Friedrich Schiller: estética y libertad
María del Rosario Acosta López
editora
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas / Departamento de Filosofía
Bogotá
c ata l o gación e n l a pu bl ic ación
u n i v e r si da d nac iona l de c ol om bi a
Friedrich Schiller : estética y libertad / ed. María del Rosario Acosta López. – Bogotá :
Universidad Nacional de Colombia. Facultad de Ciencias Humanas, 2008
222 p. – (Biblioteca abierta. Filosofía)
ISBN : 978-958-719-134-9
1. Schiller, Friedrich Johann Christoph, 1759-0805 – Pensamiento filosófico
2. Estética 3. Filosofía moderna I. Acosta López, María del Rosario, 1979- - ed.
CDD-21 111.85 / 2008
Friedrich Schiller: estética y libertad
Biblioteca abierta
Colección general, serie Filosofía
Universidad Nacional de Colombia
Facultad de Ciencias Humanas
Departamento de Filosofía
Editora
© 2008, María del Rosario Acosta López
© 2008, Universidad Nacional de Colombia
Primera edición,
Bogotá D.C., diciembre 2008
Preparación editorial
Centro Editorial, Facultad de Ciencias Humanas
Excepto que se establezca de otra forma, el contenido de
este libro cuenta con una licencia Creative Commons
“reconocimiento, no comercial y sin obras derivadas” Colombia 2.5, que
puede consultarse en http://creativecommons.org/licenses/by-nc-nd/2.5/co/
Presentación de los textos
y notas a las traducciones
Los textos que se presentan a continuación están clasificados
en la Nationalausgabe como los dos primeros textos filosóficos escritos por Schiller tras su lectura de la filosofía kantiana. Si bien
esto proporciona una guía adecuada del recorrido filosófico de
Schiller, en la medida en que, tras su lectura de Kant, las reflexiones
del dramaturgo fueron transformadas de manera radical —podría
decirse que de allí en adelante los textos escritos por Schiller serían,
o bien una continuación, o bien una respuesta al pensamiento
práctico y estético kantianos—, puede a la vez crear una expectativa falsa acerca de lo que estos ensayos tienen que ofrecer. Si se
está interesado en buscar aquellos lugares en los que Schiller se
propondrá enfrentarse y responderle directamente a la filosofía
kantiana, es necesario ir a sus textos escritos a lo largo de 1793, especialmente a Kallias, en donde comienza cuestionando la unilateralidad de la propuesta estética kantiana, y Sobre la gracia y la
dignidad, donde se hacen explícitos por primera vez los descontentos de Schiller con el concepto de libertad de Kant (descontentos
que desembocarán en su propia propuesta de libertad en las Cartas
sobre la educación estética del hombre)1.
Por el contrario, los ensayos que se publicarían en 1792 bajo los
títulos de Sobre el fundamento del placer ante los objetos trágicos y
1
Véase los comentarios de Beiser al respecto en el artículo publicado en la
presente compilación: «Un lamento».
155
María del Rosario Acosta López
Sobre el arte trágico, habían empezado a ser concebidos por Schiller
a partir de 1790, incluso antes de su lectura de Kant. La idea inicial
era consignar sus ideas sobre el arte trágico, resultado de su experiencia a lo largo de 1780, sobre todo con la escritura de Los bandidos y de Don Carlos. No le interesaba, como lo había hecho quizás
en sus ensayos anteriores sobre el teatro2, reflexionar sobre el contenido del drama, ni sobre su proceso de creación, sino presentar el
tipo de placer característico de la tragedia y pensar con ello la labor
propia del artista. Es importante aclarar, además, que si desde el
principio estos escritos fueron concebidos como el intento por consignar teóricamente su experiencia como dramaturgo, y explicitar
a través de ellos el marco teórico de sus producciones futuras, la
tragedia de la que se trata en los textos es, principalmente, como se
verá, la tragedia concebida desde el presente: el drama moderno.
Así se lo escribía a su amigo Körner en febrero de 17903; y más
adelante, en el otoño del mismo año, a Huber: «mientras tanto
he escrito este verano una teoría de la tragedia, sobre la que algo
podrás leer en el doceavo cuaderno de Thalia. Quería desarrollar
esta teoría solamente a partir de mis propias experiencias, sin necesitar para ello ningún guía» (NA 26: 43-44). Este propósito inicial
se vio truncado, no obstante, por una larga recaída causada por
su enfermedad. Durante todo 1791, Schiller estuvo muy enfermo y
varias veces al borde de la muerte. La carta a Körner en febrero del
mismo año describe el proceso de una enfermedad pulmonar que
progresivamente comenzó a empeorar a partir de esta época:
Finalmente, después de un largo intermedio, puedo comunicarme contigo. Mi pecho, que todavía se encuentra bastante resentido,
no me permite escribir mucho […] Este dolor permanente en un lugar
preciso de mi pecho viene a interrumpirme con frecuencia, ya que
no cede, y me hace dudar de que mi enfermedad haya sido superada
después de esta crisis. (NA 26: 74) 4.
2 Véase el primer artículo de esta compilación: «El paso por el abismo: Los
bandidos y la tragedia como fenómeno estético», María del Rosario Acosta.
3 «Las horas adicionales las dedico a algunos trabajos en elaboración,
destinados a aparecer en Thalia, como la teoría de la tragedia» (NA 26: 74).
4 La relación de Schiller con su enfermedad es un tema que no puede dejar
156
Presentación de los textos y notas a las traducciones
Fue debido a esta recaída que Schiller decidió dejar un tiempo de
componer (la escritura se le dificultaba) y dedicarse exclusivamente
a la elaboración de una serie de reflexiones filosóficas sobre el arte
y la labor del artista: «mi incapacidad actual para practicar el arte
—escribía aún al príncipe de Augustenburg en 1793— para el que se
requiere una mente fresca y libre, me ha proporcionado el tiempo
libre adecuado para reflexionar sobre sus principios» (CP: 92). Para
ello decidió ayudarse, siguiendo los consejos de su amigo Körner, de
una lectura seria y profunda de la Crítica del juicio kantiana, acompañada también de textos de la estética inglesa (Burke, sobre todo)
y de la aproximación a la obra de Hobbes y de Leibniz (véase NA 26:
127 y ss.). Esto coincidió también con la preparación de un curso
sobre estética para la Universidad de Jena en el semestre de invierno
de 1792 a 1793 (véase los apuntes para estos cursos en NA 21: 68-88).
De esta manera, lo que inicialmente había sido pensando como un
corto período de receso, que serviría para reforzar los criterios de
composición de los dramas por venir (ya estaba pensando, desde
ese entonces, en el plan para su próxima tragedia, el Wallenstein),
se convirtió en un proceso de más de cinco años, durante el que
produjo la mayoría de sus ensayos filosóficos.
Los primeros escritos sobre una «teoría de la tragedia» fueron,
pues, pensados desde 1790, pero su terminación y publicación no
se dieron sino hasta principios de 1792, tras la lectura de la tercera
crítica de Kant. Así queda consignado en una carta a Körner de diciembre de 1791: «Ahora trabajo en un ensayo sobre estética, acerca
del placer por lo trágico. Lo vas a encontrar en Thalia y podrás
de tenerse en cuenta en el estudio de sus textos filosóficos. Algunas veces
pareciera que la fascinación que sintió por algunos problemas, la forma
como entendió, por ejemplo, las descripciones kantianas de la relación
del hombre con la naturaleza, y la manera como se dedicó al tema de
lo sublime, fueran en parte resultado de una necesidad de solucionar
teóricamente una experiencia personal: la enfermedad le planteaba la
sensación paradójica de ser profundamente consciente de su propio
cuerpo, y, al mismo tiempo, sentir la necesidad de independizarse de éste.
Esta ambigüedad y dificultad en las relaciones mente-cuerpo, trasladada
al problema teórico de la relación razón-sensibilidad, es uno de los hilos
conductores de las reflexiones filosóficas schillerianas.
157
María del Rosario Acosta López
comprobar una gran influencia kantiana» (NA 26: 116). Lo que se
había formulado inicialmente como un interés por describir el tipo
de placer por lo trágico, se convirtió, por influencia del proyecto
trascendental kantiano, en una búsqueda por su «fundamento».
Lo interesante, pues, de estos dos escritos schillerianos sobre
la tragedia, es que muestran una influencia definitiva de la teoría
estética kantiana, pero ésta aún aparece combinada con reflexiones
anteriores y matices propios de la mirada de un Schiller pre-kantiano. Esta mirada, por lo demás, describe un movimiento particular a lo largo de los textos en cuestión: en ellos puede verse cómo,
poco a poco, y bajo una influencia definitiva de Kant, una teoría
sobre lo trágico y sobre sus efectos en el espectador se transforma en
una teoría elaborada sobre el sentimiento de lo sublime, y, en particular, sobre lo sublime patético, resultado exclusivo de algo que será
fundamental para las reflexiones políticas posteriores de Schiller:
la compasión, la posibilidad de sentir con otros. Así, una propuesta
que en sus primeros esbozos (es decir, sus primeros escritos sobre el
teatro de la década de 1780) se preocupaba sobre todo por el papel
del teatro como educador —una discusión inmersa aún en la tradición de la Ilustración—, se convierte en una teoría concentrada
en estudiar con detalle el proceso que la puesta en escena despierta
en el espectador —un problema más cercano a la estética inglesa
del siglo XVIII, de la que Kant fue heredero, y que Schiller había
comenzado a desarrollar a partir de su teoría de la «facultad intermedia» (Mittelkraft) y el posterior «estado intermedio» (mittlere
Zustand) presentes desde sus primeros textos sobre medicina.
Es a través del dolor, decía Schiller en dichos escritos de medicina, como nos hacemos conscientes por primera vez de algo
en nosotros que no es nuestra sensibilidad. La contemplación del
dolor, dirá en uno de sus epigramas años más tarde, logra que los
dioses retornen y se hagan presentes. La tragedia, es decir, la puesta
en escena del dolor, es una teofanía, hace resurgir a los dioses, trae
lo divino a la presencia. Esto no debería entenderse como una
interpretación mística de la experiencia de lo sublime por parte
de Schiller. Es, más bien, la expresión poética de aquello que sus
158
Presentación de los textos y notas a las traducciones
dramas, tanto los de juventud como los de madurez5, y que sus escritos maduros sobre la tragedia y lo sublime buscaron mostrar: la
tragedia alcanza, por excelencia, la meta de todo arte, en la medida
en que, gracias al sufrimiento que pone en escena, y a través del
cual despierta también, en la compasión, el pathos en el espectador,
consigue mostrar en el escenario y despertar en quien contempla,
la conciencia de la posibilidad de la libertad. Éste será el elemento
predominante en los primeros escritos schillerianos sobre la tragedia tras su lectura de Kant: la conexión definitiva entre tragedia
y conciencia de la libertad, posibilitada, sobre todo, por la introducción del concepto de lo sublime kantiano, pero transformado
bajo la mirada de un dramaturgo preocupado por la posición del
arte en la sociedad. Como quedaría también expresado en sus
cursos preparatorios de estética para la Universidad de Jena (1792):
«la tragedia, al exigirnos sufrimiento, nos conduce a través del
dolor hacia la libertad» (NA 21: 92).
Notas generales a la traducción
Las traducciones que aquí se presentan se han llevado a cabo
a partir de los textos tal y como aparecen editados por la Nationalausgabe, aunque también se ha hecho una comparación con
la versión de los mismos publicada por Hanser Verlag (en la que
parecen faltar algunos fragmentos que sí aparecen en la primera).
La paginación de la NA aparece entre corchetes a lo largo de los
textos.
Schiller utiliza una terminología en gran parte extraída de la
Crítica del juicio kantiana, pero también en algunos casos obtenida
de sus muchas lecturas y reflexiones sobre el teatro a lo largo de la
década de 1780. En la medida de lo posible, y para permitir que el
lector tenga acceso a la multiplicidad de términos utilizados por el
mismo Schiller, se ha intentado asignar a cada palabra en alemán
una sola correspondencia en español. Es necesario resaltar, sin embargo, que el uso que hace de ciertos conceptos no debe ser tomado
como completamente riguroso, a diferencia de lo que podría decirse
5
Véase los dos textos escritos para esta compilación por José Luis Villacañas.
159
María del Rosario Acosta López
de un autor como Kant, por ejemplo. En este sentido, si bien resulta
útil la distinción de ciertos términos, el lector no debe interpretar
a partir de ello diferencias sistemáticas. Esta situación se ve representada en los presentes textos, sobre todo, en la gran diversidad
de términos que utiliza Schiller para referirse a conceptos relativos
al placer [Vergnügen, Lust, Ergötzung, Genuss, etc.], y al afecto o la
emoción [Affekt, Leidenschaft, Regung, Rührung, etc.], que resultan
especialmente difíciles de distinguir y, por lo tanto, de traducir.
Entre los primeros, tradicionalmente se ha reservado la palabra
«placer» para traducir el término alemán Lust (con su correspondiente contrario Unlust: «displacer»), y la palabra «satisfacción» para
el término Vergnügen. Esto es así, no sólo para los textos de Schiller
en torno a estos conceptos6, sino también para el uso que se hace de
ellos en la mencionada tercera crítica de Kant7. En el contexto de los
escritos sobre la tragedia que se presentan aquí, sin embargo, utilizar el término «satisfacción» podría llevar a equívocos, sobre todo
en lo que se refiere al tipo de placer ligado a la representación de lo
sublime, característica del efecto trágico. En efecto, si bien se trata
claramente de un tipo de placer, la representación de lo sublime no
deja satisfecho sin más al espectador; no se llega en lo sublime, para
Schiller, a un estado de tranquilidad o armonía, sino, más bien, al
énfasis en la lucha y en la discordia8. Teniendo esto en cuenta, se
ha decidido asignar únicamente a la palabra alemana Vergnügen
el término «placer», mientras que Lust se traduce siempre como
«goce», incluso en los pasajes en los que se opone explícitamente a
Unlust, que, de todas formas, se traduce como «displacer» aunque
pueda perderse el énfasis de Schiller en el contraste. Ergötzung se
traduce como «deleite» y Genuss como «disfrute».
6 Véase las traducciones de «Sobre lo patético» y «Sobre lo sublime» en
Escritos sobre estética. Traducción de Manuel García Morente, María José
Callejo Herranz y Jesús González Fisac. Madrid: Tecnos, 1991.
7 Véase la traducción de Pablo Oyarzún de la Crítica de la facultad de juzgar.
Caracas: Monte Ávila, 1992.
8 Véase la nota al pie 19 de la traducción de Sobre el arte trágico de María del
Rosario Acosta.
160
Presentación de los textos y notas a las traducciones
En cuanto a la palabra alemana Affekt, se ha optado por
«afecto», aunque en español esta noción no sea exactamente utilizada en el mismo sentido que la palabra en alemán. Esto es así
porque Schiller, probablemente influido por la terminología kantiana, parece enfatizar la diferencia entre la noción de Affekt, y sus
posibles traducciones alternativas al español: la pasión [Leidenschaft], la emoción [Regung] y lo que conmueve [Rührung].
Es importante también la diferencia entre la palabra Darstellung, que Schiller pone en relación generalmente con la noción —a
veces en sentido metafórico— de una «puesta en escena» o de un
«hacerse visible» alcanzado gracias a la obra de arte, y la noción de
Vorstellung, que se refiere más bien a la representación mental producida por la facultad de la imaginación (a la que Schiller denota
a veces como Vorstellungskraft) o de la fantasía. Darstellung será
siempre traducida por «presentación», mientras Vorstellung aparecerá siempre como «representación».
Finalmente, cuando se ha considerado necesario, o de utilidad
para el lector, se han agregado notas al pie que aclaran la decisión
con respecto a determinada traducción, o que ubican las afirmaciones de Schiller en el contexto más amplio de sus textos estéticos
posteriores. Se espera que esta labor cuidadosa de traducción ayude
a ampliar el estudio de aquellos textos filosóficos schillerianos que,
por no pertenecer a los conocidos como sus «grandes ensayos»,
han sido poco estudiados por la tradición filosófica.
M ARíA DEL RO S ARI O AC O STA L óPEZ
Editora y traductora
M igue l gualdrón
Traductor
161
Sobre el arte trágico*
1
Friedrich Schiller
traducción de María del Rosario Acosta López
Universidad de los Andes (Bogotá)
El estado de afecto por sí mismo, independiente de toda relación
de su objeto con nuestro mejoramiento o detrimento, contiene para
nosotros algo de deleitoso. Nos esforzamos por alcanzar dicho estado,
aunque hacerlo implique algún sacrificio. Este impulso yace en la base
de nuestros placeres más habituales, sin que apenas entre en consideración si el afecto se dirige a algo deseable o repugnante, o si, de
acuerdo a su naturaleza, éste es agradable o penoso. Por el contrario,
la experiencia nos enseña que el afecto desagradable ejerce en nosotros
un mayor atractivo, por lo que el goce producido por el afecto se encuentra en relación inversamente proporcional con su contenido. Que
lo triste, lo terrible, incluso lo que nos estremece, nos cautiva con un
encanto irresistible, es un fenómeno general en nuestra naturaleza.
Nos sentimos repugnados y con igual fuerza nuevamente atraídos
por escenas de desolación y de espanto. Llenos de expectación, todos
nos reunimos alrededor del narrador de una historia de asesinatos;
*
[Über die Tragische Kunst. NA 20: 148-170]
181
Friedrich Schiller
devoramos con apetito el más fantástico cuento de fantasmas, y tanto
mejor mientras más espeluznante sea.
Esta emoción se muestra más vívida ante objetos contemplados en la realidad. Vista desde la orilla, una tormenta marítima
que hunde a toda una flota deleitaría a nuestra fantasía tanto como
indignaría a la sensibilidad de nuestro corazón. Sería difícil creer,
con Lucrecio, que este goce innatural surge de una comparación de
nuestra propia seguridad con el peligro percibido. ¡Qué numerosa
suele ser la multitud que acompaña al criminal al escenario de sus
torturas! Ni el placer por el amor a la justicia satisfecho, ni el innoble goce de la saciada sed de venganza, pueden explicar este fenómeno. Este infeliz puede incluso ser perdonado en el corazón de
los espectadores, y la compasión más sincera puede mostrar preocupación por su conservación. Y sin embargo, más fuerte o más
débil, nace en el espectador un anhelo, [149] cargado de curiosidad,
por dirigir ojos y oídos a la expresión de sufrimiento del criminal.
Si el hombre educado y con los sentimientos más refinados constituye aquí una excepción, esto no se debe a que en él no exista este
impulso, sino a que se encuentra abrumado por la fuerza dolorosa
de la compasión, o a que las leyes del decoro lo mantienen a raya.
El tosco hijo de la naturaleza, que aún no es refrenado por ningún
sentimiento de delicada humanidad, se deja llevar sin vergüenza
por este poderoso impulso. Éste debe tener su fundamento, por
consiguiente, en la originaria disposición del ánimo humano, y
debe poder ser explicado a través de una ley psicológica general.
Aún si nos parece que estos toscos sentimientos naturales son
incompatibles con la dignidad de la naturaleza humana, y si vacilamos por ello en encontrar en ellos el fundamento de una ley
para toda la especie, hay sin embargo suficientes experiencias que
dejan sin lugar a dudas la realidad y universalidad del placer ante
las emociones dolorosas. La penosa lucha entre inclinaciones o deberes contrarios, que constituye una fuente de miseria para aquel
que la sufre, nos deleita en la contemplación. Con gozo creciente
seguimos el camino progresivo de una pasión hasta el abismo al
que precipita a su infortunada víctima. El mismo sentimiento de
delicadeza que nos aterra y nos hace alejarnos de la visión del su182
Sobre el arte trágico
frimiento físico, o de la expresión física de un sufrimiento moral,
nos permite sentir, precisamente a partir de la simpatía con el puro
dolor moral, un goce incluso más dulce. El interés con el que nos
detenemos en descripciones de tales objetos y temas es universal.
Naturalmente, esto sólo vale para el afecto compartido o comunicado1, pues la cercanía en la que se encuentran el afecto originario
con nuestro impulso a la felicidad nos concierne y nos ocupa tanto
habitualmente, que poco lugar queda para el goce que, libre de toda
relación egoísta, se justifica por sí mismo. Así, para aquel que se
encuentra dominado por una pasión dolorosa, el sentimiento de
dolor es abrumador, por más que la descripción de su estado de
ánimo pueda embelesar al oyente o al espectador. A pesar de ello,
incluso el afecto doloroso originario [150] no está completamente
desprovisto de placer para aquel que lo sufre; es sólo que los grados
de este placer difieren según el modo de ser anímico de los seres
humanos. Si no hubiese cierto disfrute en la intranquilidad, en la
duda, en el miedo, los juegos de azar ejercerían en nosotros incomparablemente menor atractivo, nunca nos precipitaríamos hacia el
peligro con ánimo temerario, ni podría siquiera la simpatía por sufrimientos ajenos deleitarnos tan vivamente justo en el momento
más alto de la ilusión, cuando, en el grado más intenso, nos confundimos con quien sufre. Esto no significa que los afectos desagradables proporcionen goce en y por sí mismos; nadie pensaría poder
sostener una tal afirmación. Es suficiente si estos estados de ánimo
proporcionan las condiciones bajo las cuales se hagan posibles para
1
N. del T.: la palabra en alemán aquí es nachempfundend y hace alusión en
Schiller a un «experimentar con» o «sentir con» otros que, en su versión
adjetiva, podría ser reemplazada por la posibilidad que un sentimiento
tiene de ser «comunicado». Esta posibilidad de la comunicabilidad, que
Kant habría comenzado a desarrollar como característica también de los
juicios estéticos (y no sólo de los juicios de conocimiento) en su Crítica del
juicio, y donde lo que se comunica no es ya un contenido determinado, sino
un modo de sentir, es uno de los elementos que más le llama la atención a
Schiller de la propuesta estética kantiana, y que pone en uso, sobre todo, en
sus reflexiones sobre la tragedia, donde el placer que se «comunica» y que se
«comparte» va de la mano con un «ponerse en el lugar del otro» propio del
efecto estético dramático.
183
Friedrich Schiller
nosotros ciertos tipos de placer. Por lo tanto, aquellos temperamentos que resulten especialmente receptivos y especialmente dispuestos para estos tipos de placer, se reconciliarán más fácilmente
con estas condiciones desagradables, e incluso en las más turbulentas tormentas pasionales no perderán enteramente su libertad2.
Así como el displacer que sentimos frente a afectos adversos
proviene de la relación de su objeto con nuestras facultades sensibles o éticas3, así también tiene su origen en estas mismas fuentes
el goce frente a lo agradable. De la misma manera, el grado de libertad que puede ser sostenido en el afecto, se corresponde con la
relación en la que se encuentra la naturaleza ética de un ser humano
con su naturaleza sensible. Y como en lo moral, se sabe, no se nos
ofrece ninguna elección, mientras que el impulso sensible, por el
contrario, se encuentra —o al menos debería encontrarse— bajo la
legislación de la razón, y, por consiguiente, está bajo nuestro poder,
así se hace evidente que es posible sostener una libertad completa
en todos aquellos afectos que tienen que ver con el impulso egoísta,
y ser el amo y señor del grado que estos afectos deberían alcanzar.
Este grado será más débil en intensidad en la medida en que el
sentido moral mantenga su autoridad por encima del impulso a la
2 N. del T.: una educación estética que, como se verá en ensayos posteriores
de Schiller tales como Sobre lo sublime (1795-1802), combine la belleza con
lo sublime, tendrá como fin la creación y el fortalecimiento de este tipo
de temperamento, que prepare al hombre para las vicisitudes en su vida y
para las contingencias de la vida en comunidad. Éste será el efecto que, más
allá de lo estético, o en una búsqueda de ampliación de lo estético a la vida
misma, Schiller buscará proporcionarle al arte, y, en sentido primordial, a la
tragedia (véase Sobre lo patético (1793)). Aunque en el presente texto Schiller
aún no conecta, al menos no explícitamente, el sentimiento de lo sublime
con su proyecto de educación estética, este tipo de afirmaciones anuncian ya
su propuesta por venir.
3 N. del T.: si bien Schiller no parece utilizar de manera consistente y
significativa la diferencia entre lo que denomina «moral» (moralische,
Moralität) y lo que denomina «ético» (sittlich, Sittlichkeit), se intentará
mantener la distinción. En el caso del sustantivo, la palabra Sittlichkeit
será traducida por «eticidad», pero no deberá confundirse con el concepto
hegeliano de eticidad, cuyas connotaciones no vienen al caso en los textos
de Schiller.
184
Sobre el arte trágico
felicidad, y en cuanto que la adherencia egoísta a su yo individual
sea disminuida por su obediencia a las leyes generales de la razón.
En un estado de afecto, un hombre así sentirá con mucha menor intensidad la relación entre un objeto y su impulso de felicidad y, por
consiguiente, también sentirá [151] en menor medida el displacer
que resulta únicamente de esta relación. Por el contrario, estará
más atento a la relación en la que se encuentra este objeto con su
naturaleza ética, y precisamente por esta misma razón estará más
dispuesto al goce que, por virtud de la relación con la eticidad, no
rara vez se mezcla con el sufrimiento penoso de la sensibilidad4.
Un temperamento dispuesto de esta manera estará más capacitado
para disfrutar del placer de la compasión, e incluso para mantener
el afecto originario dentro de los límites de lo compasivo5. De ahí
4 N. del T.: la palabra en español «sensibilidad» denota una ambigüedad
en el uso que Schiller le da al término en alemán Sinnlichkeit, pues para el
autor la sensibilidad tiene una relación tanto con el sentido más fisiológico
de la palabra, es decir, con lo sensual, con los sentidos que inmediatamente
determinan nuestra experiencia del mundo, tales como la vista, el gusto, el
tacto, etc., como con toda la parte sensible del ser humano, en oposición
a su parte racional: sentimientos, afecciones, inclinaciones, etc. Esta
ambigüedad se presenta a lo largo de todos los escritos schillerianos, desde
sus primeros ensayos sobre medicina, donde lo fisiológico y corporal
ocupan un lugar preeminente en el tratamiento de la dualidad entre lo que
Schiller denomina naturaleza animal, sensible-instintiva del ser humano,
y naturaleza espiritual. En sus escritos posteriores a su lectura de Kant,
la sensibilidad hará referencia, la mayoría de las veces, al sentimiento e
impulso instintivo o ley del corazón, por oposición a la ley de la razón.
La ambigüedad, sin embargo, se mantiene, por lo que se ha decidido aquí
dejarla también en español.
5 N. del T.: la palabra en alemán Mitleid, como también sucede con la
palabra en español, remite a la capacidad que se despierta por el drama,
pero específicamente con la tragedia, de «sufrir con» otros. Este elemento
será fundamental en las elaboraciones posteriores de Schiller sobre el
sentimiento de lo «sublime patético», en donde se llevará a cabo para él,
según lo que afirma en su ensayo Sobre lo patético de 1793, el «fin último
del arte» (NA 20: 196). La introducción del sentimiento de la compasión
en medio de las reflexiones sobre la experiencia estética y en su conexión
con el sentimiento de libertad (como está por verse en el presente ensayo),
será uno de los elementos que distanciarán y diferenciarán a la propuesta
schilleriana de la kantiana (no sólo la estética, sino también su filosofía
185
Friedrich Schiller
el alto valor de una filosofía de la vida que, mediante la apelación
constante a leyes generales, debilita el sentimiento de nuestra individualidad, nos enseña a perder nuestro pequeño yo en la unidad
con la enorme totalidad, y a través de ello nos lleva a relacionarnos
con nosotros mismos como nos relacionamos con quienes nos son
extraños. Esta sublime disposición espiritual es el destino de temperamentos fuertes y filosóficos que, a través de un asiduo trabajo
sobre sí mismos, han aprendido a subyugar el impulso egoísta. Incluso la pérdida más dolorosa no los conduce más allá de una callada melancolía con la que aún puede ser compatible un notable
grado de placer. Sólo aquellos que son capaces de separarse de sí
mismos, disfrutan del privilegio de participar de sí mismos y de
sentir el propio sufrimiento bajo el reflejo atenuado de la simpatía.
Lo dicho hasta ahora contiene suficientes señales que llaman
la atención sobre las fuentes de aquel placer que ofrece en sí mismo
el afecto y especialmente en lo triste6. Como se ha visto, este placer
es más grande en temperamentos morales, y sus efectos son más
libres en la medida en que el temperamento se muestre más independiente del impulso egoísta. Además es más vívido y fuerte en
aquellos afectos tristes donde el amor propio ha sido debilitado,
que en afectos alegres que presuponen su satisfacción. Así que crece
donde el impulso egoísta ha sido ofendido, y disminuye donde este
mismo impulso ha sido halagado. No conocemos, no obstante, más
práctica), aunque con ello Schiller crea —al menos en un principio— estar
simplemente complementando y haciendo aún más explícito lo que ya Kant
habría sugerido en la Crítica del juicio.
6 N. del T.: una de las palabras en alemán para tragedia, Trauerspiel, hace
referencia precisamente a lo triste, traurig. Sin embargo, cuando Schiller
habla específicamente de la tragedia como género, utiliza la derivación
latina de la palabra en alemán, Tragödie, por lo que aquí se deja «der
traurige» como «lo triste», y no como lo «trágico», aunque, al menos
nominalmente estén estrechamente emparentados; y cuando aparezca la
palabra Trauerspiel será traducida como tragedia, pero entre paréntesis
aparecerá el término alemán. Lo trágico en Schiller implica un ir más allá
de lo triste, a lo sublime de esta tristeza: una capacidad de elevarse, gracias,
entre otras, al elemento de la compasión, más allá de uno mismo a la
experiencia compartida de la razón y de la libertad.
186
Sobre el arte trágico
que dos fuentes del placer: la satisfacción del impulso de felicidad,
y el cumplimiento de leyes morales. Un goce, por tanto, del que se
pueda probar que no proviene de la primera de las fuentes, debe
necesariamente tener su origen en la segunda. Por lo tanto, [152]
el goce a través del que nos embelesan afectos dolorosos comunicados y que, incluso en ciertos casos, nos permite sentirlos originariamente como agradables, brota de nuestra naturaleza moral.
Se ha tratado de explicar de diversas maneras el placer de la
compasión. Pocas soluciones se han mostrado, sin embargo, satisfactorias, pues se ha preferido buscar el fundamento del fenómeno
en las circunstancias que lo acompañan, más que en la naturaleza
misma del afecto. Para muchos, el placer de la compasión no es
otro que el placer que el alma obtiene por su sentimentalismo. Para
otros, es el goce de fuertes fuerzas en acción, el efecto vívido de
la facultad del deseo; en breve, la satisfacción del impulso de actividad. Otros lo hacen emanar del descubrimiento de rasgos del
carácter éticamente bellos que la lucha contra la infelicidad y la
pasión hace visibles7. Queda, no obstante, sin resolver por qué
7 N. del T.: Schiller no hace referencia explícita a autores en concreto.
Sin embargo, uno de los autores a los que le interesa responder con sus
reflexiones sobre lo sublime o, en este caso específico, sobre el placer de
la compasión, es a Mendelssohn. Véase Reflexiones sobre la expresión
de las pasiones (1762), Sobre lo sublime y lo ingenuo en las bellas letras
(1758), pero, sobre todo, Investigación filosófica acerca del origen de
nuestras ideas sobre lo bello y lo sublime (1758). Mendelssohn se movería
entre el primero y el segundo grupo de explicaciones, en la medida
en que, inicialmente, habría tratado de hacer compatibles su teoría de
que todo placer estético está relacionado con la percepción sensible
de la perfección con la experiencia de lo sublime, pero posteriormente
terminará proponiendo que, más que con la experiencia de la perfección,
la «compasión» surge a partir de una «percepción completa» de nuestra
facultad apetitiva o de deseo. Es probable que la tercera referencia tenga
relación con Winckelmann, a quien Schiller citará textualmente en su
ensayo posterior Sobre lo patético (1793) al hablar del Laocoonte: «la
noble sencillez y la sublime grandeza» de Winckelmann harán referencia
precisamente a esta expresión visible de la belleza moral a partir de la
lucha contra la adversidad. Aunque la posición del mismo Schiller no
diferirá mucho de esta última, sobre todo en textos como Sobre la gracia
y la dignidad (1793), en el presente ensayo a Schiller le interesa introducir,
187
Friedrich Schiller
precisamente es la pena misma, el propio sufrimiento, lo que más
poderosamente nos atrae hacia los objetos de la compasión, pues
según tales explicaciones, sería evidente que un grado menor de
sufrimiento debería ser más favorable para las ya mencionadas
causas de nuestro goce por lo que nos conmueve. La vivacidad y
fuerza de las representaciones despertadas en nuestra fantasía, la
excelencia ética de la persona sufriente, la mirada hacia sí misma
del sujeto de la compasión, pueden muy bien aumentar el goce
por lo que nos conmueve, pero no son la causa que le da origen.
Es verdad que el sufrimiento de un alma débil o el dolor de un
malvado no nos ofrecen este disfrute, pero la razón para ello es
que no provocan en nosotros el mismo grado de compasión que el
héroe que sufre o el virtuoso que lucha. Regresa entonces de nuevo
la primera pregunta: ¿por qué es precisamente el grado de sufrimiento el que determina también el grado del goce simpatético por
lo que nos conmueve? Esta pregunta no puede ser respondida de
otra manera que reconociendo que el ataque a nuestra sensibilidad
es la condición para excitar aquella fuerza del ánimo cuya actividad engendra aquel placer del sufrimiento simpatético.
Ahora bien, esta fuerza no es otra que la razón, y en la medida
en que el libre ponerse en marcha de la misma como absoluta espontaneidad merezca especialmente ser llamado actividad, en la
medida en que el ánimo sólo en su actuar ético se siente completamente independiente y libre, sólo en esta medida es el impulso de
actividad satisfecho [153] el que da origen a nuestro placer por las
emociones tristes. Pero el fundamento de este placer no yace en
la cantidad, ni en la vivacidad de las representaciones, ni mucho
menos en el ponerse en marcha de la facultad del deseo, sino en un
determinado género de representación y una determinada puesta
en marcha de la facultad del deseo producida por la razón.
El afecto comunicado como tal tiene para nosotros algo de
deleitoso, porque satisface el impulso de actividad. El afecto triste
frente a estas posiciones, e influido por su reciente lectura de la Crítica
del juicio kantiana, el placer de lo sublime en el ámbito de la conciencia
de la libertad.
188
Sobre el arte trágico
produce dicho efecto en un grado más alto, porque satisface este
impulso también en un grado más alto. Sólo en el estado de su
completa libertad, sólo en la conciencia de su naturaleza racional,
expresa el ánimo su más alta actividad, porque sólo allí emplea una
fuerza que está por encima de toda resistencia.
Por lo tanto, aquel estado de ánimo que, por encima de todo,
proclama esta fuerza y despierta esta actividad suprema, es el más
conforme a fin8 para un ser racional, y el más satisfactorio para el impulso de actividad; debe estar ligado, por lo tanto, a un elevado grado
de goce9. A un estado así nos traslada el afecto triste, y el goce del
mismo debe exceder el goce de los afectos alegres, en el mismo grado
en el que nuestra facultad ética se eleva por encima de la sensible10.
Al arte le es lícito extraer de su contexto lo que en el sistema
de fines sólo es un miembro subordinado, y proponérselo como
fin principal. Para la naturaleza el placer sólo puede ser un fin intermedio, para el arte es el fin supremo. Pertenece, por lo tanto,
8 N. del T.: se ha optado aquí por traducir la palabra en alemán
«Zweckmässigkei» por «conformidad a fin», siguiendo la misma traducción
que Pablo Oyarzún ha elegido en su versión de la Crítica del juicio (edición
de Monte Ávila), ya que aquí Schiller probablemente ha tomado prestado el
término precisamente de su lectura de Kant. Véase nota 6 de la traducción
de Sobre el fundamento del placer ante los objetos trágicos de Miguel
Gualdrón.
9 Aquí Schiller remite, en el texto original, a su ensayo escrito paralelamente
a éste, pero al que se refiere en numerosas ocasiones como el «ensayo
anterior», Sobre el fundamento del placer ante los objetos trágicos.
10 N. del T.: la palabra utilizada aquí por Schiller es ya erhaben, la misma
utilizada más adelante, en otros escritos, para caracterizar lo que en este
ensayo ha llamado placer de la compasión o placer por lo triste, es decir, el
sentimiento trágico o sentimiento «sublime» [Erhabenheit]: la facultad ética
o moral se eleva [erhaben ist] por encima de la sensible en el caso del goce
producido por el afecto triste, y con ello da lugar precisamente a lo que Kant
en su Crítica del juicio denomina el efecto o «sentimiento sublime». Se ven
aquí ya claramente las influencias de la teoría kantiana, aunque dirigidas
a dilucidar y a explicar en lo concreto, como se empezará a ver a partir de
este momento del texto, el efecto de las obras trágicas sobre un espectador,
aspecto que Kant nunca considera en su análisis, por estar éste dirigido,
sobre todo, a los efectos que la naturaleza, más que las obras de arte, tiene
sobre el sujeto que contempla.
189
Friedrich Schiller
al fin de este último, no dejar de lado aquel elevado placer que se
despierta al ser conmovidos por lo triste. El arte que tiene como fin
particular el placer de la compasión, es llamado arte trágico en el
sentido más general del término.
El arte alcanza su fin a través de la imitación de la naturaleza,
en tanto que cumple con las condiciones bajo las cuales se hace
posible el placer de manera efectiva, reuniendo para ese fin [154],
según un plan comprensible, los dispersos arreglos de la naturaleza,
para con ello alcanzar como fin último, lo que para la naturaleza
es sólo un fin secundario. El arte trágico imitará así a la naturaleza
en aquellas acciones que sean capaces por excelencia de despertar
el afecto compasivo.
Para prescribir, por consiguiente, el procedimiento en general
para el arte trágico, es necesario antes que nada conocer las condiciones bajo las cuales, según la experiencia habitual, se cultiva con
más fuerza y certeza la producción del placer por lo que nos conmueve. Pero es necesario, a la vez, llamar la atención sobre aquellas
circunstancias que lo limitan o llegan hasta destruirlo.
La experiencia nos proporciona dos causas opuestas que impiden el placer por lo que nos conmueve: cuando la compasión es,
o bien demasiado débil, o bien excitada de manera tan fuerte que
el afecto comunicado adquiere la vivacidad de uno originario. La
explicación para lo primero puede a su vez yacer, o bien en la debilidad de la impresión que nos formamos del sufrimiento originario, en cuyo caso decimos que nuestro corazón permanece frío
y no sentimos ni dolor ni placer; o bien en las sensaciones más
fuertes, que se enfrentan a la impresión recibida, debilitando o incluso sofocando completamente con su preeminencia en el ánimo
el placer de la compasión.
Según lo sostenido en el ensayo anterior acerca del fundamento del placer ante los objetos trágicos11, en cada emoción trágica
hay una representación de una incongruencia, la cual, cuando la
11 Aquí hace Schiller referencia al ensayo Sobre el fundamento del placer
ante los objetos trágicos, traducido por Miguel Gualdrón en la presente
publicación.
190
Sobre el arte trágico
emoción ha de deleitar, conduce a una representación de una más
alta conformidad a fin. Ahora bien, de la relación de estas dos representaciones opuestas depende el que en una emoción haya de
destacarse el placer o el displacer. Si la representación de la incongruencia es más vívida que su contraria, o si el fin lesionado
tiene mayor importancia que el fin alcanzado, entonces en todos
los casos el displacer tendrá la última palabra; ya sea que se trate
objetivamente de la especie humana en general, o subjetivamente
de los individuos en particular.
[155] Cuando el displacer por la causa de una desgracia llega a
ser demasiado fuerte, debilita nuestra compasión por aquel que la
sufre. Dos sensaciones completamente distintas no pueden darse
en alto grado al mismo tiempo en el ánimo. La indignación con el
causante del sufrimiento se convierte en el afecto dominante, restándole lugar a cualquier otro sentimiento. Así, se debilita siempre
nuestra simpatía, si aquel que sufre la desgracia, y con respecto
al cual deberíamos compadecernos, se ha precipitado en la perdición por su propia culpa imperdonable, o si, por debilidad de
entendimiento y pusilanimidad, no es capaz de salir de la desgracia, habiendo tenido la posibilidad de hacerlo. Nuestra simpatía
por el desgraciado Lear, maltratado por sus desagradecidas hijas,
disminuye considerablemente por la manera como este anciano
pueril renuncia irreflexivamente a su corona, y reparte su amor de
manera tan atolondrada entre sus hijas. En la tragedia [Trauerspiel]
de Cronegk, Olindo y Sofronia, el terrible sufrimiento que vemos
padecer a estos dos mártires a causa de su fe, produce en nosotros
apenas una débil compasión, y su sublime heroísmo no nos suscita
más que una leve admiración, porque sólo la locura puede dar lugar
a una acción como aquella a través de la que Olindo se condujo a sí
mismo y a todo su pueblo al borde de la perdición12.
Nuestra compasión no será debilitada en menor medida,
cuando el causante de una desgracia, cuyas víctimas inocentes de12 N. del T.: el drama de Cronegk, Olindo y Sofronia, escrito siguiendo el
modelo del canto segundo de La Gerusalemme liberata de Torcuato Tasso,
y publicado tras la muerte del autor en 1760, ya había recibido una crítica
muy negativa por parte de Lessing en su Dramaturgia de Hamburgo.
191
Friedrich Schiller
beríamos compadecer, llena nuestra alma de repugnancia. Siempre
perjudica la más alta perfección de su obra aquel poeta que no
puede prescindir de un malvado, y se ve obligado a derivar la
grandeza del sufrimiento de la grandeza de la maldad. Yago y Lady
Macbeth de Shakespeare, Cleopatra en Rodoguna, Franz Moor en
Los bandidos, son prueba de ello. Un poeta que entiende cómo
sacar verdadero provecho de su material, no hará provenir la desgracia de una voluntad malvada que la busca intencionalmente,
mucho menos a través de una carencia de entendimiento, sino que
la hará aparecer como resultado inevitable de las circunstancias. Si
la desgracia no se origina de fuentes inmorales, sino de cosas externas que ni tienen voluntad, ni están sujetas a una voluntad, la
compasión es más pura y al menos no será [156] debilitada por
ninguna representación de incongruencia moral. Pero, entonces, el
espectador que participa de la obra no podrá evitar el sentimiento
poco agradable de una incongruencia en la naturaleza, que en estos
casos sólo puede ser redimido por una conformidad a fin moral. La
compasión puede llegar a grados mucho más altos cuando llegan a
ser objetos de la misma tanto el que sufre como el que causa el sufrimiento. Y esto sólo puede suceder cuando este último no despierta ni nuestro odio ni nuestro desprecio, sino que, en contra de
su inclinación, es conducido al punto en el que se convierte en el
causante de la desgracia. Así, es de una belleza especial en la Ifigenia alemana el que el rey de Tauro, el único que se interpone
entre los deseos de Orestes y su hermana, nunca pierda nuestro
respeto y sea hasta el final merecedor de nuestro amor.
Este género de emociones es superado por aquél en el que la
causa de la desgracia no sólo no se contradice con la moralidad,
sino que sólo se hace posible a través de ella, y en el que el sufrimiento recíproco proviene únicamente de la representación de que
se ha causado sufrimiento. A esta clase pertenece la situación de
Jimena y Rodrigo en El Cid de Pierre Corneille, indiscutiblemente
la pieza maestra del teatro trágico en lo que a intriga se refiere. El
amor al honor y el deber filial arman la mano de Rodrigo contra el
padre de su amada, y la valentía le concede la victoria sobre éste.
El amor al honor y el deber filial hacen de Jimena, hija del difunto,
192
Sobre el arte trágico
su más terrible acusadora y persecutora. Ambos actúan en contra
de su inclinación, la cual tiembla tan angustiosamente ante la desgracia del objetivo perseguido, como celosamente hace que el deber
moral acarree la desgracia. Ambos, por tanto, ganan nuestro sumo
respeto, porque han cumplido con su deber moral a expensas de su
inclinación; ambos exaltan al máximo nuestra compasión, porque
sufren voluntariamente y a causa de una motivación que los hace,
en alto grado, dignos de respeto. Aquí nuestra compasión se ve tan
poco perturbada por sentimientos contrarios, que más bien se inflama con doble intensidad; y sólo la imposibilidad de conciliar el
más alto derecho a la felicidad con la idea de la desgracia, puede
en este caso llegar a turbar con una nube de dolor nuestro goce
simpatético. Por más [157] que se haya ganado con el hecho de que
nuestra indignación frente a esta incongruencia no esté dirigida
contra ningún ser moral, sino que haya sido desviada al terreno
más inofensivo de la necesidad, una sumisión ciega ante al destino
no deja de ser siempre denigrante y humillante para seres libres y
autodeterminados. Es esto precisamente lo que deja algo que desear
aun en las piezas más formidables de la escena griega, porque en
todas ellas se apela finalmente a la necesidad, y siempre queda para
nuestra razón, que exige lo racional, un nudo insoluble.
Pero incluso éste queda resuelto, desapareciendo también con
ello toda sombra de displacer, en el último y más alto grado al que
asciende el hombre formado moralmente, y al que puede elevarse
el arte que nos conmueve13. Esto sucede cuando se disipa incluso
esta insatisfacción con el destino, perdiéndose en el presentimiento,
o mejor, en una clara conciencia de una conexión teleológica de la
13 N. del T.: nótese aquí cómo Schiller hace manifiesta una posición que ya
quedaba expresada en sus primeros ensayos sobre el teatro, sobre todo en
el texto de 1785 ¿Qué efectos puede realmente producir una buena puesta en
escena?, y que será el punto de partida de sus análisis sobre los efectos del
arte para la educación estética del hombre: el arte se erige en un punto de
apoyo decisivo para la formación en la moralidad, pero siempre a partir de
sus efectos estéticos y no de algo así como contenidos «moralizantes». En
esta propuesta cumplirá un papel fundamental el llamado aquí «placer de la
compasión», que no será otra cosa que el «sentimiento de lo sublime», tan
presente en los ensayos schillerianos posteriores.
193
Friedrich Schiller
cosas, de un orden sublime, de una voluntad benevolente. Entonces
se une a nuestro placer por la concordancia moral, una reconfortante representación de la más completa conformidad a fin en la
grandiosa totalidad de la naturaleza. Y la aparente violación de la
misma, que nos causó dolor en el caso particular, se convierte en
un acicate para nuestra razón, a fin de que busque una justificación
para este caso particular en leyes universales, y resuelva la disonancia particular en el seno de la gran armonía 14. Hasta esa cima
pura de la emoción trágica jamás llegó a elevarse el arte griego,
porque ni la religión del pueblo, ni aún la misma filosofía de los
griegos, llegaron a proyectarse tan lejos. Queda reservado al arte
moderno15, el cual disfruta de las ventajas de recibir de una filosofía
más refinada un material más puro, completar también esta exigencia suprema, y así desplegar con ello toda la dignidad moral del
arte. Si nosotros, los modernos, tuviésemos efectivamente que renunciar a restablecer el arte griego, para no decir superarlo, sólo la
14 N. del T.: esta idea de una armonía que, más allá de hacer desaparecer las
disonancias, las aloja en su seno como parte fundamental de la totalidad,
será importante en las formulaciones futuras por parte de Schiller, en las
Cartas sobre la educación estética del hombre (1795), en torno a su «idea de
humanidad». Idea que estaría representada, más que por una reconciliación
definitiva de las dualidades propias de la naturaleza humana, por un
equilibrio en tensión, por una armonía en la disonancia que mantiene un
diálogo permanente entre las diferencias, las cuales, por tanto, no deben
buscar ser «superadas», ni deben desaparecer a favor de un ideal nostálgico
de unidad (más propio de los griegos que de los modernos, discusión que
Schiller introduce inmediatamente a continuación de este pasaje). Mantener
esto en mente no sólo proyecta una luz distinta sobre la propuesta estética
de Schiller y su concepto de, por ejemplo, lo bello, sino que implica una
interpretación distinta, quizás más cercana a la discusión contemporánea,
de su propuesta política. No sobra mencionar, además, que serán este tipo
de reflexiones las que ejercerán una influencia definitiva en el joven Hegel y
en Hölderlin, ambos asiduos lectores y admiradores de Schiller.
15 N. del T.: Der neuern Kunst dice aquí la versión en alemán, lo que tendría
que traducirse realmente como «el arte más reciente». Sin embargo, Neuern
es también la expresión que Schiller utiliza para referirse a los modernos,
y siendo el contexto de este párrafo justamente una comparación con los
griegos, es probable que ésta sea la traducción más adecuada.
194
Sobre el arte trágico
tragedia debería exceptuarse. Sólo a ella quizás le resarce nuestra
cultura científica el robo que le cometió al arte en general16.
Así como la emoción trágica se debilita por la mezcla de representaciones y sentimientos contrarios, y con ello se disminuye
el goce [158] por la misma, así también puede, por el contrario, a
causa de una excesiva cercanía con el afecto originario, alcanzar tal
grado de exuberancia que el dolor llegue a ser abrumador. Ha sido
ya señalado que el displacer en los afectos tiene su origen en la relación de su objeto con nuestra sensibilidad, así como el goce de los
mismos se deriva de una relación del afecto con nuestra eticidad.
De esta manera, se presupone una relación determinada entre eticidad y sensibilidad, la cual decide acerca de la relación del placer
con el displacer en el caso de las emociones tristes. Esta relación
no puede ser alterada o invertida sin que con ello se inviertan los
sentimientos de placer y displacer en las emociones, o se transforme a cada uno de ellos en su contrario. Mientras más vivacidad
despierte la sensibilidad, más débilmente actuará la eticidad; y, a
la inversa, mientras más pierda la primera en poder, más ganará la
segunda en intensidad. Así, lo que le da preeminencia en nuestro
ánimo a la sensibilidad, en la medida en que limita a la eticidad, disminuye necesariamente nuestro placer ante lo que nos conmueve,
en cuanto que este último proviene únicamente de la eticidad. De
la misma manera, lo que le da a la eticidad cierto ímpetu en nuestro
ánimo, llega a quitarle el acicate al dolor, incluso en los afectos originarios. Nuestra sensibilidad obtiene realmente, sin embargo, esta
preeminencia, cuando la representación del sufrimiento es elevada
a tal grado de vivacidad, que no nos queda ya la posibilidad de
diferenciar el afecto comunicado del originario, nuestro propio yo
del sujeto que sufre, o la verdad de la ficción. Obtiene también esta
preeminencia cuando se alimenta de una acumulación de sus objetos, y de la luz enceguecedora que una imaginación sobreexcitada
despliega sobre ellos. Nada es, por el contrario, más apropiado para
devolverla a sus límites, que el auxilio de ideas éticas suprasensibles,
16 N. del T.: la tragedia, lo sublime, se convierten quizás en aquello más propio
del arte moderno, y, por qué no, de la Modernidad en general.
195
Friedrich Schiller
gracias a las cuales, como apoyos espirituales, la razón vituperada
se eleva en un sereno horizonte por encima de la turbia neblina de
los sentimientos. De ahí el gran atractivo que han ejercido entre
todos los pueblos educados las verdades generales o las máximas
éticas, insertadas en el lugar adecuado en el diálogo dramático, y
de ahí también el uso casi exagerado de las mismas [159] llevado
a cabo ya por los griegos. Después de un largo y continuo estado
de puro sufrimiento, nada es mejor acogido por un temperamento
ético, que el ser despertado de la servidumbre de los sentidos hacia
la espontaneidad de la acción, y ser reinstaurado en su libertad.
Hasta aquí lo que se refiere a las causas que limitan nuestra
compasión y se interponen a las emociones trágicas. Ahora deben
ser enumeradas las condiciones bajo las que se estimula la compasión, y se despierta de la manera más infalible y fuerte el goce
por lo que nos conmueve.
Toda compasión supone representaciones de sufrimiento. De
la vivacidad, verdad, completitud y duración de dicho sufrimiento
depende el grado de la compasión:
1. Mientras más vivaz sea la representación, más se siente invitado el ánimo hacia la actividad, más estimulada será su sensibilidad y, con ello, más será exhortada también su facultad ética a
resistir. Las representaciones de sufrimiento se obtienen, no obstante,
de dos modos distintos, los cuales no propician de la misma manera
la vivacidad de la impresión. De manera incomparablemente más
fuerte nos afectan los sufrimientos de los que somos testigos, que
aquellos que experimentamos apenas por medio de una narración
o descripción. Los primeros elevan el libre juego de nuestra imaginación y, en la medida en que alcanzan inmediatamente nuestra
sensibilidad, llegan por el camino más corto a nuestros corazones.
En las narraciones, por el contrario, lo particular es primero
elevado a lo general, y se lo conoce luego a partir de éste, por lo que,
a través de esta operación necesaria del entendimiento, la impresión
pierde ya mucho de su fuerza. Pero una impresión más débil no se
apoderará del ánimo en su totalidad, dándole con ello espacio suficiente a otras representaciones ajenas que interfieren en el efecto y
dispersan la atención. Muy frecuentemente sucede también que la
196
Sobre el arte trágico
presentación narrada nos traslada del estado de ánimo de la persona
que actúa al estado de ánimo del narrador, interrumpiendo con ello
la ilusión tan necesaria para la compasión. Tan pronto como el narrador pasa a la primera persona, se origina una suspensión en la
acción, y con ello también, inevitablemente, en el afecto que participa de ella. Esto acontece incluso cuando el poeta dramático se
olvida de sí mismo en el diálogo, [160] y pone en boca de la persona
que habla consideraciones que sólo un frío espectador podría haber
hecho. Difícilmente se libra alguna de nuestras tragedias modernas
de esta falla, aunque sólo los franceses la han elevado a regla. Una
presencia y un hacer visible inmediatos y vivaces son necesarios,
por consiguiente, para darle a nuestras representaciones de sufrimiento la fuerza requerida para un alto grado de emoción.
2. Pero podemos recibir las más vivaces impresiones de sufrimiento, sin ser llevados, sin embargo, a un grado notable de compasión, cuando a estas impresiones les hace falta veracidad. Tenemos
que formarnos un concepto de aquel sufrimiento del que deberíamos
participar. Para ello es necesaria una concordancia del concepto
con algo previamente existente ya en nosotros. La posibilidad de la
compasión yace precisamente en la percepción o presuposición de
una similitud entre nosotros y el sujeto que sufre. Allí donde esta
similitud se deja detectar, la compasión se hace necesaria; allí donde
falta, por el contrario, la compasión es imposible. Así, mientras más
visible y grande sea la similitud, más vivaz será nuestra compasión;
mientras más deficiente aquella, más débil será esta última. Si se
supone que debemos adentrarnos en el afecto de otro y sentir con él,
deben estar dadas ya en nosotros mismos todas las condiciones internas para ello, de tal manera que la causa externa que ha dado
lugar al afecto pueda ejercer un efecto similar en nosotros a través
de su reunión con dichas condiciones. Sin forzarnos a intercambiar
nuestra persona con la suya, debemos ser capaces de poner nuestro
propio yo momentáneamente en el estado del otro. Pero, ¿cómo es
posible sentir el estado de otro en nosotros mismos, si no nos hemos
encontrado ya, previamente, en ese otro?17
17 N. del T.: nuevamente aquí aparece el problema de la comunicabilidad,
197
Friedrich Schiller
Esta similitud se encuentra a la base del ánimo, en la medida
en que es universal y necesaria. Y es antes que nada nuestra naturaleza ética la que implica universalidad y necesidad. La facultad
sensible puede ser determinada de maneras distintas y por causas
contingentes; incluso nuestras facultades de conocimiento dependen de condiciones cambiantes; sólo nuestra eticidad descansa
en sí misma, y es precisamente por ello la más indicada para proporcionar un criterio universal y seguro para determinar esta similitud. [161] Así, si encontramos que una representación concuerda
con nuestra forma de pensar y sentir, si muestra ya cierta afinidad
con nuestra propia manera de razonar, si se deja aprehender fácilmente por nuestro ánimo, la llamamos verdadera. Si esta similitud
concierne a lo característico de nuestro ánimo, es decir, si concierne a las determinaciones del carácter humano que son sólo peculiares a nosotros, aquellas sin las que puede ser pensado, sin
detrimento, dicho carácter universal, entonces esta representación
tiene verdad simplemente para nosotros. Si concierne a la forma
universal y necesaria que presuponemos para toda la especie, enmencionado en la nota 1. Se puede ver por qué el sentimiento estético de lo
sublime será para Schiller fundamental dentro de su «educación estética»
como preparación y constitución de lo político. De la propuesta de Schiller
en las Cartas sobre la educación estética del hombre, leídas a la luz de un
concepto de belleza que está estrechamente ligado con la noción de lo
sublime patético (para la que la compasión será un elemento fundamental),
se puede extraer también una propuesta schilleriana formulada a la luz del
problema, típicamente moderno para Schiller, de la intersubjetividad. Puede
decirse que aquí Schiller está desarrollando lo que Kant, en la Crítica del
juicio, llama «las máximas del sentido común lógico», entre las que, para
llegar al «pensar acorde consigo mismo» (tercera máxima), se encuentra
la invitación a «pensar en el lugar de cada uno de los otros» (segunda
máxima). Kant propone una comparación entre estas «máximas del sentido
común lógico» y lo que serían las «máximas del sentido común estético».
El gusto y la experiencia estética en general serán para Schiller, siguiendo
(a su manera) la sugerencia kantiana, la primera y más importante fuente
de «experiencias intersubjetivas» que, a fuerza de hábito y educación del
carácter, deben «ampliar» nuestra experiencia del mundo a la experiencia
de los otros en un espacio político, compartido, que va más allá, pero
resulta, de lo estético en sentido estrecho.
198
Sobre el arte trágico
tonces la verdad debe ser considerada sin más como objetiva. Para
el romano tienen verdad subjetiva la sentencia del primer Brutus y
el suicidio de Catón. Las representaciones y los sentimientos bajo
los que fluyen las acciones de estos dos hombres, no se derivan directamente de una naturaleza humana universal, sino indirectamente de una naturaleza humana particular y determinada. Para
poder compartir con ellos estos sentimientos, se debe poseer una
disposición romana, o ser capaz al menos de adoptarla momentáneamente. Por el contrario, se necesita simplemente ser humano
para verse altamente conmovido por el sacrificio heroico de Leonidas, por la serena rendición de Arístides, la muerte voluntaria de
Sócrates, o para ser llevado hasta las lágrimas por el terrible vuelco
de suerte de un Darío18. A tales representaciones les asignamos, en
oposición a las anteriormente mencionadas, verdad objetiva,
porque concuerdan con la naturaleza de todos los sujetos, y con
ello obtienen una universalidad y necesidad tan estrictas, como si
fueran independientes de toda condición subjetiva.
18 N. del T.: esta idea de una naturaleza humana objetiva frente a una
subjetiva, determinada históricamente , permanecerá en las reflexiones
de Schiller y se manifestará en lo que él mismo denomina el «punto de
vista antropológico» en las Cartas sobre la educación estética del hombre.
Parte de la confusión que crea esta perspectiva en la propuesta schilleriana
es que parece combinar un punto de vista que él mismo denomina
«transcendental», y que se referiría a la «naturaleza humana en general»
y a sus «condiciones de posibilidad», con un punto de vista histórico, que
se refiere más bien a la «naturaleza humana moderna» o resultante de
las condiciones propias de la Modernidad. Ambos puntos de vista están
presentes en las reflexiones de Schiller, de la misma manera que lo están en
sus dramas: el poeta habla de una condición humana trágica característica
del ser humano en todos los tiempos, pero apela aún con más fuerza al
corazón del ser humano moderno, para quien los dilemas de la libertad
—tema preferido de los dramas de Schiller— son aún más evidentes. Por
esto puede llegar a afirmarse que a Schiller le interesa, sobre todo, llevar a
cabo una antropología de la Modernidad, sin que «Modernidad» se refiera
exclusivamente a una condición histórica del ser humano. Todo esto tendrá
también que ver y se aclara aún más con las categorías de lo «ingenuo» y lo
«sentimental» que presentará Schiller en su famoso ensayo de 1796 Sobre
poesía ingenua y poesía sentimental.
199
Friedrich Schiller
Por lo demás, la descripción subjetivamente verdadera, por referirse a determinaciones contingentes, no debe ser confundida con
las determinaciones arbitrarias. A fin de cuentas, también aquello
que es subjetivamente verdadero fluye de la constitución universal
del ánimo humano, la cual ha sido determinada de manera particular a partir de circunstancias particulares; y ambas, la constitución universal y las circunstancias particulares, son igualmente
necesarias como condiciones constitutivas del ánimo. La decisión de
Catón no podría haber sido verdadera, ni siquiera subjetivamente,
si hubiese contradicho las leyes generales de la naturaleza humana.
[162] Las presentaciones de naturaleza subjetiva tienen simplemente
un círculo de acción más reducido, porque presuponen otras determinaciones distintas a las universales. El arte trágico puede utilizar
este tipo de presentaciones para alcanzar efectos más grandes e intensos, siempre y cuando esté dispuesto a sacrificar la extensión de
estos efectos. No obstante, lo que es incondicionalmente verdadero,
lo puramente humano en las relaciones humanas, seguirá siendo
siempre su material más fértil, pues sólo con este material queda
asegurada la universalidad de la impresión, sin tener que renunciar
por ello a la fuerza de su impresión.
3. Para la vivacidad y verdad de las descripciones trágicas se
exige en tercer lugar, como requisito, completitud. Todo lo que
debe ser dado desde afuera para poner al ánimo en el movimiento
deseado, debe ser agotado ya por la representación. Si el espectador, incluso aquél cercano a la disposición romana, ha de hacer
suyo el estado de ánimo de Catón, si ha de considerar la decisión
del republicano como si fuese la suya propia, entonces no debe encontrar esta decisión fundada únicamente en el alma del romano,
sino también en las circunstancias que lo rodean. Ante los ojos del
espectador deben yacer enteramente tanto las condiciones externas
como las internas, en toda su conexión y complejidad, de manera
que no falte ningún eslabón de la cadena de determinaciones a las
que le sigue como necesaria la decisión final del romano. En general, incluso la verdad de la descripción es irreconocible sin esta
completitud, pues sólo la similitud de las circunstancias, que debe
ser comprendida perfectamente por nosotros, puede legitimar
200
Sobre el arte trágico
nuestro juicio sobre la similitud de las sensaciones, en la medida
en que el afecto se origina sólo a partir de la reunión de estas condiciones externas e internas. Así, cuando lo que debe ser decidido
es si hubiéramos actuado como Catón, debemos pensarnos, antes
que nada, como sumergidos completamente en sus circunstancias
externas, y sólo entonces estamos autorizados a comparar nuestras
sensaciones con las suyas, con el fin de tomar una decisión acerca
de la similitud, y de emitir un juicio acerca de su verdad.
Esta completitud de la descripción es posible únicamente a
través de la concatenación de varias representaciones y sensaciones
individuales, que se comportan entre sí como causa y efecto, y que
en su conexión forman para nuestro conocimiento un todo. Todas
estas representaciones deben producir una impresión inmediata en
nuestra sensibilidad, si lo que buscan es conmovernos vivazmente;
[163] y como la forma narrativa debilita en todos los casos esta impresión, ésta debe ser iniciada más bien por la presentación de una
acción. A la completitud de una descripción trágica le pertenecen,
por consiguiente, una serie de acciones individuales y hechas sensibles que se encuentran unidas a la acción trágica como a un todo.
4. Finalmente, las representaciones de sufrimiento deben producir un efecto duradero en nosotros, si lo que se quiere es que, a
través de ellas, seamos conmovidos en un alto grado. El afecto en el
que nos sitúan los sufrimientos ajenos es para nosotros un estado
de coerción, del que nos afanamos por liberarnos, desapareciendo
así con demasiada facilidad la ilusión tan indispensable para la
compasión. El ánimo, por lo tanto, debe ser obligado a mantenerse
ligado a estas representaciones, y debe ser privado de la libertad
de apartarse prematuramente de la ilusión. La vivacidad de las representaciones y la fuerza de las impresiones que asaltan a nuestra
sensibilidad no son suficientes para ello, pues mientras más impetuosamente sea estimulada la facultad receptiva, más fuertemente
se expresará la fuerza reactiva del alma que busca vencer dicha impresión. El poeta que pretende conmovernos no debe, pues, debilitar esta fuerza espontánea, pues precisamente en la lucha de ésta
con el sufrimiento de la sensibilidad yace el más alto placer propor-
201
Friedrich Schiller
cionado por las emociones tristes19. Así pues, si el ánimo, haciendo
caso omiso de su resistencia espontánea, debe permanecer unido
a las sensaciones del sufrimiento, así deben éstas también ser interrumpidas con habilidad periódicamente, o incluso ser disueltas
por sensaciones contrarias, para poder regresar posteriormente con
mayor intensidad, y renovar con ello incluso con más frecuencia
que antes la vivacidad de la primera impresión. El cambio en las
sensaciones es el medio más eficaz en contra de la fatiga y de los
efectos del hábito. Este cambio refresca nuevamente a la agotada
sensibilidad y, mediante la gradación de las impresiones, se despierta una respectiva resistencia en la facultad espontánea. Esta
última debe permanecer incesantemente ocupada, en contra del
esfuerzo de la sensibilidad para asegurar su libertad. Pero no debe
alcanzar su victoria antes del final, ni mucho menos caer vencida
en la lucha, pues, de lo contrario, en el primer caso desaparece el
sufrimiento, en el segundo caso la actividad, y sólo la reunión de
ambos puede despertar la emoción. [164]. El gran secreto del arte
trágico reside precisamente en el hábil manejo de esta lucha, lucha
en la que este arte se muestra en su máximo esplendor.
Para ello también es necesaria una serie de representaciones
intercaladas, es decir, una concatenación conforme a fin de varias
acciones correspondientes a estas representaciones, de tal manera
que la acción principal, y, a través de ella, la impresión trágica que
se pretende alcanzar, se desenvuelvan en su totalidad, como un
19 N. del T.: esta lucha anuncia el fundamento de lo que Schiller un año
después, en su ensayo Sobre lo patético de 1793, llamaría «lo sublime
patético»: una lucha que en dicho ensayo será descrita como aquella entre
el pathos de la sensibilidad y la resistencia de la facultad racional, dando
lugar, más que a una victoria definitiva de la una frente a la otra, a una
mutua dependencia y al reconocimiento de ésta. Con esta especie de «mutuo
reconocimiento» y de «equilibrio en tensión» descritos por la experiencia
de lo trágico, comenzará Schiller a tomar distancia frente a la noción de lo
sublime kantiano (la cual, más que en la lucha, haría énfasis en la victoria
definitiva de lo racional), y a dar sus primeros pasos para la formulación de
un tipo de experiencia estética que le servirá como punto de partida para su
propuesta de una educación estética y de su famoso «impulso de juego» en
las Cartas.
202
Sobre el arte trágico
ovillo del huso, y así, al final, enredar al ánimo como con una red
irrompible. El artista, si se me permite utilizar aquí esta imagen,
reúne primero económicamente todos los rayos individuales de
aquel objeto que ha convertido en el instrumento para alcanzar su
finalidad trágica, y bajo sus manos se transforman en el rayo que
enciende todos los corazones. Mientras el principiante nos lanza
sobre el ánimo, de una vez e infructuosamente, el trueno fulminante de todo lo terrible y temeroso, el artista alcanza su finalidad
paso a paso, a través de constantes golpes pequeños, y penetra con
ello el alma en su totalidad, precisamente en la medida en que la
conmueve paulatina y gradualmente.
Si exponemos ahora los resultados de las investigaciones recogidas hasta aquí, se muestran entonces, como fundamento de
las emociones trágicas, las siguientes condiciones: en primer lugar,
el objeto de nuestra compasión tiene que pertenecer a nuestra especie, en el sentido más amplio de la palabra, y la acción de la que
debemos participar tiene que ser moral, es decir, ser concebida
dentro del ámbito de la libertad. En segundo lugar, el sufrimiento,
junto con sus fuentes y grados, debe sernos plenamente comunicado en una serie de eventos concatenados, y de tal manera que,
en tercer lugar, éstos se hagan presentes sensiblemente, y no mediatamente a través de una descripción, sino de manera inmediata
en la puesta en escena de la acción. El arte reúne y completa todas
estas condiciones en la tragedia.
Sea pues la tragedia la imitación poética de una serie coherente de eventos (lo que puede llamarse una acción completa) que
nos muestra a los seres humanos en estado de sufrimiento, con el
propósito de despertar en nosotros la compasión.
Ella es, en primer lugar, imitación de una acción. El concepto
de imitación la diferencia del resto de las artes poéticas que se limitan a describir o a narrar. En la tragedia se representan, ante la
imaginación o los sentidos, los eventos individuales en el momento
de su ocurrencia, [165] y esto se lleva a cabo inmediatamente, sin
la mediación de un tercero. La epopeya, la novela, la más sencilla
narración, ya por su misma forma relegan la acción a la distancia,
porque ponen al narrador entre el lector y las personas que actúan.
203
Friedrich Schiller
Pero, como sabemos, lo distante, lo pasado, debilitan la impresión
y el afecto que participa de la acción, mientras que lo presente los
fortalece. Todas las formas narrativas convierten lo presente en
pasado, todas las obras dramáticas, por el contrario, convierten lo
pasado en presente.
La tragedia es, en segundo lugar, la imitación de una serie
de eventos, la imitación de una acción. En cuanto imitativa, no
sólo pone en escena las sensaciones y los afectos de las personas
trágicas, sino los eventos en los que éstos se originaron y los motivos por los que llegaron a exteriorizarse. Esto la diferencia de las
formas de poesía lírica, las cuales imitan poéticamente tantos estados de ánimo como lo hace la tragedia, pero no imitan acciones.
Una elegía, una canción, una oda pueden poner ante nuestros ojos,
gracias a su labor imitativa, la presente disposición anímica del
poeta, condicionada por sus circunstancias particulares (ya sea
en su propia persona, o una idealizada). Hasta este punto puede
decirse que se encuentran comprendidas dentro del concepto de
la tragedia, pero no lo constituyen, porque se limitan a presentar
sentimientos. En las distintas finalidades de estas formas poéticas
se hallan, en todo caso, diferencias aún más esenciales.
La tragedia es, en tercer lugar, la imitación de una acción completa. Un acontecimiento individual, por más trágico que sea, aún
no implica una tragedia. Es necesario que varios eventos, fundados
unos en otros como causa y efecto, se encuentren unidos conforme
a fin en un todo, si se quiere que sea reconocida la verdad, es decir, la
concordancia de un afecto, un carácter o cualquier representación
de este estilo con la naturaleza de nuestra alma, única sobre la cual
se fundamenta nuestra participación en la acción. Si no sentimos
que, bajo las mismas circunstancias, habríamos sido afectados de
forma similar y habríamos actuado de la misma manera, la compasión nunca se despertará en nosotros. Se trata, por consiguiente,
de que sigamos en toda su cohesión la acción representada, de que
la veamos fluir del alma de su autor a través de una gradación natural [166] y bajo el efecto conjunto de circunstancias externas. Así
se presentan, crecen y se consuman ante nuestros ojos la curiosidad de Edipo y los celos de Otelo. Sólo así también se hace posible
204
Sobre el arte trágico
salvar la enorme distancia que aparece entre la paz del alma sin
culpa y los tormentos de la conciencia del malvado, entre la orgullosa seguridad del hombre dichoso y su terrible caída, en breve,
entre la tranquila disposición anímica del lector al comienzo y la
impetuosa exaltación de sus sentimientos al final de la acción.
Se requiere de una serie de varios sucesos conexos para provocar
en nosotros un cambio en el movimiento del ánimo que agudice la
atención y ponga en alerta cada facultad de nuestro espíritu, que
anime al lánguido impulso de actividad, y, a través del retraso en la
ejecución de su satisfacción, lo avive con tanto mayor ímpetu. Frente
a los sufrimientos de la sensibilidad, el ánimo no encuentra ayuda en
ningún lugar excepto en la eticidad20. Para exhortar a esto último con
más intensidad, el artista trágico debe prolongar el martirio de la sensibilidad, pero debe proporcionarle a esta última también algún tipo
de satisfacción, con el fin de hacerle más difícil y meritoria la victoria
a la eticidad. Ambas cosas sólo se hacen posibles gracias a una serie de
acciones que deben ser escogidas sabiamente para tales efectos.
La tragedia es, en cuarto lugar, imitación poética de una acción
digna de compasión, y en esta medida se opone a la imitación histórica. Sería esta última si persiguiera una finalidad histórica, es
decir, si se propusiera instruirnos acerca de cosas que han sucedido
y de la manera como sucedieron. En este caso tendría que ajustarse
20 N. del T.: Schiller se expresa de esta manera en todos sus escritos sobre la
tragedia y lo sublime: la naturaleza ética o moral como aquello que permite
contrarrestar e incluso poner fin a los sufrimientos de la sensibilidad. No
hay que olvidar que justamente en la época en la que Schiller escribe sus
ensayos sobre la tragedia, acaba de salir de una de las peores recaídas de
su enfermedad pulmonar, la misma que lo llevaría a la muerte más de
diez años después, y que lo torturaría constantemente impidiéndole leer,
trabajar y componer durante su vida madura. Schiller parece identificarse
especialmente con el sentimiento de lo sublime, y precisamente con
la explicación que proporciona Kant de éste en su Crítica del juicio,
precisamente en cuanto que en la experiencia plena del sufrimiento sensible
se hace posible el espacio para la libertad, para la liberación del espíritu
frente al cuerpo. Éste es un punto que ha señalado sobre todo Safranski
en su reciente biografía del autor: la importancia de lo sublime, para el
dramaturgo y el filósofo, como la representación, más allá de lo teórico, de
su situación existencial.
205
Friedrich Schiller
a la precisión histórica, porque sólo a partir de una presentación
fiel de lo que efectivamente sucedió alcanzaría su propósito. Pero
la tragedia tiene, por el contrario, una finalidad poética, es decir,
pone en escena una acción con el fin de conmover y, a partir de
ello, deleitar. Si la tragedia trabaja de acuerdo con su finalidad con
un material dado, es por ello mismo libre en su imitación. Ostenta
el poder, incluso la obligación, de subordinar la verdad histórica
a las leyes del arte poético, y de modelar, según sus necesidades,
el material dado. [167] Pero como sólo es capaz de alcanzar su finalidad, esto es, conmover, bajo la condición de la más alta concordancia con las leyes de la naturaleza, se encuentra por tanto
—sin sacrificar por ello su libertad histórica— bajo la estricta ley
de la verdad natural, a la que, en oposición a la verdad histórica,
llamamos verdad poética. Así se comprende cómo a menudo sufre
la verdad poética, cuando se cumple estrictamente con la histórica,
y cómo, por el contrario, cuando se infringe gravemente la verdad
histórica, tanto más gana con ello la poética. En la medida en que
el poeta trágico, como cualquier poeta, se encuentra sólo bajo las
leyes de la verdad poética, ni la más concienzuda observación de la
verdad histórica puede librarlo de sus deberes como poeta, o disculparle una transgresión de la verdad poética, o una falta de interés. Revela, por tanto, una concepción muy estrecha de lo trágico,
y del arte poético en general, el que se lleve al escritor de tragedias
ante el tribunal de la historia, o se le exija instruir acerca de estos
asuntos, cuando, por su mismo nombre, éste se halla comprometido únicamente a conmover y a deleitar21. Incluso en aquellos
casos en los que el poeta, debido a un temeroso servilismo ante la
verdad histórica, ha renunciado a sus privilegios artísticos y le ha
concedido tácitamente a la Historia una jurisdicción sobre su pro21 N. del T.: se ve nuevamente aquí lo que ya se destacaba anteriormente en la
nota al pie 13, tema principal del ensayo Sobre el fundamento del placer ante
los objetos trágicos: el arte no debe buscar «instruir»; no debe confundirse
con esta posición, típica del Clasicismo francés, la propuesta schilleriana de
una educación a partir de y a través del arte y de la experiencia estética. Si el
arte educa, es a través del placer mismo que produce, no por los contenidos
que transmite.
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Sobre el arte trágico
ducto, el arte se encuentra en todo el derecho de convocarlo ante
su tribunal. Y si una Muerte de Hermann, una Minona o un Fust
von Stromberg no logran salir airosas de esta prueba, a pesar de que
reproduzcan de manera precisa los trajes, el carácter del pueblo y
de la época, serán calificadas como tragedias mediocres.
La tragedia es, en quinto lugar, la imitación de una acción
que nos muestra a seres humanos en estado de sufrimiento. La expresión ser humano es aquí todo menos ociosa, y sirve para señalar
exactamente los límites a los que debe restringirse la tragedia en
la escogencia de su objeto. Sólo el sufrimiento de un ser sensiblemoral, tal y como somos nosotros mismos, puede despertar nuestra
compasión. Seres que, por lo tanto, carezcan completamente de
eticidad, tales como pintan a los demonios las supersticiones del
pueblo o la imaginación del poeta, y seres humanos que se les parezcan; seres además liberados de toda coerción de la sensibilidad
[168], tales como pensamos a las inteligencias puras, y seres humanos que han logrado sustraerse a esta coerción en un alto grado,
más allá de lo que permite la debilidad humana, son todos inadecuados para la tragedia. Ya el mismo concepto de sufrimiento en
general, y de un sufrimiento del que deberíamos poder ser partícipes, determina que sólo pueden ser objetos de éste seres humanos
en todo el sentido de la palabra. Una inteligencia pura no puede
sufrir, y un sujeto humano que se ha acercado en un grado inusual
a esta inteligencia pura no podrá nunca despertar un alto grado de
pathos, pues en su naturaleza ética se produce demasiado rápidamente una protección contra el sufrimiento de una debilitada sensibilidad. Un sujeto completamente sensible, desprovisto de eticidad,
y cualquiera que se aproxime a esta idea, es en efecto capaz de los
más terribles grados de sufrimiento, porque su sensibilidad trabaja
en grados abrumadores, pero no puede excitarse en él ningún sentimiento ético, por lo que deviene víctima absoluta de su dolor. Y ante
este tipo de sufrimiento, un sufrimiento completamente desvalido,
carente de toda actividad de la razón, nos alejamos con disgusto y
repugnancia. El poeta trágico prefiere, por tanto, con todo derecho,
los caracteres mixtos, y su ideal de héroe se halla precisamente en
207
Friedrich Schiller
medio e igualmente distanciado, tanto del carácter completamente
despreciable, como del perfecto.
La tragedia, finalmente, reúne todas estas propiedades con el
fin de provocar el afecto compasivo. Muchas de las construcciones
logradas por el poeta trágico se dejarían utilizar fácilmente para
otras finalidades, por ejemplo, morales, históricas, etc.; pero el que
él se proponga desde el principio esta finalidad y no otra, lo libera
de toda exigencia que no vaya ligada a ella, pero lo compromete a
la vez a regirse según esta finalidad siempre que ponga en uso las
reglas hasta aquí expuestas.
El fundamento último al que se refieren todas las reglas de un
determinado género poético, es la finalidad de dicho género, y a la
combinación de los medios por los que un género poético alcanza
esta finalidad, se le denomina forma. Finalidad y forma se hallan pues
una con otra en la más cercana relación. La forma es determinada
y prescrita necesariamente por la finalidad, [169] y la finalidad alcanzada será el resultado de la juiciosa observación de la forma.
Ya que todo género poético persigue su propia finalidad, se diferencia de los otros precisamente debido a una forma que le es propia,
pues la forma es el medio por el que alcanza su finalidad. Precisamente aquello que logra, a diferencia de los otros, tiene que lograrlo
gracias a aquella propiedad que posee exclusivamente frente a los
demás. La finalidad de la tragedia es: conmover, su forma: imitación
de una acción que conduce al sufrimiento. Algunos géneros poéticos
pueden compartir con la tragedia la misma clase de acción como su
objeto. Algunos pueden seguir su misma finalidad, conmover, aunque
no como finalidad principal. Lo que la diferencia se encuentra, por
lo tanto, en la relación de la forma con la finalidad, es decir, en la
manera como trata al objeto con vistas a su finalidad, en la manera
como alcanza la finalidad a través de su objeto.
Si el propósito de la tragedia es el de provocar el afecto compasivo,
y su forma es el medio por el que alcanza esta finalidad, entonces la
imitación de una acción que conmueva deberá ser el concepto central
a todas las condiciones bajo las cuales puede ser producido con más
intensidad el afecto compasivo. La forma de la tragedia es, pues, la
más adecuada para producir el afecto compasivo.
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Sobre el arte trágico
El producto de un género literario es perfecto, si la forma que
le es propia ha sido utilizada de la mejor manera posible para alcanzar su finalidad. Una tragedia es entonces perfecta, si la forma
trágica, a saber, la imitación de una acción que conmueve, ha sido
utilizada de la mejor manera posible para provocar el afecto compasivo. La tragedia más perfecta sería, por tanto, aquella en la que la
compasión provocada fuera menos el resultado de la materia y más
el de la forma trágica utilizada de la mejor manera. Esto puede valer
como el ideal de la tragedia.
Muchas obras dramáticas, aunque colmadas de una elevada
belleza poética, pueden ser reprobadas dramáticamente, porque no
buscan alcanzar la finalidad de la tragedia a través de la mejor utilización posible de la forma trágica. Otras son reprobadas [170] por
alcanzar a través de la forma trágica finalidades distintas a la de la
tragedia. No pocas de nuestras más admiradas piezas nos conmueven
únicamente por su materia, y somos lo suficientemente magnánimos
o desatentos como para atribuirle al artista torpe como mérito, lo que
es simplemente propiedad de la materia. En otros casos, parecemos
no recordar en absoluto el propósito para el que el poeta nos ha reunido en el teatro y, contentos con ser agradablemente entretenidos
con destellantes juegos de la imaginación y del ingenio, ni siquiera
nos damos cuenta de que salimos del teatro con el corazón frío. ¿Debe
acaso un arte digno de respeto (pues lo es aquél que le habla a la parte
divina de nuestro ser) defender su caso con tales contendores y frente
a tales jueces? La satisfacción del público sólo es alentadora para la
mediocridad, pero denigrante y espantosa para el genio.
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