejemplos de
leyes y eliminan las coincidencias inventando una omnipotencia que lo abarca todo y de la que se
cree que se halla en la raíz de cualquier accidente. La propaganda totalitaria medra en esta huida de
la realidad a la ficción, de la coincidencia a la consistencia.
La incapacidad principal de la propaganda totalitaria estriba en que no puede colmar este anhelo
de las masas por un mundo completamente consecuente, comprensible y previsible sin entrar en un
serio conflicto con el sentido común. Si, por ejemplo, todas las «confesiones» de los oponentes
políticos en la Unión Soviética son formuladas en el mismo lenguaje y admiten los mismos
motivos, las masas hambrientas de consistencia aceptarán la ficción como prueba suprema de su
veracidad; mientras que el sentido común nos dice que es precisamente su consistencia lo que se
halla fuera de este mundo y nos prueba que han sido previamente elaboradas. Figurativamente
hablando, es como si las masas exigieran una constante repetición de la versión bíblica de los
29
Es interesante advertir que durante la era de Stalin y de alguna forma los bolcheviques acumularon los complots, que
el descubrimiento de uno nuevo no significaba que abandonaran el anterior. La conspiración trotskysta comenzó hacia
1930; la conjura de las 300 familias se añadió durante el período del Frente Popular, a partir de 1935; el imperialismo
británico se convirtió en una conspiración durante la alianza Stalin-Hitler; el «Servicio Secreto Americano» siguió poco
después de la terminación de la guerra; la última conspiración, el cosmopolitismo judío, tuvo una obvia e inquietante
semejanza con la propaganda nazi.
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Setenta, cuando, según una antigua leyenda, setenta autores, cada uno aisladamente, lograron una
versión idéntica del Antiguo Testamento. El sentido común puede aceptar el hecho sólo como
leyenda o como milagro; pero puede aducirse también como prueba de la absoluta fidelidad de cada
palabra del texto traducido.
En otros términos, mientras que es cierto que las masas se sienten obsesionadas por un deseo de
escapar de la realidad porque en razón de su desarraigo esencial no pueden soportar sus aspectos
accidentales e incomprensibles, también es cierto que su anhelo por la ficción tiene alguna relación
con algunas capacidades de la mente humana cuya consistencia estructural es superior al simple
incidente. La evasión de la realidad por parte de las masas es un veredicto contra el mundo en el que
se ven forzadas a vivir y en el que no pueden existir, dado que la coincidencia se ha convertido en el
dueño supremo y los seres humanos necesitan la transformación constante de las condiciones
caóticas y accidentales en un molde fabricado por el hombre y de relativa consistencia. La rebelión
de las masas contra el «realismo», el sentido común y todas «las plausibilidades del mundo»
(Burke) fue el resultado de su atomización, de su pérdida de status social, junto con el que
perdieron todo el sector de relaciones comunales en cuyo marco tiene sentido el sentido común. En
su situación de desraizamiento espiritual y social, ya no puede funcionar una medida percepción de
la interdependencia entre lo arbitrario y lo planeado, lo accidental y lo necesario. La propaganda
totalitaria puede atentar vergonzosamente contra el sentido común sólo donde el sentido común ha
perdido su validez. Ante la alternativa de enfrentarse con el crecimiento anárquico y la arbitrariedad
total de la decadencia o inclinarse ante la más rígida consistencia fantásticamente ficticia de una
ideología, las masas elegirán probablemente lo último y estarán dispuestas a pagar el precio con
sacrificios individuales; y ello no porque sean estúpidas o malvadas, sino porque en el desastre
general esta evasión les otorga un mínimo de respeto propio.
Mientras que fue especialidad de la propaganda nazi aprovecharse del anhelo de consistencia de
las masas, los métodos bolcheviques, como si se aplicaran en un laboratorio, han demostrado su
impacto sobre el hombre-masa aislado. La policía secreta soviética, tan dispuesta a convencer a sus
víctimas de su culpabilidad por delitos que jamás cometieron y que en muchos casos no podían
cometer, aísla y elimina completamente a todos los factores reales, de forma tal que la verdadera
lógica, la verdadera consistencia de «la historia» contenida en la confesión preparada, se torna
abrumadora. En una situación en donde la línea divisoria entre la ficción y la realidad queda
enturbiada por la monstruosidad y la consistencia interna de la acusación, para resistirse a la
tentación de someterse a la simple posibilidad abstracta de culpa, no sólo se necesita la fuerza de
carácter para soportar constantes amenazas, sino una gran confianza en la existencia de seres
humanos semejantes —parientes, amigos o vecinos— que no crean nunca en esa «historia».
En realidad, este caso extremo de insania artificialmente fabricada sólo puede lograrse en un
mundo totalitario. Entonces, sin embargo, forma parte del aparato propagandístico de los regímenes
totalitarios, para quienes las confesiones no son indispensables para el castigo. Las «confesiones»
son una especialidad de la propaganda bolchevique en la misma medida en que lo fue de la
propaganda nazi la curiosa pedantería por legalizar los delitos mediante una legislación
retrospectiva y retroactiva. En ambos casos el objetivo es la consistencia.
Antes de conquistar el poder y de establecer un mundo conforme a sus doctrinas, los
movimientos conjuran un ficticio mundo de consistenciaque es más adecuado que la misma realidad
a las necesidades de la mente humana; un mundo en el que, a través de la pura imaginación, las
masas desraizadas pueden sentirse como si estuvieran en su casa y hallarse protegidas contra los
interminables shocks que la vida real y las experiencias reales imponen a los seres humanos y a sus
esperanzas. La fuerza que posee la propaganda totalitaria —antes de que los movimientos tengan el
poder de dejar caer telones de acero para impedir que nadie pueda perturbar con la más nimia
realidad la terrible tranquilidad de un mundo totalmente imaginario— descansa en su capacidad de
aislar a las masas del mundo real. Los únicos signos que el mundo real todavía ofrece a la
comprensión de las masas no integradas y desintegrantes —a las que cada nuevo golpe de mala
suerte torna aún más incrédulas— son, por así decirlo, sus lagunas, las cuestiones que no se atreve a
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discutir públicamente o los rumores que no osa contradecir porque afectan, aunque en una forma
exagerada y deformada, las zonas llagadas.
De estas zonas llagadas derivan las mentiras de la propaganda totalitaria los elementos de
veracidad y de experiencia real que necesita para tender un puente entre la realidad y la ficción. La
mera ficción sólo puede descansar en el terror, y además las ficciones mentirosas mantenidas por el
terror en los regímenes totalitarios no han llegado a ser enteramente arbitrarias, aunque sean
habitualmente más crudas, desvergonzadas y, por así decirlo, más originales que las de los
movimientos. (Requiere poder, no destreza propagandística, lanzar una historia revisada de la
revolución rusa en la que no aparezca nadie que con el nombre de Trotsky llegara a ser comandante
en jefe del Ejército Rojo.) Por otra parte, las mentiras de los movimientos son mucho más sutiles.
Se aferran a cada aspecto de la vida social y política que permanezca oculto a las miradas públicas.
Y triunfan allí donde las autoridades oficiales se han rodeado con una atmósfera de secreto. A los
ojos de las masas esas mentiras adquieren entonces la reputación de un «realismo» superior, porque
afectan a condiciones reales cuya existencia permanece oculta. Las revelaciones sobre escándalos
de la alta sociedad, de la corrupción de los políticos, todo lo que atañe al periodismo amarillo, se
convierte en sus manos en un arma de una importancia más que sensacional.
La ficción más eficaz de la propaganda nazi fue la historia de una conspiración mundial judía. La
concentración en la propaganda antisemita fue recurso corriente entre los demagogos incluso desde
finales del siglo XIX, y semejante propaganda estaba muy difundida en Alemania y en Austria
durante la década de los años 20. Cuanto más consistentemente evitaban los partidos y los órganos
de la opinión pública una discusión de la cuestión judía, más convencido se tornaba el populacho de
que los judíos eran los verdaderos representantes de las potencias existentes y que la cuestión judía
era el símbolo de la hipocresía y de la deshonestidad de todo el sistema.
El contenido real de la propaganda antisemita de la posguerra no fue ni monopolio de los nazis ni
especialmente nuevo y original. Las mentiras acerca de una conspiración judía mundial eran
habituales desde el affaire Dreyfus y se hallaban basadas en las interrelaciones e interdependencias
internacionales existentes de un pueblo judío disperso por todo el mundo. Las nociones exageradas
relativas a un poder mundial judío eran aún más antiguas; pueden remontarse hasta el final del siglo
XVIII, cuando se tornó visible la íntima conexión entre los negocios judíos y las Naciones-Estados.
La representación de el Judío como encarnación del Mal es usualmente atribuida a los vestigios y a
los recuerdos supersticiosos de la Edad Media, pero estaba real y estrechamente conectada con el
papel ambiguo y más reciente que los judíos desempeñaron en la sociedad europea a partir de su
emancipación. Hay algo innegable: en el período de la posguerra, los judíos resultaban más
prominentes que antes.
Pero lo cierto es que los judíos se tornaron más prominentes y conspicuos en proporción inversa
a su influencia real y a su posición de poder. Cada descenso en la estabilidad y en la fuerza de las
Naciones-Estados fue un golpe directo a las posiciones judías. La conquista parcialmente conseguida del Estado por la Nación tornó imposible para la maquinaria gubernamental el
mantenimiento de una posición por encima de todas las clases y partidos, y por eso anuló el valor de
las alianzas con el sector judío de la población, del que se suponía además que había de permanecer
fuera de las filas de la sociedad y ser indiferente a las políticas partidistas. La creciente
preocupación de la burguesía de mentalidad imperialista por la política exterior y su creciente
influencia sobre la maquinaria del Estado se vio acompañada por la firme negativa del más amplio
sector de la riqueza judía a comprometerse en empresas industriales y a abandonar la tradición de
las transacciones financieras. Todo esto casi llegó a acabar con la utilidad económica que para el
Estado habían significado los judíos como grupos y con las ventajas; que para ellos mismos había
significado la separación social. Después de la primera guerra mundial las juderías de Europa
central se tornaron tan asimiladas y nacionalizadas como la judería francesa durante las primeras
décadas de la III República.
En 1917, cuando el Gobierno alemán, siguiendo una tradición largamente afirmada, trató de
emplear a sus judíos para iniciar una tentativa de negociaciones de paz con los aliados, resultó bien
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claro cuán conscientes eran ya los Estados implicados del cambio de la situación. En lugar de
dirigirse a los jefes reconocidos de la judería alemana, acudió a la minoría sionista, relativamente
pequeña y carente de influencia, que todavía confiaba en el antiguo sistema precisamente porque
insistía en la existencia de un pueblo judío independiente de la nacionalidad y de la que por eso
todavía cabía esperar que prestara unos servicios que dependían de conexiones internacionales y de
un punto de vista internacional. El paso, sin embargo, resultó ser un error del Gobierno alemán. Los
sionistas hicieron algo que ningún banquero judío había hecho hasta entonces; impusieron sus
propias condiciones y respondieron al Gobierno que sólo negociarían una paz sin anexiones y sin
reparaciones30. Había desaparecido la antigua indiferencia judía a las cuestiones políticas; ya no era
posible utilizar a la mayoría porque no se hallaba marginada de la nación y la minoría sionista
resultaba inútil porque poseía ideas políticas propias.
La sustitución en Europa central de los Gobiernos monárquicos por Repúblicas completó la
desintegración de las juderías de la región, de la misma manera que el establecimiento de la III
República había tenido en Francia el mismo resultado unos cincuenta años antes. Los judíos habían
perdido ya gran parte de su influencia cuando se establecieron los nuevos Gobiernos bajo
condiciones en las que no podían ni querían proteger a sus judíos. En las negociaciones de paz en
Versalles los judíos fueron empleados principalmente como expertos, e incluso los antisemitas
admitían que los pequeños estafadores judíos de la era de la posguerra, principalmente recién
llegados, tras cuyas actividades fraudulentas, que les distinguían profundamente de sus
correligionarios nativos, se hallaba una actitud que recordaba curiosamente a la antigua indiferencia
por las normas del entorno, carecían de conexiones con los representantes de una supuesta
internacional judía31.
Entre toda la turba de grupos antisemitas competidores y en una atmósfera cargada de
antisemitismo, la propaganda nazi desarrolló un método de tratar el tema que era diferente y
superior a todos los demás. Sin embargo, ningún slogan nazi era nuevo, ni siquiera la astuta imagen
de Hitler de una lucha de clases provocada por el patrono judío que explota a sus obreros mientras
que, al mismo tiempo, en el patio de la fábrica su hermano les incita a la huelga32. El único
elemento nuevo era que para el ingreso en sus filas el partido nazi exigía pruebas de ascendencia no
judía y que, a pesar del programa de Feder, siguió mostrándose extremadamente vago acerca de las
medidas reales que contra los judíos adoptaría una vez que hubiera conquistado el poder33. Los
nazis situaron al tema judío en el centro de su propaganda, en el sentido de que el antisemitismo ya
no era una cuestión de opiniones acerca de personas diferentes de la mayoría, o una procupación de
la política nacional34, sino la preocupación íntima de cada individuo en su existencia personal; no
podía ser miembro del partido aquel cuyo «árbol genealógico» no estuviera en orden, y cuanto más
30
Véase la autobiografía de CHAIM WEIZMANN, Trial and Error, Nueva York, 1949, p. 185.
Véase, por ejemplo, Jüdische geld und Weltherrschaft?, de OTTO BONHARD, 1926, p. 57.
32
HITLER utilizó por vez primera esta imagen en 1922: «Moisés Kohn, por un lado, anima a su asociación a rechazar
las demandas de los obreros, mientras que su hermano Isaac, en la fábrica, invita a las masas...» a la huelga (Hitler’s
Speeches: 192 1939, ed. Baynes, Londres, 1942, p. 29). Resulta notable el que nunca se publicara en la Alemania nazi
una colección completa de los discursos de Hitler, así que hay que verse forzado a recurrir a la edición inglesa. Por una
bibliografía compilada por PHILIPP BOUHLER, Die Reden des Führer’s nach der Machtübernahme, 1940, puede
advertirse que la omisión no fue accidental; sólo los discursos públicos eran publicados verbatim en el Völkischer
Beobachter; por lo que se refiere a los discursos ante el Führerkorps y otras unidades del partido, eran simplemente
«mencionados» en ese periódico. En ningún caso estaban destinados a su publicación.
33
Los 25 puntos de Feder contienen sólo las medidas habitualmente exigidas por todos los grupos antisemitas:
expulsión de los judíos nacionalizados y trato de extranjeros para los judíos nativos. La oratoria antisemita nazi fue
siempre mucho más radical que su programa.
WALDEMAR GURIAN, «Antisemitism in Modern Germany», en Essays on Antisemitism, ed. por Koppel S. Pinson,
Nueva York, 1946, p. 243, subraya la falta de originalidad del antisemitismo nazi: «Todas estas exigencias y todos estos
puntos de vista no eran notables por su originalidad; resultaban evidentes por sí mismos en todos los círculos
nacionalistas; lo que resultaba notable era la destreza demagógica y oratoria con que fueron presentados.»
34
Ejemplo típico del simple antisemitismo nacionalista dentro del movimiento nazi mismo es Röhm, quien escribe:
«No: ¡al judío no se le puede culpar de todo! A nosotros se nos debe culpar del hecho de que el judío todavía pueda
dominar ahora» (ERNST RÖHM, Die Geschichte eines Hochverrüters, 1933, edición popular, página 284).
31
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alta fuera su categoría dentro de la jerarquía nazi, más lejos habría que remontarse en el examen del
árbol genealógico35. De la misma manera, aunque menos consecuentemente, el bolchevismo alteró
la doctrina marxista relativa a una inevitable victoria final del proletariado, organizando a sus
miembros como «proletarios natos» y presentando como vergonzosos y escandalosos los orígenes
de las demás clases36.
La propaganda nazi fue suficientemente ingeniosa como para transformar el antisemitismo en un
principio de autodefinición y eliminarlo así de las fluctuaciones de la simple opinión. Usó la
persuasión de la demagogia de masas sólo como un paso preparatorio, y jamás sobreestimó su
influencia duradera, tanto en la oratoria como en la letra impresa37. Esto proporcionó a las masas de
individuos atomizados, indefinibles, inestables y fútiles, medios de autodefinición o identificación
que no sólo restauraban algo del respeto propio que antiguamente habían hecho derivar de su
función en la sociedad, sino que también crearon un tipo de falsa estabilidad que les convirtió en
mejores candidatos para una organización. A través de este tipo de propaganda, el movimiento pudo
afirmarse como una continuación artificial de las concentraciones masivas y racionalizar los
sentimientos esencialmente fútiles de la importancia propia y de seguridad histérica que ofrecía a
los Individuos aislados de una sociedad atomizada38.
La misma ingeniosa aplicación de slogans, acuñados por otros y pro bados anteriormente, se
reveló en el trato que los nazis otorgaban a otros temas relevantes. Cuando la atención pública se
hallaba igualmente centrada en el nacionalismo, por una parte, y en el socialismo, por otra; cuando
se juzgaba que los dos eran incompatibles y que constituían realmente la divisoria ideológica entre
la derecha y la izquierda, el «Partido Obrero Alemán Nacional Socialista» (Nazi) ofreció una
síntesis, supuestamente encaminada a una unidad nacional, a una solución semántica, cuya doble
marca de fábrica de «Alemán» y de «Obrero» relacionaba al nacionalismo de la derecha con el
internacionalismo de la izquierda. El nombre mismo del movimiento nazi privó de su contenido
social a todos los demás partidos y pretendió implícitamente incorporar a todos. Las combinaciones
de doctrinas políticas supuestamente antagónicas (nacional-socialista, cristiano-social, etc.) habían
sido ensayadas antes, y con éxito; pero los nazis realizaron su propia combinación de tal forma que
toda la pugna en el Parlamento entre los socialistas y los nacionalistas, entre quienes pretendían ser
antes que nada obreros y quienes eran antes que nada alemanes, pareció como una impostura
concebida para ocultar ulteriores motivos siniestros, porque ¿acaso no era todo esto a la vez un
miembro del partido nazi?
Resulta interesante el hecho de que incluso en sus comienzos los nazis se mostraran
suficientemente prudentes como para no utilizar nunca slogans que, como democracia, República,
35
Los aspirantes al ingreso en las SS tenían que hacer remontar su ascendencia hasta 1750. A los aspirantes a
posiciones directivas dentro del partido sólo se les formulaban tres preguntas: 1. ¿Qué ha hecho usted por el partido? 2.
¿Es usted absolutamente cabal, física, mental y moralmente? 3. ¿Está en orden su árbol genealógico? (véase Nazi
Primer).
Resulta característico de la afinidad entre los dos sistemas el que la élite y las formaciones policíacas de los
bolcheviques —la NKVD— también exigieran pruebas de ascendencia a sus miembros (véase Russian Purge and the
Extraction of Confession, de F. BECK y W. GODIN, 1951).
36
Así las tendencias totalitarias del McCarthysmo en los Estados Unidos se revelaron más brillantemente no en la
persecución de los comunistas, sino en su propósito de obligar a cada ciudadano a aportar pruebas de no ser un
comunista.
37
«No debería sobreestimarse la influencia de la prensa...; en general disminuye a medida que aumenta la influencia de
la organización» (HADAMOVSKY, op. cit., p. 64). «Los periódicos se muestran inútiles cuando tratan de luchar contra
la fuerza agresiva de una organización viva» (ibíd., p. 65). «Las formaciones de poder que tienen su origen en la simple
propaganda son fluctuantes y pueden desaparecer rápidamente, a menos que la violencia de una organización apoye a la
propaganda». (ibid., p. 21).
38
«La reunión de masas es la forma más fuerte de propaganda... (porque) cada individuo se siente más confiado en sí
mismo y más poderoso en la unidad de una masa» (ibíd., p. 47). «El entusiasmo del momento se convierte en un
principio y en una actitud espiritual a través de la organización, el entrenamiento sistemático y la disciplina» (ibid., pp.
21-22).
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dictadura o Monarquía, indicaran una forma específica de gobierno39. Es como si, en esta cuestión,
hubieran sabido siempre que serían enteramente originales. Cada discusión acerca de la forma real
de su futuro Gobierno era desdeñada como una charla inútil sobre meras formalidades —porque el
Estado, según Hitler, era sólo un «medio» para la conservación de la raza, como el Estado, según la
propaganda bolchevique, es sólo un instrumento de la lucha de clases40.
En otra forma curiosa e indirecta, los nazis dieron una respuesta propagandística a la pregunta
relativa a lo que sería su futuro papel, y ello fue en su empleo de los «Protocolos de los Sabios de
Sión» como modelo para la organización futura de las masas alemanas con objeto de lograr un
«imperio mundial». El empleo de los «Protocolos» no quedó limitado a los nazis; en la Alemania de
la posguerra se vendieron centenares de miles de ejemplares y ni siquiera era nueva su franca
adopción de los «Protocolos» como manual político41. Sin embargo, esta falsificación fue
principalmente utilizada con el propósito de denunciar a los judíos y de prevenir al populacho
contra los peligros de la dominación judía42. En términos de simple propaganda, el descubrimiento
de los nazis consistió en advertir que las masas no estaban tan aterradas por una dominación judía
mundial como interesadas en averiguar cómo podría realizarse, que la popularidad de los
«Protocolos» se basaba en la admiración o el fervor más que en el odio, y que sería prudente
permanecer tan cerca como fuera posible de algunas de sus más importantes fórmulas, como en el
caso del famoso slogan: «Justo es lo que es bueno para el pueblo alemán», que se hallaba copiado
del de los «Protocolos»: «Todo lo que beneficia al pueblo judío es moralmente justo y sagrado»43.
Los «Protocolos» son en muchos aspectos un documento curioso y notable. Al margen de su
maquiavelismo barato, su característica política esencial es que en su fanático estilo abordan todos
los temas importantes de la época. Son antinacionales en principio y describen a la Nación-Estado
como un coloso de pies de barro. Desprecian la soberanía nacional y creen, como Hitler señaló una
39
En los casos aislados en los que Hitler llegó a ocuparse de esta cuestión acostumbraba a recalcar: «Incidentalmente,
yo no soy el jefe de un Estado, en el sentido de un dictador o un monarca, sino que soy el jefe del pueblo alemán»
(véase Ausgewhlte Reden des Führers, 1939, p. 114). HANS FRANK se expresó dentro del mismo espíritu: «El Reich
nacionalsocialista no es un régimen dictatorial y menos aún arbitrario. El Reich nacionalsocialista, en vez de eso, se
basa en la lealtad mutua del Führer y del pueblo» (en Recht und Verwaltung, Munich, 1939, p. 15).
40
HITLER repitió muchas veces: «El Estado es sólo el medio para un fin. El fin es: conservación de la raza» (Reden.
1939, p. 125). También subrayó que su movimiento «no se basa en la idea del Estado, sino que se halla basado
primariamente en la Volksgemeinschaft cerrada [véase Reden, 1933, p. 125, y el discurso pronunciado ante la nueva
generación de jefes políticos (Führernachwuchs), 1937, que se publica como addendum a las Hitlers Tischgespräche, p.
446] . Este, mutatis mutandis, es también el núcleo de la complicada y deliberada ambigüedad que caracteriza a la
llamada «teoría del Estado» de Stalin: «Nos declaramos en favor de la muerte del Estado y al mismo tiempo nos
alzamos en pro del fortalecimiento de la dictadura del proletariado, que representa la más poderosa y potente autoridad
de todas las formas del Estado que han existido hasta el día de hoy. El más elevado desarrollo posible del poder del
Estado con objeto de preparar las condiciones para la muerte del Estado: ésta es la fórmula marxista» (op. cit., loc. cit.).
41
ALEXANDER STEIN, Adol f Hitler, Schüler der «Weisen von Zion», Karlsbad. 1936, fue el primero en analizar por
comparación filológica la identidad ideológica de las enseñanzas de los nazis con las de los «Sabios de Sión» (véase
también Adolf Hitler et les «Protocoles des Sages de Sion», de R. M. BLANK. 1938).
El primero en admitir su deuda con las enseñanzas de los «Protocolos» fue Theodor Fritsch, el «gran anciano» del
antisemitismo alemán de la posguerra. Escribe en el epílogo a su edición de los Protocolos, 1924: «Nuestros futuros
políticos y diplomáticos tendrán que aprender de los maestros orientales de la villanía hasta el A B C del arte de
gobernar, y, para este fin, los ‘Protocolos sionistas’ ofrecen una excelente instrucción preparatoria.»
42
Sobre la historia de los «Protocolos» véase An Appraisal of the Protocols of Zion, de JOHN S. CURTISS, 1942.
El hecho de que los «Protocolos» fueran una falsedad resultó irrelevante para los fines propagandísticos. El autor
ruso S. A. Nilus, que publicó la segunda edición rusa en 1905, era ya bien consciente del dudoso carácter de este
documento y añadió algo obvio: «Pero si fuera posible mostrar su autenticidad por documentos o por declaración de
testigos fidedignos, si fuera posible identificar a las personas que se hallan a la cabeza del complot mundial...,
entonces... ‘la secreta iniquidad’ podría quedar destrozada...» (traducción en CURTISS, op. cit.).
Hitler no necesitó a Nilus para utilizar el mismo truco: la mejor prueba de su autenticidad consistía en haberse
demostrado que eran una falsedad. Y añade también el argumento de su «plausibilidad»: «Lo que muchos judíos pueden
hacer inconscientemente se formula aquí consciente y claramente. Y esto es lo aue cuenta» (Mein Kampf, libro I, cap.
XI).
43
FRITSCH, op. cit., «(Der Juden) oberster Grundsatz lautet: Alles was dem Volke Juda nützt, ist moralisch und is
heilig’».
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vez, en un imperio mundial sobre una base nacional44. No se satisfacen con la revolución en un país
determinado, sino que pretenden la conquista y la dominación del mundo. Prometen al pueblo que,
al margen de la superioridad en número, territorio y poder estatal, serán capaces de lograr la
conquista mundial sólo a través de la organización. En realidad, parte de su fuerza persuasiva se
deriva de antiquísimos elementos de superstición. La noción de la existencia ininterrumpida de una
secta internacional que ha perseguido desde la antigüedad los mismos objetivos revolucionarios es
muy antigua45 y ha desempeñado un papel en la literatura política barata desde la Revolución
francesa, aunque a finales del siglo XVIII a nadie se le hubiera ocurrido escribir que los judíos46
pudieran ser la «secta revolucionaria», esta «nación peculiar... entre todas las naciones civilizadas».
Fue el tema de una conspiración global lo que en los «Protocolos» más atrajo a las masas, porque
tan bien se correspondía con la nueva situación del poder (en fecha muy temprana Hitler prometió
que el movimiento nazi «superaría los estrechos límites del nacionalismo moderno»47, y durante la
guerra se realizaron en el seno de las SS tentativas para borrar totalmente del vocabulario
nacionalsocialista la palabra «nación»). Sólo las potencias mundiales parecían seguir teniendo una
posibilidad de supervivencia independiente, y sólo una política global parecía tener una posibilidad
de resultados duraderos. También es comprensible que esta situación asustara a las pequeñas
naciones que no eran potencias mundiales. Los «Protocolos» parecían ofrecer una salida que no
dependía de inalterables condiciones objetivas, sino tan sólo del poder de la organización.
La propaganda nazi, en otras palabras, descubrió en el «judío supranacional porque es
intensamente nacional»48 al precursor del alemán dueño del mundo y aseguró a las masas que «las
naciones que han sido las primeras en ver a través del judío y las primeras en combatirle van a ser
las primeras en ocupar su puesto en la dominación del mundo»49. El espejismo de una dominación
mundial judía ya existente constituyó la base para la ilusión de una futura dominación mundial
alemana. En esto es en lo que Himmler pensaba cuando declaró que «debemos el arte de gobernar a
los judíos», es decir, a los «Protocolos», que «el Führer (se ha) aprendido de memoria»50. Así, los
«Protocolos» presentaban la conquista mundial como una posibilidad práctica y daban por
sobreentendido que todo el asunto era una cuestión de capacidad inspirada o de astucia, y que en el
44
«Los imperios mundiales surgen de una base nacional, pero se extienden más allá de ella» (Reden).
HENRY ROLLIN, L’Apocalypse de notre temps, París, 1939, quien considera que la popularidad de los «Protocolos»
sólo es superada por la de la Biblia (p. 40), muestra la semejanza entre ellos y los Monita Secreta, publicados por vez
primera en 1612 y que todavía se vendían en las calles de París en 1939, los cuales afirmaban revelar una conspiración
jesuítica «que justifica todas las villanías y todo el empleo de la violencia... Esta es una campaña auténtica contra el
orden establecido» (p. 32).
46
Toda la literatura está bien representada por las Recherches politiques et historiques qui prouvent l’existence d’une
secte révolutionnaire, del CABALLERO DE MALET, 1817, quien cita extensamente a autores anteriores. Para él, los
héroes de la Revolución francesa son mannequins de una agence secrète, los agentes de los francmasones. Pero
francmasonería es sólo el nombre que sus contemporáneos dieron a una «secta revolucionaria» que ha existido en todos
los tiempos y cuya política ha consistido siempre en atacar «tras la escena, en manipular los hilos de las marionetas a las
que se juzgue conveniente colocar en el escenario». Empieza por decir: «Probablemente, será difícil creer en un plan
que fue elaborado en la antigüedad y seguido siempre con la misma constancia: ... los autores de la Revolución no son
más franceses que alemanes, italianos, ingleses, etc. Constituyen una nación peculiar, nacida y desarrollada en la
oscuridad, entre todas las naciones civilizadas, con el objetivo de someterlas a su dominación.»
Para un extenso examen de esta literatura véase La Franc-Maçonnerie Artésienne au 18e siècle, de E. LESUEUR,
«Bibliothèque d’Histoire Revolutionnaire», 1914. Por la extensa y fanática literatura antifrancmasónica en Francia,
apenas menos amplia que su contrapartida antisemita, puede advertirse cuán persistentes son estas leyendas de
conspiración incluso bajo circunstancias normales. En La Franc-Maçonnerie en France, des origines à 1815, de G.
BORD, 1908, puede hallarse una clase de compendio de todas las teorías que vieron en la Revolución francesa el
producto de sociedades secretas conspiradoras.
47
Reden. Véase la transcripción de una sesión del Comité SS sobre cuestiones laborales en el Cuartel General de las SS
en Berlín el 12 de enero de 1943, donde se sugirió que la palabra «nación», concepto cargado de connotaciones de
liberalismo, debería ser eliminada por inadecuada para los pueblos germánicos (Documento 705-PS, en Nazi
Conspiracy and Aggression, V. 515).
48
Hitler’s Speeches, ed. Baynes, p. 6.
49
GOEBBELS, op. cit., p. 377. Esta promesa, implícita en toda la propaganda antisemita del tipo nazi, fue preparada
por HITLER: «El más extremado contraste del ario es el judío» (Mein Kampf, libro I, cap. XI).
50
«Dossier Kersten», en el Centre de Documentation Juive.
45
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camino hacia una victoria alemana sobre todo el mundo sólo se alzaba un pueblo patentemente
pequeño, los judíos, que dominaban al mundo sin poseer los instrumentos de violencia —un
adversario, por eso, fácil, una vez que había sido descubierto su secreto y emulados sus métodos en
una escala más amplia.
La propaganda nazi concentró todas estas perspectivas nuevas y prometedoras en un concepto
que denominó Valksgemeinschaft. Esta nueva comunidad, ensayada por el movimiento nazi en la
atmósfera pretotalitaria, se hallaba basada en la igualdad absoluta de todos los alemanes, una
igualdad no de hecho, sino de naturaleza, y en su absoluta diferencia de todos los demás pueblos51.
Después de que los nazis subieron al poder, este concepto perdió gradualmente su importancia y dio
paso a un desprecio general por el pueblo alemán que los nazis habían albergado siempre, pero que
hasta entonces no habían podido demostrar muy bien públicamente52, por una parte, y a una gran
ansiedad, por otra, por ampliar sus propias filas con arios de otras naciones, idea que sólo había
desempeñado un pequeño papel en la fase previa al poder de la propaganda nazi53. La
Volksgemeinschaft era simplemente la preparación propagandística para una sociedad racial «aria»
que, al final, habría condenado a todos los pueblos, incluyendo a los alemanes.
Hasta un cierto grado, la Volksgemeinschaft constituía el intento de los nazis por contrarrestar la
promesa comunista de una sociedad sin clases. Parece obvio el atractivo propagandístico de una
sobre otra si pasamos por alto todas las implicaciones ideológicas. Mientras que ambas prometían
allanar todas las diferencias sociales y de propiedad, la sociedad sin clases poseía la característica
evidente de que todo el mundo podría ser elevado al status de obrero de una fábrica, en tanto que la
Volksgemeinschaft, con su característica de conspiración por la conquista mundial, presentaba una
razonable esperanza de que todo alemán podría llegar eventualmente a convertirse en propietario de
una fábrica. Sin embargo, la ventaja aún mayor de la Volksgemeinschaft era que su establecimiento
no tenía que aguardar a algún momento en el futuro ni dependía de condiciones objetivas: podía ser
inmediatamente realizada en el mundo ficticio del movimiento.
El verdadero objetivo de la propaganda totalitaria no es la persuasión, sino la organización: la
«acumulación de poder sin la posesión de los medios de violencia»54. Para este objetivo, la
originalidad del contenido ideológico sólo puede ser considerada como un obstáculo innecesario.
No es accidental que los dos movimientos totalitarios de nuestro tiempo, tan aterradoramente
«nuevos» en métodos de dominación e ingeniosos en formas de organización, jamás hayan
predicado una nueva doctrina, jamás hayan inventado una ideología que no fuese ya popular55. No
51
La primitiva promesa de HITLER (Reden): «Nunca reconoceré que otras naciones tengan el mismo derecho que la
alemana», se convirtió en doctrina oficial: «La base de la perspectiva nacionalsocialista en la vida es la percepción de la
desemejanza de los hombres» (Nazi Primer, p. 5).
52
Por ejemplo, HITLER en 1932: «El pueblo alemán consiste en un tercio de héroes, un tercio de cobardes, mientras
que el resto son traidores» (Hitler’s Speeches, ed. Baynes, p. 76).
Tras la conquista del poder esta tendencia se tornó más brutalmente manifiesta. Véase, por ejemplo, lo que dijo
Goebbels en 1934: «¿Quiénes son ésos para criti car? ¿Miembros del partido? No. ¿El resto del pueblo alemán? Tendría
que considerarse suficientemente afortunado con seguir vivo. Sería demasiado permitir las críticas de aquellos que
viven a merced de nosotros.» Cita de KOHN-BRAMSTEDT, op. cit., pp. 178-179. Durante la guerra, Hitler declaró:
«No soy nada más que un imán que se mueve constantemente a través de la nación alemana, extrayendo el acero de este
pueblo. Y he declarado a menudo que llegará el día en que todos los hombres valiosos de Alemania estén en mi campo.
Y aquellos que no estén a mi lado no serán valiosos en manera alguna.» Para el entorno inmediato de Hitler resultaba
muy claro lo que sucedería a aquellos que «no son valiosos en manera alguna» (véase Der grossdeutsche
Freiheitskampf. Reden Hitlers vom 1.9.1939-10.3.1940, p. 174). HITLER pensaba lo mismo cuando dijo: «El Führer no
piensa como alemán, sino en términos germánicos» («Dossier Kersten», arriba citado), excepto que sabemos por las
Hitlers Tischgespräche (pp. 315 y sigs.) que en aquellos días ya se burlaba incluso del «clamor» germánico y pensaba
en «términos arios».
53
HIMMLER, en un discurso a los jefes de las SS en Jarkov, en abril de 1943 (Nazi Conspiracy, IV, 572 y sigs.):
«Pronto formaré unas SS germánicas en diferentes países...» Antes de la conquista del poder, Hitler dio una primera
indicación de esta política no nacional (Reden): «Desde luego, acogeremos en la nueva clase de señores a
representantes de otras naciones, es decir, a aquellos que lo merecen en razón de su participación en nuestra lucha.»
54
HADAMOVSKY, op. cit.
55
HEIDEN, op. cit., p. 139: La propaganda no es «el arte de infundir una opinión en las masas. Realmente, es el arte de
recibir una opinión de las masas».
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son los pasajeros éxitos demagógicos los que ganan a las masas, sino la visible realidad y el poder
de una «organización viva»56. Las brillantes dotes de Hitler como orador de masas no le ganaron su
posición en el movimiento, sino que más bien equivocaron a sus oponentes, que llegaron a
subestimarle como simple demagogo, y Stalin fue capaz de derrotar al mayor orador de la
revolución rusa57. Lo que distingue a los líderes y dictadores totalitarios es más bien la singular
plenitud de propósitos con la que escogen aquellos elementos de las ideologías existentes que más
aptos resultan para convertirse en los fundamentos de otro mundo enteramente ficticio. La ficción
de los «Protocolos» era tan adecuada como la ficción de la conspiración trotskysta, porque ambas
contenían un elemento de plausibilidad —la influencia no pública de los judíos en el pasado; la
lucha por el poder entre Trotsky y Stalin— del que ni siquiera podía prescindir con seguridad el
mundo ficticio del totalitarismo. Su arte consistió en utilizarlo, y al mismo tiempo, en superar los
elementos de la realidad, de las experiencias comprobables, dentro de la ficción elegida, y en
generalizarlo en regiones que entonces quedan cerradas a todo posible control de la experiencia
individual. Con semejantes generalizaciones, la propaganda totalitaria establece un mundo apto para
competir con el real, cuyo principal inconveniente es que no es lógico, consecuente ni organizado.
La consistencia de la ficción y la exactitud de la organización hacen eventualmente posible a la
generalización sobrevivir a la explosión de mentiras más específicas: el poder de los judíos tras su
irremediable matanza, la siniestra conspiración global de los trotskystas después de su liquidación
en la Rusia soviética y tras el asesinato de Trotsky.
La tozudez con la que los dictadores totalitarios se aferran a sus mentiras originales frente al
absurdo es más que una supersticiosa gratitud a su truco, y que, al menos en el caso de Stalin, no
puede ser explicada por la psicología del mentiroso, cuyo mismo éxito acaba por convertirle en la
última víctima de su mentira. Una vez que estos slogans propagandísticos quedan integrados en una
«organización viva», no pueden ser eliminados con seguridad sin quebrantar toda la estructura. La
presunción de una conspiración mundial judía fue transformada por la propaganda totalitaria,
pasando de ser una cuestión objetiva y discutible a elemento principal de la realidad nazi; lo cierto
es que los nazis actuaban como si el mundo estuviera dominado por los judíos y precisara de una
contraconspiración para defenderse a sí mismo. Para ellos el racismo ya no era una discutible teoría
de dudoso valor científico, sino que estaba siendo realizado cada día en el funcionamiento
jerárquico de una organización política en cuyo marco hubiera resultado muy «irrealista» ponerlo
en duda. De forma similar, el bolchevismo ya no necesita vencer en una discusión acerca de la
lucha de clases, el internacionalismo y la dependencia incondicional del bienestar del proletariado
del bienestar de la Unión Soviética; el funcionamiento de la organización de la Komintern es más
convincente de lo que pueda ser cualquier argumento o una simple ideología.
La razón fundamental de la superioridad de la propaganda totalitaria sobre la propaganda de los
otros partidos y movimientos es que su contenido, en cualquier caso para los miembros del
movimiento, ya no es un tema objetivo sobre el que la gente pueda formular opiniones, sino que se
ha convertido dentro de sus vidas en un elemento tan real e intocable como las reglas de la
aritmética. La organización de todo el entramado vital según una ideología sólo puede ser llevada a
cabo bajo un régimen totalitario. En la Alemania nazi, poner en tela de juicio la validez del racismo
y del antisemitismo cuando nada importaba más que el origen racial, cuando una carrera dependía
56
HADAMOVSKY, op. cit., passim. El término está tomado de Mein Kampf, de HITLER (libro II, cap. XI), donde la
«organización viva» de un movimiento se contrasta con el «mecanismo muerto» de un partido burocrático.
57
Sería un grave error interpretar a los dirigentes totalitarios en términos de la categoría de «jefatura carismática» de
Max Weber. Véase «The Nazi Party», de HANS GERTH, en American Journal of Sociology, 1940, vol. XLV. (Un
error similar es también defecto de la biografía de HEIDEN, op. cit.) Gerth describe a Hitler como el jefe carismático de
un partido burocrático. Solamente esto, en su opinión, explica el hecho de que «por flagrantemente que hayan
contradicho las acciones a las palabras, nada podría quebrantar la organización firmemente disciplinaria». (Cabe
señalar, incidentalmente, que esta contradicción es mucho más característica de Stalin, que «siempre se cuidó de decir
lo opuesto de lo que hacía y de hacer lo opuesto de lo que decía». SOUVARINE, op. cit., p. 431.)
Para el origen de este error véase «Zur Soziologie der Gegenwart», de ALFRED VON MARTIN, en Zeitschrift für
Kulturgeschichte, tomo 27, y «Die Gesetzmässigkeit der Verwaltung im Führerstaat», de ARNOLD KOETTGEN, en
Reichsverwaltungsblatt, 1936; ambos caracterizan el Estado nazi como una burocracia con jefatura carismática.
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de una fisonomía «aria» (Himmler acostumbraba a seleccionar a los aspirantes al ingreso en las SS
examinando sus fotografías) y la cantidad de alimentos del número de los abuelos judíos de cada
uno, era como poner en tela de juicio la existencia del mundo.
Las ventajas de una propaganda que constantemente «suma el poder de una organización»58 a la
débil e insegura voz de la argumentación y que por eso actúa, por así decirlo, con el incentivo del
momento, sea lo que diga, resultan obvias más allá de toda demostración. A prueba de argumentos
basados en una realidad que los movimientos prometen cambiar, ante una contrapropaganda
descalificada por el simple hecho de que pertenece o defiende a un mundo que las masas
desamparadas no pueden ni quieren aceptar, sólo puede quedar desautorizada por una realidad más
fuerte o mejor.
Es en el momento de la derrota cuando se torna visible la debilidad inherente a la propaganda
totalitaria. Sin la fuerza del movimiento, sus miembros dejan automáticamente de creer en el dogma
por el que ayer todavía estaban dispuestos a sacrificar sus vidas. En el momento en que el
movimiento, es decir, el mundo ficticio que les albergaba, queda destruido, las masas revierten a su
antiguo status de individuos aislados que, o bien aceptan felizmente su nueva función en un mundo
transformado, o bien se sumen en su antigua y desesperada superfluidad. Los miembros de los
movimientos totalitarios, profundamente fanáticos mientras que existe el movimiento, no siguen el
ejemplo de los fanáticos religiosos y sufren la muerte de los mártires (aunque existan algunos
demasiado dispuestos a sufrir la muerte de robots)59. Más bien renuncian tranquilamente al
movimiento como a una apuesta fallida y buscan en torno de sí otra ficción prometedora o aguardan
a que la antigua ficción recobre fuerza suficiente como para establecer otro movimiento de masas.
La experiencia de los aliados que trataron vanamente de localizar un nazi autoconfesado y
convencido entre el pueblo alemán, del que un 90 por 100 había sido probablemente sincero
simpatizante en un momento u otro, no puede ser considerada simplemente como el descubrimiento
de un signo de debilidad humana o de oportunismo grosero. El nazismo como ideología había sido
tan completamente «realizado» que su contenido dejó de existir como cuerpo independiente de
doctrinas, perdió su existencia intelectual, por así decirlo; por ello, la destrucción de la realidad no
dejó casi nada tras de sí, y menos que nada, el fanatismo de los creyentes.
2. ORGANIZACIÓN TOTALITARIA
Las formas de la organización totalitaria, diferenciadas de su contenido ideológico y de sus
slogans propagandísticos, son completamente nuevas60. Están concebidas para traducir las mentiras
propagandísticas del movimiento, tejidas en torno a una ficción central —la conspiración de los
judíos, la de los trotskystas, o las trescientas familias, etc.— en una realidad actuante, para
construir, incluso bajo circunstancias no totalitarias, una sociedad cuyos miembros actúen y
reaccionen según las normas de un mundo ficticio. En contraste con los partidos aparentemente
similares y con los movimientos fascistas o socialistas, de orientación nacionalista o comunista,
todos los cuales respaldan su propaganda con el terrorismo tan pronto como han alcanzado un cierto
grado de extremismo (lo que depende principalmente del grado de desesperación de sus miembros),
el movimiento totalitario es realmente serio acerca de su propaganda y esta seriedad es expresada
mucho más aterradoramente en la organización de sus seguidores que en la liquidación física de sus
58
HADAMOVSKY, op. cit., p. 21. Para los fines totalitarios constituye un error propagar su ideología mediante la
enseñanza o la persuasión. En palabras de ROBERT LEY, no puede ser ni «enseñada» ni «aprendida», sino sólo
«ejercida» y «practicada» (véase Der Weg zur Ordensburg, sin fecha).
59
R. HOEHN, uno de los teóricos nazis relevantes, interpretó esta falta de una doctrina e incluso de un haz de ideales y
creencias del movimiento en su Reichsgemeinschaft und Volksgemeinschaft: «Desde el punto de vista de una
comunidad po pular, cada comunidad de valores resulta destructiva» (p. 83).
60
Hitler, hablando sobre la relación entre Weltanschauung y organización, admitió como cosa corriente que los nazis
tomaron de otros grupos y de otros partidos la idea racial (die völkische Idee) y actuaron como si fueran los únicos
representantes de ésta, porque fueron los primeros en basar en ella una organización combativa y en formularla con
fines prácticos (op. cit., libro II, cap. V).
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adversarios. La organización y la propaganda (más que el terror y la propaganda) son dos caras de
la misma moneda61.
El medio de organización más sorprendentemente nuevo de los movimientos en su fase anterior
a la conquista del poder es la creación de las llamadas organizaciones frontales, la distinción trazada
entre los miembros del partido y sus simpatizantes. En comparación con esta invención, otras
características típicamente totalitarias, tales como la designación de funcionarios desde arriba y el
monopolio eventual de los nombramientos en un hombre, son de importancia secundaria. El
llamado «principio del jefe» no es en sí mismo totalitario; ha tomado ciertas características del
autoritarismo y de la dictadura militar, que han contribuido considerablemente a oscurecer y a
empequeñecer el fenómeno esencialmente totalitario. Si los funcionarios nombrados desde arriba
poseyeran autoridad y responsabilidad reales, tendríamos que habérnoslas con una estructura
jerarquizada en la que la autoridad y el poder son delegados y gobernados por leyes. Cabe decir lo
mismo de la organización de un ejército y de la dictadura militar establecida según su modelo; aquí
el poder absoluto de mando de arriba a abajo y la obediencia absoluta de abajo a arriba
corresponden a la situación de peligro extremado en combate, que es precisamente por lo que no
son totalitarios. Una cadena de mando jerárquicamente organizada significa que el poder del que
manda depende de todo el sistema jerárquico en el qué opera. Cada jerarquía, por totalitaria que sea
en su dirección y cada cadena de mando, por arbitrario y dictatorial que sea el contenido de las
órdenes, tienden a estabilizar, y restringirían, el poder total del líder de un movimiento totalitario62.
En el lenguaje de los nazis, la inagotable, incansable y dinámica «voluntad del Führer» —y no sus
órdenes, término que puede implicar una autoridad determinada y circunscrita— se convierte en ley
suprema en un Estado totalitario63. El principio del jefe desarrolla su carácter totalitario sólo a partir
de la posición en la que el movimiento totalitario, gracias a su posición única, coloca al jefe; sólo a
partir, pues, de su importancia funcional para el movimiento. Esto es también corroborado por el
hecho de que, tanto en el caso de Hitler como en el de Stalin, el principio mismo del jefe sólo
cristalizó lenta y paralelamente a la progresiva «totalitarización» del movimiento64.
Un anonimato que contribuye considerablemente a la calidad sobrenatural de todo el fenómeno
oscurece los comienzos de esta nueva estructura organizativa. No sabemos quién fue el primero que
61
Véase HITLER, «Propaganda y organización», en op. cit., libro II, cap. XI.
La demanda vehementemente urgente de Himmler de «no promulgar ningún decreto concerniente a la definición del
término ‘judío’» es un caso que merece subrayarse, porque «con estos alocados compromisos nos ataremos las manos»
(Documento de Nuremberg núm. 626, carta a Berger, fechada el 28 de julio de 1942, fotocopia en el «Centre de
Documentation juive»).
63
La expresión «La voluntad del Führer es la ley suprema» se halla en todas las fórmulas oficiales relativas a la
dirección del partido y de las SS. La mejor fuente sobre el tema es Rechtseintichtungen und Rechtsaufgaben der
Bewegung, de OTTO GAUWEILER, 1939.
64
HEIDEN, op. cit., p. 292, señala la siguiente diferencia entre la primera edición de Mein Kampf y la siguiente: la
primera edición propone la elección de funcionarios del partido que sólo tras esa elección estarán investidos de «un
poder y tina autoridad ilimitados»; en las siguientes ediciones se determina que la designación de los funcionarios del
partido será realizada desde arriba, por el jefe inmediato superior. Naturalmente, para la estabilidad de los regímenes
totalitarios el nombramiento desde arriba es un principio mucho más importante que el de «la autoridad ilimitada» del
funcionario designado. En la práctica, la autoridad de los subjefes se hallaba decisivamente limitada por la absoluta
soberanía del jefe. Véase más adelante.
Stalin, procedente del aparato conspirador del partido bolchevique, no pensó probablemente nunca en este problema.
Para él, los nombramientos dentro de la maquinaria del partido eran una cuestión de acumulación de poder personal.
(Pero sólo en los años 30, tras haber estudiado el ejemplo de Hitler, permitió que le llamaran «jefe».) Debe reconocerse,
sin embargo, que podía justificar fácilmente estos métodos, citando la teoría de Lenin según la cual «la historia de todos
los países muestra que la clase trabajadora, exclusivamente por su propio esfuerzo, sólo es capaz de desarrollar
conciencia sindicalista», y que por ello su jefatura ha de provenir necesariamente de fuera (véase What is to be done?,
publicado por vez primera en 1902, en Collected Works, vol. IV, libro II). El hecho es que Lenin consideró al partido
comunista como la parte «más progresista» de la clase trabajadora y. al mismo tiempo, «la palanca de organización
política» que «dirige a toda la masa del proletariado», es decir, una organización fuera de la clase y por encima de ella.
(Véase The Russian Revolution, 1917-1921, de W. H. CHAMBERLIN, Nueva York, 1935, II, 361.) Sin embargo, Lenin
no puso en tela de juicio la validez de la democracia interna del partido, aunque estaba inclinado a restringir la
democracia a la misma clase trabajadora.
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decidió regimentar a los compañeros de viaje en organizaciones frontales, ni quién vio primero en
las masas de los vagamente simpatizantes —con las que todos los partidos acostumbraban a contar
el día de las elecciones, pero a las que consideraban demasiado volubles para la afiliación— no sólo
una reserva de la que extraer miembros del partido, sino como una fuerza decisiva en sí misma. Las
primeras organizaciones de simpatizantes inspiradas por los comunistas, tales como los «Amigos de
la Unión Soviética» o las asociaciones del «Socorro Rojo», evolucionaron hasta llegar a ser
organizaciones frontales, pero originariamente no eran nada más ni nada menos que lo que sus
nombres indicaban: una reunión de simpatizantes para la ayuda financiera o de otro tipo (por
ejemplo, legal). Hitler fue el primero en señalar que cada movimiento debería dividir en dos
categorías a las masas ganadas a través de la propaganda: simpatizantes y afiliados. En sí mismo,
esto es suficientemente interesante; aún más significativo es que basara esta división en una
filosofía más amplia, según la cual la mayoría de las personas son demasiado perezosas y cobardes
para algo más que para una simple percepción teórica, y sólo una minoría desea luchar por sus
convicciones65. En consecuencia, Hitler fue el primero en concebir una política consciente de
constante incremento de las filas de simpatizantes, mientras que al mismo tiempo conservaba
estrictamente limitado el número de miembros del partido66. Esta noción de una minoría de
miembros del partido rodeada de una mayoría de simpatizantes, se aproxima mucho a la realidad
ulterior de las organizaciones frontales, término que, desde luego, expresa suficientemente su
eventual función y que indica dentro del mismo movimiento la relación entre miembros y
simpatizantes. Porque las organizaciones frontales de simpatizantes no son menos esenciales al
funcionamiento de su movimiento que su mismo cuerpo de afiliados.
Las organizaciones frontales rodean a los afiliados al movimiento con una muralla protectora que
les separa del mundo normal exterior; al mismo tiempo, constituyen un puente hacia la normalidad,
sin el cual, durante la fase previa a la conquista del poder, los afiliados advertirían demasiado
agudamente la distinción entre sus creencias y las de las personas normales, entre su fingida
perspectiva y la realidad del mundo normal. La ingeniosidad de este recurso durante la lucha del
movimiento por el poder estriba en que las organizaciones frontales no sólo aíslan a los afiliados,
sino que les ofrecen algo semejante a la normalidad exterior que reduce el impacto de la verdadera
realidad más eficazmente que el simple adoctrinamiento. Es esta diferencia entre las propias
actitudes y las de los compañeros de viaje las que confirman a un nazi o a un bolchevique en su
creencia en la ficticia explicación del mundo, porque, después de todo, el compañero de viaje tiene
las mismas convicciones aunque sea en una forma más «normal», es decir, menos fanática, más
confusa; así, para el miembro del partido parece que cualquiera a quien el movimiento no haya
singularizado expresamente como enemigo (un judío, un capitalista, etc.), se halla a su lado, que el
mundo está lleno de secretos aliados que sencillamente todavía no pueden reunir la necesaria fuerza
de mente y de carácter como para extraer las conclusiones lógicas de sus propias convicciones67.
Por otro lado, el mundo en general usualmente obtiene su primera visión de un movimiento
totalitario a través de sus organizaciones frontales. Los simpatizantes que, según todas las
apariencias, son todavía innocuos ciudadanos de una sociedad no totalitaria, difícilmente pueden ser
considerados ingenuos fanáticos; a través de ellos el movimiento hace generalmente más aceptables
sus fantásticas mentiras; pueden difundir su propaganda en formas más suaves y respetables, hasta
que toda la atmósfera quede envenenada con los elementos totalitarios que son difícilmente
reconocibles como tales y que parecen ser normales reacciones u opiniones políticas. Las
65
HITLER, Op. cit., libro II, cap. XI.
Ibid. Este principio fue estrictamente aplicado tan pronto como los nazis conquistaron el poder. De siete millones de
afiliados a las Juventudes Hitlerianas, sólo 50.000 fueron aceptados para su ingreso en el partido en 1937. Véase el
prólogo de H. L. CHILDS a The Nazi Primer. Cotéjese también con «Die verfassungsrechtliche Gestaltung der EinPartei», de GOTTFRIED NEESSE, en Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft, 1938, tomo 98, p. 678: «Incluso
el partido único jamás debe crecer hasta abarcar a toda la población. Es ‘total’ en razón de su influencia ideológica
sobre la nación.»
67
Véase la diferenciación de Hitler entre las «personas radicales», que son las únicas que se hallan preparadas para
convertirse en miembros del partido, y los centenares de miles de simpatizantes, que son demasiado «cobardes» para
hacer los sacrificios necesarios (op. cit., loc. cit.).
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organizaciones de compañeros de viaje rodean a los movimientos totalitarios de un aura de
normalidad y respetabilidad que engaña a los afiliados acerca del verdadero carácter del mundo
exterior tanto como al mundo exterior acerca del verdadero carácter del movimiento. La
organización frontal funciona de ambas maneras: como fachada del movimiento totalitario ante el
mundo no totalitario y como fachada de este mundo ante la jerarquía interna del movimiento.
Aún más sorprendente que esta relación es el hecho de que se repita a diferentes niveles dentro
del mismo movimiento. Tal como los miembros del partido se hallan separados y relacionados con
los compañeros de viaje, así las formaciones selectas del movimiento se hallan relacionadas y
separadas de los afiliados corrientes. Si el compañero de viaje todavía parece ser un habitante
normal del mundo exterior que ha adoptado el credo totalitario como uno puede adoptar el
programa de un partido corriente, el miembro ordinario del movimiento nazi o bolchevique todavía
pertenece en muchos aspectos al mundo que le rodea: sus relaciones profesionales y sociales no se
hallan todavía absolutamente determinadas por su pertenencia al partido, aunque él pueda
comprender —a diferencia del mero simpatizante— que, en el caso de un conflicto entre su
adhesión al partido y su vida privada, se supone que la primera ha de ser la que se imponga. El
miembro de un grupo militante, por otra parte, se halla totalmente identificado con el movimiento;
no tiene profesión ni vida privada independientes. De la misma manera que los simpatizantes
constituyen un muro protector en torno a los afiliados del movimiento y representan ante ellos al
mundo exterior, así los afiliados corrientes rodean a los grupos militantes y representan ante ellos al
mundo normal exterior.
Una definida ventaja de esta estructura es que reduce el impacto de uno de los dogmas
totalitarios básicos (que el mundo está dividido en dos gigantescos campos hostiles, uno de los
cuales es el movimiento, y que el movimiento puede y debe luchar contra todo el mundo);
afirmación que prepara el camino para la indiscriminada agresividad de los regímenes totalitarios en
el poder. A través de una jerarquía militante cuidadosamente graduada, en la que cada escalón
constituye la imagen del mundo no totalitario para el escalón superior, porque el inferior es menos
militante y sus miembros se hallan menos completamente organizados, el shock de la aterradora y
monstruosa dicotomía totalitaria queda invalidado y no es nunca comprendido; este tipo de
organización impide a sus miembros el llegar incluso a enfrentarse con el mundo exterior, cuya
hostilidad sigue siendo para ellos una presunción simplemente ideológica. Están tan bien protegidos
contra la realidad del mundo no totalitario, que subestiman constantemente los tremendos riesgos de
la política totalitaria.
No hay duda de que los movimientos totalitarios atacan al statu quo más radicalmente de lo que
lo atacó cualquiera de los anteriores partidos revolucionarios. Pueden permitirse este radicalismo,
en apariencia tan inconveniente a las organizaciones de masas, porque su organización ofrece un
sustitutivo temporal para la vida ordinaria y no política que el totalitarismo trata realmente de
abolir. Todo el mundo de las relaciones sociales no políticas, del que se ha aislado el revolucionario
profesional o ha tenido que aceptar como es, existe en la forma de grupos menos militantes dentro
del movimiento; en el seno de este mundo jerárquicamente organizado, los combatientes para la
conquista del mundo y para la revolución mundial jamás se encuentran expuestos al shock
inevitablemente generadopor la discrepancia entre las creencias «revolucionarias» y el mundo
«normal». La razón por la que los movimientos, en esta fase revolucionaria anterior a la conquista
del poder, pueden atraer a tantos filisteos ordinarios, es que sus miembros viven en un alienado
paraíso de normalidad; los miembros del partido están rodeados por el mundo normal de los
simpatizantes, y las formaciones de élite por el mundo normal de los miembros ordinarios.
Otra ventaja del marco totalitario es que puede ser repetido indefinidamente y mantiene a la
organización en un estado de fluidez que permite constantemente insertar nuevas capas y definir
nuevos grados de militancia. Toda la historia del partido nazi puede ser narrada en términos de las
nuevas formaciones dentro del movimiento nazi. Las SA, las unidades de Asalto (fundadas en
1922), fueron la primera formación nazi a la que se suponía más militante que el mismo partido68;
68
Véase HITLER, capítulo sobre las SA, en op. cit., libro II, cap. IX, segunda parte.
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en 1926 fueron fundadas las SS como formación de élite de las SA. Al cabo de tres años, las SS
fueron separadas de las SA y colocadas bajo el mando de Himmler; Himmler sólo necesitó unos
pocos años el repetir el mismo juego dentro de las SS. Surgieron, una tras otra, diversas
organizaciones, cada una más militante que su predecesora: primero, las tropas de choque69;
después, las unidades de la Calavera (las «unidades de vigilancia en los campos de concentración»),
que más tarde se fusionaron con las primeras para formar las SS armadas (Waffen-SS); finalmente,
el Servicio de Seguridad («Servicio de Información Ideológica del Partido» y su brazo ejecutivo
para la «política negativa de la población») y la Oficina para Cuestiones Raciales y de
Reasentamiento (Rasse- und Siedlungswesen), cuyas tareas eran de un «género positivo», todas las
cuales se desarrollaron a partir de las SS generales, cuyos miembros, excepto los del Alto Cuerpo
del Führer, seguían desempeñando sus ocupaciones civiles. Ante todas estas nuevas formaciones, el
miembro de las SS generales se hallaba ahora en la misma posición que el hombre de las SA
respecto de las SS o el miembro del partido respecto del hombre de las SA, o el miembro de una
organización frontal respecto del miembro del partido70. Ahora las SS generales se hallaban
encargadas no sólo de «salvaguardar las... encarnaciones de la idea nacionalsocialista», sino
también de «impedir que los miembros de todos los cuadros especiales se separaran del mismo
movimiento»71.
Esta jerarquía fluctuante, con su constante adición de nuevas categorías y con sus cambios de
autoridad, resulta bien conocida de las organizaciones secretas de control, la policía secreta o los
servicios de espionaje, en donde siempre se necesitan nuevos controles para controlar a los
controladores. En la fase anterior a la conquista del poder por parte de los movimientos, el espionaje
total no es todavía posible; pero la jerarquía fluctuante, similar a la de los servicios secretos,
permite, incluso sin un poder real, degradar a cualquier categoría o grupo que flaquee o muestre
signos de un radicalismo decreciente, por la simple inserción de una nueva categoría más radical,
impulsando así automáticamente al grupo más antiguo en la dirección a la organización frontal y
apartándole del centro del movimiento. De esta manera las formaciones selectas nazis fueron
primariamente organizaciones internas del partido: las SA se elevaron hasta la posición de un
superpartido cuando el partido pareció perder su radicalismo y, a su vez y por razones similares,
69
Al traducir Verfügungstruppe, las unidades especiales de las SS, originalmente concebidas para estar a la disposición
especial de Hitler como tropas de choque, sigo a O. C. GILES, en The Gestapo, «Oxford Pamphlets on World Affairs»,
número 36, 1940.
70
La fuente más importante para la organización y la historia de las SS es «Wesen und Aufgabe der SS und der
Polizei», de HIMMLER, en Sammelhefte ausgewählter Worträge und Reden, 1939. En el curso de la guerra, cuando las
filas de las Waffen-SS tuvieron que llenarse con reclutas en razón de las pérdidas en el frente, las Waffen-SS perdieron
su carácter de élite dentro de las SS, hasta tal grado que las «SS Generales», es decir, el alto cuerpo del Führer,
representaron de nuevo el núcleo selecto auténtico del movimiento.
Puede hallarse un material documental muy revelador acerca de esta última fase de las SS en los archivos de la
Hoover Library, legajo de Himmler, carpeta 278. Muestra que las SS llegaron a reclutar afiliados entre los trabajadores
extranjeros y la población nativa, imitando deliberadamente los métodos y reglas de la Legión Extranjera francesa. El
reclutamiento de los alemanes estaba basado en una orden de Hitler (nunca publicada), fechada en diciembre de 1942, y
según la cual «la quinta de 1925 [tendría que ser] enrolada en las Waf fen-SS (Himmler, en una carta a Bormann). El
reclutamiento estaba ostensiblemente establecido a base de voluntarios. Gracias a numerosos informes de jefes de las
SS encargados de la tarea, puede saberse ahora lo que en realidad llegó a ser. Un informe de fecha 21 de julio de 1943
describe cómo la policía rodea la sala en la que van a ser alistados obreros franceses, cómo los franceses cantan La
Marseillaise y tratan de escapar por las ventanas. Las iniciativas tomadas respecto de la juventud alemana apenas
fueron más estimulantes. Aunque sometidos a una extraordinaria presión y aunque se les dijo que, «desde luego, no
necesitaban alistarse en las ‘sucias hordas grises’» del Ejército, sólo 18 de 220 miembros de las Juventudes Hitlerianas
optaron por el alistamiento (según un informe del 30 de abril de 1943, enviado por Häussler, jefe del Centro de
Reclutamiento del Sudoeste de las Waffen-SS); todos los demás prefirieron alistarse en la Wehrmacht. Es posible que en
su decisión influyeran las grandes pérdidas de las SS, superiores a las de la Wehrmacht (véase «Die SS», de KARL O.
PAETEL, en Vierteljahreshefte für Zeitgeschichte, enero de 1954). Pero que no sólo fue éste el factor decisivo queda
probado por lo siguiente: En fecha tan temprana como enero de 1940, Hitler había ordenado el alistamiento de hombres
de las SA en las Waffen-SS, y los resultados obtenidos en Koenigsberg, según un informe que se ha conservado, fueron
los siguientes: 1.807 hombres de las SA fueron convocados para «servicios de policía»; de éstos, 1.094 no se
presentaron; 631 fueron declarados inútiles, y 82, aptos para el servicio en las SS.
71
WERNER BEST, op. cit., 1941, p. 99.
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fueron rebasadas por las SS.
El valor militar de las formaciones totalitarias de élite, especialmente el de las SA y el de las SS,
ha sido frecuentemente sobreestimado, mientras que se ha pasado por alto su significación
puramente interna72. Ninguna de las organizaciones de los camisas negras fascistas fue fundada con
específicos propósitos defensivos o agresivos, aunque la defensa de los líderes o de los miembros
ordinarios del partido se citaba normalmente como un pretexto para la existencia de semejantes
organizaciones73. La forma paramilitar de los grupos de élite nazis y fascistas fue el resultado de
haber sido constituidos como «instrumentos de la lucha ideológica del movimiento»74 contra el
difundido pacifismo de Europa después de la primera guerra mundial. Para los propósitos
totalitarios era mucho más importante establecer, como «expresión de una actitud agresiva»75, un
falso Ejército que se pareciera tan estrechamente como fuera posible al falso Ejército de los
pacifistas (incapaces de comprender el lugar constitucional de un Ejército dentro del cuerpo
político, los pacifistas habían denunciado a todas las instituciones militares como bandas de
asesinos voluntarios) que contar con una tropa de bien entrenados soldados. Las SA y las SS eran
ciertamente organizaciones modélicas de violencia arbitraria y del crimen; no estaban tan bien
preparadas como las unidades de la Reichswehr ni estaban equipadas para la lucha contra tropas
regulares. La propaganda militarista era más popular que la preparación militar en la Alemania de la
posguerra, y los uniformes no elevaban el valor militar de las formaciones paramilitares, aunque
resultaron útiles como una clara indicación de la abolición de las normas y de la moral cívicas; de
alguna manera, estos uniformes aliviaron considerablemente las conciencias de los asesinos y
también les hicieron aún más receptivos a una obediencia indiscutida y a una autoridad indiscutible.
A pesar de estos arreos militaristas, la facción interna de los nazis, que era primariamente
nacionalista y militarista y que por eso consideraba a las unidades paramilitares no simplemente
como formaciones del partido, sino como el ensanchamiento ilegal de la Reichswehr (que había
sido restringida por las cláusulas del Tratado de Paz de Versalles), fue la primera en ser liquidada.
Röhm, el jefe de las tropas de asalto SA, había desde luego soñado, y había negociado después de
que los nazis conquistaran el poder, la incorporación de sus SA a la Reichswehr. Fue asesinado por
Hitler porque trataba de transformar el nuevo régimen nazi en una dictadura militar76. Hitler había
recalcado varios años antes que semejante evolución no era deseada por el movimiento nazi cuando
descartó a Röhm (un auténtico soldado cuya experiencia en la guerra y en la organización de la
Reichswehr le habrían hecho indispensable en un programa serio de preparación militar) de su
72
Esto no fue, sin embargo, culpa de Hitler, quien siempre afirmó que el mismo nombre de las SA (Sturmabteilung)
indicaba que eran sólo «una sección del movimiento», justamente como cualesquiera otras formaciones del partido,
tales como el departamento de propaganda, el periódico, los institutos científicos, etc. También trató de despejar las
ilusiones acerca del posible valor militar de una formación paramilitar y quiso que el entrenamiento fuera realizado
conforme a las necesidades del partido y no según los principios de un Ejército (op. cit., loc. cit.).
73
La razón oficial para la creación de las SA fue la protección de las concentraciones nazis, mientras que la misión
original de las SS fue la protección de los dirigentes nazis.
74
HITLER, Op. Cit., loc. Cit.
75
ERNST BAYER, Die SA, Berlín, 1938. Cita tomada de Nazi Conspiracy, IV.
76
La autobiografía de Röhm muestra claramente cuán poco coincidían sus convicciones políticas con las de los nazis.
El deseó siempre un Soldatenstaat y siempre insistió en la primat des Soldaten vor dem Politiker (op. cit., p. 349).
Especialmente revelador por su actitud no totalitaria, o más bien incluso por su incapacidad para comprender el
totalitarismo y su reivindicación «total», es el siguiente pasaje: «No veo por qué tienen que ser incompatibles las tres
cosas siguientes: mi lealtad al príncipe heredero de la Casa de los Wittelbach y heredero de la corona de Baviera; mi
admiración por el contramaestre-general de la Guerra Mundial [es decir. Ludendorff], que hoy encarna la conciencia del
pueblo alemán; y mi camaradería con el heraldo y portador de la lucha política, Adolf Hitler» (p. 348). Lo que, en
definitiva, costó a Röhm su cabeza fue que, tras la conquista del poder, concibió una dictadura fascista según el modelo
del régimen italiano, en la que el partido nazi «rompería las cadenas del partido» y «se convertiría él mismo en el
Estado», que era exactamente lo que Hitler pretendía evitar en cualquier circunstancia. Véase Warum SA?, de ERNST
RÖHM, discurso ante el cuerpo diplomático en diciembre de 1933, Berlín, sin fecha.
Dentro del partido nazi nunca se olvidó por completo, al parecer, la posibilidad de un complot SA-Reichswehr contra
la dominación de las SS y la policía. Hans Frank, gobernador general de Polonia, en 1942, ocho años después del
asesinato de Röhm, fue considerado sospechoso de desear, «después de la guerra..., inaugurar la gran lucha por la
justicia (contra las SS) con la ayuda de las fuerzas armadas y de las SA» (Nazi Conspiracy. VI, 747).
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posición como jefe de las SA y escogió, como reorganizador de las SS, a Himmler, un hombre sin
el más leve conocimiento de cuestiones militares.
Aparte de la importancia de las formaciones de élite para la estructura organizativa del
movimiento, donde constituyen el núcleo cambiante de la militancia, su carácter paramilitar debe
ser comprendido en relación con otras organizaciones profesionales del partido, tales como las de
maestros, abogados, médicos, estudiantes, profesores universitarios, técnicos y obreros. Todas estas
organizaciones eran primariamente duplicados de las existentes asociaciones profesionales no
totalitarias, paraprofesionales de la misma manera que las tropas de asalto eran paramilitares.
Resultó característico que cuanto más claramente se convirtieron los partidos comunistas europeos
en ramas de un movimiento bolchevique dirigido desde Moscú, más emplearon también sus
organizaciones frontales para competir con los grupos puramente profesionales. La diferencia entre
los nazis y los bolcheviques en este aspecto fue sólo que los nazis presentaban una pronunciada
tendencia a considerar a estas formaciones paraprofesionales como parte de la élite del partido,
mientras que los comunistas preferían reclutar de ellas el material para sus organizaciones frontales.
El factor importante para los movimientos es que, incluso antes de conquistar el poder, daban la
impresión de que todos los elementos de la sociedad se hallaban encarnados en sus filas (el objetivo
último de la propaganda nazi consistía en organizar a todo el pueblo alemán como simpatizantes)77.
Los nazis dieron un paso más en este juego y establecieron una serie de Departamentos ficticios,
modelados conforme a los Ministerios de Administración regular del Estado, tales como su propio
Departamento de Asuntos Exteriores, Educación, Cultura, Deporte, etc. Ninguna de estas
instituciones poseía más valor profesional del que poseía la imitación del Ejército representada por
las tropas de asalto, pero juntas crearon un mundo perfecto de apariencias en el que cada realidad
del mundo no totalitario era servilmente duplicada en forma fraudulenta.
Esta técnica de duplicación, ciertamente inútil para el derrocamiento directo del Gobierno,
demostró ser extremadamente fructífera en la tarea de minar activamente las instituciones existentes
y en la «descomposición del statu quo78, que invariablemente prefieren las organizaciones
totalitarias a una abierta demostración de fuerza. Si es tarea de los movimientos «abrirse camino
como pólipos hacia todas las posiciones de poder»79, entonces tienen que estar dispuestos para
ocupar cualquier específica posición social o política. Conforme con su reivindicación de una
dominación total, se considera que cada grupo singular organizado de la sociedad no totalitaria
presenta un reto específico que exige que el movimiento lo destruya; cada uno de esos grupos
precisa, por así decirlo, un instrumento específico de destrucción. El valor práctico de las falsas
organizaciones surgió a la luz cuando los nazis conquistaron el poder y se mostraron
inmediatamente dispuestos para destruir la organización existente de maestros mediante otra
organización de maestros, los existentes colegios de abogados mediante una asociación de abogados
patrocinada por los nazis, etc. De la mañana a la noche pudieron cambiar toda la estructura de la
sociedad alemana y no simplemente la vida política —precisamente porque habían preparado su
exacto duplicado dentro de sus propias filas—. En este aspecto, la tarea de las formaciones
paramilitares concluyó cuando la jerarquía militar regular pudo ser colocada durante las últimas
fases de la guerra bajo la autoridad de las SS generales. La técnica de esta «coordinación» fue tan
ingeniosa e irresistible como fue rápida y radical la deterioración de las normas profesionales,
aunque estos resultados fueron más inmediatamente advertidos en el campo muy técnico y
especializado de la actividad bélica que en cualquier otra parte.
Si la importancia que para los movimientos totalitarios tienen las formaciones paramilitares no
debe buscarse en su dudoso valor militar, tampoco cabe hallarla completamente en su falsificación
de un Ejército regular. Como formaciones de élite se encuentran más claramente separadas del
mundo exterior que cualquier otro grupo. Los nazis comprendieron muy pronto la íntima relación
77
HITLER, op. cit., libro II, cap. XI, declara que la propaganda trata de imponer una doctrina a todo un pueblo,
mientras que la organización incorpora sólo a una proporción relativamente pequeña de sus miembros más militantes.
Compárese también con G. NEESSE, op. cit.
78
HITLER, op. cit., loc. cit.
79
HADAMOVSKY, op. cit., p. 28.
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entre la militancia total y la separación total de la normalidad; a las unidades de asalto jamás se les
asignaban misiones en sus comunidades natales, y los mandos activos de las SA en la fase anterior a
la conquista del poder y de las SS bajo el régimen nazi eran tan móviles y tan frecuentemente
cambiados que no podían posiblemente acostumbrarse y echar raíces en parte alguna del mundo
ordinario80. Estaban organizadas según el modelo de las bandas de delincuentes y eran empleadas
para el crimen organizado81. Sus crímenes eran públicamente exhibidos y oficialmente reconocidos
por la jerarquía superior nazi, de forma tal que la abierta complicidad hacía poco menos que
imposible a los miembros abandonar el movimiento incluso bajo un Gobierno no totalitario y
aunque no se hubieran hallado amenazados, como realmente lo habrían estado por sus antiguos
camaradas. A este respecto, la función de las formaciones de élite resulta opuesta a la de las
organizaciones frontales: mientras que éstas prestan al movimiento un aire de respetabilidad e
inspiran confianza, aquéllas, extendiendo la complicidad, hacen a cada miembro del partido
consciente de que ha abandonado ya el mundo normal que declara fuera de la ley al asesinato y de
que se ha hecho responsable de todos los crímenes cometidos por la élite82. Y esto sucede incluso en
la fase anterior a la conquista del poder, cuando, sistemáticamente, la jefatura afirma su
responsabilidad por todos los crímenes y no deja duda de que han sido cometidos para el bien
último del movimiento.
La creación artificial de las condiciones de guerra civil mediante las que los nazis se abrieron
camino con el chantaje hacia el poder, posee algo más que la obvia ventaja de provocar disturbios.
Para el movimiento, la violencia organizada es la más eficiente de las muchas barreras protectoras
que rodean a su mundo ficticio, cuya «realidad» queda probada cuando un miembro teme
abandonar el movimiento más de lo que teme su complicidad en acciones ilegales y se siente más
seguro como miembro que como adversario. Este sentimiento de seguridad, resultante de la
violencia organizada con la que las formaciones de élite protegen del mundo exterior a los
miembros del partido, es tan importante para la integridad del mundo ficticio de la organización
como el pánico que provoca su terror.
En el centro del movimiento, como el motor que se pone en marcha, se halla el Jefe. Está
separado de las formaciones de élite por un círculo interno de iniciados que difunden en torno de él
un aura de impenetrable misterio correspondiente a su «intangible preponderancia»83. Su posición
dentro de este círculo íntimo depende de su capacidad para tejer intrigas entre sus miembros y de su
habilidad para cambiar constantemente a quienes forman parte de ese círculo. Debe su elevación a
80
Las «unidades de la Calavera» de las SS estaban sometidas a las siguientes reglas: 1. Ninguna brigada puede ser
utilizada en su distrito nativo. 2. Cada unidad ha de ser trasladada después de tres semanas de servicio. 3. Los miembros
nunca serán enviados solos a la calle ni estarán autorizados a exhibir en público la insignia de la calavera. Véase Secret
Speech by Himmler to the German Army General Staff 1938 (el discurso fue pronunciado, sin embargo, en 1937; véase
Nazi Conspiracy, IV, 616, donde sólo se publican extractos). Publicado por el «American Committee for Anti-Nazi
Literature».
81
HEINRICH HIMMLER, Die Schutzstaffel als antibolschewitische Kampforganisation: «Aus dem Schwarzen
Korps», núm. 3, 1936, dijo públicamente: «Sé que hay personas en Alemania que se ponen enfermas cuando ven este
capote negro. Lo comprendemos y no esperamos ser amados por demasiadas personas.»
82
En sus discursos a las SS, Himmler siempre recalcó los crímenes cometidos, subrayando su gravedad. Acerca de la
liquidación de los judíos, por ejemplo, diría: «Quiero también hablaros francamente de una cuestión muy grave. Entre
nosotros mismos tiene que mencionarse muy francamente, pero no hablaremos de ello en público.» Sobre la liquidación
de la intelligentsia polaca: «... debéis oír esto, pero olvidarlo inmediatamente...» (Nazi Conspiracy, IV, 558 y 553,
respectivamente).
GOEBBELS, op. cit., p. 266, señala en una vena similar: «Sobre la cuestión judía, especialmente, hemos tomado una
posición de la que no hay escape... La experiencia enseña que un movimiento y un pueblo que han quemado sus puentes
lucharán con mayor determinación que los que todavía son capaces de retirarse.»
83
SOUVARINE, op. cit., p. 648. La forma en que los movimientos totalitarios mantienen en absoluto secreto las vidas
privadas de sus dirigentes (Hitler y Stalin) contrasta con el valor publicitario que hallan todas las democracias
exhibiendo en público las vidas privadas de presidentes, reyes, primeros ministros, etc. Los métodos totalitarios no
permiten una identificación basada en la convicción: hasta el más alto de nosotros sólo es humano.
SOUVARINE, op. cit., p. XIII, cita las etiquetas más frecuentemente utilizadas para describir a Stalin: «Stalin, el
misterioso huésped del Kremlin»; «Stalin, impenetrable personalidad»; «Stalin, la Esfinge comunista»; «Stalin, el
Enigma», «el misterio insoluble», etc.
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la jefatura a una sobresaliente capacidad para manejar las luchas por el poder en el seno del partido
más que a sus cualidades demagógicas o burocráticas. Se distingue de los tipos anteriores de
dictadores en el hecho de que difícilmente triunfa a través de la simple violencia. Hitler no necesitó
ni las SA ni las SS para afirmar su posición dentro del movimiento nazi; al contrario, Röhm, el jefe
de las SA y capaz de contar con la lealtad de éstas hacia su propia persona, fue uno de los enemigos
de Hitler dentro de su círculo interno. Stalin se impuso a Trotsky, que no sólo poseía un mayor
atractivo ante las masas, sino que, como jefe del Ejército Rojo, tenía en sus manos el mayor poder
potencial de la Rusia soviética de la época84. No fue Stalin, sino Trotsky, el mayor talento
organizador, el burócrata más capacitado de la revolución rusa85. Por otra parte, tanto Hitler como
Stalin eran maestros de los pormenores, y en las primeras fases de sus carreras respectivas se
consagraron casi enteramente a cuestiones de personal, así que, al cabo de unos pocos años,
difícilmente existía un solo hombre de importancia que no les debiera su posición86.
Sin embargo, tales capacidades personales, aunque son absolutamente condición previa en las
primeras fases de semejante carrera e incluso más tarde distan de ser insignificantes, no resultan
decisivas cuando ya está construido el movimiento totalitario, cuando se ha establecido el principio
de que «la voluntad del Führer es la ley del partido», y cuando toda su jerarquía ha sido
efectivamente preparada para un solo objetivo —comunicar rápidamente la voluntad del jefe a
todos los escalones. Cuando se ha logrado esto, el jefe es irreemplazable, porque toda la compleja
estructura del movimiento perdería su raison d’être sin sus órdenes. Ahora, a pesar de las eternas
intrigas de la camarilla interna y de los interminables cambios de personal, con su tremenda
acumulación de odios, amarguras y resentimientos personales, la posición del jefe puede
permanecer segura ante las caóticas revoluciones palaciegas, no por obra de sus dotes superiores,
sobre las que frecuentemente no se hacen grandes ilusiones los hombres de su círculo íntimo, sino
por la sincera y sensible convicción de estos hombres de que sin él todo quedaría inmediatamente
perdido.
La tarea suprema del jefe es encarnar la doble función característica de cada escalón del
movimiento: actuar como la defensa mágica del mo vimiento contra el mundo exterior y, al mismo
tiempo, ser el puente directo por el que el movimiento se relaciona con ese mundo. El Jefe
representa al movimiento de una forma totalmente diferente de la de todos los demás líderes
ordinarios del partido; reivindica la responsabilidad personal por cada acción, hecho o entuerto,
obra de cualquier miembro o funcionario en su capacidad oficial. Esta responsabilidad personal es
el más importante aspecto organizativo del llamado principio del jefe, según el cual cada
funcionario no es solamente nombrado por el jefe, sino que es su encarnación viviente y se supone
que cada orden emana de esta fuente siempre presente. Esta perfecta identificación del Jefe con
cada subjefe designado y este monopolio de la responsabilidad por todo lo que se hace son también
los más conspicuos signos de la diferencia decisiva entre un jefe totalitario y un dictador o un
déspota ordinarios. Un tirano nunca se identificaría con sus subordinados y menos aún con cada uno
de sus actos87; puede utilizarles como víctimas propiciatorias y gustosamente permitirá que sean
criticados para salvarse él mismo de las iras del pueblo, pero siempre mantendrá una absoluta
distancia respecto de todos sus subordinados y de todos sus súbditos. El Jefe, por el contrario, no
84
«Si [Trotsky] hubiera decidido dar un coup d’état militar podría haber derrotado quizá a los triunviros. Pero abandonó
el puesto sin el más ligero intento de apoyarse en el Ejército que él creó y que había mandado durante siete años»
(ISAAC DEUTSCHER, op. cit., p. 297).
85
El Comisariado de Guerra que dirigió Trotsky «era una institución modelo, y Trotsky fue llamado para que
interviniera en todos los casos de desorden en otros departamentos». SOUVARINE, op. cit., p. 288.
86
Las circunstancias que rodearon a la muerte de Stalin parecieron contradecir la infalibilidad de estos métodos. Existe
la posibilidad de que Stalin, que antes de morir proyectaba indudablemente otra purga general, fuera muerto por alguien
de su círculo, porque nadie se sentía ya seguro; pero, pese a la abundancia de pruebas circunstanciales, ello no puede ser
demostrado.
87
Así, Hitler, tras la muerte de Potempa, telegrafió a los asesinos SS en 1932, haciéndose personalmente responsable,
aunque presumiblemente nada tenía que ver con ello. Lo que aquí importaba era establecer un principio de
identificación o, en el lenguaje de los nazis, «la lealtad mutua del jefe y del pueblo», en la que «se basa el Reich»
(HANS FRANK, op. cit.).
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puede tolerar nunca las críticas a sus subordinados, dado que éstos actúan siempre en su nombre; si
desea corregir sus propios errores, tiene que liquidar a aquellos que los hicieron realidad; si quiere
censurar sus errores en otros, tiene que matarles88, porque dentro de este marco organizador un error
sólo puede ser un fraude: la encarnación del Jefe por un impostor.
Esta responsabilidad del movimiento por todo lo que se hace y esta identificación total con cada
uno de sus funcionarios tienen la muy práctica consecuencia de que nadie llega a tener experiencia
de una situación en la que haya de ser responsable de sus propias acciones o pueda explicar las
razones de éstas. Como el Jefe ha monopolizado el derecho y la posibilidad de explicación, parece
ante el mundo exterior como si fuera la única persona que sabe lo que está haciendo, es decir, el
único representante del movimiento con el cual uno puede hablar todavía en términos no totalitarios
y el único a quien si se le reprocha o se le discute no le es posible decir: «No me pregunte, pregunte
al jefe.» Siendo el centro del movimiento, el Jefe puede actuar como si estuviera por encima de éste.
Por eso es perfectamente comprensible (y perfectamente fútil) que los extraños pongan sus
esperanzas una y otra vez en una charla personal con el mismo jefe cuando tienen que tratar con
movimientos o Gobiernos totalitarios. El misterio real del Jefe totalitario reside en una organización
que le permite asumir la responsabilidad total por todos los delitos cometidos por las formaciones
de élite del movimiento y afirmar al mismo tiempo la respetabilidad honesta e inocente del más
ingenuo compañero de viaje89.
Los movimientos totalitarios han sido calificados de «sociedades secretas establecidas a la luz
del día»90. Además, aunque sea poco lo que sabemos de la estructura sociológica y de la más
88
Una de las características distintivas de Stalin... es arrojar sistemáticamente sus propios entuertos y crímenes, así
como sus errores políticos..., sobre los hombros de aquellos cuyo descrédito y ruina está preparando» (SOUVARINE,
op. cit., p. 655). Es obvio que un dirigente totalitario puede escoger libremente al que desea que encarne sus propios
errores, dado que se supone que todos los actos cometidos por los subjefes se hallan inspirados por él, de forma tal que
cualquiera puede verse obligado a desempeñar el papel de un impostor.
89
Por innumerables documentos se ha probado que fue el mismo Hitler —y no Himmler, o Bormann, o Goebbels—
quien siempre inició las medidas realmente «radicales»; que éstas fueron siempre más radicales que las propuestas
formuladas por su círculo íntimo; que incluso Himmler se sintió aterrado cuando se le confió la «solución final» de la
cuestión judía. Y el cuento de hadas según el cual Stalin era más moderado que las facciones izquierdistas del partido
bolchevique tampoco es ya creído. Es muy importante recordar que los jefes totalitarios tratan invariablemente de
parecer más moderados ante el mundo exterior y de que su verdadero papel —es decir, el de impulsar al movimiento
hacia adelante a cualquier precio y, si surge algo, acelerar su velocidad— permanezca cuidadosamente oculto. Véase,
por ejemplo, el memorándum del almirante Erich Raeder sobre «My Relationship to Adolf Hitler and to the Party», en
Nazi Conspiracy, VIII, 707 y sigs. «Cuando surgían informaciones o rumores acerca de medidas radicales del partido y
de la Gestapo, uno podía llegar a la conclusión, por mediación del propio Führer, de que tales medidas no habían sido
ordenadas por el Führer... A lo largo de los años llegué gradualmente a la conclusión de que el mismo Führer siempre se
inclinaba hacia la solución más radical sin dejar que llegara a saberse fuera.»
En las luchas internas del partido que precedieron a su elevación al poder abso luto, Stalin tuvo siempre cuidado de
presentarse como «el hombre del dorado término medio» (véase DEUTSCHER, op. cit., pp. 295 y sigs.); aunque no era,
desde luego, un «hombre de compromisos», jamás abandonó enteramente este papel. Cuando, por ejemplo, un
periodista extranjero le preguntó acerca de la finalidad del mo vimiento relativa a una revolución mundial, él replicó:
«Nunca hemos tenido semejantes planes e intenciones... Eso es producto de un malentendido... cómico, o más bien
tragicómico» (DEUTSCHER, op. cit., p. 422).
90
Véase «The Political Function of the Modern Lie», de ALEXANDRE KOYRÉ, en Contemporary Jewish Record,
junio de 1945.
HITLER, op. cit., libro II, cap. IX, analiza extensamente los pros y los contras de las sociedades secretas como
modelos para los movimientos totalitarios. Sus consideraciones le conducen realmente a la conclusión de Koyré, es
decir, a adoptar los principios de las sociedades secretas sin su sigilo y a constituirlos «a la luz del día». En la etapa
anterior a la conquista del poder, apenas hubo algo que los nazis mantuvieran consistentemente en secreto. Sólo durante
la guerra, cuando el régimen nazi se tornó completamente totalitarizado y la jefatura del partido se vio rodeada por
todas partes por la jerarquía militar de la que dependía para la dirección de la guerra, fue cuando se ordenó en términos
inequívocos a las formaciones de élite que mantuvieran en riguroso secreto todo lo relativo a «soluciones finales», es
decir, deportaciones y exterminios en masa. Esta fue también la época en la que Hitler empezó a actuar como el jefe de
una banda de conspiradores, pero no sin anunciarlo personalmente y hacer conocer este hecho explícitamente. Durante
una discusión con el Estado Mayor en mayo de 1939, Hitler expuso las siguientes normas, que parece como si hubieran
sido copiadas del manual de una sociedad secreta: «1. No será informado nadie que no necesite saberlo. 2. Nadie debe
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reciente historia de las sociedades secretas, la estructura de los movimientos, sin precedente si la
comparamos con las de partidos y facciones, sólo recuerda a algunos de los rasgos sobresalientes de
las sociedades secretas91. Las sociedades secretas también constituyen jerarquías según grados de
«iniciación», regulan la vida de sus miembros según presunción secreta y ficticia que hace parecer a
todo como si fuera algo más, adopta una estrategia de mentira consistente para engañar a las masas
exteriores no iniciadas, exige una obediencia indiscutible a sus miembros, que se mantienen unidos
por la adhesión a un jefe frecuentemente desconocido y siempre misterioso, el cual a su vez está
rodeado, o se supone que está rodeado, de un pequeño grupo de iniciados; éstos, a su vez, se hallan
rodeados por los semiiniciados, quienes constituyen una «zona amortiguadora» contra el hostil
mundo profano92. Los movimientos totalitarios también comparten con las sociedades secretas la
división dicotómica del mundo entre los «juramentados hermanos de sangre» y una masa indistinta
e indiferenciada de enemigos jurados93. Esta distinción, basada en la absoluta hostilidad al mundo
del entorno, es muy diferente de la tendencia de los partidos ordinarios a dividir a las personas entre
afiliadas y no afiliadas. Los partidos y las sociedades abiertas en general considerarán sólo como
enemigos suyos a aquellos que expresamente se les oponen, mientras que siempre ha sido principio
de las sociedades secretas el de que «todo el que no está expresamente incluido se halla excluido»94.
Este principio esotérico parece ser enteramente inapropiado para las organizaciones de masas; sin
embargo, los nazis dieron al menos a sus miembros el equivalente psicológico del ritual de
iniciación de las sociedades secretas cuando, en lugar de excluir simplemente de la afiliación a los
judíos, exigieron de sus miembros pruebas de que su ascendencia no era judía y establecieron una
complicada maquinaria para arrojar luz sobre la oscura ascendencia de unos 80 millones de
alemanes. Fue, desde luego, una comedia, e incluso una comedia cara, el hecho de que 80 millones
de alemanes se lanzaran a la búsqueda de abuelos judíos. Pero todo el mundo salió del examen con
el sentimiento de que pertenecía a un grupo de elegidos que se alzaba contra una imaginaria
multitud de inelegibles. El mismo principio es confirmado en el movimiento bolchevique a través
de las repetidas purgas del partido, que inspiran en cada uno que no está excluido una reafirmación
de su inclusión.
La semejanza más sorprendente entre las sociedades secretas y los movimientos totalitarios
conocer más que lo que necesita saber. 3. Nadie debe conocer nada antes del momento en que necesite saberlo» (cita de
HEINZ HOLLDACK, Was wirklich geschah, 1949, p. 378).
91
El siguiente análisis sigue de cerca a «Sociology of Secrecy and of Secret Societies», de GEORG SIMMEL, en The
American Journal of Sociology, vol. XI, número 4, enero de 1906, que constituye el capítulo V de su Soziologie,
Leipzig, 1908, extractos de la cual han sido traducidos al inglés por Kurt H. Wolff bajo el título de The Sociology of
Georg Simmel, 1950.
92
«Precisamente porque los escalones inferiores de la sociedad constituyen una zona de transición hacia el centro real
del secreto, es por lo que producen la compresión gradual de la esfera de repulsión en torno del centro, que permite una
pro tección más segura que la que podría proporcionar una abrupta separación entre todo lo que se halla fuera y todo lo
que se halla dentro» (ibíd., p. 489).
93
Las expresiones «hermanos juramentados», «camaradas juramentados», «comunidad juramentada», son repetidas ad
nauseam a través de la literatura nazi, parcialmente en razón de su atractivo para el romanticismo juvenil, que se hallaba
muy difundido en el movimiento de la juventud alemana. Fue principalmente Himmler el que utilizó estos términos en
un sentido más definido, les introdujo en la «consigna central» de las SS [«Así estamos en línea y marchamos hacia un
distante futuro siguiendo las leyes inalterables como una orden nacionalsocialista de hombres nórdicos y como una
comunidad juramentada de sus tribus (Sippen)» (véase D’ALQUEN, op. cit.)] y les dio su significado concreto de
«absoluta hostilidad» contra todos los demás (véase SIMMEL, op. cit., p. 489): «Entonces, cuando la masa de una
Humanidad de mil a mil quinientos millones (¡sic!) se alce contra nosotros, el pueblo germánico...» Véase el discurso
de Himmler en la reunión de los comandantes generales en Posen, 4 de octubre de 1943, Nazi Conspiracy, IV, 558.
94
SIMMEL, op. cit., p. 490. Este, como tantos otros principios, fue adoptado por los nazis tras una cuidadosa reflexión
de las implicaciones de los «Protocolos de los Sabios de Sión». En fecha tan temprana como 1922, HITLER dijo: «(Los
caba Ileros de la derecha) nunca han comprendido que no es necesario ser un enemigo del judío para que uno sea
arrastrado un día... al patíbulo...; basta con... no ser judío; eso le garantizará a uno el patíbulo» (Hitler’s Speeches, p.
12). En aquella época nadie podía suponer lo que realmente significaba esta forma particular de propaganda: Un día, no
será necesario ser enemigo nuestro para ser arrastrado al patíbulo; bastará ser judío o, en definitiva, miembro de algún
otro pueblo, para ser declarado «racialmente incapaz» por alguna Comisión sanitaria. Himmler creía y afirmaba que
todas las SS estaban basadas en el principio «debemos ser honestos, decentes, leales y camaradas con los miembros de
nuestra propia sangre y con nadie más» (op cit., loc. cit.).
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radica quizá en el papel del ritual. Las marchas en torno de la plaza Roja de Moscú son en este
aspecto no menos características que las pomposas formalidades del Día del Partido en Nuremberg.
En el eje del ritual nazi se hallaba la llamada «bandera de la sangre», y en el centro del ritual
bolchevique se halla el momificado cadáver de Lenin; ambos introducen en el ceremonial un
intenso elemento de idolatría. Semejante idolatría difícilmente es prueba —como a veces se ha
afirmado— de tendencias seudorreligiosas o seudoheréticas. Los «ídolos» son simples recursos
organizadores, familiares al ritual de las sociedades secretas, que también acostumbraban a asustar a
sus miembros en el sigilo por medio de símbolos aterradores e inspiradores de miedo. Es obvio que
los hombres son mantenidos unidos más seguramente a través de la experiencia común de un ritual
secreto que por la coparticipación del mismo secreto. El hecho de que el secreto de los movimientos
totalitarios esté expuesto a la luz del día no cambia necesariamente la naturaleza de la experiencia
95
.
Estas semejanzas no son, desde luego, accidentales; no pueden ser explicadas simplemente por el
hecho de que tanto Hitler como Stalin hubieran sido miembros de las modernas sociedades secretas
antes de convertirse en jefes totalitarios: Hitler, en el Servicio Secreto de la Reichswehr, y Stalin, en
la sección conspiradora del partido bolchevique. Son, en cierto grado, el resultado natural de la
ficción conspiradora del totalitarismo, cuyas organizaciones supuestamente han sido constituidas
para contrarrestar las acciones de las sociedades secretas —la sociedad secreta de los judíos o la
sociedad conspiradora de los trotskystas—. Lo que es notable en la organización totalitaria es más
bien que puedan adoptar tantos recursos organizadores de las sociedades secretas sin tratar siquiera
de mantener secreto su propio objetivo. Nunca fue un secreto que los nazis deseaban conquistar el
mundo, deportar a los pueblos «racialmente extraños» y exterminar a aquellos de «inferior herencia
biológica», que los bolcheviques trabajaban en pro de la revolución mundial. Al contrario, estos
objetivos formaron siempre parte de su propaganda. En otras palabras, los movimientos totalitarios
imitan todo el aparato de las sociedades secretas, pero lo vacían de lo único que podría excusar, o se
supone que podría excusar, a sus métodos, es decir, de la necesidad de salvaguardar un secreto.
En éste como en tantos otros aspectos, el nazismo y el bolchevismo llegaron al mismo resultado
organizativo desde comienzos históricos muy diferentes. Los nazis empezaron con la ficción de una
conspiración y se conformaron a sí mismos, más o menos conscientemente, según el ejemplo de la
sociedad secreta de los Sabios de Sión, mientras que los bolcheviques procedían de un partido
revolucionario cuyo objetivo era la dictadura de un partido, pasaron por una fase en la que el partido
se halla «enteramente aparte y por encima de todo» hasta el momento en que el Politburó del
Partido estuvo «enteramente aparte de y por encima de todo»96; finalmente, Stalin impuso sobre
esta estructura del partido las rígidas normas totalitarias de su sector conspirador, y sólo entonces
descubrió la necesidad de una ficción central para mantener la férrea disciplina de una sociedad
secreta bajo las condiciones de una organización de masas. La evolución nazi puede ser más lógica,
más consecuente consigo misma, pero la historia del partido bolchevique ofrece una mejor
ilustración del carácter esencialmente ficticio del totalitarismo, precisamente porque las ficticias
conspiraciones globales contra las que, y según las que, se había organizado supuestamente la
conspiración bolchevique no estuvieron ideológicamente determinadas. Cambiaron desde los
trotskystas a las 300 familias y luego a los diferentes «imperialismos», y recientemente al
«cosmopolitismo desarraigado», y se ajustaron a las necesidades de cada momento; sin embargo, en
ningún instante y bajo ninguna de las más variadas circunstancias le fue posible al bolchevismo
operar sin una ficción semejante.
Los medios por los que Stalin trocó la dictadura unipartidista rusa en un régimen totalitario y los
partidos comunistas revolucionarios de todo el mundo en movimientos totalitarios fueron la
liquidación de facciones, la abolición de la democracia interna del partido y la transformación de los
partidos comunistas nacionales en ramas de la Komintern dirigidas desde Moscú. Las sociedades
secretas en general y el aparato conspirador de los partidos revolucionarios en particular, siempre se
95
96
Véase SIMMEL, op. cit., pp. 480-481.
SOUVARINE, op. cit., p. 319, sigue una formulación de Bujarin.
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habían caracterizado por la ausencia de facciones, por la supresión de las opiniones disidentes y por
la absoluta centralización del mando. Todas estas medidas tenían el obvio objetivo utilitario de
proteger a los miembros contra la persecución y a la sociedad contra la ttaición; la obediencia total
exigida a cada miembro y el poder absoluto en manos del jefe eran sólo subproducto inevitable de
las necesidades prácticas. Lo malo, sin embargo, es que los conspiradores tenían una comprensible
tendencia a pensar que los métodos más eficientes en política en general son los de las sociedades
conspiradoras, y que si uno puede aplicarlos a la luz del día y respaldarlos con todos los
instrumentos de violencia de una nación, las posibilidades de la acumulación de poder se tornarán
absolutamente ilimitadas97. El sector conspirador de un partido revolucionario puede ser
comparado, mientras que el mismo partido siga intacto, con el papel del Ejército dentro de un
cuerpo político intacto: aunque sus propias normas de conducta difieran radicalmente de las del
cuerpo civil, lo sirve, permanece sujeto a él y es controlado por él. De la misma manera que surge el
peligro de una dictadura militar cuando el Ejército ya no sirve, sino que desea dominar al cuerpo
político, así el peligro del totalitarismo surge cuando el sector conspirador de un partido
revolucionario se emancipa del control del partido y aspira a su jefatura. Esto es lo que sucedió a los
partidos comunistas bajo el régimen de Stalin. Los métodos de Stalin fueron siempre los típicos de
un hombre que procedía del sector conspirador del partido: su devoción por los pormenores, su
énfasis en el aspecto personal de la política, su estilo implacable en el empleo y liquidación de
camaradas y amigos. Su apoyo principal en la lucha por la sucesión tras la muerte de Lenin procedía
de la policía secreta98, que para entonces se había convertido ya en una de las secciones más
importantes y poderosas del partido99. Era, pues, natural que las simpatías de la «Cheka» estuvieran
con el representante de la sección conspiradora, con el hombre que ya la consideraba como una
clase de sociedad secreta y que, por eso, era probable que la conservara y que extendiera sus
privilegios.
La conquista de los partidos comunistas por sus sectores conspiradores, sin embargo, fue sólo el
primer paso de su transformación en movimientos totalitarios. No era suficiente que la policía
secreta de Rusia y sus agentes en los partidos comunistas desempeñaran en el exterior el mismo
papel dentro del movimiento que las formaciones de élite constituidas por los nazis bajo la forma de
unidades paramilitares. Los mismos partidos tenían que ser transformados si había de seguir siendo
estable la dominación de la policía secreta. La liquidación de facciones y de la democracia interna
del partido fue, en consecuencia, acompañada en Rusia por la admisión en la afiliación de grandes
masas políticamente ineducadas y «neutrales», una conducta que fue rápidamente imitada por los
partidos comunistas en el exterior tras la iniciación de la política del Frente Popular.
El totalitarismo nazi comenzó con una organización de masas que sólo fue gradualmente
dominada por las formaciones de élite, mientras que los bolcheviques empezaron con las
formaciones de élite y organizaron las masas según éstas. El resultado fue el mismo en ambos
casos. Además, los nazis, por obra de su tradición y de sus prejuicios militaristas, establecieron
originalmente sus formaciones de élite conforme al modelo del Ejército, mientras que los
bolcheviques, desde el comienzo, invistieron a la policía secreta del ejercicio del poder supremo.
Sin embargo, al cabo de unos pocos años, esta diferencia desapareció también: el jefe de las SS se
convirtió en el jefe de la policía secreta, y las formaciones de las SS fueron gradualmente
incorporadas a ésta y sustituyeron al antiguo personal de la Gestapo, aunque los miembros de la
97
SOUVARINE, op. cit., p. 113, menciona que Stalin «se mostraba siempre impresionado por los hombres que habían
llevado a cabo un affaire. Consideraba a la política como un affaire que requiera destreza».
98
En las luchas internas del partido durante la década de los años 20, «los colaboradores de la GPU eran casi sin
excepción fanáticos adversarios de la derecha y seguidores de Stalin. Los diferentes servicios de la GPU constituían por
entonces el baluarte de la sección stalinista» (CILIGA, op. cit., p. 48). SOUVARINE, op. cit., página 289, informa que
incluso anteriormente Stalin «prosiguió la actividad policíaca que había iniciado durante la guerra civil» y había sido el
representante del Politburó en la GPU.
99
Inmediatamente después de la guerra civil en Rusia, Pravda declaró «que la fórmula ‘Todo el poder para los Soviets’
había sido sustituida por la de ‘Todo el poder para la Cheka’... El final de las hostilidades armadas redujo el control
militar..., pero dejó una Cheka ramificada que se perfeccionó a sí misma mediante la simplificación de sus operaciones»
(SOUVARINE, op. cit., p. 251).
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Gestapo eran todos muy leales100.
Por obra de la afinidad esencial entre el funcionamiento de una sociedad secreta de
conspiradores y la de la policía secreta organizada para combatirlos es por lo que los regímenes
totalitarios, basados en una ficción de una conspiración global y encaminada a una dominación
global, concentran eventualmente todos los poderes en manos de la policía. En la fase previa a la
conquista del poder, empero, las «sociedades secretas a la luz del día» ofrecen otras ventajas en su
organización. La contradicción obvia entre una organización de masas y una sociedad exclusiva, en
la única en que puede confiarse para mantener un secreto, carece de importancia en comparación
con el hecho de que la verdadera estructura de las sociedades secretas y conspiradoras puede
traducir la dicotomía ideológica totalitaria —la ciega hostilidad de las masas contra el mundo
existente sin tener en cuenta sus divergencias y diferencias— en un principio de organización.
Desde el punto de vista de una organización que funciona según el principio de que todo el que no
esté incluido está excluido, todo el que no está conmigo está contra mí, el mundo en general pierde
todos los matices, diferenciaciones y aspectos pluralistas que en cualquier caso se han tornado
confusos e insoportables para las masas que han perdido su lugar y su orientación en ese mundo101.
Lo que les inspiraba con la inquebrantable lealtad de los miembros de las sociedades secretas no era
tanto el secreto como la dicotomía entre Nosotros y todos los demás. Y la dicotomía podía
mantenerse intacta imitando la estructura de organización de las sociedades secretas y vaciándola de
su objetivo racional de salvaguardar un secreto. No importaba el que una ideología conspiradora
fuese el origen de esta evolución, como en el caso de los nazis o un grupo parasitario del sector
conspirador de un partido revolucionario, como en el caso de los bolcheviques. La afirmación
inherente a la organización totalitaria es que todo lo que se halla fuera del movimiento está
«muriendo», una afirmación que es drásticamente realizada bajo las condiciones asesinas de la
dominación totalitaria, pero que incluso en la fase previa a la conquista del poder parece plausible a
las masas que escapan de la desintegración y de la desorientación hacia el mundo ficticio del
movimiento.
Los movimientos totalitarios han demostrado una y otra vez que puede existir la misma lealtad
en la vida y en la muerte que ha sido la prerrogativa de las sociedades secretas y conspiradoras102.
La completa ausencia de resistencia en unidades enteramente preparadas y armadas, como las SA,
ante el asesinato de un líder amado (Röhm) y de centenares de camaradas íntimos fue un curioso
espectáculo. En aquel momento era probablemente Röhm, y no Hitler, quien tenía tras de sí el poder
de la Reichswehr. Pero estos incidentes en el movimiento nazi fueron completamente eclipsados por
el espectáculo siempre repetido de los «criminales» confesos de los partidos bolcheviques. Los
procesos basados en confesiones absurdas se han convertido en parte de un ritual interiormente muy
importante y exteriormente incomprensible. Pero, sea como fuere la preparación que hayan sufrido
sus víctimas, este ritual debe su existencia a las confesiones probablemente no fabricadas de la vieja
guardia bolchevique en 1936. Mucho tiempo antes de los procesos de Moscú, los condenados a
muerte escuchaban sus sentencias con gran tranquilidad, actitud «particularmente dominante entre
100
La Gestapo fue establecida por Göring en 1933; Himmler fue nombrado jefe de la Gestapo en 1934 y comenzó
inmediatamente a reemplazar a su personal por hombres de las SS; al final de la guerra, el 75 por 100 de todos los
agentes de la Gestapo eran hombres de las SS. Debe considerarse también que las unidades SS se hallaban
especialmente calificadas para esta tarea, puesto que, incluso en la fase previa a la conquista del poder, fueron
organizadas por Himmler para ejercer el espionaje entre los miembros del partido (HEIDEN, op. cit., p. 308). Para la
historia de la Gestapo, véase GILES, op. cit., y también Nazi Conspiracy, vol. II, cap. XII.
101
Fue probablemente uno de los decisivos errores ideológicos de Rosenberg, quien perdió el favor del Führer y perdió
su influencia en el movimiento en beneficio de hombres como Hitler, Bormann e incluso Streicher, el hecho de que en
El mito del siglo XX admitiera un pluralismo racial del que sólo quedaban excluidos los judíos. Por eso violó el
principio de que todo el que no está incluido («el pueblo germánico») está excluido («la masa de la Humanidad»).
Véase nota 87 de este capítulo.
102
SIMMEL, op. cit., p. 492, enumera sociedades secretas criminales en las que los miembros designan a un jefe, al que
a partir de entonces obedecen sin críticas y sin limitaciones.
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los miembros de la Cheka» . Mientras que el movimiento existe, su forma peculiar de
organización asegura que al menos las formaciones de élite ya no puedan concebir una vida fuera de
la banda estrechamente unida de hombres que, aunque sean condenados, todavía se sienten
superiores al resto del mundo no iniciado. Y como el objetivo exclusivo de esta organización ha
sido siempre engañar, combatir y, en definitiva, conquistar al mundo exterior, sus miembros se
sienten satisfechos aunque paguen con sus vidas, con tal de que ello ayude a engañar de nuevo al
mundo104.
Sin embargo, el valor principal de la estructura organizadora y de los niveles morales de las
sociedades secretas o conspiradoras para los fines de la organización de masas ni siquiera se basa en
las garantías inherentes de pertenencia y lealtad incondicionales y en la manifestación organizativa
de hostilidad indiscutida al mundo exterior, sino en su insuperada capacidad para establecer y
salvaguardar el mundo ficticio a través de una mentira consistente. Toda la estructura jerárquica de
los movimientos totalitarios, desde los ingenuos compañeros de viaje hasta los miembros del
partido, las formaciones de élite, el círculo interior del entorno del jefe y el jefe mismo, puede ser
descrita en términos de una mezcla curiosamente variable de credulidad y cinismo con los que se
espera que cada miembro, según sea su categoría y su posición en el movimiento, reaccione ante las
cambiantes declaraciones mentirosas de los jefes y ante la ficción ideológica central e inalterable
del movimiento.
Una mezcla de credulidad y de cinismo era característica sobresaliente de la mentalidad del
populacho antes de convertirse en fenómeno cotidiano de las masas. En un mundo siempre
cambiante e incomprensible, las masas alcanzaron un punto en el que, al mismo tiempo, creían en
todo y no creían en nada. Pensaban que todo era posible y que nada era cierto. En sí misma, la
mezcla resultaba suficientemente notable porque significaba el final de la ilusión de que la
credulidad fuese una debilidad de almas primitivas que nada sospechaban, y el cinismo, el vicio de
mentes superiores y refinadas. La propaganda de masas descubrió que su audiencia estaba dispuesta
al mismo tiempo a creer lo peor, por absurdo que fuera, y que no se resistía especialmente a ser
engañada, puesto que, por otra parte, sostenía que cualquier declaración era una mentira. Los jefes
totalitarios de masas basaron su propaganda en la correcta suposición psicológica de que, bajo
semejantes condiciones, uno podía hacer un día creer a la gente las más fantásticas declaraciones y
confiar en que, si al día siguiente recibía la prueba irrefutable de su falsedad, esa misma gente se
refugiaría en el cinismo. En lugar de abandonar a los líderes que le habían mentido, aseguraría que
siempre había creído que tal declaración era una mentira, y admiraría a los líderes por su superior
habilidad táctica.
Lo que había sido una reacción demostrable de las audiencias de masas se convirtió en un
importante principio jerárquico para las organizaciones de masas. Una mezcla de credulidad y de
cinismo predomina en todos los escalones de los movimientos totalitarios, y cuanto más alta sea la
categoría, más se impondrá el cinismo sobre la credulidad. La convicción esencial, compartida por
todas las categorías desde la del compañero de viaje a la del jefe, es que la política es un juego de
engaños y que el «primer mandamiento» del movimiento: «El Führer siempre tiene razón», es tan
necesario para los fines de la política mundial, es decir, al engaño global, como las normas de la
disciplina militar lo son para los fines de la guerra105.
La maquinaria que genera, organiza y difunde las monstruosas falsedades de los movimientos
totalitarios depende también de la posición del jefe. A la afirmación propagandística de que todo lo
103
CILIGA, op. cit., pp. 96-97. También describe cómo en la década de los 20 incluso los presos comunes de la cárcel
de la GPU en Leningrado, al ser conducidos a la ejecución, iban «sin una palabra, sin un grito de rebeldía contra el
Gobierno que les daba la muerte» (p. 183).
104
Ciliga señala que los miembros condenados del partido «pensaban que el sacrificio de sus vidas no sería en vano si
estas ejecuciones salvaban a la dictadura burocrática en conjunto, si calmaban al campesinado rebelde (o más bien si le
inducían a error)» (op. cit., p. 87).
105
Es característica la noción de Goebbels sobre el papel de la diplomacia en política: «No hay duda de que uno hace
mejor las cosas si mantiene a los diplomáticos ignorantes del fondo de la política... La sinceridad, cuando se desempeña
un papel apaciguador, es a veces el argumento más convincente de su honradez política» (op. cit., p. 87).
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que sucede es científicamente previsible según las leyes de la Naturaleza o de la Economía, la
organización totalitaria añade la posición de un hombre que ha monopolizado este conocimiento y
cuya cualidad principal es que él «tenía siempre razón y siempre tendría razón»106. Para un
miembro de un movimiento totalitario, este conocimiento nada tiene que ver con la verdad, y el
tener razón nada tiene que ver con la objetiva veracidad de las declaraciones del jefe, que no pueden
ser desmentidas por los hechos, sino sólo por sus futuros éxitos o fracasos. El jefe siempre tiene
razón en sus acciones, y como éstas se hallan proyectadas para los próximos siglos, la prueba
definitiva de lo que hace queda desplazada más allá de la experiencia de sus contemporáneos107.
El único grupo del que se supone que cree leal y textualmente en las palabras del jefe es el de los
simpatizantes, cuya confianza rodea al movimiento con una atmósfera de honradez y de candidez y
ayuda al jefe a cumplir la mitad de su tarea, es decir, a inspirar confianza en el movimiento. Los
miembros del partido nunca creen en las declaraciones públicas, ni se supone que han de creer en
ellas, pero se sienten halagados por la propaganda totalitaria como poseedores de una inteligencia
superior que, aparentemente les distingue del mundo exterior no totalitario, el cual, a su vez, sólo
conoce la anormal credulidad de los simpatizantes. Sólo los simpatizantes de los nazis creyeron en
Hitler cuando formuló su famoso juramento de legalidad ante el Tribunal Supremo de la República
de Weimar; los miembros del movimiento sabían muy bien que mentía y confiaron en él más que
antes porque, aparentemente, fue capaz de engañar a la opinión pública y a las autoridades. Cuando
en años posteriores Hitler repitió su acción ante todo el mundo al jurar acerca de sus buenas
intenciones y al mismo tiempo preparaba aún más abiertamente sus crímenes, la admiración de los
afiliados nazis fue, naturalmente, ilimitada. De forma semejante, sólo los compañeros de viaje de
los bolcheviques creyeron en la disolución de la Komintern y sólo las masas no organizadas del
pueblo ruso y los compañeros de viaje del exterior dieron crédito a las declaraciones
prodemocráticas de Stalin durante la guerra. A los miembros del Partido Bolchevique se les advirtió
explícitamente que no se dejaran engañar por maniobras tácticas y se les pidió que admiraran la
astucia de su jefe al traicionar a sus aliados108.
Sin la división organizativa del movimiento en formaciones de élite, afiliados y simpatizantes,
las mentiras del jefe no operarían. La graduación del cinismo expresada en una jerarquía de
desprecio es al menos tan necesaria frente a la constante refutación como la simple credulidad. El
hecho es que los simpatizantes, en las organizaciones frontales, desprecian la completa falta de
iniciación de sus conciudadanos; los miembros del partido desprecian la credulidad de los
compañeros de viaje y su falta de radicalismo; las formaciones de élite desprecian, por razones
similares, a los afiliados al partido, y, dentro de las formaciones de élite, una jerarquía similar de
desprecio acompaña a cada nueva formación y evolución109. El resultado de este sistema es que la
credulidad de los simpatizantes hace a las mentiras creíbles al mundo exterior, mientras que, al
mismo tiempo, el graduado cinismo de los afiliados y de las formaciones de élite eliminan el peligro
de que el jefe se vea forzado por el peso de su propia propaganda a hacer realidad sus propias
declaraciones y su fingida respetabilidad. Uno de los principales obstáculos con los que ha
tropezado el mundo al tratar con los sistemas totalitarios ha sido el haber ignorado este sistema y
por ello confiado en que, por una parte, la verdadera enormidad de las mentiras totalitarias
constituiría su ruina y que, por otra, sería posible tomar al jefe su palabra y obligarle a cumplirla,
fueran cuales hubiesen sido sus intenciones originales. Desgraciadamente, el sistema totalitario está
inmunizado contra tales consecuencias normales; su ingeniosidad descansa precisamente en la
106
Rudolf Hess, en una emisión de 1934. Nazi Conspiracy, I, p. 193.
WERNER BEST, op. cit., explicó: «Si la voluntad del Gobierno establece las reglas “justas”..., ya no es una cuestión
de ley, sino una cuestión de destino. Por sus auténticos abusos... será más seguramente castigado ante la Historia por el
mismo destino con infortunios, derrocamiento y ruina, en razón de la violencia de las «leyes de la vida», que ante el
Tribunal Supremo de Justicia.» Cita de Nazi Conspiracy, IV, p. 490.
108
Véase KRAVCHENKO, op. cit., p. 422. «Ningún comunista verdaderamente adoctrinado cree que el partido está
‘mintiendo’ por profesar una política en público y otra completamente opuesta en privado.»
109
El nacionalsocialista desprecia a su conciudadano alemán; el hombre de las SA, a los demás nacionalsocialistas; el
hombre de las SS, al hombre de las SA» (HEIDEN, op. cit., p. 308).
107
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eliminación de esa realidad, que, o bien enmascara al mentiroso, o bien le obliga a hacer real su
afirmación.
Mientras que los afiliados no creen en las declaraciones formuladas para el consumo público
creen de la forma más ferviente en los clichés standard de explicaciones ideológicas, en las claves
de la Historia, pasada y futura, que los movimientos totalitarios tomaron de las ideologías del siglo
XIX y transformaron, a través de la organización en una realidad actuante. Estos elementos
ideológicos en los que las masas han llegado a creer de cualquier manera, más bien vaga y
abstracta, son convertidos en mentiras de hecho de una naturaleza omnicomprensiva (la dominación
del mundo por los judíos en lugar de una teoría general acerca de las razas; la conspiración de Wall
Street en lugar de una teoría general acerca de las clases) e integrados en un esquema general de
acción en el que se supone que solamente lo «moribundo» —las clases moribundas de los países
capitalistas o las naciones decadentes— se alza en el camino del movimiento. En contraste con las
mentiras tácticas del movimiento que cambian literalmente de un día para otro, se supone que estas
mentiras ideológicas han de ser creídas como verdades sagradas e intocables. Son rodeadas de un
sistema cuidadosamente elaborado de «pruebas» científicas, que no tienen por qué ser convincentes
para los totalmente «no iniciados», pero que todavía atraen a una vulgarizada sed de conocimiento
«demostrado» la inferioridad de los judíos o la miseria de las personas que viven bajo un sistema
capitalista.
Las formaciones de élite se distinguen de los miembros ordinarios del partido en el hecho de que
no necesitan tales demostraciones y ni siquiera se supone que hayan de creer en la verdad literal de
los clichés ideológicos. Estos son fabricados para responder a una búsqueda de la verdad entre las
masas, que, en su insistencia en explicaciones y demostraciones, todavía tienen mucho en común
con el mundo normal. La élite no está compuesta de ideólogos; toda la instrucción de sus miembros
está encaminada a abolir su capacidad para distinguir entre la verdad y la falsedad, entre la realidad
y la ficción. Su superioridad consiste en su capacidad inmediata para disolver cada declaración de
hecho en una declaración de fines. A diferencia del afiliado de la masa, que, por ejemplo, precisa de
alguna demostración acerca de la inferioridad de la raza judía antes de que se le pueda pedir con
seguridad que mate a judíos, las formaciones de élite comprenden que la declaración, todos los
judíos son inferiores, significa, todos los judíos deben ser asesinados; saben que cuando se les dice
que sólo Moscú tiene un Metro, el verdadero significado de la declaración es que todos los metros
deberían ser destruidos, y no se sienten indebidamente sorprendidos cuando descubren el Metro de
París. El tremendo shock de desilusión que sufrió el Ejército rojo en su penetración conquistadora
por Europa sólo pudo ser curado mediante campos de concentración y un exilio forzado para una
gran parte de las tropas de ocupación; pero las formaciones de la Policía que acompañaron al
Ejército se hallaban preparadas para el shock no mediante una información diferente y más correcta
—no existe en la Rusia soviética una escuela secreta de entrenamiento que proporcione los hechos
auténticos sobre la vida en el exterior—, sino simplemente por un entrenamiento general en el
desprecio supremo por todos los hechos y todas las realidades.
Esta mentalidad de la élite no es un mero fenómeno de masas, no es una simple consecuencia de
un desarraigo social, de un desastre económico y de una anarquía política; necesita una cuidadosa
preparación y cultivo y forma una parte más importante, aunque menos reconocible, del curriculum
de las escuelas de la jefatura totalitaria, los Ordensburgen nazis, para las unidades SS, y los centros
de entrenamiento bolchevique, para los agentes de la Komintern, que el adoctrinamiento sobre la
raza o las técnicas de la guerra civil. Sin la élite y su incapacidad artificialmente inducida para
distinguir a los hechos como hechos, entre la verdad y la falsedad, el movimiento nunca podría
moverse en la dirección para realizar su ficción. La sobresaliente cualidad negativa de la élite
totalitaria es que jamás se detiene a pensar cómo es realmente el mundo y nunca compara las
mentiras con la realidad. Su más preciada virtud, en consecuencia, es la lealtad al jefe, que, como un
talismán, asegura la victoria definitiva de la mentira y de la ficción sobre la verdad y la realidad.
La categoría más alta en la organización de los movimientos totalitarios es la del círculo íntimo
en torno del jefe, que puede ser una institución formal, como el Politburó bolchevique, o una
camarilla cambiante de hombres que no desempeñan necesariamente un cargo, como quienes
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rodeaban a Hitler. Para ellos, los clichés ideológicos son simples recursos de organización de masas
y no sienten remordimiento al cambiarles según las necesidades de las circunstancias con tal de que
se mantenga intacto el principio organizador. En este aspecto, el mérito principal en la
reorganización de las SS realizada por Himmler fue que halló un método muy simple de «resolver
el problema de la sangre por la acción», es decir, de seleccionar a los miembros de la élite según su
«buena sangre» y de prepararles a «realizar una lucha racial sin piedad» contra cualquiera que no
pudiera hacer remontar su ascendencia «aria» hasta 1750 o que midiera menos de 1,73 metros («Sé
que las personas que han alcanzado una cierta altura deben poseer en algún grado la sangre
deseada») o que no tuviera azules los ojos y rubio el pelo110. La importancia de este racismo en
acción estribaba en el hecho de que la organización se tornaba independiente de casi todas las
enseñanzas concretas de cualquier ciencia «racial», independiente también del antisemitismo como
doctrina específica concerniente a la naturaleza y al papel de los judíos, cuya utilidad habría
concluido con su exterminio111. El racismo se hallaba seguro e independiente del cientifismo de la
propaganda una vez que una élite había sido seleccionada por una «comisión racial» y colocada
bajo la autoridad de «leyes matrimoniales»112 especiales, mientras que, en el extremo opuesto y bajo
la jurisdicción de esta «élite racial», existían campos de concentración para la «mejor demostración
de las leyes de la herencia y de la raza»113 Al reforzar esta «organización viva», los nazis podían
eximir de su dogmatismo y ofrecer amistad a pueblos semitas, como los árabes, o aliarse con los
verdaderos representantes del «peligro amarillo», los japoneses. La realidad de una sociedad racial,
la formación de una élite seleccionada desde un punto de vista supuestamente racial, constituían,
desde luego, más firme salvaguardia para la doctrina del racismo que la mejor prueba científica o
pseudocientífica.
Los elaboradores de la política del bolchevismo muestran la misma superioridad sobre sus
propios dogmas declarados. Son completamente capaces de interrumpir cada existente lucha de
clases con una repentina alianza con el capitalismo, sin minar la fiabilidad de sus dirigentes o sin
cometer una traición contra su fe en la lucha de clases. Habiendo llegado a convertirse en un recurso
organizativo el principio dicotómico de la lucha de clases, hallándose como se halla petrificado en
una inflexible hostilidad contra todo el mundo a través de los cuadros de la política secreta en Rusia
y de los agentes de la Komintern en el exterior, la política bolchevique se ha tornado notablemente
libre de «prejuicios».
Es esta libertad del contenido de sus propias ideologías la que caracteriza a los más altos
escalones de la jerarquía totalitaria. Esos hombres consideran a todo y a todos en términos de
organización, y en esa consideración se incluye al jefe, que para ellos no es, ni un talismán
inspirado, ni el que tiene infaliblemente razón, sino la simple consecuencia de este tipo de
110
Himmler, originariamente, seleccionaba por las fotografías a los aspirantes a las SS. Más tarde, una comisión racial,
ante la que tenía que comparecer personalmente el candidato, aprobaba o desaprobaba su apariencia racial (véase
HIMMLER, «Organization and Obligation of the SS and the Police», en Nazi Conspiracy, IV, páginas 616 y ss.
111
Himmler era bien consciente del hecho de que era uno de sus «logros más importantes y duraderos» el haber
transformado la cuestión racial, que pasó de ser «un concepto negativo basado en el antisemitismo vulgar» a ser «una
tarea organizativa para el establecimiento de las SS» (Der Reichsführer SS und Chef der deutschen Polizei,
«exclusivamente para uso interno de la Policía»; sin fecha). Así, «por vez primera, la cuestión racial ha sido colocada
en, o mejor aún, se ha convertido en, el punto focal, llegando más alla del concepto negativo que subraya el odio natural
hacia los judíos. A la idea revolucionaria del Führer se le ha infundido cálida sangre» (Der Weg der SS. Der
Reichsführer SS, «SS-Hauptamt-Schulungsamt». En la solapa: «No para publicación», sin fecha, p. 25).
112
Tan pronto como fue nombrado jefe de las SS, en 1929, Himmler introdujo el principio de la selección racial y de las
leyes matrimoniales y añadió: «El SS sabe muy bien que esta orden es de un gran significado. Los insultos, el desprecio
o la incomprensión no nos afectan; el futuro es nuestro.» Cita de D’ALQUEN, op. cit. Y de nuevo, catorce años más
tarde, en su discurso de Jarkov (Nazi Conspiracy, IV, páginas 572 y ss.), Himmler recuerda a los dirigentes de las SS
que «nosotros so mos realmente los primeros en resolver el problema de la sangre por la acción... y por el problema de
la sangre no entendemos, desde luego, el antisemitismo. El antisemitismo es exactamente lo mismo que el
despiojamiento. Desembarazarse de un piojo no es una cuestión de ideología. Es una cuestión de limpieza... Pero, para
nosotros, la cuestión de la sangre es un recordatorio de nuestro propio valor, un recordatorio de lo que es realmente la
base que mantiene unido al pueblo alemán.»
113
HIMMLER, op. cit., Nazi Conspiracy, IV, pp. 616 y ss.
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organización; es necesario no como persona, sino como una función, y como tal resulta
indispensable para el movimiento. En contraste, sin embargo, con otras formas despóticas de
Gobierno, donde frecuentemente domina una camarilla y el déspota desempeña tan sólo el papel
representativo de un dictador de cartón, los dirigentes totalitarios son realmente libres de hacer todo
lo que les plazca y pueden contar con la lealtad de quienes les rodean, incluso si deciden
asesinarles.
La razón más técnica de esta lealtad suicida es que la sucesión en el puesto supremo no está
reglamentada por ninguna herencia ni por otras leyes. Una triunfante revolución palaciega tendría
tan desastrosos resultados para el movimiento como toda una derrota militar. Se halla en la
naturaleza del movimiento el que, una vez que el jefe haya asumido su puesto, toda la organización
esté tan absolutamente identificada con él que cualquier admisión de un error o una destitución del
cargo quebrantarían el hechizo de infalibilidad que rodea al puesto del jefe y significarían la ruina
de todos aquellos que estuvieran relacionados con el movimiento. La base de la estructura no es la
veracidad de las palabras del jefe, sino la infalibilidad de sus acciones. Sin ésta, y en el calor de una
discusión que supone la fiabilidad, todo el mundo ficticio del totalitarismo queda destrozado,
superado inmediatamente por los hechos del mundo real que el movimiento sólo podía evitar si era
conducido infaliblemente en la dirección adecuada por el jefe.
Sin embargo, la lealtad de quienes ni creen en los clichés ideológicos ni en la infalibilidad del
jefe tienen también razones más profundas y no técnicas, Lo que liga a estos hombres es una firme
y sincera fe en la omnipotencia humana. Su cinismo moral, su creencia de que todo está permitido,
descansan en la súbita convicción de que todo es posible. Es cierto que estos hombres, pocos en
número, no son fácilmente cogidos en sus propias mentiras específicas y que no creen
necesariamente en el racismo o en la economía, en la conspiración de los judíos o en Wall Street.
Sin embargo, también ellos son engañados, engañados por su desvergonzada y vana idea de que
todo puede ser hecho y por su desdeñoso convencimiento de que todo lo que existe es simplemente
un obstáculo temporal que destruirá ciertamente una organización superior. Confiados en que el
poder de la organización puede destruir al poder sustancial, como la violencia de una banda bien
organizada puede robar las mal guardadas riquezas de un hombre rico, subestiman constantemente
el poder sustancial de las comunidades estables y sobreestiman la fuerza impulsora del movimiento.
Como, además, no creen realmente en la existencia de hecho de una conspiración mundial contra
ellos, sino que sólo la utilizan como recurso organizativo, no consiguen comprender que su propia
conspiración puede hacer eventualmente que todo el mundo se una contra ellos.
Cuando quede deshecho, no importe cómo, el espejismo de la omnipotencia humana a través de
la organización, dentro del movimiento, su consecuencia práctica es que quienes rodean al jefe, en
caso de desacuerdo con él, nunca estarán muy seguros de sus propias opiniones, dado que creen
sinceramente que sus desacuerdos en realidad no importan, que incluso el más estrafalario recurso
tiene una buena posibilidad de éxito si es adecuadamente organizado. Lo importante de su lealtad es
que no creen que el jefe sea infalible, sino que están convencidos de que todo el que domine los
instrumentos de violencia con los superiores métodos de la organización totalitaria puede llegar a
ser infalible. Este espejismo se ve considerablemente reforzado cuando los regímenes totalitarios
tienen poder para demostrar la relatividad del éxito y del fracaso y para mostrar cómo una pérdida
sustancial puede convertirse en beneficio para la organización (el fantástico desgobierno de las
empresas industriales en la Rusia Soviética condujo a la atomización de la clase trabajadora, y los
aterradores malos tratos de los prisioneros civiles en los territorios orientales bajo la ocupación nazi,
aunque causaron una «deplorable pérdida de trabajo», «pensando en términos de generaciones, no
tiene por qué ser lamentada»)114. Además, la decisión concerniente al éxito y al fracaso bajo
circunstancias totalitarias es en gran medida una cuestión de opinión pública organizada y
aterrorizada. En un mundo totalmente ficticio no es necesario señalar, admitir y recordar los
fracasos. Los mismos hechos, para su existencia continuada, dependen de la existencia del mundo
no totalitario.
114
Himmler, en su discurso de Posen, Nazi Conspiracy, IV, p. 558.
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CAPÍTULO XII
EL TOTALITARISMO EN EL PODER
Cuando un movimiento, internacional por su organización, omnicomprensivo por su alcance
ideológico y global por su aspiración política, conquista el poder en un país, se coloca él mismo en
una situación paradójica. Al movimiento socialista se le ahorró esta crisis, en primer lugar, porque
la cuestión nacional —y esto significaba el problema estratégico implicado en la revolución— fue
curiosamente desdeñada por Marx y Engels y, en segundo lugar, porque se enfrentó con problemas
gubernamentales sólo después de que la primera guerra mundial hubiera privado a la II
Internacional de su autoridad sobre los miembros nacionales, que en todas partes habían aceptado
como un hecho inalterable la primacía de los sentimientos nacionales sobre la solidaridad
internacional. En otras palabras, cuando llegó el momento en que los movimientos socialistas
conquistaron el poder en sus respectivos países, ya se habían transformado en partidos nacionales.
Esta transformación jamás se operó en los movimientos totalitarios, bolchevique y nazi. En la
época en que se apoderaron del poder, el peligro para el movimiento descansaba, por un lado, en el
hecho de que podía tornarse «osificado» al ocupar la maquinaria del Estado y congelado en forma
de un gobierno absoluto1, y en que, por otro, su libertad de movimiento podía quedar limitada por
las fronteras del territorio en el que había llegado al poder. Para un movimiento totalitario, ambos
peligros son igualmente mortales: una evolución hacia el absolutismo pondría fin al impulso interno
del movimiento y una evolución hacia el nacionalismo frustraría su expansión exterior, sin la cual
no puede sobrevivir el movimiento. La forma de Gobierno que estos dos movimientos
desarrollaron, o, más bien, que casi automáticamente se desarrolló partiendo de su doble
reivindicación del dominio total y de la gobernación global, se halla mejor caracterizada por el
slogan de Trotsky de la «revolución permanente», aunque la teoría de Trotsky no era más que una
predicción socialista de una serie de revoluciones, desde la burguesa antifeudal a la proletaria
antiburguesa, que se extenderían de un país a otro2. Sólo que el mismo término sugiere
«permanencia», con todas sus implicaciones semianárquicas, y es, estrictamente hablando, una
denominación equivocada; sin embargo, incluso Lenin se mostró más impresionado por el término
que por su contenido teórico. En la Unión Soviética, en cualquier caso, las revo luciones, en forma
de purgas generales, se convirtieron en una institución permanente del régimen de Stalin a partir de
19343. Aquí, como en otros casos, Stalin concentró sus ataques sobre el medio olvidado slogan de
1
Los nazis comprendieron perfectamente que la conquista del poder podía conducir al establecimiento del absolutismo.
«Pero el nacionalsocialismo no se ha colocado en vanguardia en la lucha contra el liberalismo para atascarse de nuevo
en el absolutismo y comenzar otra vez el juego» (WERNER BEST, Die deutsche Polizei, página 20). La advertencia
aquí expresada, como en otros incontables lugares, va dirigida contra la reivindicación absolutista del Estado.
2
La teoría de Trotsky, formulada por vez primera en 1905, no difería, desde luego, de la estrategia revolucionaria de
todos los leninistas, a cuyos ojos «la misma Rusia era simplemente el primer terreno, el primer baluarte, de la
revolución internacional: sus intereses tenían que quedar subordinados a la estrategia supernacional del socialismo
militante. Por el momento, sin embargo, las fronteras de Rusia y del socialismo victorioso eran las mismas» (ISAAC
DEUTSCHER, Stalin. A Political Biography, Nueva York y Londres, 1949, p. 243).
3
El año 1934 es significativo en razón del nuevo estatuto del partido, anunciado en el XVII Congreso del Partido, que
establecía que, «para la sistemática limpieza del partido, tienen que (ser) realizadas purgas... periódicas» (Cita de A.
AVTORIANOV, «Social Differentiation and Contradictions in the Party», Bulletin of the Institute for the Study of the
USRR, Munich, febrero, 1956). Las purgas del partido durante los primeros años de la Revolución Rusa no tuvieron
nada en común con su ulterior perversión totalitaria en instrumento de inestabilidad permanente. Las primeras purgas
fueron realizadas por comisiones locales de control ante un foro abierto al que tenían libre acceso los miembros y los
que no eran miembros del partido. Fueron concebidas como un órgano de control democrático contra la corrupción buro
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Trotsky precisamente porque había decidido utilizar esta técnica4. En la Alemania nazi, una
tendencia similar hacia la revolución permanente resultaba claramente discernible, aunque los nazis
no tuvieron tiempo de realizarla en el mismo grado. De forma suficientemente característica, su
«revolución permanente» también comenzó con la liquidación de la facción del partido que se había
atrevido a proclamar abiertamente la «próxima fase de la revolución»5; y precisamente porque «el
Führer y su vieja guardia sabían que la verdadera lucha había empezado justamente»6. Aquí, en
lugar del concepto bolchevique de revolución permanente, hallamos la noción de una «selección
(racial) que nunca puede permanecer inmóvil» y que, por consiguiente, requiere una constante
radicalización de las normas por las que se realiza la selección, es decir, el exterminio de los
incapaces7. El hecho es que, tanto Hitler como Stalin, formularon promesas de estabilidad para
ocultar su intención de crear un estado de inestabilidad permanente.
No podría haber habido mejor solución para las perplejidades inherentes a la coexistencia de un
Gobierno y de un movimiento, de una reivindicación totalitaria y de un poder limitado en un
territorio limitado, de una pertenencia ostensible a una comunidad de naciones en la que cada una
respeta la soberanía de las demás y la aspiración a una dominación mundial, que la de esta fórmula
privada de su contenido original. Porque el dirigente totalitario se ve enfrentado con una doble tarea
que al principio parece contradictoria hasta el punto del absurdo: ha de establecer el mundo ficticio
del movimiento como una realidad tangible y operante de la vida cotidiana y, por otra parte, tiene
crática en el partido y «habían de servir como sustitutivo de las auténticas elecciones» (DEUTSCHER, op. cit., pp. 233
y 234). Puede hallarse un excelente y breve informe sobre el desarrollo de las purgas en un reciente artículo de
Avtorjanov que refuta también la leyenda según la cual fue la muerte de Kirov la que dio paso a la nueva política. La
purga general había comenzado antes de la muerte de Kirov, que no fue más que «un pretexto conveniente para
proporcionarle un impulso suplementario». A la vista de las numerosas circunstancias «inexplicables y misteriosas» que
rodearon el asesinato de Kirov cabe sospechar que el «pretexto conveniente» fue cuidadosamente planeado y ejecutado
por el mismo Stalin (véase «Speech on Stalin», de KRUSCHEV, The New York Times, 5 de junio de 1956).
4
DEUTSCHER, op. cit., p. 282, describe el primer ataque a la «revolución permanente» de Trotsky y la
contraformulación staliniana del «socialismo en un solo país» como accidente de manipulación política. En 1924, el
«objetivo inmediato [de Stalin] era desacreditar a Trotsky... Buscando en el pasado de Trotsky, los triunviros tropezaron
con la teoría de la “revolución permanente”, que había formulado en 1905... En el curso de esta polémica fue cuando
Stalin llegó a su fórmula del “socialismo en un solo país”».
5
La liquidación de la facción de Röhm en junio de 1934 fue precedida por un breve intervalo de estabilización. Al
comienzo del año, Rudolf Diels, jefe de la Policía Política de Berlín, podía informar que ya no había más detenciones
ilegales («revolucionarias») por obra de las SA y que estaban siendo investigadas detenciones anteriores de este tipo
(Nazi Conspiracy, U.S. Governement, Washington, 1946, V, página 205). En abril de 1934, Wilhelm Frick, ministro del
Reich para el Interior, antiguo miembro del Partido Nazi, promulgó un decreto por el que se establecían restricciones a
la «custodia protectora» (ibíd., III, p. 555) en consideración a la «estabilización de la situación nacional» (véase Das
Archiv, abril de 1934, p. 31). Este decreto, sin embargo, jamás fue publicado (Nazi Conspiracy, VII, p. 1099; II, página
259). La Policía Política de Prusia había preparado en 1933 un informe sobre los excesos de las SA, destinado a Hitler y
en el que sugería que fueran perseguidos Ios jefes de las SA allí mencionados.
Hitler resolvió la situación matando a aquellos jefes de las SA sin un procedimiento legal y destituyendo a todos
aquellos funcionarios de la Policía que se habían opuesto a las SA (véase la declaración jurada de RUDOLF DIELS,
ibíd., V, p. 224). Dé esta forma se salvaguardó a sí mismo contra toda legalización y estabilización. Entre los numerosos
juristas que sirvieron entusiásticamente la «idea nacional socialista» fueron muy pocos los que comprendieron lo que
estaba realmente en juego. A este grupo pertenece fundamentalmente THEODOR MAUNZ, cuyo ensayo Gestalt und
Recht der Polizei (Hamburgo, 1943) es citado con aprobación incluso por aquellos autores que, como Paul Werner,
pertenecían al selecto Führerkorps de las SS.
6
ROBERT LEY, Der Weg zur Ordensburg (sin fecha; alrededor de 1936). «Edición especial... para el Führerkorps del
Partido... No para venta libre.»
7
HEINRICH HIMMLER, «Die Schutzstaff el», en Grundlagen, Aufbau und Wirtschaftsordnung des
nationalsozialistischen Staates, Nr. 7b. Esta radicalización constante del principio de la selección racial puede ser
hallada en todas las fases de la política nazi. Así, los primeros en ser exterminados fueron los judíos íntegros, seguidos
por los de media casta y por los que sólo tenían una cuarta parte de ascendencia judía; o primero los locos, seguidos de
los enfermos incurables y, eventualmente, por todas las familias en las que existiera algún «enfermo incurable». La
«selección, que nunca puede permanecer inmóvil», no se detuvo ni siquiera ante las mismas SS. Un decreto del Führer,
de fecha del 19 de mayo de 1943, ordenaba que todos los hombres ligados a extranjeros por lazos familiares, por
matrimonio o por amistad fueran eliminados del Estado, del partido, de la Wehrmacht y de la economía; esta
disposición afectó a 1.200 jefes de las SS (véanse los archivos de la Biblioteca Hoover, carpeta de Himmler, legajo
330).
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que impedir que ese nuevo mundo desarrolle una nueva estabilidad; porque una estabilización de
sus leyes e instituciones liquidaría seguramente al mismo movimiento y con él la esperanza de una
eventual conquista mundial. El dirigente totalitario debe impedir a cualquier precio que la
normalización alcance un punto en el que pueda desarrollarse un nuevo estilo de vida, uno que
pueda, después de algún tiempo, perder sus cualidades bastardas y ocupar su lugar entre los estilos
de vida enteramente diferentes y profundamente distintos de las naciones de la Tierra. En el
momento en el que las instituciones revo lucionarias se convierten en un estilo nacional de vida (ese
momento en el que Hitler afirma que el nazismo no es un artículo de exportación, o cuando Stalin
asegura que el socialismo puede ser construido en un solo país, sería algo más que un intento de
engañar al mundo no totalitario), el totalitarismo perdería su cualidad «total» y se tornaría sujeto a
la ley de las naciones según la cual cada una posee un territorio específico, un pueblo y una
tradición histórica —una pluralidad que ipso facto rechaza cualquier afirmación de que cualquier
forma específica de Gobierno es absolutamente válida.
Prácticamente hablando, la paradoja del totalitarismo en el poder es que la posesión de todos los
instrumentos de poder gubernamental y de violencia en un país no es precisamente un bien puro
para un movimiento totalitario. Su desprecio por los hechos, su estricta adhesión a las normas de un
mundo ficticio, se tornan más difíciles de mantener y, sin embargo, siguen siendo tan esenciales
como antes. El poder significa un enfrentamiento directo con la realidad, y el totalitarismo en el
poder está constantemente preocupado de hacer frente a este reto. La propaganda y la organización
ya no bastan para afirmar que lo imposible es posible, que lo increíble es cierto, que una insana
consistencia domina al mundo. El principal apoyo psicológico de la ficción totalitaria —el
resentimiento activo contra el statu quo que las masas se niegan a aceptar como el único mundo
posible— ya no está allí; cada migaja de información que se filtra a través del telón de acero,
establecido contra la siempre amenazante inundación de la realidad del otro lado, del lado no
totalitario, es un peligro más grande para la dominación totalitaria que lo que fue la contrapropaganda para los movimientos totalitarios.
La lucha por la dominación total de la población total de la Tierra, la eliminación de toda
realidad no totalitaria en competencia, es inherente a los mismos regímenes totalitarios; si no
persiguen como objetivo último una dominación global, lo más probable es que pierdan todo tipo de
poda que hayan ya conquistado. Incluso un solo individuo no puede ser absoluta y fiablemente
dominado más que bajo condiciones totalitarias globales. Por eso la ascensión al poder significa
primariamente el establecimiento de una sede oficial y oficialmente reconocida (o de sucursales en
el caso de los países satélites) para el movimiento y la adquisición de un tipo de laboratorio en el
que realizar el experimento con, o, más bien, contra, la realidad, el experimento de organizar a un
pueblo para unos objetivos últimos que desdeñan la individualidad tanto como la nacionalidad, bajo
condiciones que son reconocidamente no perfectas, pero que resultan suficientes para importantes
resultados parciales. El totalitarismo en el poder utiliza la administración del Estado para su fin de
conquista mundial a largo plazo y para la dirección de las sucursales del movimiento; establece a la
Policía Secreta como ejecutora y guardiana de su experimento doméstico de constante
transformación de la realidad en ficción, y, finalmente, erige los campos de concentración como
laboratorios especiales para realizar su experiencia de dominación total.
1. EL LLAMADO ESTADO TOTALITARIO
La Historia nos enseña que la subida al poder y la responsabilidad afectan profundamente a la
naturaleza de los partidos revolucionarios. La experiencia y el sentido común estaban perfectamente
justificados al esperar que el totalitarismo en el poder perdería gradualmente su empuje
revolucionario y su carácter utópico, que la actividad cotidiana del Gobierno y la posesión del poder
real moderarían las afirmaciones de los movimientos formuladas antes de la conquista del poder y
destruirían paulatinamente el mundo ficticio de sus organizaciones. Al fin y al cabo, parece
corresponder a la verdadera naturaleza de las cosas personales o públicas el que las exigencias y los
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objetivos extremados sean frenados por condiciones objetivas, y que la realidad, tomada en
conjunto, esté sólo en muy pequeño grado determinada por la inclinación a la ficción de una
sociedad de masas de individuos atomizados.
Muchos de los errores del mundo no totalitario en sus relaciones diplomáticas con los Gobiernos
totalitarios (los más conspicuos fueron la confianza en el pacto de Munich, con Hitler, y la puesta
en los acuerdos de Yalta, con Stalin) pueden fácilmente atribuirse al hecho de una experiencia y de
un sentido común que, repentinamente, demostraron haber perdido su contacto con la realidad.
Contra todo lo que cabía esperar, las concesiones importantes y un prestigio internacional
considerablemente realzado no ayudan a reintegrar a los países totalitarios a la comunidad de
naciones ni a inducirles a abandonar su falsa queja de que todo el mundo se halla sólidamente
alineado contra ellos. Lejos de impedir esto, las victorias diplomáticas precipitaron claramente su
inclinación a los instrumentos de violencia y determinaron en todos los casos un aumento de la
hostilidad contra las potencias que se habían mostrado dispuestas al compromiso.
Estas decepciones sufridas por políticos y diplomáticos hallan su paralelo en las primeras
desilusiones de los observadores benévolos y de los simpatizantes respecto de los nuevos Gobiernos
revolucionarios. Lo que ellos esperaban era el establecimiento de nuevas instituciones y la creación
de un nuevo código legal que, por revolucionario que fuese en su contenido, conduciría a una
estabilización de condiciones y frenaría así el impulso de los movimientos totalitarios al menos en
los países donde se habían apoderado del poder. Lo que en vez de eso sucedió fue que el terror
aumentó, tanto en la Rusia soviética como en la Alemania nazi, en proporción inversa a la
existencia de una oposición política interna, de forma tal que pareció como si la oposición política
hubiese sido no el pretexto del terror (como estaban dispuestos a afirmar los acusadores liberales
del régimen), sino el último obstáculo a su completa furia8.
Aún más inquietante fue el trato que los regímenes totalitarios dispensaron a la cuestión
constitucional. En los primeros años de su poder, los nazis desencadenaron un alud de leyes y
decretos, pero nunca se molestaron en abolir oficialmente la Constitución de Weimar; incluso
dejaron más o menos intacta la Administración civil, hecho que indujo a muchos observadores
nativos y extranjeros a esperar que operara como un freno del partido y a que se produjera una
rápida normalización del nuevo régimen. Pero cuando llegó a su final esta evolución, con la
promulgación de las leyes de Nuremberg, resultó que los mismos nazis no mostraban preocupación
alguna por su propia legislación. Más bien existía «solamente el constante progreso hacia campos
siempre nuevos», de forma tal que, finalmente, «el objetivo y alcance de la Policía Secreta del
Estado», tanto como los de otras instituciones del Estado o del partido creadas por los nazis, no
pudieron en manera alguna «hallarse cubiertos por las leyes y reglamentos por ellos promulgados»9.
8
Es bien sabido que, en Rusia, «la represión de los socialistas y de los anarquistas ha crecido en intensidad en la misma
proporción que ha aumentado la pacificación del país» (ANTON CILIGA, The Russian Enigma Londres, 1940, p. 24).
DEUTSCHER, op. cit., p. 218, piensa que la razón de la desaparición del «espíritu libertario de la revolución» en el
momento de la victoria puede hallarse en un cambio de actitud de los campesinos: se volvieron contra el bolchevismo
«tanto más resueltamente cuanto más seguros estaban de que había quedado destrozado el poder de los terratenientes y
de los generales blancos». Esta explicación parece más bien débil a la vista de las dimensiones que había de asumir el
terror a partir de 1930. Además, no tiene en cuenta que el terror total no se desencadenó en la década de los años 20,
sino en la de los 30, cuando la oposición de las clases campesinas ya no era un factor activo en la situación. También
KRUSCHEV (op. cit.) señala que las «medidas represivas extremadas» no fueron empleadas contra la oposición
durante la lucha contra los trotskystas y los bujarinistas, sino que «la represión contra ellos comenzó» mucho más tarde,
cuando ya hacía largo tiempo que habían sido derrotados.
El terror del régimen nazi alcanzó su cota máxima durante la guerra cuando la nación alemana se hallaba realmente
«unida». Su preparación se remonta a 1936, cuando había desaparecido toda resistencia interna organizada y cuando
Himmler propuso una expansión de los campos de concentración. Resulta característico este espíritu de opresión, sin
relación con la resistencia, en el discurso pronunciado por Himmler en Jarkov en 1943 ante los jefes de las SS: «Sólo
tenemos una tarea..., realizar sin piedad la lucha racial... Nunca permitiremos que se esfume esa excelente arma, la
pavorosa y terrible reputación que nos precedió en las batallas por Jarkov, sino que la proporcionaremos constantemente
un nuevo significado» (Nazi Conspiracy IV, pp. 572 y ss.).
9
Véase THEODOR MAUNZ, op. cit., pp. 5 y 49. Por una observación fortuita de uno de sus juristas constitucionales
puede deducirse cuán poco importaban a los nazis las leyes y reglamentos que ellos mismos habían promulgado y que
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En la práctica, este estado permanente de ilegalidad halló expresión en el hecho de que «ya no se
hacían públicos cierto número de reglamentos válidos»10. Teóricamente, este hecho correspondía a
la afirmación de Hitler según la cual «el Estado total no debe conocer diferencia alguna entre la ley
y la ética»11; porque, si se suponía que la ley válida es idéntica a la ética común y procedía de su
conciencia, entonces no existía, desde luego, necesidad alguna de decretos públicos. La Unión
Soviética, donde la Administración civil prerrevolucionaria fue exterminada durante la revolución y
donde el régimen prestó escasa atención a las cuestiones constitucionales durante el período de
cambio revolucionario, llegó incluso a tomarse la molestia de promulgar una Constitución
enteramente nueva y muy elaborada, la de 1936 («un velo de frases liberales y de asertos con la
guillotina al fondo»)12, acontecimiento que fue jaleado en Rusia y en el exterior como la conclusión
del período revolucionario. Sin embargo, la publicación de la Constitución resultó ser el comienzo
de la gigantesca superpurga que en casi dos años liquidó la Administración existente y borró todos
los rastros de vida normal y de recuperación económica que se habían desarrollado en los cuatro
años siguientes a la liquidación de los kulaks y que habían operado la colectivización de la
población rural13. Desde entonces, la Constitución de 1936 realizó exactamente el mismo papel que
el desempeñado por la Constitución de Weimar bajo el régimen nazi: fue completamente
marginada, pero jamás abolida. La única diferencia estribó en el hecho de que Stalin pudo permitir
un absurdo aún mayor: con la excepción de Vichinsky, todos aquellos que habían elaborado la
nunca repudiada Constitución fueron ejecutados como traidores.
Lo que sorprende al observador del Estado totalitario no es ciertamente su estructura monolítica.
Al contrario, todos los verdaderos estudiosos del tema se hallan de acuerdo al menos acerca de la
coexistencia (o el conflicto) de una autoridad dual, el partido y el Estado. Muchos, además, han
subrayado la peculiar «falta de conformación» del Estado totalitario14. Thomas Masarky vio muy
pronto que el «llamado sistema bolchevique nunca había sido nada más que una completa ausencia
de sistema»15; y es perfectamente cierto que «incluso un experto se volvería loco si tratara de
eran publicados regularmente por W. Hoche bajo el título de Die Gesetzgebung des Kabinetts Hitler (Berlín, 1933 y ss.
Consideraba Maunz que, pese a la ausencia de un nuevo y amplio orden legal, nunca había tenido lugar una «amplia
reforma» (véase «Die deutsche Polizei», de ERNST R. HUBER, en Zeitschrift für die gesamte Staatswissenschaft, tomo
101, 1940-1, pp. 273 y ss).
10
MAUNZ, op. cit., p. 49. Por lo que yo sé, Maunz es el único de los autores nazis que ha mencionado esta
circunstancia y la ha subrayado suficientemente. Sólo a través de los cinco volúmenes de Verfügungen, Anordnungen,
Bekanntgaben, que fueron compilados e impresos durante la guerra por la Cancillería del Partido, conforme a las
instrucciones de Martin Bormann, es posible obtener un atisbo de esta legislación secreta por la que en realidad era
gobernada Alemania. Según el prólogo, los volúmenes se hallaban «destinados solamente para el trabajo interno del
Partido y debían ser considerados confidenciales». Cuatro de estos volúmenes, evidentemente muy raros, comparados
con los cuales la compilación de Hoche de la legislación del Gobierno de Hitler es simplemente una fachada, se
encuentran en la Biblioteca Hoover.
11
Esta fue la «advertencia» del Führer a los juristas en 1933, citada por HANS FRANK, Nationalsozialistische
Leitsätze für ein neues deutscher Strafrecht, segunda parte, 1936, p. 8.
12
DEUTSCHER, op. cit., p. 381. Hubo unos primeros intentos de establecer una Constitución en 1918 y en 1924. La
reforma constitucional de 1944 bajo la cual algunas repúblicas soviéticas habían de tener sus propios representantes en
el exterior y sus propios Ejércitos fue una maniobra táctica concebida para lograr para la Unión Soviética algunos votos
adicionales en las Naciones Unidas.
13
Véase DEUTSCHER, op. cit., p. 375. Tras una atenta lectura del discurso de Stalin relativo a la Constitución (su
Informe al VIII Congreso Extraordinario de los Soviets el 25 de noviembre de 1936) resulta evidente que nunca fue
concebida como definitiva. Stalin declaró explícitamente: «Este es el marco de nuestra Constitución en el momento
histórico dado. Así la redacción de la nueva Constitución representa la suma total del camino ya recorrido, la suma total
de los logros ya exis tentes.» En otras palabras, la Constitución estaba ya fechada en el momento en que fue anunciada y
tenía simplemente un interés histórico. Que ésta no es simplemente una interpretación arbitraria lo demostró Molotov,
quien, en su discurso sobre la Constitución, recoge el tema de Stalin y subraya la naturaleza provisional de toda la
cuestión. «Hemos realizado la fase primera e inferior del comunismo. Ni siquiera ha sido completada esta primera fase
del comunismo, la del socialismo; sólo se ha erigido el armazón de su estructura» (véase Die Verfassung des
Sozialistischen Staates der Arbeiter und Bauern, Editions Prométhée, Estrasburgo, 1937, páginas 42 y 84).
14
«La vida constitucional alemana queda así caracterizada, en contraste con la de Italia, por su profunda falta de
conformación» (FRANZ NEUMANN, Behemoth, 1942, apéndice, p. 521).
15
Cita de BORIS SOUVARINE, Stalin: A Critical Survey of Bolshevism, Nueva York, 1939, p. 695.
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desvelar las relaciones entre el partido y el Estado» del III Reich16. También se ha observado
frecuentemente que la relación entre las dos fuentes de la autoridad, entre el Estado y el partido, es
de ostensible autoridad, de forma tal que la maquinaria del Gobierno es habitualmente descrita
como la fachada carente de poder que oculta y protege al verdadero poder del partido17.
Todos los niveles de la maquinaria administrativa del III Reich se hallaban sujetos a una curiosa
duplicación de organismos. Con una fantástica perfección, los nazis se aseguraron de que cada
función de la Administración del Estado estuviera duplicada por algún órgano del partido18: la
división de Alemania, trazada por la Constitución de Weimar, en Estados y provincias fue duplicada
por la división nazi en Gaue, cuyas fronteras, sin embargo, no coincidían, de forma tal que cada
localidad pertenecía, incluso geográficamente, a dos unidades administrativas completamente
diferentes19. Y la duplicación de funciones no fue abandonada cuando, después de 1933, nazis
relevantes ocuparon los Ministerios oficiales del Estado, cuando Frick, por ejemplo, se convirtió en
ministro del Interior o Guerthner en ministro de Justicia. Estos antiguos y leales miembros del
partido, una vez que iniciaron carreras oficiales al margen del partido, perdieron su poder y se
tornaron tan carentes de influencia como otros funcionarios públicos. Ambos se hallaban sometidos
a la autoridad de hecho de Himmler, el ascendente jefe de la Policía que normalmente hubiera
debido ser un subordinado del ministro del Interior20. Mejor conocido en el exterior fue el destino
del antiguo Ministerio alemán de Asuntos Exteriores de la Wilhelmstrasse. Los nazis dejaron su
personal casi intacto y desde luego jamás suprimieron el Ministerio; sin embargo, al mismo tiempo
mantuvieron la Oficina de Asuntos Exteriores del partido, que existía desde antes de la conquista
16
STEPHEN H. ROBERTS, The House that Hitler Built, Londres, 1939, p. 72.
El juez Robert H. Jackson, en su discurso de apertura de los procesos de Nüremberg, basó consecuentemente su
descripción de la estructura política de la Alemania nazi en la coexistencia de «dos Gobiernos en Alemania —el
auténtico y ci ostensible. Durante cierto tiempo fueron mantenidas las formas de la República alemana, y éste fue el
Gobierno exterior y visible. Pero la verdadera autoridad en el Estado se hallaba al margen y por encima de la ley y
descansaba en el cuerpo directivo del Partido Nazi» (Nazi Conspiracy, I, 125). Véase también la distinción de
ROBERTS, op. cit., p. 101, entre el partido y un Estado fantasmal: «Obviamente, Hitler se inclinaba hacia el aumento
de la duplicación de funciones.»
Los estudiosos de la Alemania nazi parecen estar de acuerdo en señalar que el Estado sólo poseía una autoridad
ostensible. Para la única excepción, véase The Dual State, de ERNST FRAENKEL, Nueva York y Londres, 1941, que
afirma la co existencia de un «Estado normativo y un Estado prerrogativo» viviendo en fricción constante con «partes
competitivas y no complementarias del Reich alemán». Según Fraenkel, el Estado normativo era mantenido por los
nazis para la protección del orden capitalista y de la propiedad privada y poseía plena autoridad en todas las cuestiones
económicas, mientras que el Estado prorrogativo del partido gobernaba de forma suprema en todas las cuestiones
políticas.
18
«Para las posiciones de poder en el Estado que los nacionalsocialistas no pudieron ocupar con su propia gente crearon
los correspondientes “organismos fantasmales» en su propia organización del Partido, estableciendo de esta manera un
segundo Estado junto al Estado...» (KONRAD HEIDEN, Der Fuehrer: Hitler’s Rise to Power, Boston, 1944, p. 616).
19
O. C. GILES, The Gestapo, Oxford Pamphlets on World Affairs, núm. 36, 1940, describe la constante superposición
de los departamentos del partido y del Estado.
20
Resulta característico un memorándum del ministro del Interior, Frick, quien denotaba su resentimiento por el hecho
de que Himmler, jefe de las SS, tuviera un poder superior (véase Nazi Conspiracy, III, 547). Interesantes al respecto son
las notas de Rosenberg acerca de un debate con Hitler en 1942: antes de la guerra, Rosenberg nunca había desempeñado
un cargo del Estado, pero pertenecía al círculo íntimo de Hitler. Ahora que se había convertido en ministro del Reich
para los Territorios Ocupados en el Este, se enfrentaba constantemente con las «acciones directas» de otros
plenipotenciarios (principalmente hombres de las SS), que le despreciaban porque ahora pertenecía al aparato ostensible
del Estado (véase ibíd., IV, pp. 65 y ss.). Lo mismo le sucedió a Hans Frank, gobernador general de Polonia. Hubo
solamente dos casos en los que la obtención de una categoría ministerial no supuso pérdida alguna de poder o de
prestigio: el del ministro de Propaganda, Goebbels, y el del ministro del Interior, Himmler. Respecto de Himmler
poseemos un memorándum, presumiblemente del año 1935, que refleja la simplicidad sistemática de los nazis en la
regulación de las relaciones entre el partido y el Estado. Este memorándum, que aparentemente surgió del círculo
inmediato de Hitler y fue hallado entre la correspondencia del Reichsadjudantur y la Gestapo, contiene una advertencia
contra el nombramiento de Himmler como subsecretario del Ministerio del Interior, porque en este caso «ya no podría
ser un jefe político» y «quedaría apartado del partido». Aquí también hallamos mencionado el principio técnico que
regulaba las relaciones entre el partido y el Estado: Un Reichsleiter [un alto funcionario del partido] no debe estar
subordinado a un Reichsminister [un alto funcionario del Estado].» (Este memorándum, sin fecha y sin firma, y titulado
Die geheime Staatspolizei, puede ser hallado en los archivos de la Biblioteca Hoover, carpeta P. Wiedemann.).
17
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del poder y que era dirigida por Rosenberg21; y como esta oficina se había especializado en el
mantenimiento de contactos con las organizaciones fascistas en Europa oriental y en los Balcanes,
establecieron otro órgano para competir con el Ministerio de la Wilhelmstrasse, el llamado
Ribbentrop Buró, que se ocupaba de los asuntos exteriores en Occidente y sobrevivió al
nombramiento de su jefe como embajador en Inglaterra, es decir, a su incorporación al aparato
oficial de la Wilhelmstrasse. Finalmente, además de estas instituciones del partido, el Ministerio de
Asuntos Exteriores recibió otra duplicación bajo la forma de otra oficina de las SS, que era
responsable «de la negociación con todos los grupos racialmente germánicos de Dinamarca,
Noruega, Bélgica y Holanda»22. Estos ejemplos demuestran que para los nazis la duplicación de
organismos era una cuestión de principio, y no sólo un medio para proporcionar puestos a los
miembros del partido.
La misma división entre un Gobierno real y uno ostensible se desarrolló desde sus comienzos en
la Rusia soviética23. El Gobierno ostensible surgió originariamente del Congreso Soviético Panruso,
que durante la guerra civil perdió su influencia y su poder en beneficio del Partido Bolchevique.
Este proceso comenzó cuando el Ejército rojo se tornó autónomo y la Policía Política fue
reafirmada como un órgano del partido y no del Congreso de los soviets24; quedó completado en
1923, durante el primer año del secretariado general de Stalin25. Desde entonces, los soviets se
convirtieron en el Gobierno fantasma en cuyo centro, a través de las células constituidas por los
miembros del Partido, actuaban los representantes del verdadero poder, que eran nombrados por el
Comité Central de Moscú y respondían ante él. El punto crucial en el desarrollo ulterior no fue la
conquista de los soviets por el partido, sino el hecho de que, «aunque no hubiera presentado
dificultades, los bolcheviques no realizaron la abolición de los soviets y los utilizaron como el
símbolo decorativo exterior de su autoridad»26.
La coexistencia de un Gobierno ostensible y de un Gobierno real fue por eso parcialmente
resultado de la misma revolución y precedió a la dictadura totalitaria de Stalin. Sin embargo,
mientras los nazis retuvieron simplemente la Administración existente y la privaron de todo poder,
Stalin tuvo que revivir su Gobierno fantasma, que a comienzos de la década de los años 30 había
perdido todas sus funciones y estaba medio olvidado en Rusia; introdujo la Constitución soviética
como el símbolo de la existencia, tanto como de la carencia de poder, de los soviets (ninguno de sus
párrafos tuvo el más mínimo significado práctico para la vida y para la jurisdicción en Rusia). El
Gobierno ruso, ostensible, profundamente carente del atractivo de la tradición, tan necesario para
una fachada, precisaba aparentemente del sagrado halo de la ley escrita. El desafío totalitario a la
ley y a la legalidad —que «a pesar de los grandes cambios... sigue (permaneciendo como) la
expresión de un orden constante deseado»27— encontró en la Constitución escrita soviética o en la
nunca repudiada Constitución de Weimar un fondo permanente para su propia ilegalidad, el
permanente reto al mundo no totalitario y a sus normas, cuyo desamparo e impotencia podían ser
21
Véase el «Brief Report on Activities of Rosenberg’s Foreign Affairs Bureau of the Party from 1933 to 1943», ibid.,
III, pp. 27 y ss.
22
Basada en un decreto del Führer del 12 de agosto de 1942. Véase Verfügungen, Anordnungen, Bekanntgaben, op. cit.,
núm. A 54/42.
23
«Tras el Gobierno ostensible existía un Gobierno auténtico», que VICTOR KRAVCHENKO (I Chose Freedom: The
Personal Life of a Soviet Official, Nueva York, 1946, p. 111) vio en el «sistema de la Policía secreta».
24
Véase A History of Bolshevism, de ARTHUR ROSENBERG, Londres, 1934, capítulo VI. «Hay, en realidad, dos
edificios políticos en Rusia que se alzan paralelos: el Gobierno fantasmal de los Soviets y el Gobierno de facto del
partido bolchevique.»
25
DEUTSCHER, op. cit., pp. 255-256, recapitula el informe de Stalin al XII Congreso del Partido sobre el trabajo del
departamento de personal durante su primer año en la Secretaría General: «El año anterior sólo el 27 por 100 de los
dirigentes regionales de los Sindicatos eran miembros del partido. Ahora eran comunistas el 57 por 100. El porcentaje
de comunistas en la gerencia de las cooperativas ha pasado del 5 al 50 por 100; y en los puestos de mando de las fuerzas
armadas, del 16 al 24. Lo mismo sucedió en todas las demás instituciones que Stalin describió como las ‘correas de
transmisión’ que unen al partido con el pueblo.»
26
ARTHUR ROSENBERG, op. Cit., loc. cit.
27
MAUNZ, op. cit.
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manifestados diariamente28.
La duplicación de organismos y la división de autoridad, la coexistencia del poder real y del
ostensible, son suficientes para crear la confusión, pero no para explicar la «falta de conformación»
de toda la estructura. No debería olvidarse que sólo un edificio puede tener una estructura, pero que
un movimiento, si la palabra ha de ser tomada tan seria y literalmente como la tomaban los nazis,
sólo puede tener una dirección, y que cualquier forma de estructura legal o gubernamental puede ser
únicamente un obstáculo a un movimiento que está siendo impulsado con creciente velocidad en
una determinada dirección. Incluso en la fase previa a la conquista del poder, los movimientos
totalitarios representaban a aquellas masas que ya no deseaban vivir en ningún tipo de estructura,
fuera cual fuese su naturaleza; masas que habían comenzado a moverse con objeto de rebasar las
fronteras legales y geográficas firmemente protegidas por el Gobierno. Por eso, juzgados por
nuestras concepciones del Gobierno y de la estructura del Estado, estos movimientos, mientras que
se encuentran físicamente limitados a un territorio específico, deben tratar de destruir todas las
estructuras, y para esta destrucción voluntaria no sería suficiente una simple duplicación de todos
los organismos en las instituciones del partido y del Estado. Como la duplicación supone una
relación entre la fachada del Estado y el núcleo interno del partido, también esto conduciría
eventualmente a algún tipo de estructura en la que las relaciones entre el partido y el Estado
acabarían automáticamente en una regulación legal que restringiría y estabilizaría su respectiva
autoridad29.
Corrientemente, la duplicación de organismos, en apariencia resultado del problema del partido
estatal en todas las dictaduras unipartidistas, es sólo el signo más conspicuo de un fenómeno más
complicado que resulta mejor definido como multiplicación de organismos que como duplicación
de éstos, Los nazis no se contentaron con establecer Gaue junto a las antiguas provincias, sino que
también introdujeron muchas otras divisiones geográficas conforme a las diferentes organizaciones
del partido: las unidades territoriales de las SA no se correspondían con los Gaue ni con las
provincias; diferían, además, de las de las SS, y ninguna de ellas correspondía a las zonas en las que
se dividían las Juventudes Hitlerianas30. A esta confusión geográfica debe añadirse el hecho de que
la relación original entre el poder real y el ostensible se repetía en todas partes, aunque en una
forma siempre variable. El habitante del III Reich de Hitler vivía no sólo bajo las autoridades
simultáneas y a menudo en conflicto de los poderes en competencia, tales como la Administración
civil, el partido, las SA y las SS; nunca podía hallarse seguro y jamás se le decía explícitamente a
qué autoridad debía considerar por encima de todas las demás. Tenía que desarrollar un tipo de
sexto sentido para conocer en un momento dado a quién obedecer y a quién desoír.
Por otra parte, aquellos que tenían que ejecutar órdenes que la jefatura, en interés del
movimiento, consideraban como genuinamente necesarias —en contradicción con las medidas
28
El profesor R. Hoehn, jurista y Obersturmbannführer, expresó esto con las siguientes palabras: «Y hay todavía algo a
lo que tienen que acostumbrarse los extranjeros y también los alemanes: es decir, que la tarea de la Policía secreta del
Estado... ha sido asumida por una comunidad de personas, originada dentro del movimiento y que sigue enraizada en él.
Que cabe mencionar de pasada que el término Policía del Estado no tiene realmente en cuenta este hecho»
(Grundfragen der deutschen Polizei, Informe sobre la sesión constituyente de la Comisión de la Ley Policial de la
Academia del Derecho Alemán, 11 de octubre de 1936, Hamburgo, 1937, con aportaciones de Frank, Himmler y
Hoehn).
29
Por ejemplo, un intento semejante por circunscribir las responsabilidades separadas y por contrarrestar la «anarquía
de autoridad» fue el realizado por HANS FRANK en Recht und Verwaltung, 1939, y de nuevo en un discurso bajo el
título de Technik des Staates, en 1941. Expresó la opinión de que las «garantías legales» no eran «prerrogativa de los
sistemas liberales de gobierno» y que la Administración debería seguir siendo gobernada, como anteriormente, por las
leyes del Reich, que eran ahora inspiradas y guiadas por el programa del partido nacionalsocialista. Precisamente
porque Hitler deseaba evitar a cualquier precio semejante nuevo orden legal fue por lo que nunca reconoció el programa
del partido nazi. Se mostraba inclinado a hablar con desprecio de los miembros del partido que formulaban semejantes
propuestas, describiéndoles como «eternamente ligados al pasado», como personas «que son incapaces de saltar sobre
su propia sombra» Faux KERSTEN, To tenkopf und Treue, Hamburgo).
30
«Los 32 Gaue... no coinciden con las regiones administrativas o militares, ni siquiera con las 21 divisiones de las SA,
o con las 10 regiones de las SS, o con las 23 zonas de las Juventudes Hitlerianas... Tales discrepancias son aún más
notables dado que no existe razón para ellas» (ROBERTS, op. cit., p. 98).
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gubernamentales, tales órdenes eran, desde luego, exclusivamente confiadas a las formaciones del
partido— no se hallaban en mejor situación. Fundamentalmente, tales órdenes eran
«intencionalmente vagas y formuladas con la esperanza de que quien las recibía reconocería la
intención del que expresaba la orden y actuaría conforme a ello»31; porque las formaciones de élite
en manera alguna estaban simplemente obligadas a obedecer las órdenes del Führer (esto era, por lo
demás, obligatorio para todas las organizaciones existentes), sino a ejecutar la voluntad de la
jefatura32. Y, como puede suponerse por los laboriosos procesos concernientes a «excesos» ante los
tribunales del partido, esto no era en manera alguna una y la misma cosa. La única diferencia
radicaba en que las formaciones de élite, gracias a su adoctrinamiento especial para tales fines,
habían sido preparadas para comprender que ciertas «indicaciones significaban más que su simple
contenido verbal»33.
Técnicamente hablando, el movimiento, dentro del aparato de su dominación totalitaria, deriva
su movilidad del hecho de que la jefatura desplaza constantemente el centro real del poder, a
menudo, hacia otras organizaciones, pero sin disolver, e incluso ni siquiera denunciar públicamente,
a los grupos que han sido así privados de su poder. En el primer período del régimen nazi,
inmediatamente después del incendio del Reichstag, las SA eran la verdadera autoridad, y el
partido, la autoridad ostensible; el poder se desplazó después de las SA a las SS y, finalmente, de
las SS al Servicio de Seguridad34. El hecho es que ninguno de los órganos del poder llegó a ser
siquiera privado de su derecho a pretender que encarnaba la voluntad del jefe35. Pero no sólo era la
voluntad del jefe tan inestable que en comparación con ella los caprichos de los déspotas orientales
son un brillante ejemplo de firmeza; la división consistente y siempre cambiante entre la autoridad
real secreta y la representación abierta y ostensible convertían a la sede real del poder en un
misterio por definición, y ello hasta tal grado que los mismos miembros de la camarilla dominante
31
Documentos de Nüremberg, PS 3063, en el «Centre de Documentation Juive», en París. El documento es un informe
del tribunal superior del partido acerca de «acontecimientos y actas de los tribunales del partido relacionadas con las
manifestaciones antisemíticas del 9 de noviembre de 1938». Sobre la base de las investigaciones realizadas por la
Policía y por la oficina del fiscal superior, el tribunal llegó a la conclusión de que «todos los jefes del partido deben
haber comprendido las instrucciones verbales del Reichspropagandaleiter en el sentido de que, para el exterior el partido
no desea aparecer como instigador de la manifestación, pero que en realidad tenía que organizarla y realizarla... El
reexamen de los escalones de mando ha mostrado... que el nacionalsocialista activo, moldeado en la lucha previa a la
conquista del poder [Kampfzeit], da por supuesto que las acciones en las que el partido no desea aparecer en el papel de
organizador no son ordenadas con inequívoca claridad y hasta el último detalle. Por eso está acostumbrado a
comprender que una orden puede significar algo más que su contenido verbal, ya que se ha hecho más o menos rutinario
que el que da la orden, en interés del partido..., no diga todo y sólo insinúe lo que quiere que se logre mediante la
orden... Así, las... órdenes —por ejemplo..., que no se debería culpar al judío Grünspan, sino a toda la judería, por la
muerte del camarada del partido von Rath..., tendrían que llevarse pistolas..., cada hombre de las SA debería saber lo
que tenía que hacer— fueron entendidas por cierto número de subjefes en el sentido de que debería derramarse la sangre
judía por la sangre del camarada del partido von Rath...». Es especialmente significativo el final del informe, en el que
el tribunal superior del partido señala abiertamente una excepción a estos métodos: «Cuestión muy diferente es si, en
interés de la disciplina, no debe ser relegada al pasado la orden, que es intencionadamente vaga y que ha sido formulada
con la esperanza de que quien la reciba reconocerá la intención del que la da y actúe en esa conformidad.» Aquí
también hubo personas que, en palabras de Hitler, «fueron incapaces de saltar sobre su propia sombra» e insistieron en
medidas legislativas porque no comprendían que la i ley suprema no era la orden, sino la voluntad del Führer. Resulta
particularmente’ clara la diferencia entre la mentalidad de las formaciones de élite y las de los organismos del partido.
32
BEST (op. cit.) lo expresa de esta forma: «Mientras que los policías ejecutan la voluntad de la jefatura están actuando
dentro de la ley; si es transgredida la voluntad de la jefatura, no es la Policía, sino un miembro de la Policía el que ha
cometido una violación.».
33
Véase nota 31.
34
En 1933, tras el incendio del Reichstag, «los jefes de las SA eran más poderosos que los Gauleiter. También negaron
obediencia a Göring». Véase la declaración jurada de RUDOLF DIELS en Nazi Conspiracy, V, p. 224; Diels fue jefe de
la Policía política bajo Goering.
35
Obviamente, las SA acusaron su pérdida de categoría y de poder dentro de la jerarquía nazi y trataron
desesperadamente de guardar las apariencias. En sus publicaciones —Der SA-Mann, Das Archiv, etc.— pueden hallarse
muchas indicaciones, veladas y claras, de su impotente rivalidad con las SS. Más interesante es el hecho de que Hitler
todavía en 1936, cuando las SA habían perdido ya su poder, las tranquilizara en un discurso: «Todo lo que sois lo sois
por mí; y todo lo que yo soy, solamente lo soy por vosotros.» Véase ERNST BAYER, Die SA, Berlín, 1938. Citas de
Nazi Conspiracy, IV, p. 782.
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no podían estar nunca absolutamente seguros de su propia posición en la jerarquía secreta del poder.
Alfred Rosenberg, por ejemplo, a pesar de su larga carrera en el partido y de su impresionante
acumulación de poder ostensible y de cargos en la jerarquía del partido, todavía hablaba de la
creación de una serie de Estados en Europa oriental como muralla de seguridad frente a Moscú en
una época en que los investidos del verdadero poder ya habían decidido que ninguna estructura
estatal sucedería a la derrota de la Unión Soviética y que la población de los territorios ocupados del
Este carecería definitivamente de Estado y por ello podría ser exterminada36. En otras palabras,
como el conocimiento de aquel a quien hay que obedecer y un asentamiento comparativamente
permanente de la jerarquía introducirían un elemento de estabilidad que está esencialmente ausente
de la dominación totalitaria, los nazis repudiaban constantemente la autoridad real allí donde surgía
a la luz y creaba nuevos ejemplos de Gobiernos, comparados con los cuales el antiguo se convertía
en un Gobierno fantasma —juego que, como es lógico, podía continuar indefinidamente. Una de las
diferencias técnicas más importantes entre el sistema soviético y el nacionalsocialista es que Stalin,
allí donde desplazaba el énfasis del poder de un aparato a otro, tendía a liquidar al aparato junto con
su personal, mientras que Hitler, a pesar de sus desdeñosos comentarios acerca de personas que
«son incapaces de saltar sobre sus propias, sombras»37, se mostraba perfectamente deseoso de
continuar utilizando estas sombras, aunque fuera en otra función.
La multiplicación de organismos resultó extremadamente útil para el constante desplazamiento
del poder; cuanto más tiempo, además, permanece en el poder un régimen totalitario mayor es el
número de organismos y la posibilidad de puestos exclusivamente dependientes del movimiento,
dado que no es suprimido ningún organismo al ser liquidada su autoridad. El régimen nazi comenzó
esta multiplicación con una coordinación inicial de todas las asociaciones, sociedades e
instituciones existentes. Lo interesante en esta manipulación de alcance nacional fue que la
coordinación no significó la incorporación a las respectivas organizaciones del partido ya
existentes. El resultado fue que hasta el final del régimen no hubo una, sino dos organizaciones
estudiantiles nacionalistas, dos organizaciones femeninas nazis, dos organizaciones de profesores
universitarios, dos de abogados, dos de médicos, etc.38. No era en manera alguna seguro que en
todos los casos fuera la organización originaria del partido más poderosa que su contrapartida
coordinada39. Nadie podía predecir con seguridad qué órgano del partido se alzaría dentro de las
filas de la jerarquía interna del partido40.
Un ejemplo clásico de esta deliberada falta de conformación sucedió en la organización del
36
Compárese el discurso de Rosenberg en junio de 1941: «Creo que nuestra tarea política consistirá en... organizar a
estos pueblos en ciertos tipos de cuerpos políticos... y en constituirles contra Moscú», con el «Memorándum sin fecha
para la administración de los territorios ocupados del Este»: «Con la disolución de la URSS tras su derrota, no quedará
ningún cuerpo político en los territorios del Este, y por eso... no quedará nacionalidad para su población» (Trial of the
Major War Criminals, Nüremberg, 1947, XXVI, pp. 616 y 604, respectivamente).
37
Hitlers Tischgespräche, Bonn, 1951, p. 213. Hitler se refiere a algunos altos funcionarios nazis que abrigaban
reservas acerca del asesinato sin remordimiento de aquellos a los que describía él como «chatarra humana» [Gesox]
(véanse pp. 248 y siguientes).
38
Por lo que se refiere a la variedad de organizaciones superpuestas del partido, véase Rang- und Organisationsliste der
NSDAP, Stuttgart, 1947, y Nazi Conspiracy, I, p. 178, que distingue cuatro categorías principales: 1. Gliederungen der
NSDAP, existentes antes de la subida al poder; 2. Angeschlossene Verblinde der NSDAP, que comprende aquellas
sociedades que habían sido coordinadas; 3. Betreute Organisationen der NSDAP; y 4. Weitere nationalsozialistische
Organisationen. Casi en cada categoría se puede encontrar una diferente organización estudiantil, femenina, de
maestros y de trabajadores.
39
La gigantesca organización de obras públicas, dirigida par Todt y más tarde por Albert Speer, fue creada por Hitler al
margen de todas las jerarquías y afiliaciones del partido. Puede que esta organización fuera utilizada contra la autoridad
del partido e incluso de las organizaciones policíacas. Resulta notable que Speer pudiera arriesgarse a señalar a Hitler
(durante una conferencia en 1942) la imposibilidad de organizar la producción bajo el régimen de Himmler y que
incluso llegara a pedir jurisdicción sobre el trabajo esclavo y los campos de concentración. Véase Nazi Conspiracy, I,
pp. 916-917.
40
Sociedad tan innocua y carente de importancia como, por ejemplo, la NSKK (organización de automovilistas
nacionalsocialistas, fundada en 1930), se vio de repente alzada, en 1933, al status de una formación de élite,
compartiendo con las SA y las SS el privilegio de ser una unidad de afiliación independiente dentro del partido. Nada
siguió a este ascenso en la jerarquía nazi. Retrospectivamente, todo parece una vana amenaza a las SA y a las SS.
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antisemistimo científico. En 1933 se fundó en Munich un instituto para el estudio de la cuestión
judía («Institut zur Erforschung der Judenfrage»), que, dado que la cuestión judía había
presumiblemente determinado toda la historia alemana, amplió rápidamente sus dimensiones hasta
convertirse en un instituto de investigaciones sobre la historia moderna de Alemania. Dirigido por
el bien conocido historiador Walter Frank, transformó las facultades tradicionales en cátedras de
enseñanza ostensible o simples fachadas. En 1940 se fundó en Francfort otro instituto para el
estudio de la cuestión judía, bajo la dirección de Alfred Rosenberg, cuyo nivel como miembro del
partido era considerablemente elevado. El instituto de Munich, en consecuencia, fue relegado a una
existencia fantasmal. Se suponía que la institución de Francfort y no la de Munich era la que había
de recibir los tesoros del saqueo de las colecciones de los judíos europeos y la que había de
convertirse en sede de una amplia biblioteca sobre el judaísmo. Sin embargo, cuando unos pocos
años más tarde llegaron realmente a Alemania estas colecciones, sus más preciados ejemplares no
fueron a Francfort, sino a Berlín, donde fueron recibidos por el departamento especial de la Gestapo
de Hitler para la liquidación (y no simplemente el estudio) de la cuestión judía, que era dirigido por
Eichmann. Ninguna de las instituciones anteriores llegó a ser suprimida, de forma tal que en 1944 la
situación era ésta: tras la fachada de los departamentos universitarios de Historia se alzaba
amenazador el poder más real del instituto de Munich; tras éste se elevaba el instituto de Rosenberg,
en Francfort, y sólo tras estas tres fachadas, oculto y pro tegido por ellas, descansaba el centro real
de la autoridad, el Reichssicherheithauptamt, una división especial de la Gestapo.
La fachada del Gobierno soviético, a pesar de su Constitución escrita, es aún menos
impresionante, erigida aún más exclusivamente para la observación exterior que la Administración
del Estado que los nazis heredaron de la República de Weimar y que conservaron. Careciendo de la
acumulación original de organismos en el período de coordinación, el régimen soviético se apoya
aún más en la constante creaciôn de nuevos organismos para colocar en la sombra a los antiguos
centros de poder. El gigantesco aumento del aparato burocrático inherente a este método fue
frenado por una repetida liquidación mediante las purgas. Sin embargo, también en Rusia podemos
distinguir al menos tres organizaciones estrictamente separadas: el aparato soviético o estatal, el
aparato del partido y el aparato de la NKVD, cada uno de los cuales tiene su propio departamento
independiente de Economía, un departamento político, un Ministerio de Educación y Cultura, un
departamento militar, etc.41.
En Rusia, el poder ostensible de la burocracia del partido contra el poder real de la Policía
Secreta corresponde a la duplicación originaria del partido y del Estado, tal como se conoció en la
Alemania nazi, y la multiplicación se torna evidente sólo en la misma Policía Secreta, que es una
red extremadamente complicada y completamente ramificada de agentes, dentro de la cual a un
departamento se le asigna una tarea de supervisar y espiar la de otro. Cada empresa de la Unión
Soviética cuenta con su departamento especial de la Policía Secreta, que espía indiferentemente a
los miembros del partido y al personal ordinario. Coexistente con este departamento hay otra
división de la Policía en el mismo partido, que también vigila a todo el mundo, incluyendo a los
agentes de la NKVD, y cuyos miembros no son conocidos de la organización rival. Además de estas
dos organizaciones de espionaje hay que contar con los sindicatos en las fábricas, que deben vigilar
que los trabajadores cumplan las cuotas prescritas. Mucho más importante, sin embargo, que estos
aparatos es «el departamento especial» de la NKVD, que representa «una NKVD dentro de la
NKVD», es decir, una Policía Secreta dentro de la Policía Secreta42. Todos los informes de estas
organizaciones policíacas en competencia acaban en el Comité Central de Moscú y en el Politburó.
Allí se decide cuál de los informes es el decisivo y a qué división policíaca se le confiarán las
respectivas medidas policíacas. Ni el habitante medio del país ni ninguno de los departamentos de
41
F. BECK y W. GODIN, Russian Purge and the Extraction of Confession, 1951, página 153.
Ibid., pp. 159 y ss. Según otros informes, existen diferentes ejemplos de la vacilante multiplicación del aparato de la
Policía soviética, principalmente las asociaciones locales y regionales de la NKVD, que trabajan independientemente
unas de otras y que tienen su contrafigura en las redes locales y regionales de agentes del partido. Corresponde a la
naturaleza de las cosas el hecho de que conozcamos de las condiciones rusas considerablemente menos que lo que
conocemos de la Alemania nazi, especialmente por lo que se refiere a detalles organizativos.
42
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Policía conoce, desde luego, cuál será la decisión; hoy puede ser la división especial de la NKVD;
mañana, la red de agentes del partido; al día siguiente pueden ser los Comités locales o alguna de
las organizaciones regionales. Entre todos estos departamentos no existe una jerarquía legalmente
enraizada del poder o de la autoridad; la única certidumbre es que, eventualmente, uno de ellos será
elegido para encarnar «la voluntad de la jefatura».
La única regla de la que todo el mundo puede estar seguro en un Estado totalitario es que, cuanto
más visibles son los organismos del Gobierno, menor es su poder, y que cuanto menos se conoce
una institución, más poderosa resultará ser en definitiva. De acuerdo con esta norma, los soviets,
reconocidos por una Constitución escrita como la más alta autoridad del Estado, tienen menos poder
que el Partido Bolchevique; el Partido Bolchevique, que recluta abiertamente a sus afiliados y es
reconocido como la clase dominante, tiene menor poder que la Policía Secreta; el poder auténtico
comienza donde empieza el secreto. A este respecto, los Estados nazi y bolchevique eran muy
parecidos. Su diferencia descansaba principalmente en la monopolización y en la centralización de
los servicios secretos policíacos en Hitler, por uña parte, y, por otra, en el haz de actividades
policíacas aparentemente no relacionadas ni conectadas, en Rusia.
Si consideramos el Estado totalitario exclusivamente como un instrumento de poder y dejamos al
margen los aspectos de su eficiencia administrativa, su capacidad industrial y su productividad
económica, entonces su falta de conformación resulta ser un instrumento idealmente apto para la
realización del llamado principio del jefe. Una continua competencia entre organismos que no sólo
tienen funciones superpuestas, sino que se hallan encargados de idénticas tareas43, no deja casi
ninguna posibilidad de ser efectivos a la oposición o al sabotaje; un rápido desplazamiento en el
énfasis que relegue a un organismo a la sombra y eleve a otro a la autoridad puede resolver todos
los problemas sin que nadie llegue a ser consciente del cambio o del hecho de que haya existido
oposición, siendo ventaja adicional del sistema la probabilidad de que el organismo en competencia
jamás llegue a conocer su derrota, dado que no es suprimido en absoluto (como en el caso del
régimen nazi) o es liquidado mucho más tarde, sin relación aparente alguna con la cuestión
específica. Esto puede realizarse aún más fácilmente dado que nadie, excepto los pocos iniciados,
conoce la relación exacta entre las autoridades. Sólo de vez en cuando el mundo no totalitario capta
un atisbo de estas condiciones, como, por ejemplo, cuando un alto funcionario en el exterior
confiesa que un oscuro empleado administrativo de una embajada era su superior inmediato. En
retrospectiva, es a menudo posible determinar por qué ocurrió semejante pérdida de poder o, más
bien, lo que en defintiva sucedió. Por ejemplo, no es difícil de comprender hoy por qué, cuando
estalló la guerra, personas como Alfred Rosenberg o Hans Frank fueran destinadas a cargos del
Estado y eliminadas así del verdadero centro del poder, es decir, del círculo íntimo del Führer44. Lo
importante es que no solamente no conocían las razones de semejantes actos, sino que,
presumiblemente, ni siquiera sospecharon que, puestos en apariencia tan relevantes como el de
gobernador general de Polonia o el de ministro del Reich para todos los territorios orientales, no
significaban la cota máxima, sino el final de sus carreras en el nacionalsocialismo. El principio del
jefe no establece una jerarquía en el Estado totalitario en grado diferente a como actúa en el
movimiento totalitario; la autoridad no se filtra desde arriba a través de capas sucesivas hasta llegar
a la base del cuerpo político, tal como sucede en los regímenes autoritarios. La razón de hecho es
que no existe jerarquía sin autoridad y que, a pesar de los numerosos errores relativos a la llamada
«personalidad autoritaria», el principio de la autoridad es en todos los aspectos importantes
diametralmente opuesto al de la dominación totalitaria. Al margen por completo de sus orígenes en
43
Según el testimonio de uno de sus antiguos subordinados (Nazi Conspiracy, VI, p. 461), era «especialidad de
Himmler dar una tarea a dos personas diferentes».
44
En el ya mencionado discurso (véase nota 29), Hans Frank mostró que hasta cierto punto deseaba estabilizar el
movimiento, y sus numerosas quejas como gobernador general de Polonia atestiguan una completa falta de
comprensión de las tendencias deliberadamente antiutilitarias de la política nazi. No puede comprender por qué los
pueblos sometidos son exterminados en vez de explotados. Rosenberg, a los ojos de Hitler, era racialmente inseguro,
porque pretendía establecer Estados satélites en los territorios conquistados del Este y no comprendía que la política
demográfica de Hitler se orientaba hacia el despoblamiento de estos territorios.
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la historia romana, la autoridad, cualquiera que sea su forma, siempre significa una restricción o una
limitación de la libertad, pero nunca su abolición. La denominación totalitaria, empero, se orienta a
la abolición de la libertad, incluso a la eliminación de la espontaneidad humana en general, y en
forma alguna a una restricción de la libertad, por tiránica que sea. Técnicamente, esta ausencia de
cualquier autoridad o jerarquía en el sistema totalitario se advierte en el hecho de que entre el poder
supremo (el Führer) y los dominados no existen niveles fiables de intervención, cada uno de los
cuales habría de recibir su debida proporción de autoridad y de obediencia. La voluntad del Führer
puede ser encarnada en todas partes y en todo momento, y él no está ligado a ninguna jerarquía, ni
siquiera a la que pueda haber establecido él mismo. Por eso no es exacto decir que el mo vimiento,
tras haberse apoderado del poder, funda una multiplicidad de principados en cuyos teritorios cada
pequeño jefe es libre de hacer lo que le plazca y de imitar al gran jefe de la cumbre45. La afirmación
nazi de que «el partido es la orden de los Führers»46 era una simple mentira. De la misma manera
que la multiplicación infinita de organismos y la confusión de la autoridad conducen a una situación
en la que cada ciudadano se siente directamente enfrentado con la voluntad del jefe, que
arbitrariamente escoge el órgano ejecutante de sus decisiones, así el millón y medio de Führers en
todo el III Reich47 sabían muy bien que su autoridad se derivaba principalmente de Hitler, sin
intervención de los sucesivos niveles de una jerarquía operante48. La dependencia directa era real, y
la jerarquía operante, desde luego de importancia social, era una imitación ostensible y espúrea de
un Estado autoritario.
El monopolio absoluto del poder y de la autoridad que posee el jefe es más evidente en la
relación entre él y el dirigente de su Policía, que en un Estado totalitario ocupa la posición pública
más poderosa. Sin embargo, a pesar del enorme material y del poder organizador que tiene a su
disposición como jefe de un verdadero ejército policíaco y de todas las formaciones de élite, el jefe
de la Policía, aparentemente, ni siquiera se halla en situación de apoderarse del poder y de
convertirse en dominador del país. Así, antes de la caída de Hitler, Himmler nunca soñó con rozar la
reivindicación de la jefatura de Hitler49 y jamás fue propuesto como sucesor de Hitler. Aún más
interesante en este contexto es el fatídico intento de Beria por lograr el poder tras la muerte de
Stalin. Aunque Stalin jamás había permitido a ninguno de sus jefes de la Policía disfrutar de una
situación comparable a la de Himmler durante los últimos años de la dominación nazi, Beria
disponía también de fuerzas suficientes para desafiar la dominación del partido tras la muerte de
Stalin, ocupando simplemente todo Moscú y todos los accesos al Kremlin; nadie, excepto el
Ejército rojo, hubiera podido haber impedido su reivindicación del poder, y ello habría conducido a
una sangrienta guerra civil cuyo resultado en manera alguna hubiera sido seguro. Lo cierto es que
Beria abandonó voluntariamente todas sus posiciones sólo unos pocos días después, aunque debiera
haber sabido que perdería la vida por haberse atrevido durante unos días a desplegar el poder de la
45
La noción de una división en «pequeños principados» que formaban «una pirámide de poder al margen de la Ley con
el Führer en la cima» es de Robert H. Jackson. Véase cap. XII de Nazi Conspiracy, II, pp. 1 y ss. Para impedir el
establecimiento de semejante Estado autoritario, Hitler, en fecha tan temprana como 1934, promulgó el siguiente
decreto del partido: «La fórmula de tratamiento Mein Führer queda reservada exclusivamente para el Führer. Por ello,
prohíbo a todos los subjefes del NSDAP que permitan que se les dé tratamiento de Mein Reichsleiter, etc., bien de
palabra o por escrito. La forma de tratamiento tiene que ser Pg. [Parteigenosse, camarada del partido]... o Gauleiter,
etc.» Véase Verfügungen, Anordnungen, Bekanntgaben, op. cit., decreto del 20 de agosto de 1934.
46
Véase el Organisationsbuch der NSDAP.
47
Véase el mapa 14 en el vol. III de Nazi Conspiracy.
48
Todos los juramentos en el partido, así como en las formaciones de élite, eran formulados en nombre de Adolfo
Hitler.
49
El primer paso de Himmler en esta dirección se produjo en el otoño de 1944, cuando, por su propia iniciativa, ordenó
que fueran desmanteladas las instalaciones de gas en los campos de exterminio y que se detuvieran las matanzas
masivas. Esta fue su forma de iniciar negociaciones de paz con las potencias occidentales. Resulta suficientemente
interesante que, al parecer, Hitler nunca fuera informado de tales preparativos; se supone que nadie se atrevió a decirle
que se había renunciado ya a uno de sus más importantes fines bélicos. Véase Bréviaire de la haine, de LÉON
POLIAKOV, 1951, p. 232.
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Policía contra el poder del partido50.
Esta falta de poder absoluto no impide, desde luego, al jefe de la Policía organizar su aparato de
acuerdo con los principios del poder totalitario. Así resulta notable ver cómo Hitler, tras su
nombramiento, comenzó la reorganización de la Policía alemana introduciendo en el ya
centralizado aparato de la Policía secreta la multiplicación de organismos, es decir, aparentemente,
hizo lo que todos los expertos del poder, anteriores a los regímenes totalitarios, hubieran
considerado como una descentralización proclive a una disminución del poder. Al servicio de la
Gestapo, Himmler añadió primeramente el Servicio de Seguridad, en un principio una división de
las SS y fundado como organismo de policía en el seno del partido. Mientras que las oficinas
principales de la Gestapo y del Servicio de Seguridad se hallaban eventualmente centralizadas en
Berlín, las sucursales regionales de estos dos grandes servicios secretos conservaron sus identidades
separadas y cada una informaba directamente a la propia oficina de Himmler en Berlín51. En el
curso de la guerra, Himmler añadió dos nuevos servicios de información: uno, constituido por los
llamados inspectores, que se suponía que habían de coordinar y controlar el Servicio de Seguridad
con la policía y que se hallaban sujetos a la jurisdicción de las SS; el segundo era un organismo de
información específicamente militar, que actuaba independientemente de las fuerzas militares del
Reich y que finalmente logró absorber al propio Servicio de Información del Ejército52.
La completa ausencia de revoluciones palaciegas, triunfantes o fracasadas, es una de las más
notables características de las dictaduras totalitarias (con una excepción, ningún nazi insatisfecho
tomó parte en la conspiración militar contra Hitler de julio de 1944). En la superficie, el principio
del jefe parece invitar a sangrientos cambios del poder personal sin un cambio de régimen. Este no
es más que uno de los muchos indicios de que la forma totalitaria de gobierno tiene muy poco que
ver con el ansia de poder o incluso con el deseo de una máquina generadora de poder, con el juego
del poder por el poder que fue característico de las últimas fases de la dominación imperialista.
Técnicamente hablando, sin embargo, es una de las más importantes indicaciones de que el
Gobierno totalitario, pese a todas las apariencias, no es la dominación de una camarilla o de una
banda53. Las pruebas de la dictadura de Hitler, tanto como las de la dictadura de Stalin, señalan
claramente el hecho de que el aislamiento de individuos atomizados no sólo proporciona la masa
básica para la dominación totalitaria, sino que afecta a la verdadera cumbre de toda la estructura.
Stalin fusiló casi a todos los que podían afirmar que pertenecían a la camarilla dominante y
desplazó una vez y otra a los miembros del Politburó siempre que se hallaba a punto de
consolidarse una camarilla. Hitler destruyó en la Alemania nazi a las camarillas con medios menos
drásticos: la única purga sangrienta fue la dirigida contra la camarilla de Röhm, que, desde luego, se
mantenía firmemente unida gracias a la homosexualidad de sus miembros dirigentes; impidió la
formación de camarillas mediante cambios constantes de poder y de autoridad y los
desplazamientos frecuentes de los íntimos de su círculo inmediato, de forma tal que se evaporó
rápidamente la antigua solidaridad entre quienes habían llegado al poder con él. Parece obvio,
además, que la monstruosa infidelidad que es descrita con trazos casi idénticos como el rasgo
sobresaliente de los caracteres de Hitler y de Stalin no les permitía presidir nada tan duradero y
durable como una camarilla. Pese a todo, el hecho es que no existe interrelación entre quienes
desempeñan cargos; no se hallan ligados por un status igual en una jerarquía política o por la
relación entre superiores e inferiores, ni siquiera por las inciertas lealtades de los gangsters. En la
50
Para los acontecimientos que siguieron a la muerte de Stalin, véase American in Russia, de HARRISON E.
SALISBURY, Nueva York, 1955.
51
Véase el excelente análisis de la estructura de la Policía nazi en Nazi Conspiracy, II, pp. 250 y ss., p. 256.
52
Ibíd., p. 252.
53
FRANZ NEUMANN, op. cit., pp. 251 y ss., duda de «si Alemania puede ser llamada un Estado. Es más una banda en
la que los jefes se ven obligados a asentir después de no estar de acuerdo». Las obras de Konrad Heiden resultan
representativas de la teoría del Gobierno mediante una camarilla. Con respecto a la formación de las camarillas en torno
de Hitler, resultan completamente ilustrativas The Bormann Letters, publicadas por Trevor-Roper. En el proceso de los
médicos («Los Estados Unidos contra Karl Brand y otros», sesión del 13 de mayo de 1947), Víctor Brack declaró que,
en fecha tan temprana como 1933, Bormann, actuando sin duda conforme a órdenes de Hitler, había comenzado a
organizar un grupo de personas que se hallaba por encima del Estado y del partido.
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Rusia soviética todo el mundo sabe que el jefe superior de un gran complejo industrial, al igual que
el ministro de Asuntos Exteriores, puede ser degradado cualquier día hasta el más bajo status social
y político y reemplazado en su puesto por un perfecto desconocido. Por otra parte, la complicidad
de los gangsters, que desempeñó algún papel en las primeras fases de la dictadura nazi, pierde toda
su fuerza cohesiva porque el totalitarismo utiliza su poder precisamente para difundir esta
complicidad a través de la población hasta haber organizado la delincuencia de todo el pueblo bajo
su dominio54.
La ausencia de una camarilla dominadora ha hecho especialmente desconcertante e inquietante la
cuestión de la sucesión del dictador totalitario. Es cierto que este tema ha obsesionado a todos los
usurpadores, y resulta completamente característico que ninguno de los dictadores totalitarios haya
recurrido al antiguo sistema de establecer una dinastía y de designar sucesores a sus hijos. Frente a
los numerosos y por eso autodestructores nombramientos de Hitler se alza el método de Stalin, que
hizo de la sucesión uno de los más peligrosos honores en la Unión Soviética. Bajo las condiciones
totalitarias, el conocimiento del laberinto de las correas de transmisión iguala al poder supremo, y
cada sucesor designado que llega a saber lo que está sucediendo es automáticamente depuesto tras
un cierto tiempo. Una designación válida y relativamente permanente presupondría además la
existencia de una camarilla cuyos miembros compartieran con el jefe el monopolio del
conocimiento de lo que está sucediendo y que es algo que el jefe debe evitar por todos los medios.
Hitler explicó una vez esto en sus propios términos a los jefes supremos de la Wehrmacht que, en
medio del torbellino de la guerra, se preocupaban presumiblemente de este problema: «Como factor
último, yo debo, con toda modestia, declarar irreemplazable a mi propia persona... El destino del
Reich depende solamente de mí»55. No hay necesidad de apreciar ironía alguna en la palabra
modestia; el jefe totalitario, en marcado contraste con todos los anteriores usurpadores, déspotas y
tiranos, parece creer que la cuestión de su sucesión no es excesivamente importante, que no se
requieren para ocupar el puesto cualidades o preparación especiales, que eventualmente el país
obedecerá a cualquiera que resulte haber obtenido la designación como sucesor en el momento de
su muerte y que ningún rival sediento de poder le disputará su legitimidad56.
Como técnicas de gobierno, los recursos totalitarios parecen simples e ingeniosamente eficaces.
No sólo aseguran un absoluto monopolio del poder, sino una certidumbre sin paralelo de que todas
las órdenes serán ejecutadas; la multiplicidad de las correas de transmisión, la confusión de la
jerarquía, afirman la completa independencia del dictador respecto de todos sus inferiores y hacen
posibles los rápidos y sorprendentes cambios de política por los que se ha hecho famoso el
totalitarismo. El cuerpo político del país se halla a prueba de choques por obra de su falta de
conformación.
Las razones por las que jamás fue anteriormente ensayada tan extraordinaria eficiencia son tan
simples como el mismo recurso. La multiplicación de organismos destruye todo sentido de
responsabilidad y competencia; no supone tan sólo un aumento tremendamente abrumador e
improductivo de la Administración, sino que realmente obstaculiza la productividad, porque las
54
Compárese con la contribución de la autora al debate del problema de la culpabilidad alemana: «Organized Guilt», en
Jewish Frontier, enero de 1945.
55
En un discurso pronunciado el 23 de noviembre de 1939, cita de Trial of Major War Criminels, vol. 26, p. 332. Que
esta afirmación era más que una casual aberración histérica, resulta evidente gracias al discurso de Himmler (la
transcripción estenográfica puede hallarse en los archivos de la Biblioteca Hoover, carpeta Himmler, legajo 332) en la
conferencia de jefes en Posen en marzo de 1944. Dijo: «¿Qué valores podemos colocar en las escalas de la Historia? El
valor de nuestro pueblo... El segundo, y yo diría que aún más grande valor, es la persona única de nuestro Führer Adolf
Hitler..., que, por vez primera al cabo de dos mil años..., fue enviado a la raza germánica como un gran jefe...»
56
Véanse las declaraciones de Hitler sobre esta cuestión en Hitlers Tischgespriiche, pp. 253 y ss. y 222 y ss.: El nuevo
Führer tendría que ser elegido por un «senado»; el principio determinante para la elección del Führer debe ser el de que
no se interrumpiera ningún debate entre las personalidades participantes en la elección durante la duración del proceso.
En un plazo de tres horas, la Wehrmacht, el partido y todos los funcionarios civiles tendrían que prestar nuevo
juramento. «No se hacía ilusiones sobre el hecho de que en esta elección del jefe supremo del Estado pudiera no
hallarse siempre al timón del Reich una relevante personalidad de Führer.» Pero esto no suponía un peligro, «mientras
que la maquinaria general funcione adecuadamente».
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órdenes contradictorias retrasan constantemente el trabajo real hasta que decide la cuestión la orden
del jefe. El fanatismo de los dirigentes de la élite, absolutamente esencial para el funcionamiento
del movimiento, elimina sistemáticamente todo interés genuino por tareas específicas y produce una
mentalidad que considera a cada acción concebible como un instrumento para algo completamente
diferente57. Y esta mentalidad no queda limitada a la élite, sino que gradualmente penetra en toda la
población, cuya vida y cuya muerte en sus más íntimos detalles dependen de decisiones políticas; es
decir, de causas y de motivos ulteriores que nada tienen que ver con la acción concreta. Los
traslados, degradaciones y ascensos constantes hacen imposible un seguro trabajo en equipo e
impiden el desarrollo de la experiencia. Económicamente hablando, el trabajo esclavo fue un lujo
que Rusia no debería haber podido permitirse. En un tiempo de aguda escasez de experiencia
técnica, los campos de concentración estaban llenos de «ingenieros altamente calificados (que)
compiten por el derecho a desempeñar empleos de fontaneros, por reparar relojes, por ser
electricistas o por hacer tendidos telefónicos»58. Pero entonces, desde un punto de vista puramente
utilitario, los rusos no podrían haberse permitido las purgas de los años 30, que interrumpieron una
recuperación económica largo tiempo esperada, o la destrucción física del Estado Mayor del
Ejército Rojo, que casi determinó una derrota en la guerra ruso-finlandesa.
En Alemania, las condiciones eran diferentes en grado. Al comienzo, los nazis mostraron una
cierta tendencia a conservar la experiencia técnica y administrativa, a permitir los beneficios de las
empresas y a dominar económicamente sin excesivas interferencias. En el momento en que estalló
la guerra, Alemania no se hallaba completamente totalitarizada, y si se acepta la preparación para la
guerra como un motivo racional, debe admitirse que, hasta aproximadamente el año 1942, a su
economía se le permitía funcionar más o menos racionalmente. En sí misma, la preparación para la
guerra no es antiutilitaria, a pesar de sus costes prohibitivos59, porque, desde luego, puede ser
mucho «más barato apoderarse de la riqueza y de los recursos de otras naciones por la conquista
que comprarlos de países extranjeros o producirlos en el interior»60. Las leyes económicas de la
inversión y de la producción, de estabilización de ganancias y beneficios y de agotamiento no tienen
aplicación si en cualquier caso uno trata de reponer la exhausta economía doméstica mediante el
botín de otros países; es completamente cierto, y los simpatizantes alemanes eran perfectamente
conscientes de ello, que el famoso slogan nazi de «o cañones o mantequilla» significaba realmente
«mantequilla por medio de los cañones»61. Pero fue en 1942 cuando las normas de la dominación
totalitaria comenzaron a imponerse a todas las demás consideraciones.
La radicalización comenzó inmediatamente después del estallido de la guerra. Puede llegarse
incluso a conjeturar que una de las razones de Hitler para provocar esta guerra fue el que le permitía
acelerar la evolución de una forma que hubiera resultado impensable en tiempo de paz62. Sin
embargo, lo notable en este proceso es que en manera alguna quedó frenado por una derrota tan
quebrantadora como la de Stalingrado, y que el peligro de la pérdida de la guerra constituyó sólo
otro incentivo vara lanzar por la borda todas las consideraciones utilitarias y emprender un esfuerzo
general para hacer realidad, a través de una organización implacable y total, los objetivos de la
57
Uno de los principios orientadores para las SS formulado por el propio Himmler dice así: «No existe ninguna tarea
por sí misma.» Véase Die SS. Geschichte, Aufgabe und Organisation der Schutzstaffeln der NSDAP, de GüNTER
D’ALQUEN, 1939, en «Schriften der Hochschule für Politik».
58
Véase Forced Labor in Russia, de DAVID J. DALLIN y BORIS I. NICOLAEVSKY, 1947, que señala también que
durante la guerra, cuando la movilización creó un agudo problema de mano de obra, el índice de mortalidad en los
campos fue durante un año de un 40 por 100 aproximadamente. Estiman, en general, que la producción de un trabajador
en los campos es inferior a la mitad de un trabajador libre.
59
THOMAS REVEILLE, The Spoil of Europe, 1941, considera que Alemania, durante el primer año de la guerra, fue
capaz de reponer todos sus gastos preparatorios bélicos efectuados entre 1933 y 1939.
60
WILLIAM EBENSTEIN, The Nazi State, p. 257.
61
Ibid., p. 270.
62
Esto es confirmado por el hecho de que el decreto para matar a todos los enfermos incurables fue promulgado el día
en que estalló la guerra, pero aún más por las declaraciones de Hitler durante la guerra, citadas por GOEBBELS (The
Goebbels Diaries, ed. Louis P. Lochner, 1948), de que «la guerra nos había permitido la solución de toda una serie de
problemas que nunca hubieran podido ser resueltos en una época normal», y que, sea cual fuere el resultado de la
guerra, «los judíos serán ciertamente los perdedores» (p. 314).
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ideología racial totalitaria, por corto que fuera el plazo que restaba63. Después de Stalingrado, las
formaciones de élite que habían permanecido estrictamente aisladas del pueblo fueron
considerablemente desarrolladas; se abolió la prohibición de afiliarse al partido que regía para los
que se encontraban en las fuerzas armadas, y el mando militar quedó subordinado a los jefes de las
SS. Fue abandonado el monopolio del crimen que conservaba cuidadosamente las SS, y a los
soldados se les asignaron indiscriminadamente misiones que constituían crímenes en masa64. No se
permitió que las condiciones militares, económicas o políticas obstruyeran el costoso e inquietante
problema de los exterminios y las deportaciones en masa.
Si se consideran estos últimos años de la dominación nazi y su versión de un «plan quinquenal»,
que no tuvieron tiempo para realizar, pero que pretendía el exterminio de la población polaca y
ucraniana, de los 170 millones de rusos (tal como fueron mencionados en un plan), de la
intelligentsia de Europa occidental y las poblaciones de Holanda, Alsacia y Lorena, así como la de
aquellos alemanes que quedarían descalificados bajo la prevista legislación sanitaria del Reich o
bajo la proyectada «ley de comunidades extranjeras». la analogía con el plan quinquenal
bolchevique de 1929, primer año de una decidida dictadura totalitaria en Rusia, resulta casi
inevitable. Los vulgares slogans eugenésicos en un caso, las retumbantes frases económicas en otro,
fueron el preludio de «una muestra de prodigiosa insania, en la que se invirtieron todas las normas
de la lógica y todos los principios de la Economía»65.
En realidad, los dictadores totalitarios no se lanzan conscientemente por el camino de la locura.
El hecho es más bien que nuestra sorpresa ante el carácter antiutilitario de la estructura del Estado
totalitario procede de la errónea noción de que al fin y al cabo estamos tratando con un Estado
normal —una burocracia, una tiranía, una dictadura—, noción debida a nuestra desatención a las
enfáticas afirmaciones de los dominadores totalitarios según las cuales consideran al país en donde
se han apoderado del poder sólo como sede temporal del movimiento internacional en el camino
hacia la conquista mundial, conciben las victorias y las derrotas en términos de siglos o de milenios
y según las cuales también los intereses globales siempre se imponen a los intereses locales de su
propio territorio66. El famoso «Justo es lo que es bueno para el pueblo alemán» se hallaba
63
Desde luego, la Wehrmacht trató una y otra vez de explicar a los diferentes órganos del partido los peligros de la
dirección de una guerra en la que las órdenes eran formuladas con profundo desprecio por todas las necesidades
militares, civiles y económicas (véase, por ejemplo, POLIAKOV, op. cit., p. 321). Pero incluso a muchos altos
funcionarios nazis les costaba comprender esta desatención por todos los factores objetivos económicos y militares de la
situación. Se les había dicho una vez y otra que las «consideraciones económicas fundamentalmente no deberían ser
tenidas en cuenta en la solución del problema (judío)» (Nazi Conspiracy, VI, p. 402), pero todavía se quejaban de que la
interrupción de un gran programa de construcciones en Polonia «jamás hubiera sucedido si no se hubiera deportado a
los muchos miles de judíos que trabajaban en el programa. Ahora se da la orden de que los judíos sean eliminados de
los programas de armamentos. Espero que esta... orden pronto será anulada, porque de otra manera la situación sería
aún peor». Esta esperanza de Hans Frank, gobernador general de Polonia, se vio tan poco cumplida como sus ulteriores
anhelos de una política militarmente más sensible respecto de los polacos y de los ucranianos. Sus quejas son
interesantes (véase su Diario en Nazi Conspiracy, IV, pp. 902 y ss.), porque él está exclusivamente asustado por el
aspecto antiutilitario de la política nazi durante la guerra. «Una vez que hayamos ganado la guerra, poco me importa
que hagan picadillo a los polacos, los ucranianos y a todos los que pululan por aquí...»
64
Originariamente, en los campos de concentración sólo se empleaba a las unidades especiales de las SS —las
formaciones de la Calavera. Más tarde se efectuaron reemplazamientos con elementos de las divisiones de las SS
armadas. A partir de 1944 fueron también empleadas unidades de las fuerzas armadas regulares, pero habitualmente
incorporadas a las SS armadas (véase el testimonio de un antiguo funcionario de las SS del campo de concentración de
Neuengamme en Nazi Conspiracy, VII, p. 211). En el diario del campo de concentración de Odd Nansen Day Alter
Day, Londres, 1949, se describe cómo se hizo sentir la presencia activa de la Wehrmacht en los campos de
concentración. Desgraciadamente, muestra que estas fuerzas regulares del Ejército eran por lo menos tan brutales como
las SS.
65
DEUTSCHER, op. cit., p. 326. Esta cita resulta importante, porque procede del más benévolo de los biógrafos no
comunistas de Stalin.
66
A los nazis les encantaba hablar en términos de milenios. Las afirmaciones de Himmler según las cuales los hombres
de las SS estaban exclusivamente interesados en «cuestiones ideológicas cuya importancia contaba en términos de
décadas y de siglos» y de que «servían a una causa que surge sólo una vez en dos mil años» son repetidas con ligeras
variaciones a través de todo el material de adoctrinamiento editado por las SS-Hauptamt-Schulungsamt (Wesen und
Aufgabe der SS und der Polizei, p. 160). Por lo que se refiere a la versión bolchevique, la mejor referencia es el
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concebido únicamente para la propaganda de masas; a los nazis se les decía que «Justo es lo que es
bueno para el movimiento»67, y estos dos intereses en manera alguna coincidían siempre. Los nazis
no pensaban que los alemanes eran una raza de señores a la que pertenecía el mundo, sino que
deberían ser dirigidos por una raza de señores, como todas las demás naciones, y que esta raza se
hallaba solamente a punto de nacer68. El amanecer de la raza de señores no eran los alemanes, sino
las SS69. El «imperio germánico mundial», como decía Himmler, o el imperio mundial «ario»,
como Hitler hubiera señalado, se hallaba todavía en cualquier caso a siglos de distancia70. Para el
«movimiento» era más importante demostrar que resultaba posible fabricar una raza aniquilando a
otras que ganar una guerra de fines limitados. Lo que sorprende al observador exterior como una
«muestra de prodigiosa locura» no es nada más que la consecuencia de la absoluta primacía del
movimiento, no sólo sobre el Estado, sino también sobre la nación, el pueblo y las posiciones de
poder ocupadas por los mismos dominadores. La razón por la que nunca fueron ensayados antes los
ingeniosos recursos de la dominación totalitaria, con su absoluta e insuperada concentración de
poder en las manos de un solo hombre, es que ningún tirano corriente fue lo suficientemente loco
como para despreciar todos los intereses limitados y locales —eco nómicos, nacionales, humanos y
militares— en aras de una realidad puramente ficticia en un futuro indefinidamente distante.
Como el totalitarismo en el poder permanece fiel a los dogmas originales del movimiento, las
asombrosas semejanzas entre los recursos organizativos del movimiento y el llamado Estado
totalitario son difícilmente sorprendentes. La división entre miembros del partido y compañeros de
viaje organizados en organizaciones frontales, lejos de desaparecer, conduce a la «coordinación» de
toda la población, que se halla ahora organizada en simpatizantes. El tremendo aumento de los
simpatizantes queda frenado por la fuerza limitadora del partido a una «clase» privilegiada de unos
pocos millones y creadora de un superpartido de varios centenares de miles, las formaciones de
élite. La multiplicación de cargos, la duplicación de funciones y la adaptación de la relación
partido-simpatizante a las nuevas condiciones significan simplemente que se ha conservado la
peculiar estructura del tipo cebolla del movimiento, en el que cada capa constituye el frente de la
siguiente formación militante. La maquinaria del Estado es transformada en una organización
frontal de burócratas simpatizantes, cuya función en los asuntos domésticos consiste en difundir la
confianza entre las masas de ciudadanos simplemente coordinados y cuya función en los asuntos
exteriores estriba en engañar al mundo exterior no totalitario. El jefe, en su capacidad dual de
dirigente del Estado y líder del movimiento, combina también en su persona la cumbre de la
insensibilidad militante y de una normalidad inspiradora de confianza.
programa de la Internacional Comunista, tal como fue formulado por Stalin en fecha tan temprana como 1928 en el
Congreso del Partido en Moscú. Particularmente interesante es la estimación de la Unión Soviética como «la base del
movimiento mundial, el centro de la revolución internacional, el mayor factor en la historia del mundo. En la URSS, el
proletariado mundial adquiere por vez primera un país...» (cita de W. H. CHAMBERLIN, Blueprint for World
Conquest, 1946, donde se reproduce textualmente el programa de la III Internacional).
67
Puede encontrarse este cambio del lema oficial en el Organisationsbuch der NSDAP, p. 7.
68
Véase HEIDEN, op. cit., p. 722. En un discurso pronunciado el 23 de noviembre de 1937 en el Ordensburg Sonthofen
y ante los futuros jefes políticos, Hitler declaró: «Como conquistadores del mundo no pueden actuar tribus
ridículamente pequeñas, países, Estados o dinastías diminutas..., sino sólo las razas. Pero todavía tenemos que llegar a
ser una raza, al menos en el sentido consciente» (véase Hitlers Tischgespräche, p. 445). En completa armonía con estas
expresiones, en manera alguna accidentales, existe un decreto del 9 de agosto de 1941, en el que Hitler prohibía el uso
ulterior del término «raza alemana», porque conduciría al «sacrificio de la idea racial como tal en favor de un mero
principio de nacionalidad y a la destrucción de importantes condiciones previas de toda nuestra política racial y
popular» (Verfügungen, Anordnungen, Bekanntgaben). Es obvio que el concepto de raza alemana hubiera constituido
un impedimento a la «selección» y exterminio progresivos de las partes indeseables de la población alemana que en
aquellos mismos años estaban siendo proyectados para el futuro.
69
Hitler, consecuentemente, «muy pronto formó unas SS germánicas en diferentes países», organizaciones a las que
dijo: «No esperamos que os hagáis alemanes por oportunismo. Pero esperamos que subordinéis vuestro ideal nacional a
un más grande ideal racial e histórico, al Reich germánico» (HEIDEN, op. cit.). Su tarea futura consistiría en constituir
mediante «la más copiosa crianza» un «super-estrato racial» que al cabo de veinte o treinta años se «presentaría a toda
Europa como su clase dirigente» (Discurso de Himmler en la reunión de los jefes de las SS en Posen en 1943, en Nazi
Conspiracy, IV, pp. 558 y ss.).
70
HIMMLER, ibíd., p. 572.
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Una de las diferencias importantes entre un movimiento totalitario y un Estado totalitario es que
el dictador totalitario puede y debe practicar el arte totalitario de mentir más consecuentemente y en
escala más amplia que el jefe de un movimiento. Esta es parcialmente la consecuencia automática
del desarrollo de las filas de compañeros de viaje y es en parte debida al hecho de que las
declaraciones desagradables de un político no son tan fácilmente anuladas como las de un jefe de un
partido demagógico. Con este fin, Hitler decidió retornar, sin rodeo alguno, al anticuado
nacionalismo que había denunciado muchas veces antes de llegar al pa der; presentándose como un
violento nacionalista, afirmando que el nacionalsocialismo no era «un producto de exportación»,
tranquilizó tanto a los alemanes como a los no alemanes y dio a entender que las ambiciones nazis
quedarían satisfechas cuando hubiesen quedado satisfechas las tradicionales reivindicaciones de una
política exterior alemana nacionalista: el retorno de los territorios cedidos en los Tratados de
Versalles, el Anschluss con Austria, la anexión de las zonas de habla alemana de Bohemia. De la
misma manera, Stalin tuvo en cuenta tanto a la opinión pública rusa como al mundo no ruso cuando
inventó su teoría del «socialismo en un solo país» y arrojó a Trotsky la responsabilidad de la
revolución mundial71.
El sistema de mentir a todo el mundo puede ser empleado con seguridad sólo bajo las
condiciones de la dominación totalitaria, donde la calidad ficticia de la cualidad cotidiana torna a la
propaganda considerablemente superflua. En su fase anterior a la conquista del poder, los
movimientos nunca pueden permitirse en el mismo grado ocultar sus verdaderos objetivos. Después
de todo, se hallan concebidos para inspirar organizaciones de masas. Pero, dada la posibilidad de
exterminar a los judíos como si fueran piojos, es decir, mediante gases venenosos, ya no es
necesario propagar que los judíos son piojos72; dado el poder de enseñar a toda una nación la
historia de la revolución rusa sin mencionar el nombre de Trotsky, ya no hay necesidad de realizar
propaganda contra Trotsky. Pero el uso de los métodos para la realización de los fines ideo lógicos
sólo puede ser «esperado» de aquellos que son «profunda e ideo lógicamente firmes» —si han
adquirido semejante firmeza en las escuelas de la Komintern o en los centros especiales de
adoctrinamiento nazi—, aunque tales fines sigan siendo difundidos. En tales ocasiones
invariablemente resulta que los simples simpatizantes nunca comprenden lo que está sucediendo73.
Ello conduce a la paradoja de que «la sociedad secreta a la luz del día» nunca es tan conspiradora en
su carácter y métodos como después de haber sido reconocida como un miembro pleno de la
comunidad de naciones. Es sólo lógico que Hitler, antes de la conquista del poder, se resistiera a
todos los intentos de organizar el partido e incluso a las formaciones de élite sobre una base
conspiradora; sin embargo, después de 1933, estaba completamente dispuesto a ayudar a
transformar las SS en un tipo de sociedad secreta74. Similarmente, los partidos comunistas dirigidos
71
DEUTSCHER, op. cit., describe la notable «sensibilidad (de Stalin) para todas esas corrientes psicológicas
subterráneas... de las que él mismo se ha alzado como portavoz» (p. 292). «El mismo nombre de la teoría de Trotsky,
‘revolución permanente’, sonaba como una ominosa advertencia a una generación cansada... Stalin recurrió
directamente al horror al riesgo y a la incertidumbre que se había posesionado de muchos bolcheviques» (p. 291).
72
Así, Hitler pudo permitirse utilizar el cliché favorito de «judío decente», una vez que hubo comenzado a exterminar a
los judíos, en diciembre de 1941, en las Tischgespräche, p. 346.
73
Por eso, Hitler, hablando ante los miembros del Estado Mayor (Blomberg, Fritsch, Raeder) y de civiles de alta
categoría (Neurath, Goering) en noviembre de 1937, pudo permitirse declarar abiertamente que necesitaba espacio
despoblado y rechazar la idea de conquistar pueblos extranjeros. Evidentemente, ninguno de los que le oyeron
comprendió que de ello resultaría automáticamente una política de exterminio de tales pueblos.
74
Esto comenzó con una orden de julio de 1934 por la que las SS eran elevadas al range de una organización
independiente dentro del NSDAP y fue completado por un decreto muy secreto de agosto de 1938 que declaraba que las
formaciones especiales de las SS, las unidades de la Calavera y las tropas de choque (Verfügungstruppen) no formaban
parte del Ejército ni de la Policía; las unidades de la Calavera tenían que realizar «tareas especiales de naturaleza
policial», y las tropas de choque eran «una unidad armada exclusivamente a mi disposición» (Nazi Conspiracy, III, p.
459). Dos decretos subsiguientes de octubre de 1939 y abril de 1940 establecieron una jurisdicción especial en
cuestiones generales para todos los hombres de las SS (ibíd., II, p. 184). A partir de entonces, en todos los folletos
editados por la oficina de adoctrinamiento de las SS figuran menciones tales como las de «Exclusivamente para uso de
la Policía», «No para publicarse», «Exclusivamente para jefes y para los encargados de la educación ideológica».
Valdría la pena compilar una bibliografía de la voluminosa literatura secreta, en la que figuran muchas medidas
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desde Moscú, en marcado contraste con sus predecesores, muestran una curiosa tendencia a preferir
las condiciones de la conspiración aun donde es posible la completa legalidad75. Cuanto más
conspicuo es el poder del totalitarismo, más secretos se tornan sus verdaderos objetivos. Para
conocer los fines últimos de la dominación de Hitler en Alemania es mucho más prudente basarse
en sus discursos propagandísticos y en Mein Kampf que en la oratoria del canciller del III Reich; de
la misma manera que habría sido más prudente desconfiar de las palabras de Stalin acerca del
«socialismo en un solo país», concebidas con el propósito pasajero de apoderarse del poder tras la
muerte de Lenin y tomar más en serio su repetida hostilidad hacia los países democráticos. Los
dictadores totalitarios han demostrado que conocen muy bien el peligro inherente a su apariencia de
normalidad; es decir, el peligro de una política verdaderamente nacionalista o el de la construcción
real del socialismo en un solo país. Tratan de superarlo mediante una permanente y consecuente
discrepancia entre las palabras tranquilizadoras y la realidad de la dominación, desarrollando
conscientemente un método de hacer siempre lo opuesto de lo que dicen76. Stalin llevó este arte del
equilibrio, que exige más destreza que la rutina habitual de la diplomacia, hasta el punto en que una
moderación en política exterior o en la línea política de la Komintern era casi invariablemente
acompañada por purgas radicales en el partido ruso. Fue ciertamente algo más que una coincidencia
el hecho de que la política del Frente Popular y la promulgación de la relativamente liberal
Constitución soviética fuesen acompañadas por los procesos de Moscú.
En la literatura nazi y en la bolchevique pueden encontrarse repetidas pruebas de que los
Gobiernos totalitarios aspiran a conquistar el globo y someter a su dominación a todos los países de
la Tierra. Sin embargo, estos programas ideológicos, heredados de los movimientos pretotalitarios
(de los partidos antisemitas supernacionalistas y de los sueños pangermánicos de imperio en el caso
de los nazis, del concepto internacional del socialismo revolucionario en el caso de los
bolcheviques), no son decisivos. Lo que es decisivo es que los regímenes totalitarios dirigen
realmente su política exterior sobre la consecuente presunción de que, eventualmente, lograrán este
objetivo último, y no lo pierden nunca de vista por distante que pueda parecer o por seriamente que
puedan chocar sus exigencias «ideales» con las necesidades del momento. Por eso no consideran a
ningún país como permanentemente extranjero, sino que, al contrario, estiman a cada país como su
territorio potencial. La ascensión al poder, el hecho de que en un país se haya convertido en una
tangible realidad el mundo ficticio del movimiento, crea una relación con otras naciones que es
semejante a la del partido totalitario bajo una dominación no totalitaria. La realidad tangible de la
ficción, respaldada por el poder del Estado internacionalmente reconocido, puede ser exportada de
la misma manera que el desprecio por el Parlamento puede ser importado en un Parlamento no
totalitario. A este respecto, la «solución» de la cuestión judía en la preguerra fue el relevante
producto de exportación de la Alemania nazi: la expulsión de los judíos llevó una importante
porción de nazismo a otros países; obligando a los judíos a dejar el Reich sin pasaporte y sin dinero,
la leyenda del «judío errante» quedaba hecha realidad, y obligando a los judíos a una inquebrantable
hostilidad hacia ellos, los nazis habían creado el pretexto para tomar un apasionado interés por la
política interna de todas las naciones77.
En 1940 se hizo evidente cuán en serio tomaban los nazis su ficción conspiradora, según la cual
eran los futuros dominadores del mundo, cuando —a pesar de la necesidad y frente a sus
posibilidades absolutamente reales de imponerse en los territorios ocupados de Europa— iniciaron
legislativas, impresa durante la era nazi. Resulta bastante interesante que entre este tipo de literatura no exista un solo
folleto de las SA, y ésta es pro bablemente la prueba más concluyente de que a partir de 1934 las SA dejaron de ser una
formación de élite.
75
Compárese con «Die neue Komintern», de FRANZ BORKENAU, en Der Monat, Berlín, 1949, fasc. 4.
76
Los ejemplos son demasiado obvios y numerosos como para que valga la pena citarlos. Esta táctica, sin embargo, no
debería ser sencillamente identificada con la enorme ausencia de fidelidad y de sinceridad que todos los biógrafos de
Hitler y de Stalin señalan como como rasgos relevantes de sus caracteres.
77
Véase la carta circular del Ministerio de Asuntos Exteriores a todas las autoridades alemanas en el exterior, de enero
de 1939, en Nazi Conspiracy, VI, páginas 87 y ss.
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su política de despoblación en los territorios orientales, pese a la pérdida de mano de obra y a las
serias consecuencias militares, e introdujeron una legislación con la que con carácter retroactivo
exportaron parte del Código Penal del III Reich a los países ocupados de Occidente78. Apenas
existía una manera más eficaz de hacer pública la reivindicación nazi de una dominación nazi como
el castigar por alta traición cualquier manifestación o acción contra el III Reich, no importando
cuándo, dónde o por quién hubiera sido realizada. La ley nazi trataba a todo el mundo como si
potencialmente hubiera caído bajo su jurisdicción, de forma tal que el Ejército ocupante ya no era
un instrumento de conquista que la llevaba a cabo con la nueva ley del conquistador, sino un órgano
ejecutivo que aplicaba una ley, a la que se suponía ya vigente para todo el mundo.
La presunción de que la ley nazi obligaba más allá de la frontera alemana y el castigo de los no
alemanes fueron más que simples recursos de opresión. Los regímenes totalitarios no temen las
implicaciones lógicas de la conquista mundial aunque operen en otro sentido y resulten
perjudiciales para los intereses de sus propios pueblos. Lógicamente, es indiscutible que un plan
para la conquista mundial implica la abolición de las diferencias entre la madre patria conquistadora
y los territorios conquistados, tanto como la diferencia entre la política exterior y la interior, sobre la
que están basadas las instituciones no totalitarias existentes y todas las relaciones internacionales. Si
el conquistador totalitario se comporta en todas partes como si estuviese en su propio país, de la
misma forma debe tratar a su propia población como si fuera un conquistador extranjero79. Y es
perfectamente cierto que el movimiento totalitario se apodera del poder muy de la misma manera
que como un conquistador extranjero puede ocupar un país, al que gobierna no verdaderamente en
el propio beneficio de éste, sino en el de algo o alguien. Los nazis se condujeron en Alemania como
conquistadores extranjeros cuando, contra to dos los intereses nacionales, intentaron, y a medias
lograron, convertir su derrota en una catástrofe final para toda la población alemana; similarmente,
en caso de victoria, pretendían extender su política de exterminio a las filas de los alemanes
«racialmente incapaces»80.
Una actitud semejante parece haber inspirado después de la guerra la política exterior soviética.
El coste de su agresividad es prohibitivo para el mismo pueblo ruso: le privó de los grandes
préstamos norteamericanos de la posguerra que hubieran permitido a Rusia reconstruir zonas
devastadas e industrializar el país de una forma racional y productiva. La extensión de los
Gobiernos de la Komintern a través de los Balcanes y la ocupación de amplios territorios orientales
no aportó beneficios tangibles, sino que, al contrario, sangró aún más los recursos rusos. Pero esta
poli-tica servía ciertamente a los intereses del movimiento bolchevique, que se había extendido
sobre más de la mitad del mundo habitado.
Como un conquistador extranjero, el dictador totalitario considera a las riquezas naturales e
industriales de cada país, incluyendo las del propio, como una fuente de botín y un medio de
preparar el siguiente paso dentro de una expansión agresiva. Como esta economía de expolio
sistemático es realizada en beneficio del movimiento y no de la nación, sin ningún pueblo ni ningún
territorio como su beneficiario potencial, no puede alcanzar posiblemente un punto de saturación en
78
En 1940, el Gobierno del Reich decretó que los delitos comprendidos entre la alta traición contra el Reich a las
«declaraciones maliciosas y agitadoras contra personalidades destacadas del Estado o del partido nazi» deberían ser
castigados con efecto retroactivo en todos los territorios ocupados por Alemania, tanto si habían sido cometidos por
alemanes o por naturales de estos países. Véase GILES, op. cit. Por lo que se refiere a las desastrosas consecuencias de
la Siedlungspolitik en Polonia y Ucrania, véase Trial, op. cit., vols. XXVI y XXIX.
79
La expresión se encuentra en Kravchenko, op. cit., p. 303, que, al describir las condiciones en Rusia tras la
superpurga de 1936-1938, señala: «Si un conquistador extranjero se hubiese apoderado de la maquinaria de la vida
soviética..., difícilmente habría sido más profundo y cruel el cambio.»
80
Hitler, durante la guerra, pensó en promulgar una Ley de Sanidad Nacional: «Después de un reconocimiento nacional
por rayos X, se entregaría al Führer una lista de personas enfermas especialmente de las afectadas por enfermedades
pulmo nares y cardíacas. Sobre la base de esta nueva Ley de Sanidad del Reich..., a esas familias ya no se les permitiría
permanecer entre el público ni se les dejaría que tuvieran hijos. Lo que suceda a esas familias será objeto de órdenes
futuras del Führer.» No se requiere mucha imaginación para suponer cuáles hubieran sido esas futuras órdenes. El
número de personas a las que ya no se les hubiera permitido «permanecer entre el público» habría formado una
considerable porción de la población alemana (Nazi Conspiracy, VI, p. 175).
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el proceso. El dictador totalitario es como un conquistador extranjero que no procede de parte
alguna ni su saqueo es probablemente para beneficiar a nadie. La distribución del botín es calculada
no para reforzar la economía del país propio, sino sólo como una maniobra táctica temporal. En lo
que se refiere a sus fines económicos, los regímenes totalitarios son en sus países como las
proverbiales plagas de langosta. El hecho de que el dictador totalitario dirija a su propio país como
un conquistador extranjero empeora aún las cosas, porque añade a la inhumanidad una eficiencia de
la que evidentemente carecen las tiranías en los territorios extranjeros próximos. La guerra de Stalin
contra Ucrania a comienzos de la década de los años 30 fue doblemente más efectiva que la
terriblemente sangrienta invasión y ocupación alemana81. Esta es la razón por la que el totalitarismo
prefiere los Gobiernos quislings a la dominación directa, a pesar de los riesgos obvios de semejantes
regímenes.
Lo malo de los regímenes totalitarios no es que jueguen la política del poder de una manera
especialmente implacable, sino que tras su política se oculta una concepción del poder enteramente
nueva y sin precedentes, de la misma manera que tras su Realpolitik se encuentra un concepto de la
realidad enteramente nuevo y sin precedentes. El supremo desdén por las consecuencias inmediatas
más que la inhumanidad; el desraizamiento y el desprecio por los intereses nacionales más que el
nacionalismo; el desdén por los intereses utilitarios más que la inconsiderada persecución del
interés propio; el «idealismo», es decir, su inquebrantable fe en un ideológico mundo ficticio, más
que su anhelo del poder, han introducido en la política internacional un factor nuevo y más
perturbador que el que hubiera podido significar la simple agresividad.
El poder, tal como es concebido por el totalitarismo, descansa exclusivamente en la fuerza
lograda a través de la organización. De la misma manera que Stalin concibió a cada institución,
independientemente de su función real, sólo como una «correa de transmisión que conecta al
partido con el pueblo»82 y creyó honradamente que los más preciados tesoros de la Unión Soviética
no eran las riquezas de su suelo o la capacidad productiva de su inmensa mano de obra, sino los
«cuadros» del partido83 (es decir, la Policía), así Hitler, en fecha tan temprana como 1929, vio la
«grandeza» del movimiento en el hecho de que sesenta mil hombres «han constituido exteriormente
casi una unidad, que realmente estos hombres son uniformes no sólo en ideas, sino que incluso su
expresión facial es casi la misma. Mirad a esos ojos alegres, a ese entusiasmo fanático, y
descubriréis... cómo cien mil hombres de tin movimiento se convierten en un solo tipo»84. Toda
relación que en la mente del hombre occidental tenga el poder con las posesiones terrenales, eón los
bienes, los tesoros y la riqueza, ha quedado disuelta en un género de mecanismo desmaterializado
en el que cada acción genera poder, como la fricción o las corrientes galvánicas generan
electricidad. La división totalitaria de Estados en los países Que Tienen y los países Que No Tienen
es más que un recurso demagógico; los que la aplican están realmente convencidos de que el poder
81
El número total de los rusos muertos en los cuatro años de guerra ha sido estimado entre 12 y 21 millones. Sólo en
Ucrania y en un solo año Stalin exterminó a unos ocho millones de personas (cifra calculada). Véase Communism in
Action, U. S. Government, Washington, 1946, House Document N’ 754, pp. 140-141. A diferencia del régimen nazi,
que conservaba informes precisos sobre el número de sus víctimas, no existen cifras fidedignas acerca de los millones
de personas que fueron muertas en el sistema ruso. Sin embargo, la estimación siguiente, citada por SOUVARINE, op.
cit., p. 669, posee algún peso, en cuanto que procede de Walter Krivitsky, que tenía acceso directo a las informaciones
contenidas en los archivos de la GPU. Según estas cifras, el censo de la Unión Soviética en 1937, en el que los
estadísticos soviéticos esperaban alcanzar los 171 millones de personas, reveló que existían realmente 145 millones.
Esto indicaría una pérdida de población de 26 millones, cantidad en la que no se incluyen las pérdidas arriba señaladas.
82
DEUTSCHER, op. cit., p. 256.
83
B. SOUVARINE, op. cit., p. 605, cita a Stalin, afirmando en la cúspide del terror en 1937: «Debe usted llegar a
comprender que de todos los bienes preciados que existen en el mundo, el más preciado y decisivo es el de los
cuadros.» Todos los informes muestran que en la Rusia soviética la Policía debe ser considerada como la verdadera
formación de élite del partido. Característica de esta naturaleza de la Policía es el hecho de que desde los primeros años
de la década de los 20 los agentes de la NKVD no fueran «reclutados sobre la base de la voluntariedad», sino extraídos
de las filas del partido. Más aún, «la NKVD no puede ser elegida como se elige una carrera» (véase BECK y GODIN,
op. cit., p. 160).
84
Cita de HEIDEN, op. cit., p. 311.
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de las posesiones materiales es despreciable y sólo existe en la forma del desarrollo del poder
organizador. Para Stalin, el constante crecimiento y desarrollo de los cuadros de la Policía era
incomparablemente más importante aue el petróleo de Bakú, el carbón y el hierro de los Urales, los
graneros de Ucrania o los tesoros potenciales de Siberia; en suma, el desarrollo de todo el arsenal
del poder en Rusia. La misma mentalidad condujo a Hitler a sacrificar a toda Alemania a los
cuadros de las SS; no consideró perdida la guerra cuando yacían en ruinas las ciudades alemanas y
estaba destruida la capacidad industrial, sino sólo cuando supo que ya no se podía confiar en las
SS85. Para un hombre que creía en la omnipotencia de la organización contra todos los simples
factores materiales, militares o económicos, y que, además, calculaba en siglos la victoria eventual
de su empresa, la derrota no estribaba en la catástrofe militar o en la amenaza de inanición de la
población, sino sólo en la destrucción de las formaciones de élite, de las que se suponía que eran
portadoras de la conspiración para la dominación mundial a lo largo de una línea de generaciones
hasta llegar a su final eventual.
La carencia de estructura del Estado totalitario, su desdén por los intereses materiales, su
emancipación del incentivo del beneficio y, en general, sus actitudes no utilitarias, han contribuido
más que cualquier otra cosa a tornar casi imprevisible la política contemporánea. La incapacidad del
mundo no totalitario para comprender a una mentalidad que funciona independientemente de toda
acción calculable en términos de hombres y de material y es completamente indiferente al interés
nacional y al bienestar de su pueblo, muestra en sí misma un curioso dilema de criterio: aquellos
que certeramente comprenden la terrible eficacia de la organización y de la Policía totalitarias
sobreestimarán probablemente la fuerza material de los países totalitarios, mientras que también es
probable que quienes comprenden la despilfarradora incompetencia de las economías totalitarias
subestimarán el poder potencial que puede crearse con el desprecio de todos los factores materiales.
2. LA POLICÍA SECRETA
Hasta ahora conocemos solamente dos formas auténticas de dominación totalitaria: la dictadura
del nacionalsocialismo a partir de 1938 y la dictadura del bolchevismo a partir de 1930. Estas dos
formas de dominación difieren básicamente de otros tipos de dominación dictatorial despótica o
tiránica; y aunque evolucionaron con una cierta continuidad a partir de dictaduras de partido, sus
características esencialmente totalitarias son nuevas y no pueden derivarse de sistemas
unipartidistas. El objetivo de un sistema unipartidista consiste no sólo en apoderarse de la
Administración del Gobierno, sino, ocupando todos los cargos con miembros del partido, lograr una
completa amalgama del Estado y del partido, de forma tal que, tras la conquista del poder, el partido
se convierte en un tipo de organización propagandística del Gobierno. Este sistema es «total» sólo
en un sentido negativo, es decir, en el de que el partido dominante no tolerará otros partidos,
oposición alguna ni ninguna libertad de oposición política. Una vez que una dictadura de partido
llega al poder, deja intacta la relación original de poder entre el Estado y el partido; el Gobierno y el
Ejército ejercen el mismo poder que antes, y la «Revolución» consiste sólo en el hecho de que todas
las posiciones del Gobierno se hallan ahora ocupadas por miembros del partido. En todos estos
casos el poder del partido se basa en un monopolio garantizado por el Estado, y el partido ya no
posee su propio centro de poder.
La revolución iniciada por los movimientos totalitarios después de haber conquistado el poder es
de una naturaleza considerablemente más radical. Desde el comienzo, conscientemente se esfuerzan
por mantener las diferencias esenciales entre el Estado y el movimiento y por impedir que las
instituciones «revolucionarias» del movimiento sean absorbidas por el Gobierno86. El problema de
85
Según los informes de la última reunión, Hitler decidió suicidarse después de haber sabido que ya no podía confiarse
en las unidades de las SS. Véase The Last Days of Hitler, de H. R. TREVOR ROPER, pp. 116 y ss.
86
Hitler hizo frecuentes comentarios sobre las relaciones entre el Estado y el partido y siempre recalcó que de
importancia primaria no era el Estado, sino la raza o la «comunidad popular unida» (véase el ya citado discurso,
reproducido como apéndice a las Tischgesprache). En su discurso del Día del Partido de 1935 en Nuremberg dio a esta
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apoderarse de la maquinaria del Estado sin amalgamarse con ella queda resuelto permitiendo
elevarse a la jerarquía del Estado sólo a aquellos miembros del partido cuya importancia para el
movimiento resulte secundaria. Todo el poder real queda centrado en las instituciones del
movimiento, y fuera del Estado y del aparato militar. Es en el interior del movimiento, que sigue
siendo el centro de la acción del país, donde se elaboran todas las decisiones; a menudo, los
servicios de la Administración civil no son siquiera informados de lo que está sucediendo, y a los
miembros del partido con la ambición de elevarse a la categoría de ministros se les paga en todos
los casos, por semejantes deseos «burgueses», con la pérdida de su influencia en el movimiento y de
la confianza de sus jefes.
El totalitarismo en el poder utiliza al Estado como su fachada exterior, para representar al país en
el mundo no totalitario. Como tal, el Estado totalitario es el heredero lógico del movimiento
totalitario, del que obtiene su estructura organizativa. Los dominadores totalitarios tratan con los
Gobiernos no totalitarios de la misma manera que trataban con los partidos parlamentarios o con las
facciones internas del partido antes de su elevación al poder y, aunque en una más amplia escena
internacional, se enfrentan de nuevo con el doble problema de proteger al mundo ficticio del
movimiento (o al país totalitario) del impacto de los hechos, y de presentar una apariencia de
normalidad y de sentido común ante el mundo exterior normal.
Por encima del Estado y tras la fachada de poder ostensible, en un haz de organismos
multiplicados, subyacente a todos los desplazamientos de autoridad y en un caos de ineficiencia,
descansa el núcleo del poder del país, los supereficaces y supercompetentes servicios de la Policía
secreta86a. La atención otorgada a la Policía como órgano exclusivo del poder y el correspondiente
desdén por el aparentemente gran arsenal de poder del Ejército, que resultan característicos de todos
los regímenes totalitarios, pueden ser parcialmente explicados por la aspiración totalitaria a una
dominación mundial y su consciente abolición de la distinción entre un país extranjero y el país
propio, entre los asuntos exteriores y los internos. Las fuerzas militares, preparadas para luchar
contra un agresor extranjero, han sido siempre un dudoso instrumento para los fines de la guerra
civil; incluso bajo las condiciones totalitarias hallan difícil considerar a su propio pueblo con los
ojos de un conquistador extranjero87. Más importante a este respecto, sin embargo, es que su valor
se torna dudoso incluso en tiempo de guerra. Como el dirigente totalitario conduce su política sobre
la presunción de un eventual Gobierno mundial, trata a las víctimas de su agresión como si fueran
rebeldes, culpables de alta traición y, en consecuencia, prefiere dominar los territorios ocupados con
la Policía y no con fuerzas militares.
Incluso antes de que el movimiento se apodere del poder, posee una Policía secreta y un servicio
de espionaje con ramas en los diferentes países. Más tarde, sus agentes reciben más dinero y
autoridad que el servicio regular de información militar y son frecuentemente los jefes secretos de
embajadas y consulados en el exterior88. Su tarea principal consiste en formar quintas columnas,
dirigir las sucursales del movimiento, influir en la política interna de los respectivos países y en
preparar generalmente el momento en el que el dominador totalitario —tras el derrocamiento del
Gobierno o la victoria militar— pueda sentirse abiertamente en su propio terreno. En otras palabras,
las ramas internacionales de la Policía secreta son las correas de transmisión que transforman
teoría su más sucinta expresión: «No es el Estado el que nos manda, sino que nosotros mandamos al Estado.» Es
evidente por sí mismo que, en la práctica, semejantes poderes de mando son sólo posibles si las instituciones del partido
siguen siendo independientes de las del Estado.
86a
OTTO GAUWEILER, Rechtseinrichtungen und Rechtsaufgaben der Bewegung, 1939, señala expresamente que la
posición especial de Himmler como Reichsfuehrer-SS y jefe de la Policía alemana se basaba en el hecho de que la
administración de la Policía había logrado «una genuina unidad del partido y del Estado» que ni siquiera fue intentada
en cualquier otro sector del Gobierno.
87
Durante las rebeliones campesinas de los años 20 en Rusia, Vorochilov negó supuestamente el apoyo del Ejército
Rojo; esto condujo a la introducción de divisiones especiales de la GPU en las expediciones de castigo. Véase CILIGA,
op. cit., página 95.
88
En 1935, los agentes de la Gestapo en el exterior recibieron 20 millones de marcos, mientras que el servicio regular
de espionaje de la Reichswehr tuvo que funcionar con un presupuesto de ocho millones. Véase Gestapo, de PIERIU:
LOTTE, París, 1940, p. 11.
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constantemente la ostensible política exterior del Estado totalitario en potencial asunto interno del
movimiento totalitario.
Sin embargo, estas funciones, que realiza la Policía secreta para preparar la utopía totalitaria de
dominación mundial, resultan secundarias ante las que requiere la realización actual de la ficción
totalitaria en un país. El papel dominante de la Policía secreta en los asuntos internos de los países
totalitarios ha contribuido natural y considerablemente al equívoco corriente acerca del
totalitarismo. Todos los despotismos se basan profundamente en los servicios secretos y se sienten
más amenazados por su propio pueblo que por cualquier pueblo extranjero. Sin embargo, esta
analogía entre el totalitarismo y el despotismo opera sólo durante las primeras fases de la
dominación totalitaria, cuando todavía existe una oposición política. En éste como en otros
aspectos, el totalitarismo se aprovecha y proporciona un apoyo consciente a los errores no
totalitarios, por poco elogiosos que puedan serle. Himmler, en su famoso discurso de 1937 al Estado
Mayor de la Reichswehr, asumió el papel de un tirano ordinario cuando explicó la constante
expansión de las fuerzas de Policía suponiendo la existencia de un «cuarto teatro de operaciones, en
caso de guerra, la Alemania interior»89. Similarmente, Stalin, casi en el mismo momento, logró
convencer a la vieja guardia bolchevique, cuyas «confesiones» necesitaba, de la existencia de una
amenaza de guerra contra la Unión Soviética y, en consecuencia, de una situación de emergencia
durante la cual el país debería permanecer unido aunque fuera tras un déspota. El aspecto más
sorprendente de estas declaraciones fue el que ambas fueran formuladas después de que había
quedado extinguida toda la oposición política y de pe se extendieran los servicios secretos cuando
ya no quedaban oponentes a los que espiar. Cuando llegó la guerra, Himmler ni necesitó ni utilizó a
sus tropas de las SS en la misma Alemania excepto para dirigir los campos de concentración y para
vigilar a la población esclava extranjera; la masa de las SS armadas sirvió en el frente oriental,
donde fue utilizada para «misiones especiales» —habitualmente, crímenes en masa—y en la
aplicación de una política que frecuentemente actuaba tanto contra la jerarquía militar como contra
la jerarquía civil nazi. Como la Policía secreta de la Unión Soviética, las formaciones de las SS
llegaban habitualmente después de que las fuerzas militares hubieran pacificado el territorio
conquistado y de haberse enfrentado con la oposición política abierta.
En las primeras fases de un régimen totalitario, empero, la Policía secreta y las formaciones de
élite del partido todavía desempeñan un papel similar al existente en otras formas de dictadura y en
los bien conocidos regímenes de terror del pasado; y la excesiva crueldad de sus métodos sólo no
tiene paralelo en la historia de los modernos países occidentales. La fase primera de localización de
enemigos secretos y de caza de antiguos adversarios es habitualmente combinada con el
reclutamiento de toda la población en organizaciones frontales y con la reeducación de los antiguos
miembros del partido para servicios de espionaje, de forma tal que la más bien dudosa adhesión de
los simpatizantes reclutados no inquiete a los cuadros especialmente bien entrenados de la Policía.
Durante esta fase es cuando, para aquel que resulte tener «pensamientos peligrosos», un vecino se
convierte en un enemigo más mortal que los agentes policíacos oficialmente designados. El final de
la primera fase llega con la liquidación de la resistencia abierta y la secreta en cualquier forma
organizada. Puede ser fijado alrededor de 1935 en Alemania y hacia 1930 en la Rusia soviética,
Sólo tras haber sido completado el exterminio de los enemigos auténticos y comenzada la caza
de «enemigos objetivos», se torna el terror en el verdadero contenido de los regímenes totalitarios.
Bajo pretexto de construcción del socialismo en un solo país o de utilizar un territorio dado como
laboratorio para un experimento revolucionario, o de realizar la Volksgemeinschaft, se hace realidad
la segunda reivindicación del totalitarismo, la reivindicación de dominación total. Y aunque
teóricamente sólo es posible la dominación total bajo las condiciones de la dominación mundial, los
regímenes totalitarios han demostrado que esta parte de la utopía totalitaria puede ser llevada casi
hasta la perfección porque es totalmente independiente de la derrota o de la victoria. Así, Hitler, en
medio de sus retiradas militares, podía regocijarse con el exterminio de los judíos y con el
establecimiento de las fábricas de la muerte; fuera cual fuese el resultado final, sin la guerra nunca
89
Véase Nazi Conspiracy, IV, pp. 616 y ss.
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hubiera sido posible «quemar los puentes» y realizar algunos de los objetivos del movimiento
totalitario90.
Las formaciones de élite del movimiento nazi y los «cuadros» del movimiento bolchevique
sirven al objetivo de dominación total más que a la seguridad del régimen en el poder. De la misma
forma que la reivindicación totalitaria de dominación mundial es sólo en apariencia la misma que la
de la expansión imperialista, así la reivindicación de una dominación total sólo parece familiar al
estudioso del despotismo. Si la diferencia principal entre la expansión totalitaria y la imperialista es
que la primera no reconoce distinción entre el país propio y un país extranjero, entonces la
diferencia principal entre una policía secreta despótica y una policía secreta totalitaria es que la
última no persigue los pensamientos secretos ni utiliza el antiguo método de los servicios secretos,
el método de la provocación91.
Como la policía secreta totalitaria comienza su carrera tras la pacificación del país, siempre
parece enteramente superflua a todos los observadores marginales o, por el contrario, les conduce a
creer equivocadamente que existe alguna resistencia secreta92. La superfluidad de los servicios
secretos no es nada nueva; siempre se han sentido obsesionados por la necesidad de demostrar su
utilidad y de conservar sus puestos después de haber concluido su tarea original. Los métodos
utilizados para este propósito han hecho del estudio de la historia de las revoluciones una empresa
más que difícil. Parece, por ejemplo, que no existió una sola acción antigubernamental bajo el
reinado de Luis Napoleón que no fuera inspirada por la misma Policía93. Similarmente, el papel de
los agentes secretos en todos los partidos revolucionarios de la Rusia zarista sugiere
considerablemente que sin sus acciones provocativas «inspiradoras» el curso del movimiento
revolucionario ruso habría sido mucho menos fructífero94. La provocación, en otras palabras, ayudó
tanto a mantener la continuidad de la tradición como a quebrantar una y otra vez la organización de
la revolución.
Este dudoso papel de la provocación puede haber sido una de las razones por la que la
desdeñaron los gobernantes totalitarios. La provocación, además, es claramente necesaria sólo bajo
la presunción de que la sospecha no resulta suficiente para detener y castigar. Ninguno de los
gobernantes totalitarios, desde luego, soñó siquiera con unas condiciones en las que tuviera que
recurrir a una provocación con objeto de atrapar a alguien a quien considerara enemigo. Más
importante que estas consideraciones técnicas es el hecho de que el totalitarismo definió
ideológicamente a sus enemigos antes de apoderarse del poder, así que las categorías de los
«sospechosos» no fueron establecidas a través de la información de la Policía. De esta forma, los
judíos en la Alemania nazi o los descendientes de las antiguas clases poseedoras en la Rusia
90
Véase nota 62.
MAURICE LAPORTE, Histoire de l’Okhrana, París, 1935, llamó certeramente al método de la provocación «la
piedra fundamental» de la Policía secreta (p. 19).
En la Rusia soviética, la provocación, lejos de ser el arma secreta de la Policía secreta, ha sido empleada como el
método público ampliamente difundido del régimen para calcular el estado de la opinión pública. La repugnancia de la
población a aprovecharse de las periódicas invitaciones a la crítica o a reaccionar en los intermedios «liberales» del
régimen de terror muestra que tales gestos son considerados como una provocación en escala masiva. La provocación se
ha convertido, desde luego, en la versión totalitaria de la auscultación de la opinión pública.
92
Son interesantes al respecto los intentos de los funcionarios públicos nazis en Alemania para reducir la competencia y
el personal de la Gestapo sobre la base de que ya se había logrado la nazificación del país, de forma tal que Himmler,
que, por el contrario, deseaba desarrollar en aquellos momentos (hacia 1934) los servicios secretos, tuvo que exagerar
los peligros dimanantes de los «enemigos internos». Véase Nazi Conspiracy, II, p. 259; V, p. 205; III, p. 547.
93
Véase Mysteries of the French Secret Police, de GALTIER-BOISSIÈRE, 1938, página 234.
94
Al fin y al cabo, no parece accidental que la fundación de la Ojrana en 1880 correspondiera a un período de
insuperadas actividades revolucionarias en Rusia. Para demostrar su utilidad ocasionalmente tuvo que organizar
asesinatos y sus agentes «sirvieron a su pesar las ideas de aquellos a los que denunciaban... Si un folleto era distribuido
por un agente de Policía o si la ejecución de un ministro era organizada por un Azev, el resultado era el mismo» (M.
LAPORTE, op. cit., p. 25). Además, las ejecuciones más importantes —las de Stolypin y von Plehve— parece que
fueron obra de la Policía. Para la tradición revolucionaria fue decisivo el hecho de que en tiempos de calma los agentes
de Policía tenían que «despertar nuevas energías y estimular el celo» de los revolucionarios (ibíd., p. 71).
Véase también Three Who Made A Revolution: Lenin, Trotsky, Stalin, de BERTRAM D. WOLFE, que denomina a
este fenómeno «socialismo policial».
91
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soviética no eran realmente sospechosos de ninguna acción hostil; habían sido declarados enemigos
«objetivos» del régimen de acuerdo con la ideología de éste.
La diferencia principal entre la Policía secreta despótica y la Policía secreta totalitaria descansa
en la diferencia entre el «sospechoso» y el «enemigo objetivo». El último es definido por la política
del Gobierno y no por su propio deseo de derrocar a éste95. Nunca es un -individuo cuyos peligrosos
pensamientos tengan que ser provocados o cuyo pasado justifique la sospecha, sino un «portador de
tendencias» como el portador de una enfermedad96. Prácticamente hablando, el gobernante
totalitario procede como un hombre que persistentemente insulta a otro hombre hasta que todo el
mundo sabe que el segundo es su enemigo, así que puede, con alguna plausibilidad, ir a matarle en
defensa propia. Esto, ciertamente, resulta un poco crudo, pero funciona —como sabrá todo el que
haya contemplado cómo ciertos arribistas afortunados eliminan a los competidores.
La introducción de la noción de «enemigo objetivo» es mucho más decisiva para el
funcionamiento de los regímenes totalitarios que la definición ideológica de las respectivas
categorías. Si se tratara solamente de una cuestión de odio a los judíos o a los burgueses, los
regímenes totalitarios podrían, tras la realización de un gigantesco crimen, retornar, por así decirlo,
a las reglas de la vida normal y del Gobierno normal. Por lo que sabemos, el caso es opuesto. La
categoría de enemigos objetivos sobrevive a los primeros enemigos ideológicamente determinados
del movimiento; conforme a las cambiantes circunstancias, se descubren nuevos enemigos
objetivos; los nazis, previendo la conclusión del exterminio de los judíos, habían dado ya los pasos
preliminares para la liquidación del pueblo polaco, mientras que Hitler proyectaba incluso diezmar
a ciertas categorías de alemanes97; los bolcheviques, habiendo empezado con los descendientes de
las antiguas clases dominantes, dirigieron todo su terror contra los kulaks (en los primeros años de
la década de los años 30), que a su vez fueron sucedidos por los rusos de origen polaco (entre 1936
y 1938), por los tártaros y los alemanes del Volga durante la guerra, por los antiguos prisioneros de
guerra y las unidades de las fuerzas de ocupación del Ejército Rojo después de la guerra y por la
judería rusa tras el establecimiento de un Estado judío. La elección de semejantes categorías nunca
es enteramente arbitraria; como son completamente difundidas y utilizadas para fines
propagandísticos en el exterior, deben parecer plausibles como posibles enemigos; la elección de
una determinada categoría puede incluso ser debida a ciertas necesidades propagandísticas del
movimiento en general, como, por ejemplo, la emergencia enteramente repentina y sin precedentes
del antisemitismo gubernamental en la Unión Soviética, que puede hallarse calculada para ayudar a
la Unión Soviética a ganarse simpatías en los países satélites europeos. Los procesos espectaculares
que requieren confesiones subjetivas de culpabilidad de enemigos identificados «objetivamente»
95
Hans Frank, que más tarde sería gobernador general -de Polonia, estableció una diferenciación típica entre una
persona «peligrosa para el Estado» y una persona que es «hostil al Estado». La primera implica una cualidad objetiva
que es independiente de su voluntad y de su conducta; la Policía política de los nazis no se ocupaba solamente de las
acciones hostiles al Estado, sino de «todos los intentos —fuera cual fuese su finalidad— que en sus efectos ponen en
peligro al Estado». Véase Deutsches Verwaltungsrecht, pp. 420430. Cita de Nazi Conspiracy, IV, páginas 881 y ss. En
palabras de MAUNZ, op. cit., p. 44: «Eliminando a las personas peligrosas, las medidas de seguridad... tratan de evitar
un estado de peligro a la comunidad nacional, independiente de cualquier delito que pudieran haber cometido tales
personas. [Es una cuestión de] protegerse contra un peligro objetivo.»
96
H. Hoehn, un jurista nazi y miembro de las SS, dijo en el elogio fúnebre de Reinhard Heydrich, que antes de haber
gobernado Checoslovaquia había sido uno de los más íntimos colaboradores de Himmler: consideraba a sus adversarios
«no como individuos, sino como portadores de tendencias que ponían en peligro al Estado y que por eso se hallaban
más allá del umbral de la comunidad nacional». En Deutsche Allgemeine Zeitung, del 6 de junio de 1942; cita de E.
KOHN-BRAMSTED, Dictatorship and Political Police, Londres, 1945.
97
En fecha tan temprana como 1941, durante una reunión en el cuartel general de Hitler, se propuso imponer a la
población polaca aquellas regulaciones por las que los judíos habían sido preparados para los campos de exterminio:
cambio de apellidos si eran de origen alemán; sentencias de muerte para las relaciones sexuales entre alemanes y
polacos (Rassenschade); obligación de llevar una P en Alemania, similar a la estrella amarilla de los judíos (véase Nazi
Conspiracy, VIII, páginas 237 y ss., y el diario de HANS FRANK, en Trial, op. cit., XXIX, p. 683). Naturalmente, los
mismos polacos pronto empezaron a preocuparse de lo que les sucedería cuando los nazis hubieran concluido el
exterminio de los judíos (Nazi Cons piracy, IV, p. 916). Por lo que se refiere a los planes de Hitler relativos al pueblo
alemán, véase la nota 80.
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están concebidos para semejantes propósitos; pueden ser mejor preparados con aquellos que han
recibido un adoctrinamiento totalitario que les permite comprender «subjetivamente» su propia
innocuidad objetiva y confesar «en beneficio de la causa»98. El concepto del «adversario objetivo»
cuya identidad cambia según las circunstancias predominantes —de forma tal que, tan pronto como
es liquidada una categoría, pueda declararse la guerra a otra— corresponde exactamente a la
situación de hecho reiterada una vez y otra por los gobernantes totalitarios: es decir, que su régimen
no es un Gobierno en ningún sentido tradicional, sino un movimiento, cuyo avance tropieza
constantemente con nuevos obstáculos que tienen que ser eliminados. Por lo que hasta donde cabe
en general hablar de cualquier pensamiento legal dentro del sistema totalitario, el «adversario
objetivo» es su idea central.
Estrechamente relacionado con esta transformación del sospechoso en enemigo objetivo es el
cambio de posición de la Policía secreta dentro del Estado totalitario. Los servicios secretos han
sido certeramente denominados un Estado dentro del Estado, y ello no sólo en los despotismos, sino
también bajo Gobiernos constitucionales o semiconstitucionales. La simple posesión de
información secreta ha proporcionado siempre a esta rama una superioridad decisiva sobre todas las
demás de la Administración civil y constituido una abierta amenaza para los miembros del
Gobierno99. La Policía totalitaria, por el contrario, se halla completamente sujeta a la voluntad del
jefe, que es el único que puede decidir quién será el próximo enemigo potencial y quien puede,
como hizo Stalin, seleccionar a los cuadros de la Policía secreta para su liquidación. Como a la
Policía ya no se le permite utilizar la provocación, ha quedado privada del único medio disponible
de perpetuarse independientemente del Gobierno y se ha tornado enteramente dependiente de las
más altas autoridades para la salvaguardia de sus puestos. Como el Ejército en un Estado no
totalitario, la Policía en los países totalitarios ejecuta simplemente la política y pierde todas las
prerrogativas que conservaba bajo las burocracias despóticas100.
La tarea de la Policía totalitaria no consiste en descubrir delitos, sino en hallarse disponible
cuando el Gobierno decide detener a cierto sector de la población. Su principal distinción política es
que solamente la Policía disfruta de la confianza de la más alta autoridad y sabe qué línea política
ha de ser aplicada. Y esto no se aplica solamente a las cuestiones de alta política, tales como la
liquidación de toda una clase o de un grupo étnico (sólo los cuadros de la GPU conocían el objetivo
real del Gobierno soviético en los primeros años de la década de los 30 y sólo las formaciones de
las SS sabían que los judíos tenían que ser exterminados en los primeros años de la década de los
40); el hecho de la vida cotidiana bajo condiciones totalitarias es que sólo los agentes de la NKVD
en una empresa industrial se hallan informados de lo que Moscú quiere cuando ordena, por ejemplo,
una aceleración en la fabricación de tubos; si se trata simplemente de obtener más tubos, o de
arruinar al director de la fábrica, o de liquidar a toda la gerencia, o de abolir esa determinada
fábrica, o, finalmente, de hacer que esta orden se repita por toda la nación para que pueda comenzar
una nueva purga.
Una de las razones de la duplicación de los servicios secretos, cuyos agentes se desconocen entre
sí, es la de que la dominación total necesita la más extremada flexibilidad: volviendo a utilizar
nuestro ejemplo, Moscú, cuando ordena fabricar más tubos, puede que no sepa todavía si desea
98
BECK y GODIN, op. cit., 87, hablan de las «características objetivas», que en la URSS invitaban a la detención;
entre ellas figuraba la pertenencia a la NKVD (página 153). La percepción subjetiva de la necesidad objetiva de la
detención y la confesión podía lograrse más fácilmente con los antiguos miembros de la Policía Secreta. En palabras de
un ex agente de la NKVD: «Mis superiores me conocen suficientemente bien y conocen mi trabajo, y si el partido y la
NKVD me exigen ahora que confiese tales cosas deben tener buenas razones para hacer lo que están haciendo. Mi deber
como leal ciudadano soviético es no sustraerme a la confesión que se me exige» (ibíd., p. 231).
99
Bien conocida es la situación en Francia, donde los ministros vivían en constante temor a los dossiers secretos de la
Policía. Por lo que se refiere a la situación en la Rusia zarista, véase LAPORTE, op. cit., pp. 22 y 23: «Eventualmente,
la Ojrana manejará un poder muy superior al de autoridades más regulares... La Ojrana... informará al zar sólo de lo que
estime oportuno.»
100
«A diferencia de la Ojrana, que había sido un Estado dentro del Estado, la GPU es un departamento del Gobierno
soviético; «... y sus actividades son mucho menos independientes» (ROGER N. BALDWIN, «Political Police», en
Encyclopedia of Social Sciences).
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tubos —lo que siempre se necesita— o una purga. La multiplicación de los servicios secretos
permite los cambios en el último minuto, de forma tal que una rama pueda estar preparando el
otorgamiento de la orden de Lenin al director de la fábrica mientras que la otra realiza los
preparativos para su detención. La eficiencia de la Policía consiste en el hecho de que puedan
prepararse simultáneamente semejantes misiones contradictorias.
Bajo el régimen totalitario, como bajo otros regímenes, la Policía Secreta tiene un monopolio
sobre determinada información vital, pero el tipo de conocimiento que sólo puede ser poseído por la
Policía ha sufrido una importante transformación: la Policía ya no está preocupada por saber lo que
sucede en las mentes de las futuras víctimas (durante la mayor parte del tiempo ignora quiénes serán
estas víctimas), y la Policía se convierte en depositaria de los más importantes secretos de Estado.
Esto supone automáticamente un gran progreso en su prestigio y posición, aunque se vea
acompañada por una definida pérdida del poder real. Los servicios secretos no conocen nada que el
jefe no conozca mejor; en términos de poder han descendido al nivel del ejecutor.
Desde un punto de vista legal, aún más interesante que el paso del sospechoso al enemigo
objetivo es la sustitución totalitaria de la sospecha de un delito por la posibilidad de éste. El delito
posible no es más subjetivo que el enemigo objetivo. Mientras que el sospechoso es detenido
porque se le considera capaz de cometer un delito que más o menos encaja en su personalidad (o en
su sospechada personalidad)101, la versión totalitaria del delito posible está basada en la anticipación
lógica de los desarrollos objetivos. Los procesos de Moscú contra la vieja guardia bolchevique y los
jefes del Ejército rojo fueron clásicos ejemplos de castigo por delitos posibles. Tras las fantásticas e
inventadas acusaciones se puede fácilmente detectar el siguiente cálculo lógico: la evolución de la
Unión Soviética podía conducir a una crisis; una crisis podía conducir al derrocamiento de la
dictadura de Stalin; ello podía debilitar la fuerza militar del país y producir posiblemente una
situación en la que un nuevo Gobierno tendría que firmar una tregua o incluso concluir una alianza
con. Hitler. Tras lo cual Stalin procedió a declarar que existía un complot para el derrocamiento del
Gobierno y una conspiración contra Hitler102. Contra estas posibilidades «objetivas», aunque
enteramente improbables, se alzaban sólo factores «subjetivos», tales como la lealtad de los
acusados, su fatiga, su incapacidad de comprender lo que estaba sucediendo, su firme convicción de
que sin Stalin todo quedaría perdido, su sincero odio al fascismo —es decir, un número de detalles
de hecho que carecían, naturalmente, de la consistencia de ese ficticio, lógico y posible delito—. La
presunción central del totalitarismo de que todo es posible conduce así, a través de la eliminación
consistente de todos los frenos de hecho, a la absurda y terrible consecuencia de que debe ser
castigado cada delito que los gobernantes puedan concebir, sin tener en cuenta si ha sido o no ha
sido cometido. El delito posible, como el enemigo objetivo, queda luego más allá de la competencia
de la Policía, que nunca puede descubrirlo, inventarlo o provocarlo. También aquí dependen
enteramente los servicios secretos de las autoridades políticas. Ha desaparecido su independencia
como un Estado dentro del Estado.
101
Típica de este concepto del sospechoso es la siguiente historia contada por C. POBYEDONOSTZEV en
L’Autocratie Russe: Mémoires politiques, correspondance officielle et documents inédits... 1881-1894, París, 1927: al
general Cherevin, de la Ojrana, se le pide que intervenga en favor de una señora que está a punto de perder un pleito
porque la parte contraria ha contratado los servicios de un abogado judío. Dice el general: «La misma noche ordené la
detención de ese maldito judío y le retuve como persona políticamente sospechosa... Al fin y al cabo, ¿podía tratar de la
misma manera a unos amigos y a un sucio judío, que puede que fuera inocente entonces, pero que habría sido culpable
antes o lo sería después?»
102
Las acusaciones de los procesos de Moscú «estuvieron basadas... en una anticipación grotescamente presentada y
pervertida de posibles evoluciones. El razonamiento (de Stalin) se desarrolló probablemente según la siguiente línea:
puede que en una crisis deseen derrocarme —yo les acusaré de haberlo intentado... Un cambio de Gobierno puede
debilitar la capacidad bélica de Rusia; y si triunfaran, podrían verse obligados a firmar una tregua con Hitler y quizás,
incluso, a acceder a una cesión territorial... Yo les acusaré de haber realizado ya una traicionera alianza con Alemania y
de haber cedido territorio soviético». Esta es la brillante explicación de I. DEUTSCHER sobre los procesos de Moscú,
op. cit., p. 377.
Un buen ejemplo de las versiones nazis del delito posible puede hallarse en HANS FRANK, op. cit.: «Nunca puede
delinearse todo un catálogo de intentos ‘peligrosos para el Estado’ porque nunca puede preverse lo que puede poner en
peligro a la jefatura y al pueblo en algún momento del futuro» (cita de Nazi Conspiracy, IV, p. 881).
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Sólo en un aspecto se parece estrechamente la Policía Secreta totalitaria a los servicios secretos
de los países no totalitarios. La Policía Secreta se ha beneficiado tradicionalmente, es decir, desde
Fouché, de sus víctimas y ha aumentado el presupuesto oficial autorizado por el Estado con ciertas
fuentes heterodoxas, asumiendo sencillamente una posición de asociación con actividades a las que
se suponía que había de liquidar, tales como el juego y la prostitución103. Estos métodos ilegales de
autofinanciación, que abarcan desde la amistosa aceptación de sobornos al chantaje declarado,
fueron un factor destacado en la emancipación de los servicios secretos de las autoridades públicas
y reforzaron su posición como un Estado dentro del Estado. Es curioso ver que la financiación de
las actividades policíacas con ingresos de sus víctimas ha sobrevivido a todos los demás cambios.
En la Rusia soviética, la NKVD depende casi enteramente de la explotación del trabajo esclavo,
que, desde luego, parece no proporcionar otro bene-f icio ni servir a ningún otro fin que no sea la
financiación del gran aparato secreto104. El mismo Himmler financió a las unidades SS, que
constituían los cuadros de la Policía Secreta nazi, a través de la confiscación de la propiedad judía;
luego llegó a un acuerdo con Darré, el ministro de Agricultura, por el que Himmler recibió los
varios centenares de millones de marcos que Darré obtenía anualmente comprando productos
agrícolas baratos en el exterior y vendiéndolos a precios fijos en Alemania105. Esta fuente regular de
ingresos desapareció, naturalmente, durante la guerra; Albert Speer, el sucesor de Todt y el más
grande empleador de mano de obra en Alemania a partir de 1942, propuso en dicho año un trato
similar a Himmler; si Himmler accedía a librar de la autoridad de las SS a los obreros esclavos
importados cuyo trabajo era notablemente deficiente, la Organización Speer otorgaría a las SS un
cierto porcentaje de los beneficios106. A estas fuentes más o menos regulares de ingresos, Himmler
sumó los antiguos métodos de chantaje de los servicios secretos en épocas de crisis financiera: en
sus comunidades, las SS constituyeron grupos de «Amigos de las SS», que tenían que
«proporcionar voluntariamente» los fondos precisos para las necesidades de los agentes locales de
las SS107. (Resulta notable que en sus diferentes operaciones financieras, la Policía Secreta nazi no
explotara a sus prisioneros. Excepto en los últimos años de la guerra, cuando el empleo del material
humano en los campos de concentración ya no estaba solamente determinado por Himmler, el
trabajo en los campos «no tuvo otro propósito racional que el de aumentar la carga y la tortura de
los infortunados prisioneros108.)
Sin embargo, estas irregularidades financieras son los únicos y no muy importantes rastros de la
tradición de la Policía Secreta. Son posibles por obra del desprecio general de los regímenes
totalitarios hacia las cuestiones económicas y financieras, de forma tal que métodos que bajo
condiciones normales serían ilegales y distinguirían a la Policía Secreta de otros más respetables
103
Los métodos criminales de la Policía Secreta no son desde luego monopolio de la tradición francesa. En Austria, por
ejemplo, la temida Policía Política, bajo el reinado de María Teresa, estaba organizada por Kunitz con los cuadros de
los llamados «comisarios de castidad», que acostumbraban a vivir del chantaje (véase MORITZ BERMANN, Maria
Theresa und Kaiser Joseph II, Viena-Leipzig, 1881. Debo esta referencia a Robert Pick.
104
Es cierto que la gran organización policial es pagada con los beneficios del’ trabajo esclavo; lo sorprendente es que
el presupuesto de la Policía no se halle enteramente nutrido por tales ingresos; KRAVCHENKO, op. cit., menciona
unos impuestos especiales con los que la NKVD grava a ciudadanos condenados que siguen viviendo y trabajando en
libertad.
105
Véase FRITZ THYSSEN, I Paid Hitler, Londres, 1941.
106
Véase Nazi Conspiracy, I, pp 916 y 917. La actividad económica de las SS radicaba en una oficina central para
cuestiones económicas y administrativas. Ante la Hacienda, las SS declaraban su capital como «propiedad del partido
reservada para fines especiales» (carta del 5 de mayo de 1943, citada por M. WOLFSON, Uebersicht der Gliederung
verbrecherischer Nazi-Orgasationem. Omgus, diciembre de 1947).
107
Véase KOHN-BRAMSTEDT, op. cit., p. 112. El motivo del chantaje queda claramente revelado si consideramos
que este tipo de recogida de fondos era siempre organizado por las unidades locales de las SS en los lugares donde se
hallaban estacionadas (véase Der Weg der SS, publicado por la SS-Hauptamt-Schulungsamt, sin fecha, p. 14.
108
Ibid., p. 124. A este respecto se establecieron ciertos compromisos en atención a los requerimientos correspondientes
al mantenimiento de los campos y a las necesidades personales de las SS (véase WOLFSON, op. cit., carta del 18 de
septiembre de 1941, de Oswald Pohl, jefe de la WVF (Wirtschafts- und Verwaltung-Haup-tamt), al comisario del Reich
para el control de los precios. Parece que todas estas actividades económicas en los campos de concentración se
desarrollaron sólo durante la guerra y bajo la presión de una aguda escasez de mano de obra.
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departamentos de la Administración ya no denotan que estamos aquí refiriéndonos a un
departamento que disfruta de independencia, no es controlado por otras autoridades y vive en una
atmósfera de irregularidad, irrespetabilidad e inseguridad. La posición de la Policía Secreta
totalitaria, por el contrario, ha quedado completamente estabilizada y sus servicios se hallan
totalmente integrados en la Administración. No sólo se encuentra la organización más allá del
umbral de la ley, sino que, más bien, es la encarnación de la ley y su respetabilidad queda por
encima de toda sospecha. Ya no organiza crímenes por su propia iniciativa, ya no provoca atentados
contra el Estado y la sociedad y austeramente procede contra todas las formas de soborno, chantaje
y ganancias financieras irregulares. La lección moral, combinada con muy tangibles amenazas, que
el mismo Himmler pudo permitirse dar a sus hombres en medio de la guerra —«Tenemos la moral
adecuada... para barrer a este pueblo (judío) inclinado a barrernos, pero no tenemos derecho a
enriquecernos en manera alguna, ya sea mediante un abrigo de pieles, un reloj, un solo marco o un
cigarrillo...»109— sorprende con una nota que uno en vano buscaría en la historia de la Policía
Secreta. Si todavía sigue preocupada por los «pensamientos peligrosos», difícilmente son éstos los
que las personas sospechosas saben que son peligrosos; la regimentación de toda la vida intelectual
y artística exige un constante restablecimiento y revisión de las normas, que, naturalmente, son
acompañados por repetidas eliminaciones de intelectuales cuyos «pensamientos peligrosos»
consisten habitualmente en ciertas ideas que aún eran enteramente ortodoxas el día anterior.
Mientras que, por eso, se ha tornado superflua su función policíaca en el sentido reconocido del
término, la función económica de la Policía Secreta, a veces considerada como reemplazadora a la
primera, es aún más dudosa. Es innegable, con seguridad, que periódicamente la NKVD recoge un
porcentaje de la población soviética y la envía a campos que son conocidos bajo la halagadora y
equívoca designación de campos de trabajo forzado110; sin embargo, aunque es completamente
posible que ésta sea la forma que tiene la Unión Soviética de resolver su problema de desempleo, es
también generalmente sabido que la producción de esos campos es infinitamente más baja que la
del trabajo ordinario soviético y que difícilmente basta para pagar los gastos del aparato policíaco.
Ni dudosa ni superflua es la función política de la Policía Secreta, el «mejor organizado y el más
eficiente» de todos los departamentos gubernamentales111 en el aparato del poder del régimen
totalitario. Constituye la verdadera rama ejecutiva del Gobierno a través de la cual son transmitidas
todas las órdenes. A través de la red de agentes secretos, el gobernante totalitario ha creado para sí
mismo una directa correa de transmisión ejecutiva que, a diferencia de la estructura del tipo de
cebolla de la jerarquía ostensible, se halla completamente separada y aislada de todas las demás
instituciones112. En este sentido, los agentes de la Policía Secreta constituyen la única clase
109
Discurso de Himmler, de octubre de 1943, en Posen: International Military Trials, Nuremberg, 1945-46, vol. 29, p.
146.
110
«Beck Bulat (seudónimo literario de un ex profesor soviético) ha podido estudiar documentos de la NKVD del
Cáucaso septentrional. Por estos documentos resulta obvio que en junio de 1937, cuando se hallaba en su cúspide la
gran purga, el Gobierno prescribió a las NKVD locales que detuvieran a un determinado porcentaje de su población...
El porcentaje variaba de una provincia a otra, llegando a ser de un 5 por 100 en las áreas menos locales. La media para
el conjunto de la Unión Soviética era, aproximadamente, de un 3 por 100», según informa DAVID J. DALLIN, en The
new Leader, 8 de enero de 1949. BECK y GODIN, op. cit., p. 239, llegan a una presunción ligeramente diferente y
completamente plausible, según la cual las «detenciones eran planeadas de la siguiente manera: Los archivos de la
NKVD abarcaban prácticamente a toda la población y todo el mundo se hallaba clasificado en una determinada
categoría. Así se disponía en cada ciudad, de estadísticas que señalaban cuántos antiguos blancos, cuántos miembros de
partidos adversarios, etc., vivían allí. En los archivos entraba también todo el material incriminante recogido... y
obtenido de las confesiones de los detenidos y se marcaba la tarjeta de cada persona para señalar cuán peligrosa se la
consideraba; esa consideración dependía del material sospechoso e incriminante que apareciera en el archivo. Como de
las estadísticas se informaba regularmente a las autoridades superiores, era posible preparar una purga en cualquier
momento con completo conocimiento del número exacto de personas de cada categoría.
111
BALDWIN, Op. cit.
112
Los cuadros de la Policía Secreta rusa estaban tan a «disposición personal» de Stalin como se hallaban a disposición
personal de Hitler las tropas de choque de las SS (Verfügungstrupen). Ambas, incluso si eran llamadas a servir con las
fuerzas militares en tiempo de guerra, vivían conforme a su propia jurisdicción. Las «leyes matrimoniales» especiales
que servían para segregar a las SS del resto de la población fueron las primeras y más fundamentales normas que
introdujo Hitler cuando se encargó de la reorganización de las SS. Incluso antes de las leyes matrimoniales de Himmler,
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abiertamente dominante en los países totalitarios, y sus normas y escala de valores penetran todo el
tejido de la sociedad totalitaria.
Desde este punto de vista puede no resultar demasiado sorprendente que ciertas cualidades
peculiares de la Policía Secreta sean cualidades generales de la sociedad totalitaria más que
peculiaridades de la Policía Secreta totalitaria. La categoría del sospechoso abarca así, bajo las
condiciones totalitarias, a toda la población; cada pensamiento que se desvía de la línea
oficialmente prescrita y permanentemente cambiante es ya sospechoso, sea cual fuere el campo de
actividad humana en que suceda. Simplemente por su capacidad de pensar, los seres humanos son
sospechosos por definición, y esta sospecha no puede ser descartada en razón de una conducta
ejemplar, porque la capacidad humana para pensar es también una capacidad para cambiar la mente
propia. Como, además, es imposible llegar a conocer más allá de la duda el corazón de otro hombre
—en este contexto, la tortura es sólo el intento desesperado y eternamente fútil de lograr lo que no
puede lograrse—, la sospecha no puede ser mitigada si ya no existen como realidades sociales
(diferenciadas de las simplemente psicológicas) una comunidad de valores ni las previsibilidades
del interés propio. La sospecha mutua, por eso, cala todas las relaciones sociales en los países
totalitarios y crea una atmósfera omnipenetrante al margen de la esfera especial de la Policía
Secreta.
En los regímenes totalitarios, la provocación, antaño especialidad del agente secreto, se convierte
en un método de tratar con el vecino, que se ve forzado a utilizar todo el mundo, voluntaria o
involuntariamente. Todo el mundo, de alguna forma, es el agent provocateur de todo el mundo;
porque, obviamente, se calificaría a sí mismo de agent provocateur si llegara a la atención de las
autoridades un intercambio incluso ordinario y amistoso de «pensamientos amistosos» (o lo que
mientras tanto se haya convertido en «pensamientos peligrosos»). La colaboración de la población
en la denuncia de los adversarios políticos y la prestación de servicio voluntario como agente
provocador no carecen ciertamente de precedentes, pero en los países totalitarios se hallan tan bien
organizados que el trabajo de los especialistas es casi superfluo. En un sistema de espionaje úbicuo,
donde todo el mundo puede ser un agente de Policía y donde cada individuo se siente sometido
constantemente a vigilancia; bajo circunstancias, además, en las que las carreras prof esionales son
extremadamente inseguras y donde los ascensos y caídas más espectaculares son sucesos
cotidianos, cada palabra se torna equívoca y queda sometida a una interpretación retrospectiva.
La ilustración más sorprendente de la penetración de la sociedad totalitaria por los métodos y
normas de la Policía Secreta puede hallarse en la cuestión de las carreras profesionales. El agente
doble en los regímenes no totalitarios servía a la causa a la que se suponía que había de combatir
casi tanto, y a veces más, que las autoridades. Frecuentemente, albergaba una especie de doble
ambición: deseaba ascender en las filas de los partidos revolucionarios tanto como en las filas de los
servicios. Para conseguir ascensos en ambos campos sólo tenía que aceptar ciertos métodos que en
una sociedad normal correspondían a los ensueños del pequeño empleado que depende de su
antigüedad para el ascenso: a través de sus conexiones con la Policía podía eliminar ciertamente a
sus superiores y rivales en el partido, y a través de sus conexiones con los revolucionarios tenía al
menos una oportunidad de desembarazarse de su jefe en la Policía113. Si consideramos las
condiciones de las carreras profesionales en la actual sociedad rusa, la semejanza con tales métodos
resulta sorprendente. Los altos funcionarios no sólo deben sus puestos a las purgas que eliminaron a
sus predecesores, sino que aceleran sus ascensos de esta forma en todos los caminos de la vida.
Cada diez años, aproximadamente, una purga de alcance nacional deja espacio para la nueva
generación, recientemente graduada y hambrienta de puestos. El mismo Gobierno ha establecido
para este ascenso las condiciones que antiguamente tenía que crear el agente de Policía.
en 1927, se impuso a las SS una orden especial: el no participar «nunca en las discusiones de las reuniones de miembros
del partido» (Der Weg der SS, op. cit.). La misma conducta ha sido descrita respeto de los miembros de la NKVD, que
se mantienen deliberadamente aparte y que sobre todo jamás se relacionan con otras secciones de la aristocracia del
partido (BECK y GODIN, op. cit., p. 163).
113
Es típica la espléndida carrera del agente de Policía Balinowsky, que acabó como diputado de los bolcheviques en el
Parlamento (véase BERTRAM D. WOLFE, op. cit., cap. XXXI.
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Este giro violento y regular de toda la gigantesca maquinaria administrativa, aunque impide el
desarrollo de la competencia, tiene muchas ventajas: asegura la relativa juventud de los funcionarios
e impide una estabilización de condiciones que, al menos en tiempos de paz, se halla preñada de
peligros para la dominación totalitaria; eliminando la antigüedad y el mérito impide el desarrollo de
las lealtades que normalmente ligan a los miembros jóvenes de un cuerpo con sus mayores, de cuya
opinión y buena voluntad dependen sus ascensos; barren de una vez por todas los peligros del paro
y aseguran a todo el mundo un puesto compatible con su preparación. Así, en 1939, después de que
llegó a su final la gigantesca purga de la Unión Soviética, Stalin pudo observar con gran
satisfacción que «el partido era capaz de elevar a los puestos dirigentes en los asuntos del Estado o
del partido a más de 500.000 jóvenes bolcheviques»114. La humillación implícita en el hecho de
deber un puesto a la injusta eliminación del predecesor de cada uno tiene el mismo efecto
desmoralizante que la eliminación de los judíos tuvo en las profesiones alemanas; convierte a cada
poseedor de un puesto de trabajo en consciente cómplice de los crímenes de un Gobierno, de los
que es beneficiario tanto si le gusta como si no le gusta, con el resultado de que, cuanto más
sensible resulte ser el individuo humillado, más ardientemente defenderá al régimen. En otras
palabras, este sistema es el resultado lógico del principio del jefe en sus implicaciones totales y la
mayor garantía posible de la lealtad, en cuanto que hace que el medio de vida de cada nueva
generación dependa de la línea política actual del jefe que inició la purga creadora de puestos de
trabajo. También hace realidad la identidad de los intereses públicos y privados, de la que
acostumbran a mostrarse tan orgullosos los defensores de la Unión Soviética (o, en la versión nazi,
la abolición de la esfera de la vida privada), hasta el punto de que cualquier individuo, de cualquier
importancia, deba toda su existencia al interés político del régimen, y cuando esta identidad de
intereses de hecho queda rota y la purga siguiente le barre del puesto, el régimen se asegura de que
desaparezca del mundo de los vivos. En forma no muy diferente, el agente doble se halla
identificado con la causa de la revolución (sin la cual perdería su puesto) y no sólo con la Policía
Secreta. En esta esfera, también, una ascensión espectacular puede solamente acabar en una muerte
anónima, dado que es más improbable que pueda jugarse indefinidamente el doble juego. El
Gobierno totalitario, cuando fija para el ascenso en todas las carreras condiciones que habían
prevalecido anteriormente sólo entrelos proscritos sociales, ha efectuado uno de los cambios más
trascendentales en psicología social. La psicología del agente doble, que se muestra dispuesto a
pagar el precio de la brevedad de una vida por la exaltada existencia de unos pocos años en la
cumbre, se convirtió necesariamente en la filosofía en cuestiones personales de toda la generación
postrrevolucionaria en Rusia y, en menor, pero aún muy peligroso, grado, en la Alemania de la
posguerra.
Esta es la sociedad, penetrada por normas y viviendo conforme a métodos que antaño fueron
monopolio de la sociedad secreta y donde funciona la Policía Secreta totalitaria. Sólo en las fases
iniciales, cuando todavía se desarrolla una lucha por el poder, son sus víctimas aquellos que pueden
ser sospechosos de oposición. Luego prosigue su carrera totalitaria con la persecución del enemigo
objetivo, que puede ser el judío o los polacos (como en el caso de los nazis) o los llamados
«contrarrevolucionarios», una acusación que «en la Rusia soviética... es formulada... antes de que se
haya suscitado cuestión alguna, como [el] comportamiento [de los acusados] », que pueden ser
personas que en un cierto tiempo poseyeron una tienda o una casa o cuyos «padres o abuelos
tuvieron semejantes cosas»115, o que resultaron pertenecer a una de las fuerzas de ocupación del
Ejército rojo, o eran rusos de origen polaco. Sólo en su fase última y completamente totalitaria
quedaban abandonados los conceptos del enemigo objetivo y del delito lógicamente posible,
elegidas las víctimas completamente al azar y, sin llegar a ser acusadas, declaradas incapaces de
vivir. Esta nueva categoría de «indeseables» puede consistir, como en el caso de los nazis, en
enfermos mentales o en personas con enfermedades pulmonares o cardíacas, o, en la Unión
Soviética, en personas que hayan sido comprendidas en ese porcentaje, diferente en una provincia
114
115
Cita de AVTORJANOV, op. cit.
The Dark Side of the Moon, Nueva York, 1947.
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de otra, cuya deportación haya quedado determinada.
Esta consecuente arbitrariedad niega la libertad humana más eficazmente de lo que podría
negarla cualquier tiranía. Uno tiene por lo menos que ser enemigo de una tiranía para ser castigado
por ésta. La libertad de opinión no queda abolida en aquellos que son suficientemente valientes
como para arriesgar sus cuellos. Teóricamente, la elección de la oposición existe también en los
regímenes totalitarios; pero semejante libertad queda casi invalidada si la realización de un acto
voluntario sólo asegura un «castigo» que cualquiera puede tener que soportar de cualquier forma.
En este sistema, la libertad no sólo ha menguado hasta su última y aparentemente todavía
indestructible garantía la posibilidad del suicidio, sino que ha perdido su sello distintivo porque las
consecuencias de su ejercicio son compartidas por personas completamente inocentes. Si Hitler
hubiera tenido tiempo para hacer realidad su sueño de una ley Sanitaria General alemana, el hombre
que padeciera una enfermedad pulmonar habría quedado sujeto al mismo destino que un comunista
durante los primeros años del régimen nazi y que un judío durante los últimos. En forma semejante,
el adversario del régimen que en Rusia sufre el mismo destino que millones de personas enviadas a
los campos de concentración con objeto de cubrir ciertas cuotas, sólo alivia a la Policía de la tarea
de la elección arbitraria. El inocente y el culpable son igualmente indeseables.
El cambio en el concepto del delito y de los delincuentes determina los nuevos métodos de la
Policía Secreta totalitaria. Los delincuentes son castigados; los indeseables desaparecen de la faz de
la Tierra; el único rastro que dejan tras de sí es el recuerdo de aquellos que les conocieron y les
amaron, y una de las tareas más difíciles de la Policía Secreta consiste en asegurarse de que
desaparecerán incluso semejantes rastros junto con el hombre condenado.
Se dice que la Ojrana, predecesora zarista de la GPU, inventó un sistema de archivo en el que
cada sospechoso era anotado en una gran tarjeta en el centro de la cual aparecía su nombre dentro
de un gran círculo rojo; sus amigos políticos eran designados dentro de círculos rojos menores, y
sus amistades no políticas, por círculos verdes; los círculos pardos señalaban a personas en contacto
con amigos del sospechoso, pero no co nocidas personalmente por éste; las interrelaciones entre los
amigos del sospechoso, políticos y no políticos, y los amigos de sus amigos, quedaban señaladas
por líneas entre los círculos respectivos116. Obviamente, las limitaciones de este método venían
impuestas sólo por el tamaño de las tarjetas, y, teóricamente, una gigantesca y única tarjeta podría
mostrar las relaciones e interrelaciones de toda la población. Y éste es el objetivo utópico de la
Policía Secreta totalitaria. Ha renunciado al anhelo de la Policía, que se supone que hace realidad el
detector de mentiras, y ya no trata de averiguar quién es quién o qué piensa quién. (El detector de
mentiras es quizás el ejemplo más gráfico de la fascinación que este sueño ejerce aparentemente
sobre la mentalidad de todos los policías; porque, obviamente, el complicado mecanismo de
detección difícilmente podrá demostrar nada más que la sangre fría o el temperamento nervioso de
sus víctimas. Realmente, el razonamiento simplista que subyace en el empleo de este mecanismo
puede ser sólo explicado por el deseo irracional de que al fin y al cabo sea posible alguna forma de
lectura de pensamiento.) Este antiguo sueño resultaba bastante terrible y desde tiempo inmemorial
ha conducido a la tortura y a las más abominables crueldades. Contaba sólo con una cosa en su
favor: pedía lo imposible. El sueño moderno de la Policía totalitaria, con sus técnicas modernas, es
incomparablemente más terrible. Ahora, la Policía sueña con que una mirada al gigantesco mapa en
la pared de un despacho baste en cualquier momento dado para determinar quién está relacionado
con quién y en qué grado de intimidad, y, teóricamente, este sueño no es irrealizable aunque su
ejecución técnica esté llamada a ser algo difícil. Si este mapa existiera realmente, ningún recuerdo
se alzaría en el camino de la reivindicación totalitaria a la dominación. Semejante mapa podría
hacer posible borrar a las personas sin dejar rastros, como si nunca hubieran existido.
Si puede confiarse en los informes de los agentes detenidos de la NKVD, la Policía Secreta rusa
ha llegado desagradablemente cerca de este ideal de dominación totalitaria. La Policía dispone de
dossiers secretos sobre cada habitante del vasto país en los que se señalan cuidadosamente las
muchas relaciones que existen entre las personas, desde las casuales a las genuinamente amistosas y
116
Véase LAPORTE, op. cit., p. 39.
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las familiares; sólo para descubrir estas relaciones es por lo que son tan estrechamente interrogados
los acusados cuyos «delitos» han quedado de cualquier manera «objetivamente» establecidos antes
de su detención. Finalmente, por lo que se refiere al don de la memoria, tan peligroso para la
dominación totalitaria, los observadores extranjeros consideran que, «si es cierto que los elefantes
nunca olvidan, Rusia nos parece ser lo opuesto de los elefantes... La psicología soviética rusa parece
hacer realmente posible el olvido»117.
Puede advertirse cuán importante para el aparato de dominación total es esta completa
desaparición de sus víctimas en los ejemplos donde, por una razón u otra, el régimen se ha visto
enfrentado con el recuerdo de los supervivientes. Durante la guerra, un comandante de las SS
cometió el terrible error de informar a una mujer francesa de la muerte de su marido en un campo
de concentración alemán. Este descuido determinó un pequeño alud de órdenes e instrucciones a
todos los comandantes de los campos, advirtiéndoles que bajo circunstancia alguna se facilitara
información al mundo exterior118. El hecho es que, por lo que a la viuda francesa concernía, su
marido había dejado supuestamente de vivir en el momento de su detención, o, más bien, había
cesado incluso de haber vivido. Similarmente, los funcionarios de la Policía soviética,
acostumbrados a este sistema desde su nacimiento, sólo podían sentirse sorprendidos ante aquellas
personas de la Polonia ocupada que trataban desesperadamente de averiguar lo que había sido de
sus amigos y parientes detenidos119.
En los países totalitarios todos los lugares de detención dirigidos por la Policía quedan
convertidos en verdaderos pozos del olvido en los que las personas caen por accidente y sin dejar
tras de sí los rastros ordinarios de su antigua existencia como un cuerpo y una tumba. En
comparación con esta novísima invención para hacer desaparecer a la gente, el anticuado medio del
asesinato, político o común, resultaba desde luego ineficaz. El asesino deja tras de él un cuerpo, y
aunque trate de borrar los rastros de su propia identidad, no tiene poder para borrar la identidad de
su víctima del recuerdo del mundo superviviente. La operación de la Policía secreta, por el
contrario, se encarga milagrosamente de que la víctima nunca haya existido.
La relación entre la Policía Secreta y las sociedades secretas es obvia. El establecimiento de la
primera siempre ha necesitado y utilizado el argumento de los peligros suscitados por la existencia
de las últimas. La Policía Secreta totalitaria es la primera en la Historia que, ni necesita, ni utiliza
los anticuados pretextos de todos los tiranos. El anonimato de sus víctimas, que no pueden ser
denominadas enemigas del régimen y cuya identidad es desconocida de los perseguidores hasta que
se produce la decisión arbitraria del Gobierno eliminándolas del mundo de los vivos y exterminando
su recuerdo del mundo de los muertos, está más allá de todo secreto, más allá del más estricto
silencio, más allá del gran dominio de la doble vida que la disciplina de las sociedades
conspiradoras acostumbra a imponer a sus miembros.
Los movimientos totalitarios que, durante su ascensión al poder, imitan ciertas características de
la organización de las sociedades secretas y que, sin embargo, se establecen a la luz del día crean
una verdadera sociedad secreta sólo después de su llegada al poder. La sociedad secreta de los
regímenes totalitarios es la Policía Secreta; el único secreto estrictamente guardado que existe en un
país totalitario concierne a las operaciones de la Policía y a las condiciones de los campos de
concentración120. Desde luego, la población, en general, y los miembros del partido,
específicamente, conocen todos los hechos generales: que existen campos de concentración, que
desaparecen personas, que son detenidas personas inocentes; al mismo tiempo, cada persona en un
país totalitario sabe también que el mayor delito es hablar siquiera de estos «secretos».
Considerando que un hombre depende para su conocimiento de la afirmación y de la comprensión
de sus semejantes, esta información, generalmente compartida, pero individualmente guardada y
117
BECK y GODIN, op. cit., pp. 127 y 234.
Véase Nazi Conspiracy, VII, pp. 84 y ss.
119
The Dark Side of the Moon.
120
«Había poco en las SS que no fuera secreto. El mayor secreto era el de las prácticas en los campos de concentración.
Ni siquiera los miembros de la Gestapo eran admitidos... en los campos sin un permiso especial» (EUGEN KOGON,
Der SS-Staat Munich, 1946, p. 297).
118
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nunca comunicada, pierde su realidad y asume la naturaleza de una simple pesadilla. Sólo aquellos
que están en posesión del conocimiento estrictamente esotérico concerniente a las nuevas y
eventuales categorías de indeseables y de los métodos operativos de los cuadros se hallan en
posición de comunicarse entre sí acerca de lo que realmente constituye la realidad para todos. Sólo
ellos están en posición de creer en lo que saben que es cierto. Este es su secreto, y para guardar este
secreto quedan establcidos como una organización secreta. Siguen siendo miembros de ésta aunque
la organización secreta les detenga, les obligue a hacer confesiones y, finalmente, les liquide.
Mientras que guardan el secreto pertenecen a la élite, y, como regla, no lo traicionan aunque estén
en prisión o en campos de concentración121.
Ya hemos observado que una de las muchas paradojas que hieren al sentido común del mundo
no totalitario es el empleo aparentemente irracional que el totalitarismo hace de los métodos
conspiradores. Los movimientos totalitarios, en apariencia perseguidos por la Policía, usan muy
escasamente de los métodos de conspiración para el derrocamiento del Gobierno en su lucha por el
poder, mientras que el totalitarismo en el poder, tras haber sido reconocido por todos los Gobiernos
y aparentemente evolucionado desde su fase revolucionaria, desarrolla una verdadera Policía
Secreta como núcleo de su Gobierno y del poder. Parece que el reconocimiento oficial es
considerado una amenaza mayor para el contenido conspirador del movimiento totalitario, una
amenaza de desintegración interna, que las frías medidas policíacas de los regímenes no totalitarios.
La verdad de la cuestión es que los dirigentes totalitarios, aunque se hallan convencidos de que
deben seguir consecuentemente la ficción y las reglas del mundo ficticio que quedaron establecidas
durante su lucha por el poder, sólo gradualmente descubren las implicaciones totales de este mundo
ficticio y de sus reglas. Su fe en la omnipotencia humana, su convicción de que todo puede hacerse
a través de la organización, les lleva a experiencias que la imaginación humana puede haber
esbozado, pero que la actividad humana ciertamente jamás realizó. Sus odiosos descubrimientos en
el terreno de lo posible se hallan inspirados por un cientifismo ideológico que ha demostrado
hallarse menos controlado por la razón y menos inclinado a reconocer los hechos que las más
salvajes fantasías de la especulación precientífica y prefilosófica. Establecen la sociedad secreta que
ya no opera a la luz del día, la sociedad de la Policía Secreta, del soldado político o del combatiente
ideológicamente preparado, para poder realizar la indecente investigación experimental sobre lo que
es posible.
La conspiración totalitaria contra el mundo no totalitario, por otra parte, su reivindicación de
dominación total, prosiguen tan abiertas y patentes bajo condiciones de dominación totalitaria como
en los movimientos totalitarios. Se halla prácticamente impresa en la población coordinada de
«simpatizantes» en la forma de una supuesta conspiración de todo el mundo contra su propio país.
La dicotomía totalitaria es propagada haciendo deber de cada ciudadano en el exterior el informar a
su país como si fuera un agente secreto y tratando a cada extranjero como a un espía de su
correspondiente país122. Para la realización práctica de esta dicotomía, más que en razón de secretos
específicos, militares y de otro tipo, es por lo que los telones de acero separan a los habitantes de un
país totalitario del resto del mundo. Su verdadero secreto, los campos de concentración, esos
laboratorios en el experimento de dominación total, está protegido por los regímenes totalitarios de
los ojos de su propio pueblo, tanto como de los demás.
Durante un considerable lapso de tiempo la normalidad del mundo normal es la protección más
eficaz contra la revelación de los crímenes masivos totalitarios. «Los hombres normales no saben
que todo es posible»123, se niegan a creer en lo monstruoso frente a sus ojos y oídos, de la misma
manera que el hombre-masa no confía en sus ojos y oídos ante una realidad normal en la que no hay
121
BECK y GODIN, op. cit., p. 169, señalan cómo los funcionarios de la NKVD, cuando eran detenidos, «cuidaban
muy especialmente de no revelar ninguno de los secretos de la NKVD».
122
Es típico el siguiente diálogo descrito en The Dark Side of the Moon: «Al reconocimiento de que uno había estado
fuera de Polonia seguía invariablemente la siguiente pregunta: «¿Para quién estaba usted espiando...?» Un hombre
preguntó “Pero ustedes también tienen visitantes extranjeros. ¿Creen ustedes que son espías?” La respuesta fue: “¿Qué
es le que cree? ¿Tan necios nos supone como para no darnos cuenta de ello?”»
123
DAVID ROUSSET, The Other Kingdom, Nueva York, 1947.
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lugar para él124. La razón por la que los regímenes totalitarios pueden llegar tan lejos en la
realización de un mundo ficticio y trastornado es la de que el mundo exterior no totalitario, que
siempre comprende una gran parte de la población del mismo país no totalitario, incurre también en
el error de confundir sus deseos con realidades y elude la realidad frente a la auténtica locura de la
misma manera que las masas la eluden frente al mundo normal. Esta repugnancia del sentido común
a creer en lo monstruoso se ve constantemente reforzada por el mismo gobernante totalitario, que se
asegura de que jamás se publiquen estadísticas fidedignas, hechos y cifras controlables, de manera
tal que sólo haya informes subjetivos, incomprobables e infiables respecto de los lugares de los
muertos vivos.
Por obra de esta política, los resultados del experimento totalitario son sólo parcialmente
conocidos. Aunque poseemos informaciones suficientes de los campos de concentración para
afirmar las posibilidades de dominación total y para echar un vistazo al abismo de «lo posible», no
conocemos el grado de la transformación del carácter bajo un régimen totalitario. Aún menos
sabemos cuántas de las personas normales que nos rodean estarían dispuestas a aceptar el estilo
totalitario de vida —es decir, a pagar el precio de una vida considerablemente más corta por la
garantía de realización de todos los sueños de sus carreras profesionales. Es fácil comprender el
grado en el que la propaganda totalitaria e incluso algunas instituciones totalitarias responden a las
necesidades de las nuevas masas desraizadas, pero es casi imposible conocer cuántas de esas
personas, si llegaran a verse expuestas a una constante amenaza de desempleo, aceptarían de buena
gana una «política de población» que consiste en la eliminación regular de las personas
excedentarias, y cuántas, una vez que hubieran comprendido completamente su creciente
incapacidad para soportar las cargas de la vida moderna, se conformarían de buen grado con un
sistema que, junto con la espontaneidad, elimina la responsabilidad.
En otras palabras, aunque conocemos la forma de operar y la función específica de la Policía
secreta totalitaria, no sabemos cuán bien y hasta qué grado corresponde el «secreto» de esta
sociedad secreta a los deseos secretos y a las complicidades secretas de las masas de nuestro
tiempo.
3. DOMINACIÓN TOTAL
Los campos de concentración y exterminio de los regímenes totalitarios sirven como laboratorios
en los que se pone a prueba la creencia fundamental del totalitarismo de que todo es posible. En
comparación con éste, todos los demás experimentos revisten una importancia secundaria,
incluyendo aquellos realizados en el campo de la Medicina, cuyos horrores han sido detalladamente
expuestos en los procesos contra los médicos del III Reich, aunque resulta característico que tales
laboratorios fueran utilizados para experimentos de todo tipo.
La dominación total, que aspira a organizar la infinita pluralidad y la diferenciación de los seres
humanos como si la Humanidad fuese justamente un individuo, sólo es posible si todas y cada una
de las personas pudieran ser reducidas a una identidad nunca cambiante de reacciones, de forma tal
que pudieran intercambiarse al azar cada uno de estos haces de reacciones. El problema es fabricar
algo que no existe, es decir, un tipo de especie humana que se parezca a otras especies animales,
cuya única «libertad» consistiría en «preservar la especie»125. La dominación trata de lograr este
objetivo tanto a través del adoctrinamiento ideológico de las formaciones de élite como a través del
terror absoluto en los campos; y las atrocidades para las que son implacablemente empleadas las
124
Los nazis eran perfectamente conscientes del muro de incredulidad que rodeaba a su empresa. Un informe secreto de
Rosenberg acerca de la matanza de 5.000 judíos en 1943 declara explícitamente: «Imagínese que estos hechos llegaran
a ser conocidos al otro lado y explotados por ellos. Lo más probable es que semejante propaganda no tuviera efecto sólo
porque la gente que oye v lee acerca de eso simplemente no estaría dispuesta a creerlo» (Nazi Conspiracy, I, p. 1001).
125
En las Tischgespräche, Hitler menciona varias veces que él «[anhela] una condición en la que cada individuo sepa
que vive y muere para la preservación de su especie» (p. 349): «Una mosca pone millones de huevos, todos los cuales
perecen. Pero las moscas siguen existiendo.»
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formaciones de élite se han convertido, en realidad, en aplicación práctica del adoctrinamiento
ideológico —en terreno de pruebas en el que debe demostrarse éste— mientras que se supone que el
aterrador espectáculo de los mismos campos ha de proporcionar la comprobación «teórica» de la
ideo logía.
Los campos son concebidos no sólo para exterminar a. las personas y degradar a los seres
humanos; sino también para servir a los fantásticos experimentos de eliminar, bajo condiciones
científicamente controladas, a la misma espontaneidad como expresión del comportamiento
humano y de transformar a la personalidad humana en una simple cosa, algo que ni siquiera son los
animales; porque el perro de Pavlov, que, como sabemos, había sido preparado para comer no
cuando tuviera hambre, sino cuando sonara una campana, era un animal pervertido.
Bajo circunstancias normales esto no puede ser jamás llevado a cabo, porque la espontaneidad no
puede ser enteramente eliminada mientras que no sólo esté conectada con la libertad humana, sino
con la misma vida, en el sentido de estar uno simplemente vivo. Sólo en los campos de
concentración es posible semejante experimento, y por eso no son sólo la société la plus totalitaire
encore réalisée (David Rousset), sino la guía ideal social de dominación total en general. De la
misma manera que la estabilidad del régimen totalitario depende del aislamiento del mundo ficticio
del movimiento respecto del mundo exterior, así el experimento de dominación total en los campos
de concentración depende del aislamiento respecto del mundo de todos los demás, del mundo de los
vivos en general, incluso del mundo exterior de un país bajo dominación totalitaria. Este
aislamiento explica la irrealidad peculiar y la falta de credibilidad que caracteriza a todos los relatos
sobre los campos de concentración y que constituye una de las principales dificultades para la
verdadera comprensión de la dominación totalitaria, que permanece o desaparece al mismo tiempo
que la existencia de estos campos de concentración y de exterminio; porque, por improbable que
pueda parecer, tales campos son la verdadera institución central del poder organizador totalitario.
Existen numerosos informes de supervivientes126. Cuanto más auténticos son, menos tratan de
comunicar lo que rehúye la comprensión humana y la experiencia humana —los sufrimientos, es
decir, lo que transforma a los hombres en «animales que no se quejan»127. Ninguno de esos relatos
inspira a los hombres aquellas pasiones de ultraje y simpatía mediante las cuales se han sentido
siempre movilizados en pro de la justicia. Al contrario, cualquiera que hable o escriba acerca de los
campos de concentración es considerado como un sospechoso; y si quien habla ha regresado
decididamente al mundo de los vivos, él mismo se siente asaltado por dudas con respecto a su
verdadera sinceridad, como si hubiese confundido una pesadilla con la realidad128.
Esta duda de las personas respecto de sí mismas y respecto de la realidad de su propia
experiencia solamente revela lo que los nazis siempre habían sabido: que los hombres resueltos a
126
Los mejores informes sobre los campos nazis de concentración son los de DAVID ROUSSET, Les jours de notre
mort, París, 1947; EUGEN KOGON, op. cit.; BRUNO BETTELHEIM, «On Dachau and Buchenwald» (de mayo de
1938 a abril de 1939), en Nací Conspiracy, VII, pp. 824 y ss. Por lo que se refiere a los campos soviéticos de
concentración, véase la excelente compilación de informes de supervivientes po lacos, publicada bajo el título The Dark
Side of the Moon; también DAVID J. DALLIN, op. cit., aunque sus informaciones son a veces menos convincentes
porque proceden de «destacadas» personalidades inclinadas a redactar manifiestos y acusaciones.
127
The Dark Side of the Moon: la introducción subraya también esta peculiar falta de comunicación: «Recuerdan, pero
no se comunican.»
128
Véase especialmente BRUNO BETTELHEIM, op. cit. «Parecía como si yo hubiera llegado a convencerme de que,
de alguna manera, aquellas horribles y degradantes experiencias no me sucedían a “mí” como sujeto, sino a “mí” como
objeto. Esta experiencia fue corroborada por las declaraciones de otros presos... Era como si yo viera suceder cosas en
las que sólo participaba vagamente... “Esto no puede ser cierto, tales casos no suceden”... Los presos tenían que
convencerse de que todo aquello era real, que sucedía realmente y que no se trataba de una pesadilla. jamás Io lograron
por completo.»
Véase también ROUSSET, op. cit., p. 213. «“... los que no lo han visto con sus propios ojos no pueden creerlo.
¿Tomó usted mismo en serio los rumores sobre las cámaras de gas antes de venir hasta aquí?
—No —le dije.
—¿... ve? Bien, todos son como usted. Todos los de París, Londres, Nueva York, incluso en Birkenau, aquí mismo,
al lado mismo del crematorio... seguían mostrándose incrédulos cinco minutos antes de ser enviados al sótano del
crematorio...”»
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cometer crímenes hallarán oportuno organizarlos en la escala más vasta y más improbable. No sólo
porque ello torna inadecuados y absurdos todos los castigos proporcionados por el sistema legal,
sino porque la misma inmensidad de los crímenes garantiza que los asesinos, que proclaman su
inocencia con toda clase de mentiras, serán más fácilmente creídos que sus víctimas, quienes dicen
la verdad. Los nazis ni siquiera llegaron a considerar necesario reservarse para sí mismos este
descubrimiento. Hitler hizo publicar millones de ejemplares de su libro, en el que declaraba que
para tener éxito una mentira tiene que ser enorme —lo que no impidió que la gente le creyera,
como, de manera similar, la afirmación de los nazis, repetida ad nauseam, de que los judíos serían
exterminados como piojos (es decir, con gases venenosos), no impidió a nadie no creerles.
Existe una gran tentación de desembarazarse de lo intrínsecamente increíble por medio de
racionalizaciones liberales. En cada uno de nosotros acecha un liberal que nos halaga con la voz del
sentido común. El camino hacia la dominación totalitaria pasa por muchas fases intermedias, para
las cuales podemos hallar numerosos precedentes y analogías. El terror extrordinariamente
sangriento de la fase inicial de la dominación totalitaria sirve, desde luego, al propósito exclusivo de
derrotar a los adversarios y de hacer imposible toda oposición ulterior; pero el terror total comienza
sólo después de haber sido superada esta fase inicial y cuando el régimen ya no tiene nada que
temer de la oposición. En este contexto se ha señalado frecuentemente que en semejante caso los
medios se han convertido en el fin, pero ello es, después de todo, sólo un reconocimiento, bajo
paradójico disfraz, de que ya no se aplica la categoría de que «el fin justifica los medios», de que el
terror ha perdido su «finalidad», de que ya no son los medios los que asustan a la gente. Tampoco
basta ya la explicación de que la revolución, como en el caso de la francesa, está devorando a sus
propios hijos, porque el terror continúa incluso después de que haya sido devorado cada uno de los
que pudieran ser descritos en una capacidad o en otra como hijos de la revolución —las facciones
rusas, los centros de poder del partido, el Ejército y la burocracia. Muchos de los hechos que en
nuestros días se han convertido en especialidad del Gobierno totalitario son muy bien conocidos a
través del estudio de la Historia. Siempre ha habido guerras de agresión; las matanzas de las
poblaciones hostiles tras una victoria carecieron de frenos hasta que los romanos las mitigaron
introduciendo el parcere subjectis; a través de los siglos, el exterminio de las poblaciones nativas
corrió parejas con la colonización de las Américas, Australia y Africa; la esclavitud es una de las
más antiguas instituciones de la Humanidad, y todos los imperios de la antigüedad se hallaban
basados en el trabajo de los esclavos propiedad del Estado, que erigían sus edificios públicos. Ni
siquiera fueron invención de los movimientos totalitarios los campos de concentración. Emergieron
por vez primera durante la guerra de los boers, al comienzo del siglo, y siguieron siendo utilizados
en la Unión Sudafricana, tanto como en la India, para «elementos indeseables»; también aquí
hallamos por vez primera el término «custodia protectora», que fue más tarde adoptado por el III
Reich. Estos campos corresponden en muchos aspectos a los campos de concentración al comienzo
de la dominación totalitaria; eran utilizados para «sospechosos» cuyos delitos no podían ser
probados y que no podían ser sentenciados tras procesos legales ordinarios. Todo ello señala
claramente a los métodos totalitarios de dominación; todos éstos son elementos que se utilizan,
desarrollan y cristalizan sobre la base del principio nihilista de que «todo está permitido», que
heredaron y dieron por supuesto. Pero allí donde estas nuevas formas de dominación asumen su
estructura auténticamente totalitaria superan este principio, que sigue ligado a los motivos utilitarios
y al interés propio de los dominadores y penetran en un terreno que hasta ahora nos resultaba
completamente desconocido: el terreno donde «todo es posible». Y, de forma bastante
característica, éste es precisamente el terreno que no puede quedar limitado ni por motivos
utilitarios ni por el interés propio, cualquiera que sea el contenido de éste.
Lo que se insurge contra el sentido común no es el principio nihilista de que «todo está
permitido», que se hallaba ya contenido en la concepción utilitaria y decimonónica del sentido
común. Lo que el sentido común y la «gente normal» se niegan a creer es que todo sea posible129.
En la experiencia presente o recibida tratamos de comprender elementos que simplemente superan
129
El primero en comprender esto fue ROUSSET, en L'univers concentrationnaire, 1947.
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nuestra capacidad de comprensión. Tratamos de clasificar como criminal a algo para lo que, como
todos sentimos, no había sido concebida semejante categoría. ¿Qué significado tiene el concepto de
asesinato cuando nos enfrentamos con la producción en masa de cadáveres? Tratamos de
comprender el comportamiento psicológico de los internados en los campos de concentración y de
los hombres de las SS, cuando lo que debe comprenderse es que el verdadero espíritu puede ser
destruido sin llegar siquiera a la destrucción física del hombre; y que, desde luego, el espíritu, el
carácter y la individualidad, bajo determinadas circunstancias, sólo parecen expresarse por la
rapidez o la lentitud con la que se desintegran130 En cualquier caso, el resultado final es el hombre
inanimado, es decir, el hombre que ya no puede ser psicológicamente comprendido y cuyo retorno
al mundo psicológicamente humano o inteligiblemente humano de otra forma, se parece
estrechamente a la resurrección de Lázaro. Todas las declaraciones del sentido común, tanto si son
de naturaleza psicológica como sociológica, sirven sólo para animar a aquellos que sólo consideran
lo «superficial» de la «vida en el horror»131.
Si es cierto que los campos de concentración son la institución más consecuente de la
dominación totalitaria, la «vida en el horror» parecería indispensable para la comprensión del
totalitarismo. Pero la reminiscencia no puede lograr más de lo que logra el incomunicativo relato de
un testigo ocular. En ambos casos existe una tendencia inherente a apartarse de la experiencia;
instintiva o racionalmente, ambos tipos de relatos denotan la conciencia del abismo que separa al
mundo de los vivos del de los muertos vivos, de no poder proporcionar más que una serie de hechos
recordados que parecen tan increíbles a aquellos que los relatan como a quienes les escuchan. Sólo
pueden permitirse seguir pensando en esos horrores las temerosas imaginaciones de aquellos que se
han sentido conmovidos por semejantes hechos, pero que no los han sufrido en su propia carne, de
aquellos que, en consecuencia, se ven libres del terror bestial y desesperado que, cuando uno se
enfrenta con el terror presente y real, paraliza inexorablemente todo lo que no sea una simple
reacción. Tales pensamientos resultan útiles sólo para la percepción de los contextos politicos y
para la movilización de las pasiones políticas. La verdadera experiencia del horror, más que la
reflexión sobre tales horrores, es la que realmente puede determinar un cambio de personalidad de
cualquier clase que sea. La reducción de un hombre a un haz de reacciones le separa tan
radicalmente como una enfermedad mental de todo lo que dentro de él es personalidad o carácter.
Cuando, como Lázaro, surge de los muertos, halla su personalidad o carácter inalterados, justo
como él los dejó.
De la misma manera que el horror, o la vida en el horror, no puede provocar en los hombres un
cambio de carácter, no pueden hacer a los hombres mejores o peores, tampoco pueden convertirse
en la base de una comunidad o de un partido en su sentido más estrecho. Los intentos de construir
una élite europea con un programa de comprensión intraeuropea basada en la experiencia común
europea de los campos de concentración fracasaron de la misma manera que los intentos que
siguieron a la primera guerra mundial para extraer conclusiones políticas de la experiencia
internacional de la generación del frente. En ambos casos resultó que las mismas experiencias
solamente podían comunicar banalidades nihilistas132. Las consecuencias políticas, tales como el
pacifismo de la posguerra, por ejemplo, se derivaban del temor general a la guerra, no de la
experiencia de la guerra. En lugar de producir un pacifismo desprovisto de realidad, la percepción
de la estructura de las guerras modernas, guiadas y movilizadas por el miedo, podía haber
conducido a la comprensión de que la única norma para una guerra necesaria es la lucha contra las
condiciones bajo las cuales la gente ya no desea vivir, y nuestra experiencia sobre el infierno
atormentador de los campos totalitarios nos ha ilustrado muy bien acerca de la posibilidad de
130
ROUSSET, op. cit., p. 587.
Véase GEORGES BATAILLE, en Critique, enero de 1948, p. 72.
132
El libro de Rousset contiene muchos de tales «atisbos» sobre la «naturaleza» humana, basados principalmente en la
observación de que al cabo de un cierto tiempo la mentalidad de los internados es difícilmente distinguible de la de los
guardias del campo.
131
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semejantes condiciones133. Así, el temor a los campos de concentración y la resultante percepción
sobre la naturaleza de la dominación total pueden servir para invalidar todas las anticuadas
diferenciaciones políticas de la derecha a la izquierda y para introducir junto y sobre ellas el sistema
de medición más importante para juzgar los acontecimientos de nuestro tiempo, es decir, para
determinar si sirven o no sirven a la dominación totalitaria.
En cualquier caso, la imaginación temerosa tiene la gran ventaja de disolver las interpretaciones
sofístico-dialécticas de la política que se hallan basadas en la superstición de que algo bueno puede
resultar del mal. Semejante acrobacia dialéctica poseía una cierta apariencia de justificación
mientras que lo peor que un hombre podía infligir a un hombre era la muerte. Pero, como hoy
sabemos, la muerte es sólo un mal limitado. El asesino que mata a un hombre —a un hombre que en
cualquier caso tiene que morir—, todavía se mueve dentro de un terreno que nos es familiar, el de la
vida y el de la muerte; ambos tienen una necesaria conexión sobre la que se halla establecida la
dialéctica, incluso aunque no siempre se tenga conciencia de ello. El asesino deja un cadáver tras de
sí y no pretende que su víctima no haya existido nunca; si borra todos los rastros son los de su
propia identidad, y no los del recuerdo y del dolor de las personas que amaban a la víctima;
destruye una vida, pero no destruye el hecho de la misma existencia.
Los nazis, con la precisión que les caracterizaba, acostumbraban a registrar sus operaciones en
los campos de concentración con la rúbrica «bajo cubierta de la noche» (Nacht und Nebel). El
radicalismo de las medidas encaminadas a tratar a la gente como si nunca hubiera existido, y para
hacerla desaparecer en el sentido literal de la palabra, con frecuencia no resulta evidente a primera
vista, porque tanto el sistema alemán como el ruso no son uniformes, sino que consisten en una
serie de categorías en las que las personas son muy diferentemente tratadas. En el caso de
Alemania, tales categorías solían existir en el mismo campo, pero sin estar en contacto unas con
otras. Frecuentemente, el aislamiento entre las categorías era aún más estricto que el aislamiento
respecto del mundo exterior. Así, al margen de consideraciones raciales, los ciudadanos
escandinavos eran tratados por los alemanes durante la guerra de una forma completamente
diferente a la de los miembros de otros pueblos, aunque semejantes escandinavos fueran enemigos
declarados de los nazis. Los otros, a su vez, se dividían en dos grupos: el de aquellos cuyo
«exterminio» se hallaba fijado en la agenda para fecha inmediata (como en el caso de los judíos) o
podía esperarse en un futuro previsible (como en el caso de los polacos, los rusos y los ucranianos)
y el de aquellos que no se veían todavía afectados por instrucciones relativas a semejante «solución
final» general, como en el caso de los franceses y de los belgas. En Rusia, por otra parte, hemos de
distinguir tres sistemas más o menos independientes. En primer lugar, existen los grupos de
auténticos trabajadores forzados que viven en relativa libertad y son sentenciados a períodos
limitados. En segundo lugar, están los campos de concentración en los que el material humano es
implacablemente explotado y donde el índice de mortalidad resulta extraordinariamente elevado,
pero que se hallan esencialmente organizados para fines de trabajo. Y en tercer lugar, están los
campos de aniquilamiento, en donde los internados son sistemáticamente exterminados a través del
hambre y la ausencia de cuidados.
El horror auténtico de los campos de concentración y exterminio radica en el hecho de que los
internados, aunque consigan mantenerse vivos, se hallan más efectivamente aislados del mundo de
los vivos que si hubieran muerto, porque el terror impone el olvido. Aquí el homicidio es tan
impersonal como el aplastamiento de un mosquito. Cualquiera puede morir como resultado de la
tortura sistemática o de la inanición o porque el campo esté repleto y sea preciso liquidar el
superfluo material humano. De la misma manera, puede resultar que, por escasez de nuevos envíos
humanos, surja el peligro de la despoblación de los campos y se dé la orden de reducir a cualquier
precio el índice de mortalidad134. David Rousset tituló a su relato sobre el período pasado en un
133
Para evitar equívocos puede resultar apropiado añadir que con la intervención de la bomba de hidrógeno toda la
cuestión de la guerra ha experimentado un cambio decisivo. Un debate sobre esta cuestión supera, desde luego, los
límites del tema en este libro.
134
Esto sucedió en Alemania hacia finales de 1942, tras lo cual Himmler advirtió a todos los comandantes de campo
que «redujeran a cualquier precio el índice de mortalidad». Porque había resultado que, de los 136.000 recién enviados
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campo de concentración alemán Les Jours de notre mort, y, desde luego, sucede como si existiera
una posibilidad de dar permanencia al mismo proceso de morir y de imponer una condición en la
que tanto la muerte como la vida son efectivamente obstruidas por igual.
Es la aparición de algún mal radical, anteriormente desconocido por nosotros, la que pone fin a
la noción de desarrollo y transformación de cualidades. Aquí, no existen normas políticas ni
históricas ni simplemente morales, sino, todo lo más, la comprensión de que en la política moderna
hay implicado algo que realmente nunca debiera haberlo estado, tal como nosotros comprendemos a
la política, es decir, o todo o nada —todo ello significa una indeterminada infinidad de formas de
vida en común o nada, porque una victoria de los campos de concentración significaría para los
seres humanos el mismo destino inexorable que el empleo de la bomba de hidrógeno sería para el
destino de la raza humana.
No existen paralelos para la vida en los campos de concentración. Su horror nunca puede ser
abarcado completamente por la imaginación por la simple razón de que permanecen al margen de la
vida y de la muerte. Nunca puede ser totalmente descrito por la razón de que el superviviente
retorna al mundo de los vivos, lo que le hace imposible creer por completo en sus propias
experiencias pasadas. Es como si hubiera tenido que relatar lo sucedido en otro planeta, porque el
status de los internados para el mundo de los vivos, donde se supone que nadie sabe si tales
internados viven o han muerto, es tal como si jamás hubieran nacido. Por ello, todos los paralelos
crean confusión y distraen la atención de lo que es esencial. El trabajo forzado en las prisiones y en
las colonias penitenciarias, la deportación y la esclavitud parecen, por un momento, ofrecer
comparaciones válidas, pero en un examen más atento se advierte que no llevan a ninguna parte.
El trabajo forzado como castigo se halla limitado en el tiempo y en la intensidad. El condenado
conserva sus derechos sobre su cuerpo; no es absolutamente torturado ni es absolutamente
dominado. La deportación expulsa al deportado sólo de una parte del mundo a otra parte del mundo
también habitada por seres humanos; no le excluye por completo del mundo humano. A través de la
Historia, la esclavitud ha sido una institución dentro de un orden social; los esclavos no eran, como
son los internados en los campos de concentración, apartados de la vista y, por ello, de la protección
de sus semejantes. Como instrumentos de trabajo, tenían un precio definido, y como propiedad, un
valor definido. El internado en el campo de concentración no tiene precio, porque siempre puede ser
sustituido; nadie sabe a quién pertenece, porque nunca ha sido visto. Desde el punto de vista de una
sociedad normal es absolutamente superfluo, aunque en tiempos de aguda escasez de mano de obra,
como en Rusia y en Alemania durante la guerra, es empleado para el trabajo.
El campo de concentración como institución no fue establecido en beneficio de cualquier posible
rendimiento laboral; la única función económica permanente en el campo ha sido la financiación de
su propio aparato supervisor; así, desde el punto de vista económico, los campos de concentración
existen principalmente en su propio beneficio. Cualquier trabajo que haya sido realizado hubiera
podido ser acometido mejor y a menor precio bajo condiciones diferentes135. Especialmente Rusia,
a los campos, 70.000 habían muerto ya al llegar a los campos o perecieron inmediatamente después (véase Nazi
Conspiracy, IV, anexo II). Ulteriores informes de los campos de la Rusia soviética confirman que después de 1949 —es
decir, cuando todavía vivía Stalin, el índice de mortalidad en los campos de concentración, que anteriormente había
llegado a ser del 60 por 100 de los internados, fue sistemáticamente reducido, presumiblemente en razón de una escasez
general y aguda de mano de obra en la Unión Soviética. No debe confundirse a este mejoramiento en las condiciones de
vida con la crisis del régimen tras la muerte de Stalin, que, característicamente, fue primeramente advertida en los
campos de concentración (véase Grenzen der Sowjetmacht, de WILHELM STARLINGER, Würzburg, 1955).
135
Véase KOGON, op. cit., p. 58: «Una gran parte de trabajo realizado en los campos de concentración carecía de
utilidad, o bien era superfluo, o había sido tan mal proyectado que tenía que ser realizado dos o tres veces.» También
BETTELHEIM, op. cit., pp. 831 y 832: «Especialmente los nuevos internados eran obligados a realizar tareas carentes
de sentido... Se sentían envilecidos... y preferían trabajar aún más duramente para producir algo útil...» Incluso
DALLIN, que basó todo su libro en la tesis de que el propósito de los campos rusos era lograr trabajo barato, se ve
forzado a reconocer la deficiencia del trabajo de los campos (op. cit., p. 105) .
Las teorías corrientes sobre el sistema ruso de campos como medida económica para proporcionar una aportación de
trabajo barato quedarían claramente refutadas si resultaran ser ciertas las recientes noticias acerca de amnistías en masa
y la abo lición de los campos de concentración. Porque, si los campos han servido para una importante finalidad
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cuyos campos de concentración son principalmente descritos como campos de trabajo forzado
porque la burocracia soviética ha decidido dignificarles con este nombre, revela más claramente que
el trabajo forzado no es la cuestión primaria; el trabajo forzado es la condición normal de todos los
trabajadores rusos, que carecen de libertad de movimientos y pueden ser arbitrariamente reclutados
para trabajar en cualquier sitio y en cualquier momento. La inverosimilitud de los horrores está
estrechamente ligada a su inutilidad económica. Los nazis condujeron esta inutilidad hasta el grado
de una franca antiutilidad cuando en plena guerra, a pesar de la escasez de materiales de
construcción y de material rodante, establecieron enormes y costosas fábricas de exterminio y
transportaron a millones de personas de un lado para otro136. A los ojos de un mundo estrictamente
utilitario, la contradicción obvia entre estos actos y la conveniencia militar proporcionaban a toda la
empresa un aire de enloquecida irrealidad.
Esta atmósfera de enloquecimiento e irrealidad, creada por una aparente falta de objetivo, es el
verdadero telón de acero que oculta todas las formas de los campos de concentración de las miradas
del mundo. Vistos desde fuera, esos campos y las cosas que suceden en esos campos pueden ser
descritas sólo mediante imágenes extraídas de una vida posterior a la muerte, es decir, de una vida
desprovista de cualquier propósito terrenal. Los campos de concentración pueden ser correctamente
divididos en tres tipos, correspondientes a las tres concepciones básicas occidentales de la vida
después de la muerte, Hades, Purgatorio e Infierno. Al Hades corresponden esas formas
relativamente suaves, antaño populares en los países no totalitarios, para apartar del camino a los
elementos indeseables de todo tipo —refugiados, apátridas, asociales y parados-; como los campos
de personas desplazadas, que no son nada más que campos para personas que se han tornado
superfluas y molestas, sobrevieron a la guerra. El Purgatorio queda representado por los campos de
trabajo de la Unión Soviética, donde la desatención queda combinada con un caótico trabajo
forzado. El Infierno, en el sentido más literal, fue encarnado por aquellos tipos de campos
perfeccionados por los nazis, en los que toda la vida se hallaba profunda y sistemáticamente
organizada con objeto de proporcionar el mayor tormento posible.
Los tres tipos tienen algo en común: las masas humanas apartadas en esos campos son tratadas
como si ya no existieran, como si lo que les sucediera careciera de interés para cualquiera, como si
ya estuviesen muertas y algún enloquecido espíritu maligno se divirtiera en retenerlas durante cierto
tiempo entre la vida y la muerte antes de admitirlas en la paz eterna.
No son tanto las alambradas como la irrealidad expertamente manufacturada de aquellos a
quienes cercan lo que provoca tan enormes crueldades y, en definitiva, hace parecer al exterminio
una medida perfectamente normal. Todo lo que se ha hecho en los campos es conocido del mundo
de las fantasías perversas y malignas. Lo difícil de comprender es que, como tales fantasías, estos
horribles crímenes se desarrollen en un mundo fantasmal que, sin embargo, se ha materializado, por
así decirlo, en un mundo que está completo y que posee todos los datos sensibles de la realidad,
pero que carece de esa estructura de consecuencia y de responsabilidad sin la cual la realidad sigue
siendo para nosotros una masa de datos incomprensibles. El resultado es que se ha establecido un
lugar donde los hombres pueden ser torturados y asesinados y, sin embargo, ni los atormentadores
ni los atormentados, y menos aún los que se hallan fuera, pueden ser conscientes de que lo que está
sucediendo es algo más que un cruel juego o un sueño absurdo137.
Las películas que los aliados presentaron en Alemania y en todas partes después de la guerra
demostraron claramente que esa atmósfera de insania y de irrealidad no quedaba disipada por el
económica, el régimen no se podría haber permitido, desde luego, su rápida liquidación sin graves consecuencias para
todo el sistema eco nómico.
136
Aparte de los millones de personas a quienes los nazis trasladaron a los campos de exterminio, ensayaron
constantemente nuevos planes de colonización: transportaron a alemanes de Alemania o de los territorios ocupados
hasta el Este, con propósitos de colonización. Este fue, desde luego, un serio obstáculo a las acciones militares y a la
explotación económica. Por lo que se refiere a las numerosas discusiones sobre estos temas y al constante conflicto
entre la jerarquía civil nazi en los territorios ocupados en el Este y la jerarquía de las SS, véase especialmente el
volumen XXIX de Trial of the Major War Criminels, Nuremberg, 1947.
137
BETTELHEIM, op. cit., señala que los guardias de los campos observaban una actitud respecto de la atmósfera de
irrealidad, similar a la de los mismos internados.
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puro reportaje. Para el observador sin prejuicios, estas imágenes son tan convincentes como las
fotografías de sustancias misteriosas, tomadas en sesiones espiritistas138. El sentido común
reaccionaba ante los horrores de Buchenwald y Auschwitz con este argumento plausible: «¡Qué
crimen no habrían cometido éstos cuando les hicieron tales cosas! »; o en Alemania y en Austria,
entre el hambre, la superpoblación y el odio generalizado: « ¡Lástima que dejáramos de gasear a los
judíos!»; y en todas partes, con ese escéptico encogimiento de hombros que aguarda a la
propaganda ineficaz.
Si la propaganda de la verdad no logra convencer a la persona media porque resulta demasiado
monstruosa, es positivamente peligrosa para aquellos que saben por su propia imaginación lo que
son capaces de hacer y que por ello se muestran perfectamente deseosos de creer en la realidad de lo
que han visto. Súbitamente se torna evidente que cosas que durante miles de años la imaginación
humana había apartado a un lugar más allá de la competencia humana, pueden ser logradas aquí
mismo, en la Tierra; que el Infierno y el Purgatorio, e incluso una sombra de su duración perpetua,
pueden lograrse mediante los más modernos métodos de destrucción y terapia. Para estas personas
(que en cualquier gran ciudad son más numerosas de lo que nos gustaría reconocer), el infierno
totalitario demuestra sólo que el poder del hombre es más grande de lo que se habían atrevido a
pensar y que el hombre puede hacer realidad diabólicas fantasías sin que el cielo se caiga o la tierra
se abra.
Estas analogías, repetidas en muchos relatos del mundo de los moribundos139, parecen expresar
más que un desesperado intento de decir lo que está fuera del terreno de la expresión humana. Nada
distingue quizá tan radicalmente a las modernas masas de las de siglos anteriores como la pérdida
de la fe en un Juicio Final: los peores han perdido su temor y los mejores han perdido su esperanza.
Incapaces de vivir sin temor y sin esperanza, estas masas se sienten atraídas por cualquier esfuerzo
que parezca prometer la fabricación humana del Paraíso que ansiaban y del Infierno que temían. De
la misma manera que las características popularizadas de la sociedad sin clases de Marx tienen una
ridícula semejanza con la Edad Mesiánica, así la realidad de los campos de concentración a nada se
parece tanto como a las imágenes medievales del Infierno.
Lo único que no puede reproducirse es lo que hace tolerables al hombre las concepciones
tradicionales del Infierno: el Juicio Final, la idea de una norma absoluta de justicia combinada con
la posibilidad infinita de gracia. Porque en la consideración humana no hay crimen ni pecado
proporcionado a los tormentos eternos del Infierno. De ahí el desconcierto del sentido común, que
pregunta: ¿Qué crimen habrán cometido estas perso nas para sufrir tan inhumanamente? De ahí la
absoluta inocencia de las víctimas: ningún hombre se merecía esto. De ahí, finalmente, el grotesco
azar por el que son elegidas las víctimas de los campos de concentración para el perfecto estado de
terror: semejante «castigo» puede ser infligido a cualquiera, con igual justicia e injusticia.
En comparación con el insano resultado final —la sociedad del campo de concentración—, el
proceso por el que los hombres son preparados para este fin y los métodos por los que los
individuos son adaptados a estas condiciones resultan transparentes y lógicos. La insana fabricación
en masa de cadáveres es precedida por la preparación histórica y políticamente inteligible de los
cuerpos vivos. El impulso y, lo que es más importante, el tácito asentimiento a semejantes
condiciones sin precedentes, son producto de aquellos acontecimientos que en el período de
desintegración política, repentina e inesperadamente, dejaron a centenares de miles de seres
138
Es de alguna importancia comprender que todas las imágenes de los campos de concentración resultan engañosas en
tanto que muestran a los campos en sus últimas fases, en el momento en que entraban las tropas aliadas. No existían
campos de la muerte en la propia Alemania y todo eI equipo de exterminio había sido ya desmantelado. Por otra parte,
lo que provocó el horror de los aliados principalmente y lo que da a las películas su horror especial —es decir, la vista
de los esqueletos humanos— no era en absoluto típico de los campos de concentración alemanes; el exterminio era
sistemáticamente realizado por gas, no por hambre. La condición de los campos era resultado de los acontecimientos
bélicos durante los últimos meses: Himmler había ordenado la evacuación de todos los campos de exterminio en el
Este; en consecuencia, los campos alemanes se veían abarrotados y él carecía ya de poder para asegurar el suministro de
alimentos en Alemania.
139
ROUSSET, op. cit., passim, subrayó que la vida en un campo de concentración era, simplemente, un proceso de
prolongación de la agonía.
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humanos sin hogar, sin patria, fuera de la ley e indeseables, mientras que millones de seres humanos
se tornaban económicamente superfluos y so cialmente onerosos merced al desempleo. Ello a su
vez sólo podía suceder porque los Derechos del Hombre, que nunca habían sido filosóficamente
establecidos, sino simplemente formulados, que nunca habían sido políticamente garantizados, sino
simplemente proclamados, habían perdido toda validez en su forma tradicional.
El primer paso esencial en el camino hacia la dominación total es matar en el hombre a la
persona jurídica. Ello se logra, por un lado, colo cando a ciertas categorías de personas fuera de la
protección de la ley y obligando al mismo tiempo al mundo no totalitario, a través del instrumento
de desnacionalización, al reconocimiento de la ilegalidad; ello se logra, por otro lado, situando al
campo de concentración fuera del sistema penal normal y seleccionando a sus internados fuera del
procedimiento judicial normal en el que a un delito definido corresponde una pena previsible. Así,
los delincuentes, que por otras razones son un elemento esencial en la sociedad del campo de
concentración, sólo son enviados habitualmente a un campo para completar su sentencia de cárcel.
Bajo todas las circunstancias, la dominación totalitaria trata de que las categorías reunidas en el
campo —judíos, portadores de enfermedades, representantes de las clases moribundas— hayan
perdido ya su capacidad tanto para la acción normal como para la delictiva. Propagandísticamente,
esto significa que la «custodia protectora» es considerada como una «medida policial
preventiva»140, es decir, como una medida que priva a las personas de su capacidad de actuar. Las
desviaciones de esta norma en Rusia deben ser atribuidas a la catastrófica escasez de prisiones y a
un deseo, hasta ahora no realizado, de transformar todo el sistema penal en un sistema de campos de
concentración141.
La inclusión de delincuentes es una necesidad para hacer plausible la afirmación propagandística
del movimiento según la cual la institución existe para los elementos asociales142. Los delincuentes
no pertenecen propiamente a los campos de concentración, aunque sólo sea porque es más difícil
matar a la persona jurídica en un hombre que es culpable de algún delito que en una persona
totalmente inocente. Si constituyen una categoría permanente entre los internados, es una concesión
del Estado totalitario a los prejuicios de la sociedad, que puede de esta manera acostumbrarse más
fácilmente a la existencia de los campos. Por otra parte, para mantener intacto el sistema mismo del
campo es esencial mientras que haya en el país un sistema penal, que los delincuentes sean enviados
a los campos sólo tras la conclusión de su sentencia, es decir, cuando tienen derecho a su libertad.
Bajo circunstancia alguna debe convertirse el campo de concentración en un castigo calculable para
delitos definidos.
La amalgama de delincuentes con todas las restantes categorías posee además la ventaja de hacer
aún más horriblemente evidente a los que lleguen después que han aterrizado en el más bajo nivel
de la sociedad. Pronto resulta, verdaderamente, que tienen todas las razones para envidiar al ladrón
o al asesino más bajos; pero, mientras tanto, el bajo nivel es un buen comienzo. Además, constituye
un medio efectivo de disimulo: esto sucede sólo a los delincuentes y no pasa nada peor que lo que
merecidamente les pasa a los delincuentes.
En todas partes los delincuentes constituyen la aristocracia de los campos. (En Alemania, durante
la guerra, fueron sustituidos como grupo dirigente por los comunistas, porque ni siquiera podía
realizarse un mínimo de trabajo racional bajo las condiciones caóticas creadas por una
administración de delincuentes. Esto fue simplemente una transformación temporal de los campos
140
MAUNZ, op. cit., p. 50, insiste en que los delincuentes nunca debieran ser enviados a los campos durante el tiempo
de encarcelamiento que les impuso su sentencia.
141
La escasez de espacio carcelario en Rusia fue tal que en el año 1925-1926 sólo pudieron ser cumplidas un 36 por 100
de las sentencias de los tribunales (véase DALLIN, op. cit., pp. 158 y ss.).
142
«La Gestapo y las SS concedieron siempre una gran importancia a la mezcla de las categorías de internados en sus
campos. No hubo campo alguno en el que todos los internados pertenecieran a una sola categoría» (KOGON, op. cit., p.
19).
En Rusia también era costumbre, desde el principio, mezclar a los presos políticos con los comunes. Durante los
primeros diez años del poder soviético, los grupos políticos de izquierda disfrutaron de ciertos privilegios; sólo tras el
completo desarrollo del carácter totalitario del régimen «después del final de los años veinte, los presos políticos fueron
oficialmente tratados como inferiores a los presos comunes» (DALLIN, op. cit., pp. 177 y ss.).
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de concentración en campos de trabajos forzados, fenómeno profundamente atípico de limitada
duración)143. Lo que coloca a los delincuentes a la cabeza no es tanto la afinidad entre el personal
supervisor y los elementos delictivos (en la Unión Soviética los supervisores son aparentemente,
como eran las SS, una élite especialmente preparada para cometer crímenes)144 como el hecho de
que sólo los criminales han sido enviados al campo en relación con alguna actividad definida. Ellos
al menos saben por qué están en un campo de concentración y por eso han conservado un resto de
su persona jurídica. Para los políticos esto es sólo subjetivamente cierto; sus acciones, en tanto que
sean tales y no simples opiniones o sospechas de alguien o afiliación accidental a un grupo
políticamente desaprobado, no se hallan como norma alcanzadas por el sistema legal normal del
país ni están jurídicamente definidas145.
A la amalgama de políticos y de delincuentes con que comenzaron los campos de concentración
en Rusia y en Alemania se añadió, en una fecha temprana, un tercer elemento que había de
constituir pronto la mayoría de todos los internados en los campos de concentración. Este grupo
más numeroso consistió desde entonces en personas cuyos actos en manera alguna, tanto en su
propia conciencia como en la de sus atormentadores, guardaban relación con su detención. En
Alemania, a partir de 1938, este elemento se hallaba representado por masas de judíos. En Rusia,
por cualquier grupo que, por una razón que nada tenía que ver con sus acciones, había caído en
desgracia ante las autoridades. Estos grupos, inocentes en todos los sentidos, son los más
convenientes para la profunda experimentación de expolio y destrucción de la persona jurídica y por
ello ambos constituyen cualitativa y cuantitativamente la categoría más esencial de la población del
campo. Este principio fue más completamente realizado en las cámaras de gas, que, aunque sólo
fuera por su enorme capacidad, no podían ser concebidas para casos individuales, sino sólo para las
personas en general. En este contexto, el diálogo siguiente resume la situación del individuo:
«¿Puedo preguntar con qué objeto existen las cámaras de gas?» «¿Para qué has nacido?»146. Es este
tercer grupo de los totalmente inocentes el que, en cualquier caso, lleva la peor parte en los campos.
Los delincuentes y los políticos son asimilados a esta categoría y, privados así de la protección
distintiva que procede de haber hecho algo, quedan profundamente expuestos a lo arbitrario. El
objetivo último, parcialmente logrado en la Unión Soviética y claramente indicado en las últimas
fases del terror nazi, es tener a toda la población del campo compuesta de esta categoría de personas
inocentes.
En contraste con el completo azar por el que se seleccionan los internados, carecen de
significado en sí mismas, pero resultan útiles a la organización las categorías en las que usualmente
son devididos a su llegada. En los campos alemanes había delincuentes, políticos, elementos
asociales, transgresores religiosos y judíos, distinguidos todos mediante una insignia. Cuando los
franceses establecieron campos de concentración tras la guerra civil española, introdujeron
inmediatamente la típica amalgama totalitaria de políticos con delincuentes e inocentes (en este
caso, los apátridas), y, a pesar de su inexperiencia, revelaron una notable inventiva, creando
categorías sin significado para los internados147. Concebida originalmente para impedir cualquier
desarrollo de la solidaridad entre los internados, esta técnica resultó especialmente valiosa, porque
nadie podía saber si su propia categoría era mejor o peor que la de otro. En Alemania, este edificio
143
El libro de Rousset adolece de una sobreestimación de la influencia de los comunistas alemanes, que dominaron la
administración interna de Buchenwald durante la guerra.
144
Véase, por ejemplo, el testimonio de Mrs. BUBER-NEUMANN (ex esposa del comunista alemán Heinz Neumann),
que sobrevivió a los campos de concentración soviéticos y alemanes: «Los rusos nunca... patentizaron la vena sádica de
los nazis... Nuestros guardianes rusos eran hombres decentes y no sádicos, pero cumplían fielmente las exigencias del
inhumano sistema» (Under Two Dictators).
145
BRUNO BETTELHEIM, «Behavior in Extreme Situations», en Journal of Abnormal and Social Psychology, vol.
XXXVIII, n.° 4, 1943, describe la estima que por sí mismos sienten los presos comunes y los políticos, en comparación
con quienes nada han hecho. Estos últimos «eran menos capaces de soportar el choque inicial» y los primeros en
desintegrarse. Bettelheim culpa de ello a su procedencia de la clase media.
146
ROUSSET, op. cit., p. 71.
147
Por lo que se refiere a las condiciones en los campos de concentración franceses, véase ARTHUR KOESTLER,
Scum of the Earth, 1941.
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eternamente cambiante, aunque pedantescamente organizado, recibió una apariencia de solidez por
el hecho de que en todas y cada una de las circunstancias los judíos eran la categoría más baja. La
parte más horrible y grotesca de todo esto estribaba en que los internados se identificaban con estas
categorías, como si representasen un último y auténtico vestigio de su persona jurídica. Incluso si
despreciamos todas las demás circunstancias, no es extraño que un comunista de 1933 saliera de los
campos más comunista de lo que había entrado; un judío, más judío, y, en Francia, la esposa de un
soldado de la Legión Extranjera, más convencida del valor de la Legión Extranjera; parece como si
estas categorías prometieran algún último jirón de previsible trato, como si encarnasen alguna
identidad jurídica última y por eso más fundamental.
Mientras que la clasificación de los internados por categorías es sólo una medida táctica y de
organización, la selección arbitraria de las víctimas indica el principio esencial de la institución. Si
los campos de concentración hubiesen dependido de la existencia de adversarios políticos,
difícilmente habrían sobrevivido a los primeros años de los regímenes totalitarios. Basta sólo con
echar una mirada al número de internados en Buchenwald en los años posteriores a 1936 para
comprender cuán absolutamente necesario era el elemento del inocente para la existencia
continuada de los campos. «Los campos hubieran concluido si al efectuar sus detenciones la
Gestapo hubiese considerado sólo el criterio de la oposición»148, y hacia el final de 1937,
Buchenwald, con menos de mil internados, se hallaba próximo al cierre hasta que los pogroms de
noviembre llevaron a más de veinte mil nuevos internados149. En Alemania, este elemento de la
inocencia era proporcionado en vasto número por los judíos a partir de 1938; en Rusia consistió en
grupos de población, tomados al azar, caídos en desgracia por alguna razón enteramente
desconectada de sus acciones150. Pero, si bien en Alemania no se estableció hasta 1938 el tipo
verdaderamente totalitario de campo de concentración con su enorme mayoría de internados
completamente «inocentes», en Rusia tales campos se remontan a los primeros años de la década de
los años 30, dado que hasta 1930 la mayoría de la población de los campos de concentración
todavía estaba integrada por delincuentes, contrarrevolucionarios y «políticos» (lo que en este caso
significaba miembros de las facciones desviacionistas). Desde entonces ha habido tantas personas
inocentes en los campos, que es difícil clasificarlas —personas que tenían algún tipo de contacto
con un país extranjero, rusos de origen polaco (especialmente entre 1936 y 1938), campesinos cuyas
aldeas, por alguna razón económica., habían sido liquidadas; nacionalidades deportadas, soldados
desmovilizados del Ejército Rojo que pertenecieron a regimientos que habían permanecido largo
tiempo en el exterior como fuerzas de ocupación o habían caído prisioneros de guerra de los
alemanes, etc. Pero para el sistema de campos de concentración, la existencia de oposición política
es sólo un pretexto, y el fin del sistema no se logra cuando, incluso bajo el más monstruoso terror, la
población se torna voluntariamente coordinada, es decir, cuando abandona sus derechos políticos.
El propósito de un sistema arbitrario es destruir los derechos civiles de toda la población, que en
definitiva se torna tan fuera de la ley en su propio país como los apátridas y los que carecen de un
hogar. La destrucción de los derechos del hombre, la muerte en el hombre de la persona jurídica, es
un prerrequisito para dominarle enteramente. Y ello se aplica no sólo a categorías especiales, tales
como las de delincuentes, adversarios políticos, judíos, homosexuales., sobre quienes se realizaron
los primeros experimentos, sino a cada habitante de un Estado totalitario. El asentimiento libre
resulta tan obstaculizador para la dominación total como la libre oposición151. La detención
148
KOGON, op. cit., p. 6.
Véase Nazi Conspiracy, IV, pp. 800 y ss.
150
BECK y GODIN, op. cit., declaran explícitamente que los «adversarios constituían una proporción relativamente
pequeña de la población penitenciaria [rusa]» (página 87) y que no existía relación de ningún tipo entre «un
internamiento de un hombre y cualquier delito» (p. 95).
151
BRUNO BETTELHEIM, «On Dachau and Buchenwald», cuando analiza el hecho de que la mayoría de los
internados «hubieran hecho la paz con los valores de la Gestapo» subraya que «esto no fue resultado de la propaganda...
La Gestapo insistía en que de cualquier manera les impediría expresar sus sentimientos» (pp. 834 y 835).
Himmler prohibió explícitamente en los campos la propaganda de cualquier tipo. «La educación consiste en
disciplina, jamás en tipo alguno de instrucción sobre una base ideológica.» «Sobre la organización y las obligaciones de
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arbitraria de las personas inocentes destruye la validez del asentimiento libre, como la tortura —a
diferencia de la muerte— destruye la posibilidad de la oposición.
Cualquier restricción, incluso la más tiránica, a esta arbitraria persecución de ciertas opiniones de
una naturaleza religiosa o política, de ciertos modos de comportamiento intelectual, erótico o social,
de ciertos «delitos» recientemente inventados, haría superfluos los campos, porque, a la larga,
ninguna actitud ni ninguna opinión pueden soportar la amenaza de semejante horror; y, sobre todo,
daría paso a un nuevo sistema de justicia que, dado cualquier tipo de estabilidad, no podría dejar de
producir en el hombre una nueva persona jurídica, que eludiría la dominación totalitaria. La llamada
Volksnutzen de los nazis, constantemente fluctuante (porque es útil hoy lo que puede ser perjudicial
mañana), y la eternamente cambiante línea del partido en la Unión Soviética, que, siendo
retroactiva, casi diariamente convierte a nuevos grupos de población en candidatos a los campos de
concentración, son la única garantía de la existencia continuada de los campos y, por eso, del
expolio total y continuado del hombre.
El siguiente paso decisivo en la preparación de los cadáveres vivos es el asesinato de la persona
moral en el hombre. Ello se realiza, en general, haciendo imposible el martirio por primera vez en la
Historia: «¿Cuántas personas creen aquí todavía que una protesta ha tenido nunca una importancia
histórica?» Este escepticismo es la auténtica obra maestra de las SS, su gran realización. Han
corrompido toda solidaridad humana. Aquí la noche ha caído sobre el futuro. Cuando ya no quedan
testigos, no puede haber testimonio. Manifestarse cuando ya no puede ser pospuesta la muerte es un
intento de dar a la muerte un significado, de actuar más allá de la propia muerte de uno. Para tener
éxito, un gesto debe poseer un significado social. Aquí somos centenares de miles, todos viviendo
en una absoluta soledad. Por eso es por lo que estamos sometidos a todo lo que pueda suceder»152.
Los campos y el asesinato de los adversarios políticos son sólo parte de un olvido organizado
que no sólo alcanza a los portadores de la opinión pública, escrita u oral, sino que se extiende
incluso a la familia y a los amigos de la víctima. Están prohibidos el dolor y el recuerdo. En la
Unión Soviética una mujer presentará una demanda de divorcio inmediatamente después de la
detención de su marido para salvar las vidas de sus hijos; y si su marido regresa, le arrojará
indignada de la casa153. Hasta ahora el mundo occidental, incluso en sus más negros períodos,
siempre otorgó al enemigo muerto el derecho a ser recordado como un reconocimiento evidente por
sí mismo del hecho de que todos somos hombres (y solamente hombres). Sólo porque Aquiles
accedió a la celebración de los funerales de Héctor, sólo porque los más despóticos Gobiernos
honraron al enemigo muerto, sólo porque los romanos permitieron a los cristianos escribir su
martirologio, sólo porque la Iglesia mantuvo a sus herejes vivos en el recuerdo de los hombres, es
por lo que nunca se perdió ni jamás se podrá perder su memoria. Los campos de concentración,
tornando en sí misma anónima la muerte (haciendo imposible determinar si un prisionero está
muerto o vivo), privaron a la muerte de su significado como final de una vida realizada. En un
cierto sentido arrebataron al individuo su propia muerte, demostrando por ello que nada le
pertenecía y que él no pertenecía a nadie. Su muerte simplemente pone un sello sobre el hecho que
en realidad nunca haya existido.
Este ataque contra la persona moral podía todavía haber quedado neutralizado por la conciencia
del hombre que le dice que es mejor morir como víctima que vivir como burócrata de la muerte. El
terror totalitario obtuvo su más terrible triunfo cuando logró apartar a la persona moral del escape
individualista y hacer que las decisiones de la conciencia fueran absolutamente discutibles y
equívocas. Cuando un hombre se enfrenta con la alternativa de traicionar y de matar así a sus
amigos o de enviar a la muerte a su mujer y a sus hijos, de los que es responsable en cualquier
sentido; cuando incluso el suicidio significaría la muerte inmediata de su propia familia, ¿cómo
puede decidir? La alternativa ya no se plantea entre el bien y el mal, sino entre el homicidio y el
homicidio. ¿Quién podría resolver el problema moral de la madre griega a quien los nazis
las SS y de la Policía, en National-Politischer Lehrgang der Wehrmacht, 1937. Cita de Nazi Conspiracy, IV, pp. 616 y
ss.
152
ROUSSET, op. cit., p. 464.
153
Véase el informe de Sergei Malajov, en DALLIN, op. cit., pp. 20 y ss.
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permitieron decidir cuál de sus tres hijos tendría que ser muerto?154
A través de la creación de condiciones bajo las cuales la conciencia deja de hallarse adecuada y
el hacer el bien se torna profundamente imposible, la complicidad conscientemente organizada de
todos los hombres en los crímenes de los regímenes totalitarios se extiende a las víctimas y así se
torna realmente total. Los hombres de las SS implicaron en sus crímenes a los internados en los
campos de concentración —delincuentes, políticos y judíos—, haciéndoles responsables de gran
parte de la administración, enfrentándoles de esa manera con el desesperanzador dilema de si enviar
a sus amigos a la muerte o si ayudar a matar a otros hombres que resultaban serles extraños y, en
cualquier caso, obligándoles a comportarse como asesinos155. El hecho no es sólo que el odio fuera
desviado de quienes eran culpables (los Kapos eran más odiados que los hombres de las SS), sino
que se hallara constantemente enturbiada la línea divisoria entre el perseguidor y el perseguido,
entre el asesino y su víctima156.
Una vez que ha sido muerta la persona moral, lo único que todavía impide a los hombres
convertirse en cadáveres vivos es la diferenciación del individuo, su identidad única. En un
ambiente estéril, semejante individualidad puede ser preservada a través del estoicismo persistente y
es cierto que, bajo la dominación totalitaria, muchos hombres se han refugiado y siguen
refugiándose cada día en este absoluto aislamiento de una personalidad sin derechos o conciencia.
No hay duda de que esta parte de la persona humana, precisamente porque depende tan
esencialmente de la Naturaleza y de las fuerzas que no pueden ser controladas por la vo luntad, es la
más difícil de destruir (y cuando resulta destruida es más fácilmente reparada)157.
Los métodos para tratar con esta unicidad de la persona humana son numerosos y no
intentaremos enumerarlos. Comienzan con las monstruosas condiciones de los transportes a los
campos, cuando centenares de seres humanos son hacinados desnudos en un vagón de ganado,
prácticamente soldados entre sí y trasladados durante días y días de una a otra parte del país;
continúan con la llegada al campo, el bien organizado shock de las primeras horas, el rasurado de la
cabeza, la grotesca indumentaria del campo; y concluyen con las torturas profundamente
inimaginables, calculadas no para matar al cuerpo, en cualquier caso no para matarle rápidamente.
El propósito de estos métodos, en todas las ocasiones, es manipular el cuerpo humano —con sus
infinitas posibilidades de sufrimiento— de tal manera que sea destruida tan inexorablemente la
persona humana como lo consiguen ciertas enfermedades mentales de origen orgánico.
Es aquí donde se torna más evidente la profunda insania de todo el proceso. La tortura, desde
luego, es una característica esencial de toda la Policía y de todo el aparato judicial totalitarios; es
empleada cada día para hacer hablar a la gente. Este tipo de tortura, como persigue un objetivo
definido y racional, posee ciertas limitaciones: o bien el prisionero habla al cabo de cierto tiempo, o
es muerto. A esta tortura, racionalmente dirigida, se añadió en los primeros campos de
concentración nazis y en las celdas de la Gestapo otra tortura irracional y de tipo sádico. Utilizada
en su mayor parte por los hombres de las SA, no perseguía objetivos ni era sistemática, sino que
dependía de la iniciativa de elementos considerablemente anormales. La mortalidad era tan alta que
sólo unos pocos internados de los campos de concentración de 1933 sobrevivieron a aquellos
primeros años. Este tipo de tortura parecía ser no tanto una calculada institución política como una
concesión del régimen a sus elementos criminales y anormales, que eran así premiados por los
servicios prestados. Tras la ciega bestialidad de los hombres de las SA existía a menudo un odio y
un resentimiento profundos contra los que social, intelectual o físicamente eran mejores que ellos,
154
Véase ALBERT CAMUS, en Twice a Year, 1947.
El libro de ROUSSET, op. cit., consiste ampliamente en discusiones de los presos acerca de este dilema.
156
BETTELHEIM, op. cit., describe el proceso por el que los guardias, tanto como los internados, se tornaban
«condicionados» a la vida del campo y temían regresar al mundo exterior.
Por eso, ROUSSET tiene razón cuando insiste que la verdad es que «la víctima y el ejecutor son igualmente
innobles; la lección de los campos es la hermandad de la abyección» (p. 588).
157
BETTELHEIM, op. cit., describe cómo «la preocupación principal de los recién internados parecía ser la de
permanecer intactos como personalidad» mientras que el problema de los internados veteranos era «cómo vivir lo mejor
posible dentro del campo».
155
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quienes ahora, como si se hubiesen hecho realidad sus sueños más salvajes, se encontraban en el
poder. Este resentimiento, que nunca se extinguió enteramente en los campos, nos sorprende como
el último vestigio de un sentimiento humanamente comprensible158.
El verdadero horror comenzó, sin embargo, cuando los hombres de las SS se encargaron de la
administración de los campos. La antigua bestialidad espontánea dio paso a una destrucción
absolutamente fría y sistemática de los cuerpos humanos, calculada para destruir la dignidad
humana. La muerte se evitaba o se posponía indefinidamente. Los campos ya no eran parques de
recreo para bestias con forma humana, es decir, para hombres que realmente correspondían a
instituciones mentales, y a prisioneros; se tornó cierto lo opuesto: se convirtieron en «terrenos de
entrenamiento» en los que hombres perfectamente normales eran preparados para llegar a ser
miembros de pleno derecho de las SS159.
La muerte de la individualidad del hombre, de la unicidad conformada en partes iguales por la
Naturaleza, la voluntad y el destino, convertida en premisa tan evidente por sí misma en todas las
relaciones humanas que incluso los gemelos idénticos inspiran una cierta incomodidad, crea un
horror que eclipsa ampliamente el ultraje a la persona jurídico-política y a la desesperación de la
persona moral. Es este horror el que da paso a las generalizaciones nihilistas que mantienen con
suficiente plausibilidad que, esencialmente, todos los hombres son como bestias160 En realidad, la
experiencia de los campos de concentración muestra que los seres humanos pueden ser
transformados en especímenes del animal humano y que la «naturaleza» del hombre es solamente
«humana» en tanto que abre al hombre la posibilidad de convertirse en algo altamente innatural, es
decir, en un hombre.
Tras el asesinato de la persona moral y el aniquilamiento de la persona jurídica, la destrucción de
la individualidad casi siempre tiene éxito. Concebiblemente, deben encontrarse algunas leyes de la
158
ROUSSET, op. cit., p. 390, refiere cómo un hombre de las SS arengaba a un profesor de la siguiente manera: «Tú
solías ser un profesor. Bien, ya no eres un profesor. Ya no eres un tipo importante. Ahora sólo eres un enano. Tan
pequeño como puedas serlo. El importante soy yo ahora.»
159
KOGON, op. cit., p. 6, habla de la posibilidad de que los campos fueran mantenidos como terrenos de
entrenamiento y experimentación para las SS. También proporciona un buen informe sobre la distinción entre los
primeros campos, administrados por las SA, y los ulteriores, dirigidos por las SS. «Ninguno de aquellos primeros
campos tenia más de mil internados... En ellos la vida agotaba todas las descripciones. Los relatos de los escasos presos
que sobrevivieron coinciden en afirmar que apenas había alguna forma de perversión sádica que no fuese practicada por
los hombres de las SA. Pero todos eran actos de bestialidad individual, aún no existía un frío sistema completamente
organizado que abarcara a masas de hombres. Esta fue la realización de las SS» (p. 7).
Este nuevo sistema mecanizado, alivió el sentimiento de responsabilidad tanto como humanamente parezca posible.
Cuando por ejemplo, llegó la orden de matar cada día varios centenares de prisioneros rusos, la matanza fue realizada
disparando por un agujero, sin ver a la víctima (véase «Essai sur la Psychologie de la terreur», de ERNEST FEDER, en
Synthèses, Bruselas, 1946). Por otro lado, la perversión era producida artificialmente en hombres, por otra parte,
normales. ROUSSET informa lo siguiente respecto de un guardián de las SS: «Habitualmente sigo pegando hasta que
eyaculo. Tengo mujer y tres hijos en Breslau. Yo solía ser perfectamente normal. Esto es lo que han hecho conmigo.
Ahora, cuando me dan un permiso no voy a mi casa. No me atrevo a mirar a la cara a mi mujer» (p. 273). Los
documentos de la era de Hitler contienen numerosos testimonios acerca de la normalidad media de aquellos a quienes se
confió la realización del programa de exterminio de Hitler. Puede hallarse una buena recopilación en «The Weapon of
Antisemitism» de LÉON POLIAKOV, publicado por la UNESCO en The Third Reich, Londres, 1955. La mayoría de
los hombres de las unidades utilizadas para estos fines no eran voluntarios, sino que habían sido reclutados entre la
Policía corriente para estas tareas especiales. Pero incluso los hombres entrenados de las SS hallaron este tipo de tarea
peor que la del combate en el frente. En su informe sobre una ejecución masiva perpetrada por las SS, un testigo
presencial elogió a esa unidad, que había sido tan «idealista» como para ser capaz de soportar «todo el exterminio sin la
ayuda del licor».
El deseo de eliminar todos los motivos personales y todas las pasiones durante los «exterminios» y de mantener así las
crueldades en un grado mínimo es revelado por el hecho de que un grupo de médicos e ingenieros encargados de
manejar las instalaciones del gas estuvieron realizando constantes perfeccionamientos no sólo concebidos para elevar la
capacidad productiva de las fábricas de cadáveres, sino también para acelerar y aliviar la agonía.
160
Esto resulta muy destacado en la obra de ROUSSET. «Las condiciones sociales de la vida en los campos han
transformado a la gran masa de internados, tanto alemanes como deportados, fuera cual fuese su anterior posición social
y su educación..., en una canalla degenerada, enteramente sometida a los reflejos primitivos del instinto animal» (p.
183).
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psicología de masas para explicar por qué millones de seres humanos se permitieron a sí mismos
marchar sin resistencia hacia las cámaras de gas, aunque estas leyes sólo explicarían la destrucción
de la individualidad. Es más significativo que los condenados individualmente a la muerte rara vez
intentaran llevarse consigo a alguno de sus ejecutores y que apenas hubiera rebeliones graves y que,
incluso en el momento de la liberación, se registraran muy pocas matanzas espontáneas de hombres
de las SS, porque destruir la individualidad es destruir la espontaneidad, el poder del hombre para
comenzar algo nuevo a partir de sus propios recursos, algo que no puede ser explicado sobre la base
de reacciones al medio ambiente y a los acontecimientos161. Sólo quedan entonces fantasmales
marionetas de rostros humanos que se comportan todas como el perro de los experimentos de
Pavlov, que reaccionan todas con perfecta seguridad incluso cuando se dirigen hacia su propia
muerte y que no hacen más que reaccionar. Este es el verdadero triunfo del sistema: «El triunfo de
las SS exige que la víctima torturada se deje llevar hasta la trampa sin protestar, que renuncie a sí
misma y se abandone hasta el punto de dejar de afirmar su identidad. Y ello no por nada. Los
hombres de las SS no desean su derrota gratuitamente, por obra del puro sadismo. Saben que el
sistema que logra destruir a su víctima antes de que suba al patíbulo... es incomparablemente el
mejor para mantener esclavizado a todo un pueblo. Sumiso. Nada hay más terrible que estas
procesiones de seres humanos caminando como muñecos hacia su muerte. El hombre que ve esto se
dice a sí mismo: ‘Cuán grande es el poder que debe ocultarse en las manos de sus amos para que
éstos se hayan sometido de esta manera’, y se aparta lleno de amargura, pero derrotado»162.
Si consideramos seriamente las aspiraciones totalitarias y nos negamos a ser engañados por la
afirmación del sentido común según la cual son utópicas e irrealizables, resulta que la sociedad de
los moribundos establecida en los campos es la única forma de sociedad en la que es posible
dominar enteramente al hombre. Los que aspiran a la dominación total deben liquidar toda
espontaneidad, tal como la simple existencia de la individualidad siempre engendrará, y perseguirla
hasta en sus formas más particulares, sin importarles cuán apolíticas e innocuas puedan parecer. El
perro de Pavlov, espécimen humano reducido a sus reacciones más elementales, el haz de
reacciones que puede ser siempre liquidado y sustituido por otro haz de reacciones que se
comporten exactamente de la misma manera, es el ciudadano «modelo» de un Estado totalitario, y
semejante ciudadano sólo imperfectamente puede ser producido fuera de los campos.
La inutilidad de los campos, su antiutilidad cínicamente reconocida, es sólo aparente. En realidad
son más esenciales para la preservación del poder del régimen que cualquiera de sus otras
instituciones. Sin los campos de concentración, sin el indefinido temor que inspiran y el bien
definido entrenamiento que ofrecen para la dominación totalitaria, que en parte alguna puede ser
completamente ensayada con todas sus posibilidades más radicales, un Estado totalitario no puede,
ni inspirar en el fanatismo a unidades selectas, ni mantener a todo un pueblo en la completa apatía.
El dominante y los dominados retornarían muy rápidamente a la «antigua rutina burguesa»; tras los
primeros «excesos» sucumbirían a la vida cotidiana con sus leyes humanas; en suma,
evolucibnarían en la dirección que todos los observadores aconsejados por el sentido común se
hallan inclinados a predecir. La falacia trágica de todas estas profecías, originadas en un mundo que
todavía era seguro, consistió en suponer que existía algo semejante a una naturaleza humana
establecida para siempre, en identificar a esta naturaleza humana con la Historia y en declarar así
que la idea de dominación total era no sólo inhumana, sino también irrealista. Mientras tanto, hemos
aprendido que el poder del hombre es tan grande que realmente puede ser lo que quiera ser.
A la verdadera naturaleza de los regímenes totalitarios corresponde el exigir el poder ilimitado.
161
A este contexto corresponde también la extraordinaria rareza de suicidios en los campos. El suicidio se producía más
a menudo antes de la detención y de la deportación que en el mismo campo, lo que, desde luego, queda parcialmente
explicado por el hecho de que se intentaba todo para impedir los suicidios, que eran, al fin y al cabo, actos espontáneos.
Del material estadístico de Buchenwald (Nazi Conspiracy, IV, pp. 800 y ss.) es evidente que apenas un 0,5 por 100 de
las muertes podían ser atribuidas a suicidio, que frecuentemente sólo había uno o dos suicidas al año, aunque en ese
mismo año el número total de muertes llegaba a 3.516. Los informes de los campos de concentración rusos mencionan
el mismo fenómeno (véase, por ejemplo, STARLINGER, op. cit., p. 57).
162
ROUSSET, op. cit., p. 525.
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Semejante poder sólo puede ser afirmado si literalmente todos los hombres, sin una sola excepción,
son fiablemente dominados en cada aspecto de su vida. En el terreno de los asuntos exterio res,
deben ser constantemente subyugados nuevos territorios neutrales, mientras que en el interior
nuevos grupos humanos deben ser continuamente dominados en los cada vez más numerosos
campos de concentración o, cuando las circunstancias lo requieran, liquidados para dejar sitio a
otros. La cuestión de la oposición carece de importancia, tanto en los asuntos exteriores como en los
internos. Cualquier neutralidad, y, desde luego, cualquier amistad espontáneamente otorgada, es,
desde el punto de vista de la dominación totalitaria, simplemente tan peligrosa como la hostilidad
declarada, precisamente porque la espontaneidad como tal, con su imprevisibilidad, constituye el
mayor de los obstáculos a la dominación total del hombre. Los comunistas de los países no
comunistas, que huyeron o fueron llamados a Moscú, aprendieron por amarga experiencia que
constituían una amenaza para la Unión Soviética. Los comunistas convencidos son, en este sentido,
que solamente hoy tiene alguna realidad, simplemente tan ridículos y tan amenazadores para el
régimen de Rusia como, por ejemplo, los nazis convencidos de la facción de Röhm eran para los
nazis.
Lo que torna a la convicción y a la opinión de cualquier tipo tan ridícula y peligrosa bajo las
condiciones totalitarias es que los regímenes totalitarios se enorgullecen fundamentalmente de no
necesitarlas, de no precisar ayuda humana de cualquier tipo. Los hombres, en tanto que son algo
más que reacción animal y realización de funciones, resultan enteramente superfluos para los
regímenes totalitarios. El totalitarismo busca no la dominación despótica sobre los hombres, sino un
sistema en el que los hombres sean superfluos. El poder total sólo puede ser logrado y
salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de
espontaneidad. Precisamente porque los recursos del hombre son tan grandes puede ser
completamente dominado sólo cuando se convierte en un espécimen de la especie animal hombre.
Por eso el carácter es una amenaza e incluso las más injustas normas legales constituyen un
obstáculo; pero la individualidad, es decir, todo lo que distingue a un hombre de otro, resulta
intolerable. Mientras que todos los hombres no hayan sido hechos igualmente superfluos—y esto
sólo se ha realizado en los campos de concentración—, el ideal de dominación totalitaria no queda
logrado. Los Estados totalitarios aspiran constantemente, aunque nunca con completo éxito, a lograr
la superfluidad de los hombres —mediante la selección arbitraria de los diferentes grupos enviados
a los campos de concentración, mediante las purgas constantes del aparato dominador y mediante
las liquidaciones en masa—. El sentido común afirma desesperadamente que las masas están
inclinadas a la sumisión y que todo este gigantesco aparato de terror resulta por eso superfluo; si
fuesen capaces de decir la verdad, los gobernantes totalitarios replicarían: el aparato le parece
superfluo sólo porque sirve para hacer superfluos a los hombres.
El intento totalitario de hacer superfluos a los hombres refleja la experiencia que las masas
modernas tienen de su superficialidad en una Tierra superpoblada. El mundo de los moribundos, en
el que se enseña a los hombres que son superfluos a través de un estilo de vida en el que se
encuentran con un castigo sin conexión con el delito, en el que se practica la explotación sin
beneficio y donde se realiza el trabajo sin producto, es un lugar donde diariamente se fabrica el
absurdo. Sin embargo,dentro del marco de la ideología totalitaria, nada podría resultar más sensible
y lógico; si los internados son sabandijas, es lógico que deban ser eliminados mediante gases
venenosos; si son degenerados, no se les debe permitir que contaminen a la población; si tienen
«almas de esclavos» (Himmler), sería perder el tiempo tratar de reeducarles. Contemplados a través
de los ojos de la ideología, lo malo de los campos es casi el que tengan demasiado sentido, el que la
ejecución de la doctrina resulte demasiado consecuente.
Mientras que los regímenes totalitarios se encuentran así resuelta y cínicamente vaciando al
mundo de lo único que tiene sentido para las esperanzas utilitarias del sentido común, imponen
sobre éste un tipo de supersentido al que realmente se referían las ideologías cuando pretendían
haber hallado la clave de la Historia o la solución de los enigmas del Universo. Por encima del
absurdo de la sociedad totalitaria se encuentra entronizado el ridículo supersentido de su
superstición ideológica. Las ideologías son innocuas, no críticas, y las opiniones, arbitrarias
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mientras que no sean realmente creídas. Una vez que es tomada al pie de la letra su reivindicación
de validez total se convierten en el núcleo de sistemas lógicos en los que, como en los sistemas de
los paranoicos, todo se deduce comprensiblemente e incluso obligatoriamente una vez que ha sido
aceptada la primera premisa. La insania de semejantes sistemas radica no sólo en su primera
premisa, sino en la lógica con la que han sido construidos. La curiosa cualidad lógica de todos los
ismos, su confianza simple en el valor salvador de la devoción tozuda sin atender a factores
específicos y variantes, alberga ya los primeros gérmenes del desprecio totalitario por la realidad y
por los hechos.
El sentido común entrenado en el pensamiento utilitario carece de defensas contra este
supersentido ideológico, puesto que los regímenes totalitarios establecen un mundo que funciona
carente de sentido. El desprecio ideológico por los hechos todavía contenía la orgullosa presunción
del dominio humano sobre el mundo; después de todo, es este desprecio por la realidad el que hace
posible cambiar el mundo, la erección del artificio humana. Lo que destruye el elemento de orgullo
en el desprecio totalitario por la realidad (y por ello lo distingue radicalmente de las teorías y
actitudes revolucionarias) es el supersentido que da al desprecio por la realidad su fuerza lógica y su
consistencia. Lo que logra un recurso verdaderamente totalitario de la afirmación bolchevique de
que el sistema ruso es superior a todos los demás es el hecho de que el gobernante totalitario obtiene
de esta afirmación la conclusión lógicamente impecable de que sin este sistema la gente no podría
haber construido algo tan maravilloso como, por ejemplo, un Metro. De este punto de vista extrae
luego la conclusión lógica de que cualquiera que conozca la existencia del Metro de París es un
sospechoso, porque puede ser causa de que la gente dude de que sólo se pueden hacer cosas en el
sistema bolchevique. Esto conduce a la conclusión final de que, para seguir siendo un bolchevique
leal, uno tiene que destruir el Metro de París. Sólo importa ser consecuente.
Con estas nuevas estructuras, construidas sobre la fuerza del supersentido e impulsadas por el
motor de la lógica, nos hallamos, desde luego, en el final de la era burguesa del incentivo y del
poder tanto como en el final del imperialismo y de la expansión. La agresividad del totalitarismo no
procede del anhelo por el poder, y si trata febrilmente de extenderse, no es por deseo de expansión
ni de beneficio, sino sólo por razones ideológicas: hacer al mundo consecuente, demostrar que tenía
razón su respectivo supersentido.
Principalmente en beneficio de este supersentido, en beneficio de una consistencia completa, es
por lo que necesita el totalitarismo destruir cada rastro de lo que nosotros denominamos
corrientemente dignidad humana. Porque el respeto por la diginidad humana implica el
reconocimiento de mis semejantes o de las naciones semejantes a la mía, como súbditos, como
constructores de mundos o como codificadores de un mundo común. Ninguna ideología que
pretenda lograr la explicación de todos los acontecimientos históricos del pasado o la delimitación
del curso de todos los acontecimientos del futuro puede soportar la imprevisibilidad que procede del
hecho de que los hombres sean creativos, que pueden producir algo tan nuevo que nadie llegó a
prever.
Lo que por eso tratan de lograr las ideologías totalitarias no es la transformación del mundo
exterior o la transmutación revolucionaria de la sociedad, sino la transformación de la misma
naturaleza humana. Los campos de concentración son los laboratorios donde se prueban los
cambios en la naturaleza humana, y su ignominia no atañe sólo a sus internados y a aquellos que los
dirigen según normas estrictamente «científicas»; es tema que afecta a todos los hombres. Y la
cuestión no es el sufrimiento, algo de lo que ya ha habido demasiado en la Tierra, ni el número de
sus víctimas. Lo que está en juego es la naturaleza humana como tal, y aunque parezca que estos
experimentos no lograron modificar al hombre, sino sólo destruirle, creando una sociedad en la que
la banalidad nihilista del homo homini lupus es consecuentemente realizada, es preciso tener en
cuenta las necesarias limitaciones de una experiencia que requiere un control global para mostrar
resultados concluyentes.
Hasta ahora, la creencia totalitaria de que todo es posible parece haber demostrado sólo que todo
puede ser destruido. Sin embargo, en su esfuerzo por demostrar que todo es posible, los regímenes
totalitarios han descubierto sin saberlo que hay crímenes que los hombres no pueden castigar ni
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perdonar. Cuando lo imposible es hecho posible se torna en un mal absolutamente incastigable e
imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés
propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía. Por eso la ira no puede vengar;
el amor no puede soportar; la amistad no puede perdonar. De la misma manera que las víctimas de
las fábricas de la muerte o de los pozos del olvido ya no son «humanos» a los ojos de sus ejecutores, así estas novísimas especies de criminales quedan incluso más allá del umbral de la solidaridad
de la iniquidad humana.
Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un «mal radical», y
ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo Demonio un origen
celestial, como para Kant, el único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber
sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el
concepto de una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicada por motivos comprensibles.
Por eso no tenemos nada en qué basarnos para comprender un fenómeno que, sin embargo, nos
enfrenta con su abrumadora realidad y destruye todas las normas que conocemos. Hay sólo algo que
parece discernible: podemos decir que el mal radical ha emergido en relación con un sistema en el
que todos los hombres se han tornado igualmente superfluos. Los manipuladores de este sistema
creen en su propia superfluidad tanto como en la de los demás, y los asesinos totalitarios son los
más peligrosos de todos porque no se preocupan de que ellos mismos resulten quedar vivos o
muertos, si incluso vivieron o nunca nacieron. El peligro de las fábricas de cadáveres y de los pozos
del olvido es que hoy, con el aumento de la población y de los desarraigados, constantemente se
tornan superfluas masas de personas si seguimos pensando en nuestro mundo en términos
utilitarios. Los acontecimientos políticos, sociales y económicos en todas partes se hallan en tácita
conspiración con los instrumentos totalitarios concebidos para hacer a los hombres superfluos. La
tentación implícita es bien comprendida por el sentido común utilitario de las masas, que en la
mayoría de los países se sienten demasiado desesperadas para retener una parte considerable de su
miedo a la muerte. Los nazis y los bolcheviques pueden estar seguros de que sus fábricas de
aniquilamiento, que muestran la solución más rápida para el problema de la superpoblación, para el
problema de las masas humanas económicamente superfluas y socialmente desarraigadas,
constituyen tanto una atracción como una advertencia. Las soluciones totalitarias pueden muy bien
sobrevivir a la caída de los regímenes totalitarios bajo la forma de fuertes tentaciones, que surgirán
allí donde parezca imposible aliviar la miseria política, social o económica en una forma valiosa
para el hombre.
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CAPÍTULO XIII
IDEOLOGIA Y TERROR DE UNA NUEVA FORMA DE GOBIERNO
En los capítulos precedentes hemos recalcado repetidas veces que no son solamente más
drásticos los medios de dominación total, sino que el totalitarismo difiere esencialmente de otras
formas de opresión política que nos son conocidas, como el despotismo, la tiranía y la dictadura.
Allí donde se alzó el poder desarrolló instituciones políticas enteramente nuevas y destruyó todas
las tradiciones sociales, legales y políticas del país. Sea cual fuera la tradición específicamente
nacional o la fuente espiritual específica de su ideología, el Gobierno totalitario siempre transformó
a las clases en masas, suplantó el sistema de partidos no por la dictadura de un partido, sino por un
movimiento de masas, desplazó el centro del poder del Ejército a la Policía y estableció una política
exterior abiertamente encaminada a la dominación mundial. Los Gobiernos totalitarios conocidos se
han desarrollado a partir de un sistema unipartidista; allí donde estos sistemas se tornaron
verdaderamente totalitarios comenzaron a operar según un sistema de valores tan radicalmente
diferente de todos los demás que ninguna de nuestras categorías tradicionales legales, morales o
utilitarias conforme al sentido común pueden ya ayudarnos a entendernos con ellos, o a juzgar o
predecir el curso de sus acciones.
Si es cierto que pueden hallarse elementos de totalitarismo remontándose en la Historia y
analizando las implicaciones políticas de lo que habitualmente denominamos la crisis de nuestro
siglo, entonces es inevitable la conclusión de que esta crisis no es una simple amenaza del exterior,
no simplemente el resultado de una agresiva política exterior, bien de Alemania, o de Rusia, y que
no desaparecerá con la muerte de Stalin más de lo que desapareció con la caída de la Alemania nazi.
Puede ser incluso que los verdaderos predicamentos de nuestro tiempo asuman su forma auténtica
—aunque no necesariamente la más cruel— sólo cuando el totalitarismo se haya convertido en algo
del pasado.
Es en la línea de tales reflexiones donde cabe suscitar la cuestión de si el Gobierno totalitario,
nacido de esta crisis y al mismo tiempo más claro y único síntoma inequívoco, es simplemente un
arreglo temporal que toma sus métodos de intimidación, sus medios de organización y sus
instrumentos de violencia del bien conocido arsenal político de la tiranía, el despotismo y las
dictaduras, y debe su existencia sólo al fallo deplorable, pero quizás accidental, de las fuerzas
políticas tradicionales —liberal o conservadora, nacional o socialista, republicana o monárquica,
autoritaria o democrática. O si, por el contrario, existe algo tal como la naturaleza del Gobierno
totalitario, si posee su propia esencia y puede ser comparado con otras formas de Gobierno y
definido como ellas, que el pensamiento occidental ha conocido y reconocido desde los tiempos de
la filosofía antigua. Si esto es cierto, entonces las formas enteramente nuevas y sin precedentes de la
organización totalitaria y su curso de acción deben descansar en una de las pocas experiencias
básicas que los hombres pueden tener allí donde viven juntos y se hallan ocupados por los asuntos
públicos. Si existe una experiencia básica que halla su expresión política en la dominación
totalitaria, entonces, a la vista de la novedad de la forma totalitaria de Gobierno, debe ser ésta una
experiencia que, por la razón que fuere, nunca ha servido anteriormente para la fundación de un
cuerpo político y cuyo talante general —aunque pueda resultar familiar en cualquier otro aspecto—
nunca ha penetrado y dirigido el tratamiento de los asuntos públicos.
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Si consideramos esto en términos de la historia de las ideas, parece extremadamente improbable.
Porque las formas de gobierno bajo las que los hombres viven han sido muy pocas; fueron
tempranamente descubiertas, clasificadas por los griegos, y han demostrado ser extraordinariamente
longevas. Si aplicamos estos descubrimientos, cuya idea fundamental, a pesar de las muchas
variaciones, no cambió en los dos mil quinientos años que separan a Platón de Kant, sentimos
inmediatamente la tentación de interpretar el totalitarismo como una forma moderna de tiranía, es
decir, como un Gobierno ilegal en el que el poder es manejado por un solo hombre. Poder arbitrario,
irrestringido por la ley, manejado en interés del gobernante y hostil a los intereses de los
gobernados, por un lado; el temor como principio de la acción, es decir, el temor del dominador al
pueblo y el temor del pueblo al dominador, por otro lado, han sido las características de la tiranía a
lo largo de nuestra tradición.
En lugar de decir que el Gobierno totalitario carece de precedentes, podríamos decir también que
ha explotado la alternativa misma sobre la que se han basado en filosofía política todas las
definiciones de la esencia de los Gobiernos, es decir, la alternativa entre el Gobierno legal y el
ilegal, entre el poder arbitrario y el legítimo. Nunca se ha puesto en tela de juicio que el Gobierno
legal y el poder legítimo, por una parte, y la ilegalidad y el poder arbitrario, por otra, se
correspondían y eran inseparables. Sin embargo, la dominación totalitaria nos enfrenta con un tipo
de Gobierno completamente diferente. Es cierto que desafía todas las leyes positivas, incluso hasta
el extremo de desafiar aquellas que él mismo ha establecido (como en el caso de la Constitución
soviética de 1936, por citar sólo el ejemplo más sobresaliente) o de no preocuparse de abolirlas
(como en el caso de la Constitución de Weimar, que el Gobierno nazi jamás revocó). Pero no opera
sin la guía de la ley ni es arbitrario porque afirma que obedece estrictamente a aquellas leyes de la
Naturaleza o de la Historia de las que supuestamente proceden todas las leyes positivas.
Esta es la monstruosa y sin embargo aparentemente incontestable reivindicación de la
dominación totalitaria, que, lejos de ser «ilegal», se remonta a las fuentes de la autoridad de las que
las leyes positivas reciben su legitimación última, que, lejos de ser arbitraria, es más obediente a
esas fuerzas suprahumanas de lo que cualquier Gobierno lo fue antes y que, lejos de manejar su
poder en interés de un solo hombre, está completamente dispuesta a sacrificar los vitales intereses
inmediatos de cualquiera a la ejecución de lo que considera ser la ley de la Historia o la ley de la
Naturaleza. Su desafío a las leyes positivas afirma ser una forma más elevada de legitimidad, dado
que, inspirada por las mismas fuentes, puede dejar a un lado esa insignificante legalidad. La
ilegalidad totalitaria pretende haber hallado un camino para establecer la justicia en la Tierra —algo
que reconocidamente jamás podría alcanzar la legalidad de la ley positiva. La discrepancia entre la
legalidad y la justicia jamás puede ser salvada, porque las normas de lo justo y lo injusto en las que
la ley positiva traduce su propia fuente de autoridad —«ley natural» que gobierna a todo el
Universo o ley divina revelada en la historia humana, o costumbres y tradiciones que expresan la
ley común a los sentimientos de todos los hombres— son necesariamente generales y deben ser
válidas para un incontable e imprevisible número de casos, de forma tal que cada caso individual
concreto con su irrepetible grupo de circunstancias se escapa a esas normas de alguna manera.
La ilegalidad totalitaria, desafiando la legitimidad y pretendiendo establecer el reinado directo de
la justicia en la Tierra, ejecuta la ley de la Historia o de la Naturaleza sin traducirla en normas de lo
justo y lo injusto para el comportamiento individual. Aplica directamente la ley a la Humanidad sin
preocuparse del comportamiento de los hombres. Se esperó que la ley de la Naturaleza o la ley de la
Historia, si son adecuadamente ejecutadas, produzcan a la Humanidad como su producto final; y
esta esperanza alienta tras la reivindicación de dominación global por parte de todos los Gobiernos
totalitarios. La política totalitaria afirma transformar a la especie humana en una portadora activa e
infalible de una ley, a la que de otra manera los seres humanos sólo estarían sometidos pasivamente
y de mala gana. Si es cierto que el lazo entre los países totalitarios y el mundo civilizado quedó roto
a través de los monstruosos crímenes de los regímenes totalitarios, también es cierto que esta
criminalidad no fue debida a la simple agresividad, a la insensibilidad, a la guerra y a la traición,
sino a una consciente ruptura de ese consensus iuris que, según Cicerón, constituye a un «pueblo» y
que, como ley internacional, ha constituido en los tiempos modernos al mundo civilizado en tanto
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que siga siendo piedra fundamental de las relaciones internacionales incluso bajo las condiciones
bélicas. Tanto el juicio moral como el castigo legal presuponen este asentimiento básico; el criminal
puede ser juzgado justamente sólo porque participa en el consensus iuris, e incluso la ley revelada
por Dios puede funcionar en los hombres sólo cuando la escuchan y la aceptan.
En este punto surge a la luz la diferencia fundamental entre el concepto totalitario de la ley y
todos los otros conceptos. La política totalitaria no reemplaza a un grupo de leyes por otro, no
establece su propio consensus iuris, no crea, mediante una revolución, una nueva forma de
legalidad. Su desafío a todo, incluso a sus propias leyes positivas, implica que cree que puede
imponerse sin ningún consensus iuris y que, sin embargo, no se resigna al estado tiránico de
ilegalidad, arbitrariedad y temor. Puede imponerse sin el consensus iuris, porque promete liberar a
la realización de la ley de toda acción y voluntad humana; y promete la justicia en la Tierra porque
promete hacer de la Humanidad misma la encarnación de la ley.
Esta identificación del hombre y de la ley, que parece cancelar la discrepancia entre la legalidad
y la justicia que ha asediado al pensamiento legal desde los tiempos antiguos, no tiene nada en
común con la lumen naturale o la voz de la conciencia, por las que se supone que la Naturaleza o la
Divinidad, como fuentes de autoridad para el ius naturale o los mandamientos de Dios
históricamente revelados, anuncian su autoridad al mismo hombre. Todo esto jamás hizo del
hombre encarnación ambulante de la ley, sino que, al contrario, siguió diferenciándose de él como
la autoridad que exigía asentimiento y obediencia. La Naturaleza o la Divinidad, como fuentes de
autoridad para las leyes positivas, eran consideradas permanentes y eternas; las leyes positivas eran
cambiantes y cambiables según las circunstancias, pero poseían una relativa permanencia en
comparación con las acciones humanas mucho más rápidamente cambiantes; y derivaban esta
permanencia de la eterna presencia de su fuente de autoridad. Por eso, las leyes positivas son
primariamente concebidas para funcionar como factores estabilizadores de los cambiantes
movimientos de los hombres.
En la interpretación del totalitarismo, todas las leyes se convierten en leyes de movimiento.
Cuando los nazis hablaban sobre la ley de la Naturaleza o cuando los bolcheviques hablan sobre la
ley de la Historia, ni la Naturaleza ni la Historia son ya la fuente estabilizadora de la autoridad para
las acciones de los hombres mortales; son movimientos en sí mismas. Subyacente a la creencia de
los nazis en las leyes raciales como expresión de la ley de la Naturaleza en el hombre, se halla la
idea darwiniana del hombre como producto de una evolución natural que no se detiene
necesariamente en la especie actual de seres humanos, de la misma manera que la creencia de los
bolcheviques en la lucha de clases como expresión de la ley de la Historia se basa en la noción
marxista de la sociedad como producto de un gigantesco movimiento histórico que corre según su
propia ley de desplazamiento hasta el fin de los tiempos históricos, cuando llegará a abolirse por sí
mismo.
La diferencia entre el enfoque histórico de Marx y el enfoque naturalista de Darwin ha sido
frecuentemente señalada, usual y certeramente, en favor de Marx. Esto nos ha llevado a olvidar el
gran interés positivo que tuvo Marx por las teorías de Darwin; Engels no pudo concebir mejor
elogio para los logros investigadores de Marx que el de llamarle el «Darwin de la Historia»1. Si se
consideran, no los auténticos logros, sino las filosofías básicas de ambos hombres, resulta que, en
definitiva, el movimiento de la Naturaleza y el movimiento de la Historia son uno y el mismo. La
introducción de Darwin al concepto de la evolución en la Naturaleza, su insistencia en que, al
menos en el campo de la Biología, el movimiento natural no es circular, sino unilineal,
desplazándose en una dirección indefinidamente progresiva, significa en realidad que la Naturaleza,
como si dijéramos, está siendo arrastrada en la Historia, que a la vida natural se la considera
histórica. La ley «natural» de la supervivencia de los más aptos es, pues, una ley histórica, y tanto
puede ser utilizada por el racismo como por la ley marxista de las clases más progresivas. La lucha
1
En su elogio fúnebre de Marx, Engels dijo: «De la misma manera eue Darwin descubrió la ley de la evolución de la
vida orgánica, así Marx descubrió la ley de la evolución de la historia humana.» Un comentario similar se halla en la
introducción de Engels a la edición del Manifiesto comunista en 1890, y en su presentación de Ursprung der Familie...
menciona una vez más la «teoría de la evolución de Darwin» y la «teoría de la plusvalía de Marx» paralelamente.
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de clases de Marx, por otra parte, como fuerza impulsora de la Historia es sólo la expresión exterior
de la evolución de las fuerzas productivas, que a su vez tienen su origen en el «poder de trabajo» de
los hombres. El trabajo, según Marx, no es una fuerza histórica, sino una fuerza natural —
biológica— liberada a través del «metabolismo del hombre con la Naturaleza», por la que conserva
su vida individual y reproduce la especie2. Engels advirtió muy claramente la afinidad entre las
concepciones básicas de los dos hombres, porque comprendió el papel decisivo que desempeñaba
en ambas teorías el concepto de la evolución. El tremendo cambio intelectual que tuvo lugar a
mediados del siglo pasado consistió en la negativa a ver o a aceptar nada «como es» y en la
consecuente interpretación de todo como base de una evolución ulterior. Es relativamente
secundario el que la fuerza impulsora de esta evolución pueda denominarse Naturaleza o Historia.
En estas ideologías, el término mismo de «ley» cambia de significado: de expresar el marco de
estabilidad dentro del cual pueden tener lugar las acciones y los movimientos humanos, se convierte
en expresión del movimiento mismo.
Las políticas totalitarias que procedieron a seguir las recetas de las ideologías han
desenmascarado la verdadera naturaleza de estos movimientos en cuanto han mostrado claramente
que no podía existir final para este proceso. Si la ley de la Naturaleza consiste en eliminar a todo lo
que resulta perjudicial y es incapaz de vivir, sería el mismo final de la Naturaleza el hecho de que
no pudieran hallarse nuevas categorías de elementos perjudiciales e incapaces de vivir. Si es ley de
la Historia el que en la lucha de clases «desaparezcan» ciertas clases, significaría el final de la
historia humana el hecho de que no se formaran nuevas clases rudimentarias que a su vez pudieran
«desaparecer» a manos de los dominadores totalitarios. En otras palabras, la ley de matar, por la que
los movimientos totalitarios se apoderan y ejercen el poder, seguiría siendo ley del movimiento
aunque lograran someter a su dominación a toda la Humanidad.
Por Gobierno legal entendemos un cuerpo político en el que se necesitan leyes positivas para
traducir y realizar el inmutable ius naturale o los mandamientos eternos de Dios en normas de lo
justo y lo injusto. Sólo en estas normas, en el cuerpo de leyes positivas de cada país, pueden lograr
su realidad política el ius naturale o los mandamientos de Dios. En el cuerpo político del Gobierno
totalitario este lugar de las leyes positivas queda ocupado por el terror total, que es concebido para
traducir a la realidad la ley del movimiento de la Historia o de la Naturaleza. De la misma manera
que las leyes positivas, aunque definen transgresiones, son independientes de ellas —la ausencia de
delitos en cualquier sociedad no torna superfluas a las leyes, sino que, al contrario, significa su más
perfecta dominación—, así el terror en el Gobierno totalitario ha dejado de ser un simple medio
para la supresión de la oposición, aunque es también utilizado para semejantes fines. El terror se
convierte en total cuando se torna independiente de toda oposición; domina de forma suprema
cuando ya nadie se alza en su camino. Si la legalidad es la esencia del Gobierno no tiránico y la
ilegalidad es la esencia de la tiranía, entonces el terror es la esencia de la dominación totalitaria.
El terror es la realización de la ley del movimiento; su objetivo principal es hacer posible que la
fuerza de la Naturaleza o la Historia corra libremente a través de la Humanidad sin tropezar con
ninguna acción espontánea. Como tal, el terror trata de «estabilizar» a los hombres para liberar a las
fuerzas de la Naturaleza o de la Historia. Es este movimiento el que singulariza a los enemigos de la
Humanidad contra los cuales se permite desencadenarse al terror, y no puede permitirse que
ninguna acción u oposición libres puedan obstaculizar la eliminación del «enemigo objetivo» de la
Historia o de la Naturaleza, de la clase o de la raza. La culpa y la inocencia se convierten en
nociones sin sentido; «culpable» es quien se alza en el camino del proceso natural o histórico que ha
formulado ya un juicio sobre las «razas inferiores», sobre los «individuos incapaces de vivir», sobre
las «clases moribundas y los pueblos decadentes». El terror ejecuta estos juicios, y ante su tribunal
todos los implicados son subjetivamente inocentes; los asesinados, porque ellos nada hicieron
contra el sistema, y los asesinos, porque realmente no asesinan, sino ejecutan una sentencia de
2
Por lo que se refiere al concepto del trabajo en MARX como «una eterna necesidad impuesta por la Naturaleza, sin la
cual no puede existir metabolismo entre el hombre y la Naturaleza, y por ello no puede existir vida», véase El capital,
vol. I, parte I, caps. 1 y 5. El pasaje citado es del cap. 1, sección 2.
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muerte pronunciada por algún tribunal superior. Los mismos dominadores no afirman ser justos o
sabios, sino sólo que ejecutan un movimiento conforme a su ley inherente. El terror es legalidad si
la ley es la ley del movimiento de alguna fuerza supranatural, la Naturaleza o la Historia.
El terror, como ejecución de una ley de un movimiento cuyo objetivoúltimo no es el bienestar de
los hombres o el interés de un solo hombre, sino la fabricación de la Humanidad, elimina a los
individuos en favor de la especie, sacrifica a las «partes» en favor del «todo». La fuerza
supranatural de la Naturaleza o de la Historia tiene su propio comienzo y su propio final, de forma
tal que sólo puede ser obstaculizada por el nuevo comienzo y el final individual que suponen
realmente la vida de cada individuo.
En el Gobierno constitucional las leyes positivas están concebidas para erigir fronteras y
establecer canales de comunicación entre hombres cuya comunidad resulta constantemente
amenazada por los nuevos hombres que nacen dentro de ella. Con cada nuevo nacimiento nace un
nuevo comienzo, surge a la existencia potencialmente un nuevo mundo. La estabilidad de las leyes
corresponde al constante movimiento de todos los asuntos humanos, un movimiento que nunca
puede tener final mientras que los hombres nazcan y mueran. Las leyes cercan a cada nuevo
comienzo y al mismo tiempo aseguran su libertad de movimientos, la potencialidad de algo
enteramente nuevo e imprevisible; las fronteras de las leyes positivas son para la existencia política
del hombre lo que la memoria es para su existencia histórica: garantizan la preexistencia de un
mundo común, la realidad de una continuidad que trasciende al espacio de vida individual de cada
generación, absorbe todos los nuevos orígenes y se nutre de ellos.
El terror total es tan fácilmente confundido como síntoma de un Gobierno tiránico porque el
Gobierno totalitario, en sus fases iniciales, debe comportarse como una tiranía y arrasar las fronteras
alzadas por la ley hecha por el hombre. Pero el terror total no deja tras de sí una arbitraria ilegalidad
y no destuye en beneficio de alguna voluntad arbitraria o del poder despótico de un hombre contra
todos y menos aún en provecho de una guerra de todos contra todos. Reemplaza a las fronteras y los
canales de comunicación entre individuos con un anillo de hierro que los mantiene tan
estrechamente unidos como si su pluralidad se hubiese fundido en Un Hombre de dimensiones
gigantescas. Abolir las barreras de las leyes entre los hombres —como hace la tiranía— significa
arrebatar el libre albedrío y destruir la libertad como una realidad política viva; porque el espacio
entre los hombres, tal como se halla delimitado por las leyes, es el espacio vivo de la libertad. El
terror total utiliza este antiguo instrumento de la tiranía, pero destruye también al mismo tiempo ese
desierto de ilegalidad e ilimitado del miedo y la sospecha que deja tras de sí la tiranía. Este desierto,
en realidad, no es un espacio vivo de libertad, pero todavía proporciona algún espacio para los
movimientos inducidos por el miedo y las acciones penetradas de sospechas de sus habitantes.
Presionando a los hombres unos contra otros, el terror total destruye el espacio entre ellos; en
comparación con las condiciones existentes dentro de su anillo de hierro, incluso el desierto de la
tiranía parece como una garantía de libertad en cuanto que todavía supone algún tipo de espacio. El
Gobierno totalitario no restringe simplemente el libre albedrío y arrebata las libertades; tampoco ha
logrado, al menos por lo que sabemos, arrancar de los corazones de los hombres el amor por la
libertad. Destruye el único prerrequisito esencial de todas las libertades, que es simplemente la
capacidad de movimiento, que no puede existir sin espacio.
El terror total, la esencia del Gobierno totalitario, no existe ni a favor ni en contra de los
hombres. Se supone que proporciona a las fuerzas de la Naturaleza o de la Historia un instrumento
incomparable para acelerar su movimiento. Este movimiento, actuando según su propia ley, no
puede a la larga ser obstaculizado; eventualmente, su fuerza siempre demostrará ser más poderosa
que las más potentes fuerzas engendradas por las acciones y la voluntad de los hombres. Pero puede
ser retrasada y es casi inevitablemente retrasada por la libertad del hombre, que ni siquiera pueden
negar los gobernantes totalitarios, porque esta libertad —por irrelevante y arbitraria que puedan
juzgarla— se identifica con el hecho de que los hombres hayan nacido y que por eso cada uno de
ellos es un nuevo comienzo, comienza de nuevo, en un sentido, el mundo. Desde el punto de vista
totalitario, el hecho de que los hombres nazcan y mueran sólo puede ser considerado como una
molesta interferencia en fuerzas más elevadas. Por eso, el terror, como siervo obediente del
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movimiento histórico o natural, tiene que eliminar del proceso no sólo la libertad en cualquier
sentido específico, sino la misma fuente de la libertad que procede del hecho del nacimiento del
hombre y reside en su capacidad de lograr un nuevo comienzo. En el anillo férreo del terror, que
destruye la pluralidad de los hombres y hace de ellos El único que actuará infaliblemente como si él
mismo fuese parte del curso de la Historia o del de la Naturaleza, se ha hallado un recurso no sólo
para liberar las fuerzas históricas y naturales, sino para acelerarlas hasta una velocidad que jamás
alcanzarían por sí mismas. Prácticamente hablando, esto significa que el terror ejecuta en el acto las
sentencias de muerte que se supone ha pronunciado la Naturaleza sobre razas o individuos que son
«incapaces de vivir», o la Historia sobre las «clases moribundas», sin aguardar al proceso más lento
y menos eficiente de la Naturaleza o de la Historia mismas.
En este concepto, donde la esencia del mismo Gobierno se ha tornado movimiento, un antiguo
problema del pensamiento político parece haber hallado una solución semejante a la ya señalada
para la discrepancia entre la legalidad y la justicia. Si se define como legalidad a la esencia del
Gobierno y si se entiende que las leyes son las fuerzas estabilizadoras en los asuntos públicos de los
hombres (como, desde luego, ha sido siempre desde que Platón invocaba a Zeus, el dios de las
fronteras, en sus leyes), entonces surge el problema del cuerpo político y las acciones de sus
ciudadanos. La legalidad impone limitaciones a las acciones, pero no las inspira; la grandeza, pero
también la perplejidad de las leyes en las sociedades libres estriba en que dicen lo que uno no debe
hacer, pero no lo que debe hacer. El movimiento necesario de un cuerpo político nunca puede ser
hallado en su esencia, aunque sólo sea porque esta esencia —de nuevo desde Platón— ha sido
definida con una visión de su permanencia. La duración parecía ser una de las más seguras medidas
de la bondad de un Gobierno. Sigue siendo todavía para Montesquieu la prueba suprema de la
maldad de la tiranía el hecho de que sólo las tiranías puedan ser destruidas desde dentro, que
declinen por sí mismas, mientras que todos los demás Gobiernos son destruidos a través de
circunstancias exteriores. Por eso, lo que la definición de un Gobierno siempre necesitaba era lo que
Montesquieu denomina un «principio de acción» que, diferente en cada forma de gobierno,
inspiraría al Gobierno y a los ciudadanos en su actividad pública y serviría como un criterio, más
allá de la medida simplemente negativa de la legalidad, para juzgar toda acción en los asuntos
públicos. Tales principios y criterios orientadores de la acción son, según Montesquieu, el honor en
la monarquía, la virtud en una república y el temor en una tiranía.
En un perfecto Gobierno totalitario, donde todos los hombres se han convertido en Un Hombre,
donde toda acción apunta a la aceleración del movimiento de la Naturaleza o de la Historia, donde
cada acto singular es la ejecución de una sentencia de muerte que la Naturaleza o la Historia ya han
decretado, es decir, bajo condiciones donde cabe apoyarse completamente en el terror para
mantener al movimiento en marcha constante, no se precisaría en absoluto ningún principio de
acción separado de su esencia. Sin embargo, mientras que la dominación totalitaria no haya conquistado la Tierra y convertido con su férreo anillo del terror a cada hombre individual en una parte
de la Humanidad, el terror en su doble función como esencia del Gobierno y como principio, no de
acción, sino de movimiento, no puede ser completamente realizado. De la misma manera que la
legalidad en el Gobierno constitucional es insuficiente para inspirar y guiar las acciones de los
hombres, así el terror en el Gobierno totalitario no es suficiente para inspirar y guiar el
comportamiento humano.
Mientras que bajo las condiciones presentes la dominación totalitaria todavía comparta con otras
formas de gobierno la necesidad de una guía para el comportamiento de sus ciudadanos en los
asuntos públicos, no necesita e incluso no podría utilizar un principio de acción estrictamente
hablando, dado que eliminará precisamente la capacidad de los hombres para actuar. Bajo las
condiciones del terror total ni siquiera el temor puede ser ya necesitado como indicador de la forma
de comportarse, porque el terror escoge sus víctimas sin referencia a acciones o pensamientos
individuales, exclusivamente de acuerdo con la necesidad objetiva de los procesos naturales o
históricos. Bajo las condiciones totalitarias, el temor se halla probablemente más difundido que
antes; pero el temor ha perdido su utilidad práctica cuando las acciones guiadas por él no pueden ya
contribuir a evitar los peligros que el hombre teme. Lo mismo cabe decir respecto de la simpatía o
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del apoyo al régimen, porque el terror total no sólo selecciona a sus víctimas según normas
objetivas; escoge a ejecutores con tan completo desdén como sea posible por las convicciones y
simpatías del candidato. La eliminación consistente de la convicción como motivo para la acción se
convirtió en cosa corriente desde las grandes purgas en la Unión Soviética y en los países satélites.
El propósito de la educación totalitaria nunca ha sido infundir convicciones, sino destruir la
capacidad para formar alguna. La introducción de los criterios puramente objetivos en el sistema
selectivo de las unidades de las SS fue la gran invención organizadora de Himmler; seleccionaba a
los candidatos por fotografías, según criterios puramente raciales. La misma Naturaleza era la que
decidía no sólo quién tenía que ser eliminado, sino también quién tenía que ser preparado como
ejecutor.
Ningún principio orientador del comportamiento, tomado del terreno de la acción humana, tal
como la virtud, el honor, el miedo, es necesario o puede ser útil para poner en marcha un cuerpo
político que ya no utiliza el terror como medio de intimidación, sino cuya esencia es el terror. En su
lugar ha introducido en los asuntos públicos un principio enteramente nuevo que hace caso omiso
de la voluntad humana para la acción y atrae a la ansiosa necesidad de alguna percepción de la ley
del movimiento según la cual funciona el terror y de la cual, por eso, dependen todos los destinos
privados.
Los habitantes de un país totalitario son arrojados y se ven cogidos en el proceso de la
Naturaleza o de la Historia con objeto de acelerar su movimiento; como tales, sólo pueden ser
ejecutores o víctimas de su ley inherente. El proceso puede decidir que los que hoy eliminan a razas
o a individuos, o a los miembros de las clases moribundas y de los pueblos decadentes, serán
mañana los que deben ser sacrificados. Lo que la dominación totalitaria necesita para guiar el
comportamiento de sus súbditos es una preparación que les haga igualmente aptos para el papel de
ejecutor como para el papel de víctima. Esta doble preparación, sustitutivo de un principio de
acción, es la ideología.
Las ideologías —ismos que para satisfacción de sus seguidores pueden explicarlo todo y
cualquier hecho, deduciéndolo de una sola premisa— son un fenómeno muy reciente, y durante
muchas décadas desempeñaron un papel desdeñable en la vida política. Sólo con el conocimiento de
su naturaleza podemos descubrir en ellas ciertos elementos que las han hecho tan inquietantemente
útiles para la dominación totalitaria. Las grandes potencialidades políticas de las ideologías no
fueron descubiertas antes de Hitler y de Stalin.
Las ideologías son conocidas por su carácter científico: combinan el enfoque científico con
resultados de relevancia filosófica y pretenden ser filosofía científica. La palabra «ideología» parece
implicar que una idea puede convertirse en objeto de una ciencia de la misma manera que los
animales son el objeto de la zoología, y que el sufijo -logía en ideología, como en zoología, no
indica más que las logoi, las declaraciones científicas sobre el tema. Si esto fuera cierto, una
ideología sería, desde luego, una seudociencia y una seudofilosofía, transgrediendo al mismo
tiempo las limitaciones de la ciencia y las limitaciones de la filosofía. El deísmo, por ejemplo, sería
entonces la ideología que trata de la idea de Dios, de la que se ocupa la filosofía, a la manera
científica de la teología, para la que Dios es una realidad revelada. (Una teología que no esté basada
en la Revelación como una realidad dada, sino que trate a Dios como a una idea, sería tan absurda
como una zoología que no estuviera segura de la existencia física y tangible de los animales.) Sin
embargo, sabemos queésta es sólo una parte de la verdad. El deísmo, aunque niega la revelación
divina, no formula simplemente declaraciones «científicas» sobre un Dios que es solamente una
«idea», sino que utiliza la idea de Dios para explicar el curso del mundo. Las «ideas» de los ismos
—raza en el racismo, Dios en el deísmo, etc.— nunca constituyen el objeto de las ideologías, y el
sufijo -logía jamás denota simplemente un cuerpo de declaraciones «científicas».
Una ideología es muy literalmente lo que su nombre indica: la lógica de una idea. Su objeto es la
Historia, a la que es aplicada la «idea»; el resultado de esta aplicación no es un cuerpo de
declaraciones acerca de algo que es, sino el despliegue de un proceso que se halla en constante
cambio. La ideología trata el curso de los acontecimientos como si siguieran la misma «ley» que la
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exposición lógica de su «idea». Las ideologías pretenden conocer los misterios de todo el proceso
histórico —los secretos del pasado, las complejidades del presente, las incertidumbres del futuro—
merced a la lógica inherente a sus respectivas ideas.
Las ideologías nunca se hallan interesadas en el milagro de la existencia. Son históricas, se
preocupan del devenir y del perecer, de la elevación y de la caída de las culturas, incluso si tratan de
explicar la Historia por alguna «ley de la Naturaleza». La palabra «raza» en el racismo no significa
una genuina curiosidad por las razas humanas como campo de exploración científica, sino que es la
«idea» por la que se explica el movimiento de la Historia como un proceso consecuente.
La «idea» de una ideología no es ni la esencia eterna de Platón captada por los ojos de la mente,
ni el principio regulador de la razón de Kant, sino que se ha convertido en un instrumento de
explicación. Para una ideología, la Historia no aparece a la luz de una idea (lo que implicaría que la
Historia puede ser contemplada sub specie de alguna eternidad ideal que en sí misma está más allá
del movimiento histórico), sino como algo que puede ser calculado por ella. Lo que hace encajar a
la «idea» en su nuevo papel es su propia «lógica», es decir, un movimiento que es consecuencia de
la misma «idea» y no necesita de ningún factor exterior para ponerse en marcha. El racismo es la
creencia de que existe un movimiento inherente a la misma idea de raza, de la misma manera que el
deísmo es la creencia de que hay un movimiento inherente a la misma noción de Dios.
Se supone que el movimiento de la Historia y el proceso lógico de esta noción se corresponden
entre sí, de forma que, pase lo que pase, todo sucede según la lógica de una «idea». Sin embargo, el
único movimiento posible en el terreno de la lógica es el proceso de deducción a partir de una
premisa. La lógica dialéctica, con su proceso de tesis, antítesis y síntesis, que a su vez se torna en
tesis del siguiente movimiento dialéctico, no es diferente en principio, una vez que es utilizada por
una ideología; la primera tesis se convierte en premisa, y su ventaja para la explicación ideológica
es que este recurso dialéctico puede prescindir de las contradicciones de hecho como fases de un
movimiento idéntico y consecuente.
Tan pronto como la lógica, como un movimiento del pensamiento —y no como un necesario
control del pensamiento—, es aplicada a una idea, esta idea se transforma en una premisa. Las
explicaciones ideológicas del mundo realizaron esta operación mucho antes de que llegara a resultar
tan eminentemente fructífera para el razonamiento totalitario. La coacción puramente negativa de la
lógica, es decir, la prohibición de contradicciones, se convirtió en «productiva», de forma que pudo
ser iniciada e impuesta a la mente toda una línea de pensamiento, extrayendo conclusiones a la
manera de simple argumentación. Este proceso argumentativo no podía ser interrumpido ni por una
nueva idea (que habría sido otra premisa con un diferente grupo de consecuencias) ni por una nueva
experiencia. Las ideologías suponen siempre que basta una idea para explicar todo en el desarrollo
de la premisa y que ninguna experiencia puede enseñar nada, porque todo se halla comprendido en
este proceso consistente de deducción lógica. El peligro de cambiar la necesaria inseguridad del
pensamiento filosófico por la explicación total de una ideología y de su Weltanschauung no es tanto
el riesgo de caer en alguna suposición, habitualmente vulgar y siempre no crítica, como el de
cambiar la libertad inherente a la capacidad de pensar del hombre por la camisa de fuerza de la
lógica, con la que el hombre puede forzarse a sí mismo tan violentamente como si fuera forzado por
algún poder exterior.
Las Weltanschauungen e ideologías del siglo XIX no son en sí mismas totalitarias, y aunque el
racismo y el comunismo se convirtieran en las ideologías decisivas del siglo XX, no eran, en
principio, «más totalitarias» que las demás; si llegaron a serlo fue porque los elementos empíricos
sobre los que se hallaban originariamente basadas —la lucha entre las razas por la dominación
mundial y la lucha entre las clases por el poder político en los respectivos países— resultaron ser
políticamente más importantes que los de las demás ideologías. En este sentido, la victoria
ideológica del racismo y del comunismo sobre todos los demás ismos fue decidida antes de que los
movimientos totalitarios se apoderaran precisamente de estas ideologías. Por otra parte, todas las
ideologías contienen elementos totalitarios, pero éstos sólo se encuentran desarrollados
completamente por los movimientos totalitarios y ello crea la impresión engañosa de que sólo el
racismo y el comunismo son totalitarios en su carácter. La verdad es, más bien, que la verdadera
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naturaleza de todas las ideologías estaba revelada sólo en el papel que la ideología desempeña en el
aparato de dominación totalitaria. Vistos desde este aspecto, aparecen tres elementos
específicamente totalitarios que son peculiares a todo el pensamiento ideológico.
En primer lugar, en su reivindicación de una explicación total, las ideologías tienen tendencia a
explicar no lo que es, sino lo que ha llegado a ser, lo que ha nacido y ha pasado. En todos los casos
se ocupan exclusivamente de los elementos en movimiento, es decir, de la Historia en el sentido
habitual de la palabra. Las ideologías se hallan siempre orientadas hacia la Historia, incluso cuando,
como en el caso del racismo, partieron aparentemente de la premisa de la Naturaleza; aquí la
Naturaleza sirve simplemente para explicar cuestiones históricas y para reducirlas a cuestiones de la
Naturaleza. La reivindicación de explicación total promete explicar todo el acontecer histórico, la
explicación total del pasado, el conocimiento total del presente y la fiable predicción del futuro. En
segundo lugar, en esta capacidad, el pensamiento ideológico se torna independiente de toda
experiencia de la que no puede aprender nada nuevo incluso si se refiere a algo que acaba de
suceder. Por eso, el pensamiento ideológico se torna emancipado de la realidad que percibimos con
nuestros cinco sentidos e insiste en una realidad «más verdadera», oculta tras todas las cosas
perceptibles, dominándolas desde este escondrijo y requiriendo un sexto sentido que nos permite ser
conscientes de ella. Este sexto sentido es precisamente proporcionado por la ideología, ese especial
adoctrinamiento ideológico que es enseñado por las instituciones docentes establecidas
exclusivamente con esta finalidad, la de preparar a los «soldados políticos» en las Ordensburgen de
los nazis o en las escuelas de la Komintern o la Kominform. La propaganda del movimiento
totalitario también sirve para emancipar al pensamiento de la experiencia y de la realidad; siempre
se esfuerza por inyectar un significado secreto en cada acontecimiento público y tangible y para
sospechar la existencia de una intención secreta tras cada acto político público. Una vez que los
movimientos han llegado al poder, proceden a modificar la realidad conforme a sus afirmaciones
ideológicas. El concepto de enemistad es reemplazado por el de conspiración, y ello produce una
mentalidad en la que la realidad —enemistad real o amistad real— ya no es experimentada y
comprendida en sus propios términos, sino que se asume automáticamente que significa algo más.
En tercer lugar, como las ideologías no tienen poder para transformar la realidad, logran esta
emancipación del pensamiento de la experiencia a través de ciertos métodos de demostración. El
pensamiento ideológico ordena los hechos en un procedimiento absolutamente lógico que comienza
en una premisa axiomáticamente aceptada, deduciendo todo a partir de ahí; es decir, procede con
una consistencia que no existe en parte alguna en el terreno de la realidad. La deducción puede
proceder lógica o dialécticamente; en cualquier caso supone un proceso consistente de
argumentación que, porque lo considera en términos de un proceso, se supone ser capaz de
comprender el movimiento de los procesos suprahumanos naturales o históricos. La comprensión se
logra imitando mentalmente, bien lógica o bien dialécticamente, las leyes de los movimientos
«científicamente» establecidos, con los que se integra a través del proceso de imitación. La
argumentación, siempre un tipo de deducción lógica, corresponde a los dos ya mencionados
elementos de las ideologías —el elemento de movimiento y el de emancipación de la realidad y de
la experiencia—, primero, porque su pensamiento sobre el movimiento no procede de la
experiencia, sino que es autogenerado, y segundo, porque transforma el único y exclusivo punto que
es tomado y aceptado de la realidad experimentada en una premisa axiomática, dejando a partir de
entonces el subsiguiente proceso de argumentación completamente inafectado por cualquier
experiencia ulterior. Una vez establecida su premisa, su punto de partida, la experiencia ya no se
injiere en el pensamiento ideológico, ni puede ser éste modificado por la realidad.
El recurso por el que ambos gobernantes totalitarios acostumbraban a transformar sus respectivas
ideologías en armas con las que cada uno de sus súbditos se obligaba a marchar al paso del
movimiento del terror era engañosamente simple y nada conspicuo: tomaban en serio a los muertos.
Se jactaba uno de su supremo don del «frío razonamiento» (Hitler), y el otro de su «implacable
dialéctica», y procedían a empujar a las implicaciones ideológicas hacia extremos de consistencia
lógica que, para el observador, parecía estúpidamente «primitiva» y absurda: una «clase
moribunda» estaba constituida por personas condenadas a muerte; las razas que son «incapaces de
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vivir» tenían que ser exterminadas. Cualquiera que aceptase que existían cosas tales como las
«clases moribundas» y no extrajera la consecuencia de matar a sus miembros, o que el derecho a la
vida tenía algo que ver con la raza, y no extrajera la consecuencia de matar a las «razas incapaces»,
era simplemente un estúpido o un cobarde. Esta estricta lógica como guía para una acción penetra
toda la estructura de los movimientos y de los Gobiernos totalitarios. Obra exclusiva de Hitler y de
Stalin es el hecho de que, aunque no añadieran un solo nuevo pensamiento a las ideas y los slogans
de la propaganda de sus movimientos, sólo por esta razón deben ser considerados ideólogos de la
mayor importancia.
Lo que distinguía a estos nuevos ideólogos totalitarios de sus predecesores estribaba en que ya
no era primariamente la «idea» de la ideología —la lucha de clases y la explotación de los
trabajadores o la lucha de razas y el cuidado por los pueblos germánicos— lo que les atraía, sino el
proceso lógico que podía desarrollarse a partir de ahí. Según Stalin, no eran la idea ni la oratoria,
sino «la irresistible fuerza de la lógica» de Lenin la que se imponía abrumadoramente a sus
audiencias. Se descubrió que el poder, que Marx creyó que nacía cuando la idea se apoderaba de las
masas, no residía en la misma idea, sino en el proceso lógico que «como un poderoso tentáculo se
apodera de uno por todos lados como una garra y ante el cual uno carece de fuerza para apartarse;
es preciso rendirse o aceptar mentalmente una profunda derrota»3. Sólo cuando se hallaba en juego
la realización de los objetivos ideológicos, la sociedad sin clases o la raza de señores, podía
mostrarse esta fuerza por sí misma. En el proceso de realización la sustancia original sobre la que se
hallan basadas las ideologías mientras que tienen que atraer a las masas —la explotación de los
trabajadores o las aspiraciones nacionales de Alemania— se pierde gradualmente como si fuese
devorada por el mismo proceso: de perfecto acuerdo con el «frío razonamiento» y la «irresistible
fuerza de la lógica», los trabajadores perdieron bajo la dominación bolchevique incluso aquellos
derechos que les habían sido otorgados bajo la opresión zarista, y el pueblo alemán padeció un
género de guerra en la que no se prestó la más ligera atención a los requerimientos mínimos para la
supervivencia de la nación alemana. Corresponde a la naturaleza de las políticas ideológicas —y no
es simplemente una traición cometida en beneficio del interés propio o del deseo del poder— el
hecho de que el verdadero contenido de la ideología (la clase trabajadora o los pueblos germánicos)
que originariamente determinó la «idea» (la lucha de clases como ley de la Historia o la lucha de
razas como ley de la Naturaleza) sea devorado por la lógica con la que es realizada la «idea».
La preparación de las víctimas y de los ejecutores que requiere el totalitarismo en lugar del
principio de la acción de Montesquieu no es la misma ideología —el racismo o el materialismo
dialéctico—, sino su lógica inherente. El argumento más persuasivo al respecto, un argumento del
que tanto Hitler como Stalin se sentían muy orgullosos, es: «Usted no puede decir A, sin decir B y
C y etcétera», hasta llegar al final del alfabeto homicida. Aquí parece hallar su fuente la fuerza
coactiva de la lógica; surgen de nuestro propio temor a contradecirnos. Hasta el punto de que la
purga bolchevique logró que sus víctimas confesaran crímenes que jamás habían cometido,
descansa en ese temor básico y arguye de la siguiente manera: «Todos estamos de acuerdo en la
premisa de que la Historia es una lucha de clases y en el papel del partido en su dirección. Usted
sabe por eso que, históricamente hablando, el partido siempre tiene razón.» (En palabras de
Trotsky: «Podemos tener razón con y por el partido, porque la Historia no ha proporcionado otro
camino para tener razón.») En este momento histórico, es decir, de acuerdo con la ley de la Historia,
van a ser cometidos ciertos crímenes que el partido, conociendo la ley de la Historia, tiene que
castigar. Para estos crímenes, el partido necesita criminales; puede que el partido, aunque conozca
los crímenes, no conozca completamente a los criminales. Más importante que hallarse seguro
acerca de los criminales es castigar los crímenes, porque sin tal castigo la Historia no progresará,
sino que puede verse incluso obstaculizada en su curso. Por eso, usted, o bien ha cometido los
crímenes, o ha sido designado por el partido para desempeñar el papel de criminal; en cualquier
3
Discurso de Stalin del 28 de enero de 1924; cita de LENIN, Selected Works, vol. I, p. 33, Moscú, 1947. Es interesante
advertir que la «lógica» de Stalin figura entre las pocas cualidades que Kruschev le alaba en su devastador discurso ante
el XX Congreso del Partido.
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caso, usted se ha convertido objetivamente en un enemigo del partido. Si usted no confiesa, deja de
ayudar a la Historia a través del partido y se convierte en un enemigo real —la fuerza coactiva del
argumento es: Si usted se niega, se contradice a sí mismo, y a través de esta contradicción convierte
a toda su vida en algo carente de significado; la A que usted dice que domina toda su vida a través
de las consecuencias de B y C que lógicamente engendra.
Los dominadores totalitarios se apoyan en el apremio con el que po demos obligarnos a nosotros
mismos para obtener la movilización limitada de personas que todavía necesitan; este apremio
íntimo es la tiranía de la lógica, a la que nada se resiste si no es la gran capacidad de los hombres
para empezar algo nuevo. La tiranía de la lógica comienza con la sumisión de la mente a la lógica
como un proceso inacabable en el que el hombre se apoya para engendrar sus pensamientos.
Mediante esta sumisión entrega su libertad íntima como entrega su libertad de movimientos cuando
se inclina ante una tiranía externa. La libertad, como capacidad interna de un hombre, se identifica
con la capacidad de comenzar, de la misma manera que la libertad como realidad política se
identifica con un espacio de desplazamiento entre los hombres. Sobre el comienzo, ninguna lógica,
ninguna deducción convincente pueden tener poder alguno, porque su cadena presupone, en la
forma de una premisa, el comienzo. Como se necesita el terror para evitar que con el nacimiento de
cada nuevo ser humano surja un nuevo comienzo y alce su voz en el mundo, así la fuerza coactiva
de la lógica es movilizada para evitar que nadie comience a pensar —que como la más libre y la
más pura de todas las actividades humanas, es lo verdaderamente opuesto al proceso obligatorio de
deducción. El Gobierno totalitario puede sentirse seguro sólo en la medida en que pueda movilizar
la propia fuerza de voluntad del hombre para obligarle a ese gigantesco movimiento de la Historia o
de la Naturaleza que supuestamente utiliza a la Humanidad como su material y que no conoce ni
nacimiento ni muerte.
La coacción del terror total, por un lado, que, con su anillo de hierro, presiona a las masas de
hombres aislados y las mantiene en un mundo que se ha convertido en un desierto para ellos, y la
fuerza autocoactiva de la deducción lógica, por otro, que prepara a cada individuo en su aislamiento
solitario contra todos los demás, se corresponde mutuamente y se necesita mutuamente para
mantener constantemente en marcha el movimiento gobernado por el terror. De la misma manera
que el terror, incluso en su forma pretotalitaria y simplemente tiránica, arruina todas las relaciones
entre los hombres, así la autocoacción del pensamiento ideológico arruina todas las relaciones con
la realidad. La preparación ha tenido éxito cuando los hombres pierden el contacto con sus
semejantes tanto como con la realidad que existe en torno de ellos; porque, junto con estos
contactos, los hombres pierden la capacidad tanto para la experiencia como para el pensamiento. El
objeto ideal de la dominación totalitaria no es el nazi convencido o el comunista convencido, sino
las personas para quienes ya no existen la distinción entre el hecho y la ficción (es decir, la realidad
empírica) y la distinción entre lo verdadero y lo falso (es decir, las normas del pensamiento).
La cuestión que hemos suscitado al comienzo de estas consideraciones y a la que ahora
volvemos es la de qué género de experiencia básica en la vida en común de los hombres penetra una
forma de gobierno cuya esencia es el terror y cuyo principio de acción es la lógica del pensamiento
ideológico. Es obvio que semejante combinación nunca fue usada anteriormente en las variadas
formas de dominación política. Pero la experiencia básica sobre la que descansa debe ser humana y
conocida de los hombres en cuanto que hasta éste, el más «original» de todos los cuerpos políticos,
ha sido concebido por hombres y de alguna forma responde a las necesidades de los hombres.
Se ha observado frecuentemente que el terror puede dominar de forma absoluta sólo a hombres
aislados y que, por eso, una de las preocupaciones primarias del comienzo de todos los Gobiernos
tiránicos consiste en lograr el aislamiento. El aislamiento puede ser el comienzo del terror; es
ciertamente su más fértil terreno; y siempre su resultado. Este aislamiento es, como si dijéramos,
pretotalitario. Su característica es la impotencia en cuanto que el poder siempre procede de hombres
que actúan juntos, «actuando concertadamente» (Burke); por definición, los hombres aislados
carecen de poder.
El aislamiento y la impotencia, es decir, la incapacidad fundamental para actuar, son siempre
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característicos de las tiranías. Los contactos políticos entre los hombres quedan cortados en el
Gobierno tiránico y frustradas las capacidades humanas para la acción y para el poder. Pero no
todos los contactos entre los hombres quedan rotos ni destruidas todas las capacidades humanas.
Toda la esfera de la vida privada, con las capacidades para la experiencia, la fabricación y el
pensamiento, quedan intactas. Sabemos que el anillo de hierro del terror total no deja espacio para
semejante vida privada y que la autocoacción de la lógica totalitaria destruye la capacidad del
hombre para la experiencia y el pensamiento tan seguramente como su capacidad para la acción.
Lo que llamamos aislamiento en la vida política se llama soledad en la esfera de las relaciones
sociales. El aislamiento y la soledad no son lo mismo. Yo puedo estar aislado: es decir, hallarme en
una situación en la que no pueda actuar porque no hay nadie que actúe conmigo, sin estar solo; y
puedo estar solo: es decir, en una situación en la que yo, como persona, me siento abandonado de
toda compañía humana, sin hallarme aislado. El aislamiento es ese callejón sin salida al que son
empujados los hombres cuando es destruida la esfera política de sus vidas, donde actúan juntamente
en la prosecución de un interés común. Sin embargo, el aislamiento, aunque destructor del poder y
de la capacidad para la acción, no sólo deja intactas todas las llamadas actividades productoras del
hombre, sino que incluso se requiere para éstas. El hombre, en cuanto homo faber, tiende a aislarse
con su obra, es decir, a abandonar temporalmente el terreno de la política. La fabricación (poiesis, la
elaboración de cosas), como diferenciada de la acción (praxis), por una parte, y del puro trabajo, por
otra, es realizada siempre en un cierto aislamiento de las preocupaciones comunes, tanto si el
resultado es una muestra de pericia manual como una obra de arte. En el aislamiento, el hombre
permanece en contacto con el mundo como artífice humano; sólo cuando es destruida la más
elemental forma de creatividad humana, que es la capacidad de añadir algo propio al mundo común,
el aislamiento se torna inmediatamente insoportable. Esto puede suceder en un mundo cuyos
principales valores sean dictados por el trabajo, es decir, donde todas las actividades humanas hayan
sido transformadas en trabajo. Bajo semejantes condiciones sólo queda el puro esfuerzo del trabajo,
que es el esfuerzo por mantenerse vivo, y se halla rota la relación con el mundo como artificio
humano. El hombre aislado, que ha perdido su lugar en el terreno político de la acción, es
abandonado también por el mundo. Ya no es reconocido como un homo faber, sino tratado como un
animal laborans cuyo necesario «metabolismo con la Naturaleza» no preocupa a nadie. Entonces el
aislamiento se torna soledad. La tiranía basada en el aislamiento deja generalmente intactas las
capacidades productoras del hombre; una tiranía sobre «trabajadores», sin embargo, como, por
ejemplo, la dominación sobre los esclavos en la antigüedad, sería automáticamente una dominación
sobre hombres solitarios y no solamente aislados y tendería a ser totalitaria. .
Mientras que el aislamiento corresponde sólo al terreno político de la vida, la soledad
corresponde a la vida humana en conjunto. Los Gobiernos totalitarios, como todas las tiranías, no
podrían ciertamente existir sin destruir el terreno público de la vida, es decir, sin destruir, aislando a
los hombres, sus capacidades políticas. Pero la dominación totalitaria como forma de gobierno
resulta nueva en cuanto que no se contenta con este aislamiento y destruye también la vida privada.
Se basa ella misma en la soledad, en la experiencia de no pertenecer en absoluto al mundo, que
figura entre las experiencias más radicales y desesperadas del hombre.
La soledad, el terreno propio del terror, la esencia del Gobierno totalitario, y para la ideología o
la lógica, la preparación de ejecutores y víctimas, está estrechamente relacionada con el
desarraigamiento y la superfluidad, que han sido el azote de las masas modernas desde el comienzo
de la revolución industrial y que se agudizaron con el auge del imperialismo a finales del siglo
pasado y la ruptura de las instituciones políticas y de las tradiciones sociales en nuestro propio
tiempo. Estar desarraigado significa no tener en el mundo un lugar reconocido y garantizado por los
demás; ser superfluo significa no pertenecer en absoluto al mundo. El desarraigamiento puede ser la
condición preliminar de la superfluidad, de la misma manera que el aislamiento puede ser (aunque
no lo sea forzosamente) la condición preliminar de la soledad. Considerada en sí misma, sin
consideración a sus recientes causas históricas y a su nuevo papel en política, la soledad es al
mismo tiempo contraria a los requerimientos básicos de la condición humana y una de las
experiencias fundamentales de cada vida humana. Incluso la experiencia del mundo material y
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sensualmente dado depende de este hallarse en contacto con otros hombres, de nuestro sentido
común, que regula y controla todos los demás sentidos y sin el cual cada uno de nosotros quedaría
encerrado en su propia particularidad de datos sensibles que en sí mismos son inestables y
traicioneros. Sólo porque tenemos sentido común, es decir, sólo porque la Tierra no está habitada
por un hombre, sino por los hombres, podemos confiar en nuestra inmediata experiencia sensible.
Sin embargo, hemos de recordarnos a nosotros mismos que un día dejaremos este mundo común,
que seguirá como antes y para cuya continuidad resultamos superfluos, si es que queremos
comprender la soledad, la experiencia de ser abandonados por todo y por todos.
La soledad no es la vida solitaria. La vida solitaria requiere estar solo, mientras que la soledad se
revela más agudamente en compañía de los demás. Aparte de algunas erradas observaciones
(usualmente enmarcadas en un estilo paradójico como la afirmación de Catón, citada por Cicerón,
De Re Publica, I, 17: Nunquam minus solum esse quam cum solus esset, «Nunca estaba menos solo
que cuando estaba solo», o, más bien, «Nunca estuvo menos solitario que cuando llevaba una vida
solitaria»), parece que Epicteto, el esclavo emancipado, filósofo de origen griego, fue el primero en
distinguir entre la soledad y la vida solitaria. Su descubrimiento, en cierta manera, fue accidental; lo
que le interesaba principalmente no era la vida solitaria ni la soledad, sino estar solos (monos) en el
sentido de independencia absoluta. Como Epicteto le ve (Dissertationes, libro, III, capítulo 13), el
hombre retraído (eremos) se encuentra rodeado por otros con los que no puede establecer contacto o
a cuya hostilidad está expuesto. El hombre solitario, por el contrario, está solo, y por eso «puede
estar unido consigo mismo», dado que los hombres tienen la capacidad de «hablar con ellos
mismos». En la vida solitaria, en otras palabras, yo soy «por mí mismo», junto con mi yo, y por eso
somos dos en uno, mientras que en la soledad yo soy realmente uno, abandonado de todos los
demás. Todo pensamiento, estrictamente hablando, es elaborado en la vida solitaria entre yo y mi yo
mismo; pero este diálogo de dos en uno no pierde contacto con el mundo de mis semejantes, porque
está representado en el yo con el que dialogo. El problema de la vida solitaria es que este dos en uno
necesita de los demás para convertirse en uno de nuevo: un individuo incambiable cuya identidad
no puede ser confundida con la de ningún otro. Para la confirmación de mi identidad, yo dependo
enteramente de otras personas; y esta gran gracia salvadora de la compañía para los hombres
solitarios es la que les convierte de nuevo en un «conjunto», les salva del diálogo del pensamiento
en el que uno permanece siempre equívoco y restaura la identidad que les hace hablar con la voz
singular de una persona incambiable.
La vida solitaria puede convertirse en soledad; esto sucede cuando yo mismo soy abandonado
por mi propio yo. Los hombres solitarios siempre han experimentado el peligro de la soledad
cuando ya no pueden hallar la gracia redentora de la compañía para salvarles de la dualidad, del
equívoco y de la duda. Históricamente, parece como si este peligro sólo en el siglo XIX se hubiera
tornado lo suficientemente grande como para ser advertido por los demás y señalado por la Historia.
Se reveló claramente por sí mismo cuando los filósofos, sólo para quienes la vida solitaria es un
estilo de vida y una condición de trabajo, ya no se contentaron con el hecho de que la «filosofía es
solamente para unos pocos» y comenzaron a insistir en que nadie les «comprendía». Característica
al respecto es la anécdota de Hegel en su lecho de muerte, que difícilmente hubiera podido decirse
de cualquier otro gran filósofo anterior: «Nadie me ha entendido, excepto uno; y él también me
entendió mal.» De la misma manera, siempre existe la posibilidad de que un hombre retraído se
encuentre a sí mismo y comience el diálogo pensante de la soledad. Esto es lo que, al parecer,
sucedió a Nietzsche en Sils Maria cuando concibió Zarathustra. En dos poemas («Sils Maria» y
«Aus hohen Bergen») habla de su vacía espera y del anhelo expectante del solitario hasta que de
repente: um Mittag war’s, da wurde Eins zu Zwei... / Nun feiern wir, vereinten Siegs gewiss, / das
Fest der Feste; / Freund Zarathustra kam, der Gast der Gäste! («Era mediodía, cuando Uno se
convirtió en Dos... / seguros de la victoria, unidos celebramos la fiesta de las fiestas; / llegó el
amigo Zarathustra, el invitado de los invitados»).
Lo que torna tan insoportable la soledad es la pérdida del propio yo, que puede realizarse en la
vida solitaria, pero que sólo puede quedar confirmado en su identidad en la fiable compañía de mis
iguales. En esta situación el hombre pierde la confianza en sí mismo como compañero de sus
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pensamientos y esa elemental confianza en el mundo que se necesita para realizar experiencias. El
yo y el mundo, la capacidad para el pensamiento y la experiencia, se pierden al mismo tiempo.
La única capacidad de la mente humana que no precisa ni del yo ni del otro ni del mundo para
funcionar con seguridad y que es independiente de la experiencia como lo es del pensamiento es la
capacidad de razonamiento lógico cuya premisa es lo evidente por sí mismo. Las normas
elementales de la evidencia convincente, la verdad de que dos y dos son cuatro, no pueden ser
pervertidas ni siquiera por las condiciones de la soledad absoluta. Esta es la única «verdad»
fidedigna en la que pueden apoyarse los seres humanos una vez que han perdido su garantía mutua,
el sentido común, lo que los hombres necesitan para experimentar y vivir y conocer su camino en
un mundo común. Pero esta «verdad» se halla vacía, o más bien no es una verdad en absoluto,
porque no revela nada (definir la consistencia como verdad, tal como hacen algunos modernos
lógicos. significa nevar la existencia de la verdad). Por eso, baso las condiciones de la soledad, lo
evidente por sí mismo ya no es simplemente un medio del intelecto y comienza a ser productivo, a
desarrollar sus propias líneas de «pensamiento». Que el proceso de pensamiento caracterizado por
la estricta lógica de lo evidente por sí mismo, del que aparentemente no hay escape, tiene alguna
conexión con la soledad, fue ya advertido por Lutero (cuyas experiencias en los fenómenos de la
vida solitaria y de la soledad probablemente no han sido superados por nadie, y quien una vez se
atrevió a decir que «tiene que haber un Dios, porque el hombre necesita un ser en quien pueda
confiar») en un comentario poco conocido sobre las palabras de la Biblia «no es bueno que el
hombre esté solo»: Un hombre solitario, dice Lutero, «siempre deduce una cosa de otra y piensa en
todo hasta llegar a lo peor»4. El famoso extremismo de los movimientos totalitarios, lejos de tener
nada que ver con el verdadero radicalisme, consiste, desde luego, en este «pensar en todo hasta
llegar a lo peor», en este proceso deductivo que siempre llega a las peores conclusiones posibles.
Lo que prepara a los hombres para la dominación totalitaria en el mundo no totalitario es el
hecho de que la soledad, antaño una experiencia liminal habitualmente sufrida en ciertas
condiciones sociales marginales como la vejez, se ha convertido en una experiencia cotidiana de
crecientes masas de nuestro siglo. El proceso implacable por el que el totalitarismo impulsa y
organiza a las masas parece como un escape suicida a esta realidad. El «frío razonamiento» y el
«poderoso tentáculo» de la dialéctica que se apoderan de uno como una garra parece como el último
asidero en un mundo donde nadie es fiable y en donde no puede confiarse en nada. Es esta íntima
coacción, cuyo único contenido estriba en la estricta evitación de contradicciones, la que parece
confirmar la identidad de un hombre al margen de todas las relaciones con los demás. Le encaja en
el anillo de hierro del terror incluso cuando ya no está solo, y la dominación totalitaria nunca trata
de dejarle solo excepto en la extremada situación de un confinamiento solitario. Destruyendo todo
el espacio entre los hombres y oprimiendo a unos contra otros, incluso quedan liquidadas las
potencialidades productivas del aislamiento; enseñando y glorificando el razonamiento lógico de la
soledad, donde el hombre sabe que estará profundamente perdido si llega a apartarse de la primera
premisa de la que parte todo el proceso, quedan esfumadas incluso las más ligeras posibilidades de
que la soledad pueda transformarse en vida solitaria y la lógica en pensamiento. Si se compara a
esta práctica con la de la tiranía, parece como si se hubiera hallado un medio de poner al mismo
desierto en marcha, para desencadenar una tormenta de arena que cubra todas las partes del mundo
habitado.
Las condiciones bajo las cuales existimos hoy en el campo de la política se hallan, desde luego,
amenazadas por estas devastadoras tormentas de arena. Su peligro no es que puedan establecer un
mundo permanente. La dominación totalitaria, como la tiranía, porta los gérmenes de su propia
destrucción. De la misma manera que el miedo y la impotencia de la que surge el miedo son
principios antipolíticos y lanzan a los hombres a una situación contraria a la acción política, así la
soledad y la deducción lógico-ideológica de lo peor que procede de ella representa una situación
antisocial y alberga un principio destructivo para toda la vida humana en común. Sin embargo, la
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Ein solcher (sc. einsamer) Mensch folgert immer eins aus dem andern und denkt alles zum Ärgsten. En Erbauliche
Schriften, «Warum die Einsamkeit zu fliehen?».
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soledad organizada es considerablemente más peligrosa que la impotencia inorganizada de todos
aquellos que son regidos por la voluntad tiránica y arbitraria de un solo hombre. Su peligro estriba
en que amenaza asolar al mundo tal como nosotros lo conocemos —un mundo que en todas partes
parece haber llegado a un final— antes de que un nuevo comienzo surja de ese final y tenga tiempo
para afirmarse por sí mismo.
Al margen de tales consideraciones --que como predicciones son de escasa utilidad y de menor
consuelo— queda el hecho de que la crisis de nuestro tiempo y su experiencia central han producido
una forma enteramente nueva de gobierno que, como potencialidad y como peligro siempre
presente, es muy probable que permanezca con nosotros a partir de ahora, de la misma manera que
las demás formas de gobierno que surgieron en diferentes momentos históricos y basadas en
experiencias fundamentalmente diferentes, han permanecido con la Humanidad al margen de sus
derrotas temporales —monarquías, repúblicas, tiranías, dictaduras y despotismo.
Pero también permanece la verdad de que cada final en la Historia contiene necesariamente un
nuevo comienzo: este comienzo es la promesa, el único «mensaje» que le es dado producir al final.
El comienzo, antes de convertirse en un acontecimiento histórico, es la suprema capacidad del
hombre; políticamente, se identifica con la libertad del hombre. Initium ut esset homo creatus est
(«para que un comienzo se hiciera fue creado el hombre»), dice Agustín5. Este comienzo es
garantizado por cada nuevo nacimiento; este comienzo es, desde luego, cada hombre.
5
De Civitate Dei, libro 12, cap. 20.
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INDICE ONOMASTICO
A
Abetz, Otto: 421.
Adenauer, Konrad: 27.
Agustín, Aurelio: 380 y 580.
Ahlwardt, Hermann: 163.
AksakoW, K. S.: 297, 305 y 310.
Alejandro Magno: 191. Alejandro II: 311.
Alter, William: 227.
Anchel, Robert: 63.
Angus, H. F.: 360.
Archambault, G. H.: 145.
Aristóteles: 375.
Arland, Marcel: 98.
Armstrong, John A.: 34, 37, 39, 42 y 43.
Arndt, Ernst Moritz: 230 y 231.
Avtorkhanov, Abdurakhman: 34, 480 y 526.
Azcárate, P. de: 348 y 349.
Azev: 516.
B
Baker, Ernest: 188, 189, 190 y 191.
Bakunin, Michael: 410 y 412.
BaldWin, Roger N.: 519 y 524.
Balzac, Honoré de: 146, 201, 217 y 418.
Bangert, Otto: 243.
Barnato, Barney:268, 269 y 270.
Barnes, Leonard: 254, 261, 262, 275 y 290.
Baron, Salo W.: 14, 63, 145 y 321.
Barrés, Maurice: 148, 151, 166, 168, 172, 244 y 298.
Barzun, Jacques: 223 y 239.
Basch, Víctor: 157 y 167.
Bassermann, Ernst: 324.
Bataille, Georges: 413 y 536.
Baudelaire, Charles: 235.
Bauer, Otto: 303, 312 y 347.
Baxa, J.: 81.
Bayer, Ernst: 407, 457 y 492.
Baynes, N. H.: 295, 441 y 446.
Beaconsfield, Lady: 121.
Beaconsfield, Lord (Pseudónimo de Disraeli, Benjamin).
Beck, F.: 359, 423, 442, 494, 511, 518, 523, 524, 529, 530 y 547.
Beit, Alfred: 268, 269, 270 y 271.
Bell, Hesketh: 188, 215.
Belloc, Hilaire: 214.
Benda, Julien: 416.
Benes, Eduard: 349 y 353.
Benjamin, René: 147.
Benjamin, Walter: 132 y 203.
410
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Bentinck, George: 122, 125, 126, 129, 130 y 240.
Bentwich, Norman: 263 y 264.
Bérard, Víctor: 320.
Berdiaev, Nicolás: 305, 309, 313, 315, 334 y 419.
Bergstraesser, LudWig: 327:
Beria, L. P.: 498.
Bermann, Moritz: 521.
Bernanos, Georges: 99, 148, 151, 153, 156, 157, 159, 163 y 168.
Best, Werner: 333, 388, 421, 456, 471, 479 y 491.
Bettelheim, Bruno: 534, 540, 542, 545, 547, 549 y 550.
Binding, Rudolf: 411 y 412.
Bismarck, Herbert Otto von: 64, 67, 68, 70, 80, 83, 92, 93, 117, 183, 299 y 300.
Blank, R. M.: 444.
Bleichroeder, Gerson: 64,
67, 80, 83, 152 y 195.
Block, Alexander: 410.
Blomberg, Werner von: 506.
Bloy, León: 315.
Blum, León: 338 y 366.
Blunstchli, Johann Caspar: 326 y 329.
Boberach, Heinz: 27.
Bobinson, Jacob: 348.
Bodelsen, C. A.: 245 y 246.
Bodin, Jean: 302.
Boeckel, Otto: 86.
Boehmer, H.: 158.
Boerne, Ludwig: 96, 116 y 117.
Boisdeffre, Charles: 143.
Bonaparte, Louis: 301.
Bondy-Dworsky: 114.
Bonhard, Otto: 295, 299,
311, 324 y 441.
Borbones: 71 y 96.
Bord, G.: 445.
Borkenau, Franz: 387, 392 y 507.
Bormann, Martin: 430, 456, 463, 468, 485 y 499.
Bouhler, Philipp: 441.
Boulainvilliers, Conde de: 225, 226, 227, 228 y 235.
Boulanger, Georges: 155.
Brack, Víctor: 499.
Brand, Karl: 499.
Brandt, Karl: 432.
Brecht, Bertolt: 410, 414, 415, 417 y 418.
Brentano, Clemens von: 113 y 233.
Briand, Arístides: 349.
Brie, Friedrich: 243.
Broca, Paul: 223.
Brogan, D. W.: 144, 147, 153, 165, 173 y 210.
Brooks, Richard: 134.
Brousse, Paul: 97.
Bruecher, H.: 223.
Brugerette, Joseph: 228.
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412
Buber -Neumann, Mrs.: 545.
Bubnoff, N. V. B.: 305 y 320.
Buckle, G. E.: 120, 123, 124, 128, 131 y 248.
Buelow, Hans B. 146.
Bukharin, Nikolai 1.: 33, 34 y 466.
Bulat, Beck: 523.
Bullock, Alan: 33, 387.
Burckhardt, Jacob: 216
Burke, Edmund: 48, 122,
189, 239, 240, 248, 251,
276, 328, 329, 378, 379, 438 y 575.
C
Calmer, Liefman: 63.
Camus, Albert: 549.
Capefigue, Jean: 65 y 74.
Carlyle, Thomas: 124, 245 y 246.
Caro, joseph: 122 y 124.
Carr-Saunders: 336.
Carthill, A.: 21, 187, 193, 204, 242, 252, 285 y 286.
Catón: 576.
Cavaignac, Jean-Baptiste: 170.
Cayla, Léon: 193.
Cecil, Lord Robert (Pseudónimo de Lord Salisbury).
Céline, Louis Ferdinand: 98 y 418.
Cicerón: 561 y 576. Ciliga, Anton: 374, 388, 426, 467, 469, 470, 484 y 513.
Clapham, J. H.: 228. Class, Heinrich: 212, 295 y 307.
Cleinow, George: 298 y 313.
Clemenceau, Georges: 68, 132, 143, 144, 147, 148, 150, 152, 157, 158, 161, 162, 164, 166, 168,
169, 170, 171, 173, 175, 176, 183, 188 y 192.
Colin, Norman: 13.
Colbert, Jean - Baptiste: 63.
Collins, Adrien: 234.
Comte, Augusto: 247 y 431.
Conrad, Joseph: 236, 251, 256 y 260.
Cooke, George W.: 326.
Cornies, Arnold: 426.
Corti, Egon César: 73.
Crémieux, Adolphe: 153.
Croizier, W. P.: 188.
Cromer, Lord: 21, 183. 190, 193, 215, 252, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 288 y 289.
Cromwell, Oliver: 63, 186 y 387.
Crozier, John B.: 245.
Curtis, John S.: 314, 444.
Curzon, Lord: 215, 278, 280 y 285.
CH
Chaadayev, P. Y.: 305.307 y 313.
Chamberlain, Austen: 349.
Chamberlain, Houston Stewart: 295, 413 y 416.
Chamberlin, W. H.: 452 y 504.
Charensol, G.: 144, 152 y 161.
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413
Cherikover, E.: 322.
Chesterton, Gilbert Keith: 100, 127, 186, 208 y 214.
Chevrillon, André: 163.
Childs, H. S. Lawford: 345, 358, 359, 362 y 452.
Chinn: 278 y 279.
Choltitz, Dietrich von: 421.
ChomjakoW, A. S.: 320.
Churchill, Winston: 21 y 291.
D
D’Alquen, Günter: 404, 464, 474 y 501.
Daladier, Edouard: 97.
Dallin, David J.: 501, 523, 534, 540, 544 y 548.
Damce, E. H.: 212, 246 y 254.
Daniel, Yuli M.: 34 y 41.
Danilewski, N. Y.: 294, 295 y 296.
Darré, Walter: 522.
Darwin, Charles: 223, 262, 413 y 563.
Daudet, Léon: 162 y 168.
Davidson, John: 245.
Déat, Marcel: 147.
Deckert, Emil: 295 y 305.
Dehillotte, Pierre: 514.
Delbrück, Hans: 324.
Delos, J. T.: 302 y 322.
Démange, Edgar: 146 y 175.
Demburg, Bernhard: 193.
Déroulède, Paul: 163 y 172.
Deutscher, Isaac: 33, 37, 387, 401, 428, 461, 463, 480, 484, 485, 488, 503, 506, 510 y 521.
Diderot, Denis: 70.
Didon, Fathel Henri: 157.
Diels, Rudolf: 481 y 492.
Dilke, Charles: 192, 245, 246 y 247.
Dilthey, Wilhelm: 63.
Disraeli, Benjamín: 67, 71, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 131, 132, 134,
137, 142, 235, 240, 245, 247, 248 y 256.
Disselboom, Jan: 187.
Dobb, Maurice: 401.
Dohm, Wilhelm Christian: 58 y 77.
Doriot, Jacques: 98 y 147.
Dostoievsky, F. M.: 297 y 305.
Dreyfus, Alfred: 18, 49, 55, 94, 96, 131, 132, 139, 140, 141, 143, 144, 145, 146, 147, 148, 149,
155, 156, 157, 158, 159, 160, 161, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 172, 173,
174, 175, 176, 177, 191, 217, 244, 256, 300, 322, 337, 395 y 440.
Dreyfus, Robert: 235 y 236.
Drumont, Eduard: 99, 148, 151, 154, 157, 168 y 177.
Du Lac, Father: 177.
Dubnow, S. M.: 117.
Dubuat - Nançay, Conde: 227.
Duclaux, Emile: 164 y 166.
Duehring, Eugen: 82.
Duesberg, J.: 236.
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Dulles, Allen W.: 24 y 25.
Dutrait - Crozon, Henri: 144 y 161.
E
Ebenstein, William: 393, 432 y 502.
Ehrenberg, Hans: 305, 307, 310, 313 y 320.
Ehrenburg, Ilya: 36.
Eichmann, Adolf: 494.
Eisemenger, J. A.: 62.
Elbogen, I.: 80.
Emden, Paul H.: 91, 267, 268, 271 y 272.
Enfantin, B. P.: 431.
Engels, Friedrich: 86, 479 y 63.
Epicteto: 577.
Erdstein, David: 367.
Erzberger, Matthias: 429.
Estève, Louis: 412.
F
Fiansod, Merle: 29, 30, 34, 35, 36, 37, 38 y 43.
Falkensohn Behr, Isachar: 109.
Faure, Elie: 239.
Faure, Paul: 172.
Fayolle, Marie - Emile: 147.
Feder, Gottfried Ernest: 406, 441 y 551.
Federico II de Prusia: 60, 63, 64, 78 y 229.
Federico Guillermo I: 58.
Federico Guillermo III: 80.
Federico Guillermo IV: 80.
Fedotov, G.: 309 y 322.
Fernández, Ramón: 140.
Fiala, Vaclay: 338
Fichte, Johann G.: 230.
Fischer Williams, John: 361.
Foch, Ferdinand: 147.
Foucault, André: 158 y 161.
Fouché, Joseph: 227 y 521.
Fourier, Charles: 95.
Fraenkel, Ernst: 388 y 486.
France, Anatole: 166 y 373.
Francisco José: 49.
Franco, Francisco: 360 y 389.
Frank, Hans: 386, 423 443, 458, 462, 485, 487, 489, 490, 496, 502, 517, 518 y 521.
Frank, Walter: 16, 68, 80, 86, 150, 151, 153, 156, 161, 423 y 494.
Freeman, Orville L.: 25 y 324.
Freund, Ismar: 108.
Frick, Wilhelm: 481 y 487.
Fritsch, Theodor: 87, 387, 444 y 506.
Fritsch, Werner von: 506.
Froude, J. A.: 121, 186, 211, 246, 255, 264, 265 y 266.
Frymann, Daniel (Pseudónimo de Heinrich Class).
Fugger: 62.
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G
Gagarin, Ivan S.: 306.
Galtier-Boissière, J.: 516.
Galton, Francis: 244 y 245.
Gallifet, G. A. A.: 172.
Gambetta, Léon: 153.
Garnett, David: 193, 287 y 289.
Gaulle, Charles de: 21.
Gauweiler, Otto: 451 y 513.
Gelber, N. M.: 322.
Genghis Khan: 34.
Gentile, Giovanni: 407.
Gentz, Friedrich: 112.
George, David Lloyd: 188.
Gerth, Hans: 448.
Gide, André: 98, 418 y 422.
Giles, O. C.: 455, 468, 487 y 508.
Giraudoux, Jean: 97 y 98.
Gladbach, M.: 148.
Gladstone, William E.: 183, 186 y 213.
Glagau, Otto: 84.
Gobineau, Joseph Arthur de: 221, 222, 228, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 248, 295, 413 y 416.
Godin, W.: 423, 442, 494, 511, 518, 523, 524, 529, 530 y 547.
Goebbels, Josef: 330, 346, 389, 390, 414, 421, 434, 446, 460, 463, 471, 487 y 502.
Goerres, Josef: 230.
Goethe, Johann Wolfgang von: 109, 110, 111 y 252.
Gordon, Judah Leib: 117.
Göring, Hermann: 421, 468, 492 y 506.
Gorki, Máximo: 394.
Granville, Lord: 282.
Grattenauer, C. W. F.: 113.
Grell, Hugo: 299.
Grünspan, Herschel, 491.
Grunwal, M.: 63.
Guérin, Jules: 149, 163 y 167.
Guerthner, Franz: 487.
Guesde, Jules: 169.
Guillermo II: 64, 211 y 251.
Guizot, François: 227.
Gurian, Waldemar: 82, 148 y 441.
H
Habsburgo, Monarquía: 49, 90, 91, 93, 116, 300, 308, 311 y 312.
Hadamovsky , Eugen: 425, 429, 442, 447, 448, 449 y 459.
Hadsel, Winifred N.: 354.
Haeckel, Ernst: 223, 243 y 244.
Hafkesbrink , Hanna: 410, 411 y 412.
Halévy, Daniel: 149, 164 y 166.
Halperin, Rose A.: 145 y 174.
Haller, Ludwig von: 234.
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Hanotaux, Gabriel: 188.
Harden, Maximilian: 156.
Harpf, Natalie: 426.
Harvey, Charles H.: 245.
Hasse, Ernst: 183, 294 y 310.
Havelaar, Max: 188.
Hayek, F. A. v.: 431.
Hayes, Carlton J. H.: 182, 207, 208, 209, 222, 223, 244, 252, 386 y 398.
Hegel, Georg Wilhelm Friedrich: 235, 311, 322 y 577.
Heiden, Konrad: 33, 335, 387, 390, 398, 399, 406, 411, 421, 435, 447, 448, 451, 468, 472, 487,
499, 504 y 511.
Heinberg, John Gilbert: 327.
Heine, Heinrich: 110 y 117.
Henry, Joseph: 143, 147, 149, 157 y 163.
Herder, J. G.: 108, 109, 110, 225 y 241.
Herr, Lucien: 166.
Hertz, Markus: 108.
Herz, Cornélius: 150, 151 y 153.
Herzog, Wilhelm: 144, 146, 149, 152, 157, 159, 160, 161, 165, 171 y 177.
Hess, Rudolf: 471.
Heydrich, Reinhard: 517.
Hilferding, Rudolf: 209 y 210.
Himmler, Heinrich: 390, 391, 397, 404, 406, 409, 411, 421, 426-428, 446, 447, 449, 451, 455,
456, 458-460, 463-465, 468, 474-476, 481, 484, 487, 489, 493, 495, 497, 498, 500, 501,
504, 513-517, 522-524, 539, 542, 547, 555 y 568.
Hindenburg, Paul von: 339 y 340.
Hirsch, Moritz: 195.
Hitler, Adolf: 26-29, 31, 33, 37, 41, 44, 48, 130, 131, 148, 159, 182, 191, 217, 229, 293, 295,
305, 314, 331, 333, 335, 337340, 347, 352, 360, 377, 385-387, 389, 390, 391, 398, 399,
403, 406-411, 415, 416, 418-421, 426430, 432-435, 437, 441, 443-448, 450-453, 455465,
468, 469, 471, 474, 481-483, 485-487, 490500, 502, 504-507, 509, 511, 512, 515, 518,
521, 522, 524, 527, 533, 535, 551, 568, 572 y 573.
Hobbes, Thomas: 198, 199, 200, 202, 203, 204, 205, 206, 217, 218 y 219.
Hoberg, Clemens August: 95.
Hobson, J. A.: 71, 181, 182, 184, 191, 195, 207, 208, 209, 210, 213, 214 y 268.
Hoche, W.: 485.
Hoehn, Reinhard H.: 423, 450, 489 y 517.
Hohenlohe - Langenburg,
Hermann: 146, 152 y 216.
Hohenzollern, Louis Ferdinand: 111.
Holborn, Louise W.: 359.
Holcombe, Arthur N.: 328.
Holldack, Hein: 464.
Hotman, François: 225.
Huber, Ernst R.: 485.
Huebbe-Schleiden: 183.
Humboldt, Caroline von: 77.
Humboldt, Wilhelm von: 70, 77 y 108.
Huxley, Thomas H.: 223 y 244.
I
Ibsen, Henrik: 418.
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Isabel, Reina de Inglaterra, 62.
Israel, Menasseh Ben: 110
J
Jackson, Robert H.: 486 y 497.
Jahn, F. L.: 230.
James, Selwyn: 189, 252, 259, 261, 263, 267, 271, 272 y 273.
Jameson, Leander Starr: 192 y 283.
Janowsky, Oscar J. I.: 350, 353 y 367.
Jaspers, Karl: 9.
Jaurès, Jean: 147, 160, 161, 162, 169, 170, 171, 172, 173 y 176.
Jefferson, Thomas: 241.
Jermings, R. Yewdall: 358, 360 y 361.
Joehlingen, Otto: 66.
Joffre, J. J. C.: 147.
Jost, J. Isaak Markus: 14, 81 y 114.
Joyce, James: 204.
Jünger, Ernst: 410 y 411.
Junghann, Otto: 348.
K
Kafka, Franz: 319.
Kant, Immanuel: 557, 560 y 569.
Karbach, Oscar: 300 y 311.
Kat, Angelino de: 188 y 215.
Katkov, M. N.: 321 y 324.
Katz, Jacob: 14 y 15.
Kauffman, Kenneth M.: 24.
Keitel, Wilhelm: 427.
Kerensky, Ale x a n de r: 394.
Kersten, Felix: 490.
Kestner, René (seudónimo de Wilhelm Herzog).
Kidd, Benjamín: 245.
KieWiet, C. W. de: 253, 254, 258, 260-263, 265-267 y 275.
Kipling, Rudyard: 23, 190, 277, 278 y 286.
KirejeWski: 320.
Kirov, Sergei M.: 43 y 480.
Klemm, Gustav: 241.
Koch, L.: 158.
Koestler, Arthur: 546.
Koettgen, Arnold: 448.
Kogon, Eugen: 530, 534, 540, 544, 547 y 551
Köhler, Max J.: 60 y 161.
Kohn, Hans Isaac Moisés: 297, 299, 305, 306, 322 y 441.
Kohn-Bramstedt, E.: 389, 390, 422, 425, 426, 447, 517 y 522.
Koyré, Alexandre: 293 y 463.
Kraus, Karl: 117 y 118.
Kravchenko, Victor: 403, 404, 472, 488, 509 y 522.
Krivitsky, Walter: 391, 405 y 510.
Kruschev, Nikita S.: 28, 33, 39-41, 390, 428, 435, 480, 484 y 572.
Kube, Welhelm: 420 y 421.
Kulisher, Eugene M.: 354 y 370.
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L
La Bruyère, Jean de: 225.
La Rochefoucauld, François de: 218.
Labori, Fernand: 149, 161, 175 y 176.
Lachapelle, George: 153 y 210.
Lammers, H ans Heinrich: 427.
Laporte, Maurice: 516, 519 y 528.
Lapouge, Vacher de: 244.
Larcher, M.: 317.
Lasalle, Ferdinand: 92.
Latour, Contamine de: 147.
Laval, Pierre: 145 y 363.
Lawrence, T. E.: 193, 287-290 y 410.
Lazare, Bernard: 117, 119, 143, 152, 160, 161, 166, 174 y 177.
Lazaron, Morris S.: 121.
Lebon, Gustave: 397.
Lecanuet, Edouard: 156, 157 y 174.
Leclerc de Buffon: 241.
Lemaître, Jules: 177.
Lenin, Vladimir I.: 34, 35, 39, 209, 335, 385, 387, 400, 401, 403, 406, 434, 452, 465, 467, 480,
507, 516, 520 y 572.
León XIII: 174.
Leontjew, K. N.: 320.
Leopoldo II: 252.
Lesseps, Ferdinand de: 150.
Lessing, Gotthold Ephraim: 109 y 110.
Lestchinsky, Jacob: 59.
Lesueur, E.: 445.
Leutwein, P.: 193.
Levinas, E.: 133.
Levine, Louis: 311.
Lévy, Arthur: 160 y 161.
Lévy-Bruhl, Lucien: 161.
Lewinsohn, Richard: 60.
Ley, Robert: 391, 422, 449 y 481.
Liebknecht, Wilhelm: 161.
Lindsay, Harry: 288.
Lochner, Louis P.: 389, 434 y 502.
Lombroso, Cesare: 97.
Lossky, N. O.: 294.
Louvain, Charles Pierre: 164.
Lovel, Reginal Ivan: 192.
Lowenthal, Richard: 37.
Loyola, Ignacio de: 283.
Ludendorff, Erich: 332 y 457.
Lueger, Karl: 92, 93 y 163.
Luis Felipe: 70, 96 y 236.
Luis Fernando: 110 y 111.
Luis Napoleón: 395 y 516.
Luke, Arzobispo: 305.
Lutero, Martín: 578.
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Lutze, Víctor: 399.
Luxemburgo, Rosa: 149, 156, 208 y 209.
Lyautey, L. H. G.: 147.
M
Macartney, C. A.: 301, 304, 349, 350, 352 y 367.
MacDonald, Ramsay: 330.
Mac-Mahon, E. P. M. de: 153 y 339.
Maistre, J. M. de: 95 y 224.
Malajov, Sergei: 548.
Malan, Daniel François: 273.
Malet, Caballero de: 445.
MalinoWsky, Roman V.: 525.
Malraux, André: 410.
Mann, Thomas: 236 y 410.
Mansergh, Nicholas: 186.
McDermot, Georges: 173.
Mao Tsé-tung: 30 y 31.
Marks, Sammy: 269.
Martin, Alfred von: 448.
Martin du Gard, Roger: 45, 164 y 169.
Marwitz, Ludwig von der: 78, 81 y 234.
Marx, Karl: 25, 82, 84, 96, 116, 117, 209, 301, 322, 337, 401, 415, 416, 419, 479, 543, 562, 563
y 572.
Masaryk, Thomas G.: 295, 296 y 486.
Mauco, Georges: 359.
Maunier, René: 227.
Maunz, Theodor: 481, 485, 489, 517 y 544.
Mauricio de Sajonia: 114.
Maurras, Charles: 148, 157, 166, 168, 173 y 298.
Mehring, Franz: 109.
Mello Franco, de: 352.
Mendelssohn, Abraham: 111.
Mendelssohn, Moses: 108111 y 114.
Mercier, Auguste: 160 y 163.
Metternich, Clemens: 49, 68, 71 y 81.
Meyer, Arthur: 152, 153, 155 y 158.
Micaud, Charles A.: 338.
Michel, P. Charles: 244.
Michels, Robert: 320.
Mill, James: 215.
Millerand, Alexandre: 176.
Millin, S. Gertrude: 182, 192, 212, 263, 271, 283, 284 y 290.
Mirabeau, Honoré Q. R. de: 81 y 109.
Model, Leo: 24.
Moeller van den Bruck Arthur: 297, 325 y 335.
Molisch, Paul: 296.
Molotov, V.: 409 y 486.
Monnypenny, W. F.: 120, 123, 124, 128, 131 y 248.
Monod, Gabriel: 166 y 412.
Montesquieu, Charles de: 226, 228, 566, 567 y 573.
Montlosier, Conde de: 227 y 228.
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Morès, Marqués de: 167.
Mosenthal, Familia: 269.
Mueller, Adam: 81, 231 y 234.
Muller, H. S.: 308.
Münster, Count: 160 y 171.
Muravyev Amursky, Nikolai: 299.
Mussolini, Benito: 98, 232, 331, 334, 335, 347, 355, 360, 389 y 407.
N
Nadolny, R.: 315.
Napoleón I: 71, 73, 77, 96, 112, 113, 123, 132, 188, 228, 229, 233, 337, 385 y 387.
Napoleón III: 65, 70, 96 y 97.
Naquet, Alfred: 153.
Naumann, Friedrich: 295 y 308.
Nechayev, Sergei: 410 y 412.
Neese, Gottfried: 330, 389, 390, 423, 452 y 458.
Neumann, Franz Heinz: 333, 486, 499 y 545.
Neumann, Sigmund: 232, 234, 325 y 340.
Neurath, Konstantin von: 506.
Neuschaefer, F. A.: 92 y 299.
Nicolaevsky, Boris I.: 501.
Nicolás II: 314.
Nicholson, Harold: 185, 189 y 285.
Nietzsche, Friedrich: 70, 82, 235, 410 y 577.
Nilus, S. A.: 444.
Nippold, Gottfried: 296.
Nomad, Max: 412.
Novalis, Friedrich: 231.
O
Olgin, Moissaye J.: 281, 321 y 324.
Oppenheim, Henry: 131.
Oppenheimer, Samuel: 63 y 90.
Orleans, Duque de: 167.
Ouvrard, G. J.: 71.
P
Paetel, Karl O.: 388 y 456.
Pagodin, Michael: 299.
Pareto, Vilfredo: 410.
Parkes, James: 76.
Pauker, Ana: 43.
Paulhan, Jean: 413.
Paulus, H. E. G.: 81 y 107.
Pavlov: 533, 552 y 553.
Payne, E. J.: 378 y 379.
Pearson, Karl: 245.
Péguy, Charles: 161, 166, 169, 171, 177 y 208.
Percyval Reck - MalleczeWen, Friedrich: 433.
Péreire: 152.
Pétain, Henri Philippe: 97, 98, 145, 147, 148 y 193.
Peters, Carl: 193, 251, 256 y 274.
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Pfenning, Andreas: 388.
Picasso, Pablo: 422.
Pick, Robert: 521.
Picquart, Georges: 143, 146, 161, 165 y 171.
Pichl, Eduard (Herwig): 92, 93, 299, 300, 304 y 310.
Pinon, René: 99.
Pinson, Koppel S.: 82 y 441.
Pirenne, Henri: 78.
Platón: 53, 378, 407, 560, 566 y 569.
Plehve, Von K.: 516.
Pobyedonostzev, C.: 314, 316, 321, 324 y 520.
Pohl, Oswald: 522.
Poincaré, Raymond: 188.
Poliakov, Léon: 391, 426, 432, 497, 502 y 551.
Praag, J. E. van: 134.
Preuss, Lawrence: 355 y 361.
Prévost, Marcel: 177.
Priebatsch, Felix: 60, 66 y 109.
Proust, Marcel: 133-140.
Pundt, Alfred P.: .230 y 231.
Q
Quisling: 42, 148 y 224.
R
Raeder, Erich: 463 y 506.
Rajk, Laszlo: 43.
Rakovsky, Christian: 401.
Ramlow, Gerhard: 234.
Rath, Ernst von: 491.
Rathenau, Walter: 67, 68, 71, 100 y 429.
Raymond, E. T.: 125.
Régis, Max: 168.
Reinach, Joseph-Jacques: 144, 146, 150, 151, 153, 154, 159, 163, 165 y 172.
Reinach, Théodore: 146 v 160.
Reismann-Grone: 294.
Rémusat, Conde de: 228.
Renan, Ernest: 183, 238, 239 y 315.
Renner, Karl: 295 y 303.
Reveille, Thomas: 502.
Reventlow, E.: 310 y 313.
Rhodes, Cecil: 179, 182, 183, 191, 192, 195, 204, 212, 263, 268, 270, 271, 278, 280, 283, 284,
289, 308 y 397.
Ribbentrop, Joachim von: 488.
Richter, Eugen: 183.
Rimbaud, Arthur: 410.
Ripka, Hubert: 347.
Ritter, Gerhard: 385.
Roberts, Stephen H.: 421, 486 y 490.
Robespierre, Maximilien: 68, 184, 234, 378, 387 y 415.
Roget, Gaudérique: 172.
Rohan, Duque de: 302 y 431.
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Rohden, Peter R.: 327.
Röhm, Ernst: 386, 390, 399, 417, 442, 457, 458, 461, 469, 481, 499 y 554.
Rolland, Romain: 166.
Rollin, Henry: 445.
Rosebery, Lord: 282 y 285.
Rosenberg, Alfred Arthur: 401, 421, 423, 427, 468, 487-489, 492, 494, 496 y 532.
Rosenkranz, Karl: 326.
Ross, Thomas B.: 24.
Rothschild, Familia: 60, 63, 65, 67, 70, 71-74, 91, 92, 96, 97, 114, 123, 129, 152, 153, 155, 158,
160, 161, 173, 175, 271 y 300.
Rothschild, Edmond de: 159.
Rothschild, Lionel: 131.
Rothschild, Meyer Amschel: 73.
Roucek, Joseph: 353.
Rousset, David: 374, 383, 532,-534, 536, 537, 539, 542, 545, 546, 548-553.
Rouvier, Maurice: 150.
Rozanov, Vassiliff: 300 y 310.
Rudlin, W. A.: 326.
Ruehs, Christian Friedrich: 115.
Russell, John: 329.
S
Sabine, George H.: 302.
Sade, Marqués de: 413.
Salazar: 21.
Salisbury, Lord Harrison E.: 124, 186, 193, 283 y 498.
Salomon, Saul: 272.
Samuel, Horace B. S.: 121, 123, 125 y 128.
Sandherr, Jean - Conrad: 143.
Sartre, Jean-Paul: 18 y 414.
Satehlin, K.: 294.
Say, León: 153.
Sayou, André: 60.
Schaeffle, A.: 210.
Schelling, Friedrich Wilhelm Joseph: 224 y 311.
Scheurer-Kestner, Auguste: 143, 149, 165 y 167.
Schlegel, Friedrich: 112, 230 y 231.
Schleicher, Ku r t von: 399.
Schleiermacher, F riedrich: 109 y 110.
Schmitt, Carl: 232, 324, 337, 341 y 422.
Schoenerer, Georg Ritter von: 91, 92, 93, 163, 299, 300, 304, 305, 310, 311 y 314.
Schudt, Johann Jacob: 115.
Schultze, Ernst: 270, 272 y 274.
Schuyler, Robert Livingston: 187, 191 y 208.
SchWarz, Dieter: 408.
Schwartzkoppen, Max von: 143 y 156.
Seeley, J. R.: 246.
Seillière, Ernest: 223, 225, 227, 228, 238 y 412.
Selbourne, Lord: 258 y 282.
Serpeille, Clément: 237.
Shaw: George Bernard: 287 y 289.
Siemens, Werner von: 195.
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Sièyes, Abate: 228.
Silbergleit, Heinrich: 112.
Silberner, Edmund: 95.
Simar, Théophile: 225 y 228.
Simmel, Georg: 464, 465 y 469.
Simon, Yves: 132, 148 y 166.
Simpson, John Hope: 354, 355, 358-360, 362 y 363.
Sinyavsky, Andrei D.: 34 y 41.
Six, F. A.: 429.
Skleton, John: 120-122 y 127.
Slansky, Rudolf: 43.
Slowacki, J.: 294.
Solovyov, Vladimir: 313.
Sombart, Werner: 60.
Sorel, Georges: 164, 166, 407 y 410.
Souvarine, Boris: 33, 387, 388, 391, 394, 401, 403, 404, 406, 421, 434, 448, 460-462, 466, 467,
486, 510 y 511.
Speer, Albert: 493 y 522.
Spencer, Herbert: 243 y 244.
Spengler, Oswald: 216, 235 y 243.
Spiess, Camile: 238.
Spinoza, Baruch: 226.
Sprietsma, Cargill: 412.
Staehlin, K.: 299 y 321.
Stajanov: 402 y 404.
Stalin, Josef: 22, 26-31, 33-44, 293, 314, 323, 333, 335, 385-387, 389, 390, 399-403, 405, 406,
409, 416, 418, 421, 422, 426-428, 430, 431, 434-436, 443, 448, 451, 452, 460-463, 465467, 472, 480-483, 485, 486, 488, 489, 492, 498-500, 503507, 510, 511, 514, 516, 519,
521, 524, 526, 539, 559, 568, 572 y 573.
Stalton, Helena: 24.
Starlinger, Wilhelm: 539 y 552.
Starr, Joshua: 158.
Stead, W. T.: 283. Stefan: 293.
Stein, Alexander: 444.
Steinberg, A. S.: 312, 313, 319 y 320.
Stephen, James F.: 240 y 248.
Stern, Selma: 115.
Stoecker, Adolf: 64, 80, 83, 86, 88, 92, 163, 300 y 311.
Stolypin, Peter Arkadievitch: 516.
Strasser, Gregor: 398.
Strauss, Raphael: 65.
Streicher, Tullus: 421 y 468.
Strindberg: 344.
StrzygoWsky, Josef: 223.
Suárez, Georges: 150, 151 y 166.
Swann: 135 y 136.
Swinburne, Algernon Charles: 235.
T
Taine, Hippolyte: 238 315.
Tchaka, King: 259.
Tennysson: 131.
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Thälmann, Ernst: 339 y 340.
Thierry, Augustin: 228.
Thyssen, Fritz: 522.
Tedemann: 80.
Tirpitz, Alfred von: 212.
Tito, Josip Broz: 389.
Tocqueville, Alexis de: 48, 221, 222, 241 y 430.
Todt: 493, 522.
Toussenel, Alphonse: 96.
ToWnsend, Mary E.: 193, 216 y 324.
Tramples, Kurt: 346 y 348.
Trevor-Roper, H. R.: 499 y 511.
Trotsky, León: 388, 401, 403, 434, 439, 448, 461, 480, 506, 516 y 573.
Tucker, Robert C.: 33, 35, 36 y 38.
Tudor: 186.
Tujachevski, Mikhail: 43.
Tyutchev, F. I.: 305.
U
Uralov (seudónimo d e Avtorkhanov, Abdurakhman).
V
Valéry, Paul: 163.
Valois: 186.
Vardys, Stanley: 42.
V arnhagen, August: 80.
Varnhagen, Rahel: 111, 113 y 118.
Vernunft, Walfried: 94.
Verwoerd, Hendrik F.: 254.
Victoria de Inglaterra: 121, 124, 128 y 247.
Vichinsky, Andrei: 486.
Vichniac, Marc: 360.
Villiers, Charles François Dominique de: 227.
Voegelin, Erich: 222 y 431.
Voltaire, F. M. Arouet de: 241, 244 y 315.
Vorochilov, K.: 513.
Voznesensky, N.: 428.
W
Wagner, L. Richard: 235 y 357.
Waldeck-Rousseau, René: 172 y 176.
Walsin-Esterhazy, Ferdinand: 143, 146, 156, 159 y 160.
Watt, Thomas: 290.
Wawrzinke, Kurt: 83, 86 y 88.
Weber, Max: 448.
Webster, Charles Kingsley: 348.
Weil, Bruno: 156, 161 y 170.
Weinreich, Max: 421 y 422.
Weizmann, Chaim: 440.
Wenck, Martin: 296.
Werner, Lothar Paul: 296, 391 y 481.
Wertheimer, Mildred S.: 60, 295, 296, 310, 324 y 331.
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Weygand, Maxime: 147.
White, John S.: 238.
Wiedemann, P.: 487.
Wilson, Woodrow: 156 y 350.
Williams, Brydges Basil: 129, 283 y 284.
Winkler, W.: 348.
Wirth, Max: 210.
Wise, David: 24.
Wittelbach: 457.
Wolfe, Bertram D.: 516 y 525.
Wolff, Kurt H.: 464.
Wolfson, M.: 522.
Z
Zetland, Lawrence J.: 193, 215, 280, 281 y 285.
Zhdanov, Andrei A.: 42 y 43.
Zhukov, Georgi K.: 39.
Zimmerer: 193.
Zoepfi, G.: 192.
Zola, Emile: 143, 144, 146, 149, 161, 166, 167, 170, 171, 175 y 176.
Zweig, Stefan: 99, 102 y 415.
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INDICE*
PRÓLOGO A LA PRIMERA EDICIÓN NORTEAMERICANA ................... 9
PRÓLOGO A LA PRIMERA PARTE: ANTISEMITISMO .......................... 13
PRÓLOGO A LA SEGUNDA PARTE: IMPERIALISMO ........................... 21
PRÓLOGO A LA TERCERA PARTE: TOTALITARISMO ........................ 27
PRIMERA PARTE: ANTISEMITISMO
CAPÍTULO I: EL ANTISEMITISMO COMO UN INSULTO AL SENTIDO COMÚN ...... 47
CAPÍTULO II: LOS JUDÍOS, LA NACIÓN-ESTADO Y EL NACIMIENTO DEL
ANTISEMITISMO ...............................................................
57
1: Los equívocos de la emancipación y el banquero estatal judío, 572: Antisemitismo
primitivo, 76. 3: Los primeros partidos antisemitas, 83. 4: Antisemitismo de izquierdas,
90. 5: La Edad de Oro de la seguridad, 99.
CAPÍTULO III: LOS JUDÍOS Y LA SOCIEDAD ........................
105
1: Entre paria y advenedizo, 107. 2: El Gran Mago, 120.3: Entre el vicio y el delito, 132.
CAPÍTULO IV: EL “AFFAIRE DREYFUS” ......................... 143
1: Los hechos del Caso, 143. 2: La Tercera República y la judería francesa, 150. 3: El Ejército y
el Clero, contra la República, 155. 4: El pueblo y el populacho, 162. 5: Los judíos y los
“dreyfususards”, 174. 6: El perdón y su significado, 176.
SEGUNDA PARTE: IMPERIALISMO
CAPÍTULO V: LA EMANCIPACIÓN POLÍTICA DE LA BURGUESÍA 181
1: La expansión y la Nación-Estado, 182. 2: El poder y la burguesía, 194. 3: La alianza entre el
populacho y el capital, 207.
CAPÍTULO VI: EL PENSAMIENTO RACIAL ANTE EL RACISMO 221
1. Una “raza” de aristócratas contra una “nación” de ciudadanos, 225 2: Unidad de raza como
sustitutivo de la emancipaciön nacional, 229. 3: La nueva clave de la Historia, 234. 4: Los
“derechos de los ingleses” contra los derechos de los hombres, 239.
CAPÍTULO VII: RAZA Y BUROCRACIA 251
1: El mundo fantasmal del continente negro, 253. 2: Oro y Raza, 265. 3: El carácter
imperialista, 275.
CAPÍTULO VIII: IMPERIALISMO CONTINENTAL: LOS PAN-MOVIMIENTOS 293
1: Nacionalismo tribal, 299. 2: El patrimonio de la ilegalidad, 316. 3: Partido y movimiento,
323.
CAPÍTULO IX: LA DECADENCIA DE LA NACIÓN-ESTADO Y EL FINAL DE LOS
DERECHOS DEL HOMBRE ..........................................
343
1: La “Nación de minorías” y los apátridas, 346.2: Las perplejidades de los derechos del
hombre, 368.
*
La paginación corresponde al libro original [Nota del escaneador].
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TERCERA PARTE: TOTALITARISMO
CAPÍTULO X: UNA SOCIEDAD SIN CLASES ................................................................... 385
1: Las masas, 385. 2: La alianza entre el populacho y la élite, 408
CAPÍTULO XI: EL MOVIMIENTO TOTALITARIO ........................................................... 425
1: Propaganda totalitaria, 425.2: Organización totalitaria, 450
CAPÍTULO XII: EL TOTALITARISMO EN EL PODER ..................................................... 479
1: El llamado Estado totalitario, 483.2: La Policía secreta, 512 3: Dominación total, 533.
CAPÍTULO XIII: IDEOLOGÍA Y TERROR: DE UNA NUEVA FORMA DE GOBIERNO 559
BIBLIOGRAFÍA ...................................................................................................................... 581
INDICE ONOMÁSTICO.......................................................................................................... 609
Este libro
se terminó de imprimir
en los Talleres Gráficos
de Gráfica Internacional, S. A.
Madrid, España,
en el mes de julio de 1998