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¿Tiempo real?

José Manuel Berenguer Caos->Sonoscop http://jmb.sonoscop.net 06/02/2007 ¿Tiempo real? Vivimos tiempos de redefinición y creación de nuevas situaciones. Las informaciones se cruzan. Se intercambian parte de sus contenidos. Nuevas informaciones se generan y, nada más nacer, entran de lleno a su vez en la dinámica del intercambio. Dada la relación entre la cantidad de informaciones que intervienen en el proceso y la capacidad limitada de asimilación de quienes las interpretamos, los humanos, también son tiempos de confusión y de impostura. De pérdida de valores. Unas veces, los conceptos cambian para atender a cambios reales en el mundo o a necesidades colectivas. Otras veces, cambian porque alguien trata de cambiar el mundo según sus propias necesidades. Pero se deban a necesidades más o menos vinculadas al estado del mundo, colectivas o individuales, o se hallen más o menos determinadas por imaginarios poco refrendados por la experiencia directa de las cosas, las redefiniciones de los conceptos se llevan a cabo en relación a cuestiones ideológicas, a los deslizamientos de carga que el poder va sufriendo a lo largo de la historia de la Humanidad. El empleo de unos términos en lugar de otros, su elección, su manipulación y su transformación, configura las mentalidades. Terminan por hacer verdaderas cosas que nunca antes lo habían sido y aunque pudieran haber nacido por iniciativas individuales, culminan el proceso haciéndose colectivas y empleándose de forma imprecisa y sin conciencia clara de lo que tal empleo puede estar suscitando o haya suscitado alguna vez. El cruce de informaciones, de palabras, de conceptos, altera y a la vez construye el curso de la historia. El cambio de un término por otro, la migración del valor de significado de un término hacia otro, a veces son efectos colaterales de estrategias sin otra finalidad que la de convencer a cuantos más mejor de algo que no tenía nada que ver intrínsecamente con la alteración introducida : se genera ruido. Tales procesos contaminan los mundos de las ideas. De la misma manera que nos preocupa la preservación del medio ambiente (el sonoro, mucho menos, curiosamente), o la polución del espacio orbital de la tierra, cada vez más atestado de satélites artificiales, deberíamos pensar ya en la preservación del ambiente intelectual, tan repleto de ideas confusas. En los grupos sociales, aparecen de vez en cuando términos mágicos que sirven para establecer los límites del grupo y crear conciencia de pertenencia a él entre sus componentes. Su simple enunciado gratifica al enunciante con un refuerzo en la intensidad de esa conciencia de pertenencia. Precisamente, “tiempo real”, sujeto a la dinámica de transformación semántica a la que aludo, es uno de ellos. Nada se halla al margen del tiempo en el que ocurre, pero menos aún le sucede a aquellos aspectos que intervienen en el imaginario que conforma una cultura. Ya sólo por la frecuencia en que se utiliza, merece tener en consideración el uso equívoco de ese término. La idea de “tiempo real” en composición es una metáfora que tomó cuerpo procedente del dominio de las máquinas de tratamiento de señal. Tuvo, pues, y tiene, significado bien definido para las máquinas que hacen sonidos y música. Pero sobre todo, lo tiene, en la teoría de su diseño, como límite al que sus producciones deben tender y nunca alcanzar: se trata de un ideal, no de un objetivo ni de una finalidad. Es una utopía clara, a saber, la respuesta de la máquina al mismo tiempo en que se produce la llegada de información. Es evidente que se trata de un acontecimiento imposible: lo único que podemos esperar en este terreno es la reducción del tiempo entre la llegada de información y la respuesta consecuente. Ese tiempo nunca será nulo, porque no nos es dada la llave de la puerta de acceso al infinito. Nunca nos lo ha sido, ni nunca nos lo será. Por tanto, la pretensión de realizar algo en “tiempo real” “verdadero” es, en el fondo, una metáfora de divinidad. Pretensión muy propia del arte ésta, por cierto, y muy extendida en música, especialmente después de la última guerra mundial: la fascinación por la técnica (la técnica y su dominio, en general, no sólo la ingenieril) produjo, a partir de los años 50 del siglo pasado, personajes, entre los que se cuentan músicos relevantes, que pretendieron, sólo con leerla, imaginar, predecir, prever exactamente, sin ambigüedad, el comportamiento acústico de una partitura. Luigi Nono 1 ya alertó al respecto de la imposibilidad de tales pretensiones, pero fue mucho más lejos al sugerir que un creador mentiría si pretendiera al mismo tiempo ser innovador y conocer de antemano el resultado exacto de la interpretación de su escritura. No estaría experimentando si previamente lo conociera. Estaría realizando una labor artesanal, pero no artística. Así que, de la misma forma que la priorización del masculino en los términos genéricos se debe al predominio de tendencias sociales sexistas –todo lo inconscientes que se quiera, pero bien patentes–, el uso de un término límite cuya existencia más allá de lo imaginario genera contradicciones importantes no debe ser considerado inocuo ni desprovisto de relaciones con ideas de difícil justificación racional. El “tiempo real” no existe fuera de la mente, a menos que se abuse de lenguaje. Pretender su existencia en el mundo físico constituye una ficción utópico-postindustrial típica, en virtud de la que una herramienta muy útil a la teorización puede convertirse en imaginario manipulable, en instrumento y a la vez síntoma de los mecanismos de alienación propios de un contexto que venera la técnica y se somete a su dominio sin apenas plantearse sus implicaciones. En música electroacústica clásica, el uso de la cinta magnética 2 en sincronía con las producciones de los instrumentos tradicionales interpretados en vivo genera a menudo contradicciones formales y funcionales importantes. El contenido de la cinta está fijado en ella para siempre, mientras que en la interpretación de los instrumentistas siempre hay lugar para lo imprevisto. De hecho, hasta que no termina la pieza, no se sabe qué pasará. Esa situación dialéctica, que en realidad no implica ningún impedimento en el terreno de la estética, ha sido considerada en ciertos círculos como restrictiva y, sobre todo, generadora de rigidez formal. El arte siempre ha vivido en las restricciones, sin embargo. Creo que la oposición entre lo que está fijado para siempre y lo que es de naturaleza imprevisible aún no ha dado sus mejores frutos. Existen opciones que no han sido sino señaladas unas pocas veces. Pienso ahora, por ejemplo, en el sueño del cabaret de Mulholand Drive, de David Lynch, donde los músicos, en play back perfecto, te dicen que lo que se oye no es lo que se ve, aunque lo parezca, que todo está grabado; donde la cantante cae al suelo fulminada mientras su voz pregrabada continúa cantando como si nada hubiera ocurrido. Subrayado hábilmente por los recursos cinematográficos, donde lo estable y lo efímero se funden de nuevo en un producto de soporte fijo, el efecto es tremendo. 1 2 No hay una cita bibliográfica al respecto. Me refiero a las numerosas y estimulantes conversaciones que mantuve con Luigi Nono en Friburgo, durante los años 80. Uso en este texto el término “cinta magnética” por razones históricas. Es obvio que hoy en día las funciones de ese dispositivo pueden cubrirse, y de hecho son cubiertas, con otros soportes. En este artículo lo utilizaré como sinónimo de cd de audio, cd-rom o una memoria cualquiera, la de un ordenador, por ejemplo, que no sufre ninguna modificación durante la ejecución de una pieza de música. No es que quiera cuestionar aquí el uso de los llamados dispositivos de generación y tratamiento de sonido en tiempo real. Ni sería honesto, ni existe motivo para que me conviniera hacerlo, ya que los utilizo habitualmente porque me ayudan a hacer música. Me son muy útiles. Tanto en la escena como en el contexto solitario del estudio de sonido. Lo único que cuestiono es que “tiempo real” se convierta en consigna. No es la panacea de los problemas de la creación musical. Desde luego que no existe tal panacea, pero menos imaginable sería aún, si tal panacea tuviera que ser un artificio técnico. La generación y tratamiento de sonido en tiempo real plantea nuevos problemas. Son muy interesantes; no más, sin embargo, que los de la reproducción de sonidos inalterables. De hecho, ambos mundos están mucho más emparentados de lo que podría parecer. El primero de esos problemas es que, para un oyente no informado de la existencia o ausencia de causalidad entre del flujo sonoro en el que se sumerge y la gestualidad del intérprete, es imposible estar plenamente seguro de que lo que ve es causa de lo que oye. Se me puede objetar que el play back se nota siempre. Pero eso no es enteramente cierto. Lo que ocurre es que estamos demasiado viciados por malas sonorizaciones y por intérpretes que no han ensayado lo suficiente. La cinta magnética es un reloj. Se trata de extraer de ella las referencias temporales adecuadas. Hay que poder olvidar el cronómetro cuando se interpreta música para cinta magnética. Con la cinta magnética ya tenemos uno. Uno que, en lugar de consultarse por la vista, se oye. De repente, se manifiesta aquí otro fantasma que asola la interpretación de cualquier tipo de música: la escucha y su referente de orden cognitivo superior, la atención. Si difícil es medir el tiempo a la escucha de un material pregrabado, igualmente lo es mantener la tensión justo durante el tiempo necesario, así como generar el sonido en el momento propicio. Cuando se trata de encontrar posibilidades satisfactorias en contextos en los que su densidad, aunque nunca nula, es próxima a cero, el problema de la dificultad no es verdaderamente un problema. Más bien es una contingencia. Desde el punto de vista del intérprete, encontrar una interpretación excelente es como encontrar una aguja en un pajar. Requiere una cantidad de trabajo ingente y nunca hay seguridad plena de encontrarla. Una vez encontrada, hay que mantener despejados los caminos de acceso para que no se pierda en el éter, pero eso nos aleja del tema. Otra cuestión que se plantea con el uso de dispositivos que trabajan el sonido en tiempo real es, en el proceso total de la realización de una música, el establecimiento del punto en que se abandona su aplicación. Consideremos el uso de dispositivos de tratamiento y generación de sonido en tiempo real durante la ejecución de una obra compuesta e interpretada a la manera clásica, según la cual un compositor ha realizado la partitura y luego, en la escena, el intérprete la ejecuta. ¿Qué sentido tiene alimentar la imaginación del oyente con la idea de “tiempo real” en tales condiciones? En ese caso, el “tiempo real” termina en algún lugar entre el compositor y el intérprete. Más precisamente, justo en el momento en que empieza la ejecución pública, porque el intérprete, hasta ese momento, debería haber pasado horas y horas encerrado estudiando la pieza, hasta conseguir una vía de acceso a una ejecución perfecta. El compositor-escritor no ha aplicado el concepto de “tiempo real” a su manera de hacer. Y el intérprete, de hecho, sólo durante la ejecución pública. Entonces ¿qué valor añadido puede tener el hacer público, a oyentes avezados y no avezados, que lo que se va a escuchar o se ha escuchado contiene o contenía comportamientos sonoros generados en tiempo real? Esa divulgación generalizada de los métodos empleados al hacer música es lo que me molesta. Porque es falaz. Porque no facilita toda la información. Porque, por el contrario, la esconde y puede así dar lugar a confusiones que, por el uso de términos talismán para un determinado contexto, propicien, por ejemplo, mayor afluencia de público o cualquier otra ventaja no directamente relacionada con la excelencia del contenido estrictamente musical. Otro situación problemática en relación al uso de esos dispositivos se plantea en torno a la trivialidad. En torno a lo que se entiende perfectamente, sin el más mínimo esfuerzo. Entorno a lo que es perfectamente previsible. Cuando el uso de los dispositivos de proceso de sonido en tiempo real se traduce en una respuesta unívoca, por ejemplo, a la opresión sobre un botón, se da esa trivialidad a la que aludo. Se aprecia entonces un proceso inteligible capaz de satisfacer a las mentes más fascinadas por la técnica (ingenieril, esta vez sí) o los más rígidos e incapaces de aceptar innovaciones. Pero ¿qué ocurre en ese caso con quienes buscan la magia en el acto de la escucha? Desde mi punto de vista, si hoy en día es interesante trabajar con ordenadores, es por la posible complejidad e imprevisibilidad de sus respuestas a las acciones que tienen lugar en la escena. No porque la complejidad se deba a tal o cual proceso, normalmente inspirado en técnicas de inteligencia artificial, sino por ella misma. Por la dificultad o la imposibilidad de entender el procedimiento subyacente. A pesar del interés intelectual evidente del proceso mediante el cual se consigue la complejidad musical, rara vez es importante que su conocimiento tenga una clara función musical en el momento de la escucha del producto interpretado sobre la escena. Dada esta situación, nuevamente se hace imposible el conocimiento de qué gestos y acciones producen respuestas. Entonces, es incluso imposible distinguir entre lo que es una respuesta a un evento y lo que no. Nuevamente tiene pues sentido cuestionar la relevancia de que el resultado sonoro definitivo esté hecho gracias a un procedimiento en tiempo real. O bien escuchamos música, o bien apreciamos la sutileza de los recursos de programación expresados en el código. Es una situación similar a la planteada por el serialismo integral y en muy cerrada relación con las prevenciones que atribuyo a Nono y cito someramente más arriba. Ni somos mejores músicos porque hayamos escrito un programa fabuloso que hace música en “tiempo real”, ni su empleo debe influenciar en sentido alguno a nuestro auditorio. Para un determinado grado de separación temporal, a nuestra mente le es imposible discernir si un evento ocurrió antes que otro. Este fenómeno se da en la visión, en la audición y también se manifiesta en percepciones de señales cruzadas procedentes de sentidos distintos. Esto cuestiona profundamente la idea de causalidad: ¿ocurrió antes la acción que su supuesta respuesta o fue justo al revés? Las experiencias conscientes se ordenan en función de sus relaciones con el acontecer. Con lo que aconteció, o con lo que puede acontecer más tarde. En su dependencia del pasado, así como en su posible influencia sobre el futuro y, también, en función de su distancia temporal con los eventos pasados y futuros. La necesidad de ver algo como causa o como efecto puede afectar a las valoraciones de causa y efecto que podamos atribuirles. Pero lo importante, como reza la publicidad de las memorias de Gabriel García Márquez –lo parafraseo de memoria–, no es lo que vivimos, sino cómo lo contamos y cómo lo recordamos. Que las cosas ocurran en sincronía o no, es cuestión de escala y de resolución. Sentimos causalidad cuando podemos relacionar eventos, lo que se da tanto más fácilmente cuanto menor es la distancia temporal entre ellos. Y ello depende, exclusivamente de nuestras condiciones biológicas. La libertad a la que se accede con el uso de dispositivos de tratamiento de sonido en tiempo real tiene especial sentido en el contexto de la práctica de la improvisación. Más aún si se piensa en ella como en algo que recorre todo el proceso en el que la música se va creando. Desde el punto de vista que describo, la improvisación no se da únicamente en la escena. Tiene lugar a lo largo del esculpido constante que, en virtud de retroalimentaciones diversas, conduce a la culminación de una obra, tanto durante el proceso de escritura de aplicaciones de proceso de sonido en tiempo real o durante la generación del material sonoro que se fija en un soporte dado, como en el curso de la toma de decisiones durante la ejecución en la escena. Se me objetará que la improvisación no es eso; que improvisación es sinónimo de composición sobre la escena en el curso de la interpretación 3. En “tiempo real”, se puede llegar a añadir en algún contexto, pero ya he mostrado a dónde lleva el uso de ese término fuera del ámbito estrictamente teórico del diseño de dispositivos. Ideas afines a ésa generan por sí solas conflictos lógicos de difícil solución, porque la pretensión de que el flujo musical nazca sin otra causa que la comunión entre los intérpretes y sus oyentes, en el momento mágico de la interpretación, es, con todo lo que ello implica, estrictamente imposible. La composición desde cero4 en el momento de la interpretación es, en cierto sentido, análoga a la idea de “tiempo real”, un límite al que podemos tender, porque tiene sentido hacerlo. Es otra utopía. Sin embargo, es bueno distinguir entre utopía e imaginario de nosotros mismos, porque nuevamente corremos el peligro de caer en el delirio de la divinidad. ¿Cuántas horas pasa el improvisador trabajando e investigando las posibilidades de los materiales que desgranará en el proceso de improvisación? ¿Cuántas ideas verdaderamente nuevas se le ocurrirán sobre la escena? Desde mi punto de vista, existen dos aspectos cuya influencia es de importancia vital en la calidad de la improvisación. No siempre están al alcance del oyente, ni necesariamente ocurren en el tiempo de ejecución. Uno es, precisamente, ese trabajo previo subyacente e imprescindible para que el flujo de materiales sonoros y musicales durante la ejecución sea el que es y no otro. El segundo aspecto, igualmente importante, es la escucha. La autocrítica, el situarse a distancia de las propias producciones sonoras o musicales, el calibrar su efecto en los otros músicos, así como en los oyentes, son actividades imposibles sin entreno en la práctica de una escucha atenta, plenamente consciente. No me atrevería a calificar de improvisación una actividad generadora de sonido si no se controla y modula en virtud de múltiples retroalimentaciones basadas en la escucha del entorno. Si bien es cierto que ese proceso tiene lugar durante la ejecución en la escena, también se produce fuera de ella y es esencial en la fase de preparación, especialmente si hay más de un músico. Parece que la improvisación no ha sido nunca ajena a la preparación previa de materiales, ni a la transcripción posterior, más o menos precisa. ¿Tiene entonces sentido acentuar especialmente la importancia de la creación en el preciso momento de la interpretación? ¿Y por qué no hacerlo en la fase de estudio e investigación, igualmente importante? Es evidente que hacer hincapié en el directo tiene sentido en el hecho diferencial de que la música no improvisada carece de la libertad que caracteriza a la improvisada en el momento de la ejecución. Pero de ahí a la improvisación como creación en el curso de la interpretación, hay un trecho. Es el trecho que separa la humanidad de la divinidad. Más que un trecho, es una singularidad insalvable. No es mi intención desvirtuar el valor de la improvisación. Menos aún, el del género conocido como improvisación libre, cuyos auges coinciden con los momentos de auge de 3 4 “Improvisation is the activity of, to some extent, creating and constructing a piece of music in the same time as it is being performed” [Christian Munthe http://www.shef.ac.uk/misc/rec/ps/efi/fulltext/ftmunt.html] No se daría ni después de pasar un período de tiempo incomunicado y en ayunas, como reza algún módulo de la “partitura” de Aus Den Sieben Tagen, de Karlheim Stockhausen. las opciones y actitudes políticas favorables a la lucha por las libertades esenciales. Tan sólo trato en este texto de llamar la atención sobre los abusos de lenguaje en que se puede incurrir, si no se alude al mismo tiempo a todo lo que no se nombra cuando se hace uso de términos talismán, tan terriblemente simplificadores, como “tiempo real” o “creación en el tiempo de ejecución”. Las similitudes entre ambos son evidentes y también parecidas son las paradojas que su uso genera. Evocan necesidades, inefables e imaginarias, cuya existencia toma cuerpo justamente en la carencia de infinitud, de divinidad, de trascendencia. Tan simbólicas y mágicas son, tan genuinamente humanas. __________Texto publicado en la revista Doce Notas. Wade Matthews. Ed