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OJOS DE SERPIENTE
SNAKE EYES
Diego Rafael Montalvo García
[email protected]
ORCID: https://orcid.org/0000-0003-1935-5795
Licenciado en Periodismo por la Universidad de Las Américas (Ecuador).
Además, cuenta con estudios de la Universidad Andina Simón Bolívar.
Zinat llevaba mucho tiempo meditando. En su regazo, yacía un libro del antiguo Egipto
que en su postura actual, abierto a la mitad, parecía una mariposa con las alas extendidas,
perfectamente rectangulares. Yo me quedé parado a su lado.
Era una tarde aburrida, y Zinat no hacía más que beber vino en una copa cristalina que
parecía simular a un frutero. Me dijo que había terminado de leer una carta de un viejo
amigo suyo, un millonario coleccionista de reliquias antiguas y raras.
—¿Qué tienen en común los faraones con las personas actuales? —inquirió Zinat mientras
se llevaba un sorbo de licor a los labios.
—No lo sé, Zinat. Los faraones vivieron hace mucho tiempo.
—Su comentario no responde a mi pregunta… Debo decir que aquello no me llama la atención.
—Disculpe, Zinat.
—Tranquilo, Futes. Creo que la culpa es mía por tratar de abrirle la mente.
Aquello me pareció en extremo insultante. No obstante, no dije nada más. Zinat caminó
hasta su estante con el libro de egiptólogo Zhalem-Al-Sari en sus manos. Lo depositó junto
a sus múltiples volúmenes y cerró la vitrina. Caminó hasta el sofá. Se frotó el bigote y luego
cogió su bastón. Lo examinó. Tomó la empuñadura y desenvainó la espada, cuya hoja brilló
con la luz de la tarde que se colaba desde el ventanal del frente. Luego volvió a envainar el
arma. La empuñadura produjo un ligero chasquido cuando topó el cuello del bastón.
—Quiero que me acompañe a ver un cadáver —apuntó Zinat con voz sombría.
—¿Justo ahora? —inquirí, extrañado.
Zinat me miró y una ligera sonrisa se dibujó en su cara.
—No, Futes. Será cuando desee recobrar la vida y se largue caminando —apuntó el detective
con sarcasmo—. ¿Cree que lo invité a mi casa para tomar el té y charlar sobre Egipto?
—Pues…
—Irónicamente, eso era parte del plan original y lo único que pretendía. —Sonrió el hombre.
Se puso de pie. Abrió la puerta del estudio y bajamos las escaleras. Yo iba detrás. Zinat
se colocó el sombrero y la larga gabardina. Sacó un cigarrillo y se lo puso en los labios.
Caminamos hasta la acera. El sol empezaba a ocultarse en el ocaso y sobre el cielo azulado
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Zinat encendió el cigarrillo. Se abrió el blazer de su traje y dentro del chaleco metió la caja
de cigarrillos y la de fósforos.
—Oiga, amigo. ¿Va hacer el favor de parar un taxi o qué?
Una vez Zinat le dio la dirección al taxista, el automóvil se puso en marcha. Zinat sacó una
libretita del bolsillo interno de la gabardina y del otro tomó una pluma fuente. Con letra
pulcra y clara, anotó lo siguiente en la parte centrada superior de la hoja en blanco: «Caso:
Ojos de serpiente». Luego, colocó el número «1» debajo de lo que había escrito.
—¿Qué sabemos hasta ahora, Futes?
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de la noche fulguraron un par de estrellas. Me quedé mirando los colores anaranjados que
poco a poco iban desapareciendo y que luego mostraban la agonía de la tarde.
—Que su amigo, al poco tiempo de haberle telefoneado, fue hallado muerto en la sala de
su mansión. Acto seguido, recibió una carta de su mujer en la que decía que acuda lo más
rápido posible. No quiso arriesgarse a nada, así que prefirió ese modo de comunicación.
Zinat sacó el sobre y de allí tomó una delicada hoja de papel. Leyó su contenido en voz alta:
Ciudad de México, 14 de octubre de 194…
Apreciado monsieur André Zinat
En primer lugar, me dirijo a usted por medio de esta carta para evitar poner mi vida
en riesgo. En nuestra casa, ubicada en los Bosques de la Loma, ha ocurrido una
desgracia. ¡Mi marido murió al poco tiempo de haberse contactado con usted! Le
confieso que él estuvo muy extraño desde su último viaje a Egipto. Cuando regresó
de El Cairo, no dejaba de balbucear palabras extrañas en un árabe muy antiguo. Me
trajo un par de joyas preciosas.
Un conocido de mi marido, un egipcio de nombre Akenatón Kasem, vino de visita varias
veces y le dijo a mi esposo que había traído muchos artículos «malditos». Desde luego,
él no le creyó y dejó las cosas así. Pero, a raíz de su repentino quebranto de salud, que
básicamente constaba de dolores abdominales, vómitos, diarreas y deshidratación,
incluso, dejé de usar las joyas que me había regalado. Traté de venderlas, pero, para
mi sorpresa, ¡estas desaparecieron! ¡No puedo hallarlas por ningún lado! Yo no creo
en maldiciones, señor Zinat… Pero recuerdo que mi esposo trajo consigo algo muy
extraño desde el Valle de los Reyes.
Deseo saber su opinión. Usted ha viajado con él en ocasiones anteriores a Luxor,
Alejandría y… a otros destinos parecidos. ¡Ayúdeme! ¡Se lo suplico!
Siempre suya,
Alexandra Vidal de Wright.
Zinat dobló la hoja. El taxi paró frente a una mansión victoriana. Zinat se apeó. Yo pagué
al taxista y luego lo seguí. La servidumbre —un jardinero, un mayordomo y un ama de
llaves— nos esperó afuera, en el patio delantero. Zinat golpeó el bastón con impaciencia.
El mayordomo, viendo su error, corrió y abrió la puerta principal.
—Disculpe, caballero. Creí que había dejado abierto el portón de la reja.
—Una equivocación muy común —sentenció Zinat, con ligera ira y desconcierto.
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La gran casa estaba rodeada de un enorme muro de ladrillo muy elegante, la mayor parte ya
cubierta por hermosas madreselvas. Sobre la pared, se alzaban, cada cinco o seis metros,
unas esferas de piedra. A cada lado de la puerta de entrada, nos saludaban dos imponentes
esfinges con las alas abiertas, hechas totalmente de piedra. Parecían unas monstruosas
gárgolas. Zinat las miró antes de entrar. En una de las columnas, yacía pegada una placa
dorada con el nombre del dueño de la propiedad: «Franklin S. Wright – Egiptólogo».
El mayordomo nos dirigió hasta el estudio. Él era un hombre alto y delgado, de bigote
estrecho y con monóculo en su ojo izquierdo. Antes de llegar, pasamos por un corredor
amplio y varios salones amueblados al estilo Luis XV. En las paredes, yacían cuadros de
Renoir, Picasso, Rivera, Kahlo, Lacroix y Dalí. Puso su mano derecha enguantada en fina
seda blanca encima del pestillo de palanca dorada de la puerta de madera —muy tallada
al detalle— y la haló hacia abajo. El seguro cedió. Allí estaba madame Alexandra, con un
vestido negro y llorando al pie del cuerpo de su difunto esposo. El salón estaba decorado
con bellas obras de arte. En una de las paredes, yacía colgado, justo sobre la cabeza del
muerto, el cuadro Autorretrato con la muerte tocando el violín de Arnold Böcklin.
Madame Alexandra alzó la cabeza al vernos.
—Monsieur Zinat, gracias por acudir a mi llamado.
Zinat la abrazó y yo únicamente le estreché la mano. La confianza de Zinat hacia la viuda
me hizo sentir incómodo.
—¿Me permite ver el cuerpo? —apuntó el detective con suma seriedad.
—¡Desde luego!...
Policías tomaban fotografías, mientras que el forense estaba desconcertado. Sobre su
rostro, se dibujaba un auténtico terror. El cuerpo ya había sido tapado por una sábana
blanca. Por debajo del extremo de la manta, sus zapatos estaban sobresaliendo.
Zinat descubrió el rostro de su amigo, y experimentó un sobresalto. Tenía los ojos vaciados.
Y en su lugar fueron colocados un par de piedras verdes, como esmeraldas.
—¿Esas son sus joyas, madame Alexandra?
Ella, totalmente sorprendida, se volteó en seco. Caminó hasta donde estaba Zinat. Y al
bajar la mirada hacia donde apuntaba el índice de mi amigo, no pudo contener un grito.
Los policías llegaron con rapidez.
—¡Pero si eso no estaba ahí cuando entramos a verlo! —declaró Hugo Vallarta.
—No confío en sus instintos, inspector.
—¡Lo juro por la Virgen Santa, Zinat!
Las fotografías de revelación instantánea que tomaron los otros policías mostraron los
ojos muertos de Franklin Wright.
—¡Alguien debió hacerlo en frente de nuestras narices! ¬—rezongó el policía.
—De eso no hay duda —dijo Zinat.
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—¿No sería mejor pedir una lupa, Zinat?
—No moleste, Futes. Yo tengo mis propios métodos.
Zinat sacó su libreta y empezó a anotar una vez más.
El zapato izquierdo tiene rastros de lodo y fango; el derecho no tiene nada. ¡Extraño!
Las manos están limpias: no parece haber rastro de carne. Conclusión 1. Se descarta
una defensa por agresión física. Sus ojos fueron vaciados y sustituidos por piedras
preciosas. Conclusión 2. Un mensaje claro. Zinat tocó el cuerpo (estaba tibio).
Conclusión 3. Aún no hay señales del rigor mortis.
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Zinat empezó a pensar mientras bordeaba el cuerpo inerte de su antiguo camarada. Se
agachó y pidió al mayordomo, que estaba sentado y fatigado sobre una de las lujosas
butacas, que le preste su monóculo. El hombre así lo hizo. Zinat acercó la luna al cuerpo,
y lo examinó con detenimiento.
—¿Han tomado muestras de sangre? —preguntó Zinat, mientras consultaba el reloj.
—Sí, hemos hecho el análisis previo a su llegada —dijo el forense.
—¿Tiene los resultados?
—El cuerpo está limpio. No hay rastros de intoxicación. Concluimos que ha sufrido infarto.
Muerte natural.
—¿Las joyas fueron colocadas en sus ojos antes o después de morir, inspector Vallarta?
El policía tragó saliva.
—Después —dijo presuroso.
—Me temo que no. Hay indicios de que sus globos oculares fueron extirpados antes. Si
se fija usted bien, hay un poco de sangre resbalando por sus mejillas. ¿Han abierto su
mandíbula…?
—Zinat…
—¿Han abierto la mandíbula, inspector? —insistió Zinat.
—¿Por qué lo haríamos, Zinat?
—¡Háganlo! Temo que su lengua no esté donde debería.
Un forense forcejeó la mandíbula que se abrió con un frívolo chasquido.
El médico metió el haz de luz de una linterna por la boca. En efecto, ¡la lengua había sido
arrancada!
—¡El asesino aún está entre nosotros! ¡Por favor! ¡Cierren las puertas de la mansión!
—rugió Zinat.
Yo, junto al mayordomo y el ama de llaves nos apresuramos a cerrar todas las puertas.
—Vallarta, ¿alguno de sus inspectores ha salido?
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El policía pidió a los gendarmes reunirse en el estudio. Acudieron nueve hombres.
—¿Son todos? —preguntó Zinat.
—Sí, Zinat. Son todos.
—Extraño. Yo conté diez cuando entré aquí…
—¿De qué va todo esto, Zinat? ¿Cómo supo lo de las joyas y lo de la lengua?
—Me permitiré explicarme. Esta es una vieja forma de justicia egipcia. Si una persona era
considerada un ladrón, podría recibir «golpes de bastón» entre cien o doscientas veces.
Si el robo era considerable —una pena mayor—, podría darse la oportunidad de devolver
la mercancía, con la diferencia de que se adicionaría el doble o el triple del costo del total
de esta en dinero en efectivo. Pero, si el delito era grave, como un insulto al Estado o la
religión, el rey (el faraón) o un visir podían pedir la mutilación; normalmente, se hacía de la
nariz, los ojos, la lengua o las orejas… Eran poco comunes, pero existían.
«Quien ha cometido este asesinato es, evidentemente, alguien conocedor a fondo de la
tradición egipcia. Quizá un egipcio propiamente dicho… El punto es que nos ha dejado un
mensaje claro: “Franklin ha cometido un acto atroz, y debía pagar por ello”».
—¿Qué tipo de acto, Zinat? —dijo la viuda, quien empezaba a llorar a raudales.
—Un robo.
—¿Pero usted no dijo que el robo era un delito menor, Zinat? —apunté yo.
Zinat esbozó una sonrisa torcida, y al rato una risilla nerviosa se apoderó de él.
—Sí, pero yo no hablaba de manzanas o chucherías de bazar… Me refiero a un hurto
grave, como objetos preciosos que tienen relación con deidades y cosas religiosas. Estas
no son joyas comunes. Lo que mi amigo tiene incrustado en la cara son artículos usados
por las esposas de los faraones. La mujer en el antiguo Egipto era considerada una
deidad, un complemento al hombre y un dual suyo en un nivel espiritual. Estas piedras se
las conocen como «Ojos de serpiente» y son gemas que guían a los muertos al otro lado.
Los griegos preferían colocar monedas en los ojos o en la boca para el óbolo de Caronte,
el barquero que se encargaba de llevar a los muertos al inframundo. Y para ello cobraba un
tributo. Pero los egipcios eran diferentes. Osiris era el dios de la muerte y el renacimiento.
Cuando el alma de un mortal iba al Duat —o inframundo—, previo al juicio final, se hacía
un ritual llamado el «Peso del corazón». Allí se sopesaba las acciones buenas y malas que
había realizado el mortal, previo a su muerte…
—Un momento, Zinat —irrumpió Vallarta—. ¿No se supone que el dios de la muerte en el
antiguo Egipto es Anubis?
Zinat rio.
—Su falta de cultura es lo único que le podría dar algo de gracia a este tétrico asunto.
Déjeme explicarle. Concatenando con lo que decía antes, este «juicio final» lo llevaba
a cabo Ma’at (el símbolo de la verdad), también representada como diosa e hija de Ra.
Si era considerado digno, el alma iba a los aposentos agradables de Osiris dentro del
Duat. Ahora, cuando Osiris fue desmembrado por su hermano Seth, el dios del desierto
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Regresando al caso de mi amigo… «Sufrió un infarto». Eso le causó daño al corazón.
Destrozó su equilibrio, y le evitó un juicio justo. Es decir, lo excluyeron de que Ma’at lo
juzgara. Con un corazón roto, las almas vagan sin control por el inframundo. En otras
palabras, los «Ojos de serpiente» podrían ser su salida si Osiris desea un tributo, pero
su espíritu noble no es tan corruptible ni vanidoso como el de los dioses griegos. Ahora,
particularmente, doctor, sugeriría que haga otra prueba toxicológica… Deseo saber si hay
rastros de arsénico, cuyas formas de intoxicación son muy antiguas. Y sí: eran comunes
en el antiguo Egipto. Son las más complejas de detectar, salvo con un estudio minucioso.
Por otro lado, madame Alexandra… ¿Dónde solía ver míster Francis a su amigo Kazem?
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o de la sequía, un dios del caos, Anubis —cuyo nombre también tiene origen griego; he
ahí la confusión y el misterio de su nombre onomatopéyico que quiere decir «el chacal
que aúlla»— participó en la reconstrucción del cuerpo de Osiris, junto a Isis y Neftis. Lo
llegaron a momificar. Así, contestando su duda, inspector Vallarta… Anubis no es el dios
de la muerte, sino el dios de la momificación y patrón de las necrópolis. Tiene la tarea de
vigilar la «Bel Occidental», es decir la «Tierra de los Muertos». En orden de importancia,
van los tres: Osiris, Anubis y Horus —el dios que tutelaba la nobleza de los monarcas—.
Cuando Horus muere, se convierte en Osiris y pasa a formar parte del dios Ra, el supremo
creador, el dios del sol. ¿Comprende?
—En el estudio: aquí como siempre.
—¿Cuándo fue que usted vio que tenía algún dolor?
—Desde hoy. Eran agudos y se quejaba de un intenso malestar en el estómago. Salió al
patio, ya que creía que necesitaría algo de aire. Lo hallé parado a un costado del jardín.
—¿Estaba totalmente parado en el jardín o solo tenía un pie en el jardín?
—¿Cómo dice…?
—Es vital que recuerde este detalle…
Madame Alexandra meditó un segundo.
—Hmm… Creo que tenía un pie en el jardín y el otro estaba sobre el camino de entrada
a la casa que, como habrá notado, es de ladrillo. ¿Por qué?
—Eso explica lo de los zapatos —dijo Zinat, casi entre dientes—. Esto confirma mi teoría del
arsénico. Lo pensé así cuando leí su carta. Este tipo de intoxicación afecta a la vía digestiva.
Y eso hace que se desarrollen los síntomas que usted supo explicarme en su epístola.
El médico tuvo permiso para salir. Después de un par de horas, regresó. Zinat consultó su
reloj de bolsillo. Tocó de nuevo el cadáver, y estaba un poco más frío que antes.
—Tres horas justas después de su muerte… Empezó el rigor mortis.
Zinat caminó hasta una vitrina vacía.
—¿Aquí es donde tenía los artículos?
Madame Alexandra asintió, nerviosa y con miedo.
Luego de unas horas, el médico llegó a prisa y jadeando por la excitación. Ondeaba un
papel en la mano.
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—¡Doctor, doctor, tenga cuidado…!
—¡Zinat…, Zinat, tiene usted…! —Su voz se cortó desde el jardín delantero.
Un disparo en seco dejó frío al médico. La bala con rifle de francotirador le atravesó el
pecho. Yo me quedé asombrado. Subí a prisa al tejado, que era el único sitio desde donde
podía haberse efectuado el disparo. Allí, atrás, subieron Zinat, el inspector Vallarta y un
grupo de policías. Para nuestro asombro, estaba parado otro gendarme.
—¡Él no es de los míos, Zinat! —rugió Vallarta.
—Ya lo sé. ¡Cálmese! ¡Aquí tienen a su asesino!
—Logró esclarecerlo todo, Zinat, solamente viendo el cadáver. ¡Es usted estupendo! —
dijo el extraño.
—Se lo agradezco, Sid Akenatón Kasem.
—¿Cómo lo sabe…? Mejor dicho… ¿Cómo lo supo?
—Usted es un Sid, un «señor» de una noble familia. No crea que me olvidaría de usted. En
uno de nuestros viajes junto a Franklin a Alejandría lo conocí a usted, en la biblioteca. Nos
llevó a Tuna el-Gebel y deseó que nos perdiéramos porque entramos a una cripta antigua.
Además, usted se robó el mapa. ¿Cómo tengo esa certeza? Porque el objeto desapareció
luego de que nos llevara por un pasaje inestable de la tumba. Este se derrumbó luego de
que yo me apoyara sobre una columna. Kasem, ¡usted se fugó con rapidez! Sabía que quería
quedarse con los tesoros de Franklin, pero nunca supe a qué costo… Hasta ahora. Quería
deshacerse de nosotros como fuera. Por fortuna, mi sentido de orientación es en extremo
agudo, y pudimos escapar completamente ilesos sin su ayuda. Supongo que, adicionando a
esta razón, se interesó en que Franklin viajara con continuidad a Egipto completamente solo;
incluso, porque es sabido que muchas tumbas tienen arsénico en el aire. Pero, como no tuvo
suerte, tuvo que envenenarle usted mismo. Una dosis de 100 a 300 miligramos es altamente
mortal. Seguramente, en su última visita, se lo colocó en un whisky mientras él le enseñaba
sus piezas arqueológicas recogidas. Vino esta mañana. Se retiró. Y, para estas horas de la
tarde, mi amigo con seguridad estaría muerto. ¿Me equivoco? Por eso quería alejarlo de mí…
—¡Asesino! —grité, sin más.
Kasem agarró algo de su cinturón. Sacó una cimitarra y la empuñó contra Zinat. Mi amigo
hizo lo propio, y desenvainó su hoja del bastón. Yo saqué mi revólver. Zinat extendió la mano.
—Yo tengo viejas cuentas con este escorpión de desierto.
Kasem se abalanzó con todas sus fuerzas y Zinat bloqueó su ataque con la agilidad de un
diestro esgrimista. Las hojas de las espadas chocaron a lo largo y ancho de la azotea de
la propiedad. Derribaron macetas y seguían atacándose con furia ante la mirada atónita
de las expectantes personas que deseábamos ver el espectacular desenlace. Kasem,
el Sid, atacó a Zinat por un costado y logró herirle el hombro. Mi amigo gritó de dolor y
furia. Entonces, contestó las embestidas de su enemigo. Zinat lo empujó y Kasem se
dio contra el filo de la terraza. Zinat blandió la espada delante de su cara y la agitó a un
costado. Kasem escupió sangre.
—Aquí termina todo, Kasem. La victoire est à moi!
—Matlqa! —rugió el hombre.
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Vallarta bajó a prisa para ver si podía arrestar al hombre, pero fue inútil: murió en el acto.
Sacaron dos cadáveres de la mansión durante aquel hermoso ocaso. Tras un exhaustivo
examen a cada una de las habitaciones, hallaron en un costal varias de las reliquias del
viejo Franklin. Madame Alexandra las colocó en su sitio. Luego, mientras Vallarta y los
policías se estaban yendo, la mujer se volteó hacia mí y me ofreció una copa, así como
lo hizo con Zinat.
—Nunca creí que fuera Kazem el culpable de todo.
—No es cuestión de sorprenderse. Imagino que mi amigo nunca habló mal de él —
apuntó Zinat.
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El árabe insistió. Corrió a velocidad, y Zinat se retiró a tiempo antes de ser atravesado con
la cimitarra. Kazem se tropezó con una raja que cortaba el piso, como una cicatriz, y a su
velocidad no pudo parar. Atravesó el pequeño muro del costado y cayó de cabeza casi
veinte y cinco metros de altura. Zinat envainó la espada.
—Nunca, monsieur Zinat.
—Ya veo. Bueno, este no ha sido un caso fácil. Pero, lo único que puedo decir es que la
muerte nos rodea y nos llega sin remedio.
—¿Pretende quedarse con las reliquias egipcias, madame Alexandra? —pregunté.
Zinat me lanzó una mirada inquisitiva.
—No lo creo, doctor Futes. Las donaré a un museo.
—Me parece lo más sano —apuntó Zinat—. Ciertamente, hay un detalle que no me deja
de estrujar la mente. Franklin era un admirador de la cultura egipcia… Pero me extraña
que su casa esté adornada con un par de esfinges aladas. Es decir, esta representación
es griega y no egipcia.
—Déjeme enseñarle algo, monsieur Zinat.
La dama nos llevó hasta un gran estudio —más grande del que pudimos apreciar cuando
llegamos a la mansión—. En dos pilares de piedra separados, vimos posadas dos estatuas
que me llamaron enormemente la atención. Una de ellas tenía la representación de la
gárgola Toluse. El fiero dragón tenía las alas extendidas y las fauces abiertas. En otro,
estaba una réplica a escala de la escultura de Ricardo Bellver, el Ángel Caído. Tras varias
horas de conversaciones triviales y charlas sobre la vida de Franklin, su mujer al fin se
decidió a hablar del tema en cuestión:
—Frank creía que las esfinges griegas de la entrada espantarían la mala suerte. Es cierto
que son un símbolo maligno, pero, según el mito, la esfinge no era un monstruo en
realidad. Fue la hija del rey Layo a quien se le dio a encerrar un secreto por los monarcas
tebanos. Cuando Layo murió, muchos de sus hijos fueron a reclamar el trono. Pero la
esfinge, que conocía los secretos de cada rey antes que él, sabía que no cualquiera
podía hacerse con el poder de Tebas. Por ello, la esfinge tenía que guardar el secreto del
enigma, hasta que llegara Edipo y pudiera descifrar el más antiguo de los enigmas. Por
ello, a pesar de que se cree que las esfinges son espíritus malignos y traedores de la mala
suerte, en realidad son guardianes de un secreto… Un secreto profundo que no podía
ser para todos.
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—Según los egipcios —empezó Zinat—, las esfinges eran representadas con cuerpo de
león, porque simbolizaban la fortaleza de los monarcas. Además, ellos creían que por
las noches cobraban vida y protegían las tumbas de los faraones. Lo opuesto a lo que
describió Apolodoro en Grecia, que decía que las esfinges eran demoníacas, tenían patas
de león, cuerpo de lobo o perro, bustos y cabeza de mujer, cola de dragón y alas de halcón.
Estacio decía que tenían boca con veneno, mirada llameante y alas ensangrentadas. Por
ello fue el griego Heródoto quien propuso el nombre «Androesfinge» para referirse a esta
criatura y así no causar confusión con la versión griega del monstruo. Mi amigo, míster
Franklin Wright, quiso atraer la mala fortuna y contrarrestarla al mismo tiempo. Nunca
fue muy predecible que digamos. ¡El misterio del porqué de sus actitudes se lo llevó a la
tumba! Ese es el caso insondable.
Madame Alexandra rio después de la reflexión de mi amigo.
—Por esa razón, estas dos estatuas, colocadas sobre la puerta principal, también sirven como
desagües. Un canal se conecta desde el tejado y pasa hacia una tubería subterránea que
sube de nuevo internamente por ambas columnas y termina en las fauces de las esfinges.
—Oh génial! Une merveille architecturale! —Rio a su vez Zinat.
Luego de charlar sobre Egipto, ver viejas fotografías y conocer más a fondo a míster
Franklin Wright, nos despedimos. Zinat tomó su sombrero y su gabardina. Su herida no
necesitó más que una venda. La profundidad del corte era mínima.
—Hasta luego, madame.
Sin decir nada más, nos despedimos. Había transcurrido muchísimo tiempo dentro de
esos fríos muros plagados de cuadros y enigmas del mundo. El frío de la madrugada nos
abrazó con gélida fuerza.
—C'est la triste débâcle d'un égyptologue —dijo Zinat con una voz tan frívola como la
bruma de la madrugada.
—Y que lo diga, mon ami.
—Ahora, vamos. Me apetece comer algo de camino a casa.
Quise acotar algo adicional, pero no supe qué decir. No dejé de pensar en los hechos
que acababa de presenciar. Había veces en la vida donde las cosas se tornaban violentas,
decadentes y horribles. No obstante, comprendí que allí radicaba la verdadera fortaleza
de un hombre. Todo este caso vivido me ha dado un buen tema de conversación para
algún día. ¿Hasta cuándo podré estar junto a mi amigo y vivir aventuras de esta magnitud?
Después de todo, él era el cerebro; y yo, un simple abogado.
Así sería mi vida de hoy en adelante: Gregorio Futes, el simple compañero de una mente
brillante de la deducción… Pensándolo bien, ¿qué podía hacer al respecto?
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